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MANTENIENDO VERDADES CIENTÍFICAS Y

CRISTIANAS EN UN MUNDO PORMODERNO

Denis R. Alexander
Dominic Smart
Roger Trigg
Ernest Lucas
John L. Taylor
D. A. Carson

(2009)
Índice

Introducción: una aproximación multidisciplinar a contar la verdad - Denis R.


Alexander

1. Breve introducción al posmodernismo - Dominio Smart


1. La llave a la PoMo: no hay una gran historia
2. ¿Cómo funcionan las metanarrativas?
3. ¿Por qué ya no funcionan las metanarrativas?
4. Posmodernidad y hermenéutica
5. Ciencia y posmodernidad

2. Raíces cristianas del razonamiento científico - Roger Trigg


1. ¿Por qué confiar en la ciencia?
2. Ciencia sin religión
3. El teísmo y el mundo
4. Posmodernidad y relativismo
5. Una base para la ciencia

3. Bases bíblicas para la tarea científica - Ernest Lucas


1. La “tesis del conflicto”
2. La desaparición de la “tesis del conflicto”
3. Las presuposiciones de la ciencia moderna
4. La relación entre Dios y el mundo
5. Un cosmos ordenado
6. La imagen de Dios
7. Un Creador “perfectamente libre”
8. El “mandato creacional”
9. Conclusión

4 Cristianismo, ciencia y la agenda posmoderna - John L. Taylor


1. Modernismo y posmodernismo
2. La filosofía de la ciencia de Kuhn
3. Aspectos posmodernos de la crítica de Kuhn al realismo
4. Reprocesar a Kuhn
5. El cristianismo como paradigma
6. Conclusión: Posmodernismo parcial
5 El ataque posmoderno al realismo científico - John L. Taylor
1. Relativismo
2. Deconstructivismo sociológico
3. Antirracionalismo
4. Conclusiones y propuestas

6 Mantener las verdades científicas y cristianas en un mundo posmoderno -


Donald A. Carson
1. Introducción
2. Un resumen de los desafíos
3. Una revisión de las respuestas
4. Un par de sugerencias
5. Reflexiones finales
Notas
Introducción:
una aproximación multidisciplinar a contar la verdad

Denis R. Alexander

No es habitual encontrar científicos, teólogos, historiadores y filósofos tratando


juntos y con rigor el tema del postmodernismo. Este volumen interdisciplinar de
ensayos es una de esas rarezas. Pese a que las “guerras culturales” de los años 90
parece que se han esfumado, las cuestiones de fondo siguen activas y relevantes, tanto
en las artes como en las ciencias. En un mundo que sigue influenciado por las visiones
relativistas del conocimiento, ¿se puede conocer algo de verdad o, por el contrario,
todas las formas de conocimiento humano son inevitablemente tentativas y
provisionales? Demasiado a menudo las respuestas a estas preguntas se han dado
atravesando sin miramientos las fronteras interdisciplinares. Los de humanidades
consideran excesivamente arrogantes a los científicos que muestran un alto grado de
confianza en sus últimos descubrimientos. Por otra parte, los científicos se desesperan
por la rapidez con la que los del campo de las artes están dispuestos a decir que lo que
es cierto para una persona podría no ser cierto para otra, y viceversa. Los escritores de
este volumen nos señalan a formas de salir de este aparente impasse moldeadas por su
común y bíblica cosmovisión.
Este volumen se inició con una conferencia de un día con el mismo título
organizada por Christians in Science y celebrada en Londres el 29 de septiembre de
2001. De hecho, seis de los actuales capítulos fueron presentaciones realizadas ese día,
aunque algunos han sido profundamente revisados con posterioridad. Otros cinco
capítulos se han escrito especialmente para este volumen y el artículo ganador de un
premio Templeton (capítulo 4) había sido publicado en la revista Science and
Christian Belief. No ha habido intención de provocar una homogeneidad artificial entre
los trabajos. Los autores se aproximan a los temas centrales desde formaciones y
experiencias muy diversas. No sorprende, por lo tanto, las diferencias de énfasis y
opinión. Pese a todo, es notable el acuerdo entre los que provienen de diferentes
disciplinas — algo que, puedo asegurar, no ha sido impuesto por el editor del volumen.
Los que consideran que la jerga posmoderna les es ajena y que les adentra en un
territorio prohibido encontrarán en el capítulo introductorio de Dominio Smart un útil
resumen. Como señala el autor, muchos de los que tienen una formación científica no
tienen ni idea de qué va el posmodernismo o quizá nunca han oído esa palabra. Las
“dos culturas” a las que aludía C. P. Snow están vivas y gozan de buena salud, cada
una de ellas en sus propios espacios que, por desgracia, casi nunca se solapan.
En el capítulo 2 el filósofo Roger Trigg considera la importante cuestión de cómo
puede justificarse el conocimiento científico, argumentando que la ciencia requiere una
base metafísica para ser defendible, una base que puede situarse ‘en la idea de una
creación ordenada y una racionalidad dada por Dios”.
El teólogo Ernest Lucas retoma los aspectos teológicos de la misma cuestión en el
capítulo 3, con un énfasis especial en la forma en que las presuposiciones bíblicas
contribuyeron al surgimiento de la ciencia moderna.
El filósofo John Taylor, en el capítulo 4, nos conduce a los desarrollos más
recientes en la filosofía de la ciencia, centrándose en los escritos de Thomas Kuhn.
Taylor argumenta que, en ciencia, es perfectamente posible mantener un rumbo
sensato entre el relativismo total, Escila, y el realismo infantil, Caribdis.
El capítulo 5 considera con mayor detalle la incoherencia filosófica implícita en
frases como “eso es cierto para ti, pero no para mí”. Como filósofo analítico, Taylor
está bien situado para persuadirnos realizando una cuidadosa disección.
En el capítulo 6, el teólogo Don Carson profundiza en la relación entre la
epistemología posmoderna y la fe cristiana, argumentando en contra de la falsa
antítesis que se plantea en la posmodernidad: si no podemos conocer algo absoluta y
completamente, debemos renunciar a toda pretensión de conocimiento objetivo.
Todos los que han contribuido en este volumen son cristianos que creen que la
cuestión de la verdad es tan crítica en la teología como lo es en la ciencia. Varios de
los participantes dirigen nuestra atención al espacio epistemológico ocupado por
cristianos y científicos. Retirada ya la marea del realismo y con las olas posmodernas
del relativismo bañando la arena en su lugar, tanto los científicos como los cristianos
estamos apoyándonos en lo que parece ser un tipo de roca muy similar.
1
Breve introducción al posmodernismo

Dominio Smart

Hace unos años, un conocido mío, director de un gran laboratorio de


investigación biomédica en Cambridge, decidió realizar una encuesta oral e informal
entre los miembros de su grupo de investigación, con el propósito de determinar lo que
los científicos pensaban de la posmodernidad. Allí estaba la élite de la investigación:
pos doctorados, doctorandos y técnicos, todos dedicados a la investigación en las
ciencias, todos entre los veintitantos y los treinta y tantos, una edad en la que cabría
esperar un alto impacto del pensamiento posmoderno. Por desgracia, la encuesta no
llegó a tanto. Pronto vio que nadie de ese grupo tenía una opinión formada sobre el
posmodernismo. Pero el problema era más profundo: ninguno había oído esa palabra y
no tenían ni idea de su significado. Y eso a pesar de que, un poco más adelante, en la
misma calle, sus colegas del Departamento de Inglés (por ejemplo) tenían en cuenta la
interpretación posmoderna de los textos en su trabajo diario. Irónicamente, estoy casi
seguro de que esos mismos científicos estaban profundamente influenciados por los
principios del posmodernismo a través de las películas, la música o la cultura popular.
Pero nunca habían llegado a desarrollar las herramientas intelectuales necesarias para
enfrentarse a la marea cultural que inundaba sus vidas diarias.
Esta historia ilustra, una vez más, el profundo abismo que todavía separa las artes
y las ciencias y subraya la necesidad de este capítulo introductorio, que proporciona un
breve resumen de algunas de las ideas centrales de la posmodernidad. El lector con
formación en humanidades quizá quiera saltárselo, pero si usted tiene una formación
científica o no está familiarizado con las ideas posmodernas, quizá se pueda identificar
con esos investigadores de Cambridge y encontrar útil esta introducción.

1. LA LLAVE A LA POMO: NO HAY UNA GRAN HISTORIA.

Lo primero que debemos notar es que la llave para entrar en la posmodernidad es


sorprendentemente sencilla: no hay una gran historia. En 1979, el catedrático de
Filosofía Jean-François Lyotard escribió lo que se convirtió en un famoso informe para
[1]
el Conseil des Universités de la Provincia de Québec. En ese informe escribió: “Yo
[2]
defino la posmodernidad como la incredulidad ante las metanarrativas”. Aun
reconociendo que esa definición es una simplificación extrema, nos conduce al
corazón de la posmodernidad. La incredulidad es una falta de voluntad de creer, pero,
¿qué son las metanarrativas? Etimológicamente es sencillo: meta es un prefijo griego
que significa “sobre” o “más allá”; las narrativas son las historias que cuentan nuestras
vidas — lo que nos ha ocurrido, el mundo en el que vivimos y nuestra experiencia de
él. Las metanarrativas son, pues, las grandes historias que contienen los grandes temas,
las líneas maestras y los personajes principales que dominan nuestra cultura y por
medio de los cuales encontramos el sentido de nuestras pequeñas historias.
Si quiere entender la posmodernidad, tiene que intentar comprender esta
característica esencial: no hay una gran historia.
Por supuesto, la gran historia más importante que se cree en nuestra sociedad,
aunque cada vez menos, es la modernidad. Normalmente, podríamos remontarnos en
su desarrollo hasta 1637, cuando René Descartes publicó su Discurso del Método,
dividido en seis partes, siendo la cuarta la que contiene el famoso pasaje en el que
Descartes desea determinar de qué puede estar seguro, cuál es la base del
conocimiento. Comienza de forma sistemática a dudar de todo lo que en este mundo
queda fuera de su mente, incluso de su propio cuerpo (este mundo constituye la res
extendens — lo que se extiende), hasta que llega a lo que le va a dar la certeza. Lo que
se lo da es, sencillamente, el hecho de que está pensando. No puede dudar de que, para
dudar, debe pensar. La racionalidad (res cogitans) le proporciona la base; por lo tanto,
"Pienso, luego existo” (Por supuesto, no es necesario llegar a esa conclusión, pues
también habría podido concluir: “Pienso, luego existe el pensamiento”). El
racionalismo impulsado por Descartes se unió a lo que, superficialmente, podría ser
considerado lo opuesto: el empirismo inductivo del filósofo del siglo XVII Francis
Bacon. Mientras que Descartes dirigía su mirada al interior para despejar la duda y
llegar a una base firme, Bacon buscaba la certeza leyendo en el libro de la naturaleza, y
juntos proporcionaron los progenitores a la gran historia de la modernidad, la historia
de la razón, de la lógica y de la racionalidad, una historia con enormes consecuencias
intelectuales, políticas y culturales. Se ha afirmado que, entre su descendencia, está la
industrialización de Occidente, la expansión imperialista, el sistema económico y
político, grandes organizaciones estructuradas por la lógica y la racionalidad, la ciencia
moderna y la innovación tecnológica.
Pero la modernidad no es la única metanarrativa que enmarcó a la sociedad
occidental, y, por ella, a otras sociedades. Han existido otras grandes historias. Una de
ellas, el romanticismo, apela a la belleza. Al llegar a 1820, leemos la metanarrativa
romántica expresada con concisa precisión poética en Ode on a Grecian Urn de John
Keats. Los últimos versos dicen: “La belleza es la verdad, verdad es belleza / Esto es
todo lo que conocemos en la tierra y todo lo que necesitamos conocer”. Ni la razón ni
la observación proporcionan la base para el conocimiento, sino la belleza. El marxismo
es otra metanarrativa y la democracia capitalista es una cuarta.
La razón por la que la definición de la posmodernidad (PoMo) de Lyotard es tan
buena es porque no reduce la PoMo a un simple movimiento que se aleja de la
modernidad. PoMo es un movimiento que se distancia de toda creencia en cualquier
metanarrativa dominante. Esto significa que es un movimiento que se aparta de
metanarrativas que tienen otras procedencias; también es un movimiento que se separa
de metanarrativas que circulaban mucho antes de que Descartes se pusiera a pensar.

Por supuesto, los cristianos también tienen una metanarrativa. Tenemos una gran
historia, y no sólo porque somos producto de nuestra cultura, que lo somos hasta cierto
punto, sino porque nos ha sido dada: nuestra gran historia es el mismo Dios, que se
revela en su Palabra, la Biblia, y principalmente por medio de su Hijo. Por lo tanto, la
cultura y el pensamiento posmodernos se sienten tan incómodos con la “gran historia”
cristiana como con la mucho más reciente historia de la modernidad. Además, los
cristianos también deberían sentirse incómodos, porque no sólo nadan contra la
corriente de metanarrativas como son el marxismo, el romanticismo, el capitalismo y
la modernidad, sino que también han de hacerlo contra la corriente de la
posmodernidad, pues no dejan de creer en la metanarrativa que les ha sido dada. No
están llenos de incredulidad cuando consideran a Dios y a su Palabra.

2. ¿CÓMO FUNCIONAN LAS METANARRATIVAS?

Las grandes historias funcionan de seis formas interconectadas.


En primer lugar, tienen pretensiones fundamentales: te dicen de qué puedes estar
seguro. Como hemos visto, esto era lo que pretendía Descartes con su programa de
duda sistemática. Quería llegar al conocimiento base sobre el que puede construirse
todo lo demás. Desgraciadamente, se demostró que esa base no era la correcta. Keats
trató de establecer un fundamento con el romanticismo: la belleza es verdad y la
verdad es belleza. Esto es todo lo que conocemos en la Tierra y todo lo que
necesitamos conocer. Tanto el marxismo como el capitalismo son intentos de
establecer un marco básico para el pensamiento relacionado, en ambos casos, con los
medios de producción y las estructuras económicas de la sociedad.
En segundo lugar, ejercen una influencia dominante sobre lo que podríamos
llamar los artefactos de nuestra cultura, lo que nuestra cultura produce. Por medio del
arte, la literatura, la música, el cine, el teatro, el lenguaje y cómo éste cambia y se
desarrolla, la política y su discurso, la arquitectura y el diseño, la metanarrativa
dominante expresa su influencia. Las personas que nunca han oído hablar de
Descartes, ni del racionalismo o de la modernidad, ni conocen la jerga filosófica
especializada, siguen siendo moldeadas y enmarcadas por la gran historia. Se ha
creado un consenso social.
En tercer lugar, por medio de sus pretensiones y sus influencias en cada uno de
los campos de nuestra cultura, las metanarrativas proporcionan un sistema unificador
del pensamiento, en el que todas las restantes ideas pueden ser ordenadas. Proveen un
paradigma o una matriz que permite dar cohesión a las otras ideas. Cuando ordenas
teorías, ideas, hechos, predicciones y demás en un sistema, no estás simplemente
poniéndolos en relación con una gran narrativa general: los estás poniendo en relación
más o menos coherente entre sí. La gran historia nos proporciona la matriz en la que
podemos encajar nuestras experiencias, nuestras interpretaciones del mundo y de
nosotros mismos, una forma de reunir nuestra existencia humana fragmentaria y darle
sentido. Las metanarrativas son el esqueleto sobre el que colocar el músculo del
intelecto y la piel de la cultura.
En cuarto lugar, por sus pretensiones y su influencia duradera y dominante en
nuestra cultura, las metanarrativas definen lo que es verdadero o falso para nosotros.
Lo que es “verdad” para un capitalista, no lo es para el paradigma marxista. La
afirmación “la adquisición de riquezas personales es algo bueno” es verdad si eres un
capitalista, pero falsa si eres un marxista. ¿Es cierto que la sociedad avanza por medio
de la innovación tecnológica? Keats diría que no, pero un tecnócrata moderno
respondería “Sí”. Consideremos ahora si es verdad que las palabras tienen sentido en sí
mismas o solamente si están en relación con otras. La “veracidad” de tu respuesta la
decide tu metanarrativa (o tu falta de ella). Las grandes historias funcionan
suministrando los medios para valorar la veracidad y el sentido de las afirmaciones de
los demás. Por supuesto, las respuestas proporcionadas por la metanarrativa a las
preguntas de verdadero/falso también se aplican a las cuestiones sobre valores que
definen lo que es bueno y lo que es malo.
La quinta manera de funcionar las metanarrativas es proporcionándonos los
medios de interpretar la dirección de la historia. Si tienes una gran historia, entonces
dispones de una forma de definir lo que es un avance y lo que es un retroceso. Así, los
progresos en la historia consideran de forma completamente distinta si los interpretas
como un demócrata capitalista o como un marxista. La historia es diferente y se ve a
velocidades dispares si eres un racionalista o si eres un romántico. La historia avanza
de maneras desiguales si eres cristiano o si eres ateo. Es la gran historia la que provee
ese sentido de dirección a la historia y define lo que es progreso.
Estas formas de funcionamiento de las metanarrativas llevan inevitablemente a la
sexta: las metanarrativas (así dicen sus críticos, entre ellos Michel Foucault, uno de los
más conocidos) proporcionan los medios para crear la identidad del ser humano y, por
lo tanto, para ejercer el control social, la manipulación, la opresión y empujar a la
marginalización. Puedes definir quién está loco, quién es malo o es Dios en tu sociedad
según se ajusten o no al paradigma. Si perteneces a un grupo que sustenta una gran
historia particular, con su “régimen de verdad” (utilizando la frase que Foucault usó en
una entrevista con Alessandro Fontana y Pasquale Pasquino y que se publicó con el
título de “Verdad y poder”) y su dirección para la historia, entonces puedes decidir que
lo que otros piensan es un error y es subversivo. Si también tienes poder, puedes
marginar y silenciar a tus críticos si creen algo fundamentalmente diferente de lo que
tú crees. Tanto la Antigua edad como los tiempos modernos están llenos de ejemplos
de grandes historias que han proporcionado los medios para ejercer el control social.
Ejemplos extremos y malvados de ello en el pasado reciente son los pogromos, el
holocausto y los gulags. Pero los pensadores posmodernos también señalarían otros
procesos de control, resultado de una metanarrativa y que nos afectan a todos, pero que
se ejercen por instituciones y estructuras sociales de forma más silenciosa y menos
evidente. Todas la metanarrativas lo hacen. La frase de Foucault “régimen de verdad”
no sólo describe lo que hace la modernidad, sino también lo que hacen los cristianos en
sus iglesias. Los cristianos, según esta visión, tienen sus propias versiones de
regímenes de verdad con las que pueden ejercer el control social dentro de sus iglesias,
definiendo quién es subversivo y quién no.

3. ¿POR QUÉ YA NO FUNCIONAN LAS METANARRATIVAS?

¿Por qué somos ahora posmodernos? ¿Por qué podía decir Lyotard que la
condición posmoderna era la incredulidad hacia las metanarrativas per se? Las
metanarrativas no funcionan por al menos, y de nuevo, seis razones.
En primer lugar, las grandes historias no atraen a los posmodernos porque la que
les era más familiar — la modernidad con su “tecno-ciencia” — no les ha dado nada,
al menos según el relato posmoderno de la situación. Prometía el cielo en la tierra y
nos ha proporcionado algo que se parece mucho más al infierno, según su visión. Los
posmodernos miran a su alrededor y ven un mundo contaminado, destrozado por las
guerras, corroído por las desigualdades sociales y la injusticia, y lleno de horribles
edificios. ¿Dónde está el progreso que garantizaban las metanarrativas? ¡Esto es un
desastre! La gran historia no ha funcionado y, por lo tanto, ¿quién quiere
comprometerse con ella?
En segundo lugar, no hay una única gran historia, porque precisamente hoy en día
hay muchas historias para leer. Hay una inmensa heterogeneidad en la variedad de
visiones del mundo que tiene la gente. En nuestras pantallas de televisión aparecen las
tremendas diferencias entre culturas no occidentales y la nuestra, y podemos entender
y aceptar esas diferencias mucho mejor que nuestros padres. No sólo contemplamos
esas culturas diferentes de muchos lugares del mundo, sino que además vemos toda esa
variedad mezclada. En la gran amalgame de las comunicaciones globales y del
mercado de consumo global, creada, en buena medida y desde un punto de vista
histórico, como una consecuencia a largo plazo de la misión cristiana global, estamos
en contacto con un mundo muy variado e inmediatamente accesible. Usando la
tecnología, podemos ir de compras por Seattle sin salir de casa. De hecho, ya no
necesitamos salir al extranjero — en el Reno Unido, las otras culturas ya están a
nuestro alrededor. Vivimos en una de las sociedades más culturalmente plural y
posmoderna del mundo. Experimentamos los efectos de no sólo las cuatro grandes
metanarrativas que han marcado los últimos tres siglos, sino también de metanarrativas
mucho más antiguas de otras partes del mundo. Las personas de otros lugares piensan
de formas diferentes, y eso aunque ocupen el mismo espacio.
La tercera razón por la que las metanarrativas ya no funcionan tiene que ver con
el régimen de verdad de Michel Foucault: las metanarrativas son opresoras. Como
medios de control social, son también medios de ejercer el poder. Entonces, el
conjunto de la historia no es más que la historia del juego de poder. La verdad es tan
sólo una forma de conseguir que las personas hagan lo que quieres que hagan y de
marginar a los que no hacen lo que tú quieres. Lo mismo ocurre con la virtud. Todo es
fingido. Lo que realmente está pasando es que algunas personas quieren controlar y
oprimir a otras. Y como no queremos eso, no queremos las metanarrativas.
En cuarto lugar, las grandes historias se han colapsado debido al pensamiento en
perspectiva. ¿Qué forma tiene un trozo de papel A4? Según cómo se mire, es una fina
línea recta. Desde otro punto de vista, es un rectángulo. Tu perspectiva es la que te
dicta la forma del papel A4. Diferentes elementos influyen en tu perspectiva: tu
paradigma, tu pensamiento, afecta a lo que ves. Tu posición con relación a ciertas
grandes historias afecta a lo que percibes y a cómo lo percibes e interpretas, tanto lo
que está en el mundo como lo que está en ti.
Si tu paradigma moldea tu perspectiva, tu persona también hace lo mismo. Quién
eres afecta a lo que ves. Aportamos a nuestra observación del mundo que nos rodea
nuestra capacidad para comprometernos y escuchar: tratar de comprenderlo cómo es y
cómo podría ser moldea nuestra forma de pensarlo. También podemos aportar a
nuestra observación del mundo nuestro conjunto preseleccionado de ideas de cómo
debería ser y fracasar en nuestra comprensión. Las bases filosóficas del racionalismo y
del empirismo sobre las que descansa la modernidad han sido extensamente criticadas
por los mismos científicos y filósofos de la ciencia. En el último tercio del pasado
siglo, Thomas Kuhn, Paul Feyerabend, Michael Polanyi, Harold Brown y muchos
otros rompieron desde dentro, y desde su mayor creación — la ciencia — la
metanarrativa de la modernidad. Y lo hicieron repensando de manera radical el papel
que epistemológicamente tiene la persona que hace ciencia. Otros escritores en este
volumen tratan con mayor detalle las implicaciones de estas críticas para la ciencia.
Tu paradigma moldea tu perspectiva. Y lo mismo hace tu personalidad. Cuando
se mira a través de los barrotes de una prisión, unos ven las barras y otros las estrellas.
En la articulación del posmodernismo, tu propia vida, ocupa un lugar muy importante,
pues tus “fenómenos” también moldean tu perspectiva. ¿Has tenido una infancia
difícil? Eso influye en tu perspectiva de, por ejemplo, la palabra “padre”. Cuando
miras al mundo que te rodea, lo ves dentro de los horizontes de tu propio mundo, sean
éstos lingüísticos, emocionales, sociales, artísticos, intelectuales o lo que sean. Un
texto en un libro, un glaciar o la persona con la que estás casado/a, sea lo que sea lo
que trates de comprender, aportas todo lo contenido dentro de los horizontes de tu
propia comprensión. Además, el texto, el glaciar o tu esposo/a tienen sus propios
“mundos” con sus horizontes. Nuestra capacidad para percibir y comprender está
afectada por lo que hay en nuestro horizonte y por lo que hacemos con ello. Algunos
dirán que, cuando, por ejemplo, consideramos un texto, deberíamos dejar de lado lo
que está en nuestro horizonte y tratar de comprender el horizonte del texto y de su
[3]
autor, dejando entonces que el texto moldee nuestro horizonte al fusionarse ambos.
Otros argumentarán que el horizonte del texto y el del autor son inaccesibles y que
sólo lo que puedes ver dentro de tu propio horizonte da sentido a, digamos, un pasaje
de la Escritura. Así pues, desde el punto de vista posmoderno, todo es cuestión de
perspectiva: depende de cómo lo mires. Depende de qué tipo de persona seas. Sólo
depende de qué matriz es la que está funcionando en tu mente. Depende de lo que ha
pasado en tu vida. ¿Dios es bueno? El posmoderno dirá: “Depende de cómo lo mires.
Depende de qué vida has tenido”. Lo que no puedes decir es que Dios es bueno en un
sentido absoluto. Depende.
La respuesta a la pregunta que antes hacía (“¿Qué forma tiene un trozo de papel
A4?” Respuesta: “Depende de tu perspectiva”) representa un punto de vista
posmoderno. Hay una respuesta posmoderna más sofisticada, y es la quinta razón por
la que las metanarrativas ya no funcionan bien. Es porque nosotros construimos
nuestra realidad. La respuesta posmoderna más sofisticada a la pregunta “¿Qué forma
tiene un trozo de papel A4?” es “La forma es una construcción de tu mente. No tiene
una forma u otra: la forma es tan sólo una construcción. La forma es algo que tienes en
tu cabeza y que impones a lo que está fuera de ti. Tú construyes la realidad”. De hecho,
este punto de vista va más allá y pretende que, inevitablemente, todos construimos
nuestra propia realidad. No puedes salir de tu piel y verte desde fuera. De la misma
forma, no puedes salir de tu conocimiento, lenguaje y percepción del mundo para
contrastarlos. Así pues, siempre estás construyendo tu propia realidad. Legoland y
Disneyland son excelentes íconos de un mundo posmoderno. Como comentan Richard
Middleton y Brian Walsh (en la página 134 del trabajo titulado “Facing the
Postmodern Scalpel” del libro Christian Aplogetics in the Postmodern World editado
por T. R. Philips y D. L. Okham y publicado por InterVarsity Press en 1995):

Para la mente posmoderna... no tenemos acceso a algo llamado “realidad"


aparte de lo que “representamos” como realidad según nuestros conceptos,
lenguaje y discurso. Richard Rorty dice que, puesto que nunca encontramos
la realidad “excepto bajo una determinada descripción”, no podemos
darnos el lujo o reclamar un acceso sencillo e inmediato al mundo. Nunca
podemos salir de nuestro conocimiento para contrastar su precisión frente a
la realidad objetiva. Nuestro acceso siempre está mediatizado por nuestras
propias construcciones lingüísticas y conceptuales.

“Realidad” es lo que tú construyes, lo que tú quieres que sea. No hay una gran
historia que te diga lo que es o lo que debería ser, dice el posmoderno.
En sexto lugar, ya no nos consideramos simples lectores; antes y ahora, siempre
hemos estado interpretando. La mayoría del pensamiento influyente en el
posmodernismo ha provenido del campo de la teoría literaria — cómo interpretamos
los textos, qué son las palabras y cómo funcionan, qué está pasando cuando leemos y
escribimos. El término general para esta área de pensamiento es “hermenéutica” y la
importancia de los debates habidos en ella —que han afectados a otros muchos campos
— no puede ser subestimada. Tú y yo hacemos hermenéutica, aunque quizá ni seamos
conscientes de ello. Tratamos de dar sentido a lo que leemos en periódicos y revistas, a
los resultados del último experimento, a las instrucciones de nuestro supervisor, a la
Biblia, al lenguaje corporal, a las reglas y normas de los deportes que practicamos, al
manual de instrucciones del DVD e incluso a este mismo párrafo. Dar sentido a lo que
vemos y escuchamos — a cualquier tipo de “texto” — es una actividad humana básica.

4. POSMODERNIDAD Y HERMENÉUTICA

Pudiera parecer que la hermenéutica es aburrida e irrelevante para los científicos


que, después de todo, tratan con simples observaciones, puros hechos e inequívocos
números; pero nadie que tenga abiertos sus ojos y oídos, aunque sea a medias, haría
mucha ciencia durante mucho tiempo sin darse cuenta de la falacia que se esconde en
esa noción. ¿Qué está pasando con la hermenéutica en la cultura posmoderna?
Recuerda que las metanarrativas pretenden definir lo que es cierto y lo que es falso y
cómo lo decides. Las metanarrativas nos dicen lo que es aceptable y dónde encaja con
todo lo demás. Al dar un contexto, la gran historia también da un sentido. Pero el
sentido y cómo lo interpretas es algo que ha cambiado en dos formas. La primera es
cultural. La hermenéutica ha cambiado, porque la “gran historia” fue comprendida y
aceptada en un tiempo por un destacado número de personas que participaban
significativamente en la difusión de actividades culturales y personales. La gran
historia creó un consenso unificado del significado de las cosas y de lo que las palabras
podrían significar. En el mundo posmoderno, ese consenso unificador de ideas y
valores está desapareciendo.
Ésta es una ilustración trivial. Imagina un comedor moderno en el que una
decoración con gusto ha reunido pinturas del siglo XX de Ben Nicholson y Paul Klee
junto con copias de iconos bizantinos. Cualquiera que piensa como Ben Nicholson o
Paul Klee no lo hace de la misma manera que los artistas que produjeron los iconos
bizantinos. Estos artistas tenían una forma particular y compartida de creer en Dios. La
imagen en el icono funcionaba como un signo, señalando hacia Dios. Por el contrario,
las obras de Nicholson y Klee apuntan a una racionalidad exclusiva y completamente
humana y a un orden lógico (Nicholson) o al mundo de la imaginación y los sueños del
ser humano (Klee). Pero, puesto que los iconos han sido sacados del contexto que los
generó, en el que se compartía una fe en Dios y unas creencias sobre Dios, pueden
colgar en la misma sala que las obras de Nicholson y de Klee sin que nadie —aunque
reconociera las pinturas— se extrañara lo más mínimo. Los jóvenes posmodernos que
cohabitan con esas obras y decoraron así el comedor pensaron simplemente que
quedaban bien juntas: un poco de diversidad, un poco de variedad. Eso ya les basta,
pero ignoran los sentidos originales, que incluso podrían ser desconocidos: algo
irrelevante y perdido en la incoherencia de la posmodernidad.
Como nuestra cultura ya no apela a una gran historia reconocida y común, el
sentido de un cuadro, de un paisaje, de unos resultados, de un poema o de un pasaje de
las Escrituras deja de ser una cuestión de consenso. Se convierte en lo que significa
para mí ahora. El sentido se localiza. Se individualiza y se privatiza. Incluso lo más
general es tan sólo una cuestión de individualismo orquestado esporádica o
momentáneamente.
La segunda forma en la que ha cambiado la hermenéutica tiene más que ver con
la teoría literaria con relación a las palabras y su funcionamiento. De nuevo, esto
podría parecer muy alejado del mundo de la ciencia, pero la interrelación de las
disciplinas académicas se halla en el centro de la posmodernidad. El punto de vista
clásico sobre el lenguaje, que se remonta a Platón, afirma que el sentido está contenido
en las mismas palabras. El sentido proviene de que las palabras dan nombre a ideas de
las cosas a las que se refieren, y que estas ideas expresan la esencia de los objetos.
Usamos la palabra “perro” porque expresa la idea real y esencial de lo perruno.
La desviación hacia una hermenéutica posmoderna empezó con el filósofo suizo
de habla francesa Ferdinand de Saussure. Según Saussure, el sentido, más que recaer
en las mismas palabras y en su “esencia”, está en la relación tácita, escondida y
asumida de unas palabras con otras en un sistema de lenguaje, una relación que es,
[4]
principalmente, la de la diferencia: “en el lenguaje, sólo hay diferencias”. Usamos
“perro” porque no es ni “cerro”, ni “berro” ni “ferro”. Lo usamos para describir a los
caninos por pura convención. Por lo tanto, las palabras son signos arbitrarios. Y como
signos, las palabras están tanto presentes (la palabra en la página o en nuestro oído)
como ausentes (el enlace con el objeto significado está oculto, no es visible ni audible).
Saussure también sostuvo un planteamiento que alejó radicalmente al lector/intérprete
del significado de una palabra en otro sistema de lenguaje de otra época. Tanto las
relaciones subyacentes entre las palabras como las convenciones del sistema son
siempre contemporáneas. La causa histórica de la palabra —la etimología— es menos
importante que su uso actual en su contexto inmediato. Más aún, el “sentido original”
de un texto histórico como la Biblia no es el factor determinante de su sentido actual.
Las relaciones subyacentes que dan sentido a las palabras eran, para Saussure, las
estructuras profundas del pensamiento, del acuerdo y de la cultura —los productos de
una metanarrativa. Saussure utilizó el juego del ajedrez como una ilustración limitada.
Lo que permite jugar no es la forma real que tengan las piezas en el tablero. Puedes
comprar unas piezas minimalistas de fino acero u otras finamente talladas en madera,
con una reina que lo parece y una torre con todos los detalles. La forma de las piezas
es indiferente, con tal que la reina se distinga de la torre y los alfiles de los peones y las
restantes piezas. Con cualquier conjunto de piezas juegas al mismo juego, pues el
ajedrez funciona gracias a las reglas ocultas y a la naturaleza del tablero.
La aproximación establecida por Saussure recibió el nombre de “estructuralismo”.
Un pensador que continuó desarrollando estas ideas fue Roland Barthes. Barthes vio
claramente que un estructuralista y un lector clásico leían de formas muy diferentes. El
estructuralismo se distancia del mundo histórico que generó el texto —el mundo
histórico del autor. Puesto que el sentido ya no está en la intención del autor, la
literatura puede tener muchos sentidos y no sólo uno. De hecho, cualquier “texto”
puede tener muchos sentidos. Los significados provienen del mundo de cada lector”.
El estructuralismo produjo lo que Barthes llamó “la muerte del autor” y “el nacimiento
del lector”.
Pero el estructuralismo de Saussure y Barthes fue llevado todavía más lejos por el
posestructuralista Jacques Derrida. El movimiento de Derrida más allá del
estructuralismo incluía pensamientos radicales y nuevos sobre las palabras y el
significado. Apelar a estructuras ocultas y profundas lo consideraba como parte del
juego de poder. Esta crítica se engloba en la misma familia de autores
posestructuralistas a la que pertenecía Foucault, con su “régimen de verdad”. ¿Quién
dice que hay estructuras escondidas y profundas? ¿Por qué? ¿Por qué pueden tener
tanta influencia? ¿Por qué deberían hacer sucumbir a otros?
Para describir la forma en que funcionan los textos, según él lo ve, Derrida acuñó
el término differance (que hay que pronunciar con acento francés y que juega con la
palabra francesa différence — diferencia, diversidad, contraste). “Differance” tiene dos
partes. En primer lugar, las palabras y los textos poseen un componente relacional en
su significado y (á la Saussure — recuerda que pos- no quiere decir anti) la relación es
la de la diferencia. La segunda parte de “differance” es que se difiere el significado. No
nos llega en línea recta desde la mente del autor vía la subsiguiente elección de la
palabra adecuada. El significado deseado no produce palabras, sino al contrario. Las
palabras que un autor utiliza son simples trazos de lo que está pasando por su mente y
no el sentido intencionado y real, preformulado, de los pensamientos del autor. Derrida
argumenta, por lo tanto, a favor de la primacía de la palabra.
Esto podría parecer intuitivamente algo incoherente. Pero, de hecho, podemos
trazar un claro paralelismo entre lo que describe Derrida y el proceso de dibujar. Hasta
que no empiezo a dibujar, no sé realmente cómo va a ser la pintura. La primera
pincelada sugiere la segunda y así sucesivamente — la pintura y la intención se forman
al dibujar y no antes de dibujar. De hecho, el proceso de dibujar es para el artista no
como el de grabación sino como el de descubrir. El artista descubre sentidos e
interpretaciones que nunca antes se había propuesto. El trazo tiene la primacía.
Entonces, volviendo a las palabras, si quieres conocer el significado de un texto, estás
perdiendo el tiempo tratando de desenterrar el propósito del autor. En lugar de eso, las
palabras crean sus propios significados en tu mente de lector. De hecho, puedes
eliminar al autor del proceso de construcción del significado de un texto o de
anteriores lecturas de un texto. Se debe permitir que el texto tenga un sinfín de
significados frescos a medida que cambia y jugamos con él. En este contexto debemos
decir que el propósito de Derrida no fue destruir los textos sino revitalizar los textos
“muertos” — textos a los que se les había dado un sentido particular, determinado por
la intención del autor y que habían dejado, en consecuencia, de ser textos vivos. Desde
el punto de vista de Derrida, por lo tanto, no hay una lectura determinada de un texto:
el significado varía al pasar de un lector a otro.
Éste es el deconstructivismo, o mejor, el posestructuralismo de Derrida. Quita los
sedimentos de la intención del autor o incluso de su propia existencia. Desmantela el
llamamiento al mundo en el que se escribió el texto o la etimología de las palabras.
Rompe con las lecturas de un texto según lo acostumbrado o lo considerado
“correcto”. El texto significa lo que tú, con tus propios “sedimentos” personales,
quieras que signifique. (Notemos, de paso, que esto impide que un autor pretenda
haber sido malinterpretado. Es una ironía que Derrida sea un autor: al menos, no nos
podrá acusar de deconstruirlo erróneamente.)
El sentido —como toda la cultura posmoderna en general— siempre es fresco y
contemporáneo. Como Donald A. Carson escribe en Amordazando a Dios
(Publicaciones Andamio, 1999, p. 29) “En el estudio bíblico académico, el
postmodernismo se entrelaza con la “nueva" crítica literaria para dar lugar a
interminables lecturas “renovadas”, muchas de las cuales son inteligentes y parte de
ellas sin contenido, incluso a pesar de que, tomadas en su totalidad, su contenido surja
cada vez más de un razonamiento vinculante al texto”. Así pues, las palabras en una
página dejan de funcionar como un texto que comunica sentido desde el autor al lector:
se convierten en lo que cada lector haga de ellas. ¿Hay un texto en esta Iglesia, o
Asamblea General, o Seminario de Teología? Según esta forma de hermenéutica
lector-respuesta, la respuesta sería “No”. Por lo tanto, el sentido se convierte no ya en
algo continuamente contemporáneo, sino, además, continuamente individualista.
Incluso las “comunidades interpretativas” de Stanley Fish no logran escaparse por
completo del mundo posestructuralista. Fish pretendía justificar que, en realidad, no
hay tantas interpretaciones de un texto como intérpretes. No tenemos una única lectura,
ni tampoco cualquier posible número de lecturas. Hay lecturas compartidas. Un mismo
texto va a producir unas cuantas lecturas comunitarias —las comunidades no se crean
independientemente del texto antes de acercarse a examinarlo; al contrario, el texto
crea sus propias agrupaciones. Así, podemos tener una lectura posfeminista, gay,
evangélica conservadora, marxista o norteamericana de la carta de Pablo a los
Romanos (aunque, probablemente, no exista una lectura que incluya las cinco
anteriores), pues el texto reúne a los que comparten formas particulares de mirar el
mundo. Pero puede que no lean juntos las páginas deportivas del periódico o el
Financial Times con las mismas respuestas comunitarias. Dos mujeres que sean
evangélicas y conservadoras y lean la carta a los Romanos de una forma muy similar
pueden no ser seguidoras del mismo equipo de fútbol o tener opiniones diferentes
sobre el papel del Banco de Inglaterra en el control del cambio. Fish mantiene que el
sentido lo producen los lectores y no los autores. “La respuesta del lector no es al
[5]
significado, sino que es el significado”.
Todo esto representa un masivo cambio de mentalidad, ocurra en el mundo de la
hermenéutica académica o al nivel popular. La pregunta “¿Qué significa este pasaje?”
se convierte en redundante y es sustituida por la pregunta “¿Qué efecto produce en
mí?”

5. CIENCIA Y POSMODERNIDAD

Culturalmente, como ya hemos destacado al principio de este capítulo, el


segmento más joven, al menos, de la comunidad científica occidental está
profundamente inmerso en los supuestos de la posmodernidad. Intelectualmente, sin
embargo, los científicos trabajan con un conjunto diferente de suposiciones que
funcionan bien en el laboratorio. Quizá como tributo a la influencia de la
posmodernidad, la tensión entre las dos cosmovisiones raramente se reconoce o es
explorada dentro de la propia comunidad científica. Para corregir este déficit, vamos a
considerar ahora las diferentes formas en que científicos, teólogos y filósofos perciben
los retos de la posmodernidad para el pensamiento de los científicos y de los cristianos.
2
Raíces cristianas del razonamiento científico

Roger Trigg

1. ¿POR QUÉ CONFIAR EN LA CIENCIA?

La ciencia moderna se enorgullece de su independencia de cualquier tipo de dogma


religioso. Considera como parte de su propia naturaleza investigar los hechos del
mundo físico sin ideas preconcebidas y, por supuesto, sin ningún compromiso
religioso. Los hechos hablarán por sí mismos y serán iguales para un ateo o para un
teísta. Ciencia es epítome de la racionalidad humana. No es pasional, sino distante y
objetiva, no teñida por particulares puntos de vista, ni contaminada por prejuicios. Se
considera, a menudo, que, de hecho, puede proporcionar la única esperanza de
progreso para la humanidad, que con anterioridad se trataba de alcanzar por la fuerza,
en batallas reales e intelectuales, entre las diferentes comunidades religiosas.
Ésta fue la imagen alentada por la Ilustración tardía en el siglo XVIII. Se centraba
en la razón y en las capacidades de los seres humanos, dejando de lado el recurso a la
metafísica, que parecía algo insoluble. Afirmaba el papel crucial de la experiencia
humana y ayudó a difundir la doctrina filosófica del empirismo, según la cual la
realidad es una construcción de lo que los seres humanos pueden experimentar.
Comenzamos por nuestra propia experiencia y no por la naturaleza del mundo que
investigamos. En lugar de hablar de la realidad, nos concentramos en la realidad que
podemos conocer. Con otras palabras, el énfasis ha pasado del carácter de lo que existe
a la forma en que podemos conocerlo. Después de todo, podemos preguntarnos:
¿Cómo podemos decidir hablar sobre cómo es el mundo, en lugar de hablar de nuestro
conocimiento sobre él? Concentrarnos en lo que no sabemos, en lugar de en lo que
sabemos, no parece conducir a una vida muy productiva. Estaríamos siendo guiados
por la ignorancia, no por el conocimiento, o como alguien sin delicadeza diría, por la
fe y no por la ciencia. Es significativo que en inglés la palabra Science tiene un
significado mucho más limitado que la palabra latina scientia o la alemana
Wissenschaft. La palabra inglesa significa conocimiento empírico, alcanzado por un
método concreto, en lugar de conocimiento humano como tal. Hace ya mucho tiempo
que muchas personas han dejado de distinguir entre los dos.
Sin embargo, la distinción entre cómo es el mundo y si podemos conocerlo y
cómo, es una distinción crucial. Concentrarnos en lo que parece ser conocimiento
humano puede considerarse muy sensato, pero plantea la cuestión de cómo podemos
saber que tiene una buena base. Los argumentos filosóficos sobre si podemos
realmente conocer algo quizá pueden impacientar a los que se consideran “con sentido
común”, pero es vital que cuestionemos la base de nuestro conocimiento. La realidad y
nuestro conocimiento de ella distan mucho de ser lo mismo. Como le gustaba señalar a
Sócrates, para escarnio de sus contemporáneos, muchos creen que saben cuando, de
hecho, no saben. Si aplicamos esto a la ciencia moderna, significa que sería de locos
aceptarla como parece que es. Precisamente, porque la ciencia perece que “funciona”
no podemos eludir la obligación de considerar el porqué. ¿Cómo se justifica nuestra
confianza en la ciencia? No es una cuestión irrelevante, pues muchos en nuestra
sociedad se cuestionan abiertamente si la ciencia debería ser la “norma” de todo — o,
de hecho, de algo. Mientras que en una época el desarrollo de la ciencia parecía ser
sinónimo del progreso humano, ahora con demasiada frecuencia se considera una
amenaza para algunos, y los llamados posmodernos cuestionan abiertamente su
derecho a pretender ser verdad.
Esto significa que las preguntas sobre si podemos conocer la realidad física y si la
mente humana es capaz de comprender su naturaleza, son preguntas. Algunos filósofos
se hacen eco del pensamiento de John Locke que, en el siglo XVII, decía que había
que seguir los pasos de los grandes maestros como Boyle y Newton. Locke se
consideraba como un simple “peón que limpia un poco la tierra y quita algo de la
basura que hay en el camino del conocimiento” (p. 10 de la obra An Essay Concerning
Human Understanding, editada por P. H. Niddtich. Oxford University Press, 1975).
Parece que la filosofía es el criado, y no el amo, de la ciencia. Es fácil darse cuenta de
por qué un filósofo empirista debe pensar de esa forma, pues insisten en la prioridad de
la experiencia. Obviamente, los científicos dominan a fondo el tema de recoger,
ordenar y sistematizar la experiencia humana. El método científico se basa en la idea
de la investigación empírica. El mismo Locke comprendió que esto planteaba
preguntas sobre la naturaleza del mundo que está siendo investigado. ¿Por qué
debemos suponer que es un mundo ordenado y no caótico? ¿Por qué es comprensible
para la mente humana y no un misterio impenetrable?
Locke no ocultó el hecho de que estaba escribiendo como filósofo cristiano y, en
relación a las cuestiones como “la coherencia y la continuidad de las partes de la
materia”, afirmó claramente que “sólo podemos atribuirlas a la voluntad arbitraria y
buen deseo del Sabio Arquitecto” (p. 500 de la misma obra citada). Dios era libre para
crear el mundo como deseara; así pues, la razón pura no podía descubrir su naturaleza
necesaria. Tenemos que mirar y ver, experimentar y contrastar, descubrir cómo es
realmente. Con otras palabras, la creencia en la contingencia de la naturaleza se
combina con una visión de la realidad ordenada intrínsecamente y con una
racionalidad inherente proporcionada por el Creador. La respuesta a la pregunta de
cómo unos simples humanos pueden esperar comprender todo eso por medio de la
experiencia viene de una concepción de la propia razón que tiene su origen en Dios.
Locke no creía que nacemos con ideas innatas, pero aceptaba que la razón viene del
Creador. Era, según una querida frase, acuñada en el siglo XVII, “la lámpara del
Señor”. Esta frase, usada por Locke, era el slogan de los platónicos de Cambridge, que
enfatizaban el papel de la razón, con origen en Dios. Representa una base teológica
para la idea de razón, en general, y para la ciencia empírica en particular. Al mismo
tiempo, nos advierte de que quizá la razón tan sólo nos proporcione una débil y parcial
luz para entender la naturaleza de las cosas. El mundo se ve bajo la pálida luz de esa
lámpara, que es incapaz de alcanzar la brillante certeza que daría un mundo iluminado
por un potente faro.
Los “platónicos de Cambridge” fueron muy activos en Cambridge en la época de
la guerra civil en Inglaterra e influyeron en científicos como Newton y Boyle. Fueron
parte de los fundadores de la Royal Society. Sin lugar a dudas, apelaron a la razón
como medio para resolver las disputas y la violencia de los tiempos en que les tocó
vivir. Podrían reclamar su lugar entre los fundadores de la Ilustración europea. El
hecho significativo, sin embargo, es que no apoyaban el punto de vista secular sobre la
razón, que impulsaba al materialismo de la Ilustración francesa del siglo XVIII. Por el
contrario, mantenían que la ciencia era posible sólo por la creencia en un orden en el
mundo físico en el que se podía confiar, pues un Creador racional lo había hecho así.
La Ciencia podía leer el Libro de la Naturaleza porque éste tenía un autor celestial, que
era la fuente última de las leyes de la naturaleza.

2. CIENCIA SIN RELIGIÓN

El éxito de la ciencia hizo olvidar muy fácilmente las suposiciones teístas que la
hicieron posible. Y esto tuvo su coste filosóficamente hablando, como ilustra la obra
de David Hume. Él enfatizó el papel de la experiencia en la construcción de una visión
científica del mundo, pero abandonó el marco teísta que le daba sentido y propósito.
Como resultado, ni la inducción, la generalización desde un tiempo o lugar a otro en
base a las instancias observadas, podía ya justificarse. Es tan sólo algo que, como seres
humanos, solemos hacer. Ya no se puede establecer un fundamento intelectual para la
ciencia.
El empirismo trata de evitar el problema enfatizando que el orden se descubre en
el mundo. La uniformidad de la naturaleza es el resultado del cuadro resultante de la
ciencia empírica, más que esa presuposición que hace posible la ciencia. Sin embargo,
el mismo Hume admitió honestamente que era una solución demasiado fácil. En
cualquier momento, sea cual sea la uniformidad y el orden que se presente, seguimos
encontrándonos con el problema de por qué eso debe ser representativo de la totalidad.
¿Por qué los descubrimientos futuros deben ajustarse al mismo patrón? ¿Cómo
podemos estar seguros de que todo el universo se comparta de forma tan regular como
la que observamos? Pese a todo lo que descubramos, siempre nos seguirá el fantasma
de que el futuro puede no ser como el pasado, lo que no hemos visto puede que no se
ajuste a lo visto, “allí” puede no ser como “aquí”. Sin una metafísica que gobierne
nuestras expectativas, estaremos tambaleándonos continuamente.
Dificultades análogas han acompañado siempre a los que desean depositar toda su
confianza filosófica en los resultados empíricos proporcionados por la ciencia. En el
siglo XX, cuando el positivismo lógico anunció que todos los problemas, que pudieran
formularse con sentido, eran resolubles por medio de la ciencia, produjo como
resultado el “principio de verificación”. Según éste, las afirmaciones obtienen su
significado por los métodos empíricos que permiten su verificación. Por definición, no
podemos entender lo que se dice si no sabemos cómo contrastarlo. Esto eliminó de un
plumazo todas las pretensiones metafísicas y teológicas. Este planteamiento tenía
muchas pegas, pero la más evidente era la de la posición del mismo principio de
verificación. ¿Dónde se situaban los que verificaban para poder tener esas
pretensiones?
Como todas las visiones globales sobre la ciencia, las personas que hacen esas
afirmaciones deben plantearlas desde más allá de la ciencia. Un científico no puede
pretender que la ciencia lo explica todo, puesto que ésta es una afirmación sobre la
ciencia. No puede hacerse desde dentro. Es una afirmación global, metafísica, no algo
que puede contrastarse experimentalmente. “Todo” siempre excederá, por definición,
la experiencia de todos nosotros. A. J. Ayer, una de las figuras centrales del
positivismo del siglo XX, sugirió que el principio de verificación podría tratarse como
un axioma, pero los axiomas no tienen que ser adoptados, así que todavía tenía que
explicar por qué ese axioma en particular era necesario, especialmente cuando ese
supuesto axioma eliminaba mucho de lo que los humanos consideran valioso. Las
afirmaciones morales y estéticas se encontraban en una posición tal difícil como
cualquier otra porción de la metafísica.
El propio Ayer se enfrentó a la cuestión de la “uniformidad de la naturaleza”
como base para la inducción en su clásica obra Language, Truth and Logic (primera
edición de 1936; segunda edición: Londres, Gollancz, 1946). En su interpretación, el
principio no tenía carácter metafísico con relación al orden inherente en el mundo
físico, sino que era una afirmación sobre la experiencia. Pensaba que se podría resumir
diciendo que “la experiencia pasada era una guía fiable para el futuro”. Como esto es
afirmar la inducción con otras palabras, él mismo señaló que no resolvía la cuestión.
Por lo tanto, su conclusión fue que no hay forma posible de solucionar el problema de
inducción. Siguió en esto los pasos de Hume, aunque fue más allá al decir que esta
cuestión no era un problema genuino. Afirmó que el problema de inducción “es un
problema ficticio, puesto que todos los problemas genuinos pueden ser resueltos, al
menos teóricamente” (p. 50 de la obra citada). Ya que las únicas soluciones genuinas
eran las empíricas, esto tampoco resolvía el tema, sino que planteaba otra gran
cuestión. Es fácil despreciar puntos de vista filosóficos sobre la relación entre la
realidad y la experiencia porque no son el resultado de la experiencia. Pero eso implica
que la experiencia es la única fuente del conocimiento, que es el centro de toda esta
cuestión. Es demasiado simple despreciar los problemas difíciles, tachándolos de
ficticios, sólo porque una respuesta adecuada exija recurrir a suposiciones que un
empirismo cegato no puede hacer.
Ayer continuó en su esfuerzo por proporcionar una razón para seguir confiando
en el método científico, aun careciendo de base filosófica para hacerlo. Es quizá la más
popular que se suele dar, a saber: “el éxito en la práctica”. Dijo que “tenemos derecho
a confiar en nuestro método mientras continúe haciendo bien el trabajo para el que fue
diseñado — a saber, permitirnos predecir la experiencia futura y controlar así nuestro
entorno” (en la misma obra anterior). Éste es el mismo argumento que utiliza el
pragmatismo, y muchos están satisfechos con él. La ciencia “funciona”. Ayer admitió
que no tenemos razón alguna para confiar en que continuará haciéndolo, salvo la
propia experiencia. No tenemos derecho a confiar en el mundo físico, más allá de una
esperanza injustificable en que las cosas continuarán como han estado funcionando
hasta ahora. Como nuestra base para la exploración de la naturaleza de las cosas,
parece, lamentablemente, insustancial. Hemos tenido éxito, así que, probablemente, lo
seguiremos teniendo. ¿Por qué debe ser así? ¿Cuál es el carácter del mundo físico que
nos permite adquirir, de esa forma, un conocimiento fiable? ¿Por qué estamos en un
mundo ordenado? La respuesta de Ayer fue decir que, dado que no tenemos una
respuesta disponible, o una respuesta que le fuera satisfactoria, debemos olvidarnos de
las preguntas o incluso pretender que no lo entendemos. No es sorprendente que las
generaciones posteriores hayan cuestionado el positivismo y que las dudas continúen
apareciendo una y otra vez.
Los empiristas como Ayer siempre han preferido empezar por el hecho de la
experiencia humana. Su filosofía es explícitamente antropocéntrica, y nunca puede
hacer suposiciones sobre el carácter de la realidad, que siempre se considera como algo
construido por los seres humanos por medio de su experiencia. Como consecuencia,
resulta imposible cualquier pretensión general que vaya más allá de la experiencia
humana. Sin embargo, un teísta puede hacer una gran variedad de suposiciones sobre
la naturaleza del mundo físico antes de comenzar una investigación empírica. Si Dios
creó el mundo, podemos suponer que su racionalidad se refleja en él. De hecho, esto
justifica nuestras expectativas de que tiene sentido hacer observaciones científicas y
experimentos. Podemos descubrir regularidades y generalizar a partir de ellas. Y no se
trata de tener una fe ciega, sino que se deriva de la misma naturaleza de Dios. El
teísmo puede apoyar y justificar las inducciones sobre la naturaleza del mundo físico.
Podemos confiar en su regularidad, orden y consistencia, de forma que podemos
justificadamente generalizar e ir de aquí hasta allí y de ahora a después. La naturaleza
del mundo físico no va a cambiar de forma arbitraria y significativa, puesto que nos
podemos fiar de Dios.

3. EL TEÍSMO Y EL MUNDO

Pese a los recios vientos del positivismo lógico y al predominante ateísmo de


mucha de la filosofía del siglo XX, se han podido oír algunas voces a lo largo de ese
siglo que señalaban la necesidad de una base más sustancial para la ciencia. Por
ejemplo, en 1934, M. B. Foster escribió un artículo decisivo que relacionaba el
cristianismo con el surgimiento de la ciencia moderna (“The Christian Doctrine of
Creation and the Rise of Modern Natural Science”, Mind, 43, pp. 446-468) y en el que
afirmaba, en la página 463, que “el método de la ciencia natural depende de las
presuposiciones que tengamos sobre la naturaleza, y estas presuposiciones dependen a
su vez de la doctrina sobre Dios". Las observaciones empíricas sólo se pueden hacer y
correlacionar suponiendo que son una muestra típica de cómo es realmente la realidad
física. Podemos mantener la creencia en la estabilidad y el orden natural sólo si
suponemos que este orden no es una ocurrencia local y al azar. El mundo ha sido
hecho así.
Unos veinte años después, un destacado físico, C. A. Coulson, (ver página 55 de
la obra Science and Christian Belief, Oxford University Press, 1955), escribió:

Toda esta búsqueda compartida de una verdad común, esa creencia


asumida de que los hechos se pueden correlacionar, es decir, de que
están relacionados unos con otros y cohesionados en un mismo
esquema: esa suposición que no se puede demostrar de que hay un
orden y una continuidad en la Naturaleza... todo es un legado de la
convicción religiosa.

Con otras palabras, la ciencia puede progresar porque absorbió en su infancia,


durante la era moderna teísta, un conjunto de suposiciones sobre la naturaleza del
mundo. Un mundo creado por Dios se podía considerar fiable, estructurado
racionalmente y unido de forma coherente. Todo esto se da por supuesto en la ciencia
contemporánea, hasta el punto de que parece obvio que así es como son las cosas.
Quizá, como señala el principio antrópico de la física, no existiríamos en ningún otro
tipo de mundo. Aunque eso no explica por qué existimos. Considéralo de esta forma:
está claro que las preguntas sobre la base de la ciencia están pisando, posiblemente, el
mismo terreno que las cuestiones religiosas.
Estas cuestiones no se han esfumado en la segunda mitad del siglo XX. Y la
ciencia también ha tenido sus retos. Uno de los más sorprendentes movimientos ha
sido de reacción contra la llamada visión “moderna” de la racionalidad, expresada por
medio de la ciencia. Como resultado, se le ha pedido a la ciencia que se justifique. El
mismo hecho de tener su origen en una visión teísta del mundo se ha utilizado como
argumento en contra de su concepción del mundo y de sus razonamientos. Richard
Rorty fue uno de los primeros en atacar la idea de que el mundo físico tenía una
naturaleza fija, que esperaba a ser comprendida por la racionalidad humana. En la
página 21 de Contingency, Irony and Solidarity, publicada en 1989 por Cambridge
University Press, escribió:
La misma idea de que el mundo y el ser tienen una naturaleza
intrínseca... es un remanente de la idea de que el mundo es una
creación divina, la obra de alguien que tenía algo en mente... Para
eliminar la idea de los lenguajes como representación y ser del todo
como Wittgenstein en nuestra aproximación al lenguaje, deberíamos
“desdivinizar" el mundo.

Esto es el posmodernismo, un punto de vista que cuestiona la idea que la


Ilustración tenía sobre la razón. De hecho, Rorty está en lo cierto cuando considera que
las raíces de esa cosmovisión están en la creencia de que el mundo fue el producto de
una mente divina. Fue hecho de una manera particular, y nosotros, formados a la
imagen del Creador, tenemos la capacidad para verlo así. Hay una realidad
estructurada, que tiene su propia naturaleza, independientemente de cómo la conciba
cada uno. Pese a ello, la razón humana tiene la capacidad, dada por Dios, de inquirir en
la naturaleza. No tiene sentido, por lo tanto, el escepticismo sobre la posibilidad del
conocimiento humano. Muchos en la era moderna, como Ayer y otros empiristas y
pragmáticos, han optado por ignorar esas raíces de la ciencia. Y si las han reconocido,
tan sólo ha sido para despreciarlas como algo intelectualmente irrelevante. Quizá
dieron ocasión al surgimiento de la ciencia, del mismo modo que el sucesor político de
la guerra civil en Inglaterra tuvo algo que ver con la constitución de la Royal Society
bajo Carlos II. Quizá podría ser una interesante nota histórica a pie de página, pero no
tiene nada que ver, y así se proclama, con el carácter interno de la ciencia.
Los posmodernos lo ven de otra forma. Tampoco ellos escriben desde un punto de
vista religioso. De hecho, eliminan las mismas bases del teísmo, pues la conclusión
habitual de lo que ellos afirman es que no puede haber una “gran historia”, ni
pretensión de una verdad global. El problema es que todas las bases racionales para la
ciencia han sido cuestionadas, por lo que ésta se reduce a una de tantas perspectivas, y
en principio no hay ninguna razón para que sea adoptada. La misma “Razón” se
convierte en algo enraizado en el tiempo y en el espacio. De hecho, es una criatura de
la Ilustración, ubicada históricamente y limitada a un contexto particular. La misma
ciencia puede definirse fácilmente como una simple “ciencia de Occidente”, una entre
las muchas posibles formas de mirar al mundo.
La posmodernidad se gloría en la diversidad y exalta el pluralismo. Típicamente,
presta poca atención a la naturaleza de la realidad. Como hemos visto en Rorty, la
misma idea de que existe algo así debe ser descartada. Ya no tenemos que pensar en
tratar de dar forma a creencias sobre entidades que poseen características fijadas y que
existen independientemente de la manera como las pensamos. Se ha demostrado que
ese “realismo” tiene sus raíces en la teología. De hecho, ésta es una cuestión que
reaparece regularmente desde Nietzsche, así que la misma idea de una verdad objetiva
queda descartada por tener origen teológico. Esta es una reacción demasiado extrema,
pues entonces no es posible hacer una distinción entre lo que es y lo que no es. Hasta
la diferencia entre ateísmo y teísmo no puede expresarse sin hacer referencia a la
diferencia entre si existe o no existe un Dios. Aunque sigue habiendo lugar para la
discusión sobre esta cuestión, no parece adecuado mantener que la misma posibilidad
de verdad objetiva dentro del ateísmo demuestra que debe existir un Dios como base
para la distinción entre lo verdadero y lo falso.
Sin embargo, hay otros, como Rorty, que, al asociar tan fuertemente la idea de un
mundo objetivo y estructurado con un origen teológico, están dispuestos a obviar
cualquier distinción entre lo verdadero y lo falso, entre hecho o ficción. Todo se
convierte en una cuestión de “historia” o “narrativa”, ubicada en la historia y ligada al
contexto. Se descarta la pretendida universalidad de la razón, pues es una creencia que
surge en el contexto de la Ilustración en Europa. La diferencia y la variedad se exaltan
a expensas de la creencia en cualquier verdad “totalizadora” (incluso totalitaria), que
sea la misma para todos y en todo lugar. De hecho, se desplaza deliberadamente
nuestra atención del objeto de estudio o del contenido de nuestras creencias. Rorty
mantiene que el lenguaje no debería considerarse como representación. No trata
“sobre” nada, ni mucho menos es como un espejo de un mundo que existe
independientemente. Sus referencias al último Wittgenstein muestran su afán por
considerar cómo se usa el lenguaje en diferentes contextos y no la forma en que
etiqueta las “cosas”. Como resultado, se concentra en el hecho de las diferentes
prácticas humanas o enfatiza el hecho de que las personas tienen creencias que
conforman su forma de vida. La religión se considera como una práctica social que
debe ser juzgada en sus propios términos, de forma que permanece aislada y a salvo de
las críticas o los ataques de otras creencias diferentes. De forma similar, la ciencia ya
no puede considerarse como un cuerpo de conocimiento sobre el mundo, construido
con cuidado y acumulado durante generaciones. La ciencia es lo que hacen los
científicos. No es, pues, sorprendente que, según algunos sociólogos de la ciencia, las
actividades de los científicos puedan ser objeto de estudio, como lo son las prácticas de
remotas tribus. De hecho, como cada vez hay menos tribus tan primitivas que no hayan
sido alcanzadas por la vida moderna (o fuera del alcance de la televisión por satélite),
sociólogos y antropólogos quizá descubran que los científicos pueden ser un objeto de
estudio más sencillo para sus teorías.

4. POSMODERNIDAD Y RELATIVISMO

En algunas ocasiones, los teóricos de la religión pueden sentirse seducidos por la


posmodernidad. Utilizan una crítica postmoderna a la modernidad para atacar
cualquier idea de verdad objetiva o racionalidad universal. Consideran que estas ideas
son productos de la Ilustración, usadas a menudo para legitimar la ciencia a expensas
de la religión. Parece bueno negar a la ciencia toda posibilidad de desbancar a la
religión pretendiendo tener el monopolio de la verdad. Si nada puede ser
objetivamente cierto, entonces la ciencia no está en mejor posición que cualquier
religión. Para citar a una autora de estudios religiosos, Ursula King (ver la página 371
del número 70 de la revista Journal of the American Academy of Religion, 2002,
dentro del trabajo titulado “Is There a Future for Religious Studies as We know it?
Some Post-modern, Feminist and Spiritual Challenges”), la posmodernidad no sólo
liberó la autonomía del sujeto, sino que también “minó las falsas pretensiones de
objetividad desinteresada”. Con otras palabras, ya no podemos aspirar a una
racionalidad que pretenda ser aplicable a todos. No podemos reclamar una verdad
objetiva, aunque es interesante notar que en la misma frase la autora afirma que tales
pretensiones son (objetivamente) falsas.
Se pretende que no podemos sustraernos lo suficiente de nuestro contexto cultural
para hablar de lo que es verdad, por oposición a lo que estamos condicionados a pensar
como resultado de nuestro género o situación social. Esas pretensiones de verdad
simplemente reflejan, de forma particular, las estructuras patriarcales de la sociedad,
con las que se persiguen los intereses masculinos. La misma escritora continúa
diciendo que “ese punto de vista ha dado paso hoy a otro constructivista en el que la
certeza del conocimiento se sustituye por un proceso continuo de interpretación”.
Como resultado, no hay posiciones finales y definitivas. En su lugar, afirma: “todo está
abierto a revisión, a desarrollarse y cambiar dinámicamente”. En un sentido, esto
podría ser perfectamente aceptable. Los que ven la razón como una lucecita y no como
un foco potente, comprenden demasiado bien que lo que se considera como
conocimiento humano es provisional y tentativo. La ciencia tiende a olvidar esto, en su
contra suyo, pues el genuino progreso implica a menudo la reevaluación de teorías
aparentemente bien establecidas. En religión, la comparación entre la naturaleza finita
de la mente humana y la infinita naturaleza de Dios siempre nos debe producir una
auténtica humildad. Una cosa es enfatizar la naturaleza parcial y tentativa de todo
conocimiento humano, y otra, muy distinta, eliminar cualquier posibilidad de
conocimiento. Llegados a este punto, entramos en las cenagosas aguas del relativismo.
Tanto la religión como la ciencia parecen estar constituidas por simples prácticas y no
caracterizadas por la creencia en un mundo que existe independientemente. No son
como cosas que podamos decir que son verdad o mentira, ni tampoco requieren ningún
tipo de justificación o base. Tampoco puede pretenderse que tengan raíces comunes o
algo en común. No hay nada con lo que puedan ser calibradas. El “mundo”, visto
desde la perspectiva de una de ellas, no tiene nada en común con el de la otra. De
hecho, no sería exagerado decir, según este punto de vista, que las personas religiosas
y los científicos viven en mundos diferentes. Debería ser embarazoso para este punto
de vista que una misma persona se considere científica y religiosa, pero siempre podría
decirse que ese tipo de personas está siempre cambiando de prácticas y perspectivas.
No hay contradicción en que un jugador de criquet juegue también al golf. Podemos
percibir diferentes aspectos del mismo cuadro. Puede verse de formas diferentes, pero
no hay respuesta a la pregunta de qué es realmente.
En este caso, por supuesto, un dibujo ambiguo puede proporcionar un punto de
referencia común. El verdadero relativista lo verá todo como constitutivo de la práctica
o cuerpo de creencia en cuestión. No hay nada que pueda acordarse como punto de
partida común. No hay un “mundo” que espera ser interpretado. La interpretación y el
“objeto” de la interpretación no se pueden separar. El posmoderno no permitirá
ninguna idea sobre un mundo sin interpretar. Como consecuencia, toda referencia a la
realidad debe verse como construcción, o proyección, de aquellos que están en
contextos sociales particulares en una época en concreto. La verdad nunca puede ser
objetiva o pretender ser universal. Está vinculada a las creencias que los grupos de
personas tienen en momentos determinados. Puesto que, por definición, no hay nada
más allá de esas creencias por lo que puedan contrastarse, el simple hecho de que se
creen es garantía suficiente de su veracidad. El acuerdo y lo convenido constituyen la
verdad.
Sin embargo, desde un punto de vista tradicional, es una verdad extraña, puesto
que las creencias sólo pueden ser “ciertas” para aquellos que las creen. En otras
palabras, hablar de la verdad de una creencia es otra forma de decir que alguien cree en
ella. No se trata de dar razones de por qué debe creerse o de cómo justificarla ante
otros. La norma para creer es el acuerdo colectivo del grupo social al que uno
pertenece. La única razón para hacer ciencia es que los científicos están de acuerdo
sobre el carácter y los métodos de su práctica. Sigue siendo útil la analogía del juego.
El criquet se define, en última instancia, por el acuerdo colectivo de los que están
jugando sobre qué reglas seguir. No hay una justificación cósmica del juego. Hasta el
más ardiente defensor del criquet dudaría en proponer que el carácter del juego
corresponde a algún aspecto profundo de la realidad o que se pueda justificar el juego
porque las creencias particulares subyacentes son ciertas.
El gran problema que surge cuando se ha adoptado una visión “constructivista” y
el “cambio dinámico” se convierte en la norma, es la pregunta de por qué alguien debe
cambiar su punto de vista o reinterpretar su posición. Si todo es interpretación, una
interpretación es tan buena (o tan mala) como cualquier otra. No hay nada por lo que
pueda ser juzgada, ni, de hecho, ninguna razón para juzgarla. Todos estamos inmersos
en los prejuicios y presuposiciones de una sociedad particular. Nada puede ser verdad,
ni nada mentira. La explotación de las mujeres por los hombres puede ser un aspecto
de una sociedad en particular, o incluso de todas las sociedades, pero sería absurdo
elevar una protesta racional o intentar describir la situación desapasionadamente.
Incluso el estudio académico de las diferencias sociales debe desaparecer, pues
presupone que los académicos pueden distanciarse de su propio medio lo suficiente
como para juzgar desapasionadamente y sin prejuicios el funcionamiento de la
sociedad. La sociología de la ciencia se convierte en un ejercicio contradictorio. O se
considera la ciencia una búsqueda racional del conocimiento de la verdad o no. Si no
puede serlo, el sociólogo no puede pretender ser capaz de realizar lo que no puede
hacer un científico, a saber: investigar una realidad que existe independientemente. Si
los físicos están limitados por los prejuicios de su sociedad y no pueden referirse a
cómo es la realidad, tampoco puede el sociólogo. Éste no puede hablar sobre una
realidad social sin aceptar a su vez que el físico también pueda hacerlo sobre la
realidad física.
La posmodernidad no puede eludir la acusación del relativismo y, ya desde los
tiempos de Platón, los relativistas han sido acusados de incoherencia. Todos los
argumentos y las afirmaciones deben presuponer la idea de verdad, pues de otra forma
no podrían distinguir entre lo que sí es y lo que no es. Y esto también se aplica a las
afirmaciones “de segundo orden” que se hacen sobre la situación de otras afirmaciones
y creencias. Decir que la verdad no es objetiva, sino relativa al creyente, es también
una afirmación que pretende ser cierta. A menos que quiera ser una verdad objetiva,
que exige una aceptación universal, no puede tener impacto y se reduciría a una simple
nota autobiográfica o etnocéntrica. La observación citada anteriormente sobre “las
falsas pretensiones de objetividad desinteresada” es típica. Defiende el relativismo y al
mismo tiempo lo niega. La afirmación únicamente es válida si se mantiene que tales
pretensiones son objetivamente falsas (para alguien). Sólo merece respeto si tiene
intención de ser una observación “desinteresada”, en el sentido de opuesta a la
dogmática pretensión del prejuicio invencible. Todos los relativistas se enfrentan
eventualmente a una situación incómoda, pues deben afirmar, implícita o
explícitamente, que es una verdad objetiva el hecho de que no hay tal cosa como la
verdad objetiva.

5. UNA BASE PARA LA CIENCIA

Además de la cuestión de la incoherencia interna, el relativismo en sus formas


contemporáneas elimina toda posibilidad de proporcionar una base intelectual para la
ciencia. Principalmente, porque prohíbe cualquier referencia a una realidad que existe
independientemente de cómo la juzgamos o la interpretamos. Cualquier idea de un
mundo objetivo, con sus características propias, debe descartarse, y con lo único que
nos quedamos es con un flujo continuo de opiniones y creencias. Pero, puesto que ya
no se centran en nada externo a ellas, no hay forma de justificarlas. No se puede decir
que unas sean mejores que otras. Cualquier opinión científica es tan buena como otra,
y cualquier práctica puede ser tan buena como la “ciencia” de occidente. No parece
que valga la pena hacer ciencia y no hay forma de defenderla contra sus detractores.
Podría decirse que simplemente está ahí, como un “hecho social”, excepto que ningún
posmoderno puede hablar de hechos sociales, de forma consistente, aparte de
interpretaciones particulares. En este clima intelectual, la ciencia no puede sobrevivir
mucho tiempo como práctica continuada. Y puesto que se le niegan los recursos
racionales para defenderse o justificarse, va a encontrarse cada vez más en una
posición poco segura. Estará a merced de los variables vientos de la arbitraria moda.
Otro aspecto del relativismo, y de todos los puntos de vista similares, que
enfatizan identidades separadas de las diferentes prácticas y formas de vida, es que
resulta imposible comparar los distintos puntos de vista. Cada conjunto tiene sus
propios standards internos pero carecen, por definición, de un punto de referencia
externo. Esto cobra particular importancia cuando tratamos de la relación entre ciencia
y fe. Cada una establece sus propios criterios y, así como la ciencia no puede ser
juzgada según las exigencias de la fe religiosa, tampoco ésta necesita ajustarse a los
standards de las ciencias físicas. Siempre ha sido problemático establecer lo que se
considera la práctica. ¿Debemos considerar la física o la ciencia en general?
¿Deberíamos hablar de religión en general o de cristianismo más específicamente? De
hecho, la cuestión de la relación entre las ciencias se hace problemática si no podemos
entenderlas como conectadas con una misma realidad y, como consecuencia, debiendo
contar una historia consistente sobre esa realidad. La relación entre las diferentes
religiones también es una cuestión crucial, y el relativismo se convierte en una opción
particularmente atractiva para aquellos que no aceptan que una pueda ser más válida
que otras.
Más allá de estas cuestiones, está, sin embargo, la de mantener separadas ciencia
y religión, de manera que cada una debe ser entendida según sus propios criterios y no
puede influir en la otra. Esto puede ser un programa explícitamente relativista, pero no
necesariamente. De hecho, hace más de una generación que C. A. Coulson importó de
la física cuántica la idea de “complementariedad” para describir lo que él consideró
que era la relación. Contó cómo Niels Bohr aplicó esta noción ampliamente, más allá
de su contexto original de la física, que consideraba como fenómenos cuánticos tanto
las ondas como partículas. Afirmó que muchas luchas intelectuales podrían ser
consideradas como ejemplos de este tipo de dualidad. El uso que Bohr hizo de la idea
de complementariedad implicaba la utilización de imágenes que eran incompatibles
entre sí, pero que parecían aportar algo que era cierto. El único problema es que no
pueden combinarse. Como dice Coulson en esa situación, las dos son correctas, pero
sin contacto entre ellas. Es fácil ver cómo ese análisis podría aplicarse a los debates
entre ciencia y religión. Cada una trata cuestiones diferentes y, por lo tanto, nunca está
en posición de contradecir a la otra. Para decirlo de una forma sencilla, podríamos
considerar que la ciencia dice “cómo” y la religión “por qué” ocurren los sucesos
físicos.
Siempre existe la tentación. Es muy probable que los discípulos de Wittgenstein
hablen de la religión y de la ciencia como formas diferentes de vida y, muy
recientemente Stephen Jay Gould argumentaba que la ciencia y la religión constituyen
lo que llamó “magisterios que no se solapan” (ver página 58 de su obra Rocks of Ages,
editada por Ballantine, New York, en 1999). Insistió en que “son lógicamente
diferentes y tienen formas de inquirir completamente separadas”. Ampliando esta
cuestión, dijo: “La red, o el magisterio, de la ciencia cubre el ámbito de lo empírico: de
qué está hecho el universo (hecho) y por qué funciona así (teoría). El magisterio de la
religión abarca las cuestiones de sentido último y valor moral. Estos magisterios no se
solapan” (obra citada, página 6). Esa descripción puede ser atractiva para los que
desean aparecer como tolerantes hacia la religión, aunque sin permitir que afecte
realmente a nada. Se ajusta a la tradicional separación entre Iglesia y Estado en los
Estados Unidos, con lo que la religión se relega a la esfera privada y la ciencia puede
dominar el terreno público. También puede ajustarse a una agenda positivista, ya
pasada de moda, que considera los hechos como territorio de la ciencia. Los valores
“subjetivos” se dejan en terreno de la religión.
El problema con esta postura es que se convierte en relativista (o incluso en
subjetivista) o da el lugar de honor a la ciencia. Las explicaciones “reales” se
consideran las científicas y se confina la religión a las actitudes personales. La ciencia
trata de la verdad y a la religión se la deja reflexionar sobre el “sentido”. Quizá éste
parece tener importancia, pero demasiado a menudo lo que se pretende es que la
ciencia tenga el monopolio de la investigación de la naturaleza de la realidad y que la
religión se quede con las decisiones individuales sobre cómo ver la vida. La ciencia no
necesita, pues, ni imaginar que pueda tener conflictos con la religión, ya que por
definición ocupa las tierras altas y tener así la última palabra sobre la naturaleza del
mundo. La religión debe conformarse con lo que quede (que, de hecho, no es mucho).
Así, un aparente relativismo, con énfasis en los diferentes tipos de criterios adecuados
para las diversas áreas, puede llegar a convertirse en algo parecido a un trasnochado
materialismo, que enfatiza el papel del método científico para definir la naturaleza de
la realidad. A menos que nos demos por satisfechos con la incipiente y anárquica
epistemología impulsada por la posmodernidad, siempre tendremos la tentación de
enfatizar las diferencias entre las formas de pensar científica y religiosa, de manera
que, en última instancia, se degrada la religión.
El relativismo y las otras formas de materialismo contemporáneo parecen ser las
opciones principales para los que desean que tengan sentido las relaciones entre la
ciencia y la religión. Frente a los que asumen, sin más, que la ciencia puede explicarlo
todo, no sorprende que algunos de los posibles defensores de la religión se retiren al
posmodernismo. Éste puede evitar que la ciencia pretenda tener la verdad a expensas
de la religión, pero sólo destruyendo cualquier idea de verdad objetiva. Sin poder
reclamar ser verdad, cualquier religión se autoelimina. Pero también la ciencia se
enfrenta a un serio problema. Obviamente, cualquier ciencia a la que se le impida
hacer afirmaciones sobre la realidad ya no puede justificarse y pasa a ser tan sólo una
práctica social entre otras muchas.
Sin embargo, a menudo no se percibe que una visión “materialista” de la ciencia
como única fuente de conocimiento también se enfrenta a las mismas críticas. ¿Cómo
puede ser la ciencia una práctica justificable? Es una pregunta filosófica que requiere
una respuesta también filosófica, e incluso metafísica, que trasciende la ciencia
colocándola en un contexto más amplio. No es suficiente recibir una respuesta
científica a estas cuestiones sobre la legitimidad de la ciencia. ¿Por qué es capaz la
ciencia humana, el vehículo de la razón humana, de desvelar los secretos del universo?
Apelar a la evolución como la fuente de nuestras capacidades mentales, diciendo que
no podríamos haber sobrevivido ni florecido sin ellas, hace que intervenga una teoría
científica. Pero se está cuestionando el estatus de todas las teorías científicas (y una de
ellas es la de la evolución por medio de la selección natural). Lo que está en juego es la
capacidad de la racionalidad humana para reconocer y comprender el funcionamiento
del mundo físico. Nuestra capacidad para concebir la evolución está tan cuestionada
como cualquier otra.
Hemos recorrido, pues, todo el círculo hasta las suposiciones hechas por muchos
de los fundadores de la ciencia moderna en el siglo XVII. No eran relativistas, ni
materialistas y creían que sus intentos por explicar el funcionamiento del mundo
material descansaban en la regularidad y el orden dado al mundo por su Creador, que
les había dado también la débil, pero adecuada, luz de la razón. Para ellos, la
racionalidad no era una construcción humana, sino un don dado por Dios. Y como tal
no debe sorprendernos que proporcionara los medios para estimar inteligible el mundo
creado. El subsiguiente éxito de la ciencia permitió a muchos olvidar las fuentes
intelectuales de donde surgió. Pero, con ello, toda la ciencia quedó en una posición
vulnerable. A menos que se acepte ciegamente y se considere por definición la única
fuente de verdad (como hicieron los positivistas), parece que no ha habido forma de
darle legitimidad.
El éxito empírico de la ciencia llevó a muchos a despreciar la metafísica en
general, y la teología en particular. Como consecuencia, desapareció la base de la
ciencia y cualquier medio para defenderla. Las doctrinas cristianas proveyeron un
terreno fértil para el crecimiento de la ciencia. Muchos posmodernos, siguiendo a
pensadores como Nietzsche, han llegado a la conclusión de que, sin el cristianismo,
cualquier noción de verdad objetiva debe ser descartada. Quizá un argumento
alternativo sea que la idea de verdad es una de varias nociones cruciales para el éxito
de la ciencia empírica, derivadas todas ellas de la doctrina cristiana. Más que en
retirada ante el avance triunfal de la ciencia, puede que la doctrina cristiana sea
indispensable para ese avance. Ciertamente, sin la idea de una creación ordenada y de
una racionalidad dada por Dios, es difícil ver cómo la ciencia puede ser provista del
fundamento metafísico que tan claramente necesita.

Nota: Este capítulo fue publicado originalmente como “A Christian Basis for Science”
en la revista Science and Christian Belief, 15 (2003), pp. 3-15.
3
Bases bíblicas para la tarea científica

Ernest Lucas

En el siglo XX, algunos historiadores de la ciencia se plantearon la siguiente


pregunta: ¿Por qué surgió la ciencia moderna en Europa en la baja Edad Media y no en
otra cultura y época? Después de todo, algunos de los grandes avances en áreas
particulares de la ciencia y la tecnología se han producido en diferentes culturas y en
diversas épocas. La conclusión a la que llegaron fue que, en parte, esto se debió a la
cosmovisión cristiana que dominaba la Europa de la época. Esa cosmovisión tenía sus
raíces en la Biblia.

1. LA “TESIS DEL CONFLICTO”

La conclusión alcanzada sorprendía al tener en cuenta la “tesis del conflicto”


surgida en las últimas décadas del siglo XIX. En Gran Bretaña, esa tesis fue promovida
por Thomas Huxley y algunos compañeros (ver el artículo de C. A. Russell “The
Conflict Metaphor and its Social Origins”, en Science and Christian Belief 1(1988),
pp. 3-26). Fue popularizada por medio de dos libros de gran influencia: History of the
Conflict between Religion and Science (J. W. Draper, London, 1875) y A History of the
Warfare of Science and Theology in Christendom (A. D. White, New York, 1896). La
“tesis” era que la historia de la relación entre la ciencia y la religión había sido,
esencialmente, la historia de un conflicto desde los primeros siglos del cristianismo.
Por supuesto, los proponentes de la “tesis del conflicto” también tenían que explicar el
hecho de que la ciencia moderna surgiera dentro del cristianismo. Una forma de
hacerlo fue decir que la ciencia surgió cuando la sabiduría griega redescubierta en el
Renacimiento pudo liberar el pensamiento de las garras de la teología. La explicación
hace “rechinar” los oídos de cualquiera que haya leído algo de los escritos de los
primeros científicos modernos, pues algunos de ellos arremetieron con mucha
animosidad contra “el filósofo” y sus seguidores. La persona que tenían en mente era
el filósofo griego Aristóteles. Sus enseñanzas, al menos tal como se impartían en los
centros del saber de la época, eran consideradas por estos pioneros de la ciencia
moderna como grandes obstáculos para el avance de la ciencia. Robert Boyle se
quejaba de que “en los dos mil años, más o menos, transcurridos desde Aristóteles, los
adoradores de su física, al menos en virtud de sus principios peculiares, parece que se
han limitado a pelearse entre sí”.
2. LA DESAPARICIÓN DE LA "TESIS DEL CONFLICTO”

Ya en 1883, Ernst Mach advirtió del peligro de enfatizar “el conflicto entre
ciencia y teología”. Desde su punto de vista, ese tema era muy engañoso, pues muchas
de las concepciones que dominaron por completo la física moderna surgieron,
realmente, bajo la influencia de ideas teológicas. En ese tiempo, su voz fue como la del
que clama en el desierto. Hasta 1926, no se escuchó otra voz más influyente. El
filósofo A. N. Whitehead, en su obra Science and the Modern World (Cambridge,
Cambridge University Press, 1930), defendió la importancia de las creencias cristianas
en el desarrollo de la física de Newton. A mediados de los años 30, el mismo caso fue
argumentado con detalle en dos lúcidos artículos de Michael Foster (“The Christian
Doctrine of Creation and the Rise of Modern Natural Science” en Mind, vol. 43, pp.
446-468 (1934) y “Christian Theology and the Modern Science of Nature” en Mind,
vol. 45, pp. 1-28 (1936)), más de una década antes de que comenzaran a recibir la
atención que merecían. Mientras tanto, E. Zilsel publicó un importante artículo en el
que demostraba que el concepto de ley física “era virtualmente desconocido en la
Antigüedad y en la Edad Media, y que no surgió hasta mediados del siglo XVII” (“The
Genesis of the Concept of Physical Law” en Philosophical Review, 51, p. 245 y ss.,
1942). Demostró que, cuando surgió, en la época de Descartes, Hooke, Boyle y
Newton, una de las principales raíces del concepto fue la enseñanza del Antiguo
Testamento sobre el Dios creador, que había dado leyes morales a su pueblo y que
también había establecido sus leyes en el mundo físico. Al tratar la cuestión de por qué
esta raíz no “floreció” hasta el siglo XVII, Zilsel sugirió como factor significativo uno
sociopolítico: el surgimiento de “un Estado con leyes racionales establecidas y un
poder central desarrollado”. F. Oakley demostró la debilidad de esta segunda parte de
la tesis de Zilsel (“Christian Theology and the Newtonian Science: The Rise of the
Concept of the Laws of Nature” en Church History, 30, pp. 433-457, 1961),
argumentando que lo que permitió que la raíz bíblica comenzara a florecer fue la
liberación, por parte de la teología cristiana, de las garras de la filosofía de Aristóteles,
tras la condena sufrida por un listado de proposiciones filosóficas, que fueron
declaradas contrarias a la fe cristiana en 1277. La condena fue formalmente publicada
por Etienne Tempier, obispo de París, y por Robert Kilwardby, arzobispo de
Canterbury. Esto marcó el comienzo de una reacción teológica que enfatizó la libertad
y omnipotencia del Dios creador y trascendente de las Escrituras judeocristianas.
Oakley describe cómo esto condujo, en primer lugar, al concepto de leyes naturales, en
el sentido moral, como algo impuesto a la creación desde fuera por Dios. A
continuación, con el impulso de algunos textos bíblicos, surgió el concepto de leyes
naturales físicas. Más aún, este concepto apareció en el contexto de la creencia de la
libertad de Dios para imponer cualquier estado que quisiera. Por lo tanto, era necesario
estudiar el mundo creado para descubrir qué leyes habían sido las impuestas en él. En
1945, R. G. Collingwood subrayó la importancia de las creencias cristianas para el
desarrollo de la ciencia moderna. En otro artículo, escribió: “Las presuposiciones que
van a constituir esta “Fe católica”, y que han sido preservadas durante muchos siglos
por las instituciones religiosas de la cristiandad, han sido, y esto es un hecho histórico,
las presuposiciones fundamentales o principales de la ciencia natural desde entonces”
(ver Idea of Nature y An Essay on Metaphysics publicados por Oxford University
Press, en 1945 y 1947, respectivamente).
Continuando las investigaciones, C. A. Russell pudo desmontar las posiciones
defendidas por los defensores de la “tesis del conflicto” y argumentar que la evidencia
ha demostrado “que la ciencia surgió en Occidente, no cuando la teología cristiana
estaba sometida al racionalismo griego, sino cuando las griegas y otras ideas
“paganas” de la naturaleza se vieron inadecuadas por los nuevos aires de
concienciación bíblica aportados por la Reforma” (ver Cross-Currents: lnteractions
between Science and Faith, p. 55, publicado en Leicester por IVP en 1985). En los
años 30, los historiadores ya tomaron nota del hecho de que los protestantes, y los
puritanos en particular, estaban representados entre los científicos del siglo XVII en
una proporción mucho mayor que la que les correspondía por su presencia en la
[6]
sociedad. Se han presentado diferentes hipótesis para tratar de explicar el hecho. La
más reciente, de P. Harrison, argumenta que la explicación se encuentra en la
aproximación a la interpretación de la Biblia que hacían los reformadores protestantes.
Rechazaban la alegorización de los textos (un método prestado de los eruditos griegos
precristianos), que era común en la época medieval, e insistían en la prioridad del
“sentido natural”, así como en la importancia del significado gramatical del texto en su
contexto histórico. La alegorización medieval de los textos animó a la alegorización de
la naturaleza. Los animales y las plantas eran considerados principalmente como
símbolos de verdades morales y espirituales. Harrison argumenta que el énfasis
protestante en el sentido “literal” de los textos conduce a una aproximación nueva y no
simbólica a la naturaleza. “Como consecuencia inevitable de esta forma de leer los
textos, la naturaleza iba a perder su significado, y el vacío creado por esta pérdida de
sentido sería gradualmente ocupado por relatos alternativos del significado de las cosas
naturales — explicaciones que nosotros consideramos científicas” (ver The Bible,
Protestantism and the Rise of Natural Science, p. 114, publicado por Cambridge
University Press en 1998).

3. LAS PRESUPOSICIONES DE LA CIENCIA MODERNA

Las “presuposiciones” a las que se refería Collingwood son más amplias que el
concepto de ley natural. R. Trigg las resume, cuando habla de los fundadores de la
ciencia moderna en el siglo XVII, diciendo: “creían que sus intentos de explicar el
funcionamiento del mundo material descansaban en su capacidad para comprender las
regularidades y el orden dado al mundo por un Creador, que también les había
concedido, la tenue, pero adecuada, luz de la razón”.
Se ha llegado, pues, a un punto en el que los historiadores de la ciencia reconocen
que un conjunto de creencias cristianas desempeñó un papel significativo en el
surgimiento de la ciencia moderna. Estas creencias pueden resumirse como sigue:
1. Una visión teísta de la relación entre Dios y el mundo, según la cual
Dios existe por sí mismo y es la única fuente de todo lo existente fuera de él.
El mundo, por lo tanto, depende de Dios para su existencia.
2. La creencia de que la creación es un cosmos ordenado, con Dios como
origen y fiel sustentador de ese orden.
3. La creencia de que los humanos son creados a imagen y semejanza de
Dios y, por lo tanto, capaces, al menos en cierta medida, de reconocer y
entender el orden inherente en el mundo.
4. Como Creador soberano, Dios tenía libertad para crear cualquier tipo de
mundo según su voluntad; es, por lo tanto, necesario investigarlo para
determinar qué tipo de mundo es realmente.
5. El mandato de ejercer dominio y gobernar el mundo dado a la
humanidad por Dios (Génesis 1:26-30) otorga al ser humano la
responsabilidad de comprender el mundo y sus criaturas para poder cumplir
adecuadamente el mandamiento. Además, puesto que ahora es un mundo
caído, los seres humanos deben cumplir su parte en la búsqueda para mejorar
y superar los efectos de la caída.

Las siguientes citas tomadas de los escritos de algunos de los primeros científicos
modernos nos dan una idea de cómo esas creencias influyeron en su pensamiento:

“Me empezó a preocupar que los filósofos... no hubieran descubierto


un esquema seguro para explicar los movimientos de la maquinaria del
mundo, que había sido construido para nosotros por el mejor y más
ordenado de los artesanos” (N. Copérnico, en el prólogo de De
revolutionibus orbium coelestium, 1543].

“Copiamos el pecado de nuestros primeros padres... Querían ser como


Dios, pero su descendencia quiso ser todavía mayor. Creamos mundos,
dirigimos y dominamos la naturaleza, creemos que todas las cosas son
como, en nuestra locura, pensamos que deberían ser, sin ajustarse a la
sabiduría divina ni considerando cómo son en realidad... imprimimos
nuestra propia imagen en las criaturas y las obras de Dios, en lugar de
examinarlas cuidadosamente y reconocer en ellas el sello del Creador”
(F. Bacon en The Advancement of Learning, 1605, libro 1).
“La Geometría existió desde antes de la creación, es coeterna con
Dios, es Dios mismo (pues, ¿qué existe en Dios que no sea el mismo
Dios?). La Geometría le dio a Dios un modelo para la creación y fue
implantada en el hombre, junto con la semejanza a Dios — no llegó a
su mente entrando por sus ojos”. (J. Kepler, en Harmonice mundi,
1618, libro 4, capítulo l).

“Por la caída, el hombre cayó simultáneamente de su estado de


inocencia y de su dominio sobre la naturaleza. Sin embargo, estas dos
pérdidas pueden ser reparadas parcialmente, incluso en esta vida, la
primera por la religión y la fe, y la segunda por las artes y las
ciencias” (F. Bacon, en Novum organum scientiorum, 1620, libro 2,
aforismo 52).

“El Universo fue enmarcado por Dios, que estableció las leyes del
movimiento y lo mantuvo todo perpetuamente por su providencia
general. La misma filosofía enseña que los fenómenos del mundo se
producen físicamente por las propiedades mecánicas de las partes de la
materia, y pueden operar unas sobre otras según las leyes mecánicas”
(R. Boyle, en The Excellency and Grounds of the Mechanical
Hypothesis, 1674, introducción).

La mayoría de los primeros científicos modernos no eran eruditos en la Biblia


que, en esa época, se leía en una forma que ahora llamamos “precrítica”, sin usar las
aproximaciones analíticas que se han desarrollado en los dos últimos siglos. Vale la
pena, pues, reexaminar las bases bíblicas de las presuposiciones presentadas
anteriormente para ver si hay diferencias al considerar una aproximación “crítica”.

4. LA RELACIÓN ENTRE DIOS Y EL MUNDO

La doctrina de la creatio ex nihilo fue desarrollada por los primeros teólogos


cristianos como una forma de distinguir el teísmo de otras dos cosmovisiones que eran
comunes en la época del cristianismo primitivo: el panteísmo y el dualismo. La
filosofía estoica, muy popular en el mundo grecoromano era panteísta en su
cosmovisión. El panteísmo identifica a Dios con el mundo. Dios puede ser considerado
como el “alma” del mundo y/o como el “principio racional” que le da su estructura.
Según esta visión, Dios es inmanente, pero no trasciende al mundo. Dios y el mundo
son interdependientes y uno no puede existir sin el otro. Esto fue considerado
incompatible con la imagen bíblica de la relación entre Dios y el mundo, y la doctrina
de la creatio ex nihilo la combatió afirmando que Dios dio origen al mundo y que, si
bien Dios puede existir sin el mundo, sin la acción creadora y sustentadora de Dios el
mundo no podría existir.
El dualismo es una cosmovisión que afirma que hay dos entidades que existen
eternamente y que se oponen mutuamente. Una de sus formas extremas es el
zoroastrismo, con su creencia en un dios bueno y otro malo, eternamente en guerra
entre ellos. Durante eones de tiempo, uno de ellos domina. Al final de cada ciclo, se
destruye el mundo en una gran conflagración y surge otro nuevo. Una variante del
dualismo formaba parte del neoplatonismo, que fue popular en los primeros siglos del
cristianismo. Enseñaba un dualismo de mente-espíritu y cuerpo-materia. El Dios
verdadero era un puro espíritu y el reino del espíritu se consideraba el de la perfección
inmutable. La materia, como Dios, es eterna, pero el reino de la materia es el del
cambio y la imperfección. Dios no puede tener un contacto directo con la materia, así
que el dios creador fue considerado como un ser inferior que dio forma a la materia
para constituir el mundo imperfecto en el que vivimos. También esta visión fue
considerada incompatible con la imagen bíblica de la relación entre Dios y el mundo, y
la doctrina de la creatio ex nihilo la combatió afirmando que la materia no es una
entidad con existencia propia y eterna, sino que debe su existencia a Dios.
Es importante reconocer que la doctrina de la creatio ex nihilo fue siempre, y en
primer lugar, una afirmación sobre la relación ontológica entre Dios y el mundo.
Afirma que el mundo existe sólo porque Dios le dio la existencia y lo mantiene. No
especifica cómo o cuándo creó Dios el mundo. Es compatible tanto con la cosmología
de “creación continua” propuesta por Sir Fred Hoyle y otros en los años 50, como con
la cosmología del “Big Bang” que la sustituyó. No hay nada en la doctrina teológica
que requiera una fecha de origen para el mundo creado por Dios, desde el punto de
vista de los que lo habitan. Por esta razón, el comentario de Stephen Hawking de que,
puesto que su versión de la cosmología del “Big Bang” imposibilita “fechar” un
origen, ya no hay lugar para un Dios creador (ver A Brief History of Time, London,
Bantam, 1988, p. 141) es una mala interpretación de la doctrina de la creatio ex nihilo.
Hay tres textos bíblicos a los que tradicionalmente se ha apelado a favor de la
doctrina de la creatio ex nihilo. Hasta hace poco, Génesis 1:1-2a se había traducido
como: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra. Y la tierra estaba sin orden y
vacía”. De ahí se deducía una creación ex nihilo, con un resultado inicial de una tierra
desordenada y vacía. Sin embargo, es posible traducir el texto hebreo como: “Cuando
Dios empezó a crear los cielos y la tierra, la tierra estaba sin orden y vacía”. En este
caso, el relato comienza con una tierra existente, desordenada y vacía, que Dios “crea”
dándole forma y llenándola con sus criaturas. La razón principal para adoptar esta
traducción es su gran paralelismo con las frases iniciales de otros relatos de la creación
en el Próximo Oriente. Un argumento en su contra es que cuando el verbo “crear”
(bara’) se usa en el Antiguo Testamento teniendo como sujeto a Dios, nunca se
menciona una “sustancia” preexistente de la que resulta algo creado. Quizá la
conclusión más segura a la que podamos llegar es que la creatio ex nihilo es una
posible interpretación de Génesis 1:1-2a.
La primera y más clara afirmación de la creatio ex nihilo en la tradición
judeocristiana la encontramos en el segundo libro de los Macabeos, un libro aceptado
por el canon católico-romano pero no por el protestante. En 2 Macabeos 7:28, una
madre exhorta a su hijo a “mirar al cielo y a la tierra y a todo lo que hay en ellos y a
reconocer que Dios no los hizo de cosa alguna ya existente”. En el Nuevo Testamento,
Hebreos 11:3 parece expresar la misma comprensión de la creación: “Por la fe
comprendemos que el universo fue constituido por la palabra de Dios, de modo que lo
que se ve fue hecho de lo que no se veía”.
Fuera de Génesis 1 y 2, las referencias a Dios como creador son más numerosas
en Isaías 40 a 55. Vale la pena citar dos versículos en estos capítulos. Isaías 43:10 dice:
“Vosotros sois mis testigos”, dice Jehová; “mi siervo que yo escogí, para que me
conozcáis y me creáis, a fin de que entendáis que Yo Soy. Antes de mí no fue formado
ningún dios, ni lo será después de mí”. Este texto condena claramente cualquier
dualismo en el que existen dos dioses coeternos. Isaías 45:7 es, probablemente, un
rechazo específico del dualismo de Zoroastro. Este versículo se encuentra al final de
un oráculo profético dirigido al emperador persa Ciro. Ya en esa época, la doctrina de
Zoroastro era una de las religiones importantes en Persia, aunque todavía no se había
convertido en la religión oficial. En esa doctrina, el “dios bueno” era identificado con
la luz, y el “dios malo”, con las tinieblas. Isaías 45:7 rechaza frontalmente ese
dualismo. Haciéndose eco de Génesis 1:1-5, afirma que tanto la luz como las tinieblas
son “criaturas” creadas por el Dios de Israel, no son dioses.
El dualismo en el que la materia es coeterna con Dios es rechazado por textos
como Isaías 48:12b-13: “Yo soy el primero y también soy el último. Ciertamente mi
mano puso los fundamentos de la tierra; mi mano derecha extendió los cielos. Cuando
yo los convoco, ellos comparecen juntos”.
Las referencias en el Nuevo Testamento a Cristo como aquel por medio del cual
fue todo creado (Colosenses 1:15-17; Hebreos 1:2-3) son notables por su énfasis en
que Cristo es quien sostiene continuamente todo lo creado. Colosenses 1:16b-17 puede
también implicar la creatio ex nihilo: “Todo fue creado por medio de él y para él. Él
antecede a todas las cosas, y en él todas las cosas subsisten”.

5. UN COSMOS ORDENADO

Según Zilsel, los versículos bíblicos que son particularmente importantes en el


desarrollo del concepto de “leyes de la naturaleza” son los que usan la palabra hebrea
hoq (decreto, estatuto) o el verbo relacionado haqaq (dictar el decreto) con referencia
al mundo natural (ver Génesis of the Concept, pp. 247-249). La palabra equivalente
aparece en itálica en las siguientes citas:

Él trazó (o decretó) el horizonte sobre la faz de las aguas, hasta el límite de la luz
con las tinieblas. (Job 26:10)
Cuando le dio estatuto a la lluvia y camino a relámpagos y truenos. (Job 28:26)

Yo establecí sobre él (el mar) un límite (lit.: mi decreto) y le pude cerrojos y


puertas. Le dije: “Hasta aquí llegarás y no seguirás adelante. Aquí cesará la soberbia de
tus olas”. (Job 38:10-11).

Cuando dio (Dios) al mar sus límites y a las aguas ordenó que no traspasasen su
mandato.

Cuando establecía (decretaba) los cimientos de la tierra, con él estaba yo (la


sabiduría) como un artífice maestro. (Proverbios 8:29-30a).

Puse (Dios) la arena como límite del mar, por decreto eterno que no lo podrá
traspasar. (Jeremías 5:22b).

Presumiblemente, la ausencia de mención específica a “decreto” o “ley” en el


texto de Génesis 8:22 provocó que no fuera mencionada también esta promesa.
“Mientras exista la tierra, no cesarán la siembra y la siega, el frío y el calor, el verano y
el invierno, el día y la noche”. Se afirma que Dios sostiene el ciclo regular de las
estaciones. También es interesante notar que, en el Salmo 19, la “gloria” de Dios se ve
en los movimientos regulares del sol, y esto se sitúa en paralelo con la ley moral.
Los eruditos reconocen que tras las referencias del Nuevo Testamento a Cristo
como creador y sustentador del universo está la reflexión, producida durante el período
intertestamentario, acerca del papel de la sabiduría en la creación, como se menciona
en Proverbios 3:19-20 y 8:22-31. De estos textos se infiere que la creación del mundo
realizada por Dios fue planificada y ordenada, de acuerdo también al relato
proporcionado por Génesis 1:1-2:4a.

6. LA IMAGEN DE DIOS

Durante la Edad Media, surgió una fuerte tendencia a identificar la “imagen de


Dios” con la racionalidad humana. Después de todo, es una de las diferencias más
obvias entre los seres humanos y los otros animales. También seguía el énfasis en la
racionalidad de mucha de la filosofía griega. Esta comprensión de la “imagen de Dios”
en los humanos apoyaba la creencia de que el ser humano era capaz de entender el
orden que Dios había puesto en el mundo creado. En la cita de Harmonice mundi que
hemos presentado, Kepler explica lo que mantuvo su confianza para seguir buscando,
durante cinco años, una figura geométrica que se ajustara a los datos que tenía de la
órbita de Marte. Si sustituimos en la cita la palabra “geometría” por la palabra
“sabiduría”, podremos ver una paráfrasis de Proverbios 8:23, 30 combinado con
Génesis 1:26-27.
Desde principios del siglo XX, se ha debatido mucho el significado de la “imagen
[7]
de Dios” en Génesis 1:26-28. Ha habido una tendencia a no identificarla con
ninguno, en particular, de los atributos o habilidades del ser humano. Una de las
razones de esa tendencia ha sido la incapacidad de los eruditos para alcanzar un
acuerdo sobre qué atributo pudiera ser en particular, aunque la racionalidad y el
sentido moral figurado como los primeros de la lista durante siglos. Otra razón ha sido
el reconocimiento de que, en Génesis 1:26-28, la creación del ser humano a (o quizá
“como”) imagen de Dios se combina con la concesión de dominio sobre el resto de las
criaturas. Esto enlaza con el hecho de que los gobernantes en el Próximo Oriente son
considerados, en ocasiones, como representantes o imágenes del dios de la nación. En
el Antiguo Testamento, se expresa esto diciendo que el rey de la descendencia de
David es el “hijo” de Dios (Salmo 2:7 - los hijos se parecen a sus padres). Se ha
producido, por lo tanto, un consenso creciente en que la “imagen de Dios” debe ser
entendida de una forma “completa”. Los humanos reciben de Dios la responsabilidad
de ser viceregentes sobre la creación porque la naturaleza del ser humano es tal, que
refleja, con su finitud limitada, algo de la naturaleza de Dios. Como Dios, los humanos
pueden mostrar sabiduría, amor, comprensión, justicia, compasión y otros muchos
rasgos.
Esta comprensión, más amplia, de la “imagen de Dios”, no invalida, en forma
alguna, la creencia que dio a los primeros científicos modernos la confianza de que
serían capaces de discernir y comprender las “leyes de la naturaleza” que Dios había
impuesto a la creación. Simplemente, la incorpora como parte de una mayor
comprensión. Otro apoyo adicional para esa creencia lo proporciona una comprensión
actual del relato de Adán dando nombre a los animales (Génesis 2:18-20).
Tradicionalmente, el texto se ha comprendido a la luz de la suposición de que
“nombrar” en el Antiguo Testamento es un ejercicio de poder, de control sobre lo que
se nombra. Sin embargo, un cuidadoso estudio de G. Ramsey de todos los pasajes del
Antiguo Testamento en los que se da el poner nombre ha demostrado que la suposición
es errónea (ver “Is Name-Giving an Act of Domination in Genesis 2:22 and
Elsewhere?” Catholic Biblical Quarterly 50 (1974) pp. 24-35). Señala que, en algunas
situaciones, el dar nombre se produce en el momento en que comienza una pérdida de
poder o de control sobre lo que se nombra. Un notable ejemplo es cuando Isaac
nombra los pozos de Gerar como “riña” y “contención” cuando tiene que devolverlos a
los filisteos (Génesis 26:17-22). Ramsey demuestra que algo en común en todos los
episodios de dar nombre es que es un acto de discernimiento de la situación o de la
naturaleza de lo que se nombra. Tiene ese sentido en Génesis 2:18-20. La cuestión
principal en este relato es que Adán discierne la naturaleza de cada animal y descubre
así que ninguno de ellos es “una ayuda idónea”. De esta forma, está preparado para
recibir a Eva como la compañera que necesita. Y la recibe con la palabra “¡Ahora!”
(Génesis 2:23).
Si los humanos están hechos a la imagen de Dios y pueden actuar así como sus
viceregentes, también necesitan ser capaces de obtener conocimiento fiable sobre el
mundo creado y las criaturas de las que son responsables. El conocimiento sobre el
mundo físico sólo puede obtenerse usando nuestros sentidos físicos. La suposición
debe ser, pues, que los datos así obtenidos son fiables. Ésta parece haber sido también
la suposición de los autores bíblicos. En 1 Juan 1:1, se expresa con claridad: “Lo que
era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que
contemplamos y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida”.
Se refiere aquí a la encarnación del Verbo divino en Jesús. Harrison demuestra
que al alegorizar las cosas naturales, se produjo una infravaloración, en ocasiones casi
una anulación, del conocimiento basado en los sentidos a favor del conocimiento
basado en la pura contemplación mental de las cosas (ver Rise of Natural Science, pp.
30-33). Y continúa argumentando que el nuevo énfasis en la encarnación física de
Cristo tras la publicación del libro de Anselmo Cur deus homo (1098), que se convirtió
en uno de los textos teológicos standard de la Edad Media, produjo una nueva
apreciación de la importancia de los datos de los sentidos. Cita a Hildegarda de
Bingen, quien escribió: “podemos conocer todo el mundo con nuestra vista, entenderlo
con nuestros oídos, distinguirlo con nuestro olfato... dominarlo con nuestro tacto y así
llegar a conocer al Dios verdadero, autor de toda la creación”.
La Biblia también considera que el conocimiento humano tiene limitaciones. Es
limitado porque somos finitos y caídos. Dos textos en los que claramente se expresan
esas limitaciones son Isaías 55:8-9 y Romanos 1:18-21. El primero enfatiza la finitud
del hombre:

Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos,


ni vuestros caminos son mis caminos, dice Jehová.
Como son más altos los cielos que la tierra,
así mis caminos son más altos que vuestros caminos
y mis pensamientos más altos que vuestros pensamientos.

En Romanos el apóstol Pablo habla de la tendencia humana pecadora a “suprimir


la verdad”. Ninguna de estas limitaciones vicia la realidad del conocimiento y la
comprensión del ser humano. Están contrarrestadas por la “gracia común” de Dios
(Romanos 2: 14-16 es un ejemplo de esto en términos de conocimiento moral) y su
iniciativa en la revelación (Isaías 55: 10-11 sigue hablando de esto). Juan Calvino
resume las implicaciones cuando escribe: “Si mantenemos que el Espíritu de Dios es la
única fuente de verdad, nunca rechazaremos ni menospreciaremos la verdad, allí donde
se nos revele, sin ofender al Espíritu de Dios” Y continúa diciendo que el
descubrimiento y comprensión de la verdad no se limita a los cristianos, y que
“aquellos a los que la Escritura llama hombres naturales son agudos y penetrantes en
su investigación del mundo”. La creencia en que, por la gracia común de Dios, todos
los seres humanos tienen acceso a la verdad genuina, pese a nuestra finitud y
naturaleza caída, se ha apoyado en ocasiones con referencias a Juan 1:4,9 que habla de
Cristo como la Palabra que es la “luz verdadera que alumbra a todo hombre”.

7. UN CREADOR “PERFECTAMENTE LIBRE”

En el prefacio de la segunda edición de la obra de Newton Philosophae naturalis


principia matemática, Roger Cotes expresa la opinión de que el verdadero trabajo de la
filosofía natural es

inquirir en aquellas leyes que realmente eligió el Gran Creador como


fundamento del más bello Marco del Mundo, no en aquellas leyes que
podría haber usado si hubiera querido... Sin duda alguna, este mundo...
podría haber surgido sólo de la perfecta y libre Voluntad de Dios,
dirigiéndolo y presidiéndolo todo. De esa Fuente es de donde manan
todas aquellas leyes, que llamamos leyes de la Naturaleza, en las que
aparecen muchos indicios de los más sabios dispositivos, pero ni la más
mínima sombra de necesidad (citado por Oakley en el trabajo ya
mencionado de Christian Theology, p. 437).

Frente a lo que está reaccionando aquí es contra la “necesariedad” que marcó


mucha de la filosofía griega y que consideraba que el mundo tenía una forma que era
lógicamente necesaria. Según el pensamiento platónico, el mundo debía ser creado
según las Formas Eternas, y la mente humana podía, por medio de la contemplación,
intuir esas formas. Por lo tanto, la observación y la experimentación no eran
necesarias. Como señala Oakley, esta necesidad metafísica comenzó a ser discutida
con la lista de proposiciones filosóficas que fueron condenadas como contrarias a la fe
cristiana en 1277. Fueron condenadas porque no se ajustaban a la enseñanza bíblica de
que Dios es el Señor soberano tanto de la naturaleza como de la historia. Esa
comprensión de Dios estaba profundamente enraizada en la fe de Israel y celebrada en
su adoración. Los Salmos 104 y 105 forman un “díptico” que celebra a Dios como
Señor de la naturaleza (Salmo 104) y de la historia (Salmo 105). Como los primeros
científicos modernos compartían esta comprensión de Dios, entendieron que la
necesidad no era de parte de Dios, quien debía crear el mundo siguiendo unos modelos
que ellos podían ser capaces de intuir, sino que era parte de ellos. Necesitaban salir a
observar y estudiar el mundo para encontrar los modelos que Dios había impuesto
realmente según su libre voluntad. Zilsel sugiere que ciertas referencias bíblicas a Dios
dando a las cosas su “medida” y su “peso” también apoyan este razonamiento.
Es interesante reflexionar en el hecho de que esa percepción de que el mundo no
tenía que ser como ha resultado ser ha vuelto al primer plano de una forma nueva en el
debate sobre el “principio antrópico” o, como se dice en otras ocasiones, sobre el
hecho de que el universo parece estar “sintonizado” para la vida. Algunos cosmólogos
no se encuentran cómodos aceptando el hecho de que los valores exactos de algunas
constantes fundamentales tienen una importancia crucial para la existencia de una vida
basada en el carbono. Esperan que, eventualmente, se llegue a una “teoría del todo”
que demuestre que los valores de esas constantes son lógicamente necesarios. Otros
adoptan la hipótesis de los “muchos mundos”: nuestro universo tan sólo es uno de los
muchos universos posibles que han llegado a existir, cada uno de ellos con un conjunto
diferente de constantes fundamentales. Necesariamente, estamos en el que ese
conjunto hace posible la vida consciente. Hasta ahora, estas dos opciones son “posturas
de fe”. Y ambas concuerdan plenamente con la creencia cristiana de que Dios es
“perfectamente libre” para crear el universo que quiera y hacerlo como quiera.

8. EL “MANDATO CREACIONAL”

Los cristianos se refieren a menudo al texto de Génesis 1:28 como el “mandato


creacional” o el “mandato cultural”. Proporcionó a algunos de los primeros científicos
modernos una importante motivación para su trabajo, como muestra la cita anterior de
la obra de Bacon Novum organum scientiorum. Aunque es anterior a la caída, después
de ella, como señala Bacon, adquiere un mayor significado. A la luz de este
mandamiento, la iniciativa científica se ve como algo importante en lo que deberían
participar los cristianos.
En épocas más recientes, el “mandato creacional” ha estado en el punto de mira
de algunos activistas “verdes”. Comentando sobre el tema en Design with Nature
(Natural History, 1969, p. 26), Ian McHarg escribió: “Si se busca licencia para los que
provocan un aumento de la radioactividad, crean canales y puertos con bombas
atómicas, emplean veneno sin restricciones o aceptan la “mentalidad del buldózer”, no
se podría encontrar un mejor mandato que este”. Sus comentarios son bastante
extremistas, pero su afirmación de que el cristianismo conduce inevitablemente a
actitudes que dañan el medio ambiente está muy extendida entre los activistas
conservacionistas. Esta opinión, sin embargo, descansa en una errónea comprensión
del mandato, como si éste concediera a los humanos permiso para explotar el resto de
la creación como quisieran y para sus propios fines egoístas.
Una razón por la que Ian McHarg y otros conservacionistas reaccionan tan
enérgicamente contra Génesis 1: 26-28 es por el uso en ese texto de las palabras
“sojuzgad” y “tener dominio sobre”. Estas palabras se utilizan en otros textos del
Antiguo Testamento para hablar de acciones dañinas y violentas. Sin embargo, una
regla básica de la semántica dice que “las palabras significan lo que significan en su
contexto”. Un cuidadoso estudio de los contextos en que aparecen estas palabras en el
Antiguo Testamento demuestra que el “daño” proviene del contexto y no es inherente
al significado principal de las palabras (en Levítico 25: 43 y ss., se dice
específicamente que el dominio no será con “dureza”). Considerando el contexto, es
una equivocación ver en Génesis 1:28 una autorización para explotar y saquear la
tierra. Varias veces en Génesis 1 Dios declara que su creación es “buena”. Por lo tanto,
no va a mandar a los humanos a saquearla y devastarla. Además, como ya hemos visto,
el mandato de someter y gobernar se da a los humanos por cuanto están hechos a
“imagen” de Dios. Sean los que sean otros posibles significados, se expresa la verdad
de que se espera que hagamos las cosas como Dios mismo las haría, mostrando
aspectos de su carácter. No debemos gobernar como déspotas egoístas, sino como
mayordomos que cuidan de las propiedades de Dios como lo haría el mismo Dios. Con
otras palabras, nuestro gobierno sobre la creación debe mostrar sabiduría, justicia y un
cuidado amoroso. Juan Calvino, un contemporáneo de Copérnico, expresó una
comprensión verdaderamente bíblica de las implicaciones de este mandato:

La Tierra fue dada al hombre con esta condición, que debía ocuparse
en cultivarla... La custodia del jardín fue encargada a Adán, para
demostrar que poseemos las cosas que Dios ha colocado en nuestras
manos, con la condición de que, estando contentos con el uso frugal y
moderado de ellas, tengamos cuidado de lo que quede... Que cada cual
se considere como mayordomo de Dios sobre todo lo que posee.
Entonces no habrá quien se conduzca de forma disoluta ni quien
corrompa por abuso las cosas que Dios requiere que sean preservadas
(Commentary on Genesis, London, Banner of Truth, 1965, p. 125).

Sería difícil encontrar un comentario más “ecológico” y relevante para el siglo


XXI. El “mandato creacional” continúa proporcionando a los cristianos una
motivación y un marco general de referencia para participar en la aventura científica.

9. CONCLUSIÓN

Este nuevo examen, a la luz de las consideraciones más recientes de las ciencias
bíblicas y algunos de los debates actuales, de las presuposiciones que influenciaron a
los primeros científicos modernos, demuestra que las raíces son profundamente
bíblicas. Todavía proporcionan una base cristiana para la actividad científica. De
hecho, puesto que los éxitos de la ciencia han llevado a descuidar, o incluso a rechazar
conscientemente, la metafísica, los científicos seculares carecen actualmente de base
para lo que hacen, excepto del hecho de que “funciona”. La situación se hace cada vez
más inestable ante el creciente desencanto con alguna de las “obras” de la ciencia y la
tecnología y ante los ataques “posmodernos” a la idea de que hay algo llamado
“verdad objetiva”, tras la que van, según creen, la mayoría de los científicos.
Redescubrir sus raíces teológicas debe ayudar a la ciencia en ambos frentes. Los
valores judeocristianos, como los expresados por Calvino, deben proporcionar el
marco para un desarrollo más aceptable de los recursos y aplicaciones de la ciencia y la
tecnología. Frente a la posmodernidad, las presuposiciones bíblicas afirman que hay
una realidad racional y comprensible “ahí fuera”, que es objeto de estudio científico.
Debido a la finitud y situación caída del ser humano, nuestra aproximación siempre
será provisional y abierta a la crítica y al cambio. Sin embargo, el conocimiento
adquirido por medio de la ciencia es un “descubrimiento real” y no tan sólo una
“construcción consensuada”.
4
Cristianismo, ciencia y la agenda posmoderna

John L. Taylor

1. MODERNISMO Y POSMODERNISMO

La filosofía de la ciencia, en su fase modernista, sostenía que la ciencia era una


disciplina objetiva y a la búsqueda de la verdad, en la que los científicos se
comunicaban por medio de un lenguaje común y valoraban las teorías según las reglas
de un método lógico con el que todos estaban igualmente comprometidos. Este método
les llevaba a buscar incansablemente un único objetivo, a saber: la verdad, y les
animaba (recordándoles pasados éxitos), pues, que, si jugaban según las reglas, podían,
razonablemente, esperar avances hacia esa meta.
A los ojos del modernista, la ciencia ocupa una posición destacada. La visión
modernista de la ciencia la presenta como un ejemplo eminente del proceso de
búsqueda, objetiva y racional, de la verdad. Los modernistas quedaron tan
impresionados por los éxitos de la metodología científica, que llegaron a considerar
que el único método racional de adquirir conocimiento de la naturaleza del mundo era
mediante la aplicación de las técnicas científicas. Las expresiones “racional” y
“científico” llegaron a considerarse equivalentes en la mentalidad popular.
Al entronizar el método científico como el árbitro de lo que es racional, se
produjo el correspondiente menosprecio hacia los sistemas de creencias no científicos.
En particular, al modernista le parecía que la deslumbrante luz de la ciencia había
puesto de manifiesto la pobreza de las credenciales de racionalidad de la creencia
religiosa. El método científico había demostrado su capacidad para proporcionar un
creciente caudal de conocimiento sobre el mundo físico. Por el contrario, no parecía
haber indicios de progreso sobre un acuerdo en el terreno de las creencias religiosas.
Para el modernista, el fracaso de la creencia religiosa, incapaz de aprobar los criterios
proporcionados por la metodología científica (a saber, que las creencias deben ser
confirmadas experimentalmente), indicaba la naturaleza fundamentalmente irracional
de las creencias religiosas.
Ser posmoderno es rechazar algunas, o todas, de las doctrinas que caracterizan la
modernidad. El posmoderno refuta la visión elevada que la modernidad tiene de la
ciencia sobre cualquier otra posible perspectiva del mundo. La ciencia y la religión de
Occidente, la magia primitiva y las cosmovisiones místicas de Oriente, cada uno de
estos sistemas de pensamiento tienen sus propios standards internos sobre lo que es
razonable creer. El modernista asumía que todos los sistemas de creencias debían ser
medidos por un único conjunto de standards “racionales”, que estaban incorporados en
el método científico. El posmoderno asume que lo que es racional varía según la
perspectiva de cada uno y que la ciencia de Occidente tan sólo es una, entre muchas,
de tales perspectivas. Como decía Feyerabend, “tan sólo podemos hablar de lo que
parece ser apropiado, o no, cuando lo vemos desde un punto de vista, que es particular
y restrictivo; diversos puntos de vista, temperamentos y actitudes originan diferentes
opiniones y distintos métodos de aproximación”.
Para el creyente religioso, que sufre la opresión del rechazo modernista de la
racionalidad de las creencias religiosas, esta apertura posmoderna representa un gran
alivio. Desde el punto de vista posmoderno, la creencia religiosa es una cosmovisión
permitida. Los creyentes no deben mantener su compromiso religioso a expensas de su
compromiso con una cosmovisión científica. La religión y la ciencia son
independientes y pueden, por lo tanto, coexistir, puesto que los tests para aceptar una
doctrina religiosa o una teoría científica son completamente internos en sus
correspondientes sistemas.
Este énfasis en la compatibilidad entre ciencia y religión parece ser un aspecto
bien recibido de la posmodernidad. Aun así, sigue habiendo preguntas sobre la
aceptación, en general, de las perspectivas posmodernas. ¿Es la religión un sistema de
creencias más, entre otros muchos? Si es así, ¿cómo puede recomendarse a un no
creyente como una elección “racional” de una cosmovisión? Presentarla así es suponer,
en contra del posmodernismo, que hay standards de racionalidad que son
independientes de un sistema particular de creencias y que pueden ser aplicados para
hacer una elección racional entre diferentes opciones de cosmovisiones.
Otra pregunta tiene que ver con el concepto de verdad. Para el modernista, la
verdad tiene un carácter objetivo. La verdad no es una simple cuestión de acuerdo
entre personas, sino que depende de cómo son las cosas, en una realidad que existe
independientemente de creencias y conceptos humanos. El posmoderno tiende a
afirmar, por el contrario, que la verdad no es objetiva en ese sentido. Hay muchos
sistemas de creencias diferentes y todos son igualmente válidos. En lugar de considerar
que un sistema puede ser objetivamente correcto, el posmoderno preferirá hablar de las
diferentes cosmovisiones como ciertas en un sentido relativo. Un sistema de creencias
puede ser verdadero (o aceptable) para una comunidad de creyentes, mientras que otro
sistema puede ser verdadero con relación a otra comunidad diferente.
Para el posmoderno, la ciencia puede ser tratada como otra opción, tomada de la
estantería de las cosmovisiones, donde hay otras opciones como pueden ser una
cosmovisión ocultista, mística o mágica. Podemos pensar que una cosmovisión
científica contiene más verdad que el folklore de una tribu primitiva, pero éste es un
juicio hecho desde una perspectiva occidental. No hay un sentido objetivo por el que
una visión científica contenga más verdad.
Para el cristiano, las aproximaciones posmodernas a la ciencia tienen algunos
aspectos atractivos y otros objetables. El cristiano que busca discernir su respuesta a la
posmodernidad se enfrenta, pues, a un reto. Debemos dar respuesta a la siguiente
pregunta: ¿Cómo es posible aceptar la crítica posmoderna a los excesos de la
modernidad (en particular, a la exaltación modernista del método científico como el
único medio para dar forma a una cosmovisión racional) sin caer en el relativismo que
caracteriza a mucho pensamiento posmoderno?
En este capítulo, examinaremos la naturaleza de la transición de una filosofía de
la ciencia moderna a otra posmoderna. Seguiremos esta transición mediante referencias
a la obra de Thomas Kuhn, cuyos escritos contienen los materiales para realizar una
profunda crítica a los supuestos modernistas con relación a la ciencia. También
examinaremos la manera en la que la obra de Kuhn nos acerca a un relativismo
objetable. Finalmente, argumentaremos cómo la obra de Kuhn puede ser reinterpretada
en un marco no relativista. Esta lectura de Kuhn sugiere una filosofía de la ciencia
parcialmente posmoderna, que consigue retener la apertura posmoderna hacia la
religión sin caer en la negación de la posibilidad de una verdad objetiva.

2. LA FILOSOFÍA DE LA CIENCIA DE KUHN

Hay una atractiva visión del progreso científico que, antes de Kuhn, muchos
filósofos habrían encontrado aceptable. Es la teoría del realismo convergente: la
ciencia persigue la verdad y el progreso de la ciencia ha consistido en un continuo
desarrollo de teorías hacia la verdad. El progreso científico es hecho posible por el
método científico, que consiste en un sistema reglado para valorar la teoría que, dados
los datos disponibles, es más posible que sea cierta. Cuando los científicos se guían por
ese método, están ejemplificando la racionalidad. Con su compromiso con la verdad
objetiva como meta de la ciencia y la suposición de que hay una metodología científica
normativa que define los cánones para la elección racional de una teoría, el realismo
convergente encaja claramente en el marco modernista.
En opinión de Thomas Kuhn, la imagen de la ciencia que proporciona el realismo
convergente parece defendible sólo porque los filósofos de la ciencia han centrado su
atención, predominantemente, en los productos concluidos de la actividad científica, es
decir, en las teorías maduras. Pero la presentación de las teorías en los textos
científicos, señaló Kuhn, deja ver una tendencia equívoca por parte de los científicos a
reescribir la historia de la ciencia, presentándola como una suave progresión hacia las
teorías que reciben el favor de la ciencia contemporánea. El importante trabajo de
Kuhn sobre las revoluciones científicas es un explícito ataque a la idea de un continuo
progreso hacia una verdad científica objetiva.
Kuhn dirige la atención al hecho de que la ciencia es una actividad humana. En
lugar de considerar los productos concluidos de la actividad científica que se
encuentran en los libros de texto, considera la ciencia como institución. Los científicos
trabajan, en la fase normal de su actividad, guiados por un paradigma. El paradigma es
la matriz de la disciplina. Este término es usado por Kuhn de una forma poco precisa
para señalar todo lo que une a un grupo de científicos — las teorías que sostienen, el
modelo para solucionar problemas en el pasado, los valores compartidos y los
principios metafísicos. En la investigación ordinaria, domina el paradigma. Dirige la
atención de los investigadores a problemas particulares - aquellos en los que el
paradigma no se ajusta del todo a la naturaleza — y sugiere métodos para guiarles en
su resolución.
Todo esto podría encajar bastante bien en el marco del realismo convergente.
Pero el trabajo de Kuhn se hace mucho más beligerante con la introducción de la idea
de las revoluciones científicas. Kuhn observó que, de vez en cuando, los científicos
encuentran que los problemas se resisten a ser resueltos por los métodos
proporcionados por el paradigma reinante. El problema se convierte en una anomalía y
quizá llama la atención de los mejores investigadores en ese campo. Si la anomalía es
particularmente recalcitrante, la disciplina entra en una fase de crisis, puesto que se
cuestiona la legitimidad de su paradigma. El acuerdo que caracterizaba a la ciencia
normal se ve amenazado, pues se proponen diferentes modificaciones o relajaciones de
las reglas que rigen en el paradigma.
La crisis en la disciplina se agudiza si, en ese período de inestabilidad, se articula
un nuevo paradigma que ofrece resolver las anomalías del paradigma existente y
además proporciona a la disciplina la promesa de una nueva y fértil aproximación. Si
un número suficientemente grande de científicos está descontento con el paradigma
existente, podrían trasferir su lealtad al nuevo paradigma — un proceso al que Kuhn
llama una revolución científica.
Kuhn está usando conscientemente una metáfora política para describir esta fase
de selección de una teoría. Las revoluciones políticas ocurren en un contexto social de
profunda insatisfacción con las estructuras existentes. Las instituciones en las que
tenían lugar los debates políticos y se tomaban las decisiones son cuestionadas; así
pues, la revolución tiende a ser un asunto profundamente violento y con disturbios, en
el que la dirección de la futura actividad política se determina no por un proceso de
debate político racional, sino por factores tales como qué parte puede exhibir mayor
poder. Kuhn sugiere que se produce una ruptura comparable de la racionalidad durante
las revoluciones científicas:

Así como en la revolución política, también en la elección del


paradigma — no hay standard más elevado que el acuerdo de la
comunidad relevante. Para descubrir cómo se llevan a cabo las
revoluciones científicas, tendremos por la tanto que examinar no sólo
el impacto de la naturaleza y de la lógica, sino también las técnicas de
argumentación persuasiva efectivas, dentro de los grupos, bastante
espaciales, que constituyen la comunidad de científicos. University of
Chicago Press, 1970, p. 94 (The Structure of Scientific Revolutions.
Segunda edición).

Nos gustaría, quizá, leer que Kuhn simplemente está diciendo que, junto con
consideraciones racionales, intervienen otros factores no racionales en el proceso de
elección de una teoría durante las revoluciones. Pero Kuhn parece afirmar algo mucho
más fuerte, a saber: que no hay posibilidad de comparación racional entre paradigmas.
Los paradigmas rivales son, para usar su término técnico, inconmensurables. “La
tradición científica que emerge de una revolución científica no solamente es
incompatible, sino que, a menudo, es realmente inconmensurable con lo que había
antes” (ibid, p. 102). El término “inconmensurable” simplemente significa que no es
posible una elección racional entre paradigmas; paradigmas diferentes no pueden ser
racionalmente “medidos conjuntamente”.
Kuhn aduce varias razones para justificar su pretensión de que los paradigmas son
inconmensurables. En primer lugar, es el corolario del énfasis hecho en el papel
normativo del paradigma en la ciencia normal. La función del paradigma bajo el que
trabaja el científico es proporcionar dirección en el proceso de elección de una teoría,
decirle al científico cómo es una buena teoría. De hecho, el paradigma debe contener
un modelo, como ejemplo, de un problema resuelto, que el científico puede examinar y
emplear cuando trata de resolver nuevos problemas. Pero si es el mismo paradigma el
que proporciona las reglas para la elección de la teoría, ¿a qué puede apelar el
científico que trata de racionalizar una elección de un paradigma? Como señala Kuhn,
estamos ante un problema circular: la concepción que un científico tiene de lo que es
una buena teoría está tan determinada por el paradigma que le ha sido inculcado, que
cualquier intento de debate racional entre defensores de diferentes paradigmas no
conseguiría pasar de una petición de principios.
Obviamente, si hay inconmensurabilidad por la dependencia del paradigma de los
standards para la elección de la teoría, las perspectivas de la interpretación del
progreso científico basada en el realismo convergente son escasas. El realismo
convergente pretende que, si los científicos siguen los cánones para la elección
racional de la teoría, entonces seleccionarán teorías que les acercarán cada vez más a la
verdad sobre la naturaleza. Pero esto presupone que existen tales cánones, que hay
principios a los que puede apelar el científico, cuando se enfrenta a una elección entre
paradigmas, que le guiarán hacia el paradigma que con mayor posibilidad contiene la
verdad. Sin embargo, si la pretensión de Kuhn es correcta, no hay cánones que sean
independientes del paradigma para guiar en las fases críticas y revolucionarias de la
ciencia. Llegamos a una situación en la que las valoraciones de los paradigmas
dependen a su vez del paradigma.
La primera fuente de inconmensurabilidad se debe a que los valores que guían la
elección de una teoría son, a su vez, dependientes del paradigma, por lo que no hay
base neutral para comparar dos paradigmas. Pero Kuhn también señalaba otros
obstáculos en el camino del realismo convergente. La segunda fuente de
inconmensurabilidad está en relación con algunas consideraciones sobre el significado.
Kuhn adoptó una teoría del significado según la cual el significado de un término
teórico, como por ejemplo “masa”, está determinado por el papel que ese término
representa en el paradigma al que pertenece. Pero, como consecuencia de esta
aproximación “holística” al significado, un cambio de paradigma implica una
variación en el significado de los términos teóricos. Esto puede representar una nueva
amenaza de inconmensurabilidad, pues si los teóricos que operan en diferentes
paradigmas no quieren decir lo mismo cuando hablan de conceptos como el de masa,
¿cómo pueden establecer un debate racional sobre los méritos de sus respectivos
paradigmas? Como dice Kuhn:

En la transición de una teoría a la siguiente las palabras modifican su


significado o su condición de aplicabilidad de sutiles maneras. Aunque
la mayor parte de los signos se usan antes y después de una revolución
—es decir, fuerza, masa, elemento, compuesto, célula—, las formas en
que algunos de ellos se refieren a la naturaleza han cambiado en cierto
sentido. Decimos entonces que las sucesivas teorías son
inconmensurables (“Reflections on my Critics”, en el libro editado por
I. Lakatos y A. Musgrave titulado Criticism and the Growth of
Knowledge y publicado por Cambridge University Press en 1970, p.
266).

Las dos fuentes de inconmensurabilidad no implican, por sí solas, que no exista


una verdad científica. Sigue siendo posible la existencia de un único paradigma que
describa adecuadamente cómo es el mundo. Sin embargo, la imposibilidad de
comparación racional entre paradigmas implica que no hay base para la pretensión de
que la ciencia progresa continuamente acercándose a la verdad. Estamos en una
situación de escepticismo — incapaces de saber si el éxito de un cierto paradigma
indica que éste es más posible que sea cierto que un paradigma rival. A pesar de todo,
no puede descartarse la noción de un único paradigma que sea cierto.
Sin embargo, Kuhn aporta más argumentos contra la idea de una verdad científica
objetiva. La versión clásica de una teoría objetiva de la verdad la proporciona la teoría
de la correspondencia, según la cual la verdad es una cuestión de correspondencia
entre una teoría y un mundo, que existe en cierto sentido independientemente. Kuhn
considera que esta teoría de la verdad es insostenible. No tenemos acceso a cómo es
realmente el mundo — todo lo que podemos hacer es hablar de cómo es el mundo
descrito por el paradigma que hemos adoptado.

Escuchamos a menudo que teorías sucesivas cada vez se acercan más a


la verdad. Aparentemente, esas generalizaciones no se refieren a la
capacidad para resolver los problemas o a las predicciones concretas
que se derivan de la teoría, sino a su ontología, al acoplamiento entre
las entidades con las que la teoría puebla la naturaleza y lo que “hay
realmente”...
Quizá haya otra forma de rescatar la noción de “verdad” para
aplicarla a toda una teoría, pero esta noción no lo consigue. No hay,
creo, una forma independiente de la teoría de reconstruir frases como
“hay realmente”; la noción de emparejamiento entre la ontología de
una teoría y su contraparte “real” en la naturaleza me parece ahora un
principio ilusorio, p. 206. (The Structure of Scientific Revolutions)

Al negar cualquier clara noción de un mundo objetivo, Kuhn se compromete con


una posición fuertemente relativista. No se puede decir “cómo es el mundo”
independientemente de cómo creemos que es. En cierto sentido, la naturaleza del
mundo está determinada por nuestras creencias sobre él. Este relativismo radical
explica una de las más famosas observaciones de Kuhn, a saber: que cuando un
científico cambia de paradigma, todo su mundo cambia.

En un sentido que soy incapaz de explicar mejor, los proponentes de


paradigmas que compiten hacen sus intercambios en mundos
diferentes. Uno contiene cuerpos restringidos que caen lentamente, el
otro, péndulos que repiten sus movimientos una y otra vez. En uno, las
soluciones son compuestos y, en el otro, mezclas. Uno está contenido en
un plano y el otro pertenece a un espacio matricial curvilíneo. Al
practicar en mundos diferentes, los dos grupos de científicos ven cosas
diferentes cuando miran desde el mismo punto y en la misma dirección
(Ibid, p. 150).

Este relativismo encuentra su expresión más vivida en lo que Kuhn dice de la


percepción. Antes de Kuhn, los filósofos tenían la esperanza de establecer un lenguaje
para los datos observacionales que no se comprometiera con ninguna teoría. Un
lenguaje así, neutral con relación a la teoría, se requería si la observación iba a
desempeñar el decisivo papel en la elección de la teoría que la filosofía clásica de la
ciencia consideraba que debía tener. Si todos los informes de observaciones
presuponen alguna teoría, entonces la observación no parece proporcionar el
fundamento último para creer en una teoría. Los filósofos jugaban con la sugerencia de
que sería posible describir los resultados de los experimentos en términos que no se
comprometieran con ninguna teoría. Un ejemplo de este “lenguaje neutral” era el de
los “datos sensoriales”, que informaba simplemente sobre la naturaleza de las
sensaciones.
La obra de Kuhn cuestionaba la suposición de que podía existir un lenguaje así.
Según Kuhn, el lenguaje que los científicos usan para informar sobre sus
observaciones está influido por la teoría. Con otras palabras, el lenguaje observacional
contiene algunos compromisos teóricos. Los científicos que operan bajo diferentes
paradigmas conceptualizarán lo que ven de formas diferentes. En este sentido, los
contenidos de su experiencia de percepción serán diferentes. Donde un seguidor de
Aristóteles vería un objeto restringido cayendo lentamente, Galileo vería un péndulo.
Kuhn ilustró esta afirmación sobre la influencia de la teoría comparando este
proceso con la manera en que las imágenes visuales como la de pato/conejo pueden ser
vistas primero como pato y después como conejo. No se trata de tener una única
experiencia visual y dar dos interpretaciones diferentes de ella — un cambio en el
paradigma induce una modificación en la misma naturaleza de lo que se ve. Éste es el
alcance, en relación a la percepción, de la idea de Kuhn de que el mismo mundo
cambia cuando varía el paradigma.

3. ASPECTOS POSMODERNOS DE LA CRÍTICA DE KUHN AL REALISMO

La obra de Kuhn contiene un importante reto para la imagen de la ciencia tal


como la ve el realismo convergente. Dos de los aspectos centrales de esa imagen — la
idea de que la historia científica puede ser vista como una progresión racional de un
paradigma al siguiente y la idea de que este progreso se dirige a la meta de una
descripción objetivamente cierta de la naturaleza — están amenazados. Kuhn, en lugar
de un realismo convergente, sustituye la imagen de la ciencia por la de una institución
humana y política, sin cánones especiales y racionales para la elección de teorías, y sin
ninguna verdad objetiva, más allá de la teoría, como meta. El realismo ha sido
suplantado por el relativismo, y la racionalidad por la sociología.
Es evidente el sustrato generalmente posmoderno de la filosofía de la ciencia de
Kuhn. Al modernista, le gustaba creer que la ciencia tenía algo “especial” — ser una
actividad gobernada por un método que era, específica e idealmente, racional. Kuhn
sugiere que, en momentos críticos de desarrollo científico, la racionalidad no
interviene en el proceso de toma de decisiones, como tampoco lo hace durante las
revoluciones políticas. En lugar de buscar un relato “lógico” de la naturaleza de la
selección de teorías, sería más adecuado investigar los factores sociológicos que
influencian a los científicos (es decir, ¿qué paradigma tiene el mayor respaldo
propagandístico?). La racionalidad científica desciende de su pedestal modernista.
Hay otro aspecto en el que la crítica del realismo que hace Kuhn podría ser
llamada “posmoderna”. El realismo convergente pretende que la ciencia es una
empresa racional, sin decir por ello que los científicos siempre actúan racionalmente.
Mantiene que hay cánones que guían a los científicos — un método científico —, que,
si son seguidos cuidadosamente, nos hacen progresar hacia la verdad. El realista
convergente desea demostrar que es posible una reconstrucción del desarrollo histórico
de la ciencia que ponga de manifiesto su carácter racional. Para el realista, esto
equivale a demostrar un constante progreso hacia la verdad a lo largo de la historia de
la ciencia.
El realismo convergente ofrece una interpretación de la actividad científica,
situándola en un contexto filosófico particular que determina la verdad como la meta y
un método racional como el medio para alcanzarla. El posmoderno, en general, rechaza
esta tendencia de los filósofos a situarse “fuera” de una actividad para ofrecer su
“legitimación” filosófica o su “justificación”. Con las palabras de Jean François
Lyotard, el posmodernismo podría definirse como la “incredulidad hacia las
metanarrativas”. El posmoderno argumentará que, contra la opinión del realista
convergente, no necesitamos una interpretación general, o una reconstrucción racional,
de la ciencia. En lugar de tratar de interpretar la ciencia usando conceptos filosóficos
de racionalidad y verdad, deberíamos contentarnos simplemente con las propias
narrativas de la ciencia. En lugar de preguntarnos por una verdad “más allá” del
paradigma, deberíamos adoptar la visión del mundo que nos da nuestro paradigma
actual y explicar la racionalidad científica en los términos sugeridos por el paradigma.
La filosofía de la ciencia de Kuhn anima a restringir la visión a lo que se aprecia
desde dentro del paradigma. De hecho, siguiendo los pasos de Kuhn, los sociólogos de
la ciencia proponen que debe ser posible entender el desarrollo científico en términos
puramente sociológicos, sin referencias a conceptos como verdad o razón. Los
científicos, cuando seleccionan teorías, están influidos no por factores que pudieran ser
considerados como indicadores fiables de la verdad, sino por consideraciones
“externas”, como qué teoría tiene los proponentes más eminentes o qué teoría puede
tener mayor financiación. El así llamado “programa fuerte” representa el total rechazo
del realismo convergente, con mayor contundencia que el mismo Kuhn. Presenta el
rostro más duro de la posmodernidad — su rechazo radical del papel de la racionalidad
y su abdicación de cualquier noción de verdad.
Otro aspecto posmoderno de la filosofía de la ciencia de Kuhn se muestra en su
sugerencia de que, de alguna forma, un cambio en el paradigma acarrea una variación
en la misma naturaleza del mundo. Esto hace que la realidad dependa de nuestras
creencias sobre ella. Esta idea encaja perfectamente en un contexto posmoderno, que
enfatiza la “construcción social” de la realidad. En lugar de afirmar, como lo haría el
realista convergente, que la historia de la ciencia ha consistido en una sucesión de
teorías que progresan continuamente hacia una descripción objetivamente correcta de
la naturaleza, Kuhn nos presenta una visión de la ciencia como una actividad que
“cambia al mundo”, en la que las transformaciones conceptuales que acompañan a una
variación de paradigma podría decirse que llevan a los científicos a una nueva realidad.
Llegados a este punto, la idea de que hay una realidad, independiente de la teoría y que
ésta trata de describir, ha desaparecido.

4. REPROCESAR A KUHN

El mismo Kuhn se sintió inquieto cuando se señalaron las implicaciones


relativistas e irracionales de su teoría de la inconmensurabilidad de los paradigmas
científicos. En un epílogo significativo a la segunda edición de Structures of Scientific
Revolutions, trató de clarificar el sentido de ciertas afirmaciones críticas,
especialmente las relacionadas con la noción de inconmensurabilidad. No era su
intención, afirmó, rechazar la idea de racionalidad científica, ni tampoco eliminar la
idea de verdad (como les hubiera gustado a los constructivistas sociales). Kuhn
modifica de forma significativa la imagen de la ciencia descrita anteriormente, en la
dirección de una menor hostilidad (aunque sigue siendo retadora) con relación al
realismo convergente.
En primer lugar, cualifica significativamente el argumento a favor de la
inconmensurabilidad basado en la dependencia de los standards del propio paradigma.
Aunque no regresa al ideal modernista de caracterizar el método científico por medio
de un conjunto único de reglas a seguir, sí que señala la existencia de un conjunto de
valores o de virtudes teóricas, que sí son independientes del paradigma, en el sentido
de que todos los científicos están de acuerdo en que son buenas características que
cualquier paradigma debería poseer. La precisión, el alcance, la simplicidad y la
capacidad de dar fruto de una determinada teoría son buenos argumentos para creerla.
¿Cuál es, pues, el alcance de su afirmación de que paradigmas sucesivos son
inconmensurables? No es, dice Kuhn, que el debate racional sea imposible. Más bien
se trata de que, en su opinión, no hay procedimiento de decisión disponible, que sea
lógico y ajustado a unas reglas, para poder inclinarnos hacia uno u otro de los
paradigmas durante las revoluciones:

Lo que estoy negando no es la existencia de buenas razones, ni que


estas razones sean del tipo descrito usualmente. Insisto, sin embargo,
en que tales razones constituyen valores que deben usarse para tomar
decisiones y no son reglas para elegir. Los científicos que los
comparten pueden, no obstante, tomar diferentes opciones ante las
mismas situaciones concretas (Reflections on my Critics, p. 262).

Una analogía con la cata de vinos puede sernos útil, llegados a este punto. No hay
un procedimiento de decisión, que obedezca un conjunto de reglas, al que apelar a la
hora de intentar juzgar los méritos relativos de dos vinos. No se concluye, sin
embargo, que todos los vinos son igual de buenos. Existe algo que llamamos calidad
de un vino. Muchos de nosotros podemos juzgar, aunque rudimentariamente, si un
vino es mejor que otro. Hay casos en los que no somos competentes para hacerlo, pero
estamos dispuestos a dejar que sean los especialistas los que juzguen, pues son
personas que han sido entrenadas para reconocer las diferentes características que
acreditan un buen vino. De manera similar, aunque los filósofos de la ciencia tenderían
ahora a estar de acuerdo en que no hay un procedimiento, sometido a unas reglas, que
pueda ser usado para decirnos qué teorías científicas son mejores, no todas las teorías
son igualmente buenas. Todos conocemos algunas teorías muy pobres (geocentrismo,
por ejemplo) y, en otros casos, dejamos el juicio a los expertos, cuya experiencia y
formación les capacita para emitir juicios sobre el valor de una teoría a un nivel mucho
más elevado.
Abandonar la esperanza de un procedimiento reglado a favor de la idea de
virtudes teóricas compartidas representa para el realista una concesión significativa.
Puede haber valores compartidos — pero esto no significa que esos valores sean
siempre interpretados de la misma forma por todos los científicos (el concepto de
“sencillez” teórica es marcadamente difícil). Además, aparece el problema de la
indeterminación. Así como entre los catadores pueden darse casos, aparentemente
irresolubles, de desacuerdo al valorar cuál de dos vinos es “mejor”, también podemos
imaginar situaciones en las que dos teorías se ajustan igualmente bien a los datos
disponibles. El filósofo de la ciencia debe ocuparse de estudiar la posibilidad de que
persista la indeterminación, aun en el caso límite de que se hayan realizado todos los
experimentos posibles.
También debe plantearse otra cuestión: ¿por qué debemos suponer que las
preferencias subjetivas de los científicos sobre cuestiones como la sencillez, la
coherencia o la elegancia deben tomarse como indicadores fiables de la verdad? ¿Por
qué hemos de aceptar que las teorías más “queridas” tienen una mayor probabilidad de
ser ciertas?
El realista no está ya fuera de peligro, pero al menos parece haber una ruta
prometedora para sacarle del pantano en este relativismo de Kuhn. Enfatizar los
valores que los científicos comparten (valores que típicamente son considerados como
guías fiables en la búsqueda de la verdad) ayuda a restaurar la confianza en las
posibilidades en la práctica de la noción de objetividad científica. El fuerte influjo
modernista del realismo, antes de Kuhn, ha sido atemperado por el énfasis de Kuhn en
las consideraciones sociológicas. Pero no estamos obligados a depender por completo
del realismo como ingrediente de una deseable filosofía de la ciencia.
Esta conclusión surge de la reflexión sobre la cuestión del significado de los
términos teóricos. Kuhn argumentó que una fuente de inconmensurabilidad era el
hecho de que a los términos teóricos se les asignaba diferentes significados en distintos
paradigmas. El realista puede aceptar que un cambio de paradigma induce una
variación en el significado de los términos teóricos, aunque dude de que esto implique
una completa ruptura de comunicaciones. ¿Por qué no aceptar que los significados
varían pero existe la posibilidad de traducción? Kuhn no se opone a este razonamiento
y, de hecho, en sus comentarios más moderados sugiere que nunca pretendió que se
produjera una ruptura total de las comunicaciones en las revoluciones. Se ha exagerado
la naturaleza relativista de sus comentarios sobre la racionalidad y de forma análoga,
han sido mal interpretados sus comentarios sobre el significado.
Permitir la traducción entre los paradigmas es una concesión significativa a favor
del realista. La interpretación relativista y radical de Kuhn sugiere la imagen de los
científicos encerrados en mundos aislados, constituidos por sus diferentes paradigmas.
La discontinuidad entre los paradigmas es tan grande, que un científico no puede
entender las frases pronunciadas por su rival en otro paradigma. Si seguimos la lectura
no relativista y menos radical de Kuhn que proponemos aquí, nos quedamos con un
escenario más plausible en el que los significados de los términos teóricos varían, por
lo que ocasionalmente pueden producirse dificultades de comunicación, pero tales
dificultades pueden resolverse prestando la atención debida a la tarea de traducción.
Frente a la imagen relativista y radical de Kuhn, que el posmoderno puede verse
tentado a presentar, está surgiendo otra imagen más modesta. Es una imagen, inspirada
en la filosofía de la ciencia de Kuhn, que no se opone, en última instancia, al realismo
convergente. Permite la comunicación entre paradigmas y mantiene que, al menos,
existe la posibilidad de que esta comunicación se produzca en forma de un debate
racional, guiado por los valores compartidos por todos los científicos.
No haría justicia a Kuhn si se afirmara que es posible dar a su filosofía de la
ciencia una interpretación que no amenace al realista. Aunque sus concesiones sobre la
cuestión de la racionalidad y del significado le hacen más aceptable para los amigos
del realismo, Kuhn nunca se retractó de sus pronunciamientos más relativistas sobre la
verdad y la naturaleza de la realidad. Mantuvo siempre una postura hostil hacia el
concepto de verdad como correspondencia con un mundo que es independiente de la
teoría.
La teoría de la correspondencia de la verdad afirma que la verdad es una relación
de correspondencia entre afirmaciones y hechos. Esta teoría también tiene sus
problemas filosóficos. Sin embargo, los partidarios de la teoría de la correspondencia
también se preocupan por defender un aspecto importante del concepto de verdad: su
objetividad. La teoría de la correspondencia da forma a la expresión de un compromiso
con la idea de que la verdad y lo falso tienen que ver con cómo son las cosas en un
mundo que existe independientemente de nosotros.
En lugar de este énfasis en la objetividad de la verdad, Kuhn habla de cambios de
paradigmas, que producen modificaciones en el mundo. Con esto sugiere que aceptaría
un análisis relativista de la verdad en términos de acuerdo entre personas. Aunque sería
demasiado simplista igualar la verdad con lo que los seres humanos creen que es
verdad, el relativista dirá que, en un sentido, la verdad depende de la existencia de una
comunidad que está de acuerdo sobre ciertas cosas. Si hay comunidades con creencias
fundamentalmente diferentes (como dos comunidades de científicos que trabajen
dentro de paradigmas inconmensurables), entonces lo que para una de ellas es cierto
será diferente de lo que la otra considera cierto. Ésta es una conclusión que concuerda
con la metáfora de Kuhn sobre los cambios en el mundo al variar el paradigma.
El realista objetará que el relativismo es un análisis inadecuado del concepto de
verdad. En contra del relativista, el realista insistirá en que lo que es verdad no puede
depender de la existencia de un acuerdo entre seres humanos. Es consistente suponer
que una teoría puede ser cierta, aunque yo (o mi comunidad o todos los seres humanos)
no haya existido nunca. Por lo tanto, la verdad no puede depender de la existencia de
comunidades con creencias compartidas, como supone el relativista.
Contra el intento relativista de fundamentar la verdad en el acuerdo entre seres
humanos, el realista insiste en que lo que es verdad y lo que es falso tiene que ver con
cómo son las cosas, en un mundo que existe independientemente de nosotros.
Basándose en esta persistente resistencia a la relativización de la verdad a sistemas de
creencias, el realista puede plantear algunas críticas a la idea de Kuhn de cambios en el
mundo. Opina el realista que, en un sentido, hay cosas que no varían en el mundo
cuando se produce un cambio de paradigma. La esencia y naturaleza del sol no cambió
cuando los científicos pasaron de un paradigma geocéntrico a una visión heliocéntrica.
Claramente, cuando tanto Kepler como Brahe miraban al sol, veían el mismo objeto y
tenían, por lo tanto, la misma experiencia, aunque ambos presentaran diferentes
interpretaciones sobre ésta.
El veredicto realista en la cuestión de los cambios en el mundo es que Kuhn fue
atrapado por el poder de su propia metáfora. Relacionar la actividad científica con un
proceso político fue una propuesta novedosa y fructífera. Kuhn nos ha ayudado a ver la
ciencia como una institución humana, ayudando con ello a rebajar la exaltada posición
a la que los modernistas habían elevado la racionalidad científica. Pero, aunque
podemos aprender de la perspectiva sociológica de la ciencia que propone Kuhn, no
estamos obligados a seguirle en sus pronunciamientos más radicales y relativistas. No
dejándonos arrastrar por la fuerza de la metáfora de los cambios en el mundo al
cambiar el paradigma, podemos aprender de Kuhn sobre aspectos muy importantes, sin
abandonar el papel de la noción de verdad objetiva en la comprensión de la ciencia.

5. EL CRISTIANISMO COMO PARADIGMA

Este capítulo comenzaba con la cuestión de cómo es posible apropiarnos de la


apertura “posmoderna” a aceptar la racionalidad de sistemas de creencias no
científicos, sin caer por ello en el relativismo posmoderno. Notemos, a modo de
conclusión, que la interpretación “no relativista” (o quizá “reinterpretación”) de Kuhn
que hemos defendido en este capítulo nos da una forma de resolver esta dificultad.
Hemos visto que es posible aceptar mucho de lo que Kuhn tiene que decir sobre
el papel de los paradigmas en la ciencia sin respaldar su visión de que no existe una
verdad científica objetiva. Siguiendo a Kuhn, se ha desarrollado la estructura general
de una filosofía de la ciencia que permite la idea de comparación racional de
paradigmas y que respalda la creencia realista de que las teorías científicas tratan de
describir la naturaleza de una realidad que es independiente de paradigmas. Al
mantener la posibilidad de comparación racional de paradigmas y la idea de verdad
objetiva, esta aproximación consigue evitar las valoraciones negativas de racionalidad
y objetividad presentes en las filosofías de la ciencia posmodernas más radicales.
Al considerar la racionalidad de la ciencia, esta aproximación no cae en la trampa
modernista de igualar racionalidad con método científico. La ciencia puede ser una
actividad racional, pero no es el único ejemplo de racionalidad, como los modernistas
tienden a suponer. Vemos esto claramente al notar que la posibilidad de elección
racional entre paradigmas, propuesta en este capítulo, es también aplicable en
contextos más generales. En particular, la elección de un sistema de creencias
religioso, como el cristianismo, podría ser racional del mismo modo que la elección de
paradigma del científico es racional.
Hemos visto que la elección del paradigma científico viene respaldada por un
conjunto de valores que todos los científicos comparten. Los científicos buscan teorías
que posean cualidades como precisión, alcance, simplicidad y capacidad de dar frutos.
En ausencia de razones que le lleven lógicamente a elegir un paradigma antes que otro,
el científico debe emitir un juicio, a la luz de esos valores, sobre qué paradigma da
mayor sentido a los datos disponibles. Al guiarse por esos valores, el juicio puede ser
racional, pero no podrá ser demostrado correcto por medio de la lógica.
Las anomalías no resueltas persisten, incluso en la ciencia. Un nuevo paradigma
eliminará algunas dificultades, pero planteará otras. Hay puntos de tensión, cuando no
está claro cómo pueden reunirse de forma coherente diferentes partes de una teoría.
Esto implica, una vez más, que se requiere emitir un juicio para elegir entre
paradigmas. Globalmente, ¿la capacidad del paradigma para dar sentido a un amplio
espectro de datos supera a su debilidad debido a su incapacidad para explicar ciertos
datos o al hecho de que hay aspectos en los que el paradigma parece incapaz de salir
de la contradicción?
La situación, en principio, no es diferente a la de alguien que se enfrenta a la
elección de abrazar o no el cristianismo. Hay un paradigma cristiano distintivo, un
conjunto de principios y convicciones que constituye la cosmovisión cristiana y
proporciona el medio por el que los cristianos dan sentido a su experiencia del mundo.
Según el paradigma cristiano, indagamos en el mundo movidos por la creencia de que
el mundo fue creado por un Ser personal, todopoderoso y amante, que sostiene su
creación y se revela en ella, de una forma general y también de maneras especiales. Por
analogía con los paradigmas científicos, no debemos esperar encontrar argumentos
demoledores a favor de este punto de vista. El investigador deberá valorar las distintas
evidencias que, acumuladas, hablan a favor del cristianismo — la evidencia de diseño,
de la revelación, la experiencia religiosa del ser humano, y otras. Deberá contrapesar
estas evidencias frente a las proporcionadas por la existencia del mal y considerar la
adecuación de los esfuerzos de los cristianos para enfrentarse con esta tensión en su
cosmovisión. Eventualmente, deberá emitir un juicio y decidir si, globalmente, el
esquema cristiano da un mayor sentido a los datos disponibles desde la experiencia
(que incluirá su propia experiencia personal).
El paralelismo entre el proceso de elección de un paradigma en la ciencia y el
proceso de conversión religiosa es asombroso. El propio Kuhn señaló ese paralelismo,
aunque su uso del término “conversión” pretendía destacar el elemento irracional en la
elección de un paradigma científico (ver su obra Scientific Revolutions, p. 151) Pero ya
hemos visto que la elección de un paradigma científico puede justificarse
racionalmente apelando a valores como la simplicidad o la precisión. Del mismo
modo, existe la posibilidad de una defensa racional de la cosmovisión cristiana como
un sistema de creencias que ejemplifica valores similares.
El cristianismo ofrece un “paradigma religioso”. Puede defenderse racionalmente
por medio de argumentos que demuestran la simplicidad, coherencia y precisión de la
explicación que da sobre la experiencia. Podemos entonces darle la vuelta a la analogía
de Kuhn. En lugar de considerar las revoluciones científicas y la adopción de un
sistema de creencias religiosas como procesos de conversión irracional, podemos
concluir que la elección de un sistema de creencias religiosas puede ser racional como
también lo puede ser la elección de un paradigma científico.
La analogía entre el cristianismo y un paradigma científico nos ha llevado a
concluir, contrariamente al modernismo, que es posible justificar racionalmente la
creencia religiosa. En un sentido, ésta es una conclusión posmoderna, pues representa
un rechazo de la doctrina de la modernidad sobre la naturaleza irracional de la religión.
Esta conclusión también se enfrenta al relativismo, que forma parte de mucho
pensamiento posmoderno. Los posmodernos se inclinan por afirmar la
inconmensurabilidad de cosmovisiones diferentes. El posmoderno no participará en la
visión de que se pueden comparar diferentes paradigmas religiosos en un esfuerzo para
discernir qué sistema es preferible desde un punto de vista racional. Si las opiniones
defendidas en este capítulo se consideran las de un posmoderno, quiero enfatizar que
tan sólo se debe a que divergen de la modernidad al permitir que el dominio de la
razón no quede restringido a cuestiones puramente científicas.
El posmoderno y relativista mostrará su escepticismo, como Kuhn, ante el
concepto de verdad objetiva. Pero hemos visto que es posible apropiarnos en gran
parte del análisis de Kuhn y mantener una fuerte insistencia en la objetividad de la
verdad. La fundamentación relativista del concepto de verdad en el acuerdo entre seres
humanos nos parece inadecuada. Los realistas pisan un terreno sólido, filosóficamente
hablando, cuando insisten, desafiantes, en que la verdad objetiva es un concepto viable
y en que, de hecho, la meta de la actividad científica es una descripción objetivamente
cierta de la naturaleza.
Tradicionalmente, la fe cristiana se ha presentado como una descripción
objetivamente cierta de la naturaleza última de las cosas. En esta era posmoderna, es
tentador respaldar el relativismo como interpretación de la naturaleza de la religión.
Pero, al hacerlo, rechazaríamos el concepto de verdad objetiva en el dominio religioso.
Para el posmoderno, el cristianismo no debería recomendarse basándose en la
existencia de buenas razones para suponer que es verdad (en un sentido objetivo). Al
contrario, cuando los cristianos afirman que su sistema de creencias es verdad, debe
entenderse que expresan sus preferencias subjetivas por la perspectiva cristiana.
No es el propósito de este capítulo entrar de lleno en la discusión de las
interpretaciones relativistas de la religión. Pero, si aceptamos una filosofía de la
ciencia realista, la analogía entre cosmovisiones religiosas y paradigmas científicos
sugiere una aproximación también “realista” a las creencias religiosas. Hemos visto
que es posible reinterpretar el tratamiento de Kuhn de los paradigmas científicos de
manera que escapamos del relativismo y se afirma la validez de considerar los
paradigmas científicos como sistemas que persiguen una verdad objetiva. Por analogía,
podemos argumentar en contra de las interpretaciones relativistas de los paradigmas
religiosos, que constituyen una parte tan destacada del pensamiento posmoderno.

6. CONCLUSIÓN: POSMODERNISMO PARCIAL

La filosofía de la ciencia que defiende este capítulo podría llamarse “parcialmente


posmoderna”. Hemos visto razones para rechazar la exaltación que la modernidad hace
de la ciencia como el único árbitro de lo que es razonable. Al rechazar esta doctrina
central de la cosmovisión de la modernidad, somos, en parte, posmodernos. Pero
refutar esta exaltación de la racionalidad científica no significa caer en el relativismo
posmoderno, para el que todas las cosmovisiones son igualmente válidas. Los
argumentos a favor de la racionalidad en la elección de un paradigma científico y la
viabilidad del concepto de verdad científica objetiva tienen aplicaciones muy amplias.
Demuestran la posibilidad de que una cosmovisión religiosa, como el cristianismo,
pueda ser defendible racionalmente y sugieren la aplicabilidad del concepto de verdad
objetiva al dominio religioso. Podemos, pues, alcanzar el objetivo de aceptar la
apertura posmoderna a la religión sin caer en el relativismo posmoderno. La
conclusión de este capítulo es, pues: posmodernismo sí, pero sólo con moderación.

Nota: Este capítulo fue publicado primero en la revista Science and Christian Belief,
10, pp. 163-178 (1998).
5
El ataque posmoderno al realismo científico

John L. Taylor

1. RELATIVISMO

“Toda verdad es relativa” es una afirmación muy común, pero ¿qué es lo que se
quiere decir con ella?
Para el relativista, parece significar lo siguiente:

“X es verdad” = X es verdad para mí (o quizá para mi comunidad).

¿Hasta qué punto nos satisface esta pretensión sobre el significado de la verdad?
Uno de mis énfasis al usar el predicado “es verdad” es que se recomienda una
proposición como algo que debe ser creído. Afirmar “lo que dijo el Presidente esta
mañana es verdad”, implica que “deberías creer lo que dijo”. Sería un sinsentido decir
“Todo lo que dijo es cierto, pero no debes creerte ni una palabra”.
Ese mismo sinsentido se da al pretender que la verdad es relativa. Pues si “X es
verdad” significa que “X es verdad para mí”, entonces al afirmar X (o la afirmación
equivalente de que X es verdad) no se deriva la implicación “tienes que creer X”. Si la
verdad es realmente “verdad para mí/verdad para mi comunidad”, entonces, cuando
afirmo que una proposición es cierta, mi afirmación no debe tomarse como una
propuesta a la que asentir, pues eres otro individuo y quizá perteneces a otra
comunidad. Pero entonces, realmente no he hecho ninguna afirmación. Todo lo que he
hecho ha sido, de una manera confusa y sinuosa, expresar lo que yo creo.
Entonces, el relativista quiere decir con “es verdad para mí” algo así como “eso
creo yo”. Pero si eso es realmente lo que pretende afirmar, sería mucho mejor si se
hubiera expresado con esas palabras. Pues, una vez aclarado que la expresión del
relativista es primordialmente una expresión de su creencia, invita a responderle: “Sí,
tú crees eso, pero, ¿deberías creerlo? ¿Qué razones tienes para creerlo?”.
La confusión entre verdad y creencia nos conduce a una dificultad conceptual.
¿Qué harían los relativistas ante la afirmación: “EI relativismo puede ser cierto para ti,
pero no para mí”? ¿La aceptarían? En ese caso, habrían renunciado a convencernos
para que nos hiciéramos también relativistas, con lo que nos podríamos preguntar qué
es lo que realmente creen. Si estuvieran en desacuerdo con la afirmación, parecería que
ciertas pretensiones de verdad son, de hecho, absolutas.
Parece, pues, a primera vista, que el relativista no ha tenido en cuenta la
distinción entre afirmar que una proposición es cierta (y que lo sea depende de que las
cosas sean como dice la proposición) y expresar las creencias u opiniones propias. Los
que igualan verdad y opinión se adentran en terrenos movedizos conceptualmente que
hacen imposible una auténtica comunicación (proposiciones que se presentan y
someten a consideración).
Por el contrario, si consideramos que la comunicación genuina es posible (y, por
supuesto, nadie te podrá decir lo contrario), la verdad debe ser algo más que una
simple opinión. La verdad es lo que perseguimos al hacer afirmaciones — aunque una
determinada afirmación pueda no dar en el blanco. Éste es uno de los puntos de mi
argumentación para mantener que, al hacer afirmaciones, presuponemos una noción de
verdad objetiva.

2. DECONSTRUCTIVISMO SOCIOLÓGICO

En los últimos años, nos hemos hecho mucho más conscientes del significado del
contexto social en la creación de teorías. Filósofos como Wittgenstein han
argumentado que el uso del lenguaje es una actividad social, por lo que el significado
de los términos usados en las teorías científicas debe ser explicado por referencia al
contexto social en el que viven los científicos. Mucho hay que aprender de este
renovado interés por la sociología. Pero, ¿cómo debemos entender, exactamente, la
relación entre teorías y contextos sociales? Una postura radical es la que se conoce
como deconstructivismo sociológico.
El deconstructivista, como yo lo veo, cree que se pueden explicar completamente
las elecciones de los científicos (o de los creyentes religiosos) hablando tan sólo de
causas sociológicas de la creencia. Es decir, todos los procesos de inferencia
considerados razonables pueden explicarse totalmente por referencia a las condiciones
sociales obtenidas.
El análisis reduccionista sociológico ha seguido el argumento de Wittgenstein con
relación a las reglas y su acatamiento. Se trata de que todos somos miembros de
comunidades lingüísticas determinadas. Nuestro lenguaje contiene ciertas reglas para
el uso de los términos. Estas reglas no han sido “dadas por Dios", sino que se basan en
el consenso. Lo que determina que sea correcto aplicar un término de una forma
particular es que la comunidad a la que perteneces lo hace así. Puede parecer, por lo
tanto, que la verdad se reduce a un acuerdo entre personas.
Este modelo de “verdad como consenso" ha sido expresado de una manera
sencilla por Rorty: la verdad es lo que nuestros iguales nos permiten mantener (en la
página 176 de su obra Philosophy and the Mirror of Nature, publicada en Nueva Cork
por Princeton University Press en 1979). Si el modelo es correcto, se seguiría que la
epistemología de la ciencia se reduce a la sociología: la explicación de lo que los
científicos creen ser cierto debe obtenerse de la consideración de los factores sociales
que han llevado al consenso.
La posición del deconstructivista contiene, según entiendo, una equivocación en
relación al concepto de verdad. La forma de decidir si hay queso en la nevera es
mirando dentro, no haciendo una encuesta en la calle. No es difícil encontrar
proposiciones que fueron universalmente creídas y que resultaron ser falsas. En una
época, existía la creencia muy extendida en la proposición de que la tierra era el centro
del universo. Esto resultó no ser verdad. El consenso no es una condición suficiente
para la verdad, ni, por supuesto, es necesaria. Hay muchos hechos en el pasado cuya
explicación todos ignoramos.
Por lo tanto, no puede ser correcto el modelo de “la verdad como consenso”. Una
dificultad añadida para el deconstructivista es la autorreferencia: ¿qué hacemos con las
razones que se nos ofrecen para que neguemos que puede haber buenas razones? Es
decir, ¿cuál es el estatus de las teorías sociológicas que se supone sustituyen a las
narraciones “racionalistas” de la historia de la ciencia? Si nos ofrecen razones, ¿por
qué no las podemos someter al mismo análisis deconstructivista que pretenden que
debe aplicarse a la ciencia? Y si no nos ofrecen razones, ¿por qué debemos creer lo que
afirman?
Este último argumento nos lleva al centro del problema. El punto clave y que
debemos enfatizar es que el mismo acto de afirmar proposiciones como algo en lo que
vale la pena creer (un acto que los deconstructivistas realizan tanto como sus
oponentes) presupone que existe algo que llamaríamos “valor de la creencia" (es decir,
razonabilidad). Los participantes en algo que pudiéramos llamar investigación están
obligados, como condición previa para que la actividad tenga sentido, a distinguir entre
lo que es razonable y lo que no lo es. Si cualquier teoría es tan válida como otra
cualquiera, no tiene sentido proponer teoría alguna.

3. ANTIRRACIONALISMO

Hubo un tiempo en el que todos creían en la racionalidad de la ciencia. Los


filósofos pensaron que podrían enunciar “el método científico” que daba cuerpo a esa
racionalidad. Pero la historia de la filosofía de la ciencia del pasado siglo es la historia
del fracaso de los filósofos en ese intento (el positivismo lógico no funcionó, ni
tampoco el empirismo, ni el falsacionismo, etc.) Surgió una generación de filósofos e
historiadores de la ciencia (liderados por Kuhn y Feyerabend), que señalaron no sólo
que las descripciones que tos filósofos daban del método científico eran problemáticas,
sino que, además, cuando realmente se examinaba la práctica de los científicos, parecía
que nunca estaban haciendo lo que, según los filósofos racionalistas, debían estar
haciendo. En particular, las figuras pioneras durante los períodos de revolución
científica parecían actuar de forma contraria a los procedimientos científicos
establecidos.
Todo esto condujo a la doctrina de la inconmensurabilidad de las teorías
científicas. Es la pretensión de que no es posible la comparación racional de teorías.
Hay otra pretensión paralela sobre las creencias religiosas: llegar a creer es una
actividad fundamentalmente no racional. La tesis de la inconmensurabilidad se basa en
varias fuentes, pero dos de sus argumentos centrales se pueden resumir así:

1. El argumento epistemológico para la inconmensurabilidad. No hay


criterios neutrales que puedan ser usados para valorar los méritos de teorías
rivales. Las reglas que seguimos en un argumento racional dependen de las
teorías que ya aceptamos. Por lo tanto, cualquier apelación a consideraciones
“racionales” para valorar teorías debe ser circular. Este es el argumento que
aparecía en el famoso capítulo nueve de la obra de Kuhn Structure of
Scientific Revolutions y contribuyó a motivarle en su desarrollo de la idea de
la inconmensurabilidad de los paradigmas científicos.

2. El argumento semántico para la inconmensurabilidad. Los miembros de


sistemas de creencias distintas hablan diferentes lenguajes y no hay
posibilidad de traducir los términos de un sistema al otro. Por lo tanto, es
imposible comprender, y no digamos ya valorar racionalmente, lo que dicen
los que tienen un sistema de creencias diferente al de uno mismo. Este
argumento también figura de forma destacada en el pensamiento de Kuhn,
aunque no llega a aclarar cuál es el alcance de esa limitación de la
comunicación.

La tesis de la inconmensurabilidad ha producido un programa de investigación


completamente nuevo, dentro del deconstructivismo sociológico descrito con
anterioridad. En lugar de buscar una percepción de la historia de la ciencia como una
progresión, quizá parcial, hacia una visión objetivamente cierta del mundo, los
sociólogos de la ciencia intentan ahora explicar las elecciones de los científicos sin
hacer referencia a nociones tan “dudosas” como racionalidad o verdad. Si la tesis de la
inconmensurabilidad es correcta, entonces las pretensiones de los científicos de tener
una base racional para sus teorías deben ser consideradas como propaganda. El
sociólogo ha de realizar una tarea reconstructiva para mostrar los determinantes reales
y no racionales de las creencias que subyacen en los argumentos llamados “racionales”
de los científicos. Algo semejante ha ocurrido en el terreno del estudio sociológico de
la religión, con la proliferación de departamentos de “estudios religiosos”, centrándose
en estudios fenomenológicos y decayendo el estudio de la teología.
Ahora podemos comprender bien las pretensiones de los científicos del pasado.
Aun a un nivel elemental, es comprensible la actitud de Galileo al enfrentarse a los
aristotélicos. Quizá se nos pasen por alto algunas sutilezas en el argumento, pero la
tarea del historiador es tratar, hasta donde sea posible, de ponerlas de manifiesto.
Quizá, en un sentido, nuestra comprensión siempre vendrá de la mano de otros, pero
aunque aceptáramos esto, todavía estamos muy lejos de afirmar que los que trabajan en
otros paradigmas pertenecen a un mundo diferente, sin base para que nos sean
inteligibles. El mismo Kuhn aceptó la posibilidad de una traducción parcial, sin
reconocer que esto suponía pisar el terreno de algunos de sus comentarios relativistas
más cortantes.
De nuevo, nos enfrentamos con cuestiones de autorreferencias. El argumento a
favor de la inconmensurabilidad semántica se basa en describir dos paradigmas
diferentes e intentar demostrar que hay términos en uno para los que no hay término
equivalente (con el mismo sentido o referencia) en el otro. Es famoso, por ejemplo, el
argumento de Kuhn de que era un error suponer que la mecánica de Newton era un
caso especial de la mecánica relativista, puesto que hasta el significado de términos
básicos como el de “masa” cambiaban al pasar de la física de Newton a la de Einstein,
sin traducción posible entre esos esquemas.
La dificultad radica aquí en que la propia presentación del caso presupone que
podemos entender el antiguo paradigma lo bastante bien como para ver que el
significado de sus términos difiere del que tienen en el moderno. Pero esto implica que
al menos podemos tener una pequeña idea del significado de términos de otro
paradigma. Si existiera una inconmensurabilidad real, ni siquiera podríamos estar
seguros de que el otro esquema tiene términos cuyo significado es diferente al que
tiene en el nuestro. Un paradigma inconmensurable con nuestro propio mundo sería un
completo misterio: una sucesión de signos y símbolos de los que no podríamos deducir
nada.
Parece como si el argumento semántico de inconmensurabilidad se basara en un
fallo al no distinguir entre diferente significado (que puede existir, obviamente, pues
nuestras creencias afectan al significado que damos a los términos) y fallo de
traducción (que parece menos plausible). Newton tenía un concepto diferente de masa
inerte al que nosotros tenemos, de acuerdo con Einstein. Aun así, podemos entender lo
que él creía y reconocer a qué nivel él seguía hablando de la misma propiedad.
Hasta aquí sobre la inconmensurabilidad semántica. ¿Qué decir del argumento
epistemológico? ¿Son realmente internos los standards para valorar paradigmas? ¿Es
cierto que paradigmas diferentes conllevan conceptos diferentes de lo que debe ser un
buen paradigma?
No hay duda de que la práctica científica está influenciada por los ejemplos. Pero
si nos alejamos de las particularidades de las controversias individuales, quizá seamos
capaces de discernir algo — un conjunto de valores, y no de reglas, que es común a
todos los científicos. Sorprendentemente, fue el propio Kuhn quien introdujo la idea de
que, de hecho, hay un cierto número de “virtudes científicas”. Son aquellos valores —
precisión, consistencia, alcance, simplicidad y capacidad para dar fruto — que buscan
todos los científicos. En ese sentido, son valores que trascienden el paradigma. Kuhn
tampoco piensa que esos valores sean meros accidentes. Cuando a una teoría se la
llama “científica", se presupone que debe exhibir esas características. Ser un científico
es participar en la creación de una teoría que proporcione una descripción precisa,
simple, consistente y fértil de los datos.
Pueden existir diferencias, al cambiar el paradigma, en la importancia relativa
asignada a los valores individuales. Por ejemplo, la ciencia de Aristóteles buscaba la
precisión descriptiva, mientras que la física después de Galileo perseguía un modelo
sencillo con capacidad para explicar y predecir. Estas diferencias en la ponderación
son las que explican la profundidad del debate durante las revoluciones científicas.
Pero el hecho de que existe un marco de valores compartidos al que apelar demuestra
que es posible un debate racional, en un sentido objetivo. Simplemente, no es cierto, al
valorar lo que constituye el método científico, que “todo vale”, como diría Feyerabend.

4. CONCLUSIONES Y PROPUESTAS

Propongo una respuesta al posmodernismo que discrimine. Vivimos, claramente,


en un tiempo de cambio cultural rápido y profundo, y puede parecer que, en ese
contexto, verdad y razón representan ideales inalcanzables. Pero, si la línea argumental
que hemos seguido es correcta, debemos tener cuidado con las aspiraciones
deconstructivistas de la posmodernidad. La idea de verdad como meta de una
investigación racional es eminentemente defendible y, de hecho, es una presuposición
en la discusión a la que desean contribuir los posmodernos. Es por ello por lo que el
relativismo, el deconstruccionismo sociológico y el antirracionalismo se enfrentan a
serias dificultades conceptuales y a problemas de autorreferencia.
Por otra parte, no hay duda de que los conceptos de razón, verdad y significado
están sometidos a una discusión tan intensa, que los cristianos parecerían “infantiles”
si pensaran que debería estar claro para todo el mundo lo que es verdad, razonable o
con sentido. Bien pudiera ser que, al descender al detalle en las reflexiones sobre estos
conceptos, encontráramos que hay aspectos válidos en la crítica posmoderna.
Aspiramos a ser objetivos en el razonamiento, pero, como enfatizan los posmodernos,
dada nuestra contingencia y finitud como seres humanos y nuestra pertenencia a
tradiciones sociales particulares, en nuestros tratos reales con otros, e invariablemente,
no alcanzamos ese ideal.
Quizá, y lo ofrezco como sugerencia, pudiéramos encontrar una salida
argumentando, como hemos hecho, que las prácticas de la comunicación y de la
investigación presuponen que hay standards de corrección y claridad. Si no fuera así,
hablar sería simplemente emitir sonidos en el aire y no afirmaciones genuinas, y no
tendría sentido la investigación. Pero el reconocimiento de que sigue siendo
indispensable el ideal de objetividad es compatible con un claro reconocimiento de la
naturaleza realmente subjetiva de muchas de nuestras actitudes y de nuestros
compromisos reales. Podemos aceptar que la “posmodernidad” es una buena
descripción de la situación cultural presente, sin admitir las implicaciones del rechazo
posmoderno de la objetividad como norma de la investigación racional y de la verdad.
Todo esto se parece mucho al espíritu del “realismo crítico”: realismo, pues no se
rechaza la razón, la verdad o el significado como conceptos con una base objetiva;
crítico, pues nos mantenemos con los ojos bien abiertos ante las realidades de nuestra
condición humana que hace tan difícil alcanzar esa objetividad.
El realista crítico entenderá que los factores sociales influyen en los científicos,
pero que esas influencias no eliminan el lugar que, en una descripción de lo que es la
ciencia, tienen nociones epistemológicas como la búsqueda de la verdad. Un análisis
basado en el realismo crítico aceptará que una explicación completa de, por ejemplo,
por qué los científicos toman las decisiones que toman, incluirá referencias al contexto
social en el que trabajan. Sin embargo, el realista crítico no aceptará que las decisiones
de los científicos están determinadas únicamente por factores sociales externos a la
práctica de la ciencia. Por ejemplo, un realista crítico aceptará que factores como quién
proporciona los fondos para la investigación no determinan el resultado de la
investigación — aunque sí qué tema se escoge para investigar y, también hasta cierto
punto, el tiempo y el esfuerzo que los investigadores dedican a tratar algunas
complejidades concretas. Las dificultades del análisis deconstructivista sugieren que
todavía hay mucho que decir y explorar sobre esta forma de analizar el papel de los
factores sociales en la ciencia.
Las implicaciones exactas de una posición que pudiéramos llamar de “realismo
crítico” requieren una exploración mucho más profunda (particularmente, si nos
desplazamos a la esfera religiosa y con relación a los temas, maltratados, de la
hermenéutica y el pluralismo). Hay una tendencia en los escritos cristianos más
recientes a plantear la discusión con la posmodernidad utilizando términos polémicos y
frases muy duras, constreñidos por un sentimiento de que la posmodernidad constituye
un grave peligro para el cristianismo. Prefiero un tratamiento más “en frío”, en el que
consideramos las complejas corrientes del pensamiento contemporáneo, tratando de
ver si sus pretensiones con relación a la razón, el significado y la verdad resisten el
escrutinio del análisis conceptual. El resultado de este proceso será, como he estado
argumentando, una mayor convicción de que las nociones de verdad objetiva y razón
no pueden ser eliminadas. Son presuposiciones ineludibles en el mismo diálogo al que
contribuyen los posmodernos. Si esto es correcto, la participación cristiana en la
agenda posmoderna, tanto en ciencia como en religión, no necesita ser hiriente y
polémica, sino que puede ser tranquila y confiada, exponiendo con claridad su
pensamiento.

Nota: Este capítulo se presentó originalmente en la conferencia anual de Christians in


Science en Londres en septiembre de 2001. Agradezco a los participantes sus
preguntas y comentarios. Este capítulo fue publicado primero en la revista Science and
Christian Belief, n° 14 (2002), pp. 99-106.
6
Mantener las verdades científicas y
cristianas en un mundo posmoderno

Donald A. Carson

1. INTRODUCCIÓN

Me gustaría comenzar agradeciendo a los organizadores de esta conferencia que


hayan invitado a un teólogo a participar en una reunión de científicos eminentes. En un
sentido, por supuesto, este hecho es reflejo de nuestra época. Las presiones de la
globalización van mucho más allá de la obviedad de que culturas muy diferentes se
influyen hoy mutuamente. También ponen de manifiesto que, en una época en la que
ciertas disciplinas se especializan cada vez más y, en ese sentido, se vuelven cada vez
más estrechas, hay mucho llamamiento a exploraciones interdisciplinares, y supongo
que esta conferencia, en parte, es un fruto de tales presiones. Idealmente, es algo
bueno. Sin embargo, debemos admitir francamente que no pocas de las voces
estridentes que reclaman estudios interdisciplinares, algunas más articuladas que bien
aconsejadas, se entremeten en las disciplinas con exuberante alegría y tratan de
someter otros dominios de investigación a la hegemonía de la epistemología
posmoderna. Esto resume al menos parte del enfrentamiento contemporáneo entre
científicos y muchos filósofos de la ciencia. “Sabemos cómo pensáis”, dicen éstos a
los primeros, “y por eso nuestra tarea es presentar vuestros puntos débiles y enseñaros
la manera correcta de pensar”.
Puesto que tanto los cristianos como la ciencia se enfrentan a ataques similares,
no debe sorprendernos que podamos aproximarnos en una defensa común, pues ambas
partes compartimos algo: ambas pensamos que existe una verdad que trasciende la
cultura y que los seres humanos tenemos algún acceso a ella. Para los que son
científicos y cristianos, apenas les sorprenderá que alguien se pregunte por el provecho
de unir nuestros recursos al enfrentarnos a este debate.
En este capítulo, mis objetivos son modestos. Me propongo ofrecer un resumen
de los desafíos, una revisión de las respuestas y un par de sugerencias.

2. UN RESUMEN DE LOS DESAFÍOS

Mejor será que comience con una afirmación sobre el término posmodernidad. La
expresión es burda, su alcance ridículamente amplio y su uso diverso. Pero, desde mi
punto de vista, el término sigue siendo útil si reconocemos que lo que une sus diversos
usos es la suposición de un cambio epistemológico. La epistemología de la
modernidad afirmaba que, en cualquier disciplina, y en el mismo pensamiento, existen
ciertos cimientos universales sobre los que podemos construir con rigor metodológico;
la epistemología posmoderna insiste en que tanto los cimientos como los métodos
tienen restricciones culturales y que, por lo tanto, el “conocimiento” resultante es,
necesariamente, función de las culturas particulares. Y no sólo hay muchos cimientos,
insiste el posmoderno, sino que, además, deberíamos alegrarnos de la multiplicidad de
métodos que compiten y que incluso son mutuamente contradictorios. La
epistemología de la modernidad pensaba que podría desplazarse desde el pensador
individual y finito — el sujeto finito en la frase de Descartes “Pienso, luego existo” —
por la vía de la razón a la verdad objetiva y universal. El posmoderno insiste en que las
limitaciones de cualquier conocedor finito son tan severas, que la persecución de una
verdad objetiva y universal es una mera quimera; y que la razón, por sí sola, no da la
talla en esa tarea. La epistemología de la modernidad mantenía que descubrir la verdad
universal es tanto deseable como alcanzable; la epistemología posmoderna está
bastante segura de que la verdad universal no es alcanzable, duda de que sea deseable
y sugiere que perseguirla no es sólo una pérdida de tiempo idolátrica, sino que conduce
a una manipulación inmoral y a un sinfín de otros problemas (cf. la famosa denuncia
de Foucault de la totalización). La modernidad tiende a enfatizar la contribución
intelectual del individuo o del equipo directivo; la posmodernidad enfatiza más los
determinantes sociales del supuesto “conocimiento”. Para la modernidad, la verdad (en
un sentido objetivo) es crucial, y tanto las creencias como la ética deberían ajustarse a
ella. “El posmoderno rechaza la verdad como un conjunto coherente de preceptos
éticos y standards para el comportamiento moral. La verdad debe ser rechazada
porque es coercitiva, normativa, no ambivalente e implica absolutos y universales”
(en “Truth: the first Casualty of Postmodern Consumerism” de Michael Jessup, trabajo
publicado en Christian Scholar’s Review, 30, 2001, p. 291).
Cómo hemos llegado a este punto en la civilización occidental no es posible
descubrirlo rápida y fácilmente. Se puede argumentar la aportación de individuos clave
que, aun sin poder ser etiquetados con propiedad como posmodernos, anticiparon
algunos de estos aspectos: un Immanuel Kant, cuyo idealismo filosófico insistía en que
la mente humana impone un orden a los datos percibidos por los sentidos que no es
intrínseco a los objetos percibidos; un Friedrich Nietzsche, cuyo nihilismo no dejó
lugar para la verdad y la moralidad en un sentido objetivo, sino por la fuerza de las
armas; historiadores que reconocen con cuánta facilidad la historia se convierte en
propaganda (Hugh Trevor-Roper, por ejemplo, dio en una ocasión una conferencia a
historiadores alemanes en la que asustó a toda la audiencia presentándoles lo que los
historiadores británicos estarían diciendo ahora si Hitler hubiera conquistado el Reino
[8]
Unido). Aún más importante, en el siglo XX, se unieron tres o cuatro movimientos
intelectuales. La tradición alemana nos enseñó la subjetividad intrínseca de todas las
interpretaciones y nos legó el círculo hermenéutico; la tradición francesa, como retoño
de la lingüística, nos dio el deconstructivismo y nos enseñó, entre otras cosas, el poder
del lenguaje y de las palabras por encima del poder de la ciencia; la tradición
norteamericana, con su amor por la antropología y la sociología, nos dejó la noción de
que cada subcultura constituye una comunidad interpretativa; y la teoría literaria en el
mundo occidental ha abandonado la visión de que el significado del texto está en el
autor y, pasando por la autoridad autónoma del propio texto, ha llegado, finalmente, a
considerar que el significado reside, primariamente, en el lector o conocedor en
interacción con el texto.
Aunque no podemos negar ninguna de estas influencias, sospecho que todas
tienen algo en común, más profundo y poco reconocido, a saber: la debilidad intrínseca
de la epistemología de la modernidad, especialmente en sus últimos tiempos. La
primera epistemología moderna (es decir, a partir del 1600) la ejercían
mayoritariamente teístas o deístas. El propio Descartes era un devoto católico. Pese a
su dependencia formal en la razón y en el ser finito, con relación a los fundamentos y
métodos, la mayoría de ellos seguía operando dentro del marco de la herencia de la
tradición judeocristiana. La propia ciencia, como señala Roger Trigg en el segundo
capítulo de este libro, se basaba en la teología — en particular, en la idea de que Dios
es el dador de las leyes, que garantizan el orden y las predicciones en el mundo que
creó. Pero, a medida que cada vez más modernos, no pocos en el dominio de la
ciencia, abandonaron la tradición judeocristiana y adoptaron alguna forma de
naturalismo filosófico, se perdió de vista al Dios cuya omnisciencia era la reserva de
todo el conocimiento. No había un árbitro final, ni ancla, ni punto de referencia
estable. La epistemología de la modernidad, al final y por distintos caminos, se hizo
inestable y engendró a un bastardo que llamamos posmodernidad, He elegido el
término “bastardo” conscientemente: pretendo señalar, en esta línea, que la
epistemología de la modernidad es, de hecho, la progenitora de la epistemología
posmoderna, aun si esta última es tan diferente a su padre que pretende negar todo lazo
familiar y cometer un parricidio. La implicación de esta analogía es, por supuesto, que
los cristianos reflexivos no deberían considerarse ni modernistas ni posmodernos en su
epistemología. Ambos sistemas son demasiado inestables, demasiado antropocéntricos
y, por lo tanto, idólatras.
En el cambio de la modernidad a la posmodernidad, las relaciones entre la ciencia
y el cristianismo también han sufrido algunos cambios. Es útil distinguir dos
tendencias opuestas en la reciente modernidad: imperialismo y la “visión en
perspectiva”. Bajo el imperialismo, o la ciencia trata de controlar la religión o la
religión trata de controlar la ciencia. Un ejemplo de lo primero lo tenemos en el
naturalismo filosófico duro de Richard Dawkins en Oxford o de Peter Singer en
Princeton. En ocasiones, la postura adoptada por la ciencia es un misticismo mal
definido que sigue siendo un cientifismo materialista, en el que la naturaleza se
convierte en dios, el corpus del conocimiento empírico es su sagrado depósito, los
científicos son los sacerdotes y el método científico casi un rito sacramental. El mismo
imperialismo se muestra cuando se nos dice que la ciencia trata de hechos, mientras
que la religión tiene que ver con la “fe”, donde “fe” se ha definido implícitamente
como preferencia religiosa personal, sin otras conexiones importantes y tan sólo
conectada accidentalmente con la realidad (una comprensión de la fe que no utiliza
ninguno de los escritores bíblicos) (Es útil también aquí la discusión de Andrew Ford
“Believing in Science” publicada en Categoría 19, 2001, pp. 21-32.) Por otro lado,
algunas formas de fundamentalismo religioso, incapaces de leer los textos dentro de su
género literario intrínseco, quieren que todos los pasajes bíblicos funcionen en el
mismo y prosaico plano. Entonces, puede usarse la autoridad bíblica para anular los
pretendidos resultados de la ciencia. Por supuesto, hay devotos cristianos, tanto
científicos como no científicos, que luchan de forma más creativa con las tensiones
percibidas entre la Biblia y la ciencia. Pero las tendencias de control imperial, en los
dos sentidos, son bien conocidas. Ciencia y cristianismo son categorías que están
compitiendo y cada una tratando de controlar a la otra.
Bajo la visión en perspectiva, especialmente en sus primeras expresiones, la
ciencia y el cristianismo consideran los mismos fenómenos bajo marcos
inconmensurables. “La clásica ilustración de esta visión en perspectiva es la
distinción entre la comprensión técnica de la zona del resultado de un tablero
electrónico que tiene el ingeniero electrónico que lo diseñó, y la comprensión
subjetiva del hincha, que lo mira con la esperanza de que su equipo marque” (citado
de la obra de Stanton L. Jones y Mark A. Yarhouse, Homosexuality: The Use of
Scientific Research in the Church’s Moral Debate, Downers Grove: IVP, 2000, p. 14).
Bajo la visión en perspectiva, las dos formas de hablar sobre algo no consiguen
conectar una con otra. Cada una pasa de largo ante la otra, ninguna impacta en la otra.
Pero, puesto que se consideran como formas mutuamente complementarias de hablar
sobre la realidad, entonces, al menos idealmente, cada una hace su propia contribución
a la verdad, a la descripción completa de lo que es.
Luego, el imperialismo y esta visión en perspectiva, más reciente, tienen esto en
común: ambas operan bajo la suposición de que hay una verdad que debe ser
descubierta y atesorada. Bajo el impacto de la posmodernidad, sin embargo, la
existencia de una verdad objetiva comenzó a ponerse en duda. Pero, ¿cómo pudo
ocurrir esto, especialmente en el ámbito de algo tan transparente y con tanto éxito
como la ciencia?
Una vez más, por supuesto, hay antecedentes. A mediados del siglo XX, Michael
Polanyi demostraba, de forma bastante convincente, que la ciencia tenía elementos
intrínsecos más allá de cualquier demostración empírica, elementos que llamó
“verdades tácitas”. A mediados de los años 60, las teorías de Thomas Kuhn sobre los
avances de la ciencia cuestionaron la visión, ahora pasada de moda, de que la ciencia
avanzaba por medio de la continua adquisición de conocimiento, conocimiento basado
en datos, rigurosamente contrastados, en condiciones controladas, por diferentes
científicos, para vindicar, o descalificar, una teoría u otra. Aunque su teoría de avance
de un paradigma ha sido posteriormente cualificada y circunscrita de varias formas,
consiguió cuestionar la visión popular (y nunca fue mucho más que la visión popular)
de que la ciencia construye su edificio de la verdad ostensible nada menos que sobre
los sólidos cimientos de la creciente acumulación de hechos indiscutibles.
En medio de este clima, no es sorprendente que varios libros detallando errores
científicos garrafales se hayan vendido como rosquillas. El de Robert M. Youngson
(Scientific Blunders: A Brief History of How Wrong Scientists Can Sometimes Be, New
York: Carroll & Graf, 1998) incluye algo así como sesenta ejemplos desarrollados y
notas de otros casos menores. Me encantan las citas. Habla Ernest Rutherford:
“Cualquiera que espere una fuente de energía de la transformación del átomo dice
tonterías”. O Lord Kelvin, que escribía en 1896: “No tengo ni la más pequeña
molécula de fe en la navegación aérea, si exceptuamos los globos aerostáticos, ni la
mínima esperanza en obtener buenos resultados en ninguno de los experimentos sobre
los que oigo”. ¿Y qué decir del hombre de Piltdown y de la alquimia de Isaac Newton?
Youngson, el autor del libro, escribe, sin embargo, desde el marco de la epistemología
de la modernidad; de hecho, parece comprometido con el naturalismo filosófico. Si
alguien como él nos advierte sobre los errores de la ciencia, no puede sorprendernos
que los posmodernos lleven el argumento más lejos. Harry Collins y Trevor Pinch (The
Golem: What you Should Know about Science, segunda edición, Cambridge University
Press, 1998) no sólo nos presentan el habitual surtido de errores científicos, sino que
también preguntan cómo se resuelven las incertidumbres en la ciencia. Niegan que la
resolución provenga, primariamente, de mejores y más clara evidencias. Por el
contrario, insisten en que la resolución se consigue por medio del consenso social.
Collins y Pinch pertenecen a una nueva clase dentro del movimiento, etiquetada en
ocasiones como “Sociología del Conocimiento Científico” o la “Escuela de
Edimburgo”. Este movimiento sostiene que el conocimiento científico se construye
socialmente y no tiene derecho a pretender la verdad objetiva sobre el mundo.
Estos filósofos de la ciencia siempre están en desacuerdo con los científicos. Pero
se hayan en la ola del relativismo posmoderno. En las calles, esta tendencia se muestra
en la multitud de apelaciones a la medicina alternativa (muy pocas de las cuales han
sido contrastadas con un procedimiento de doble ciego), en las pitonisas, en la
astrología, en el uso de imanes para curar el dolor de muelas, en la influencia
beneficiosa de ciertos cristales y cosas por el estilo.
Entonces, de repente, desde ese mismo ámbito y con el respaldo de los
intelectuales de la posmodernidad, el cristianismo y la ciencia se encuentran en
posiciones que podrían ser paralelas ante la sociedad. Muchos piensan ahora que
ninguno de los dos trata con la verdad, sino de cosas que pueden ser ciertas para ti
desde una perspectiva (amanece, pues, una nueva visión en perspectiva en la que las
múltiples perspectivas no complementan mutuamente una verdad aún mayor, sino que
todas son construcciones sociales por igual y no transmiten ninguna verdad objetiva);
pero no te dicen cómo son las cosas, por lo que carecen de autoridad sobre tu
conciencia o sobre tu sistema de creencias. Puedes elegir otro paradigma, puedes optar
por otra ciencia, por otra religión o por otra medicina alternativa. Eso depende de ti, o
de tu grupo social, o de tu comunidad interpretativa. Por supuesto, nadie tiene derecho
a decirte que estás equivocado o que tu religión, o tu ciencia, es falsa. Decirlo sería
sucumbir a la intolerancia. (Debería adentrarme en ese terreno mucho más para
justificar esta afirmación, pero esta acusación se ha hecho posible únicamente por una
asombrosa revolución en el significado de tolerancia. Antes se decía que la tolerancia
era la virtud de la persona que, manteniendo su convicción fuerte sobre una cierta
cuestión, insistía en que quienes estaban en desacuerdo tenían el mismo derecho a
defender sus puntos de vista — la postura recogida en la frase “Estoy en total
desacuerdo contigo, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a dar tu opinión”. Hoy,
la tolerancia es la virtud de la persona que no tiene fuertes convicciones, salvo que es
un error mantener fuertes convicciones o decirle a otro que puede estar equivocado).
De hecho, sospecho que parte de la razón del descrédito de la ciencia entre muchos
sociólogos y filósofos está vinculada a la parte de la razón del descrédito del
cristianismo: el modo de ser posmoderno es profundamente antiautoritario. El
cristianismo se mantiene sobre las turbulentas aguas del relativismo por su insistencia
en los hechos centrales de la revelación; la ciencia lo hace sobre las mismas aguas del
relativismo insistiendo en que sus métodos y resultados transcienden él relativismo de
las construcciones sociales. Por lo tanto, ambos tienen pretensiones de autoridad que
son consideradas como actos no amistosos por una generación que ha crecido
sospechando de los totalitarismos.
No deseo exagerar la influencia de la posmodernidad en nuestra cultura. Hay
muchos “modernistas” a nuestro alrededor combatiendo intelectualmente con los
posmodernos. Algunas de las raíces de la posmodernidad se están marchitando: en
Francia, por ejemplo, el deconstructivismo se considera cada vez más como del
pasado. Pero esto no quiere decir que la posmodernidad sea pasada. El realismo crítico
puede tener un lugar respetado en algunos círculos intelectuales, pero el
posmodernismo es considerado innovador, la punta de lanza del avance cultural,
especialmente en el mundo anglosajón. Y aunque desaparezca más rápidamente de lo
que creo, dejará a su paso una larga estela de población de Occidente que seguirá
manteniendo bajo sospecha toda pretensión de verdad, incluida la de la ciencia y la del
cristianismo.
Su impacto en la ciencia, en la financiación, en la consideración de qué carreras
son más deseables, en la superstición, en la cultura — todos esto son aspectos sobre los
que, sin duda, muchos de ustedes que participan en esta conferencia saben más que yo.
El impacto en el cristianismo es algo a lo que he dedicado mi interés académico y
profesional por más de una década (ver el libro The Gagging of God: Christianity
Confronts Pluralism, publicado por Zondervan en 1996). Me limitaré a dos
observaciones. (1) En el terreno de la evangelización, más aún en la evangelización en
la Universidades, lo más difícil de tratar en estos días es la noción de pecado. Hablar
de pecado es decir que ciertos comportamientos, actitudes y creencias están
equivocados, y eso es precisamente lo que el posmodernismo no permite decir. La
herejía que condena el posmodernismo es la creencia de que hay herejías; el acto
inmoral por excelencia es la articulación de la visión de que hay actos inmorales. Pero,
a menos que las personas adopten los puntos de vista bíblicos sobre el pecado, la
transgresión, la rebelión, la culpa y la vergüenza, es virtualmente imposible articular
fielmente las buenas noticias de Jesucristo. Si no podemos estar de acuerdo en cuál es
el problema, seguro que tampoco en cuál es la solución. (2) Dentro de la iglesia, y más
aún en los grupos caseros de discusión y estudio bíblico, cuando alguien propone una
interpretación excéntrica, cada vez más los líderes tienden a decir algo como: “Ésa es
una observación interesante, Carlos. ¿Alguien más quiere hacer otra aportación?” Ya
no se lleva que el líder pregunte a Carlos cómo o dónde encuentra esa llamada
“observación” en el texto, o dejar que otros miembros del grupo critiquen a Carlos, con
la esperanza de que todos lleguen a una visión común de qué significa el texto. Dentro
de mi propia disciplina, nos encontramos cada vez con más libros con títulos como “El
texto abierto”, “Leyendo los textos sagrados con ojos norteamericanos” y “La
exégesis liberadora”. Pero antes o después debemos hacernos la pregunta siguiente:
¿Cómo puede la Escritura llegar a reformarnos si mediante nuestra “exégesis
liberadora” siempre podemos hacer que diga lo que no nos crea problemas; si siempre
podemos domesticarla y someterla a los caprichos de nuestra propia comunidad
interpretativa?
Los desafíos a los que nos enfrentamos son profundos y complicados.

3. UNA REVISIÓN DE LAS RESPUESTAS

Dejando al margen algunos ataques poco sistemáticos de uno u otro tipo, las
respuestas se pueden agrupar (con el riesgo de una excesiva simplificación) en tres
campos.

1. Hay una literatura apreciable y creciente con obras que atacan la epistemología
posmoderna desde una postura basada en la modernidad, no reconstruida o ligeramente
modificada. En el campo de la ciencia, pienso, por ejemplo, en el libro, devastador y
muy divertido, de Paul Gross y Norman Levitt, Higher Superstition: The Academic
Left and Its Quarrels with Science (publicado por Johns Hopkins University Press en
1994). Uno de los autores es físico y el otro es matemático. Ambos, aparentemente,
son materialistas filosóficos. Como un compendio de los peores absurdos del
pensamiento posmoderno, vistos desde la perspectiva de la modernidad inteligente y
formada, el libro no tiene precio y es divertido. Pero no creo que convenza a nadie del
campo posmoderno. O también en el más reciente libro editado por Noretta Koertge, A
House Built on Sand: Exposing Postmodernist Myths about Science (publicado por
Oxford University Press en 1998), un libro que nadie que trabaje en el área debería
ignorar. Seguramente, hará que muchos científicos se sientan mejor. Pero,
sinceramente, dudo de que la mayoría de los que han contribuido entiendan realmente
bien lo que están criticando. Mejor dicho, citan muchos de los absurdos que abundan
en la literatura posmoderna popular y pretenciosa, sin responder realmente a lo mejor
de ella. No es muy difícil poner al descubierto las tonterías de los puntos de vista
feministas sobre el esperma del macho (capítulo 4), la errónea lectura de la debacle de
la fusión fría por Collins y Pinch (capítulo 8) o la falsa y romántica visión de los
alquimistas propuesta por algunas feministas (capítulo 16). Pero la división
fundamental entre la modernidad y la posmodernidad es un conflicto de
cosmovisiones, en las que la distinción es primariamente epistemológica. Y estos
temas no son tratados por Koertge y los otros contribuyentes.
De forma similar, en el campo de la crítica literaria o de la teología, hay una
producción literaria cada vez mayor que no necesito detallar aquí y que ataca las
aproximaciones posmodernas desde el punto de vista de un conservadurismo no
reconstruido. Algunas de esas publicaciones proporcionan un material útil, pero pocas
abordan las cuestiones fundamentales de la cosmovisión, el problema central de la
epistemología. Pues, incluso en el ámbito de la experiencia bruta, la globalización nos
ha obligado a reconocer que hay algo de verdad (si puedo usar esa palabra) en las
pretensiones posmodernas. Los teólogos africanos negros tienden a ver más metáforas
corporativas en el corpus paulino que nosotros, individualistas occidentales; la
acupuntura se desarrolló en China, y no aquí; algunas culturas son más dadas a la
narrativa, otras al análisis abstracto. De hecho, a cierto nivel, los cristianos reflexivos
desearán ir más lejos que los posmodernos: como cristianos, admitimos no sólo la
subjetividad inherente a la interpretación, ligada a nuestra finitud, sino también a
nuestra naturaleza caída. El racionalismo y el énfasis en la autonomía que han
caracterizado la modernidad en los últimos tiempos, no han sido siempre amigos de los
cristianos. Millones de personas consideraron que el marxismo incluía una
aproximación científica a la historia, y la supremacía aria se enraíza en las discusiones
[9]
científicas sobre la raza que se plantearon en el siglo XIX.
Al margen de tales consideraciones, este primer conjunto de aproximaciones
parece defensivo, antiguo y malhumorado, aunque dice algunas cosas que son ciertas.
Con otras palabras, sin tomar en consideración el hecho de que (como podría
argumentar) una epistemología cristiana reflexiva no debería adquirir prendas en el
mercadillo de la modernidad, ni en el posmoderno, sí que hay otra consideración,
sencilla y pragmática: si apelamos a la epistemología de ayer, seremos percibidos
como personas del ayer. Y dudo que esto fortalezca nuestra causa.
2. Un segundo conjunto de respuestas simplemente cede a la epistemología
posmoderna. Para esos pensadores, la epistemología de la modernidad ha sido
desacreditada con éxito; el posmodernismo es esencialmente correcto. Y esto tiene sus
implicaciones sobre cómo pensamos tanto con relación a la ciencia como a la religión.
Consideremos, por ejemplo, uno de los recientes libros de Sam Grenz (Renewing
the Center: Evangelical Theology in a Post-Theological Era, publicado en el año 2000
por Grand Rapids: Baker Book House). Grenz bebe de la epistemología posmoderna,
tanto que tiene muchas dificultades al hablar de la verdad del evangelio o de cualquier
verdad. Cree que la solución es rehacer lo evangélico para que refleje la
posmodernidad. He comentado ese libro con cierto detalle en mi capítulo de Modern
Reformation. Reclaiming the Center: Confronting Evangelical Accommodation in
Postmodern Times, obra publicada en 2004 por Wheaton: Crossway y editada por M.
J. Ericsson, P. K. Helseth y J. Taylor. Para mis propósitos actuales, consideraré
brevemente su capítulo sobre la ciencia. No detallaré todo su argumento. Baste decir
que, a mitad del capítulo, Grenz resume la obra de Thomas Kuhn y argumenta que de
una aproximación a las revoluciones científicas basada en cambios de paradigmas a la
conclusión de que “un paradigma conlleva una construcción social de la realidad”,
tan sólo hay un pequeño paso. A continuación, Grenz cita una serie de autores para
justificar esta conclusión, comenzando con el libro de M. Mulkay Science and the
Sociology of Knowledge, para concluir que, lo admitan o no los científicos, son
teólogos. Finalmente, Grenz vuelve a las preguntas planteadas por George Lindbeck:
¿Supone el cambio hacia el no-fundacionalismo (es decir, hacia el posmodernismo)
una ruptura total y definitiva con el realismo metafísico? Ésa es realmente la cuestión.
Pero, ¿cuál es la respuesta de Grenz? Aquí está: “Formulada de esta manera, la
pregunta es inadecuada y, en última instancia, tampoco es útil. Sería mejor formularla
de esta manera: ¿Cómo puede un método teológico posfundacionalista conducirnos a
afirmaciones sobre un mundo más allá de nuestras formulaciones?”
Pero, ¿por qué considera que la pregunta es inadecuada o inútil? Es inadecuada
sólo si la posmodernidad, en su forma más radical, es cierta y no podemos conocer
nada “cierto” sobre el mundo real. Pero, en ese caso, la pregunta no es inútil; debería
tener como respuesta: “Sí, hay una ruptura total y definitiva con el realismo
metafísico”. Cuando Grenz continúa diciendo que la cuestión podría plantearse de otra
forma, parece que es un prestidigitador, pues la alternativa que ofrece no es la misma
pregunta, puesta con otras palabras; simplemente, rechaza responder a la primera
pregunta y se plantea otra, que es: ¿Cómo puede un método teológico
posfundacionalista conducirnos a afirmaciones sobre un mundo más allá de nuestras
formulaciones? Y su respuesta a esta pregunta, influido por Pannenberg, es, en efecto,
que el único tipo de realismo del que podemos hablar es del “realismo escatológico”,
referido a cómo será el universo. Hay un lío en todo esto, pero no puedo detenerme en
ese embrollo.
Así que el cristianismo y la ciencia, según Grenz, están en el mismo bote, debido
a que ambos son gobernados por la epistemología posmoderna. Entonces, por lo que se
refiere al mundo académico, en un sentido han sido obligados a entrar en el mismo
bote por sitios diferentes. Antes de que, casi en todas partes, se utilizara la
epistemología posmoderna, era ampliamente aceptado que la ciencia trataba con
hechos y verdades (y la mayoría de los científicos hoy así lo siguen considerando),
mientras que la religión tenía que ver con experiencias subjetivas de lo espiritual, con
un mínimo contenido de verdad. Por supuesto, no lo veían de esta manera los creyentes
cristianos, pero era así como el mundo universitario percibía la ciencia y al
cristianismo. Pero ahora que tanto la ciencia como el cristianismo han sido lanzados,
sin muchas ceremonias, al bote de la posmodernidad, ambos se han relativizado. Pese a
ello, puesto que han entrado por lugares opuestos, la ciencia y el cristianismo evalúan
en ocasiones el impacto de la posmodernidad de maneras ligeramente diferentes.
La ciencia tiende a ver el bote con profunda desconfianza, porque le pide que
abandone sus pretensiones de verdad objetiva, de realismo con sentido. Los cristianos
conservadores, que sostienen que las pretensiones del cristianismo no son menos
ciertas, perciben el mismo peligro, pero tienen la tentación de pensar que la
posmodernidad les ofrece más oportunidades que amenazas. Cuando la universidad
estaba controlada por la epistemología de la modernidad y las pretensiones del
cristianismo con relación a la verdad eran menospreciadas como producto de la “fe”
(abominablemente definida), el cristianismo como sistema de pensamiento podía ser
marginado. Ahora, se argumenta, como cada perspectiva tiene derecho a ser escuchada
y cada situación refleja una cosmovisión y una comunidad interpretativa, el
cristianismo tiene finalmente un lugar en la mesa, y de nuevo puede ser bienvenido a
las discusiones culturales. La mejor breve respuesta a esta percepción la dio Os
Guinness en 1994:

Los cristianos que prematuramente anunciaron la victoria sobre la


modernidad van a sufrir un cruel desengaño... Era cierto que la
modernidad era abiertamente hostil a la religión y que la
posmodernidad simpatiza mucho más, aparentemente. Pero es una
ingenuidad ignorar el precio en la etiqueta. La apertura posmoderna
permite que todas las religiones y creencias se presenten y pongan en
práctica sus pretensiones. Pero demanda la renuncia a toda pretensión
de verdad única, absoluta y trascendente. Para los cristianos, el precio
es demasiado alto (pp. 61 y 108 de la obra Fit Bodies, Fat Minds: Why
Evangelicals Don’t Think and What To Do About It, editada por Grand
Rapids: Baker Book House en 1994).
3. El tercer conjunto de respuestas pertenece a la categoría del realismo crítico.
Stanton Jones y Mark Yarhouse escriben (página 15 de la obra Homosexuality citada
anteriormente):

Somos realistas críticos, lo que significa que creemos que existe un


mundo real ahí fuera donde es posible conocer y conocer, de verdad
(luego, realistas), pero también creemos que nuestras teorías e
hipótesis sobre ese mundo, y nuestras presuposiciones religiosas y
creencias con relación a la realidad, dan color y forma a nuestra
capacidad de conocer el mundo (luego, “realistas críticos’).

Pero este realismo crítico tiene muchos rostros. Es una expresión que abarca un
amplio abanico de aproximaciones. Todas ellas tienen en común que pretenden que
podemos conocer algo del mundo real, pero que nuestras pretensiones son modestas,
debido no en poca medida a nuestra finitud, a nuestra capacidad de distorsionar las
cosas. Algunos materialistas filosóficos abandonan las formas más crudas de la
modernidad a favor de esta postura más matizada. Otros, que se autodefinen como
realistas críticos, usan la expresión para permitir milagros y actos de autorrevelación
de la divinidad, para hablar de formas de conocer en un universo cuyo centro es Dios.
Confieso que ésta es la postura con la que me identifico.
Y eso me lleva a mis sugerencias concretas.

4. UN PAR DE SUGERENCIAS

El tema que me han asignado requiere que consideremos cómo mantener las
verdades científicas y cristianas en un mundo posmoderno. En esta última sección,
puede ser útil realizar un repaso de todas las sugerencias útiles que se han propuesto,
pues, de hecho, han sido muchas. Por ejemplo, aprender a cómo demostrar lo
inadecuado tanto de la epistemología de la modernidad como la de la posmodernidad,
qué demostración deja lugar para algo más maduro y más plausible; considerar cómo
la existencia de un Dios que se autorrevela y es omnisciente cambia, necesariamente,
nuestro enfoque de la epistemología; centrarnos en cómo se forman las cosmovisiones;
trabajar en qué aspectos pueden conocerse de Dios en un mundo finito y caído;
demostrar, con millones de ejemplos, cuánto puede comunicarse de una persona a otra,
o de una cultura a otra, aunque la tarea no siempre sea fácil; y muchas más cosas. Pero
aquí quiero centrarme en dos puntos.
1. Es de una gran ayuda reconocer que no hay verdad que los seres humanos
puedan articular que pueda hacerse de forma que trascienda la cultura — pero que eso
no significa que la verdad así articulada no trascienda la cultura. Este punto es de
extraordinaria importancia y, a menudo, es pasado por alto. Si articulamos una verdad
en inglés, puesto que todo lenguaje es un artefacto cultural, nuestra articulación de la
verdad tiene restricciones culturales. Pero eso no significa que la misma verdad no
pueda ser articulada en otra cultura, y a menudo de otra forma.
Este punto se puede explicar más fácilmente por medio de un ejemplo. En 1980,
Charles Kraft publicó un libro titulado Christianity in Culture: A Study in Dynamic
Biblical Theologizing in Cross-Cultural Perspective. En ese libro, Kraft argumenta a
favor de una aproximación a la Biblia que cambiaría el uso que hacemos de ella en el
trabajo misionero. La Biblia, afirma, es realmente un libro de casos de estudio. Es
imperativo, por lo tanto, que apliquemos el caso apropiado a cada cultura particular. Si
un misionero es llamado a trabajar en una cultura que practica la poligamia, por
ejemplo, es mejor comenzar, seguramente, con David o algún otro personaje del
Antiguo Testamento, que tuvo más de una mujer y que fue bendecido por Dios, antes
que centrarnos en la monogamia del Nuevo Testamento. A cada cultura debería
aplicarse el “caso” que parece ajustarse mejor. Si preguntamos, entonces, si hay
algunas cosas en la Biblia que trascienden a todas las culturas, que se piden a las
personas de cualquier cultura para llegar a ser cristianos, cosas que no son endémicas
de esa cultura al margen de la llegada del cristianismo, Kraft responde que no hay
muchas, que más bien son pocas. Considera que hay unas cuantas confesiones
cruciales, como “Jesús es el Señor” y “Jesús murió y resucitó al tercer día”. Ésas son
verdades transculturales y elementos no negociables del cristianismo.
Al margen de la dudosa concepción que Kraft tiene de la Biblia como un libro de
“casos” y dejando de lado la pregunta con trampa de cómo sabe qué afirmaciones de la
Biblia son transculturales y cuáles no lo son, sus conclusiones son demasiado abiertas
y, a la vez, demasiado cerradas; demasiado liberales y demasiado conservadoras. Son
demasiado abiertas, demasiado liberales, en el sentido de que su aproximación
permitiría a la mayoría de las culturas “salirse con la suya” en demasiadas áreas. Cada
vez que la Biblia parece decir algo un poco restrictivo o condenatorio, pasamos
elegantemente la página y nos libramos de las sanciones. Es un método muy cómodo.
Sin embargo, esta aproximación tiene un escaso, o nulo, poder para reformar. Pero sus
conclusiones son también demasiado cerradas, demasiado conservadoras. Sostiene que
ciertas afirmaciones, como “Jesús es el Señor” o “Jesús murió y resucitó al tercer día”,
consiguen trascender la cultura. Pero, estrictamente hablando, no lo hacen; ninguna
afirmación pronunciada por un ser humano puede hacerlo. Para empezar, esas
afirmaciones se hacen, inevitablemente, en un lenguaje u otro — y si es en uno, no se
hacen en el otro, por tanto las afirmaciones tienen restricciones culturales.
Podemos ver claramente el significado de este punto si imaginamos a un
misionero occidental mal informado aprendiendo a hablar correctamente el idioma de
Tailandia, volando a continuación a Bangkok y proclamando a la salida de un templo
budista y en esa lengua: “Jesús es Señor”. ¿Qué pensarán los oyentes que está
diciendo? Además de lo extraño de la escena, le oirán afirmar, entre otras cosas, que
Jesús es inferior a Gautama Buda.
Por supuesto, eso no es lo que el misionero cree que está diciendo. Pero dentro de
su cosmovisión, cuando una persona alcanza el más alto nivel de exaltación, como
hizo Gautama, nada puede ser predicado de ella: ni es buena ni mala, ni caliente ni fría,
ni señor ni no señor. Así que, si alguien dice “Jesús es Señor”, ya ha predicado algo de
Jesús, por lo que claramente Jesús no avanzó tanto como Buda.
Si esto es todo lo que tenemos que decir, quizá los posmodernos se froten las
manos con alegría diciendo: “Carson ya lo está entendiendo. Los seres humanos no
pueden escapar de las restricciones de la cultura. Hasta las palabras que nos son más
queridas no pueden escapar de su atadura cultural”. Cierto. Pero debemos añadir algo
más. Si ese mismo misionero se tomara el tiempo necesario para aprender la cultura
además del idioma, y para comunicar el hilo conductor de la Biblia y mostrar lo que
son sus supuestos y afirmaciones teológicas en lugar de simples fórmulas, con el
tiempo podría dejar claro a los tailandeses, en su propia lengua, lo que quiere decir
cuando confiesa, en inglés, “Jesús es Señor” — de hecho, esencialmente es lo que hizo
Pablo cuando escribió en griego “Jesús es Señor” (Romanos 10:9).
Resumiendo, ninguna verdad que puedan articular los seres humanos puede serlo
de forma que trascienda la cultura - pero eso no significa que la verdad así articulada
no trascienda la cultura. Kraft intentó garantizar un puñado de confesiones cristianas
transculturales y falló, no porque no existan verdades transculturales, sino porque
cualquier verdad transcultural no puede ser comunicada de forma que trascienda la
cultura. Planteado así, estamos diciendo que simplemente porque todas las palabras se
pronuncien por medio de un marco cultural, no significa que sea imposible el
conocimiento de una verdad que trasciende la cultura. Y esto es así tanto para la
ciencia como para la religión — o, en este aspecto, para cualquier otro campo.
2. La gran mayoría de los escritores posmodernos han asumido como verdad una
antítesis indefendible pero generalmente no reconocida. Si no cuestionamos esa
antítesis, un posmoderno competente casi siempre ganará el debate. Si destruimos esa
antítesis, al posmoderno no le quedará mucho en qué apoyarse.
¿Cuál es esa antítesis tan importante y no reconocida? Es ésta: O bien podemos
conocer algo completa y absolutamente, o debemos renunciar a toda pretensión de
conocimiento de una verdad objetiva. La razón por la que esta antítesis es tan
peligrosa, claro está, es que siempre puedes demostrar que los seres humanos finitos
no conocen nada de forma completa y absoluta: siempre hay más por conocer, o bien
del mismo objeto de estudio o de su relación con lo demás. Así que, si no atacamos esa
antítesis, y la primera de las dos alternativas es descartada debido a la finitud de los
seres humanos, sólo queda esta alternativa: nos quedamos mirándonos en el espejo del
relativismo.
Es mucho mejor, en mi opinión, argumentar que los seres humanos finitos y
caídos pueden conocer algunas verdades de forma parcial, aunque nada de forma
exhaustiva. Así se destruye la antítesis.
Ciertamente, eso se aproxima mucho más a la experiencia común de adquisición
de conocimiento. Cuando los estudiantes comienzan a estudiar una disciplina nueva,
sea mecánica cuántica o griego koiné, al principio su progreso es muy lento. Cuesta
tiempo asimilar cualquier idea nueva. Los paradigmas o las ecuaciones deben ser
memorizados y comprendidos; luego deben ser utilizados en ejemplos y problemas.
Pero, después de años de estudio, todos esos pasos elementales son sólo eso,
elementales. Estructuras mucho más complejas, o argumentos, pueden ser asimiladas o
evaluadas a mucha mayor velocidad. Y nada de esto supone un dominio absoluto de la
disciplina, una percepción completa. De hecho, elevados niveles de formación dentro
de una disciplina revelarán todas las controversias que aún quedan por resolver. Pero el
progreso en la adquisición de conocimiento sugiere que algunas cosas pueden
conocerse realmente aunque nada sea de forma exhaustiva.
Varios modelos han sido utilizados para aclarar este punto. Imagina una gráfica.
Las unidades de la parte positiva del eje x son años, y la parte positiva del eje y
representa la distancia a la que la compresión de un humano de algo está de la
comprensión perfecta y exhaustiva de ese algo, o, por decirlo de otra forma, la
distancia a la realidad misma. Supongamos que le preguntamos a una niña de 5 años,
de un hogar cristiano, por qué cree que Dios le amó. Suponiendo que es una niña
brillante y que sus padres le han enseñado bien, puede contestar citando las palabras de
Juan 3:16. Por supuesto, no conocerá el texto griego; nada sabrá de las discusiones
sobre el significado de “mundo” o de las pretensiones relativas de “único” y
“unigénito”; ni tampoco de los debates sobre los diferentes verbos griegos que
traducimos por “amar”; no habrá reflexionado en la relación entre este texto y otro, en
el mismo capítulo, unos veinte versículos más adelante, que habla del juicio de Dios.
Aun así, citando Juan 3:16, responde a la pregunta; y en cierta medida ha dado una
respuesta correcta. No cree que Juan 3:16 describa el nacimiento de la virgen o sea una
reflexión sobre el comportamiento sexual de las tortugas marinas. Al elegir Juan 3:16,
demuestra que lo entiende lo suficiente y lo considera una respuesta adecuada a la
pregunta planteada. Podemos decir que su respuesta está situada a sólo cinco unidades
de distancia en el eje x y bastante arriba en el primer cuadrante. No hay duda de que su
conocimiento de Juan 3:16 aún deja mucho que desear. Cuando acaba sus estudios en
literatura clásica y se licencia también en teología, su posición en la gráfica está a unas
veinticinco unidades en el eje x (ya tiene 25 años) y ahora mucho más cerca de ese eje.
Después de terminar su tesis doctoral sobre la comprensión del amor de Dios en el
cuarto Evangelio en el trasfondo del judaísmo, la gráfica de su conocimiento, ahora
mayor, sigue la misma dirección. De hecho, se observa una aproximación asintótica al
eje x. Después de cincuenta mil millones de años en la eternidad (si es que podemos
hablar de la eternidad en categorías de tiempo) la gráfica que representa la distancia de
su conocimiento a la realidad sigue sin tocar el eje de las x, pues la omnisciencia es un
incomunicable atributo de Dios. No está a la disposición de seres finitos. Pero
argumentar que los seres finitos, por lo tanto, nunca pueden conocer realmente nada es
algo que no sirve de mucho. Esa conclusión sería cierta sólo si inicialmente suponemos
que la única forma con sentido de hablar de “conocimiento’’ y “verdad objetiva”
ocurre cuando el conocimiento equivale a Omnisciencia y la verdad es lo que tan sólo
Dios conoce. En algunas discusiones, vale la pena presentarlo así. Pero ir de esta
obviedad a la antítesis generalmente aceptada que adoptan los posmodernos es un salto
demasiado grande: o bien podemos conocer algo completa y absolutamente o debemos
renunciar a toda pretensión de conocimiento de una verdad objetiva. Los seres
humanos finitos (el sujeto en la antítesis) podemos conocer algo realmente, aunque sea
de forma parcial. Apelar al standard de la omnisciencia para eliminar la posibilidad de
un conocimiento cierto aunque parcial entre los seres humanos finitos y caídos, hechos
a su imagen, es plantear un falso standard. Argumentar que o bien podemos conocer
algo por completo y absolutamente, o debemos aceptar que todo conocimiento humano
está perdido en el mar del relativismo, es un consuelo desesperado que se basa en una
antítesis indefendible.
No he comentado todos los errores que nuestra erudita bíblica podía haber
cometido en su comprensión de Juan 3:16, como tampoco lo he hecho sobre la gran
variedad de equivocaciones y accidentes que, en ocasiones, se cruzan en el avance
científico. Estos fenómenos nos plantean problemas sólo si pretendemos que todos los
avances del conocimiento deben seguir una línea recta y ascendente de mejora — y
esto es algo que nadie que quiera estudiar la adquisición de un (verdadero)
conocimiento por seres finitos y caídos puede pretender. La cuestión en esta sección es
más sencilla: los seres finitos hablan, adecuadamente, de conocer algunas cosas
realmente, aun siendo los primeros en admitir que no podemos hacerlo
exhaustivamente. Negar esto basándonos en que no disfrutamos de omnisciencia es
convertir la obviedad (que no somos omniscientes) en una tautología (los seres finitos
no pueden poseer un conocimiento omnisciente). Pero no tiene en cuenta la pregunta
de cómo los seres humanos pueden conocer algunas cosas de verdad.

5. REFLEXIONES FINALES

Debemos ser modestos, creo, en las expectativas de cuál será el verdadero alcance
de nuestro argumento ante la opinión pública. Los medios de comunicación conforman
gran parte de esa opinión, y la mayoría de sus portavoces tienen tan mala formación en
ciencia como en teología. Además, uno de los efectos de la globalización y de la
rapidez de comunicación es lo que los sociólogos llaman reflexividad instantánea. Los
humores variables pueden cambiar, casi instantáneamente y como respuesta reflexiva a
la aparición de un nuevo estímulo, en un torrente de cariño. Es muy difícil, tanto para
la buena ciencia como para la buena teología, prosperar y actuar con sabiduría en tales
condiciones.
Pero debemos intentarlo. Debemos intentarlo confiando en el Dios cuya Palabra
gobierna y que pide una responsabilidad de cada uno de nosotros, medida más en
términos de fidelidad y pobreza de espíritu, que en términos de éxito y triunfalismo.

Nota: Este capítulo fue publicado primero en Science and Christian Belief, 14 (2002),
pp. 107-122.
Notas

[1]
La Condición Posmoderna. Informe del Saber. Trad. Mariano Antolín Rato. Ed. Cátedra S.A., 1987, Madrid.
[2]
Ibid., p. xxiv.
[3]
Ver Hans-Georg Gadamer, Philosophical Hermeneutics (Berkeley: University of California Press, 1976).
Ver también Anthony C. Thistleton, The Two Horizons (Exeter: Paternoster Press, 1980).
[4]
De su Course in General Linguistics, tr. Wade Bassin (New York: McGraw-Hill, 1966), p. 120.
[5]
Stanley Fish, Is There a Text in This Class? (Cambridge, MA: Harvard University Press, 1980), p. 3.
[6]
D. Stimson, ‘Puritanism and the New Philosophy in 17th century England’, Bulletin of the Institute of the
History of Medicine 3 (1935), pp. 321-324; R. K. Merton, ‘Puritanism, Pietism, and Science’, Sociological
Review 28 (1936), pp. 1-30.
[7]
D. Cairos, The Image of God in Man (rev. ed.; London: Fontana, 1973). G. Wenham, Genesis 1-15 (Waco,
TX: Word, 1987).
[8]
Owen Chadwick, Action and History (Cambridge: Cambridge University Press, 1998), pp. 224-225.
[9]
Ver Jacques Barzun, From Dawn to Decadence: 500 Years of Western Cultural Life (San Francisco:
HarperCollins, 1999).
Table of Contents
Título
Índice
Introducción: una aproximación multidisciplinar a contar la verdad - Denis R.
Alexander
1. Breve introducción al posmodernismo - Dominio Smart
1. La llave a la PoMo: no hay una gran historia
2. ¿Cómo funcionan las metanarrativas?
3. ¿Por qué ya no funcionan las metanarrativas?
4. Posmodernidad y hermenéutica
5. Ciencia y posmodernidad
2. Raíces cristianas del razonamiento científico - Roger Trigg
1. ¿Por qué confiar en la ciencia?
2. Ciencia sin religión
3. El teísmo y el mundo
4. Posmodernidad y relativismo
5. Una base para la ciencia
3. Bases bíblicas para la tarea científica - Ernest Lucas
1. La “tesis del conflicto”
2. La desaparición de la “tesis del conflicto”
3. Las presuposiciones de la ciencia moderna
4. La relación entre Dios y el mundo
5. Un cosmos ordenado
6. La imagen de Dios
7. Un Creador “perfectamente libre”
8. El “mandato creacional”
9. Conclusión
4 Cristianismo, ciencia y la agenda posmoderna - John L. Taylor
1. Modernismo y posmodernismo
2. La filosofía de la ciencia de Kuhn
3. Aspectos posmodernos de la crítica de Kuhn al realismo
4. Reprocesar a Kuhn
5. El cristianismo como paradigma
6. Conclusión: Posmodernismo parcial
5 El ataque posmoderno al realismo científico - John L. Taylor
1. Relativismo
2. Deconstructivismo sociológico
3. Antirracionalismo
4. Conclusiones y propuestas
6 Mantener las verdades científicas y cristianas en un mundo posmoderno - Donald A.
Carson
1. Introducción
2. Un resumen de los desafíos
3. Una revisión de las respuestas
4. Un par de sugerencias
5. Reflexiones finales
Notas

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