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Colombia milenaria

A propósito del libro “Chiribiquete, la maloka cósmica de los hombres jaguar”, de Carlos Castaño-Uribe.
Muchas de las violencias que hemos padecido se deben a la creencia de que este mundo nuestro tiene 500
años, a la incapacidad de entender que somos un país milenario.

Tres heridas profundas acompañaron nuestros procesos históricos: la Conquista, que tantas cosas
importantes nos trajo, procuró con hierro y fuego que fuéramos España; la Independencia, que de tantas
cosas nos liberó, quería convertirnos en Francia o Inglaterra; los cambios del siglo XX, que vertieron tanta
sangre, pretendían llevarnos por el camino de los Estados Unidos. Lo único que no podía hacerse era tratar
de parecernos a nosotros mismos.

También a la India intentaron someterla a los lechos de Procusto de Europa, pero la conciencia de su cultura
de milenios impidió ese arrasamiento. Y hay que ver de qué modo en la China, sin despreciar el aporte
liberador y modernizador del marxismo europeo, vuelve a salir a flote esa cultura milenaria que salvaron los
libros de Kung Fu Tse, la memoria filosófica, estética, histórica, la filigrana de las costumbres, los oficios y las
artes adivinatorias de una tradición de milenios.

No hay nada más urgente para nosotros, americanos, que recuperar plenamente la conciencia de que somos
un continente milenario. El más grave de nuestros errores fue la creencia de que el continente había surgido
con la llegada de las carabelas de Cristóbal Colón, borrar la presencia de seres humanos durante miles de
años en este suelo, su diálogo con la naturaleza, con el clima, sus lenguas, sus rituales, sus saberes, en
suma, sus civilizaciones.

Esa leyenda no solo niega la tradición histórica y la importancia cultural de esos pueblos que fueron invadidos,
profanados, masacrados y explotados, cuya humanidad ha sido negada y ultrajada por siglos, sino que niega
la enormidad del mestizaje, el rostro indiscutible del continente. Lo niega, creyéndolo un defecto, cuando es
nuestra mayor riqueza y el secreto de nuestra originalidad.

No habrían sido posibles ni la magia musical de Rubén Darío, ni el descenso al Hades indígena de Juan
Preciado, ni el salmo cósmico de Pablo Neruda, ni el conjuro ineluctable de García Márquez, ni el Aleph
planetario de Jorge Luis Borges, ni el actual influjo sobre el mundo de nuestras artes y de nuestras músicas,
sin el crisol de razas, la galería de sueños y la saga de historias que hemos entretejido a lo largo del tiempo.

Todavía falta mucho, pero ante el gran desafío de este planeta amenazado que debemos salvar y que es hoy
la primera prioridad humana, es imperioso que tomemos posesión de ese legado inmenso. Un desarrollo
diseñado por otros nos prohibió buscar un camino de progreso parecido a nosotros, y que consultara lo que
somos. Nos impuso un modelo subordinado y dependiente que acabó por arruinar nuestro destino y que
amenaza seriamente nuestra naturaleza. Nos obligaron a imitarlos, pero pusieron en nuestros labios el
nombre ofensivo de tercer mundo, para que entendiéramos que esos paradigmas que nos imponían teníamos
que recibirlos en condición de subalternos, viviendo en una suerte de inframundo.

Ahora sabemos que el desarrollo, tal como fue formulado en 1948 tras los acuerdos de Bretton Woods, como
fue rediseñado en 1970 con el añadido de la nefasta prohibición de las drogas, y como fue reforzado a partir
de los años 90, con el mandato neoliberal: ese modelo depredador de la naturaleza, saqueador de recursos,
que nos encadena a una deuda eterna, es el mismo que está devorando al mundo entero.

No podremos escapar a los tentáculos de esta economía que nos anula como productores, nos encadena
como consumidores, nos impone la marginalidad, nos impide toda legalidad y a la vez nos sataniza como
transgresores, si no recuperamos la conciencia del territorio y de nuestra originalidad.

Que nuestra tierra quiera salvarnos del olvido / por estos cuatro siglos que en ella hemos servido, dijo
Leopoldo Lugones. Pero también podemos decir que somos americanos desde siempre, herederos de hondas
tradiciones respetuosas con el mundo, capaces de reconocerse en él. Borrar nuestra memoria milenaria
equivale a borrar nuestros lazos profundos con la tierra.

Y justo ahora, casi como un mensaje y sin duda como un símbolo, se abre ante nosotros la evidencia de que
en esta tierra nuestra, a lo largo de casi 20.000 años, surgió el libro de piedra más extraordinario que conozca
la humanidad: los 70.000 dibujos de las paredes de Chiribiquete, en lo que sin duda habría que llamar, fieles a
todas nuestras sangres, la Capilla Sixtina del arte americano.

Esos relatos de la vida, de los cultivos, de los rituales, entre manadas de venados y dantas y chiguiros, entre
muchedumbres de peces y serpientes y pájaros, y bajo un cielo tachonado de jaguares, nutrirá en las nuevas
generaciones la conciencia de que nuestra cultura no se agota en el admirable mosaico europeo, de que
divinidades más antiguas y más arraigadas en la tierra pueden todavía enseñarnos una manera digna y
original de habitar el mundo.

Y sobre todo ayudarán a derrumbar la leyenda nefasta de que el costado americano de nuestro ser estaba
hecho de ignorancia y barbarie. Qué extraño que nos hayan educado en la idea de que los bárbaros son los
que fueron exterminados y sometidos, y no los que exterminaron y sometieron.

Modificar un poco la leyenda de los paladines y de los salvajes puede ser útil, advertir un poco más las
virtudes de nuestros abuelos indios y un poco más los defectos de nuestros abuelos blancos, puede
ayudarnos a construir una manera de vivir que responda mejor a nuestros méritos.

William Ospina

LA CAPUCHA
Un encapuchado es, básicamente, un solapado. Alguien que tira la piedra y no solo esconde la mano sino que
esconde toda su identidad, para no ser responsable de su acto. Cuando David apedrea a Goliat no lo hace
cubriéndose el rostro; lo hace con la cara descubierta; responde por su acto y de alguna manera dice: júzguenme
por lo que hago. Los que ocultan su rostro no creen que su acción sea loable; no están orgullosos de ella, y por
eso van enmascarados. No soy yo: soy un desconocido, soy un poder anónimo, soy una herramienta de un poder
que me manda. La capucha la usan las bandas de atracadores de casas, los violadores; la usaban los terroristas
de ETA. Alguna dignidad tenían los guerrilleros de las Farc que al menos cometían sus crímenes con el rostro
destapado.

El animal humano es un lector de rostros. No hay nada que sea más nosotros mismos que la cara que llevamos,
la que tenemos, la que la edad y la experiencia nos construyen. El yo, en últimas, va aparejado al semblante. Si
pienso en mi amigo o en mi amada o en mi padre, recuerdo su cara. La más antigua sapiencia nos dice que la
cara es el espejo del alma: en ella vemos si la persona es adulta o infante; si es una anciana o un hombre
maduro, si tiene intenciones rectas o aviesas, si solapa y oculta hipócritamente el pensamiento. El que se oculta
suele ser un torcido. Sabemos si alguien se ríe sin risa o si llora sin ganas.

Un amigo que estuvo recientemente en Santiago de Chile me contaba que lo más molesto, lo más inquietante y
asustador de andar por las calles de esa ciudad es que ya, a plena luz del día, no durante protestas y
manifestaciones, sino a toda hora, hay pequeñas hordas que recorren las calles encapuchadas. No están
destruyendo ni rompiendo nada, simplemente son eso: una presencia amenazante, algo que nos intimida y
agrede por su mismo anonimato. Si tanto te ocultas, nos dice la intuición y nos previene el miedo, no creo que
persigas nada bueno.
Fuera de la capucha de los que destruyen buses o estaciones de Transmilenio, fuera de los encapuchados que
rompen vitrinas y saquean farmacias y mercados, hay otros tipos de capuchas que favorecen la impunidad, que
es el otro nombre de los actos irresponsables. El anonimato y los nombres falsos son la capucha de las redes
sociales y lo que degrada y vuelve violenta la conversación pública. Capucha es también el carro polarizado,
que no sabemos si oculta una banda de matones armados, un clan mafioso, un convite de políticos con modelos,
un simple arrogante que cree que todo le está permitido, o qué. No sabemos qué. No sé cuándo ni por qué en
Colombia dejaron de prohibir los carros con parabrisas y ventanas polarizadas. Son la capucha de los
millonarios.

Hay quienes quieren participar en la discusión o en la protesta pública, pero no lo hacen porque el ambiente está
tomado por los anónimos, por los encapuchados imposibles de identificar, de saber quiénes son y qué
pretenden. El argumento de algunos es que hay encapuchados que sencillamente se solapan porque tienen
miedo de que los apresen, los pongan en listas de sospechosos, los fichen en el búnker de la fiscalía. O que lo
hacen porque hay un estado totalitario que lee identidades en los rostros y luego los persigue. Si ese es nuestro
Estado, o se le acerca, hay que reformar al Estado, pero no defender el uso de la capucha para oponerse a él. Eso
lo único que hará será volverlo más implacable y represivo, no más abierto, libre y democrático.

Además los encapuchados no son un puñado de estudiantes anónimos y bien intencionados. A veces actúan en
acciones simultáneas y coordinadas en distintos sitios de la ciudad para crear el caos o realizar acciones
vandálicas. El vandalismo sin rostro solo propicia la desintegración ciudadana, la destrucción de la confianza en
los demás, la aparición de vigilantes armados, de grupos paranoicos de autodefensa, de reacciones violentas
indiscriminadas. Hay que desterrar la capucha de la protesta ciudadana.

Hector Abad
 Duque se delica
Duque, que lleva poco tiempo en el ejercicio de la política profesional, está
descubriendo en carne propia lo que es sabido desde Maquiavelo y desde
Platón: que la mentira es la primera y principal herramienta del gobierno.

AIda Merlano arremete contra todos: el presidente Iván Duque, el expresidente


Santos, el expresidente Uribe, el exfiscal Martínez Neira, los hermanos Gerlein, la
familia Char. Bella, lloriqueante, pobre niña pobre usada y perseguida por los
poderosos y condenada luego por la justicia en lugar de los verdaderos culpables
de sus crímenes, sus cómplices, sus jefes, sus amantes, que querían callarle la
boca, así fuera matándola. Ella se fuga acrobáticamente de una cita odontológica
(¿cuántos presos comunes salen a practicarse un diseño de sonrisa?), se refugia
en Venezuela y, capturada de nuevo, amenaza con contar todo lo que sabe sobre
sus jefes, sus cómplices y sus amantes. Y el gobierno de Colombia se asusta.

Antonio Caballero

 Abuso de autoridad
En Colombia, reclamar el cumplimiento de la ley a los uniformados es visto
como un actitud digna de sospecha, cuando no claramente subversiva.

La primera obligación de una autoridad es respetar la ley. No es admisible que a


nombre de la defensa del Estado de derecho se violen los derechos de los
ciudadanos. Eso –que debería ser un principio elemental de institucionalidad– no
es claro en Colombia. Un sector grande de la política cree que, en situaciones de
alteración del orden público, los organismos de control, la prensa e incluso la
ciudadanía, deben hacerse los de la vista gorda frente a los atropellos de la
fuerza pública.

Daniel Coronell

 Sí al aborto sin restricciones


La despenalización es un imperativo ético porque reconoce que la mujer es
un sujeto de derechos.

En un país donde la vida no vale, resulta todo un desafío ético hablar sobre la
despenalización del aborto. El premio al cinismo se lo llevan los antiabortistas
que se autodenominan "provida". Por un lado, se rasgan las vestiduras cuando se
abre el debate de la despenalización del aborto; pero por el otro, recurren a la
amenaza y a los actos vandálicos contra instituciones como Profamilia. Así
defienden la vida: amenazando y estigmatizando a las mujeres que abortan, y
hostigando a las instituciones que cumplen con su deber. Recurrir a la violencia
para defender la vida, esa es su errada premisa.

Maria Jimena Duzan

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