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Denis R. Alexander
Dominic Smart
Roger Trigg
Ernest Lucas
John L. Taylor
D. A. Carson
(2009)
Índice
Denis R. Alexander
Dominio Smart
Por supuesto, los cristianos también tienen una metanarrativa. Tenemos una gran
historia, y no sólo porque somos producto de nuestra cultura, que lo somos hasta cierto
punto, sino porque nos ha sido dada: nuestra gran historia es el mismo Dios, que se
revela en su Palabra, la Biblia, y principalmente por medio de su Hijo. Por lo tanto, la
cultura y el pensamiento posmodernos se sienten tan incómodos con la “gran historia”
cristiana como con la mucho más reciente historia de la modernidad. Además, los
cristianos también deberían sentirse incómodos, porque no sólo nadan contra la
corriente de metanarrativas como son el marxismo, el romanticismo, el capitalismo y
la modernidad, sino que también han de hacerlo contra la corriente de la
posmodernidad, pues no dejan de creer en la metanarrativa que les ha sido dada. No
están llenos de incredulidad cuando consideran a Dios y a su Palabra.
¿Por qué somos ahora posmodernos? ¿Por qué podía decir Lyotard que la
condición posmoderna era la incredulidad hacia las metanarrativas per se? Las
metanarrativas no funcionan por al menos, y de nuevo, seis razones.
En primer lugar, las grandes historias no atraen a los posmodernos porque la que
les era más familiar — la modernidad con su “tecno-ciencia” — no les ha dado nada,
al menos según el relato posmoderno de la situación. Prometía el cielo en la tierra y
nos ha proporcionado algo que se parece mucho más al infierno, según su visión. Los
posmodernos miran a su alrededor y ven un mundo contaminado, destrozado por las
guerras, corroído por las desigualdades sociales y la injusticia, y lleno de horribles
edificios. ¿Dónde está el progreso que garantizaban las metanarrativas? ¡Esto es un
desastre! La gran historia no ha funcionado y, por lo tanto, ¿quién quiere
comprometerse con ella?
En segundo lugar, no hay una única gran historia, porque precisamente hoy en día
hay muchas historias para leer. Hay una inmensa heterogeneidad en la variedad de
visiones del mundo que tiene la gente. En nuestras pantallas de televisión aparecen las
tremendas diferencias entre culturas no occidentales y la nuestra, y podemos entender
y aceptar esas diferencias mucho mejor que nuestros padres. No sólo contemplamos
esas culturas diferentes de muchos lugares del mundo, sino que además vemos toda esa
variedad mezclada. En la gran amalgame de las comunicaciones globales y del
mercado de consumo global, creada, en buena medida y desde un punto de vista
histórico, como una consecuencia a largo plazo de la misión cristiana global, estamos
en contacto con un mundo muy variado e inmediatamente accesible. Usando la
tecnología, podemos ir de compras por Seattle sin salir de casa. De hecho, ya no
necesitamos salir al extranjero — en el Reno Unido, las otras culturas ya están a
nuestro alrededor. Vivimos en una de las sociedades más culturalmente plural y
posmoderna del mundo. Experimentamos los efectos de no sólo las cuatro grandes
metanarrativas que han marcado los últimos tres siglos, sino también de metanarrativas
mucho más antiguas de otras partes del mundo. Las personas de otros lugares piensan
de formas diferentes, y eso aunque ocupen el mismo espacio.
La tercera razón por la que las metanarrativas ya no funcionan tiene que ver con
el régimen de verdad de Michel Foucault: las metanarrativas son opresoras. Como
medios de control social, son también medios de ejercer el poder. Entonces, el
conjunto de la historia no es más que la historia del juego de poder. La verdad es tan
sólo una forma de conseguir que las personas hagan lo que quieres que hagan y de
marginar a los que no hacen lo que tú quieres. Lo mismo ocurre con la virtud. Todo es
fingido. Lo que realmente está pasando es que algunas personas quieren controlar y
oprimir a otras. Y como no queremos eso, no queremos las metanarrativas.
En cuarto lugar, las grandes historias se han colapsado debido al pensamiento en
perspectiva. ¿Qué forma tiene un trozo de papel A4? Según cómo se mire, es una fina
línea recta. Desde otro punto de vista, es un rectángulo. Tu perspectiva es la que te
dicta la forma del papel A4. Diferentes elementos influyen en tu perspectiva: tu
paradigma, tu pensamiento, afecta a lo que ves. Tu posición con relación a ciertas
grandes historias afecta a lo que percibes y a cómo lo percibes e interpretas, tanto lo
que está en el mundo como lo que está en ti.
Si tu paradigma moldea tu perspectiva, tu persona también hace lo mismo. Quién
eres afecta a lo que ves. Aportamos a nuestra observación del mundo que nos rodea
nuestra capacidad para comprometernos y escuchar: tratar de comprenderlo cómo es y
cómo podría ser moldea nuestra forma de pensarlo. También podemos aportar a
nuestra observación del mundo nuestro conjunto preseleccionado de ideas de cómo
debería ser y fracasar en nuestra comprensión. Las bases filosóficas del racionalismo y
del empirismo sobre las que descansa la modernidad han sido extensamente criticadas
por los mismos científicos y filósofos de la ciencia. En el último tercio del pasado
siglo, Thomas Kuhn, Paul Feyerabend, Michael Polanyi, Harold Brown y muchos
otros rompieron desde dentro, y desde su mayor creación — la ciencia — la
metanarrativa de la modernidad. Y lo hicieron repensando de manera radical el papel
que epistemológicamente tiene la persona que hace ciencia. Otros escritores en este
volumen tratan con mayor detalle las implicaciones de estas críticas para la ciencia.
Tu paradigma moldea tu perspectiva. Y lo mismo hace tu personalidad. Cuando
se mira a través de los barrotes de una prisión, unos ven las barras y otros las estrellas.
En la articulación del posmodernismo, tu propia vida, ocupa un lugar muy importante,
pues tus “fenómenos” también moldean tu perspectiva. ¿Has tenido una infancia
difícil? Eso influye en tu perspectiva de, por ejemplo, la palabra “padre”. Cuando
miras al mundo que te rodea, lo ves dentro de los horizontes de tu propio mundo, sean
éstos lingüísticos, emocionales, sociales, artísticos, intelectuales o lo que sean. Un
texto en un libro, un glaciar o la persona con la que estás casado/a, sea lo que sea lo
que trates de comprender, aportas todo lo contenido dentro de los horizontes de tu
propia comprensión. Además, el texto, el glaciar o tu esposo/a tienen sus propios
“mundos” con sus horizontes. Nuestra capacidad para percibir y comprender está
afectada por lo que hay en nuestro horizonte y por lo que hacemos con ello. Algunos
dirán que, cuando, por ejemplo, consideramos un texto, deberíamos dejar de lado lo
que está en nuestro horizonte y tratar de comprender el horizonte del texto y de su
[3]
autor, dejando entonces que el texto moldee nuestro horizonte al fusionarse ambos.
Otros argumentarán que el horizonte del texto y el del autor son inaccesibles y que
sólo lo que puedes ver dentro de tu propio horizonte da sentido a, digamos, un pasaje
de la Escritura. Así pues, desde el punto de vista posmoderno, todo es cuestión de
perspectiva: depende de cómo lo mires. Depende de qué tipo de persona seas. Sólo
depende de qué matriz es la que está funcionando en tu mente. Depende de lo que ha
pasado en tu vida. ¿Dios es bueno? El posmoderno dirá: “Depende de cómo lo mires.
Depende de qué vida has tenido”. Lo que no puedes decir es que Dios es bueno en un
sentido absoluto. Depende.
La respuesta a la pregunta que antes hacía (“¿Qué forma tiene un trozo de papel
A4?” Respuesta: “Depende de tu perspectiva”) representa un punto de vista
posmoderno. Hay una respuesta posmoderna más sofisticada, y es la quinta razón por
la que las metanarrativas ya no funcionan bien. Es porque nosotros construimos
nuestra realidad. La respuesta posmoderna más sofisticada a la pregunta “¿Qué forma
tiene un trozo de papel A4?” es “La forma es una construcción de tu mente. No tiene
una forma u otra: la forma es tan sólo una construcción. La forma es algo que tienes en
tu cabeza y que impones a lo que está fuera de ti. Tú construyes la realidad”. De hecho,
este punto de vista va más allá y pretende que, inevitablemente, todos construimos
nuestra propia realidad. No puedes salir de tu piel y verte desde fuera. De la misma
forma, no puedes salir de tu conocimiento, lenguaje y percepción del mundo para
contrastarlos. Así pues, siempre estás construyendo tu propia realidad. Legoland y
Disneyland son excelentes íconos de un mundo posmoderno. Como comentan Richard
Middleton y Brian Walsh (en la página 134 del trabajo titulado “Facing the
Postmodern Scalpel” del libro Christian Aplogetics in the Postmodern World editado
por T. R. Philips y D. L. Okham y publicado por InterVarsity Press en 1995):
“Realidad” es lo que tú construyes, lo que tú quieres que sea. No hay una gran
historia que te diga lo que es o lo que debería ser, dice el posmoderno.
En sexto lugar, ya no nos consideramos simples lectores; antes y ahora, siempre
hemos estado interpretando. La mayoría del pensamiento influyente en el
posmodernismo ha provenido del campo de la teoría literaria — cómo interpretamos
los textos, qué son las palabras y cómo funcionan, qué está pasando cuando leemos y
escribimos. El término general para esta área de pensamiento es “hermenéutica” y la
importancia de los debates habidos en ella —que han afectados a otros muchos campos
— no puede ser subestimada. Tú y yo hacemos hermenéutica, aunque quizá ni seamos
conscientes de ello. Tratamos de dar sentido a lo que leemos en periódicos y revistas, a
los resultados del último experimento, a las instrucciones de nuestro supervisor, a la
Biblia, al lenguaje corporal, a las reglas y normas de los deportes que practicamos, al
manual de instrucciones del DVD e incluso a este mismo párrafo. Dar sentido a lo que
vemos y escuchamos — a cualquier tipo de “texto” — es una actividad humana básica.
4. POSMODERNIDAD Y HERMENÉUTICA
5. CIENCIA Y POSMODERNIDAD
Roger Trigg
El éxito de la ciencia hizo olvidar muy fácilmente las suposiciones teístas que la
hicieron posible. Y esto tuvo su coste filosóficamente hablando, como ilustra la obra
de David Hume. Él enfatizó el papel de la experiencia en la construcción de una visión
científica del mundo, pero abandonó el marco teísta que le daba sentido y propósito.
Como resultado, ni la inducción, la generalización desde un tiempo o lugar a otro en
base a las instancias observadas, podía ya justificarse. Es tan sólo algo que, como seres
humanos, solemos hacer. Ya no se puede establecer un fundamento intelectual para la
ciencia.
El empirismo trata de evitar el problema enfatizando que el orden se descubre en
el mundo. La uniformidad de la naturaleza es el resultado del cuadro resultante de la
ciencia empírica, más que esa presuposición que hace posible la ciencia. Sin embargo,
el mismo Hume admitió honestamente que era una solución demasiado fácil. En
cualquier momento, sea cual sea la uniformidad y el orden que se presente, seguimos
encontrándonos con el problema de por qué eso debe ser representativo de la totalidad.
¿Por qué los descubrimientos futuros deben ajustarse al mismo patrón? ¿Cómo
podemos estar seguros de que todo el universo se comparta de forma tan regular como
la que observamos? Pese a todo lo que descubramos, siempre nos seguirá el fantasma
de que el futuro puede no ser como el pasado, lo que no hemos visto puede que no se
ajuste a lo visto, “allí” puede no ser como “aquí”. Sin una metafísica que gobierne
nuestras expectativas, estaremos tambaleándonos continuamente.
Dificultades análogas han acompañado siempre a los que desean depositar toda su
confianza filosófica en los resultados empíricos proporcionados por la ciencia. En el
siglo XX, cuando el positivismo lógico anunció que todos los problemas, que pudieran
formularse con sentido, eran resolubles por medio de la ciencia, produjo como
resultado el “principio de verificación”. Según éste, las afirmaciones obtienen su
significado por los métodos empíricos que permiten su verificación. Por definición, no
podemos entender lo que se dice si no sabemos cómo contrastarlo. Esto eliminó de un
plumazo todas las pretensiones metafísicas y teológicas. Este planteamiento tenía
muchas pegas, pero la más evidente era la de la posición del mismo principio de
verificación. ¿Dónde se situaban los que verificaban para poder tener esas
pretensiones?
Como todas las visiones globales sobre la ciencia, las personas que hacen esas
afirmaciones deben plantearlas desde más allá de la ciencia. Un científico no puede
pretender que la ciencia lo explica todo, puesto que ésta es una afirmación sobre la
ciencia. No puede hacerse desde dentro. Es una afirmación global, metafísica, no algo
que puede contrastarse experimentalmente. “Todo” siempre excederá, por definición,
la experiencia de todos nosotros. A. J. Ayer, una de las figuras centrales del
positivismo del siglo XX, sugirió que el principio de verificación podría tratarse como
un axioma, pero los axiomas no tienen que ser adoptados, así que todavía tenía que
explicar por qué ese axioma en particular era necesario, especialmente cuando ese
supuesto axioma eliminaba mucho de lo que los humanos consideran valioso. Las
afirmaciones morales y estéticas se encontraban en una posición tal difícil como
cualquier otra porción de la metafísica.
El propio Ayer se enfrentó a la cuestión de la “uniformidad de la naturaleza”
como base para la inducción en su clásica obra Language, Truth and Logic (primera
edición de 1936; segunda edición: Londres, Gollancz, 1946). En su interpretación, el
principio no tenía carácter metafísico con relación al orden inherente en el mundo
físico, sino que era una afirmación sobre la experiencia. Pensaba que se podría resumir
diciendo que “la experiencia pasada era una guía fiable para el futuro”. Como esto es
afirmar la inducción con otras palabras, él mismo señaló que no resolvía la cuestión.
Por lo tanto, su conclusión fue que no hay forma posible de solucionar el problema de
inducción. Siguió en esto los pasos de Hume, aunque fue más allá al decir que esta
cuestión no era un problema genuino. Afirmó que el problema de inducción “es un
problema ficticio, puesto que todos los problemas genuinos pueden ser resueltos, al
menos teóricamente” (p. 50 de la obra citada). Ya que las únicas soluciones genuinas
eran las empíricas, esto tampoco resolvía el tema, sino que planteaba otra gran
cuestión. Es fácil despreciar puntos de vista filosóficos sobre la relación entre la
realidad y la experiencia porque no son el resultado de la experiencia. Pero eso implica
que la experiencia es la única fuente del conocimiento, que es el centro de toda esta
cuestión. Es demasiado simple despreciar los problemas difíciles, tachándolos de
ficticios, sólo porque una respuesta adecuada exija recurrir a suposiciones que un
empirismo cegato no puede hacer.
Ayer continuó en su esfuerzo por proporcionar una razón para seguir confiando
en el método científico, aun careciendo de base filosófica para hacerlo. Es quizá la más
popular que se suele dar, a saber: “el éxito en la práctica”. Dijo que “tenemos derecho
a confiar en nuestro método mientras continúe haciendo bien el trabajo para el que fue
diseñado — a saber, permitirnos predecir la experiencia futura y controlar así nuestro
entorno” (en la misma obra anterior). Éste es el mismo argumento que utiliza el
pragmatismo, y muchos están satisfechos con él. La ciencia “funciona”. Ayer admitió
que no tenemos razón alguna para confiar en que continuará haciéndolo, salvo la
propia experiencia. No tenemos derecho a confiar en el mundo físico, más allá de una
esperanza injustificable en que las cosas continuarán como han estado funcionando
hasta ahora. Como nuestra base para la exploración de la naturaleza de las cosas,
parece, lamentablemente, insustancial. Hemos tenido éxito, así que, probablemente, lo
seguiremos teniendo. ¿Por qué debe ser así? ¿Cuál es el carácter del mundo físico que
nos permite adquirir, de esa forma, un conocimiento fiable? ¿Por qué estamos en un
mundo ordenado? La respuesta de Ayer fue decir que, dado que no tenemos una
respuesta disponible, o una respuesta que le fuera satisfactoria, debemos olvidarnos de
las preguntas o incluso pretender que no lo entendemos. No es sorprendente que las
generaciones posteriores hayan cuestionado el positivismo y que las dudas continúen
apareciendo una y otra vez.
Los empiristas como Ayer siempre han preferido empezar por el hecho de la
experiencia humana. Su filosofía es explícitamente antropocéntrica, y nunca puede
hacer suposiciones sobre el carácter de la realidad, que siempre se considera como algo
construido por los seres humanos por medio de su experiencia. Como consecuencia,
resulta imposible cualquier pretensión general que vaya más allá de la experiencia
humana. Sin embargo, un teísta puede hacer una gran variedad de suposiciones sobre
la naturaleza del mundo físico antes de comenzar una investigación empírica. Si Dios
creó el mundo, podemos suponer que su racionalidad se refleja en él. De hecho, esto
justifica nuestras expectativas de que tiene sentido hacer observaciones científicas y
experimentos. Podemos descubrir regularidades y generalizar a partir de ellas. Y no se
trata de tener una fe ciega, sino que se deriva de la misma naturaleza de Dios. El
teísmo puede apoyar y justificar las inducciones sobre la naturaleza del mundo físico.
Podemos confiar en su regularidad, orden y consistencia, de forma que podemos
justificadamente generalizar e ir de aquí hasta allí y de ahora a después. La naturaleza
del mundo físico no va a cambiar de forma arbitraria y significativa, puesto que nos
podemos fiar de Dios.
3. EL TEÍSMO Y EL MUNDO
4. POSMODERNIDAD Y RELATIVISMO
Nota: Este capítulo fue publicado originalmente como “A Christian Basis for Science”
en la revista Science and Christian Belief, 15 (2003), pp. 3-15.
3
Bases bíblicas para la tarea científica
Ernest Lucas
Ya en 1883, Ernst Mach advirtió del peligro de enfatizar “el conflicto entre
ciencia y teología”. Desde su punto de vista, ese tema era muy engañoso, pues muchas
de las concepciones que dominaron por completo la física moderna surgieron,
realmente, bajo la influencia de ideas teológicas. En ese tiempo, su voz fue como la del
que clama en el desierto. Hasta 1926, no se escuchó otra voz más influyente. El
filósofo A. N. Whitehead, en su obra Science and the Modern World (Cambridge,
Cambridge University Press, 1930), defendió la importancia de las creencias cristianas
en el desarrollo de la física de Newton. A mediados de los años 30, el mismo caso fue
argumentado con detalle en dos lúcidos artículos de Michael Foster (“The Christian
Doctrine of Creation and the Rise of Modern Natural Science” en Mind, vol. 43, pp.
446-468 (1934) y “Christian Theology and the Modern Science of Nature” en Mind,
vol. 45, pp. 1-28 (1936)), más de una década antes de que comenzaran a recibir la
atención que merecían. Mientras tanto, E. Zilsel publicó un importante artículo en el
que demostraba que el concepto de ley física “era virtualmente desconocido en la
Antigüedad y en la Edad Media, y que no surgió hasta mediados del siglo XVII” (“The
Genesis of the Concept of Physical Law” en Philosophical Review, 51, p. 245 y ss.,
1942). Demostró que, cuando surgió, en la época de Descartes, Hooke, Boyle y
Newton, una de las principales raíces del concepto fue la enseñanza del Antiguo
Testamento sobre el Dios creador, que había dado leyes morales a su pueblo y que
también había establecido sus leyes en el mundo físico. Al tratar la cuestión de por qué
esta raíz no “floreció” hasta el siglo XVII, Zilsel sugirió como factor significativo uno
sociopolítico: el surgimiento de “un Estado con leyes racionales establecidas y un
poder central desarrollado”. F. Oakley demostró la debilidad de esta segunda parte de
la tesis de Zilsel (“Christian Theology and the Newtonian Science: The Rise of the
Concept of the Laws of Nature” en Church History, 30, pp. 433-457, 1961),
argumentando que lo que permitió que la raíz bíblica comenzara a florecer fue la
liberación, por parte de la teología cristiana, de las garras de la filosofía de Aristóteles,
tras la condena sufrida por un listado de proposiciones filosóficas, que fueron
declaradas contrarias a la fe cristiana en 1277. La condena fue formalmente publicada
por Etienne Tempier, obispo de París, y por Robert Kilwardby, arzobispo de
Canterbury. Esto marcó el comienzo de una reacción teológica que enfatizó la libertad
y omnipotencia del Dios creador y trascendente de las Escrituras judeocristianas.
Oakley describe cómo esto condujo, en primer lugar, al concepto de leyes naturales, en
el sentido moral, como algo impuesto a la creación desde fuera por Dios. A
continuación, con el impulso de algunos textos bíblicos, surgió el concepto de leyes
naturales físicas. Más aún, este concepto apareció en el contexto de la creencia de la
libertad de Dios para imponer cualquier estado que quisiera. Por lo tanto, era necesario
estudiar el mundo creado para descubrir qué leyes habían sido las impuestas en él. En
1945, R. G. Collingwood subrayó la importancia de las creencias cristianas para el
desarrollo de la ciencia moderna. En otro artículo, escribió: “Las presuposiciones que
van a constituir esta “Fe católica”, y que han sido preservadas durante muchos siglos
por las instituciones religiosas de la cristiandad, han sido, y esto es un hecho histórico,
las presuposiciones fundamentales o principales de la ciencia natural desde entonces”
(ver Idea of Nature y An Essay on Metaphysics publicados por Oxford University
Press, en 1945 y 1947, respectivamente).
Continuando las investigaciones, C. A. Russell pudo desmontar las posiciones
defendidas por los defensores de la “tesis del conflicto” y argumentar que la evidencia
ha demostrado “que la ciencia surgió en Occidente, no cuando la teología cristiana
estaba sometida al racionalismo griego, sino cuando las griegas y otras ideas
“paganas” de la naturaleza se vieron inadecuadas por los nuevos aires de
concienciación bíblica aportados por la Reforma” (ver Cross-Currents: lnteractions
between Science and Faith, p. 55, publicado en Leicester por IVP en 1985). En los
años 30, los historiadores ya tomaron nota del hecho de que los protestantes, y los
puritanos en particular, estaban representados entre los científicos del siglo XVII en
una proporción mucho mayor que la que les correspondía por su presencia en la
[6]
sociedad. Se han presentado diferentes hipótesis para tratar de explicar el hecho. La
más reciente, de P. Harrison, argumenta que la explicación se encuentra en la
aproximación a la interpretación de la Biblia que hacían los reformadores protestantes.
Rechazaban la alegorización de los textos (un método prestado de los eruditos griegos
precristianos), que era común en la época medieval, e insistían en la prioridad del
“sentido natural”, así como en la importancia del significado gramatical del texto en su
contexto histórico. La alegorización medieval de los textos animó a la alegorización de
la naturaleza. Los animales y las plantas eran considerados principalmente como
símbolos de verdades morales y espirituales. Harrison argumenta que el énfasis
protestante en el sentido “literal” de los textos conduce a una aproximación nueva y no
simbólica a la naturaleza. “Como consecuencia inevitable de esta forma de leer los
textos, la naturaleza iba a perder su significado, y el vacío creado por esta pérdida de
sentido sería gradualmente ocupado por relatos alternativos del significado de las cosas
naturales — explicaciones que nosotros consideramos científicas” (ver The Bible,
Protestantism and the Rise of Natural Science, p. 114, publicado por Cambridge
University Press en 1998).
Las “presuposiciones” a las que se refería Collingwood son más amplias que el
concepto de ley natural. R. Trigg las resume, cuando habla de los fundadores de la
ciencia moderna en el siglo XVII, diciendo: “creían que sus intentos de explicar el
funcionamiento del mundo material descansaban en su capacidad para comprender las
regularidades y el orden dado al mundo por un Creador, que también les había
concedido, la tenue, pero adecuada, luz de la razón”.
Se ha llegado, pues, a un punto en el que los historiadores de la ciencia reconocen
que un conjunto de creencias cristianas desempeñó un papel significativo en el
surgimiento de la ciencia moderna. Estas creencias pueden resumirse como sigue:
1. Una visión teísta de la relación entre Dios y el mundo, según la cual
Dios existe por sí mismo y es la única fuente de todo lo existente fuera de él.
El mundo, por lo tanto, depende de Dios para su existencia.
2. La creencia de que la creación es un cosmos ordenado, con Dios como
origen y fiel sustentador de ese orden.
3. La creencia de que los humanos son creados a imagen y semejanza de
Dios y, por lo tanto, capaces, al menos en cierta medida, de reconocer y
entender el orden inherente en el mundo.
4. Como Creador soberano, Dios tenía libertad para crear cualquier tipo de
mundo según su voluntad; es, por lo tanto, necesario investigarlo para
determinar qué tipo de mundo es realmente.
5. El mandato de ejercer dominio y gobernar el mundo dado a la
humanidad por Dios (Génesis 1:26-30) otorga al ser humano la
responsabilidad de comprender el mundo y sus criaturas para poder cumplir
adecuadamente el mandamiento. Además, puesto que ahora es un mundo
caído, los seres humanos deben cumplir su parte en la búsqueda para mejorar
y superar los efectos de la caída.
Las siguientes citas tomadas de los escritos de algunos de los primeros científicos
modernos nos dan una idea de cómo esas creencias influyeron en su pensamiento:
“El Universo fue enmarcado por Dios, que estableció las leyes del
movimiento y lo mantuvo todo perpetuamente por su providencia
general. La misma filosofía enseña que los fenómenos del mundo se
producen físicamente por las propiedades mecánicas de las partes de la
materia, y pueden operar unas sobre otras según las leyes mecánicas”
(R. Boyle, en The Excellency and Grounds of the Mechanical
Hypothesis, 1674, introducción).
5. UN COSMOS ORDENADO
Él trazó (o decretó) el horizonte sobre la faz de las aguas, hasta el límite de la luz
con las tinieblas. (Job 26:10)
Cuando le dio estatuto a la lluvia y camino a relámpagos y truenos. (Job 28:26)
Cuando dio (Dios) al mar sus límites y a las aguas ordenó que no traspasasen su
mandato.
Puse (Dios) la arena como límite del mar, por decreto eterno que no lo podrá
traspasar. (Jeremías 5:22b).
6. LA IMAGEN DE DIOS
8. EL “MANDATO CREACIONAL”
La Tierra fue dada al hombre con esta condición, que debía ocuparse
en cultivarla... La custodia del jardín fue encargada a Adán, para
demostrar que poseemos las cosas que Dios ha colocado en nuestras
manos, con la condición de que, estando contentos con el uso frugal y
moderado de ellas, tengamos cuidado de lo que quede... Que cada cual
se considere como mayordomo de Dios sobre todo lo que posee.
Entonces no habrá quien se conduzca de forma disoluta ni quien
corrompa por abuso las cosas que Dios requiere que sean preservadas
(Commentary on Genesis, London, Banner of Truth, 1965, p. 125).
9. CONCLUSIÓN
Este nuevo examen, a la luz de las consideraciones más recientes de las ciencias
bíblicas y algunos de los debates actuales, de las presuposiciones que influenciaron a
los primeros científicos modernos, demuestra que las raíces son profundamente
bíblicas. Todavía proporcionan una base cristiana para la actividad científica. De
hecho, puesto que los éxitos de la ciencia han llevado a descuidar, o incluso a rechazar
conscientemente, la metafísica, los científicos seculares carecen actualmente de base
para lo que hacen, excepto del hecho de que “funciona”. La situación se hace cada vez
más inestable ante el creciente desencanto con alguna de las “obras” de la ciencia y la
tecnología y ante los ataques “posmodernos” a la idea de que hay algo llamado
“verdad objetiva”, tras la que van, según creen, la mayoría de los científicos.
Redescubrir sus raíces teológicas debe ayudar a la ciencia en ambos frentes. Los
valores judeocristianos, como los expresados por Calvino, deben proporcionar el
marco para un desarrollo más aceptable de los recursos y aplicaciones de la ciencia y la
tecnología. Frente a la posmodernidad, las presuposiciones bíblicas afirman que hay
una realidad racional y comprensible “ahí fuera”, que es objeto de estudio científico.
Debido a la finitud y situación caída del ser humano, nuestra aproximación siempre
será provisional y abierta a la crítica y al cambio. Sin embargo, el conocimiento
adquirido por medio de la ciencia es un “descubrimiento real” y no tan sólo una
“construcción consensuada”.
4
Cristianismo, ciencia y la agenda posmoderna
John L. Taylor
1. MODERNISMO Y POSMODERNISMO
Hay una atractiva visión del progreso científico que, antes de Kuhn, muchos
filósofos habrían encontrado aceptable. Es la teoría del realismo convergente: la
ciencia persigue la verdad y el progreso de la ciencia ha consistido en un continuo
desarrollo de teorías hacia la verdad. El progreso científico es hecho posible por el
método científico, que consiste en un sistema reglado para valorar la teoría que, dados
los datos disponibles, es más posible que sea cierta. Cuando los científicos se guían por
ese método, están ejemplificando la racionalidad. Con su compromiso con la verdad
objetiva como meta de la ciencia y la suposición de que hay una metodología científica
normativa que define los cánones para la elección racional de una teoría, el realismo
convergente encaja claramente en el marco modernista.
En opinión de Thomas Kuhn, la imagen de la ciencia que proporciona el realismo
convergente parece defendible sólo porque los filósofos de la ciencia han centrado su
atención, predominantemente, en los productos concluidos de la actividad científica, es
decir, en las teorías maduras. Pero la presentación de las teorías en los textos
científicos, señaló Kuhn, deja ver una tendencia equívoca por parte de los científicos a
reescribir la historia de la ciencia, presentándola como una suave progresión hacia las
teorías que reciben el favor de la ciencia contemporánea. El importante trabajo de
Kuhn sobre las revoluciones científicas es un explícito ataque a la idea de un continuo
progreso hacia una verdad científica objetiva.
Kuhn dirige la atención al hecho de que la ciencia es una actividad humana. En
lugar de considerar los productos concluidos de la actividad científica que se
encuentran en los libros de texto, considera la ciencia como institución. Los científicos
trabajan, en la fase normal de su actividad, guiados por un paradigma. El paradigma es
la matriz de la disciplina. Este término es usado por Kuhn de una forma poco precisa
para señalar todo lo que une a un grupo de científicos — las teorías que sostienen, el
modelo para solucionar problemas en el pasado, los valores compartidos y los
principios metafísicos. En la investigación ordinaria, domina el paradigma. Dirige la
atención de los investigadores a problemas particulares - aquellos en los que el
paradigma no se ajusta del todo a la naturaleza — y sugiere métodos para guiarles en
su resolución.
Todo esto podría encajar bastante bien en el marco del realismo convergente.
Pero el trabajo de Kuhn se hace mucho más beligerante con la introducción de la idea
de las revoluciones científicas. Kuhn observó que, de vez en cuando, los científicos
encuentran que los problemas se resisten a ser resueltos por los métodos
proporcionados por el paradigma reinante. El problema se convierte en una anomalía y
quizá llama la atención de los mejores investigadores en ese campo. Si la anomalía es
particularmente recalcitrante, la disciplina entra en una fase de crisis, puesto que se
cuestiona la legitimidad de su paradigma. El acuerdo que caracterizaba a la ciencia
normal se ve amenazado, pues se proponen diferentes modificaciones o relajaciones de
las reglas que rigen en el paradigma.
La crisis en la disciplina se agudiza si, en ese período de inestabilidad, se articula
un nuevo paradigma que ofrece resolver las anomalías del paradigma existente y
además proporciona a la disciplina la promesa de una nueva y fértil aproximación. Si
un número suficientemente grande de científicos está descontento con el paradigma
existente, podrían trasferir su lealtad al nuevo paradigma — un proceso al que Kuhn
llama una revolución científica.
Kuhn está usando conscientemente una metáfora política para describir esta fase
de selección de una teoría. Las revoluciones políticas ocurren en un contexto social de
profunda insatisfacción con las estructuras existentes. Las instituciones en las que
tenían lugar los debates políticos y se tomaban las decisiones son cuestionadas; así
pues, la revolución tiende a ser un asunto profundamente violento y con disturbios, en
el que la dirección de la futura actividad política se determina no por un proceso de
debate político racional, sino por factores tales como qué parte puede exhibir mayor
poder. Kuhn sugiere que se produce una ruptura comparable de la racionalidad durante
las revoluciones científicas:
Nos gustaría, quizá, leer que Kuhn simplemente está diciendo que, junto con
consideraciones racionales, intervienen otros factores no racionales en el proceso de
elección de una teoría durante las revoluciones. Pero Kuhn parece afirmar algo mucho
más fuerte, a saber: que no hay posibilidad de comparación racional entre paradigmas.
Los paradigmas rivales son, para usar su término técnico, inconmensurables. “La
tradición científica que emerge de una revolución científica no solamente es
incompatible, sino que, a menudo, es realmente inconmensurable con lo que había
antes” (ibid, p. 102). El término “inconmensurable” simplemente significa que no es
posible una elección racional entre paradigmas; paradigmas diferentes no pueden ser
racionalmente “medidos conjuntamente”.
Kuhn aduce varias razones para justificar su pretensión de que los paradigmas son
inconmensurables. En primer lugar, es el corolario del énfasis hecho en el papel
normativo del paradigma en la ciencia normal. La función del paradigma bajo el que
trabaja el científico es proporcionar dirección en el proceso de elección de una teoría,
decirle al científico cómo es una buena teoría. De hecho, el paradigma debe contener
un modelo, como ejemplo, de un problema resuelto, que el científico puede examinar y
emplear cuando trata de resolver nuevos problemas. Pero si es el mismo paradigma el
que proporciona las reglas para la elección de la teoría, ¿a qué puede apelar el
científico que trata de racionalizar una elección de un paradigma? Como señala Kuhn,
estamos ante un problema circular: la concepción que un científico tiene de lo que es
una buena teoría está tan determinada por el paradigma que le ha sido inculcado, que
cualquier intento de debate racional entre defensores de diferentes paradigmas no
conseguiría pasar de una petición de principios.
Obviamente, si hay inconmensurabilidad por la dependencia del paradigma de los
standards para la elección de la teoría, las perspectivas de la interpretación del
progreso científico basada en el realismo convergente son escasas. El realismo
convergente pretende que, si los científicos siguen los cánones para la elección
racional de la teoría, entonces seleccionarán teorías que les acercarán cada vez más a la
verdad sobre la naturaleza. Pero esto presupone que existen tales cánones, que hay
principios a los que puede apelar el científico, cuando se enfrenta a una elección entre
paradigmas, que le guiarán hacia el paradigma que con mayor posibilidad contiene la
verdad. Sin embargo, si la pretensión de Kuhn es correcta, no hay cánones que sean
independientes del paradigma para guiar en las fases críticas y revolucionarias de la
ciencia. Llegamos a una situación en la que las valoraciones de los paradigmas
dependen a su vez del paradigma.
La primera fuente de inconmensurabilidad se debe a que los valores que guían la
elección de una teoría son, a su vez, dependientes del paradigma, por lo que no hay
base neutral para comparar dos paradigmas. Pero Kuhn también señalaba otros
obstáculos en el camino del realismo convergente. La segunda fuente de
inconmensurabilidad está en relación con algunas consideraciones sobre el significado.
Kuhn adoptó una teoría del significado según la cual el significado de un término
teórico, como por ejemplo “masa”, está determinado por el papel que ese término
representa en el paradigma al que pertenece. Pero, como consecuencia de esta
aproximación “holística” al significado, un cambio de paradigma implica una
variación en el significado de los términos teóricos. Esto puede representar una nueva
amenaza de inconmensurabilidad, pues si los teóricos que operan en diferentes
paradigmas no quieren decir lo mismo cuando hablan de conceptos como el de masa,
¿cómo pueden establecer un debate racional sobre los méritos de sus respectivos
paradigmas? Como dice Kuhn:
4. REPROCESAR A KUHN
Una analogía con la cata de vinos puede sernos útil, llegados a este punto. No hay
un procedimiento de decisión, que obedezca un conjunto de reglas, al que apelar a la
hora de intentar juzgar los méritos relativos de dos vinos. No se concluye, sin
embargo, que todos los vinos son igual de buenos. Existe algo que llamamos calidad
de un vino. Muchos de nosotros podemos juzgar, aunque rudimentariamente, si un
vino es mejor que otro. Hay casos en los que no somos competentes para hacerlo, pero
estamos dispuestos a dejar que sean los especialistas los que juzguen, pues son
personas que han sido entrenadas para reconocer las diferentes características que
acreditan un buen vino. De manera similar, aunque los filósofos de la ciencia tenderían
ahora a estar de acuerdo en que no hay un procedimiento, sometido a unas reglas, que
pueda ser usado para decirnos qué teorías científicas son mejores, no todas las teorías
son igualmente buenas. Todos conocemos algunas teorías muy pobres (geocentrismo,
por ejemplo) y, en otros casos, dejamos el juicio a los expertos, cuya experiencia y
formación les capacita para emitir juicios sobre el valor de una teoría a un nivel mucho
más elevado.
Abandonar la esperanza de un procedimiento reglado a favor de la idea de
virtudes teóricas compartidas representa para el realista una concesión significativa.
Puede haber valores compartidos — pero esto no significa que esos valores sean
siempre interpretados de la misma forma por todos los científicos (el concepto de
“sencillez” teórica es marcadamente difícil). Además, aparece el problema de la
indeterminación. Así como entre los catadores pueden darse casos, aparentemente
irresolubles, de desacuerdo al valorar cuál de dos vinos es “mejor”, también podemos
imaginar situaciones en las que dos teorías se ajustan igualmente bien a los datos
disponibles. El filósofo de la ciencia debe ocuparse de estudiar la posibilidad de que
persista la indeterminación, aun en el caso límite de que se hayan realizado todos los
experimentos posibles.
También debe plantearse otra cuestión: ¿por qué debemos suponer que las
preferencias subjetivas de los científicos sobre cuestiones como la sencillez, la
coherencia o la elegancia deben tomarse como indicadores fiables de la verdad? ¿Por
qué hemos de aceptar que las teorías más “queridas” tienen una mayor probabilidad de
ser ciertas?
El realista no está ya fuera de peligro, pero al menos parece haber una ruta
prometedora para sacarle del pantano en este relativismo de Kuhn. Enfatizar los
valores que los científicos comparten (valores que típicamente son considerados como
guías fiables en la búsqueda de la verdad) ayuda a restaurar la confianza en las
posibilidades en la práctica de la noción de objetividad científica. El fuerte influjo
modernista del realismo, antes de Kuhn, ha sido atemperado por el énfasis de Kuhn en
las consideraciones sociológicas. Pero no estamos obligados a depender por completo
del realismo como ingrediente de una deseable filosofía de la ciencia.
Esta conclusión surge de la reflexión sobre la cuestión del significado de los
términos teóricos. Kuhn argumentó que una fuente de inconmensurabilidad era el
hecho de que a los términos teóricos se les asignaba diferentes significados en distintos
paradigmas. El realista puede aceptar que un cambio de paradigma induce una
variación en el significado de los términos teóricos, aunque dude de que esto implique
una completa ruptura de comunicaciones. ¿Por qué no aceptar que los significados
varían pero existe la posibilidad de traducción? Kuhn no se opone a este razonamiento
y, de hecho, en sus comentarios más moderados sugiere que nunca pretendió que se
produjera una ruptura total de las comunicaciones en las revoluciones. Se ha exagerado
la naturaleza relativista de sus comentarios sobre la racionalidad y de forma análoga,
han sido mal interpretados sus comentarios sobre el significado.
Permitir la traducción entre los paradigmas es una concesión significativa a favor
del realista. La interpretación relativista y radical de Kuhn sugiere la imagen de los
científicos encerrados en mundos aislados, constituidos por sus diferentes paradigmas.
La discontinuidad entre los paradigmas es tan grande, que un científico no puede
entender las frases pronunciadas por su rival en otro paradigma. Si seguimos la lectura
no relativista y menos radical de Kuhn que proponemos aquí, nos quedamos con un
escenario más plausible en el que los significados de los términos teóricos varían, por
lo que ocasionalmente pueden producirse dificultades de comunicación, pero tales
dificultades pueden resolverse prestando la atención debida a la tarea de traducción.
Frente a la imagen relativista y radical de Kuhn, que el posmoderno puede verse
tentado a presentar, está surgiendo otra imagen más modesta. Es una imagen, inspirada
en la filosofía de la ciencia de Kuhn, que no se opone, en última instancia, al realismo
convergente. Permite la comunicación entre paradigmas y mantiene que, al menos,
existe la posibilidad de que esta comunicación se produzca en forma de un debate
racional, guiado por los valores compartidos por todos los científicos.
No haría justicia a Kuhn si se afirmara que es posible dar a su filosofía de la
ciencia una interpretación que no amenace al realista. Aunque sus concesiones sobre la
cuestión de la racionalidad y del significado le hacen más aceptable para los amigos
del realismo, Kuhn nunca se retractó de sus pronunciamientos más relativistas sobre la
verdad y la naturaleza de la realidad. Mantuvo siempre una postura hostil hacia el
concepto de verdad como correspondencia con un mundo que es independiente de la
teoría.
La teoría de la correspondencia de la verdad afirma que la verdad es una relación
de correspondencia entre afirmaciones y hechos. Esta teoría también tiene sus
problemas filosóficos. Sin embargo, los partidarios de la teoría de la correspondencia
también se preocupan por defender un aspecto importante del concepto de verdad: su
objetividad. La teoría de la correspondencia da forma a la expresión de un compromiso
con la idea de que la verdad y lo falso tienen que ver con cómo son las cosas en un
mundo que existe independientemente de nosotros.
En lugar de este énfasis en la objetividad de la verdad, Kuhn habla de cambios de
paradigmas, que producen modificaciones en el mundo. Con esto sugiere que aceptaría
un análisis relativista de la verdad en términos de acuerdo entre personas. Aunque sería
demasiado simplista igualar la verdad con lo que los seres humanos creen que es
verdad, el relativista dirá que, en un sentido, la verdad depende de la existencia de una
comunidad que está de acuerdo sobre ciertas cosas. Si hay comunidades con creencias
fundamentalmente diferentes (como dos comunidades de científicos que trabajen
dentro de paradigmas inconmensurables), entonces lo que para una de ellas es cierto
será diferente de lo que la otra considera cierto. Ésta es una conclusión que concuerda
con la metáfora de Kuhn sobre los cambios en el mundo al variar el paradigma.
El realista objetará que el relativismo es un análisis inadecuado del concepto de
verdad. En contra del relativista, el realista insistirá en que lo que es verdad no puede
depender de la existencia de un acuerdo entre seres humanos. Es consistente suponer
que una teoría puede ser cierta, aunque yo (o mi comunidad o todos los seres humanos)
no haya existido nunca. Por lo tanto, la verdad no puede depender de la existencia de
comunidades con creencias compartidas, como supone el relativista.
Contra el intento relativista de fundamentar la verdad en el acuerdo entre seres
humanos, el realista insiste en que lo que es verdad y lo que es falso tiene que ver con
cómo son las cosas, en un mundo que existe independientemente de nosotros.
Basándose en esta persistente resistencia a la relativización de la verdad a sistemas de
creencias, el realista puede plantear algunas críticas a la idea de Kuhn de cambios en el
mundo. Opina el realista que, en un sentido, hay cosas que no varían en el mundo
cuando se produce un cambio de paradigma. La esencia y naturaleza del sol no cambió
cuando los científicos pasaron de un paradigma geocéntrico a una visión heliocéntrica.
Claramente, cuando tanto Kepler como Brahe miraban al sol, veían el mismo objeto y
tenían, por lo tanto, la misma experiencia, aunque ambos presentaran diferentes
interpretaciones sobre ésta.
El veredicto realista en la cuestión de los cambios en el mundo es que Kuhn fue
atrapado por el poder de su propia metáfora. Relacionar la actividad científica con un
proceso político fue una propuesta novedosa y fructífera. Kuhn nos ha ayudado a ver la
ciencia como una institución humana, ayudando con ello a rebajar la exaltada posición
a la que los modernistas habían elevado la racionalidad científica. Pero, aunque
podemos aprender de la perspectiva sociológica de la ciencia que propone Kuhn, no
estamos obligados a seguirle en sus pronunciamientos más radicales y relativistas. No
dejándonos arrastrar por la fuerza de la metáfora de los cambios en el mundo al
cambiar el paradigma, podemos aprender de Kuhn sobre aspectos muy importantes, sin
abandonar el papel de la noción de verdad objetiva en la comprensión de la ciencia.
Nota: Este capítulo fue publicado primero en la revista Science and Christian Belief,
10, pp. 163-178 (1998).
5
El ataque posmoderno al realismo científico
John L. Taylor
1. RELATIVISMO
“Toda verdad es relativa” es una afirmación muy común, pero ¿qué es lo que se
quiere decir con ella?
Para el relativista, parece significar lo siguiente:
¿Hasta qué punto nos satisface esta pretensión sobre el significado de la verdad?
Uno de mis énfasis al usar el predicado “es verdad” es que se recomienda una
proposición como algo que debe ser creído. Afirmar “lo que dijo el Presidente esta
mañana es verdad”, implica que “deberías creer lo que dijo”. Sería un sinsentido decir
“Todo lo que dijo es cierto, pero no debes creerte ni una palabra”.
Ese mismo sinsentido se da al pretender que la verdad es relativa. Pues si “X es
verdad” significa que “X es verdad para mí”, entonces al afirmar X (o la afirmación
equivalente de que X es verdad) no se deriva la implicación “tienes que creer X”. Si la
verdad es realmente “verdad para mí/verdad para mi comunidad”, entonces, cuando
afirmo que una proposición es cierta, mi afirmación no debe tomarse como una
propuesta a la que asentir, pues eres otro individuo y quizá perteneces a otra
comunidad. Pero entonces, realmente no he hecho ninguna afirmación. Todo lo que he
hecho ha sido, de una manera confusa y sinuosa, expresar lo que yo creo.
Entonces, el relativista quiere decir con “es verdad para mí” algo así como “eso
creo yo”. Pero si eso es realmente lo que pretende afirmar, sería mucho mejor si se
hubiera expresado con esas palabras. Pues, una vez aclarado que la expresión del
relativista es primordialmente una expresión de su creencia, invita a responderle: “Sí,
tú crees eso, pero, ¿deberías creerlo? ¿Qué razones tienes para creerlo?”.
La confusión entre verdad y creencia nos conduce a una dificultad conceptual.
¿Qué harían los relativistas ante la afirmación: “EI relativismo puede ser cierto para ti,
pero no para mí”? ¿La aceptarían? En ese caso, habrían renunciado a convencernos
para que nos hiciéramos también relativistas, con lo que nos podríamos preguntar qué
es lo que realmente creen. Si estuvieran en desacuerdo con la afirmación, parecería que
ciertas pretensiones de verdad son, de hecho, absolutas.
Parece, pues, a primera vista, que el relativista no ha tenido en cuenta la
distinción entre afirmar que una proposición es cierta (y que lo sea depende de que las
cosas sean como dice la proposición) y expresar las creencias u opiniones propias. Los
que igualan verdad y opinión se adentran en terrenos movedizos conceptualmente que
hacen imposible una auténtica comunicación (proposiciones que se presentan y
someten a consideración).
Por el contrario, si consideramos que la comunicación genuina es posible (y, por
supuesto, nadie te podrá decir lo contrario), la verdad debe ser algo más que una
simple opinión. La verdad es lo que perseguimos al hacer afirmaciones — aunque una
determinada afirmación pueda no dar en el blanco. Éste es uno de los puntos de mi
argumentación para mantener que, al hacer afirmaciones, presuponemos una noción de
verdad objetiva.
2. DECONSTRUCTIVISMO SOCIOLÓGICO
En los últimos años, nos hemos hecho mucho más conscientes del significado del
contexto social en la creación de teorías. Filósofos como Wittgenstein han
argumentado que el uso del lenguaje es una actividad social, por lo que el significado
de los términos usados en las teorías científicas debe ser explicado por referencia al
contexto social en el que viven los científicos. Mucho hay que aprender de este
renovado interés por la sociología. Pero, ¿cómo debemos entender, exactamente, la
relación entre teorías y contextos sociales? Una postura radical es la que se conoce
como deconstructivismo sociológico.
El deconstructivista, como yo lo veo, cree que se pueden explicar completamente
las elecciones de los científicos (o de los creyentes religiosos) hablando tan sólo de
causas sociológicas de la creencia. Es decir, todos los procesos de inferencia
considerados razonables pueden explicarse totalmente por referencia a las condiciones
sociales obtenidas.
El análisis reduccionista sociológico ha seguido el argumento de Wittgenstein con
relación a las reglas y su acatamiento. Se trata de que todos somos miembros de
comunidades lingüísticas determinadas. Nuestro lenguaje contiene ciertas reglas para
el uso de los términos. Estas reglas no han sido “dadas por Dios", sino que se basan en
el consenso. Lo que determina que sea correcto aplicar un término de una forma
particular es que la comunidad a la que perteneces lo hace así. Puede parecer, por lo
tanto, que la verdad se reduce a un acuerdo entre personas.
Este modelo de “verdad como consenso" ha sido expresado de una manera
sencilla por Rorty: la verdad es lo que nuestros iguales nos permiten mantener (en la
página 176 de su obra Philosophy and the Mirror of Nature, publicada en Nueva Cork
por Princeton University Press en 1979). Si el modelo es correcto, se seguiría que la
epistemología de la ciencia se reduce a la sociología: la explicación de lo que los
científicos creen ser cierto debe obtenerse de la consideración de los factores sociales
que han llevado al consenso.
La posición del deconstructivista contiene, según entiendo, una equivocación en
relación al concepto de verdad. La forma de decidir si hay queso en la nevera es
mirando dentro, no haciendo una encuesta en la calle. No es difícil encontrar
proposiciones que fueron universalmente creídas y que resultaron ser falsas. En una
época, existía la creencia muy extendida en la proposición de que la tierra era el centro
del universo. Esto resultó no ser verdad. El consenso no es una condición suficiente
para la verdad, ni, por supuesto, es necesaria. Hay muchos hechos en el pasado cuya
explicación todos ignoramos.
Por lo tanto, no puede ser correcto el modelo de “la verdad como consenso”. Una
dificultad añadida para el deconstructivista es la autorreferencia: ¿qué hacemos con las
razones que se nos ofrecen para que neguemos que puede haber buenas razones? Es
decir, ¿cuál es el estatus de las teorías sociológicas que se supone sustituyen a las
narraciones “racionalistas” de la historia de la ciencia? Si nos ofrecen razones, ¿por
qué no las podemos someter al mismo análisis deconstructivista que pretenden que
debe aplicarse a la ciencia? Y si no nos ofrecen razones, ¿por qué debemos creer lo que
afirman?
Este último argumento nos lleva al centro del problema. El punto clave y que
debemos enfatizar es que el mismo acto de afirmar proposiciones como algo en lo que
vale la pena creer (un acto que los deconstructivistas realizan tanto como sus
oponentes) presupone que existe algo que llamaríamos “valor de la creencia" (es decir,
razonabilidad). Los participantes en algo que pudiéramos llamar investigación están
obligados, como condición previa para que la actividad tenga sentido, a distinguir entre
lo que es razonable y lo que no lo es. Si cualquier teoría es tan válida como otra
cualquiera, no tiene sentido proponer teoría alguna.
3. ANTIRRACIONALISMO
4. CONCLUSIONES Y PROPUESTAS
Donald A. Carson
1. INTRODUCCIÓN
Mejor será que comience con una afirmación sobre el término posmodernidad. La
expresión es burda, su alcance ridículamente amplio y su uso diverso. Pero, desde mi
punto de vista, el término sigue siendo útil si reconocemos que lo que une sus diversos
usos es la suposición de un cambio epistemológico. La epistemología de la
modernidad afirmaba que, en cualquier disciplina, y en el mismo pensamiento, existen
ciertos cimientos universales sobre los que podemos construir con rigor metodológico;
la epistemología posmoderna insiste en que tanto los cimientos como los métodos
tienen restricciones culturales y que, por lo tanto, el “conocimiento” resultante es,
necesariamente, función de las culturas particulares. Y no sólo hay muchos cimientos,
insiste el posmoderno, sino que, además, deberíamos alegrarnos de la multiplicidad de
métodos que compiten y que incluso son mutuamente contradictorios. La
epistemología de la modernidad pensaba que podría desplazarse desde el pensador
individual y finito — el sujeto finito en la frase de Descartes “Pienso, luego existo” —
por la vía de la razón a la verdad objetiva y universal. El posmoderno insiste en que las
limitaciones de cualquier conocedor finito son tan severas, que la persecución de una
verdad objetiva y universal es una mera quimera; y que la razón, por sí sola, no da la
talla en esa tarea. La epistemología de la modernidad mantenía que descubrir la verdad
universal es tanto deseable como alcanzable; la epistemología posmoderna está
bastante segura de que la verdad universal no es alcanzable, duda de que sea deseable
y sugiere que perseguirla no es sólo una pérdida de tiempo idolátrica, sino que conduce
a una manipulación inmoral y a un sinfín de otros problemas (cf. la famosa denuncia
de Foucault de la totalización). La modernidad tiende a enfatizar la contribución
intelectual del individuo o del equipo directivo; la posmodernidad enfatiza más los
determinantes sociales del supuesto “conocimiento”. Para la modernidad, la verdad (en
un sentido objetivo) es crucial, y tanto las creencias como la ética deberían ajustarse a
ella. “El posmoderno rechaza la verdad como un conjunto coherente de preceptos
éticos y standards para el comportamiento moral. La verdad debe ser rechazada
porque es coercitiva, normativa, no ambivalente e implica absolutos y universales”
(en “Truth: the first Casualty of Postmodern Consumerism” de Michael Jessup, trabajo
publicado en Christian Scholar’s Review, 30, 2001, p. 291).
Cómo hemos llegado a este punto en la civilización occidental no es posible
descubrirlo rápida y fácilmente. Se puede argumentar la aportación de individuos clave
que, aun sin poder ser etiquetados con propiedad como posmodernos, anticiparon
algunos de estos aspectos: un Immanuel Kant, cuyo idealismo filosófico insistía en que
la mente humana impone un orden a los datos percibidos por los sentidos que no es
intrínseco a los objetos percibidos; un Friedrich Nietzsche, cuyo nihilismo no dejó
lugar para la verdad y la moralidad en un sentido objetivo, sino por la fuerza de las
armas; historiadores que reconocen con cuánta facilidad la historia se convierte en
propaganda (Hugh Trevor-Roper, por ejemplo, dio en una ocasión una conferencia a
historiadores alemanes en la que asustó a toda la audiencia presentándoles lo que los
historiadores británicos estarían diciendo ahora si Hitler hubiera conquistado el Reino
[8]
Unido). Aún más importante, en el siglo XX, se unieron tres o cuatro movimientos
intelectuales. La tradición alemana nos enseñó la subjetividad intrínseca de todas las
interpretaciones y nos legó el círculo hermenéutico; la tradición francesa, como retoño
de la lingüística, nos dio el deconstructivismo y nos enseñó, entre otras cosas, el poder
del lenguaje y de las palabras por encima del poder de la ciencia; la tradición
norteamericana, con su amor por la antropología y la sociología, nos dejó la noción de
que cada subcultura constituye una comunidad interpretativa; y la teoría literaria en el
mundo occidental ha abandonado la visión de que el significado del texto está en el
autor y, pasando por la autoridad autónoma del propio texto, ha llegado, finalmente, a
considerar que el significado reside, primariamente, en el lector o conocedor en
interacción con el texto.
Aunque no podemos negar ninguna de estas influencias, sospecho que todas
tienen algo en común, más profundo y poco reconocido, a saber: la debilidad intrínseca
de la epistemología de la modernidad, especialmente en sus últimos tiempos. La
primera epistemología moderna (es decir, a partir del 1600) la ejercían
mayoritariamente teístas o deístas. El propio Descartes era un devoto católico. Pese a
su dependencia formal en la razón y en el ser finito, con relación a los fundamentos y
métodos, la mayoría de ellos seguía operando dentro del marco de la herencia de la
tradición judeocristiana. La propia ciencia, como señala Roger Trigg en el segundo
capítulo de este libro, se basaba en la teología — en particular, en la idea de que Dios
es el dador de las leyes, que garantizan el orden y las predicciones en el mundo que
creó. Pero, a medida que cada vez más modernos, no pocos en el dominio de la
ciencia, abandonaron la tradición judeocristiana y adoptaron alguna forma de
naturalismo filosófico, se perdió de vista al Dios cuya omnisciencia era la reserva de
todo el conocimiento. No había un árbitro final, ni ancla, ni punto de referencia
estable. La epistemología de la modernidad, al final y por distintos caminos, se hizo
inestable y engendró a un bastardo que llamamos posmodernidad, He elegido el
término “bastardo” conscientemente: pretendo señalar, en esta línea, que la
epistemología de la modernidad es, de hecho, la progenitora de la epistemología
posmoderna, aun si esta última es tan diferente a su padre que pretende negar todo lazo
familiar y cometer un parricidio. La implicación de esta analogía es, por supuesto, que
los cristianos reflexivos no deberían considerarse ni modernistas ni posmodernos en su
epistemología. Ambos sistemas son demasiado inestables, demasiado antropocéntricos
y, por lo tanto, idólatras.
En el cambio de la modernidad a la posmodernidad, las relaciones entre la ciencia
y el cristianismo también han sufrido algunos cambios. Es útil distinguir dos
tendencias opuestas en la reciente modernidad: imperialismo y la “visión en
perspectiva”. Bajo el imperialismo, o la ciencia trata de controlar la religión o la
religión trata de controlar la ciencia. Un ejemplo de lo primero lo tenemos en el
naturalismo filosófico duro de Richard Dawkins en Oxford o de Peter Singer en
Princeton. En ocasiones, la postura adoptada por la ciencia es un misticismo mal
definido que sigue siendo un cientifismo materialista, en el que la naturaleza se
convierte en dios, el corpus del conocimiento empírico es su sagrado depósito, los
científicos son los sacerdotes y el método científico casi un rito sacramental. El mismo
imperialismo se muestra cuando se nos dice que la ciencia trata de hechos, mientras
que la religión tiene que ver con la “fe”, donde “fe” se ha definido implícitamente
como preferencia religiosa personal, sin otras conexiones importantes y tan sólo
conectada accidentalmente con la realidad (una comprensión de la fe que no utiliza
ninguno de los escritores bíblicos) (Es útil también aquí la discusión de Andrew Ford
“Believing in Science” publicada en Categoría 19, 2001, pp. 21-32.) Por otro lado,
algunas formas de fundamentalismo religioso, incapaces de leer los textos dentro de su
género literario intrínseco, quieren que todos los pasajes bíblicos funcionen en el
mismo y prosaico plano. Entonces, puede usarse la autoridad bíblica para anular los
pretendidos resultados de la ciencia. Por supuesto, hay devotos cristianos, tanto
científicos como no científicos, que luchan de forma más creativa con las tensiones
percibidas entre la Biblia y la ciencia. Pero las tendencias de control imperial, en los
dos sentidos, son bien conocidas. Ciencia y cristianismo son categorías que están
compitiendo y cada una tratando de controlar a la otra.
Bajo la visión en perspectiva, especialmente en sus primeras expresiones, la
ciencia y el cristianismo consideran los mismos fenómenos bajo marcos
inconmensurables. “La clásica ilustración de esta visión en perspectiva es la
distinción entre la comprensión técnica de la zona del resultado de un tablero
electrónico que tiene el ingeniero electrónico que lo diseñó, y la comprensión
subjetiva del hincha, que lo mira con la esperanza de que su equipo marque” (citado
de la obra de Stanton L. Jones y Mark A. Yarhouse, Homosexuality: The Use of
Scientific Research in the Church’s Moral Debate, Downers Grove: IVP, 2000, p. 14).
Bajo la visión en perspectiva, las dos formas de hablar sobre algo no consiguen
conectar una con otra. Cada una pasa de largo ante la otra, ninguna impacta en la otra.
Pero, puesto que se consideran como formas mutuamente complementarias de hablar
sobre la realidad, entonces, al menos idealmente, cada una hace su propia contribución
a la verdad, a la descripción completa de lo que es.
Luego, el imperialismo y esta visión en perspectiva, más reciente, tienen esto en
común: ambas operan bajo la suposición de que hay una verdad que debe ser
descubierta y atesorada. Bajo el impacto de la posmodernidad, sin embargo, la
existencia de una verdad objetiva comenzó a ponerse en duda. Pero, ¿cómo pudo
ocurrir esto, especialmente en el ámbito de algo tan transparente y con tanto éxito
como la ciencia?
Una vez más, por supuesto, hay antecedentes. A mediados del siglo XX, Michael
Polanyi demostraba, de forma bastante convincente, que la ciencia tenía elementos
intrínsecos más allá de cualquier demostración empírica, elementos que llamó
“verdades tácitas”. A mediados de los años 60, las teorías de Thomas Kuhn sobre los
avances de la ciencia cuestionaron la visión, ahora pasada de moda, de que la ciencia
avanzaba por medio de la continua adquisición de conocimiento, conocimiento basado
en datos, rigurosamente contrastados, en condiciones controladas, por diferentes
científicos, para vindicar, o descalificar, una teoría u otra. Aunque su teoría de avance
de un paradigma ha sido posteriormente cualificada y circunscrita de varias formas,
consiguió cuestionar la visión popular (y nunca fue mucho más que la visión popular)
de que la ciencia construye su edificio de la verdad ostensible nada menos que sobre
los sólidos cimientos de la creciente acumulación de hechos indiscutibles.
En medio de este clima, no es sorprendente que varios libros detallando errores
científicos garrafales se hayan vendido como rosquillas. El de Robert M. Youngson
(Scientific Blunders: A Brief History of How Wrong Scientists Can Sometimes Be, New
York: Carroll & Graf, 1998) incluye algo así como sesenta ejemplos desarrollados y
notas de otros casos menores. Me encantan las citas. Habla Ernest Rutherford:
“Cualquiera que espere una fuente de energía de la transformación del átomo dice
tonterías”. O Lord Kelvin, que escribía en 1896: “No tengo ni la más pequeña
molécula de fe en la navegación aérea, si exceptuamos los globos aerostáticos, ni la
mínima esperanza en obtener buenos resultados en ninguno de los experimentos sobre
los que oigo”. ¿Y qué decir del hombre de Piltdown y de la alquimia de Isaac Newton?
Youngson, el autor del libro, escribe, sin embargo, desde el marco de la epistemología
de la modernidad; de hecho, parece comprometido con el naturalismo filosófico. Si
alguien como él nos advierte sobre los errores de la ciencia, no puede sorprendernos
que los posmodernos lleven el argumento más lejos. Harry Collins y Trevor Pinch (The
Golem: What you Should Know about Science, segunda edición, Cambridge University
Press, 1998) no sólo nos presentan el habitual surtido de errores científicos, sino que
también preguntan cómo se resuelven las incertidumbres en la ciencia. Niegan que la
resolución provenga, primariamente, de mejores y más clara evidencias. Por el
contrario, insisten en que la resolución se consigue por medio del consenso social.
Collins y Pinch pertenecen a una nueva clase dentro del movimiento, etiquetada en
ocasiones como “Sociología del Conocimiento Científico” o la “Escuela de
Edimburgo”. Este movimiento sostiene que el conocimiento científico se construye
socialmente y no tiene derecho a pretender la verdad objetiva sobre el mundo.
Estos filósofos de la ciencia siempre están en desacuerdo con los científicos. Pero
se hayan en la ola del relativismo posmoderno. En las calles, esta tendencia se muestra
en la multitud de apelaciones a la medicina alternativa (muy pocas de las cuales han
sido contrastadas con un procedimiento de doble ciego), en las pitonisas, en la
astrología, en el uso de imanes para curar el dolor de muelas, en la influencia
beneficiosa de ciertos cristales y cosas por el estilo.
Entonces, de repente, desde ese mismo ámbito y con el respaldo de los
intelectuales de la posmodernidad, el cristianismo y la ciencia se encuentran en
posiciones que podrían ser paralelas ante la sociedad. Muchos piensan ahora que
ninguno de los dos trata con la verdad, sino de cosas que pueden ser ciertas para ti
desde una perspectiva (amanece, pues, una nueva visión en perspectiva en la que las
múltiples perspectivas no complementan mutuamente una verdad aún mayor, sino que
todas son construcciones sociales por igual y no transmiten ninguna verdad objetiva);
pero no te dicen cómo son las cosas, por lo que carecen de autoridad sobre tu
conciencia o sobre tu sistema de creencias. Puedes elegir otro paradigma, puedes optar
por otra ciencia, por otra religión o por otra medicina alternativa. Eso depende de ti, o
de tu grupo social, o de tu comunidad interpretativa. Por supuesto, nadie tiene derecho
a decirte que estás equivocado o que tu religión, o tu ciencia, es falsa. Decirlo sería
sucumbir a la intolerancia. (Debería adentrarme en ese terreno mucho más para
justificar esta afirmación, pero esta acusación se ha hecho posible únicamente por una
asombrosa revolución en el significado de tolerancia. Antes se decía que la tolerancia
era la virtud de la persona que, manteniendo su convicción fuerte sobre una cierta
cuestión, insistía en que quienes estaban en desacuerdo tenían el mismo derecho a
defender sus puntos de vista — la postura recogida en la frase “Estoy en total
desacuerdo contigo, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a dar tu opinión”. Hoy,
la tolerancia es la virtud de la persona que no tiene fuertes convicciones, salvo que es
un error mantener fuertes convicciones o decirle a otro que puede estar equivocado).
De hecho, sospecho que parte de la razón del descrédito de la ciencia entre muchos
sociólogos y filósofos está vinculada a la parte de la razón del descrédito del
cristianismo: el modo de ser posmoderno es profundamente antiautoritario. El
cristianismo se mantiene sobre las turbulentas aguas del relativismo por su insistencia
en los hechos centrales de la revelación; la ciencia lo hace sobre las mismas aguas del
relativismo insistiendo en que sus métodos y resultados transcienden él relativismo de
las construcciones sociales. Por lo tanto, ambos tienen pretensiones de autoridad que
son consideradas como actos no amistosos por una generación que ha crecido
sospechando de los totalitarismos.
No deseo exagerar la influencia de la posmodernidad en nuestra cultura. Hay
muchos “modernistas” a nuestro alrededor combatiendo intelectualmente con los
posmodernos. Algunas de las raíces de la posmodernidad se están marchitando: en
Francia, por ejemplo, el deconstructivismo se considera cada vez más como del
pasado. Pero esto no quiere decir que la posmodernidad sea pasada. El realismo crítico
puede tener un lugar respetado en algunos círculos intelectuales, pero el
posmodernismo es considerado innovador, la punta de lanza del avance cultural,
especialmente en el mundo anglosajón. Y aunque desaparezca más rápidamente de lo
que creo, dejará a su paso una larga estela de población de Occidente que seguirá
manteniendo bajo sospecha toda pretensión de verdad, incluida la de la ciencia y la del
cristianismo.
Su impacto en la ciencia, en la financiación, en la consideración de qué carreras
son más deseables, en la superstición, en la cultura — todos esto son aspectos sobre los
que, sin duda, muchos de ustedes que participan en esta conferencia saben más que yo.
El impacto en el cristianismo es algo a lo que he dedicado mi interés académico y
profesional por más de una década (ver el libro The Gagging of God: Christianity
Confronts Pluralism, publicado por Zondervan en 1996). Me limitaré a dos
observaciones. (1) En el terreno de la evangelización, más aún en la evangelización en
la Universidades, lo más difícil de tratar en estos días es la noción de pecado. Hablar
de pecado es decir que ciertos comportamientos, actitudes y creencias están
equivocados, y eso es precisamente lo que el posmodernismo no permite decir. La
herejía que condena el posmodernismo es la creencia de que hay herejías; el acto
inmoral por excelencia es la articulación de la visión de que hay actos inmorales. Pero,
a menos que las personas adopten los puntos de vista bíblicos sobre el pecado, la
transgresión, la rebelión, la culpa y la vergüenza, es virtualmente imposible articular
fielmente las buenas noticias de Jesucristo. Si no podemos estar de acuerdo en cuál es
el problema, seguro que tampoco en cuál es la solución. (2) Dentro de la iglesia, y más
aún en los grupos caseros de discusión y estudio bíblico, cuando alguien propone una
interpretación excéntrica, cada vez más los líderes tienden a decir algo como: “Ésa es
una observación interesante, Carlos. ¿Alguien más quiere hacer otra aportación?” Ya
no se lleva que el líder pregunte a Carlos cómo o dónde encuentra esa llamada
“observación” en el texto, o dejar que otros miembros del grupo critiquen a Carlos, con
la esperanza de que todos lleguen a una visión común de qué significa el texto. Dentro
de mi propia disciplina, nos encontramos cada vez con más libros con títulos como “El
texto abierto”, “Leyendo los textos sagrados con ojos norteamericanos” y “La
exégesis liberadora”. Pero antes o después debemos hacernos la pregunta siguiente:
¿Cómo puede la Escritura llegar a reformarnos si mediante nuestra “exégesis
liberadora” siempre podemos hacer que diga lo que no nos crea problemas; si siempre
podemos domesticarla y someterla a los caprichos de nuestra propia comunidad
interpretativa?
Los desafíos a los que nos enfrentamos son profundos y complicados.
Dejando al margen algunos ataques poco sistemáticos de uno u otro tipo, las
respuestas se pueden agrupar (con el riesgo de una excesiva simplificación) en tres
campos.
1. Hay una literatura apreciable y creciente con obras que atacan la epistemología
posmoderna desde una postura basada en la modernidad, no reconstruida o ligeramente
modificada. En el campo de la ciencia, pienso, por ejemplo, en el libro, devastador y
muy divertido, de Paul Gross y Norman Levitt, Higher Superstition: The Academic
Left and Its Quarrels with Science (publicado por Johns Hopkins University Press en
1994). Uno de los autores es físico y el otro es matemático. Ambos, aparentemente,
son materialistas filosóficos. Como un compendio de los peores absurdos del
pensamiento posmoderno, vistos desde la perspectiva de la modernidad inteligente y
formada, el libro no tiene precio y es divertido. Pero no creo que convenza a nadie del
campo posmoderno. O también en el más reciente libro editado por Noretta Koertge, A
House Built on Sand: Exposing Postmodernist Myths about Science (publicado por
Oxford University Press en 1998), un libro que nadie que trabaje en el área debería
ignorar. Seguramente, hará que muchos científicos se sientan mejor. Pero,
sinceramente, dudo de que la mayoría de los que han contribuido entiendan realmente
bien lo que están criticando. Mejor dicho, citan muchos de los absurdos que abundan
en la literatura posmoderna popular y pretenciosa, sin responder realmente a lo mejor
de ella. No es muy difícil poner al descubierto las tonterías de los puntos de vista
feministas sobre el esperma del macho (capítulo 4), la errónea lectura de la debacle de
la fusión fría por Collins y Pinch (capítulo 8) o la falsa y romántica visión de los
alquimistas propuesta por algunas feministas (capítulo 16). Pero la división
fundamental entre la modernidad y la posmodernidad es un conflicto de
cosmovisiones, en las que la distinción es primariamente epistemológica. Y estos
temas no son tratados por Koertge y los otros contribuyentes.
De forma similar, en el campo de la crítica literaria o de la teología, hay una
producción literaria cada vez mayor que no necesito detallar aquí y que ataca las
aproximaciones posmodernas desde el punto de vista de un conservadurismo no
reconstruido. Algunas de esas publicaciones proporcionan un material útil, pero pocas
abordan las cuestiones fundamentales de la cosmovisión, el problema central de la
epistemología. Pues, incluso en el ámbito de la experiencia bruta, la globalización nos
ha obligado a reconocer que hay algo de verdad (si puedo usar esa palabra) en las
pretensiones posmodernas. Los teólogos africanos negros tienden a ver más metáforas
corporativas en el corpus paulino que nosotros, individualistas occidentales; la
acupuntura se desarrolló en China, y no aquí; algunas culturas son más dadas a la
narrativa, otras al análisis abstracto. De hecho, a cierto nivel, los cristianos reflexivos
desearán ir más lejos que los posmodernos: como cristianos, admitimos no sólo la
subjetividad inherente a la interpretación, ligada a nuestra finitud, sino también a
nuestra naturaleza caída. El racionalismo y el énfasis en la autonomía que han
caracterizado la modernidad en los últimos tiempos, no han sido siempre amigos de los
cristianos. Millones de personas consideraron que el marxismo incluía una
aproximación científica a la historia, y la supremacía aria se enraíza en las discusiones
[9]
científicas sobre la raza que se plantearon en el siglo XIX.
Al margen de tales consideraciones, este primer conjunto de aproximaciones
parece defensivo, antiguo y malhumorado, aunque dice algunas cosas que son ciertas.
Con otras palabras, sin tomar en consideración el hecho de que (como podría
argumentar) una epistemología cristiana reflexiva no debería adquirir prendas en el
mercadillo de la modernidad, ni en el posmoderno, sí que hay otra consideración,
sencilla y pragmática: si apelamos a la epistemología de ayer, seremos percibidos
como personas del ayer. Y dudo que esto fortalezca nuestra causa.
2. Un segundo conjunto de respuestas simplemente cede a la epistemología
posmoderna. Para esos pensadores, la epistemología de la modernidad ha sido
desacreditada con éxito; el posmodernismo es esencialmente correcto. Y esto tiene sus
implicaciones sobre cómo pensamos tanto con relación a la ciencia como a la religión.
Consideremos, por ejemplo, uno de los recientes libros de Sam Grenz (Renewing
the Center: Evangelical Theology in a Post-Theological Era, publicado en el año 2000
por Grand Rapids: Baker Book House). Grenz bebe de la epistemología posmoderna,
tanto que tiene muchas dificultades al hablar de la verdad del evangelio o de cualquier
verdad. Cree que la solución es rehacer lo evangélico para que refleje la
posmodernidad. He comentado ese libro con cierto detalle en mi capítulo de Modern
Reformation. Reclaiming the Center: Confronting Evangelical Accommodation in
Postmodern Times, obra publicada en 2004 por Wheaton: Crossway y editada por M.
J. Ericsson, P. K. Helseth y J. Taylor. Para mis propósitos actuales, consideraré
brevemente su capítulo sobre la ciencia. No detallaré todo su argumento. Baste decir
que, a mitad del capítulo, Grenz resume la obra de Thomas Kuhn y argumenta que de
una aproximación a las revoluciones científicas basada en cambios de paradigmas a la
conclusión de que “un paradigma conlleva una construcción social de la realidad”,
tan sólo hay un pequeño paso. A continuación, Grenz cita una serie de autores para
justificar esta conclusión, comenzando con el libro de M. Mulkay Science and the
Sociology of Knowledge, para concluir que, lo admitan o no los científicos, son
teólogos. Finalmente, Grenz vuelve a las preguntas planteadas por George Lindbeck:
¿Supone el cambio hacia el no-fundacionalismo (es decir, hacia el posmodernismo)
una ruptura total y definitiva con el realismo metafísico? Ésa es realmente la cuestión.
Pero, ¿cuál es la respuesta de Grenz? Aquí está: “Formulada de esta manera, la
pregunta es inadecuada y, en última instancia, tampoco es útil. Sería mejor formularla
de esta manera: ¿Cómo puede un método teológico posfundacionalista conducirnos a
afirmaciones sobre un mundo más allá de nuestras formulaciones?”
Pero, ¿por qué considera que la pregunta es inadecuada o inútil? Es inadecuada
sólo si la posmodernidad, en su forma más radical, es cierta y no podemos conocer
nada “cierto” sobre el mundo real. Pero, en ese caso, la pregunta no es inútil; debería
tener como respuesta: “Sí, hay una ruptura total y definitiva con el realismo
metafísico”. Cuando Grenz continúa diciendo que la cuestión podría plantearse de otra
forma, parece que es un prestidigitador, pues la alternativa que ofrece no es la misma
pregunta, puesta con otras palabras; simplemente, rechaza responder a la primera
pregunta y se plantea otra, que es: ¿Cómo puede un método teológico
posfundacionalista conducirnos a afirmaciones sobre un mundo más allá de nuestras
formulaciones? Y su respuesta a esta pregunta, influido por Pannenberg, es, en efecto,
que el único tipo de realismo del que podemos hablar es del “realismo escatológico”,
referido a cómo será el universo. Hay un lío en todo esto, pero no puedo detenerme en
ese embrollo.
Así que el cristianismo y la ciencia, según Grenz, están en el mismo bote, debido
a que ambos son gobernados por la epistemología posmoderna. Entonces, por lo que se
refiere al mundo académico, en un sentido han sido obligados a entrar en el mismo
bote por sitios diferentes. Antes de que, casi en todas partes, se utilizara la
epistemología posmoderna, era ampliamente aceptado que la ciencia trataba con
hechos y verdades (y la mayoría de los científicos hoy así lo siguen considerando),
mientras que la religión tenía que ver con experiencias subjetivas de lo espiritual, con
un mínimo contenido de verdad. Por supuesto, no lo veían de esta manera los creyentes
cristianos, pero era así como el mundo universitario percibía la ciencia y al
cristianismo. Pero ahora que tanto la ciencia como el cristianismo han sido lanzados,
sin muchas ceremonias, al bote de la posmodernidad, ambos se han relativizado. Pese a
ello, puesto que han entrado por lugares opuestos, la ciencia y el cristianismo evalúan
en ocasiones el impacto de la posmodernidad de maneras ligeramente diferentes.
La ciencia tiende a ver el bote con profunda desconfianza, porque le pide que
abandone sus pretensiones de verdad objetiva, de realismo con sentido. Los cristianos
conservadores, que sostienen que las pretensiones del cristianismo no son menos
ciertas, perciben el mismo peligro, pero tienen la tentación de pensar que la
posmodernidad les ofrece más oportunidades que amenazas. Cuando la universidad
estaba controlada por la epistemología de la modernidad y las pretensiones del
cristianismo con relación a la verdad eran menospreciadas como producto de la “fe”
(abominablemente definida), el cristianismo como sistema de pensamiento podía ser
marginado. Ahora, se argumenta, como cada perspectiva tiene derecho a ser escuchada
y cada situación refleja una cosmovisión y una comunidad interpretativa, el
cristianismo tiene finalmente un lugar en la mesa, y de nuevo puede ser bienvenido a
las discusiones culturales. La mejor breve respuesta a esta percepción la dio Os
Guinness en 1994:
Pero este realismo crítico tiene muchos rostros. Es una expresión que abarca un
amplio abanico de aproximaciones. Todas ellas tienen en común que pretenden que
podemos conocer algo del mundo real, pero que nuestras pretensiones son modestas,
debido no en poca medida a nuestra finitud, a nuestra capacidad de distorsionar las
cosas. Algunos materialistas filosóficos abandonan las formas más crudas de la
modernidad a favor de esta postura más matizada. Otros, que se autodefinen como
realistas críticos, usan la expresión para permitir milagros y actos de autorrevelación
de la divinidad, para hablar de formas de conocer en un universo cuyo centro es Dios.
Confieso que ésta es la postura con la que me identifico.
Y eso me lleva a mis sugerencias concretas.
4. UN PAR DE SUGERENCIAS
El tema que me han asignado requiere que consideremos cómo mantener las
verdades científicas y cristianas en un mundo posmoderno. En esta última sección,
puede ser útil realizar un repaso de todas las sugerencias útiles que se han propuesto,
pues, de hecho, han sido muchas. Por ejemplo, aprender a cómo demostrar lo
inadecuado tanto de la epistemología de la modernidad como la de la posmodernidad,
qué demostración deja lugar para algo más maduro y más plausible; considerar cómo
la existencia de un Dios que se autorrevela y es omnisciente cambia, necesariamente,
nuestro enfoque de la epistemología; centrarnos en cómo se forman las cosmovisiones;
trabajar en qué aspectos pueden conocerse de Dios en un mundo finito y caído;
demostrar, con millones de ejemplos, cuánto puede comunicarse de una persona a otra,
o de una cultura a otra, aunque la tarea no siempre sea fácil; y muchas más cosas. Pero
aquí quiero centrarme en dos puntos.
1. Es de una gran ayuda reconocer que no hay verdad que los seres humanos
puedan articular que pueda hacerse de forma que trascienda la cultura — pero que eso
no significa que la verdad así articulada no trascienda la cultura. Este punto es de
extraordinaria importancia y, a menudo, es pasado por alto. Si articulamos una verdad
en inglés, puesto que todo lenguaje es un artefacto cultural, nuestra articulación de la
verdad tiene restricciones culturales. Pero eso no significa que la misma verdad no
pueda ser articulada en otra cultura, y a menudo de otra forma.
Este punto se puede explicar más fácilmente por medio de un ejemplo. En 1980,
Charles Kraft publicó un libro titulado Christianity in Culture: A Study in Dynamic
Biblical Theologizing in Cross-Cultural Perspective. En ese libro, Kraft argumenta a
favor de una aproximación a la Biblia que cambiaría el uso que hacemos de ella en el
trabajo misionero. La Biblia, afirma, es realmente un libro de casos de estudio. Es
imperativo, por lo tanto, que apliquemos el caso apropiado a cada cultura particular. Si
un misionero es llamado a trabajar en una cultura que practica la poligamia, por
ejemplo, es mejor comenzar, seguramente, con David o algún otro personaje del
Antiguo Testamento, que tuvo más de una mujer y que fue bendecido por Dios, antes
que centrarnos en la monogamia del Nuevo Testamento. A cada cultura debería
aplicarse el “caso” que parece ajustarse mejor. Si preguntamos, entonces, si hay
algunas cosas en la Biblia que trascienden a todas las culturas, que se piden a las
personas de cualquier cultura para llegar a ser cristianos, cosas que no son endémicas
de esa cultura al margen de la llegada del cristianismo, Kraft responde que no hay
muchas, que más bien son pocas. Considera que hay unas cuantas confesiones
cruciales, como “Jesús es el Señor” y “Jesús murió y resucitó al tercer día”. Ésas son
verdades transculturales y elementos no negociables del cristianismo.
Al margen de la dudosa concepción que Kraft tiene de la Biblia como un libro de
“casos” y dejando de lado la pregunta con trampa de cómo sabe qué afirmaciones de la
Biblia son transculturales y cuáles no lo son, sus conclusiones son demasiado abiertas
y, a la vez, demasiado cerradas; demasiado liberales y demasiado conservadoras. Son
demasiado abiertas, demasiado liberales, en el sentido de que su aproximación
permitiría a la mayoría de las culturas “salirse con la suya” en demasiadas áreas. Cada
vez que la Biblia parece decir algo un poco restrictivo o condenatorio, pasamos
elegantemente la página y nos libramos de las sanciones. Es un método muy cómodo.
Sin embargo, esta aproximación tiene un escaso, o nulo, poder para reformar. Pero sus
conclusiones son también demasiado cerradas, demasiado conservadoras. Sostiene que
ciertas afirmaciones, como “Jesús es el Señor” o “Jesús murió y resucitó al tercer día”,
consiguen trascender la cultura. Pero, estrictamente hablando, no lo hacen; ninguna
afirmación pronunciada por un ser humano puede hacerlo. Para empezar, esas
afirmaciones se hacen, inevitablemente, en un lenguaje u otro — y si es en uno, no se
hacen en el otro, por tanto las afirmaciones tienen restricciones culturales.
Podemos ver claramente el significado de este punto si imaginamos a un
misionero occidental mal informado aprendiendo a hablar correctamente el idioma de
Tailandia, volando a continuación a Bangkok y proclamando a la salida de un templo
budista y en esa lengua: “Jesús es Señor”. ¿Qué pensarán los oyentes que está
diciendo? Además de lo extraño de la escena, le oirán afirmar, entre otras cosas, que
Jesús es inferior a Gautama Buda.
Por supuesto, eso no es lo que el misionero cree que está diciendo. Pero dentro de
su cosmovisión, cuando una persona alcanza el más alto nivel de exaltación, como
hizo Gautama, nada puede ser predicado de ella: ni es buena ni mala, ni caliente ni fría,
ni señor ni no señor. Así que, si alguien dice “Jesús es Señor”, ya ha predicado algo de
Jesús, por lo que claramente Jesús no avanzó tanto como Buda.
Si esto es todo lo que tenemos que decir, quizá los posmodernos se froten las
manos con alegría diciendo: “Carson ya lo está entendiendo. Los seres humanos no
pueden escapar de las restricciones de la cultura. Hasta las palabras que nos son más
queridas no pueden escapar de su atadura cultural”. Cierto. Pero debemos añadir algo
más. Si ese mismo misionero se tomara el tiempo necesario para aprender la cultura
además del idioma, y para comunicar el hilo conductor de la Biblia y mostrar lo que
son sus supuestos y afirmaciones teológicas en lugar de simples fórmulas, con el
tiempo podría dejar claro a los tailandeses, en su propia lengua, lo que quiere decir
cuando confiesa, en inglés, “Jesús es Señor” — de hecho, esencialmente es lo que hizo
Pablo cuando escribió en griego “Jesús es Señor” (Romanos 10:9).
Resumiendo, ninguna verdad que puedan articular los seres humanos puede serlo
de forma que trascienda la cultura - pero eso no significa que la verdad así articulada
no trascienda la cultura. Kraft intentó garantizar un puñado de confesiones cristianas
transculturales y falló, no porque no existan verdades transculturales, sino porque
cualquier verdad transcultural no puede ser comunicada de forma que trascienda la
cultura. Planteado así, estamos diciendo que simplemente porque todas las palabras se
pronuncien por medio de un marco cultural, no significa que sea imposible el
conocimiento de una verdad que trasciende la cultura. Y esto es así tanto para la
ciencia como para la religión — o, en este aspecto, para cualquier otro campo.
2. La gran mayoría de los escritores posmodernos han asumido como verdad una
antítesis indefendible pero generalmente no reconocida. Si no cuestionamos esa
antítesis, un posmoderno competente casi siempre ganará el debate. Si destruimos esa
antítesis, al posmoderno no le quedará mucho en qué apoyarse.
¿Cuál es esa antítesis tan importante y no reconocida? Es ésta: O bien podemos
conocer algo completa y absolutamente, o debemos renunciar a toda pretensión de
conocimiento de una verdad objetiva. La razón por la que esta antítesis es tan
peligrosa, claro está, es que siempre puedes demostrar que los seres humanos finitos
no conocen nada de forma completa y absoluta: siempre hay más por conocer, o bien
del mismo objeto de estudio o de su relación con lo demás. Así que, si no atacamos esa
antítesis, y la primera de las dos alternativas es descartada debido a la finitud de los
seres humanos, sólo queda esta alternativa: nos quedamos mirándonos en el espejo del
relativismo.
Es mucho mejor, en mi opinión, argumentar que los seres humanos finitos y
caídos pueden conocer algunas verdades de forma parcial, aunque nada de forma
exhaustiva. Así se destruye la antítesis.
Ciertamente, eso se aproxima mucho más a la experiencia común de adquisición
de conocimiento. Cuando los estudiantes comienzan a estudiar una disciplina nueva,
sea mecánica cuántica o griego koiné, al principio su progreso es muy lento. Cuesta
tiempo asimilar cualquier idea nueva. Los paradigmas o las ecuaciones deben ser
memorizados y comprendidos; luego deben ser utilizados en ejemplos y problemas.
Pero, después de años de estudio, todos esos pasos elementales son sólo eso,
elementales. Estructuras mucho más complejas, o argumentos, pueden ser asimiladas o
evaluadas a mucha mayor velocidad. Y nada de esto supone un dominio absoluto de la
disciplina, una percepción completa. De hecho, elevados niveles de formación dentro
de una disciplina revelarán todas las controversias que aún quedan por resolver. Pero el
progreso en la adquisición de conocimiento sugiere que algunas cosas pueden
conocerse realmente aunque nada sea de forma exhaustiva.
Varios modelos han sido utilizados para aclarar este punto. Imagina una gráfica.
Las unidades de la parte positiva del eje x son años, y la parte positiva del eje y
representa la distancia a la que la compresión de un humano de algo está de la
comprensión perfecta y exhaustiva de ese algo, o, por decirlo de otra forma, la
distancia a la realidad misma. Supongamos que le preguntamos a una niña de 5 años,
de un hogar cristiano, por qué cree que Dios le amó. Suponiendo que es una niña
brillante y que sus padres le han enseñado bien, puede contestar citando las palabras de
Juan 3:16. Por supuesto, no conocerá el texto griego; nada sabrá de las discusiones
sobre el significado de “mundo” o de las pretensiones relativas de “único” y
“unigénito”; ni tampoco de los debates sobre los diferentes verbos griegos que
traducimos por “amar”; no habrá reflexionado en la relación entre este texto y otro, en
el mismo capítulo, unos veinte versículos más adelante, que habla del juicio de Dios.
Aun así, citando Juan 3:16, responde a la pregunta; y en cierta medida ha dado una
respuesta correcta. No cree que Juan 3:16 describa el nacimiento de la virgen o sea una
reflexión sobre el comportamiento sexual de las tortugas marinas. Al elegir Juan 3:16,
demuestra que lo entiende lo suficiente y lo considera una respuesta adecuada a la
pregunta planteada. Podemos decir que su respuesta está situada a sólo cinco unidades
de distancia en el eje x y bastante arriba en el primer cuadrante. No hay duda de que su
conocimiento de Juan 3:16 aún deja mucho que desear. Cuando acaba sus estudios en
literatura clásica y se licencia también en teología, su posición en la gráfica está a unas
veinticinco unidades en el eje x (ya tiene 25 años) y ahora mucho más cerca de ese eje.
Después de terminar su tesis doctoral sobre la comprensión del amor de Dios en el
cuarto Evangelio en el trasfondo del judaísmo, la gráfica de su conocimiento, ahora
mayor, sigue la misma dirección. De hecho, se observa una aproximación asintótica al
eje x. Después de cincuenta mil millones de años en la eternidad (si es que podemos
hablar de la eternidad en categorías de tiempo) la gráfica que representa la distancia de
su conocimiento a la realidad sigue sin tocar el eje de las x, pues la omnisciencia es un
incomunicable atributo de Dios. No está a la disposición de seres finitos. Pero
argumentar que los seres finitos, por lo tanto, nunca pueden conocer realmente nada es
algo que no sirve de mucho. Esa conclusión sería cierta sólo si inicialmente suponemos
que la única forma con sentido de hablar de “conocimiento’’ y “verdad objetiva”
ocurre cuando el conocimiento equivale a Omnisciencia y la verdad es lo que tan sólo
Dios conoce. En algunas discusiones, vale la pena presentarlo así. Pero ir de esta
obviedad a la antítesis generalmente aceptada que adoptan los posmodernos es un salto
demasiado grande: o bien podemos conocer algo completa y absolutamente o debemos
renunciar a toda pretensión de conocimiento de una verdad objetiva. Los seres
humanos finitos (el sujeto en la antítesis) podemos conocer algo realmente, aunque sea
de forma parcial. Apelar al standard de la omnisciencia para eliminar la posibilidad de
un conocimiento cierto aunque parcial entre los seres humanos finitos y caídos, hechos
a su imagen, es plantear un falso standard. Argumentar que o bien podemos conocer
algo por completo y absolutamente, o debemos aceptar que todo conocimiento humano
está perdido en el mar del relativismo, es un consuelo desesperado que se basa en una
antítesis indefendible.
No he comentado todos los errores que nuestra erudita bíblica podía haber
cometido en su comprensión de Juan 3:16, como tampoco lo he hecho sobre la gran
variedad de equivocaciones y accidentes que, en ocasiones, se cruzan en el avance
científico. Estos fenómenos nos plantean problemas sólo si pretendemos que todos los
avances del conocimiento deben seguir una línea recta y ascendente de mejora — y
esto es algo que nadie que quiera estudiar la adquisición de un (verdadero)
conocimiento por seres finitos y caídos puede pretender. La cuestión en esta sección es
más sencilla: los seres finitos hablan, adecuadamente, de conocer algunas cosas
realmente, aun siendo los primeros en admitir que no podemos hacerlo
exhaustivamente. Negar esto basándonos en que no disfrutamos de omnisciencia es
convertir la obviedad (que no somos omniscientes) en una tautología (los seres finitos
no pueden poseer un conocimiento omnisciente). Pero no tiene en cuenta la pregunta
de cómo los seres humanos pueden conocer algunas cosas de verdad.
5. REFLEXIONES FINALES
Debemos ser modestos, creo, en las expectativas de cuál será el verdadero alcance
de nuestro argumento ante la opinión pública. Los medios de comunicación conforman
gran parte de esa opinión, y la mayoría de sus portavoces tienen tan mala formación en
ciencia como en teología. Además, uno de los efectos de la globalización y de la
rapidez de comunicación es lo que los sociólogos llaman reflexividad instantánea. Los
humores variables pueden cambiar, casi instantáneamente y como respuesta reflexiva a
la aparición de un nuevo estímulo, en un torrente de cariño. Es muy difícil, tanto para
la buena ciencia como para la buena teología, prosperar y actuar con sabiduría en tales
condiciones.
Pero debemos intentarlo. Debemos intentarlo confiando en el Dios cuya Palabra
gobierna y que pide una responsabilidad de cada uno de nosotros, medida más en
términos de fidelidad y pobreza de espíritu, que en términos de éxito y triunfalismo.
Nota: Este capítulo fue publicado primero en Science and Christian Belief, 14 (2002),
pp. 107-122.
Notas
[1]
La Condición Posmoderna. Informe del Saber. Trad. Mariano Antolín Rato. Ed. Cátedra S.A., 1987, Madrid.
[2]
Ibid., p. xxiv.
[3]
Ver Hans-Georg Gadamer, Philosophical Hermeneutics (Berkeley: University of California Press, 1976).
Ver también Anthony C. Thistleton, The Two Horizons (Exeter: Paternoster Press, 1980).
[4]
De su Course in General Linguistics, tr. Wade Bassin (New York: McGraw-Hill, 1966), p. 120.
[5]
Stanley Fish, Is There a Text in This Class? (Cambridge, MA: Harvard University Press, 1980), p. 3.
[6]
D. Stimson, ‘Puritanism and the New Philosophy in 17th century England’, Bulletin of the Institute of the
History of Medicine 3 (1935), pp. 321-324; R. K. Merton, ‘Puritanism, Pietism, and Science’, Sociological
Review 28 (1936), pp. 1-30.
[7]
D. Cairos, The Image of God in Man (rev. ed.; London: Fontana, 1973). G. Wenham, Genesis 1-15 (Waco,
TX: Word, 1987).
[8]
Owen Chadwick, Action and History (Cambridge: Cambridge University Press, 1998), pp. 224-225.
[9]
Ver Jacques Barzun, From Dawn to Decadence: 500 Years of Western Cultural Life (San Francisco:
HarperCollins, 1999).
Table of Contents
Título
Índice
Introducción: una aproximación multidisciplinar a contar la verdad - Denis R.
Alexander
1. Breve introducción al posmodernismo - Dominio Smart
1. La llave a la PoMo: no hay una gran historia
2. ¿Cómo funcionan las metanarrativas?
3. ¿Por qué ya no funcionan las metanarrativas?
4. Posmodernidad y hermenéutica
5. Ciencia y posmodernidad
2. Raíces cristianas del razonamiento científico - Roger Trigg
1. ¿Por qué confiar en la ciencia?
2. Ciencia sin religión
3. El teísmo y el mundo
4. Posmodernidad y relativismo
5. Una base para la ciencia
3. Bases bíblicas para la tarea científica - Ernest Lucas
1. La “tesis del conflicto”
2. La desaparición de la “tesis del conflicto”
3. Las presuposiciones de la ciencia moderna
4. La relación entre Dios y el mundo
5. Un cosmos ordenado
6. La imagen de Dios
7. Un Creador “perfectamente libre”
8. El “mandato creacional”
9. Conclusión
4 Cristianismo, ciencia y la agenda posmoderna - John L. Taylor
1. Modernismo y posmodernismo
2. La filosofía de la ciencia de Kuhn
3. Aspectos posmodernos de la crítica de Kuhn al realismo
4. Reprocesar a Kuhn
5. El cristianismo como paradigma
6. Conclusión: Posmodernismo parcial
5 El ataque posmoderno al realismo científico - John L. Taylor
1. Relativismo
2. Deconstructivismo sociológico
3. Antirracionalismo
4. Conclusiones y propuestas
6 Mantener las verdades científicas y cristianas en un mundo posmoderno - Donald A.
Carson
1. Introducción
2. Un resumen de los desafíos
3. Una revisión de las respuestas
4. Un par de sugerencias
5. Reflexiones finales
Notas