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Alma y persona: paradigmas simbólicos del sujeto de sí y de la cultura1

Ernesto Loukota Soler

Abstract

La columna vertebral de este ensayo surge de los principios clásicos de la antropología


filosófica, fincados particularmente en la tradición aristotélica, con la finalidad de
establecer puntos de referencia que permitan dilucidar la posibilidad de esclarecer rasgos
específicos que definan al sujeto humano que, por una parte, subyace a la manifestaciones
propias del alma, tales como el pensamiento, el sentimiento y la voluntad; y, por otra,
participa de una “persona”, a través de la cual se manifiesta por medio del ejercicio de su
libertad, autonomía, independencia y responsabilidad moral.

Se pretende, asimismo, contrastar la visión clásica del ser humano, anteriormente descrita,
con la visión del sujeto, como “sujeto” de la cultura; es decir, sujeto de un mundo material
y mentalmente simbólico; y también “sujeto” de sí, en alusión al sujeto inmanente al que
alude tanto la experiencia vivencial de algunos grupos humanos de oriente, tal el caso de la
tradición Zen.

Con este ensayo se pretende también establecer relaciones vinculantes entre la tradición de
la antropología filosófica de occidente, particularmente la que introduce Descartes al
plantear por vez primera el tema del sujeto y que después retomaría Husserl desde la
fenomenología y a la que Heidegger habría de otorgarle un sesgo ontológico existencial,
hasta las propuestas del psicoanálisis freudiano y lacaniano en relación al ser humano como
“sujeto” del andamiaje cultural.

Palabras clave: Persona, sujeto, alma, ser humano, antropología filosófica, psicoanálisis.

1 Ponencia presentada en el XI Congreso Internacional de Filosofía y el III Precongreso Centroamericano de Filosofía en


la Universidad Rafael Landívar, octubre 2017.

1
Alma y persona: paradigmas simbólicos del sujeto de sí y de la cultura

Ernesto Loukota Soler

La intención fundamental que motiva el desarrollo de la presente ponencia es la de colocar


sobre la mesa de discusión el tema de la esencia del ser humano y las formas como esta
particularidad esencial se manifiesta en su expresión corporal y cultural, material y
simbólica; para ello se partirá de la revisión de algunos de los criterios básicos de la
antropología filosófica occidental entre los que se escogieron principalmente los conceptos
de “alma humana”, “persona” y “sujeto”. No está de más aclarar desde un principio que no
se pretende abarcar el tema aquí presentado en clave teológica, sino únicamente filosófica.
Asimismo, se desea aclarar que cuando se haga uso de conceptos como sujeto o persona, se
lo hace en sentido incluyente, tanto para hombres como mujeres.

Con esta ponencia se pretende también establecer relaciones vinculantes, sobre el tema del
alma en la tradición de la antropología filosófica de occidente, particularmente la que se
origina en la antigüedad grecolatina y medieval y que será modernizada por Descartes al
plantear por vez primera el tema del sujeto, paradigma que después retomaría Husserl desde
la fenomenología, y a la que Heidegger habría de otorgarle un sesgo ontológico existencial,
hasta las propuestas del psicoanálisis freudiano y lacaniano en relación al ser humano como
“sujeto de la cultura”; es decir, sujeto de un mundo material y mentalmente simbólico; y
también la propuesta del “sujeto de sí”, en alusión a la comprensión del sujeto que busca
más bien trascender las fronteras de lo simbólico para acceder a lo que de él hay real en sí.

Comencemos, pues, remontándonos a la antigüedad griega. Para los griegos, en la


indagación filosófica por el ser humano el tema del alma ya se perfilaba en los esfuerzos de
pensadores presocráticos tales como Pitágoras, como bien señalaba Miguel de Guzmán
(2011), al indicar que:

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Porfirio, en su biografía de Pitágoras (Vita Pyth. 19) transmite un testimonio de
Dicaiarcos un alumno de Aristóteles, que resume las enseñanzas de Pitágoras en
estos cuatro puntos:
(1) Que el alma es inmortal.
(2) Que las almas cambian su lugar, pasando de una forma de vida a otra.
(3) Que todo lo que ha sucedido retorna en ciertos ciclos y que no sucede nada
realmente nuevo.
(4) Que hay que considerar todos los seres animados como emparentados entre sí.

Pero esta temática fue objeto de una propuesta de reflexión más específica en la época
clásica de la filosofía griega. Y fue precisamente Sócrates, en el siglo V a.C. el que
categóricamente señaló, contradiciendo incluso creencias míticas fundamentales de la
tradición religiosa y cultural de su época, que uno de los rasgos característicos del ser
humano era el de contar con un daemon propio (una especie de semidios interlocutor entre
lo humano y lo divino) y que asociaba a la idea de alma, y cuya función era la de dar paso
al surgimiento de la conciencia individual y a la búsqueda de la verdad; búsqueda que
como sabemos, en la cultura occidental, desde entonces estaría reservada al cultivo de la
razón particularmente.

Más adelante Platón, quien tuvo grandes acercamientos a la escuela pitagórica, sostendría
su tan conocida propuesta dualista de alma y cuerpo y de donde se terminaría de fincar,
para la posteridad, la idea de “psyche” (que en griego literalmente significa “mariposa”,
“vida” y “alma”) aludiendo a la metamorfosis de una oruga en mariposa (en su
transformación, la oruga, que en principio es un animal rastrero –o sea el ser humano en su
condición mundana y material–, se vuelve crisálida –el ser humano muere– y emerge
convertido en un ser que no sólo deja de estar apegado a la tierra, sino que es capaz de
remontar las alturas: aquí la alusión del cuerpo es fundamental, ya que el cuerpo – o soma–
se entendería como la tumba –o sema– del alma –o psique–; en otras palabras, el alma, para
los griegos, se vería “liberada” con la muerte y perviviría más allá de los límites del
espacio y el tiempo en un proceso de depuración permanente a través de muchas
encarnaciones (en consonancia con la cosmovisión de la escuelas pitagórica); de ese
dualismo darían buena cuenta las tradiciones religiosas posteriores de occidente que se
apropiaron del pensamiento platónico para explicarse a sí mismas.

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Mucho se le debe, pues, a Platón en cuanto a la definición del alma humana en su
correspondencia al cuerpo y mucho dará de qué hablar esta relación dual; sin embargo,
quizá su aporte más grande en este sentido fue el de definir al alma humana o “psique”
como la parte más importante de esa dualidad; y también como la única imperecedera,
como Platón (2001) explicó en su diálogo “El Fedón o del alma” y en otros diálogos más.

Otra aproximación posterior la encontraremos en Aristóteles (2010), para quien el atributo


del alma correspondería a los seres vivos en general, en cuanto “principio vital” o “forma”;
sin embargo, Aristóteles ofrecerá también otro aspecto característico de los seres vivos y
que consiste en los grados de “inmanencia” o de “vida interior” del alma en general; es
decir, en este contexto podríamos decir hoy que un ser microscópico como una ameba, por
ejemplo, se vivirá a sí misma como “ameba” y su vida interior se proyectará casi
exclusivamente a sus funciones vegetativas (lo mismo sucedería con los demás animales
“inferiores” y las plantas); un siguiente nivel de complejidad vital lo observará Aristóteles
en los animales superiores, en cuya inmanencia experimentarán, más allá de las funciones
vegetativas, aquellas relacionadas con su vida instintiva y su pertenencia a una especie en
particular; este nivel de inmanencia estaría asociado con la vida sensible. En el nivel más
alto de complejidad de esa escala de inmanencia, Aristóteles colocará al ser humano, el cual
se caracteriza por participar de los estadios previos, pero a la vez, por contar también con
una conciencia que razona y que discierne a través de su intelecto. Pero esta inmanencia del
ser humano no se circunscribe solamente al área intelectual; sino que además del
pensamiento y de todas las funciones mentales que podamos atribuirle (tales como:
asociación, recuerdo, reflexión, razón, imaginación, memoria, etc.); también se encontrarán
todas aquellas manifestaciones relacionadas con los sentimientos y las emociones (como
amor, odio, alegría, tristeza, miedo, temor, enojo, gozo, tribulación, angustia, ansiedad,
etc.); y, asimismo, participa del ámbito de la voluntad (es decir: decidir, optar, elegir,
actuar, postergar, etc.).

Para los fines que persigue esta ponencia, y para efecto de lo que se mencionará más
adelante, es menester asociar al concepto de alma humana, el de “persona”; y sobre todo a
la acepción que del término hizo la tradición occidental hasta nuestros días.
Etimológicamente, según el Diccionario etimológico (2017), el término “persona” deriva

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del latín “persona”, que a su vez fue adoptado del etrusco “phersu” y éste del griego
“prósopon” que designa “máscara” (la máscara que usaban los actores griegos en los
anfiteatros para “representar” un carácter, por una parte; y por otra, “hacerse oír” a través
de un pequeño amplificador, en forma de cono, situado a nivel de la boca).

Ahora bien, en el contexto antropológico-filosófico y ético, al término persona se le


atribuyeron los rasgos del ser humano que tienen que ver con la apropiación que el ser
humano hace de su libertad, de su responsabilidad moral y de su independencia (por
mencionar algunos de los aspectos más importantes). En lo que respecta al tema aquí
presentado, el término “persona” interesa precisamente porque desde su misma etimología,
y al igual que el concepto de “alma”, hace referencia a determinadas manifestaciones del
ser humano, en tanto alma, pero poco o nada nos dice de la esencia de lo personal; es decir,
de quién es ese ser que actúa (detrás de la “máscara” de su personalidad) sobre lo que lo
hace libre, moralmente responsable o independiente.

Una vez hecha esta breve acotación al término “persona”, se puede señalar que es a partir
de los conceptos básicos aportados por la filosofía griega clásica y el neoplatonismo que,
con la participación de san Agustín de Hipona en los inicios del medioevo, se empieza a ver
al ser humano de una forma diferente, al incluirse en la reflexión sobre éste el concepto de
tiempo; es decir, como indicará Isler Soto (2008) en su estudio sobre “El tiempo en las
Confesiones de San Agustín”:
El obispo de Hipona hace una caracterización claramente contraintuitiva del
mismo, sosteniendo la inexistencia real y solamente mental de pasado y futuro, y
real sólo del presente. El tiempo es medida del movimiento. Es, asimismo, obra de
Dios y surge con la creación, no la antecede, por lo que Dios es anterior al tiempo,
aunque no en sentido cronológico. (p.187)

La conciencia de esta temporalidad, señalaría san Agustín, es un rasgo característico del


alma humana, el cual devela su naturaleza esencial atemporal y eterna (ya que sólo en la
medida en la que el alma humana pertenezca a otra dimensión que no sea temporal puede
dar cuenta de lo que le es diferente, a saber: de la temporalidad que se observa en el
movimiento físico de la materia). Con el factor temporal, se introduce, pues, un elemento
que habrá de permanecer, a manera de hilo conductor, desde la filosofía medieval y el

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modernismo cartesiano hasta la fenomenología de Husserl y la visión ontológico-
existencial de Heidegger.

Dando un gran salto en la línea del tiempo, nos ubicaremos ahora en pleno siglo XVII,
donde Descartes hará acopio de la tradición neoplatónica y de la misma tradición
agustiniana para dar cuenta de su versión del alma humana. Pero como buen iniciador del
modernismo en la filosofía, Descartes daría un paso más y centraría su atención en lo que,
tanto metafísica como epistemológicamente, él definiría como las diferentes clases de “res”
o “cosas” que él pudo diferenciar, en tanto objetos de un conocimiento claro y distinto: la
res infinita (Dios), la res cogitans (el ser humano) y la res extensa (todo el universo
mensurable). Pero las indagaciones filosóficas de Descartes, a través de su duda metódica,
le llevarían, por una parte, a establecer esas diferencias metafísicas entre las cosas; como a
dar paso al surgimiento del “sujeto” en tanto eje central de la conciencia reflexiva y de la
misma investigación filosófica; en efecto, Descartes (2010), en la cuarta parte de su
Discurso del método, señalará que:
Pero advertí luego que, queriendo yo pensar, de esa suerte, que todo es falso, era
necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa; y observando que esta verdad:
«yo pienso, luego soy», era tan firme y segura que las más extravagantes
suposiciones de los escépticos no son capaces de conmoverla, juzgué que podía
recibirla sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que andaba
buscando.

Con ello deja racionalmente demostrado, a través de su duda metódica, que somos esa “res
cogitans”, esa “cosa que piensa” de cuya existencia no podemos dudar porque el pensar
mismo es su manifestación; sin embargo, el genio de Descartes no logró hacer frente a la
pregunta de quién es o cómo es esa res cogitans, sólo demuestra que existe un ente (acaso
espiritual) que hace uso del pensamiento que, repito, vendría a ser tan sólo uno de los
atributos del alma humana. En alusión a este último punto también encontramos en
Descartes una propuesta de resonancias platónico-pitagóricas al tratar de establecer la
forma como, según él, el alma entra en comunicación con el cuerpo a través de la glándula
pineal. Aún quedando en el ambiente la pregunta acerca de qué es lo que caracteriza en
esencia al ser humano en tanto res cogitans, con su aporte Descartes introduce por primera
vez la idea del “sujeto” (ese que piensa) como “objeto” de estudio de la filosofía.

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No sería sino hasta las primeras décadas del siglo XX que Edmund Husserl, a través de su
fenomenología, intentaría retomar la cuestión dejada sin resolver por Descartes y plantearía
la posición del sujeto y su conciencia en el marco de una nueva epistemología, más radical,
que haría, de su distinción del “ego” (yo) y del “ego trascendental” (yo trascendental) otra
importante aproximación a una nueva teoría del ser humano y de su esencialidad. En ese
sentido, Husserl (1996) en sus Meditaciones Cartesianas designará al “ego cogito”
cartesiano como “subjetividad trascendental”, al señalar que:
Al llegar aquí, damos, siguiendo a Descartes, el gran giro que, llevado a cabo de la
manera justa, conduce a la subjetividad trascendental: el giro hacia el ego cogito,
como la base apodícticamente cierta y última de todo juicio, en que hay que
fundamentar toda filosofía radical.(pp-59-60)

Ahora bien, en respuesta a Descartes, Husserl (1996) en la Meditación Cuarta de sus


Meditaciones Cartesianas agregará que ese “ego cogito” cartesiano es también, en tanto
“yo” intencional, un “polo idéntico de vivencias” y un “correlato de habitualidades”. Si
bien estos aspectos de la obra de Husserl pretenden explicar el fundamento epistemológico
de su planteamiento fenomenológico, no terminan de resolver la cuestión de quién es ese
“yo” que se convierte en el referente de todo tipo de vivencia.

Por su parte, Heidegger (2012), discípulo de Husserl, en Ser y Tiempo se aparta de las
indagaciones fenomenológicas de su maestro y le apuesta a una ontología existencial del
Ser-ahí (Dasein). En esta propuesta encontramos un giro más marcado en la búsqueda de
una respuesta por la definición de ese Dasein que somos nosotros. Al igual que el mismo
Descartes, y sus antecedentes neoplatónicos y agustinianos, Heidegger parte de la idea de la
conciencia del tiempo como rasgo fundamental que define a ese ser-ahí (Dasein), que
somos nosotros; ese Dasein, consciente de su finitud, adquiere su “peso ontológico” ante la
inminencia de la muerte y participa de una serie de “existenciarios” que lo definen en su
constitución ontológica y existencial, tales como: el estar “arrojado” a un mundo (tanto en
el aspecto de la ubicación espacial como histórico-cultural); el estar entre cosas a las que
convierte en instrumentos; el vivir en relación con otros seres humanos, etc. Se podría decir
que Heidegger (2012) intenta agotar la definición de ese “ser”, que somos nosotros, como
“Dasein”, pero siempre deja inconclusa la respuesta a la pregunta de quién es,

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esencialmente, ese “ser-ahí” (Dasein) en cuanto persona, como podría inferirse de este
fragmento de Ser y Tiempo:
La persona no es ni cosa, ni substancia, ni objeto. Con esto se pone el acento en lo
mismo que insinúa Husserl cuando exige para la unidad de la persona una
constitución esencialmente distinta de la exigida para las cosas naturales…
Pertenece a la esencia de la persona existir solamente en la ejecución de los actos
intencionales; y así, por esencia ella no es objeto. Toda objetivación psíquica y, por
ende, toda concepción de los actos como algo psíquico, equivale a una desper‐
sonalización. En todo caso, la persona está dada en tanto que ejecutora de actos in‐
tencionales enlazados por la unidad de un sentido. El ser psíquico no tiene, pues,
nada que ver con el ser‐persona. (p.57)

Heidegger parece acercarse un poco más a la aclaración de este misterio cuando habla de
cómo la “angustia” se torna un rasgo distintivo del Dasein, del ser humano, y tanto más
distintivo por cuanto el ser humano se hace consciente de su existencia en la medida en la
que experimenta angustia ante su finitud material, angustia que habrá de enfrentar con
dignidad si ha de merecer lo que Heidegger llamaría una “existencia auténtica” (de nuevo
aquí surge la pregunta de ¿quién es, al final de cuentas, el que encara “auténticamente” la
angustia de su existir?).

Otro de los filósofos que ha desarrollado la temática del alma humana y la persona es el
español Xavier Zubiri. Atendiendo a lo señalado por Paula Ascorra y Ricardo Espinoza, en
su artículo “En cuerpo y alma en Zubiri… un problema filosófico-teológico”, se puede
señalar que Zubiri (2006) hará una nueva lectura de la tradición filosófica de occidente, con
referencia al tema del alma, introduciendo una manera estructural de entenderla, tal y como
se observa en el siguiente fragmento de sus Escritos Menores:
No es que el alma actúe ‘sobre’ el cuerpo o recíprocamente, sino que de un modo
primario, el alma sólo ‘es’ alma por su corporeidad, y el cuerpo sólo ‘es’ cuerpo
por su animidad. Tampoco es una unidad ‘instrumental’. No es que el alma ‘tenga’
un cuerpo o que el cuerpo ‘tenga’ un alma, sino que el alma ‘es’ corpórea y el
cuerpo ‘es’ anímico. Tampoco se trata de un ‘paralelismo’ psico-físico. Porque
todo paralelismo se establece entre dos estados, uno psíquico y otro biológico, cada
uno de ellos completo en su orden; mientras que aquí hay sólo un estado completo,
el ‘estado psico-biológico’. (p.62).

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En adición a lo señalado, Zubiri (2002) realizará también una descripción muy singular de
la relación alma-cuerpo desde el punto de vista de la persona, al indicar que:
El ‘cuerpo’ del hombre no es un cuerpo como lo es un cuerpo físico. En su realidad
concreta es, ante todo, la encarnación de una persona. Desde este punto de vista, la
estructura del hombre en tanto que anthopos es bien compleja. El cuerpo es aquello
que facilita o dificulta y, en todo caso, conforma y modifica la actualización de las
posibilidades de una persona. Es ‘mío’, es mi cuerpo en un sentido bien diferente de
los otros cuerpos. Es mío en el sentido en que (en su concreción última) yo soy el
cuerpo. Se podría tal vez decir: yo soy un cuerpo personal, yo soy una persona
corporal. La naturaleza humana, en lo que tiene de ‘físico’ (en el sentido
etimológico de la palabra) es una natura naturata. Ella es la decantación de mis
posibilidades de existir en el mundo de los cuerpos. (pp. 297-298)

Durante el siglo XX surgen otras propuestas intelectuales revolucionarias como las de


Sigmund Freud y el Psicoanálisis (que más adelante dará paso a la corriente psicoanalítica
de Jacques Lacan); los aportes antropológicos de Claude Levy-Strauss que cambiaron la
forma de entender al ser humano y reconocerlo en su diversidad; las teorías de Ernst
Cassirer y su Filosofía de las Formas Simbólicas, que permiten el acceso al mundo de la
cultura desde una mejor comprensión de ese “animal simbólico” que somos los seres
humanos; entre otros aportes.

En consonancia con lo anterior, Freud, como sabemos, propuso una singular manera de
entender la topología de la mente humana y señaló algunas claves de su dinámica, y con
ello nos enfrenta de nuevo a la cuestión de quién es ese sujeto, alma o persona que es el
sustrato de su propio funcionamiento mental y el referente ineludible de sus procesos
psíquicos. A partir de sus estudios sobre la histeria, Freud resalta el hecho irrefutable de la
estrecha interacción que hay entre la vida interior, o inmanencia, del ser humano y su
manifestación corporal y con ello inaugura la posibilidad de hablar de esa dimensión
“inconsciente” de la que participa el ser humano y que, en muchos aspectos, lo define (de
manera similar a como podría definirlo su siempre presente perfil genético o su
composición biológica).

El psicoanálisis freudiano incorporaría, entonces, esta dimensión inconsciente del sujeto y


su correspondiente dinámica de procesos pulsionales; sin embargo, en el ensayo de Freud

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(2017) El malestar en la cultura, éste hace referencia a la manera como la misma cultura
generada por el ser humano se vuelve contra él, en función del control pulsional, generando
culpa (aquí valdría la pena preguntarse: ¿quién ese ese ser que participa de las funciones
metapsíquicas que involucran al inconsciente y a las otras instancias de la mente; el que
genera un mundo simbólico (cultura); el que persigue la satisfacción de sus pulsiones; o el
que experimenta la culpa?)

Por su parte Jacques Lacan, en la lectura que propone de Freud, hace también referencia al
alma tal y como lo señala Esteban Klainer (s.f.) al apuntar que:
El invento freudiano del inconsciente viene a subvertir justamente esta concepción
del hombre. Dice Lacan en Televisión "De hecho el sujeto del inconsciente no toca
al alma más que a través del cuerpo, introduciendo el pensamiento"[1]. El
pensamiento es efecto simbólico. Para el ser parlante es el efecto de la entrada del
lenguaje en el cuerpo el que crea el campo de los afectos, efecto que es de
goce.[2] Entonces, hay una implicación de lo simbólico en el afecto[3].

Lacan en sus escritos y seminarios insistirá que las personas, los seres humanos, en tanto
inmersos en un contexto cultural, somos “sujetos” de ese gran Otro del lenguaje y de la
cultura; es decir, estamos “sujetos” a esa cultura (pero seguimos sin responder a la cuestión
de quién es ese que se ve sujeto a los designios simbólicos de una determinada cultura y de
un lenguaje).

Basten los ejemplos y referencias mencionadas hasta el momento para plantear la cuestión
de la imposibilidad, por parte de la racionalidad del mundo occidental, de dar cuenta, al
menos desde el punto de vista filosófico, de una satisfactoria comprensión de lo que hay
que entender por alma, persona o sujeto. Desde el punto de vista de quien esto escribe, el
lenguaje y las palabras sólo permiten esbozar levemente aspectos relacionados con esa
verdad que nos habita, pero que al mismo tiempo permanece oculta al propio
entendimiento.

En ese sentido, la concepción de alma inmortal en Pitágoras, el alma hiperuránica en


Platón, el alma como principio vital y forma del ser vivo en Aristóteles, el alma atemporal
en san Agustín, el alma racional del ego cogito en Descartes, el ego trascendental en

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Husserl, la persona que no es ni cosa, ni substancia ni objeto en el Dasein de Heidegger, la
persona encarnada en Zubiri, el sujeto del inconsciente en la metapsicología de Freud, el
sujeto del gran Otro de la cultura en Lacan, etc. son sólo algunos ejemplos de la manera
como se ha tratado de dar cuenta, filosófica o psicoanalíticamente, de ese carácter esencial
del ser humano y que le identifica como origen de todo cuanto en él se hace manifiesto
dentro y fuera de sí.

Es por lo anteriormente señalado que aquí se propone hablar de un “sujeto de sí”, no en


cuanto a un sujeto que dependa de sí para manifestarse y existir sino, ni en el sentido
solipsista cartesiano; sino de ese sujeto, que es a la vez alma y persona de sí mismo, o
misma, y que aún sin poder definirse racionalmente es consciente de que, en sí, tiene el
potencial para develar el misterio que su propia existencia, pensamiento y lenguaje cubren
o velan; por lo que deontológicamente está dirigido a trascender su condición existencial,
sus procesos mentales y su entorno simbólico encarnado en el lenguaje, para acercarse
apodícticamente a la esencia de su entidad humana y personal.

La apodicticidad mencionada anteriormente recuerda la epojé husserliana, en el sentido de


colocar en suspenso los prejuicios para dejar que la verdad del ente se manifieste a su
misma conciencia, en este caso el ente de nuestro conocimiento sería el sujeto mismo, que
somos nosotros; y ese es el sentido que también se le quiere dar en estas páginas al “sujeto
de sí”.

Asimismo, dicho sentido lo podemos encontrar en la manera de entender el conocimiento


por parte de otras culturas diferentes a la occidental; tal el caso del budismo zen, en donde,
en la búsqueda del conocimiento de sí mismo, lo fundamental que debe aprender a hacer el
practicante del zen es a acallar sus pensamientos. Pero esto contradice la actitud
racionalista del occidental, para quien el mundo de su conocimiento se reduce a lo que
puede abarcar con su pensamiento y su lenguaje; sin embargo, en el conocimiento de sí,
¿no son acaso pensamiento y lenguaje los que, paradójicamente, impiden el acceso al
propio conocimiento de quien piensa y habla? Al respecto, en la obra conjunta de T.D.
Suzuki y Erich Fromm (1964) titulada Budismo zen y psicoanálisis se lee: “Según De

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Rougemont es por tanto imposible que los occidentales trasciendan el dualismo que reside
en la naturaleza misma de la persona mientras se aferren a su tradición…”(p.36)

Concluyo esta ponencia incluyendo, a manera de corolario, las propias palabras de De


Rougemont, citado por los autores antes mencionados:
La persona es llamado y respuesta, es acción y no hecho ni objeto, y el
análisis completo de los hechos y los objetos nunca será una prueba indiscutible de
ella.
La persona nunca está aquí o allí, sino en la acción, en una tensión, en un
impulso impetuoso –con menor frecuencia– como fuente de un feliz equilibrio,
como nos sugiere una obra de Bach. (Suzuki y Fromm, 1964, p.36)

Referencias:

Aristóteles (2010). Acerca del alma. Madrid: Gredos.

Diccionario etimológico (2017). Etimología de persona. Recuperado de:


http://etimologias.dechile.net/?persona

De Guzmán, Miguel (2011). “Los pitagóricos” en Historia de las Matemáticas de la página


web Cátedra Miguel de Guzmán-Facultad CC. Matemáticas de la Universidad
Complutense de Madrid. Recuperado de: http://www.mat.ucm.es/catedramdeguzman/drupal/
migueldeguzman/legado/historia/pitagóricos

Descartes (2010). Discurso del método. Madrid: Espasa Calpe.

Freud, Sigmund (2017). El malestar en la cultura. Madrid: Akal.

Heidegger, Martín (2012). Ser y tiempo. Madrid: Trotta Editorial.

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Husserl, Edmund (1996). Meditaciones cartesianas. México: Fondo de Cultura Económica.

Isler Soto, Carlos (2008). “El Tiempo en las Confesiones de San Agustín”. Revista de
Humanidades, vol. 17-18, junio-diciembre, 2008, pp. 187-199 Universidad
Nacional Andrés Bello. Santiago, Chile. Disponible también en:
http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=321227236011

Klainer, Esteban (s.f.). “Efectos de las sustancias en el cuerpo”. XVII Jornadas anuales de
la Escuela de Orientación Lacaniana (EOL). Buenos Aires, Argentina. Recuperado
de:http://www.eol.org.ar/template.asp?Sec=jornadas&SubSec=jornadas_eol&File=
jornadas_eol/017/boletines/011.html

Platón (2001). Diálogos. México: Editorial Porrúa.

Suzuki, T.D. y Erich Fromm (1964). Budismo zen y psicoanálisis. México: FCE.

Zubiri, Xavier (2002). Sobre el problema de la filosofía y otros escritos (1932-1944).


Madrid: Alianza.

Zubiri, Xavier (2006). Escritos Menores (1953-1983). Madrid: Alianza.

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