Sie sind auf Seite 1von 209

© Pedro Lcmebel

Diseño de cubierta: Germán Bobe/Cuarto B


Diagramación: Antonio Leiva

Derechos exclusivos de edición en castellano reservados para


todos los países de lengua castellana:
© 2010, Editorial Planeta Chilena S J í .
Avda. 11 de Septiembre 2353, ÍC1' piso. Santiago, Chile.

2;' edición: mayo 2010

Inscripción N° 118.323
ISBN: 978-956-247-428-3

Impreso en: Maval Ltda.

Kste libro no podrá ser reproducido, total ni parcialmente, sin el previo


permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados.
Este libro surge de veinte páginas escritas
a fines de los 80, y que p erm an ecieron
p o r años traspapeladas en tre abanicos,
medias de encaje y cosm éticos que man­
charon de rouge la caligrafía rom an cera
de sus letras. Aquí entrego esta historia y
se la dedico con inflamado ardor a Myma
U ribe ( L a C h ic a . M y r n a ) , p equ eñ o epi­
centro esotérico, que co n su relajo poé­
tico, alejó la tard e del coyote. A Cecilia
Thauby ( L a G e c i ) , nuestra heroína ena­
morada. A Cristiáíi Agurto (El. P l a c o ) . A
Jaim e Pinto ( E l J u l i o ) . A O lga Gajardo
( L a O l g a ) . A Ju lio G uerra (E l P a t o ) , se
me aprieta el corazón al record;ir sus ojos
mansos y su figura de clavel estropeado,
aguijoneado de balas p or la CNI en el de­
partam ento de Villa Olímpica. A Oriana
Alvarado ( L a J u l i a ) . A la vieja del alma­
cén , co p u ch en ta co m o ella sola, p ero
una tum ba a la h ora de las preguntas. Y
tam bién, a la casa, d on d e revolotearon
eléctricas utopías en la n o ch e púrpu ra
de aquel tiempo.
C o m o d e s c o r r e r u n a gasa sobre el pasado, una
cortin a quem ada flotando p o r la ventana abier­
ta de aquella casa la prim avera del ’86. U n año
m arcad o a íuego de n eum áticos h u m ean d o en
las calles de Santiago com p rim ido p o r el patru-
llaje. Un Santiago que venía d esp ertan do al ca-
ce ro leo y los relám pagos del ap agón ; p or la
cad en a suelta al aire, a los cables, al chispazo
eléctrico. Entonces la oscuridad com pleta, las lu­
ces de un cam ión blindado, el p árate ahí m ier­
da, los disparos y las carreras de terror, co m o
castañuelas de m etal que trizaban las noches de
fieltro. Esas noches fúnebres, engalanadas de gri­
tos, del incansable ‘Y va a c a e r”, y de tantos, tan­
tos com unicados de últim o m inuto, susurrados
p o r el eco radial del “Diario de Cooperativa”.
Entonces la casita flacuchenta, era la esquina
de tres pisos con u na sola escalera vertebral que
conducía al altillo. Desde ahí se podía ver la ciu­
dad p en u m b ra co ro n a d a p o r el velo turbio de
la pólvora. E ra un palom ar, apenas una baran­
dilla p ara ten d er sábanas, m an teles y calzon ci­
llos que enarbolaban las m anos m arim bas de la
L o c a del F re n te . E n sus m añ an as de ventanas
abiertas, cupleteaba el “Tengo miedo torero, tengo

7
miedo que en la tarde tu risa flote”. Todo el b arrio
sabía que el nuevo vecino e ra así, u na novia de
la cu ad ra dem asiado en can tad a con esa ru in o­
sa con stru cció n . Un m ariposuelo de cejas frun­
cidas que llegó preguntando si se arrendaba ese
escom bro terrem otead o de la esquina. Esa bam ­
b alina sujeta ú n icam en te p o r el arrib ism o u r­
bano de tiem pos m ejores. Tantos años cerrad a,
tan llena de ratones, ánim as y m urciélagos que
la loca desalojó im placable, plum ero en m an o,
esco b a en m an o rajan d o las telarañ as co n su
e n e rg ía de m arica falsete e n to n a n d o a L u ch o
Gatica, tosiendo el ‘ B ésam e m u ch o ” en las nu­
bes de polvo y cach u reos que arrum bab a en la
cun eta.
Solam ente le falta el novio, cuchich eaban las
viejas en la vereda del frente, siguiendo sus m o­
vimientos de picaflor en la ventana. Pero es sim­
p ático , d ecían , escu ch an d o sus líricas pasadas
de m oda, siguiendo con la cabeza el com pás de
esos tem as del ayer que d esp ertab an a to d a la
cuad ra. Esa m úsica alharaca que en la m añ an a
sacab a de la cam a a los m aridos trasn ochad os,
a los hijos vagos que se en roscaban en las sába­
nas, a los estudiantes flojos que no querían ir a
clases. El grito de “Aleluya”, can tad o p o r C eci­
lia, esa ca n ta n te de la nueva ola, era un toque
de d ian a, un c a n to de gallos al am an ecer, un
alarido musical que la loca subía a su top e m á­
xim o. C o m o si quisiera co m p artir con el m u n ­
do en tero la letra cursi que despegaba del sue­
ñ o a los vecinos co n ese “Y ... y tu maano to-o-o-
mará la mía-a-a-a”.
Así la L o ca del Fren te, en muy p oco tiem po,
form ó p arte de la zoología social de ese m edio
pelo santiaguino que se rascaba las pulgas entre
la cesantía y el cu arto de azúcar que pedían fia­
do en el alm acén . U n b oliche de b arrio , epi­
cen tro de los c o to rre o s y com en tario s sobre la
situación política del país. El saldo de la últim a
p rotesta, las d eclaracio n es de la op osición , las
am enazas del D ictador, las con vocatorias para
septiem bre. Q ue ah o ra sí, que no pasa del ’86,
que el ’8 6 es el año. Que todos al parque, al ce­
m enterio, con sal y limones para resistir las bom ­
bas lacrim ógenas, y tantos, tantos com unicados
de prensa que voceaba la radio p erm anente.

C o o p e r a t iv a e s t á l l a m a n d o ,
M a n o l a R o b l e s in fo r m a

P ero ella no estaba ni ahí con la contingencia


política. Más bien le daba susto escuchar esa ra­
dio que daba puras malas noticias. Esa radio que
se oía en todas partes con sus canciones de p ro­
testa y ese tararán de em ergencia que tenía a to­
do el m undo con el alma en un hilo. Ella prefería
sintonizar los program as del recu erd o: “Al com ­
pás del co ra z ó n ”. “P ara los que fu ero n lolos”.
“Noches de arrabal”. Y así se lo pasaba tardes en­
teras bordando esos enorm es manteles y sábanas
para alguna vieja aristócrata que le pagaba bien
el arácnido oficio de sus m anos.
A quella casa prim averal del ’8 6 era su tibie­
za. Tal vez lo único am ado, el único espacio pro­
pio que tuvo en su vida la L o ca del Fren te. P or
eso el afán de d e c o ra r sus m u ros c o m o to rta
nupcial. E m b etun and o las cornisas con pájaros,
ab anicos, e n red ad eras d e nom eolvides, y esas
mantillas de Manila que colgaban del piano in­
visible. Esos flecos, encajes y jo ro p o s de tul que
envolvían los cajones usados co m o m obiliario.
Esas csyas tan pesadas, que m andó a guardar ese
joven que con oció en el alm acén, aquel m ucha­
cho tan buenm ozo que le pidió el favor. Dicien­
do que eran solam en te libros, p u ra literatu ra
prohibida, le dijo con esa b o ca de azu cen a m o­
ja d a . Con ese tim b re tan m a ch o que n o pudo
negarse y el eco de esa b oca siguió sonando en
su cabecita de p ájara oxig en ad a. P ara qué ave­
riguar más entonces, si dijo que se llamaba Car­
los no sé cu an to, estudiaba n o sé qué, en no sé
cuál universidad, y le m o stró un c a rn e t tan rá­
pido que ella ni m iró, cautivada p or el tinte vio­
láceo de esos ojos.
Las tres p rim eras cajas se las dejó en el pasi­
llo. Pero ella le insistió que ah í molestaban, que
las en trara al dorm itorio para usarlas de velador
y ten er donde p on er la radio. Si no es m ucha la
molestia, porque la radio es mi única com pañía,

10
dijo arrebolada con cara de cord era huacha, mi­
ran d o las chispas de su d or que en cin tab an su
frente. Las restantes las fue distribuyendo en el
espacio vacío de su im aginación, com o si am ue­
blara un set cinem atográfico, diciendo: P or aquí
Carlos, frente al ventanal. N o Carlos, tan ju ntas
no, que p arecen ataúdes. Más al cen tro Carlos,
com o mesitas ratonas. Paradas no Carlos, m ejor
acostadas o de m edio lado Carlos, para separar
los am bientes. Más arriba Carlos, más a la d ere­
ch a, p erd ó n , quise d ecir a la izquierda. ¿Estás
cansado? D escansem os un rato. ¿Quieres un ca­
fé? Así, cual abejorro zumbón, iba y venía p o r la
casa em plum ado co n su estola de: Sí Carlos. No
Carlos. Tal vez Carlos . A lo m ejor Carlos. C om o
si la repetición del nom bre bordara sus letras en
el aire arrullad o p o r el eco de su cercan ía. C o­
m o si el pedal de esa len gu a m aru ch a se obsti­
n ara en n o m b rarlo , llam án d olo, lam ién d olo,
saboreando esas sílabas, m ascando ese n om b re,
llen ánd ose tod a co n ese Carlos tan p rofu n d o,
tan am plio ese n om b re p ara quedarse tod a sus­
p iro, a rro p a d a en tre la C y la A de ese C-arlos
que ilum inaba co n su presencia toda la casa.
E n to d o ese tiem p o fu ero n llegan d o cajas y
más cajas, cada vez más pesadas, que Carlos car­
gaba co n su m u scu latura viril. M ientras la loca
inventaba nuevos muebles p ara el d eco rad o de
fundas y cojines que ocultaban el pollerudo se­
creto de los sarcófagos. Después fueron las reu­

11
niones, a m ed ian oche, al alba, cuan do el barrio
e ra un o rfe ó n de ro n q u id o s y peos que tro n a ­
ban a raja suelta la Marsellesa del sueño. En ple­
no aguacero, estilando, llegaban esos amigos de
Carlos a reunirse en el altillo. Y u no se quedaba
en la esquina haciéndose el leso. Carlos le había
pedido perm iso, en trecerran d o la pestañada de
sus ojos linces. Son com p añ eros de universidad
y no tien en d on d e estudiar, y tu casa y tu c o ra ­
zón es tan grande. C óm o n egarse en ton ces si el
m o ren azo la tien e tod a em p ap ad a, sudando
cuan do se le acerca. Adem ás, los chiquillos que
pudo ver eran jóv en es ed u cad o s y bien p areci­
dos. Podían pasar com o amigos, pensaba ella sir­
viéndoles café, reto can d o el brillo de sus labios
con la punta de la lengua, tarareando baladas de
a m o r que repicaba la radio: “Tú me acostumbras­
te y por eso me pregunto”y todas esas frases frívolas
que d escon cen trab an la estrategia pensante de
los chiquillos. E nto n ces ellos le cortab an la ins­
piración cam biando el dial, sintonizando ese ho­
rro r de noticias.

C o o p e r a t iv a e s t á l l a m a n d o : V io l e n t o s
INCIDENTES Y BARRICADAS SE REGISTRAN EN
ESTE MOMENTO EN LA ALAMEDA BERNARDO
O ’H ig g in s .

Al c o rre r los tibios aires de agosto la casa era


un chiche. U na escenografía de la Pérgola de las

12
Flores im provisada con desp erd icios y afanes
hollywoodenses. U n palacio oriental, encielado
co n toldos de sedas crespas y m aniquíes viejos,
p ero rem ozados com o ángeles del apocalipsis o
centuriones custodios de esa fantasía de loca tu­
lipán. Las cajas y cajones se habían con vertid o
en cóm odos tronos, sillones y divanes, donde es­
tiraban sus huesos las con tadas amigas m aricas
que visitaban la casa. U n reducido grupo de lo­
cas que venía a to m ar el té y se retirab a antes
que llegaran “los h om b res de la se ñ o ra ”, b ro ­
m eab an insistiendo en c o n o c e r ese arsenal de
músculos adm iradores de la d ueña de casa. Pe­
ro ella ni tonta recogía las tacitas, sacudía las mi­
gas, y las acom p añ aba a la puerta, diciendo que
los chiquillos no querían co n o ce r más colas.
Así, las reuniones y el desfile de hom bres p or
la casita enjoyada fueron cada vez más insisten­
tes, cada día más urgidos, subiendo y bajando la
h ilach en ta escala que am en azab a d esarm arse
co n el trote de m achos. A veces ni siquiera Car­
los podía subir al altillo y le em bolinaba la p er­
diz p ara que ella n o viera a algunos tapados
visitantes. Ni siquiera él podía participar de esas
reuniones y le cerrab a el paso cuan do ella am a­
blem ente curiosa ofrecía café. Porque deben es­
tar m uertos de frío allá arriba, decía m irando la
c a ra in soborn able de C arlos. A dem ás p o r qué
no puedo subir, si ésta es mi casa. E ntonces Car­
los bajaba la guardia y tom ándola de los brazos,

13
le h un d ía aquella m irad a de h alcón en su ino­
cencia de palom a. Son cosas de hom bres, tú sa­
bes que n o les gusta que los m olesten cu an d o
estudian. T ienen un exam en im portante, ya van
a term inar. M ira, siéntate, conversem os.
Carlos era tan bueno, tan dulce, tan amable. Y
ella estaba tan en am orad a, tan cautiva, tan so­
nám bula p or las noches enteras que pasaba ha­
blando con él mientras terminaban las reuniones.
Largas h oras de silencio m iran d o su fatiga de
piernas olvidadas en el raso fucsia de los cojines.
Un silencio terciopelo rozaba su mejilla azulada
y sin afeitar. U n silencio espeso, cab ecean d o de
cansancio iba a tumbarlo. U n silencio aletargado
de plum as, pesando de p lom o su cabeza caía y
ella atenta, y ella toda algodón, toda delicadeza
estiraba u na alm ohada de espum a para acom o­
darlo. E ntonces esa tersura, ese volante, ese plu-
m ereo del gu an te coliza que a cercán d o se a su
cara iba a tocarlo. Entonces el sobresalto, la cris-
pación de ese tacto eléctrico despertándolo, pa­
rándose y atin and o a buscarse algo u rgen te en
el costado, p regu n tan d o ¿Q ué onda? ¿Q ué pa­
sa? Nada, te quedaste dorm ido, ¿quieres una fra­
zada? B u en o . ¿Todavía no han term in ad o? No
dejes que m e d u erm a, háblam e de tu vida, tus
cosas. ¿Tienes o tro café?
Así, separados p o r bastidores de h u m o, del
fum ar y fu m ar ch u p an d o la vigilia, ella tejía la
espera, hilvanaba trazos de m em oria, pequeños

1-1
recu erd o s fu gaces en el a c e n to m arifru n ci de
su voz. Retazos de u n a enrancia prostibular p or
callejones sin n o m b re, p o r calles sucias arras­
tran d o su en tu m id a “v e re d a tro p ic a l”. Su son
m araco al vaivén de la n o ch e , al vergazo o p o r­
tu no de algún eb rio p areja de su baile, susten­
to de su destino p o r algunas horas, p o r algunas
m o n ed as, p o r co m p a rtir ese frío h u ach o a to­
da cach a calien te. A tod o refreg ó n vagabundo
que se desquita de la vida lijando co n el sexo la
m ala suerte. Y después un calzon cillo tieso, un
calcetín olvidado, u n a botella vacía sin m ensa­
je , sin rum bo, ni isla, ni tesoro , ni m ap a donde
en rielar su corazón golon drino. Su encrespado
co razó n de n iñ o colib rí, h u é rfa n o de ch ico al
m o rir la m ad re. Su nervioso corazó n de ardilla
asustada al g rito p a te rn o , al c o rre a z o en sus
nalgas m arcadas p o r el cin tu ró n reform ador. El
d ecía que m e h iciera h o m b re, que p o r eso me
pegaba. Q ue no quería pasar vergüenzas, ni pe­
learse con sus am igos del sind icato gritánd ole
que yo le había salido fallado. A él tan m ach o,
tan c a n c h e r o co n las m u jere s, tan e n ca c h a o
con las putas, tan b o rra ch o esa vez m an osean ­
do. Tan ard ien te su cu erp o de elefante en cim a
m ío p un tean d o , ah o g án d o m e en la p enu m b ra
de esa pieza, en el d esesp ero d e a le te a r co m o
pollo em p alad o, c o m o p ich ó n sin plum as, sin
cu e rp o ni valor p a ra resistir el im p acto de su
nervio duro en raizán d o m e. Y lu ego, el m ism o

15
sinsabor del n o m e acu erd o , el m ism o calcetín
olvidado, la m ism a sában a g o tead a d e p étalos
ro jos, el m ism o ard o r, la m ism a b o tella vacía
c o n su S.O .S. n au frag an d o en el agua ro sad a
del lavatorio.
Yo e ra un cach o am ariconad o que mi m ad re
le dejó com o castigo, decía. P o r eso m e daba du­
ro , obligándom e a p elear con otros niños. P ero
n u n ca pude d efen derm e, ni siquiera co n niños
m enores que yo, m e daban igual y corrían triun­
fantes con el chocolate de mis narices en sus pu­
ños. Del colegio lo m andaron llam ar varias veces
para que m e viera un psicólogo, pero él se nega­
ba. L a profesora decía que un m édico podía en-
ro n q u ecerm e la voz, que sólo un m éd ico podía
afirm ar esa cam inada sobre huevos, esos pasitos
fi-ír que hacían reír a los niños y le desordenaban
la clase. P ero él contestaba que eran puras h ue­
vadas, que solam ente el Servicio Militar iba a co­
rregirm e. P o r eso al cum plir diecioch o años m e
fue a inscribir, y habló con un sargento amigo pa­
ra que m e dejaran en el regim iento. A Carlos el
sueño se le había evaporado y tom aba café cabiz­
bajo. ¿Hiciste el Servicio Militar en ton ces?, p re­
guntó m irando las m anos de alondra posadas en
las rodillas. Estás loco, ni soñando. P or eso m e fui
de su casa y n u n ca más volví a verlo. U n sonido
de pasos en el altillo indicaba que la reunión ha­
bía term inado. M añana m e cuentas la otra parte,
dijo Carlos com o en secreto, al tiem po que se pa­

16
raba largo y tan alto que ella lo miró hacia arriba
ju gan do con los flecos de la cortina.

De mi pasado preguntas todo que cómo fue.


Si antes d¿ amar debe tenerse fe.
Dar por u n querer la vida misma, sin morir,
eso es cariño, no lo que hay en ti-i

17
L a prim a v er a h a b ía l l e g a d o a Santiago com o to­
dos los años, p ero ésta se venía con vibrantes co­
lores ch o rrean d o los m uros de grafitis violentos,
consignas libertarias, movilizaciones sindicales y
m archas estudiantiles dispersas a puro guanaco.
A todo peñascazo los cabros de la universidad re­
sistían el ch o rro m ugriento de los pacos. Y u na y
otra vez volvían a la carga tom ándose la calle con
su tern u ra M olotov inflam ada de rabia. A b om ­
bazo lim pio co rtab an la luz y tod o el m u n do
com p ran d o velas, acap aran d o velas y más velas
para en cen d er las calles y cunetas, para regar de
brasas la m em oria, p ara trizar de chispas el olvi­
do. C om o si bajaran la cola de un com eta rozan­
do la tierra en hom enaje a tanto desaparecido.

Todos los años e ra lo m ism o, tanto acum ular


en ergía p ara septiem b re y después tod o seguía
igual. Y de septiem bre a septiem bre el vaivén re­
novador no lograba ni p reo cu p ar al tirano, que
cada fin de semana, cuando ardía la protesta, par­
tía en la caravana de autos blindados a su casa de
cam p o en el Cajón del Maipo. En esa quebrada
florida cerca de Santiago, el sol prim avera brilla­
ba sólo p ara él, leyendo estrategias militares ro­

19
manas para con trolar la rebeldía. En ese silencio
pajareado de jilgueros, escuchaba los timbales de
la m archa Radetzki con los ojos semicerrados, ca­
beceando el pear ro n co de los cornos, sublimado
p o r esos flatos de b ro n ce hasta la elevación. En
tal nirvana hitleriano, los noticieros de radio y te­
levisión estaban prohibidos, y más aún esa radio
Cooperativa y su tararán m arxista que tenía revo­
lucionados a los flojos de este país. A esa patota
de izquierdistas que no querían trabajar y se lo pa­
saban en protestas y subversiones al orden. No le
aprendían a tanto joven honrado, a tanto trabaja­
d or que apoyaba al gobierno. Com o esa cuadrilla
de obreros que estaban arreglan do el cam ino
cu an d o la com itiva p resid en cial subía p o r la
cuesta Achupallas. A esa h o ra, fíjese, tan tarde,
señores, todavía trabajando, esos cabros que los
saludaron sacándose los cascos. Esos eran hom ­
bres de bien que hacían patria.

Muy de m añ an a, al alba del b arrio todavía d or­


mido, un auto se detuvo en la casa de la L oca del
Frente y varios golpes apresurados zam arrearon
ia puerta. Ella aún en los albores del sueño, saltó
de la cam a a m edio vestir, cubriéndose pudorosa
con su bata nipona regada de helechos plateados.
No son horas p ara d esp ertar a u na condesa, re­
funfuñó, bajando la escala para abrir el picapor­
te. En el um bral, Carlos y dos am igos cargaban
un agresivo tubo de m etal, que sin preguntarle,

20
entuladas y m oñas de cintas. Se ve precioso, ni se
n ota lo que es. Se contestó ella misma, tratando
de no m irar el asom bro divertido de sus ojos par­
dos. En realidad no se nota lo que es, musitó Car­
los dando unos pasos em ocionado, acercándose,
tom ánd ola p o r sus gruesas ancas de yegua coli­
flor, atrayéndola a su p ech o en un abrazo agra­
decido, dejándola toda tem blorosa, sin respirar.
Com o una chiquilla enguindada de rubor, com o
una caracola antigua en roscada en sus brazos, a
centímetros de su corazón haciendo tic-tac tic-tac,
com o un explosivo de pasión enguantado, p or su
estética de brócoli mariílor.

Deten el tiempo en tus ma nos,


haz esta noche perpetua.
Para que nunca se vaya de mí,
para que nunca amanezca.

Ya, está bueno, n o es p ara tanto. Y se despegó


de esa p rim era vez que lo tuvo tan cerca. Se co­
rría p o r la tan gen te sim ulando la em o ció n , evi­
tan do que él sintiera tem blar su an helo alado e
imposible. P arece que te gustan las flores, le es­
cu ch ó decir ya más distante. ¿Te gusta el campo?
Podrías acom pañarm e m añana al Cajón del Mai-
po. Tengo que h acer un herbario p ara la clase de
botánica. Me consigo un auto y vamos. Qué dices.
Ella se quedó con la huella de sus m anos apre­
tándole las caderas. Se quedó sonámbula, encan­

22
dilada, así tan niña frente a un p rad o de flores
amarillas. Y m u ch o después que Carlos se hubo
ido, contestó que sí quiero ir, que p o r supuesto.
Q ue debería co cer un pollo y huevos duros para
el picnic, y llevar ese m antel divino b ord ad o de
pájaros y angelitos, y comprarle pilas a la radio pa­
ra escuchar música, y quizás una pelota para que
Carlos se entretenga chuteando. Y también un li­
bro. No, m ejor u na revista para hojearla distraída
y ociosa en esa gran alfombra verde. Casi una pin­
tura, com o ese calendario antiguo donde una ni­
ña de rizos descansa en el am plio ru ed o de su
falda. Apenas ensom brecida p or la capelina am a­
rilla y el quitasol color cham paña haciendo ju ego
con la gran centrífuga de su vestido. Y al fondo,
bien al fondo, casi confundido con el azulino de
los cerro s, un soldado a caballo con quepis de
plumas tristes con tem p lán d ola extasiado. P ero
no, Carlos era hom bie y muy serio, y ella no lo iba
a avergonzar con m ariconerías de farándula ni
pom pones de loca can-cán. No iba a ech ar a per­
der el paseo, cediendo a la tentación de usar ese
herm oso sombrero amarillo de ala ancha con cin­
ta a lunares. Esa maravilla de som brero que le
quedaba tan bien, que nunca se había puesto por­
que jam ás ningún hom bre la había invitado a un
día cam pestre. Pero p o r si acaso, p or si hace mu­
ch o viento, p o r si el sol pega muy fuerte, p o r el
cuidado de la piel digo yo...

23
Porque eres y serás para mi alma
un día de sol, eso eres tú.

Casi no durmió la noche entera dando vueltas,


excitad a p o r la em o ció n , y p o r tan to bom bazo
que d esord enab a su idílica postal. Ya estaba en
pie cuando llegó Carlos vistiendo un pullover co­
lor pim ienta, con el pelo ren egrido p o r el agua
de la ducha. ¿Estás listo? N o hay m u cho tiem po,
tengo que devolver el auto a las seis. ¡Hiciste co­
mida! U n pollo. El aire del cam p o d a ham b re.
¿No? Yo la bajo, no te preocupes, te espero en el
auto. No muevas tanto el canasto que se quiebran
los huevos. Espérate un p oco, los vasos, serville­
tas, la sal, el pan, la radio. Cuidado, no seas loco,
las bebidas. P arece un niño, se dijo h urguetean­
do cosas, buscando el som brero amarillo, que es­
taba segura lo había guardado allí, en esas cajas,
con los guantes de puntitos tam bién am arillos y
las gafas negras con brillitos com o Jan e Mansfíeld
en esa película, estaba segura que ah í estaban,
completamente guardados, pero se los había mos­
trado a tanta am iga y las locas eran tan ladronas,
tan pérfidas, tan envidiosas y esa bocina del auto
llamándola. Ya voy amor...
En el cam in o, tan cóm o d a ju n to a Carlos, su
len gu a p a rlo te ra h abló de cu alq u ier cosa, evi­
tan do co m en tar el paisaje; cada población des­
pellejada p or el polvo, cada ro ton d a hum eando
p or restos de fogatas, pedazos de m uebles y le­

24
treros en el suelo que las ruedas del au to iban
esquivando, zigzagueando las brasas y palos y sal­
dos cham uscados de la n o ch e protesta.
Después, rum bo a la cordillera, la periferia ro­
tosa se fue poniendo más verde, más radiante por
ese sol amarillo, p o r esos vendedores de volanti­
nes y banderitas que chispeaban de co lo r la ca­
rretera. Y Carlos tan divertido, celeb ran d o sus
chistes, cu leb rean do las curvas con un: Sujétate
mariposa, otra vuelta y otra cosa. ¡Ay, qué bruto!
¡Qué chofer! Que p or favor Carlos, más lento, mi
corazón es de cristal. Carlos que las bebidas. Car­
los que este auto n o es tuyo. Carlos que m e hago
pipí de risa, que para un poco, que p or suerte ahí
viene un control policial. Entonces Carlos se pu­
so serio, varios militares con trolab an el cam ino
haciéndoles señas p ara que se subieran a la ber­
m a. P on te el so m b rero ¿quieres? ¿Y p ara qué?
P ara que te vean co m o d am a elegan te. P e ro ...
P ón etelo te digo y hazte la loca. Hazlo p o r mí,
después te explico. P ero Carlos nun ca le explica­
ba nada, él e ra así, ten ía esas ideas tan extrava­
gantes. P or eso le hizo caso, porque no le costaba
nada ponerse el som brero amarillo y los lentes de
gata y los guantes con puntitos y güeviar a los mi­
licos. No le costaba n ad a h acerlos re ír con su
show de m ala m uerte, dejándolos tan encandila­
dos que ni siquiera revisaron el auto y apenas mi­
raron los d ocum entos de Carlos que estaba tan
nervioso. Y los dejaron pasar sin problem as gri-

25
lando: “Feliz luna de miel, m arico n es”. Porque
buscaban otra cosa, digo yo. ¿No es cierto Carlos?
Varios Kilóm etros más allá, tom and o u na bo­
canad a de aire, Carlos volvió a reír, y siguió rien­
do d esb ocado m iránd ola de reojo, estirando la
ten aza cariñ osa de su brazo p ara ap resar sus
h om bros de queltehue. L o hiciste muy bien. Es
que tengo alm a de actriz. En realidad yo no soy
así, actúo solam ente. Y las risas de ambos se con ­
fu n d ieron en el viento tibio que d ejaron atrás.
Las nubes rosadas de los ciruelos y el resplandor
de los aromos pasaban fugados a m orir en sus es­
paldas, dejando u na nevada de pétalos pegados
al parabrisas. P arecen m ariposas m u ertas dijo
ella con un dejo de tristeza, y en cen d ió la radio
p ara no llorar, para huir de allí, p ara escapar de
esa bullente felicidad en la diadem a en can tad a
del bolero. Pero p or más que buscó el analgésico
de esa m úsica, girando la perilla de lado a lado;
todas las em isoras salpicaban arpas y guitarreos
patrios. El “Si vas p ara C h ile” can tad o p o r los
H uasos Q u in ch eros, era cad e n a n acio n al ese
mes, y sólo escapaba el tim bre agitado del “Dia­
rio de Cooperativa”.

S e r g io C a m p o s d a l e c t u r a a l a s n o t ic ia s :
E l a u t o d e n o m in a d o F r e n t e P a t r ió t ic o
M a n u e l R o d r íg u e z s e a d ju d ic ó e l c o r t e
d e e n e r g ía q u e d e jó s in l u z a i a R e g ió n
M e t r o p o l it a n a

26
De tanto oír esa radio, ella se había acostum ­
b rad o a sop ortarla. Es m ás, cu an d o no en co n ­
traba su m úsica preferida, cuando los bombazos
cortaban la luz, cuan do tenía que ponerle pilas
a la rad io, la voz de Sergio Cam pos era un bál­
sam o p ro te cto r en esas tinieblas de gu erra. No
sabía p o r qué, p ero esa voz cálida lograba apla­
ca r los latidos de su co razó n agitado p or tanta
revuelta. L a voz segura y amable de Sergio Cam­
pos la habitaba con la dulce añoranza de Carlos,
con su fanatismo de quedarse pegado escuchan­
do noticias. Q ue los pacos aquí y los terroristas
allá, que ese Frente Patriótico no sé cuánto, y to­
das las penurias de esa p ob re gen te a la que le
habían m atado a un familiar. En todo ese tiem ­
po, ese tem a había lograd o con m overla, m ien­
tras escuchaba los testimonios radiales bordando
sábanas, para la gente rica, con rosas sin espinas.
P artían el alm a los sollozos de esas señoras es­
carbando piedras, estilando mojadas p o r el gua­
naco, preguntando p or ellos, golpeando puertas
de m etal que n o se ab rían , revolcadas p o r el
c h o rro de agua frente al M inisterio de Justicia,
sujetándose de los postes, con las m edias rotas,
todas chasconas, agarrándose el p ech o para que
esa agua negra no les arrebatara la foto prendi­
da a su corazón.
¿Te pusiste triste? ¿Qué pasa? Carlos había de­
ten ido el vehículo ju n to al cam in o. A quí nos

27
quedam os. ¿Pero p o r qué en esta cuesta, en es­
te barranco tan peligroso? ¡Huy!, la altura m e da
vértigo. Porque aquí tengo que h acer el trabajo
de b o tán ica. M ira, allá hay u n a lom ita. Saque­
mos las cosas del auto y subamos.
No tuvieron que subir m ucho para quedar ins­
talados sobre el cam ino, en esa terraza natural fo­
rrada de un m usgo suave salpicado de florcitas.
Desde allí la visión panorám ica era completa. Los
m urallones cordilleranos sujetaban la tajada de
cielo arreb o lad a de nubes lum inosas. Y abajo,
muy abajo, el río quejándose al c h o ca r tum ul­
tuoso con tra las piedras. La cinta plateada de la
carretera era lo único transitable, el único borde
en tre c e rro y abism o d on d e pasaban los autos
len tam en te, en cajonad os p o r el peligro. N ada
m ás, la ciudad había q ued ad o lejos p ara ella y
Carlos que la ayudaba a desplegar el m antel so­
b re la hierba. En kilómetros no se veía un alma.
A esa hora, ese pedazo de m undo era solo para
ellos. Carlos era solo para ella, su risa, sus dien­
tes blancos, su b oca ju gosa m ord iend o el pollo,
sus dedos largos y sexuales desnudando un hue­
vo duro. Su en trep iern a arqueada de joven jin e­
te m ontado en un peñasco, su cu erp o nudoso y
elástico cu an d o se sacó el pullover, cu an d o se
tendió a tom ar el sol, tan cerca de ella. U na loca
vieja y ridicula posando de m ed io lado, de m e­
dio perfil, a m edio sentar, co n los muslos ap re­
tados para que la brisa im aginaria no levantara

28
su p ollera tam bién im aginaria. Así, tan quieta,
tan C leopatra erguida fren te a M arco A ntonio.
Tan Salom é recatad a de velos p ara el Bautista.
Absolutam ente figura central del set cord illera­
no, sujetando con la pose tensa la escenografía
bucólica de ese minuto. A m arrando con su gesto
teatral los puntos de fuga de ese cuadro. Conge­
lando ese m om ento para recordarlo en el futuro,
para pajearse con la vulnerabilidad del recu erd o
suspendido en el vuelo de ese pájaro, en el grito
asustado de ese pájaro, en el alboroto de alas p or
el zum bar de un helicóptero, en el sobresalto de
las sirenas ululando a lo lejos, escoltan d o la co ­
mitiva presidencial que subía p or el cam ino. No
te muevas, estás para una foto. Carlos buscaba la
cám ara precipitadam ente. P ero m e gustaría con
som brero. Así no más, no te muevas te dije. Pero
alcánzam e el som brero, qué te cuesta. ¿Por qué
tan rápido? Está bien, tom a. El so m b rero giró
p o r los aires com o platillo volador. l a s sirenas se
acercab an , p ud iend o verse la cu leb ra de autos
que ya tom aban la curva. P o r fin Carlos en co n ­
tró la cám ara y enfocaba tem bloroso. ¿Cóm o es­
toy, baby? Carlos trataba de en cu ad rar el cam ino
co m o fond o. Así estás bien, n o te muevas, no
güevees, no respires. Las m otos policiales y vehí­
culos blindados pasaron a su espalda y ella sintió
un hielo rep en tino al son reír p ara el click de la
foto.

29
¿Te fijas que se usan los som breros? L a Prim era
D am a iba re co sta d a en los algodones de la li­
m usina tocad a p o r la capelina D ior que Gonza­
lo, su estilista, le había com p rad o en Ibiza. P ero
son p ara g en te jo v e n , m ujer, ¿no viste que era
u n a p areja de pololos? El sería jov en , p ero ella
se veía b astan te m ayor, a p esar del som b rero
am arillo que era u n a m on ad a te diré. Gonza di­
ce que el am arillo h ace fu ro r en E urop a, fue el
color de la tem p orada prim avera verano. L e voy
a e n ca rg a r u n o igual a ése. P ero m u jer ¿a tu
edad? N o ves que la p ren sa com unista lo único
que h ace es reírse de tus som b reros. M ira tú
¿no? ¿Y c ó m o ustedes que n o se sacan la g o rra
militar ni para dorm ir? ¿Entonces los som breros
son cosa de h om b res solam ente? Fíjate tú. ¿Ah?
S em an a a sem an a las mismas discusiones le
llen aban la cab eza. Q ue G onzalo m e dijo, que
G onzalo d ice, que G onzalo cre e , que debieras
tom ar en cu en ta la opinión de Gonza que es tan
fino y tien e tan b u en gusto. Y dice que tod o es
cosa de estética y color. Q ue la gente no está des­
con ten ta contigo ni con tu gobierno. Q ue la cul­
pa la tiene el gris de los uniform es, ese color tan
depresivo, tan sob rio, tan ap agad o, tan p o co
com binable. Im agínate que con rojo es la única
m an era que se ve bien, la ú n ica form a de arm o­
nizarlo. M ira q ué co n trad icció n . M ira qué bri­
llante es G onzalo al p ensar así. Y tú no lo tomas
ni en cu en ta cu an d o te c o rta el pelo y te sugie­

30
re teñ irte esas canas grises de celeste azulado.
P or tus ojos, dice él. ¿Por qué otra cosa va a ser?
¿Ah? A dem ás, esas cejas b lancas que p arecen
chasquillas. ¿Por qué n o dejas que Gonza te las
pinte y te las depile?, para que la gente te vea los
ojos y ap ren da a q u ererte, digo yo. Y ese bigote
de escobillón escarchado, tan antiguo, tan pasa­
do de m od a, que te tap a la b o c a y p o r eso los
marxistas dicen que eres cínico. ¿Por qué no de­
jas que él te lo re c o rte ? ... G onza es m ago p ara
esas cosas y si te lo sube un poquito de las com i­
suras la gen te siem p re te verá son rien te. ¿Por
qué no te p on es las cam isas guayaberas que
Gonza te trajo del Caribe con tanto cariño? To­
do porque son cubanas, p ero son alegres, llenas
de m onitos y palm eras, y la tela, p ara qué te di­
go, puro algodón, fresquitas para venir para acá
en estos días de calor. ¿No te fijaste en ese joven
que le sacaba fotos a su polola, la del som brero
am arillo? ¿No viste que usaba una cam isa sport,
afuera del pantalón? Y tú con ese uniform e plo­
m o, c o lo r b u rro , c e rra d o hasta el c o g o te. ¿No
tienes calo r h om b re? ¿No te m olesta? A bre un
p oco la ventanilla para que en tre viento. ¿Para
qué tanta seguridad? ¿Q uién te va a h acer algo
en estos p eladeros? ¿Q uién se va a atrever con
este ejército custodiándonos? ¿Ah? Gonza dice
... Ya estaba cansado de escu ch arla batiendo la
lengua, halagando a ese m ariposón que se m e­
tía hasta en sus calzoncillos. P ero no podía ha­

31
ce r otra cosa, ella insistió en venir y tod o el fin
de sem ana iba a escu ch ar ese ro n ro n eo pegajo­
so. P or suerte traía sus m arch as favoritas, y lle­
gando pondría a todo chancho esas retretas para
evaporar el cacareo hostigoso de su mujer. El tí­
tulo de P rim era D am a había tran sform ad o a la
joven sencilla que co n oció cuan do era soldado
raso. Esa niña de liceo allá en la provincia, don­
de alguna vez tam bién com p artieron un picnic
cam p estre igual que esa p areja de som b rero
am arillo. A su lado, ella seguía hablando m ien­
tras hojeaba una revista de modas. Afuera la cin­
ta del paisaje cu n cu n eab a de verde en verde
sobre el lom aje de las praderas, y pudo resistir la
tentación de d eten er la comitiva p ara invitarla a
ten d erse en la h ierb a p o r un rato . Total él era
p resid en te y p od ía h a ce r cu alq u ier cosa. P ero
nunca a tirarte en el pasto com o una vaca. ¡Ima­
gín ate que pase un p eriodista! ¡Im agínate que
sea de esa radio Cooperativa, co n lo copuchen-
ta que es! Con m ayor razón van a d ecir que eres
un huaso m etido a gente.

L a tarde iba cayendo rápido sobre el Cajón del


Maipo. El sol fue interceptado p or los cerros y la
luz se am ortigu ó p or som bras rasantes de color
an aran jado. Carlos sacaba fotos, tom aba m edi­
das, y h a cía raro s planos del te rre n o sum ando
m etros y p erím etros con reglas de cálculo. ¿No
e ra sob re plantas su trab ajo?, ¿sobre b otán ica,

32
flores o algo así? Ella no entendía m ucho, no sa­
bía de esas cosas universitarias. Y prefería no pre­
guntar para no m eter la pata. Prefería hacerse la
c u ch a, ya que él la c re ía ton ta con testán d o le
siem pre: Después te explico. P or eso ella lo de­
ja b a tranquilo, lo veía agach arse sobre el cam i­
no, de guata en el suelo. Lo m iraba subir y bajar
la cuesta una y otra vez, asom arse al precipicio,
m irar la hora, con tar los minutos, quedarse pen­
sando, volver a m irar y reg resar a sus apuntes.
Trataba de no interrum pir, fingiendo leer la re­
vista Vanidades que había llevado. L a m ism a re­
vista que se sabía de m em oria, que alguna de sus
amigas locas dejó olvidada en el living de o y o -
nes de su casa, y ella la hizo propia al descubrir
un reportaje a Sarita Montiel. ¿Puedo poner mú­
sica torero ? Carlos levantó la vista de los p ap e­
les. Y com o siem pre la loca lo sorprendió con su
alu cin ad a fan tasía b arro ca. C on su m o d o de
ad orn ar hasta el más insignificante m om en to. Y
se la quedó m irando em bobado, encaram ada so­
bre una roca, con el mantel anudado en el cuello
sim ulando u na m aja llovida de pájaros y angeli­
tos. Alzando el garbo co n las gafas de gata, m or­
d iend o sed u cto ra una flo rcita, co n las m anos
enguantadas de lunares amarillos, y los dedos en
el aire crisp ad o p o r el gesto andaluz. L a m iró
divertido, h acien d o un p arén tesis en su serio
trabajo. Y fue él quien ap retó la tecla de la ra-
diocasetera, sum ándose de espectador al tablao,

33
p ara verla g irar y g irar re m e cid a p o r el baile,
para quedarse p o r siem pre aplaudiendo esos vi­
sajes, esos “besos b ru jos” que la lo ca le tiraba
soplando corazones, esas pañoletas carm esí que
hizo flam ear en su costado, quebrándose cual ta­
llo a puro danzaje de p atipelá, a p u ro zapateo
descalzo sobre la tierra m ojá, sob re el m usgo
“verde de verde limón, de verde albahaca, de verde que
te quiero como el yuyo verde de tanta espera verde y ne­
gra soledá
N u n ca u n a m u jer le había p rov ocad o tanto
cataclism o a su cabeza. N inguna había logrado
d escon cen trarlo tanto, con tanta locu ra y livian­
dad. No recordab a polola alguna, de las muchas
que ro n d a ro n su co razó n , capaz de h a ce r ese
teatro p o r él, allí, a tod o cam p o , y sin más es­
pectadores que las m ontañas engrandecidas por
la som bra venidera. N inguna, se dijo, m irándo­
lo con los ojos bajos y confundidos. Intentando
re c o b ra r el pulso de su em o ció n . T ratan d o de
volver al razo n am ien to frío de los n ú m eros y
ecuaciones de tiempo que requería el trazado de
su plano. P orq u e el día se iba rápido y no exis­
tía u n a segu nd a op ortu n id ad p ara co rreg irlo .
Por eso le pedía que p or favor, que al m enos por
m edia h ora dejara de m irarlo así, con esa llama­
rada oscura quem ando su virilidad, d em andan­
do su cariñ o. Q ue p o r favor c o rta ra la m úsica,
ese casete p resagian do d esgracia, ese disco de
burdel antiguo en san grentan do la tarde de an­
tem an o . Q ue después p od ía p o n erlo las veces
que quisiera, p ero a h o ra era u rgen te term in ar
el trabajo. Se m e acaba la luz, faltan algunas fo­
tos y tenem os hasta las seis nada más.
En el viaje de reg reso casi n o h ablaron . Ella
se quedó dorm ida ju nto a la ventana y él la tapó
con su pullover co lo r pim ienta. En realidad ella
no dorm ía, solam ente había cerrad o los ojos pa­
ra reponerse de tanta dicha y p od er reto rn ar sin
d ram a a su realid ad . E ra m u ch o p ara un solo
día, dem asiadas em o cio n es agolpán d ose en su
p ech o y p refería n o hablar, no d ecir nada para
no en to rp ecer esa alegría. Q uedarse quieta, m e­
cida p o r el arru llo del m o tor, casi sin respirar,
cuan do sintió las m anos de Carlos arrop ánd ola
con la tibia lana de su ch aleco. Así de extasiada
se hizo la b ella d u rm ien te p ara o le r el vértigo
erótico de su axila fecunda, esa fragancia de m a­
ratón, de cam arín deportivo en el doble oloroso
de su cu erp o m areán d ola, in citan do sus dedos
tarántulas a deslizarse p o r el asiento hasta to car
esos m uslos duros, tensados p o r el acelerad or.
P ero se contuvo; no podía aplicar en el am or las
lecciones sucias de la calle. No podía confundir
ni mal in terp retar los con tinu os roces, sin que­
rer, de la pierna de Carlos en su rodilla. No era
la m ism a electricidad p orn o de la m icro, donde
ese fran eleo de p an to rrillas e ra el sín tom a de
otra cosa, una propuesta para tocar, am asar y so­
bajear lagartos en la ru ta sin peaje. P o r eso con ­

35
geló la escena retiran d o la p iern a con un gesto
recata d o . Y se a c u rru c ó p ich o n a p egad a al vi­
drio, dejándose envolver p o r el agotam iento lu­
m inoso de ese día.
Al llegar, el b arrio p arecía un pueblo de pro­
vincia, apenas iluminado p o r algunos faroles sal­
vados de los peñascazos. Los niños corrían p or
la calle esquivando el au to, y en la esquina la
misma patota de jóvenes sum ergidos en la nube
ácid a de la yerba. E n los aires entum idos del
an o ch ecer, se plegaban las radios tim baleando
el rock punga de L ed Zeppelin, los arpegios re­
volucion arios de Silvio R odríguez y el tu m b ar
despabilado del flash nod cioso en el alm acén:

C o o p e r a t iv a , l a r a d io d e l a m a y o r ía .
M a n o i a R o b l e s in f o r m a : U n
c o m u n ic a d o d e l M in is t e r io d e l I n t e r io r
s e ñ a l a q u e e n e l a l l a n a m ie n t o

e f e c t u a d o h o y p o r s e r v ic io s d e

s e g u r id a d e n v arias p o b l a c i o n e s , s e h a n

in c a u t a d o a r m a s d e p e s a d o c a l ib r e y

NUMEROSO MATERIAL IMPRESO LLAMANDO A


LA REBELIÓN, PERTENECIENTE AL LLAMADO
E r e n l e P a t r i ó t ic o M a n u e l R o d r íg u e z .

¡Ufff! baby, p o r fin llegam os. Hay que bajar


las cosas con cu id ad o p o rq u e... ¡Shit! Carlos la
hizo callar escu ch an d o aten to con las m anos al
volante. Ella tam bién escu ch ó , p ero no le hizo

36
caso. N inguna noticia iba a o p acar ese rom án ti­
co m o m en to del adiós. P o r eso reco g ió el som ­
b rero am arillo con un ram o de flores silvestres,
ju n tó las p etacas del p icn ic, e n tró en la casa y
trep ó la escalera, esperand o que Carlos subiera
tras ella para despedirse. P ero el violento rech i­
n ar del acelerador la hizo volver sobre sus pasos,
y alcanzó a ver la co la del au to d ob lan d o la es­
quina, fugándose apresurado, com o si huyera de
su novela cam p estre, de sus olo res m alva-rosa
con esa partida tan abrupta.
Nada es p erfecto, se dijo cerran d o la puerta,
p on iend o las flores en agua, ab rien do todas las
llaves para que ese rep icar de cataratas soltara el
nudo fluvial que se agolpaba en su p ech o. Nada
es ideal, insistió p ara sentir el vidriado calo r de
la p ena h um edeciénd ole la m irada, d escorrien ­
do apenas la acuarela azul de las flores m arch i­
tas que esperaban el ro cío am argo y teatrero de
su llanto. Pero no pudo llorar, p o r más que trató
de re co rd a r cancion es tristes y arpegios senti­
m entales, no podía desaguar el océan o atorm en­
tado de su vida. Ese b o lero seco que m an ab a
tanta letra de am ores peregrinos, tanta lírica ce­
b ollera de am o r b arato , h e m o rra g ia de am o r
co n “tinta sangre”, m aldito am o r que te creías,
“yo que todo te lo d i”, “tú querías que te dejara de que­
rer”, “tú te quedas yo me voy ”, “tú dijiste que quizás ”,
“tú me acostumbraste y por eso me pregunto”. Amores
de folletín, de panfleto arrugado, am ores perdi­

37
dos, rastrojeados en la g u arach a p lañ id era del
m aricón solo, el m aricón h am b rien to de “besos
brujos”, el m aricón d rog ad o p o r el tacto imagi­
nario de una m ano volantín rozando el cielo tur­
bio de su carn e, el m aricón infinitam ente preso
p or la lepra coliílora de su jau la, el m aricón tru-
lulú, atrapado en su telarañ a m elan cólica de ri­
zos y em b elecos, el m aricó n rififí, en tretejid o ,
hilvanado en los pespuntes de su p rop ia tram a.
Tan solo, tan encapullado en su propia red, que
ni siquiera podía llorar no habiendo un especta­
d o r que ap reciara el esfuerzo de escen og rafíar
una lágrima.
Es co m o devolver perlas al m ar, concluyó sa­
cudiendo las flores, esparciendo chispas de vidrio
en el aire carnavalizado p or su gesto travestí. Car­
los no se m erece ni u na lágrim a, ni u na gota, de
ninguna m an era desperdiciar lajoy a de su pena
en alguien tan mal agrad ecid o, tan en igm ático
el lindo m arch án d o se así. Sin siquiera d ecirle
chao. Tom ándola, dejándola co m o si ella fuera
u na cosa, u n a caja m ás p ara el d e co ra d o . Di-
ciéndole siem pre: después te exp lico, tú 110 en­
tiendes, m añ an a con versam os. ¿C reía que ella
era una loca tonta, u na bodega para gu ard ar ca­
jas y paquetes m isteriosos? ¿qué se c reía el chi­
quillo de m ierd a q ue ella n o se daba cu en ta?
¿qué tanta reunión de barbones en su casa? ¿qué
tanto estudio? Mira tú. ¿Ah? Q ue si se hacía la le­
sa, e ra n ada más que p o r él. Q ue si agu an tab a
tanta chiva de libros en esos cajones, era p or ha­
cerle un favor al lindo. P ero n o iba a so p o rtar
humillaciones. ¿Qué se creía el cabro güevón pa­
ra tratarla así? C reía que p orq u e era universita­
rio, y buen m ozo, y joven, y tenía esos ojos tan...
Solam ente p o r él se hacía la señorita, porque la
intim idaba con esos ojos amables, la ach u n ch a­
ba con su cortesía de chiquillo educado. Y si no
fuera p o r eso, si no fuera porque lo quería tan­
to, le salía la ro ta y m an d aba tod o a la ch u ch a.
No le asustaba quedarse sola otra vez, no faltaría
el roto que le m oliera el m ojón p or un plato de
com ida. N unca faltaban los cabros, que hacién­
dose los amables, le llevaban la bolsa de la feria
y después, c e n ada la puerta, una vez adentro de
la casa, ella n o ten ía que h a ce r ni d ecir nada,
porque em pezaban con que vivís solo, ando ver­
de, pasémoslo bien. Nunca faltaban los pasajeros
del toque de queda; esos volados que se queda­
ban carreteando hasta tarde y no podían llegar a
su casa, y bueno, todo sea p or no caer preso. So­
braban los cesantes que p or unos pesos, p or un
cigarro, p or una cam a caliente le hacían el favor
sin más trám ite. Y ella no tenía que h acer tanto
verso y esfuerzo para que la quisieran p or un ra­
to. No tenía que desnucarse tratando de ser fina,
tejiendo miradas de corazón para que Carlos, s o
lam ente y muy de vez en cuando, la abrazara co­
m o am igo, dejándola tan caliente que se sentía
culpable de desear ese cu erp o prohibido. Todo

39
sería más fácil si n o ten ía que so p o rtar el em ­
brujo de su presencia. Volvería a patinar la calle
recog ien d o pungas y ereccio n es m om en táneas
con el arp ón de su p esca m ilagrosa. Y el am or,
en gu an tad o en ese n om b re m aldito, lo dejaría
pudrirse con los restos del p icn ic, co n los h ue­
sos del pollo que iban a ferm en tar en esa cuesta
del Cajón del Maipo. D onde n u n ca iba a reg re­
sar, d on de jam ás volvería a bailar com o una vie­
ja ridicula p ara ese m alnacido.

Entonces los golpes de la puerta fueron ecos en


su atribulado corazón.

Te vas porque yo quiero


que te vayas.
Y a la hora que yo quiero
te detengo.
Yo sé que mi cariño te hace falta
aunque quieras o no
yo soy tu dueño.

M ientras bajaba la escalera, arreglándose las


cuatro m echas, sabía que no le diría nada, ni si­
q uiera h aría m en ció n del asunto. Total Carlos
era tan descuidado que todo se le podía p erd o­
nar, co n tal de verlo a p a re c e r de nuevo en el
m arco de la p u erta co m o un sol sofocad o dan­
do exp licacion es. D iciendo que no se en o jara
con él p o r ese detalle, que se había presentado

40
un imprevisto, que se había h ech o tarde y el au­
to ten ía que devolverlo tem p ran o, que no fuera
tan sentim ental, que n o fu era taim ado, que vol­
viera a m irarlo, ya pues, a ver, u na risita, le pedía
el m o coso h erm o so co m o u n a esm eralda m ari­
na. A ver, un p u ch ero, le d ecía con esa b oca de
fresa, con qu istán d ola o tra vez con sus niñerías
de cach o rro . ¿Q ue pensabas que m e había en o­
jad o? ¡Si lo pasamos tan bien en el paseo! ¿No te
gustó? Adem ás, cu an d o m e vaya, capaz que sea
para siem pre. Carlos bajó la voz m irando las ca­
jas del m isterio, y u n a cortin a de vacío afelpó el
instante. E nto n ces algo gatillo en su alm a de lo-
ca-m áter. Algo le estaba dicien do Carlos que le
provocaba u n a trizadura de verdad. U n m iedo,
un presentim iento, algo intangible que opacaba
su risa de n iñ o b u en o . ¿C u ánd o será? L a p re­
gu n ta pilló a Carlos d esprevenido. ¿Q ué cosa?
Tu cum pleaños. Carlos se relajó con u n a sonri­
sa cóm p lice. Falta todavía. ¿Q ué m e vas a rega­
lar? U na flecha. ¿Y el arco? Yo seré tu arco.

41
L a c o m it iv a v e n ía de regreso, después del largo
fin de sem ana en que el D ictador y su m ujer oxi­
genaron sus pensam ientos en el oasis cordillera­
no del Cajón del Maipo. Com o él lo supuso, ella
no había parado de ch ich arrear de la m añana a
la n och e, en que caía rendida durm iéndose pe­
sadam ente bajo el antifaz de avión que trajo del
viaje a Sudáfrica. P ero en la m itad del sueño,
cu an d o él se disponía a c e rra r los ojos, ella so­
nám bula seguía en su charla molestosa. Soñaba
que venía en el avión, regresand o de esa fallida
visita a Sudáfrica. ¿Viste? Yo te dije, te lo advertí
mil veces que te aseguraras bien si nos iban a re­
cibir esos cholos mal educados. Pero no, tú dele
y dele conque ese presidente era amigo tuyo. Tú
insistiendo que nos iban a recib ir com o reyes,
porque ellos estaban de acu erd o con tu gobier­
no, porque era uno de los pocos países que te ad­
miraban p or haber d errotado al marxismo. Fíjate
tó^por hacerte caso, m ira tú qué b ochorn o, qué
plancha, qué vergüenza Dios mío llegar allá y te­
n er que devolverse al tiro, sin siquiera bajar del
avión. En mi vida me había sentido tan mal, tan
humillada p or esos negros mugrientos, y todo por
tu culpa de viejo porfiado. Gonza m e lo dijo, m e

43
lo advirtió tan to que n o debía ir. El ca lo r es te­
rrible me dijo, y tanta hum edad y tanto n egro re­
sentid o, y tan ta revuelta. M ejor q uédese aquí.
Gonza me vio el I Ching y ahí salía. No te digo.
“No cruzar la gran agua, p erm anecer quieto”, de­
cía ese libro sabio. Pero tú n un ca m e haces caso,
tú siempre tan incrédulo, tú siempre desconfian­
do de Gonza que es tan buen chiquillo. Tan am o­
roso, que m e prestó su caftán de seda pura, y me
llenó las maletas de ropa fresca y sombreros de sa­
fari y repelentes. Para que no la piquen los mos­
quitos, que sacan el p edazo en esas selvas, m e
advirtió. Y m e reg aló d ocenas de guantes, para
que dé la m ano com o la reina Isabel, porque allá
hay tanta sarna y esos negros siem pre tienen las
m anos sudadas. Y sáquese m uchas fotos de blan­
co, solam ente de blanco. C om o la M arlene Die-
trich en esa película. ¿Te acuerdas? Esa que se
perdía en la ju ngla con el joven buscador de dia­
m antes. Adem ás m e dio todos los datos p ara re­
c o n o c e r las piedras auténticas, p ara que no m e
hicieran lesa, porque hay tanta imitación señora,
tanto en gañ o que deslum bra y es sólo vidrio.
Cóm prese un collar, no, m ejor una tiara, para re­
cibir al Papa cu an d o venga, y la verá co m o a la
G race de M onaco. Y p ara ti, m e reco m en d ó un
alfiler de corb ata y unos gem elos discretos, ape­
nas unos brillantitos en los puños de una camisa
negra. Porque no vas a ir de uniform e a la ópera,
m e im agino. A unque eres tan porfiado, tan ca­

44
beza dura. Tan insoportable que cuando se te m e­
te algo en el mate siempre sales con la tuya. Ya ves
lo que conseguiste, todo el m undo va a saber que
nos hicieron este desaire. Me im agino esa radio
Cooperativa, cóm o se va a reír contando este mal
rato. Porque si al m enos nos hubieran h ech o pa­
sar al hall del aeropu erto, siquiera una disculpa,
u na n oche p or lo m enos en Ciudad del Cabo pa­
ra p on erm e la túnica persa y pasar p o r turista, y
p od er salir a com p rar un engañito, una cosa po­
ca, un p ar de colmillos de elefantes para la sala,
una piel de tigre para que te caliente las patas en
el escritorio, cuan do te ap ren des los discursos
que te hacen los secretarios, en esa pieza tan he­
lada, tan llena de fierros y sables y pistolas y ca-
chu reos m ilitares que tú cuidas co m o si fueran
flores. Si al m enos nos hubiera hecho llegar unos
regalos co n su ed ecán , ese africano roto. Y tú
m andándole armas, apoyándolo con tus ideas pa­
ra doblegar a los negros revoltosos. Tú, tan ton­
to, auspiciando intercam bios culturales de puras
mugres que traían de Sudáfrica) Porque si al me­
nos ellos tuvieran una Gloria Simonetti, un Anto­
nio Zabaleta, un Gonzalo Cienfuegos en pintara,
unos Huasos Q uincheros, te creo. L o único son
los diamantes, que a ellos no les sirven porque no
los lucen. Im agínate una chola con aros C artier
en esos peladeros sin alma. Porque dejándose de
cosas, es harto feo ese país p or lo poco que pude
ver desde el avión. Puro barro, pura tierra y vapor,

45
puros bichos y anim ales y tan to n egro ch ico in­
flado de h am b re. P e ro , aun así, habríam os so­
p o rtad o co n d ignidad esa pobreza, p orq u e los
chilenos somos educados y nunca le hacem os eso
a u n a visita ilustre. ¿Dejarla con los crespos he­
chos, ahí parada co m o idiota en ese aeropuerto?
Sudando la gota gorda em papados de calor, y ni
siquiera nos ofrecieron un refresco, ni una agüi­
ta. Y yo desm ayándom e de sed, afiebrada com o
camello. Y tú: espérate m ujer que tienen que lle­
gar las autoridades a recibim os, tiene que haber
problem as de p ro to co lo , estarán p rep aran do la
suite presidencial. Cálm ate mujer, no te desespe­
res que ya va a llegar la limusina, tienen que estar
em banderando las calles porque llegamos un p o­
co antes y no avisamos con tiem po. T ú sabes có ­
m o son estos países salvajes. Pídele a la azafata
u na bebida, tranquilízate y trata de entender. Sí,
una bebida, una bebida, sabes cóm o engorda. Tú
todo lo arreglas con una bebida y con tu famoso:
trata de entender. ¿Viste que no había nada que
entender? ¿Viste que si m e dices eso m e pones co­
m o ton ta, cu an d o yo siem pre tengo la razón?
Gonzalo lo sabía, p or qué no le hice caso. Imagí­
nate dos días metidos en un avión, con este ruido
infernal en la cabeza. Me parece que toda la vida
vamos a seguir volando, sin que nadie en el m un­
do nos quiera recibir. Me siento com o esos mar-
xistas ro tosos q ue tú exiliaste después del 11,
d an d o vueltas y vueltas a la tierra sin que nadie

46
nos ofrezca asilo. Porque ya nadie te quiere, por­
que ya no son los puros comunistas, com o tú m e
decías. A hora son tus propios amigos, y estoy se­
gura que si Franco viviera, tam p oco nos hubiera
recibido. Y p ara qué h ablar de ese Som oza, tan
com pinche tuyo, tan am igo de tu gobierno. ¿Vis­
te cóm o terminó con esa bomba? Volando por los
aires, igual que nosotros.
P o r suerte ahí se le había agotado la pila, p o r
fortuna se había quedado m uda transform ando
su odiosa plática en un ronquido rezongón. E ra
p referible el in som n io que le p rovocaban esos
fuelles tronadores, a seguir oyendo su rosario de
mal agüero. P or eso ah o ra en el auto, él trataba
de no h acer ningún ruido p ara no despertarla,
y que siguiera ro n c a n d o h un d id a bajo el som ­
brero, m ientras la m uda com itiva regresaba a la
ciudad con las sirenas apagadas.
Los pastos ardían anaranjados p o r el ocaso, y
muy poca gente se veía en el cam ino, porque aún
la primavera no era tan calurosa. En el verano es­
to será una feria, pensó, una tropa de pobres que
se tom an la m icro los dom ingos para mojarse el
poto en ese río. Podría prohibir la entrada a este
valle, dejar ingresar solam ente a los propietarios
y turistas. P ero có m o hablarían esos opositores,
dirían que m e creo patrón de fundo, que el país
es de todos, y más aún el Cajón del Maipo, que es­
tá tan cerca de Santiago. A sólo m edia hora, p or
eso vienen tantos cabros con sus novias a estudiar.

47
C om o esa pareja del som b rero am arillo. A hora
que la caravana tom aba la cuesla, pudo recordar,
volviéndola a ver en el faldeo rocoso. El corrien ­
do con la cám ara fotográfica, inuyjoven, con el
pelo al viento y la camisa abierta. Y ella tan s e ñ o
rita de som brero, tan dama y colijunta sentada de
m edio lado en el pasto. Tan extraña esa m ujer co ­
mo de una foto antigua. Tan rara con esos hom ­
bros anchos y esa cara de hom bre. Y ahora que lo
pensaba mejor, ah ora que la record ab a con más
calma, caía en cuenta que era eso. ¡U n m aricón!,
gritó indignado despertando a su m ujer que sal­
tó en el asiento perdiendo el som brero. ¿Qué co­
sa? Q ué te pasa h om b re que m e asustaste. ¿Te
acuerdas de aquella pareja del som b rero am ari­
llo, cuando veníamos? Eran homosexuales mujer,
dos hom osexuales. Dos degenerados tom ado el
sol en mi cam ino. A vista y p acien cia de todo el
m undo. C om o si no bastara con los comunistas,
ah ora son los hom osexuales exhibiéndose en el
cam po, haciendo todas sus cochinadas al aire li­
bre. Es el colm o. Eso sí que no lo iba a soportar;
m añana mismo hablaría con el alcalde del Cajón
del Maipo para que pusiera vigilancia.

Ya van, ya van. Casi echaban abajo la puerta gol­


peando tan fuerte, despertándolo tan tem prano,
trizando a patadas su agitado sueño de amazona
cabalgando p o r la p rad era al an ca de un miste­
rioso jin ete. N u nca p udo verle la cara, no sabía

48
quién era, tam p oco p o r qué huían desaforados
com p artien d o la taquicardia del m iedo, arran ­
cando de un anónim o peligro rozando su espal­
da con garra de hielo. E ntonces ella se apretaba
al jin ete para no sentir ese rasguño rasante. En la
em ergencia, sus m anos de loca adhesiva, se anu­
daban a la cintura masculina empapada de sudor,
salto a salto en el lom o resbaloso de la besüa, tra­
tan do de sujetarse p ara no caer, sus dedos afe­
rrados al cintu rón, a la hebilla incrustada en el
estómago ardiente. Sus dedos tocando esa guata
de hom bre, ese tripal nervioso, tensado p or la fu­
ga. Sus dedos privilegiados destejían los rem oli­
nos velludos de su om bligo, sus dedos tarántulas
se agarraban fieros de esas crines duras, jugaban
con ese pelaje rizado, con ese “cam inito al cielo”,
vientre abajo, q ueb rad a abajo, d on de se hacía
más espeso el m atorral áspero del pubis. Aún te­
nía grabada esa presión dactilar que palpitaba a
dúo con esa cercanía arrobadora. Así atados, nin­
guna m ano huesuda podía alcanzarlos. Tan jun­
tos, iban a escapar de lo que fuera, com o fuera,
galopando sobre las nubes si era preciso. Enton­
ces golpearon la p u erta y ella se quedó con un
abrazo vacío entre las manos, despertó com o una
ciega tanteando el aire descolorido de la pieza. Ya
n un ca iba a saber qué pasaba con el rapto des­
pués que el caballo saltó a las nubes. No había de­
rech o, no tenían resp eto, volverlo a su miseria
con esa brusquedad. U n o podría dem andar a al­

49
guien por este atropello, se dijo arropándose con
una mantilla bordada de abedules. A usted lo lla­
m a p o r teléfono una mujer, y dice la señora del
almacén que vaya al tiro. ¿Quién podía ser? ¿Qué
m ujer tenía el descaro de tirarlo al suelo de las
m echas, cortán d ole la película de rom pe y raja,
de un solo costalazo? N o supo cóm o se puso los
pantalones, y cruzando la calle, recién se acordó
que había olvidado los dientes postizos. Simulan­
do un bostezo, se tapó la boca con la m ano cuan­
do tom ó el auricular. Aló. P or fin lo en cu entro.
¿Dónde se había metido? ¿En qué estaba que to­
davía no me viene a dejar el mantel que le man­
dé bordar hace un mes? Tengo una com ida para
los generales com pañeros de mi m arido. ¿Y qué
voy a hacer? E ra doña Calila, la señora del gene­
ral, su d ien ta más antigua, la más regia. U na ver­
dadera dama que lo trataba tan bien. El mantel
ya lo había term inado, pero de loca se le ocurrió
llevarlo al picnic y estaría todo sucio, m anchado
entero de pollo y bebida que Carlos derram ó sin
querer. Debía lavarlo con blanqueador, alm ido­
narlo, plancharlo, y entregárselo con el dolor de
su alma. Por suene pagaba bien, y lo consideraba
un artista. Por eso se deshizo en explicaciones, ar­
gum entó un viaje sorpresivo, m ató y resucitó a
una tía lejana, cayeron las siete plagas de Egipto
sobre su familia. ¿Qué familia? Si tú m e habías di­
cho que no tenías familia. Pero que no le con té
señora Catita, no le he dicho que la encontré. Fí­

50
jese. De pura casualidad. Usted sabe que a m í no
m e gusta la tele y escu ch o pura radio. U n día la
p ren d o , y en un progr am a de esos que buscan
gente escucho mi nombre, casi me morí. Ellos me
andaban buscando. Fíjese la sorpresa, m e lo lloré
todo. Tantos años, tanto tiempo sin m adre, ni pa­
dre, ni p erro que m e ladre, y de la noche a la ma­
ñana m e salen sobrinos, primos, herm anos, tíos,
abuelos y una chorr era de parientes que he teni­
do que conocer; por eso no le he podido entregar
el m antel. H e estado tan ocu p ad o aten d ien d o ,
ayudando a tanto familiar. Usted sabe que siem­
pre h e sido huér fano y tan solo, señ o ra Catita.
Pero m ire lo que es la vida y qué m ilagrosa es la
virgen. P o r eso estoy tan co n ten to que esta mis­
m a tarde le voy a dejar el mantel. Sí, y n o se preo­
cupe, m e quedó bien lindo. U sted sabe cóm o yo
trabajo. Me quedó precioso, lleno de aves d ora­
das y angelitos bordados con ese hilo tornasol de
im p ortación que a usted le gusta. L o vínico que
no m e resultó, fue ese escudo chileno con los sa­
bles cruzados que usted quería que le bordara en
la cabecera de la mesa. Sabe, yo encontré que era
recargarlo demasiado. Sí, si sé que usted insistió
que era im portante. Pero qué quiere que le diga,
se veía... cóm o decirle... un poco picante. Com o
mantel de fonda. ¿Me entiende? Sí señora Catita,
yo sabía que usted se iba a enojar si no le ponía el
escudo chileno, pero también sé que usted es una
d am a de b uen gusto, y después iba a estar de

51
acuerdo conm igo, lo iba a en co n trar ordinario.
Sí, si sé que usted lo quería p ara el 11 de sep­
tiem bre. P ero véalo prim ero y después m e reta.
Sí, sí, com o a las seis voy a estar p o r allá.
Antes de salir del alm acén com p ró d etergen ­
te y blanqueador Soft para rem ojar de inm edia­
to ese m antel. Se le partía el corazón, no quería
en tregar ese pedazo de césped donde ella y Car­
los habían sido tan felices. Pero el am or es puro
viento com o dice la canción, y un día se va. Ade­
más la señora Catita era tan estup end a con ese
pelo violeta ceniza, y lo trataba tan delicada mi­
rán d olo con esos en orm es ojos celestes. L e de­
cía pase no más y esp érem e en la co cin a, mire
que estoy o cu p ad a co n unas am igas. L e m oles­
taba haberle inventado ese cuento de su familia.
P ero qué podía hacer. No le iba a d ecir que un
hom bre era el culpable de todos sus atrasos.
En la en trad a del boliche se top ó co n el mis­
m o grupo de viejas que em pezaban el día deso­
llando al b arrio. Les hizo una gran venia y una
p iru eta de saludo p ara evitar ab rir la b oca y
mostrarles sus encías despobladas. E ra preferible
tenerlas de amigas, de lo contrario te descueran,
pensó. Aunque igual sabía que lo pelaban, p ero
cosas suaves, divertidas. Este chiquillo está tan
co n te n to . ¿Y c ó m o no? Con el reg im ien to de
hom bres que lo vienen a ver. Pero no cre o que
tod os... P o r lo m en os ese que se llam a Carlos,
así le dice. ¿No? C u an do lo n o m b ra se le suel­

52
tan las trenzas de R apuncel, no p ued e evitarlo.
Salen ju n to s, se lo pasan tardes en teras arrib a
del altillo, yo los he visto. Pero es m u yjoven ese
cab ro . ¿C uántos años ten drá? Igual que el R o­
d rigo suyo, unos veintidós. ¿Q ué más? Y la n o ­
via está co m o gallina clueca, ya no se co cin a de
un hervor. T ien e más de cu aren ta. P ero es tan
sim p ático y tan lim pio y servicial, el favor que
usted le pida, m ejo r que u n a mujer, tiene la ca­
sa co m o espejo. A m í se m e o cu rre que hay al­
go más. ¿Com o qué cosa? No sé, tanto bulto que
en tran y sacan de esa casa. Será el ajuar de n o ­
via, se irán a casar p ué. N o ve que en Estad os
U n id os se casan . Sintió las carcajad as a m ed ia
cuadra, p ero se hizo el sordo, no le im portó. Es­
taba curtido de tanta m ofa que hacían de él. Se­
ré im portante para estas viejas que no tienen de
qué p reocu p arse, y se lo pasan todo el día en la
esqu ina c o to rre a n d o , sap ean d o quién e n tra y
quién sale de mi casa. Mientras ju ntab a agua pa­
ra lavar sintonizó las noticias.

D is t u r b io s d e c o n s id e r a c ió n se

REGISTRAN EN EL EX PEDAGÓGICO. E l
SAT.DO: UNA VEINTENA DE ESTUDIANTES
HERIDOS Y MUCHOS DETENIDOS POR FUERZAS
ESPECIALES DE CARABINEROS. ESTOS ÚLTIMOS
PASARON A LA FISCALÍA MILITAR.
C o o p e r a t iv a , l a r a d io d e l a m a yo r ía

53
¡Qué país! No había un día en que no pasaran
cosas terribles. Y de Carlos ni un teléfono, ni una
dirección, ninguna pista, por lo m enos para saber
que está bien. Q ue no cayó preso ni está deteni­
do con esos estudiantes revolucionarios; porque
si fuera así, ella p od ría ap rovech ar que esta tar­
de ten ía que ir donde la señora Catita a dejarle
el mantel. Podría decirle que le pidiera a su ma­
rido general que lo ayudara. Podía ser, era posi­
ble, quizás lo haría. Así de dudosa, con sus manos
de palom as mojadas colgando el m antel, desde
el altillo lo vio venir cruzando la calle y el alma le
volvió al cuerpo. Se quedó escondida tras el lien­
zo, espiando su cam in ar arqueado, su pelo en la
frente, sus hom bros levem ente gibados p or la al­
tura, co m o un niño que estiró de p ro n to . En­
tonces el viento voló el m antel, y él la descubrió
arriba. Le hizo un gesto con la m ano y le mostró
el collar perlado de su risa desde el frente. ¡Ay!
có m o lo am aba, có m o e ra capaz de provocarle
ese escalofrío de am or, esa gota de escarch a co­
rriend o p o r su espalda. C óm o era capaz de de­
ja rla así, tod a tem b leq ue y lluviosa, em p ap ada
com o una sábana en la torm en ta. Soy u na vieja
loca, se dijo, sintiéndose tan efím era com o una
gota de agua en la palma de su m ano. Y Carlos lo
sabe, es más, le gusta que sea así. Se siente acu­
nado en esta casa, se deja querer. Nada más, eso
es tod o. El resto eran sus propias películas, su
chifladura de m aricón en am orado. Y qué le iba

54
a hacer, si el cabro la tenía tonta, con su m odito
am able y su ed ucación universitaria. Así paga el
favor que le hago de guardarle esas cajas. Con su
ton ito am o ro so m e p aga el arrien d o del altillo
para que se reúnan sus amigotes. Y lo com probó
cuan do le abrió la p uerta, cuan do Carlos en tró
dem asiado c o n ten to , alab and o su cam isa, di­
ciendo qué bien que te ves hoy. ¿Qué te hiciste?
El piropo lo recibió com o un ram o de orquídeas
que se secó en sus m anos cuando Carlos agregó:
sabes, esta n och e querem os reu n im os en el alti­
llo. Si tú n o tienes in convenien te. ¿Por qué era
tan ed ucado con ella si sabía que le diría que sí?
¿Para qué acen tu ab a esa cortesía de viejo anti­
guo? C o m o si la viera tan mayor, con tan to res­
p eto y resp eto y p u ro resp eto. C u an do ella lo
único que quería era que él le faltara el fam oso
respeto. Que se le tirara encim a aplastándola con
su tufó de m ach o en celo. Que le arrancara la ro­
pa a tirones, desnudándola, dejándola en cueros
com o una virgen vejada. Porque ése era el único
resp eto que ella h abía co n o cid o en su vida, el
ú nico aletazo p atern o que le desrajó en h em o ­
rragia su culito de niño mariflor. Y con esa costra
de respeto había ap ren did o a vivir, co m o quien
convive co n u n a g arra, entibiándola, dom esti­
cando su fiereza, amasando la uña de la agresión,
acostum brándose a su ro ce violento, aprendien­
do a gozar su rasguño sexual com o única form a
de afecto. P o r eso la educación de Carlos la vio­

55
len taba co n su afelp ad a suavidad. C ab ro pitu­
co, m u rm u ró divertida. ¿Q ué cosa? ¡Ay, qué co­
sa! C arlos se d e sc o lo có . N o te e n tie n d o . ¿Por
qué eres tan cu rsi c o n m ig o c o m o si yo fu era
u na vieja renga, u n a abuela patuleca? Es mi for­
m a de tratar. M entira, es p u ro interés. Si yo no
tuviera esta casa... ¿Crees que es p o r la casa? ¿Y
p o r qué o tra cosa? P orq u e nos llevam os bien,
porque te ap recio, p o rq u e somos amigos. ¿No?
Y si somos tan am igos y m e aprecias tanto, ¿por
qué n u n ca m e dices nada? ¿P o r qué no m e tie­
nes con fian za y m e cu en tas de u n a vez de qué
se trata todo esto?
Ella estaba eufórica, tratan d o de m an ten er la
pose desafiante p ara m olestarlo, para descalzar­
le ese m odito caballeroso. Q u ería que la tom a­
ra, retándola, abofeteándola, que le hiciera algo.
Cualquier cosa, p ero que n o se quedara así con
los brazos cru zados m irán d o la co n esa cara de
m ar m u erto. P o co le im p ortaba que le dijera el
secreto de esas cajas, en realidad 110 le im porta­
ban n ada esos ciyones de m ierda, esos libros o
lo que fueran. L o que ella quería era despertar­
lo, decirle que su am o r silencioso la estaba asfi­
xian do. P o r eso le h acía este teatro dram ático.
Pero la seriedad n u n ca le había quedado bien a
la com ed ia m arich u sca de su loca. N unca había
convencido a nadie cuan do intentó que la toma­
ran en serio. Menos Carlos, que la miraba inmu­
table, algo divertido, y sin decirle nada prendió

56
la rad io, y girand o el dial sintonizó u n a musi-
quilla infantil. “Alicia va en el coche Carolín”, y se
la quedó m irando con u n a tonelada de tern u ra
p atern a. Y con esa m ism a tranquilidad cam bió
de tem a. ¿Sabes que a los niños en Cuba les ce­
lebran el cum pleaños a todos juntos, p o r barrio?
¿En p atota?, dijo ella b urlesca. Me im agino la
m edia torta. Eso no es im p ortante. Te hablo de
lo bonito que es. ¿Me entiendes? Un p oco. Im a­
gínate toda esta cu ad ra con una mesa gigante y
los enanos ju g an d o y tocan d o sus c o m etas. No
im p o rta si n aciero n ayer o pasado m añ an a, es
p o r mes y todos son invitados a su p rop ia fiesta.
¿Y eso a ti te gusta? Claro, no hay injusticia y nin­
guno llora porque su vecino tiene un cumpleaños
mejor. Y tú Carlos, ¿cuándo estás de cumpleaños?
P ron to. ¿Eres virgo? Más o m en os. E n to n ces el
tres. Tibio. El cuatro. Más caliente. El cinco. Me
q uem a. El seis. B u en o, digam os que es el seis.
N o q ued a n ada en ton ces. B u en o , te dejo aqtií
en la casa, l o m a las llaves porque tengo que sa­
lir a e n tre g a r un trabajo. ¿Se te pasó el en ojo?
¿Qué enojo? Las estrellas no co n o ce n el enojo,
no ten em os d erech o . Y le dejó la últim a “o ” de
la respuesta circulando en su b o ca co m o un be­
so preguntón.
Al salir, la tarde lo sorprendió con u n a boca­
n ada nublada de día incierto. Y era raro este cli­
m a m aricón en pleno septiembre, que un día de
sol, al o tro torm en ta. U n o n o sabe qué p ilch a

57
p on erse para estar de a cu erd o co n esta cam ­
biante m edia estación . Días de m ierda, pensó,
tardes lacias en que uno quisiera quedarse m e­
tido en cam a tap ad o hasta las orejas. Tal vez
conversando con Carlos. Tornándose un rico vi­
no navegado para levantar la presión, o también
para fumarse un cigarro en su alegre com pañía,
y susurrarle p or la espalda un te quiero escrito
en letras de hum o. P ero p or desgracia tuvo que
salir, en fren tarse a “esa tard e gris” co n su cara
sin afeitar co m o p u erco espín. Y con esa facha
de gañ án , ten ía que atravesar m ed io Santiago
p ara llegar al B arrio Alto donde vivía la señora
C atita. En fin, esp ero que el m an tel le guste y
m e pague al tiro para venirm e y que no me pille
la lluvia, se recitó a sí mismo, m ientras llegaba a
la esquina y hacía parar la m icro con el gesto de
su dedo erecto p o r el brillo de un diam ante in­
visible. L uego, acod ad o en el vidrio del vehícu­
lo, vio pasar calles, esquinas donde los hom bres
jóvenes estiraban las piernas desm adejados p or
el esquivo sol sin trabajo ni fu tu ro. Después la
ca ch a ñ a se fue llenando de obreros, mujeres, ni­
ños y estudiantes sentados, m irando para afuera,
haciéndose los lesos para no dar el asiento. ¿Que
le p arece? Estos son los jóv en es de ah o ra, le
m urm uró una vieja de m oño sentada a su lado.
Mire estos zánganos que no tienen respeto y no
le dan el asiento a nadie. Lo único que saben es
andar tirando piedras y prendiendo barricadas.

58
Estarán d escon tentos co n algo, se atrevió a d e­
cir casi arrem an g an d o las palabras. ¿Y de qué?
Mire usted qué bonito, sus padres trabajan para
que estudien y ellos haciendo desórdenes y huel­
gas. ¿No m e va a d ecir que está de acu erd o con
ellos? N o le co n testó , y acom o d án d ose en el
asiento se sintió m olesto p o r el co m en tario de
ese charqu i ah orcad o en collares, esa vieja m o­
ño de cu ete que siguió alharaqueando co m o si
hablara sola. No tienen ningún respeto, dónde
vam os a parar. E n to n ces no agu an tó m ás y las
palabras le salieron a b orbotones; m ire señora,
yo cre o que alguien tiene que decir algo en este
país, las cosas que están pasando, y no todo está
tan bien co m o dice el gobierno. A dem ás fíjese
que en todas partes hay militares co m o si estu­
viéram os en guerra, ya no se puede d orm ir con
tanto balazo. M irando a todos lados, la L o ca del
Frente se asustó al decir eso, porque en realidad
n u n ca se había m etido en política, p ero el ale­
gato le salió del alma. Varios estudiantes que ve­
nían escu ch an do la aplaudieron al tiem po que
pifiaban a la m ujer de los collares, quien refun­
fuñando se bajó de la m icro mientras lanzaba un
rosario de amenazas. Bah, uno tiene que defen­
d er lo que cree ju sto , se dijo, sorp ren d iénd ose
un p o co de p ensar así. Quizás con un p oq uito
de te m o r al decidirse a h ablar de esos tem as,
más bien de d efen derlos en público. Y co n un
relajam iento de felino orgullo, en torn ó los ojos

59
pensando en Carlos, y lo vio sonreír alabando la
proeza de su gesto.
La m icro rengueaba p or un Santiago m archi­
to, los pasajeros subían y bajaban renovándose el
cargam ento h um ano del vehículo. Faltaba tanto
para llegar al Barrio Alto, era u na h o ra pegada
que tenía que viajar cruzando la ciudad. El paisa­
je cambiaba llegando al centro, diversos negocios
coloreaban la vereda con sus carteles comerciales
o frecien d o mil ch u ch erías de im p ortació n , un
carnaval de m onos de peluche y utensilios plás­
ticos que había quebrado la p recaria industria
nacional. M ucha oferta, m u cho de todo, hipno­
sis colectiva de un m ercad o exp u esto para su
con tem p lación , p o rq u e muy p o ca gen te com ­
praba, eran contados los que salían de las tiendas
cargando un paquete doblem ente pesado p or la
angustia del créd ito a plazo. El resto m iraba, vi-
trineaba con las manos en los bolsillos tocándose
las m onedas p ara la m icro. P ero venía septiem ­
bre, y a pesar de tod o, las vitrinas ostentaban
cuelgas de banderitas y símbolos patrios que uni­
form aban con su tricolor el urbano sem blante.
C ab ecean d o en el vidrio, la L o ca del Fren te se
dejó consum ir por el alb oroto de la tarde. Y no
supo en qué m om ento cerró los ojos y al abrirlos
por un violento frenazo, ya estaba llegando a esos
prados de felpa verde, a esas calles amplias y lim­
pias d on d e las m ansiones y edificios en altura
narraban otro país. Y era tan poca la gente que

00
se veía en sus calles d esiertas, apenas algunas
em pleadas paseando niños, algún jard in ero re­
co rta n d o las en red ad eras que colgaban de los
balcones, más una que otra anciana de pelo azu­
lado tom an d o el fresco en los regios jard in es.
Frun ciend o los ojos, la L o ca del Frente leyó los
nom bres de las calles que pasaban fugaces: Los
Lirios, Las Amapolas, Los Crisantemos, Las Vio­
letas. Me para en Las Petunias, le dijo al chofer,
que le dio u n a m irada sarcástica m ientras h un ­
día el freno. U na alta reja de con ten ción cerra­
ba la calle, y en un costado, en una caseta de
vigilancia un milico con traje de camuflaje le ce­
rró el paso apuntando con una m etralleta. Dón­
de va, le gritó m iran d o el p aquete que la loca
apretaba en sus m anos. Vengo a dejar un traba­
jo donde la señora C atita que vive aquí al lado,
es la señora del general O rtúzar que m e está es­
p eran do. L lam e y p regu n te. E spérese aquí, le
contestó el h om b re arm ado m ientras entraba a
la cabina para hablar p o r teléfono. Cuando vol­
vió, tenía otra expresión más cordial. Adelante,
puede pasar, le sugirió abriéndole el p ortón de
acero. Muy amable joven, le cantó ella mientras
se fijaba en las m anos oscuras y poten tes que
ap retab an el arm a. Está b u en o el con scrip to,
pensó, y p o r esos dedos largos debe te n e r un
guanaco que m e duele sólo de imaginarlo.
Al to c a r el tim bre de la en o rm e caso n a u na
voz le gritó: Pase, está abierto. E ra la em pleada

61
de doña Catita, la gorda y simpática sirvienta que
desde el jardín lo invitaba a pasar p o r la puerta
de la cocin a. L a señ o ra está ocu p ad a co n unas
am igas, dice que pase y la espere un ratito.
¿Q uiere tom arse un tecito o una bebida? No se
m oleste, yo la espero aquí, le con testó a la mu­
jer, que sonriendo lo dejó solo en la en orm e co­
cina, tan relu cien te con sus azulejos am arillos,
tan brillante en la hilera de copas azules y por­
celanas que chispeaban en los estantes. Cóm o le
gustaría ten er una cocin a así, tan fresquita con
esas cortinas almidonadas que m ecía el aire hos­
pitalario de ese lugar. Porque la verdad, con tan­
ta baldosa y esa hilera de cuchillos plateados que
colgaban de la pared, esta huevá p arece clínica
de lujo, se dijo, dando vueltas p o r el espacioso
recinto, que ni siquiera olía a com ida. Debe ser
porque los ricos com en com o pájaros, apenas un
p etibu ch é, una cagad ita de m argarin a diet en
una cáscara de pan sintético. Era lo único que le
habían ofrecido en esa mansión donde ch o rrea­
ba la plata. Ahí mismo en la cocina, cada vez que
venía a dejar un trabajo, después de viajar una
hora en m icro, cagada de ham bre, lo único que
le servían era un agua de té y unas migas de pan
con un aparataje de cubiertos y sacarinas. Nada
más. ¿Será que esta gen te n u n ca o cu p a el c o ­
m edor? Porque deben ten er un co m ed o r en es­
ta casa tan gran d e, se dijo asom ándose p or una
puerta, que al abrirla, le pegó una b ocanad a de

62
fieltro h ú m ed o co n o lo r a m u seo. E n la p e­
num bra de la pieza brilló co m o un lago oscuro,
la cu b ierta n eg ro éb an o de u na gran m esa de
com edor. A tientas palpó en el m uro el interrup­
tor, y al pulsarlo, relam pagueó en u na arañ a de
cristales que lo tuvo un m o m en to encandilado
p or su fulgor. Pesadas cortinas granate tapiaban
el ventanal, y la doble hilera de mullidos sillones
tapizados de felpa co lo r m usgo, sem ejaban una
cena m uerto de com ensales fantasmas. ¡Ay, qué
tétrico! P arece la m esa de D rácula. Es m u cho
más larga que la m ed id a que m e dio la señora
Catita para que le hiciera el mantel. Hay que pro­
barlo no más. E n tod o caso, co n el lino co lo r
cham paña se va a alegrar un poco este siniestro
ataúd. Así, con m u cho cuidado, sacó de la bolsa
plástica el mantel y lo desplegó com o una vela de
barco sobre el llam ante mesón. U na claridad áu­
rea encendió la sala al tiem po que la loca alisaba
los pliegues y rep artía p o r las orillas el bordado
jard ín de angelitos y pajarillos que revoloteaban
en el gén ero . Q uién lo iba a pensar, quedó ju s­
to, com o h ech o a la m edida, pensó, retirándose
hasta un rin có n p ara alab ar su ob ra. Y allí se
q uedó em b ob ad a im aginan d o la cen a de gala
que el on ce de septiem bre se efectu aría en ese
altar. Con su florida im aginación, repartió la vaji­
lla de plata en los puestos de cada gener al, puso
las copas rojas a la d erech a, las azules a la iz­
quierda. No, m ejor al revés, dejando la de cristal

63
translúcido al ce n tro , p orq u e h abrá m uchos
brindis, con ch am p añ a, vino b lanco y tam bién
vino tinto para acom pañar la carne, porque a los
hom bres les gusta a m edio asar, casi cruda, cosa
que al e n te rra rle el cu ch illo la tajada se abra
com o u n a herida. Lo podía ver, podía sentir las
risas de esos hom b res con uniform es llenos de
p iochas y galones d orad os ro d ean d o la mesa.
P rim ero los vio graves y cerem oniosos antes de
la ce n a escu ch a n d o los d iscursos. Y lu eg o , al
p rim er, segu n d o y te rc e r trag o , los veía desa­
botonándose el cuello de la g u errera relajados,
p alm eteán d ose las espaldas con los salud p or la
patria, los salud p o r la gu erra, los salud p o r el
o n ce de septiem b re p orq u e habían m atad o a
tan to m arxista. A tantos jóvenes c o m o su ino­
cen te Carlos que en ton ces debe h ab er sido un
niño cuan do ocu rrió el golpe militar. En su ca­
beza de loca en am o rad a el c h o ca r de las copas
se transform ó en estruendo de vidrios rotos y li­
c o r sangrado que corría p or las bocam angas de
los alegres gen erales. El vino rojo salpicaba el
m an tel, el vino lacre rezum aba en m an chas de
coágulos donde se ahogaban sus pajaritos, donde
inútilm ente aleteaban sus querubines co m o in­
sectos de hilo en ch arcados en ese espeso festín.
Muy de lejos trom peteaba un himno m arcial las
galas de su música que, altanero, se oía acom pa­
sado por las carcajadas de los generales babean­
tes m ordiendo la carn e jugosa, m ascando fieros

64
el costillar graso, sanguinolento, que goteaba sus
dientes y entintaba sus bigotes bien recortados.
E staban ebrios, eu fóricos, n o sólo de alcoh ol,
más bien de orgullo, de un soberbio orgullo que
vom itaban en sus palabrotas de odio. En su o r­
d inaria flatulencia de soltarse el cin tu ró n p ara
engullir las sobras. Para hartarse de ellos mismos
en el chupeteo de huesos descam ad os y visceras
frescas, maquillando sus labios com o payasos ma­
cabros. Ese ju g o de cad áv er p intab a sus bocas,
coloreaba sus risas m ariconas co n el rouge de la
sangre que se limpiaban en la carpeta. A sus ojos
de loca sentim ental, el b lanco m an tel b ord ad o
de am o r lo habían con vertid o en un estropicio
de babas y asesinatos. A sus ojos de lo ca hilan­
dera, el albo lienzo era la sábana violácea de un
crim en , la m ortaja em p ap ad a de p atria d on d e
naufragaban sus pájaros y angelitos. El caverno­
so gong de un reloj mural la volvió en sí, con una
asquerosa n áusea en la b o ca del estóm ag o y el
d eseo pavoroso de h u ir de allí, de re c o g e r el
m an tel de un tirón, d ob larlo ráp id o y salir dis­
p arad a cru zand o la co cin a, al ja rd ín , hasta la
p u erta de la calle. Sólo ah í p ud o respirar, más
bien tragarse un gran sorbo de aire que le diera
fuerzas para llegar hasta la reja d onde el milico
de gu ard ia le p regu n tó am able: ¿Q ué le pasa?
¿Se siente mal? Esta pálido. Y ella sin m irarlo, le
contestó: N o se preocu pe, es un b och o rn o de la
edad, u n o ya no está tan joven . Y cam in ó patu­

65
leca p o r la calle queriendo doblar p ron to la es­
quina p ara d esap arecer de esa m irada im perti­
nente.
Después de varias cuadras, recién pudo pre­
guntarse: ¿Por qué había actuad o así? ¿Por qué
le bajó ese so p o n cio de lo ca que tal vez la ha­
bía h e ch o p e rd e r a su m ejo r d ie n ta ? A la se­
ñ o ra Catita, que se iba a p o n er furia con él p or
no haberle en tregad o el m antel. ¡B ah!, vieja de
m ierda. ¿Qué se cree que una la va a esperar to­
da la tard e p o rq u e ella está a te n d ie n d o a sus
amigas milicas? ¿Qué se cree que u n a es china
de ella? T odo p o rq u e tien e plata y es la m ujer
de un general. U n o también tiene su dignidad,
y c o m o dice C arlos: Todos los seres h u m an os
som os iguales y m erecem os resp eto. Y ap retan ­
do el paqu ete del m an tel bajo el b razo, sintió
n uevam en te y p o r segu nd a vez en ese día una
olead a de dignidad que la h acía levantar la ca­
beza, y m irarlo todo al m ism o nivel de sus m ur­
ciélagos ojos.

Por eso fue


que me viste tan tranquila
caminar serenamente
bajo un cielo más que azul.

Estaba a m edia tard e, no había h ech o nada


de lo que pensaba hacer. Tal vez algún día iba a
n ecesitar los trabajos de esa vieja y no debió de­

66
ja rs e llevar p o r ese im pulso. P ero b u en o, ya lo
había h ech o. El sol ap areció en tre las nubes n e­
gando la posibilidad de aguacero, y la ciudad fue
víctim a de ese resp lan d or cobrizo que arrastra
p or las aceras la resaca castaña del invierno. Pen­
só tom ar la prim era m icro y volver rápido a la ca­
sa, p ero aún era tan tem prano y hacía tanto que
no se dejaba llevar p o r el tráfago in cierto de un
im pulso. E ran m u chos días que la obsesión de
ese m u ñ eco llam ado Carlos la tenía en cerrad a
esp eran d o sus sorpresivas visitas. P en sán d o lo ,
im aginán d olo tan suyo, que la calle había p er­
dido atractivo p ara su lo ca p atin ad o ra y tran ­
seún te. Y ya n o le in teresab a tan to c o m o ayer,
cu an d o solía pillarla el aclarad o del alba bus­
cand o un h om b re en los zaguanes de la n och e.
El am o r la había transform ado en una Penélope
dom éstica. P ero n u n ca tanto, se contradijo, mi­
rando achinada la num eración de las micros que
patinab an el asfalto. A poquindo, P roviden cia,
A lam eda, R ecoleta, aquí m e voy, se d ecid ió de
un salto, record an d o a las chiquillas de R ecole­
ta, sus primas marilauchas a quienes las tenía en
el olvido y hacía varias semanas no sabía nada de
ellas. L a ciudad, zum bando en la película de la
ventanilla, le pareció más cálida al descender del
Barrio Alto com o en un tobogán de acarreo h u ­
m an o p o r el laberinto de avenidas. De nuevo a
la Alam eda con sus edificios grises ahum ados de
sm og, de nuevo el cen tro y su h orm igueo acele­

67
rado de gente, y otra vez M apocho en su hum a­
red a de pescado frito y vendedores de fruta en
m angas de cam isa, agarrán dose el bulto en re­
lajado com ercio de tornasoleada vitalidad. Pese
a tod o era su Santiago, su ciud ad, su gen te de­
batiéndose en tre la sobrevivencia ap orreada de
la dictadura y las serpentinas tricolores flotando
en el aire de septiem bre.

68
¿CÓMO SE ME VE este C h ap ó N ina Ricci? Augus­
to, m e lo m an d ó Gonzalo de las Canarias, ¿viste
que este chiquillo es cariñ oso? Im agín ate que
entre todos sus trám ites en ese en cu entro de es­
tilistas donde fue im itad o, se acordó de mí. Por­
que yo se lo encargué amarillo oro com o se usan
allá. L e dije: G onza, si ves un som b rero de ala
an ch a parecido al que usa la princesa M argarita
en esa revista, m án d am elo, valga lo que valga,
que Augusto aquí en Chile te dará la plata. ¿Y vis­
te que no se olvidó?, ¿viste que es buena persona?
Y no pongas esa cara de am arrete pensando que
costó un dineral, apenas quinientos dólares, una
ganga, u n a b aratu ra com p arad o con la fortuna
que tú gastas en los fierros m ohosos de tu co ­
lección de armas. Y yo no te digo nada, nunca te
he d icho que esas ch atarras m e ensucian el pa­
pel mural. N unca te recrim iné por esa pistola de
H itler que tú querías co m p rar en Madrid cuan­
do fuimos al funeral de Franco. Im agínate pagar
treinta mil dólares p or un cachureo así. Además,
ni siquiera tenías la seguridad de que era au­
téntica. Y si no fuera porque yo te di el pellizcón
en el brazo, si no fuera porque yo m e di cuenta
que esos falsificadores tenían un canasto de pis­

69
tolas debajo del m esón , tú caes red on d o co m o
gringo to n to co n esos españoles lad ron es. Yo
creo que te vieron la cara de chilen o o te re co ­
n ocieron p o r las fotos de los diarios. P orq u e
nunca vi tanto fotógrafo y tanta gente verdadera­
m ente aristócrata com o en el entierro del gene­
ral Franco. Nunca, pues Augusto. Jam ás tuvimos
la oportunidad de cod eam os con la realeza. Por­
que no m e vas a d ecir que tus amigotes gen era­
les del Club M ilitar son gen te fina, m en os sus
mujeres que se visten com o em pleadas dom ésti­
cas en día dom ingo. Con esos trajecitos dos pie­
zas de liquidación de Falabella, o esas batitas
floreadas sin gracia com o sacadas de la Pérgola
de las Flores. N o m e digas que no te has dado
cu en ta có m o se visten, có m o m e m iran , cóm o
m e saludan haciéndom e la pata, cóm o tocan las
telas de mis trajes diciendo: Q ué elegante es us­
ted señora Lucy, qué bien le queda esta seda tan
exquisita. C u an d o yo sé que en el fon d o se las
co m e la envidia. Y no m e m ires así, co m o di­
cien d o que soy u na vieja p eladora. P o r algo te
casaste con m igo. ¿No? Porque de jovencita mi
madr e me ed u có co n clase y m e en señ ó los se­
cretos del buen vestir. En ese m om en to sonó el
teléfono en la otra habitación y la P rim era Da­
ma cacarean d o salió del d orm itorio p ara aten ­
derlo. El Dictador de gafas oscuras estaba tirado
en el lecho co m o un elefante som n olien to, es­
cuchando entre nubes la verborrea hostigosa de

70
su m ujer. P o r d etrás la vio cam in ar ch an cle­
teando en los tacones am arillos, y la reco rd ó de
diecisiete años com o la liceana cam pestre que él
conoció en la sencillez de la provincia. Y era otra
mujer, una chiquilla recatad a que recién había
salido del colegio de m onjas y asistía a su pri­
m era fiesta en el Club Militar. E n to n ces se veía
tan bonita con su vestidito de encaje en flor. Pa­
recía u na huasita tím ida sen tad a en un rin cón
cu an d o él la sacó a bailar. Y ella lo m iró hacia
arrib a co n su c a ra de co d o rn iz y le dijo: P ero
esto n o se baila, s a rg e n to , sería u n a ofensa al
ejército bailar una m a rch a militar. E n to n ces la
conversamos, le contestó el sentándose a su lado.
Y ahí com enzó todo, allí se habían conocido, en­
am orad o y casado co n la p rom esa de ten er m u­
chos hijos y ser felices p ara siem pre. Más bien,
aguantarla para siem pre, soportar estoico su vic-
trola p arlo tera que en la o tra h abitación , p ara
variar, hablaba p o r teléfo n o , term in ab a de ha­
blar y seguía hablando al regresar al dorm itorio.
E ra la C ata, oye, la m u jer del gen eral O rtuzar,
que nos invita a ce n a r p ara el on ce de septiem ­
bre. Yo le dije que no estaba segura, que después
le con firm ab a p o rq u e ese día ten em os tantos
compromisos. Tan regia que es la Catita Ortúzar,
oye, tan fina con tán d om e que m an d ó a bordar
un m antel especial p ara la ocasión, p ero estaba
tan deprimida porque tuvo un problem a y no va
a estar listo para el on ce. Yo le dije que haríamos

71
lo im posible p ara estar allá, p ero si se nos p re­
sentaba un im previsto, le daba mis excusas de
an tem an o a ella y a todas las señoras de los ge­
nerales que son unas verdaderas damas. ¿No es
cierto Augusto? Pero el D ictador no le contestó,
tras los vidrios negros de sus gafas d orm ía p ro­
fu n d am en te soñ ánd ose en un gran en tierro .
Con su traje de gala, cruzado p o r la banda pre­
sidencial, m archaba lento siguiendo el tranco de
la carro za m o rtu o ria, que cascab eleab a tirada
p o r cuatro pares de caballos. Dos mil tam bores
tocaban a duelo el redoble acom pasado de la
m archa. En las calles vacías, mandadas a desalojar
p or su drástico m an d ato, colgaban gigantescos
crespones de seda en lutad a m ecidos lánguida­
m en te p o r la brisa. E n cada esquina de la ciu­
dad, batallones form ad os en ele, d escargaban
salvas de adiós a su lúgubre paso. Y rasgando el
vapor grisáceo de la pólvora, una llovizna de li­
rios grises am ortiguaba el peso m etálico del cor­
tejo. E ra el ú nico co lo r exp resam en te elegido
p or escrito de su p uño y letra en el testam ento.
Porque era su funeral, ah ora que lo pensaba se
daba cuen ta viéndose tan solo com o ú nico p ro­
tagonista en mitad del rito, m archando tan náu­
frago v ab an d on ad o p or las avenidas desiertas
acom pañando sus despojos. Y quiso despertarse,
abrir los ojos a la cálida m añ an a de su alcoba
d on d e m inutos antes retozaba co m o N erón en
su lecho, donde la charla de papagayo que gor­

72
goreaba su mujer m irándose en el tocador se oía
tan lejos, apenas un m urm ullo agudo que lo ata­
ba al m u n d o y le con firm ab a que tod o era un
sueño. Más bien una terrible pesadilla, obligán­
dolo a cam inar pisando las flores m uertas de sus
exequias. A ndar y a n d ar p o r el cem en to reblan­
decido de la ciudad, h undiéndose hasta la rodi­
lla en un m ar de alquitrán, de cuerpos, huesos,
y m anos descarnadas que lo tironeaban desde el
fondo hasta sum ergirlo en la espesa m elcoch a.
Ese b arro ensangrentado le tap on eaba las nari­
ces, lo engullía en u n a sop a espesa avin agrán ­
dole la boca, asfixiándolo en la inhalación sorda
del pavor y la violenta taquicardia que le m ordía
el p ech o , que lo hizo b ram ar con d esespero ei
aullido de su abrupto despertar, sudado en tero,
tem blando com o una hoja, con los ojos abiertos
a la cara de su m ujer que lo rem ecía diciéndole:
¿Qué te pasa hom bre? O tra vez te quedaste d or­
m ido con las m anos cruzadas en el p ech o.

73
P o c a s v e c e s s a l ía a la calle, a vitrinear corno d e ­
cían sus amigas que vivían al otro extrem o de la
ciudad. L a Lupe, la Fabiola y la Rana, sus únicas
herm anas colas que arrendaban un caserón p or
R ecoleta, cerca del C em enterio G eneral, en ese
barrio polvoriento lleno de conventillos, pasajes
y esquinas con botillerías donde hacían nata los
hombres, los jóvenes pobladores que pasaban to ­
cio el día borrach os avinagrándose al sol. Asi d e
ebrios, y sin un peso, e ra fácil p ara sus am igas
arrastrarlos hasta el caserón, y luego adentro, r e ­
balsarlos de vino tinto y term inar las tres a poto
pelado com partiendo las caricias babosas del ca­
liente h om b rón. N o sabes lo que te pierdes lin­
da, p o r n o venir más seguido, le en ro strab a la
Lupe, la mas joven del trío, una negra treintona
y ch ich a fresca, la única a la que todavía le daba
p ara h a ce r show y vestirse com o la C arm en Mi­
ran d a co n u n a m inifalda de plátanos que zan­
g o lo teab a en la c a ra de los rotos cu rad o s p ara
d esp ertarlos. L a L u p e h acía de anzuelo, levan­
taba hom b res tirados en la vereda, hom b res va­
gab u n d os exp u lsad o s de su h ogar, h o m b res
cesan tes que vagaban en la n och e ocu ltánd ose
de las patrullas, hom bres del Sur que llegaban a

75
la capital con lo puesto, y después de cam in ar
semanas enteras buscando pega y durm iendo en
las plazas, se encontraban con la Lupe, y sin pen­
sarlo, se encam inaban con ella por Recoleta has­
ta la casa donde aguardaban tejiendo la Fabiola
y la Rana, las dos viejas colizas jubiladas del patín.
En esa casa siem pre había algún h om b re dis­
puesto a deshollinar algún orto desconocido. Es­
ta casa será pobre, será fea y humilde, porque no
tiene los cortinajes y cojines de raso que tiene la
tuya, tam p oco nos visitan amigos universitarios
para leernos poem as de am or, le d ecía sarcásti­
ca la Rana, p ero gracias a Dios, todas dorm im os
tranquilas, ninguna tom a Diazepán, porque ca­
da n o ch e no nos falta el p ich ulazo p ara soñar
con los angelitos. Y rem ataba el chiste con una
violenta risotada.
E ran sus am igas, las únicas que ten ía, y les
aguantaba sus chistes y conchazos porque en esa
relación de primas com adrejas, los años habían
en gen drado cariñ o. Incluso antes de en co n trar
su casa, cuando ella era una callejera perdida, la
única que le había dado alojam iento y un plato
de com ida, era la Rana, una veterana cola de no­
venta kilos que la acogió com o una m adre, acon­
sejándola que no se dejara m orir, que la cortara
con el trago, que olvidara al curagü illa que la
hundió en el vicio, que hom bres había m uchos,
sobre todo ahora con la cesantía y los milicos. Ti­
ra p a’rriba niña, que aún estái joven, la en cara­

76
ba la Rana, obligándola a bañarse, p restándole
ropa limpia, m ientras quem aba con asco los tra­
pos que hervían de piojos achicharrad os p o r el
fu ego. D espués la R an a le dio trabajo. P orq u e
n o va a estar de p rin cesa la linda aquí pué. Así
que tom a esta sábana, esta aguja, y saca hilo de
co lo r p ara que aprendas a bordar. P ero yo ap e­
nas sé escribir pos niña, no creo que aprenda. Es
parecido, fíjate bien, la puntada debe ser bien fi­
na y seguir la lín ea del dibujo. Todo se aprende
en la vida m irando chiquilla, igual que la cochi-
ná, que la aprendiste sólita. ¿No es cierto?
Así, la vieja lian a le había dado las armas para
ganarse la vida b ord an do servilletas, m anteles y
sábanas con punto cruz, co n bolillo, con deshi­
lado y naveta que aprendió a m anejar com o una
ex p e rta en p o co tiem p o. Y la vida le fue cam ­
biando al recibir partidas de trabajos caros para
tiendas pitucas y familias aristócratas que aún
conservan la costu m b re de la len cería h ech a a
m ano. Y p o r eso se tuvo que ir de esa casa, p or­
que sup eró a la R an a en sus diseños más nove­
dosos, en su puntada piqja, meticulosa y delicada
que coloreaba de oros los capullos de su sedoso
bordar. Y luego, las antiguas d ientas de la Rana
le encargaban a ella los trabajos, pidiéndole h e­
churas exclusivas, p o rq u e la m aestra ya estaba
m edio ciega y h acía todo al lote. Cría cuervos, le
dijo con sorn a la R ana una tarde que ella venía
llegando cargada de paquetes y encargos de tra­

77
bajo. ¿Qué cosa?, se atrevió a p regu n tar la L oca
del Frente, mientras desempaquetaba cajas de hi­
los, creas y lienzos, m ostrándoselos a la Fabiola,
que disimulada, presintiendo la torm enta, salió
fie la pieza com o celaje. La Rana se había para­
do com o una tinaja agresiva con los puños en las
caderas. Me cagaste h acién d o te la mosquita
m u erta m aricó n culiao. Te reco g í, te di de co ­
mer, te limpié la m ierda, te enseñé todo lo que
sabía y m e pagái así, co n ch etu m ad re. N adie te
obligó, le con testó en un susurro el coliza, al
tiem po que la Rana se le vino encim a en una to­
nelada de puñetazos y patadas que la tiraron al
suelo rodando enredada entre las telas que no la
dejaban ver, que le impedían pararse, que la en­
rollaban sin poder defenderse de ese elefante fu­
rioso que la ag arró del p elo, porque en ton ces
tenía pelo, y a punta de chu leta en el h ocico la
sacó p o r la puerta hasta la calle. Y allí, después
de aforrarle dos com bos de yapa, la escupió, di-
ciéndole: Te fuiste de aquí, y agradece que no te
m ato, m aricón con olor a caca.
P e ro eso h abía pasado h acía tan to tiem po,
largos meses solos en que no volvió a ver a sus
amigas. Y tal vez porque los colas no son ren co ­
rosos, o p o rq u e de tan to recib ir golpes, unos
p o cos más son c o m o olas en el m ar, un día la
p erd o n ó , una m añ an a h acién d o se la am orosa
llegó con una d o cen a de pasteles para lim ar los
ren cores del reen cu en tro . Y a vos quién te invi­

78
tó, le gruñó la Rana al verla, parada en la p uer­
ta con la band eja en la m an o. Pasaba p o r aquí
cerca y m e acord é que a ti te gustan los pasteles
de crem a, m urm uró m irando al suelo com o una
n iña tímida. L a R ana se m o rd ió el labio, y p er­
m itió que a su corazó n de to ro lo d ob legara la
lástima, más bien cierta tern u ra que le em pañó
los ojos anfibios y volvió a m ira r a la L o ca del
Frente, tan enclenque, tan en tum ida en el m ar­
co de la p uerta estirándole el paquete de paste­
les revenidos p o r la crem a. Pasa pos, que h ace
frío. Qué viento te trajo p or aquí, y la invitó a pa­
sar retom arrdo su altivez irónica de Rana-Reina.
Después de aquello volvió una y o tra vez a la
mansión de las tres princesas, co m o dijo la Lu­
pe, al recibirla en el p o rch e, m atan d o las cuca­
rachas que horm igueaban a sus pies. ¿Cóm o está
la en am orad a? L e p reg u n tó m ien tras reco g ía
co n un trap o m u g rien to las pozas de vino que
había dejado en la m esa la n o c h e an terior. ¿Y
cóm o está ese guapo? ¿Carlos se llama?, insistía
la loca tratan d o de h acerla hablar, que u n a vez
más le co n tara la tard e del p icnic, cu an d o Car­
los m anejaba el auto a su lado rozándole con su
pierna la rodilla. Ahí tendrías que h aber atina­
do, la recrim inó. Esa fue la oportunidad de ha­
berle co rrid o m an o niña, si te la estaba dando
en bandeja. ¿No iban solos? ¿No era de n oche?
¿No le has h ech o tantos favores p restándole tu
casa para que guarde bultos? De alguna m anera

79
ten drá que pagarte. ¿No crees? En algún punto
se arrepintió de haberle con tado, porque la Lu­
pe era u na loca to n ta que no en ten d ía nada.
¿Qué podía saber del am o r esa m arica estúpida
que sólo pensaba en ir a la disco gay? P ara cam ­
biarle el tem a le preguntó: ¿No están las chiqui­
llas? Por suerte, dijo la Lupe suspirando mientras
se echaba en un destartalado sillón. L a Rana fue
a en tregar un trabajo y la otra, tú sabís poh, ma-
ricon ean d o andará. P ero siéntate niña. ¿Querís
un tecito? Mientras la Lupe iba a p o n er la tete­
ra, recorrió con su m irada las murallas cuartea­
das de la habitación, los calend arios y recortes
de hom bres musculosos que tapaban las grietas,
el algodón cim b rean te de u n a tela p o r d on de
u n a arañ a se descolgaba con desfachatez. ¿Aquí
n o hay ninguna Cenicienta que limpie este chi­
quero?, le gritó a la Lupe que en la cocina cam ­
paneaba las cucharas y tazas. Teníamos una china
m ugrienta y m alagradecida que hace tiem po se
fue, le contestó la o tra tirándole el con ch azo al
tiem po que en trab a tiritona con las tacitas en la
m ano. Habrá sido una princesa con clase que no
soportó la m ugre, musitó la L o ca del Frente, es­
tirando el cuello con un desprecio de avispa real.
Ni tan to, era u n a ro ta que ap ren d ió a b ord ar
m anteles y ahora se cree culta p orque tiene un
lacho universitario. ¿Carlos creo que se llama? Y
las dos soltaron la risa m ien tras soplaban en ­
friando las hum eantes tazas de té.

80
Cuando se despidió de la Lupe aún había luz
en el cielo, pero espesos n ubarrones venían su­
b iendo tras la cordillera ad elantan do la n och e.
Bajo el brazo apretó la bolsa plástica con el m an­
tel com o si fuera su ajuar de novia. H abía h ech o
bien al n o entregárselo a la señora Catita y salir
huyendo de allí. Seguro que no lo llamaban nun­
ca más, seguro que había perdido su m ejor d ien ­
ta y sobre todo no contaba con la plata que le
iba a p agar p or su trabajo. Se había h ech o algu­
nas ilusiones con esos billetes; p ara p ag ar el
arrien d o , com p rarse u n a p ilch a de ro p a, p ero
sobre tod o darle una sorp resa a Carlos p ara su
cum pleaños. Y faltaban sólo unos días. P ero te­
nía otras dientas a quienes pedirle un adelanto
p o r los ju eg o s de sábanas y fundas que estaba
b ord an d o . En fin, de alguna fo rm a se las a rre ­
glaría. Dios sabe más y averigua m en os, se repi­
tió respirando h on do, com o si quisiera tragarse
el cielo de arreboles m orados que reflejaban los
vidrios de la m icro en su re to m o a casa. El vehí­
culo com en zó a llenarse a m edida que cruzaba
la ciudad acercánd ose al cen tro . E ra la h o ra de
salida de los oficinistas y o b rero s privilegiados
que tenían trabajo. Ella venía sentada a la orilla
del pasillo, donde los hom bres sudados de can­
sancio le refregaban el bulto al pasar a su lado.
E n to n ces ella se q ued ab a q uieta y sin resp irar
sentía el latido de ese animal posado en su hom ­
bro, era sólo un minuto de éxtasis roto p or el vo­

81
zarrón del ch o fer o rd en an d o que los pasajeros
se corrieran para el fondo. Pero el joven obrero
que se p aró junto a ella ni se m ovió, es más,
cuando la hilera apretada de gente pasaba a su
espalda, le ap retab a su en trep iern a ap egán d o­
sela al brazo. Y en el am asado de cuerpos que se
bam boleaban co n las tren ad as de la m icro , la
Loca del Frente sintió cóm o ese fofo reptil se iba
tensando en la con torsión de un enjaulado re­
sorte. Lo sintió c re ce r nerviudo com o una pitón
en roscada en su antebrazo. Y no se atrevía a le­
vantar la cabeza p ara ver al responsable de ese
m asturbado ro ce, que ya con todo d escaro m o­
vía las caderas re caliente, disimulando las pun­
teadas con el vaivén de la m icro. Estaba a punto,
lo sentía latir encim a suyo aplastándole el costa­
do, tiritando en los estertores de la eyaculada ve­
nidera. ¿Me da perm iso p o r favor?, se atrevió a
decirle al m uchacho, que d esconcertado la dejó
pasar sintiendo el agarró n desesperado que la
L o ca del Fren te le dejó co m o despedida. A na­
die le falta Dios, pensó mientras bajaba de la mi­
cro en tre codazos y apretones de la gente. ¡Qué
día!, m e pasó de todo, m urm uró chancleteando
la vereda del barrio donde la cabrería corretea­
ba jilgu erean d o los ram alazos del an och ecer.
U n a pelota vino rodando hasta sus pies, un par
fie niños corría detrás para alcanzarla. Ella se de­
tuvo inmóvil, evocando su niñez y el terror que
siem pre le provocó ese brutal juego del fútbol.

82
Y enfrente, los dos niños también frenaron la ca­
rre ra agu ard an d o su reacció n . Los dos peque-
ñuelos, con los ojos muy abiertos, esperaban que
ella les tirara la pelota. Q ué más da, pensó, no
se m e va a c a e r la c o ro n a p o r un p elotazo, y le
dio un ch u te al b alón , que voló giran d o sobre
las cabezas de los chicos. Algún m iedo del pasa­
do se trizó co n el gesto, y más relajad a se dejó
ap laud ir p o r los chiquillos que h erían el c re ­
púsculo con el cascabel de sus risas. Son niños,
solam en te niños, se rep itió m ien tras ab ría la
p u erta de la casa com p letam en te o scu ra, a no
ser p o r el hilo de luz que se filtraba desde el al
tillo. Tengo que co m p ra r m uchos globos y ser­
pentinas y dulces y corn etas para que los cabros
m etan h arta bulla, p ensó em o cio n ad a im agi­
n an d o la c a ra que p on d ría Carlos co n esa sor­
presa. ¿Y quién le haría la torta?
¿Hay alguien p o r aquí?, p regu n tó con la voz
enlozada gritando co to rra al segundo piso d on­
de u n a claridad de luz tísica rep tab a bajo la
p u erta. P ero nadie le resp on dió, ni siquiera su
propio eco cuando arrastrando a la cola vieja es­
calera arriba, hizo sonar los tacos imaginarios es­
can d alera y deliciosa. Alo-o, volvió a preguntar,
exh aland o la fatiga al llegar a la planta alta. Pe­
ro Carlos no estaba, ni luces de él, solam ente un
revoltijo de cojines aplastados, donde al p arecer
el m u ch ach o había d orm ido toda la tard e. Flo­
jo de m ierda, ni siquiera fue capaz de o rd en ar
este despelote. ¿Y si yo no estuviera?, esto sería
un chiq uero inm undo, rezongó tom an d o la al­
m ohad a aún tibia que sostuvo su cabeza. Toda­
vía guardaba su olor, y la huella de su cara estaba
fresca en el raso húm edo que besó su boca. Tal
cercan ía le trajo una oleada de tern u ra, un hilo
eléctrico que la recorrió entera con su escalofrío
sensual y peligroso.

Tu aliento fatal
fuego lento
que quema mis ansias
y mi corazón

El recu erd o de esa canción de Sandro la m o­


vió a e n cen d er la radio, para reem plazar su au­
sencia co n baladas ro m án ticas, p ara llen ar de
rosas y suspiros el vacío de su cu erp o am oldado
en los cojines. Ay, no sé, para que la radio m e lo
cante en el silencio de m ausoleo que tiene esta
casa sin él. Pero p or más que rodó la perilla bus­
cando su bálsamo cancionero, todas las emisoras
discurseaban la misma voz del D ictador hablan­
do p o r cad en a n acional. ¡Q ué h o rro r!, co m o si
no hablara n u n ca este vejestorio gritón. C om o
si n o se supiera que es el ú n ico que m an d a en
este país de m ierda, donde uno ni siquiera pue­
de co m p rarse un tocad iscos p ara escu ch ar lo
que quiere. Y pensándolo bien, eso es lo que iba
a necesitar para el cum pleaños de Carlos, un to­

84
cadiscos, co m o el que tien e la R ana gu ard ad o
debajo del catre p ara que no se lo roben los ro­
tos. N o creo que la Ranita se cague p o r prestár­
melo. Ella sabe que soy delicada, sabe que se lo
voy a cuidar porque con ozco su significado; ella
m e co n tó que es la única reliquia que conserva
de ese prostíbulo que reg en tó allá en el N orte.
C uando era d oñ a R an a y el alcalde en persona
la venía a saludar para el d iecioch o. E ra la úni­
ca casa de putas que ten ía tocadiscos niña, p or
eso venía el alcalde y cu an d o estaba bien cu ra­
do m e sacaba a bailar un ch ach ach á, le con taba
la Rana en esas tardes lluviosas cuando la vieja Ja
recogió de la calle y le enseñó el arte de bordar.
A m í m e gustaba este disco que cantaba m i ma­
m á cuan do yo era chica, d ecía la Ranita, en ch u ­
fando el ap arato, ab rien do un abanico de long
plays en una nube de polvo. Aquí está, es la Sa­
rita M ontiel. M ira, escu ch a. E n to n ces la Rana
e n to rn ab a sus ojos cap o tu d o s y se dejaba en ­
volver p o r el ch asq u id o rezo n g ó n de la aguja
tintineando en el aire los violines y la com parsa
angélica de esa evocación . Algo en la L o ca del
Fren te se fragilizaba en su alm a de p erra triste,
algo incierto la dejaba com o un estam bre de tu­
lipán sobrecogida de em oción viendo a la Rana
flotar en el alard e m arid iu ca de esa voz, musi­
tando en silencio la letra cristalina que en ton a­
ba esa cantante. Qué linda era esa música. Cóm o
anhelaba de nuevo com p artir co n su am iga Ra­

85
na esos lejanos días. P ero algo se q u eb ró para
siem pre después de la pelea, y luego que la Ra­
na la sacó a punta de patadas de esa casa. Y aun­
que ahora el tiem po había borrado los rencores,
en tre ella y la Rana igual se levantó un m uro de
con ten ción . P o r eso, creo que no m e va a pres­
tar ese disco que no está en cassette. Aunque me
gustaría tanto que Carlos lo escuchara. P ero no
im porta, con el tocadiscos me basta, y los discos
los puedo buscar en el m ercad o persa, que está
lleno de long plays viejos, y es posible que hasta
en cu entre el cum pleaños feliz.
Cuando escuchó el trote en la escalera, reco­
n oció sus pasos de atleta que subían de dos en
dos. Tres días que no ap arecía el d esgraciad o,
tres m añanas, tardes y n oches que la tuvo pen­
sando lo peor, tom an d o gotas de h om eo p atía
p ara calm ar el tam bor tronante de su pecho. Ni
lo miraría, perm aneciendo indiferente mirando
p o r la ventana, cu an d o Carlos e n tró p recipita­
do, saludándola a la rápida sin ni siquiera darse
cuen ta de su teatral apatía. Vengo de pasada, le
dijo. Tengo que llevarme dos cajas de éstas por­
que n ecesito con u rgen cia estos libros. Así es
que discúlpam e, porque te voy a dejar sin mesa
de cen tro . Y sin esperar respuesta, Carlos reco ­
gió la m aceta de flores plásticas, las caracolas, los
ceniceros y la carpeta de b rod erí que cubría los
cajones. No te puedes esp erar un p o co , tienes
que ser tan cruel, le recitó ella calm ada sin dar­

86
se vuelta, con la vista perdida en el ruar platea­
do de los techos. Carlos detuvo el gesto de arras­
trar las cajas hasta la puerta, y acercándose a su
espalda le puso una m ano en el hom bro que ella
retiró co n frialdad. N o m e toques, no q uiero
que m e trates com o si consolaras a una puta vie­
ja. No fue mi intención, dijo Carlos confundido.
¿Qué te pasa ah ora?, ¿qué te p areció mal? No
puedo venir todos los días, porque tengo que es­
tudiar y hay cosas tan im portantes... tan im p or­
tantes... que si tú las supieras... No me im porta,
no quiero saber nada. N unca te he preguntado
nada. P ero en ton ces, p o r qué te pones así p o r­
que m e llevo estas c¿yas. No es eso, son tuyas y al
fin tenían que irse, co m o algún día tú tam bién
te irás. Esto es el com ien zo de algún final, dijo
ella, com o si le hablara a la acuarela nublada de
la ciudad, a ese cielo triste que el atardecer m ar­
chitaba de colores. A hora Carlos se había senta­
do confuso, y una curva de preocupación alteraba
el trazo terso de sus lindas cejas. Lo había conse­
guido con su diálogo de com edia antigua, había
logrado conm over al chiquillo, hacerlo entrar en
la escen a b arata que representaba su loca fatal.
Lentam ente fue girando sus hom bros hasta que­
dar frente a él, m irándolo con una llam arada de
selva oscura. N unca te im porté ni un poquito, le
susurró m ordiéndose el labio. N unca, se repitió
teatrera, tragándose el nun ca en un sollozo aho­
gado. Lo único que te im portó era que te guar­
d ara estas cajas de m ierda. Tú sabes que no es
sólo eso, le co n testó Carlos im provisando una
exp licación . ¿Y qué más?, ella lo in crep ó desa­
fiante. Bueno, en tod o este tiem po te he tom a­
do cariñ o. H em os com p artid o tantas cosas, tu
música, hasta m e he aprendido de m em oria al­
gunas cancion es. ¿Q uieres que te can te alguna
para que se te pase la mala onda? Pero si yo nun­
ca te he escuchado cantar, gorgoreó la L oca del
Frente, dejándose atrapar en el ju eg o . ¿Ah, no?,
es que tú no sabes que soy un gran cantante, res­
pondió Carlos parándose hidalgo con una mano
en el pecho, y carraspeando, la dejó oír el bolero
desafinado de sus notas.

No hay bella melodía en que no surjas tú


ni yo quiero escucharla si no la escuchas tú,
es que te has convertido en parte de mi alma,
ya nada me consuela si no estás tú también.

En ese m o m en to la voz de Carlos se quebró


en un gallo lírico que lo hizo to ser y toser, lle­
nándosele los ojos de lágrimas p or el ah ogo y la
risa que soltaron ju n to s sin p od er parar, sin po­
der reprim ir esa relajada alegría, esa contorsión
de las carcajad as que les ap retab a el estóm ago
con los ojos an egad os de lágrim as rién d ose a
más no poder, unidos p o r el chiste de Carlos,
que se le vino en cim a ab razán dola en tin pal­
m o teo de caricias amistosas y cosquillas en las

88
axilas que la revolcab an de risa en sus brazos,
que la h acían q u erer huir, d esp ren d erse de él.
Ya, está bueno. No sigas güevón, que m e m uero.
¿Molesto? L a voz de la m ujer en la puerta los
separó de un plum azo. Carlos se puso com o un
tom ate y con nerviosa seriedad retroced ió unos
pasos in ten tan d o d ecir algo. H ace m edia h o ra
que te estamos esperando lindo, en el auto. ¿No
tienes respeto p or el tiem po de los demás? La in­
terrupción fue un aletazo extrañ o que escarchó
de gravedad el am biente. ¿Cuáles son las cajas?,
para pedirle a alguien que las baje ya que tú es­
tás tan ocupado, dijo la m ujer con sorna m iran­
do el decorado estrafalario de la casa. No se trata
de eso señorita, saltó la loca, él ya se iba, yo fui
quien lo entretuve con versan do. U stedes no se
con ocen, interrum pió Carlos tratando de relajar
la tensión. Ella es L au ra, com p añ era de univer­
sidad, y él es el dueño de casa. Así es, pues linda,
le en ro stró la lo ca con un gitan eo de m anos, y
com o usted que es universitaria debiera saber, pa­
ra en trar a una casa siem pre se pide perm iso, y
eso también es xespetar el espacio de los demás.
Y sin más trámite salió de la pieza, m orada de in­
dignación, al tiem po que Carlos iba tras de ella
pidiéndole que disculpara a su amiga. Porque es
m uyjoven, p orque no te co n o ce, p orque hacía
rato que estaba esperándom e. N o te enojes otra
vez, y trata de en ten d er que después te explico.
Y se había ido d ejánd ola en ferm a de rabia, ti­

89
rán d ole el fam oso después te explico. C om o si
ella no se hubiera dado cuenta que esa mujer era
su novia, su am ante, o qué sé yo. Qué patudez ve­
nirse a m eter a mi pr opia casa con esa m ina fa­
ch a de puta. C on esa minifalda ap retad a y esos
globos de tetas que se le arrancaban p or el esco-
tazo, y ese largo pelo sedoso que se alisaba sacán­
dole pica a sus tres m echas de vieja calva. Mire
que com p añ era de universidad, las chiquillas es­
tudiantes no son así... tan... provocativas... tan...
lindas... musitó en un hilo de voz, m irándose al
espejo del baño, que le devolvía su triste másca­
ra de luna añeja. U n au reolad o azogue m oho
bord eab a su reflejo cuarentón en el cristal, y la
resaca de los años se había aposentado en char­
cas acuosas bajo los ojos. L a nariz, n un ca respin­
gada, pero alguna vez recta, había sucum bido a
la gravedad carnosa de la vejez. Pero, la boca que
antaño abultaba con rouge m ora su beso traves­
tí, todavía era capaz de atraer un m am ón con el
m im o labial de su hum edad perlescente. Nunca
fue bella, ni siquiera atractiva, lo supo de siem­
pre. P ero la conjunción m aricoipa de sus rasgos
m orochos, había conform ado un andam io som­
brío para sostener un brillo intenso en el miste­
rio de sus ojos. Con eso m e basta, se con form ó
altanera en torn an do los párpados con un aleteo
de pestañas m ochas.

90
La m a ñ a n a d e e s e d ía co rtab a los espacios de la
casa co n biom bos de luz d orad a que rep artían
los am bientes en acuarios traslúcidos, con esté­
tico diseño. L a L oca del Fren te am ononab a los
cojines y alineó una serie de cajas en el centro de
la habitación com o u na larga m esa que fue cu­
briendo con el m antel de los pájaros y angelitos.
Porque no creo que en Cuba, com o dice Carlos,
usen m anteles tan finos en esos cum pleaños de
tantos cabros chicos. A lo más m anteles de plás­
tico p o r si los niños derram an el ch o co late. Pe­
ro allá hace tanto calor y esa gente es tan pobre
que a lo m ejor les dan puro ju go. Y a propósito,
el ch o co late, gritó corrien d o a la cocin a donde
en una gran olla gorgoreaba el espeso líquido, a
p un to de rebalsar su ebullición. P o r suerte m e
aco rd é, resp iró en un suspiro de alivio... ap a­
gando el gas, y con una cu ch ara de palo probó
el hum eante brebaje que despedía fragancias de
canela, clavos de olor y ralladura de limón. Rico,
rico, co m o le dijo el culo al pico. E stá de ch u ­
parse los bigotes, y espero que m e alcance para
todos los chiquillos de la cuad ra que se m e ocu ­
rrió invitar. Porque de seguro vendrán todos, co­
mo les dije a las mamás que no tenían que traer

91
regalo. ¿Y puede ir la Carolina [eannete? ¿Y pue­
do m an d ar al Pablito Felipe?, que n un ca h a ido
a un cum pleaños. ¿Y no va a invitar a la Cecilia
Paulina que es tranquilita? Yo m e ofrezco para
cuidarla, le decían las viejas. No, de ninguna ma­
nera, dijo cortante. Sólo niños, nada más que ni­
ños pueden ir a la fiesta. Y en realidad había
m en tid o, p orq u e ella de niña n o ten ía nada, y
C arlos... a veces se p ortab a co m o un crío rega­
lón, cuando le p on ía esas caritas de pollito ma­
ñoso. Un segundo de asma m elancólica la atrapó
m irando la m esa del cum pleaños, sólo una taja­
da de tiem po que ella deshizo con su ap urado
trajinar. Tenía que poner los globos, todos en co­
lores malva, azul real, am arillo patito y rojo pa­
sión, sobre todo rojo com o creo que le gustará a
Carlos, supongo, p o r eso vam os inflando hasta
quedar m areada de tanto soplar, de tanto am a­
rrar, hasta fo rm ar inm ensos racim os que colgó
desde el tech o . A greg án d o le an ch as cintas de
papel que rem ataban en rosetones multicolores
pegados a la pared. Nada de challas ni esas ser­
pentinas ordinarias que dejan todo lleno de ba­
sura, y después la única ton ta que va a lim piar
soy yo. L o ú n ico que m e falta es rep artir en la
mesa los vasitos plásticos, las cornetas y los plati-
tos cum pleañeros y los gorritos en cada puesto.
A Carlos le había com p rad o una co ro n a de car­
tón m etálico ya que él será el rey de esta tarde,
el festejado, el que iba a apagar las velas de la tor­
ta. Y hablando de torta, ten ía que ir a buscarla
d on de la señora del alm acén , que fue tan am a­
ble cu an d o se ofreció a h acerle u n a gran to rta
p ara todos los niños del b arrio sin cob rarle na­
da. U sted sólo m e paga los ingredientes y com ­
p ra las velas. ¿Y cuántas velitas le va a p oner? L a
p reg u n ta la pilló desprevenida, sin sab er qué
contestar, porque más allá de lo cop uchen ta que
fuera esta vieja, ella no sabía qué edad cum plía
Carlos. V einte, le con testó , p orq u e todos lleva­
m os veinte años en el corazón. Y salió del alma­
cén llevando en sus brazos la inm ensa to rta de
piña decorad a com o una lujosa catedral. A la sa­
lida lo detuvo el ch o cló n de vecinas que se ins­
talaban allí a pelar. ¡Qué linda torta vecino! Es la
más grande que se ha h ech o en el barrio. Debe
estar exquisita. ¿No quiere que le ayudem os en
el cum pleaños? No se preocupen porque ya ten­
go tod o listo. Y después les voy a m an d ar torta
con los niños para que la prueben. Así, se había
logrado deshacer de esa m anga de viejas patudas,
p ero que en el fondo eran buenas, eran mujeres
sencillas que se iban a en cargar de prom over la
gran fiesta en todo el vecindario.
A las cinco de la tarde, ya tenía todo casi listo.
En la puerta, una bulla de chiquillos cam p anea­
ba en la v ered a d on d e las m am ás los habían
form ado en una larga fila p ara m an ten erlos en
orden. P ero cuando abrió la puerta se m etieron
en tropel, p or debajo de sus piernas, corrien d o

93
desesperados, al tiem po que un solo grito los pa­
ró en seco. U n m om en to, párense allí, que esto
no es un p otrero. Y el p rim ero que grite o haga
desord en se va para la casa. El vozarrón afem i­
nado descolocó a los chicos que se quedaron tie­
sos esperando órden es. ¿Tío, podem os subir al
segundo piso?, le musitó u na pequeña desde su
m etro de estatura. Así se piden las cosas mijita,
con ed ucación, así van a ir pasando de a uno al
com edor, d on de vamos a esperar calladitos que
llegue el tío Carlos que está de cum pleaños. A
ver Carolina Patricia, tu m am á m e dijo que sabes
una poesía, ensayém osla p ara que se la digas al
tío. Y tú Alvarito Andrés, vas a dirigir el coro que
le va a cantar cum pleaños feliz al tío Carlos cuan­
do llegue. A hí no quiero que vuele u na m osca,
porque es una sorpresa, él no sabe que ustedes
están aquí. P or eso tú Javiera con el Luchín, que
son más grandes, m e van a ayudar a p ren der las
velitas. P or el m om en to, m ientras esperamos, se
quedan sentaditos para repartirles los gorros y las
cornetas. L a veintena de pituíos lo m iraban co­
rretear alred ed or de la mesa, com o si fuera una
tía parvularia. Más bien, com o un personaje ase­
xu ad o de cu en to , que a cad a niño iba ponién­
dole el som brerito con extrem a delicadeza. Tío,
el Manuelito m e quitó la corneta. Tío, la Javiera
se quedó con el go rro de princesa. T ío, la Clau­
dia le m etió el dedo a la torta. Tío, el Samuel me
está sacando la lengua. T ío, el M anolo se equi­

94
vocó y le dijo tía. Las voceeitas iban en aum ento,
am en azan d o d esb ord ar el o rd en con seguid o.
Basta, les gritó en un aullido m aricueca. N o pue­
den estar un minuto tranquilos. El sonido de lla­
ves en la p u erta lo dejó quieto escu ch an d o . Y
h acien d o un shit de silencio absoluto, les hizo
u n a seña a la Javiera y al L uch ín p ara que co ­
m enzaran a p ren d er las velas.
De seguro, era Carlos el que llegaba, ya que
era el ú nico a quien ella le había en tregad o lla­
ves de la casa. A hora re co n o ció sus tran cos lar­
gos que trepaban la escalera, y cuando la puerta
se abrió, un angélico coral irrum pió con el cum ­
pleaños feliz. Carlos titubeó un m om en to antes
de entrar, quiso echarse para atrás, reírse co n su
boca de rosado brillo, pero se quedó tan quieto,
tan descolocado m irándola venir con la torta in­
cen d iad a de velas chispean d o la fiesta d e sus
años. ¿Se p arece a Cuba?, le sopló ella al oíd o,
casi en secreto. Y la m irada de Carlos se nubló,
lo atragantó una pena tan dulce viendo las cari­
tas em p añ adas de los peques desafinados tri­
nándole Cum pleaños Garlitos, sintiendo que su
p ech o m ach o se trizaba con esa estam pa b o rro ­
sa del rostro de la Loca del Frente iluminada por
las velas, com o u na B lan ca Nieves en m ed io de
tantos angelitos. ¿Y estos niños de d ón de salie­
ron?, p regu n tó ahogado p o r la em oción. Caye­
ron del cielo le contestó ella estirándole la torta
p ara que su soplo p oten te ap agara las llamitas.

95
Antes, tienes que p edir un deseo. ¿En voz alta?
C om o quieras, es tu sueñ o. Y C arlos c e rró los
ojos al paisaje ciego de la ilusión, que se fue ilu­
m inando con el verde prim avero de esa cuesta
en el Cajón del M aipo. Y cu an d o sopló con to­
das sus fuerzas, u n a estam pida de aplausos en­
cum bró una fum arola de hum o sobre el lomaje
de los cerros. Ojalá se te cum pla, le confidenció
ella atareada sirviendo bebida en los vasitos y ga­
lletas en los platitos. Y... el ch ocolate Carlos que
se quem a en la cocina. Y pásam e un cojín que la
Paolita no alcanza a la m esa, m ientras yo le doy
torta a la M oniquita. Y, cuidado con el chocola­
te que está hirviendo Carlos, no se vayan a que­
mar. Y tú L uchín , pásam e la co ro n a de rey para
que se la p on ga el festejado. Así n o, que está
ch u eca, yo se la acom o d o , yo le doy pastel en la
b oca a esta criatura, m ientras tanto el tío Carlos
la tom a en brazos. Y Carlos pásam e, y Carlos to­
m a, y Carlos lleva, y Carlos que n o com an la tor­
ta con la m ano, y Carlos que no se pasen la mano
p o r el pelo, y Carlos que n o se tiren la torta por
la cabeza, y Carlos de qué te ríes tú gran d ote
d an d o el ejem p lo c h o rre a d o e n te ro . N o m e
abraces con las m anos con m erengue, no m e ha­
gas cosquillas bruto que no aguanto, que m e res­
balo, que m e caigo, Carlos sujétam e. Y los dos
cayeron ju ntos en m edio de la ch u ch o ca pinga­
nilla que alborotaba la fiesta de los pitufos, rojos
de tan ta risa, de tan ta to rta y golosinas que co­

96
m ieron hasta hartarse, ju gan d o a la gallinita cie­
ga, ju g an d o a la rond a de San Miguel, el que se
ríe se va al cuartel. Así, el cum pleaños a la cuba­
na de Carlos fue una ago tad o ra alegría parvula-
ria, que solo se relajó cuando los primeros faroles
de la calle com en zaron a prenderse, cuan do las
m am ás, una a una, desfilaron recog ien d o a los
chiquillos som nolientos de tanto ru m oroso vai­
vén. H asta que se fu eron todos, y cu an d o la úl­
tim a niñita se despidió con un beso de los tíos,
sólo en to n ces la casa bostezó un largo silencio
de m am ut an ochecido. El despelote era tal, que
no había un sitio d onde el m erengue no hubie­
ra dejado su huella pegajosa. N o te p reocu pes,
yo te ayudo a limpiar todo esto. Es lo m enos que
p ued o hacer, dijo Carlos tom an d o u na escoba.
Deja todo así, y siéntate, aún hay algo más. ¿Otra
sorpresa? O tra y privada, co n testó la L o c a del
Frente enchufando el tocadiscos mientras con la
otra m an o sus dedos m eticulosos calzaban la
aguja en los surcos del long play.

¡Tengo miedo torero


tengo miedo que en la tarde
tu risa flote!

C arlos había c e rra d o los ojos ech ad o sobre


unos cojines, dejando que la espuma de esa can­
ción lo ad o rm eciera co n ese ajeno placer. Las
notas claveteaban el aire con su p entagram a de

97
m inos iagrimeros, las notas eran tarareadas por
la Loca del íar-aní'-. que entró en la habitación
: on una bandeja en la mano. Sorpresa e.s la he -
ra de *o-> ua;yaa..:-v Y con un rápido gesto retiró
•a -> •\r ’>¡a dejando ver una botella de pisco,
ana bebida y rio* uauaentes ropas. Ahora vamos
a brindar como ra gente. ¿Cuanto pisco? ata;.. mi­
tad de la copa? Asi está bu cno:' Toma, a -a
md, No, a la tuya, por favor Peí o te es'íás de
cumpleaños. No importa, quiero brindai por ha­
berte conocido y por el m ejor cumpleaños orne
he tenido en mi vida. A rte estas palabv ata
bajó los ojos ruborizada y campanean < a.^ r r r
gos se bebió cíe un sorbo el espejo o r n e ..^ane
de ia copa. ¿Otra más?, ofreció Caí i- a, al,.,, a do ;
botella. Otro y otro y otro más, como dtc< la aa'¡
ción. ¿Qué canción? Esa tan e o e o '.a a > . nche
Barrios des ‘a uno, sírvame otra cui/.-i. ¡jar
m iar'’. ¿Y qué quieres olvidai/ ‘r- a •
. d re
eila como hablándose a sí roí a a* n ¿ a ‘- ) ¡ c :
infinita tristeza ia basara á> gUy as, c, " a-a p-- -
T>eleí amados ■ a'm ida pisóte ’da **.i: a sm V>
* :a.;eío olvidar esta tarde, reoino c 1!a ; vivienda
a; lo s va -va •ivídar c . . o¡ ; i;i í - ta a !<■/-
■a ‘ara ■x x , . .r-r/'-. a.;. ' -áta í ■-• ■> ae ác‘aa -
/ero .¡‘ ■a; , ■;a . i r i . a e , a '- c->.. a; cansóla?
■s ai/aa' V< ; . ; op a. HéJj-, i)e •''' ’ '¡k. t T’ f\ ia
iOS av;, j i a •/ ' > da ■sivujar ia ie deidad,
w que des ¡mes .■- ae porte. Dea> no par eso
no-; a dejai de '. uar ¡eíaa, insistió ?. .arlos, po-

98
niéndole la corona al exten d er sus labios en una
sonrisa perlada de licor. Claro que no, príncipe
extrañ o y d escon ocid o. ¿Por qué desconocido?
P orq u e n o sé n ad a de ti, sólo sé que te llamas
Carlos y hoy estás de cum pleaños. ¿Y qué quieres
saber? N o tod o, p orq u e sé que no m e puedes
con tar todo. Pero al m enos regálam e un secreto.
Algo que n u n ca le hayas con tad o a nadie, repli­
có la L o ca del Fren te zambulléndose en el vaso.
Carlos se puso serio, sólo le faltaba persignarse
p ara c re e rle que estaba fren te a una religiosa
confesión. Su cabeza era un carrusel de algodón
em papado p or la em briaguez del pisco. Aun así,
tratando de hilvanar recu erd os sumergidos, con
voz grave com en zó: N o rae preguntes fechas ni
lugares, p ero yo d eb o h ab er ten ido trece o ca
torce años, no vivía en Santiago, y en el cam p o
con mis amigos pasábamos las tardes chuteando
una p elota de trapo en un p otrero. Q ué lata es
el fútbol, rezongó ella mojándose la boca con un
sorbo de trago. No im porta, no se trata de eso lo
que te voy a contar. Sírveme un poco más, ¿quie­
res? Te doy la m itad del m ío. Te escu ch o. E ra ­
mos u na p atota de cabros pobres y no teníam os
otra entretención. De todos ellos, mi m ejor ami­
go era el vecino p orq u e ten íam os la mism a
edad. Pasábam os todo el día ju ntos. En el cole­
gio hacíam os las tareas, y después nos íbamos al
p o trero a cazar lagartijas, buscar huevos de pá­
jaros en los nidos de los árboles. A veces organi­

99
zábam os pichangas en el grupo co n todo el ca­
lor detrás de la pelota. Quedábamos m uertos de
cansados, transpirados en teros, y con la cam isa
p egada al cuerpo, apostábam os a quién llegaba
prim ero al tranque donde nos sacábamos la ropa
y nos m etíam os al agua. ¿Toda la ropa?, pregun­
tó la lo ca con un hilo de malicia. Toda, porque
no ten íam os traje de b año y si nos bañábam os
en calzoncillos no se alcanzaban a secar. Qué ni­
ños tan pobres, interrum pió ella con fingida iro­
nía. Si te vas a burlar no te cuento ninguna güevá.
Si e ra b rom a, sigue no más. U n día, no sé p or
qué, nos quedam os solos mi am igo y yo tom an ­
do el sol de guata en u na pequeña playa de are­
na que se form aba a la orilla del agua. L a aren a
estaba tibiecita, y no sé p o r qué m i vecin o em ­
pezó a moverse com o si estuviera cubando y me
decía: qué rico, h ácelo tú también. Y yo em pecé
a im itarlo viendo a m i lado su culito blanco que
ap retab a y soltaba las nalgas en ese sube y baja.
Yo lo m iraba refregándom e en la aren a caliente
y no pude más p orque de un salto lo m onté, pe­
ro él se dio vuelta y m e dijo que yo p rim ero, pe­
ro yo le contesté que ni cagando, que m e dejara
pon erle la puntúa, la pura puntita. Y ahí estába­
mos los dos frente a frente con el picazo duro y
co lo ra d o en tre las m anos, p orq u e n ingun o de
los dos quería darse vuelta, ¿cachái? T ú prim e­
ro, le decía yo m asturbándom e. No, tú prim ero,
m e con testab a él pajeándose, ace rcá n d o m e su

100
p ichula d escuerada. Y no sé p or qué yo 110 me
moví cuando le saltó el ch o rro de m o co que m e
m ojó la pierna. G onchetum adre, le grité p arán ­
d om e y persigu iénd olo en pelotas p o r la orilla
del tran q u e. ¿Y lo pillaste?, in terro g ó ella, tra­
tando de co n ten er un acalorad o escalofrío. No
pude porque el güevón se tiró al agua y nadaba
m u cho más rápido que yo. Si lo hubiera agarra­
do le saco la cresta. ¿Y p or qué, si los dos estaban
de acuerdo? ¿Q ué culpa tenía tu am igo de aca­
bar prim ero?, le rep ro ch ó divertida. No sé, pero
m e quedó una vergüenza tan grande que no ha­
blé con él n u n ca más. A los dos nos quedó una
cosa sucia que nos h acía bajar la vista cu an d o
nos cruzábam os en el patio del liceo. ¿Y todavía
tienes esa vergüenza? Fíjate que ya n o, ah o ra
que lo cu en to se m e pasó, y puedo h ab lar sin
culpa porque fue hace tanto y eran cosas de ca­
bros chicos. ¿Tienes o tro trago? Se acabó todo,
nos tom am os la botella en tera y es un poco tar­
de, suspiró la loca bostezando. ¿Te vas a quedar
aquí? E sp éram e, voy a traerte una frazada para
que no pases frío.
Cuando se paró, el suelo era gom a movediza
y una náusea estom acal le arrem olin ab a la pie­
za, p ero zigzaguean d o lo g ró cam in ar h asta su
d orm itorio . M ientras buscab a una frazada, las
im ágenes del secreto de Carlos las veía resplan­
d ecer en el prim er plano de su ebria cabeza. Pe­
ro aunque el cuento había logrado excitarla hasta

10]
la punta de las pestañas postizas, aunque varias
veces m ien tras C arlos hablaba cru zó la p iern a
para disim ular la erecció n de su estam bre coli­
flor, algo de todo aquello le pareció chocan te. Y
no era p or m oral, ya que ella guardaba miles de
historias más crudas donde la sangre, el sem en
y la caca habían m aquillado noches de lujuria.
No era eso, pensó, es la form a de con tar que tie­
nen los hom bres. Esa brutalidad de n arrar sexo
urgen te, ese to reo del yo p rim ero, yo te lo pon­
go, yo te parto, yo te lo m eto, yo te hago pedazos,
sin ninguna d iscreción. Algo de ese salvajismo
siempre la había templado gustosa con otros ma­
chos, no podía negarlo, era su vicio, pero no con
Carlos, tal vez p o rq u e la p orn ografía de ese re­
lato la confundió logrando m architarle el verbo
amor. Si, p o r últim o, sólo había sido u na tierna
historia de dos niños en una playa desierta bus­
cand o sexo, ocultos de la m irada de Dios. Nada
m ás, se repitió eru ctan d o los vapores del pisco
mientras salía del dorm itorio tambaleándose con
la frazada bajo el brazo.
Al en trar, escu ch ó la aguja del pick-up chi­
rriando gatuna al final del disco, y más allá, tira­
do co m o un larg o riel sobre los alm ohadones,
Carlos ro n cab a p rofu n d am en te p o r los fuelles
ventoleros de su boca abierta. U na de sus piernas
se estiraba en el arqueo leve del reposo, y la otra
colgan d o del diván, ofrecía el ep icen tro abulta­
do de su paquetón tenso p or el brillo del cierre

102
eclair a m edio abrir, a m edio d esco rrer en ese
ojal ribeteado p or los dientes de bronce del m a­
rrueco, donde se podía ver la pretina elástica de
un calzoncillo coro n ad o p or los rizos negros de
la p end ejada varonil. Sólo un pequ eñ o frag­
m ento de estóm ago latía apretado p or la hebilla
del cinturón, una m ínim a isla de piel som breada
p or el m atorral del pubis en el m ar cobalto del
drapeado bluyín. Tuvo que sentarse ahogada por
el éxtasis de la escena, tuvo que tom ar aire para
no sucumbir al vacío del desmayo frente a esa es­
tética erotizada p o r la em briaguez. Allí estaba,
d esp rotegid o, pavorosam ente exp uesto en su
dulce letargo infantil, ese cuerpo amado, esa car­
ne inalcanzable tantas veces esfum ándose en la
vigilia de su arrebato am oroso. Ahí lo tenía, al al­
cance de la m ano para su en tera contem plación,
para recorrerlo centím etro a centím etro con sus
ojos de vieja oruga rep tan d o sedosa p or el n er­
vio aceituno del cuello plegado com o una cinta.
Allí se le entregaba b orrach o com o una puta de
puerto, para que las yemas legañosas de su m irar
le acariciaran a la distancia, en ese tacto de ojos,
en ese aliento de ojos vaporizando el beso intan­
gible en sus tetillas quiltras, violáceas, húm edas,
bajo la transparencia cam isera del algodón. Ahí,
a sólo un m etro, podía verlo abierto de piernas,
m acizo en la estilizada corcova de la ingle arro­
jándole su m uñón veinteañero, ofreciéndole ese
saurio en gu antad o p o r la mezclilla áspera que

103
enfundaba sus muslos atléticos. P arece un dios
indio, arrullado p or las palmas de la selva, pen­
só. Un gu errero soñ ador que se da un descanso
en el com bate, tina tentación inevitable para una
loca sedienta de sexo tierno com o ella, hipnoti­
zada, en loq u ecid a p o r esa atm ósfera ran cia de
p ecad o y pasión. No lo pensaba, ni lo sentía,
cu an d o su m an o gaviota alisó el aire que la se­
paraba de ese manjar, su m ano m ariposa que la
dejó flotar ingrávida sobre el esü’echo territorio
de las caderas, sus dedos avispas posándose leví­
simos en el carro m etálico del cierre eclair para
bajarlo, para descorrerlo sin ruido, con la suavi­
dad de quien deshilacha una tela sin despertar al
arácnido. No lo pensaba, ni siquiera cabía el ner­
viosismo en ese oficio de relojero, aflojando con
el roce de un pétalo la envoltur a apretada de ese
lagarto som n olien to. Ni lo pensaba, dejándose
arrastrar abismo abajo, m arru eco abajo hasta li­
b erar de atad uras ese tro n co blando que m ol­
deaba su an atom ía de p ern o carnal bajo la alba
m ortaja del calzoncillo. Y ahí estaba... p or fin, a
sólo unos centím etros de su nariz ese bebé en pa­
ñales rezum ando a detergente. Ese m úsculo tan
deseado de Carlos durm iendo tan in ocente, es­
trem ecid o a ratos p or el amasijo delicado de su
m iem bro yerto. En su cabeza de loca dudosa no
cabía la culpa, éste era urr oficio de am or que ali­
vianaba a esa m om ia de sus vendas. Con infinita
dulzura deslizó la m ano en tre el estóm ago y el

104
elástico del slip, hasta tom ar com o u na porcela­
na el cuerpo tibio de ese nene en reposo. Apenas
lo acu n ó en su p alm a y lo extrajo a la luz tenue
de la pieza, desenrollando en toda su extensión
la crecid a guagua-boa, que al salir de la bolsa, se
soltó com o un látigo. Tal longitud exced ía con
creces lo im aginado, a p esar de lo lánguido, el
guarapo exhibía la robustez de un trofeo de gue­
rra, un grueso d edo sin u ñ a que pedía a gritos
una boca que anillara su am oratado glande. Y la
loca así lo hizo, sacándose la placa de dientes, se
m ojó los labios con saliva para resbalar sin trabas
ese péndulo que cam paneó en sus encías huecas.
En la concavidad h ú m ed a lo sintió chap otear,
moverse, despertar, corcoveand o agradecido de
ese franeleo lingual. Es un trabajo de am or, r e ­
flexionaba al escu ch ar la respiración agitada de
Carlos en la inconsciencia etílica. No podría ser
otra cosa, pensó al sentir en el paladar el pálpito
de ese anim alito re co b ra n d o la vida. Con la fi­
nura de u na geisha, lo em puñó extrayéndolo de
su boca, lo miró erguirse frente a su cara, y con
la lengua afilada en u n a flech a, dibujó co n un
cosquilleo baboso el aro m o ra de la calva relu­
ciente. Es un arte de amor, se repetía incansable,
oliendo los vapores de m ach o etrusco que exh a­
laba ese hon go lunar. Las m ujeres no saben de
esto, supuso, ellas sólo lo chupan, en cam bio las
locas elaboran un bordado cantante en la sinfo­
nía de su m am ar. Las m ujeres su ccion an nada

105
más, en tanto la boca-loca prim ero aureola de va­
ho el ajuar del gesto. La loca sólo degusta y luego
trina su catad u ra lírica p or el m icrófon o carnal
que exp an d e su rad iofón ica libación. Es com o
cantar, concluyó, interpretarle a Carlos un him­
no de am or directo al corazón. Pero nunca lo sa­
brá, le con fid en ció con tristeza al m u ñ eco que
tenía en su m an o, y la m iraba tiern am en te con
su ojo de cíclope tuerto. Carlos, tan b orrach o y
dorm ido, nunca se va a enterar de su m ejor rega­
lo de cum pleaños, le dijo al títere m oreno besan­
do con terciopela suavidad el pequeño agujero de
su boquita japonesa. Y en respuesta, el m ono so­
lidario le brindó u na gran lágrim a de vidrio pa­
ra lubricar el canto reseco de su incom prendida
soledad.

Ansiedad de tenerte en mis brazos,


musitando palabras de amor.
Ansiedad de tener tus encantos
y en la boca volverte a besar.

Al abrir los ojos, frente a ella, Carlos seguía


roncando en su pose de Cristo desarticulado por
el rem olin o etílico del pisco. L a densa cañ a lo
ten ía sum ido en la inmovilidad fláccida de sus
largos m iem bros olvidados en el reposo. El pes­
tillo de su cierre eclair era un pequeño tren de
b ron ce que seguía descarrilado a m itad de ruta,
casi en el m ism o lugar. Y si no fuera p o r ese “ca­

106
si”, todo hacía pensar que el revuelo de im áge­
nes anteriores sólo habían sido p arte de su fre­
n ético desear. N o estaba segu ra, n o atesoraba
ningún sabor a carn e hum ana en la lengua. Pe­
ro al m irar a Carlos tan descansado, se perm itió
dudar, viendo su carita de nene en com pleto re­
lajo com o después de un plácido biberón. Pre­
firió n o saber, no ten er la certeza real que esa
sublime m am ada h abía sido cierta. Y con esa
dulce duda eq uilib ran do su cu erp o de grulla
tem bleque, sin h acer el m en o r ruido, salió de la
pieza y se fue a acostar.

107
L a s salvas d e v e i n t e fusiles lo hicieron saltar en
el lecho y asustado p o r ese tronar, m etió la m a­
no en el velador para en co n trar su pequeña Lu-
g er d e c ab ecera. Son los cadetes de la E scu ela
que te vienen a saludar en tu cum pleaños, dijo
su mujer, en tran do al dorm itorio aterrizándolo
en la luminosa m añana opacada p or ei hum o de
las detonaciones. El D ictador bufó un respiro de
alivio y se dio vueltas, volviendo a hundirse en la
alm ohada. Se ven tan lindos los chiquillos oye,
con sus pom pones blancos y rojos, form ados allá
afuera. Supongo que no van a disparar tantas ve­
ces co m o tus años, p orq u e no quedaría ni una
hoja en el magnolio que recién está floreciendo.
H an llam ado de todos los ministerios, y el telé­
fono no ha dejado de sonar p or tanta gente que
q uiere salud arte. G onzalo vino tem p ran o y te
trajo un p ar de corbatas italianas finísimas, bor­
dadas en seda tornasol, y m e pidió que te las en­
tregara yo, porque él cree que tú no lo quieres.
Mira tú qué tímido es Gonza, y tan delicado, tan
gente. Ni p arecido a los edecanes que todos los
años te regalan esos h orribles platos de co b re
con copihues y la pareja de huasos bailando cue­
ca. No tengo dónde m eter todo ese cachureo. El

109
living p arece oficina de turism o co n tantos ca­
chos, espuelas, estribos y m antas tricolores. Qué
p oco creativa es la gente para h acer regalos. Y es­
to recién está em pezando, porque a las on ce vie­
nen los em bajadores, después los com andantes
y sus señoras que les da p o r traerte libros. ¡Co­
m o si quisieran ed u carte! Fíjate tú. C om o si tú
leyeras tanto esas coleccion es de historia, de li­
teratu ra em pastadas con lom o d orad o. Q ue no
te digo que sean ordinarios, porque deben valer
una fortuna y le dan un aire intelectual a la sala,
además hacen juego con los m arcos color oro de
los cuadros. L a P rim era D am a, frente al espejo
del tocad or, se em polvaba la nariz co n su es­
ponja de plumas de cisne. No hay d erech o , qué
m an era de salirme arrugas en la frente Augusto.
Mira, tengo casi tantas com o tú, y eso que yo soy
m ucho más joven. Deben ser los malos ratos, sus­
tos y rabias que he pasado a tu lado oye. Ningu­
n a m u jer habría sop ortad o que a su m arid o la
p ren sa m undial lo tratara de tiran o, D ictador,
asesino. Y aunque sean m entiras, aunque todos
los chilenos sabem os que salvaste a la Patria, no
me vas a n egar que ha sido b och o rn oso. Sí, co­
m o te digo, es una pesadilla saber que todos esos
comunistas patipelados, que se creen escritores,
se limpian la b oca contigo. Y eso te pasa p or ha­
berlos dejado entrar, eso te o cu rrió p o r ser un
viejo cob ard e que le tuviste m iedo a la m ala fa­
m a que le h acían afuera al gobierno. Viste que

110
no me equivoqué cuan do te dije que no dejaras
volver a esa tropa de literatos marxistas. Tan dife­
rentes oye a don Jo rg e Luis Borges, un caballero,
un gentlem an que se em ocionó tanto cuando lo
con decoraste con la Cruz al M érito. Dicen que
el pobre se perdió el Prem io Nobel porque h a­
bló bien de ti. Mira tú qué desgraciados son esos
suecos que se h icieron los suecos co n el pobre
viejo. Dicen que sus libros son muy interesantes,
p ero la verdad A ugusto, yo no e n ten d í ni jo ta
cuan do traté de leer el O le, Haley, Alf. ¿C óm o
se llam a ese libro fam oso? T ú m e dirás que no
ten go co razó n , ¿p ero qué sabía yo que Borges
era ciego? Y cu an d o m e lo p resen taron , en vez
de darm e la m ano, agarró el brazo del sillón. No
m e vas a d ecir que no te dio risa, porque estaba
lleno de autoridades y escritores que se m ordie­
ron la boca para no soltar la carcajada. Y no me
mires con esa cara de censura, porque hoy estás
de cum pleaños, yo hablo lo que quiero y no me
im porta que a ti te moleste. No faltaba más. Pó-
nele esa cara de o g ro a tu trop a, p ero a m í no
me eches a perder este día que hay tanto que ha­
cer. Y salió de la h abitación tocan d o la cam p a­
nilla para que viniera la servidumbre. No había
caso, ni siquiera el día de su cum pleaños ella se
podía callar, y de lejos la escu ch ó ord en an d o a
la m ucam a que no dejaran en trar a nadie m ien­
tras Augusto no se levante. Mientras él siguiera
am odorrado entre las sábanas tratando de cazar

lli
un último vacío de sueño. Y lo consiguió, al abrir
los ojos a otra habitación donde colgaban de la
p ared sus juguetes de niño. Se arrum bab an en
las repisas los carro s de aurigas im periales, los
cam ioncitos, jeep s y tanques blindados en espe­
ra de un p eq u eñ o com b ate. Las coleccio n es
com pletas de g u errero s persas, de soldados ro ­
manos, gurkas etíopes, la caballería del general
Custer, A lejandro M agno y sus legiones enanas
m oldeadas de p lom o, p erfectam en te en línea.
E ra el zoológico de g u erra que había ro d ead o
sus años de infancia, coleccion an d o en esos ju ­
guetes, el fantasm a lúdico de u na m atanza. Los
reco rrió , pasando revista a las diminutas tropas
con sus ojillos de niño lince, y trató de record ar
qué colección le faltaba para pedirla de regalo
en su p róxim o cum pleaños. Nada más, ni torta,
ni sorpresas, ni fiesta. N ad a de eso. L e tom ó
odio al c h o co late, los globos, las serp entin as y
gorritos, desde que a su m am á se le ocu rrió cele­
brarle su día con una gran fiesta. Un cumpleaños
grandioso, la fech a en que Augustito cum plía
diez años. Y en realidad, ella estaba tan entusias­
m ada que m an d ó p intar la casa, hizo im prim ir
tarjetas de invitación con la foto de Augustito y lo
obligó a repartírselas a todos sus com pañeros de
curso. ¿A todos?, preguntó el niño con altanero
d esdén. A tod os, ratificó la m ad re m iránd olo
con firm eza, p orq u e no c re o que tan ch ico ya
tengas enem igos. Todos son mis en em igos, re­

112
zon gó A ugustito co n soberbia. Ya, n o sea re n ­
coro so , las peleas de niños se olvidan ju gan d o .
Así, uno a uno, sus com pañeros recibieron la in­
vitación, y fueron más de cuarenta veces que di­
jo , te invito a mi fiesta, reiterand o la estrofa de
un a od iad a can ció n . N adie alm orzó tran q uilo
en su casa esa tarde, la em pleada y su m am á co­
rrían aco m o d an d o los queques de n aran ja, las
tartas de vainilla, y la gran torta de lúcum a que
instalaron en el ce n tro de la m esa co n las diez
velitas. A las cuatro de la tarde, lo m etieron a la
tina del baño, y con u na esponja de m ar le ras­
paron el n egro piñén que acum ulaba en sus pa­
tas y orejas de niño sucio. L o dejaron colorad o
de tanto refregón, de tanto talco y perfum es fra­
gantes que friccion aro n su espalda. A las cin co
ya estaba listo, rubicundo y bien peinado con su
copete a la gomina, im pecablem ente vestido, en
los algodones tiesos de su blanco traje de m ari­
n ero. Q ué lindo se ve mijito, lo acosaba su m a­
m á pellizcándole los cachetes guindas de su cara
mofleta.
Augustito, sentado en la cabecera de la mesa,
ni pestañeaba m irando la puerta de calle donde
vería desfilar u no a uno a sus detestables co m ­
pañeros. Y estaba feliz esperando que llegaran y
se posaran com o m oscas en su apetitoso pastel.
Augustito no cabía de gusto, im aginando sus bo­
cas engullendo la torta, preguntando qué sabor
tan raro , qué gusto tan raro, ¿son pasas?, ¿son

113
nueces?, ¿son confites molidos? N o, tontos, son
m oscas y cu carach as, les diría con u na risa m a­
cabra. Todo tipo de insectos que los había des­
pedazado, ech án d o los a escondidas a la bella
torta. Entonces vendría la estampida, las arcadas,
escupos y vómitos que arruinarían el m antel. Vis­
te m am á, que 110 tenía que invitarlos, le diría a
su m adre que a escobazos los expulsaría del sa­
lón. A las seis, las tripas le gruñ eron pidiéndole
algo, y él las calm ó p icoteand o galletas y golosi­
nas. ¿Todavía no ha llegado nadie?, preguntó la
em pleada desde la cocina con la leche hirvien­
do. No hay que preocuparse, para estas cosas los
niños siempre se retrasan, interrum pió la madre,
sentándose a su lado para alisarle su gran jo p o
de mojón. ¿Quieres un poco de chocolate con le­
ch e m ientras esperam os? N o quiso, porque los
arrebatos del ocaso nublaron de légañas ocres el
telón del cielo, y perm aneció inmóvil com o la es­
tatua de un pequeño alm irante de yeso en espe­
ra de un desem barco. A las siete, tuvieron que
p render las luces del salón para que al niño sen­
tado no se lo tragara la som bra. El cho co late se
había quem ado tres veces de tanto recalentarlo,
y los m erengues com enzaban a derretirse en go­
tas espesas sobre el albo m an tel. A las o ch o , el
tim bre no había sonado ni tina vez, y Augustito
estaba m udo cu an d o en tró su m ad re, que se­
cándose la m irada vidriosa, quiso h acerlo todo
nada, alterando la voz con una risita optimista,

114
llam ando a la em pleada p ara que p ren diera las
velas, ordenándole que sirviera de todo para los
tres com o si no faltara nadie. Su m adre, que tra­
taba de levantarle el ánimo, cuando entre las dos
m ujeres en to n aro n un desabrido C um pleaños
Feliz. Tienes que pedir un deseo antes de soplar,
lo interrum pió ella p oniéndole un dedo en sus
tercos labios. Entonces Augustito ensom breció el
azul intenso de sus ojillos para m irar u no a uno
los puestos vacíos que rodeaban la mesa. Y un si­
lencio fúnebre selló el deseo fatídico de ese m o­
m ento. Y cuando sopló y sopló y sopló, la porfía
de las llamas se negaban a extinguirse, co m o si
trataran de con trad ecir la oscura prem onición.
Bueno, y com o 110 hay mal que p or bien no ven­
ga, cantó su mam á, mi niño podrá com erse toda
la torta que quiera, porque a nosotras con la na­
na nos m ataría la diabetes. Y ante los desorbita­
dos ojos de Augustito, el gran cuchillo de cocina
reb an ó el bizcocho en un gran trozo que le im­
pusieron frente a su cara. Y no m e digas que no
quieres, lo am enazó su m ad re, dulcificando su
gesto al ofrecerle en la boca una cu ch arad a del
insectario manjar. Ya pues mi niño, abra la boca.
A ver, una cucharada p or mí, una cucharada por
la nana, y una cucharada p or cada año que cum ­
ple. Y Augustito, con tenien do la náusea, tragó y
tragó sintiendo en su garganta el raspaje espinu­
do de las patas de arañas, m oscas y cu carach as
que aliñaban la tersura lúcum a del pastel.

115
¿Y todavía no te levantas h om b re?, te llega a
salir h um o de la cam a. El grito de su m ujer lo
despertó de un costalazo. P or esta vez agradeció
el sobresalto de esa voz de lata que de un zuáca-
te lo trajo al presente. Aún tenía en la garganta el
asco de aquella torta, y necesitó beber un sorbo
de agua para tragarse el resabio de aquel ento­
m ológico cem en terio. Desde allí odió las tortas,
los regalos y tod a la faram alla acaram elad a del
Cum pleaños Feliz. H an llegado cinco tortas: de
piña, de m erengue, de chantilly y dos selva negra.
No me digas que n o estás contento. Además falta
la de on ce pisos que esta n oche en el Club Mili­
tar te van a llevar las Damas de Cem a Chile. Tan
cariñosas las señoras oye, que pusieron a todas sus
em pleadas a fab ricarte ese V aticano de m eren ­
gue. Mide tres m etros de altura, y está entera de­
corad a con sables cruzados de m azapán. No me
digas que no te em ociona. Lo único que no ten­
go claro es qué traje m e voy a p on er esta noche,
¿Qué te parece este eremita con cuello de broca-
to? Aunque tengo este Chanel mostaza que no he
usado n un ca, p orque G onzalo dice que m e veo
am arillenta. ¿Q ué crees tú? ¿Qué piensas ahí ti­
rado com o una foca refunfuñando? Gonzalo cree
que el color mostaza m e opaca el rosado natural
de mi cutis, él dice que si lo com bino con... Has­
ta ahí pudo escuchar el rosario parlotero de su es­
posa, y sentándose en el lecho pulsó el tocacasetes
para gozar el guaripoleo de Lily Marleen.

116
U n d e r r u m b e d e b u l t o s d esp ertó a la L o ca del
Frente m alhum orada. Q uién chu ch a m etía ese
ruido tan tem p ran o. A lcanzó a tom ar la bata y
salió del dorm itorio a cach ar el escándalo. La ca­
sa relucía de limpia p or el aseo que Carlos había
hecho tan de mañana. Dos jóvenes amigos suyos
arrastrab an unas cajas escalera abajo, y más
atrás, la m ujer que él d ecía se llam aba L au ra y
era su com p añ era de universidad, daba órdenes
com o Cleopatra dirigiendo el desalojo. ¿Qué pa­
sa aquí?, exclam ó con los labios fruncidos p o r la
ausencia de la placa dental. B uenos días y p er­
done p or el ruido, Carlos dijo que nos podíamos
llevar estos libros, la saludó la chica con impos­
tada ed u cació n . P od ría h ab erlo h e ch o p erso­
nalm ente, ya que fue él quien m e pidió que se
las guardara. Y tenga cuidado señorita con el ci-
garrillo, mire que estos libros pueden estallar co­
m o un polvorín, le dejó caer la frase sarcástica,
saboreando algún secreto que la chica y los dos
m uchachos sorprendidos simularon no saber.
Creen que una es güevona, refunfuñó, re co ­
giendo los alm ohadones repartidos p or el suelo
en el ímpetu de la m udanza. Podrían ten er más
respeto con la d eco ración estos cabros de m ier­

117
da, m u rm uró colifrunci, al tiem po que palpaba
sus dientes postizos olvidados bajo un cojín en el
frag o r de la tom atera la n och e anterior. Y más
atrás tan teó un plástico d uro, una tarjeta o un
carnet de identidad que acercó a sus pupilas m ió
pes. ¿Y si era de Carlos? ¿Y si no se llam aba Car­
los? Y si le h ub iera m en tid o y su n om b re era
C orn elio Sanhueza, por ejem plo. ¡Qué h orror!
¿Cóm o volvería a quererlo con ese nom bre de al­
bañil, de gásfiter? Prefería no saber, no enterar­
se de nada más en esta película incierta. Con los
cajones y las reuniones de barbudos en el altillo
ya tenía suficiente, y pensó que algún día, en al­
gún instante iba a alegrarse de haber reprim ido
su espíritu copuchento. Por eso se olvidó del car­
net y guardándolo en su bolsillo, encendió la ra­
dio para evadir la tentación de leerlo.

U n c o m u n ic a d o d e l a D ir e c c ió n
N a c io n a l d e I n fo r m a c io n e s d e G o b ie r n o
d ec la r a q u e se HA DESBARATADO UN PLAN
SUBVERSIVO QUE SE PRETENDÍA PONER EN
PRÁCTICA EN EL MES DE SEPTIEMBRE.
A d em á s , a g r e g a q u e s e h a n t o m a d o
TODAS LAS MEDIDAS NECESARIAS PARA
PREVENIR HECHOS DE VIOLENCIA EN 1AS
PRÓXIMAS FECHAS

Tantas am enazas la ten ían ch ata, p ero una


preocupación se instaló en el vértice de sus cejas

118
depiladas. Tenía que saber algo más de esa noti­
cia, averiguar otros antecedentes más confiables
que sólo la Radio Cooperativa podía entregar. Por
eso giró la per illa buscando en el abanico de mú­
sicas y voces el tararán tan reconocido:

C o o p e r a t iv a , l a r a d io d e l a m a y o r ía ,
in f o r m a : L a A g r u p a c ió n d e F a m il ia r e s de
D e t e n id o s D e sa p a r e c id o s c o n v o c a a un a
vela tó n fr en t e a la V ic a r ía d e l a
S o lid a r id a d e n P l a z a d e A r m a s . E s t e
a c t o t i e n e c o m o o b je t iv o e x i g i r ju s t i c ia

p o r l o s a t r o p e l l o s c o m e t id o s e n

derech o s hum anos

De tanto escuchar transmisiones sobre ese te­


m a, había lograd o sensibilizarse, em o cio n arse
hasta vidriar sus ojos, escuchando los testimonios
de esas señoras a quienes les habían arrebatado
al marido, a un hijo, o algún familiar en la noche
espesa de la dictadura. A hora se atrevía a d ecir
dictadura y no gobierno militar, com o lo llamaba
la Lupe, esa loca tan m iliquera, tan de d erech a
y 110 tiene dónde caerse m uerta. P or eso prefería
no discutir de política con ese m aricón h ueco
hasta de la cabeza. Y p o r lo mismo la despistaba,
o le cam biaba el tem a cu an d o insistía en p re­
gu n tarle p o r Carlos: ¿Y qué apellido tiene? ¿Y
dónde vive? ¿Yen qué universidad estudia? ¿Ytie­
ne herm anos? Ay niña, ni que estuvieras calien­

119
te con el cabro, le contestaba iracunda para que
se can sara de p regu n tar. Pero al rato seguía la
cargan te: ¿Y có m o lo conociste?, porque tú p or
la universidad pasaste p or el frente. Sí, p o r eso
m e llaman la L oca del Frente, estúpida, le refre­
gó en la cara. ¿Y de qué frente?, agregó la Lupe
con su inocencia de reno pascual. No va a ser del
Frente Patriótico M anuel Rodríguez pues niña,
m e llam aría Tania, la G uerrillera, y te p on dría
una bom ba en el culo p ara que no preguntaras
más. Qué colisa tan sapo. Pero era ton torrona la
Lupe, p o r eso se creía de derecha. No tenía idea
lo que era ser de derecha, pero decirlo daba dis­
tinción. E ra elegan te ser de d erech a y p ron u n ­
ciarlo fu erte con la m andíbula caída en m edio
de todas esas locas cabeza de papa que iban a la
disco. Porque de todas no se hace una, todas son
iguales y viven pendientes del corte de pelo, del
cinturón, de la polerita que se van a p on er el sá­
bado p ara ir a zangolotearse a la disco, donde se
m anosean y atracan entre ellas com o los gays de
Estados U nidos, porque esas tontas no saben lo
que es un h om b re, n un ca han tenido un m acho
co n o lo r a huevas y sobaco que les dé vuelta el
hoyo a cachas. P ero ésas son costum bres de vie­
jas, la picaba la Lupe estirando el chicle co n el
d edo. L o más bien que te los com es calladita,
cuando cae uno arrancando del toque de queda.
P ero u n o es h u m an a pues niña, no va a dejar
que al joven lo en cu entre una patrulla. Además,

J 20
ellos son los que m e lo proponen. Qué sería de
nosotras sin el toque de queda, no habría nada
que echarle al pan, nos tendríam os que m eter a
nn convento. P or eso yo am o el toque de queda,
amo a mi general que tiene a este país en orden.
Amo a este go b iern o , p orq u e a todas las locas
nos da de comer, y con el miedo, los rotos andan
más calientes. Porque no m e vas a negar que con
la cesan tía los h om b res están regalados. Date
una vuelta p o r el P aseo A hum ada y la Plaza de
Armas, te persiguen, te acosan pidiéndote una
m oneda, un peso, un cigarro, lo que sea con tal
de irse con tigo. H asta ah í había dejado la co n ­
versa con la L up e p ara no darle un ch arch azo
p or n ecia y le había cam b iado el tem a p orq u e
nunca iba a entender. Y por suerte para ella, ha­
bía llegado Carlos a su vida m ostrándole la rea­
lidad cruel que rodeaba a los chilenos. Ese tirano
infame que m andonea al país desde la M oneda.
Y nadie se atreve a cantarle las claras o a poner­
le una b om b a p ara que reviente en p edacitos,
entonces ella recogería con pinzas una célula del
general y se la regalaría a la Lupe diciéndole: To­
ma niña, para que te hagas un escapulario c hi-
q ni tito, chiquitito.
fres días tran scu rriero n desde la n o ch e del
cum pleaños y de Carlos ninguna noticia. Varias
veces estuvo tentada de m irar el carn et p ara sa­
ber su identidad, p ero se contuvo p or un pálpi-
to e x tra ñ o que le paralizaba los dedos cu an d o

121
tan teab a el p lástico de la tarjeta. De las cajas
m andadas a gu ard ar p or él, sólo quedaban dos
y el cilindro de m etal, que era lo ú nico que de­
corab a la gran pieza. Una en orm e sensación de
ab an d on o se iba ap o d eran d o del lugar, e xten ­
diendo su tapiz m elan cólico en los rincones va­
cíos. Algo de esta novela estaba llegando a su fin
y podía p resen tir el m ism o eco de p ard d a que
había enrielado su destino. Quiso limpiar, en ce­
rar, pero no tenía ánim o ni siquiera para dar un
escobazo. Y co n esa miseria de energía, trepó la
escalera del altillo alcanzando una vista encum ­
brada de la ciudad m ohosa en el aluminio óxido
de los techos. Quiso verlo aparecer, allá abajo, do­
blando la esquina, cam inando arqueado con su
e n trep iern a h ú m ed a y olorosa. Q uiso sentirlo
tan ce rca co m o la otra n o ch e cuan do la em bo­
tadura del alcoh ol le revolvió en lujuria m enti­
rosa el tacto soñado. Pudo pensarlo en la elástica
flexión de su cam inata apurada, siempre llegan­
do de algún trám ite y p artien do a o tro. Tu vida
p arece una m aratón , le había dicho una tarde
que en tró sofocado de la calle, sólo para mojar­
se la cara, descansar un m o m en to y volver a sa­
lir. Así de urgentes son estos tiempos, le contestó
alisándose el cabello pegado de transpiración.
Pero siéntate, descansa un p oco. No puedo, me
están esperando. Que te esperen. Mira cóm o te
salta el corazó n , lo alertó p on iénd ole un dedo
en su pecho. L a Patria me llama, b rom eó Carlos
exh aland o cansado. ¿Y cuál es el trám ite que te
|>¡de esa Patria tuya? D ebo en tregar este paque-
te a las d oce y ya falta u n a h ora, suspiró m iran­
do el reloj. ¿Y si lo fu era a d ejar yo?, p reg u n tó
sugestiva la L o ca del F ren te. Es d elicad o, más
bien confidencial. Me encantan las películas de
espías. Dime dónde es. ¿Lo harías por mí? L a lo­
ca soltó una honda exclam ación: Supieras de lo
que soy capaz. Bueno, entonces escúcham e con
aten ció n . P ero an ó tam e la calle y el n ú m ero.
No, le co rtó Carlos tajante, debes ap ren dértelo
de m em oria. Es en el cen tro, en la segunda cua­
dra de A hum ada. El paqu ete lo va a recib ir un
h om b re de bigotes, va a estar en la p u erta de
una tienda que se llama...
En realidad era tan fácil llevar esa bolsa tan
pesada y hacerle ese favor a Carlos. C om o siem­
pre, no p regu n tó nada más, y m ientras trotaba
para alcanzar la m icro, se repetía com o lora las
indicaciones que le en tregó su amor. Al sentar­
se y p on er la bolsa en su falda, un frío m etálico
cargó sus rodillas. Deben ser h erram ientas, ali­
cates, m artillos, tu ercas, vaya u n o a saber. Vaya
uno a preguntar, si el chico te pide un favor tan
simple, seguro que con fía en mi discreción. Al
llegar al centro, dos tunazos de lanzabombas en­
m udecieron la m icrera conversa. P or la calle un
tum ulto de gente corría tapándose la boca, me-
l¡endose en cualquier p arte, desesperados p or
huir del aire p ican te de las lacrim ógen as. Cie­

123
rren las ventanas, cierren las puertas, gritó la lo­
ca, tosiendo hasta las tripas co n ese a rd o r asfi­
xiante. U na guagua rompió en llanto, un abuelo
hacía gárgaras de taquicardia tratando de ü agar
el poco aire. U na mujer en la desesperación per­
dió un zapato, y la L o ca del F ren te le ayudó a
b uscarlo carraspeando bajo los asientos. L a hu­
m ared a agria envolvió al veh ículo, y en el tu­
m ulto saltó a la vereda, cegad a p o r el escozor.
P ero el paquete de Carlos se le había quedado
en el asiento de la m icro que ya acelerab a a me­
dia cuadra de distancia. Entonces, arm ándose de
valor, corrió y co rrió tropezando, hundiéndose
en el infierno lacrim ógeno hasta agarrarse de la
m icro y lograr trep ar acezante, buscando deses­
p erad a la bolsa que dejó en el asiento. P ero ya
no estaba, había desaparecido en la confusión.
¿B usca esto?, le p regu n tó un estud iante apun­
tando con el dedo la bolsa que había rodado ba­
jo los asientos. Al tiem po que una ráfaga de aire
fresco en tró p or las ventanas inflándole de tran­
quilidad su en orm e suspiro. Carlos n un ca m e lo
h ub iera p erd on ad o , se dijo abrazando el bulto
mientras la m icro se alejaba de la nube ácida de
la represión. Varias cuadras más allá, recién sin­
tió el vahído del agotam iento p o r el agitado in­
ciden te. Ai bajar de la m icro, aún la náusea de
las bom bas la hizo cam in ar p atu leca en tre el
gen tío del Paseo A hum ada, en to n ces sintió el
peso plom o de la bolsa que cargaba su m ano. Es­

124
ta güevá pesa más que un m uerto, p or suerte la
tengo que en tregar en la próxim a cuadra. Y p or
suerte no hay más protestas. Y no term inaba de
pensar esto, cuan do u n a m uchedum bre se vino
encim a arran can d o , m etiéndose en las tiendas,
gritando: P in o c h e t -C N I- a sesin o s d e l país , corrían
desaforados, cayen do, p arán dose, tiran d o aba­
nicos de panfletos que nevaban el d esconcierto
de la loca, estática en m edio de la trifulca. A tran­
quen, vienen los pacos, Y-va -a - c a e r , y-va -a - c a e r ,
p a c o - c u l ia o - c a f ic h e - d e l - e s t a d o . C uidado que

vienen p o r la A lam eda. C o rra que p arecen pe­


rros apaleando gente. ¿Y por qué me van a hacer
algo a m í?, ni cagan d o pienso correr. Tendrán
que resp etar a u n a señ o ra mayor, a u na dam a
decente. Pero ya el choclón gritón había pasado
y detrás vio venir la m áquina de escudos, cascos,
bototos arrasando todo con el rastrillo de los lu-
mazos. Bajo el tam b oreo de los palos en las es­
paldas, en los crán eo s, caían m ujeres, viejos,
estudiantes y niños pisoteados p o r el suelo. L a
m uralla policial la ten ía en fren te, p ero la loca,
dura, em p alad a de te rro r ni se m ovió, y arris­
cando su nariz con una m u eca imperiosa, cam i­
nó d irectam en te al en cu en tro de la brutalidad
policial. ¿Me deja pasar?, le dijo al p rim er uni-
íorm e que tuvo enfrente. Y el paco sorprendido
ante el descaro de esta p ajarraca real, titubeó al
em p u ñar la luma, al alzar la luma para quebrar
esa porcelana altanera. Con tanto desorden una

125
ni siquiera puede h a ce r las com p ras del super­
m ercad o tranquila. ¿Me da perm iso?, le insistió
al p aco que se q u ed ó con la lum a en alto hir­
viendo con las ganas de a p o rre a r esa coliflora
pinturita. P ero ya era tard e, p orq u e de un pes-
tañazo la loca había ro to el acorazad o m u ro , y
llevando co m o u n a plum a la pesada bolsa, se
confundió en el tráfago alterad o del paseo pú­
blico. Recién más allá respiró con alivio cuando
vio el letrero de la tienda señalada p o r Carlos. Y
en el m o m en to que el carillón de u n a iglesia
cam p aneab a las d oce, descubrió al gord o bigo­
tudo p arad o en la vitrina. Aquí está el en cargo
que le m anda Carlos, le susurró al h om b re, que
descolocado p or su h om osexuada presencia, to­
me) el paquete, le dio las gracias en tre dientes y
se hizo h um o en la h o g u era de rostros tensos
que tram itaban el m ediodía.
Tantas cosas que había h ech o p or Garlitos, y
era capaz de h acer m uchas otras, nada más que
p or su deliciosa com pañía, m editó solitaria en el
altillo, horadando co n sus ojos secos la perspec­
tiva de la calle que h acía tres días lo vio desapa­
recer. Cada vez que Carlos se perdía, un abismo
insondable q ueb rab a ese paisaje, volviendo a
pensarlo tan joven y ella vieja, tan herm oso y ella
tan d espelucada p o r los años. Ese h om b recito
tan sutilmente m asculino, y ella enferm a de co-
lipata, tan m arilau ch a que hasta el aire que la
circu n dab a olía a ferm en to m ariposón. ¿Y qué

126
le iba a h acer?, si la ten ía m oribunda co m o un
papel de seda m arch ito p o r la h um edad de su
aliento. ¿Y qué le iba a hacer?, si en su vida siem­
pre alu m b ró lo p roh ib id o , en el re tan gu eo
am ordazado de imposibles.

Quién iba a imaginar que el verdadero amor


nos golpearía de este modo el corazón:
ya tarde cuando estamos sin remedio
prisioneros de la equivocación.

(>uando ap areció nuevam ente, a los tres días


del cumpleaños, vino sólo a retirar las últimas ca­
jas y el tubo de acero que se lo llevó forrado en
el tafetán con vuelos de encajes que ella le había
confeccionado. ¿Te molesta que me lo lleve así?.
Vfe da lo m ism o, p ero si tú quieres o cu ltar lo
que es, así se ve más llamativo. ¿Entonces tú sa­
bes de qué se trata?, la in terrogó él sujetando el
cilindro al pie de la escalera. Mire lindo, que
una se haga la tonta es una cosa, p ero p or suer­
te el am o r no m e tiene m ongólica, le gritó con
d esp ech o de siren a sin mar. Y co rrió escalera
arriba perseguida p or el tranco fuerte de Carlos
que la alcanzó en m itad de los peldaños, y to­
mándola de un brazo, le clavó la espina negra de
sus ojos. ¿Y p o r qué n u n ca p regu n taste nada?
¿( lómo que no pregunté nada? Me cansé de pre­
guntarte y tú siem pre diciendo: ‘después te ex­
plico, después te exp lico ’, co m o si u n a fuera la

127
más necia de las locas. Porque en el fondo (con
un sollozo en la burbuja de la voz), tú nun ca m e to­
m aste en serio , n u n ca cre iste que yo p od ía
gu ard ar un secreto . No e ra eso, dijo Carlos, to­
m ándola de la cintura, ayudándola a subir el res­
to de escalera. Sería peligroso que tú manejaras
más inform ación. ¿Y p o r qué?, ¿no estamos me­
tidos los dos en lo m ism o? Seguro, afirm ó Car­
los, y a ella le encantó com partir ese “los dos”, ese
“nosotros ”que él reafirmaba com o peligrosa com ­
plicidad. ¿Q uieres que te cuen te algo de lo que
te p ued o co n tar?, p o rq u e es injusto que ha­
biéndonos ayudado, sepas tan p oco. Mira, sién­
tate, conversem os. Yo 110 m e llamo Carlos. Ya lo
sé, dijo ella sacando el carn et de identidad que
h abía gu ard ad o días atrás. ¿D ónde lo en co n ­
traste?, estaba súper urgido. N o te preocupes, lo
en co n tré debajo de ese asiento y ni siquiera he
m irado el n om b re. ¿Q uieres m irarlo ah ora? o
¿quieres que yo te lo diga? A unque yo prefiero,
p or seguridad, que m e conozcas p or Carlos que
es mi ch ap a. ¿Y q ué es eso de chapa? Algo así
com o 1111 ap od o, un seudónim o. Cuando yo ha­
cía show travesti usaba seudónim o, n om b re de
fantasía le dicen los colas. ¿Y cuál era tu nom bre
de travesti? ¿Y p o r qué te lo voy a d ecir si tú no
m e dices el tuyo? Esto es otra cosa m ariposa, rió
Carlos, guardando el carn et, es político, es otro
n om b re p ara a c tu a r en la clandestinidad. ¡Ay
Carlos (con infantil timidez), esas palabras m e asus­

128
tan, se p arecen a las que repiten las noticias de
la Radio C oop erativa (mirándolo con miedo cine­
matográfico). ¿No m e vas a d ecir que tú eres del
Fren te Patriótico M anuel Rodríguez? A estas al­
turas, m u rm u ró C arlos, “som os”. Se p a re ce a
una can ción : “Somos un sueño imposible que busca
la noche.” T ie n e s razón , p ero lo que n osotros
buscam os no es la n och e, es el día, el am an ecer
de la larga oscuridad que vive este país. O tra vez
te pusiste serio, ch ich arreó ella com o u n a niña,
en ro scán d o se el d ed o en una cin ta de tul. Es
muy serio, más de lo que tú crees, p o r eso yo
prefiero que sepas lo justo. Y si algún día nos te­
nem os que com u n icar en la clandestinidad, va­
mos a usar una contraseña, una palabra, una frase
secreta que solam ente conozcam os los dos, ¿qué
te p arece? Me en can tó (ella tenía las mejillas como
duraznos al sol), ¿y puede ser una canción? No se
usa m ucho, pero si tú quieres, no deben ser más
de tres palabras. Ya la tengo, la en contré. ¿Quie­
res que te la escriba? Nunca, jam ás, rugió Carlos
con lúdica ternura. U na contraseña n un ca se es­
crib e, hay que ap ren d érsela de m em oria. E n ­
tonces te la digo al oído. Carlos acercó su mejilla
sin afeitar a la boca picaflora que lentam ente le
sopló los vahos cupleteros de aquel nom bre.
I a m a ñ an a d e s e p t ie m b r e relu cía cristales de es­
poras que jugaban en el aire, un calorcillo pálido
templaba la cúpula del jard ín donde las emplea­
das embalaban m ercaderías, ropas y comestibles
en los autos de la com itiva presidencial para el
largo fin de semana. El D ictador salió de la casa
perseguido p o r la letanía cacatú a de su mujer,
que aún en bata, se agarraba la frente asaeteada
por la jaqueca. Tú no me crees, tú piensas que es
puro te a tro m i d olor de cabeza p ara no aco m ­
pañarte. Tú crees, com o todos los hom bres, que
las mujeres usamos la artim aña de los bochornos
para no h acer ciertas cosas. Im agínate cóm o voy
a p referir q u ed arm e ab u rrid a en esta casa tan
gran d e, m ientras tú te rascas la panza frente al
río, ro d ead o de árboles, en esa p reciosu ra de
chalet que tenem os en el Cajón del Maipo. Por­
que fue idea mía que se la com práram os tan ba­
rata, casi regalada, a esos upelientos que mandaste
al exilio. Y ahora, así com o está de arreglada, de­
be valer una fortuna. Piensa tú, ¿qué haríam os si
no tuviéramos todas estas propiedades para des­
cansar?, tendríamos que m ezclam os con la chus­
ma que va al Club Militar a remojarse las patas en
la piscina. Qué asco, bañarse en la m ism a agua

131
don de tus am igotes, esos generales vejestorios,
se rem ojan las bolas. Por eso Augusto, n o creas
que soy yo la que no quiere ir al Cajón este fin
de sem ana, es este maldito d olor que m e parte
la cabeza. Adem ás allá vas a estar más tranquilo
sin mí, vas a escu ch ar tus m archas a tod o chan ­
cho sin que nadie te diga nada, sin que yo te mo­
leste con mi conversación, p orq u e sé que te da
lata escucharm e, p or eso te haces el leso viejo zo­
rro, finges que m e escuchas y mueves la cabeza
afirm ando com o tonto. Andate luego en ton ces
si te m olesta que yo hable tan to, súbete al auto
luego que tienes a todos los chiquillos de la es­
colta esperando.
Después del beso a la rápida que le dio su mu­
jer, subió los vidrios autom áticos de la limosina
p ara co rtar los ecos de esa despedida. L a hilera
de coches tom ó la calle arbolada del Barrio Alto
en un aullido de sirenas. Y fue extrañ o el sobre­
salto que tuvo al escuchar ese alarido rompefilas,
que siem pre acom p añ aba sus desplazamientos.
Esta vez le molestó ese ulular de em ergencia, tan
p arecid o al de los b om b eros, o al de las am bu­
lancias, que rom pían el silencio con su presagio
de desastre. M andaría a cambiarla, tal vez una si­
ren a cercan a al m urm ullo de los grillos, al zum­
bar de los matapiojos en el pastoreo del cam po.
U na sirena especial para anunciarlo, sin la “u ” ni
la “a” ni la “o ” interminable que en ts e m om en­
to le recordab a el palabreo de su mujer.
Corte eso, que en este país de lauchas nadie se
atrevería a cruzarse en mi cam ino, le ord en ó al
chofer. Nadie que yo conozca, pensó, m enos ese
Frente Patriótico Manuel Rodríguez, que son pu­
tos estudiantes que juegan a ser guerrilleros. Son
puros cabros maricones que tiran piedras, cantan
canciones de la Violeta Parra y leen poesías. Mire
que* hom brecitos, chiquillos pollerúos que reci­
tan poemas de am or y metralleta. Yo odio la poe­
sía, com o le dije a ese periodista güevón que me
preguntó si leía a Neruda. ¿Escribió alguna vez. un
poema?, me dijo el imbécil. ¿Quiere que le diga
una cosa? O dio las poesías. Ni leerlas, ni escu­
charlas, ni escribirlas, ni nada. Cóm o se le ocurre
preguntarm e sem ejante güevada. L o único que
le faltó era p reguntarm e si yo bailaba ballet. Y a
ese Neruda, que p or suerte estiró la pata el 73, yo
lo habría m andado al Servicio Militar para que
aprendiera a pensar com o hom bre. ¿Qué hubie­
ra sido de este país con un p oeta com unista de
Presidente? Y pensar que tuve que aplaudirlo en
el Estadio N acional el 72, cu an d o los suecos le
dieron el Nobel. En fin, se relajó, lo único bueno
es que su m ujer no le iba a llenar el fin de sema­
na con su tarareo rezongón. Qué paz, qué éxtasis
p oder viajar solo, ech ad o en el asiento de la li­
musina m irando los pastos tiernos que en esta
ép oca alfombraban la ruta. ¿Nos vamos p o r Pir­
que y no por la cuesta de Achupallas, mi general?,
poi que parece que en la Cuesta están arreglando

133
el camino, le com entó el chofer. ¡Qué raro que el
alcalde n o le hubiera dicho nada sobre los arre­
glos del cam in o, si esa m ism a m añ an a estuvo
conversando con él! Era una lata d ar esa vuelta
cuando a él le gustaba pasar p or ese abismo. Ver
tan pequeño el río allá abajo cuncuneando entre
las piedras, y ese murallón de cerro donde cabía
un solo auto. Al pasar p or ese lugar el pálpito del
vértigo se mezclaba con cierta inquietud de gozo,
com o si la comitiva hiciera el papel de un equili­
brista sobre el alambre del camino en la brevedad
de un tránsito m ortal. E ra la p rim era sensación
que tuvo el on ce de septiem bre del 7 3 ’ cuando
dio la orden para que los H acker H unter soltaran
sus huevos explosivos sobre L a M oneda. Claro
que en ese m om en to él se en co n trab a en Peña-
lolén, en lo alto de Santiago, dirigiendo toda la
operación desde u na cóm oda sala de comandos.
Sonrió al reco rd ar ese instante. ¿Qué se creían
ese Allende y sus secuaces, que a él le iba a tem­
blar la m ano para iniciar el asalto? ¿Qué pensa­
ban esos marxistas, que el Ejército se iba a quedar
de brazos cruzados viendo cóm o transformaban
el país en una fonda de patipelados revoltosos?
Por suerte Dios y la Virgen del C arm en habían
apoyado su histórico gesto, y ahora Chile era una
nación ordenada y fértil com o lo mostraba el pai­
saje florido que pasaba p or la ventana del auto.
("ARLOS i a so r p r en d ió mientras secaba unas tazas
en la cocina. Se acercó p or detrás tapándole la vis­
ta con su ju g u etead o hum or. ¿La vida o la co n ­
traseña?, la apuntaló con la m ano em p u ñad a
com o si fuera un arma. Usted es mi vida, dijo ella
amorosa, caracoleándose en su abrazo. ¿Y la con­
traseña? Tendría que obligarle a mi corazón que
se la cante. Vamos cantando entonces, le insistió
Carlos, con la voz de gángster en ron q uecida en
teatralidad. Tendría que m atarm e de a pedacitos,
y ni aun así lograría saber el nom bre de esa can­
ción. ¿Entonces es una canción? Pero hay miles
de canciones de amor. ¿Entonces es una canción
de am or? De am or y peligro, exclam ó ella giran­
do en sus brazos hasta quedar frente a frente, a
centím etros de su aliento embrujador. ¿Usted es
fácil de sobornar?, con tin u ó Carlos con el ro­
m ántico in terro gatorio. Tan fácil y difícil com o
corlar una rosa sin clavarse las espinas. ¿Y si uso
guantes? La rosa lo confundiría con el jardinero
y m oriría sin co n o cer el tacto de su em oción. Es­
taban tan cerca que pod ía zambullirse en la es­
pesura de sus ojos, y Carlos, turbado, la abrazó
Inerte quebrando su talle sin tem o r de clavarse
las espinas. ¡Ufff! qué cariñoso, se desprendió ella

135
del abrazo. Ni que te fueras a ir, parece que te es­
tuvieras despidiendo para siempre. En estas cosas
nun ca se sabe, contestó el chico sin disimular la
amargura, pero para qué pensar en eso. Ando en
el auto, ¿quieres que vamos a alguna parte? Llé­
vame a la luna, com o dice la canción, y a propósi­
to de canción , tengo que devolver el tocadiscos
que m e prestaron p ara tu cum pleaños, es cerca
de Recoleta, donde viven unas amigas. ¿Podría lle­
varme señor co ch ero p o r favor? Con todo gusto
princesa, la carroza la está esperando, y soltaron
la frescura de sus risas libres, mientras bajaban la
escalera con adem anes reales para subirse al au­
to estacionado en la puerta.
Tío, el Miguelito le está rayando el auto. Tío,
m e lleva a d ar u n a vuelta. T ío, dice la C arolina
que este auto se lo trajo el Viejito Pascual. Ojalá
mi vida, dijo la loca acariciándoles la mejilla a los
niños y se tr epó al vehículo con el tocadiscos en
su falda.
El auto despegó corno un cohete en el rem o­
lino de chiquillos que lo persiguieron gritando
un tramo de cuadra. ¿Y este auto tan m oderno, es
nuevo?, no m e digas que te sacaste la Polla Gol.
Ojalá, p ero no es m ío, es de L aura, esa com p a­
ñera de urriversidad que te presenté el otro día.
Debe ten er m ucho dinero esa niñita. ¿Y se llama
Laura o es una chapa com o le dicen ustedes? Eso
no te lo voy a contestar, confórm ate con lo que te
conté. Pero si no m e quisiste con tar nada Carlos.

136
Mejor así, porque si nos agarran, con tigo se en­
sañarían ¿Y tú crees que yo no soy capaz de resis­
tir un in terrogatorio? Son unos anim ales, ni te
imaginas lo que te podrían hacer. U na bocanada
de silencio interrumpió la conversación, la ciudad
corría en la ventana com o una serpentina de mu­
rallas descoloridas p o r la lluvia, la ciudad fuera
del auto era una co b ra grisácea on d ulan d o en
rostros tam bién descoloridos p o r el susto coti­
diano de la dictadura. ¡Uy, qué serio!, dijo ella tra­
tando de alivianar el nervio silenciado de la ruta,
a su lado el perfil de Carlos se relajó en una son­
risa. Me haces tan bien; cuando estoy contigo me
pongo contento. Ni que yo fuera una m uñeca pa­
ra la risa. No es eso, contigo me siento optimista.
¿Y qué más? ¿Qué más quieres? Que me ames un
poquito. Tú sabes que te quiero más que un po­
quito. No es lo mismo, en tre am ar y q u erer hay
un m undo de diferencia. Te quiero con tu dife­
rencia. No es lo mismo. Yo por ti, com o dice una
canción, contaña la arma del mar (con los ojos en­
tornados) . Por ti yo sería capaz de malar. Admiro la
m em oria que tienes para record ar canciones. Es­
ta es antigua, p ero es muy bonita, dice todo lo
que uno puede h acer p or alguien que se ama. Yo
haría lo mismo, reiteró Carlos, pero por Chile. ¿Y
ili crees que este país te va a agr ad ecer que le des
la vida? iMe da risa, me acuerdo de A rturo Prat y
me cago de la risa. ¿Tú piensas que m e cre o hé-
roe? Algo así, tal vez no com o O ’Higgins o Prat,
pero sí com o el Che Guevara. ¿Y tú conoces quién
fue el Che Guevara? U n bombonazo de hom bre,
una maravilla de hom bre con esos ojos, co n esa
barba, con esa sonrisa. ¿Y qué más? ¿Y te parece
poco? ¿Y no te interesa saber cuál era su sueño de
mundo? ¿Qué pensaba? ¿Por qué le entregó su vi­
da a la causa de los pobres?¿Sería tan rom ántico
y valiente com o tú? Me halaga usted princesa, se
sonrojó Carlos, p ero yo estoy muy lejos de esa
enorm e figura. Ni tanto, tú eres regio y sólo te fal­
ta la barba. ¿Por qué n o te dejas barba Garlitos?
¿Por qué crees tú? Te cacharían altiro y morirías
com o el Che. ¿Y usted derram aría alguna lágri­
ma p or m í princesa? Una sola, nada más que una,
pequeñita, pequeñita, com o u na p erla am arga
que se quedó sin mar. ¿Nunca has pensando es­
cribir?, tú hablas en poesía. ¿Lo sabes? A casi to­
das las locas enam oradas les florece la voz, pero
de ahí a ser escritora, hay un abismo, porque yo
apenas llegué a tercera p rep aratoria, n u n ca he
leído libros, y ni conozco la universidad. En todo
caso, m e gustaría h aber sido cantan te, h aber es­
crito canciones y cantarlas, que es lo mismo que
ser escritor. ¿No cree usted señor cochero? Puede
ser princesa, que su canto sea poesía pura, com o
los pájaros que tam poco han ido a la universidad.
Los m aricones pobres nunca van a la universidad
lindo. P ero yo co n o zco muchos h om osexuales
que estudian en la universidad. ¿Y se les nota?
¿Son locas fuertes com o yo, p or ejemplo? Carlos

138
desvió los ojos de la ruta para mirarla, un reflejo
otoñal delineaba su perfil m ariposón torn ead o
por los años. Nadie se le com para princesa, usted
es irrepetible. Sus halagos m e conm ueven señor
co ch ero , pero no se distraiga del cam ino, yo no
le he dado tanta confianza para que me seduzca
así. Usted no puede faltarm e el respeto y m enos
mirarme con esos ojos de... ¿De qué princesa? De-
voradores, deslum brantes en la brasa oscura de
su im pertinencia. Y allí soltaron la risa, y ahí rie­
ron a más no poder, com o si sus corazones salpi­
caran ju n to s el arrebato pendejo de un errante
frenesí. Q ué le im p ortaba a ella lo que pasara,
qué le im portaría llorar el después, si en ese m o­
m ento podría m orir de solo mirarlo, de solo sen-
iir su m an o am arrán d o le los h om b ros con el
cariño cotorro de su abrazo. El m añana quedaba
atrás en el soplido del vehículo en marcha. El ma­
ñana lo soñaban ellos, viajando unidos en los ecos
de esas risas, en la reiteración fílmica de la ciudad
que escenografiaba pardusca el tránsito sin futu­
ro de ese destino. El auto-cupido, cruzando las ca­
lles, era una flecha vegetal en el verde pestañeo
de los semáforos, el auto-nido volaba culebrean­
do obstáculos en el alquitrán transpirado del as­
falto, el auto-pájaro, galopando aéreo, temblaba
agitado en las m anos nudosas, varoniles de Car­
los al volante. Cuidado coch ero que el semáforo
eslá rojo. El rechiflar de las ruedas casi la hizo dar
un cabezazo en el parabrisas. P o r favor Carlos,
que este auto n o es tuyo, casi se m e cae el toca­
discos de la Rana, que se m uere si le pasa algo. Y
a propósito, ¿dónde viven tus amigos? Porque es­
tamos llegando al final de Recoleta. Es p or aquí
cerca, mira, dobla en la próxim a esquina a la iz­
quierda y pasando una cancha de fútbol ahí está
la casa.
¡Qué regia ella viene en auto con chofer!, aulló
la Rana al verla, al saludarla tratando de m irar a
Carlos que esperaba sentado en el vehículo. Dile
que se baje pos niña, pa co n o ce r al príncipe de
tus pesadillas. M ejor que no R anita, p orq u e la
L u p e y la o tra lo van a ag a rra r p ara el güeveo.
Na que ver niña, estoy sola. A nda y dile al hom ­
bre que entre un rato para tomarse u na tacita de
té, y también pueda con ocer a tu m adre. Enton­
ces la Loca del Frente miró los ojos capotudos de
la R ana y volvió a en co n trar ese viejo cariñ o de
amiga, esa herm andad generosa de loca antigua
al verla tan en am orada.
Carlos en tró cohibido, pidiendo perm iso al
sentarse en el destartalado sillón. Pase no más mi­
jo , lo recibió la Rana tratando de no encantarse
con los ojos adorm ecidos del chico, m irando las
fotos de hom bres piluchos que em papelaban la
pieza. Es mi álbum familiar, todos m e am aron, to­
dos m e adoraban cuando yo era rica, y después
cuando m e llegó la pobreza se fueron, m e roba­
ron las últimas joyas y apagaron la luz. ¿Y cuándo
fuiste rica niña?, le dijo la L o ca del F ren te, tra­

140
tando de hilvanar la magia embustera de esa con­
versa. En el norte mi linda, yo era la señora Rana,
la Gran-Rana, la Rana-Reina que le organizaba las
m ejores noches al alcalde, a los bom beros, al
Club Deportivo, y a cuanta autoridad llegaba por
esas tierras. ¿Usted era dueña de alguna discote-
que? Na que ver niño, le contestó la Rana mirán­
dolo fijo. Yo regentaba la m ejor casa de putas de
Antofagasta, tenía piano y las chiquillas más lin­
das de la región. ¿Piano de cola?, preguntó la Lo­
ca del Fren te con fingida in ocencia. Ya salió la
ordinaria con sus con ch azos de mal vivir. Usted
mijo tiene que p erdonar a esta hija mía que salió
así. La tuve en los mejores colegios de monjas, pe­
ro n u n ca ap ren dió m odales la p ob recita. Y tú
com p ren d erás Carlos, que con esta m ad re, a
quién más iba a salir, con testó la afectada simu­
lando rubor. No se enoje mi niña, si el joven sabe
que es puro güeveo de locas. ¿No es cierto mijo?
Claro que sí, dijo Carlos sonriendo tranquilo. Era
extraño, pero en esa guarida de maricones se sen­
tía bien, com o si en alguna vida anterior hubiera
co n o cid o a la R ana, esa e n o rm e m atro n a coli-
pata vestida de p antalón y cam isa n egra que lo
miraba con cálida simpatía. Ponga la tetera mi-
ja para que tom em os tecito, le rogó la Rana tier­
na y m aternal. Al tiro maini, se paró la otra y fue
a la cocina con una morisqueta de dibujo anima­
do. No se preocupe, agregó Carlos, no queríamos
molestar. No es molestia aten der a un am igo de

141
mi hija. ¿Se co n o cen h ace m u ch o tiem po? Casi
dos meses. ¿Y cóm o se conocieron? Cam inando,
m intió Carlos, in có m od o p o r ese m olesto inte­
rrogatorio. E nton ces la Rana, co m o u n a gran
m arsopa leve y flotante, se sentó ju n to a Carlos y
le habló en un susurro: Mire mijo, no es que sea
copuchenta, pero a esta chiquilla la quiero com o
a u na hya, dijo apuntando con la boca a la coci­
na donde la L oca del Frente hacía sonar las tazas
preparando la once. Lo único que le pido es que
no la haga sufrir, porque su vida no ha sido nada
de fácil. Yo veo que usted es un joven decente, res­
petuoso, y p or lo mismo, le pido que no la entu­
siasme, no le haga creer cosas que no pueden ser.
¿Me entiende? Carlos sin hablar afinnó con la ca­
beza visiblemente afectado. P ero yo nun ca lo he
ilusionado, nunca le he dicho que... ¿Me están pe­
lando?, gritó desde la cocina la loca, apareciendo
con la bandeja h um eante de aro m ático té. ¿Y
quién te va a pelar a ti niña?, vociferó la Rana pa­
rándose del sillón y volviendo a su lugar. Mientras
tom aban el té, la Rana llenó el aire agrio de la
pieza con sus narraciones prosúbulares y alegres
anécdotas que Carlos celebraba con estridentes
carcajadas. Qué bien se llevan ustedes, m urm uró
la Loca del Frente, recogiendo las tacitas con una
m ueca de celos. Pero qué malagradecida es usted
hija mía, se molesta porque en treten go a su ami­
go que me cayó tan bien. Y tiene las puertas abier­
tas de esta casa cuan do usted quiera mi lindo.

142
Muchas gracias, respondió Carlos parándose con
relajo, para retirarse con su cortesía de m uchacho
educado. ¿Nos vamos? Seguro Carlos, porque mi
inami después se pon e cargan te. Venga el bu­
rro..., repicó la Rana. P or detrás y por delante, di­
jo la otra. Ay niña, no hay quien lo aguante, siguió
la Rana. Para usted mi com andante, term inó pa­
yando la L o ca del F ren te, m ientras la Rana la
abrazaba en un arrebato de cariño. Y conversan­
do animados y alegres, los tres salieron a la calle
y en el minuto del adiós ju n to al auto, los ojos an­
fibios de la Rana se agolparon en dos coágulos a
punto de lagrimear. Ay, mami, no se ponga triste,
si lo pasamos tan bien. Por lo mismo, algo me di­
ce que puede ser una última vez, presagió caver­
nosa la voz de la Rana, enjugando su pena en un
diminuto pañuelo. Se nos olvidaba el tocadiscos,
si a eso vinimos. Carlos, anda a buscarlo al auto y
llévalo a la casa por favor. En el m om ento de que­
darse solas en la vereda, ella le preguntó a la Ra­
na: Es lindo, ¿no es cierto? Maravilloso hija, pero
no se en am ore, déjelo ir, porque después será
más difícil, la aconsejó con sabiduría de com adre
sureña. ¡Pero qué envidiosa!, saltó con furia la L o­
ca del Frente, o sea que tú no crees que un hom ­
bre me pueda amar. Muchos hija, p ero éste no,
dijo la R ana co n gravedad. Me p reg u n to qué
motivos tien e p ara en gatu sarte. Mis en can to s
pues niña, adem ás tú no con oces nuestra histo-
i ia y tam p oco te la p uedo contar. ¿No cre o que

143
sea tráfico de drogas niña? Más peligroso que eso.
La Rana se agarró la cabeza cuando Carlos salió
de la casa y cortésm en te le tom ó la m an o para
despedirse. No se olvide de lo que le pedí, le ha­
bló en secreto, m ientras el chico sonriendo afir­
mativo subió al auto para acelerar en mi remolino
de tierra. ¿Qué te pidió la Rana? Nada importan­
te, unas revistas que le ofrecí. Q uedó maravillada
contigo, es una gran amiga la Ranita, las locas son
todas veleidosas, p ero ella es fiel, un p oco anti­
cuad a no m ás, p asad a de m oda. ¿No es cierto
Carlos? Mira quién habla. ¿O sea que tú m e en­
cuentras vieja? Eso no te lo voy a aceptar, dijo ella
amurrada y se hundió en el asiento. No te enojes,
estoy brom eando, fue linda esta tarde, me reí co­
m o loco, me h acía tanta falta relajarm e, porque
vienen días pesados. Y o tra vez cayó sobre ellos
una bam balina de acero . N o te voy a preguntar
p or qué, p ero te pido que tengas cuidado, y no
dudes en pedirm e lo que sea, dijo ella. ¿Lo que
sea?, interrogó él con una ceja en alto. Cualquier
cosa, m enos tom ar un arm a, m e tiemblan las ma­
nos, no lo soporto. P ero ya has tenido arm as en
tus manos. Capaz, dijo ella, pero sin saberlo. No
quiero enterarm e y prefiero cambiar de tema por­
que me dan nervios. ¿Y si yo te enseño a disparar?
Me m uero, sería com o un canguro con pistola, le
dispararía a cualquiera. ¡Ay Carlos!, hablemos de
otra cosa por favor, pon gemios música. ¿Dónde se
prende la radio?

144
Si Dios me quita la vida
antes que a ti
le voy a pedir ser el ángel
que cuide tus pasos

La música los envolvió con su timbaleada ran­


ch era, en tre la can ció n y sus p ensam ien tos, la
historia política trenzaba emociones, inquietudes
del joven frentista al borde del arrojo, ilusiones
enam oradas de la loca cerrando los párpados, re­
zando la letra de esa balada con el p ech o ap re­
tado, presintiendo cercan o el desenlace de una
intrépida acción. Así, p o r largo rato, se dejaron
llevar en la atm ósfera de ro m an ce y peligro que
presagiaba esa m exican a voz, hasta que Carlos
cortó la radio y, muy serio, se atrevió a decir: Fue
herm oso con ocerte. Te ju ro p or mis ideales que
nunca te voy a olvidar. ¿Y por qué m e hablas así?,
com o si te estuvieras despidiendo. ¿Qué te dijo
la Rana? ¿Qué chismes te metió en la cabeza? No
sé, dijo Carlos m editativo, p ero a lo m ejo r sin
quererlo te he hecho daño. ¿O sea que tú y la Ra­
na creen que yo soy u na cab ra ch ica que no sé
m anejar mis sentimientos? No es eso solam ente,
es posible que yo te haya m etido en esto sin pre­
gu n tarte. ¿Me sigues creyen d o u n a ton ta m ó ­
cenle? P ero de todas m aneras esto tenem os que
conversarlo. Mira Carlos, me duele m ucho la ca­
beza, dijo ella poniéndose un dedo en la sien, de

145
este tem a no hay nada que conversar. P ero... Pe­
ro nada, concluyó la loca, girando la cabeza en
un desprecio, para sumirse en el a n o ch ecer vio­
láceo de la ciudad.
Al llegar, ella se bajó d and o un p ortazo , y
abriendo la cerrad u ra subió la escalera soberbia
sin m irar atrás. L a ruidosa acelerada la hizo de­
tenerse en el descanso de los peldaños, porque
hasta allí le duró su rabia, y sintiendo las piernas
de lana, pudo prever el vahído sentándose en la
escalera p ara rep o n erse. Q ue se fu era, que no
volviera n u n ca más, ro gó ap retan d o los puños.
Total ya la había usado. Y en realidad, la Rana y
el chiquillo de m ierda tenían razón; ella era una
lo ca n ecia, u n a vieja estúpida que se dejó em ­
b au car p o r la co rtesía universitaria y el trato
amable de ese m ocoso. Y era sólo eso, pura ama­
bilidad, puro agradecim iento p or h aber presta­
do su casa y su tiempo a esos revolucionarios que
no tenían corazón. En esa postura, con las ro d i­
llas ju n tas, acu rru cad a en el ce n tro de la larga
escalera, parecía más bien una niña, el garabato
artrítico del desam or. Quiso llorar, com o tantas
veces que la vida p e rra la en rostrab a el espejo
del d esen gañ o. Q u ería llorar con toda su alma
p ara sacarse de u n a vez la espina quem ante de
ese cap rich o , p ero su m irada de quiltra lu nera
no logró reflejar la claridad agónica que se iba
en el últim o pestañazo de la larde.
¿ Q u ie r e d es a y u n a r en el co m ed o r o en la terra­
za mi General?, preguntó con hablar refinado el
cadete que estaba a su servicio ese fin de sem a­
na. T ien e voz de m aricó n este cab ro, p ensó el
Dictador, m irándole el sube y baja de las nalgas
apretadas al llevar la bandeja. El Cajón del Mai-
po olía a tierra m ojada esa m añana, los hedores
cenagosos del río se m ezclaban con el h u m ear
de las tostadas y el café con leche recién prepa­
rado que lo esperaba en la amplia terraza. P ero
o tro o lo r dulzón, co m o a claveles frescos, p re­
dom inaba en el am biente. ¿Q uiere las tostadas
con m erm elada de dam asco o frambuesa mi Ge­
neral? Con nada y retírese, le contestó p arco al
cadete que desapareció en la nube jacin ta de ese
perfum e m araco . D espués del desayuno, y du­
rante tod a la m añana, p erm an eció tirado sobre
un sillón en ese m ism o sitio, adm irando em bo­
bado las altas cum bres de la cordillera p or si des­
cu b ría algún c ó n d o r giran d o en su carn ívoro
planear. P ero no e n co n tró n ingun o en el des­
pejado lienzo del firm am ento, en su reem plazo,
una bandada de picaflores pasó rauda sobre su
cabeza cana, despeinándolo con su aleteo mos­
quito. Pequeñísimas las aves, ju g u etearo n en re­

147
dadas en la baranda, y quietas en su helicóptero
flotar, su ccionaron a destajo el p olen de su ja r­
dín. Con un m an oteo enojado las espantó. Zan­
cud os de m ierd a, m oscas p ich iru ch es que se
creen pájaros picando flores. No le aprenden al
gran cón d o r cazador, que nunca deja las alturas.
Allá abajo en el prado, el rem anso de las aguas
m ecía la chasca verde del pasto, y más lejos, sen­
tado en un peñasco, el joven cadete con una m a­
n o en su estrecha cintura, p arecía soñ ar viendo
encresparse la corriente. Su cabeza rapada y ru­
bia refulgía com o un huevo de b ron ce al chispa­
zo del sol. Mi General, ¿tiene tiempo para revisar
este discurso?, lo interrum pió su secretario esti­
rándole la carpeta. Mientras fingía leer las hojas
una p or una, observó de reojo al cadete cam inar
a lo lejos p o r la lengua de aren a que bordeaba
el río, su figura de flam enco adolescente, se cur­
vaba a ratos p ara co rtar una florcita que m ordía
su b o ca co lo r sandía. ¿C ree usted m i G eneral,
que haya que cam biarle algo al texto?, lo volvió
a sorp ren d er el secretario que a su lado aguar­
d aba in stru cciones. Esp érese un p o co , que to­
davía no he term in ad o de leer, le co n testó sin
p erd er de vista al cadete que ah o ra conversaba
anim adam ente con uno de sus escoltas. A la dis­
tancia, los m u chachos reían p o r alguna b rom a
que contaba el chico rubio. De lejos, el escolta,
también joven y gallardo, algo le susurraba al oí­
do del cadete, y ju ntos cam inaron p o r el angos­

148
to sen d ero de playa p alm oteán d ose los d esnu­
dos brazos en m anga co rta de la camisa miiitar.
E n to n ces el D ictad or dejó los papeles y p arán ­
dose fue hasta la baranda. ¿Y de d ón de salió es­
te p ájaro afem in ad o?, p reg u n tó al se cre ta rio
apuntando al cadete que se alejaba hasta el bos­
que acom p añ ad o p o r el escolta. Es sobrino del
coronel Abarzúa, dijo el otro recog ien d o la car­
peta. ¿Y cóm o se les o cu rre traer a mi casa este
tipo de gente? ¿Cóm o se les ocu rre dejar en trar
estos raros a la Escuela Militar? Lo reco m en d ó
el coro n el A barzúa, mi G eneral. A la m ierda el
coro n el Abarzúa. No sabe usted que estos tipos
traen m ala suerte, y quizás qué tragedia nos es­
pera este fin de sem ana. ¿En qué cabeza les ca­
be perm itir que un m aricón use el uniform e de
cadete? ¿No sabe usted que estos desviados son
iguales que los com unistas, una verd ad era pla­
ga, d on de hay u n o ... ligerito con ven ce a o tro y
así, en p oco tiem po, el Ejército va a p arecer ca­
sa de putas. ¿Y qué hacem os con él, mi General?
¡Sáquelo inm ediatam ente de aquí y lo da de ba­
ja! No soporto verlo m ariconeando en mi jardín,
insolentando a los m u ch ach o s de la escolta. ¿Y
qué razones le dam os al coronel Abarzúa? Díga­
le que al sobrino lo sorprendieron en un acto in­
m oral, y al to n to de A barzúa n o le q ued arán
ganas de seguir p reguntando.
Desde la terraza el D ictador vio cuan do al ca­
dete lo sacaban tiro n eán d o lo de la casa, lo vio

149
reclam ar, p ed ir exp licacion es, y vio cu an d o a
empujones, lo subían al je e p que desapareció en
u na fum arola de tierra, y sólo en ton ces respiró
profun d o, y ya más relajado, se dispuso a escu­
c h a r los redobles sinfónicos de su m arch a pre­
ferida. Así, todo estaba casi bien: el tarro radial
de su m ujer en Santiago; ese cadete m aricucho
expulsado del Ejército; los marxistas controlados
y otros bajo tierra; p ero el rem olin o de picaflo­
res seguía allí, alterando el ord en de la m añana
co n su zigzagueo molestoso.

1 2 :0 0 Hrs.
A las d oce aún n o sabía qué cocin ar, la n och e
en tera se la pasó vuelta y vuelta, m edio ahogada,
co m o si alguien le pusiera u n a p lancha de hie­
rro en el p ech o. Y con esa taquicardia se había
levantado. Cada cierto rato u n a h o rca invisible
le apretaba la gargan ta y ten ía que subir al alti­
llo a tom ar aire.
En realidad, el ham bre no era im portante, iba
a tirar unos fideos a la olla p o r si acaso, pero an­
tes se tom aría unas gotas de Valeriana para cal­
m ar la angustia. N o log rab a rep o n erse de las
palabras que Carlos le había dicho. Volvía a es­
cu ch ar esa despedida m aricona diciéndole: Fue
bonito con ocerte. P ero qué descaro del güevón
darle la cortada con tanta finura. A lo m ejor ella
exageraba, confundía las cosas, quizás Carlos no
se estaba despidiendo, porque habían pasado una

150
tarde tan maravillosa en la casa de esa vieja co-
puchenta de la Rana. P ero era otra cosa aquello
que la tensaba com o un resorte de somier al pen­
sar en el chico. Algo intangible se apoderaba de
la casa a medida que avanzaba el día. Algo sinies­
tro la aguardaba al abrir una puerta, al en trar al
despoblado inmóvil en que se había convertido
ese espacio desde que Carlos retiró los cajones.
Iodos sus trapos, manteles, carpetas y cortinas ya­
cían tirados por el suelo, y en la semi penum bra,
los rayos solares arrastraban la luz cruda del m e­
diodía p or los pliegues y dobleces de esos bultos,
dándole ap arien cia hum ana. Algo así co m o un
cam po de batalla sembrado de vacíos restos. Qué
horror, se dijo, pensando ordenar un poco ese pa­
jaral de tiras desinfladas p or todos lados. Su pa­
lacio persa, sus telones y drapeadas bambalinas
de carey, todo ese proyecto escen ográfico para
en am orar a Carlos había sucum bido, se había
desplom ado com o una telaraña rota p or el peso
plomo de una historia urgente.

12:05 Hrs.
A las d oce y cin co le p regu n tó el secretario: ¿A
qué h ora piensa alm orzar mi General? ¿Y usted
cree que tengo ganas de alm orzar leyendo estas
noticias?, y le extendió el diario español donde
aparecía su fam osa foto de lentes oscuros con el
título de crim inal. M ire usted cóm o m e tratan
estos mal nacidos. P erro s vende patria, que se

151
salvaron jab on ados el setenta y tres, debería ha­
berlos aplastado co m o cucarachas a todos y san­
to rem ed io . Y dio un go lp e en la m esa de la
terraza alb orotan d o el enjam bre de picaflores,
que huyeron a perderse en el verdeazulado ja r­
dín. ¿Pero a qué h ora desea alm orzar mi Gene­
ral?, porque ten em os que reg resar tem p ran o a
Santiago, insistió cortésm en te el secretario, re­
cogiendo el periódico desparram ado en el piso.
N o quiero alm orzar, no voy a co m e r nada. ¿No
entiende usted o es tonto?, y ah ora retírese que
d eseo descansar. Y se am u rró en el sillón, tra­
tando de olvidar ese mal rato, p ero no pudo, esa
foto suya con gafas oscuras de la prim era Ju n ta
Militar, la tenía impresa en el cereb ro. ¿Para qué
te pusiste lentes oscuros si estaba nublado ese
día hom bre?, lo había recrim inado su m ujer en­
tonces. N o ves c ó m o los com unistas han usado
esa foto para desprestigiarte. Pareces un gángs­
ter, un m añoso con esos lentes tan feos. Y la ver­
dad, ah o ra que lo pensaba, se los había puesto
para no ten er que m irar a nadie a los ojos, más
bien para que nadie viera el regocijo en su mi­
rada de buitre esos días de palom as muertas.

1 6 :0 0 Hrs.
A las cuatro la sobresaltó la voz de su vecina gri­
tan do co m o gallina clu eca desde la vered a del
fren te. V ecino, vecin o, lo llam an p o r teléfono,
es la señora Catita, y quiere hablar urgente con

152
usted. Desde la ventana le hizo un ad em án apa­
cig u ad o r a la m u jer y d án d ole las gracias, dijo
que ya iba. El d o lo r de cabeza n o se le quitaba
aunque en ese rato había log rad o d o rm itar un
p oco. Mientras descendía la escalera, inventaba
u na excusa que darle a d oñ a Catita. Q ue lo per­
d o n ara p o r haberse ido así de su casa y n o en ­
treg arle el m antel. P ero p ensánd olo m ejor, no
tenía que darle ninguna exp licación a esa vieja
de m ierda, tan fufurufa, tan teñida de plateado
m andoneándolo p o r la m u gre de m antel, com o
si ella fuera u na china a su servicio. C uando en­
tró al alm acén, las viejas se quedaron mudas pa­
ra escuchar la conversación, pero la loca no tom ó
el auricular, y acercánd ose a una de ellas le dijo
p or lo bajo: L e quiero solicitar un favor: ¿usted
podría con testar el teléfono y decirle a la seño­
ra que m e llama que yo m e cam bié de barrio, y
que usted no tiene idea dónde m e fui? L a m ujer
lo m iró co n sorpresa, p ero acced ió sin más trá­
mite. Al salir del lugar, tragó u na inm ensa boca­
n ad a de aire y sintió soltarse un p o co el n udo
que am arraba su corazón. ¿Tal vez era el encierro
en esa casa lo que la tenía así? P or eso decidió 110
quedarse encuevada esa tarde, quería salir, reto ­
m ar sus antiguos tránsitos, subirse a u n a m icro,
p atinar p o r el cen tro , ir al c e rro Santa L u cía o
m eterse en un cine de cahuín, d on d e p o r unos
pesos, algún ro to le diera de m am ar en la oscu­
ridad, y p od er olvidarse de Carlos y esa p reo cu ­

153
pación p erforán dole el p ech o. Y así lo hizo, pe­
ro cuan do subió a la m icro un latido u rgen te se
ah ogó en su garganta.

1 6 :0 5 Hrs.
A las cuatro y cinco, el D ictador ro n ron eab a un
sueño p rofundo h am acad o p o r la leve ventisca
que entibiaba el jard ín . Después del mal rato, su
pesado cu erp o había sucum bido al ru m o r olo­
roso que despedía el cam po, las fragancias de pi­
n o, eucaliptus y bosta de vaca, tom aban form as
evocativas en el paisaje de algodón que am orti­
guaba su sueño. Pod ía ver el h orizo n te y las j o ­
robas azulinas de los cerros casi tocando el cielo,
y en el cielo, pequeños puntos oscuros girando
en la centrífuga de un aéreo flotar. E ran cón do­
res, sin duda, que iban agrandándose a m edida
que su trapecio circular perdía altura. P ero tam­
bién podían ser águilas, p or su lejano graznido.
Ya casi podía verlas nítidas acercándose en su ba­
lanceo inmóvil. Pero ellas también lo veían, des­
de lo alto enfocándolo con su pupila rapiña. Más
bien, él se veía en los ojos de las aves, tan solo y
dim inuto, tan indefenso allá abajo recostado en
la terraza, co m o un abuelo m u erto , p resa fácil
p ara esos pájaros carn ívoros. In ten tó sentarse,
m overse, p ara alejar esa ro n d a asesina que ya
sobrevolaba el tech o de la casa. Quiso llam ar al
se cre ta rio , p ed ir au xilio co n sus labios tiesos,
paralizados p o r el m iedo, en to n ces la p rim era

154
som bra se precipitó a su cara, y sintió un escalo­
frío cu an d o el violento p icotazo le a rra n c ó un
ojo. No sentía dolor, pero la mitad del m undo se
apagó en la penum bra. P o r el o tro ojo vio caer
en picada la gran som bra definitiva, y el grito es­
tran gu lad o d esp ertó a tod a la casa. C u an do
abrió los ojos, lo ro d eab an los escoltas y el se­
cre ta rio ab an icán d olo co n el diario español,
m ientras le decía: E ra una pesadilla mi General,
respire h on do, no se p reocu pe.

1 8 :0 0 Hrs.
A las seis, recién la m icro había llegado al cen ­
tro. En la A lam ed a se bajó, en cam in án d o se al
Paseo A hum ada, que a esa h ora hervía de gente
ap urada y com ercian tes am bulantes corrien d o,
reco g ien d o m ercad erías d esparram adas p or el
suelo, arran can d o de los pacos. El suelo estaba
regado de panfletos llamando a protestar en sep­
tiembre: 1986 -Año-de-i a-Li bertad . E s t e -a ñ o -c a e .
P i n o c h o , s e - t e -a c a b ó -l a - f i e s t a . E ran algunas
con signas que se leían en los papeles escritos
con tinta roja. Al agach arse y re co g e r u no, sin­
tió el puntazo de la lum a al clavarle las costillas.
¡Bótalo, m aricón culiao!, le gritó el p aco m irán­
dolo con furia. Y córrete de aquí, anda a marico-
n ear a otro lado, si no querís que te lleve preso. Y
la loca no esperó que le repitieran la orden, ha­
cién d o se h um o e n tre los tran seú n tes que le
abrían paso con susto. A las dos cuadras recién

155
pudo sentarse en un banco, acezando, sintiendo,
más que el dolor, la hum illación de ser golpeado
p or ese perro de uniform e verde. Sin motivo, sin
ninguna razón, estos desgraciados apalean, tor­
turan y hasta m atan gente con el consentim ien­
to del tirano. Malditos asesinos, pensó, p ero ya
van a ver cuan do Carlos y sus am igos del Frente
les vuelen la raja de un bombazo. L a vida es muy
ju sta y ya les va a to car a ellos, siguió pensando
al pararse y cam in ar cojean do hasta la Plaza de
Armas, donde esperó en contrar tranquilidad ese
día de m ierda. P ero al llegar c e rc a de la C ate­
d ral, un n u m eroso gru p o de m u jeres se ju n ta ­
ban en las escaleras p o rtan d o las fotos de sus
familiares detenidos desaparecidos. J u st ic ia -q u e -
RF.MOS-jUSTICIA.-L o S-LLEVARON- DETENIDOS-NO-LOS-
V1MOS-NUNCA-MÁS.-LOQIJE-AHORA-EXIGIMOS-QIJE-NOS
E ran las consignas que co­
- d i g a n - d Ó n d e -e s t á n .
reab an las señoras, m adres, abuelas, herm anas
de toda esa gente que ap arecía desteñida en las
fotos clavadas en el pecho. Al acercarse, una mu­
j e r todavía jo v en le hizo una seña p ara que se
u niera a la m anifestación, y casi sin pensarlo, la
loca tom ó un cartel co n la foto de un desapare­
cido y dejó que su garganta colisa se acoplara al
griterío de las mujeres. E ra extrañ o, pero allí, en
m edio de las señoras, no sentía vergüenza de ah
zar su voz m ariflauta y sum arse al descon tento.
Es más, u na cálida p rotecció n le esfumó el mie­
do cuando las sirenas de las patrullas disolvieron

156
el m itin y ella tuvo que co rrer, saltar un b anco
de la Plaza, tropezar, ro d a r p o r el suelo en un
resbalón p o r las baldosas m ojadas, y llegar a la
esquina donde en co n tró refugio en u na galería
com ercial. Todavía resp iran d o ah ogad a p o r el
hum o de las lacrim ógenas, despegó la foto que
llevaba en el cartel, y d oblándola cuidadosa, la
g u ard ó en su bolsillo. ¡Pelu d a la p ro testa!, es­
cuchó que alguien m urm uraba a su lado, era un
joven cafiche, que sobándose el bulto, esperaba
clientes. Tiene que escond erse en el teatro pa­
ra que no lo pillen, le co m en tó con m alicia in­
vitándola a seguirlo hasta el fondo de la galería,
d on d e los carteles k aratecas del C ine C apri
ocu ltab an la dob le fu n ció n en vivo del p o rn o
m araco . Y o tra vez, casi sin p en sarlo, se dejó
arrastrar p o r el pasaje detrás de ese taxi-boy que
le había encendido la dorm ida lujuria de su an­
tiguo m ariconear.

1 8 :0 5 Hrs.
A las seis y cinco los autos de la comitiva estaban
alineados en el cam ino esperando al Dictador pa­
ra trasladarlo a Santiago. L a guardia personal
conversaba relajadam ente al pie de los vehículos
con las metralletas colgando de sus hombros. Las
m aletas en el portaequipajes, el ch o fer presi­
dencial sentado al volante... Todo estaba listo, pe­
ro él no se decidía a em p ren d er el regreso. Más
bien, dilataba ese caluroso viaje entre los cerros,

157
a esa h ora del atard ecer con el sol ribeteando las
cum bres andinas, co n esa gran alfom b ra de ti­
nieblas b rotan d o de los acantilad os, en n eg re­
ciendo el verde primaveral que expiraba bajo la
som bra del Cajón del Maipo. En realidad, no te­
nía ganas de volver a Santiago, lo esperaba el tra­
queteo revoltoso de septiembre, que las protestas,
que las m archas de los estudiantes, que los bom ­
bazos y apagones de este O n ce que al parecer,
p o r lo que transm itía esa Radio Cooperativa, se
venía con tod a la b atah o la revolu cionaria para
desestabilizar al gobierno. Pondría m ano dura, y
si era necesario, d ecretaría toque de queda y las
tropas del E jército se h arían c a rg o de la situa­
ción . N o vacilaría en d ar la o rd e n de fusilar a
cualquier comunista que intentara desafiarlo. Pe­
ro son unos cobardes, no se atreven a enfrentar­
se cara a cara a mis hom bres, sonrió al m irar el
grupo de escoltas que, bajo los árboles del cami­
n o, b rom eaban co n sus arm as ap u n tan d o a un
p erro cojo que ren gu eab a p o r la c arretera. Tal
espectáculo le amplió la sonrisa com partiendo la
b rom a al gritarles: M aten a ese p e rro m arxista,
tienen mi perm iso. P ero el animal, alertado por
el grito y las carcajadas, supo escabullirse entre
las malezas, y el quejido del disparo fue un eco
que siguió son an d o m ien tras el D ictador, con
buen ánimo, se dispuso a subir al M ercedes Benz
p ara iniciar el viaje.

158
19:00 Hrs.
A las siete en punto se ap agaron las luces de la
sala y com en zó la p rim era película. De reo jo la
loca leyó el título: d u r o d e m a t a r II, y tam bién
de reo jo , vigiló al cafich e p end ejo que a su la­
do se a c o m o d ó en la b u taca am asán d o se el
m iem bro. Quiso sentarse en las p rim eras filas,
p orq u e al fo n d o e ra tan espeso el cu liad ero ,
que en la oscu rid ad n ad ie sabía co n quién lo
estaba h acien do. Y en realidad, las últimas filas
e ran p a ra las locas co ch in a s que se p ajeaban
en tre ellas, y cu an d o a p arecía un h om b recito,
co m o el que ella ten ía a su lado, eran capaces
de to d o co n tal de a g a rra rle el p aq u ete. P o r
eso, no prestó aten ció n al cru jid ero de butacas
que terrem o te ab a el am b ien te, tam p oco escu­
chó los quejidos eyaculantes que acom pañaban
las escenas de karate violento desplegadas en la
pantalla. Chispazos lacres refulgían la p enu m ­
bra, y ese resp land or rosad o m ostraba fugaz la
ensalada de cu erp os que, en la últim a fila, co-
reografiaban el éxtasis de su clandestino m ano­
sear. Ju n to a ella el taxi boy, algo entusiasm ado
co n la película, esperaba que la loca tom ara la
iniciativa. P o r algo le había pagad o la en trad a,
p or algo se habían sentado juntos. Pero también,
p or alguna misteriosa razón, ella perm anecía es­
tática fren te a ese film de sangre y h em atom as
acro b ático s. En realid ad , no estaba co m p leta­
m en te allí, su co ra z ó n viajaba tem ero so , la­

159
tien do co m o u n a bom ba de tiem po apresuran­
do su reventar.

19 :0 5 Hrs.
A las siete y cin co le pidió al ch o fer que dismi­
nuyera la velocidad para vigilar m ejor el paisaje
que el zumbar de los autos dejaba atrás. Es la se­
guridad mi G eneral que no perm ite ir más len­
to. Qué seguridad ni seguridad, aquí m ando yo,
y si le ord en o que vaya más lento, obedezca. En­
tonces la caravana de vehículos zigzagueó con el
rep en tin o cam bio de m arch a. A delante y atrás,
los escoltas sorprendidos, asom aron p o r las ven­
tanillas los cañones de las metrallas, y de im pro­
viso au llaron las sirenas su griterío de alarm a.
¿Pasa algo mi G eneral?, p regu n taron p o r el ra­
dio transm isor. ¿Y qué va a pasar? N ad a pues
hom bre y apague esa güevada, que m e pone más
nervioso. Así, con u na tranquilidad de paseo, la
comitiva descendía la precordillera orillando las
cuestas al vadear los potreros de amarillos yuyos
y pintas lacres de alguna maleza en flor. U n ex­
trañ o sop or lo ab otagó de cansancio y el suave
cabeceo de la ruta lo fue adormilando, hasta que
su m en tón cayó al p ech o en un ro n co suspirar.
P ero no quería dorm ir, las continuas pesadillas
lo p on ían de m al genio y trató de p erm an ecer
despierto hasta llegar a Santiago. Recién habían
cruzado el pueblo de San José de Maipo, y le ex­
trañ ó n o ver a nadie en sus polvorientas calles;

160
es más, en tod a la ru ta n o había visto a ningún
lugareño y los puestos de em panadas y pan am a­
sado que b ord eab an el cam in o, estaban c e rra ­
dos y sin las típicas banderas blancas anunciando
su olorosa cocció n . H asta los pájaros habían de­
saparecido de ese aire quieto, y solamente el mu­
llido ro d a r de la com itiva aten u ab a el pesado
silencio.

19 :1 0 Hrs.
A las siete y diez se aburrió de m irar la película y
le puso una m ano en la rodilla al chico que hacía
rato esperaba su decisión. Y suavemente, sus de­
dos lombrices reptaron el muslo tan lentos com o
si cruzaran un cam po minado. L a textu ra áspera
del bluyín e ra terren o de lija para sus yem as ta­
rántulas en caram án d o se p o r el largo fém u r en­
d u recid o p o r el tibio tacto . El telón se había
convertido en un parabrisas veloz que tragaba la
interm inable ca rre te ra d on de viajaba la pareja
protagonista. Sin duda, alguna escena de acción
se avecinaba p or la secuencia acelerada de las to­
mas cam ineras. Y allí detuvo la m ano a centím e­
tros de la en trep iern a, casi sintiendo el tem blor
de los testículos palpitando com o huevos de pól­
vora caliente. El chico esperaba su avance miran­
do el film, también desdoblada su atención, entre
la caricia sexual y esa carrera sin fin del auto en
la pantalla, ahora rodan d o vertiginoso persegui­
do p or un helicóptero. En cada giro del volante,

161
la m u ñ eca rubia se abrazaba al joven oriental es­
quivando juntos el b om b ard eo a é re o que en ­
cend ía en llamas la huella de su fuga. L a m ano
crispada de la loca avanzó un poco más, hasta pul­
sar suave el escroto prohibido. Y allí el telón se in­
flam ó en una brasa púrpu ra alcanzando la cola
del auto que aceleró aún más en un reguero de
chispas. ¿Cuánto m e vai a pagar?, la interrum pió
el chico, sacándole bruscam ente la m ano. L a lo­
ca no contestó, acom odándose en el asiento pa­
ra seguir rien d o la película.

19:11 Hrs.
A las siete con o n ce, aún faltaban unos minutos
p ara que la fila de autos tom ara la cuesta Achu-
pallas. Él insistió en regresar a Santiago p o r ese
camino, y una vez más tuvo que contradecir a esos
tontos del ap arato de seguridad que con stan te­
m en te cam biaban su itinerario. Es p o r p recau ­
ción m i G eneral, p ara prevenir algún atentado.
No pudo más que reírse cuando escuchó esas ex­
plicaciones. ¿Y quién se va a atrever a ponerle un
petardo en el camino? Estos cabros ven m ucha te­
levisión, m uchas películas de com andos guerri­
lleros, p ero en este país no o cu rren esas cosas.
Aquí todo está controlado, y no se mueve ningu­
n a hoja sin que yo lo sepa. Además, aquí no hay
selvas donde puedan esconderse. P or eso, pensar
en un ataque guerrillero es ser demasiado fanta­
sioso. Y con la sonrisa colgando de la com isura,

162
giró la cabeza p ara revisar los dos autos que se­
guían al Mercedes y también a un tercero que en­
cabezaba la colum na. Y fue en ese m om ento que
el vehículo delantero se quebró en diagonal con
la brusca frenada para no ch o ca r la casa rodante
que cortaba el cam ino. Y a su vez, todos los autos
patinaron en un alarido de neum áticos y explotó
la sonajera de balas repicando en los parabrisas.
C om o de improviso, estalló la torm en ta de gua-
tacazos en granizada de m etracas salpicando los
vidrios. ¿Lo estaba soñando o era real ese ataque
silbando fuego p o r los m au ser desde los peñas­
cos? Tírese al suelo mi General, le gritó el chofer
desesperado, pero hacía rato que el Dictador te­
nía la nariz pegada al piso, tem blando, tartam u­
deando: Ma-mama-cita-linda esta güevá es cierta.
Y tan cierta que el pavor de los escoltas no los de­
jab a reaccionar. Y pálidos se escondían com o ra­
tas en el fragor de la b alacera. Y n euróticos no
sabían qué h a ce r con las arm as, m irand o hacia
todos lados, gritando órdenes locas en el descon­
cierto, en los estampidos de rock et haciendo re-
cagar el prim er auto que saltó p or los aires en un
estruendo de cenizas y un h um o espeso, un hu­
mo picante nublando la batahola en el ard or de
aquella escena.

1 9:15 Hrs.
A las siete y cuarto, la loca n o p udo leer la h ora
en el reloj fosforescente colgad o en la m uralla

163
del cinc. R epentinam ente algo le em p añ ó la vi­
sión, y p or más que se achinaba tratan d o de ver
lo que ocurría en la pantalla, un velo m ugriento
le cubría el rostro al joven protagonista, y sólo dis­
tinguía la em puñadura nudosa de sus dedos epi­
lépticos pulsando el arm a. Más bien, sólo creía
ver las m anos de Carlos aferradas al m etal de ese
cañón tronante. L o veía o lo imaginaba saltando
las piedras, ro d ar la pendiente y volver a pararse
disparando, co rrien d o , evitando el clavetear de
los proyectiles en la m uralla de rocas. U n grito
ahogado se escapó de su garganta: Cuidado-Car-
los-que-te-matan. A-tu-derecha-Carlos, ese-milico-
que-te-apunta. Y zumba el pencazo rozándole su
som bra eléctrica que ya no está allí, que salló ovi­
llado girando p o r el b arro del suelo. Y con la ca­
ra sucia, le sonríe desde el telón, agradecien do
el aviso de su loca, su vieja loca, que de lejos, lo
acom p añ a en el apuro.

1 9 :2 0 Hrs.
A las siete y veinte ardía la cuesta en el Cajón del
M aipo con el p encazo de la pólvora al exp lotar
en los autos que h u m eab an p o r el retu m b ón .
¡Salgamos de aquí ahora que nos h acen mierda!,
gritaba com o v erraco el Dictador, asom ando me­
ticuloso la nariz p or el vidrio h echo astillas. Pero,
¿por dónde?, si nos tienen rodeados, tartam udeó
el chofer, m ientras ponía m arch a atrás ch o can ­
do con el vehículo trasero. ¡Por cualquier parte,

164
sáquem e de aquí que estos güevones m e m atan!
¡N o ve que n o se p ued e m i G eneral. A gáchese
m ejo r y sujétese bien que voy a in ten tarlo p o r
atrás! Y en una m aniobra de acróbata, el blinda­
do M ercedes recu ló con desespero estrellando
p arachoqu es y latas, p ud iend o salir m ilagrosa­
m ente del tiroteo p o r la pericia del chofer, que
viró en noventa grados rech in an d o la gom a de
los neum áticos al reto m ar el cam in o y arran car
hech o un peo de regreso p o r la carretera. Atrás
lo que quedaba de la comitiva era un desastre de
autos agujereados en la espesura del hum o que
subía p or los cerros. En el asiento trasero, el Dic­
tador temblaba com o u na hoja, no podía hablar,
no atin aba a p ro n u n cia r p alabra, estático, sin
m overse, sin p o d er aco m o d arse en el asiento.
Más bien no quería moverse, sentado en la tibia
plasta de su m ierda que len tam en te co rría p o r
su pierna, dejando escap ar el h ed o r p utrefacto
del m iedo.

1 9 :3 0 Hrs.
A las siete y media una hediondez a caca flotó en
la atm ósfera del cine, m ezclada con sem en, de­
sod oran te y p erfu m e de varón. El ácid o fer­
m en to lo hizo p ararse de la b u taca y cam in ar
ráp id am en te h acia la salida. M aricon es co c h i­
nos, pensó, ni se lavan el p oto antes de venir a
cu lear en la fila del fo n d o . P ero m ás que eso,
más que la borra fétida del sexo malandra, algún

165
presentim iento la tenía intranquila al ver esa pe­
lícula, tan violenta. ¿No me vai a pagar?, la inter­
ceptó el m uchacho que venía tras de ella. Chis, lo
único que faltaba. ¿Cobrái p or la tocá? Unas m o­
nedas que sean, le dijo el ch ico co n ojos lasti­
m eros. Creís que soy güevona, ni siquiera me lo
m ostraste. Te lo m u estro ah ora. N o se m oleste
lindo, porque ah ora m e voy, contestó la loca pa­
sándole unas m onedas de a peso al cafiche, que
las agarró m u rm u ran d o: m aricón cagao, m ien­
tras entraba a la sala nuevam ente. L a ciudad era
otra cuando atravesó la galería com ercial desierta
y alcanzó la calle del centro, que a esa hora, siem­
pre era un b orboteo de oficinistas y bocinas y se­
cretarias que corrían a tom ar el M etro. L a Plaza
de Armas, en la esquina, se veía casi desierta, he­
rida p o r el fo go n azo lacre de las patrullas que
corrían aullando. Los paraderos de m icros h er­
vían de peatones colgando en racim os de brazos
y m anos agarrados de la escasa loco m o ció n co­
lectiva que acelerab a huyendo p or las calles va­
cías. ¿Pero qué mierda había pasado en el tiempo
que ella estuvo en el cine? El tam b o r de su co­
razón le retum baba: Carlos-Carlos-Carlos. ¿Qué
sería de él en esta incertidum bre de pacos revi­
sando bolsos y carteras en las esquinas, en este
sobresalto de los helicópteros que zumbaban ba­
jito, fotografiando la ciudad con sus reflectores
aéreos de teatro pánico. Al subir a la m icro, ama­
sada com o tortilla de cam p o, algo escu ch ó p or

166
los com en tarios en voz baja que circulaban en ­
tre la g en te: U n a em b oscad a-L o m ataron -Está
herido-Se salvó-M urieron siete escoltas-Fueron
los del F ren te. ¿Y p u d iero n a rran car?, le p re­
guntó a u na vieja que h acía gárgaras con la co­
pucha. Se salvó de m ilagro, ni un rasguño, debe
tener pacto con el diablo. Seguro que sí, pero dí­
g am e, los g u errilleros ¿pu dieron escap ar? L a
m u jer lo m iró de p erfil, y le dijo al oído: Todi­
tos, toditos, no cayó ninguno. ¡Ufff! Q ué alivio,
suspiró la loca p on iénd ose una m an o en el pe­
cho p ara tranquilizar su corazón. Dicen que los
chiquillos del Fren te se h icieron hum o después
de la gracia. ¿Y nadie sabe cóm o salieron de allí?
C om o el h om b re invisible, dijo la vieja c e rrá n ­
dole un ojo al tiem po que se co rría p o r el pasi­
llo. E n to n ces la m icro fren ó de im proviso y se
escu ch ó un altop arlan te: Se ord en a a todos los
pasajeros de este vehículo bajar de a u n o para
sej~ som etidos a u n a revisión.

En la casa del C ajón del M aipo el teléfono no


paraba de sonar, en tropel llegaba el Alto M ando
bajándose de autos y helicópteros recorriendo los
potreros. En la casa, el tirano recién bañado, to­
m aba a sorbos el té co n tranquilizante recetad o
p or los m éd icos. U n m u rm u llo de m inistros y
familiares reco rría las habitaciones sobresalien­
do la voz estridente de su m ujer gritando: ¡Se lo
dije, se lo dije, se lo dije!, p ero n u n ca m e hace

167
caso. Yo lo sabía, lo p resentí y n o quise co m en ­
társelo porque siem pre m e deja co m o ton ta tra­
tándom e de alarmista y alharaca. Recién este fin
de sem an a G onzalo m e vio el T aro t y allí salía.
Gonzalo m e lo advirtió: “Cuidado con los viajes
señora Lucy”, m e dijo. Y yo, com o tengo tanta fe
en las p rem o n icion es de este chiquillo, le hice
caso y cancelé mi viaje a Miami para com prarm e
unas chalitas Versace que allá están en liquida­
ción. Yo m e cansé de prevenirlo, p ero él no, de­
le con venir todas las semanas a olfatear el pasto
de los cam pos com o si fuera u na vaca. Ve lo que
le pasó, ve que tanto va el cántaro al agua que al
final q ued a sin oreja. Ve que yo ten ía razón
cuan do le propuse clausurar co n rejas todo este
valle, n o d ejar e n tra r a n ingún d esco n o cid o y
p o n er alarm as en todos los postes de la luz. Pe­
ro él tan seguro con la escolta, tan confiado en
esos cabros de la E s a ie la M ilitar q ue m an d ó a
estud iar a P an am á. ¿Y de qué les sirvieron los
cursos anti-guerrilleros que les d ieron los grin­
gos? ¿De qué les sirvió andar metidos hasta en el
b año personal de una, que yo n o podía ni cam ­
biarm e calzones porque ellos estaban vigilando?
¿Se fijan que fue p u ro gasto de p lata inútil ha­
b er con tratad o a esos m ocosos que no supieron
ni disparar a la h ora del apuro? Y yo, la tonta, no
se lo quise d ecir porque él n un ca m e h ace caso.
T anto gasto de plata en la seguridad, h om b re, y
apuesto que ni siquiera saben karate estos cabros

168
chicos. A lo m ejor habría salido más barato con ­
tratar a ese F ren te M anuel Rodríguez p ara que
nos cuid ara, digo yo. P orq u e n o salió ningun o
herido, y los ton torrones de la escolta n o pudie­
ron con ellos. Ni siquiera un terrorista m u erto,
ni u no solo. En cam b io, cayero n siete de los
nuestros, siete funerales, siete m onolitos habrá
que levantarles, siete indemnizaciones a las fami­
lias, siete banderas hay que com p rar para cubrir
las urnas. No ve que salía más barato contratar te­
rroristas p ara la seguridad. P arece un chiste lo
que estoy diciendo, lo sé. P ero no m e van a de­
cir que au nq u e p arezca b ro m a m acab ra, esos
guerrilleros del Frente no sé cuánto, se m erecen
un aplauso. M ire que después del asalto, le pu­
sieron sirenas a sus autos y arrancaron haciéndo­
se pasar p or gente nuestra, com o en las películas.
Y claro, nadie se atrevió a d etenerlos, y pasaron
p or las narices de los carabineros que con trola­
ban el cam in o. Y yo c re o que hasta les dijeron
chao a los tarados de com bate que pusieron a la
salida de Puente Alto, y se fueron rien d o de es­
te viejo tonto, que no lo m ataron gracias al ch o­
fer y p o rq u e Dios es gran d e, p ero le h iciero n
pasar un susto.

R ecordan d o que aún ten ía en su bolsillo la foto


del d esap arecid o, sintió un vacío en el estóm a­
go al bajar de la m icro, y ante la o rd en m an d o­
na del militar, que los hom bres allá y las mujeres

169
acá, no supo reaccion ar tupiéndose entera, y ahí
le afloró lo loca en la em ergen cia. ¿Y usted qué
espera, no sabe d ón de ponerse? le gritó el uni­
form ado. Tendría que partirm e p o r la mitad pa­
ra estar en las dos partes, le contestó risueña. Así
que te gustan las tunas, dijo el milico acercánd o­
sele lascivo. Entre m uchas otras cosas, respondió
ella con la nariz respingona. ¿Com o cuáles? C o­
m o bordarles m an teles a las señoras de los ge­
n erales. ¿Y qué más? C o m o b ord arle sábanas a
la m am á de un coronel. ¿Y qué más? ¿Y qué más
quiere? Que m e borde este pañuelito que tengo
en el bolsillo, le m urm uró agarrándose el miem­
b ro con disim ulo. C u an d o q uiera, p ero ah o ra
voy atrasado porque tengo que term inar un tra-
bajito. Entonces váyase no más, dijo el milico ba­
jan d o la metralleta. ¿Y no me va a revisar? A hora
no, p ero después le voy a llevar el pañuelito. Mu­
chas gracias, se despidió la loca encam inándose
p or la vereda, ante la m irada de los pasajeros en­
cañonados p o r la espalda, con las piernas abier­
tas y las m anos en la pared. Y desapareció con su
alm a coliflora clavada en un alam bre, sintiendo
un hielo sabueso olfateándole los pasos. E n las
avenidas no flotaban ni las ánimas, a lo lejos un
traq u etear de balas le apuró el paso. ¿Q ué sería
de Carlos a esta hora? ¿Y si la necesitaba? ¿Y si no
tenía dónde esconderse el pobrecito? ¿Y si la es­
taba esperando en la casa angustiado? Y cuando
ella llegara se tiraría a sus brazos c o m o un p e­

no
chicos. A lo m ejor habría salido más barato con ­
tratar a ese F ren te M anuel Rodríguez p ara que
nos cu id ara, digo yo. P orq u e no salió ningun o
herido, y los ton torrones de la escolta no pudie­
ron con ellos. Ni siquiera un terrorista m u erto,
ni u n o solo. En cam b io, cayeron siete de los
nuestros, siete funerales, siete m onolitos habrá
que levantarles, siete indem nizaciones a las fami­
lias, siete banderas hay que com p rar para cubrir
las urnas. No ve que salía más barato con tratar te­
rroristas p ara la seguridad. P arece un chiste lo
que estoy diciendo, lo sé. P ero no m e van a de­
cir que aunque p arezca b ro m a m acab ra, esos
guerrilleros del Frente no sé cuánto, se m erecen
un aplauso. M ire que después del asalto, le pu­
sieron sirenas a sus autos y arrancaron haciéndo­
se pasar p or gente nuestra, com o en las películas.
Y claro, nadie se atrevió a d etenerlos, y pasaron
p or las narices de los carabineros que con trola­
ban el cam in o. Y yo c re o que hasta les d ijeron
ch ao a los tarados de com bate que pusieron a la
salida de Puen te Alto, y se fu eron rien d o de es­
te viejo tonto, que no lo m ataron gracias al cho­
fer y p orq u e Dios es g ran d e, p ero le h iciero n
pasar un susto.

R ecordan d o que aún tenía en su bolsillo la foto


del d esap arecido, sintió un vacío en el estóm a­
go al bajar de la m icro , y ante la ord en m an d o­
na del militar, que los hom bres allá y las mujeres

169
acá, no supo reaccion ar tupiéndose entera, y ahí
le afloró lo loca en la em ergen cia. ¿Y usted qué
espera, no sabe d ón de ponerse? le gritó el uni­
form ado. Tendría que partirm e p or la mitad pa­
ra estar en las dos partes, le contestó risueña. Así
que te gustan las tunas, dijo el milico acercándo­
sele lascivo. Entre m uchas otras cosas, respondió
ella con la nariz respingona. ¿Com o cuáles? Co­
m o bordarles m an teles a las señoras de los ge­
nerales. ¿Y qué más? C om o b o rd arle sábanas a
la m am á de un coronel. ¿Y qué más? ¿Y qué más
quiere? Que m e borde este pañuelito que tengo
en el bolsillo, le m urm uró agarrándose el miem­
b ro con disim ulo. C u an do q u iera, p ero ah ora
voy atrasado porque tengo que term inar un tra-
bajito. Entonces váyase no más, dijo el milico ba­
jan d o la metralleta. ¿Y no me va a revisar? Ahora
no, pero después le voy a llevar el pañuelito. Mu­
chas gracias, se despidió la loca encam inándose
p or la vereda, ante la m irada de los pasajeros en­
cañonados p o r la espalda, con las piernas abier­
tas y las m anos en la pared. Y desapareció con su
alm a coliflora clavada en un alam bre, sintiendo
un hielo sabueso olfateándole los pasos. En las
avenidas no flotaban ni las ánimas, a lo lejos un
traquetear de balas le apuró el paso. ¿Qué sería
de Carlos a esta hora? ¿Y si la necesitaba? ¿Y si no
tenía dónde esconderse el pobrecito? ¿Y si la es­
taba esperando en la casa angustiado? Y cuando
ella llegara se tiraría a sus brazos co m o un pe-

170
chicos. A lo m ejor habría salido más barato con ­
tratar a ese Fren te M anuel Rodríguez p ara que
nos cuid ara, digo yo. P orq u e n o salió ningun o
h erid o, y los ton torrones de la escolta no pudie­
ron con ellos. Ni siquiera un terrorista m u erto,
ni u n o solo. E n cam b io, cayeron siete de los
nuestros, siete funerales, siete m onolitos h abrá
que levantarles, siete indem nizaciones a las fami­
lias, siete banderas hay que com p rar para cubrir
las urnas. No ve que salía más barato contratar te­
rroristas p ara la seguridad. P arece un chiste lo
que estoy diciendo, lo sé. P ero no m e van a de­
cir que au nq u e p arezca b ro m a m acab ra, esos
guerrilleros del Frente no sé cuánto, se m erecen
un aplauso. M ire que después del asalto, le pu­
sieron sirenas a sus autos y arrancaron haciéndo­
se pasar p or gente nuestra, com o en las películas.
Y claro, nadie se atrevió a d etenerlos, y pasaron
p or las narices de los carabineros que con trola­
ban el cam in o. Y yo c re o que hasta les dijeron
ch ao a los tarados de com bate que pusieron a la
salida de Puen te Alto, y se fueron rien d o de es­
te viejo tonto, que no lo m ataron gracias al cho­
fer y p o rq u e Dios es gran d e, p ero le h iciero n
pasar un susto.

R ecordan d o que aún tenía en su bolsillo la foto


del d esap arecido, sintió un vacío en el estóm a­
go al bajar de la m icro, y ante la ord en m an d o­
na del militar, que los hom bres allá y las mujeres

169
acá, no supo reaccionar tupiéndose entera, y ahí
le afloró lo loca en la em ergen cia. ¿Y usted qué
espera, no sabe d ón de ponerse? le gritó el uni­
form ado. Tendría que partirm e p or la mitad pa­
ra estar en las dos partes, le contestó risueña. Así
que te gustan las tunas, dijo el milico acercándo­
sele lascivo. Entre m uchas otras cosas, respondió
ella con la nariz respingona. ¿Com o cuáles? Co­
m o bordarles m an teles a las señoras de los ge­
n erales. ¿Y qué más? C om o b o rd arle sábanas a
la m am á de un coronel. ¿Y qué más? ¿Y qué más
quiere? Que m e borde este pañuelito que tengo
en el bolsillo, le m urm uró agarrándose el miem­
b ro co n disim ulo. C u an do q uiera, p ero ah ora
voy atrasado porque tengo que term inar un tra-
bajito. Entonces váyase no más, dijo el milico ba­
jan d o la metralleta. ¿Y no me va a revisar? A hora
no, pero después le voy a llevar el pañuelito. Mu­
chas gracias, se despidió la loca encam inándose
por la vereda, ante la m irada de los pasajeros en­
cañonados p o r la espalda, con las piernas abier­
tas y las m anos en la pared. Y desapareció con su
alm a coliflora clavada en un alam bre, sintiendo
un hielo sabueso olfateándole los pasos. En las
avenidas no flotaban ni las ánimas, a lo lejos un
traquetear de balas le apuró el paso. ¿Qué sería
de Carlos a esta hora? ¿Y si la necesitaba? ¿Y si no
tenía dónde esconderse el pobrecito? ¿Y si la es­
taba esperando en la casa angustiado? Y cuando
ella llegara se tiraría a sus brazos co m o un pe­

170
rrito. P ero ¿y si los milicos la venían siguiendo?
¿Si le habían dado la pasada porque algo sospe­
chaban? Y ahí caerían los dos en la em boscada.
Porque en esa casa de m ierda no había p o r don­
de arran car y las viejas copuchentas de la cuadra
les dirían a los milicos: Sí, yo vi cuando entraban
esos cajones co n arm as. Yo vi a ese h om osexual
cuan do les abría la puerta en el toque de queda
a tantos m uchachos. Quizás no, peladoras serían
las viejas, pero nunca soplonas, nunca dirían que
en esa casa m arica, el Fren te Patriótico M anuel
Rodríguez había encontrado un hueco cálido de
p ro tecció n . Al sentir un m etralleo ce rca n o , in­
ten tó co rrer, p ero se contuvo, ese panfleto con
la c a ra de ese d esap arecid o le q u em ab a en el
bolsillo, co m o si el rostro de ese h om b re m u er­
to pudiera respirar, y su vaho sepulto, quién sa­
be dónde, le entibiara el costado previniendo su
acelerado caminar. Faltaban sólo dos cuadras pa­
ra llegar a su casa que le p arecieron eternas, y al
fin, tem b lorosa, abrió la p u erta, y resp iran d o
hondo la cerró , sintiéndose protegida en la con ­
cavidad fam iliar de la som bra. P ero no p rendió
la luz. El silencio obeso que llenaba el lugar po­
día p resagiar cualquier cosa, igual se arriesgó a
subir dispuesta a todo. U no a u no los peldaños
cru jieron co m o si cam in ara sobre un cem en te­
rio de cristal. U n o a u no sus pasos fu ero n es­
tam pidos cinem atográficos que la am etrallaron
rodando escalera abajo m oteada de púrpura, re-

171
pi tiendo ah ogad a en sangre el n om b re de Car-
los-Carlo-Carl. Aquel n om b re falso, disperso en
la súplica ch am ullera de esas letras, un nom bre
de m entira, de bambalinas, tan ficticio com o esa
ju g arreta im aginaria de actu ar el m iedo. Le hu­
b iera gustado recib ir aplausos al llegar arriba,
pero p or fortuna y m ucha suerte, sólo el eco ma-
rifrunci de su voz le con testó burlesco: ¿Hay al­
guien p o r aquí?
A q u ella n o c h e e n s e p t i e m b r e d el 8 6 fue espesa,

un socavón d e coyotes aullantes p o r las avenidas,


u n a ciudad crispada p o r los n u m ero so s allana­
m ien tos, portazos, gritos y b a la ce ra s en los ba­
rrios populares. El E jército se to m ó Santiago,
co rtan d o las rutas de salida. Se m o n tó un cerco
arm ado d esd e la periferia que se fue cerran d o a
m edida que los militares revisaban autos, casas,
poblaciones enteras, form adas en fila toda la no­
c h e en las canchas de fútbol. A la m e n o r equi­
v o cació n , al más sim ple titu b eo , a culatazos se
llenaban cam iones y cam iones d e sospechosos.
P o r supuesto, ella no pudo d o rm ir e n un estado
así, b rin can d o cuando escu ch ab a u n ruido, so­
bresaltada p o r el crujir de la escalera. Con la te­
te ra hirviendo toda la n och e p o r si acaso, p o r si
a Carlos o sus amigos se les o c u rría llegar. Con
la rad io p ren did a, p ero bajito, e scu ch a n d o los
últim os com unicados:

C o o p e r a t iv a está lla m a n d o : La
Su b s e c r e t a r ía de ( J o b ie r n o in f o r m a : Por
l o s g ra v es a c o n t e c im ie n t o s d e l o s

c u a l e s e l pa ís h a s i d o t e s t i g o , se le

r u e g a a la p o b l a c ió n m a n t e n e r s e e n s u s

173
DOMICILIOS, Y ESTAR ATENTA A CUALQUIER
CIRCUNSTANCIA QUE LES PAREZCA
SOSPECHOSA Y DENUNCIARLA A TIEMPO

Ya en la m añ an a, cab ecean d o de su eñ o, es­


cu ch ó el alarido de su vecina inform ándole que
lo llam aban p o r teléfono. ¿H o m b re o m ujer?,
p regu n tó tragand o saliva. Mujer, es u n a señori­
ta que se llama Laura y quiere hablar con usted.
Voló escalera abajo, cruzó la calle y tom and o el
teléfono en un m in u to p regu n tó: ¿Aló? Sí, con
él, diga. Usted habla con Laura, la amiga de Car­
los. Ya lo sé, d ígam e ¿cóm o está él? N o puedo
hablar m ucho, usted m e entiende. El está bien,
p ero no es p or eso que lo llamo, necesitam os ur­
gente hablar con usted. ¿Puede ser en una hora?
Claro que sí. Espérem e en la calle, lo pasamos a
recoger. Gracias. ¡Qué m ujer tan hincha pelotas!
¿Q ué ten d ría que h ablar con él? S egu ram en te
querían pedirle o tro favor, p ero ¿por qué no se
lo pedía Carlos, con quien tenía más confianza?
A lo m ejor era arriesgado. A lo m ejor Carlos es­
taba herido y esa Laura no quería decirle p or te­
léfono.
Tenía un nudo de dudas metido en su cabeza,
cu an d o el auto ap areció p o r la esquina y se de­
tuvo silencioso al tiem po que una m ujer le abría
la p u erta trasera p ara que subiera. Al m irarla
nuevamente, recon oció a esa tal Laura bajo unos
gruesos lentes ópticos y un pañuelo am arrado en

174
la cabeza. No te re c o n o c í niña, te p areces a la
C hilindrina. Es p o r seguridad, usted en tiend e
que son m om entos difíciles para todos, le dijo la
m ujer cortándole el chiste. El auto aceleró, y ella
recién se fijó en el h om b re que con d u cía el ve­
hículo. ¿Por qué no vino Carlos?, fue lo prim ero
que se atrevió a preguntar. No puede, pero no se
preocu pe, él está seguro. Queríam os hablar con
usted p ara p on erlo al tan to de su situación. Es
muy peligroso que siga viviendo aquí, casi todas
las casas de seguridad han sido allanadas y la su­
ya es la única que falta. Debe ser cosa de horas
para que llegue la CNI. Es urgente que salga rá­
pido de Santiago. P ero no puedo abandonar mi
casa, ¿qué va a d ecir el dueño si la dejo botada?
Mire, lo interpeló la m ujer m irándolo fríam ente
tras los cristales. Es cosa de vida o m u erte, ¿me
entiende? Si alguien más cae, caem os todos. Pe­
ro yo n o p u ed o llegar y p artir co m o u n a millo-
naria loca, señorita. N o es mi estilo, casi le gritó
al borde de la indignación. La m ujer tragó aire,
para tranquilizar el diálogo y agregó: Escúchem e,
no le estamos p regu n tand o si usted quiere irse,
debe h acerlo p o r su bien y el de todos. L a L oca
del Fren te m asticó saliva m irando h acia afuera.
La ciudad pasaba rauda a m orir en la perspectiva
brumosa de las calles. Otras veces, en ese mismo
auto ju n to a Carlos, esa fuga u rb ana le p areció
más am able. P ero a h o ra la m ism a ciudad era
otra. Las im ágenes en retirada de un pasado fe­

175
liz le arrebataban lo único am ado de su piltrafa
vida. E ra el fin, la historia de am o r se deshojaba
com o una m agnolia aplastada p or las ruedas del
auto. Sólo quedaba el reílejo de su cara en el vi­
drio supurando esa garúa que caía en la ciudad
lloránd ola sin su con sen tim ien to. ¿D ónde está
Carlos? ¿Podré verlo una vez más?, le preguntó a
la joven que a su lado esperaba una respuesta. Lo
veo difícil, dijo la m ujer m irando al hom bre que
m anejaba nervioso. Sería la única condición que
yo le pido p ara irm e de Santiago. Verem os qué
se puede hacer, p ero p o r el m om en to es urgen­
te que usted deje esa casa. ¿Tendré tiem po para
sacar algunas cosas? No lo creo, lo que sí im por­
ta es h a ce r u n a lim pieza de tod o lo que pueda
co m p ro m eterlo . ¿C om o qué? N om bres, cartas,
d ocum entos suyos, cualquier indicio, cualquier
seña que ellos puedan encontrar. ¿Me entiende?
L a L oca del Frente asintió com o una niña, deján­
dose llevar, escuchando las instrucciones estrictas
que le daba esa cabra chica m etida a guerrillera.
Total daba lo mismo, el cuento term inaba de esa
m an era absurda, Carlos y ella arrancando en dos
direcciones opuestas. ¿Y dónde quieren que me
vaya?, preguntó agregando, porque yo no tengo
un peso para viajar a ningún lado. De eso no se
p reocu p e, n osotros tenem os un d inero p ara su
viaje, sus gastos y estadía. ¿Y cuál será mi destino?
No se lo podem os decir hasta m añana a las siete
cuando lo pasemos a buscar. El auto se había de­

176
tenido a media cu ad ra de la casa. L a mujer, aho­
ra un p oco más am able, le estiró la m ano, que la
loca ap retó interrogando: Y Carlos, ¿cuándo po­
dré hablar con él? Eso déjelo p or cuenta nuestra.
No se preocupe.
T enía la zorra en la cabeza, un m enjunje de
terrores y confusiones dándole vueltas, un apu­
ro siniestro sin saber p o r dónde com enzar. P or
eso iba y venía p o r la casa ju n ta n d o y a m o n to ­
nando trastos. Y en ton ces se dio cu en ta que no
tenía muebles, eran puros cachureos tirados p or
el suelo y que daba lo m ism o recogerlos o guar­
darlos, total en cualquier otro sitio con unos c l o ­
nes, trapos y m ucha im aginación podría levantar
de nuevo su castillo piñufla. P ero h ab ía cosas
que n o p od ía dejarlas al ab an d on o, co m o el
m an tel b o rd ad o , c o m o el so m b rero am arillo,
p or ejem p lo, c o m o los guantes con puntitos y
sus lentes de gata. Las revistas Ecran, algunos re­
cortes de Sarita M ontiel, y m enos u na foto suya
en que ap arecía de travestí. L a extrajo de en tre
las páginas amarillas de un Cine Amor y la puso a
la luz para verla más nítida, pero daba lo mismo,
porque el retrato era tan añoso que la brum a del
tiem po había suavizado su perfil de cuchillo. Se
veía casi bella. Y si no fu era p o r el “casi ”, nadie
p od ría reco n o cerla fo rrad a en el lam é escam a­
do de su vestido de sirena, nadie p od ría pensar
que era ella en esa pose blandam ente torcid a la
cadera y el cuello m irando atrás. Con ese m oño

177
de nido que se usaba en los años sesenta, tipo
G race Kelly, con el maquillaje preciso que le da­
ba a su cara esa au reo la irreal, esa espu m a va­
p orosa de luz falsa que le con fería el desteñido
de los años. Casi bella, se convenció alabando la
cin tu ra de ju n c o y esa piel de d urazno que fo­
rraba sus hom bros em pelotados. U n ruido la hi­
zo levantar la cabeza y m irar p or la ventana, y en
el vidrio del p resente se en co n tró co n el rostro
abofeteado de la realidad. Alguna vez fui linda,
se co n fo rm ó gu ard an d o la fo to en u n a bolsa
donde iba ju n tan d o sus amados cachivaches. Tal
vez, si Carlos viera ese retrato, quizás si Carlos la
m irara esplén did a en el g lam o u r sepia de ese
ayer, p od ría h ab erla am ad o co n el arreb ato de
un loco R om eo ad olescen te. E n to n ces habrían
huido ju n tos rajados p o r la carretera, a perd er­
se en el h orizo n te d on d e el viaje n u n ca tuvo
fin ... Tal vez d eten erse a la ráp id a en un pue-
blucho donde Carlos se bajara a com p rarle cho­
colates, y en ag rad ecim ien to ella se soltaba el
m o ñ o de nido p ara sentir la cascad a de pelo
arropándole sus hom bros descubiertos. ¿Te gus­
to así?, le diría m ordiéndose el labio p ara enro­
je c e rlo al o frecerle un beso. P ero allí se quedó
con la m ueca vacía de su b oca de abuela. U rgía
salir de allí, co m o le dijo esa tal Laura. Y sólo en
ese m o m en to p udo calib rar la reco m en d ació n
de esa m ujer que e ra apenas u n a chiquilla, tan
joven y p arecía un sargento. P orque al parecer,

178
ella tenía un rango más alto que Carlos. Pero, tan
m andaruna la cabra de m ierda que la obligaba a
d ejar su casa, que la ten ía tan nerviosa desar­
m ando lo único que ella había tenido en el mun­
do. Siem pre fue así, suspiró ren d id a, pan para
hoy y ham bre para m añana, tan p ron to creía te­
n er algo y la vida se lo quitaba de un arañazo. Se
sorp ren d ía verse tan sum isa h acién d o le caso a
esa gente del Frente Patriótico. Total, ella les ha­
bía h ech o un favor sin saber de qué se trataba la
película. Pero quién le iba a creer. Se ensañarían
con tigo, le había d ich o Carlos, y a él sí le creía
con tod a el alm a. Esa e ra la ú nica razón que la
ten ía d eshilando tod o su am b ien te p ara m ar­
charse quién sabe dónde. L a vajilla inglesa y los
cubiertos de plata se los voy a llevar a la Ranita,
se dijo arrum bando la tetera abollada y un resto
de platos saltados y tazas sin oreja. Tam bién los
ju egos de sábanas, que no pudo term inar, se los
dejaría a la Rana que había sido tan buena. Y so­
bre tod o, la rad io, su q u erid o y viejo ca ch a rro
musical. Eso sí que iba a e c h a r de m enos. Y allí
en el aeropuerto del adiós necesitó alguna m elo­
día para am ortiguar la pena. Entonces, encendió
el artefacto, que ch ich arrean d o transm itía si­
niestras noticias:

In fr u c t u o s o s so n lo s esfu erzo s d e lo s

S e r v ic io s de S e g u r id a d para d a r c o n e l

p a r a d e r o d e l g r u p o t e r r o r is t a q u e e n e l

179
DÍA DE AYER ATENTÓ CONTRA LA VIDA DEL
P r e s id e n t e de la R e p ú b l ic a . Se espera n

PRONTAS DETENCIONES EN LOS


ALLANAMIENTOS QUE SE EFECTÚAN EN IA
ZONA SUR DE SANTIAGO.
In fo r m ó la D ir e c c ió n N a c io n a l de

C o m u n ic a c io n e s de G o b ie r n o

Fue un m ilagro de la Virgen lo que salvó a mi


m arido, les exp licab a a los periodistas la m ujer
del D ictador, señ alan d o el vidrio astillado del
M ercedes Benz, d on de aseguraba que se distin­
guía la im agen de M aría Santísima en los rasmi­
llones de las balas. ¿Pero qué Virgen?, preguntó
u n a jov en corresp on sal de R adio C ooperativa.
¿Cóm o qué Virgen? Usted es tonta, la Virgen del
C arm en pues, la P atron a del E jército. Q ué otra
Virgen p od ría ser. No se fija que se ve clarita la
im agen con el niño en brazos aquí en la venta­
n a del auto. ¿O usted es ciega? ¿Y qué piensan
h acer con el vehículo?, p regu n tó un periodista
español. L o p on d rem os en exhibición en algún
lu gar público, p ara que la g en te venga a agra­
decerle a la V irgen p or haber salvado la vida del
Presidente. L a improvisada conferencia de pren­
sa que daba su mujer, se realizaba en el jard ín de
la casa, ju sto bajo el d orm itorio desde donde él
escu ch ab a sin q u e re r escu ch ar. Más bien, de­
seand o h un d irse en el co lch ó n p ara relajar el
castañeteo de sus dientes. Todavía no se reponía

180
del susto, y al c e rra r los ojos, aún las cenizas de
la pólvora nevaban sus pestañas canosas.
¿C óm o se siente el P residen te a h o ra señ o ra
Lucía, después de lo ocu rrid o?, p regu n tó la j o ­
ven p eriod ista de R adio C o op erativa. ¿Y có m o
cree usted que pued e sentirse?, le con testó ful­
minándola con sus ojos maquillados de azul. Mal
pues. Si no fue un ju ego, no ve que casi lo matan.
P ero Augusto es fu erte, él tiene u n a form ación
militar que lo ayudará a recuperarse. ¿Ustedes ha­
bían pensado que podía o cu rrir algo así?, insis­
tió la niña con sana curiosidad. ¿Dónde estudió
periodism o usted señorita que pregunta tam aña
ton tera? ¿C ree que som os m agos p ara adivinar
el futuro? ¿o piensa usted que soy una bruja que
sabe lo que va a pasar? C ara de bruja ten ía esa
vieja, pensó la chica gu ard an do la grabad ora vi­
siblem en te avergonzad a, m ien tras la P rim era
D am a, h acién d o le un d esp recio, invitaba a los
o tros p eriodistas a to m ar un refresco . Algo de
bruja ten ía su m ujer, reflexio n ó el D ictador,
a m o d o rrad o en su cam a, re co rd a n d o sus re co ­
m e n d a cio n e s d e m al ag ü e ro in sp irad as en el
T aro t de G on zalo. D esde a h o ra le h aría caso,
to m a ría en cu e n ta sus op in ion es y e ra posible
que nom brara a ese m aricucho asesor consejero
del gobierno. Los párpados le pesaban una tone­
lada, p ero no quería dorm ir, le aterraba quedar­
se solo en esa oscuridad. Pero inevitablemente el
sueño lo arrastró pendiente abajo, tinieblas aba­

181
jo , com o una boca n egra que lo chu pó en la in­
consciencia del letargo. La n och e de su dorm ir
era espesa, pero pronto una hilera de puntos lu­
m inosos com en zó a subir desde el fon d o, tam ­
bién los sones de la m arch a E rica le llegaron en
el tintineo lejano de las marimbas. La culebra de
antorchas subía el cerro Chacaritas hasta la cum ­
bre, donde él, con uniform e de gala, esperaba a
los setenta y siete jóvenes, artistas e intelectuales
que cada año con d ecorab a en esa fech a aniver­
sario de la B atalla de la C o n cep ció n . Respiró
h on do, hinchándose el p ech o de orgullo al ver
de cerca a sus cadetes vestidos con el uniform e
azul y rojo de la G uerra del Pacífico. Se veían tan
gallardos silbando su h im n o p red ilecto bajo el
resp land or an aran jad o de las an torch as. E ntre
ellos había jóvenes intelectuales, escritores, poe­
tas, pintores y m úsicos elegidos para esta nom i­
nación. A la luz temblorosa del fuego, distinguió
al cantan te de la Nueva Ola Jo sé Alfredo Fu en ­
tes, que ya no era tan joven, pero todo el país re­
cord ab a su éxito “Te perd í”. Más atrás pudo ver
a la rubia A ndrea Tessa, que en sus cum pleaños
lo alegraba cantán dole “El Rey”, qué bonita era
esa chiquilla, quién fu era jo v e n ... A su lado re­
con oció al anim ador César Antonio Santis, el ni­
ñ o m aravilla de la tele, y d etrás a Ju lio López
B lan co , el p o eta de las noticias, que lo vitoreó
em o cio n ad o c o n u n: ¡Salud y gloria al Presi­
dente! Le respondió el saludo am able, pero cor­

182
tan te; le cargab a ese personaje tan rebuscado y
ch u p am ed ias. P e ro h ab ía otro s m ás reb eld es,
com o ese rock ero Alvaro Scaramelli que se atre­
vía a venir co n las m ech as largas, tan diferente
al jov en cuen tista Carlos Itu rra, que p einad o a
la gom ina y de co rrecto te m o gris, esperaba con
hum ildad la distinción. El ú nico que faltaba era
el p oeta Raúl Zurita que, sin ningún rep aro, ha­
bía re ch a z a d o el p rem io . M ejor que n o esté
aquí ese com u n ista de m ierd a que se c re e Ne-
ruda. ¿A quién se le habrá ocurrido nom brarlo?
L o ú n ico que faltab a: yo c o n d e c o ra n d o a un
marxista.
Así, uno a uno, los hom enajeados iban pasan­
do frente a él y recibían agradecidos la piocha al
m érito que él p ren d ía en sus solapas. P rim ero
fu ero n los can tan tes; después los p intores, p e­
riodistas y escritores. Y luego lo esperaba la lar­
ga fila de cadetes correctam en te vestidos con el
uniform e del Séptim o de Línea. Y a cada uno lo
abrazó co m o un p ad re en gan ch án dole la dora­
da insignia en el p ech o . El gesto se fue h acien ­
do m ecán ico a m ed id a que desfilaba la larga
cola al com pás vibrante de los orfeones. Y cuan­
do llegó el últim o ch ico de uniform e, lo sobre­
saltó la voz aflautada del m u ch ach o diciéndole:
¿Qué tal Presidente? E ra el mismo m ariposuelo
que había m andado a expulsar de la Escuela Mi­
litar. El mismo colijunto que ahora lo enfrentaba
sonriendo, desabotonándose la guerrera, desnu­

183
dándose un p ech o forrado en un n eg ro sostén
de encaje p ara recibir la m edalla. No m e vaya a
clavar mi G eneral, le decía burlesco. U n m areo
de furia lo despertó rum iando hiel p or los dien­
tes. P or suerte había sido un sueño, y p o r suerte
desperté p orque si no, m e acrim ino con ese de­
gen erad o. ¿Q ué te pasa hom bre? ¿Qué estás di­
cien d o? A pu esto que o tra vez n o te tom aste el
tranquilizante que te dejó el m édico, le decía su
m u jer reto cán d o se la b o ca fre n te al peinador.
Con tanta pregunta de los periodistas, se m e co­
rrió todo el maquillaje.

184
L a c a s it a e s q u i n a de tres pisos e ra u n a cu en ca
sin vida en ese a m a n e c e r en que la L o c a del
Fren te no había pegado los ojos tratando de bo­
rra r sus huellas de cada rin cón , q uem and o pa-
pelitos con núm eros de teléfonos y direcciones,
b arrien d o pisadas, lim piando los vidrios, p o r si
alguna m arca dactilar era descubierta, y recién
en la m añ an a p ud o resp irar tran q uila co n sus
cosas más afectivas em baladas en dos grandes
paquetes. Entonces en cen dió un cigarro y subió
al altillo p ara ver ese horizonte gris con los ojos
de un desahuciado. Y sentada frente a esa pers­
pectiva, dejó escap ar m otas de h u m o, p regu n ­
tándose: ¿Cóm o se m ira algo que n u n ca más se
va a ver? ¿C óm o se p u ed e olvidar aquello que
n u n ca se ha tenido? Tan simple co m o eso. Tan
sencillo co m o q u erer ver a Carlos u na vez más
cru zand o la calle son rién dole desde allá abajo.
L a vida era tan simple y tan estúpida al mismo
tiem po. Ese panel de ciudad en ciento och en ta
grados, era la escenografía en cineram a para un
n ecio final. C óm o le h ub iera gustado llorar en
ese m om ento, sentir el celofán tibio de las lágri­
mas en un velo sucio cayendo com o un blando y
lluvioso telón sobre la ciudad también sucia. Có-

185
rno le hubiera gustado que toda su enjaulada pe­
na rodara fuera de ella en al m enos una gota de
am argura. Sería más fácil partir, dejando quizás
un pequeño ch arco de llanto, una m ínim a poza
de aguada tristeza que n in g u n a CNI p ud iera
identificar. P orq u e las lágrim as de las locas no
tenían identificación, ni color, ni sabor, ni rega­
ban ningún jard ín de ilusiones. Las lágrimas de
una loca h u ach a com o ella, n u n ca verían la luz,
n un ca serían m undos húm edos que recogieran
pañuelos secan tes de páginas literarias. Las lá­
grimas de las locas siempre parecían fingidas, lá­
grim as de u tilería, llanto de payasos, lágrim as
crespas, actuadas p or la cosm ética de la chiflada
em oción . L a ciudad a sus pies, aclarab a relum -
brona en los pespuntes del tímido sol. Esa malla
de o ro se iba esp arcien d o p o r el oleaje de te­
chu m b res caread as de m iseria, la lluvia del re­
cien te invierno había lavado las superficies de
zinc, d on d e refulgía ese o re a d o calor. Desde
arriba divisó el auto al doblar la esquina y luego
d etenerse sin ruido frente a la casa. Es h ora de
p artir n en a, se recitó a sí m ism o, tirán d ole un
beso al ayer que evaporaba su adiós en el herido
rem anso del am o r viejo.
L a Rana n o esperaba esa visita tan tem prano.
L a recib ió en tu m id a en la p u erta, arreb o zad a
p or un chal. ¿Q ué pasa niña? ¿Y esos bultos? No
m e digái que te ech aro n d e la casa. Mira Rani-
ta, ahora no puedo explicarte nada, pero te quie­

186
ro p ed ir que m e gu ard es estas cosas; éstos son
unos trabajos que no pude term inar, h ácete car­
go tú y entrégalos, porque unos pesitos no están
de más. Te dejo mi radio para que te e n treten ­
gas, y lo demás ocúpalo si te hace falta. P ero que
güevá n iñ a, pasa y siéntate p o r lo m en os p ara
que m e cuentes de qué se trata esta chifladura.
¿Te volviste loca?, ¿dejar esa casa tan linda? L a
bocina del au to in terru m p ió la charla. ¿No m e
vai a decir que te rapta el hom bre? N o, niña, na­
da de eso. Ojalá fuera así, agregó fragilizada p or
un suspiro. P ero entonces, ¿cuál es la razón?, di­
jo la Rana tom ándola del brazo. Yo no te dejo ir
m aricón si no m e dai un motivo p o r lo m enos.
T en go que h a ce rlo m am ita, es cosa de vida o
m u erte. L a b o cin a del au to volvió a in te rru m ­
pirlas. N o en tien d o, no p ued o co m p ren d er en
qué güevadas andái m etida. No im porta Ranita,
m ejor así, con testó la L o ca del Fren te, zafándo­
se y d án d ole un fu erte abrazo y un g ran beso,
sintió el pálpito card iaco de su gran am iga; Ma-
mi R ana, co m o le d ecía co n cariñ o. L a h erm o ­
sa cola m atron a que en el m arco de la p u erta la
desp edía co n sus dedos acalam b rad os de frío.
Así la vio em p e q u e ñ e ce r a m edida que el au to
se alejaba de esos tierrales. ¿Es muy am igo suyo?,
supongo que 110 le h abrá dicho nada, in terrogó
la m ujer sentada a su lado. Y si le h ub iera dicho
¿qué? ¿Acaso ustedes no creen que hay gente co­
m o yo que p u ed e g u ard ar un secreto ? ¿C reen

187
que todos los m aricones somos traicioneros?, re­
plicó la L oca del F ren te con las mejillas rojas de
in dignación . P ero n o se p re o cu p e n , n o le dije
nada, solam ente para no com p rom eterlo. N o se
en oje, agregó la tal L au ra, arreglán d o se la pe­
lu ca cob riza que la to n ta c re ía le daba o tra
id entid ad. Nos q u ed a b astan te que viajar ju n ­
tos, p o rq u e yo lo voy a d ejar hasta su destino,
m urm uró la m ujer con indiferencia, así que p or
lo m enos hagam os agradable el trayecto. No le
hizo caso, algo n u n ca le gustó de esa niña con
aires de sargento, y n o era solam ente p o r celos,
tam p oco p orque e ra joven y preciosa. E ra algo
más, cierto esfuerzo que la cabra h acía p o r ser
am able. Y estaba segu ra que si n o fu era p o r la
inseguridad que sentían co n él, esa tal L aura la
dejaba b otada ah í m ism o, en la m itad del cam i­
n o a Viña del Mar, p orq u e h acía rato el vehícu­
lo había tom ad o esa ru ta. L o p ud o leer en los
avisos cam ineros que pasaban, y acom odándose
com o gata frívola en el asiento, com en tó desga­
nada: Me va a h a c e r bien un p o co de sol m ari­
no, estoy tan pálida.
Cuando estuvieron cerca de la Ciudad Jardín,
la h um edad m arisca del viento le despeinó las
cuatro m echas. ¿Puede ce rra r un p oco la venta­
nilla, p or favor? L au ra le hizo caso, p ero sin mi­
rarlo, en realidad no habían pronunciado palabra
en tod o el cam in o. Ni ella ni el ch ico que m a­
nejaba. H abía sido un viaje tenso, y en cada pa­

188
rad a de peaje L au ra p ren d ía un cigarro y luego
lo apagaba casi sin fum arlo.
V iña del M ar ap areció de p ron to en un re co ­
do co n sus m ansiones m ed iterrán eas. L a L o c a
del Fren te n un ca había estado en ese balneario
de turistas y gente linda. P ero en esa ép oca, y a
esa h o ra de la m añana, solam ente se veían em ­
pleadas domésticas haciendo com pras, estudian­
tes rubios con sus uniformes de colegios católicos,
más alguna an cian a inválida tom an d o el fresco
en las p érgolas jazm in eras de los p alacetes. Se
p arece a u n a p elícu la an tigu a de la co sta fran ­
cesa, pensó ella, re co rd a n d o el m ilagro de esa
prim era vez que se en co n tró con el m ar proleta
de C artagen a, cu an d o tod a la p ob lació n de su
infancia se en caram ó a un tren , gratis y p o r ini­
ciativa de M ario Palestro, el alcalde de San Mi­
guel, que le regaló a toda su com u n a un día de
playa. Q ué bueno había sido ese caballero y qué
lástim a que estos m ilicos lo h ub ieran exiliado.
Algo de Carlos tenía ese político de bigotes m e­
xicanos y sonrisa generosa. Y a propósito, ¿cuán­
do m e voy a en contrar con Carlos señorita?, dyo,
alzando la p reg u n ta altan era y exig en te. Re­
cuerde que ése fue el trato. L a m ujer sonrió con
la b o ca torcid a m iran d o al chofer. N o se p re o ­
cupe, nosotros nos encargam os de e s o ... P e ro ...
Confíe en nosotros, la in terru m p ió la ch ica con
firmeza. Y ah ora escúchem e co n aten ción, agre­
gó co m o una profesora que le habla a u n a niñi-

189
ta; nosotros lo vam os a dejar en un b ar frente a
la playa. U sted va a en trar solo y se sienta en la
p rim era m esa de la izquierda. Pide un café. Yo
n o tom o café porque m e hace mal p ara la úlce­
ra. N o im p orta, en to n ces pida u n a bebida. No
hable con nadie ni le pregunte n ada a nadie. Y
allí espera. ¿E sp erar qué? ¿Q ue la p e ra caiga?
Q uédese tranquilo y haga lo que yo le digo, in­
sistió Laura, tom ándole el brazo con amabilidad
al tiem po que el auto se detenía frente al local.
M uchas gracias p o r todo, y discúlpem e si en al­
gún m om en to he sido mal educada. U sted sabe
que vivimos ju n to s tiempos difíciles.
E n un segundo la voz de la ch ica se fragilizó
conectándose con alguna parte suya, com o si en
ese m om ento se asom ara en ella el desagravio de
la em oción. Y después de darle un beso en la m e­
jilla, el auto se perdió en la costanera. Y allí esta­
ba ahora frente a ese bar con sus pocas pilchas en
un aúllo. ¿Y si todo había sido u na brom a? ¿Y si
esos guerrilleros se habían deshecho del maricón
trasladándolo de ciudad y punto?, sin dejarle ni
un peso, porque ah ora que se registraba los bol­
sillos caía en cu en ta que no ten ía ni p ara h acer
cantar a un ciego en esa playa de ricos.
E n to n ces escu ch ó la voz del m ozo que am a­
b lem ente lo invitaba a pasar. Y n o le quedó otra
opción, ya que el m u chacho cogió la bolsa de su
equipaje y casi arreán d o la la in trod u jo al ele­
gante bar. ¿Le gusta en la p rim era m esa de la iz­

190
q uierda p ara que vea el m ar?, le p regu n tó con
un levísimo tic en sus pupilas brillantes. Y en rea­
lidad, desde allí, la o n d u lan te seda m arin a ex­
ten d ía su cap a co b alto ju n to al m erid ian o del
firm am en to, tan azul, tan b ellam en te azul que
p arecía o tro país, un país de cu en to d on d e no
pasaban las atrocidades que se escondían bajo la
alfombra. ¿Qué se va a servir?, dijo el joven m o­
zo con su voz cantante. No tengo con qué pagar,
contestó ella con tím ido rubor. No se preocupe,
es una atención de la casa. Entonces un agua mi­
neral. ¿Con gas? Sí, p o r favor; m uchas gracias.
En la costanera que bordeaba la playa, un lar­
go taco de vehículos eran revisados p or infantes
navales que, con m etralleta en m ano, pedían do­
cum entos, encañonaban y detenían sospechosos.
Ella no tenía docum entos, nunca había usado do­
cum entos, y si venían a pedírselos, les contestaría
que las estrellas no usaban esas cosas. A pesar de
todo, estaba tranquila, tan serena y entregada al
placer de la brisa que pegó un salto cuando una
voz en su oído musitó: ¿Tienes m iedo torero?

Voy a d orm ir tres días seguidos cu an d o llegue­


mos a C erro Castillo, co n tan ta n eu ra m e salie­
ron patas de gallo hasta en la lengua. Mira cóm o
ten go la piel, p a re ce un p ap iro egip cio con la
p reocu pación . Y esas crem as grasientas que ha­
cen ahora, no son ningún rem edio. Fíjate cóm o
salgo en esta foto del diario. Mira las bolsas que

191
tengo debajo de los ojos. P or suerte es bonito es­
te titular: L a v i r g e n s a l v ó a l P r e s i d e n t e . ¿ N o
crees que debieras m andar a construir una capi­
lla en el lugar del atentado? ¿Porque no pensarás
vestirte de café p o r seis meses c o m o los cabros
chicos cuan do h acen u na m anda? A unque con
ese uniform e plom o p arece que siem pre andu­
vieran de m anda. ¿N unca se te h a ocu rrid o Au­
gusto, que los uniform es podrían ser de distinto
co lo r p ara cada estación del añ o? Sí, ya sé que
estás pensando que soy frívola, p ero no es mala
idea, se verían tan lindos los chiquillos de la Es­
cu ela co n trajes c o lo r sandía en veran o , con
amarillo miel en otoño y, bueno, el mismo color
gris b u rro p ara el invierno. Me dirás que estoy
lo ca p o r pensar así, p ero no puedes n eg ar que
siem pre tengo razón. Si m e hubieras h ech o ca­
so, no habría ocurrido lo que pasó. Mira que an­
dar con ese batallón custodiándote, era evidente
que los terroristas te seguían los pasos p o r todos
lados. A hora la seguridad se usa más discreta
hom bre, sin helicópteros ni sirenas. Apenas tres
autos sobrios de com itiva, c o m o ah o ra. ¿Viste
que nadie se dio cu en ta que estam os en Viña?
N ingún p eriod ista ni fo tóg rafo siguiéndonos
con sus cám aras. Y si yo quisiera, m e p od ría ba­
jar de incógnita a tom arm e un refresco aquí mis­
m o, en aquel barcito tan m o n o n o que pusieron
allí en la costanera.

192
C om o p o r m ilag ro, C arlos ap areció en el bar
riéndose con su teclad o delicioso. Príncipe, dijo
ella sofocada, usted n u n ca deja de sorp ren d er­
m e. Es mi d eb er alteza, la rutina la p on e triste.
No sólo la rutina príncipe, tam bién su ausencia,
y bajó los ojos para que la torm enta del am or no
le ah o g ara la m irad a. ¿Me p erm ite sen tarm e y
hacerle com pañía? N o faltaba más, dijo ella dra­
m ática. Pensé que n u n ca más te iba a ver, agre­
gó después ro m p ien d o el ju e g o . N o hablem os
de eso a h o ra, m u rm u ró C arlos, tom án d ole la
m an o bajo el m an tel de la m esa. Ten ía tan to
m iedo Carlos q u e ... Shit, no sigas, conversem os
de otro tem a. P e r o ... P ero nada, tenem os poco
tiem po y debo in form arte algunas cosas. No m e
im p orta ninguna inform ación, soy feliz estando
co n tig o . Yo tam b ién , p ero ah o ra salgam os de
aquí p orq u e esto está llen o de sapos. Con u na
seña, Carlos se despidió del m ozo, y cargan d o
los paquetes de la loca, apurado la invitó a salir.
A fuera, en la playa, el tibio aliento de la m a­
ñana sostenía el p lan ear de las gaviotas, parecía
que esbozaran fugas en el m apa del aire. A lo le­
jo s, la caravan a de autos seguían siendo revisa­
dos p o r los infantes de la A rm ada.
Vámonos a otra parte, dijo Carlos nervioso ha­
ciend o p arar un taxi. Siga d erech o hasta Valpa­
raíso, vamos a L aguna Verde. Pero el cam ino está
co rtad o . E n to n ces siga p o r arriba. Nos vamos a
d em orar un poco. N o im porta, 110 tenem os apu­

193
ro. En el trayecto n o hablaron ni u na palabra, y
cada vez que ella intentaba d ecir algo, Carlos la
enm udecía con un gesto de su boca. Pero qué im­
portaba hablar en ese m om ento, lo tenía a su la­
do, su perfil m oren o, su juventud nerviosa en el
sutil tem blor de su rostro tan próxim o, tan cerca,
que veía resbalar p o r sus sienes u n a gota turbia
de p reocu p ación . Al llegar al p uerto, frente al
m onum ental edificio del nuevo Congreso, un se­
m áforo detuvo al taxi. ¡Qué güevada tan fea, pa­
rece un hospital de la política, le susurró p o r lo
bzyo a Carlos que, conteniendo la risa, le hizo una
seña reiterando el silencio.

L a breve com itiva presidencial ya subía la cues­


ta de C erro Castillo. M ira A ugusto, desde aquí
se ve el C ongreso de Valparaíso. P arece un chis­
te que m andaras a con struir un edificio tan bo­
nito p ara esos políticos que te odian. ¿P o r qué
n o te olvidas de ese p royecto y lo conviertes en
un h otel cin co estrellas? P orq u e, ¿no pensarás
llam ar a eleccion es? Im agínate que perdam os,
co n lo m alag rad ecid os que son los chilenos.
Im agín ate que esos m arxistas gan en y ocu p en
esa maravilla de Parlam ento.
A lo lejos, en la concavidad del callam perío
p orteñ o, las altas torres del Congreso se erguían
flam antes en su m o d e rn a arq u itectu ra. Esa
co n stru cció n faraó n ica e ra su gran orgu llo, lo
m ism o que la C a rre te ra Austral. L a posteridad

194
lo re co rd aría co m o a Ram sés II, p or esas cicló
peas obras. P ero tal vez su m ujer tenía razón al
p en sar que en u n a posible elecció n esos rojos
p od ían gan ar, y de u n a p atad a en el traste lo
iban a sacar del C ongreso. Lo único que ella no
sabía era que un artículo de su nueva C onstitu­
ción, lo designaba co m o S enad or Vitalicio has­
ta el fin de los tiem pos. Respiró más tranquilo,
viendo c ó m o las to rres m ajestuosas se re c o rta ­
ban en lo n tan an za, y re c o r d ó que h a cía p o co
tiem po su m ujer le h abía insistido que supervi­
sara los avances de la con stru cción . M aldito día
en que le hizo caso, porque al llegar la comitiva,
cu an d o él se bajó del au to presidencial, ro d ea­
do de guardaespaldas, fotógrafos y periodistas,
escu ch ó un griterío en lo alto de la ob ra gruesa
del edificio, y pensó in ocente que los obreros lo
vitoreaban desde los andam ios, p or eso contestó
el saludo alzando las m anos, p ero al p o n er oído
escuchó con atención: P in o c h o -v ie jo c u l ia o -a se -
s in o Y c r im in a l . L a rabia fue un calor que en ro­

jeció su cara, lo sacó de quicio, y arremangándose


la cam isa, los desafió a grito pelado: B á je n s e d e
AHÍ GÜEVONES DE MIERDA, SI SE ATREVEN. VENGAN
PARA ACÁ. SI SON TAN GALLITOS. ROTOS DESGRACIA­
DOS y m a l a g r a d e c id o s . Fu e un b o c h o rn o , u n a
vergüenza que p o r desgracia ap areció p or tele­
visión a tod o el país. Y esos tarad os de Seguri­
dad, ni siquiera pudieron ubicar a n inguno de
esos patipelados que d esap areciero n en los ve-

195
licuaros del e n o rm e P arlam en to. Al igual que
los terroristas que habían aten tad o en su co n ­
tra. l)c- seguro, ah ora andaban p or ah í o habían
salido de Chile p o r los m u chos pasos cord ille­
ranos. Bájate pues hom bre que ya llegam os, es­
cu c h ó que le d ecía su m u jer desde el en o rm e
prado de C erro Castillo.

L a b ru m a m arina les pegaba en la cara su alien­


to refrigerado, h acía un rato que habían salido
del cen tro de Valparaíso, y ah ora el taxi serpen­
teaba p o r los acantilados de basura acum ulada
en la espalda del p uerto. P ero qué h orrible lu­
gar, p arece el paisaje de Cum bres Borrascosas,
com en tó la loca con pavor, encogién dose en el
asiento. Espérate un poco que lleguemos, es real­
m ente herm oso. Ojalá pues lindo, porque hasta
aquí todo es siniestro. Y después de unas cu an ­
tas curvas, apareció allá abajo el ojo de selva m ar
llam ado L agu na Verde. Ella contuvo la exh ala­
ción. C arlos, este sitio es p recioso, no p arece
Chile. Viste, yo te dije, lo que pasa es que los chi­
lenos no co n o cem o s n uestro país. Así es pues
am igo, agregó el ch o fer entusiasm ado bajando
la pendiente hasta llegar a ese paraíso de playa.
Leves espum arajos de en caje traía la m area en
su oleaje de arrastre. L a au reola de aren a con ­
tenía ese pequeño golfo com o una cucharada de
acrílico tu rq uesa y tran sp aren te. U n p equ eñ o
poblado de cuatro casas urbanizaba rural ese pe­

196
dazo de costa, p ero n o se veía nadie en el éxta­
sis m ágico de la escena.
¿Puede venir a buscam os a las cinco?, le p re­
guntó Carlos al chofer, estirándole un billete por
el costo del viaje. C óm o no, sonrió el hom bre as­
pirando a bocanadas el reflejo salino; ¿los recojo
aquí mismo? Claro que sí, agregó el chico bajan­
do los bultos de la loca, que m iraba el tul o ceá­
nico d rap ead o p o r la brisa. Y de p ro n to e ch ó a
c o rre r co m o u na ch icuela al en cu en tro del en ­
caje b lan co que alisaba la playa. E n la agitad a
c a rre r a se quitó los zapatos y soltó los pinches
im aginarios que sujetaban su ilusoria cabellera.
Q uería que ese paisaje la envolviera, la abrazara,
la colm ara, refrescándole el ard or quem ante de
su alm a en prisa. Y Carlos fue tras ella, im itán­
dola, sum ánd ose irresp on sable a ese efluvio
am oroso. Y la alcanzó ju sto cuando una ola ena­
na le en cad enab a los pies, y fue doble el abrazo,
fu ero n m últiples las pelusas de agu a que chis­
p earo n la caíd a, p o rq u e cayeron an ud ad os y
rien d o, luchando y rod an d o p or la aren a com o
dos niños que p o r fin se e n cu e n tra n , dos ch i­
quillos, que ju g a n d o a la agresión, disfrazan la
caricia brusca que urge tocarse, an ular ese abis­
m o m ascu lin o d e a re n a l y o c é a n o . Y allí q u e­
d a ro n acezan tes, u n o ju n to al o tro , c o m o dos
g arab ato s de cu erp o s exten u ad o s en la playa
desierta. Y si la m irada abyecta de la gaviota que
surcaba la altura hubiese sido u na cám ara de ci­

197
n e, la visión circu lar del p ájaro sobre la bahía,
les habría regalado un m undo. Si pudiera m orir
antes de despertar, dijo ella exp iran d o cada pa­
lab ra, co m o si leyera un resp on so. Si fu era así
p rin cesa, yo viviría en su sueñ o p ara siem pre,
m u rm uró Carlos a su lado con el lente del cielo
abism ándole los ojos. U sted siem p re h abitará
mis sueños, y se ocultará en el ram aje de mis pes­
tañas p ara que yo lo d escu b ra a c e ch a n d o co n
pena el vaivén de mi eterno dormir. ¿Cóm o usted
puede futurizar mi gran dolor princesa?, dijo Car­
los, sintiendo cóm o el vaho de su boca escribía el
diálogo en el telón del firm am ento. P orque us­
ted príncipe, será el elegido que cierre la corti­
na de mi última ilusión. Es un gran h on or alteza,
p ero es tan triste. Y qué im porta, 110 hay otro co­
lo r que m e vista d e pies a cab eza la tard e del
a d iós... amor, concluyó ella dejando que la síla­
ba final del am or anillara el eco de su voz. Y sa­
cudiéndose la arena, se puso de pie y cam bió de
tem a. Tengo ham bre Carlos. ¿Dónde vamos a al­
m orzar? P or aquí no hay nada, p ero mira, ahí se
ve un alm acén d on d e p od em os c o m p ra r algu­
nas cosas. A nda tú solo, m ientras tan to yo pon­
go la m esa. Y Carlos voló p o r la playa, dejando
la estela de sus pies m oldeados en la arena. ¿Por
qué tuve que con ocerte?, se preguntó la loca mi­
rándolo desaparecer. Pudimos no habernos cru­
zado n u n ca, siguió hablan do sola m ien tras iba
cam inando hasta donde Carlos había dejado sus

198
bultos. Y con nervioso ad em án , d esarm ó uno
b uscan d o algo p recip itad o, rab ian d o , exc la­
m ando: ¡Dónde m ierda había m etido aquello! Y
lo en co n tró , desplegando la nivea b an d era del
mantel bordado de pájaros y angelitos. Carlos re­
gresó en un santiam én cargad o de paquetes. Y
se quedó em bobado m irando el m antel, las ser­
villetas y el ram o de flores silvestres que las ma­
nos de la loca habían arreglado en unas conchas
de mariscos.
¡Q ué elegan cia!, suspiró el ch ico co n adm i­
ración . Usted princesa de la nada construye un
reino. Hay que ten er dignidad p ara vivir señ or
coch ero. ¿Qué trajo para m erendar? Sólo en con ­
tré pan de Andalucía princesa, quesos de Suiza y
un buen vino chileno p ara brindar p o r los dos.
Pero qué atrevimiento, ¿acaso no sabe u$ted que
me está prohibido brindar con la servidumbre?
P ruébelo mi señora, dijo Carlos d estap and o la
botella, y verá que este licor revolucionario hace
olvidar las clases sociales. ¿Q uiere em briagarm e
co ch e ro para h acer de m í lo que usted quiera?,
exclam ó ella em p in ánd ose un sorbo. Ve que
ah ora somos iguales am iga princesa. Y si somos
iguales amigo coch ero, ¿por qué no siento la ca­
ricia de su am or rebalsando este m om en to? No
culpe al am or am iga princesa, y dem e un trago
más para com partir su decepción. Ella sonrió ar­
ticulando en sus labios una m u eca burlona. No
alcanza a ser d ecep ció n q uerido am igo. N ada

199
más que darse cu en ta que u n a lo ca to n ta de
am o r siempre estará dispuesta a ser en g añ ad a...
utilizada. Y dejó que su voz descendiera p o r una
escalera de palabras y en el ú ltim o p eld añ o su
d ecir se q ueb ró tam baleante. C uando se ju e g a
al am or, siempre existe el riesgo de equivocarse,
siguió recitan d o co m o sonám bula, sob re tod o
cu an d o hay m uchos que no saben ju gar, y fina­
lizó la frase apuntando a Carlos con u na m irada
acusadora. ¿Qué dije que te m olestó? N ada lin­
d o, no te preocupes, p o r un m o m en to m e dejé
llevar p o r este cuen to estúpido. Y p ara cam biar
de tema, cu én tam e... ¿cóm o fue que arrancaron
después del aten tado? No digas aten tad o , p o r­
que n o fue eso. ¿Y cóm o le digo en ton ces? E m ­
boscada, afirm ó Carlos con las cejas ju n tas. Me
p erd o n arás, p ero yo no acostu m b ro u sar pala­
bras de cowboys, agregó la lo ca ten san d o aún
más la escena con un acento de ironía. Llám alo
co m o quieras en ton ces, p ero acu érd ate que tú
tam bién tuviste que ver en esto. ¿Ah, sí? N o te
p ued o creer, cu an d o les conviene se acu erd an
de m í y cu an d o n o, se d esh acen de u n a co m o
trapo viejo. Esa no es la idea, no mal interpretes,
dijo Carlos con una seriedad desconocida. Te es­
tam os p roteg ien d o. ¿No será que se están p ro ­
tegiendo ustedes?, porque siem pre d udaron de
m í. T am bién es posible, no te lo voy a negar.
¡Qué bueno! ¡Por fin lo recon oces!. N o m e pon­
gas palabras en la boca, no quise d ecir eso, sola­

200
m en te que te estam os muy agradecid os p or lu
coop eración . Adem ás, a nom bre del Frente ten­
go que en tregarte este dinero para alojam iento
y m an ten ció n , p o r lo m enos unos meses, hasta
que tod o pase y puedas reg resar a Santiago. ¿Y
por qué eliges este m om en to para pagar mis ser­
vicios? N o seas to n to , n o es un p ago, es un di­
n ero que te va a servir. A lo m ejo r soy una loca
tonta que confundí las cosas, dijo ella com o una
niña envolviendo su p ena infinita. N o te pongas
así, no es para tanto. T ú sabes que n un ca te voy
a olvidar. Y a Carlos tam bién lo em bargó la tris­
teza, y sin saber qué hacer, le tom ó sus m anos de
pájara mustia y las besó con la brasa de sus labios
m orenos. ¿Cóm o p od ría pagarte todo lo que hi­
ciste p or nosotros, y especialm ente p or mí? Con
sólo tres palabras. ¿Q ué palabras?, dijo él con
cierta vergüenza en sus ojos de m ach o marxista.
“Tengo miedo tolero”. ¿Q ué más?

Mira Augusto c ó m o se llen a de pinganillas la


costa, y fíjate tú que todavía no es verano. Pien­
sa qué va a ser en pleno en ero y febrero. No hay
d erech o , V iña ya p erd ió categ o ría, ni siquiera
tienen respeto porque aquí en C erro Castillo ve­
ranea el Presidente. E n la asoleada terraza de la
mansión, la P rim era D am a tom aba el pálido ca­
lor em betunándose con crem as de pepino, rosa
m osqueta y p lacen ta, m ien tras ojeaba co n sus
prism áticos el oleaje de bañistas zan golo teán ­

201
dose en el mar. M ira oye, esas m u jeres que no
tienen vergüenza de m ostrar casi todo. Mira allá
abajo esa g o rd a o rd in aria co n traje de baño
am arillo a rayas negras igual al m ío, a esta m u­
gre que tú m e regalaste. ¡Tom a los lentes, m ira!,
y fíjate bien que es la misma m arca, la misma te­
la, el m ism o estam p ado. Q ue m e m u ero aquí
m ism o de rabia, viejo am arrete, apuesto que lo
m andaste a com p rar a Falabella, donde se visten
todos estos picantes. P o r suerte traje el azulino
con orquídeas blancas que m e com p ró Gonzalo
en París. Me lo voy a cam biar al tiro. No sopor­
to un m inuto más esta p orq u ería que m e h acer
ver com o la Abeja Maya.
M ientras su m ujer iracu nd a cam inaba p or el
césped hacia la casa, le m iró p o r detrás el gor­
d o p oto cim b read o p o r la celulitis, y sonrió al
p ensar que en realidad se parecía a esa caricatu­
ra de la televisión. U n tibio aire vino a relajarle
los músculos de la espalda, todavía agarrotados
p o r el re cu e rd o . P o r fo rtu n a tod o había pasa­
do, y excep tu an d o ese calam bre de tensión, es­
taba tran q u ilo , sab ién d o se p ro teg id o en esa
fortaleza. El cielo e ra tan azul, que tod o V iña
del M ar p arecía p roteg id o p o r esa burbuja ce­
leste. P o r eso se d ejó en gu llir b ostezan d o en
ese p lacen tero ago tam ien to. Allí no había nin­
gún p eligro, alcan zó a p en sar antes de cru zar
la p u erta del su eñ o . Allí en ese castillo en cla­
vado en el ce rro , ningún terrorista podía aten­

202
tar con tra su vida. E xcep to que vengan p or el ai­
re, que se consigan un helicóptero y lo pillen ahí
d urm iendo tan desprevenido. Entonces, el zum­
bido del m ar a lo lejos, fue rim and o sus pensa­
m ientos con un crep itar de hélices. Y al p o n er
atención, el m etálico traqueteo fue diferencián­
dose de los m urm ullos de la playa, se iba a c e r­
can d o , se iba h acien d o cad a vez m ás n ítid o su
ru n ru near de máquina dem oledora. P ero el cie­
lo de su sueño seguía siendo azul, tan azul com o
un vidrio de catedral que se hizo trizas cuan do
la ven tolera del ap arato rugió sob re la casa.
Cuando hizo volar las revistas y el som brero que
su m ujer había dejado en la silla de lona. E ra un
vendaval caótico que p arecía tragarlo. En pleno
espanto m iró a todos lados, tocó desesperado la
cam panilla de los sirvientes, ese pequ eñ o chilli­
do de auxilio que se tragó la vibrante fu ria del
huracán, al igual que sus gritos, al igual que sus
gem idos, al igual que la m u eca m uda que tajeé
su boca. Me m atan, m e m atan, quería d ecir en
<i m om ento que abrió los ojos ante la cara de su
mujer, que todavía enojada le estiraba el frasco
de medicinas. El heli, el heli, el h elicó p tero , al­
canzó a toser en el d esespero. N o pasa nada
hom bre, tóm ate tus gotas, no seas gallina. Es el
alm irante Urrutia que viene a saludarte; y com o
aquí no ten em os h elip u erto , yo m ism a le dije
que aterrizara en eljard ín .

203
Fue un día maravilloso, suspiró, m irando a Car­
los que se sacudía la aren a de los pies m ientras
ella doblaba el m an tel. Si la vida fu era u n a pe­
lícu la, sólo faltaría que u n a m an o intrusa en ­
cen d iera la luz, m u rm u ró dejando ir su m irada
m iope p o r los acantilados ensom brecidos en la
perspectiva p ron ta del ocaso. En el espolón de
una punta geográfica, Valparaíso encendía la tia­
ra p ob re de sus chispas. M ira Carlos, el p uerto
p arece una isla de fiesta que nos dice adiós. Pe­
ro Carlos no quiso levantar la vista, no quiso mi­
rar, y siguió c o m o un au tóm ata lim piando sus
pies de u na aren a invisible. P o r p rim era vez. se
había quedado m udo sin responder, sin partici­
par de esa p oética hablantina que una vez más,
y con tanto am or, y quizás p or últim a vez le pro­
ponía su loca. Mi loca, pensó. Mi inevitable loca,
mi inolvidable loca. Mi imposible loca, afirmó le­
ve m irando el perfil herm osam ente verde azula­
do p or un reflejo de pleamar. Mira Carlos, ahora
Valparaíso parece un barco de año nuevo en no­
che de carnaval. Fíjate que en la punta lleva en­
roscada una sirena, com o esas que tiene N eruda
en su casa. ¿C óm o m e dijiste que se llam aban?
Fíjate que a h o ra se p ren d en los cerro s co m o
chispitas, com o un árbol de Pascua que se lo lle­
va la m area. ¿A ti te h acían árbol de P ascua
cuan do niño Carlos? ¿Te regalaron un barquito
alguna vez? Mira qué lindo Carlos ah ora que se
prenden las calles com o guirnaldas de luces. ¿En

204
Cuba h acen árb ol de Pascua? E n to n ces Carlos
alzó la vista y pudo ver a la distancia la isla enjo­
yada de L a H abana derritiéndose en un espeso
lagrim ón. ¿Te irías con m igo a Cuba?, la voz de
Carlos p areció retu m b ar en su cabeza de casca­
bel. Y ella giró la cara y lo m iró desgarrada p or
la pregunta. El silencio que esperaba la respues­
ta fue tan grande, que no necesitaron tocarse pa­
ra sentir el m inuto de la noche abrazándolos en
esa ilusoria eternidad. Toda la vida te voy a agra­
d ecer esa pregunta. Es coino si me estuvieras pi­
diendo la m ano. Ella rió al decir esio, y enseguida
agregó co n d em acrad a seriedad: N o ju eg u es
conm igo niño, m ira que me lo puedo tom ar en
serio. Es muy serio, yo p arto m añ an a y todavía
puedo con seguirte un pasaje. ¿Y qué dirían tus
com p añ eros de p artido? L o en tend erían com o
parte del plan de salva taje. Todos los que parti­
ciparon en esto están saliendo del país. Tu ge­
nerosidad m e conm ueve am or, y quisiera ver el
m undo con esa in ocencia tuya que m e estira los
brazos. Pero a mis años no puedo salir huyendo
(o rn o u na vieja loca detrás de un sueño. L o que
nos hizo en co n tram o s fueron dos historias que
apenas se dieron la m an o en m edio de los acon ­
tecim ientos. Y lo que aquí no pasó, no va a ocu-
11 ir cu ninguna p arte del m undo. Me en am oré
<lc ti corno una p erra, y tú solam ente te dejaste
qu< rei. ¿Q ué p od ría o c u rrir en Cuba que m e
<>11<•/< a la esperanza de tu amor...? (Tu silencio ya

205
me dice adiós) com o dice la can ción . Tu silencio
es u na cruel verdad, p ero tam bién es u n a since­
ra respuesta. No m e digas n ada p orq u e está to­
do claro. ¿Te fijas cariñ o que a m í tam bién m e
falló el atentado?
L a bocina del taxi trizó el silencio en que ha­
bían quedado los dos. Y en el mismo silencio re­
co g iero n los bultos y se en cam in aro n h acia el
veh ículo que los esperaba para llevarlos de re ­
greso. ¿Recogiste todas tus cosas?, preguntó Car­
los cu an d o estuvieron instalados en el au to en
m arch a. Y ella m intió afirm ando con la cabeza.
Mientras atrás en la playa an ochecida en tercio-
pela oscuridad, la m a r e a j e en cresp aba arras-
trando el albo mantel olvidado en la arena. Señor,
¿tiene radio este auto?, p regu n tó la lo ca con re­
novada coquetería. Sabe que no, m e ro b aron la
radio la sem ana pasada. Entonces no se p reocu ­
pe, agregó ella, m usitando bajito la letra ingrata
de u na añeja canción:

Tienen sus dibujos


figuras pequeñas
avecitas locas
que quieren volar...

206

Das könnte Ihnen auch gefallen