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La santería y la brujería de los blancos

La santería y la brujería de los blancos


(Defensa póstuma de un inquisidor cubano)

Fernando Ortiz
Nota de los editores: Se han introducido algunas modernizaciones
ortográficas en este texto.

Edición: José Antonio Matos Arévalos y Ana María Muñoz Bachs


Diseño: Eduardo Moltó
Dibujo de cubierta: Allá va eso, de Francisco de Goya
Cotejo del manuscrito original: María del Rosario Díaz
José Antonio Matos
Odalys Canales
Composición: Beatriz Pérez Rodríguez
Mecacopia: Lázara Español

© Fundación Fernando Ortiz, 2000


© Instituto de Literatura y Lingüística, 2000
© Sociedad Económica de Amigos del País, 2000

ISBN: 959-7091-24-0

Fundación Fernando Ortiz


Calle 27 no. 160 esq. a L, El Vedado, Ciudad de La Habana, Cuba
Presentación

Con la publicación de este extraordinario tratado sobre el demonismo y


sus expresiones —detrás de la cruz está el demonio, como reza uno de
los capítulos de La santería y la brujería de los blancos— cumplimos
uno de los objetivos de la Fundación Fernando Ortiz. No solo porque
verá la luz una obra inédita del maestro de la antropología cultural en
Cuba, sino porque en ella se muestra amplia y profundamente el pensa-
miento filosófico de don Fernando Ortiz, su espíritu científico y la metó-
dica original por él empleada en un estudio transcultural que toca perío-
dos históricos tan complejos como la Edad Media, el Renacimiento y la
Inquisición. Agnóstico militante, Ortiz hurga, con la distancia que le dan
su instrumental teórico y su formación enciclopédica, en el drama reli-
gioso de la humanidad, en las posesiones místicas, el demonismo y la
teología misogámica. Aquella prosa personal y desbordante que desple-
gó en Historia de una pelea cubana contra los demonios vuelve a
lucir aquí sus galas con una carga mayor de erudición e ironía, y con un
rico arsenal de fuentes históricas.
La santería y la brujería de los blancos se lee como una novela
sin ficción, lo que convierte al escritor en un precursor del testimonio en
el continente americano. La transfiguración de los dioses romanos en
demonios medievales, el terrorismo eclesiástico, el sexo como obsesión
de la iglesia, la exaltación de la virginidad, son tratados aquí acuciosamente
e interpretados con una óptica desprejuiciada y actual. Todo esto hace
de la obra un modelo canónico para el estudio de las creencias humanas
en nuestra época. Vuelve Ortiz a señalar un camino que muchas veces
se bifurca en vagas teorías, o en enfoques desfasados o en exceso com-
prometidos. Si algo nos señala su investigación es un pensamiento cohe-
rente y una línea de trabajo que da continuidad a toda su obra.
José Antonio Matos Arévalos, editor de este libro, describe detalla-
damente en su prólogo los recursos empleados por Ortiz, su original
método de investigación y su técnica personal para elaborar fichas que

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son hoy tesoros guardados con celo en los archivos del Instituto de Lite-
ratura y Lingüística.
Matos Arévalos ha trabajado seria y pacientemente con estas fichas y
nos ha entregado una obra acabada, que disimula cualquier descuido que
tuviera el sabio cubano en la elaboración simultánea de varios libros, así
como en su modo de crear. Pareciera que el tiempo no le alcanzara a
Ortiz para hacer todo lo que quiso en una vida que no fue corta, pero que
para él, tan abarcador, pasó como una ráfaga o como el vuelo de una de
esas brujas evanescentes con las que tanto se regodeaba.
Su concepción racionalista no impidió que esta estupenda lección de
sabiduría fuera desprovista de un apetito goloso por las cosas del mun-
do, lo carnal y lo voluptuoso, lo mágico y lo sobrenatural. Como buen
escritor que fue, Fernando Ortiz se recreó en sustancias literarias que
como nadie en su época supo aprovechar. Quizá sólo Julio Caro Baroja
con su historia sobre las brujas en España y Jorge Luis Borges en Ar-
gentina con su Zoología fantástica podrían parangonarse con el cien-
tífico cubano en la indagación de temas tan subyacentes como los del
demonismo y la brujería.
La santería y la brujería de los blancos es, como afirma su editor,
una obra fundacional, otra más de Ortiz, otra lección, sin dudas, de
interdisciplinariedad en el estudio de un fenómeno que aún hoy aparece
con vetas oscuras e interrogantes.
El tema religioso fue siempre una preocupación de Ortiz. Y aquí se
muestra con creces esta curiosidad. Pero nunca el investigador traspa-
só las barreras científicas; fue siempre respetuoso y distante y cuidó en
su obra de no entrar en el laberinto de las liturgias sagradas, garantizan-
do así una imparcialidad probada en sus ideas.
Daremos continuidad a la publicación de la obra inédita de Fernando
Ortiz. Para ello contamos con la colaboración del Instituto de Literatura
y Lingüística, la Sociedad Económica de Amigos del País, el Instituto de
Filosofía y el Ministerio de Cultura. La inmensa obra de don Fernando
merece todo desvelo. Sin ella no seríamos los cubanos lo que somos
porque él nos puso de frente al espejo. Y esa fue su mayor hazaña.

DR. MIGUEL BARNET


Presidente
Fundación Fernando Ortiz

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Unas palabras

Quince años atrás, al encomendárseme el archivo de don Fernando Ortiz


para catalogarlo e investigar sus documentos, tropecé, dentro del epígrafe
que él llamó DEMONIOS, con unas carpetas que tenían un sugestivo
título. Ya conocía que dentro del epígrafe estaba la información utilizada
por Ortiz para su Historia de una pelea cubana contra los demonios,
además de otras obras sin publicar dejadas allí por él; me propuse revisar
entonces esas carpetas en cuanto tuviera ocasión para ello. Cuando lo
hice, ante mis ojos aparecieron, escritas de su puño y letra, las ya para mí
familiares fichas a color que anunciaban dos volúmenes de un libro total-
mente terminado con respecto al contenido.1
A mediados de ese año, comenzamos el investigador José Antonio
Matos Arévalos, que comparte labores de investigación en el Instituto
de Filosofía y en la Fundación Fernando Ortiz, y quien escribe estas
líneas, el arduo trabajo de organizar, transcribir e investigar las citadas
carpetas con el objetivo de publicar este libro, con el interés y beneplá-
cito de Nuria Gregori, directora del Instituto de Literatura y Lingüística
“Dr. José Antonio Portuondo Valdor”, donde trabajo; del escritor Mi-
guel Barnet, presidente de la Fundación Fernando Ortiz, y de la Socie-
dad Económica de Amigos del País, representada por su presidenta,
Daysi Rivero. Fueron años de intenso trabajo de cotejo con los origina-
les, de consulta con especialistas del Archivo Literario, que en muchas
ocasiones nos ayudaron a esclarecer palabras dudosas en la caligrafía

1
El resultado de ese primer acercamiento a una obra desconocida de Ortiz se vertió en
un trabajo presentado en el marco de la conferencia científica internacional convoca-
da por el Instituto de Literatura y Lingüística y la Asociación Latinoamericana de
Historiadores para conmemorar el bicentenario de la fundación de la Sociedad Eco-
nómica de Amigos del País de La Habana, en marzo de 1993, y con más especifica-
ciones, fue objeto de interés en la II Conferencia Internacional sobre Asentamientos
Ibéricos celebrada en Sancti Spíritus en 1996 y publicado posteriormente
en: “Humanos y demonios en el centro de la Isla”, revista Siga la Marcha (Sancti
Spíritus), nos. 9-10, 1997.

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característica y en ocasiones hermética de Ortiz, de búsqueda de fichas
faltantes en otros sectores del archivo orticiano, como en el de MATE-
RIAL DIVERSO, con resultados no siempre positivos, pero sin dudas
interesantes, al hallar otros materiales sobre el tema que se incorpora-
ron al corpus de la obra.
Dentro de los abundantes epígrafes de contenido con los cuales
clasificó Ortiz los cientos de carpetas que conforman su archivo per-
sonal, asoman los dedicados a la investigación de la religión como
valioso proceso de integración para el cabal conocimiento de la socie-
dad cubana; otros que aluden al análisis de las religiones y sociedades
africanas trasplantadas a Cuba, y aquellos que se refieren a las supers-
ticiones y otros aspectos del catolicismo, y que son elocuente muestra
de su atracción hacia este terreno.
DEMONIOS, que abarca diecisiete subepígrafes del archivo orticiano,
contiene datos recopilados para el libro Historia de una pelea cubana
contra los demonios, pero, además, guarda un enorme caudal de infor-
mación desconocida sobre el demonismo como fenómeno religioso del
mundo cristiano en el Renacimiento y el Barroco, incluyendo a Cuba.
Con esta publicación nos proponemos dar a conocer una valiosa mues-
tra de los estudios realizados por don Fernando Ortiz para arrojar nueva
luz en torno a la brujería del cristianismo, además de la influencia ejerci-
da por ella en tierras cubanas del siglo XVII, en contraposición a los cul-
tos de los negros traídos por la fuerza del África y transformados en uno
de los elementos integradores del proceso de transculturación verifica-
do en nuestro suelo.

...desde el año pasado he entretenido mis horas garabateando


unas páginas que ya están en la imprenta para una edición de
la Universidad Central de Las Villas. Su título será Historia
de una pelea cubana contra los demonios. El tema es una
historieta sobre la fundación de Santa Clara y la influencia que
en ella tuvieron mas de 800 000 demonios y gran copia de
energúmenos, inquisidores y demás entes que a usted y a María
les son “verdugos de aurora”. Al final del libro irán un par de
capitulejos sobre el pronosticado apocalipsis que se nos vie-

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ne encima según los profetas. A lo mejor, Jehová ha cambia-
do de plan.2

Historia de una pelea cubana contra los demonios es el primer


libro de una trilogía escrita por Don Fernando para dar a conocer un
episodio interesante de nuestra historia, episodio cuyos “hechos en sí
fueron insólitos, trágicos, sacrílegos y algo grotescos, pero muy signifi-
cativos para comprender el ambiente social y cultural en que aquellos se
produjeron y sus verdaderos y ocultos motivos”.3 La santería y la bru-
jería de los blancos se titula el segundo, y el tercero, Brujas e
inquisidores. Estos dos últimos, sub-titulados Defensa póstuma de un
inquisidor cubano del siglo XVII, dan nombre al descargo de culpas del
Comisario de la Inquisición P. Joseph González de la Cruz, pero son
además el erudito testimonio de cómo en la religión católica que les
impusieron posteriormente a los indios y a los negros africanos, existían
elementos bárbaros y horrendos.
Ambos volúmenes fueron redactados totalmente en fichas de papel
de diversos colores con un tamaño de 14 x 21 centímetros, escritas
posiblemente con tinta de pluma fuente, y donde aparecen, ocupando un
lugar apropiado, las fichas bibliográficas tan conocidas de todos aque-
llos que frecuentaron el gabinete de trabajo de don Fernando.
Escritor que poseyó “precisa y elegante cláusula”, con un impresio-
nante aparato de erudición y “una ironía teñida (…) de un humanismo
sano,(…) vital, optimista, confiado”, el estilo de don Fernando permite
que el lector pueda enfrentarse a estas hojas de sus libros con interés y
la sonrisa —que en no pocas ocasiones se transforma en risa— presta
a asomarse en los rostros, sin jamás reñirse este peculiar aspecto orticiano
de su redacción con los demoledores argumentos que plantea en sus
páginas.
La serie Defensa póstuma de un inquisidor cubano del siglo
XVII, de Fernando Ortiz, es, por su importancia, decisiva para la cultura

2
Carta de Fernando Ortiz a Navarro Luna, nov. 5, 1959.Fondo Manuscrito Instituto de
Literatura.
3
Mario Rodríguez Alemán. “Una pelea contra los demonios”. Granma. La Habana,
Año VIII, No 72, viernes 24 de marzo, 1972, p. 4.

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cubana, por ser una novedosa historia de las ideas sobre el demonismo
como fenómeno religioso del mundo cristiano en el Renacimiento y en
el Barroco que, por supuesto incluye a Cuba, y representa, por tanto,
un paso hacia adelante en el mejor conocimiento de la obra de nuestro
tercer descubridor.

LIC. MARÍA DEL ROSARIO DÍAZ RODRÍGUEZ


Especialista Archivo Fernando Ortiz
Instituto de Literatura y Lingüística
Prólogo

Por esos azares del trabajo de investigación, llegué a sostener entre


mis manos las fichas manuscritas de don Fernando Ortiz; impresiona-
do ante su letra, su caligrafía, sus tachaduras sobre el papel, sentí el
deseo de preguntarle cómo fue posible que, en su fructífera vida de
investigador, escritor, hombre público, periodista, director de revistas,
fundador de instituciones culturales, padre de familia, en fin, intelec-
tual prolífero, pudiera escribir y guardar celosamente entre su papele-
ría libros completos para su futura publicación. Una vida le resultó
breve a un hombre sabio e infatigable en mostrar las insospechadas
inquietudes humanas.
En el archivo personal de Fernando Ortiz, actualmente al cuidado de
la Biblioteca del Instituto de Literatura y Lingüística, se encuentran bajo
el epígrafe “Demonios” los borradores del libro La santería y la bruje-
ría de los blancos. En las carpetas conservadas por Ortiz se agrupan
cientos de fichas manuscritas y mecanografiadas, numeradas y prepa-
radas en cinco capítulos con sus sumarios respectivos. Llama la aten-
ción que los originales de La santería y la brujería de los blancos,
revisados por Ortiz, subrayados con lápices de color azul y rojo, señala-
ban la manera en que debía empalmarse cada ficha, lo que sugiere que
el libro se preparaba ya para su publicación. Sin embargo, las notas
bibliográficas se hallaban incompletas y faltaba por confeccionar la bi-
bliografía general, tarea que hemos realizado con el propósito de mos-
trar las abundantes fuentes teológicas, históricas y literarias utilizadas
por el polígrafo cubano.
Con el mayor cuidado se ha efectuado la transcripción de los docu-
mentos, respetando la redacción y el estilo del autor, y en el caso de que
su letra fuese ilegible, se señala entre corchetes. Además, para distin-
guir nuestras notas de las de Ortiz empleamos los paréntesis.
El libro La santería y la brujería de los blancos fue redactado en
períodos distintos de la vida de don Fernando; suponemos que ya en los

11
finales de la década del veinte comenzó a acopiar información sobre el
tema, etapa en que también prepara el libro (inédito) “La virgen de la
Caridad del Cobre”. Desde entonces hasta los años cincuenta, escribió
y anotó ideas en sus fichas de trabajo.
Al descifrar los borradores de sus libros hemos descubierto ese modo
peculiar de don Fernando de acopiar materiales y preparar sus obras.
Según el propio Ortiz, el libro fue abandonado varias veces por el apre-
mio de otros estudios etnográficos, lo que explica su larga y metódica
elaboración. De acuerdo con su método de trabajo, para dar punto final
a sus obras ordenaba primero las fuentes: citas, datos económicos, re-
cortes de periódicos, fotografías, fichas de libros, etcétera, sobre el tema
a investigar; luego redactaba algunas ideas y, con posterioridad, añadía
informaciones y nuevas reflexiones. De esta manera daba culminación
a sus escritos en el período de varios años. Ortiz escribía dos o más
libros a la vez y los publicaba conforme a sus posibilidades económicas,
coyunturas políticas o científicas.
Durante mucho tiempo se atesoró en su archivo personal el libro que
ahora presentamos, notable por la fluidez y erudición de las ideas, y por
el conocimiento de una temática ignorada y poco estudiada en la tradi-
ción del pensamiento cubano.
En el primer sumario de La santería y la brujería de los blan-
cos, Ortiz incursiona en la demonología y explica el carácter históri-
co de los “endemoniamientos” y sus interpretaciones. Entre abun-
dantes “subrayados de sonrisas” estudia el complejo de censuras
eclesiásticas contra las opiniones del otro mundo. Traza un esquema
de actuación de los personajes que intervienen en el drama diabólico
y señala la participación, como sacerdotes de numen maligno, de la
bruja o el brujo y del hechicero o la hechicera. El drama diabólico,
según Ortiz, tiene tres expresiones: el pacto del hechicero sobre la
entrega de su alma, el aquelarre orgiástico de las brujas y la pose-
sión del energúmeno.
El pacto del hechicero y el aquelarre orgiástico son estudiados
por Ortiz en el libro inédito “Brujas e inquisidores”. En el presente
volumen se refiere a la posesión del energúmeno, por ser la posesión
el más imponente acto de la religión y de todos los cultos mágico-
religiosos.
En este sumario se advierte el nivel conceptual con que Ortiz plantea
el estudio de la religión:

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La creencia en espíritus, ocasionalmente buenos y malos, es
la base intelectual de la religión; su base emotiva está en el
ansia de lograr su feliz convivencia para calmar miedos y for-
talecer esperanzas; su base ética consiste en el deseo de li-
garlos o relegarlos con los humanos destinos y quehaceres, su
base económica está en propiciarles para la segura y fácil
obtención del sustento, para el mantenimiento de un orden so-
cial, y para la continuidad de la existencia misma. Todas las
religiones son espiritualistas y el trato de los espíritus es su
función.

Valorando las ideas animistas del antropólogo inglés Edward Tylor,


los conceptos tocantes al miedo de los muertos en las religiones primiti-
vas de J. G. Frazer, y el libro de Pompeyo Gener La muerte y el diablo,
Ortiz indaga en el origen del concepto del espíritu maléfico y sus conse-
cuencias en la teología cristiana.
La búsqueda de la génesis de la percepción diabólica en las civiliza-
ciones tempranas, lo conduce a plantearse, en el segundo sumario, la
interpretación teológica del origen de los trances de posesión a partir de
la filosofía de Santo Tomás de Aquino, doctrina que fue tomada como
saber autoritario por los demonólogos.
En breve recorrido histórico, Ortiz muestra que no siempre la iglesia
persiguió a las brujas, hechiceros y energúmenos, y que precisamente
en el período del Renacimiento, bajo las llamas de la Inquisición, demo-
nios y brujas se alebrestaron. Subraya que la exaltación de la mística y
el Santo Oficio son fenómenos propios del Renacimiento.
En este período del renacer del hombre y de su cultura aparece el
Tractatus de superstitionisus (1440) de Juan Wünschilburg; el francis-
cano Fray Alfonso de Espina escribe Fortalitium Fider (1459); el pro-
fesor de teología Petrus Mamoris publica Flagellum Maleficorum
(1462), y se hace célebre el Martillo de las brujas (1489).
En la mentalidad de la sociedad europea y en su imaginario colectivo
se generan cambios que se manifiestan en las figuraciones del diablo y
los entes celestiales, en las transformaciones que experimentan como
resultado de las sucesivas políticas eclesiásticas según los tiempos. Los
demonios son más monstruosos y terribles durante los siglos del Renaci-

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miento, período en que abandonan su pasividad y se convierten en per-
sonajes reales, que han llegado a nosotros a través de la literatura, la
escultura y la pintura. En la medida que la Inquisición toma fuerza con-
tra hechiceros, brujas y herejes, las artes son exponentes de terribles
escenas infernales. Ortiz alude a las pinturas concernientes a los temas
diabólicos de Jerónimo Bosch, Brueghel, Alberto Durero y otros, como
ejemplos históricos que testifican las mutaciones de Lucifer.
Los conflictos económicos y sociales a que se sometió España en los
siglos XV y XVI repercutieron en la mentalidad de la época, con la apari-
ción de herejías. Ortiz, auxiliado de numerosas referencias eclesiásti-
cas, literarias e históricas, señala cómo los fenómenos religiosos de mis-
ticismo guardan estrecha relación con las crisis socioculturales,
precisamente en el período de transición de la economía feudal a la
mercantil. En el siglo XVI lo sobrenatural se reanima y alcanza la vida
cotidiana por la influencia de diferentes factores sociales, económicos,
culturales y psicológicos. El “dinero —explica Ortiz— se estaba ha-
ciendo demasiado temible y ya no era un demonio, ya no era pecado, ya
era poder sin virtud”.
Alboreando el siglo XV no quedan ilesos los dos pilares de la sociedad
católica medieval, ni el Imperio ni el Papado. Ambos estaban sin autori-
dad ni prestigio. Ortiz muestra cómo el descubrimiento de América agrava
la situación de desintegración de la Edad Media y agudiza y precipita la
crisis del feudalismo.
En el caso particular de España resalta los fenómenos psicológicos,
morales, y los desajustes emocionales, ocurridos y transmitidos durante
generaciones, de judíos, conversos, moriscos, negros africanos y otros,
obligados a una constante inhibición de sus conciencias, viviendo con
sus credos y éticas desgarrados y perseguidos. Todos estos factores
expuestos por Ortiz en su complejidad, advierten su capacidad de abar-
car el estudio de disímiles fenómenos sociales a partir de su método
transcultural y de presentar un análisis en busca de la totalidad histórica.
“En las épocas de desintegración social —escribe el polígrafo cuba-
no—, cuando un pueblo es arrastrado a una transculturación violenta de
un básico complejo cultural a otro, de una estructura económica a otra
fundamentalmente distinta, se experimentan siempre tales fenómenos
de desajuste mental y emocional.”
En el tercer sumario, se insiste en los fenómenos característicos del
demonismo: los energúmenos y las brujas. En particular se explica por

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qué los arrobos celestiales fueron siempre más comunes entre las muje-
res que entre los hombres. Los argumentos se asientan en las fuentes
bibliográficas que esgrime: El teatro crítico del padre Feijoo, la
Apologética historia de las Indias de Fray Bartolomé de las Casas, la
obra del teólogo moderno P. José Mach Tesoro del sacerdote, la History
of European Morals de Lecky, y la conocida obra de I. Michelet La
sorcieré, entre otras.
El tema no es nuevo; los teólogos se habían referido a la mujer y a su
condición favorable para ser tentada por los demonios, Ortiz cita las
causas alegadas por los eclesiásticos, entre ellas, la malignidad atribuida
a la mujer, su sensibilidad excesiva, su ligereza natural, su viva imagina-
ción y el hecho de que siempre se consideró instrumento diabólico. Esta
discriminación teológica hacia el “sexo débil” tiene sus móviles y
condicionantes históricas, sobre los cuales Ortiz reflexiona para desci-
frar el imaginario social de una época.
La relación sexo y teología es vista en su dependencia; Ortiz somete a
crítica los preceptos del catolicismo que sustentan esta relación y escribe:

El sexo, la carne, ha sido el enemigo del alma más perseguido


teóricamente por la clerecía celibatana motivando en las cos-
tumbres, sin excluir la del clero mismo, las más disgénicas
aberraciones so pretexto de castidad, pudor y religión. Si los
eclesiásticos envenenaron a Eros según el decir de Nietzsche,
y lo quisieron degenerar en vicio, el dios erótico cobró vengan-
za. De ellos huyó el amor; los clérigos no pudieron amar no-
blemente, con plenitud de hombría y sin bochorno.

En ese afán de dar a conocer los más inesperados detalles de la


católica Edad Media y mostrar los orígenes y la variabilidad de algunos
preceptos teológicos, nos sorprende al tratar la concepción católica de
la maternidad, de la fecundidad, el aborto y el bautismo, y la interven-
ción del demonio en la vida cotidiana del ser humano.
Ortiz da continuidad en el cuarto sumario a un tema iniciado en el
sumario anterior; me refiero a la relación sexo y teología, en particular
al tema de la procreación y la interpretación teológica de este natural y
humano acto.

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Desde una óptica que concibe la plenitud humana en su expansión
biológica y sociocultural, valora los preceptos morales cristianos que
prevalecieron en los albores de la edad moderna. Argumentándose en
fuentes y citas de los preceptistas de la teología, trasmite la tónica men-
tal y moral de una época y de una escuela.
Se señala cómo la exaltación de la virginidad y la castidad se consi-
deraron virtudes supremas. Todo lo contrario sucedió en lo tocante al
tema de la maternidad y la fecundidad, consideradas virtudes no católi-
cas, lo cual menguó el prestigio del matrimonio. “En resumen —escribe
Ortiz— la Iglesia al innovar la ética de la época grecorromana, trató el
matrimonio desde un punto de vista meramente religioso, ultramundano
y místico, en vez de político, humano y utilitario.”
Ortiz nos lleva por caminos no transitados, con singular exuberancia
de datos y referencias crea la atmósfera de una época e interpreta
desde su propia concepción las lejanas y olvidadas lecciones teológicas
que notifican el ambiente ideológico dominante del catolicismo. Prepara
al lector para comprender la alborada de la edad moderna, en esa di-
mensión de la historia psicológica y social donde la religión colmaba las
conciencias individuales y colectivas.
En el sumario quinto, Ortiz, teniendo en cuenta los textos clásicos de
Charles Lee sobre la Inquisición, la documentada Historia de la Inqui-
sición española de Llorente, La leyenda de oro del padre Ribadeneira
y la Historia interna y documental de la Compañía de Jesús del
padre Miguel Mir, entre otras obras, escribe sobre la tentación del de-
monio a monjas y frailes y de su elocuencia erótica. Pone en líneas
paralelas dos actitudes, las depravaciones eróticas de los siglos XVI y
XVII y la pureza ascética de la doctrina teológica, la distante separación
entre la teoría eclesiástica y una práctica profana.
Las tentaciones de lujuria, avaricia, soberbia, y las relajaciones del
celibatismo, conforman un cuadro de honda crisis moral, de “mística eró-
tica”, descrita por Ortiz con el objetivo de mostrar esa otra cara de las
transformaciones que se operaban en Europa, donde el demonio hacía de
las suyas, y la religión, como concepción predominante y erosionada por
los nuevos tiempos, sufría los avatares de las mutaciones sociales.
La santería y la brujería de los blancos es un libro que mantiene
coherencia con los escritos anteriores de Fernando Ortiz; no solo se
exponen los referentes teóricos a partir de los cuales se fundamentan
las concepciones teológicas de José González de la Cruz, sino que Ortiz

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define su criterio en cuanto a los conceptos de la demonología y su
vinculación con preceptos teológicos del catolicismo que en la Edad
Media adquirieron notabilidad. Sin embargo, surge la pregunta: ¿por qué
Fernando Ortiz no llegó a publicar esta extraordinaria obra?
Cuando en 1959 Mariano Rodríguez Solveira1 solicitó a Fernando
Ortiz un libro de tema cubano para publicarlo en la Universidad de Las
Villas, éste no tardó en sugerirle la hoy conocida Historia de una pelea
cubana contra los demonios, ya que se trataba de un suceso protago-
nizado por los habitantes del villaclareño pueblo de Remedios, y que
debió de ser contada por las peculiaridades de los insólitos personajes
reales y emblemáticos que intervienen en el drama, diseñados sobre la
urdimbre ideológica del demonismo del siglo XVII cubano.
Todo parece indicar que, cuando Mariano habló con Ortiz, el libro
que ahora presentamos ya estaba escrito, pero éste no lo había publica-
do por razones que el propio lector descubrirá cuando se adentre en los
curiosos e inverosímiles relatos de la obra y porque, aunque sigue el
tema original del drama remediano, no trata exactamente una proble-
mática cubana. A esto se le suman, y habría que indagar en la década
de los sesenta, los intereses editoriales del país y la atención que susci-
taría una obra como ésta.
Historia de una pelea cubana contra los demonios apareció como
el primer volumen de una trilogía concebida por Ortiz, La santería y la
brujería de los blancos constituye el segundo volumen, y “Brujas e
inquisidores” (inédito) el tercero. Esta afirmación se sostiene a partir de
la opinión del propio autor y por la unidad temática de estas obras. La
razón de que escribiera otros dos volúmenes sobre el tema nace de los
propósitos que se planteó Ortiz en la Historia de una pelea cubana
contra los demonios: el interés por indagar en los verdaderos móviles
ideológicos del tan increíble drama y por desentrañar cuáles fueron las
intervenciones del sobrenaturalismo en aquellos sucesos remedianos.
“Nuestro criterio es principalmente —dice—, aparte del somero relato,
como una amplia glosa explicativa de aquellos eventos y de las ideas-
fuerzas que los provocaron y recubrieron.”2

1
Mariano Rodríguez Solveira, destacado intelectual cubano, quien en 1959 se desem-
peñaba como Rector de la Universidad Central de Las Villas, fue promotor y difusor
de la obra de don Fernando Ortiz.
2
Fernando Ortiz. Historia de una pelea cubana contra los demonios. Editorial de
Ciencias Sociales, La Habana, 1975, p. 23.

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El lector se puede percatar de que en las narraciones de la Historia
de una pelea cubana contra los demonios se manifiesta esa suerte
de no presentar el hecho desnudo y desengranado de los demás hechos
humanos, y que Ortiz expone su propia lógica hilvanando los variados
contenidos del texto para desplegar su concepción racionalista ante un
fenómeno religioso e histórico. Las citas intercaladas en la introducción
resaltan la línea de pensamiento que sigue Fernando Ortiz en su erudita
disertación: dos citas eclesiásticas, de Bartolomé de las Casas y Félix
Varela; una bíblica, de San Pablo; citas de José Martí y Alejandro de
Humboldt, y una de Marco Tulio Cicerón.
“Las ideas imperantes en Cuba —escribe Ortiz— y en el mundo
occidental después del siglo XVII, es decir, ya en nuestra edad moderna,
no son las mismas que en aquel conflicto diabólico de Remedios. El
racionalismo, que fue iluminando las conciencias, sobre todo desde el
Siglo de las Luces, obliga a dar perfiles y relieves distintos y más realis-
tas interpretaciones a dichos sucesos.”3
Esa actitud ante la historia y la confianza en las potencialidades hu-
manas permiten desarrollar su concepción positiva ante la teología; “con-
tra el racionalismo científico —afirma Ortiz— en la mente y en la con-
ducta, cientificando la vida como pensaba José Martí, podrán los terrícolas
irse asegurando su progresivo destino”.4
A partir de ese soporte racional en la Historia de una pelea cuba-
na contra los demonios, Ortiz interpreta la mentalidad bajo la cual se
producen los hechos históricos en nuestra sociedad colonial del siglo
XVII, estudia las oraciones heréticas y las concepciones del demonismo
trasplantadas a Cuba desde la cristiana Europa y su relación con otros
cultos religiosos, en un lento pero incesante proceso de transculturación.
La Inquisición, la corrupción moral, son temas que no escapan del aná-
lisis orticiano. Los aparentemente dispersos e inconexos acontecimien-
tos históricos son apreciados por Ortiz en su contexto para mostrar la
fuerza real de las ideas en el curso de la historia.
Esta concepción adquiere continuidad en el libro La santería y la
brujería de los blancos. Aquí se universaliza una historia local y se
pone en discusión la formación de los preceptos morales y teológicos
bajo los cuales se formó la clerecía que oficiaba en la Isla de Cuba

3
Ibídem, p. 24.
4
Ibídem, p. 28.

18
durante los siglos XVI y XVII. Se indaga en las bases de la cultura religiosa
de esos siglos con el propósito de juzgar históricamente la forma de
actuar del párroco de Remedios. No por gusto el primer título que Ortiz
eligió para su libro y que luego cambió por el actual fue el de Energú-
menos y clérigos, subtitulado Defensa póstuma de un inquisidor
cubano del siglo XVII.
Pero, ¿por qué haría Ortiz una defensa póstuma de un inquisidor
cubano?
Pienso que no se trata de reprobar la posición de José González de la
Cruz, sino de conocer las causas, fuerzas e ideas que motivaron sus
actitudes. La cuestión consiste, y Ortiz cita a Spinoza, en que: “no hay
que reír ni llorar las acciones humanas, simplemente hay que entender-
las”.5 “El cura, por solo serlo —agrega Ortiz— no es un ángel ni un
demonio. No es un numen; es un hombre. Ni más ni menos que un
hombre. Todo un hombre, pero solo un hombre. De suyo ni bueno ni
malo, un hombre como los demás, como ‘uno de tantos’, como su pue-
blo. Un ser capaz de todas las virtudes y de todos los pecados de la tan
admirable como flaca naturaleza humana.”6 Ésta debió de ser una máxi-
ma moral de don Fernando que le permitió comprender credos, hom-
bres, razas y culturas.
Por ello, no le bastó describir e investigar los sucesos protagonizados
por Joseph González de la Cruz, párroco y comisario de la Inquisición en
San Juan de los Remedios, sino que en La santería y la brujería de los
blancos, Ortiz se remite a las ideas teológicas de los siglos XVI y XVII
—período en que España puebla y coloniza a las Indias—, a la
demonología y sus derivaciones místicas, para definir el sentido históri-
co, religioso y ético de los personajes humanos de la tragedia remediana.
Se apoya, esencialmente, en los conceptos del demonismo, tal como
eran entendidos por los eclesiásticos españoles.
La santería y la brujería de los blancos es un libro único en su
género, no conocemos texto igual en la tradición de pensamiento cuba-
no; sin embargo, relativos a la religión, Carlos Trelles, notable bibliógra-
fo, en su obra Biblioteca histórica cubana, tomo segundo, enumera
una larga lista de libros e investigaciones; en particular sobre la historia
de la Inquisición, el propio Trelles escribió un revelador artículo: “La

5
Ibídem, p. 587.
6
Ibídem, p. 591.

19
inquisición en Cuba desde 1518 hasta 1610”, donde con razón afirma
que se conoce muy poco sobre la actuación de la Inquisición durante el
siglo XVI y la primera mitad del XVII.7 También Trelles cita a la historia-
dora Irene Wright, quien residió en Sevilla y dedicó parte de sus estudios
a revisar los documentos inquisitoriales de América en los Archivos de
Indias. Entre los datos que aporta la investigadora norteamericana refe-
ridos a Cuba en su libro Early History of Cuba (1916), señala: “Hay
pruebas de que por 1517-1518, un Juan Muñoz descrito como ‘un indio
español vestido como cristiano’ fue quemado en la hoguera.” Carlos
Trelles dice haber comprobado ese caso por Real Cédula donde a Gon-
zalo de Guzmán se le concedían los bienes del Indio, valorados en dos-
cientos pesos.
De acuerdo con los estudios de Irene Wright, en esa época fue inqui-
rido el escribano español avecindado en la ciudad de Santiago de Cuba,
Alonso de Escalantes, acusado de hereje, expulsado de Cuba y quema-
do en la hoguera en la ciudad de Sevilla.
Con el fin de reconstruir los inicios de la Inquisición en Cuba, Trelles
cita la Real Cédula del 20 de mayo de 1519, que nombra como Inquisi-
dor General de las Indias e Islas del Mar Océano a don Alonso Manso,
obispo de Puerto Rico. Alonso Manso, licenciado en Teología y canóni-
co de Salamanca, desempeñó ese cargo durante veinte años hasta 1539,
cuando falleció.
Sobre la actuación del Inquisidor General en estas partes de las In-
dias, el historiador matancero José Augusto Escoto, en su obra inédita
“Primeros Obispos en la Española”, menciona el mandamiento y carta
notoria de don Alonso Manso a todas las instituciones y personas de
Puerto Rico. La carta dice:

Bien sabéis como usamos el oficio de la Santa inquisición. So-


mos informados que alguna persona o personas se atreven a
decir palabras contra el Santo Oficio e ejecución de el, como
contra el inquisidor, oficiales y ministros de el, exhortamos...
mandamos... so pena de excomunión mayor, que ninguno sea

7
En nuestras últimas investigaciones hemos podido consultar algunos expedientes
inquisitoriales del siglo XVI que se hallan en la Biblioteca Nacional de Madrid y que
daremos a conocer en una próxima publicación.

20
osado decir venir contra el dicho Santo Oficio, ni inquisición, ni
los ministros, ni oficiales, ni a nuestros mandamientos ni en di-
cho ni en hecho ni en consejo, pública ni secretamente... ni sea
encubrir herejes... y lo que se piense de alguna o algunas perso-
nas que hayan ido, dicho o hablado de dicho Santo Oficio o
ministro, o de la ejecución e injusticia de el. Cualquier palabra
en desacato de dicho oficio, oficiales o ministros, los vengáis a
declarar y manifestar dentro de quince días... a los inobedientes
pronúncianos sentencia de excomunión mayor... privación de
oficios, confiscación de bienes, y procederemos contra tales
como a malos y conversos... factores de herejía..., sea esta ley,
publicada en esa iglesia, fijada en ella. Dada en esta ciudad de
San Juan de Puerto Rico 6 de enero de 1528.

Por oficio de Alonso Manso fechado en 1518, fue designado Juan de


Wyte como inquisidor y Obispo de Cuba, función que desempeñó desde
la abadía de Jamaica durante el período de 1518 a 1525; en realidad
nunca visitó la isla de Cuba.
Pérez Beato, destacado historiador cubano, reunió materiales y for-
muló una lista de inquisidores y familiares de la Inquisición que argu-
menta la existencia y actuación de la Inquisición en la isla, tal vez con la
idea de redactar la historia de este desconocido pasaje de nuestra socie-
dad. Ortiz, interesado por los fenómenos pretéritos, también escribió
sobre la Inquisición en Cuba, tomando como referencia documentos
originales y los estudios del historiador chileno Toribio Medina, a quien
conoció en Sevilla en los pasillos del Archivo de Indias. Largas debieron
de ser las tertulias sobre el Santo Oficio entre estos dos hombres de
ciencia, por lo que no son casuales las referencias al fenómeno histórico
de la Inquisición que hace Ortiz en la Historia de una pelea cubana
contra los demonios y en el epígrafe “La mala vida del clero” de su
libro Los negros curros.
Ya en su obra temprana se manifiesta el interés de Ortiz por el tema
religioso; por tal motivo, en el libro La santería y la brujería de los
blancos no encontraremos a un Ortiz desconocido, sino la prolongación
de sus ideas, las que se hicieron célebres en aquel polémico libro de
1906, Los negros brujos. Polémico porque entonces en Cuba no exis-
tían antecedentes de estudios sobre los negros, a no ser los informes de

21
la policía referidos a los robos y asesinatos. Ortiz, desde sus conoci-
mientos de antropología y de la teoría positivista criminológica de César
Lombroso, estudió su cultura y prácticas religiosas. Sobre este grupo
social cayó el rigor de la teoría lombrosiana, así como el contradictorio
enfoque que de esas concepciones se derivaban. Aun así, con especial
interés describió el carácter híbrido de los grupos marginales, sus dife-
rentes orígenes culturales, las características de “la brujería negra”, las
costumbres y su modo de vida en general. En esta obra fundacional se
perfilan múltiples aspectos sociológicos, lingüísticos, históricos y cultu-
rales que desarrollará Ortiz con posterioridad. Sobre este libro, que con-
cibió en los inicios de su carrera intelectual, escribió en 1942:

Comencé a investigar, pero a poco comprendí que, como to-


dos los cubanos, yo estaba confundido. No era tan solo el
curiosísimo fenómeno de una masonería negra lo que yo en-
contraba, sino una complejísima maraña de supervivencias
religiosas procedentes de diferentes culturas lejanas y con ellas
variadísimos linajes, lenguas, músicas, instrumentos, bailes,
cantos, tradiciones, leyendas, artes, juegos y filosofías
folklóricas; es decir, toda la inmensidad de las distintas cultu-
ras africanas que fueron traídas a Cuba.8

La interpretación inicial de Ortiz sobre los cultos religiosos que en-


tonces denominó afrocubanos, como es conocido, dista mucho de sus
consideraciones posteriores, donde reconoce el carácter social y cultu-
ral de la religiosidad de origen africano en Cuba. Es cierto que a lo largo
de sus estudios el tema religioso se vinculará con el análisis de la música
folclórica, el baile, el teatro, el lenguaje de los negros, pero no como
tema independiente que indague en los fenómenos mágicos religiosos
de los negros; por ello hay que acudir siempre a su ensayo de 1906, para
discernir qué ideas de aquel primer libro permanecen en su concepción
posterior y cuáles adquieren otra dimensión axiológica. Desde enton-
ces, conocida es su opinión de que el progreso intelectual y el desarrollo

8
Fernando Ortiz. “Por la integración de blancos y negros”, en: Estudios Afrocubanos,
La Habana, v. V, 1945-1946, pp. 219-220.

22
de la ciencia son factores que debilitan a la religión, que la ignorancia es
un elemento negativo para el progreso social y que la cultura es “cultivo
del espíritu”, “trabajo labradío”, superación humana; que todo hombre
es depositario de la cultura, como mecanismo de cooperación integral
que actúa como fuerza activa de reorganización nacional y de progreso.
En Los negros brujos se expone la tesis acerca de la irresponsabi-
lidad religiosa del pueblo cubano y la difusión de la hechicería de los
blancos, favorecida por la venta de libros vulgares, como los tratados de
magia blanca y negra, libros de San Cipriano, de Simón el Mago, de
Alberto el Grande, etcétera. “Así se explica —dice Ortiz— la infinidad
de fórmulas de hechicería, conjuros, supersticiones, etcétera, que sub-
siste en Cuba, de origen europeo.”9 En su opinión, estos factores propi-
ciaron la introducción de los cultos africanos en Cuba y el resquebraja-
miento de la religiosidad ortodoxa.
En Los negros brujos, la religión es para Ortiz “una función patoló-
gica de defensa, coacción subjetiva al cumplimiento de las normas de la
moralidad, que se preocupa de reforzar mediante la sugestión del miedo
a ultratumba la fuerza coactiva de los principios morales, muchos de los
cuales se debilitarían sin aquella”.10 Es decir, que Ortiz sostenía, al igual
que su maestro César Lombroso, que la religión es útil cuando se funda-
menta sobre la moral y abandona el culto de las fórmulas. Por esta
razón le fue difícil en un inicio comprender la religión de los negros
“brujos”, de ahí que la considerara “inmoral y delictuosa”, concepción
que cambiaría en la medida que abandona el positivismo criminológico y
se nutre de nuevas fuentes doctrinales de interpretación de la realidad
sociocultural cubana.
Atraído por el inexplicable —aun para Ortiz en la década del vein-
te— entrecruzamiento de credos que se producía en la sociedad cuba-
na, describe en la revista Archivos del Folklore Cubano un caso típico
de la formación de una leyenda supersticiosa alrededor de “La milagro-
sa del cementerio de la Habana”; el sugestivo análisis permite tener una
idea de su preocupación por la religiosidad del pueblo cubano y de su
opinión acerca de la existencia de una “crisis religiosa” provocada, se-
gún él, por “1º, la creciente falta de arraigo en Cuba de los dogmas
tradicionales, debida, entre otras causas, a la gran escasez de sacerdocio

9
Fernando Ortiz. Los negros brujos. Madrid, 1906, p. 322.
10
Ibídem, p. 410.

23
catequista que sustituya a los doctrineros de la época del poblamiento y
colonización de estas Antillas, quienes no cuentan hoy con sucesores;
2º, la difusión del espiritismo, especialmente de la forma charlatanesca
de los curanderos (y); 3º, el crecimiento de todas las supersticiones...”,11
entre otras razones.
En este artículo, Ortiz no oculta su inquietud por el creciente desarrollo
de la religiosidad popular y el distanciamiento de los tradicionales dogmas
religiosos: judaísmo, catolicismo y protestantismo, traídos a Cuba desde
Europa, los cuales no amparan a las grandes masas de nuestro pueblo.
Ortiz consideraba que cada vez más el paganismo, la idolatría y los cultos
diabólicos se apoderaban de las masas, que por la falta de cultura llenaban
con supersticiones ese vacío de sus concepciones ideológicas.
El tema religioso gravita en la obra orticiana; en su primer escrito, un
cuaderno escolar que data de sus años de estudio en Menorca, titulado
Culecció d´els mal-noms de Ciutadélla,12 el cual diseñó en forma de
librito, sobresalen en la cubierta y contracubierta ingeniosas ilustracio-
nes del propio Ortiz, que probablemente narren algún episodio, leyenda
o fantasía, y aparecen motivos que se convirtieron luego en temas de
sus investigaciones. El tintero figura como ex libris, presagio del escri-
tor que fue Fernando Ortiz; el caballero símbolo de señorío, y el aldeano
o payés, de lo popular, dos clases de la sociedad menorquina del siglo
XIX, que protagonizan las fiestas populares. Y como predigo de su obra
futura, componen la portada figuras diabólicas, el Hada, el mundo celes-
tial y el infierno, la eterna contradicción entre el bien y el mal. Resulta
curioso que en su primer escrito aparezcan las figuras diabólicas y en el
último de sus libros publicados retorne a esos temas que le impresiona-
ron en la infancia. Escribió sobre fiestas folclóricas, carnavales, brujas,
demonios y religiones, historia y cultura. La humanidad y la religión le
inquietaron desde su primera juventud.
Más tarde, en las aulas de la Universidad de La Habana se interesa
por los textos religiosos, y de aquellos tiempos recuerda:

Hace ya unos cuatro lustros, cuando en las aulas de mi muy


querida Universidad de la Habana cursaba los estudios de
Derecho Penal y el programa del profesor González Lanuza
11
Fernando Ortiz. “La milagrosa del cementerio de La Habana”. En Archivos del
Folklore cubano, v. III, julio a septiembre de 1928, no 3, p. 198.
12
En proceso editorial.

24
—entonces el más científico en los dominios españoles— me
iniciaba en las ideas del positivismo criminológico, simultaneaba
yo esas lecturas escolares con obras muy ajenas a la universi-
dad, que el acaso ponía a mi alcance o que mi curiosidad in-
vestigadora buscaba con fervor.
En estas últimas estaban las lecturas religiosas, que aún ahora
me producen especial deleite y despiertan en mi ánimo singu-
lar interés.13

Estas memorias, escritas en 1950, evidencian el conocimiento y la


preferencia de Ortiz por la temática religiosa. Su formación le permite
interpretar las diferentes tendencias religiosas que se desarrollaban en
Cuba sin la necesidad de pertenecer a una de ellas, y esto lo deja bien
claro cuando afirma:

¡Yo no soy espiritista! Si lo fuera no lo ocultaría en el secreto


del hogar, ni tendría por qué abochornarme de serlo. Tantos
hombres de ciencia profesan esa fe, que a su lado estaría bien
acompañado.
¡Tampoco soy católico! Hace muchos años que abandoné su
mística y que no impresionan mis sentidos sus ritos seculares,
y de ya borrados simbolismos.
No soy brujo tampoco, usando ahora esta palabra como nues-
tro pueblo, impropiamente, comprendiendo en ella todas las
supersticiones africanas supervivientes en Cuba (...). Todo
esto os digo no porque pueda interesaros saber cuál es mi fe
religiosa, sino porque de estas afirmaciones puedo aseguraros
la imparcialidad de mis ideas en un debate que no apasiona ni
caldea mi ánimo y que observo solamente desde el punto de
vista sociológico y científico.14

13
Fernando Ortiz. “Una cubana danza de los muertos”, en Bohemia, La Habana, año
42, Nº 7, febrero 17 de 1950, p. 30.
14
Fernando Ortiz. “Las fases de la evolución religiosa.” Conferencia de vulgarización
sociológica pronunciada en el teatro Payret de La Habana, el día 7 de abril de 1919, a
petición de la Sociedad Espiritista de Cuba. Tipografía Moderna, La Habana, 1919, p. 5.

25
El deleite por los estudios religiosos se puso de manifiesto en sus
numerosos trabajos y conferencias sobre el espiritismo, las supersticio-
nes populares y los cultos mágico-religiosos de los negros, en sus estu-
dios sobre los orígenes de la Inquisición en Cuba y en el conocimiento
que demuestra tener sobre las obras de los teólogos medievales y mo-
dernos del catolicismo. Esta inclinación antropológica de Ortiz, científi-
ca ante los fenómenos religiosos y su método transcultural, le consiente
mantener la distancia entre el investigador y su objeto de trabajo. Ortiz
interioriza el objeto, interpreta las ceremonias de “diablitos”, la música,
la poesía, la danza, la pantomima y el arte para dilucidar la dinámica
interna y la exteriorización de las liturgias y doctrinas religiosas; en Ortiz
no faltan los juicios examinadores, ni una mirada siempre inspirada en
su concepción del mundo, con abundantes ejemplos históricos para so-
meter a análisis la sociedad contemporánea. Su obra es antropológica;
no sólo enjuicia, sino que anima a indagar en los orígenes de fenómenos
de antaño, como fórmula de comprensión de la sociedad actual, donde
aún sobreviven los medievalismos, el sistema de creencias sobrenatura-
les, la creencia en demonios y el trato con ellos.
“Mis respetos a todas las creencias ajenas —dice Ortiz— sin reve-
rencia de humillación ni burla intolerante de petulancia incomprendedora,
me ha ganado casi siempre la pronta y leal confianza de los verdaderos
creyentes, aun sabiendo ellos mi incredulidad o agnosticismo”.15
A lo largo de su obra, Ortiz no abandona la inquietud por comprender
la cosmovisión del hombre y su apetencia por lo sobrenatural, lo cual se
refleja en sus estudios sobre la música sacra de los negros, en su ensayo
sobre los orígenes de la poesía y el canto en los negros afrocubanos, así
como en la Historia de una pelea cubana contra los demonios.
En 1959 publicó el artículo “Cubanos y demonios ante una boca del
infierno”, subtitulado “Notas para la historia de la demonología en Cuba”.
En este original escrito, advierte su vocación por estudiar la presencia y
las consecuencias ideológicas de los demonios en la historia de la huma-
nidad. Menciona las diferentes estadísticas, el número de demonios en
el mundo, los censos de la población diabólica, basados en autoridades
eclesiásticas medievales y modernas. Sugiere que Cuba, al igual que el
resto del mundo, no está ajena a la intervención de los demonios en la

15
Fernando Ortiz. “Una moderna secta espiritista en Cuba.” Bohemia, año 42, no 3,
enero 15, 1950, p. 137.

26
historia y en la geografía. Trasmite la idea de que no somos un pueblo
aislado; tenemos, como España o Irlanda, el honor geográfico de contar
con nuestra propia boca del infierno, situada en Remedios, precisamen-
te bajo la güira de Juana Márquez la Vieja. Así lo había informado
José González de la Cruz, el célebre comisario de la Inquisición y de la
Santa Cruzada que cobró fama como exorcista luchando contra ocho-
cientos mil demonios. En esta singular narración, más que exponer una
concepción sobre la religión, ironiza y argumenta la necesidad de cono-
cer la actuación de las huestes diabólicas en la pasada y presente vida
de los cubanos, tarea que aún está por investigar.
El libro La santería y la brujería de los blancos, además de tener
sus antecedentes en la genealogía orticiana, forma parte de un conjunto
de obras que se escribieron en el mundo hispanoamericano; la más afín
es la del polígrafo español Julio Caro Baroja, “Las brujas y su mun-
do”(1961). En este excelente ensayo, Caro Baroja parte de los estudios
totales, del reconocimiento de las doctrinas de los teólogos y de los fe-
nómenos sociales de esos períodos. Somete a críticas las teorías de la
magia y las diferentes tesis sobre el origen de la brujería en la Europa
cristiana. En cambio, Fernando Ortiz, a diferencia de los estudios
antropológicos de su época, no se detiene en la crítica de los conceptos
modernos de magia, brujería o religión. Su objetivo se centra en dialogar
con una época enigmática y desconocida para el lector cubano, remitir-
nos al tiempo de los energúmenos y clérigos, con el afán de describir
esa sociedad relajada moralmente y mostrar su relación ideológica con
la Cuba del siglo XVII.
La interpretación orticiana es muy particular; no es la historia de la
Inquisición en España; no es un estudio documental, ni jurídico, ni es-
tructural del Santo Oficio; es la valoración de los preceptos teológicos y
la realidad histórica en que se formaron. Su visión difiere de la de un
historiador que juzga en todas las culturas y tiempos la permanencia de
los mismos valores y sentimientos. Ortiz capta la continuidad de los
hechos en el tiempo como procesos de larga duración, y de acuerdo con
las circunstancias históricas, estudia los preceptos morales cambiantes
que rigen las colectividades humanas.
La vocación de historiador y de intérprete de la cultura lo llevará a
indagar en lo más reservado del pasado, con esa curiosidad que se dis-
fruta cuando se escribe y se descubre el modo de pensar y de actuar de
los personajes que alguna vez protagonizaron la historia. La santería y

27
la brujería de los blancos es tal vez el móvil para llamar la atención
sobre lo que pasa inadvertido, aquello que se pierde en los grandes rela-
tos y el escritor recrea cuando lo rescata, transmitiendo el mensaje de la
diversidad y el dinamismo del comportamiento humano, imposibles de
atrapar en páginas escritas. Es el esfuerzo de un sabio que quiso legar
sus conocimientos y hacernos ver cómo el hombre existe en esa rela-
ción histórica que lo hace cada vez más universal.

DR. JOSÉ A. MATOS ARÉVALOS


Investigador
Fundación Fernando Ortiz
Instituto de Filosofía

28
I

Sumario: - Una guerra cubana contra los demonios a fines del siglo
XVII. El drama religioso que ocurrió en Remedios.- Su protagonista.-
El demonismo y sus expresiones.- Hechiceros, brujas y energúmenos.-
La creencia en los espíritus.- Nacimiento de los demonios.- Las pose-
siones místicas.- Su religiosidad.- Sus beatificaciones y sus exorcismos.-
Al caer el imperio romano sobrevivieron sus dioses.- La Iglesia les dio
empleo como demonios.- Bautizo de los paganos y de sus ídolos.- Los
demonios en la Edad Media.

A fines del siglo XVII hubo Una guerra cubana contra los demonios,1
en una isla de América, y este mismo fue el título del libro por nosotros
publicado para narrar su historia.
En la villa de San Juan de los Remedios, donde se dio tal guerra,
hubo un clérigo criollo llamado el P. Joseph González de la Cruz, párroco
de su parroquia y comisario de la Santa Inquisición, a quien se le antojó
trasladar el caserío de la villa remediana desde su asiento primitivo a las
tierras del Hato del Cupey, que eran de su propiedad privada. Los repe-
tidos ataques de piratas que había sufrido la población, seguidos de abo-
minables saqueos y vejámenes a sus moradores, a sus mujeres y al
Santísimo Sacramento del Altar, fueron los motivos que inspiraban a
muchos la conveniencia de la traslación de la villa; pero cuando se trató
de fijar el nuevo sitio para su restablecimiento surgieron agrias contro-
versias que llegaron a crueles conflictos.
Obstinado el P. González de la Cruz en su propósito de llevar el
nuevo poblado al hato de su dominio, trató de convencer a sus conveci-
nos que se resistían a ello, diciéndoles que Lucifer había manifestado

1
(Ortiz se refiere a su libro Historia de una pelea cubana contra los demonios, que se
publicó por primera vez en 1959 por la Universidad Central de Las Villas, con prólogo
del destacado intelectual cubano Mariano Rodríguez Solveira. La segunda edición se
realizó en 1975 por la Editorial de Ciencias Sociales.)

29
que se hundiría Remedios y que de ello era presagio seguro la abundan-
cia de energúmenos que entonces había en la villa. Tantos eran que el P.
González de la Cruz llevaba ya exorcizados nada menos que 800 000
diablos.
Incrédulos y contumaces los remedianos, nada hicieron por compla-
cer a su tozudo párroco, y éste se valió de un recurso de los mismísimos
demonios. Siendo muchas las personas endemoniadas que por entonces
hubo en Remedios —por lo común negras africanas en trance
alucinatorio de su mística—, el cura se dirigió como exorcista al jefe de
las 30 legiones de malos espíritus que estaban metidos en el cuerpo de la
negra esclava Leonarda, y aquél, apremiado por un rito sacramental
declaró ante el notario público y los cuatro alcaldes de Remedios, santi-
ficando su pavorosa predicción.
No convencidos por esto los vecinos de Remedios, el empecinado
comisario del Santo Oficio requirió ante el escribano al mismo Dios en
la persona de su Hijo, transustanciado en la Hostia Sacramentada, para
que el Justo Juez manifestase su voluntad mediante un sortilegio o jui-
cio de Dios. Organizado el aparato de esta suerte consultoría, se extra-
jo una papeleta de las cuatro que para el acto se habían depositado en
una tachuela, y ella leída, se vio que contenía el nombre del Hato del
Cupei. La mente, intérprete de la voluntad divina, fue adversa a los
remedianos recalcitrantes en no dejar su villa para mudarse a las tierras
del cura; por lo cual éste salió de aquella población maldita llevándose a
sus partidarios, a sus energúmenos y al Copón Divino. Pero otros
remedianos, cívicos y valerosos, se negaron a irse y continuaron por
años en su rebeldía hasta que alcanzaron la victoria contra el inquisidor,
el obispo, el rey de España y el rey del infierno con sus legiones de
demonios.
De cómo fue la tremebunda contienda contra la hueste diabólica,
desarrollada en las inmediaciones de una boca de los infiernos que allí
en Remedios estaba, debajo de la güira de Juana Márquez La Vieja, y
de cuáles fueron sus dramáticos episodios hasta culminar en el incendio
total de la villa, podrá enterarse el lector que el citado libro leyere. Pero
de éste nos quedó fuera y no fue a las prensas, la explicación de los
motivos de aquellos sucesos y de la singular conducta del intrépido in-
quisidor cubano, y ahora trataremos de darla en las páginas de este otro
volumen, donde se intentará seguir la defensa póstuma del P. Joseph
González de la Cruz, pese a los odios que se acarreó en vida y a los

30
desprecios que le siguieron a su muerte, como causante de tanta infeli-
cidad.
Para formar juicio de la obra nefasta del P. Joseph González de la
Cruz debemos ante todo considerar cuáles fueron los impulsos que lo
movieron. Comencemos por las ideas religiosas de su época y de su
ambiente social, particularmente en cuanto a la demonología2 y sus de-
rivaciones, las cuales influyeron en su actuación.
Toda la obra del clérigo remediano fue desarrollada como una trage-
dia religiosa. Los pecados provocaban sobre el pueblo pecador las tor-
turas de los demonios y una hecatombe cataclísmica; pero en defensa
contra los peligros y arterías infernales había que acudir a los exorcismos
litúrgicos y al traslado de la villa maldita a su nuevo sitio de bendición,
escogido por el oráculo divino. Esta fue la trama trágica en busca de un
desenlace condigno. Las circunstancias fueron determinando la entrada
y salida de los varios personajes a la vez reales y emblemáticos; el
planteamiento de sus contradictorias actitudes, inspiradas en una dia-
léctica social de muy expresiva historicidad, y el desarrollo de los suce-
sivos episodios, todos henchidos de emociones dramáticas. Por eso un

2
(Sobre demonología, ya en el Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940)
Fernando Ortiz, al tratar el proceso histórico de transculturación del tabaco y su
impacto en la cultura de los conquistadores escribía: “Para los Castellanos y luego
para los demás invasores de las Indias Occidentales, el tabaco no fue sino brujería,
artilugio diabólico; pero esto no fue obstáculo para que ellos lo adoptaran. Acaso lo
sacro y heterodoxo de sus prodigios fue el primer aliciente que tuvo el tabaco para los
europeos que lo descubrieron. Sin duda, hubo siempre en toda magia una tentación,
como en todo pecado un placer. Además, en la brujería del tabaco había algo de
verdadero. El diablo no engaña bien sino con semimentiras o, lo que es igual, con
semiverdades. Los blancos cristianos advirtieron que, pese al trasunto infernal del
tabaco y quizás por esa misma oriundez diabólica, con el uso de esas yerbas experi-
mentaban ciertos efectos realmente gratos y benéficos: a veces se curaban de alguna
dolencia y en otras ocasiones ganaban con el exótico hechizo el beneficio de una
aliviadora ilusión; pero, además, siempre advertían alguna placentera satisfacción de
sus sentidos y, sobre todo, una suave y deleitosa euforia de espíritu, como si transi-
toriamente entrara en posesión de éste un angel misericordioso que inspiraba esperan-
zas y resignaciones o un diablejo retozón que cosquillaba el animo apático, reavivándolo
a nuevas energías y audacias.” (Pág. 217, editorial de Ciencias Sociales, La Habana,
1983). El tema de manera explícita lo vuelve a tratar en el artículo “Cubanos y demo-
nios ante la boca del infierno” (Notas para la historia de la demonología en Cuba)
publicado en la Nueva Revista Cubana, Núm. 1, 1959, así como en la Historia de una
pelea cubana contra los demonios.)

31
prelado del siglo XVIII calificó la obra del Inquisidor cubano como
merecedora de ser presentada en un coliseo, pese al carácter religioso
de su argumento y a lo eclesiástico de su protagonista y de su ambiente
escénico.
El personaje supremo de esa tragicomedia fue, sin duda, el Santísimo
Sacramento, quien estuvo sometido a una interrogación solemne y
decisoria. Pero esa imponente escena fue en verdad secundaria y no
significó siquiera el desenlace del nudo dramático.
El protagonista del drama religioso de Remedios fue el presbítero P.
Joseph González de la Cruz, revestido de los cargos de beneficiado,
párroco, inquisidor y otros ministerios eclesiásticos.
Al estudiar los móviles religiosos del P. González de la Cruz, que tan
notorio se hizo como exorcista de millares de demonios, hay que tener
presente las creencias de su época en las cuales estaba embebida su
mentalidad. Por esto nos hemos creído obligados, particularmente con
los lectores cubanos, que son poco dados a enterarse de tales cosas
pretéritas, a una amplísima digresión para dar un diseño del panorama
ideológico en que vivió el P. González de la Cruz; única manera de en-
tender su conducta. Tal digresión será el contenido del presente libro
que titulamos La Santería y la Brujería de los Blancos.
La tragedia religiosa de Remedios fue tejida sobre la urdimbre ideo-
lógica del demonismo. Y no del demonismo de los negros africanos,
como podría hacerlo creer la alejada presencia del demonio en el cuer-
po de la morena Leonarda, sino del demonismo de los blancos, de la
demonología católica, propia del eclesiástico que le exorcizaba.
Esos dos primordiales personajes del drama remediano pertenecen a
razas y culturas distintas y en posiciones sociales antitéticas; la blanca
del inquisidor y amo y la negra de la energúmena y esclava. Y en ellas
las religiones de ambos se manifiestan, en el católico y en la pagana,
enlazadas en un punto común, en el fenómeno misterioso de la posesión
del cuerpo humano por los espíritus invisibles. Pero, dada la condición
imperante de la religión del clérigo exorcista, que era también la de los
alcaldes y vecinos de Remedios, fue dicha religión de las gentes enton-
ces dominadoras de la sociedad cubana la única que proporcionó los
elementos místicos de la Trama, quedando oscurecidos los factores, sin
duda africanos, que hicieron bajar los espíritus al cuerpo de la negra
esclava, la cual desempeña en la escena remediana un papel pasivo, tan
sólo como un sagrario carnal del dios de los infiernos.

32
Para Leonarda, su estado era el muy frecuente entre las morenas
entregadas al culto de sus númenes ancestrales; sencillamente “tenía el
santo”, tal como le solía ocurrir cuando se daba con sus compatriotas a
las danzas sagradas y ceremonias colectivas, donde al son rítmico de los
tambores y las plegarias cantadas evocaban a los dioses negros. Pero,
según el P. González de la Cruz, el numen posesionado de la negra no
era un santo sino un demonio. Santos o demonios no eran sino distincio-
nes que el lenguaje y la religión de los blancos habían hecho entre los
espíritus misteriosos que se posesionaban de los mortales. Para la negra
criolla y su fe africana no hubo tales discriminaciones; sus númenes no
eran buenos ni malos sino simplemente favorables o adversos, según
fueren las ocasiones y sus tratos con los humanos. Para aquélla, que no
tenía tales distinciones éticas, todos eran santos, tales como aún hoy día
se les venera en Cuba, constituyendo su culto un complejo fenómeno de
sincretismo afrocubano conocido como Santería.
Para el clérigo inquisidor y su fe católica los espíritus de la negra
posesa no eran sino demonios, pero su religión admitía que análogos
fenómenos estáticos podían ser producidos por angeles, santos y otros
seres celestiales, y muchas veces era dificilísimo reconocer si el prodi-
gio místico era treta infernal o favor del cielo. Hasta en el lenguaje se
reflejaba la identidad esencial de unos y otros fenómenos de posesión.
El místico Francisco de Osuna3 decía que en esos trances el hombre
“tiene a Dios”; la mística afrocubana dice que “tiene el santo”. En el
habla de los santeros negros de Cuba se dice que “sube el santo”, en el
lenguaje de los místicos blancos se decía 4 que “el alma sube sobre sí”.
Los portentos místicos se daban, pues, por igual entre negros y blancos;
sólo se difería tocante a su interpretación. Si los negros tienen santos y
orishas que los arrastran al deliquio misterioso, también los blancos son
llevados al arrobo sobrenatural por santos y demonios. Unos y otros
caen en trance de posesos y tienen sus númenes que los enajenan, em-
brutecen o iluminan. Si hay la santería negra, también hay una sante-
ría blanca.
Por esto, si queremos apreciar debidamente el sentido histórico del
drama de Remedios y el ético de sus personajes humanos hay que
acudir a la demonología y a la mística, pues toda la trama fue basada

3
Abecedario Espiritual. T. III. Trat. XIII. Cap. IV.
4
Teresa de Ávila. Libro de las Revelaciones VIII.

33
en la creencia católica de la posesión del cuerpo humano por un ente
sobrenatural. ¿Qué diablos pensarían el P. Joseph González de la Cruz
y sus convecinos de todas aquellas extraordinarias peripecias salidas
a luz de la entraña de la negra Leonarda como un alumbramiento de
desventuras?
En aquellos siglos todo el mundo vivía en trato constante con lo
sobrenatural; pero en España y sus posesiones ultratlánticas, y hasta
en gran parte de Europa nunca hubo más místicos, visionarios, profe-
tas, obsesos, endemoniados, brujas y hechiceros. Entonces, no eran
pocos los que se daban al demonio y a sus artes misteriosas, siendo
tenidos por magos, hechiceros y protegidos de Satanás. Eran precisa-
mente los tiempos de las brujas, las cuales no comienzan a aparecer y
a ser perseguidas furiosamente en España sino al caer el siglo XV. Y
era cuando los diablos con ostensión, evidenciando su presencia, in-
tervenían más en los actos humanos y posesionándose de los infelices
mortales para enajenarles el juicio, trabarles la voluntad y llevarlos
con engaños, torturas y desesperaciones al precipicio del pecado y,
luego, al abismo infernal.
Debieron de ser tiempos horrorosos para las almas. Unos dicen que,
por ser entonces muy católica la gente de España, los diablos tenían que
aguzar más sus tretas y violentar más sus ataques para conseguir victo-
rias de condenación sobre los españoles; otros piensan que, no obstante
el predominio agobiador de la clerecía y las propagandas apologéticas
de sus nubladores inciensos, España no era tan católica como parecía
en lo externo y que los diablos estaban allí frenéticos de gozo y mostrán-
dose cínicos y sin cautela, ya que, pese a sus alardes de cristiana fe y a
sus despóticas militancias sacerdotales, jamás vio España más críme-
nes, corrupciones, atropellos, concupiscencias, picardías, desastres, mi-
serias y hasta heréticas pravedades, en medio de engañosas pompas
imperiales y estrépito de glorias guerreras. Hasta hubo que ver, para
contentamiento de los demonios, cómo las católicas majestades, arras-
tradas por sus soberbias dinásticas, al Vicario de Cristo lo aprisionaron
en su Roma por ellos saqueada, lo amenazaron con cismas y, so capa de
patronatos regalistas, le usurparon nombramientos, diezmos, granjerías
y privilegios regionales. Los diablos bailaban de alegría con los desen-
frenos de la zarabanda. Jamás habían llevado más españoles para el
infierno. Por aquellos siglos andaban, pues, muy apurados, los peninsu-
lares y sus hijos los cubanos para defenderse de las abrumadoras tenta-

34
ciones que los demonios les hacían abiertamente, en guerras, tropelías y
liviandades, o de manera oculta y sutil, a veces hasta en figura de empi-
nados magnates, y de clérigos santimoniosos y predicadores.
Aquellos siglos de las cantadas glorias imperiales de España, fueron
también los más endemoniados para los españoles. Suelen ir de compa-
ñía las famas de los gobernantes y las lloradas desgracias de los pue-
blos. En aquella época, en fin, se dieron por las tierras de España y sus
vecinas las más notorias y frecuentes comunicaciones místicas con el
sobremundo, así de las buenas, con los espíritus elevados, como de las
malas, con los inferiores y protervos. Se experimentaron entonces el
más exaltado demonismo y sus más dramáticas expresiones.
El demonismo, como todo acto religioso, es un fenómeno social. En
el drama demoníaco el protagonista es el diablo, al menos es como tal
temido; pero en aquél se dan otros personajes. A veces, el drama se
exterioriza en un trágico diálogo entre el diablo y un infeliz por él poseí-
do, el energúmeno; y en tales casos suele comparecer un tercero, el
exorcista, que generalmente impone el desenlace con el triunfo de la fe.
Otras veces, la acción del diablo con los humanos es más complicada, la
trama se hace más cooperante entre los personajes y éstos se aumen-
tan. Entonces salen a la escena el brujo o la bruja y el hechicero o la
hechicera, que son como los sacerdotes del numen maligno, y alrededor
de éstos surgen los personajes secundarios, el coro de quienes van a los
intermediarios del culto al diablo para que de éste, cual de otro dios, se
impetre el perdón de sus furias y el servicio de sus favores.
Este drama del hombre y el diablo tuvo en aquella época tres expre-
siones muy típicas: el pacto del hechicero sobre la entrega de su alma, el
aquelarre orgiástico de las brujas y la posesión del energúmeno. El pac-
to con el diablo era por su naturaleza un contacto bilateral, sinalagmá-
tico perfecto, por el cual el hombre y el diablo así se daban como reci-
bían algo con reciprocidad convenida. El ser humano “daba su alma a
los diablos”, según la aún vigente expresión popular, y el demonio en
cambio le brindaba facultades inauditas, poderíos, honores, riquezas,
venganzas, y otro bien todavía más precioso, la juventud hasta el morir.
El aquelarre era una nueva relación social de homenaje por la cual la
bruja acudía voluntariamente encantada a la recepción sabática del dia-
blo, participando de sus híbridos divertimientos y ceremonias como una
cortesana en sarao y besamanos, o como una diaconisa al oficio de una
misa sacrílega. La posesión, o endemoniamiento, era un acto involun-

35
tario del energúmeno, quien sufría una conciente o inconciente coacción
ajena, la de los demonios que “se le metían en el cuerpo”, según
la expresión corriente y de sentido literal, así en el vulgo como en los
eruditos.
En todos estos actos el demonio era parte principal que trataba pér-
fidamente con los humanos para arrastrarlos a su condenación, a cam-
bio de terrenales ventajas, placeres o desesperanzas. En todos los paí-
ses, en todos los pueblos, en todas las religiones, en todos los sacerdocios,
se ha creído y se cree en espíritus. La creencia en los espíritus y en la
trascendencia mundana de sus actividades procede de la época primeval
de las sociedades humanas.
Las difíciles condiciones económicas de la vida primitiva hacen que
ésta sea precaria y la inseguridad de la comida y de la salud hacen que
el salvaje, incapaz de conocer y dominar las fuerzas de la naturaleza,
que intervienen en su lucha por la existencia, trate constantemente de
propiciar los entes misteriosos que las gobiernan para que no los dañen
y sí los favorezcan.
Los pensadores salvajes, deseosos de explicar y propiciar las fuer-
zas desconocidas, fueron dando “ánima” a las cosas de la naturaleza,
individuando y personificando la sacripotencia indefinida del misterio, y
crearon así, por ese imaginativo proceso teoplásmico y animista, innu-
merables númenes favorables o adversos o a la vez buenos y malos,
según el impulso ocasional que los movía.
El fenómeno inefable de la muerte; las ocurrencias sintomáticas de
ciertas enfermedades; el portento de la preñez de las mujeres y de los
nacimientos de nuevas criaturas; los sucesos físicos maravillosos, inopi-
nados e inexplicables; los sueños, durante los cuales se va a lugares
lejanos, se conocen y tratan seres desconocidos y a veces monstruos y
se comunica el dormido con las personas vivas y hasta con las muertas;
y el misterio de ciertos fenómenos mentales que desdoblan o enajenan
la personalidad de los individuos haciéndoles obrar como si por otros
seres fuesen poseídos, fueron siempre y son todavía las causas
vivificadoras de las fantasmagorías y seres espirituales que llenan todas
las religiones, haciendo sentir a los humanos las experiencias de lo so-
brenatural.
La creencia en espíritus, ocasionalmente buenos y malos, es la base
intelectual de la religión; su base emotiva está en el ansia de lograr su
feliz convivencia para calmar miedos y fortalecer esperanzas; su base

36
ética consiste en el deseo de ligarlos o relegarlos con los humanos des-
tinos y quehaceres, su base económica está en propiciarles para la se-
gura y fácil obtención del sustento, para el mantenimiento de un orden
social, y para la continuidad de la existencia misma. Todas las religiones
son espiritualistas y el trato de los espíritus es su función.
En el trato con los espíritus está el más apremiante impulso humano
para conocer lo sobrenatural, lo sobrehumano, acercarlo a su nivel,
humanizarlo un tanto y acomodarlo a sus conveniencias. En los primiti-
vos panteones los espíritus no solían ser malévolos por su esencia, algu-
nos seres autores de las enfermedades o númenes de meteoros nocivos,
como los huracanes o los rayos, eran tenidos por malignos a consecuen-
cia de su función normalmente dañosa; pero este calificativo era en
rigor circunstancial. Si la enfermedad, la tempestad o la centella aniqui-
laban a un enemigo, actuaban entonces como deidades benévolas. Los
dioses eran como los hombres, buenos o malos según los casos, y por
esto a todos ellos se les pedían favores y se les aplacaban sus iras,
complaciéndolos con donativos, adulaciones y todo género de medios
propiciatorios, tales como se usaban para los jerarcas del mundo visible.
Dada la frecuente alteración de las actitudes divinas, como ocurre con
las humanas, era inevitable que en todas partes las gentes se ocuparan
de congraciarse con los seres temedores del Más Allá. Hasta en las
personificaciones antropomorfas de Dios que hacen las religiones mo-
dernas, dotándolo de caracteres a semejanza humana, no pueden pres-
cindir de capacitarlo así para la iracundia como para la caridad, una y
otra en función suprema de la justicia.
Los espíritus de los primitivos aún no son “demonios”, como hoy
decimos, sino espíritus activos sin sentido ético, meros “doemones” o
activos “conocedores”, como decían los griegos. El concepto del demo-
nio, del espíritu maléfico, o del “enemigo malo”, como dice el folklore
hispánico, es ya una especificación traída por la filosofía. Los espíritus
esencialmente malignos nacen cuando se aumenta la división del trabajo
sobrenatural y cuando ya se filosofa con sutilezas dualísticas acerca de
la cosmogonía y se reflejan en los mitos las normaciones éticas y socia-
les de los sacerdocios, que definen lo que es naturalmente bueno o malo
y hacen a los dioses copartícipes de sus sistemas de sanciones.
Todo lo que “sin saber por qué” alteraba la normalidad humana en
lo favorable como en lo adverso era obra misteriosa del espíritu. La
piedra que golpeaba, la fiera que acometía, la abundancia ocasional de

37
la pesca, el hallazgo casual de un alimento, el azar que volcaba la
canoa, la suerte que conducía la flecha disparada, los meteoros, los
movimientos de los astros... Todo era obra de entes sobrenaturales.
Pero a veces estos invisibles seres no operaban desde el exterior sino
que se introducían en los cuerpos para producir variadísimos y porten-
tosos fenómenos, tales como los dolores, las diarreas, las cegueras,
las tumefacciones, y todas las enfermedades. La mayor importancia
en ese orden de fenómenos producidos por la intromisión de espíritus
en el cuerpo humano correspondía a los partos, que no eran sino en-
carnaciones de espíritus previa introducción de éstos en la entraña
femenina. Si el nacimiento era la posesión de un espíritu en un cuerpo
nuevo, la muerte era la desposesión de un cuerpo que toma el espíritu
para ir a otro país u otro mundo o para retornar reencarnando en otro
cuerpo, en el deshabitado de un neonato o en el ya ocupado de un
individuo crecido. Por la intrusión de un espíritu en un cuerpo viviente
se explicaban las embriagueces, las convulsiones, las enajenaciones,
los delirios, los sonambulismos, las alucinaciones, las catalepsias, los
arrobos, las profecías, las glosolarias y todos esos otros fenómenos de
la psicopatía, de la metapsíquica o de la parapsicología, aún hoy miste-
riosos y, por tanto, envueltos por la religión.
El fenómeno inefable de la posesión por los espíritus es el más impo-
nente entre los religiosos. Tiene la atracción y fuerza sugestiva de lo
experimental. Da por los sentidos la fe en la realidad del Otro Mundo; y
produce, más que cualquier otro fenómeno impresionante, esa idea de lo
sacro y tremebundo y ese temor reverencial que son las esencias de
todo acto realmente religioso. Los pueblos adquirieron la conciencia de
lo metafísico por las experiencias de todos los enajenamientos, como
son las exaltaciones de las embriagueces (vino, alcohol, tabaco, coca,
etc.), los entusiasmos e inspiraciones de los poetas, las extravagancias
de los sueños, los delirios de los calenturientos, las parlas de los enloque-
cidos, las convulsiones de los epilépticos, las visiones y desdoblamientos
de los histéricos, sobre todo, por las llamadas “posesiones de los espíri-
tus”. Los antiguos llamaron a la epilepsia, por interpretación mitológica
de sus convulsiones, morbus sacer y morbus dioínus. Todos estos
fenómenos se consideraban como intrusivos y se tenían, según los ca-
sos, por favorables y apetecidos o adversos e indeseables. Así fue na-
ciendo el concepto del “enemigo malo” y del demonio, como la
individuada e invisible causa del mal.

38
Cuando las intrusiones de los espíritus se estimaban indeseables ha-
bía que prevenirse contra ellos mediante ciertos tabúes y precauciones
mágicas o había que reprimir sus efectos, expulsando del cuerpo al ene-
migo intruso, por medio de intimidaciones, exorcismos u otros ritos
catárticos. Esto dio origen a un complicadísimo sistema de medios pre-
ventivos y expurgativos. Para la prevención de los malos espíritus exis-
tía un enorme sistema de recursos, violentos unos y astutos otros: Para
la expulsión de los maléficos intrusos ahí están los purgantes, los diuré-
ticos, los eméticos, las escupiduras, las sangrías, las succiones, los
soplidos, la trepanación, las mutilaciones, los masajes, los golpes, las
fumigaciones, los baños, los ensalmos, los conjuros, los exorcismos y las
confesiones.
Hay que purificar al enfermo, librándolo de la “cosa mala” que se le
ha introducido. Además, una vez expelida la cosa mala, hay que impedir
que ésta regrese, lo cual se logra generalmente actuando contra los
espíritus indeseables, asustándolos, o cortándoles las vías del retorno. El
lector más curioso puede tener un terno de observaciones en la obra
científica del antropólogo contemporáneo J.G. Frazer,5 tocante al miedo
a los muertos en las religiones primitivas, de las cuales quedan vigentes
innumerables supervivencias folklóricas. En ese sistema de ritos
expurgatorios de carácter religioso los principales para nuestro objeto
son las confesiones y los exorcismos.
Las confesiones fueron antaño como un vomitivo de los pecados,
una purga de la conciencia, una expulsión del daño, una limpieza que a la
vez purificaba el cuerpo y la mente. La confesión primitiva tiene un
sentido terapéutico. Se creía que un mal no confesado “se quedaba
dentro” y producía un daño. Los dolores de un parto, por ejemplo, eran
consecuencia de un clandestino adulterio. Hay que llegar a las grandes
religiones precristianas para hallar en el efecto catártico de la confesión
de los pecados un sentido penitencial y ético (Asiria y Egipto) y luego el
de la contrición regeneradora (Judaísmo y Cristianismo). El pecado era
entonces por los salvajes, “concebido como algo dotado de consistencia
sustancial; era el mal sentido como experiencia dolorosa y objetivado en
la noción de una fuerza sustancia que la produce.”6 Así sucedió entre
los indios americanos a quienes adoctrinaron los misioneros españoles.

5
J.G. Frazer. The Fear of the Dead in Primitive Religion. 3 vol. Londres, 1934.
6
R. Pettazzoni. La Confessione dei peccati. Bolonia, 1929.

39
Cuando los indios estaban enfermos acudían a confesarse públicamente
con sus propios sacerdotes, luego con los clérigos de los conquistado-
res. Y acompañaban las confesiones con abluciones, eméticas, polvos
narcóticos, fumadas de tabacos y teofagia de idolillos de harina, etc. El
uso de las hojas del tabaco en tisanas, mascadas, polvos rapé y cigarros,
no fue sino un complejo de ritos catárticos para la purificación material
y espiritual del fumador.7 Junto a esos ritos expurgatorios por medio de
sustancias materiales están otros, también catárticos, los exorcismos,
que no son sino purgantes místicos para expeler el mal espíritu intruso
en el cuerpo del poseso. La posesión es el caso donde la intrusión del
“enemigo malo” es más manifiesta, entonces no caben dudas, el daño
habla y se mueve en las entrañas del enfermo agarrándolo desde su
interior y forcejeando apretadamente con él como lo haría un forzudo
enemigo que desde afuera lo sacudiera y golpeara. Entonces hay que
acudir al tratante con los espíritus que sea experto en ese género de
curaciones, quien mediante conjuros, ensalmos o exorcismos purificará
al enfermo, y hará salir de su cuerpo la cosa mala.
Ese concepto de la enfermedad producida por un espíritu o por un
demonio, nacido en las primitividades de la cultura, aún perdura en la
humanidad y durante milenios ha servido para torturarla. Como bien
afirma el Dr. Howard W. Haggard: “Nada ha retrasado tanto el adelan-
to de la ciencia médica en los pasados dos milenios como la férrea garra
de la teología, imponiendo el uso de prácticas basadas en la creencia del
origen sobrenatural de la enfermedad.”8
Por otra parte, el concepto de los espíritus intrusos en los cuerpos de
los seres humanos ya habitados por un alma propia ha tenido otros efec-
tos trascendentales para las religiones, fuera de los exclusivamente pa-
tológicos, aun cuando muy entremezclados con éstos. La posesión por
el ente sobrenatural no siempre ha sido dolorosa, ni se ha tenido por
nociva, ni se ha considerado éticamente abominable; antes al contrario

7
Véase Fernando Ortiz. Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar. Habana, 1940.
(Ortiz comenta: “Fuera del mero móvil sensual, y aun en combinación con éste, el
indio experimentaba el estímulo mágico-religioso que lo movía a usar el tabaco como
captador de sensaciones, como medicamento, como preventivo, como plegaria, como
relación con lo sobrenatural.” Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar. Editorial
de Ciencias Sociales, La Habana, 1983, p. 213.)
8
Howard W. Haggard. Devil, drugs and doctor (the story of the science of healing from
medicine-man to doctor. New York City: Blue Ribbon, 1929), p. 297.

40
ha sido inefablemente placentera, rebuscada y enaltecida como la más
exquisita experiencia de sublimación religiosa.
En la posesión de los espíritus está el mayor de los sagrados miste-
rios. Muchas religiones se entregan a él y lo hacen centro de sus liturgias;
otras, las de sacerdocios más organizados, lo temen y lo evaden con sus
ritos, porque el trato directo con los espíritus merma en los fieles la
autoridad rectora de los sacerdotes, haciendo intervenir a un tercero,
lejano, independiente, superior, imprevisible e ingobernable.
Sean buenos o malos esos espíritus que se posesionan de los seres
humanos, sean angeles o demonios, en ellos hay siempre un germen de
libertades. Son los que sienten en sí el fuego sagrado de la inspiración, el
entusiasmo de los videntes, la euforia del sacrificio heroico, los que más
conmueven las emociones colectivas, son los poetas, son los genios ilu-
minados los que reforman las sociedades.
Todas las místicas implican insumisión y rebeldía y los sacerdocios
son funcionalmente conservadores, para éstos los espíritus santos o
malditos son siempre muy peligrosos porque para ellos son verdaderos y
son indestructibles e ingobernables. No cabe negarlos ni desconocerlos,
sólo es posible distinguirlos y clasificarlos en buenos y malos. El creyen-
te tiene que seguirlos si los númenes son buenos, y que repudiarlos si
malignos. Particularmente los malos espíritus van siempre contra la so-
ciedad, la religión y el sacerdote; su peligrosidad jamás puede tenerse
por exagerada.
Toda mística es expansiva, centrífuga; como toda iglesia es compresiva
y centrípeta. La mística eleva a los creyentes hacia los númenes apar-
tándolos del foco eclesiástico. Como dijo William James el éxito del
misticismo consiste en sobrepasar todas las usuales barreras entre el
individuo y lo absoluto.9 Y de ahí surge el conflicto para la autoridad
sacerdotal. Admitida la realidad sobrehumana del espíritu comunicante,
¿cómo dominar sus opiniones? Sobre todo cuando los espíritus no se
limitan a torturar a los posesos, sino que por sus bocas hablan. Entonces
todos oyen las voces de los númenes y sus conceptos van directamente
a las conciencias, con la plenitud de su carga emotiva y sin que el sacer-
dote pueda influirlos, ni torcerlos, y a menudo ni siquiera explicarlos.
En ello está el tremendo peligro de las comunicaciones místicas, pues
no quedando bajo el dominio del sacerdocio y pudiendo ellos manifestar-

9
Wiliam James: Varieties of Religious Experience, p. 419.

41
se así en un sentido ortodoxo como en otro inconforme con la doctrina
eclesiástica, ésta corre serios peligros ante las posibles disidencias ex-
presadas por los espíritus mediante los posesos en trance místico. En-
tonces una voz del Más Allá dice y ordena lo que quiere, con autoridad
más impresionante que la del sacerdote, humano en la tierra. Si el espí-
ritu del poseso habla sin contradecir al sacerdocio y hasta en su apoyo,
de todos modos su prestigio se realizará siempre sobre el de éste, y el
místico, así favorecido con el don de decir la voz de los númenes, devendrá
una autoridad temible por la beatífica superioridad de sus medios, y los
sacerdotes tendrán que reconocerlo, respetarlo y hasta admitirlo quizás
en su núcleo, aun con el vigilante temor de que un día el mensajero
místico de los dioses cambie de criterio y se vuelva contra los credos e
intereses eclesiásticos. Si el espíritu parlante les es contrario, entonces
hay que destruirlo o desprestigiarlo, privándolo de su peligrosidad, califi-
cándolo de esencialmente maléfico, de “enemigo del género humano” y
aniquilando, mediante el terrorismo penitenciario o la muerte al desgra-
ciado energúmeno que consciente o inconscientemente sirve de medio
al subversivo e indeseable comunicante del Otro Mundo.
Todo un complejo sistema de Censuras eclesiásticas habrá que or-
ganizar contra las opiniones del otro Mundo. Las autoridades sacerdotales
dirán, ellas solas e inapelablemente, cuáles son los espíritus buenos y
cuáles los malos, y cómo hay que defenderse contra éstos mediante un
complicado sistema preventivo-represivo de su peligrosidad. Este siste-
ma eclesiástico contra la peligrosidad de las dominaciones sobrenatura-
les variará según las épocas y países, tal como los sistemas de la defen-
sa anticriminal contra los peligros de las opiniones de los enemigos
terrenales. Irán desde la libertad hasta las represiones más radicales,
desde la tolerancia y la simple crítica, por la escala de las reacciones
sancionales de la burla, la excomunión y las penas, hasta los más inmo-
rales exterminadores y crueles desenfrenos del terrorismo y de la gue-
rra. La misma política eclesiástica usada para dominar las opiniones de
los pensadores de este mundo ha sido también empleada contra las co-
municaciones que la misma fe reconocía como intermundanas y proce-
dentes de los pensadores del Otro... Y ambas censuras han tenido igual
fracaso. Hombres y númenes se han negado a someter su producción y
cambio de ideas al abusivo interés de ningún grupo que haya querido
irrogarse el monopolio regulador de los pensamientos. También el trato
y comercio de las ideas ha contado siempre con filibusteros que las han

42
contrabandeado y difundido, hasta romper los privilegios exclusivistas y
sus opresivos autoritarismos. Pero esto no lleva a negar la existencia de
los espíritus, númenes o entes sobrenaturales; hombres y númenes si-
guen hablando y comunicando sus dichos. No ha sido posible silenciar
siquiera a los demonios. Las iglesias no pueden con ellos y, además, los
necesitan. Si hay que combatir fervorosamente a los demonios, con la
misma ardiente fe hay que creer en ellos y mantenerles su existencia.
Sin “enemigo malo” no hay religión. Es la creencia en los demonios y en
sus temedoras maldades la principal base económica de los sacerdocios.
El diablo es quien mejor surte la despensa del clérigo. Sin demonios
activos, el sacerdote no tiene función, trabajo ni comida.
En la filosofía romana ya estaba cundiendo la incredulidad contra los
seres sobrenaturales o extramundanos. Ya Horacio juntó irónicamente
al carpintero dudando de si hacer del madero en sus manos una banque-
ta o un dios. Cicerón10 y Juvenal11 referían como ya los niños y los
viejos ridiculizaban al Can Cerbero y a las Furias, es decir, a los malos
espíritus subterráneos, considerándolos meras metáforas de la concien-
cia. Plutarco, aun cuando creía en los demonios malignos y en los orá-
culos, trataba con menosprecio a todas las supersticiones en las cuales
se recurría al exorcismo. Marco Aurelio expresaba su gran deuda de
gratitud al filósofo Diognetus por haberle enseñado a no creer en ma-
gos, juglares y expulsadores de demonios. Luciano, al referirse a los
cristianos que exorcizaban diablos, declara que cualquier astuto juglar
podría hacer su fortuna mezclándose entre los cristianos para aprove-
charse de su simplicidad. Celso describía a los cristianos como juglares
ejecutando sus suertes entre los incautos. Una ley de Ulpiano, que fue
dirigida, según se cree, contra los cristianos, condena aquellos “que usen
encantamientos, o maldiciones, o exorcismos”.12
En ese aspecto, las nuevas creencias que propagaban los cristianos
en relación con los entes sobrenaturales, sus tratos y sus milagrosas
actividades, aparecían como un retroceso intelectual.
Pero si tal era la tendencia de los filósofos, no era así la del pueblo
ignorante, y, aun, los mismos pensadores, incrédulos, tal como ocurre

10
Cicerón. De Natura Deorum. II, 2.
11
Juvenal. Sátiras, II, 149, 152.
12
W.E. Hartpole Lecky.History of European Morals.( London: Longmans, Green,
1897), T. I, p. 384.

43
hoy día, opinaban que las fricciones dogmáticas, a pesar de ser pura
mitología, debían ser conservadas con las liturgias y los sacerdotes a
manera de instituciones de policía y orden público, como instrumentos
para mejor gobernar. Varron abiertamente sostenía la creencia de que
existen verdades religiosas que es conveniente que el pueblo no conoz-
ca, y también muchas falsedades de religión que aquél debía creer como
si fueran verdades. Así lo refería San Agustín.13
Los propagandistas de la nueva fe que se extendía entre las masas
populares, se aprovecharon de las supersticiones de éstas, aceptándolas
en lo esencial, reinterpretándolas y dándoles un sentido compatible con
las doctrinas nuevas, y, al fin, produciendo la complejísima amalgama de
ideas, ritos, preceptos e instituciones que constituyeron el cristianismo y
su hierocracia. Se aceptaron los demonios, las posesiones, los milagros,
los curas, los exorcismos, los oráculos, las liturgias..., todo cuanto de la
religión en los pueblos tenía más arraigo. En la reconstrucción eclesiás-
tica se aprovecharon las viejas cimentaciones y jerarquías, y el cambio
mayor fue en la edificación externa, la del sistema teogónico y ético.
Cualesquiera que sean el origen del infierno judeocristiano y el papel
que desempeñó Satán en la vieja cosmogonía hebrea, el cristianismo
desde sus inicios aceptó en los Evangelios la teoría babilónica de la
rebeldía celestial de ángeles que fueron convertidos en demonios y su
maléfica intromisión en la vida de los seres humanos, con tentaciones y
engañosos portentos o produciéndoles mortificaciones, enfermedades y
hasta posesionándose de sus cuerpos.
Así cristianos como paganos reconocieron la verdad de sus respec-
tivos milagros. Eran de Dios y de los santos, o de Júpiter y las deidades
del panteón, o de Lucifer y los demonios; pero nadie negó la veracidad
de los portentos sobrenaturales. “Los Padres de la iglesia sin excepción
admitieron la verdad de los milagros paganos como la de los propios.
Los oráculos ya habían sido ridiculizados y rechazados por numerosos
filósofos, pero los cristianos unánimemente los aceptaron como verda-
deros... y no les fue negado su sobrenatural carácter en la iglesia hasta
el año 1696 cuando un anabaptista, Van Dale14 afirmó, contra la unáni-
me opinión eclesiástica, que tales oráculos eran meras imposturas.”15

13
De Civitate Dei, IV. 31.
14
De origine ae Progressu idolatriae, Amsterdam.
15
W. E. Hartpole Lecky. Ob. cit., T. I, p. 374.

44
Análogamente ocurrió con los ritos terapéuticos. Al advenir el cristia-
nismo aún no estaba popularmente desacreditada la idea de que las
enfermedades eran producidas por entes misteriosos, operando desde
afuera o desde adentro del cuerpo humano, y la nueva religión, al ir
aglutinando sus conceptos y dogmas, incorporó a las suyas la susodicha
doctrina.
“El concepto que de la enfermedad se tenía en la época temprana
del cristianismo puede resumirse en las palabras de San Agustín, ya en
el siglo V: “todas las enfermedades de los cristianos han de ser atribui-
das a los demonios; estos atormentan principalmente a los niños recién
bautizados, hasta a los inocentes recién nacidos”.16 Bien considerando
a los demonios como causantes de daños morales, por tentaciones y
tormentos, o bien atribuyéndoles también ciertos males físicos y corpo-
rales dolencias, los cristianos tuvieron que adoptar un sistema de ritos
expurgatorios para limpiarse así de los pecados como de las demoníacas
dolencias.
A las enfermedades se atendía con remedios y alivios celestiales
más que con medicinas. El franciscano San Bernardo, en una Epístola
a ciertos monjes, les advirtió que acudir a la medicina no era conforme
con el honor y pureza de su orden.17 Aun en el siglo XVI, en la misma
ciudad papal de Roma, cuando en 1522 sufrió una pestilente epidemia,
algunos pensaron que esto era un castigo de los dioses paganos, ahora
demonios por el desprecio con que los trató el pueblo romano y “por si
acaso” una procesión expiatoria fue solemnemente al Coliseo a ofren-
dar un buey enguirnaldado de flores en ritual holocausto a las deidades
precristianas.18 Todavía en el siglo XVII las enfermedades eran con fre-
cuencia personificadas por los clérigos católicos como si fueran demo-
nios. Así se observa en el siguiente milagro del jesuita San Estanislao:
“Aconteció en Roma el año 1602 que, estando un caballero polaco con
calentura continua y casi tísico, rogó a un sacerdote muy devoto del
bienaventurado Estanislao que hiciese oración por él; y el buen sacerdo-
te con grande autoridad y confianza dijo a la calentura: “Por los mereci-
mientos del bienaventurado Estanislao, yo te mando que salgas de este

16
H.W. Haggard. Ob. cit., New York, 1929, p.298.
17
En Migne. Tomo 182, p.550.
18
Gregorovius. Gerchichte der Stadt Rom in Mittelalter .Vol. VIII, p. 390.- Cita de A.D.
White.

45
enfermo, y no vuelvas más a él.” El sacerdote lo dijo, y Dios concurrió
con su palabra, y el caballero quedó sano y sin calentura.”19 Y todavía
hoy no puede sostenerse que en las religiones cristianas, particularmen-
te en el sector católico, se haya abandonado la intervención de los espí-
ritus o entes sobrenaturales en las enfermedades, así en su nosogenia
como en su terapéutica.
Las posesiones diabólicas aparecen en el cristianismo desde sus ini-
cios. En los días de Jesús había exorcistas profesionales entre los fari-
seos. El mismo Jesucristo sacó demonios del cuerpo de los afligidos; de
ese género fueron algunas de sus curas milagrosas. El Nuevo Testa-
mento nos perpetúa los antiguos casos llamados de “posesión”, en la
civilización occidental. Hay posesiones y exorcismos en los evangelios
de Marcos, de Mateo y de Lucas.20
En los evangelios las posesiones que se refieren son de carácter
diabólico; en el resto del Nuevo Testamento se hace referencia no sólo
a los demonios sino también al Espíritu. Según S. Mateo (X, 1), Jesús
dio poderes especiales a los apóstoles para exorcizar demonios: “Y ha-
biendo llamado a todos sus doce discípulos, les concedió poder sobre los
espíritus malignos para alejarlos, y para curar toda clase de enfermeda-
des y toda clase de flaquezas”. Jesucristo habla de su poder sobre los
espíritus malignos como una prueba de su mesianismo: “Mas si con el
dedo de Dios yo echo fuera los demonios, cierto que el reino de Dios ha
llegado a vosotros”... (S. Lucas. XI, 20). S. Pedro, al describir los mila-
gros de Cristo, dice que: “A Jesús de Nazaret, le ungió Dios del Espíritu
Santo y de poder, y vivió haciendo bienes y sanando a todos los oprimi-
dos del diablo”.
Este poder de espantar a los diablos fue luego también ejecutado por
los apóstoles. El día de Pentecostés fue el día del Santo Espíritu, a los
discípulos de Jesús “les bajó el Santo”. Poseídos por Él cayeron en
éxtasis y “hablaron lenguas intraducibles”. San Pablo se refiere amplia-
mente a tales fenómenos de exaltación por los espíritus, que entonces

19
La leyenda del oro para cada día del año. Vida de todos los santos que venera la
iglesia. Revisada por los PP. de la Compañía de Jesús. Barcelona, 1866. T. III,
p. 411.
20
Véanse para los exorcismos de Jesucristo en Mateo VIII, 16 y 32; IX, 33; XII, 22;
XV, 22 y 28; XVII, 17; y Marcos I, 34 y 39. Para los exorcismos de los apóstoles,
léase a Mateo, X, 1 y 8; Marcos, III, 15; Lucas, VI, 18; IX, 1; X, 17; y Actos, V, 16;
VIII, 7; XVI, 18; XIX, 12.

46
eran tan frecuentes como lo son todavía entre los negros de las religio-
nes afroamericanas, entre los blancos de algunas sectas protestantes y
en los centros espiritistas. En ocasiones los espíritus eran buenos. “No
os embriaguéis con vino, decía San Pablo (Efesios, 5.18); llenaos con el
Espíritu”. En otras ocasiones los espíritus eran malos, como en el caso
de la joven esclava filipense que estaba poseída por el espíritu profetico
de Pitón (Actos, XVI, 16), y San Pablo le habló a éste para exorcizarlo.
En un principio el poder de exorcizar fue concedido a todos los cristia-
nos. Para San Ireneo todos los cristianos tenían poder de hacer mila-
gros, como curar, profetizar y expulsar demonios.
Las posesiones de los espíritus fueron constantes entre los cristia-
nos; pero hubo que distinguir entre posesiones buenas y malas. Consta
que ya en el siglo II hubo un creyente en Frigia, llamado Montanus, que
se sintió poseído por el Espíritu Santo y arrebatado por el éxtasis co-
menzó a profetizar, a ratos con frases ininteligibles y a veces profiriendo
críticas contra las instituciones eclesiásticas que corrompían la ense-
ñanza de Dios. La Iglesia, como era lógico, declaró hereje peligrosísimo
a Montanus, exterminó a sus partidarios y reprimió todo intento de pose-
sión y profecía, que fuese interpretado como procedente de los entes
celestiales.
La Iglesia fue reprimiendo las posesiones estáticas por los espíritus
buenos; como si el Sacerdote le hubiese prohibido al Espíritu Santo que
hablase directamente a los mortales, sin emplearlo a él como único e
infalible intérprete. Sólo en casos extraordinarios, la clerecía aceptó como
verdadera la presencia y comunicación de los santos númenes, cuando
los misteriosos prodigios eran inevitables o se habían ya consumado y
no quebrantaban la ortodoxa doctrina.
Para la iglesia, en la vida cotidiana las posesiones fueron general-
mente las causadas por intrepideces de los espíritus malos, que desde
sus comienzos el cristianismo había reconocido y continuó aceptando
como verdaderas. Ante las incoercibles e innegables experiencias de la
posesión por los espíritus, la Iglesia las execró por lo general, atribuyén-
dolas sólo a los espíritus malos, y cuidó de vigilarlas y reducirlas. La
Iglesia expulsaba a los demonios del cuerpo; pero tiempo hubo en que
también expulsaba de su seno al poseso. En el sínodo de Ancira del año
314 se prohibió a los energúmenos continuar en el seno de la iglesia.
Por otra parte, a las personas heréticas que ella excomulgaba se las
reportaba como poseídas por los demonios aun cuando no diesen seña-

47
les externas de tal posesión.21 Heréticos y energúmenos no eran sino
individuos de grave peligrosidad antieclesiástica, incompatibles con la
jerocracia del régimen social.
Pero, repetimos, en ciertas ocasiones excepcionales, no era pruden-
te negar la santidad de ciertos fenómenos de desdoblamiento psíquico,
porque sus actores eran devotísimos creyentes y sus dichos conformes
con el credo y muy provechosos para su propagación, como aparentes
pruebas experimentales de sus pretensas verdades.
El catolicismo, al considerar el éxtasis como un signo de santidad, dio
gran valor social al trance místico, y quienes lo experimentaron, en vez de
considerarse necesariamente caídos en desgracia psicopática, como hoy
se pensaría, pudieron aspirar a una mayor estima y a posiciones de pres-
tigio, ejemplo y autoridad. La estimación social no dependía de la práctica
del trance por sí, sino de su dirección ortodoxa o herética; en unos casos
el éxtasis llevaba a la admiración y hasta a los altares, no sin previos
recelos y enfados de la Iglesia, que siempre les tuvo miedo a los santos
vivos; y en otros casos, los más, el trato íntimo con lo sobrenatural arras-
traba la vida de quienes lo experimentaban a la prisión, a la tortura y a la
hoguera. Tal como ocurría, sin auxilio de los tratados teológicos, en las
tribus selváticas de todos los continentes, donde el trance cataléptico o
sonambúlico era signo de portentosa camaradería con los númenes
sacripotentes y elevaba al poder tribal si concordaba con las ideologías
reinantes o precipitaba a la muerte, tras las pruebas rituales de la hechice-
ría, si la intervención de lo sobrehumano perturbaba más de lo prudente el
tradicional consenso de la seguridad colectiva. Si los entes sobrenaturales
se manifestaban conservadores, eran tolerados, aun cuando con descon-
fianza, y sus mediadores muy favorecidos y hasta elevados a la sublimi-
dad; sobre todo por exaltaciones póstumas, cuando la gemelidad gloriosa
ya no ofrece el peligro de una tornadiza actitud hacia la subversión. Pero
sí los “seres del espacio” se mostraban inconformes, críticos, reformistas,
heterodoxos, o simplemente burlones, que ponían dudas en el prestigio
majestático de las potencias ultramundanas y en el reverente temor que
éstas debían inspirar para la eficacia de su normativa función social, en-
tonces el trance era tenido por obra de los espíritus malos, estúpida, trivial,
blasfema o revolucionaria, y sólo merecía la abominación general y el
exterminio de sus réprobos medianeros.

21
Church, On Miraculous Powers in the First Three Centuries, p. 52-54.

48
De todos modos, siempre era peligroso el trato con los personajes del
Otro Mundo, sin la intervención del eclesiástico. Ya Orígenes decía que
Dios no quiere que los cristianos se conviertan en oyentes y discípulos de
los demonios.22 En el siglo cuarto, el Concilio de Laodicea prohibió que
nadie ejecutara exorcismos, excepto aquellos que fueran debidamente
autorizados por el obispo, y entonces las posesiones milagrosas declinaron
tan rápidamente que a principios del siglo quinto, un médico llamado
Posidonius llegó a negar su existencia.23 Pero siguió la creencia en las
posesiones demoníacas, no obstante la incredulidad del médico. Los de-
monios retozaban a todas horas entre los creyentes, punzándolos con sus
tentaciones, y al menor descuido se les metían en el cuerpo. Buena prue-
ba de ello fue lo ocurrido a una monja en el siglo VI, según relata el sabio
San Gregorio el Grande; según el cuento de este papa, una monja, habien-
do comido una lechuga sin hacer ante su boca la señal de la cruz, se tragó
un demonio, quien al ser exorcizado por un sacerdote, saltó afuera y dijo:
“Yo no tengo la culpa, estaba yo sentado en la lechuga y esta mujer, sin
santiguarse, me comió juntamente con aquellas hojas”.24 También los ca-
tólicos tenían númenes en los huertos, como los antiguos egipcios.
Esta creencia del papa San Gregorio el Grande en la gran peligrosi-
dad de una boca abierta para la penetración de los malos espíritus y de
los hechizos es compartida por los pueblos de retrasada cultura y carac-
terísticas de un animismo salvaje. Para éstos, el acto de comer es peli-
groso; puede salirse el alma por la boca o por ella entrarse un espíritu
errabundo. Así creían los indios antillanos cuando Colón los descubrió.
Ellos se ocultaban especialmente de los españoles cuando comían. Lo
mismo se ha observado entre ciertos negros de África, el negro rey de
Loango no podía ser visto por nadie, ni siquiera por un animal.25 Tam-
bién se escondían para comer y cuidaban el cierre de la boca para evitar
la intrusión en el cuerpo de un misterioso e indeseable ente. Los negros
de la Costa de los Esclavos [ ]26 los pobladores de Madagascar, Sumatra,
Abisinia, y otros.27 El papa San Gregorio y la posesa negra Leonarda de
la villa de Remedios pensaban en esto de manera parecida.

22
Sakramenten und Sakramentalien in den drei Ersten Jahrunderten. Tubinga, 1872,
p. 44.
23
Philostorgius, Hist. Eccl. VIII. 1o. -Cita de W., E., Hartpole Lecky. Ob. cit.
24
Cita de Haggard. Ob. cit., p. 298.
25
Dapper. Description de l’Afrique, p.430.
26
Ilegible en el manuscrito original.
27
A.B. Ulis. The Ewe-speaking Peoples in The Name Coract. Londres, p.107.

49
Al extenderse el cristianismo y ser adoptado por los gobiernos, los
grandes dioses del Olimpo huyeron o se transformaron en demonios;
pero los númenes de los campesinos (campesinos quiere decir paga-
nos) persistieron por muchos siglos. Eran ellos los dioses de las siem-
bras, Términos, Hermes, Príapo, Pan, los Sátiros, los Faunos, las Ninfas
de las selvas, de las fuentes, de los ríos. Mutato nomine, de te fabula
narratur. Los pueblos paganos no abandonaron de repente su politeís-
mo ancestral. Como bien dice Pompeyo Gener: “El pueblo creyente no
puede ser monoteísta. Un Dios único, abstracto, está demasiado lejos
de él, y él necesita protección y compañía, necesita espíritus que se
pongan en contacto con él, que le sean propicios, que le amparen y
consuelen, seres a quienes dedicar su cariño y contar sus penas. Los
necesita para que le guarden la cosecha, vigilen la casa, velen el sueño
de sus hijos. ¡Es tan mísero el pobre pueblo! Y luego no puede estar
divorciado de la Naturaleza, porque con ella y de ella vive. Así es que la
adora, la ama y la teme, y sin darse de ello cuenta la diviniza. A falta de
seres reales la poblará de creaciones de su fantasía. Así el pobre pueblo
de los primeros siglos, ingenuamente cristiano, pero inconscientemente
pagano en el fondo de todo, hacía santos para subsistir los dii minores.
Cada aldea hacía el suyo. El dios Término, antes único, variaba en cada
linde. Tanta necesidad tenía de ellos, que brotaban por todas partes.
Hallábalos debajo de las encinas, a la sombra de los pinos, en los hoyos
de las rocas, en las grutas, etc, etc.”28 Si Juvenal se mofaba de los
egipcios porque en sus huertos les nacían dioses (“in hortis Numina”),
aludiendo al animismo que personificaba todas las cosas naturales, do-
tándolas de ánima y vida como a las humanas, algo análogo ocurría en la
católica Edad Media con los viejos genios rústicos, los cuales, al serles
impuesto el cristianismo, fueron transformados en santos o númenes
menores. Por todos lados surgían santos; en las montañas, en las fuen-
tes, en los bosques, en las encrucijadas, en los puentes, en los pozos,
doquiera hubo una deidad pagana, allí el cristianismo la trocó en numen
santificado. “Fueron bautizados no solamente los paganos sino sus ído-
los, no sólo aquellos creyentes sino sus religiones”, como bien dice
Lecky. 29 Algunas veces los mismos ídolos precristianos fueron
cristianados con advocaciones eclesiásticas, y todavía hoy algunas es-

28
Pompeyo Gener. La muerte y el diablo. Barcelona, 1907. T. II, p. 140.
29
Ob. cit. Vol. II, p.181.

50
tatuas de Marte y de Venus son adoradas en los templos católicos como
antes lo fueron con otros nombres en los de la paganía. Se cree que la
estatua de San Pedro que se venera en su basílica del Vaticano es la de
un Júpiter precristiano.
Pero si los paganos podían añadir hasta el infinito deidades a su pan-
teón, ese exceso de númenes independientes, caprichosos, retozones e
indomables, era perjudicial para la organización política y eclesiástica,
que tenía que explicar el gobierno de lo sobrenatural como un sistema
jerarquizado a la manera feudalesca, con variedad de poderes locales,
pero bien conocidos y limitados, y sujetos a una gradación de categorías
hasta la cúspide de un pontífice absoluto. Fuera de esas gradas de auto-
ridad, en lo bajo, estaba la plebe, plebe vasalla y peligrosa; y así los
númenes sin consagración ni categoría eclesiástica eran la plebe del
otro mundo sobrenatural y aún más allá de la plebe; el hampa sobrena-
tural, las gentes de la mala vida en la eternura de Ultratumba. Por eso el
clero tuvo que cortar la leyenda áurea del santoral, y la infeliz plebe
humana se entendió con sus camaradas de la plebe excomulgada en la
sobrehumanidad y los calificó de demonios.
Ya San Pablo había identificado a todos los dioses antiguos con los
demonios (1 Corintios X. 29). Así hicieron luego los Padres de la Iglesia
y hasta Mahoma. La teología les quitó la careta a esos endiosados espí-
ritus malditos. Es cierto que, según observan varios exégetas, ciertos
padres de la Iglesia, como Orígenes, Clemente, Tertuliano y algún otro,
sostenían el culto a ciertos doemones benéficos; pero en la doctrina
ortodoxa ya los númenes paganos habían sido trocados en santos o en
demonios o en almas de los muertos. Muchas leyendas atestiguan la
creencia de que las antiguas divinidades romanas y bárbaras, en su ca-
pacidad de demonios siguieron en su incansable guerra contra la fe triun-
fante. Un gran papa del siglo VI relata cómo un judío fue sorprendido por
la noche durante un viaje y, no hallando otro lugar de refugio, se tendió
para descansar en un abandonado templo de Apolo. Temblando por la
soledad del recinto y temiendo a los demonios que se decía lo frecuen-
taban para protegerse, hizo el signo de la cruz, aun cuando no era cris-
tiano, pues había oído que poseía un gran poder mágico contra los espí-
ritus malos. A dicho signo debió su salvación. Por la media noche el
templo se llenó de oscuras y amenazadoras formas. El dios Apolo reci-
bía a su corte en aquel desierto templo, y los demonios que acudían
contaban las tentaciones que llevaban a cabo contra los cristianos. El

51
papa historiador añade como moraleja que la visión del judío salvó al
obispo de la diócesis, quien, a instigación de uno de los demonios, se
había enamorado de una monja y se había permitido tocarla por detrás,
de manera tan jocosa como impropia. El judío le relató al obispo cómo
oyó contar a un demonio el éxito que éste había tenido con aquél hacién-
dolo pecar con la monjita, oyendo lo cual el prelado reformó sus mane-
ras, el judío se convirtió al cristianismo y el templo fue convertido en una
iglesia. Todo lo cual fue consignado en sus Diálogos (III, 7) por San
Gregorio para enseñanza de los creyentes.
Se engañaron quienes dijeron que el dios Pan había muerto; no, el
caprípedo numen continuó cabriolando entre las gentes y mortificándo-
las con sus travesuras. “Los antiguos espíritus de la Naturaleza que
fueron santificados por el pueblo quedaron en ella. Los restantes fueron
declarados auxiliares de Satán. Cerrada la Leyenda de oro la corriente
no se agotó, sino que torció de rumbo. No pudiendo hacer santos, el
pueblo la dio por hacer diablos. Si los santos le abandonaban, si eran
sólo para el señor del castillo y el prior de la abadía, no les quedaba más
recurso que llamar a sí los demonios; a los espíritus del bosque, para que
le enseñaran las hierbas con qué curar sus dolencias, para que le cuida-
ran sus plantíos y le dieran bienandanza; a los lutins, para que se le
comieran al señor la carne salada de sus despensas y se le bebieran el
vino de sus toneles, haciéndoles saber lo que era el hambre al igual que
a sus míseros siervos; a las hadas para que velaran en la cuna a sus
hijos recién nacidos; a las mujeres de agua para que cuidaran del rega-
dío que fertiliza los campos y detuvieran con sus encantos el aguacero
que para producir la inundación el cielo envía.”30 Por si esto no fuese
bastante, la imaginación fue personificando como diablo a cada particu-
lar vicio o pecado, y se conocieron el demonio de la blasfemia, el de la
danza, el de la lujuria, el de la borrachera, el de la tiranía, el de la pereza,
el del juego, el de la adulación, etc. Y lo mismo ocurrió con las enferme-
dades. Cada dolencia tuvo su demonio propagador como también su
santo terapeuta de los respectivos dolientes.
En los últimos siglos medievales la vida está cundida de demonios.
“Al llegar el siglo XIII la creencia en el diablo se generalizó tanto que se
le ve intervenir en todo. Según el pensar de la época, lo maravilloso era
lo común, tanto que formaba la base de la ciencia. El milagro era la

30
Pompeyo Gener. Ob. cit. T. II, p. 141.

52
explicación corriente de todo fenómeno. Los grandes afortunados, los
guerreros victoriosos, los sabios y todos los que eran un modelo de vir-
tud, y hasta los poetas, eran considerados como encantadores.. Virgilio
fue tenido por un mago durante más de tres siglos. Los ricos, los hábiles,
los inteligentes y los genios lo eran con el auxilio del Diablo. La historia
se explicaba como un conjunto de aventuras prodigiosas que formaban
una novela mágica. Nada sucedía en la sociedad ni en la Naturaleza que
no proviniera del cielo o del infierno. Lo natural era sólo la manifesta-
ción sensible de lo sobrenatural.”31 Para todo había un santo o un demo-
nio, que no es sino un santo éticamente del revés; y lo que no se obtenía
del santo, por su anverso, se procuraba del santo invertido. Todavía en
la beatería de este siglo XX, las enamoradas impacientes, cuando no
consiguen un novio y es sordo a sus plegarias San Antonio de Padua,
castigan a este santo, numen de los casorios, poniéndolo cabeza abajo
con diabólica fruición. “Todo lo malo se atribuía al diablo. Él era quien
producía las epidemias, él quien hacía caer los rayos de los oscuros
nubarrones y estallar los truenos, él quien hacía perder los objetos, él
quien secaba las uvas en las cepas, él quien hacía la zancadilla a los que
caían; los ratones que roían los granos y los frutos, la polilla, la podre-
dumbre era también obra del maligno, así como las contrariedades y
accidentes de toda especie, tanto en la salud como en la fortuna. No
había pérdida en un negocio, ni fracaso en una empresa, ni desaparición
de una persona, de que él no tuviera la culpa. Al igual que en los tiempos
apostólicos, todas las dolencias fueron tenidas por posesiones
demoníacas. Las que más apoyo daban a tal suposición eran las neuro-
sis. Los vértigos, la epilepsia, el histerismo, la locura y el delirio, en las
que el paciente hace movimientos inusitados, pronuncia palabras inco-
herentes, emite ideas desordenadas, o exhala gritos furiosos, y a veces
hasta interjecciones sacrílegas u obscenas, eran al sencillo entender de
las buenas gentes de la Edad Media la prueba patente de que uno o
varios diablos se habían venido a alojar dentro del cuerpo del infeliz
paciente.”32
Esto no obstante, no fueron los tiempos medievales la edad de oro de
los endemoniados y de las brujas.

31
Ibídem, p. 148.
32
Ibídem, p. 150.

53
II

Sumario: El demonio brilla en el oscurantismo.- Poca actividad de


los energúmenos y de las brujas en la Edad Media. El Renacimiento
los alebresta.- Satanás se encabrita.- Los desajustes psíquicos en las
épocas de la transculturación.- La tremenda unión de Europa duran-
te su cambio de edad.- La sífilis, el oro y la mística.- El terrorismo
eclesiástico ayuda a los demonios.- Detrás de la cruz está el diablo.-
La edad de oro de la Iglesia no fue la edad de oro del demonio. La
Edad Media no fue la más cundida de energúmenos. El Renacimiento
y la Inquisición los alebrestan.

En la Edad Media no fueron desconocidas las posesiones demoníacas,


como puede observarse leyendo las Acta Sanctorum. En las vidas de
San Agustín, de San Bernardo, de San Francisco de Asís, de San
Norberto de Magdeburgo y de otros muchos santos pueden verse nu-
merosos endemoniados, en siglos sucesivos. En el siglo XII, Santo To-
más de Aquino, lumbrera culminante de la filosofía católica, dijo en la
Summa Teologica que los trances de posesión le venían al ser huma-
no de tres manantiales: de Dios, del demonio y de la enfermedad cor-
poral. Y esta doctrina no ha sido derogada por la Iglesia, estando aún
vigente. La teología medieval y escolástica de Aquino fue tomada como
base de autoridad incontrovertible por los demonólogos posteriores;
pero puede asegurarse que, mediante citas erróneas y exégesis equi-
vocadas y sobradamente retorcidas, a Santo Tomás se le cargaron
más responsabilidades teológicas que las justamente atribuibles a su
sabiduría. Puede verse a ese respecto la excelente tesis escrita sobre
ese tema. 1
En esa época, que dicen del oscurantismo, el demonio brilla por su
presencia, y la imaginería religiosa lo evoca y perpetúa como a los per-
sonajes celestiales. Al fin, él es un celeste exilado.

1
C. E Hopkin. Thomás Aquinas in the Growth of the witchcraft. Philadelphia, 1940.

54
Los demonios llenan las iglesias conjuntamente con los santos y los
angelitos. Así en los sermones orales que descendían de los púlpitos
como en los “sermones de piedra” que se esculpían en los capiteles,
arcadas y sillerías. “No hay más que verle en los adornos de los sa-
grados edificios. Ya son una turba de diablos los que se entretienen en
atormentar a un santo en éxtasis o en tentar a un anacoreta durante el
rezo. Ya es una altiva dama la que lleva una multitud de diablillos
cabalgando sobre su gigantesco tocado. Ya sitian el palacio de un rico
orgullosos para llevárselo al infierno. Ya se presenta el demonio en
forma de un dragón monstruoso, las fauces abiertas blandiendo las
garras contra un denodado caballero que le ataca espada en mano. Ya
coronado como un monarca está majestuosamente sentado sobre un
montón de condenados, entre los cuales figuran reyes y obispos. Ya se
entretiene en asar un burgués opulento, en banquetear un fraile luju-
rioso que está abrazado a una monja, o en distraer a un clérigo cuando
está diciendo misa. Toca instrumentos a guisa de músico; baila como
si fuera un loco; predica metido en un púlpito; sale de entre los follajes
de los adornos haciendo muecas, o se esconde en los insterticios de la
ornamentación como si temiera ver la luz del día. No hay punto de
edificio en que no aparezca motivado. Clavado en las puertas muerde
un anillo que golpea un yunque y sirve de aldabón. Vomita el agua
clara de la fuente en los patios. Caracolea alrededor de los capiteles;
en las bases sostienen columnas que parecen aplastarle; suspéndese
de las penditivas; corre a lo largo de los frisos; vuela por las galerías
aéreas; arremolínase en las agujas; trepa por las cresterías y
encarámase en los campanarios; da vueltas ensartado en la flecha de
las veletas; se encastilla en los pináculos; atisba de lo alto de las ba-
randillas de las azoteas; y se proyecta desde el muro hacia la calle en
las gárgolas, cual si queriendo escaparse de la pared fuera a tomar el
vuelo. En fin, brota de la piedra por todas partes, como evocado por
un conjuro misterioso.”2 Como dice White: “Hasta en los más recóndi-
tos y sagrados lugares de las catedrales de la Edad Media todavía
podemos hallar figuras satánicas en las cuales se desbordan la profa-
nación y la obscenidad. Pintores y vidrieros competían en eso con los

2
Pompeyo Gener. Ob. cit., T. II, p. 157.

55
escultores y tallistas.”3 Esas figuras plásticas son ahora como diablos
fósiles; pero antaño eran seres animados por la imaginación y muy
temibles por la credibilidad que los acompañaba. La difusión de la
imprenta, que enseguida fue utilizada para reproducir biblias, oracio-
nes, estampas, devocionarios y romances, facilitó la multiplicación de
las figuras diabólicas, las cuales de las iglesias se extendieron a las
casas más humildes de los campesinos, por las aldeas y las cabañas.
Del siglo X, o anterior aún, es un canon atribuido a un Concilio Gene-
ral de Ancira por el cual se condenaba la creencia en que ciertas muje-
res iban en el silencio de la noche viajando enormes distancias monta-
das en sendas bestias. Dicho canon fue incluido en colecciones privadas
y luego en la pontificia titulada por Demetum de Graciano, el cuerpo del
derecho canónico y usualmente citado como el canon Episcopi por su
vocablo inicial. Ese canon Episcopi es la primera cita legal de los so-
brenaturales vuelos nocturnos. Ha sido interpretada de diversas mane-
ras. Para unos prohibía la creencia en brujas y en ciertos poderes
minimosos. En cuanto a éstos, nadie dudó que el canon susodicho con-
denaba el politeísmo, pero no el demonismo tal como fue y es doctrina
de la Iglesia. Mas tocante a las brujas se opinó por muchos que el canon
Episcopi solamente se refería al caso concreto de las mujeres que iban
a ciertas ceremonias en honor de la diosa Diana o de Herodras y no a
las orgías sabáticas de las brujas con los diablos que tan populares fue-
ron en los siglos XV y XVI. Esta interpretación fue muy seguida en esa
época. Pero aún está sostenida por algún teólogo moderno. Cuando
Drebreyne en su Ensayo sobre la Teología moral se burla en el siglo
XIX de la traslación de las brujas de un lugar a otro, el dominico P. José
Ma. Morán le arguye que el Concilio Ancirano no se refiere a los vuelos
de las brujas en general sino particularmente a los “congresos que se
decía tenían las brujas con la diosa Diana, con Herocliades y otras
deidades gentilicas”.4 De todos modos, parece ser lo cierto que la teo-
ría de las brujas volando al aquelarre sólo fue creencia supersticiosa ya
en el ocaso medieval. Hay que llegar al siglo XIV para que las legenda-
rias brujas sean reconocidas por la iglesia y se condene a quien no crea
en ellas. Desde entonces demonios y brujas se reavivan en Europa y

3
A.D. White. Ob. cit. (A history of the warfare of science with theology in christendom,
Nueva York), Vol. II, p. 110.
4
P. José Ma. Morán. Ob. cit. T. I, no. 934.

56
son personajes del Renacimiento, perturbando a la humanidad hasta el
siglo XVIII.5
Por otro lado, “España no tuvo aberraciones místicas en la Edad
Media” ha observado H. C. Lea.6 Durante la alta Edad Media se en-
cuentran disposiciones legales contra los cultos paganos y la adoración
de ídolos y falsos dioses; pero es ya en el siglo XIII cuando la Iglesia
emprende el ataque fiero contra la brujería, los hechiceros y quienes
pactan con el demonio. Es en ese siglo cuando la Iglesia considera la
brujería como una secta hereje y cuando los pactos con el demonio se
declaran apostasías. Como señaló Michelet,7 el primer pacto diabólico
que se conoce es del año 1222, y es de 1335 la primera danza de brujas.
Según Hansen, la primera referencia judicial a su nocturno sábado de
brujas es en un proceso verificado el año 1335 en Toulouse.8
En el siglo XIV ya han ido desapareciendo de las creencias populares
los númenes rústicos de la paganía y los entes sobrenaturales que la
religión y el folklore reconocen y tratan; son demonios, cuando no seres
celestiales.
En el siglo XIV ya comienza la quemazón de hechiceros y brujas. Sin
embargo, en España los teólogos no atacan todavía la herejía de las
brujas. Cuando el P. Nicolás Eymerich, O.P. inquisidor general de Aragón,
escribió en 1376 su obra Directorium Inquisitorum,9 ni siquiera se re-
fiere a la persecución de aquéllas. Pero en el siglo XV ya los crímenes de
la magia negra se multiplican ante los tribunales eclesiásticos por cau-
sas que iremos tratando. Fundada la Inquisición para perseguir las here-
jías se pensó en aprovecharla contra la hechicería y para ello se acudió
a la teoría teológica de los pactos con el demonio.

5
(En el siglo XVII en Cuba también la Inquisición actuó contra las brujas; fueron llevadas
al Tribunal del Santo Oficio en Cartagena de Indias, entre los años de 1610 a 1660, más
de veinte mujeres acusadas de hechicería y brujería. Aún está por investigar si la
mayoría de los desvíos de la fe tenían que ver con el culto diabólico propio de la
brujería en Europa o se trataba de una errónea interpretación de los cultos religiosos de
origen africano, traídos por los esclavos a Cuba, despreciados y reducidos a cultos
satánicos.)
6
H. C. Lea . Chapters from the Religious History of Spain connected with the Inquisition.
Filadelfia. 1980, p. 215.
7
Michelet. La Sorcière, p. 425.
8
Ob. cit., p. 315.
9
Directorium Inquisitorum. Barcelona, 1503.

57
Fue el Aquinatense quien elaboró la doctrina de los pactos diabólicos
tomando la de San Agustín. Oldrado da Ponte y Nicolás Aymerich, en el
siglo XV, la tomaron de Santo Tomás y la reintrodujeron en la circulación
a los efectos de justificar los procesos contra la magia como si fueran
de herejes. Es la necesidad eclesiástica de defender los procedimientos
agresivos de la Inquisición lo que hace que, a mediados del siglo XV, se
acuda a la escolástica para hallarles una base teológica sólida, según la
disciplina intelectual dominante en la época. Demonios y brujas se
alebrestan con los fuegos de la Inquisición y vuelven a sus cavernas
cuando ésta acaba con el demonismo; la exaltación de la mística maléfica
es un fenómeno del Renacimiento, como lo es el Santo Oficio y como lo
son las más sutiles expresiones de la mística santa. El año 1431fue que-
mada por bruja Santa Juana de Arco, y en 1440, por igual motivo, Gilles
de Rais. Se supone que fue el año 1437, durante el Concilio de Basilea,
que el teólogo dominico Fray Juan Nider escribió su obra Fornicarius,
tratando de la reforma necesaria para acabar con las angustias de la
Iglesia. Una de sus partes entendía los maleficios, presentando numero-
sos ejemplos, entre otros detallando los procesos ocurridos en Suiza,
contra unas brujas que tenían infectado el país desde hacía 60 años. A
ese libro debe unirse otro del mismo teólogo, titulado Preceptorium,
acerca de los pecados contra los diez mandamientos; tratando amplia-
mente, entre ellos, de las supersticiones y de los maleficios. Las obras
de Nider son notablemente eruditas y ya contienen todo el cuestionario
de la demonología, por lo que fueron utilizadas a fondo por los siguientes
autores de esa disciplina eclesiástica, no siendo superadas hasta la apa-
rición del Martillo de las Brujas, del que luego hablaremos. Otros tex-
tos sobre demonios van imprimiéndose. Por 1440 sale a luz el Tractatus
de Superstitionius de Juan Wünschilburg. Ya al mediar ese siglo, el
prolífico teólogo español Alfonso de Madrigal, más conocido por el Tos-
tado, escribe de gentes que los demonios suelen llevar por los aires;
pero todavía en 1459, tampoco se refiere a las brujas, aunque sí a los
demonios, el franciscano Fray Alfonso de Espina en su Fortalitium
Fider.
Los libros sobre demonios y brujas van multiplicándose, y ya en el
año 1462 el profesor de teología en la Universidad Poitiers Petrus Mamoris
en su Flagellum Maleficorum combate la tesis de que las deposiciones
de los testigos en los procesos por brujería son meras ilusiones produci-
das por los demonios. Y, al fin, el papa Inocencio VIII dicta en 1484 una

58
bula que declara la guerra implacable contra todo género de hechicerías
y entes diabólicos.
En las mismas figuraciones del diablo y de los entes celestiales se
experimentan las transformaciones del Renacimiento, reflejándose en
las sucesivas políticas eclesiásticas según los tiempos. Los teólogos eru-
ditos, glosadores y folkloristas fueron componiendo la imagen satánica
por una síntesis de símbolos tomados del antropomorfismo y del
zoomorfismo tales como habían sido heredados de la gentilidad y con-
servados en las tradiciones populares. Jamás llegaron los imagineros
cristianos a reproducir la belleza natural de los tipos humanos esculpidos
por los grandes artistas griegos, ni a ser tan profundamente inspirados
para sus representaciones de los númenes sobrenaturales como lo han
sido los oscuros artistas, indios de América y negros de África, al com-
poner sus concepciones de los misteriosos entes sobrehumanos. Las
imágenes de los diabolistas cristianos tuvieron que reflejar los antece-
dentes antropomórficos que la tradición judaica puso en Jehová y en los
ángeles, si bien, por mero simbolismo de los pecados y de sus repugnan-
tes malignidades, se acordaron de ciertas figuraciones del Averno
grecorromano y de los panteones egipcio, babilónico y persa para dar a
los demonios una tipología somática tomada de la zoología. Con ella
trataban de simbolizar la repugnancia al demonio y la repelencia de los
pecados. Mas si desde siglos atrás la imaginación mitológica de los ar-
tistas solía representar en sus retablos a los demonios con figuras de
animales ingratos, como cuervos, murciélagos, lechuzas y dragones, los
cuadros sobre sujetos infernales más desbordados de fantasía, donde
las figuras teriomórficas de los demonios son más monstruosas y terri-
bles crean los de Jerónimo Bosch, los dos Brueghel, Teniers, Alberto
Durero, y otros ya son creaciones del Renacimiento y muy gustadas en
España. Ahora se trataba de unir a la repugnancia del demonio el terror
de sus pavorosas figuras que aumentaban la crueldad de los castigos
infernales. Las creaciones de esos artistas imagineros de los demonios
son anticipaciones o secuelas de la propaganda de los demonios
torturadores según los Ejercicios Espirituales y demás obras terroris-
tas de Ignacio de Loyola, de Martín del Río, de Santalla y otros
demonólogos de su compañía.
Cuando se llega al siglo XIX y el terrorismo mengua y desaparece en
ciertos lugares ya los demonios han ido regando su forma humanizada,
bellos, buenos mozos, como hombres alados, como angeles brevemente

59
cornígeros y más rabones que rabudos. Véanse, por ejemplo, los angeles
malditos de Gustavo Doré para ilustrar el gran poema de Milton. Allí el
diablo ni es horrible, ni terrorífico, ni canalla; es equivocado pero no es
perverso, es sólo temible por revolucionario, por pensador; como lo con-
cibiera el genio del gran poeta puritano en su Paraíso Perdido (1667-
1674), la más bella, épica y majestuosa personificación de Lucifer en la
literatura cristiana.
Por iguales motivos, según señaló Pompeyo Gener,10 a medida que
las actividades religiosas van amargando la vida medieval y se aumen-
tan las riquezas y el poderío de la Iglesia y con éste crecen los abusos y,
al fin, las herejías y rebeliones, la imagen de Jesús se va encrudeleciendo
como para contribuir al terrorismo eclesiástico que va intensificando su
acción hasta las iniquidades del Santo Oficio. “Hasta el siglo X no apare-
ce el crucifijo en las artes plásticas. Antes sólo se representaba la cruz.
Los cristos del siglo X llevan larga túnica con mangas, y su fisonomía
tiene una expresión de dulzura especial. En los siglos XI y XII la túnica se
acorta, se entreabre para dejar ver el pecho y desaparecen las mangas.
En el siglo XIII la túnica se convierte en unas faldas solas, y en el siglo
XIV, ya sólo le cubre una ancha faja de lienzo o de cualquier otra tela. En
estos dos siglos, que se caracterizan el primero por el terror religioso y
las persecuciones que en él reinaron, y el segundo por la agitación ner-
viosa y el sufrimiento, es cuando se representa al Cristo con la figura
contristada y las huellas de los padecimientos físicos en el cuerpo; para
hacerle mostrar los males, los artistas quítanle los vestidos.11 Cuando
llega el Renacimiento ya los Cristos son plenamente humanos, y Leonardo
de Vinci y Miguel Ángel los esculpen sin privarles de la entereza de su
corporal varonía. Sin embargo, si eso ocurre en Italia, todavía en Espa-
ña donde el terrorismo eclesiástico aumenta, los Cristos son también
realistas pero en su pasión, transidos de tormento, sangrientos, lancerados,
agonizantes, evocando el torturante dolor corporal que ha de estar siem-
pre presente en la conciencia de las gentes para que no cejen en su vida
pura y ordenada “como Dios manda”. Y sólo cuando los terrorismos
van menguando, sustituidos por las blandas y transigentes éticas, los
Cristos van suavizando sus imágenes, bajando de la cruz, dejando la
corona de espinas y los suplicios y adquiriendo la figura verista del hom-

10
Pompeyo Gener. Ob. cit., T. II, p. 157.
11
Didrom. Iconographie chrétienne. Histoire de Dieu. Paris, 1843, p. 241.

60
bre triunfador, hermoso, apenas sin otros símbolos de beatitud que un
corazón inflamado de amores y un halo de luz iluminador de su varonil
belleza. Es el culto no propiamente rendido a Jesucristo crucificado y
muerto por redentor, sino al Sagrado Corazón de Jesús, “la
hierocardiocracia” que dijo Miguel de Unamuno “sepulcro de la religión
cristiana.”12 También la Virgen María, primeramente imaginada en los
templos como Teotoca, como madre del Niño Dios, o como Reina del
Cielo en su trono o como mediadora, o como benefactora y mercedante,
en los siglos terroristas se presenta más como La Dolorosa, con siete
puñales clavados en el pecho, también llorando en pasión como su Hijo;
y luego como Madre de las Angustias, o de la Soledad o de los Desam-
parados... Y Virgen tétrica. La pintura sensualista del andaluz Murillo
tratará de figurarla otra vez como mujer y madre, en plena y feliz
maternidad, robusta, lactando y jugando con su hijo. Hasta los santos
eran pintados en actitud de lactar de la Virgen como símbolo de su
filial devoción espiritual. Todavía en 1816 la Inquisición persiguió como
hereje a su encumbrado fiscal del Supremo Consejo de Indias, entre
otros motivos, por el hecho de haber volteado contra la pared una
pintura de Santo Domingo, que lo representaba mamando en los pe-
chos de la Virgen y haber dicho en el acto de ejecutarlo “que cómo
una pureza tan grande había de dar de mamar a un pícaro fraile”.13
Pero desaparecerán pronto las Vírgenes y Santas, buenas mozas y
con bellas desnudeces, que recordaban las diosas paganas en Murillo,
Rubens, Tiziano y otros. El terrorismo místico se impondrá y prevale-
cerán las Purísimas que son visiones del Apocalipsis o se irá readap-
tando su figura a la pompa cortesana mutilándose las seculares
imagenes mariales para dar origen a esas hispánicas Vírgenes de Al-
cuza, emperifolladas y gazmoñas como grandes damas que los artis-
tas y clérigos discretos tanto ridiculizaron... hasta preferir, ya en el
siglo XIX, las Vírgenes francesas, como unas Marías sin Hijo, sin parto
ni lactancia, sin penas ni llantos, sin coronas ni suplicios, blancas, páli-
das, rubias y flacas, de figuras alargadas como un figurín y con
draperies estilizados a la moda de París.

12
Miguel de Unamuno. La Agonía del Cristianismo. Ed. de Buenos Aires, p. 108.
13
Véase el P. Martín Mérida. Historia Crítica de la Inquisición en Guatemala. Guate-
mala, 1895. “Boletín del Archivo General del Gobierno. T. III, no.1. Guatemala, oct.
de 1937, p. 69.

61
¿Qué ha pasado en ese siglo XV para que Satanás se encabrite?
¿Para que los endemoniados y, sobre todo, las brujas se multipliquen?
¿Por qué en el siglo XVI los entes sobrenaturales parecen reanimarse y
dar prueba activa de su presencia en la vida cotidiana?
Por todo el mundo europeo la caída del feudalismo y el creciente
desprestigio moral del eclesiástico van produciendo una grave crisis
mental que se manifiesta en la aparición de herejías y culmina en las
conmociones de la Reforma. Fue un Renacimiento. Tras del siglo XIII,
exasperado por las herejías, dice Pompeyo Gener, nace el siglo XIV loco.
“El siglo XIV es el siglo de la sinrazón y el furor. No es un siglo normal
sino un siglo enfermo. Las epidemias materiales y morales son lo que
más lo caracterizan. Su historia cabe entera dentro de la Patología. Pa-
rece que sintiera la agonía del mundo feudal y el nacimiento de otro
nuevo. En lo que sufre hay algo del estertor del moribundo y de los
dolores del parto. El extravío de su razón es el de la Sibila antes de la
profecía. Tiene la locura del genio, no la demencia de la imbecilidad.
Como si quisiera empujar la edad que se va y preparar el terreno a la
que viene, el Diablo cambia la generación a toda prisa. La muerte exter-
mina las viejas gentes por la peste, y el amor se afana en producir las
nuevas por el adulterio. En la segunda mitad del siglo XIV la Europa
entera parece haber perdido el juicio. Todo se tambalea, todo se mueve,
todo se agita como si una corriente galvánica comunicara un vértigo a
las sociedades y a los individuos; y surgen tales y tantas extravagancias,
que no parece sino que todos tengan el maligno en el cuerpo. Las espe-
cias venidas de Oriente, los alterantes del sistema nervioso, puestos en
boga por alquimistas y brujos, el calor que llega al grado máximo, produ-
cen una sobreexcitación en todas las naturalezas, que se inflaman los
deseos, se desborda la imaginación, las pasiones no hallan freno, y el
amor llega al paroxismo...”14 “En medio de las desgracias de la época,
una alegría frenética embarga a las gentes. La fiesta de los locos
celébrase con una solemnidad deslumbrante, la de los inocentes hace
retemblar las naves de las iglesias; el asno sube a los altares; los curas
borrachos se refocilan en los templos; los misterios de los mártires
degeneran en farsas grotescas; la pasión de Cristo anda mezclada con
episodios de la mitología; Madama Venus consuela a don Jesús, di-
ciéndole que es el más bello de los dioses. Se ríe con furor y hasta con
rabia; el dolor estalla a carcajadas. Lo tétrico y lo que debiera inspirar

14
P. Gener. Ob. cit., T. II, p. 205.

62
compasión, divierte; la mueca del ahorcado, las quejas del apaleado, la
desgracia del cornudo, desternillan de risa a todos. La orgía truena en
los castillos mientras que el hambre asola [sic] las comarcas. Surgen
predicadores visionarios; Eximenez predice el fin de los reyes; Rupascisa
el de los papas. Se popularizan leyendas imposibles; el preste Juan, el
Judío errante y el Anticristo, dejan atónitos los pueblos. Nace la farsa
del mundo al revés y sus representaciones insensatas infestan de viñetas
los libros. Pronto la epilepsia acompaña a la locura. Todo se conmueve
y todo baila. La danza de San Vito hace sus corros en las plazas. Bailan
brujos y brujas, de espalda a espalda, por la noche en el aquelarre. Los
reyes van en danza en la baraja. La muerte hace bailar a los mortales, y
las lúgubres representaciones de la Macabra lo invaden todo. También
quiere danzar la Tierra y sacude su superficie con terribles terremotos.
Y el cielo, como contagiado, presenta el espectáculo terrorífico de un
baile de estrellas; hasta el firmamento tiene convulsiones. Y para aca-
bar dignamente, muere el siglo al fragor de las bombardas que lanzan
pelotas de fuego por medio de la tremenda explosión de la pólvora.”15
Desde el siglo XIV en la edad media ya otra idea germina; hay gesta-
ción y embarazo, dolores y neurosis; todavía hay fe vieja y esperanzas
nuevas; pero comienza a sentirse la caridad de realizaciones. Hay espí-
ritu de novelería, como en la pubescencia.
Es entonces cuando un nuevo espíritu lo invade todo con irresistible
imperio: el demonio del dinero. Que Mammón es un diablo ya se sabía.
Por España el Arcipreste de Hita había popularizado en versos satíricos
las malicias del dinero. Pero ahora el dinero se estaba haciendo dema-
siado temible. Ya no era un pecado; ya era un poder sin virtud que
amenazaba con predominar. El dinero era la guerra victoriosa, era la
honra del linaje, era la suntuosidad del culto, era hasta la voz que por
simonía suspiraba en Roma quien había de ser vicario de Dios. Pero el
dinero no era bendito por la religión; su fuerza era del diablo.
Ya el capitalismo mercantil iba minando la sociedad feudal y sus
jerarquías; los sacerdotes conservadores del orden, apremiaban sus
prédicas contra quienes se enriquecían y se hacían tanto o más pode-
rosos que ellos y que los nobles por las artimañas de la usura. Ganar
dinero sin trabajo era un pecado, prestar dinero a interés era un acto
contra la religión, disculpable en los judíos pero abominado en los cris-
tianos. Ya el mercantilismo aspiraba al predominio. Repúblicas había

15
Ibídem.

63
que en él basaban su fortaleza [] como Venecia, Florencia, Génova y
otras en los mares nórdicos; pero las monarquías nobiliarias y
feudalescas se resistían al poder de los mercaderes, y los eclesiásti-
cos, por ser también señores de tierras y siervos, clamaban contra las
intromisiones políticas de los comerciantes y contra las instituciones
en que éstos basaban su creciente poderío; el préstamo a interés y el
tráfico internacional con los infieles, las cuales tachaban de abomina-
bles y contrarias al servicio de Dios.
El dicho del poeta Baudelaire [escrito en el original Beaudelaire] de
que el comercio era satánico en su esencia será hoy del agrado de los
socialistas, según dice Rudwin;16 pero ese criterio no era ajeno al idea-
rio medieval de los cristianos. Todo gran mercader fue un pecador de
profesión, como el juglar, el rufián o la ramera. El mismo prestigioso
poderío de su adineramiento generalmente les ganaba la tolerancia, la
adulación hasta el ennoblecimiento y el cruce de sangres; pero siempre
había en su trato algo de impureza y pecado. La vida del comercio no
era “noble”, su conducta no fue de “caballeros”. Por eso en todo mer-
cader hubo un espíritu inconforme de frustración y de encogimiento,
una subconciencia de culpa, una psicosis de inmoralismo y marginalidad
con el grupo social. Por eso hubo tiempo en que el gran comercio fue
dejado a los judíos quienes por su religión se eximían de esa culpa, y a
quienes por tanto se les podía pedir prestado. Pero eso, si les proporcio-
nó riquezas también les acarreó persecuciones, por envidias, codicias y
rivalidades disfrazadas con fervores de religión. Y se desataron las gran-
des persecuciones contra las sinagogas y las juderías que ensangrenta-
ron las ciudades de Europa con los más cruentos martirios y éstas pro-
dujeron nuevas oleadas de neurosis, así en los perseguidos como en los
perseguidores, así individuales como colectivas. Hubo madres que se
echaban ellas mismas con sus hijitos a la hoguera al ver morir quemados
a sus maridos. En Constanza un judío que se bautizó, para librarse de
morir en la hoguera, cayó después en melancolía y remordimiento por
ser apóstata y se quemó con toda su familia, incendiando su hogar. En
Esslingen una comunidad entera de judíos se suicidó colectivamente,
reuniéndose en una sinagoga y prendiéndole fuego. Tal como en Amé-
rica y por idénticos infortunios solían hacer los indios de las encomien-
das y los negros de las plantaciones. El martirologio de los judíos a ma-

16
Ob. cit., p. 246.

64
nos de cristianos no fue menos heroico ni terrible que el de los cristianos
perseguidos por sus antecesores los sacerdotes y jerarcas del paganis-
mo. El judío fue en esos siglos convulsos un neurótico más, así cuando
se mantenía en “el credo, de Moisés” como cuando se hacía apóstata y
se bautizaba para salvar su vida y su riqueza. Si se mantuviera en la fe
mosaica era un réprobo, vejado, aislado y maldecido; si era conocido no
dejaba de ser sospechoso bajo el temor de una acusación como judaizante,
hereje o hechicero; si sentía con fervor la fe de Cristo como “cristiano
nuevo”, no por eso estaba asegurado contra las suspicacias de sus no-
bles correligionarios, ante quienes tenía que mostrarse extraordinaria-
mente celoso de la fe y del culto; todo lo cual lo predisponía para que la
subconciencia lo atenaceara de continuo y lo arrastrara por exceso com-
pensatorio a las manías persecutorias contra los antiguos correligionarios
suyos o sus próximos antepasados. Grandes místicos e inquisidores fue-
ron marranos de reciente reniego o con sangre judaica en sus progenito-
res, y ellos fueron de los más feroces enemigos. Aun hoy es frecuente
que en los linajes judaicos y en los neoconversos al catolicismo se den
los más obtusos y repugnantes fanáticos.
Alboreando el siglo XV ya no quedan incólumes ni siquiera los dos
pilares básicos de la sociedad católica medieval, ni el Imperio ni el Pa-
pado. Ambos están sin autoridad ni prestigio y las gentes van creyendo
que sin pecar aquéllos pueden ser combatidos. En 1410 hubo a la vez
tres reyes de Alemania con pretensiones de emperador. En 1409 hubo
tres papas simultáneos, cada uno con la ilusión de ser el verdadero. Esto
fue tan asombroso y trastornador como si a la humanidad se le hubiese
dicho que en las tres cruces del Calvario hubo otros tantos Cristos dis-
putándose entre sí la autenticidad de Redentor. O como si a un solo
individuo les fuesen atribuidos tres padres juntos en su procreación. Por
los cismas, el papa dejó de serlo por inefable designio divino y se vio que
solamente lo era por artilugio humano; ya no fue el summum espiritual y
temporal en la tierra sino el éxito de una estratagema política entre am-
biciones contradictorias y obstinadas.17 La conformidad y armonía de la
sociedad medieval habían cesado; nadie estuvo contento en su clase.
Concilios, papas emperadores, reyes, patricios, hidalgos, clérigos, gre-
mios, comunidades, mercaderes, plebeyos, todos fueron luchando unos
con otros y entre sí por la fuerza y por la astucia. Nadie confiaba en

17
Egon Friedell. Ob. cit., p. 92.

65
alguien. Todo fue envuelto en una oleada de picardía. En esa desinte-
gración de la Edad Media ocurre el descubrimiento de América, el cual
agrava la crisis, la precipita y hace más honda. Y ya en el siglo XVI, con las
comparaciones entre los viejos mundos y gentes y los nuevos recién des-
cubiertos, se avivaron las ciencias y humanidades; con el despertar de las
ciencias acreció el interés psicológico; con la difusión de la imprenta se
divulgaron extraordinariamente los hechos, las ideas, las dudas, las curio-
sidades, las fantasías y los portentos más asombrosos. Como notó Walter
Pater: “Una de las características de ese revivir de la razón fue cierto
espíritu de rebeldía, [ilegible], contra las ideas religiosas y éticas de la
época. En la persecución de la belleza y de la sensualidad, el pueblo
ultrapasó los horizontes del ideal cristiano y llegó a sentir a veces como
una extraña idolatría, como una religión rival.”18 La persecución de los
endemoniados y brujos coincidió con esos fenómenos del Renacimiento.
Fue en 1484 cuando aquélla se inició por el papa; en 1489 cuando salió de
las prensas el terrible Martillo de las Brujas, y en 1498 cuando la Inqui-
sición comienza a martirizar a quienes se comunican con las potencias
sobrenaturales sin su permiso y fuera de las vías ortodoxas. Y es en 1501
cuando el papa Alejandro VI, alarmado por los progresos de la imprenta y
por la enorme potencialidad crítica que ese ente nuevo le daba al pensa-
miento, establece la censura previa obligatoria contra todo libro.
Se ha supuesto por Beliard que el Renacimiento fue la edad más
supersticiosa. No lo creemos así. Tomando la palabra supersticioso en
su sentido propio, siempre relativo a una dada ortodoxia, había sin duda
en la abundancia de tratos sobrenaturales que ofreció el Renacimiento,
numerosas manifestaciones ajenas a las creencias cristianas imperantes
en los diversos países de Europa; pero no parece que ello implicase un
crecimiento de las supersticiones propiamente dichas. Si la superstición,
en su sentido eclesiástico, es una “creencia extraña a la fe religiosa y a
la razón”, no se puede decir que los pactos diabólicos, los energúmenos,
las brujerías y las magias sean en rigor supersticiosos, porque la iglesia
los reconoce como esencialmente verdaderos en sus principios sobre-
naturales; si bien rechace, cada día con más amplitud, la veracidad de
innumerables manifestaciones prácticas y las califique de supersticio-
nes. Aquellos fenómenos del demonismo serán tenidos quizá “contra la
razón”, pero no “contra la fe”. Lo cierto en esa época fue una mayor

18
The Renaissance, p. 25.

66
expansión de la mística, la cual se hizo más frondosa y echó una nueva
florescencia, debido a las profundas conmociones de la época, las cua-
les abrieron las mentes, agrietaron las creencias y llevaron a las ideas y
emociones religiosas nuevas savias y gérmenes y otros aromas así per-
fumados como pestilentes. La edad media fue edad dormida, el renaci-
miento fue un despertar con frenesí de renovada vitalidad.
En cierto modo, la crisis ideológica que al caer la edad media provo-
ca las aberraciones y epidemias místicas de los santos, las brujas y los
endemoniados, recuerda la época anterior, cuando el cristianismo se
extiende por el inmenso territorio del imperio en ruinas. “Cuando apare-
ció el Cristianismo las imaginaciones estaban sobreexcitadas, los áni-
mos conmovidos, abundaban los caracteres débiles e irritables, se llora-
ba espontáneamente. Los casos de epilepsia eran frecuentes, el
histerismo general, las alucinaciones comunes; se soñaba despierto; se
sufrían pesadillas a la luz del día; parecía que el imperio en masa pade-
cía una neurosis. En tal estado, el iluminismo, el vértigo, la monomanía y
el delirio venían a ser inspiraciones divinas. Se perdió ya el buen sentido.
Los delirantes son los hombres de Dios, lo mismo para el Zegreus que
para el Nazareno. Para agradar a Dionisios se ha de extravagar. “So-
mos locos por Cristo”, dice San Pablo, Hasta a la misma divinidad se
remonta la locura. “Vale más la locura de Dios que la sabiduría del
Hombre.” El divino maestro llamó también locos a dos discípulos que
encontró en el camino de Emmaüs. Todos los dioses importados de Orien-
te entran santificando la demencia. Bienaventurados los simples, dicen
los dionisíacos y los órficos, lo mismo que los apóstoles. Muchos se
abrogan el título de inspirados por Dios; varios el de representantes de
su poder sobre la tierra; y no pocos dicen ser posesores de la divinidad
misma. Apolonio de Tiana, Simón el Mago y varios profetas hebreos
aseguran que llevan en sí el Espíritu Santo. Hasta hay quien afirma ser
el Cristo Hembra: El Verbo pugnaba por encarnarse... La tendencia a lo
sobrenatural, a lo maravilloso, y el estado patológico de los ánimos venía
agravado por el malestar general del Imperio. Guerras intestinas, perse-
cuciones continuas, carnicerías en el circo, extravagancias de los Césares,
de una parte; y de otra, trastornos en la Naturaleza. Eran tales las cala-
midades que casi nadie podía ya dejar de creerlas presagios funestos de
un Dios, irritado contra la maldad humana.”19

19
Pompeyo Gener. Ob. cit., T. II, p. 96.

67
“Lo que son sólo meras figuras del lenguaje toman proporciones de
realidad en esas mentes exaltadas, y se creen con poder sobre estos
seres fantásticos, víctimas de ellos; el Cristo, según los evangelios, fue
transportado por el diablo a la cumbre de un monte y sobre lo alto del
templo para tentarle. En Palestina y en Alejandría, lo mismo que en
Egipto y en Caldea, todas las enfermedades son consideradas como
posesiones demoníacas. Los exorcismos vienen a ser los únicos reme-
dios para todos los males. Para hacer constar lo divino de sus doctrinas
apelan todos a la facultad de ver los espíritus, de obrar sobre de ellos, de
combatir los adversos. Los demonios son los que dan fe de lo sagrado
de la misión del personaje, abandonando la persona o lugar en que están
alojados, tal como ante los magos de Babel. Y estas creencias no son
exclusivas del Cristianismo de esta época, sino comunes a todas las
religiones y sectas del Imperio. De Apolonio de Tiana dice Filostrato de
Lemnos que echaba los demonios, lo mismo que los apóstoles del Cris-
to. Los Evangelios afirman que Jesús curaba los poseídos y que los
doctores de la ley y los escribas le acusaban por ello de estar entregado
a Belcebú”. “La magia se había desarrollado en todo el Imperio y en
todos los países a él sometidos creían en el poder de la teurgia.”20
En las épocas de desintegración social, cuando un pueblo es arras-
trado a una transculturación violenta de un básico complejo cultural a
otro, de una estructura económica a otra fundamentalmente distinta,
se experimentan siempre tales fenómenos de desajuste mental y emo-
cional; así al advenir con el cristianismo la servidumbre de la sociedad
feudal como al desaparecer ésta y surgir la sociedad mercantil con las
guerras religiosas y las monarquías absolutistas. Puede añadirse que
por iguales motivos este mismo fenómeno de las exaltaciones místicas
se da en aquellos pueblos o masas de pueblos primitivos atrasados,
que por invasiones de los blancos o por grandes transmigraciones pro-
pias, han sido colocados a paso forzado y premuroso de transculturación
económica, familiar, política y religiosa; a veces, de un salto, desde
una economía natural o pastoril o embrionariamente agraria a una eco-
nomía de producción industrial, de cambios monetarios y de poderes
capitalistas. Así se puede observar en las regiones occidentales de
África, donde al romperse las vetustas creencias religiosas y sus so-
ciales articulaciones, han tenido un grande y degenerativo crecimiento

20
Ibídem, p. 96 y 98.

68
las experiencias de carácter místico y los psíquicos desvaríos tal cual
ha ocurrido en estas tierras calientes que bordean el mar Caribe por la
profundísima y aún no cesada conmoción económica, ideológica y so-
cial ocasionada por el terrible impacto entre sí de las más dispares
culturas, de los indios, de los blancos y de los negros, el cual ha hecho
rebullir en estos países poliétnicos todas las extravagancias místicas
unidas a un horrible acompañamiento de locuras, delincuencias y
sicopatías. Esos grandes fenómenos sociales, subversivos de econo-
mías, instituciones e ideas, se reproducen en el ocaso de la Edad Me-
dia al desmoronarse la vida feudalesca y el imperio eclesiástico, y fue
en España donde aquellos se experimentaron con singular intensidad
por sus especiales circunstancias.
En ese país, la danza de los demonios comienza más retrasada y va
con ritmo más lento, y en ella intervienen ciertos factores peculiares.
“En España, la Edad Media no había presentado el carácter terrible que
en las demás naciones del Centro y del Norte de Europa. La idea
milenaria apenas había hecho prosélitos en nuestros antiguos reinos. La
danza de San Vito no había conmovido con sus trágicos espectáculos
las comarcas de la península. El señor y el pechero vivían aquí en menor
lucha que en otras naciones ya que ambos tenían una aspiración supe-
rior en la reconquista. Además, Cataluña y Aragón estuvieron dotadas
de instituciones democráticas, de sabios códigos mercantiles y de con-
sejos del pueblo, que imponían su soberana voluntad a los reyes. Barce-
lona, más que capital de monarquía, era una república comercial como
las repúblicas marítimas de Italia. Navarra y la tierra vasca gobernábanse
con su régimen patriarcal; refugio de la patria independencia, allí todos
habían luchado para la reconquista, y habiendo luchado todos, todos
eran beneméritos y nobles. Ambas Castillas, en guerra continua con los
árabes, acabaron por adquirir su galantería y su carácter imaginativo. Y
las provincias meridionales, subdivididas en califatos, formaban una con-
federación árabe, en la cual se practicaban mil industrias y artes útiles y
se enseñaban conocimientos que, por adquirirlos, acudían a sus aulas
gentes de todas las ciudades de Europa. La filosofía griega brillaba de
nuevo en Andalucía, anticipando el Renacimiento de cuatro siglos. No
es esto decir que en España, como en Francia y Alemania, el siervo y
pechero no fueran víctimas de abominables derechos de señores y pre-
lados, ni que no desolasen sus comarcas hambres y pestes, guerras y
miserias; pero esto fue en menor escala que en las demás regiones

69
europeas; pues como dijo muy bien Castelar, “aquí la libertad es lo anti-
guo, y lo moderno la tiranía.” 21
Pero desde fines del siglo XIV y, sobre todo, a lo largo del XV y XVI, en
España fue muy grande el desajuste emocional allí sufrido durante ge-
neraciones por los numerosos judíos, conversos, moriscos, negros afri-
canos y otros infieles y herejes, obligados a una constante inhibición de
sus conciencias, viviendo, con sus credos y éticas, desgarrados y perse-
guidos. A los crueles tratos, inquisiciones, vejámenes, encarcelamien-
tos, azotes y muertes, contra los disidentes en religión, se unieron los
grandes trastornos económicos y sociales ocasionados por la caída de la
nobleza feudalesca, por las expulsiones de grandes masas de gentes
trabajadoras en el comercio y la agricultura, por las guerras incesantes
y estériles y, sobre todo, por el descubrimiento y la explotación de Amé-
rica con anacrónicos criterios económico-sociales.
Además, si el feudalismo se disolvió en la Península, pasando a ser
latifundiario y cortesano, en las Indias fue perpetuado, extendiendo a
éstas su economía feudataria y territorial; y la monarquía para transfor-
marse en absoluta tuvo que aceptar una dicotomía política con la pode-
rosa iglesia española, teniendo que compartir con ésta los poderes de su
soberanía. Ya cuando la consolidación llamada unitaria de los Reyes
Católicos hubo en España tres reyes, según el dicho popular: Isabel,
Fernando y el Primado de Toledo. Al cardenal González de Mendoza,
primero, y luego al cardenal Ximénez de Cisneros, se les llamó “el ter-
cer rey de España”. Cisneros hace “él sólo una guerra de conquista,
con su poderío y su dinero, más rico que el rey Fernando. La goberna-
ción de Española fue entonces una cesareojerocracia; una diarquía más
que una verdadera monarquía. Y todo fue reparto dicotómico entre el
trono y su milicia y el altar y su clerecía.
Luego, cuando la lúgubre dinastía extranjera comenzó en España con
Carlos V, descendiente de reinas locas, con ella penetró “el negro terror
germánico”, como dice P. Gener, que al resembrarse en un pueblo ya
torturado por el fanatismo de un clero omnipotente, extendió a todo lo
español su zarzal, lacerante y opresor. “La tendencia católica-monárquica
nos llevó a no considerar dignas y nobles sino las profesiones de las armas
o del culto; es decir, a los que se dedicaban a matar o a vivir para fines de
otra vida. Los principales ingenios españoles fueron soldados o religiosos,

21
P. Gener. Ob. cit. II, p. 198.

70
cuando no ambas cosas. Calderón, Cervantes, Lope de Vega, Ercilla, Melo,
Hurtado, Rojas y Garcilaso habían sido militares. Moreto, y aun el mismo
Cervantes, vistieron hábito los últimos días de su vida. Lope de Vega,
Montalván, Rojas y Villaviciosa eran conquistadores. Tárrega, Tirso de
Molina, Góngora, Calderón, Solís y Danvila fueron curas; Argensola y
Carrillo, canónigos de Zaragoza; Gracián y Mariana, jesuitas; Zamora y
Sandoval, benedictinos. Todo lo que se escribía en ésta época era en
provecho de la religión. Los asuntos casi siempre lo eran de ultratumba.
Jamás la perspectiva del morir se pintó con más negros colores. Hay
ascetas de esta época, al lado de cuyas descripciones las del Apocalipsis
parecen alegres. Los escritores dramáticos pasaban su vida escribiendo
autos sacramentales, inspirándose en la muerte y pasión de Cristo o en el
martirio de los santos. La literatura mortuoria alcanzó una fecundidad
exorbitante. Llenáronse por religiosos y laicos bibliotecas enteras de infolios
para probar que habíamos de vivir mortificados para alcanzar después la
gloria del cielo. Todos los actos de la Iglesia hallaron encomiadores; hasta
sus crímenes tuvieron panegiristas. Se apuraron todas las argucias esco-
lásticas, todas las sutilezas teológicas, para ensalzar lo benéfico del expur-
go, y lo saludable del tormento aun para los mismos atormentados. El
espionaje fue santificado hasta en el seno de la familia. A la Inquisición se
le llamó el Santo Oficio”.22
Todo fue en España sumergido por religión, teología, eclesiasticismo
y fanático delirio. “Y mientras el fuego purificaba las almas de los malos
cristianos, las de los buenos ardían en el de un amor del divino y del
humano. Las manifestaciones amatorias adquirieron un carácter fúne-
bre. El amor y la muerte se juntaron. En las visitaciones del Viernes
Santo las señoras de la Corte citaban a sus galanes para que las vieran
lucir sus gracias místicas. Los caballeros celebraban verdaderas justas
de disciplinantes, en las cuales el más macerado recibía en premio de
tanta devoción los favores de su dama por la Pascua. Para hacerse
amar era preciso enternecer. La concupiscencia y la devoción marcha-
ban juntas. La orgía se celebraba al pie del Golgotha. La Virgen de los
Dolores transparentaba a Zirbanit. La piadosa corrupción de Biblos al
morir Adonis reaparecía en Madrid al morir Cristo; la Semana Santa
fenicia repercutía en España después de veinticuatro siglos”.23 Como si

22
P Gener. Ob. cit., T. I, p. 203.
23
P. Gener. Ob. cit., T. I, p. 205.

71
todo eso no bastara para perturbar a los pueblos en esos neuróticos
siglos, aún hay que reconocer la importancia de otro factor extraordina-
rio, que desde las misteriosas gentes cobrizas de Indias fue llevado a
España y se extendió por las demás naciones blancas de Europa, pene-
trando en sus entrañas y subiéndose a sus cerebros: la sífilis. Esta ma-
lignidad indiana fue en gran parte responsable de aquellos desequilibrios
mentales y religiosos que caracterizaron tal época. Ella produjo no sólo
muchas degeneraciones, locuras y criminalidades, y gran copia de ma-
trimonios míseros y estériles, sino generaciones de criaturas raquíticas y
enfermizas, de sujetos melancólicos, dolientes, agriados de la vida y pa-
tológicamente pobres de ese estado neurótico que constituye el más
fértil campo de las aberraciones místicas.
A esa peste venérea adquirida o hereditaria hay que atribuir no po-
cos desvaríos, visiones, epilepsias y demás trastornos cerebrales, así la
mística diabólica como la celestial. Ya a Cristobal Colón, la sífilis le dio
visiones y creyó que se le había aparecido en persona Jesucristo, para
confortarlo en sus tribulaciones por las perfidias de los Reyes Católicos.
También se atribuye esa enfermedad a los mismos Reyes Católicos, sin
exceptuar a la reina Isabel “primera testa coronada que murió sifilítica”.24
Es presumible, sin irreverencia, que también al galante e intrépido capi-
tán Íñigo López de Recalde, amoroso de la reina Doña Germana de
Foix, la segunda esposa de Fernando el Católico, fuese la sífilis ameri-
cana la causa que primero lo arrastrara a las amarguras del dolor, a la
melancolía meditativa, al éxtasis visionario, a las extravagancias y a la
crisis mental que luego lo elevaron a la santidad con el nombre de Igna-
cio de Loyola. Por Versalius, el gran anatomista y médico del empera-
dor Carlos V, se cree que fue sifilítico25 su real paciente, lo cual, aparte
de su ascendencia de varias reinas locas, ayuda a explicar sus lúgubres
degeneraciones seniles y las de su heredero el rey Felipe II. Otros mo-
narcas de aquellos tiempos fueron también víctimas de la sífilis, que
entonces en Europa era novicia y de terrible morbosidad: Francisco I y
Enrique III, reyes de Francia; Iván el Terrible, zar de Rusia; Enrique
VIII, el hereje y personalísimo rey de Inglaterra; su hijo Eduardo VI y
su hija la católica reina María Estuardo la Sanguinaria; Luis XIV, de
Francia; etc.26 El morbo indiano, con sus implicaciones libidinosas, al-

24
Gonzalo de Reperaz. La tragedia ibérica. Buenos Aires. 1938, p. 134.
25
Nota de H.W. Haggard. Devils, Drugs and Doctors. N. York, 1929, p. 245.
26
Howard W. Haggard. Ob. cit., p. 243.

72
canzó a la corte de los papas. Sifilíticos fueron Alejandro VI y su suce-
sor inmediato; probablemente, también, algunos otros de los regalados y
sensualistas pontífices de aquel siglo. En esa época “la historia fue muy
influida por la sífilis de los gobernantes” dice el profesor Haggard; pero
también tuvo que serlo, por los efectos de esa trastornadora dolencia, en
los pueblos gobernados, ya que ese morbo no fue privilegio de los poten-
tados. Tan difundida fue la sífilis que ya no era vergonzosa y los poetas
la tuvieron por tema de sus canciones.
El influjo de esa peste venérea debió de ser entonces muy intensa y
extensa, atendiendo a la agudísima virulencia que esa infección tuvo
entonces, en aquella iniciación sifilítica de la raza blanca, y a lo rápido y
maligno que fue su contagio por España, Italia y Francia. En no pocas
de aquellas exaltaciones místicas visionarias, eróticas e histéricas de los
santos y santas que en los siglos XVI y XVII España e Italia enviaron al
cielo, bien pudo hallarse un determinante de carácter sifilítico. Quizás
pueda hoy pensarse que el santo Job, quien por su enfermedad epidér-
mica fue patrono de los sifilíticos, debió de lograr, orando y trabajando
con su proverbial paciencia, que aquel terrible y obsceno morbo tortura-
dor de la cristiandad, si nació, como decían los astrólogos, por nefasta
conjunción de los dioses Saturno, Marte y Venus, compensara en algún
modo sus venéreas o diabólicas malignidades facilitando piadosamente
a no pocos mortales el camino de los éxtasis y amores divinos.
Además, los terribles males de la sífilis se extendieron como una
sanción de la divinidad contra los graves pecados de la concupiscencia
y esto añadió un nuevo elemento emocional de terror y desajuste a las
gentes. “El mal venéreo, contagiado de Francia y España, había causa-
do ya numerosas víctimas en todos los sectores de la sociedad de Roma.
No sólo en los desacreditados alrededores del Castillo del Ángel y de los
puentes del Tíber, en torno de los cementerios y detrás de los estableci-
mientos de la ‘Vía dei Banchi’ pululaban, contaminadas del mal vené-
reo, pobres y despreciadas mujeres; también en los salones de las gran-
des cortesanas, adornados con recias alfombras y brocados, cuadros
valiosos y cortinajes con franjas de oro, junto a las mesas enriquecidas
con vasos de plata y cristales de Venecia y jarrones de flores, en los
círculos en que se reunían cardenales, aristócratas, altos comerciantes,
artistas y sabios, empezaban a parecer mentirosos y falaces los diverti-
dos discursos y los cantos al amor libre y a las grandes hetairas. Detrás
de tanto ligero y alegre celebrar y cantar lo erótico, tras todas aquellas

73
fiestas, alegrías y abrazos, se escondía el miedo al contagio. La crónica
de los salones de las hetairas sumaba cada día nuevas víctimas. Si hasta
entonces se nacía mirando a las cortesanas como a reencarnación de
los antiguos ideales de amor, se empezó a huir ahora de las antes tan
veneradas cortesanas. Muchos cardenales del Renacimiento volvían
ahora, atemorizados por el contagio, al pensamiento de que aquellas
vestiduras ricamente adornadas y aquellas zapatillas de terciopelo y
aquellas fajas de colores y aquellas costosas cadenas eran añagazas y
redes de Satanás. Tras el perfume de los guantes, elegantísimos, creían
percibir sospechoso olor a azufre, y camareras, eunucos y esclavas ne-
gras de las grandes cortesanas se convertían, a los ojos de los perplejos
clérigos, en servidores menores del diablo.”27
En estos tiempos actuales se atribuye a la novedad y difusión de la
sífilis la exacerbación de la brujería entre los indígenas de las regiones
costeras del África, más penetrados por los colonos blancos europeos,
quienes además de romperles a los pueblos negros las viejas articulacio-
nes sociales de sus reyes, de sus consejos tribales y de sus sacerdocios,
les han introducido, aparte de otros factores subversivos, la economía
monetaria y jornalera, el alcoholismo y las infecciones venéreas.28 Y es
fácil advertir un paralelismo entre ese estado de violenta y profunda
transculturación de los pueblos africanos, conmovidos por su impacto
con la civilización de los blancos, con el estado mórbido de la
transculturación de las gentes hispánicas en aquel siglo XVI, sacudidas
por choques análogos, debidos al colapso de las tradiciones feudalescas,
las aventuras y riquezas de América, inquietudes heréticas, la economía
apicarada, la infección de las bubas y otros factores desintegrantes.
Otra plaga también oriunda del Nuevo Mundo cayó entonces sobre
España y el resto de la Europa cristiana, la del oro. Fiebre de sífilis y
fiebre de oro. Los ricos metales de América trastornaron en breve toda
la economía europea. Los precios subieron con vértigo y perturbaron
las conciencias. Al duplicarse y triplicarse los precios, muchos ricos de
repente se empobrecieron, y muchos pobres en aventura se hallaron
enriquecidos: al fin, todos fueron desajustados y descontentos. Si era
verdad, como se decía hasta por Agrippa, el creador de la moderna

27
R. Fulup-Miller. El poder y los secretos de los jesuitas, Madrid, 1931, p. 90.
28
Véase M.J. Field. Some new shrines of the Gold Coast and their significance “Áfri-
ca”. Londres, 1940, vol. VIII, num. 2, p. 142.

74
mineralogía, y por Solórzano, el erudito tratadista de Indias, que en las
minas habitaban los demonios y que a éstos se debían los gases mefíticos,
los derrumbes y otros fatídicos accidentes propios de las tenebrosidades
subterráneas, es seguro que de los yacimientos auríferos de los ríos
antillanos y de las vetas de Potosí y de Jauja salieron enjambres de
espíritus maléficos que torturaron terriblemente a las gentes de Europa.
Si el dinero era diabólico y la usura pecado, el oro de Indias fue como
una pólvora de los infiernos que demolió tradicionales jerarquías, alcur-
nias y conciencias. Así, con sífilis y oro se vengaron, de los cristianos
conquistadores, los indios conquistados.
Cual si quisieran excitar aún más las inquietudes de Europa, sus ene-
migos les enviaron otros espíritus que hasta entonces los blancos no
habían conocido, tales como el tabaco, el chocolate y el café. Razón
tuvieron quienes los consideraron como inventos del demonio, a la vez
tentadores de los sentidos y de las mentes. Pero pronto se entremetie-
ron en todas partes, hasta en sacristías y conventos, y los demonios
triunfaron también con ellos y de manera más definitiva, pues por ser
espíritus sin sexo, aquellos estimulantes fueron rectos a las mentes y las
acariciaron, dando más erectilidad a los pensamientos y mejor produc-
ción cerebral a los insomnios.
Hubo pues, un profundísimo desequilibrio psicológico durante esos
siglos, el cual se tradujo en las ya aludidas convulsiones sociales, menta-
les y emotivas, y en muy peculiares fenómenos marginales que tan ca-
racterísticos fueron entonces de España, sus costumbres y su literatura,
como las vidas a la picaresca y las sublimaciones místicas.
Esa concomitancia, típicamente española de esa época, ha intriga-
do a los pensadores, y su interpretación ayudará a comprender el
ambiente hispánico de entonces. Recientemente, se ha querido expli-
car el fenómeno de la novela picaresca española como “un producto
seudoascético”; como “un instrumento de corrección” por medio de
“las confesiones autobiográficas de pecadores escarmentados.” “Los
pícaros en la literatura no son sino escarmientos.” “La novela picares-
ca es un sermón.” Pertenece a la literatura ascética, aunque a una de
sus últimas ramas; la de los ejemplarios de casos desastrados sucedidos
a los pecadores. “En los sermones, la exposición moral alterna con la
descripción de los pecadores, las anécdotas, ejemplos y escarmientos.
La pintura horrenda o burlesca de los vicios, las observaciones natu-
ralistas de la comedia humana y multitud de elementos narrativos,

75
realísimos o imaginados con que el predicador da plasticidad y viveza
a su lección moral. En la novela picaresca alternan los mismos e idén-
ticos elementos y la función de la parte novelesca es la misma e idén-
tica que la que ejerce la parte pintoresca en los sermones. Hay predi-
cador que a veces pinta con tal donosura y humorismo un tipo de
avaro, de jugador, de glotón o de pendenciero, que parece estamos
leyendo un trozo de novela picaresca. Pululan en los sermones boce-
tos satíricos de tipos sociales, como el juez prevaricador, el soldado
insolente, el hidalgo tramposo, el gobernante demandado o la mujer
depravada, que en nada desmerecen de la pluma de un novelista al
estilo de Alemán, Espinel y Quevedo. Y a la recíproca, en la novela
más representativa del género picaresco se encuentran verdaderos
trozos de sermones, páginas que parecen sacadas de un tratado de
ascética cristiana.” “Se preguntaba uno de nuestros críticos literarios
cómo podía explicarse que al lado de una frase de la Sagrada Escritu-
ra, a renglón seguido de una cita patrística o de una severa disertación
teológico-moral, se hallaran escenas pecaminosas, situaciones de es-
cándalo y cuadros lúbricos o escatológicos. Realmente, la convivencia
de tan extraños elementos es desconcertante, y en ninguna de las teo-
rías expuestas sobre la Picaresca ha encontrado explicación. La ex-
plicación está en la paridad de medios que emplean los sermones mo-
rales y las novelas de pícaros y en la comunidad de fines que los autores
de uno y otro género persiguen. Semejante paridad de medios y fines
llega a veces al plagio mismo.”
“Este entronque común de dos cosas tan distintas como la ascéti-
ca y la picaresca tiene, a más de la prueba intencional, fácil de ad-
vertirla en cualquier espíritu crítico, otras pruebas materiales y palma-
rias. Empecemos por recordar que el verdadero creador de la novela
picaresca, Mateo Alemán, escribió una Vida de San Antonio de
Padua; el autor de El gran tacaño publicó Providencia de Dios y
Gobierno de Cristo; Francisco Santos es un cofrado de luz y vela
que no coge la pluma una vez, y la coge muchas, que no se echa de
ver que viene de las Cuarenta Horas; el autor de Alonso, mozo de
muchos años, es también autor de Ejercicios cristianos para la otra
vida; el autor de La Niña de los embustes es el mismo que dio a la
estampa El Sagrario de Valencia; el autor de Marcos de Obregón
es un cura, y el de La Pícara Justina es un fraile. Todos, todos con la
misma pluma que trataban temas religiosos escribían novelas picares-

76
cas. Unos mismos procedimientos, un mismo ideal de vida, un mismo
propósito los movía a escribir.”29
El autor de esta interesante tesis cree que es el movimiento refor-
mista lo que inspira a la novela picaresca, que es una sátira social con un
sentido ético. La picaresca, dice, está en la corriente que inspiró Erasmo
y cita como ejemplo El Lazarillo de Tormes. “Este libro, fruto legítimo
de la savia erasmista, es un azote que serpentea iracundo sobre las
espaldas de la sociedad española del ‘quincuescento’. Ataca la miseria
espiritual de Castilla, engañada por un ciego ladino, que le basta para
sus trapacerías ser algo mas inmoral que sus víctimas. Ataca la miseria
intelectual del clero, ruralizado, avillanado, entregado por hambre en
manos de los enemigos del progreso, plebeyez y avezamiento. Ataca la
monstruosa torre, no de marfil, sino de sordidez secular, en que vivían
encastillados los hidalgos y aristócratas, incapacitados por natura para
mejorar de suerte, puesto que la suerte dependía del nacimiento, y ellos
ya habían nacido en la clase de los mejores. Ataca la indisciplina con-
ventual en aquel fraile inquieto, que rompía él solo más zapatos que el
resto de la comunidad, y en aquel arcipreste de Toledo, regalón,
aseglarado, mundano. Ataca, en fin, el abuso de la credulidad religiosa
del pueblo, el comercio con las cosas santas, la explotación de la igno-
rancia por la superstición y el fanatismo.”30
La simultaneidad y correspondencia de las letras ascéticas y las pi-
carescas es evidente; pero la interpretación no convence. No son lec-
ciones de una misma moral dichas con retóricas distintas. Si los pensa-
dores españoles escribían a la vez en ascetismo y en picardía era porque
esos eran los temas que la curiosidad y el ambiente imponían. La temá-
tica teológica y eclesiástica era la imposición opresiva, la descriptiva
satírica y picaresca era la relajación compensadora. El predicador pin-
taba tipos apicarados con donosura y humorismo para aliviarse, él y su
grey, la sequedad y el sofoco de la ascética. El novelista que escribía
con trama de picardías, entretejía hebras sagradas en ella para hacerse
perdonar el verismo protestante de sus pinturas. Una opresión y un es-
cape. De la opresión eclesiástica de la mente por el terror de lo sobre-
natural, el pensamiento se escapaba por las mismas vías que aquélla le

29
Miguel Merrero. “Nueva interpretación de la novela picaresca”. Revista de Filología
Española. Tomo XXIV. Cuadernos 3 y 4. Madrid, 1940, p.352.
30
Ibídem, p. 358.

77
franqueaba: a la protesta de las inmundas realidades que existían so
capa de fe y santimonia por la exposición satírica y ejemplar; a la místi-
ca liberadora del autoritarismo, por la superación; y a la mística enemiga
de la autoridad, por el reniego. La mística era a manera de una picardía
santa, que al renunciamiento de las mundanidades superfluas unía el
escurrimiento de la disciplina; la picardía era “mística parda”, también
renuncia y evasión. La picaresca era la “mala vida”, la mística era la
anticipación de “la vida buena”; una y otra eran “otra vida”; inconformi-
dad del presente y aventura hacia vida mejor. Escapatorias de la deses-
peración que no quería perder la esperanza, eran las místicas, desde las
ortodoxas de Santa Teresa y San Juan de la Cruz hasta las más extrava-
gantes y atávicas. Ortodoxas unas y heterodoxas otras, todas ellas indi-
cativas de una gran psicosis colectiva y de la intensidad y frecuencia de
los desajustes individuales.
Todas esas místicas producen una grave preocupación a los ecle-
siásticos. Las conmociones de los pueblos se reflejan enseguida en los
místicos. Unos exaltarán a los dioses, otros se desviarán de ellos; unos
profetizarán, otros descubrirán secretos, aquí introducirán nuevos dog-
mas, allí romperán la obediencia. Éstos darán nuevas normas, aquéllas
prescribirán inopinadas prácticas. En las épocas normales los místicos
suelen reflejar el ideario ambiental y rara vez se hacen religiosos, pero
durante las crisis sociales, los místicos con frecuencia reciben de lo alto
ideas también extraordinarias que discrepan de las tradicionales. Así
pudo verse bien en esos siglos XV, XVI, cuando el misticismo español fue
más intenso y desbordado, al compás de las hondísimas sacudidas pro-
ducidas por las guerras, las Américas, las ruinas, las herejías y las
inquisiciones. Los místicos ponían en peligro el poderío y la tradición de
los eclesiásticos. Moviéndose a su albedrío, bajo el impulso celeste, en-
tre la teología intrincada de aquella época de la Iglesia y desembaraza-
dos de la disciplina de su estructura política que exigía como indispensa-
ble la obediencia; los místicos son liberales, los eclesiásticos son
autoritarios. El místico busca la emancipación, la Iglesia el sometimien-
to. El místico sabía por sí dónde estaban las llaves de San Pedro, sin
preguntárselo a este glorioso portero; no necesitaba sacramentos me-
diadores, prestes ni acólitos para descubrirlas, alcanzarlas y hacerles
abrir las cerraduras del portalón celestial; sabían que las buenas obras
eran las que elevaban el espíritu, y con fe conducían a lo alto más que
las ceremonias, los rezos y las externidades sacramentales. “Sabemos

78
aquí de Dios... (que) los sacrificios y las ceremonias exteriores hechas
sin caridad y sin fe no placen a Dios, antes le cansan”, decía el ilumina-
do Arzobispo Carranza. “Las obras de Charidad que se hazen floxamente
no tienen mérito ni valen nada” dijo Cervantes en su Quijote, con frase
que fue tachada por la Inquisición y puesta en el índice expurgatorio.
Eran peligrosísimos aquellos seres iluminados por una “luz interior” que
les venía desde el cielo; los “hacía unos” con el Espíritu Santo, según
decían; recibían los consejos a Dios por la vía directa, por “hablas inte-
riores” como decía Santa Teresa, y sintiéndose en cierto modo
consustanciados con el Amado o embebidos en Él y en su gracia, se
creían impecables y sabios, sin necesidad de la tutela sacerdotal. San
Pedro de Alcántara le aconsejó a Santa Teresa de Jesús que no pregun-
tara las opiniones de los teólogos. “En los consejos evangélicos no hay
que tomar parecer si serán bien seguirlos o no, o si son observables o no,
porque es ramo de infidelidad, porque el consejo de Dios no puede dejar
de ser bueno”.31 Véase con cuánta minuciosidad la Iglesia cuidó de
ahogar las expansiones espirituales de los místicos, de los iluminados o
alumbrados, de las revelanderas, de los visionarios. No se libraron de la
persecución eclesiástica ni los santos. Santa Teresa de Jesús, San Juan
de la Cruz, San Ignacio de Loyola y varios otros que luego fueron cano-
nizados, fueron antes temidos y vigilados por la Iglesia y encarrilados
por los cangilones abiertos de la carreta eclesiástica, más temerosa de
las vías nuevas que de los seculares atascaderos.
Apenas surge un ser favorecido por el don del trato con lo sobrena-
tural en las sociedades simples, su misteriosa potencia le da un sobresa-
liente prestigio y le concede una gran influencia sobre todo el grupo
social. Es un poder. La potencia mística ha sido siempre potencia políti-
ca, así en los pueblos salvajes como en los modernos de Europa, desde
el fetichero del negro australiano hasta Sor Patrocinio en la corte espa-
ñola de Isabel II. Por eso, todo poder taumatúrgico es peligroso. O triunfa
y se hace dominador y gobierna, o es vencido, acaso temido pero siem-
pre vilipendiado.
Por las causas ya expuestas, fueron también características de esa
época del Renacimiento las grandes epidemias psíquicas. Ya en el oca-
so de la Edad Media hubo epidemias psicopáticas. Son del histérico
siglo XIV las herejías bailantes, a las cuales ya hemos aludido. Se bailaba

31
Escritos de Santa Teresa. T. 1, p.551.

79
hasta en las iglesias durante los oficios divinos y en las fiestas grotescas
de los Inocentes y de los Locos. Fue la época de la danza macabra, la
Danza de la Muerte, representada en las artes plásticas, en los ritos
eclesiásticos, en las letras y en el folklore. De entonces fue la danza de
San Vito, que bailaban los posesos durante la peregrinación al santuario
de aquel santo, terror de los diablos. Pero las epidemias de brujas y
energúmenos no se dieron en la Edad Media. La mística no se había
exaltado con la tortura y la histeria tenía otros derivaderos.
La Iglesia se valió pronto del sistema de los demonios tentadores y
de sus penas infernales como base para imponer la disciplina moral a las
gentes. Lecky ha estudiado el sentido filosófico y político de esa doctri-
na eclesiástica.32 “El principal objetivo de los filósofos paganos era di-
sipar los terrores que la imaginación había creado alrededor de la muer-
te, y destruyendo esta última causa de temor, asegurar la libertad del
hombre. El principal objetivo de los sacerdotes católicos ha sido hacer la
muerte en sí misma tan repugnante y aterradora como fuera posible, y
presentar como irremediable el escapar a sus terrores, excepto por el
sentimiento a sus mandatos, convertidos en instrumentos de gobierno.
Aumentando las figuras de esqueletos danzantes y otras imágenes
sepulcrales representando lo repugnante de la muerte sin reposo; susti-
tuyendo la inhumación por la incineración y concentrando la imagina-
ción en la palidez de la pudrición; y sobre todo, poblando el mundo invi-
sible de fantasmas demoníacos y agudísimas torturas, la Iglesia Católica
logró hacer de la muerte en sí misma algo indeciblemente terrible, pre-
parando así a los hombres para los consuelos que podían ofrecerles”.
“Al igual que esas madres que gobiernan a sus hijos persuadiéndoles
que la obscuridad está llena de espectros que se apoderan de los des-
obedientes, y que frecuentemente logran crear una asociación de ideas
de las que el hombre adulto no logra desprenderse, los sacerdotes cató-
licos resolvieron basar su poder sobre los nervios; y como desde largo
tiempo ejercían una absoluta dirección sobre la educación, literatura y
arte, lograron anular completamente las enseñanzas de la antigua filoso-
fía, convirtiendo durante siglos los terrores de la muerte en una pesadilla
de la imaginación.”... “Agitar las mentes de los hombres con el terror
religioso, llenar el mundo desconocido con las repugnantes imágenes de
los sufrientes, gobernar la razón alarmando la imaginación, fue a los ojos

32
Ob. cit. I, p. 210.

80
del mundo pagano uno de los crímenes más repugnantes. Esos temores
fueron para los antiguos el verdadero signo de la superstición, y su des-
trucción fue el principal objetivo tanto de los Epicúreos como de los
Estoicos. Es fácil de percibir que a hombres influidos de tales sentimien-
tos habían de serles odiosos los maestros religiosos que sostenían que
una eternidad de torturas estaba reservada a la entera raza humana que
entonces existía en el mundo, más allá de los límites de su propia comu-
nidad, y que habían hecho de la afirmación de esta doctrina uno de los
principales instrumentos de buen éxito. Entre los primeros teólogos te-
nía mucha menos importancia la investigación que la creencia, y recu-
rrían más al medio que a la razón. En filosofía el sistema más compren-
sivo es naturalmente el más fuerte, pero en teología el más fuerte es el
más intolerante. Para débiles mujeres, para los jóvenes, los ignorantes,
los tímidos, para todos, en una palabra, que dudaban de su propio juicio,
la doctrina de exclusiva salvación debió atraerles con gran fuerza; y,
como ninguna otra religión la profesaba, proporcionó a la Iglesia una
invaluable ventaja para atraer a las multitudes. A esta doctrina podemos
también atribuir, en gran parte, la agonía de terror que frecuentemente
sufrió el apóstata, que podía evitar en su carne la tortura presente, pero
que estaba convencido que la debilidad que no había sido capaz de evi-
tar sería expiada en una eternidad de tormentos. A la indignación produ-
cida por semejante enseñanza fue probablemente debida una ley de
Marco Aurelio, que decretaba que “Quien quiera que haga algo para
debilitar la mente de cualquiera aterrorizándolo por supersticioso temor,
será desterrado a una isla”.
Aquel aparato penitenciario de ultratumba tan lleno de horrorosos
castigos, dice Lecky,33 aun cuando ahora despiertan en el hombre edu-
cado un sentimiento mezclado de disgusto, fastidio y desprecio, durante
muchas centurias logró crear un grado de pánico y miseria del que hoy
podemos escasamente darnos cuenta. Con la excepción del hereje
Pelagio, cuyo noble genio, anticipándose a los descubrimientos de la
ciencia moderna, había repudiado la noción teológica de la muerte intro-
ducida en el mundo debido al acto de Adán, era universalmente mante-
nido entre los cristianos que todas las formas de sufrimiento que se
manifiestan en la tierra eran imposiciones de penas. Se creía próximo el
fin del mundo. Las mentes de los hombres estaban llenas con las visio-

33
Ob. cit. II, p. 223 a 225.

81
nes de próximas catástrofes, y calculadamente se hacían circular leyen-
das de visibles demonios. Era costumbre entonces, como todavía lo es
ahora, que los sacerdotes católicos perturbaran la imaginación de los
niños con descripciones de horribles acontecimientos futuros, imprimiendo
sobre las vírgenes mentes atroces imágenes que aquéllos confiaban,
no sin motivo, que serían indelebles. En momentos de debilidad y en-
fermedad su sobreexcitada fantasía parecía ver seres horribles mo-
viéndose alrededor, y al infierno mismo abierto dispuesto a recibir su
víctima”... “Es, ciertamente, una de las cosas más curiosas en la his-
toria moral, observar cómo hombres sinceramente indignados con los
escritores paganos por atribuir a sus divinidades la debilidad de oca-
sionar encelamiento o sensualidad —por representarlos, en una pala-
bra, igual a seres humanos de mezclados caracteres y pasiones—, sin
embargo han atribuido sin escrúpulo a su propia Divinidad un grado de
crueldad que con certeza puede decirse que sobrepasa la mayor bar-
barie de que pueda ser capaz la naturaleza humana. Ni Nerón ni Fala-
ris podrían contemplar complacientes cómo millones de seres sufrían
eternamente la tortura del fuego, muchos de ellos por un crimen que
había sido cometido, no por ellos, sino por sus antecesores, o porque
hubieran adoptado una conclusión equivocada en intrincadas cuestio-
nes de historia o metafísica.”34
Con este sistema de terríficas sanciones ultramundanas la Iglesia
quería imponer su disciplina ética y política; pero jamás fueron aquéllas
suficientes para el gobierno de las gentes, y en los casos peligrosos se
acudió siempre a las penas terrenales como más eficaces y ejemplares.
En la Edad Media, la Iglesia, confiada en su fuerza, no se preocupaba
mucho de las esporádicas expresiones del demonismo. Si San Pablo dijo
a los [ilegible] que eran convenientes los herejes, la Iglesia pensó que
las travesuras de los diablos y las brujas, por peligrosas que fueren a los
fieles en particular, no le harían mella a la estructura eclesiástica, antes
al contrario, le daban otra razón de ser y más fuerza social a su ministe-
rio; de la misma manera que los incendios efectivos son la base del
negocio de las compañías aseguradoras, cuya función es evitarlos y
resarcir sus dañosas consecuencias. Pero al ir declinando la Edad Me-
dia ya la Iglesia tiene miedo. Cae la edad cuando la Iglesia envejece y
surgen las herejías militantes y rebeldes que quieren arruinarla y suce-
derla. Sucedió lo que siempre las crisis religiosas cuando luchan dos

34
Ibídem.

82
sacerdocios por el monopolio del comercio divino. Cada sacerdocio ta-
cha al otro de réprobo, inspirado por los espíritus malignos, y de hechi-
cero, capaz de producir fenómenos inusitados pero diabólicos y malévo-
los. Así como los negros congos dicen que los clérigos católicos son los
brujos de los blancos, y los pueblos clásicos acusaron a Jesús Cristo y a
los cristianos de ser hechiceros, también los sacerdotes católicos tacha-
ron a sus rivales de ser potentes magos y peligrosos conjuradores por
sus pactos con los demonios. Brujos temibles y aliados de los diablos
fueron, según los católicos, los herejes, los judíos, los moriscos, y, más
tarde, los luteranos y los rusos ortodoxos. Los jesuitas fueron tenidos en
sus inicios por diabólicos y la Inquisición los apretó. Los masones, hasta
no hace mucho, eran calificados por los clericales como Tropa diabóli-
ca, conjuradores de Satanás y conocedores de magias y hechizos, y
esta opinión no se ha disipado en los países de dominación clerical, don-
de los francmasones son exterminados por el [] ad majorem Dei glo-
ria. Los masones, hasta no hace mucho, eran considerados por los cle-
ricales como conjuradores del demonio, temibles como magos. “Hace
pocos años un autor polaco apellidado Grabowski escribió un trabajo
sobre los masones, en el cual considera a la patria de la masonería,
Escocia, como un país de hechiceros y a los masones mismos como
personas que sirven a una cabra. En 1935, un sabio polaco, Casimiro
Morawski, publicó un libro titulado ‘Fuente de la partición de Polonia’,
en el cual los masones son descritos como una gavilla de individuos que
se ocupan de la magia, la alquimia, la conjuración de demonios, habien-
do sido ellos los que, en su hostilidad al catolicismo, dieron lugar a que se
produjera la desaparición de Polonia”.35 Así, pues, por los siglos XIV, XV,
XVI y XVII, a medida que la Teocracia se veía asaltada por nuevos enemi-
gos, iban saltando del averno los demonios, no ya como bufones, con la
sonriente y traviesa picardía de antes, sino con la más temible de sus
perfidias y las más terrorífica de sus actitudes. La demencia senil del
teócrata ve demonios en todas partes.
Cuando las grandes herejías del Renacimiento, la Iglesia se alarma
contra los endemoniados, los brujos y los hechiceros; se siente amena-
zada e insegura y entonces los declara reos de lesa majestad divina,
tanto o más peligrosos que los reos de lesa majestad regia y a una y
otros los castiga con igual rigor positivo y mundano y mediante procesos

35
Matías Mieses. Los heterodoxos como hechiceros. Judaica. Buenos Aires, enero de
1941. año IX. No. 91, p. 40.

83
igualmente extraordinarios por jueces que en la tierra pretenderán anti-
ciparse a la justicia de Dios. Al ir cayendo la Edad Media, las herejías,
las místicas y las convulsiones sociales ponen en peligro el poder social
del clero; hay que acudir a las más enérgicas reacciones. El eclesiástico
se une estrechamente al rey contra los amenazadores enemigos de su
poderío, y toda la autoridad se concentrará en el absolutismo combinado
de la Iglesia y del rey. Astucia y fuerza. Hay que acabar con la demo-
cracia creciente. Hay que ir debilitando las Cortes y sus estamentos
hasta destruirlos. Hay que dominar a los nobles díscolos y guerreros,
que ya no tienen tierras de infieles que conquistar; hay que acabar, no
sólo con los herejes sino con la brujería judaica, que tiene en sus manos
el comercio intelectual, contra la banca papista; hay que supeditar a la
burguesía cristiana y comunera de las ciudades, que se yergue y recla-
ma derechos; hay que destruir a los moriscos, que son los dueños de la
agricultura; hay que suprimir las disidencias, las indisciplinas y los libros
y las escuelas que las provoquen.
Entonces se acude al terrorismo civil, militar y religioso. Todo un
sistema de crueles penas, así las terrenales como las eternas, se movili-
za contra los rebeldes. Reyes, clérigos, soldados y verdugos trabajan de
consuno en acrecentar el “santo temor de Dios”, con el temor de las
brutalidades. Movidos por el sistemático y acrecido terrorismo religioso,
se reforman viejas instituciones para más ejercitarlo; se crean nuevos
órganos para apresar las conciencias; se exaltan todas las peripecias
místicas que, demostrando la presencia activa de lo sobrenatural, dan a
la clerecía una más eficaz intervención en la vida cotidiana y un nuevo
prestigio a su autoridad, administradora de los terrores espirituales, así
para desatarlos como para eludirlos. Para eso en España se reaviva,
fortalece y nacionaliza la Santa Inquisición, que expulsa, persigue y mata
herejes, judíos y moriscos y exalta la creencia en los demonios, en las
brujas y en los hechiceros. La misma que luego condenará a los contra-
bandistas del monopolio del fisco y a los liberales, contrabandistas del
monopolio eclesiástico, y contradictores de los enriquecimientos y privi-
legios parasitarios del clero. Las creencias y sugestiones se exaltan y la
clerecía aumenta su número, su parasitismo y su agresividad.
La civilización europea, al aproximarse entonces a la era del progre-
so científico, entra en la época de más cruel terrorismo contra el pensa-
miento que se rebela y quiere independizarse. Cuando en la alborada del
siglo XVI comenzó a difundirse el uso de la desedificante imprenta por el

84
mundo católico, el “desedificante” papa Alejandro VI estableció la pre-
via censura clerical para todo impreso. Por su bula Inter Multiplices,
dicho papa conminó bajo penas pecuniarias y de excomunión late
sententias a los impresores para que no imprimieran libros, tratados ni
cualquier otra clase de escritos, sin la previa licencia de la respectiva
autoridad episcopal. Dicha censura previa se estableció expresamente
para evitar la impresión de cosas “contrarias a la fe ortodoxa, impías o
que contuvieran escándalo”; pero todo libro o escrito antes de ser im-
preso, cualquiera que fuese su índole tenía que ser sometido a censura y
sin distinguir quién fuese su autor, aunque este fuese un judío. La licen-
cia previa no era, pues, necesaria solamente para los libros referentes “al
dogma y a la moral” sino inequívocamente para todos los libros, tractatus,
aut scripturas qualescumque imprimere aut imprimir facere quoquo
modo presumant”, sin distinción alguna. Por ejemplo, un libro de ajedrez,
de agricultura o de cetrería, debía ser sometido a la censura previa por su
impresor, para que los censores autorizaran su impresión si en su texto no
hablaban nada que fuese heterodoxo, impío o motivo de escándalo. En-
tonces la censura previa fue, como hoy pudiera decirse, totalitaria. El
papa Alejandro VI se extendió hasta exigir que los obispos hicieran exa-
minar los libros que impresores ya hubiesen publicado con anterioridad y
que echaran al fuego todos los que creyeran perniciosos. La censura
previa, que Alejandro VI estableció para los electorados arzobispales de
Colonia, Tréveris, Maguncia y Magdeburgo, pronto se extendió por el
orbe católico. Los Reyes Católicos la establecieron el año 1502 en sus
reinos, y el papa León X en 1515 la llevó a toda la cristiandad.
Aún eso no basta. El siglo XVI sufre una guerra de pueblos, reyes y
religiones. El terrorismo sanguinario de la Inquisición es insuficiente.
Cunden las herejías, se difunde más la imprenta, se multiplican los libros,
el saber se emancipa de los conventos, los textos sagrados ya están a la
vista de todos, los jurisconsultos se valen del renacimiento romanista
para regatearle potestades a la Iglesia, los reyes se aferran a sus rega-
lías y patronatos y se irrogan intervenciones en el fisco y en los nombra-
mientos eclesiásticos. Unos monarcas se emancipan de la Iglesia como
protestantes; otros muy católicos y sin protestar, saquean a Roma, pren-
den al papa y lo amenazan con más saqueos y con cismas..... La clere-
cía está corrompida y clamando por su reforma. El papado cae en ma-
nos de pontífices indignos y llenos de oprobio. Las conciencias van
perdiendo la fe y la sumisión a la autoridad eclesiástica.

85
La obra terrorista de la Santa Inquisición se completará con la de la
Compañía de Jesús. Los compañeros de Loyola no serán inquisidores,
pero darán a la Inquisición los manuales más espantosos y detallados
para la eficacia de su ministerio. Y si no entrarán en aquellos tribunales,
constituirán su policía más cautelosa, activa y sagaz, contribuyendo al
terrorismo de nervios que acongoja aquellos siglos. Ellos participarán de
la mística visionaria con su fundador y con algún otro de sus compañe-
ros de aquel siglo. También Ignacio de Loyola y los suyos tendrán entre-
vistas con seres celestiales y con demonios, y, como los inquisidores,
avivarán las experiencias del sobrenaturalismo y extenderán sus aplica-
ciones políticas. Cuando se persigue al brujo es sólo a éste a quien se
quiere exterminar por sus crímenes; pero no negar la brujería. Los
inquisidores que combaten a los endemoniados y a los brujos son los
mismos que persiguen también a los incrédulos que se atrevan a dudar
de la existencia de aquello. Las brujas confesas y quienes niegan su
realidad van juntos a las mazmorras del Santo Oficio como reos de un
mismo crimen contra la fe, como culpables de una misma herejía. Los
jesuitas, por medio de voluminosos, eruditos y fantásticos tratados de
demonología como los de los P.P. Martín del Río, Santalla y otros varios,
fortalecerán las doctrinas eclesiásticas para sostener la credulidad po-
pular en demonios, posesos, brujas, hechiceros y magos, alcanzando los
extremos más bárbaros y grotescos, jamás logrados desde los días de
Babilonia.
Los jesuitas serán muy enérgicos para combatir a los demonios don-
de ellos los ven; pero, al mismo tiempo, mediante la práctica de los
Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola y otras enseñanzas, real-
zarán el entonces decadente prestigio de los diablos, donde ellos dicen
que están. Para esto atizarán las fogatas del infierno con nuevos res-
plandores de modo que en las sugestiones ilusas todos los sentidos ex-
perimenten sus horribles amenazas como realidades aterradoras para
toda personalidad díscola y apartada de la grey.
La canonización de Santa Teresa y la beatificación de San Pedro de
Alcántara en 1622 que consagraron hasta la santidad el misticismo, pro-
dujeron un mayor incremento de las místicas exaltaciones así por la
ortodoxia eclesiástica como por las desviaciones heréticas. La misma
Reforma, que significó un progreso peligroso en varios sentidos, tam-
bién acrecentó por su parte la fe en los demonios y brujas. En esos
siglos toda España vivió en trato continuo con los entes sobrenaturales y

86
esotéricos. Dioses, santos, ángeles, demonios, brujas, hechiceros,
energúmenos, fantasmas, estantiguas, espectros y duendes acompaña-
ban a los mortales en sus peripecias cotidianas. Se vivía en continua
magia, con la cabeza a menudo fuera de este mundo y buscando en otro
los alientos de la sobrenaturalidad, como hacen los careyes de nuestros
mares que han de salir del agua y respirar aire en lo alto para poder
vivir. Se vivía entre nubes de teología, en esa actitud perennemente
poética y simbolista de los pueblos primitivos que Levy-Bruhl con error
llamó prelógica. “Todo español era teólogo entonces”, decía Menéndez
y Pelayo; y por teólogo era también poeta y demonólogo y tenía a los
diablos y a los arcángeles, y a las hadas, como personajes siempre pre-
sentes, aunque invisibles en la vida cotidiana y actuantes en ella para
dicha o para daño y perdición de los mortales. Todos eran teólogos,
todos eran poetas, todos eran neuróticos. También aquí pudiera decirse,
como en el refrán, que “tras de la cruz está el diablo”; cuando el fervor
religioso se exalta, siempre se dan, como un reverso contra un anverso,
los dos aspectos, favorable y desfavorable, en la experiencia de la
sacralidad. En la mística española hubo sublimaciones del amor a lo
santo y relajaciones de sacra picaresca, así como la zarabanda, la cha-
cona y otros sones mulatos llevados de las Indias se cantaron y bailaron
a lo hampesco y a lo divino. Particularmente entre las mujeres, y aun en
los conventos de monjas, los éxtasis, las revelaciones y demás ataques
de misticismo angelical, diabólico o ninfomaníaco eran episodios fre-
cuentes que por contagio psíquico se multiplicaban en epidemias. Y las
trapacerías simuladoras de los misticones frailunos y monjiles, inspira-
das por la lubricidad o por la petulancia, aumentaban más la creencia en
las potencias ultramundanas y en su constante, directa y personal inter-
vención en las cosas de esta tierra.
Ese ambiente de honda crisis social, de exaltación teológica y de
obstinado terrorismo eclesiástico fue el más propicio para los demonios
y las brujas. Había una neurosis general y en ella podían plasmarse
fácilmente las sugestiones. Al fin, el endemoniamiento y la brujería son
fenómenos sociales tanto como individuales. Y en el ambiente social
hallan su origen y sus medios de existir.
Los eclesiásticos reconocían cinco causas del endemoniamiento: 1)
por entrega del infeliz energúmeno al diablo hecho desde la infancia por
sus padres o sus vecinos, como si fuese la venta de un niño para ser
esclavo espiritual; 2) por castigo providencial de los pecados propios; 3)

87
por castigo común del pecado original; 4) para prueba de los pecadores;
5) para demostración de la potencia divina y de sus instituciones. Las
mismas causas podían alegarse para las apariciones de dichos entes
sobrenaturales, que en rigor no eran sino una manifestación del mismo
complejo fenómeno que ocasionaba la posesión del energúmeno. Unos
sentían el demonio dentro de sí, otros lo veían fuera de sí; pero en uno y
otro caso se trataba de una misma y fundamental neurosis. También
podía decirse algo análogo de los orígenes de los arrobamientos místicos
y de las alucinaciones o apariciones de seres celestiales. A veces pro-
cedían para castigo de los pecadores y en otras para su espiritual edifi-
cación y mayor gloria de Cristo y de su Iglesia.
Tan complejos y desconcertantes han sido siempre estos fenómenos
que los teólogos convenían que no pocas de esas apariciones de Cristo,
de la Virgen y de algunos santos eran artilugio de Lucifer para engañar
y perder a los clérigos, devotos pero fatuos y tentados de vanidad. Lo
aclaraba bien, con ejemplos históricos, el P. Ribadeneira: Un santo de
los Padres antiguos, apareciéndole el demonio en figura de Cristo, y
diciéndole que venía para que le viese y adorase, respondió “Mirad a
quien os envían; que yo no merezco ver en esta vida a Jesucristo.” Y
con esta humildad desapareció el demonio.36 Otro Santo Padre, en otra
semejante visión, cerró los ojos y dijo:37 “No quiero yo ver a Cristo en
esta vida; plegue a Él que le merezca ver en la otra.” Y con esto quedó
el demonio burlado. El glorioso San Martín, apareciéndole el demonio en
figura de Cristo, conoció que era Satanás, porque venía con mucho apa-
rato, y no con modestia y humildad, que como lo he dicho, es el peso
verdadero de esta moneda, y señal de ser obra de Dios, el cual ama y se
comunica a los humildes;38 que la soberbia, como dice San Agustín,
merece ser engañada.39 Razones son éstas, de índole teológica, que
dejamos al criterio del lector, prefiriendo apuntarle aquí otras causas de
los endemoniamientos y trances místicos que son de orden más positivo.

36
In vitis patrum., p.2.
37
Paladio en la Hist. de los Santos Padres.
38
Sulpicio, en la Vida de San Martín.
39
Pedro de Ribadeneira. Tratado de la tribulación. Madrid, 1911, p. 277.

88
III

Sumario. Los demonios prefieren a las mujeres.- Los santos también.-


Energúmenos y brujas son tipos de sociedad. El sexo fue la obsesión
de la Iglesia. Teología misógina. La suciedad del cuerpo es la pulcri-
tud del alma.- Crueldad con las madres.- Bautizos con jeringa.

Pasemos a tratar los fenómenos más característicos del demonismo.


Comencemos por el energúmeno y sigamos luego por la bruja. Am-
bos son tipos de sociedad hijos del trato entre los seres humanos y los
demonios.
El endemoniamiento es un fenómeno bilateral, aun prescindiendo del
demonio; puede decirse, como de todo acto religioso, que es esencial-
mente social. Para la bajada del espíritu han de coincidir la autosugestión
propia con la sugestión externa movida por un estímulo colectivo. Este
fenómeno se observa bien en los bembés y demás toques rituales de la
santería afrocubana.1 La “bajada del santo”, equivalente al endemonia-
miento de los católicos, no ocurre en la soledad individual sino en la
comunión de los creyentes en los sacros ritos. Otra parte, el exorcismo,
o sea, el cese de la posesión por artificio ritual, es un acto de posesión al
revés, es una sugestión negativa, una “desposesión”, la cual requiere
iguales requisitos generativos que los del mismo accidente que se quiere
destruir; y por eso es también un fenómeno esencialmente bilateral, de
una receptividad por parte del poseso sugestionable y de una autoridad
impresiva proveniente de un sugestionador individual o colectivo.
Por ese germen social de las posesiones diabólicas, en ellas hay poco
de personalísimo y singular; todas ellas son análogas y casi iguales. Los
tratadistas comprueban la gran uniformidad de todas ellas como si fue-
1
(Sobre la interpretación que Fernando Ortiz le confiere al término santería afrocubana,
se pueden consultar su libro Los negros brujos(1906) y el artículo “Brujeros o
santeros”, publicado en la revista Estudios Afrocubanos. La Habana, Vol. III, No 1-4,
1939.)

89
ran imitaciones unas de otras. Su lectura es cansada por la monotonía
de sus episodios y detalles, tomados de ese común yacimiento folklórico
y social fijado por la conciencia religiosa. Por eso, también, el
endemoniamiento es contagioso, se basa en la firme creencia del carác-
ter diabólico de la posesión por parte de los circunstantes y en los estre-
chos nexos sociales que unen a éstos en una misma conciencia colecti-
va y en igual sugestionabilidad imitativa por unos mismos móviles.
La creencia en los demonios y en el posible trato con ellos ha sido
general y no meramente reducida al vulgo ignorante. Los pactos con el
diablo fueron creídos y practicados con fe por altos personajes de los
siglos pretéritos. Pero los endemoniamientos fueron, por lo general, cosa
de gente vulgarota. Los vocablos energúmeno, bruto e imbécil aún con-
servan cierta sinonimia. Los posesos son siempre gentes incultas; tam-
bién solían serlo los exorcistas. Ya Orígenes lo advertía en los exorcismos
de los primeros tiempos cristianos. Muchos siglos después, el P. Feijoo
en su Teatro Crítico escribirá: “Rarísima vez se ve (yo nunca lo vi), que
algún sujeto, ni regular ni secular, de aquellos que son venerados en los
pueblos por su virtud y doctrina, se apliquen habitualmente a exorcizar;
¿de qué depende esto?... ¿No ejercerán con más acierto este sagrado
ministerio unos hombres que juntan a una conocida virtud, una sobresa-
liente doctrina, que unos presbíteros e idiotas cuya librería se compone
únicamente de Lárraga y de dos o tres libros de exorcismos?”En los
mismos teólogos que son autoridades en exorcismos, todo su artificio y
erudición, aun cuando se les quiera calificar de sabios, no son sino encu-
brimiento literario, y en cierto sentido poético, de una rica ingenuidad,
inculta, y en los niveles filosóficos de la mitología bárbara. Los trances
místicos, así los endemoniamientos como los arrobos celestiales, fueron
siempre más abundantes entre las mujeres que entre los hombres. Por
cada hombre endemoniado hay cien mujeres posesas de los demonios,2
decía el P. Feijoo en el siglo XVIII. Y esto tenía que intrigar a los teólogos.
La preferencia de los númenes buenos y malos por las mujeres necesi-
taba una explicación.
Fray Bartolomé de las Casas trató de dar un resumen de las causas
que atraían los demonios a las mujeres, en su Apologética Historia de
las Indias: “Y porque para matar niños no se pueden así los hombres
amañar como las mujeres, mayormente parteras, por eso siempre los

2
P. Feijoo. Teatro Crítico.

90
demonios acometen y engañan más por la mayor parte a la mujer que a
los hombres, y así mayor número suele haber siempre de magas y he-
chiceras que de hombres, y ésta es una causa de muchas, y añádense
más; la segunda porque se atreven los demonios a inficionar con estas
supersticiones más las mujeres que los hombres es porque son más
fáciles de creer, lo cual procuran y quieren mucho los demonios, porque
creyéndoles sus falacias tienen hecho su juego. Esto parece en la tenta-
ción y engaño que hizo a Eva, que por creer fácilmente, se perdió. La
tercera es porque por la flaqueza de su complixión son las mujeres más
fáciles de recibir las impresiones de los espíritus malignos, haciéndoles
entender que son divinas inspiraciones y revelaciones. La cuarta, por-
que más que los hombres son amigas y más curiosas de saber las cosas
por venir. La quinta, porque más fácilmente que los hombres suelen
soltar las lenguas y no guardar secreto, sino comunicar con sus amigas
y vecinas las cosas nuevas, y para corromper a otras con las supersti-
ciones que usan, más prestas, y esto es lo que los demonios mucho
quieren.”3
Advertía el P. Feijoo que “en el evangelio hay más hombres endemo-
niados, ahora, hay más mujeres con los demonios en el cuerpo”.4 Feijoo
trataba de explicarlo diciendo que aquellos posesos eran verdaderos y
los del siglo XVIII no. Por esta vía de la falsedad, las posesiones sobrena-
turales auténticas quedaban reducidas a un número exiguo; y, además,
por la misma razón de la falsía se podía explicar su preponderancia
entre las mujeres. Las escenas místicas no eran verdaderas; si se ob-
servan más en las mujeres es porque en éstas es más fácil el fingimiento
por malicia y por ilusión.
Un moderno profesor de teología moral trata de dar una explicación
más aceptable. “¿No es extraño que casi todo esto suceda con muje-
res?” escribe el P. José Mach.5 El teólogo acude a los factores femeni-
nos. A la mayor malignidad, primero, que el jesuita atribuye a las muje-
res. Este padre se apoya nada menos que en la Biblia:
“¡Ah! nos dice el Sabio: Brevis omnis malitia super malitiam
mulieris,6 toda malicia y perversidad es pequeña en comparación de la

3
Fray Bartolomé de las Casas. Apologética Historia de las Indias. Cap. XC, p.235.
4
P. Feijoo. Ob. cit.
5
P. Mach . Tesoro del Sacerdote. Barcelona, 1863, p. 644.
6
Eccl, XXV, 26.

91
perversidad de la mujer. ¡Ay! es tanta, que al mismo Salomón pervirtie-
ron a pesar de su portentosa sabiduría.” La mujer es instrumentum
diabolí, había dicho ya San Pablo. Y también San Cipriano. Tertuliano
pensó que las mujeres debían ir siempre de luto y con cenizas en la
cabeza, con lágrimas de remordimiento para hacernos olvidar su mal-
dad en el destino del hombre. “Mujer, tú eres la puerta del Infierno”,
decía aquel teólogo misógino. La mujer fue representada como la ma-
dre de todos los males humanos. Debía avergonzarse de ser mujer. Debía
vivir en continua penitencia, por las maldiciones que había desencade-
nado sobre el mundo. Debía avergonzarse de su vestido, que recordaba
su caída. Debía especialmente avergonzarse de su belleza, por ser el
más potente instrumento del demonio. La belleza física fue desde luego
el perpetuo tema de las denuncias eclesiásticas, aunque se hizo una
singular excepción; pues se ha observado que en la Edad Media la be-
lleza personal de los obispos fue puesta en evidencia en sus tumbas. Se
llegó hasta a prohibir, por un Concilio del siglo VI, que las mujeres, por su
impureza, recibieran la Eucaristía en sus manos desnudas. Fue conti-
nuamente mantenida su posición subordinada.”7
Muchos siglos después, un poeta, Sully-Prudhomme,8 creyó que las
trigueñas eran creación del diablo y las rubias de Dios; pero estaba
equivocado. No hay excepciones. El P. Mach es bastante explícito; “¿Y
cuántas han simulado no solo lágrimas y tristezas, sino males, acciden-
tes, desmayos, vejaciones y golpes del demonio, hasta suponer que éste
despedaza su cuerpo, y presentar la carne que fingían haberlas arranca-
do el enemigo, sólo por el gusto de que un sacerdote se ocupase de ellas,
las consolase, aliviase, y acariciase en sus mentidas tribulaciones y tra-
bajos? ¿Y una vez concebido el diabólico proyecto de precipitar a un
sacerdote en el pecado, qué no imaginan?, ¿qué no hacen? Y a veces
no por gusto que encuentren en pecar, sino por poderse gloriar de haber
hecho caer a un ministro del Señor en el pecado.”
El P. Mach no está sólo en tener mala opinión de las mujeres; aún
parece constante en los confesores modernos ese criterio despectivo de
lo cual podrían advertirse numerosos testimonios. Baste uno más, el del
P. Alejandro Ciollí,9 muy conocido en los seminarios de lengua hispánica

7
Lecky. Ob. cit. T. II, p. 238.
8
Sully-Prudhomme. Les Filles du Diable-1866.
9
P. Alejandro Ciollí. Directorio práctico del confeso. Barcelona, 1913, p. 160.

92
por su Directorio práctico del confesor, aumentado por el jesuita P.
Jaime Pons. Dice así: “muchas de las contingencias espirituales son
obra... del demonio... para engañar las almas y llevarlas a la perdición.”
“Esto”, añade aquel autor, “sucede especialmente a las mujeres, ya
por su sensibilidad excesiva, ya por la vanidad que les es propia, ya por
su ligereza natural, más accesible al engaño.”10 “Algunos exagerados,
añade ese texto, pretenden que “hayan de rechazarse como falsas y
engañosas toda clase de revelaciones de mujeres”, pero basta reco-
mendar, “solamente que el director sea muy cauto y proceda con mucha
circunspección en examinarlas.”
Según el moralista: “.....menos (debe) darse crédito fácilmente a las
revelaciones de mujeres, cuyo sexo, cuanto es más débil, es más fácil
de sufrir engaño. Sin hablar de las hipócritas y maliciosas, que por atraerse
la estimación y el afecto de su director le van contando lo que quizás ni
han soñado, hay que advertir que muchas de ellas son ardientes en sus
deseos, de viva imaginación; por lo que parece ver y oír lo que desean,
y sueñan con los ojos abiertos”.11
Este argumento da la mayor tendencia imaginativa de la mujer, ya
las mismas monjas lo alegaban. La doctora carmelitana SANTA TE-
RESA DE JESÚS al referir varios casos de monjas ilusas escribía: “TÉN-
GASE AVISO que la flaqueza natural es muy flaca, especial en las mu-
jeres; y en este camino de oración se muestra más; y así es menester no
pensemos luego es cosa de visión. Adonde hay algo de melancolía, es
menester mucho más aviso; porque cosas han venido a mí de estos
antojos que me han espantado: ¿cómo es posible que tan verdadera-
mente lo parezca que ven lo que no ven?”12 La V.M. Catalina de Jesús,
que se decía inspirada por Santa Teresa, quien para eso bajó del cielo
según cuenta el P. José Mach,13 le reprobó al provincial de su orden P.
Jerónimo Gracián, su afanosa búsqueda de visiones y revelaciones en
las monjas: “Que no se escriba cosa, dice, que sea revelación ni se haga
caso; porque “aunque es cierto que muchas son verdaderas, pero se
sabe también que muchas son mentiras”, y es cosa muy peligrosa por
muchas razones. La primera, que cuando más tenemos de este modo,

10
Ob. cit., p. 349.
11
Ob. cit., p. 360.
12
Curiosidades de Mística parda. Madrid 1897, p. 45.
13
P. José Mach. Tesoro del Sacerdote. Barcelona 1863, p.646.

93
más nos desviamos de la fe, cuya luz es más cierta que cuantas revela-
ciones hay. La segunda, que los hombres son muy amigos de esta ma-
nera de espíritu, y fácilmente santifican el alma que lo tiene, y es negar
el orden establecido de Dios para la justificación del alma, el cual es por
medio de las virtudes y cumplimiento de su ley y mandamientos. Dice
que V.P. (es siempre la V. Catalina que habla por orden de Santa Tere-
sa) procure mucho quitar esto en cuanto pueda, porque importa mucho;
y que nosotras las mujeres por la mayor parte somos más fáciles en
dejarnos guiar de la imaginación, y faltándonos por otra parte la pruden-
cia y las letras de los hombres con que arreglarnos, es mucho mayor el
peligro”. Con esto decía la santa: “Vuestra paternidad va destruyendo el
espíritu de sus monjas, creyendo ayudarlas por vía de revelaciones, y es
menester, aunque hay algunas que las tienen muy ciertas y verdaderas,
que no se haga caso como de cosas no muy útiles, que tal vez salen más
nocivas que provechosas.”14
Desde antaño los teólogos se dieron cuenta de esa atracción que
ejercían las mujeres en los espíritus del otro mundo, aun en los más
santos. Algunos teólogos antiguos como Clemente de Alejandría y
Cipriano, sabían que los ángeles expulsados del cielo habían merecido el
exilio por haber querido fornicar con las hijas de los hombres.
No en balde San Pablo exige que las mujeres lleven en la iglesia
puesto un velo que cubra sus caras, para que “los ángeles” no puedan
ser tentados a pecar por la belleza femenina.15 Análogamente pensaba
Tertuliano en De Virginibus velandis.16 Hasta a Santo Tomás de Aquino
se le atribuyó esa opinión por los autores del Malleus Maleficarum;
pero fue un error. Ellos sí la sostuvieron. Aun hoy día las mujeres han de
ir a los templos católicos con sus cabezas cubiertas, ya que no veladas,
como supervivencia de aquel piropo apostólico que a todas ellas, bellas
o no y con igualitaria galantería, las declaraba capaces de hacer pecar a
los mismos ángeles del cielo.
Es probablemente por este motivo que en el cielo nunca habrá muje-
res. El día de la resurrección eterna las mujeres resucitarán sin sexo,
según fue descubierto por el santo padre San Hilarión.17 Y también lo

14
( Ortiz no señala la fuente.)
15
1 Corintios. XI. 10.
16
(Ortiz toma la cita de M. Rudwin, diabolista norteamericano, del libro: The devil in
legend and literature. Chicago, 1931.)
17
Comentarius in Mathoeum. XXIII, 4. En el P. Migne. Patrologiae Cursus. IX 1045, seg.

94
asegura San Basilio.18 Así, pues, del cielo no solamente están desterra-
das las bellas huríes, que contribuirán a las delicias de los creyentes de
Alá en la otra vida como en un harén supremo y eterno, sino que en el
recinto celestial de los católicos no podrá entrar ni una sola mujer, ni aun
las vírgenes, sin antes desfeminizarse, dejando afuera sus entrañas y las
formas Muliebres de su carne, las cuales no resucitarán el día del juicio
final, pues ya están condenadas a desaparecer eternamente no obstante
ser las más bellas y adorables obras de Dios.
La explicación de la preferencia que tienen los entes sobrenaturales
por los cuerpos de las mujeres en vez de los masculinos, se busca hoy
día no en sutilezas picarescas de heterosexualidad, dada la
antropomorfización varonil que suelen tener los demonios y hasta los
ángeles que son como donceles, ni en prejuicios antifemeninos con aso-
mos bíblicos ni folklóricos. La ciencia acude a los datos de la fisiología
femenil para tal explicación; pero ahora no hemos de entretenernos en
ella. El sentido psicótico y libidinoso de muchas de esas desviaciones
místicas de la mente hacia la sobrenaturalidad, no era entonces percibi-
do. Es en estos tiempos cuando las investigaciones de la psicología van
penetrando en esas nebulosidades sexológicas. Entre los caracteres
psíquicos de la mujer parece señalarse una mayor sugestionabilidad,
derivada de sus peculiares condiciones emotivas. Pero también hay que
tener en cuenta las causas históricas y eclesiásticas de esas aberracio-
nes neuróticas de carácter sexual.
El sacerdocio cristiano se caracterizó desde sus orígenes por una
enemiga contra toda sexualidad, como reacción contra el sensualismo
de las sociedades convulsas que constituían el imperio en su decaden-
cia. No quiere esto decir que el cristianismo fuese la primera religión
que enfrentara el sexo, como dice y repite la vulgar apologética. El
primitivo cristianismo trató de llevar al mundo grecorromano la tradición
antisensual del budismo.19 Sexualidad y religión han ido siempre juntas;
amigas o enemigas, pero inseparables. El sexo ha sido siempre misterio-
so; las religiones o lo han evitado con temor o lo han servido con fervor,
en todo caso considerándolo como una mágica y sobrenatural potencia.
Los etnógrafos han documentado ampliamente la religiosidad del sexo.20

18
Homilia in Psalmum CXIV. 5. En Migne Ser Graeca. XXIX. 492.
19
Westermark. The Origin and Development of Moral Ideas, Londres, T. II, p. 409.
20
Véase, por ejemplos, J.G. Frazer. Raeder the Beautiful, p.95, ob. y A.E. Crawley.
Mystic Ros e, p.214.

95
Las emociones sexuales han sido rivales de las emociones religiosas. El
espíritu ha sentido celos de la carne, y el sacerdocio desde las religiones
aborígenes ha solido ver en las vinculaciones familiares trabas y estor-
bos sociales para su poderío sobrenatural. El sacerdote como el rey
necesita que sus agresiones sexuales queden fuera de las normas usua-
les. Los tabúes sexuales, abundantes y rígidos, la consagrada virginidad
de las sacerdotisas, el aparente afeminamiento de los sacerdotes con
ostensibles vestiduras mujeriles, la real asexuación de los servidores del
templo hasta la castración ritual como los devotos del culto de Attis, las
enclaustraciones de fieles con votos de castidad, así como otras prácti-
cas de inhibiciones sexuales, fueron frecuentes en las religiones
precristianas.
Con el cristianismo esas sexofobias religiosas no terminaron y en
ciertos tiempos se llegó a muy absurdas desviaciones de la normalidad
fisiológica. Según los autores de Malleus Maleficarum, apoyándose
en Sto. Tomás, los diablos operan con más frecuencia en relación con
los pecados venéreos porque fue por medio de la procreación que la
corrupción del pecado original ha sido trasmitida a nosotros. Quizás por
esa lujuria operante de los demonios “El sexo fue la obsesión de la Igle-
sia”, según dijo Hamelock Ellis.21
Para suprimir los pecados no bastaban las represiones penitenciales;
había que evitar las tentaciones, que suprimir los anhelos. Así la ética
conducta era derivada hacia las consecuencias más degenerativas y
antisociales. Vida sin pecados era vida sin deseos. O lo que es igual,
vida inhumana. El placer y el dolor fueron criterios de moralidad, como
si los actos humanos fuesen buenos o malos, perfectos o imperfectos,
por el placer o el dolor que los acompañan y no por razón de su objeto,
fin y circunstancias. La función biológica del placer y del dolor fue total-
mente ignorada; mejor aún, negada y pervertida. El deseo placentero
que la naturaleza puso en la vida como estímulo fue atribuido a la mali-
cia del demonio, y el dolor, que es y debe ser alarma defensiva contra el
mal, no era evitado, antes al contrario, visto como un bien supremo que
se buscaba porque en sufrir había un bien. Ante los males más aflictivos,
la resignación, porque Dios la enviaba para punirnos si éramos malos o
para purificarnos y ponernos a prueba como sus elegidos; ante los pla-
ceres más naturales y necesarios, la abstinencia, porque aquéllos eran

21
Sex. in Relation to Society. Studies in The Psychology of Sex. Philadelphia-1910.

96
tentaciones arteras del demonio para perdernos por la sensualidad. Para
la moral dogmática más valía que se hundiera el mundo que transigir
con un placer que era pecado. Esa teodicea rígida y absolutista, aunque
absurda y utópica, influía en las directrices de la conducta. Esa moral
deshumanizada de idealidades incorpóreas y utópicas llevaba a la vida
anacorética y ascética, era realmente tan infecunda y contra natura
como la sodomía. También llevaba a la mística estática y contemplativa
y sobre todo a multitud de otras desviaciones e insanias. Porque, siendo
realmente una moral deshumanizada, hecha inhumana por forzado apar-
tamiento de las elementales esencias de la humana naturaleza, ponía al
infeliz mortal en constante posición de guerra no solo contra el enemigo
interno que era la carne, sino contra los externos, que eran los demonios
y el mundo; lucha inacabable, tensión nerviosa incesante y perenne desa-
juste; en trance a la locura, y, al fin, en caída al libertinaje. Y así fue. La
humanidad occidental, en el apogeo de ese régimen de moral. Sexofobia
fue a la vez caracterizada por sus ideales ascéticos, sus demencias vi-
sionarias y sus desenfrenos lascivos.
El sexo, la carne, ha sido el enemigo del alma más perseguido teóri-
camente por la clerecía celibatana motivando en las costumbres, sin
excluir las del clero mismo, las más disgénicas aberraciones so pretexto
de castidad, pudor y religión. Si los eclesiásticos envenenaron a Eros
según el decir de Nietzsche, y lo quisieron degenerar en vicio, el dios
erótico cobró venganza. De ellos huyó el amor; los clérigos no pudieron
amar noblemente, con plenitud de hombría y sin bochorno. A fuerza de
querer inhumanizar en ellos el amor para hacerlo sólo divino, a veces
consiguieron torturar y adormecer lo humano, pero siempre les quedó la
bestia con sus excreciones lascivas. Y con la bestia, el demonio. La
opresión católica del sexo, por su inevitable secuela de anomalías, resis-
tencias, ansiedades e inhibiciones, debe de haber precipitado más almas
en los infiernos que las conquistadas por los demonios mediante las ten-
taciones libertinas. Dicho sea con reservas, pues no podemos contar
con la documentación de una fehaciente estadística infernal.
En su reacción contra la sensualidad pagana y la concupiscencia
carnal, los antiguos cristianos adoptaron los criterios que ya había pro-
pagado el budismo para combatirla. De la religión de Sakia Muni pasa-
ron a los núcleos cristianos la admiración por la virginidad, por el asce-
tismo, por las mortificaciones, los ayunos, los anacoretas, los estilitas,
amén de sendos dogmas y ritualismos. En su fiera austeridad, los prime-

97
ros cristianos abominaron de la admiración y del cuidado del cuerpo;
llegaron a establecer una devoción a la suciedad personal. Le procura-
ba purificar el alma sumergiéndole en los éxtasis, refregándola y pulién-
dole con las oraciones, y apartándole del mundo y de la carne por el
miedo a los demonios; pero se abandonaba el cuerpo a la más repug-
nante porquería. Había que mortificarla, ¿por qué? Había que debilitar-
la, ¿por qué? Había que abandonarla, sucia y sin cuidados, ¿por qué?
Había que no mirarla siquiera, ¿por qué? Por el sexo. La carne era la
tentación y la fuente del pecado.
La actitud de la Edad Media en cuanto a la suciedad del cuerpo
humano fue una manera de enfermedad mental.22 Ningún pueblo salva-
je llegó a la hediondez de las naciones cristianas. La asquerosidad era
un deber religioso y fue casi un goce. Por religión se bebía el pus de un
leproso, y se lamían las llagas de un pobre; pero no se lavaba el cuerpo
de ningún cristiano. “Desde el advenimiento del cristianismo el cuidado
de la piel y su higiene jamás han logrado la misma indiscutible y general
boga que tuvieron entre los romanos. La Iglesia mató los baños.”23 Tam-
poco se logró en los pueblos dominados por la clerecía católica la higie-
ne de los pueblos semitas, que llevaron la civilización árabe a España y
con ella su ciencia y las supervivencias de la cultura clásica que no
habían sido sumergidas por el fanatismo. Los santos más admirados
eran de una asquerosa suciedad. El apóstol Santiago jamás se cortó el
cabello, ni se afeitó, ni en toda su vida tomó siquiera un baño, según
refiere Eusebio en su Historia Eclesiástica.24 San Simón Estilita, uno
de los faquires cristianizados, se pasó treinta años encaramado en un
pilar, al aire libre, haciendo constantemente genuflexiones a Dios, exha-
lando un repugnante hedor de su cuerpo ulcerado y comido de gusanos,
según se cuenta en Vitae Patrum y otras hagiografías. A su columna
iban peregrinos que lo reputaban el mejor modelo de santidad. El anaco-
reta San Abraham vivió cincuenta años después de su conversión y
desde entonces no se lavó los pies ni la cara; al morir, dice su biógrafo,
“en su rostro reflejaba la pureza de su alma”.25 La bella Santa María
Egipciaca, para purgar sus pecados y ganarse la santidad, vivió durante

22
F. Harrison. The Meaning of History. Londres, 1906, p. 248.
23
H. Ellis. Studies in the Psychology of Sex. Philadelphia, 1905, p. 31.
24
Eusebio. Historia eclesiástica. II, p. 23.
25
Vitae Patrum. A.XVIII.

98
cuarenta y siete años desnuda en el desierto y se empercudió tanto que
al aparecerse, ya al fin de su vida, a un anacoreta, negra por la inmundi-
cia de su cuerpo y con su cabellera blanca ondeando al viento, aquél la
tomó por una encarnación del demonio. Así puede leerse en sus
hagiografías de Vitae Patrum y de los padres bolandistas (abril, 1). La
pintura eclesiástica jamás reprodujo en los templos la imagen de esta
santa en ese nauseabundo estado de piadosa porquería, como un ejem-
plo inspirador de tan pestilente excelsitud, sino como una hermosa hem-
bra al inicio de su arrepentimiento y penitencia cuando aún era Mari-
quita la gitana y se reflejaban en su cuerpo los atractivos de la lujuria.
Esta hediondez santa no fue cosa tan sólo de eremitas y anacoretas.
“Más de una santa se vanagloriaba de no haberse jamás lavado ni las
manos” dice I. Michelet,26 añadiendo: “Y mucho menos se lavó lo de-
más. Un momento de desnudez habría sido un gran pecado... Esa socie-
dad sutil y refinada, que sacrifica el matrimonio a la santidad y aparece
animada tan solo de poesía... teme toda purificación como una mancha.
¡Ni un baño durante mil años!”. En el convento donde profesó Santa
Eufrasia, había 130 monjas, las cuales jamás se lavaron los pies y no
sufrían cuando se les hablaba de un baño, pues lo consideraban una
“magna abominación”.27 Se cuenta del jesuita Cardenal Bellarmino que
acostumbraba dejar que los gusanos le picaran a su gusto, diciendo:
“Nosotros tenemos un cielo que nos recompensa por nuestros sufri-
mientos, pero esas pobres criaturas no tienen más que los goces de la
vida presente.”28 Santa Paula decía que “la pulcritud del cuerpo y de los
vestidos significa la suciedad del alma”.29 La fetidez del cuerpo era una
anticipación del “olor de santidad”.
Esta costra de porquería se consideraba como una coraza de la vir-
tud. Una tal Silvia, famosa virgen de 60 años, hoy diríamos “solterona”,
teniendo su cuerpo lleno de fétidas úlceras se negó a lavarse parte algu-
na de su carne enferma, salvo los dedos de sus manos, por razón de sus
principios religiosos.30 Una hermana de San Gregorio padecía de cán-
cer en un pecho, pero se negó a que un cirujano lo viera, defendiendo
así, según ella, su santo pudor. Su castidad fue premiada con una cura
26
I. Michelet. La Sorcière.
27
Vita S. Euphrae A.VI -Roseweyde- Cita de Lecky.
28
Bayle. Dict. philos., Art. Bellarmino.
29
S. Jerónimo. Epistolae. A.VIII, 20, Cita de Crawley.
30
Heraclisis Paradisus Roseweyde- A.XLII. Cita de Lecky.

99
milagrosa, pero ¡cuántas infelices no morirían por su fanatismo sin el
favor de un milagro terapéutico!31 Esta aberración es aún sostenida por
teólogos modernos. Una mujer virgen, aun cuando está en el deber de
cuidar de su salud, no está, sin embargo, obligada a tolerar ciertas ope-
raciones de manos de un médico aunque su vida corra peligro, pues la
virtud del pudor puede igualar y hasta superar el mal que se teme de la
muerte. Así lo sostienen San Alfonso, Ma. de Ligorio y el P. Gury, entre
otros.32
Lo primordial era salvar el alma para el cielo; la salud terrena era
muy secundaria. Quien menospreciaba la cura de su alma, bien podía
morirse como un perro. La medicina del cuerpo estaba en todo caso
supeditada a la del espíritu. Todavía en el siglo XVIII, recordaba San Al-
fonso de Ligorio en su Hombre Apostólico33 cómo el papa Inocencio
III mandó a los médicos que no se encargasen de la curación de ningún
enfermo, sin que antes se confesara éste, y Pío V confirmó tal precepto,
ordenando que el médico deje al enfermo al tercer día si no le consta de
veras que ya se ha confesado.
Así se explica la enorme mortandad de aquella época en la Europa
devotísima; castigada por plagas, llena de lepra y de tiña, diezmada por
la sífilis y por otros morbos letales. Entonces eran trances de gravísimo
peligro ser niño y ser madre. Unos y otras, se decía, pagaban de ese
modo fatal el precio de venir a esta vida, por la culpa original de los
primeros padres, en el Edén. Nacer era como un pecado. También lo
era parir. El nacimiento del ser humano no pudo ser considerado con
más repugnancia que por Agustín de Hipona: inter faeces et urinam
nascimur. Este obispo africano fue un libertino antes de meterse en
teologías y no tuvo respetos para la plenitud maternal. Su madre Santa
Mónica (por ser madre, no por santa) jamás había escrito esa escatológica
evocación del parto.
Jamás fue más cruel una civilización contra las madres que esa ca-
tólica Edad Media por motivos de santo pudor. Se les hacía parir sin
anestesia. Los dolores del alumbramiento eran bárbaramente interpre-
tados como una maldición bíblica contra todas las mujeres. Su causa era
el pecado de Eva, del cual no habían sido éstas redimidas ni por la pa-

31
Ceillier, Histoire des Auteurs Ecclésiastique. T. III, p. 523. -Cita de Lecky.
32
P.J.P. Gury. Compendium Theologiae Moralis. León. 1850, no. 391, 4 y 6.
33
Libro III, N.182 y Lib. VI, no.664 apéndice al P. Lárraga -Ob. cit., p. 584.

100
sión de Jesús, ni siquiera por los dolores de su madre santísima. En 1591
una alcurniada señora inglesa pidió y obtuvo de su comadrona un cal-
mante para aliviar sus dolores en el alumbramiento de su hijo y, al saber-
se tal audacia, la partera fue procesada y quemada por bruja en
Edimburgo. A las mujeres en “estado de buena esperanza”, como en-
tonces se decía, se las asistía o abrumaba durante la gestación y el parto
con amuletos; novenarios, misas, asperges y confesiones; pero se las
dejaba sin higiene alguna, sin esas elementales precauciones de limpie-
za que practicaron siempre los pueblos salvajes y las civilizaciones
precristianas. El aseo higiénico era pecaminoso; el mero tacto de las
partes genitales del cuerpo era una abominación satánica. En los partos
no intervenían sino comadres; los médicos, no, eran hombres. Cuando,
ya en el Renacimiento del siglo XVI, las ricas parturientas en trance gra-
ve eran asistidas por expertos, éstos tenían que operar por el simple
tacto, a oscuras o sin poder ver lo que hacían con sus manos y brazos
cubiertos por una sábana, la cual a la vez tapaba el cuerpo de la pacien-
te, para que una mirada de hombre hacia el sexo doliente no manchara
la pureza maternal por tentación de Lucifer. Hoy día hay teólogos más
humanizados que permiten las más íntimas manipulaciones de los ex-
pertos en el sexo femenino, no ya en el momento del parto doloroso o en
peligro de muerte sino en el mismo acto del engendro para ayudar al
hombre incapaz de hacerse padre; pero antaño la fecundidad no era
virtud recomendable por el clero.
No saben aún los teólogos desde cuándo debe comenzar el respeto a
la vida del embrión humano por considerarlo ya dotado de alma y por
tanto de entidad potencialmente celestiable; pero la personificación
ontológica y religiosa del feto ocurría entonces antes de su nacimiento y
había que atender al ente nonato, que antes de salir por el portal mater-
no ya tenía su humanidad plenamente individuada. En ocasiones el em-
brión humano ya venía formado por la divinal providencia para grandes
destinos. A San Bonito, obispo, cuando aún no había nacido, un ilumina-
do sacerdote ya le pidió la bendición, diciéndole a su madre Siagría,
“estando ella preñada de Bonito: No pienses que te he pedido a ti la
bendición, porque siendo tú mujer y yo sacerdote, no es cosa decente;
pero hela pedido al hijo que tienes en tus entrañas, que por revelación
divina entiendo ha de ser un gran prelado.”34 Los teólogos de antaño

34
P. Ribadeneira. Ob. cit., T. I, p. 150.

101
distinguían entre fetum animatum y fetum inanimatum; aquél era una
persona, pero no lo era éste, puesto que a su carne ya formada le falta-
ba un alma racional, indispensable para la existencia de la persona hu-
mana. Esto tenía mucha importancia para la teología del aborto provo-
cado. Si el embrión era ya “animado”, su abortación era un homicidio. Si
el feto era “inanimado” entonces era un caso de orden meramente ani-
mal y podía discutirse la licitud de su aborto. Pero ¿cuándo debía enten-
derse que el feto era animado y cuándo no? Se decía por los teólogos
que el feto masculino recibía su alma a los 40 días de la concepción y
solamente a los 80 días, si el feto era de mujer. Cuando la boga de la
moral laica y probabilista se propuso un criterio más amplio. Como ob-
servó Huber:35 Muchos jesuitas de los “viejos” enseñaban lo siguiente:
1°, “es lícito expulsar un feto antes de que sea animado, para evitar que
el padre mate a su hija en cinta o para salvar su deshonra; 2°, es proba-
ble que todo feto, mientras se encuentra en el cuerpo de su madre, esté
desprovisto de alma racional y que comience a poseerla solamente des-
de el instante de su nacimiento; por lo tanto, debe sostenerse que en
ningún aborto se comete homicidio.36 Pero, no obstante ese loco criterio
de algunos moralistas del jesuitismo, la tesis discriminatoria entre fetos
animados e inanimados cayó pronto en descrédito, a virtud de los ade-
lantos fisiológicos, y la teología estuvo por lo general a favor de recono-
cer que la “animación” del ser humano comienza en el instante mismo
del engendro y sin distinción de sexos. Como consecuencia, el aborto
era siempre un pecado mortal gravísimo, pues, tratándose en todo caso
de un ser animado, el aborto resultaba no sólo un feticidio, el asesinato
de una vida humana; era un asesinato de dos vidas, un crimen doble,
pues a la muerte de un cuerpo seguía la de su alma eternamente perdida
para la vida de la gracia; lanzada como era del mundo después de ya
creada en lo humano y lo malo, pero sin haber aún nacido a lo santo por
el crisma del bautismo. Claramente lo había establecido San Fulgencio,
en su tratado De Fide.37 “Se cree, sin género alguno de duda, que no
tan sólo los hombres ya en uso de razón, sino también los niños, lo mis-
mo en el seno materno que si después de nacidos, siempre que mueran
sin haber recibido el bautismo en nombre del Padre, del Hijo y del Espí-
35
La morale del jesuiti, p.410.
36
P. Escobar, Ob. cit. probl. XXX, p.283 y probl. XI, p.276 - P.J: P.Moullet,
Compendium theol. moral parte II, p.435- Citas de Huber.
37
En Migne. Ob. cit. LXV, 701.

102
ritu Santo, son por siempre castigados con el eterno fuego, porque aun
cuando no tengan pecado alguno cometido por ellos mismos, llevan con-
sigo la condena del pecado original.”
Así, pues, en todo caso existe para los católicos y sus sacerdotes la
obligación de bautizar al embrión humano, aun cuando sea un momento
después de ser concebido. Siendo el bautizo un requisito indispensable
para ir al cielo, es un deber primordial facilitarle al feto y en su caso al
niño recién nacido su ascensión a la gloria, en vez de abandonarlo a su
biológica impotencia. ¿Que el engendro es un monstruo de dos cabe-
zas? Se bautizarán las dos. ¿Que es una cabeza con dos cuerpos? Se
bautizará en aquélla y en uno de éstos “por si acaso”, o sea, a condición.
El sacramento lustral debe penetrar, si ello es necesario, hasta las mis-
mas profundidades de la cripta materna. Si para bautizar al feto hay que
hacerle, a la madre ya muerta, la operación cesárea, no se debe vacilar
en ello; allí hay un alma que redimir. El deber es tan exigente que hasta
el mismo párroco debe por sí sajar y abrir el vientre, si el hacerlo no
fuere ocasión de escándalo y desprecio a la religión, en cuyo caso es
preferible que se pierda el alma, inocente pero desgraciada, y que en el
cielo haya un angelito menos.38 Esto no es pura teoría. No ha muchos
años supimos de un caso ocurrido en Navarra, donde el cura, santa o
profanamente, abrió con unas tijeras el cuerpo aún cálido de la madre
muerta para bautizarle a su hijo nonato, cumpliendo así con su deber,
según la Teología que aprendió en el seminario.
Si en el siglo XVII la Iglesia no aceptaba, como hoy día, las jeringas
para engendrar, las exigía a veces para bautizar antes de nacer. Enton-
ces hubo jeringas para echar a chorro el agua bendita y administrar así
el bautismo a los niños antes de nacer cuando estaban en peligro de
muerte.39 En algunos de esos aparatos de cristianos la abertura de la
extremidad de la cánula tenía forma de cruz. Así se bendecían y
sacramentaban por medio de una jeringa el cuerpo y el espíritu del niño
aún antes de salir del claustro materno por la puerta maldita.
Ese instrumento para el bautizo intrauterino existe todavía y su uso
es obligatorio por la Iglesia cuando es necesario para cristianar al feto.
Así se enseña por el P. Mach en sus Instituciones Morales
Alphonsinae (no. 741), y muy recientemente por el P.J. Berthier en

38
Véase el P.J. Berthier, M.S. Consultor del Clero. Barcelona, 1936, no.853.
39
Howard W. Haggard. Devils, Drugs and Doctors. Londres, 1929, p. 4.

103
su obra Consultor del Clero. Manual de Teología dogmática, mo-
ral y pastoral. 40
No cabe duda de que el ser humano, después de su “anunciación”,
merecía en cualquier momento de su estancia en el claustro materno
toda suerte de respetos eclesiásticos. Si los diablos estaban alertas has-
ta en los estertores del agonizante para hacerle aún más pecar e impe-
dirle el arrepentimiento y la absolución, no lo estaban menos desde que
un chispazo del amor les avisaba que otro ser era creado. Entonces se
afanaban por impedir que el recién engendrado fuese ganado para Dios.
La gran mortandad de tiernas criaturas era atribuida a que los diablos se
complacían en matar niños sin cristianar, porque así no aumentaba el
número de sus enemigos, los ángeles. La Iglesia en su brega con los
demonios quería ser la primera en defender a la criatura humana, así
como la última en despedirla. Había, pues, que ganarle almas al diablo
de todas maneras y en todo momento, desde el mismo instante de la
vivificación del ser humano por virtud del abrazo heterosexual hasta el
último aliento de la vida. Para cada uno de esos momentos extremos
tenía la Iglesia una unción, porque el demonio no perdía tiempo en su
guerra. Pero esas consideraciones y reverencias eclesiásticas hacia el
feto no se acompañaban con las higiénicas. Si con la lustración bautis-
mal, llevada a lo más recóndito del sagrario de la generación, al feto se
le libraba de los demonios y se le aseguraba un pasaporte eclesiástico
para el país de la eterna dicha, al mismo tiempo se le comunicaban a él
y a la madre las letales infecciones que le precipitarían el viaje. La
mortandad de niños, como la de madres, era incontable; pero no impor-
taba mucho, ni ya eran bautizados, se decía que ello “estaba de Dios”, y
los niños ya cristianados eran otros angelitos más que al morir iban al
cielo para aumentar la gloria divina. Se llamó “coro de ángeles” a aque-
lla parte de los cementerios donde se enterraba a los niños. Pero ¡cuán-
tos niños morían, antes de nacer y aun después de nacidos, sin el salvo-
conducto del bautizo que les abriría la frontera celeste! Los demonios, al
inspirar la enemiga contra la ciencia médica y la higiene corporal, sabían
bien lo que hacían y lo que con ello ganaban y la estolidez eclesiástica
les servía para sus propósitos, ayudándoles a mandar las ánimas a la
desgracia eterna.

40
Trad. espl. Consultor del Clero. Manual de Teología dogmática, moral y pastoral.
Barcelona, 1936, nos. 853, 857 y 2499.

104
IV

Sumario: Teología misogámica.- Exaltación eclesiástica de la virgi-


nidad.- Ni fecundidad, ni maternidad, ni matrimonio.- Cónyuges pu-
tativos.- Deshumanización del matrimonio.- El sexo y la teología con-
temporánea.- El engendro mecánico.- Casuística erótica.- Transigencia
teológica con la prostitución.

El misterio biológico y real de la procreación era abominado por la Igle-


sia y en ella se veneraban misterios mitológicos negadores de la verdad
del sexo. Parecía que todo ser humano tenía que abochornarse por ha-
ber nacido de una mujer abrazada con un hombre; como si fuera ver-
gonzoso tener padre y madre y también sentir amor humano y ser pro-
genitor. No ya el Padre, ni el Espíritu, tampoco el Hijo ni la Virgen,
experimentaron la concepción con plenitud humana de placer, de dolor y
de responsabilidad. Ni Jesús fue hombre amante con su propia carne, ni
fue hombre padre. Ni fueron engendrados ni engendraron. Ni María fue
madre como las madres son. Los supremos númenes del catolicismo
son asexuados. No podía significarse mejor la esencial malignidad del
sexo en la dogmática de esa religión. Además, Jesús, María, José, Juan
el Bautista, Pablo el Apóstol y otros muchos personajes primordiales
santos no solamente son castos, son también vírgenes.
El fanatismo llegó a exaltar la virginidad como virtud suprema hasta
los más lamentables excesos. El suicidio ha sido siempre mortal pecado
para la Iglesia; pero el suicidio voluntario de la mujer para defender su
propia virginidad no sólo era exculpado; a veces llevaba a la canoniza-
ción. San Jerónimo lo encomiaba sin ambages como un martirio.1 Se
recordaba por los catequistas que por igual motivo se suicidaron en tiem-
pos de Diocleciano una dama cristiana llamada Domnina conjuntamen-
te con dos hijas suyas de gran belleza. Santa Pelagia fue canonizada por

1
Commentarii in Jonam, I, 12.

105
ser una muchacha y virgen y virtuosa que, caída en poder de la solda-
desca, se suicidó arrojándose del techo de la prisión antes que perder su
incólume virginidad. San Ambrosio y San Crisóstomo fueron sus ardien-
tes panegiristas.2
A veces los teólogos se encontraban confusos ante esa permisión
del suicidio, y algunos pretendían que así Santa Pelagia como Domnina
y otras suicidas por castidad se mataron por especial y permisiva ins-
piración divina, que así suspendió para ellas el imperio de la ley natu-
ral; pero justo es decir que si San Ambrosio, San Jerónimo y otros
teólogos toleraban y hasta aplaudían tales suicidios pro virginitate,
San Agustín los combatía. Pero la superstición subsistió. María
Covarela, española de la edad media, estando separada de su marido
y sintiéndose harto tentada de lujuria, se suicidó antes que caer en el
pecado, su conducta fue digna de aquellos siglos e insigne ejemplo de
castidad, según el P. Mariana,3 el mismo jesuita que recomendaba el
tiranicidio A.M.D.G.
Los filósofos y alquimistas que trataban de buscar la piedra filosofal,
la panacea y otros artificios capaces de realizar prácticamente y por
solo arte humano los prodigios que entonces se atribuían a los demonios,
también se interesaban por encontrar la manera experimental de com-
probar la virginidad sin exámenes anatómicos, que entonces eran veda-
dos por nefandos.
El P. Las Casas, refiriendo al filósofo Guillermo, de París, dice que
éste pone un ejemplo de “la piedra nombrada gagates, que descubre la
virginidad, porque si hecha polvos los quiere beber alguna mujer que no
sea virgen, no puede por ninguna parte beberlos; y así dice que se toma
experiencia de los niños y niñas en Bretaña si son vírgenes”. El P. Las
Casas alude también a un “árbol que se llama cordero casto, con sola
su presencia, teniendo en la cama o cabe las camas una rama o hoja,
conserva la castidad”.4
La fecundidad, pues, no fue virtud católica. Es cierto que algunas
devotas cuando paren mellizos se acuerdan de Santa Quiteria (Día 22
de Mayo) y la tienen por patrona; pero esta santa fue virgen y quien
parió mucho, extraordinariamente según la crónica áurea, fue su madre,

2
Ambrosio. De Virginibus, III.7-Cita de Lecky.
3
De Relus Hispaniarum. XVI, 17.
4
Las Casas. Apologética, p. 254.

106
mujer probablemente gallega, según nos refiere el P. Ribadeneira,5 cón-
yuge de “Lucio Catelio, presidente de Galicia y Portugal, señor de tan-
tas tierras y vasallos que se extendía a título de rey su dominio. Éste
tuvo en su esposa Calsia nueve hijas de un solo parto. Admirada Calsia
de tan prodigioso parto quiso que a todas nueve les quitasen luego las
vidas, porque su esposo no juzgase menos casta su honestidad; por lo
cual ordenó a la partera que las echase luego en el río. Pero la divina
Providencia lo dispuso de otra suerte, pues llevándolas a una vecina
aldea la partera misma las dio a criar, y las amas que las recibieron por
hijas, porque de veras lo fuesen, las hicieron bautizar, y pusieron por
nombres, Genivera, Liberata, Victoria, Eumelia, Marsia, Basilia y
Quiteria.” Todas ellas fueron luego monjas y santas esposas de Jesu-
cristo y ni Quiteria ni sus ocho hermanas gemelas fueron buenas paridoras
ni nodrizas lecheras, ni siquiera mujeres fecundas.
Ni siquiera la maternidad fue en sí una virtud exaltada por la fe cató-
lica pues no pasó de una inevitable transacción con el sexo. En la con-
cepción católica de la maternidad terrenal, que según credo permitió
encarnar a Dios, la pecaminosa humanidad del acto genésico desapare-
ce sustituida por una partenogénesis sobrehumana y milagrosa, como la
de Minerva y otras diosas precristianas. Y, por analogía, la concepción
origen de la misma Madre Concebidora de Dios, al ocurrir en la mater-
nidad de Ana. También fue intervenida por la sobrenaturalidad del mila-
gro. Y si el episodio teogónico del nacimiento de Cristo ocurre en entra-
ña humana, la de María, sin embargo, también sobrenatural, sin casualidad,
sin placeres de engendro ni dolores de alumbramiento, sin el pecado
original de Adán y sin el castigo que como consecuencia le fue impuesto
a Eva y a todas sus hijas, a las hijas de sus hijas y a todas las hijas que
por los siglos de los siglos fueron descontentas de ser sólo hijas y se
atrevieron a ser madres.
Las aberraciones de la ginofobia fueron tales que se llegó a justificar
que el asceta se apartase de su madre viendo en ella una mujer y sólo
una mujer, capaz por tanto de perturbar su espíritu, en vez de una madre
y sólo una madre, con el más puro y santo de los amores. Los ejemplos
de esas perversiones del amor filial abundan en las hagiografías. Apun-
temos unos ejemplos entre los recopilados por Lecky. “Un monje viaja-
ba cierta vez con su madre —circunstancia poco frecuente— y tenien-

5
P. Ribadeneira. La Leyenda de Oro, etc. Tomo II, p. 129.

107
do que vadear un río, se vio en el caso de tener que cargarla; pero antes
procedió a envolver sus manos con cierta ropa, y al preguntarle la ma-
dre la razón, le explicó que le alarmaba el infortunio de tener que tocarla
y perturbar así el equilibrio de su naturaleza... La madre de San Teodoro
fue a verlo autorizada con cartas de los obispos, pero su hijo pidió a su
abad San Pacomio, que le permitiera negarse a la entrevista, y la pobre
mujer, hallando vanos todos sus esfuerzos, se retiró desconsolada a un
convento junto con su hija, que igualmente había intentado sin resultado
ver a su hermano. La madre de San Marcos persuadió al abad de su
monasterio que ordenara al santo que la recibiera. Colocado éste en el
dilema del pecado de desobediencia y de los peligros de ver a su madre,
recurrió a una ingeniosa estratagema. Se presentó el santo ante su ma-
dre con el rostro desfigurado y con sus ojos cerrados. Así la madre vio
pero no reconoció a su hijo, y el hijo no vio a su madre. San Poemen y
sus seis hermanos habían todos abandonado a la madre para dedicarse
a la vida ascética; pero la ingratitud de la prole raramente apaga el amor
en el corazón de una madre, y la anciana, no obstante sus achaques, se
dirigió sola al desierto egipcio para ver una vez más a sus queridos y
virtuosísimos hijos. Los vio un momento cuando ellos abandonaban sus
celdas para dirigirse a la iglesia, pero inmediatamente volvieron a su
encierro y, antes de que con sus vacilantes pasos pudiera alcanzarles,
uno de los hijos le cerró a la madre la puerta de un golpe. Ella permane-
ció afuera llorando amargamente, y entonces San Poemen, acercándo-
se a la puerta, pero sin abrirla, le dijo: “¿Por qué lanzas tales gritos y
lamentaciones?” Reconociéndole por la voz su madre le contestó: “Es
que hace largo tiempo que no os veo, hijos míos. ¿Qué mal puede haber
en que os vea? ¿No soy vuestra madre? ¿No os he amamantado? Soy
ahora una mujer vieja y arrugada, y mi corazón está turbado al oír vues-
tras voces”. No obstante, los hermanos rehusaron abrir la puerta.
Dijéronle a la madre que podría verlos después de muertos... San Simeón
el Estilita, en éste como en otros aspectos de su vida ascética, está en
primera línea. Había sido amado apasionadamente por sus padres, y
empezó su santa carrera destrozando el corazón de su padre, que murió
de pesar al huir el hijo. Su madre, veinte y siete años después de su
desaparición, cuando ya sus austeridades le habían hecho famoso, supo
por vez primera dónde se hallaba y corrió a verle. Pero todo fue en
vano. No se permitía la entrada de ninguna mujer en el refugio que el
asceta ocupaba, y él rehusó permitir que la madre contemplara siquiera

108
su rostro. Las peticiones y lágrimas maternas iban mezcladas con pala-
bras de amargo y elocuente reproche. “Hijo mío —le dijo— ¿por qué
haces esto? Yo te llevé en mi seno y tú desgarras mi alma con pesar. Te
he dado la leche de mi pecho y tú has llenado mis ojos de lágrimas. Por
los besos que yo te he dado, tú me has dado a mí la angustia de un
corazón roto; por todo lo que he hecho y sufrido por ti, tú me has pagado
con los más crueles agravios”. Por fin el santo mandó a decirle que
pronto podría verle. Durante tres días y tres noches la madre estuvo
llorando y esperando en vano, hasta que exhausta por el dolor, la edad y
las privaciones, cayó desfallecida al suelo y lanzó su último aliento ante
la inhospitalaria puerta. Sólo entonces el santo, seguido de sus compa-
ñeros, salió y derramó algunas lágrimas sobre el cuerpo inanimado de su
madre y rezó para la salvación de su alma. Quizás fuera fantasía, quizás
la vida no se había extinguido del todo en el cuerpo caído, quizás sea
invención del biógrafo; pero se asegura que un ligero movimiento —que
se considera como milagroso— se produjo en el postrado cuerpo. Simeón
una vez más encomendó a Dios el alma de la madre, y volviendo las
espaldas, en medio de los murmullos de admiración de sus discípulos, el
santo matricida retornó a sus devociones.”6 Son muchas las leyendas
de historias y santos en la cuales se presenta como meritorio el abando-
no de los padres, dejándolos al cuidado de la divina providencia, sobre
todo si es para entrar en un claustro u ordenarse de sacerdote. El servi-
cio de la Iglesia es primordial; y, una vez en él, por ningún motivo de
apremiante asistencia filial puede ser excusado. Estos ejemplos de las
vidas de los santos prueban cuán pervertida fue la devoción filial por la
madre en aquellas épocas de la mala vida ascética.
Mala vida era aquélla, sin duda, cuando por amor de Dios se mataba
el amor de hijo, cuando por amor a la Virgen se despreciaba el amor a la
madre. El clero exaltó a Santa María más por virgen que por madre,
aunque el creyente la amó más por madre que por virgen.
La exaltación de la virginidad como virtud suprema y la encarniza
contra el amor llegaron a menguar el prestigio del matrimonio, el cual
pasó a ser doctrinalmente una transacción con el mal, muy sacramentada
para espantar de él a los diablos, pero muy poco propicia para conducir
a la gloria celeste. San Pablo de Tarso recomendaba la virginidad y sólo
por resignación ante lo inevitable aprobaba el matrimonio. “Es bueno

6
Citas de Lecky. T. III, p.127.

109
para un hombre no tocar a una mujer. Sin embargo, para evitar la forni-
cación, dejad que cada hombre tenga su mujer y cada mujer su mari-
do”... “Es mejor casarse que quemarse.”7 En el siglo XVI lo repetirá un
canon del Concilio de Trento: “si alguno dijere que el estado conyugal es
preferible al de virginidad o celibato y que no es mejor y más santo
permanecer virgen o célibe que casarse, sea excomulgado.”8 Se ha
querido justificar este precepto por un criterio racional. “La razón lo
dicta asimismo, pues que el matrimonio por su naturaleza conviene al
hombre según la parte inferior de su ser con que se asemeja a los ani-
males; la virginidad empero le conviene según su parte superior, que le
hace semejante a los Ángeles.” Así decía el P. Scavini;9 pero, excomul-
gados o no, es difícil convencerse de la racionalidad de un tal argumento
y no pensar que si todos los hombres fuesen perfectos según el ideal
canónico el mundo se acabaría. Una humanidad toda ella perfecta, o
sea, de virginidad voluntaria, sería tan imposible como absurda y, por
tanto, contra natura y, en definitiva, inmoral. Pero la Iglesia no lo cree
así. La mera iniciación en el amor monogámico, aun después de
sacramentada la unión por el cura, era un trance diabólico que requería
grandes precauciones rituales, como esos ritos de parage, que diría
Van Gennep, de los pueblos aborígenes. Así, durante la Edad Media era
costumbre en ciertos países abstenerse de ocupar el lecho matrimonial
la noche después de la ceremonia; algo así como un ayuno de carne en
honor del sacramento recibido. “Se ordenó expresamente, dice Lecky,
que las personas casadas no podían participar en ninguno de los grandes
festivales de la Iglesia si la noche antes se habían acostado con sus
respectivos cónyuges; y San Gregorio el Grande cuenta de una joven
esposa que fue poseída por el demonio porque había tomado parte en
una procesión de San Sebastián, sin haber tenido en cuenta tal condición
de abstinencia sexual”. La extensión que ese sentimiento adquirió lo
demuestra la famosa visión de Alberico en el siglo XII, en la cual aparece
un lugar especial de tortura existente en el infierno, destinado a los ca-
sados que se hubieran acostado juntos en los días festivos de la Iglesia y
en los de ayuno, lugar que consistía en un lago de plomo derretido, alqui-
trán y resina.

7
1 Corintios, VII, 1-2, 9,38.
8
Sess. 24, cap 10.
9
Apéndice a la ob. cit. del P. Lárraga, p. 770.

110
Si el matrimonio era visto con recelo por el teólogo, las segundas
nupcias le parecían abominables. “La digamia, o segundo matrimonio,
es descrito por Athenagoras como “un decente adulterio”. Según Cle-
mente de Alejandría, es fornicación “la recaída de un matrimonio en
otro”. “El primer Adán —dijo San Jerónimo— tuvo una esposa; el se-
gundo Adán no tuvo esposa. Aquellos que aprueban la digamia mues-
tran un tercer Adán, que fue casado dos veces, a quien ellos siguen”.
Según Orígenes, los “digamitas son salvados en nombre de Cristo, pero
en modo alguno son por éste recompensados”. San Gregorio Nacianceno,
hablando de la comparación que hace San Pablo del matrimonio con la
unión de Cristo en la Iglesia: “Los segundos matrimonios me parece que
deben ser reprobados. Si hubiera dos Cristos pudiera haber dos maridos
o dos esposas. Si sólo existe un Cristo, una cabeza de la Iglesia, no hay
más que una carne, siendo repelida una segunda, ¿qué decir de los ter-
ceros matrimonios? El primero es ley, el segundo es perdón o indulgen-
cia, el tercero es iniquidad; pero el que excede de este número es mani-
fiestamente bestial.”10
La doctrina misogámica llegó no sólo a legitimar sino a exaltar que
los cónyuges copartícipes de un matrimonio hicieran ambos, o uno sólo
de ellos, el voto religioso de virginidad perpetua, renegando así de la
finalidad suprema del matrimonio que es la procreación, según ahora
suele repetir la escuela eclesiástica, desde su canónica soltería, para
negar la licitud ética de las prácticas anticoncepcionales y de todo acto
erótico sin una concreta finalidad genética. Matrimonio putativo; ¿sa-
cramento sin contenido? Si el apóstol San Pedro fue casado, como pa-
rece cierto, la tradición informaba que aun él como los otros apóstoles
casados se abstuvieron del contacto con sus mujeres después de su
conversión “San Nilos, cuando ya tenía dos hijos, fue atraído por asce-
tismo en boga, persuadiendo al fin a la esposa, después de muchas lágri-
mas, de que debían separarse. St. Ammon en la noche de su boda habló
a su esposa de los males del estado matrimonial, conviniendo ambos en
no vivir juntos. Santa Melania tuvo que insistir largamente hasta lograr
que su esposo consintiera en que no hiciera vida marital. San Abraham
abandonó a su esposa la primera noche de matrimonio. San Alejo hizo lo
mismo, pero años más tarde volvió de Jerusalén a la casa de su padre,
en la cual su esposa todavía se lamentaba del abandono; pidió y obtuvo

10
Citas de Lecky.

111
alojamiento, como un acto de caridad, y allí vivió hasta su muerte, sin
darse a reconocer. San Gregorio Nacianceno sufría el infortunio de es-
tar casado, escribió un brillante elogio de la virginidad, en el curso del
cual tristemente observaba que este privilegio jamás podría él gozarlo.
Se comparaba a un buey que estaba arando un campo pero cuyo fruto
él jamás gozaría; o a un sediento que contemplaba una fuente de la que
nunca podría beber; o a un pobre cuya miseria se le hace más amarga al
contemplar la riqueza de sus vecinos.”11
Fue en eso ejemplar San Simplicio, obispo, cuya festividad fija el
santoral para el día 24 de junio, según la Leyenda Aurea: “Este santo,
que florecía en el siglo IV, era de una familia noble y rica, y se casó en su
juventud con una mujer que a su ilustre nacimiento unía también las más
bellas virtudes. Ambos vivieron en perfecta continencia, aunque en el
exterior se portaban como dos personas casadas; ambos se hallaban
animados de una misma caridad y de sin igual celo por los varios ejerci-
cios de la piedad cristiana. Al vacar la silla episcopal, Simplicio fue de
común acuerdo elegido para ocuparla, y como su esposa no quiso sepa-
rarse de él, como se acostumbraba siempre en semejantes casos, el
pueblo se escandalizó de semejante conducta. El cielo obró entonces un
prodigio para manifestar que los dos esposos vivían unidos como her-
manos, y la opinión pública se trocó en veneración y aprecio.”12 Más
típica es todavía la vida de la inglesa Santa Edrildida o Edildrudis, por
quien se reza el 23 de junio. Esta dama invulnerable “la primera vez se
casó con Tombrecto, principe de los girvios australes. Viviendo con este
príncipe guardó siempre la bendita Edildrida su virginidad y entereza.
Poco después murió su esposo el príncipe, y fue segunda vez casada
con Ecfrido, rey de los nordanimbros, con quien vivió por espacio de
doce años, conservando siempre su pureza virginal, aunque quería y
amaba al rey su marido más que a todas las cosas de esta vida. Súpose
esto porque el rey su esposo prometió muchas tierras y dineros a Úvilfrido,
obispo de gran santidad, si pudiese recabar con la reina su esposa (a
quien no quería violentar, sino atraer con suavidad), que durmiese con
él”. Nada consiguió el obispo con sus pastorales consejos y la reina
siguió virgen y “en el espacio de los doce años que estuvo casada, supli-

11
Citas de Lecky. Ob. cit. T. II, p. 322.
12
La leyenda de oro para cada día del año. Vida de todos los santos que venera la
Iglesia. Revisada por los PP. de la Compañía de Jesús. Barcelona, 1865, T.II, p. 299.

112
có e importunó muchas veces al rey su esposo le diese licencia para
servir en un monasterio al Rey de los cielos y al fin de los doce años que
con él vivió, lo consiguió, y con su gusto y beneplácito se entró en un
monasterio.” Todo lo cual comenta el P. Ribadeneira, de quien se toman
esos datos, como sigue: “La flor de la virginidad es la mayor corona de
una reina: ésta guardó pura e intacta la gloriosa Edrildida, de cuya fra-
gancia enamorados los coros angélicos se la presentaron ilesa a su Cria-
dor, el cual agradecido a la fineza con que su esposa Edildrida, siendo de
otros dos reyes esposa, no quiso ni permitió perder el nombre de esposa
de Rey de reyes, guardándolo con fidelidad su pureza virginal, la premió
con la inmarcesible corona de la gloria”.13 “San Gregorio el Grande
describe la virtud de un sacerdote que, por motivos piadosos, despidió a
su esposa. Estando agonizando, la esposa se apresura a ir junto al lecho
que durante cuarenta años no le fue permitido compartir, e inclinándose
sobre el cuerpo inanimado de su esposo, queriendo asegurarse de si
todavía alentaba, el agonizante santo, reuniendo sus últimas energías,
exclama: “Mujer, vete; llévate lo que quieras; todavía hay fuego.”14
Quizás deba incluirse entre estos casos el que sirvió de tema a una
de las Cantigas de Santa María, debidas al rey de Castilla don Alfon-
so X el Sabio, regio poeta del siglo XII. Una monja, Tesorera de su mo-
nasterio, enamoróse de un hidalgo y huyó del claustro con él, uniéndose
durante años y creando prole. Un día vuelve arrepentida al convento y
se sorprende de que nadie haya notado su falta. Había ocurrido un mila-
gro, la virgen María, de la cual ella fue muy devota y a quien invocó al
salir, había asumido su figura y desempeñado su cargo y sus deberes
canónicos, de tal modo que las otras monjas nunca se enteraron de tal
sustitución, hasta que reformada la profesa adúltera todo fue sabido y
en gloria de la Madre de Dios se pusieron a cantar. (Cantiga XCIV). En
rigor, se trataba del retorno hecho por la infiel esposa de Cristo al místi-
camente poligámico hogar de sus castos desposorios. Abundaban, pues,
los casos de esa deshumanización del matrimonio en las vidas de los
santos, las cuales se ofrecían como modelo a los creyentes.
En resumen, la Iglesia, al innovar la ética de la época grecorromana,
trató el matrimonio desde un punto de vista meramente religioso,

13
La leyenda de oro para cada día del año. Vida de todos los santos que venera la
Iglesia. Revisada por los PP. De la Compañía de Jesús. Barcelona, 1865, T.II, p. 294.
14
Cita de Lecky. Ob. cit.

113
ultramundano y místico, en vez de político, humano y utilitario. Los pue-
blos guerreros, todos los pueblos activos, con impulsos de superación
social, desean muchos hijos y en sus teogonías deifican a la energía
prolífica y veneran a los númenes engendradores y a los dioses fecun-
dos; mientras las gentes pasivas, contemplativas, con ideales de supera-
ción individual, menosprecian la prole y adoran con más fervor las dei-
dades virginales, estériles y ascéticas. Como piensa Lecky: “El punto de
vista utilitario, que generalmente prevalece en países donde el espíritu
político es más poderoso que el espíritu religioso, considera el matrimo-
nio como el estado ideal, y el principal objetivo de todos los preceptos es
promover la felicidad, santidad y seguridad de este estado; mientras que
el punto de vista místico, que se apoya en el natural sentimiento de
vergüenza y que, como prueba la historia, ha prevalecido especialmente
donde el sentimiento político es muy débil y muy fuerte el sentimiento
religioso, considera la virginidad como su tipo supremo y el matrimonio
simplemente como el más perdonable menoscabo de la ideal pureza.”15
“La religión romana fue esencialmente doméstica, y fue el principal ob-
jeto del legislador rodear el matrimonio con todas las circunstancias de
dignidad y solemnidad. Desde los primeros tiempos fue estrictamente
practicada la monogamia; y fue uno de los más grandes beneficios que
se derivaron de la expansión del poder de Roma, el que hiciera ese tipo
de unión el dominante en Europa. En las leyendas de la primitiva Roma
tenemos amplia prueba tanto de la alta estimación que merecía la mujer
como de su prominencia en la vida romana. Las tragedias de Lucrecia y
de Virginia ostentan una delicadeza de honor, un sentido de la suprema
excelencia de la inmaculada pureza, que ninguna nación cristiana puede
sobrepasar. Pero Roma fue una civilización de sentido preferentemente
político. No fue así con la cultura que trajo la Iglesia. Los servicios
rendidos por los ascetas al inculcar en las mentes de los hombres una
profunda y persistente convicción de la importancia de la castidad, aun-
que extremadamente grandes, fueron seriamente contrabalanceados por
su nociva influencia sobre el matrimonio. Dos o tres bellas descripcio-
nes de esta institución pueden sacarse de la inmensa masa de los escri-
tos patrísticos; pero en general, sería difícil concebir nada más grosero o
más repulsivo que la manera en que la consideraban.16 La relación que

15
Lecky: History of European Morals. II, p. 297.
16
Véanse muchos pasajes en Barbeirac. La Morale des Pères. París II. p. 7; III, p. 8; IV,
p. 31; VIII, p. 2.

114
la naturaleza ha impuesto con el noble propósito de reparar las pérdidas
que ocasiona la muerte, y que, como enseña Linneo, se extiende hasta
el mundo de las flores, fue invariablemente tratada como una conse-
cuencia de la caída de Adán, y el matrimonio considerado casi exclusi-
vamente en su más bajo aspecto. El tierno amor que él atrae, las santas
y bellas cualidades domésticas que de él se siguen, fueron absolutamen-
te apartadas de toda consideración. El objetivo de los ascetas era atraer
a los hombres a una vida de virginidad, y, consecuentemente, el matri-
monio fue tratado como un estado inferior. Se le considera necesario,
ciertamente, y por lo tanto justificado, para la propagación de la especie
y para alejar a los hombres de mayores males; pero siempre como una
condición de degradación de la que debían huir todos aquellos que aspi-
raban a una verdadera vida de santidad, cortar “con el hacha de la
Virginidad el bosque del Matrimonio”, fue, en el enérgico lenguaje de
San Jerónimo, el objetivo del santo; y si consintió en alabar el matrimo-
nio, “era meramente porque producía vírgenes”. Aun cuando el lazo
nupcial se había ya formado, la pasión ascética siempre producía su
escozor. Ya hemos visto cómo amargaba otras relaciones de la vida
doméstica. Dentro de ésta infundía profundas amarguras. Cuando el
marido o la esposa sentía un fuerte fervor religioso, el primer efecto era
hacer imposible una feliz unión. El más religioso de la pareja inmediata-
mente deseaba dedicarse a una vida de solitario ascetismo, y cuando
menos, si no seguía una ostensible separación, se producía la separación
de cuerpos en el hogar matrimonial.17 Otro autor observa que “Es de
notar cuán raramente, si alguna vez (no puedo recordar un solo ejem-
plo), en las discusiones de los méritos comparativos del matrimonio y el
celibato, ocurrieron a la mente las ventajas sociales... Los argumentos
son con relación a los intereses y las perfecciones del alma individual; y
aun con relación a esto, los escritores parecen inconscientes del suave y
humanizador efecto de las afecciones naturales, la belleza de la ternura
paternal y el amor filial.”18
Ha sido siglos después, cuando la Iglesia, con criterio político, ha
menguado sus desprecios contra el matrimonio y ha estimulado a las
familias fecundas a que den mucha prole, dejando las exaltaciones a la
castidad para prestigiar el celibato eclesiástico y teóricamente contra el

17
Ibídem, II, p. 320.
18
Milman. Hist. of Christianity, vol. III, p.196.

115
erotismo extraconyugal y el que aun siéndolo no sea reproductor. Pero,
en la práctica y en la casuística, la actitud de la moral eclesiástica ha ido
cambiando. De una parte, la fecundidad es ahora favorecida y hasta en
los preceptos se admite el erotismo voluptuoso e infecundo en casos
que no habían sido admisibles en épocas pasadas, de más austeridad
doctrinal. Todavía se sostiene por el teólogo moralista que el acto
copulativo no es obligatorio per se; que la continencia es más perpetua
y que si los matrimonios no tienen hijos por puro amor a la castidad, ello
no es reprensible. Se concede que el individuo tiene derecho al celibato,
no siendo obligatorio el matrimonio; se concede que aún después de
contraído matrimonio, el sujeto casado tiene derecho a permanecer en
perpetua continencia de acuerdo con la otra parte, pues la cópula sexual
no es forzosa; se concede que es más perfecto el voto de castidad
perpetua hecho de acuerdo por ambos cónyuges que el uso carnal del
matrimonio para procrear hijos. Así, como se ha dicho por un teólogo:
“Se canoniza el derecho a no procrear en el seno del matrimonio”. Se
mantiene el principio de que “Pedir el débito conyugal no es de precep-
to”, pero no puede ser negado, salvo en excepciones especificadas por
la teología. Para la mujer que quiere evadirse del “delito conyugal”, no
hay otras excusas que las establecidas por la casuística. No lo son el
temor al parto, a la gravidez, ni a los dolores graves pero breves, ni a los
cotidianos pero moderados; ni tampoco el miedo a la prole numerosa y a
sus consiguientes inconveniencias, “porque la procreación de la prole es
el fin primordial del matrimonio y las incomodidades de éste son intrín-
secas.”19 Además, según el P. Berthier, aunque el delito no sea de pre-
cepto “un cónyuge puede estar obligado a ello por caridad y a veces
sub gravi, si el otro cónyuge está en peligro de incontinencia.” En este
caso la cópula es debida y en ninguno son ilícitas las artimañas que
eviten la concepción. Y también es obligatorio el abrazo fecundo, según
el mismo P. Berthier20 “si la prole es muy necesaria al bien público”, con
lo cual ya la Iglesia adopta prácticamente el fin político de la fecundidad
contra el antiguo de la abstinencia corta: salvando en la teoría el princi-
pio tradicional pero evadiéndolo de la realidad.
Hasta tal punto la Iglesia favorece ahora la fecundidad que en cier-
tos casos en los cuales ésta es física y parcialmente imposible (acaso

19
San Alfonso de Ligorio, no. 941 y Gury, no. 916, 5,6 y 7.
20
Ob. cit. no. 2548.

116
por designio inescrutable de Dios, que así lo dispuso) se tolera que se
busque el auxilio de un Cireneo para el supremo misterio de la pasión del
sexo. Véase lo que enseña el P. Berthier: “La fecundación artificial que
se practica recogiendo el semen que ha derramado el varón fuera de la
cópula, es gravemente ilícita.” El Santo Oficio lo declaró así por decreto
del 24 de marzo de 1874; pero, sigue diciendo el P. Berthier: “No hay
que inferir de aquí que este decreto repruebe la práctica según la cual el
médico, por medio de un pequeño instrumento en forma de jeringa de
tubo prolongado, recoge de la vagina el semen depositado en ella duran-
te el acto conyugal, llevándolo hasta el interior del útero, ya que con esto
no hace otra cosa que ayudar a la naturaleza. ¿Quién se atrevería a
condenar al médico que, si fuese posible, no volviese a introducir en la
matriz el feto próximo a morir, para que allí acabara de formarse y no
perdiese la vida? Sucede a veces, en efecto, que la fecundación se hace
imposible por un obstáculo a la penetración del elemento fecundante en
el interior de la cavidad uterina, lo cual puede remediarse con el auxilio
de dicha operación, que es de gran éxito en manos expertas. Los
espermatozoides así depositados más allá del obstáculo que les impedía
penetrar están en condiciones de poder alcanzar con más facilidad los
oviductos o trompas de Falopio en donde encontrarán el óvulo. Mientras
la Iglesia no diga lo contrario, no es reprobable dicha práctica.”21 Este
precepto moral no es reciente novelería casuística. Ya se vino soste-
niendo por los textos jesuitas, como puede verse en el Compendium
Theologiae Moralis del P. J.P.Gury, completado por el P. J. B. Ferreres.22
Según estos autores, con la autoridad de Eschbach, Genicot, Berardi y
otros tratadistas del sexto mandamiento aceptan la operación de un ter-
cero, médico, si el semen et ope siphunculi intru uterum injicit. Y aun
exponen otras discutidas o probables posibilidades éticas de análogas
manipulaciones con el “sifúnculo” o mediante otro instrumento que el
médico deja colocado en el “vaso femineo”.23
Todavía eso no es bastante. Según continúa diciendo el moralista P.
Berthier: “Aún más, es ilícito, en sentir del P. VERMEERSCH (Theol.
mor IV, No. 58), extraer, por medio de una punción, determinada canti-
21
J. Berthier, M.S. Consultor del Clero. Manual de teología, dogmática, moral y
pastoral. Barcelona, 1936, p. 608.
22
Compendium Theologiae Moralis del P. J.P.Gury, completado por el P. J. B. Ferreres.
49 ed. espl. Barcelona, 1909, no.908.
23
Ibídem, no. 908, modus primus.

117
dad de semen del epidídimo del marido, para infundirla en el órgano
genital de la mujer; porque, sin ningún abuso venéreo, se obtiene así el
fin del matrimonio.” O, lo que es igual, se combate así el pecado de
lujuria suprimiendo la cópula y el placer carnal, pero no se impide que se
haga la fecundación por un acto complementario de ayuntamiento, pero
de la carne ya sin amor ni deleite. Se facilita lo que se llama “el fin del
matrimonio”, pero se abomina de la naturalidad de su funcionamiento en
toda su plenitud sensorial y psíquica de sus expresiones biológicas. Es
esa como una cópula sexual comenzada por el marido y terminada por
un tercero, a máquina, sin amor y sin virtud. Es en rigor un engendro
mecánico y biológicamente extramarital institutivo del fracasado por un
concúbito conyugal, fisiológicamente ineficaz. Es en rigor un engendro
contra natura; no en vaso prepóstero, pero sí con prepóstero medio.
Porque la extracción de una cantidad de semen del epidídimo no signifi-
ca otra cosa, dicho sea en lengua llana de Castilla, que sacar
artificialmente esperma del aparato testicular del varón y luego inyec-
tarlo con el mismo artificio en la matriz femenina. Y todo ello no por el
proceso biótico que impuso la naturaleza, más sabia que la teología, sino
por medio de un instrumento material. No por el simple aparejamiento
de hombre y mujer que dispuso el Creador, sino por la intromisión
artificiosa de un tercero que sustituye a Eros en su función divina. Es un
engendro triangular.
Así, pues, si en el parto católico puede intervenir la jeringa para san-
tificar al feto por el bautismo, ya antes, en el mismo proceso inicial del
engendro, es católicamente lícito que un tercero intervenga también con
el mismo aparato para llevar la fertilidad al vaso materno introduciéndo-
le mecánicamente el germen del varón.
Así, pues, la Iglesia que hoy abomina en todo caso de las aplicacio-
nes mecánicas para evitar la concepción, no tiene reparo en permitirlas
para favorecerla. No se debe coartar de ninguna manera artificial la
virtud fertilizadora del coito conyugal, pero se puede reparar la relativa
y ocasional impotencia del marido o de la mujer mediante un procedi-
miento mecánico para la penetración de la gota germinativa. La Iglesia,
que siempre ha prohibido el amor carnal sin idea de fecundación, bendi-
ce ahora la fecundidad carnal hecha sin la sublimación del amor. Un
tercero ajeno al tálamo conyugal puede muy católicamente completar
un coito infecundo de los consortes, como se hace para preñar a las
bestias de cría, por medio de una jeringuilla manejada como experto. Y

118
hasta puede fecundar oficiosamente a una mujer con semen de su cón-
yuge sacramental, pero sin que el sacramento sea consumado por éstos
“como Dios manda”, o sea, por obra del abrazo amoroso, orgásmico y
consumativo. De aquella manera los cónyuges trenzarían los hilos de
sus deleites y anhelos, pero el nudo de su fisiológico enlace será atado
sin amores por el favor encubierto y semiadúltero de un supremo celes-
tinaje.
Sin duda, algunos teólogos del día no han renunciado a consignar los
antiguos principios y a subrayarlos con ciertos preceptos rigoristas. En
ciertas lobregueces de la metafísica eclesiástica no está aún desvaneci-
da esa moral centrada en la virginidad, en la abominación del sexo y en
la negación de la virtud genérica impuesta al ser humano por la natura-
leza. Uno de los más recientes preceptistas de moral teológica, enseña
que la polución voluntariamente provocada es en sí misma gravemente
ilícita y el que de propósito la provoca peca mortalmente “aunque sea
para salvar la vida.”24 Sin embargo de este absolutismo, ya no se repite
la doctrina propagada en el siglo pasado por un arzobispo de Santiago de
Cuba, ahora en trámite de canonización, el cual sostenía que la polución
provocada por autoerotismo se equipara al infanticidio. “Cuando Ud.
hace esa picardía, le decía el P. Claret a un onanista, mata y destruye lo
que con el tiempo podría ser una criatura, un hijo suyo: ¡qué barbari-
dad!... ¿Qué diría Ud. de un padre que por un gusto no más matare a
sus hijos? ¡Qué crueldad! ¿No merecería ser quemado vivo?”25 De eso
a pedir la hoguera para los masturbadores había un solo paso metafísi-
co, muy fácil de dar para aquel iracundo prelado cuya amantada con-
ciencia debía de sufrir de hiperestesia antiafrodisíaca teniendo que ser
el confesor de su Majestad Católica la reina Doña Isabel II, que tan
mala fama dejó por sus escandalosas liviandades.
Otro ejemplo. Todavía en este siglo XX se enseña en los seminarios
que si una mujer para evitar las tentaciones sexuales quiere cortarse el
clítoris, puede hacerlo sin pecar. “Este licita clitorisectomia, seu
amputatio clitoridis in foeminis. Afirmative, quia clitoris merum
organum voluptatis videtus esse, quod, nullo physiologo dissentiente,
nihil confert ad generationem. Haec amputatio interdum a medicis
affecta est, ut apud foeminas, coeteris remediis nihil facientibus,

24
Berthier. Consultor del Clero, no. 2539.
25
Llave de Oro, etc. Ap. a Lárraga, ob. cit., p. 682.

119
sedarent intrinsecam excitationem ad masturbationem.26 Ya estaba
vedada la automutilación por pío propósito en la teología de Santo To-
más y, justo es decirlo, un jesuita tan reputado como el P. Gury ya dijo en
el siglo XIX que “nadie puede mutilarse para obtener una ventaja espiri-
tual o para evitar el pecado”.27 Pero aún se insiste por los teólogos en
esa anticarnal y bárbara teoría. De modo, pues, que la mujer puede
mutilarse el cuerpo sólo por no querer sufrir las tentaciones naturales
que Dios le dio para que le sirvieran de estímulo a la realización de su fin
humano de reproducirse y conservar la especie, huyendo y desertando
así, cobardemente, de su lucha con el demonio; tal como si un soldado
se castrara para no tener que pelear y defender a su patria en momen-
tos de peligro. Se dirá que ¡el fin justifica los medios! Con esa teoría,
aparte de su desconocimiento de la anatomía erogénica, es fácil llegar a
permitir y alabar la castración ad majorem Dei gloriam, tal como ha-
cían los paganos sacerdotes de Attis y de otras deidades, tal como se
vio en los primeros siglos del cristianismo entre algunos exaltados cre-
yentes, quienes pensaban justificar el eunuquismo voluntario por el evan-
gelio de San Mateo (XIX, 10-12). San Melitón, obispo de Sardes, de
fines del siglo II, se había castrado piadosamente a sí mismo;28 e igual
hizo en el siglo III Orígenes, el gran catequista de Oriente. Aun en el
siglo V hay concilios que se ocupan de impedir que por fines de virtud se
practicase la castración voluntaria, secundando así las leyes que la cas-
tigaban como contraria a los intereses del imperio.
Por una finalidad religiosa análoga, la exaltación del culto divino, cier-
tos teólogos justificaron que se castrasen impúberes para tener buenos
coros en las iglesias. En la misma Roma pontificia numerosos niños se
castraban con el santo fin de que fuesen cantores atiplados de la Capilla
Sixtina, donde era inmoral que las melodías angelicales las cantasen
mujeres, pero no las voces afeminadas de una escolanía de eunucos.
Todo lo cual es tan escandaloso que ya en su tiempo Santo Tomás de
Aquino negaba que ello fuere lícito, como lo cita en su texto el P. Gury.29
Sin embargo, la moral laica y casuística trató de justificar esa barbari-
26
Eschbach, 1.c., disp. 4, c. 4, a 2. Alejandro Ciolli. Directorio práctico del confesor.
Trad. espl. acrecentada por el P. Jaime Pons de la Compañía de Jesús. Barcelona,
1913, p. 553.
27
Gury. Compendium, no. 391,8.
28
Eusebio. Histoire ecclésiastique. V, 24,5.
29
Compendium, no. 391, p. 8.

120
dad. Si un santo teólogo la rechazó en el siglo XIII otro teólogo santo la
propugnó en el XVIII. Hombres tan serios como San Alfonso de Ligorio30
defienden la licitud de la castración de los impúberes para conseguir
algún resultado racional, como la conservación de la buena voz. Y hasta
nuestros días se ha seguido practicando para nutrir los grupos corales
de las iglesias. Dice el papa Benedicto XIV: “Entre los autores morales
del siglo próximo pasado surgió y se agitó mucho la controversia, sí,
puesto tal caso en que el padre permita que el hijo sea hecho eunuco sin
oposición del hijo, y los médicos afirman que no ven en ello ningún peli-
gro de la vida, ya se haga ello únicamente para que el hijo pueda ser
adscrito entre los cantores de la Iglesia y pueda ejercer este oficio con
mayor suavidad de voz y ganarse así honestamente la vida; si, digo,
ocurriendo todas estas circunstancias, puede hacerse la castración de
tal varón. En lo cual Pasqualigio (quaest. 498) aceptó la sentencia afir-
mativa. Mas prevaleció entre muchos —continúa Benedicto XIV— y
se hizo común la opinión negativa”.31 Todas esas citadas costumbres y
preceptos hoy son anacrónicos y la civilización racionalista las va elimi-
nando. Y ni el clero las predica, ni gusta siquiera que en público se hable
de ellas.
La teología católica en cuanto al sexo ha experimentado las exigen-
cias de las costumbres, alejándose de la reseca austeridad antigua. Hoy
existe una compleja, minuciosísima y a menudo extravagante y poco
limpia casuística en los tratados de teología moral acerca del concúbito,
del onanismo, de la sodomía, y de otras peligrosas contingencias que a
los pecadores ofrece el sexto mandamiento que dice “no fornicar”.
Hoy se regula teológicamente hasta el número de veces que un ma-
trimonio puede abrazarse en el tálamo; si la mujer puede excusarse
cuando se lo piden muchas veces cada noche;32 Si la mujer peca o no
retrasando el cumplimiento de su débito sexual hasta la noche o de la
noche a la madrugada,33 si la esposa, insatisfecha por la deficiencia del
acto copular del marido, puede, por sí sola con sus propios tactos erógenos
completar el fornicio hasta el orgasmo;34 si es pecaminoso mirar los
30
Teología moralis, lib. 3, n.374.
31
De Synodo dioecesana, lib. XI, cap. VII, III.
32
“Tres o cuatro”, según el P.Berthier, no. 2548, o “más de tres o cuatro” según los
Padres Gury y Ferreres, no. 916, 3.
33
San A. de Ligorio, no. 940, Gury, no. 916.
34
Ligorio, no. 919, P. Gury, no. 90.

121
pechos desnudos de una madre lactante o de una vieja esteril;35 Si pe-
can los cónyuges que por voluptuosidad se besan recíprocamente las
partes vergonzosas;36 Si sea pecado restregar al esposo su miembro
viril contra la parte posterior del cuerpo femenino de su esposa;37 Si es
pecado mortal la introducción del pene en la boca de su cónyuge;38 si el
concúbito del marido en el “vaso prepóstero” de la esposa es o no peca-
do de sodomía;39 cuándo se deben absolver por no ser pecaminosos los
pruritos in pudendis de las mujeres. (Parce, verecundo lector),
advirtiéndose a los confesos que no crean fácilmente a las muchachas,
las cuales en los confesionarios achacan sus comezones a enfermedad,
siendo debidos “ad habitu pravo contracto se tangendi” (San Ligorio)
o “a naturali ardore complexionis venerae, precipue in juvenile
detale” según el P. Morán; el consejo que debe dar el confesor a la
mujer confesada “si vir se polluerif coeundo inter crura brachia aut
ubera mulieris...” o también “in ore foemina;”40 cuál ha de ser la
posición de los esposos en el abrazo conyugal para la realización de su
acto genésico sin pecado;41 cuándo es la época lícita para verificarlo;42
si son pecaminosos o no los tocamientos eróticos y en cuáles partes del
cuerpo43 y; si es o no pecado el “entretenerse demasiado” en los actos
preparatorios de la cópula;44 en qué casos puede uno deleitarse o no con
la evocación mental de una “cópula habida”;45 si puede o no cortarse el
acto copulativo una vez iniciado;46 sí son lícitas y cuándo las excitacio-
nes onanísticas in vaso postero vel in ore;47 en que la mujer puede con-
sentir el onanismo de su marido;48 cómo es obligatorio para uno pagar lo

35
Gury. Compendium, no. 418.
36
El P. Antonino Diana L.J. Omnes revolutiones morales. Lión, 1667, Tomo II, tract
VI, resol. 191, p. 449, col. 1.
37
Diana. Ob. cit. T. VIII, tract. VI, resol. 20, $5, p. 148, col.1.
38
Diana. Ob. cit. T. II, tract. VI, resol. 188. $1, p. 448, col 1; y el también jesuita P.
Thomas Sánchez. Opus morale in praecepta Decalogi Amberes, 1624.
39
Escobar, Ob. cit. Vol IV, lib. 33, rect. II cap. 15, probl. 20, no. 160.
40
Fray José M. Morán. Teología moral. Madrid, 1904, p. no. 922.
41
Gury, no. 912.
42
Ibídem, no. 913.
43
Berthier, no. 2521.
44
Berthier, no. 2549.
45
No. 920,6.
46
Berthier, no. 2549.
47
El P. Berthier, no. 2551.
48
Gury, no. 926.

122
estipulado a la mujer o al hombre [sic] por el uso impúdico o fornicario
de su cuerpo;49 cómo la adúltera no está obligada a entregar a su marido
lo que ella ganó en dinero como precio de su adulterio;50 etc. Todos
estos son temas corrientes de moral católica en las aulas de los semina-
rios y en las recónditas conversaciones del confesionario. Las antece-
dentes citas de ciertos preceptistas de teología moral podían multiplicar-
se, ellas no significan que los temas tratados y las tesis sostenidas lo
hayan sido tan sólo por los autores aquí referidos, los cuales hemos
tomado al azar entre las notas recogidas a través de sendas lecturas y
porque esas notas y textos dan la tónica mental y ética de una época y
de una escuela.
Desde otro punto de vista, observemos que si hace siglos el papa
Inocencio XI condenó con anatema la opinión de que “los actos conyu-
gales ejercidos por sola voluptuosidad carecen de culpa”, hoy día se
permite el matrimonio de quienes no pueden realizar “su fin”, aunque sí
el de deleitarse amorosamente con la cópula voluptuosa. No pueden
casarse canónicamente ciertos individuos indudablemente impotentes,
como son los castrados; pero en cambio, sí pueden hacerlo, aun cuando
no puedan tener hijos, los meramente estériles y también ciertos ancia-
nos capaces de copular. Es decir, pueden casarse estos sujetos capaces
para el deleite amoroso, pero no para la generación. Por otra parte, en el
actual derecho canónico no hay impedimento para el matrimonio de la
mujer que devino infecunda porque la cirugía le extirpó el útero o los
ovarios, no obstante que esa mujer en cuanto a la procreación está
castrada como el eunuco. Tampoco la Iglesia prohíbe inequívocamente
el matrimonio a los hombres vasectomizados. Hay teólogos que defien-
den la vasectomía doble, es decir, la esterilizadora, y totalmente hay
otros que se inclinan a prohibir el matrimonio de los así hechos impoten-
tes para procrear aunque no para el deleite, tratando de justificar que se
prive canónicamente a los hombres carentes de ambos testículos de
derecho a casarse y no se haga igual con las mujeres carentes de ova-
rios, cuando las dos especies de impotentes sean exactamente iguales
en cuanto a la generación, dice el P. J. B. Ferreres: “porque no todos los
eunucos pueden penetrar la vagina, y los que pueden es probable que no
puedan realizar un coito plenamente saciativo de la mujer, y aun, según

49
Diana loc. cit. Tomo VI, tract IV, resol. 56, $1.
50
Escobar, ob. cit. Vol IV, no. 177.

123
algunos, expone a peligros a la mujer con quien tiene coito, por defecto
de semen; mas la mujer que carece de ovarios se da al coito del mismo
modo que si no estuviera castrada”.51 A lo cual comentaba un teólogo
muy crítico y perspicaz: “Es decir que todo el negocio se debe mirar
desde el punto de vista del coito. ¿Pueden realizar el coito con igual
satisfacción que si no estuvieran castrados? Pueden casarse. ¿No pue-
den realizar el coito? No pueden casarse”.52 Así, pues, la Iglesia hoy día
admite que es lícita y sin pecado la cópula aun a sabiendas de que sea
ineficaz para la procreación. No solamente para los citados individuos
esterilizados; para la mujer sin útero o sin ovarios, o para el hombre
infecundo por vasectomía doble. También a la mujer sin vagina se le
“permite la cópula vulvar cuando la vaginal resulta del todo imposible”.53
Y es lícito también, los abrazos sexuales del hombre con la esposa ya
embarazada, cuantos quieran, aun cuando mediante ellos no cabe fe-
cundación. Se acepta, asimismo, el concúbito y su deleite contrariando
“el fin del matrimonio” durante ciertos períodos intermenstruales que se
han supuesto infecundos. Se sostiene igualmente que no debe negarse
el coito conyugal a los castrados, “eunucos o espadones”. ¿Hay coito
más estéril que el coito de los privados de ambos testículos? Pues, el P.
Gury.54 “Si después de contraído válidamente el matrimonio es privado
el varón de ambos testículos, todavía, según muchos autores, puede líci-
tamente pedir y conceder el débito. Y le acompañan en este parecer los
teólogos tan insignes como Sánchez (1, 7, d. 192, n.7), Schmalgrueber
(t.4, tit, 15, n. 32), Layman (lib. 5, tr. 10, p.2, c.11, n.3), D Annibale (III,
11, 470, not. 13), Ganicot (n. 543, II, 4º), Noldin (De sexto praecepto, n.
61, c.) Berardi (Praxis, vol. I, nums. 980-984) y otros.”
En fin, es tolerable y sin pecado que el anciano, ya en la impotencia
genésica de su decrepitud, le exija todavía el deleite conyugal a su esté-
ril y senil compañera; pues como le decía el P. Claret a una vieja
confesanda: “el matrimonio no sólo es para tener hijos, sino también
para calmar la concupiscencia, y aunque Ud. se halle enteramente ex-
tinguida por los años y achaques no será así en su marido, por viejo que
sea, pues dice San Felipe Neri que en algunos vive mientras pueden
mover los párpados, y quizás Dios lo permite para que no se aborrezcan
51
Ferreres: De vasectomia duplici, etc., número 240.
52
Jaime Torrubiano Ripoll. Teología y Eugerecia. Madrid, pp. 149 y 182.
53
Berthier, no. 1651.
54
Ob. cit, núm. 856.

124
cuando viejos”.55 Hay que advertir, sin embargo, que este Arzobispo de
Santiago de Cuba, hoy casi santo, tenía ideas algo extravagantes en sus
prácticas de confesionario tocante al sexto mandamiento. Llevado por
su ética política de facilitar la fecundidad, salvo en el caso de sublimación
virginal del sexo, no admitirá acto sexual alguno que no fuere encamina-
do a procrear, equiparaba el onanismo al parricidio y la polución
extravasada a un delito grave, merecedor del calabozo. Cada criatura
que viene al mundo, explicaba el P. Claret,56 es como un soldado que va
a la guerra con los cartuchos contados, que le da su general para hacer
fuego cuando él se lo mande. El buen militar guardará bien sus cartu-
chos, evitando que se le inflamen y no gastándolos a su antojo en diver-
tirse y alegrarse. Si los despilfarra, traiciona a su general y éste lo cas-
tigará duramente; pues lo mismo ocurre con el que fornica y malgasta
sus cartuchos a su gusto y no para su finalidad natural que es disparar el
sexo para la procreación.
Todo onanismo entre cónyuges es grave pecado, sostenía el P. Claret,
aparte de otras razones, porque toda la sustancia procreadora que eyacule
el varón debe ir siempre al vaso muliere, pues si, por descuido casual, la
mujer concibiera en un solo acto del marido habitualmente onanista,
podrá correrse el peligro de “que nazca el hijo estropeado, macilento y
flaco; porque siempre falta aquella porción que el Autor de la naturaleza
tenía señalada; así como no serán nunca tan duraderas unas medias que
no tienen aquella cantidad de hilo o estambre que regularmente se re-
quiere”.57
Advirtamos todavía cómo ha sido una consecuencia inevitable de
esa actitud teológica contra el sexo y de su choque con las realidades, la
cuestión siempre embarazosa para los clérigos moralistas, de la mujer
prostituta, ¿qué se hace con la meretriz, con la mujer que, por congéni-
tas anomalías o por causas ambientales, se entrega al comercio de la
sexualidad a cambio de dinero, ganando en su ejercicio el sustento y a
veces hasta el poder y la admiración? La furia theologorum contra la
concupiscencia exigía que contra ella se desataran todas las agresivida-
des sancionales de la Iglesia. Sin duda, la ética reprobaba la prostitu-
ción; pero jamás fue en la práctica perseguida por el clero con un deci-

55
Llave de oro. &. Loc. cit., p. 698.
56
Ob. cit. p. 681.
57
Claret. Llave de Oro. tr. Ed. cit., p. 692.

125
sivo propósito de extirparla. La Iglesia no podía hacerlo en realidad.
Pero tampoco tuvo fuerzas suficientes para suprimir a los pederastas y
a veces se encargó sin transigencias teóricas de perseguir el pecado
nefando con los preceptos teológicos y hasta con las penas terribles de
la Inquisición. ¿Por qué no la hoguera para la meretriz, si en ella se
quemaba al sodomita? Como escribe Lecky, “esa figura es ciertamente
la más triste y, en ciertos respectos, la más espantosa, sobre la cual se
posa el ojo del moralista. El desgraciado ser, que constituye una ver-
güenza citar siquiera su nombre; que finge con frío corazón los trans-
portes de la afección y se somete pasivamente como instrumento de
lujuria; que es oprobiado e insultado como lo más vil de su sexo, presa
en su mayor parte de la enfermedad, de abyectas vilezas y de una tem-
prana muerte, aparece en todas las épocas como el perpetuo símbolo de
la degradación y corrupción del hombre. Siendo en sí misma el supremo
tipo del vicio, en última instancia es “el más eficiente guardián de la
virtud.” A no ser por ella, sería profanada la pureza de gran número de
hogares, y no pocas mujeres que, en el orgullo de la castidad libre de
tentaciones, sienten indignación al pensar en aquélla, habrían conocido
la agonía del remordimiento y de la desesperación. En ese ser degrada-
do e innoble, están encontradas las pasiones que pudieran haber llenado
al mundo de vergüenza. Ella perdura, mientras credos y civilizaciones
se levantan y derrumban, la eterna sacerdotisa de la humanidad, man-
chada con los pecados de todos”. Es que la Iglesia encontró en la mere-
triz la válvula de seguridad contra la excesiva presión de su absurda
moral virginalista, misógina y antigámica, y no se atrevió a exigir su
supresión. Ya San Agustín, Santo Tomás y otros perspicaces teólogos
tuvieron que tratar del asunto, opinando que era mejor tolerar las
meretrices a pesar de sus gravísimos pecados habituales, como unas
transgresiones menores, ut majores cerveantur, para evitar otras que
se decían más graves, como adulterio, escupios, sodomías, etc.
El mismo problema se había experimentado por la Iglesia tocante a
las concubinas de los sacerdotes, que durante siglos fueron habituales
compañeras de éstos, pese a su juramento sacramental de celibatarios.
El teólogo Gerson (1363-1429), que admiraba la virginidad y el celibato,
no tuvo sin embargo reparo en recomendar el concubinato clerical como
una institución preventiva de peores males, aun cuando en sí fuese es-
candaloso. Cuando la barraganería del clero fue usual y hasta reconoci-
da en las leyes, se observó la paradoja de que el clérigo escandalosa-

126
mente amancebado y a sabiendas de su pecado era menos criticable
que el clérigo que por casarse honradamente ahorcaba los hábitos con
plena buena fe.
Con la prostitución ocurrió algo parecido. Los pontífices las tolera-
ron siempre en Roma, donde ellos eran reyes además de papas, y en su
corte abundaron a millares. Y las hubo también en la papal Avignon y en
todas las ciudades católicas. En realidad su comercio fue libre de
interferencias eclesiásticas. Se le pusieron límites y se tomaron precau-
ciones, como con una torrentera, para que no se desbordase; pero no se
adoptaron contra la prostitución las enérgicas medidas que contra la
sodomía, la bestialidad, el adulterio, y aun contra otras fornicaciones de
las menos graves. Había una manera de simbiosis entre la moral de la
prostituta y la del teólogo. Por esto según la teología moral jesuita, lógi-
camente, las meretrices estaban exentas del precepto de confesar por
Pascua Florida.58 Es cierto que el P. Viva dudaba de si eso era realmen-
te así. Él creía que no estaban exentas del precepto pascual pero pensa-
ba que es “probable” la opinión de los doctores que sostienen no incurrir
aquéllas en las penas de los transgresores contra dicho mandamiento,
porque jamás fueron ellas denunciadas, no obstante los muchos años
que pasaban sin confesarse.59 Pero esa doctrina no era unánimemente
aceptada. San Alfonso María Ligorio60 decía que la opinión de Santo
Tomás era “probable” pero “más probable” era la contraria. Con lo cual
dentro de la ética probabilista se podía seguir, con igual validez moral,
cualquiera de las dos.
Aún hoy día, el trato teológico del lupanar es una vexata questio
para los teorizantes moralistas de la Iglesia, aun cuando en la práctica
preocupe poco. “¿Se han de tolerar las meretrices? Unos lo afirman,
para evitar así que las mujeres honestas sean seducidas; otros, y su
parecer es más probable, lo niegan, a causa de los graves males que de
ello se siguen.” “Ciertamente, no se pueden tolerar, fuera de las grandes
ciudades.”61 En ese caso, dice el P. Morán, “yo no les negaría la abso-
lución” a las autoridades que las permiten.62 Pero esta teoría de la tran-

58
P. Manuel Sa Aphorismi Confessariorum. Venecia 1617 S.V. Confessio, no. 42.
59
Viva, Cursus Theologiae Moralis. De Poenit. P.II A. IV. Art: 3, no. 7.
60
Theolo. Moral. Lib. III, no. 434.
61
Berthier. Ob. cit, no. 2524.
62
Ob. cit. 901.

127
sigencia ética y urbana con los burdeles, para lograr una buena finalidad
práctica, mantiene abierto el perenne problema. ¿Acomodamiento rea-
lista? ¿Moralidad clásica? ¿Tolerancia de conveniencia política ante males
mayores? ¿Entonces con ese criterio relativista se puede llegar otra vez
a la aceptación del concubinato del clérigo ad vitandum pejora, y tam-
bién a la falsificación de milagros, a la mentira piadosa, a la doblez
probabilista, al fin justificador de medios? ¿Podrá una mujer religiosa
sacrificarse piadosamente entregando su deleite, su carne, a los depra-
vados si lo hace por el santísimo propósito de salvar de la seducción a
las demás mujeres? Y, ya por esa vía resbalosa y laxa, ¿no será discul-
pable que una beata complazca secretamente a un confesor solicitante,
movida ella por el sagrado deber de evitar el terrible escándalo que
contra la Iglesia se produciría si de no acceder al pecado, el pecador
obstinado llegara al atropello notorio? ¿No se justificará el aborto forza-
do de la monja y la desaparición del feto denunciador de la fornicación
sacrílega, para evitar así el mal de la difamación contra la Iglesia, si ésta
se hiciere pública?
¡Cuán lejos está toda esa casuística de teología de los tiempos de
San Juan Crisóstomo y de San Gregorio, y aun de ciertos siglos poste-
riores, cuando las costumbres eran relajadas; pero la doctrina austera
contra el sexo se mantenía con rigidez! Antaño, en la época histórica
que aquí nos interesa, en aquella alborada de la edad moderna, la fecun-
didad no era virtud santa, el sexo estaba perseguido por la Iglesia, el
placer de la voluptuosidad era piadosamente execrado y los clérigos
predicaban como una idolatría la fanática devoción a Santa Castidad.
Mientras, el diablo de la lujuria, amedrentado por los rigorismos de los
teólogos graves, se vengaba de éstos manteniéndose astutamente en los
lugares más sagrados.

128
V

Sumario: El demonio en los conventos - Tienta a las monjas y a los


frailes. Los desposorios con Jesucristo.- Deliquios de monjas con su
Amado.- Labia y tretas donjuanescas del demonio.- Automartirios por
castidad.- Corrupción tradicional y anhelo de reforma.

La sistemática persecución de la carne, no por sus excesos sino per se,


por lo pecaminosa en que fue tenida, y la exaltación de la virginidad
como virtud culminante por encima del matrimonio y del amor, tuvieron
que producir consecuencias muy lamentables. Sobre todo en el campo
eclesiástico, donde más se imponían aquellos criterios inhumanos. Prin-
cipalmente a los recintos conventuales de mujeres, donde multitud de
ellas, núbiles, menopáusicas y seniles, convivían íntimamente en inalte-
rable reclusión, aisladas del mundo y del hombre, pero con su carne
consigo y acompañadas del demonio, y visitadas frecuentemente por el
clérigo confesor, quien no siempre era santo, anciano o abandonado de
las tentaciones.
En los conventos, como en todo ámbito de humanidad encerrada
(cárceles, cuarteles, buques, internados, noviciados, seminarios, cam-
pos de concentración o de prisioneros, etc.), las excitaciones sexuales
tenían que ser torturadoras y en no pocos casos irresistibles pese a los
silicios, flagelaciones, ayunos, oratorios y meditaciones. No hay más
que leer las crónicas hagiológicas de las santas monjas de esos siglos,
particularmente de las místicas, y se advierte en ellas la inquietud del
sexo, el ansia del amor inhibido, la tortura de la histeria, las visiones del
Amado, la obstinación de los diablos tentadores y, en los casos excep-
cionales que elevaron a los altares, la sublimación práctica y religiosa.
En los conventos sin cesar se provocaba la tentación del sexo, preci-
samente al insistir en los medios de ahuyentarlo y en las luchas para
vencer el diablo que lo alebrestaba. El tema del amor era constante;
para exaltarlo si a lo divino o para abominarlo si a lo humano. Cotidianos

129
eran el sermoneo contra la incontinencia, la exaltación de la casta pure-
za, el cuidado de la “sublime joya de la virginidad” que había de conser-
varse para ofertarla en el cielo. Las vidas de los santos y santas que
resistían las embestidas de Asmodeo eran meditación de cada día. El
mismo culto de la Virgen, de su parto sin obra de varón y de su concep-
ción inmaculada, eran una evocación inequívoca a la impoluta castidad,
o sea, a la anulación del sexo. El culto a Santa María Virgo fue de
exaltación creciente durante la edad media hasta las más vulgares su-
persticiones de la mariolatría, y fue en esos siglos del Renacimiento
cuando se dieron las más encarnizadas polémicas teológicas por la Pu-
rísima Concepción. No fue sólo en Bizancio donde bizantinizaron los
dogmatistas. Un autor polaco, Ignacio Matuszowski,1 explica el cre-
ciente papel de la Virgen en la leyenda católica como un atavismo psi-
cológico, como una herencia de la fe de los pueblos primitivos en la
influencia de la mujer contra los demonios. Pero esto es insuficiente. La
mariolatría ha sido una atávica supervivencia de las precristianas dio-
sas-madres, proscriptas por el monoteísmo judaico, pero reintroducidas
en el cristianismo, al irse extendiendo fuera de Palestina, mediante las
figuraciones sincréticas de las antiguas diosas. De todos modos, signifi-
có una renovación del culto al principio femenino y materno junto al
masculino y paterno, y, en definitiva, una evocación sexual.
Si se exaltaba la virginidad de los creyentes, a la vez se evocaban los
desposorios alegóricos como una sustitución mística de los carnales y
verdaderos. Toda evocación del emparejamiento amoroso era siempre
ocasionada a despertar tentaciones en aquellos ambientes de reseca y
mortificada castidad. Aún hoy día, según la doctrina canónica, no puede
el párroco ir a bendecir a las parturientas en iglesias de religiosas, ni
publicar allí las amonestaciones de los matrimonios, ni siquiera asistir a
éstos. Y hasta se pregunta piadosamente el P. Mach, “¿será edificante
que allí se celebrasen las bodas?”2 Sin duda, la contemplación de una
virgen novia de hombre, en el trance ritual de la exaltación de su virginal
pureza y en la anunciación litúrgica de su sacrificio en paso a la fecun-
didad, no es la ocasión más propicia para fortalecer la castidad estéril en
las reclusas y abstinentes vírgenes esposas del Amado Celestial. Sin
embargo, los desposorios con Jesús eran alabados cotidianamente y re-

1
Dyabel w poezyi. Varzowa 1899 -Cita de Rudwin.
2
Ob. cit., p. 653.

130
cordados sus deberes de fidelidad y las inefables dulzuras de sus amo-
rosos deliquios.
La metáfora de los desposorios espirituales de la virgen monja con el
amado, de la sacerdotisa con el sacro numen, se llevaba a las más insó-
litas derivaciones. Era tanto como reproducir en el cristianismo el místi-
co concepto del matrimonio teogámico, frecuente en muchas otras reli-
giones, donde se consagran mujeres a los dioses como sus amantes
esposas, vírgenes como, por ejemplo, las sacerdotisas del sol en la anti-
gua Persia, las vestales de Roma, las pitonisas de Delfos y las
enclaustradas doncellas de los cultos mayas, aztecas e incaicos, que
tanto sorprendieron a los padres Clavigero, Torquemada, Cogolludo,
Acosta y demás clérigos españoles que vinieron a las Indias. Tal como
luego los etnógrafos las encontraron en las madrigadas de los pueblos
guanches en las islas Canarias, en las castas sacerdotisas negras de las
tribus dahomeyanas y achantis, en las lamaistas del Tibet, etc.
En todas estas y otras religiones no cristianas, ciertos dioses tenían
sus hogares poligámicos, tal como los reyes de sus pueblos tenían esa
cortesana institución para sí por razones de economía, placer y devo-
ción.
Desde los pueblos primevales se ha comprendido la íntima relación
de los fenómenos sexuales con los religiosos. Hechiceros, magos y bru-
jos, todos los personajes consagrados al trato con las potencias sobrena-
turales han solido estar sujetos a tabúes, restrictivos de los contactos
sexuales, así como a los largos ayunos, penitencias, prácticas y ejerci-
cios asiáticos, anormalizadores de su mentalidad y de sus experiencias
sensoriales.
Han sido también muy frecuentes en las religiones no cristianas los
sacerdocios de hombres célibes, que al ser ungidos consagran a la diosa
de su culto todo su amor y sus votos de perenne castidad. Citemos, a
vuela pluma, los sacerdotes del dios taurino de Egipto, los budistas de la
India y de Ceilán, los chibchas de Bogotá, los tohil de Guatemala, los
aztecas de México, los lamas del Tibet, etc. Algunos de esos tabúes aún
se encuentran entre los sacerdotes de los cultos de Guinea, trasplanta-
dos a Cuba y otras tierras americanas. En algunos pueblos mediterrá-
neos, los sacerdotes abominaban tanto de la lujuria que los traicionaba,
haciéndolos apostatar de sus dioses, que se castraban. Recuérdense los
sacerdotes eunucos de la efesia Artemisa, de la frigia Cibeles, de la siria
Astarté, etc.; se ha observado que, en general, los sacerdotes se han

131
distinguido siempre por sus indumentos extravagantes y simbólicos, pro-
pios para fijar en la conciencia social el concepto de su personalidad
extraña y privilegiadamente dotada de poderes y virtudes; ya parecien-
do como seres sobrenaturales o demonios, ya como seres superiores,
fuera de las flaquezas humanas, sin hombres ni mujeres, entes asexuados,
o supersexuales o andróginos; a veces con barbazas de varón y vestidu-
ras talares de mujer. El afeminamiento, o mejor dicho, la descivilización
profesional de los sacerdotes en sus votos, costumbres y vestuarios, es
un tema muy conocido de los etnógrafos. Y la atracción de los afemina-
dos y los eunucoides por las cosas sobrenaturales y las ceremonias
litúrgicas en todas las religiones es tema de los psicoanalistas.
El monarquismo medieval fue una metafórica revivencia de aquellas
arcaicas y bárbaras instituciones de los templos con el sagrado marido y
a su servicio una mística poliginia de vírgenes; o de una diosa madre,
amorosa, fecunda y poliándrica servida por un colegio sacerdotal de
hombres abstinentes de todo otro amor que le consagran su castidad y
hasta los órganos de su propio sexo. Así se explica ese parentesco sexual,
teogámico y simbólico de los monjes y monjas del cristianismo y luego
de su clerecía en general, con la sacra persona del numen sobrehuma-
no, de quien se hacen cónyuges, y le juran la fidelidad de su casto amor,
sólo dispensable por la omnipotencia disolutoria del máximo vicario de la
deidad. San Cipriano habla de las mujeres vírgenes cuyo “marido” es
Jesucristo.3 Se refiere a mujeres sin otro esposo y señor que Jesús, con
quien vivían en matrimonio místico, “dedicadas a Cristo en carne y espí-
ritu”. Y al condenar el hecho de que ellas cohabitaran con eclesiásticos
solteros, pretendiendo que ello era un acto espiritual, decía: “quien se
haga culpable de ese crimen será una adúltera, no contra un marido
cualquiera, sino contra Cristo”.4 En ocasiones, la idea de ese místico
parentesco conducía en la práctica a las más inopinadas aplicaciones.
San Jerónimo, por ejemplo, al noticiarse de que una joven devino “la
novia de Cristo”, por meterse a monja, menciona a su madre como “la
Suegra de Dios.”5
En los conventos, las novicias oían el oficio de difuntos como muer-
tas para el mundo, se despojaban de todas sus vestimentas mundanas, y,

3
De Habito Virginum, 4, 22.
4
San Cipriano. Epístola L XII. Migne ob. cit. IV. 368.
5
Sacrus Dei. En su Carta a Eustaquio. Epíst. LII.

132
totalmente desnudas y benditas, se vestían los sagrados ropajes, con
blancos velos de vírgenes como novias para la boda con su Amado, con
ese Jesús hermoso, varonil, penante por la humanidad y en espasmo
agónico, que ellas veían en las cruces de los claustros desnudo, hermo-
so, varonil, con los labios sedientos y los brazos abiertos en espera de la
mística entrega. Aun fuera de los conventos y de la clerecía persistía
ese concepto del parentesco con Cristo. “La unión de Cristo y su Igle-
sia,” dice Lecky, “había sido representada como un matrimonio; y esta
imagen no fue considerada como una mera metáfora o comparación,
sino como una íntima y misteriosa unidad, que, aun cuando no era sus-
ceptible de una muy clara definición, dejaba de ser menos real. Los
cristianos eran los “miembros de Cristo”, y por esto aquellos que se
unían en matrimonio con los que no pertenecían a la familia cristiana,
cometían literalmente, se dijo, una especie de adulterio o fornicación. El
matrimonio de los israelitas, el pueblo escogido del mundo antiguo, con
los gentiles, había sido descrito en el Antiguo Testamento como un acto
de impureza; y en opinión de algunos, por lo menos de los Padres, la
comunidad cristiana ocupaba con respecto a los infieles, una posición
análoga a la de los judíos con respecto a los gentiles. San Cipriano de-
nunció el crimen de aquellos “que prostituían los miembros de Cristo
casándose con Gentiles”. Tertuliano describía tal matrimonio como for-
nicación; y después del triunfo de la Iglesia, el matrimonio entre Judíos y
Cristianos se convirtió en una ofensa capital, y fue estigmatizado por la
ley como un adulterio. Jesús Nazareno, el lacerado de la Pasión, es por
las tierras hispánicas el “patrono” de las mujeres con amores contraria-
dos; ansiosas de mitigar penas como mujeres Verónicas. El realismo
español se complacía en la escultura policromada, la plástica más verista,
y creó esos Cristos y santos demacrados, exangües, sedientos, febriles,
insomnes, enfermos, como tuberculosos en trance de pensar; mientras
en la paganía renacentista hubo Cristos marmóreos de Leonardo de
Vinci y de Miguel Ángel con todos los órganos de la hombría. Las
miguelangelescas figuras de la Capilla Sixtina tuvieron luego que ser
vestidas con pinceladas encubridoras de las desnudeces sexuales. Y los
Cristos en agonía desnuda fueron sustituidos por la imagen de Jesús
triunfante, con ricas y hermosas túnicas y en ofrenda de su Corazón con
fuego de amor.
Los clérigos ora decían que se desposaban con la Iglesia, ora que
ésta era su Santa Madre, y recibían en sus arrobos visitas de santas y

133
tenían deliquios con la Sublime Feminidad, personificada en la Mujer
Suprema, la Esposa del Padre y Madre del Hijo. En la Edad Media, la
Concepción de María Santísima se simboliza por la paloma del Santo
Espíritu que desde lo alto lanza un rayo, iluminado como obra de divini-
dad, hacia el sexo de la doncella que será virgen madre, nacida sin
pecado y parida sin pecar. El simbólico signo de la vesica piscis, en el
correspondiente lugar del cuerpo de la Virgen, tan frecuente en la ico-
nografía de la época, completa la evocación de la mística sexualidad.
Pero con el Renacimiento se pasa a más carnales feminidades. En esa
época se pintan para los altares vírgenes bellas, robustas y alegres como
buenas mozas primerizas, con el seno al aire para amamantar al crío
desnudito en su regazo. Hubo pinturas que representaron a la Virgen
María dando de mamar a Santo Domingo de Guzmán; alegoría de la
nutrición espiritual, sin duda, pero pervertida por formas de sensualidad
profana.6
Tras las pinturas de los artistas puros como Fra Angélico, hubo los
cuadros religiosos donde so capa de escenas bíblicas y simbolismos éti-
cos revivían las sensualidades de la plástica pagana. Las Evas, las
Raqueles, las Esther, las Judith, las Samaritanas, las Susanas, las
Magdalenas, las Sibilas, las Virtudes, las Vírgenes prudentes y las Vír-
genes locas, la Putifar que enamora a José, las hembras diabólicas que
tientan a San Antonio... Bernini esculpió a Santa Teresa de Jesús en su
arrobamiento místico con el plástico realismo de un orgasmo carnal.
También abundaron los Arcángeles guerreros que libertan a las al-
mas aprisionadas por los demonios, como los príncipes de los cuentos de
hadas, que salvan a las bellas durmientes y a las vírgenes presas por el
dragón encantado. Ángeles radiantes de hermosura pero asexuales, para
que la imaginación pusiera en ellos vida y amor y el sexo deseado, como
hacen los niños en los muñecos que son sus juguetes. Ángeles andróginos,
para el fraile como doncellas, para la monja como donceles, como efebos
para los dos. Ángeles semidesnudos y con túnicas sueltas. O vestidos
de alas; dos para volar, cuatro para cubrir pudicia como abanicos de
plumaje.
También hubo querubines infantiles, bellos como amores inocentes,
y promesas de maternidad satisfecha para mujeres en la desesperada

6
Pbro. Martín Mérida. Historia Crítica de la Inquisición en Guatemala. Guatemala,
1895. Ed. de 1937.

134
melancolía de la esterilidad forzada, sin hijitos que besar. Santa María
Magdalena, Santa María de la Virgen, Santa Afra, Santa Pelagia, Santa
Thais y Santa Theodota, en la primitiva Iglesia, así como Santa Marga-
rita de Cortona y Clara de Rimini en la Edad Media, habían sido corte-
sanas, y se enaltecía su arrepentimiento que las llevó a los cielos, exal-
taba la memoria de San Vitalius, que acostumbraba todas las noches
visitar los burdeles para dar a las mozas que en ellos vivían dinero con
que pasaran la noche sin pecar, a la vez que oraba por su conversión.
Los vicios se evocaban cotidianamente para abominarlos..., pero ince-
santemente se traían a la imaginación, como ocurre con las preguntas
imprudentes de los confesores, quienes para inquirir los pecados de sus
penitentes ingenuos los van enumerando y trayendo a la mente de los
pecadores, enseñándoles a éstos nuevas posibilidades de pecar.
En las llamadas sublimaciones de la mística, la unión con la deidad se
expresaba con la terminología conyugal más inequívoca. Según sinteti-
zaba San Alfonso de Ligorio, en el siglo XVIII la unión mística con Dios
era de tres clases: unión simple, unión de desposorio y unión consu-
mada, que se llama matrimonio espiritual. En la unión de desposorio
se comprendían tres grados: el éxtasis, el rapto y la elevación del
espíritu; en el matrimonio espiritual “el alma se transforma en Dios y
se hace una misma cosa con Él”. Metáforas de la devoción fervorosa,
alucinaciones de la mente extraviada, revanchas de los instintos opresos,
compensaciones de la conciencia inhibida. Torturas de mística
semidoncellez. Vírgenes de cuerpo y desposadas de alma; castas y lívi-
das del amor carnal, pero voluptuosas y entregadas a los ardientes
arrobos del amor divino.
Como observaba Pompeyo Gener, en los conventos las monjas “no
deben existir más que por Dios y en Dios. Poseídas por él son impeca-
bles. En esto estriba la virtud, esta es la perfección; levantarse en alas
del amor divino hasta las alturas místicas en que desaparezcan las faltas
de la carne”... “Luego únese a esto un sistema de sobrexcitación conti-
nua, como la fustigación, el meditar sobre la circuncisión del Señor, la
encarnación y el amor divino, la vista de esos santos y de esas imágenes
de Jesucristo del Renacimiento, semidesnudos, hermosos, rebosando vida,
y un régimen en el cual se imponen pruebas arriesgadas, en el cual se
enseña que esta carne es muy flaca y que es menester entenderla, y
en que se aconseja fiar de los superiores en tales asuntos como dice
Santa Teresa. Todas estas causas producen una literatura erótico-místi-

135
ca en los conventos que acaba de inflamar las imaginaciones. Tómase
por tema la unión de Cristo con la esposa que le desea, y se parafrasean
todos los versículos del Cantar de los Cantares. Todas estas composi-
ciones desbordan de sensualismo, todas están inspiradas en un gozar eterno;
tendiendo al misticismo, respiran concupiscencia por todas partes.7 No
hay más que leer a Santa Teresa de Jesús. En todos sus escritos no se
habla más que de embebecimientos, de arrobamientos, de éxtasis y
deliquios, de goces que se gozan, de comienzos de grandísima suavi-
dad, de una dichosa embriaguez, de comer el fruto gustosísimo, de
beber el licor celestial y de morirse en un paraíso de deleites. A las
novicias les cuenta que el Rey la entró, que la metió en la bodega para
que bebiera conforme a su deseo y se embriagara bien de todos los
vinos de la despensa de Dios; explícales cómo se tiene el amor vivo
estando todas las potencias muertas y dormidas, llegando a estar
hecha toda una misma cosa con el mismo señor del amor. Pídele a
Jesucristo, que por misericordia la permita gozar de Él, que la deje compa-
recer delante de su presencia con vestiduras de bodas e incítale a
que recupere el tiempo perdido, y a que la bese en la boca. Refiere
que el dulce cazador la tiró con flecha enarbolada de amor y que la
dejó rendida en sus brazos amorosos. Cristo para ella es un amante
real y verdadero a quien ella llama su amado, su querido, su zagal. Cuando
habla de su juego y su belleza, se entusiasma de tal modo que prorrum-
pe en estas palabras: “Vuestra soy, para vos nací, ved aquí mi corazón, mi
cuerpo, mi vida, mi alma, mis entrañas, mi afición, dulce esposo, dadme la
muerte o la vida, la honra o la deshonra”.8
Léanse también los deliquios sacro amorosos de otra santa de aque-
lla época de divinos desposorios monjiles, cuando surgió, también por
obra de monjas y de jesuitas, la adoración sacro erótica del Sagrado
Corazón que fue ignorada en los siglos de más profunda cristiandad.
Refiriéndose a Santa María Magdalena de Pazzi, decía el P. Ribadeneira
como sigue: “El fuego que ardía en el pecho de esta santa virgen era tan
grande que, no cabiendo dentro de él, se desahogaba en llamas por la
boca (que tales eran sus palabras), y como quien se abrasaba, sin hallar

7
P. Gener Ob. cit. T.II, p. 251.
8
Véanse esas eróticas expresiones en las obras de Santa Teresa de Jesús: Conceptos del
amor de Dios. Sobre algunas palabras de los Cantares de Salomón. Exclamaciones
y poesías, IV, XII, XIV, XXXII.

136
remedio, andaba por el monasterio dando voces sin poder parar, y con
locura concertada y más elocuencia enseñada solamente del amor (por-
que nadie sino el amor la sabe), decía: ‘¡Amor, amor! ¡Oh Señor mío, no
más amor, no más amor! Es mucho amor, Jesús, el que tú muestras a las
criaturas. No es muy grande respecto de tu grandeza; pero lo es para
una criatura tan vil y baja.’ Redundaba este fuego al cuerpo de la santa
de tal modo, que no podía sufrir el hábito de lana, y era menester
aligerarse; bebía agua frigidísima, y se lavaba en ella los brazos, el pe-
cho y la cara para templar el ardor, diciendo que se sentía arder y con-
sumir; y vuelta al cielo clamaba: ‘No puedo más sufrir tan grande lla-
ma.’ Si encontraba alguna de las monjas apretábase fuertemente las
manos y decía: ‘¡Oh alma: ¿Amas al amor? y ¿cómo puedes vivir? ¿No
te sientes consumir y morir de amor?’ Otras veces se iba a tocar las
campanas a la torre, y decía a voces: ‘Venid, almas, a amar al amor de
quien sois tan amadas.’ Finalmente, en los excesos ó crecimientos de su
amor, que frecuentemente padecía, decía y hacía tales cosas que mos-
traba estar loca y furiosa con aquella locura que dice San Crisóstomo es
mejor que todas las sobriedades. Llegó a ser tan excesivo y puro su
amor, que deseando parecerse totalmente a su Esposo, hizo con él un
pacto de no querer más gustos ni regalos espirituales, sino solamente
llevar su cruz sin interés, y pidió al Señor que viniese en ello, y como
después en una ocasión quisiese el Señor regalarla, le dijo con una amo-
rosa queja: ‘Ah, Señor, ¿cómo os olvidáis del concierto que conmigo
habéis hecho?’ Y solía decir muchas veces á las hermanas una senten-
cia nueva y digna de admiración: ‘No deseo morir, hermanas mías, tan
presto porque en el cielo no hay padecer.’ Y con padecer continuamen-
te achaques, enfermedades y dolores intensísimos nunca estaba con-
tenta y siempre deseaba padecer más y más.”9
También en los conventos del frailío se dieron las sugestiones eróti-
cas; pero en ellos los encierros fueron menos rigurosos y las relajacio-
nes mayores, que con frecuencia llegaron al libertinaje, también por aque-
llos siglos de la Reforma y de la Contrarreforma, los jesuitas, que eran
recién llegados, acentuaron las exaltaciones de la castidad y las penas
infernales para los pecadores por lujuria. En los noviciados no dejaba de

9
El P. Ribadeneira, según La leyenda de oro para cada día del año. Vida de todos los
santos que venera la Iglesia. Revisada por los PP. de la Compañía de Jesús. Barcelo-
na, 1865. T. II, p. 147.

137
encomiarse la virginidad de los varones. Dos jóvenes y aristócratas je-
suitas fueron subidos a los altares como vírgenes: San Luis Gonzaga y
San Estanislao de Kotska. Y el P. Ribadeneira reavivaba la historia de
San Pelayo, santo del siglo X, patrono de los tentados de homosexuali-
dad, que resistió con el martirio los ataques de la lujuria invertida. Fue
San Pelayo un niño, galleguito de diez años, a quien un obispo tío suyo
dio en rehenes a un califa de Córdoba para el prelado obtener su pro-
pia libertad. Era Pelayito “de hermosura extremada”. También “era
muy honesto, templado, reposado y prudente; velaba en oración, leía
libros santos; sus pláticas eran de cosas de virtud y ajenas de parlerías,
risa y disolución, y en fin, no parecía niño, sino viejo en el seso y
madurez. De esta manera estuvo el santo niño tres años y medio en la
cárcel, disponiéndose para que Dios le hiciese la merced que después
le hizo, dándole corona y gloria de mártir. Porque estando un día el rey
moro comiendo, algunos de sus criados le alabaron la rara y admirable
belleza del niño Pelayo, y el rey mandó que luego le sacasen de la
cárcel, donde estaba aherrojado, y le trajesen a su presencia. Sacáronle
y vistiéronle ricamente, y avisándole al mismo niño de la dichosa suer-
te que le había cabido, le pusieron delante del rey. El cual, como era
hombre no menos torpe que infiel, en viéndole se cegó con el resplan-
dor de su hermosura, y comenzó a ofrecerle honras, riquezas y otros
grandes dones y dignidades para sí y para los suyos, si dejaba de ser
cristiano, y seguía la ley del gran profeta Mahoma”. El santo niño se
resistió. “Quiso el rey llegarse al bendito niño para halagarle y tocarle
con algunas muestras de deshonestidad. Y Pelayo, no como niño, sino
como varón esforzado: “Aparta, perro”, dice, “tu rostro. ¿Piensas que
yo soy como uno de esos tus afeminados?” Diciendo esto rasgó la rica
ropa que le habían vestido, y la echó de sí para estar más desenvuelto
para la lucha y pelea que esperaba, y morir si fuese menester por
Jesucristo. Estaba ya el rey tan cautivo y abrasado del amor, que ni las
palabras de Pelayo ni sus obras fueron parte para mudarle, antes mandó
a sus criados que con caricias y blanduras procurasen persuadirle que
dejase de ser cristiano y se rindiese a su voluntad. Pero como vio el
rey que perdía el tiempo, porque Pelayo estaba constante y fuerte en
su propósito, convirtió el amor en odio, y toda aquella blandura en
rabia y furor, y sañoso, y con los ojos que centelleaban y arrojaban
llamas de sí, mandó colgarle luego en la garrucha, y alzarle y soltarle
muchas veces..., y creciendo más su furia infernal mandó que le fue-

138
sen cortando todos los miembros uno a uno, y después de haberle así
muerto lo echasen en el río Guadalquivir.”10
Las excitaciones amorosas que se daban entre el monjío no eran
todas hacia el esposo Amado Divino, ni las de los clérigos y frailes hacia
Santa María Virgo. El amor no olvidaba las exigencias carnales, ni su
oriundez diabólica. En los conventos, en vez de imputar los ataques car-
nales de la lujuria a la vida ociosa y a las sobreexcitaciones místicas, se
les explica como obra tentadora de los diablos: Por lo cual a veces son
reputadas como un beneficio, pues no faltan quienes expliquen esas
tribulaciones del cuerpo y de la conciencia por permisión y designio de
Dios, que así quiere probar más la virtud de sus esposas. En la hagiogra-
fía se dan numerosos ejemplos de este propósito de Dios, que hace
mortificar a sus elegidos por medio de endiabladas torturas para mejor
prepararles su ascenso póstumo a la gloria. Y lo mismo ocurre con los
tormentos de las posesiones diabólicas, que a veces son regalos divinos
para acendrarles en la tierra su pureza a los favoritos y ahorrarles así
las penalidades de ultratumba. Como se dice en un texto moderno: “No
todos los que se hallan maleficiados o espirituados lo están por mano de
brujas, porque muchos lo están por permisión divina; siendo ésta de dos
maneras, en los unos para ejercicio de las virtudes, y en los otros para
purgación de sus pecados, como dicen los teólogos.11 Los primeros pa-
decen su trabajo regularmente mucho tiempo, y por medio del demonio
les labra Dios la corona, como se la labró el Santo Job. Los espirituados
de purgación suelen padecer mucho más o menos tiempo según la obra
de Dios intenta hacer en el alma, y el edificio espiritual que en ella intenta
levantar. Estas personas, concluida su purgación, quedan del todo libres
del poder del demonio, aunque no les faltan en adelante muchos mayores
trabajos.”12 Así las tentaciones lujuriosas de las monjas, aun siendo obra
de Lucifer, resultaban un reflejo del desposorio sobrenatural, como si el
mitológico Marido Divino de las poliginitis conventuales se complaciera
en provocar en sus mujeres el prurito del adulterio con los diablos para así
probar y depurar más su fidelidad, antes de llevarlas para siempre, des-
pués de la muerte, a los inefables goces del hogar celestial.

10
La leyenda de oro. Ob. cit. T. II, p. 304.
11
V. Blas de Lanuz. Pat. August, 3. p. lib. 2 c. 18. et seq. Late.
12
Vid. Lucer. Mystic. tract. VI. c. 6. et. seq. Así leemos, en síntesis, en obra del P.
Vitaliano de Santa Ines-lila. Espejo histórico. Colec. de Ejems. edificantes e instruc-
tivos sobre la Santa Ley de Dios. México, 1896, p. 69.

139
Era, pues, lógico que el demonio cohabitase con los seres humanos
enclaustrados. “En parte alguna hablaba tanto del diablo como en los con-
ventos. Era el Enemigo, aquel en quien se debía pensar a toda hora para
guardarse de sus emboscadas. Piadosas imaginaciones le mostraban ron-
dando sin cesar bajo los arcos de las bóvedas del claustro, como un león
presto a saltar. La menor falta a la regla le hacía surgir de la sombra. Por
ser religiosas, por haber renunciado al siglo, no por ello las monjas habían
cambiado su naturaleza. La sensibilidad, la nerviosidad femenina, se de-
sarrollaba más bien, como en cálida estufa, en aquella existencia sin acon-
tecimientos, que toda la llenaba lo sobrenatural. Las almas fuertes que se
habían decidido por libre voluntad, por gusto, por vocación a seguir la vida
conventual, gustaban sin duda goces serenos y se aclimataban pronto a
una atmósfera creada para ellas. Mas no todas las religiosas estaban en
este caso. En tiempos pasados, frecuentemente se tomaba el velo por
conveniencias sociales, porque se era una señorita con poca dote y debía
hacerse religiosa o rebajarse haciendo un matrimonio por debajo de su
condición. Se sometía sin duda dignamente a la necesidad, pero no sin
dejar tras de sí las penas, no sin hallarse desorientadas en un medio que no
habían escogido, no sin sentir el vacío de las horas. Así eran presa fácil de
las enfermedades nerviosas por las cuales la naturaleza contrariada re-
clama violentamente sus derechos. Contribuyendo al terror del Mal, ve-
nían las obsesiones, después las alucinaciones, las ideas delirantes que se
confiaban mutuamente en aquel pequeño círculo femenino tan estrecho y
jamás renovado. Un día, por un pecadillo, por una falta venial, llegaban a
dudar de sí mismas, a dudar de su salud, a creerse bajo el dominio del
demonio. Y poco a poco perdían la cabeza... y ya era una poseída, ¡pues-
to que así lo creían! Los gestos automáticos, las contracciones, las contor-
siones que seguían, despertaban alrededor nerviosidades parecidas. El
contagio nervioso es una cosa común. Introducid en una clase de niñas a
una alumna que sufra de ciertos tics o el baile de San Vito; al cabo de
pocos días toda la clase imita los tics y se contorsiona. Lo mismo sucedía
en el convento; una hermana nerviosa desequilibraba los nervios de toda
la comunidad. Y la locura de una sobrepujando la locura de otra, el piado-
so recinto se llenaba de clamores y de extravagantes caprichos que todo
el mundo, incluyendo a las mismas víctimas del mal, tomaban por satánicos.
La intempestiva medicación de los exorcismos, hacía el resto.”13

13
Octave Beliaru. Sociers, Reveurs et Démoniaques. Paris, p. 143.

140
Parece indudable que en los conventos había demonios. Tantos como
afuera, lo cual no decía mucho en favor de la eficacia aisladora, de los
muros, de las rejas, de las celosías, de las celdas, de los enrejados
locutorios y de los velos, tocas y sayales llenos de cruces, relicarios y
bendiciones. De entonces es el socarrón proverbio del pueblo español
que dice: “entre santo y santo, pared de cal y canto”. Pero todas las
precauciones eran inútiles. Los demonios se metían sin reparo alguno
en los conventos y hasta en las iglesias para ejercitar sus malicias tenta-
doras. Hay para convencerse de ello el testimonio de varios santos: A
SANTO DOMINGO DE GUZMÁN, por ejemplo, “estando en la igle-
sia rezando, el demonio se le puso delante de los ojos en figura de fraile
de su hábito, muy compuesto y muy devoto; pero fuera de tiempo y
obediencia, para inquietarle y desasosegarle de su oración. Otra vez vio
al demonio en traje y forma humana que andaba solícito de una parte a
otra. Conocióle y díjoles “¡Oh bestia cruel! ¿Qué haces aquí?”
Respondióle el demonio: “Ando en mi oficio, y al fin siempre gano.” Y
“¿qué puedes tú ganar en el dormitorio?” dijo el santo “Que duerman
(dice) más o menos de lo necesario, que se levanten de mala gana, o
que no se levanten a maitines; y aún cuando me dan más licencia, ma-
yores males les hago”. “Y en la iglesia (dijo Santo Domingo) ¿qué mal
les haces?” “Que vayan tarde, sin gana y sin gusto, y que estén allí
pensando en cosas del mundo.” Del refectorio dijo que allí les tentaba
para que coman más o menos de lo necesario. Preguntando del locuto-
rio, respondió con grandes risadas que era suyo todo aquel lugar, pues
allí se contaban nuevas impertinencias, y se decían palabras ociosas y
de murmuración, y que cuanto ganaban en las otras partes los frailes
tanto venían a perder en ella.”14 Ese santo español, al menos en la refe-
rencia que tomamos del P. Ribadeneira, no señala las tentaciones eróti-
cas del demonio en los conventos de monjas enclaustradas, pero allí
estaba también el enemigo malo haciendo de las suyas. El caso de Ma-
ría Magdalena de Pazzi, Santa de aquella época, fue más curioso, pues
el demonio se disfrazaba con la exacta figura (carne, hábitos, modales y
voz) de la santa y se metía en la cocina y en el refectorio del convento,
robando panecillos y golosinas para así desacreditar a la santa.15 El

14
La leyenda de Oro para cada día del año. Vida de todos los santos que venera la
Iglesia. Revisada por los PP. de la Compañía de Jesús. -Barcelona, 1865. T. II, p.528.
15
Leyenda de Oro... T. II, p. 146-Día 25 de mayo.

141
demonio tenía un arte refinadísimo para exponer sus lascivas sugestio-
nes a las monjas y hasta a los mismos frailes. Siempre se ha dicho que
el diablo es poeta. Así lo creyó Cervantes, diciendo:

También los diablos son poetas.


—Y aun todos los poetas son diablos.16

La elocuencia erótica del demonio debe de ser irresistible. Recuérde-


se lo que ocurrió en un convento de frailes dominicos, los cuales por su
profesión y título han sido precisamente “predicadores” y maestros del
decir elocuente. Al ya citado SANTO DOMINGO DE GUZMÁN el
demonio “Otra vez, en figura de un mozo galano y bien tratado, vino al
convento y pidió al sacristán un padre que le oyese de penitencia. El
sacristán se lo trajo, y el fingido penitente comenzó a pintar algunos peca-
dos suyos deshonestos, con tan sucio y abominable artificio, que el confe-
sor, por poner cobro en su alma, le dejó sin acabar la confesión. Lo mismo
le sucedió con otros cuatro confesores que no pudieron acabar de oír
aquella fingida confesión por no recibir detrimento en la pureza de sus
almas. Y como el demonio todavía instase que viniese algún fraile que le
oyese de penitencia, y se quejase de la poca caridad que usaban con él, al
fin salió Santo Domingo para confesarle, y entrando en la iglesia por divi-
na revelación conoció que era el demonio, y le reprehendió [sic] áspera-
mente, y le mandó salir de allí y que no inquietase a los siervos de Dios. Y
así luego desapareció, dejando en la iglesia un intolerable hedor a manera
de piedra azufre, con grande espanto de todos los presentes”.17
Los demonios se burlaban de las monjas sometiéndolas a las prácti-
cas más extravagantes e indecorosas. Por el siglo XV los cronistas refie-
ren que por los monjíos de Alemania, Holanda e Italia se extendió una
epidemia de diablos, hoy diríase que de histerismos, consistente en la
manía de morderse unas monjas a otras. En un convento de Francia a
una monja le dio por maullar como una gata y las compañeras maullaron
también, tanto que la epidemia de felina histeria pasó a otros conventos
y fue reprimida con graves medidas.18 Pero, por lo común, las tentacio-
nes diabólicas eran menos grotescas y mucho más pecaminosas.

16
Entremés La Cueva de Salamanca.
17
La Leyenda de Oro. T. II, p. 528.
18
White. Ob. cit. Vol. II, p. 141.

142
Asmodeo, que es el demonio de la lujuria, la diabolización cristiana
del persa Aeshma Daeva y del griego Cupido, algo así como un Don
Juan de los infiernos, no reparaba en adoptar los más canallescos pro-
cedimientos y estratagemas para lograr sus propósitos seductores. Era
la edad del terrorismo. Para tentar a Sta. Teodora,19 el íncubo diablo
“tomaba muchas veces la figura de su marido20 y se llegaba a ella,
diciéndole los requiebros y dulzuras que solían cuando estaban juntos”.
Muy curioso fue el caso de un demonio que para enredar la conciencia
y corromper la pureza de una monja que se confesaba con San Juan de
la Cruz, se acomodaba en el confesionario con la figura y sayal de este
santo carmelita y le enseñaba a la tocada penitente doctrinas muy per-
turbadoras para su castidad.21
Había otros factores más positivos en las lujurias monjiles, a los cua-
les hay que atribuir en parte la frecuencia de los raptos y epidemias
diabólicos de la época. En aquellos tiempos, pese a la exaltación doctri-
nal, la castidad no era una virtud que inspirase tantos heroísmos
santificadores como en los primeros siglos del cristianismo. Ya no se
daban los tradicionales y santos suicidios como un automartirio por sos-
tener incólume la virginidad. Ahora tampoco se daba un Juan Crisóstomo,
aquel santo varón, quien instado a pecar carnalmente por una mujer
hermosa a quien inspiraba el demonio y no pudiendo disuadirla de su
dañado propósito, “Tomó el santo la resolución de cortarse los labios,
como lo hizo, para que la mujer, viendo la fea deformidad de su rostro,
cesara de sus importunaciones, y él quedara libre del riesgo; pues como
era tan humilde, temía quedar vencido, en un descuido, a tan repetidos
asaltos”. Así lo refiere, tomándola de antiguas hagiografías, el P.
VITALIANO DE SANTA INÉS-LILA 22 en su Espejo Histórico.
Colec de Ejems. edificantes e instructivos sobre la Santa Ley de
Dios. Verdad es que la Virgen restituyó los labios al Crisóstomo, dice el
citado historiador de santos, y “esta fué la causa de la elocuencia sin
imitación de este Santo Doctor, que hablaba como con labios recibidos
milagrosamente de las manos de la Reina de las Vírgenes”. También se
había olvidado ya el otro santo ejemplo, que tomamos del mismo libro,
19
P. Ribadeneira. 11 Setiembre.
20
[sic] P. Ribadeneira 11 Septiembre.
21
P. Ribadeneira. Ob. cit. Dia 24 de nov.
22
En su Espejo Histórico. Colec de Ejems. edificantes e instructivos sobre la Santa Ley
de Dios. México, 1896, p. 334.

143
del papa San León, quien “porque una mujer le besó la mano, el Santo
Pontífice se la cortó; pero advirtiendo la murmuración del pueblo roma-
no por no verle celebrar misa, acudió a la madre de toda Pureza, a
María Santísima, la cual le restituyó la mano”. Análogo sacrificio hicie-
ron en el siglo IX, la abadesa y todas las monjas de un convento de
Yorkshire, en Inglaterra, las cuales, estando sitiadas por los daneses y a
punto de rendirse, se cortaron todas ellas las narices y los labios supe-
riores, deformándose tan espantosamente para no inspirar a la solda-
desca la tentación de ser violadas.23 Pero no se sabe de ningún conven-
to de los muchos que allanó la soldadesca en las terribles guerras de los
siglos XVI y XVII que imitara a esas heroínas inglesas.
Ni siquiera se tenía muy presente la heroica ocurrencia de San
Martiniano, merecedora de ir a los poemarios de los sacerdotes poetas.
Este santo fue un ermitaño que vivía en un islote desierto para librarse de
las tentaciones mundanas. Un día oyó en la playa solitaria las voces y
gemidos de una mujer náufraga que pedía auxilio; entonces el santo ere-
mita “armóse con la oración y juzgando que le corría obligación para que
aquella mujer no pereciese allí por su culpa, le dio la mano y la sacó del
agua; y como la viese tan hermosa y de buena gracia, le dijo: “Hija, la
estopa y el fuego no están bien juntos: quédate aquí, y come del pan y
bebe del agua que aquí queda, como yo hacía, hasta que venga un marine-
ro que me suele visitar, que será de aquí a dos meses; cuéntale tu trabajo,
y él te sacará de aquí y te llevará a tu ciudad”. Y diciendo esto hizo la
señal de la cruz sobre el mar y a él se arrojó diciéndole al Señor: “más
quiero morir ahogado, que no ponerme a peligro de mancillar mi casti-
dad”. El santo se salvó porque “Vinieron luego dos delfines, por orden de
aquel Señor que nunca desampara a los suyos y a quien todas las criatu-
ras obedecen, y le tomaron encima y le pusieron en la tierra.”24
Es cierto que se evocaba como ejemplo incitable a San Bernardino
de Sena (día 20 de mayo). Este joven fraile, según refiere el P.
Ribadeneira, “llegó a la puerta de una mujer casada, noble, rica y her-
mosa, la cual se había aficionado al santo mozo tan torpe y ciegamen-
te, que le estaba aguardando para acometerle y hacerle caer en la red.
Pidióle Bernardino limosna, y díjole que entrase, que de buena gana se
la daría. Entró el castísimo religioso sin recelo en el aposento por la

23
Lecky. Ob. cit. II, p.47.
24
P. Ribadeneira. La leyenda de Oro. T.II, p. 344.

144
limosna, y ella le descubrió su mal intento, protestándole que si no
consentía luego con su voluntad, daría voces y publicaría que la había
querido hacer fuerza. ¡Oh lazo de Satanás! ¡Oh corazón loco! ¡Oh
mujer desvergonzada y perdida! Turbóse el santo mozo, helósele la
sangre y quedó como fuera de sí cuando se vio con peligro tan eviden-
te de perder la preciosa joya de su castidad. Socorrióle la reina de los
Ángeles y Virgen de las vírgenes y su especial abogada, Nuestra Se-
ñora, e inspiróle Dios una cosa que fue su total remedio y salud. Dijo a
la mala hembra que si quería que él se entregase a su voluntad que se
desnudase y echase en la cama, y ello lo hizo con gran presteza y
desenvoltura. Cuando allí la vio, sacó el santo una áspera disciplina
que traía consigo con que a menudo se disciplinaba, y comenzó a azo-
tar cruelmente a la pobre y desventurada mujer, la cual no osaba cla-
mar ni chistar, porque hallándola en aquella manera no se entendiese
que ella había querido provocar al santo, y no hacerla él fuerza. En fin,
fue que ella quedó lastimada de los muchos azotes que le dio y admi-
rada de la virtud de san Bernardino”.25 Hay que reconocer, sin em-
bargo, que un caso como el de San Bernardino fue muy excepcional,
lo suficiente para que con su figura se llenara un altar del santoral
eclesiástico.
Otro caso típico recuerda Conlton,26 que Ancelin, obispo de Belley,
muy entregado al ascetismo, decía que en cuanto veía una bella mujer,
mentalmente le arrancaba la piel y solo contemplaba la asquerosa co-
rrupción que había en sus entrañas. Pero esos ejemplos de ascetismo
que antes se tomaban como ejemplares ya no eran frecuentes en aquel
siglo XVI que aquí nos interesa. No se tenía acerca de las muchas de
aquellas aberraciones deshumanas las explicaciones que ahora va dan-
do la psicología. Hoy puede pensarse, por ejemplo, que esa visión
metafórica y antiafrodisíaca del ascético obispo Ancelin, no fue sino
una reacción externa y socialmente compensatoria de otros inconfesables
pensamientos (lascivos y groseros, en que se entretenía la mente del
obispo cuando contemplaba la piel hermosa antes de purificar su con-
ciencia con la simbólica desolladura de la mujer que le estaba prohibi-
da). Recordemos por nuestra parte la moderna opinión de Richard
Jefferies: “Creo que el ascetismo es la más vil blasfemia, blasfemia que

25
La Leyenda de Oro. T. II, p. 125.
26
Five Centuries of Religion, I, p. 176.

145
va contra toda la humanidad... Los ascéticos son las únicas personas
realmente impuras”.27
De todos modos, la escandalosa corrupción sexual de los siglos XVI y
XVII venía de siglos atrás. “Consideradas en conjunto, aquellas edades
de la fe fueron enfáticamente edades de crímenes y de groseros y es-
candalosos vicios.”28 El Dr. Lea ha expuesto también “la anomalía de la
práctica y grosera libidinosidad de la edad media combinada con la teó-
rica pureza ascética de la doctrina eclesiástica”.29 Para España basta-
ría citar la obra del desenfadado Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita, y las
numerosas leyes tolerantes de las barraganas o concubinas de los sa-
cerdotes.
De viejo los conventos solían albergar depravaciones eróticas. Lecky
y Lea han dado un elocuente resumen de su evidencia. Leamos unos
pocos párrafos:
“Es una común ilusión, bastante compartida por los escritores que no
tienen conocimiento directo de las realidades de la Edad Media, la de
que la inmoralidad atroz de los monasterios en la centuria que antecedió
a la Reforma, era un hecho nuevo y que aquella edad cuando la fe
religiosa del hombre no era perturbada, fue una época de grandiosa
pureza moral. Del uniforme testimonio de los escritores eclesiásticos se
deduce claramente que la inmoralidad eclesiástica en el siglo VIII y en los
tres que le siguieron fue poco menos oprobiosa que en cualquier otra
época. El papado durante casi todo el siglo X estuvo ejercido por hom-
bres de vidas vergonzosas. La simonía era casi universal. Los jefes
bárbaros se casaban en temprana edad y, totalmente incapaces de abs-
tinencia, ocupaban ellos mismos las principales prebendas y cargos de
la iglesia, haciéndose pronto generales las mayores irregularidades. Un
obispo italiano del siglo X describió epigramáticamente la moral de su
tiempo, cuando declaró que si hubiese que aplicar los cánones a los
encargados de los ritos eclesiásticos que no practicaban la castidad,
sólo le quedarían a la Iglesia los niños, y si se aplicaran los cánones
contra los bastardos entonces ellos también deberían ser excluidos y
nadie quedaría. El mal adquirió tal magnitud que más de una vez pareció
querer establecerse un gran clero feudal y hereditario en el que se tras-

27
The Story of My Heart, p. 124.
28
J. Cotter Morison. The Service of Man, p. 113.
29
History of Sacerdotal Celibary. Filadelfia, 1867, I, p. 431.

146
mitirían de padres a hijos los beneficios eclesiásticos”. “Durante varias
centurias sistemáticamente los príncipes se beneficiaron con el impues-
to llamado “Culagium”, que de hecho era una licencia dada a los cléri-
gos para tener concubinas.30 Algunas veces el mal, por su misma exten-
sión, se corregía a sí mismo. Los matrimonios de los clérigos eran
considerados como acontecimientos normales que no implicaban ningu-
na culpa y en el siglo XI se registran varios ejemplos de que no eran
considerados como un impedimento en el poder de hacer milagros. Pero
esto fue una rara excepción; desde el primer período una larga sucesión
de Concilios, así como hombres tales como San Bonifacio, San Anselmo,
Hildebrando y sus sucesores en el Papado, denunciaron los matrimonios
o concubinatos de los clérigos como un crimen atroz, y la vida habitual
de los clérigos, por lo menos en teoría, fue considerada como una vida
de pecado”. “No hemos de dar mucha importancia a ejemplos aislados
de depravación, tales como los del Papa Juan XXIII, quien fue conde-
nado entre otros muchos crímenes, por incesto y adulterio, o de aquel
electo Abad cantuariense de San Agustín, de quien se probó el año 1171
que en un solo pueblo tenía diez y siete hijos ilegítimos; o de aquel otro
abad de San Pelayo, en España, que en 1130 se demostró que tenía no
menos de setenta concubinas; o de Enrique III, Obispo de Lieja, que fue
depuesto en 1274 por tener sesenta y cinco hijos ilegítimos; pero es
imposible pasar por alto una larga cadena de Concilios y escritores ecle-
siásticos que coinciden todos en describir males mucho mayores que el
simple concubinato. Se había observado que cuando los sacerdotes to-
maban esposas de manera tan ilegítima, el conocimiento de que aquellas
relaciones eran ilícitas era poco propicio para su fidelidad, siendo comu-
nes entre ellos la bigamia y la escasa duración de tales uniones.” “Los
escritos de la Edad Media están llenos de narraciones de conventos de
monjas que eran como burdeles, del gran número de infanticidios que
tenía lugar en sus recintos y de la inveterada preponderancia del incesto
entre el clero, que hacía necesaria una y otra vez la promulgación de
leyes prohibitivas de que los sacerdotes vivieran con sus madres o her-
manas. El amor contranatural, cuya casi total irradiación del mundo ha-
bía sido uno de los grandes servicios del Cristianismo, parecía entonces
haberse refugiado en los monasterios; y, poco antes de la Reforma, se
hicieron frecuentes las quejas acerca del empleo del confesionario para

30
C. Lea. Ob. cit., pp. 271, 292, 422.

147
propósitos de libertinaje. Las medidas tomadas con tal motivo fueron
muy numerosas y severas.” “La eliminación del matrimonio sacerdo-
tal fue principalmente debida a Hildebrando, que persiguió este objeti-
vo con firme resolución. Hallando que sus llamamientos a las autori-
dades eclesiásticas y a los gobernantes civiles eran insuficientes,
decididamente se dirigió al pueblo exhortándole que, desafiando las
tradiciones de la Iglesia, no obedecieran a los sacerdotes casados, y
encendió así un fiero fanatismo de ascetismo, que rápidamente produ-
jo la activa persecución de los sacerdotes ofensores. Sus esposas fue-
ron echadas en grandes números del lado de sus maridos, en medio de
burlas y de odios, siguiendo a ellos intolerables sufrimientos. Los sa-
cerdotes algunas veces se resistieron tenazmente. En Cambrai, en
1077, quemaron vivo como hereje a un fanático que mantenía las doc-
trinas de Hildebrando. En Inglaterra, cincuenta años más tarde, logra-
ron sorprender a un enviado del Papa en los brazos de una cortesana,
pocas horas después de haber denunciado fieramente la impudicia cle-
rical. Pero la resolución papal, apoyada por el fanatismo popular, obtu-
vo la victoria.”31
El teólogo San Buenaventura, del siglo XIII, decía en su escrito Quare
fratres minores praedicent et confessionis audiant: “la mayor parte
del clero se compone de notorios fornicarios (in clero pleurimis sunt
notorii fornicatores), que tienen concubinas en sus casas o fuera y a la
vista de todo el mundo mantienen relaciones con muchas mujeres
libidinosas, cum pluribus notoriae fornicantes”. Cuando llegaron las
hecatombes de la Peste Negra fueron atribuidas a las constelaciones y
a los judíos, pero también a la lascivia de los eclesiásticos por los cuales
fue atraída la mortandad de la plaga como un nuevo fuego de Sodoma.
Lecky añade: “Demuestran la extensión de los desórdenes que existían,
las tristes confesiones de los preceptistas eclesiásticos, el unánime e
indignado testimonio de los escritores satíricos en verso y prosa que
precedieron a la Reforma, las atroces inmoralidades descubiertas en los
monasterios al tiempo de su supresión, y la significativa prudencia de
muchos seglares católicos, que insistían en que su sacerdote debía to-
mar una concubina para la protección de las familias de sus feligreses.
La primera noticia de esta muy notable precaución es un canon del
Concilio de Palencia, España, celebrado en 1322, que anatematiza a los

31
Lecky. History of European Morals T.II, pp. 329 a 333.

148
seglares que compelen a sus sacerdotes a tomar concubinas”.32 A lo
cual comentaba el teólogo Gerson: “Escandaloso es, sin duda, que junto
al párroco se vea a su concubina; pero peor sería que él pecase con sus
parroquianas.”33 Puede, pues, decirse, que “la institución del celibato
clerical bajó el aprecio de la virtud y promovió el vicio”.34
En el siglo XV y en el XVI, la corrupción llegó a ser tan escandalosa
que, unida a las exigencias racionalistas del Renacimiento, desprestigiaba
irremediablemente a la Iglesia; tanto que del seno de esta misma surgie-
ron las “reformas”, unas dentro de la jerárquica disciplina eclesiástica y
otras fuera de ella, y cismáticas, heréticas, sabiéndose de los dogmas y
de sus tradicionales interpretaciones.
En aquella época de convulsiones sociales, no le faltaron al demonio
muy buenos agentes para tentar a las mujeres sensibles, precisamente
en los claustros y templos, cuando inflamadas por la fruición mística el
diablo las atrapaba más indefensas, sustituyendo su amor carnal por el
del Esposo celeste. El pecado de enamorar los confesores a las peniten-
tes, enclaustradas o no, fue entonces muy escandalosamente repetido.
Por las mirillas de los confesionarios cabrioleaban mucho los diablitos
con su fisga alzada para pillar en un momento de languidez a la peniten-
te libidinosa o a su confesor solicitante. En esos lavaderos de concien-
cias, con harta frecuencia las almas que fueron a desempercudirse de
los pecados pasados y propios han sido ensuciadas con la inmundicia de
los ajenos presentes.
Que han sido siempre muy peligrosos esos contactos píos de los
clérigos con las mujeres, sobre todo con las monjas y las penitentes más
devotas, lo demuestran las constantes órdenes y exhortaciones que ha
de hacer la Iglesia para salirles al paso a las tentaciones de Asmodeo.
Son numerosas las providencias canónicas para regular en sentido res-
trictivo las relaciones de las monjas con los clérigos, particularmente
con sus capellanes y confesores. También son muchos y minuciosos los
preceptos para los confesores al administrar el sacramento de la peni-
tencia acerca de los confesionarios, de las horas, de los interrogatorios
de las tentaciones hídricas, etc. Sobre todo se les recomienda que se

32
Lea, ob. cit, p.324.
33
De vita spiritualis animae lect. 4.
34
E.A. Westermark. The Origin and Development of Moral Ideas. Londres, 1912, II,
p. 432.

149
abstengan de prolongar las confesiones, precisamente con las personas
piadosas y más afines con el confesor. San Alfonso de Ligorio exclama-
ba: “¡Oh, qué miseria es ver tantos confesores que gastan una buena
parte del día en oír algunas mujercillas religiosas, que se les llama vul-
garmente beatas!...¡Oh, cuántos sacerdotes hay que antes eran inocen-
tes, y por estas adhesiones que empezaron por el espíritu, perdieron a un
tiempo a Dios y el espíritu!” “El amor espiritual se vuelve fácilmente en
carnal”, decía el P. Baltasar Álvarez; y mejor todavía escribieron los
santos doctores Agustín y Buenaventura: “El amor espiritual genera el
afectuoso, el afectuoso al obsequioso, el obsequioso al familiarizado y
éste al carnal.” El Padre Mach, que hace esas alusiones, añade: “¿Cuán-
tas y cuántos que corrían con gran fervor por el camino de la vida espi-
ritual, con ese estarse cada día horas enteras en el confesionario, han
acabado por arder en otras llamas que las del amor divino, y por perder-
se eternamente?”35 Otro jesuita ha dicho “¡Cuántos infelices penitentes
perdieron su alma y su inocencia por las interrogaciones y explicaciones
de confesores imprudentes!”36
Wierus, en su famosa obra del siglo XVI contra las aberraciones de
los endemoniados y brujas, trataba ampliamente de esas erotomanías de
ciertos clérigos de su época. Varios papas tuvieron que dictar bulas en
aquellos siglos, contra los sacerdotes solicitantes ad actus inhonestos.
Pio IV en su bula Cum sicut de 16 de abril de 1561, inició la represión;
pero fue ineficaz. Su disposición fue confirmada y extendida por el papa
Gregorio XV en la bula Universi Dominici gregis, del 30 de agosto de
1622. Tampoco bastó y el papa Benedicto XIV en su constitución
Sacramentum penitentiae de 10 de junio de 1741 siguió amenazando al
clérigo que ad inhonesta et turpia sollicitare vel provocare.
La primera de dichas bulas, la de Paulo IV, fue motivada por la fre-
cuencia de amoríos entre confesores y beatas que hubo en España.
Pablo IV, movido por las muchas denuncias que de Andalucía le llegan,
envía un breve a los inquisidores de Granada, Martín de Alonso y Mar-
tín de Coscojales, mandándoles perseguir a los religiosos que la voz
pública designe como a seductores de sus penitentes. El obispo, los
inquisidores y las comunidades mandan circulares a todos los tribunales
para que esto se haga secretamente, a fin de que los luteranos no ad-

35
Ob. cit., p. 641.
36
Gury. Tract de Poenit. No. 616 -cita del P. José Mach, p. 625.

150
quieran arma contra la confesión auricular y no se debilite el celo de los
buenos católicos. En abril de 1561 el inquisidor general Valdés recibe
otra bula del mismo Papa (la bula Cum Sicut) autorizándole a proceder
contra todos los confesores corrompidos de todos los dominios del rey
Felipe II, como culpables de herejía, y a ésta siguen otras varias enca-
minadas al mismo objeto... Tantas son las denuncias, que los familiares
del Santo Oficio no bastan para recibirlas y nombran ayudantes, como
refiere Wierus.37 En vista de la multitud de casos, los inquisidores se
asustan y resuelven no perseguirlos. Entre las seducidas, hállanse seño-
ras muy notables y se teme que esto promueva la ruptura de las clases
con el clero. Entre los pecadores, los frailes son los más, y de entre
éstos, los mendicantes. Los demás dedicábanse a las cortesanas con su
dinero.38 “La Inquisición muéstrase benévola con los que falten de una
manera casuística, llevados por su pasión, pero castiga a aquellos cuya
falta proviene de una herejía diabólica. Ésta consiste en considerar que
en el unirse carnalmente con una devota no cabe pecado, pues es el
Espíritu Santo el que impulsa. Dios posee por medio de sus fieles. El
apóstol lo ha dicho. “Todos somos miembros de Cristo.”39 Wierus trae
el caso de un cura español, en Roma, quien en un convento de monjas,
“creyóse con derecho a todas ellas, pues, decía, siendo esposas de Dios
debían de ser las de sus ministros, ya que Dios no podía poseerlas direc-
tamente. Y dicho sacerdote hacía decir misa para que Dios le concedie-
ra las fuerzas necesarias para cumplir con todas”.40
Las tentaciones de la lujuria fueron siempre desvanecidas por la
senescencia, y en no pocos casos por los tratamientos antiafrodisíacos,
y por las congénitas o morbosas frigideces; pero jamás desaparecieron
por solo encubrir la carne con hábitos talares, ni tampoco por la magia
santificante del crisma; y si la iglesia prefirió el celibatismo para su cle-
ro, tal como lo habían hecho otras jerocracias paganas y luego hicieron
no pocas disciplinas militares, ello no fue sin reiteradas transigencias ni
sin relajaciones acaso más constantes todavía. En cierta época, la igle-
sia consagró como sacerdotes a hombres ya bien casados, como re-
cuerda el P. Ribadeneira en la vida del obispo San Hilario, a quien eligie-

37
Libro III. cap. VII.
38
Llorente, Hist. de la Inquisicion de España. Vol. III, cap. XXVIII. art. 1o.
39
Pompeyo Gener. Ob. cit. T. II, p. 250.
40
Weirus.

151
ron prelado con el consentimiento de su mujer, “como antiguamente se
hizo con otros; viviendo después de obispos en continencia y apartado
de sus mujeres, porque, aunque nunca fue lícito ni usado en la Iglesia
que el que era sacerdote se pudiese casar, por en algún tiempo se con-
cedió que el casado se pudiese ordenar, haciendo cuenta que de allí
adelante no lo era, como de los concilios y santos manifiestamente se
colige.”41 En lo cual el P. Ribadeneira no dijo la verdad, pues la historia,
los cánones y la práctica están concordes en que los sacerdotes han
podido ser casados legalmente y pueden serlo todavía con el sólo requi-
sito de una dispensa papal.
Indudablemente, el celibato eclesiástico no es de “derecho divino”,
sino de simple derecho eclesiástico, como dicen los canonistas. El cléri-
go no puede casarse católicamente, tiene según la Iglesia impedimento
dirimente para hacerlo; pero la Santa Sede puede a su soberano y abso-
luto arbitrio dispensar dicho impedimento, sin tener que darle cuenta de
su acto gracioso a nadie más que a su celestial Poderdante:42 “los obis-
pos nunca han sido dispensados de este impedimento; los sacerdotes
raras veces; los diáconos y los subdiáconos, con más frecuencia, pero
también difícilmente.”43
En la iglesia latina, un casado que se haga sacerdote no puede, des-
pués de la ordenación, continuar la vida conyugal, dice el P. Berthier;
pero en la Iglesia católica griega cierta jerarquía de clérigos pueden
casarse sin dispensa. Se ha señalado cómo en tiempos de la reina Maria
Tudor el papa Julio III convalidó el matrimonio de los sacerdotes de
Inglaterra que en aquellas conmociones heréticas ya se habían casado,
e igual hizo Pío VII a comienzos del siglo XIX, después de las convulsio-
nes de la revolución francesa.44
No hace pocos años que el papa Pío XI otorgó dispensa a un sacer-
dote español, conocido por su cátedra en Madrid, para contraer matri-
monio católico, legítimo y sacramental, sin que dejara de ser
canónicamente presbítero, ni se anulase su sacramento de orden.
Pero si estas mercedes pontificias para que los sacerdotes se casen
han sido excepcionales, no lo fue la tolerancia, más o menos descubier-

41
La Leyenda de Oro, T. I, p. 129.
42
Véanse las obras de Gury-Ferreres, no. 40, 784 y 861. Berthier, no. 1655.
43
Berthier no, 1655.
44
Citas de A. Houtin. Courte histoire du celibat esclesiastíque. Paris. 1929, p. 222.

152
ta, del concubinato eclesiástico, en el cual, por su vinculación consuetu-
dinaria y permanente y por su reconocida procreación, se daban condi-
ciones de moralidad acatólica pero humana. Ni fue tampoco insólita la
tolerancia de las liviandades eróticas, lo cual fue harto más reprobable,
por lo cívico e inverecundo, en los castos de profesión, deber y doctrina.
En la Edad Media la clerecía española contaba con sus mujeres, llama-
das barraganas, legalmente reconocidas como tales, pero ahora con el
propósito de “reforma” eclesiástica se quería obligar a los clérigos a un
más efectivo celibato o, si así se quiere, a un concubinato más restringi-
do o más disimulado. En esa época los grandes dignatarios de la iglesia
peninsular, prelados y cardenales, son padres de numerosos hijos, natu-
rales o bastardos, como lo eran hasta los papas del Renacimiento, como
lo eran sucesivos reyes de España, tan católicos como adúlteros. Una
autoridad teológica como fue el canciller Gerson declaró que el voto de
castidad debía sólo entenderse como la renuncia al matrimonio.45 Por
entonces los moralistas querían acabar con aquella inmoralidad desbor-
dada. Hay que llegar al siglo XVI, para que tras la reforma traída por el
Concilio de Trento, vayan disminuyendo y haciéndose menos ostensi-
bles las concubinas de los clérigos. Pero la reforma de las costumbres
livianas de los eclesiásticos fue lenta.
Los clérigos, así regulares como seculares, y las monjas, experimen-
taban entonces una crisis en su ética erótica. Por los siglos XIV y XV su
desenfreno había sido insuperable y ahora, en el XVI, se trataba de su
“reforma”, que no era sino el sofrenamiento de su escandalosa vida de
pecados por lujuria, por avaricia, por soberbia... las prostitutas se orga-
nizaban en gremios y a veces se quejaban de la competencia desleal de
los conventos de monjas.46 Todavía en España, según puede verse en el
diccionario académico: mujer “trotaconventos” quiere decir familiarmente
“alcahueta”, y alcahuetería, vocablo bien castizo, significa el arte de
sonsacar a una mujer para que haga trato lascivo con otra persona o
encubrir esta ilícita comunicación.
Los conventos, con escasas excepciones, habían caído en la mayor
corrupción. Del monasterio de monjas dijo públicamente el cardenal
Contarini que parecía tomarse por un burdel: “Los obispos se pasaban el
tiempo fuera de sus diócesis, representados por mercenarios; los párro-

45
Friedell. Ob. cit., p. 117.
46
Egon Friedell. Ob. cit., p. 124.

153
cos no veían en sus puestos más que un conveniente negocio y se limi-
taban, siempre que se les pagara, a bautizar niños, casar novios y ben-
decir muertos, viviendo, por los demás, alegremente con sus concubi-
nas, sin cuidarse en lo más mínimo del estado religioso de sus parroquias.
Los templos mismos apenas eran otra cosa que lugares en que se reunía
la gente para hablar de negocios o para retozar con lindas damas; ciu-
dad había en que la catedral hacía veces de audiencia y otras en que se
utilizaba como bolsa”...de todo el clero sólo tenían algún contacto con la
multitud los monjes mendicantes, franciscanos, dominicos y agustinos.
Eran los únicos que hablaban al pueblo y usaban todavía de la predica-
ción. Pero tampoco los miembros de estas órdenes se habían librado de
la corrupción, que era general en materia de fe. Para atraerse la aten-
ción del pueblo indiferente recurrían a los más groseros procedimientos
y, con ayuda de cómplices, ayudaban sus predicaciones con falsificados
milagros.47
La sodomía era tan extendida que la Inquisición tuvo que encargarse
de extirparla por medio de la hoguera. Otra forma de sexualidad co-
rrompida era la de los espadones, que se estilaban por España, Italia y
otras regiones meridionales de Europa. Lo atestigua nada menos que un
papa, Sixto V, el cual en su constitución Cum frequenter, de 22 de junio
de 1587, dice: “Como quiera que frecuentemente en esas regiones cier-
tos eunucos y espadones, que carecen de ambos testículos y, por tanto,
es cierto y manifiesto que no pueden emitir verdadero semen, porque se
unen a las mujeres en impuro contacto de la carne y en inmundos abra-
zos y eyaculan un cierto humor parecido al semen, aunque inepto para
la generación y para causar matrimonio, presumen contraer matrimo-
nio, principalmente con las mujeres que conocen este su defecto, y se
empeñan pertinazmente en sostener que les es esto lícito..., etc”. Es
cierto que esa costumbre de los espadones era una manera clásica de
birth control sin mengua de la libido, que procedía de la antigua Roma,
Juvenal,48 Marcial49 y Terencio50 refieren que muchas matronas roma-
nas usaban procurarse eunucos para saciar su apetito sexual sin peligro
de preñez. Y ya en los tiempos cristianos “San Jerónimo51 dijo que cier-
47
R. Fulop-Miller. El poder y los secretos de los jesuitas. Madrid 1931, p.93.
48
Sátira sexta, vv. 366-378.
49
Libro VI, epigrama 67.
50
In Eun., act.4, escena 3.
51
In Matth., 1.III, c. 19.

154
tos eunucos hacen las delicias matrimoniales, y esto para seguras
libidinaciones. Más dijo todavía, a saber: que eran castrados por las
matronas algunos hombres expresamente para procurarse placeres sin
temor a la maternidad.”52 Pero la perpetuación de los espadones toda-
vía en el siglo XVI prueba cuán intenso fue el contraste entre la doctrina
y la práctica en la vida sexual de aquellos pueblos teocráticos y cuánta
era su corrupción, en aquellos siglos que todavía nos son presentados
como buenos ejemplos que imitar.
La corte pontificia de Roma, como antes la de Aviñon, fue célebre
por la abundancia, atracción e influjo de sus prostitutas. Unas 6 800
vivían en la Roma papal por la época del descubrimiento de América,
sin contar las numerosas concubinas de clérigos y seglares, entre los
cuales el amancebamiento era tolerado a cambio de una simple com-
pensación económica de carácter penitencial.
De esa época fue el inverecundo Pietro Aretino, satírico italiano que
con el más crudo realismo criticó las costumbres de las cortes del papa,
de Carlos V y de Francisco I, la vida libidinosa de los conventos, y de los
clérigos en general, quien al referirse a los alcahuetes escribió así: “Como
los buhos o las lechuzas, salen por la noche de su nido y llaman en
conventos, palacios, burdeles y establecimientos públicos; sacan de aquí
una monja, de allá un fraile; llevan a éste una cortesana, a aquél una
viuda, al de más allá una alta dama, al otro una doncella.”53 De ese
mismo siglo XVI son algunos de los papas más abominables de la historia
eclesiástica, comenzando por Borgia Alejandro VI, de quien dejaron
harta memoria de sus liviandades los cronistas de la época, y particular-
mente en su [ ilegible] Diarium Borchard, alto personaje de la adminis-
tración de la corte papal, íntimo conocedor de sus orgías. De Julio II, “il
pontífice terribile”, que pasó a la posteridad como sifilítico, sodomita,
guerrero y déspota, se contaba que al morir amenazó con forzar las
puertas del cielo si San Pedro no le franqueaba el paso.
Son también de esa época otros papas, uno de ellos santo, que con-
fesaron lo podrida que estaba la iglesia y trataron de reformarla. El
flamenco Adriano VI, el último papa no italiano, ex tutor de Carlos V y
ex inquisidor general de España, en una instrucción que dio a su nuncio

52
In longam securam que libidinem spado Adi. Jovinianum, lib. I, cap.47. Citas de J.
Torrubiano, Teología y Eugenesia. Madrid, p. 167.
53
R. Fulop-Miller. El poder y los secretos de los jesuitas. Madrid, 1931, p. 91.

155
en Alemania, le decía: “Sabemos que desde largo tiempo se cometen
cerca de la Santa Sede abominables excesos, abusos en las cosas espi-
rituales, trasgresión de facultades; todo está viciado. La corrupción se ha
esparcido de la cabeza a los miembros, del Papa a los prelados; todos nos
hemos desviado de nuestro camino. No hay uno, ni uno solo, que se con-
duzca bien.”54 Coincidía con esta opinión la de ciertos cardenales a quie-
nes el Papa Paulo III encargó que estudiasen y le señalasen el origen de
los males que padecía la Iglesia, cuando indicaban como origen principal
de los males que la afligían el estado espantoso de la Curia Romana y de
su Jefe y presidente el Sumo Pontífice.55 También habló tan claro y, ade-
más, dio por si el ejemplo de la enmienda, el papa Pío V, “el único pontífice
romano canonizado que se ha sentado en la cátedra de San Pedro en los
últimos siglos”. No se equivocaba Fray Francisco Vitoria, el teólogo maestro
de la generación de Trento, cuando escribía que: “Los prelados y también
el Sumo Pontífice son débiles para resistir a la ambición de las
importunidades...” “Bien podemos filosofar e imaginar que los Sumos
Pontífices podían ser varones santísimos y sapientísimos...; pero la expe-
riencia clama en contrario.”56 Fue así mismo del siglo XVI el Concilio de
Trento, reunido precisamente para la reforma de la Iglesia, donde
entrechocaron la política laxa y la rigorista, y se dio el expresivo contraste,
indicado por el historiador P. Miguel Mir, entre dos de sus principales
representativos; sostenida aquélla por el jesuita P. Diego Laínez, que fue
general de su Compañía y la segunda por el dominico Fray Bartolomé de
los Mártires, arzobispo de Braga. “Asistiendo este varón insigne al Conci-
lio de Trento, abogó con apostólica libertad por la reformación de la Curia
Romana, empezando por el Papa y siguiendo por los Cardenales. A esta
reformación se opusieron los Cardenales allí presentes, como era natural,
y esta oposición halló, con extrañeza de muchos, un defensor en el P.
Diego Laínez, quien allí, como en otras ocasiones, se inclinó del lado de los
poderosos, disimulando sus miserias y contemporizando con sus poco evan-
gélicas costumbres, proceder que ha sido muchas veces seguido por los
padres de la Compañía.”57
54
P. Miguel Mir. Ob. cit., t. II, p. 102.
55
Ídem.
56
Véase su relección de Potestate Papae et Concilii. En Relecciones teológicas. Trad.
espl. de J. Torrubiano. Madrid, 1917. Tomo II, pp. 70-71.
57
P. Miguel Mir. Historia Interna Documentada de la Compañía de Jesús. Madrid,
1913. Tomo II, p. 99.

156
La convulsión eclesiástica del siglo XVI no ahuyentó definitivamente
a los diablos de la corrupción. El demonio de la carne siguió haciendo de
las suyas en la Iglesia. “El mal estaba en el fondo y no en los accidentes.
Este se agravó desde mediados del siglo XVI. En España, se procuró
cubrir la cosa; al eclesiástico corruptor se le juzgaba en secreto, se le
mudaba de población y se le quitaba la facultad de confesar, cuando no
persistiera en la herejía de que era Dios el que encarnándose en él
poseía a las penitentes, en cuyo caso se le exoneraba y era conducido a
la hoguera. Se quemaba a un hereje, y nadie achacaba el escándalo al
clero ortodoxo: lo que le había hecho pecar era la herejía y no la reli-
gión.”58 No se libraba, pues, España de esa pudrición moral. Los con-
ventos de monjas habían sido lupanares. “En Sevilla los reyes tuvieron
que prohibir los conventos de los alrededores, en los cuales se encerra-
ban ciertas mujeres de costumbres disolutas para dedicarse mejor a sus
placeres. La orden que se dio en contra de ellas, dice que eran verdade-
ras casas de prostitución. En Cataluña una canción popular de la época
dice que las monjas de San Aymans salían a las ventanas para llamar a
los galanes y que al cabo del año todas estaban encinta incluso la Aba-
desa. Otra versión atribuye esto al convento de San Juan de las Abadesas.
Prostibula meretricium llamaba Gerson a esos lugares de reclusión.”59
Los claustros habitados en el centro de Europa por canónigos regulares
acaban por ser verdaderos mercados; los conventos de monjas,
lupanares. La sodomía es común entre los esclesiásticos. Los clérigos,
ya muy ignorantes, vuélvense viciosos y pendencieros. El pueblo cree
tan poco en su castidad, que sólo los admite en las parroquias, a condi-
ción de llevar con ellos sus barraganas, pues los que no tienen mujer
toman la del prójimo. Los frailes cobran el diezmo de la esposa lo mismo
que de la cosecha. Véanse tres Papas disputarse el solio Pontificio y la
Universidad de París decláralos antipapas a los tres. En 1351, Clemente
VI concede a los reyes de Francia una bula autorizando a sus confeso-
res para absolverlos de todos los perjurios presentes y futuros y de to-
dos los juramentos que cómodamente no pudieran cumplir. Después de
la tarifa de Juan XXII todos desconfían hasta del Pontífice. Roma es
considerada ya sólo como un mercado de indulgencias.60

58
P. Gener. Ob. cit. T. II, p. 253.
59
P. Gener. Ob. cit. T. II, p. 214.
60
P. Gener. Ob. cit. T. II, p. 214.

157
El pueblo español en sus refranes y canciones exponía su criterio
contra la relajación sexual de los conventos. Prescindamos de las co-
plas y de los dichos pornográficos que son abundantes, como lo son los
meramente picarescos. De aquellos tiempos es la copla española que
dice:

Un fraile y una monja


y una beata,
tres personas distintas
ninguna santa.

La trae el muy católico y erudito folclorista F. Rodríguez Marín, en


sus tomos de Cantos Populares Españoles, 61 con otras muchas y
salerosas coplas de análogo sentido realista crítico. Como esta otra:

Ponle en el patio, niña,


la cama al Padre;
Que aunque es nuestro pariente,
al fin es fraile.

Famosa fue la reforma que en su orden franciscana acometió el


Cardenal Ximénez de Cisneros. Como consecuencia de ella y de los
enconados despechos que despertara, varios miles de frailes antes que
ser “reformados” prefirieron pasarse al moro con sus barraganas, rene-
gar de la Iglesia y hacerse mahometanos, para en la morería poner
hogar y gozarlo con la bendición de Alá. Y un día el cardenal reformista
fue casi estrangulado en su cama por su furioso hermano, también fraile
francisco, quien creyó haber consumado su obra asesina y se retiró
dejando a su eminencia, doblemente fraternal, como si muerto fuera.
No quedaron exentos de recriminaciones por lujuria ni los mismos
jesuitas, quienes, comparados con los otros núcleos de religiosos, han
solido ser de más laxa moral en su filosofía pero más cautelosos en
librar a su tropa de la impedimenta de los lúbricos. Vinieron los jesuitas
a “contrarreformar” y la Inquisición quiso reformarlos a ellos cuando
eran apenas nacidos. Al mismo Ignacio de Loyola, que aún no era san-

61
F. Rodríguez Marín. Cantos Populares Españoles, Madrid, 1883, Tomo IV, p. 336 y
sigts I.

158
to, le observaron los inquisidores la gran atracción que hacia él sintieron
siempre las mujeres; no solo en su soltería cortesana y viciosa sino des-
pués, ya desposado con la Iglesia. Su historia está llena de mujeres. En
Barcelona hubo varias damas muy devotas que el vulgo llamó las íñigas,
donde el luego santo tenía posada y comida. Inés Pascual, en cuya casa
solía vivir, Isabel Roser, la monja Antonia Estrada, etc. Luego en Alcalá,
“Quienes habían oído su voz y le seguían en los ejercicios eran pobres y
atormentadas mujeres del pueblo: obreras, muchachas y aprendizas,
casadas caídas en el desengaño, sirvientas y doncellas, prostitutas.” En
la villa alcalaína, la hija de Juan de Perre, otra moza de 17 años, la beata
Isabel Sánchez, Beatriz Dávila, la mujer del bastero Juan..., la sirvienta
María de la Flor, la aprendiza Ana de Benguente... “Vienen cada día
tantas que me es imposible acordarme. Muchas empiezan a venir por la
mañana temprano y siguen viniendo todo el día hasta el anochecer”... le
escribe un franciscano al inquisidor, que tenía del joven clérigo Ignacio
muy malas referencias. Alguna de esas mujeres vio al diablo en forma
de una cosa negra, grande, y se desmayó al sentirlo a su lado.62 Según
observa el fraile informador: “todas las jóvenes, con excepción de las
casadas, sufrían desmayos y ataques; la mayor parte había perdido el
sentido una veintena de veces, y una perdió el habla “al ver al diablo”.
Algunas confesaron que sufrían convulsiones. Dicho en términos cuba-
nos de hoy día, a esas beatas amigas y discípulas de Ignacio de Loyola
“les bajaba el santo”, al igual que a las negras, mulatas y blancas de la
santería criolla. Fue Alcalá la sede de los alumbrados, una extravagan-
te secta de místicos españoles que tuvo que ser perseguida por la Inqui-
sición. Por esto a Ignacio lo acusaron de alumbrado y le prohibieron
catequizar. Igual se pensó en Salamanca
También a los jesuitas en general los tuvieron entonces por muy da-
dos a la amistad de las mujeres. Una de sus catequizadas, María de la
Flor, declaraba que “cuando alguna mujer tenía agonía de hablarles, ellos
tienen gran placer, diciendo que quieren ganar aquella alma”. Pero no
se limitaban a esto. Como narra el P. Miguel Mir: “Lo que pasaba en el
asunto de Íñigo y sus compañeros, tal como lo reveló María de la Flor,
de que “cuando hablaban con ella y otras se juntan mucho a las mujeres,
y la cara llegaban muy juntos, tanto como desposados”, era para poner
en cuidado a los menos avisados”... “Los efectos producidos por las

62
Ob. cit., p. 77.

159
predicaciones de Íñigo en las imaginaciones enfermizas de las alcalaínas
eran tales que cualquier persona medianamente discreta debía por ne-
cesidad procurar de atajarlos. Eran casos contra la higiene, no sólo moral,
sino física y corporal, que toda autoridad, la eclesiástica especialmente,
debía impedir que continuasen y se propagasen, so pena de exponerse a
que quedase infestada toda la villa, pues a poco de continuar las cosas
así, todas o la mayor parte de las mujeres de Alcalá habrían sido ataca-
das de histerismo”.63 “Llegado Íñigo a Salamanca, anduvo, como siem-
pre, buscando personas devotas con quien tratar. Entre otras, trató a
dos que vivían emparedadas junto al río Tormes, haciendo vida eremítica
y dedicadas a la contemplación. No se sabe lo que pasó con ellas; mas
muy íntimo hubo de ser su trato espiritual.” Al pasar por Valencia volvió
a su antigua costumbre del trato íntimo y espiritual con las personas del
sexo débil. Sobre lo cual tenemos un dato de suma importancia, no me-
nos que del Santo Arzobispo de Valencia, Santo Tomás de Villanueva; el
cual, entre las acusaciones que se hacían a los de la Compañía, dice que
una de ellas era: “Que comunicábamos mucho en casa y con mujeres, y
que nos hacíamos señores de las casas donde conversábamos, de manera
que todo se hacía por nuestro parecer, y que de esto era notado Rojas; y
que de esto mismo había sido notado Mtro. Íñigo estando aquí al principio;
y que de aquella raíz podría nacernos esto; y que eran cosas muy escan-
dalosas estas conversaciones; ...y que él con entrañas buenas nos avisa-
ba y decía lo que habían dicho personas muy graves.”64 “Vuelto San
Ignacio a Italia, se detuvo algún tiempo con sus compañeros en los domi-
nios de Venecia, aguardando el pasaje para Palestina, adonde pensaban
ir; mas como fuesen impedidos de hacer este viaje, se llegaron a Roma,
donde los vemos ocuparse en el bien espiritual de los prójimos, en especial
de las mujeres, y principal algunas de ellas, como por ejemplo. Da. Mar-
garita de Austria, hija del Emperador Carlos V, y casada con un nieto del
Papa Paulo III, Octavio Farnese.” Y antes casada por breve tiempo con
Alejandro de Médicis, el hijo mulato del papa Clemente XVII y de una
famosa negra amante suya cuyo rostro fue perpetuado en numerosos
camafeos florentinos. “Confesábanlas, sigue diciendo el P. Mir;65 dábanles
los Ejercicios y tenían con ellas conferencias espirituales. Sin duda, algún

63
P. Miguel Mir. Historia Interna Documentada de la Compañía de Jesús, Madrid
1913, Tomo II, p. 190.
64
Ibídem, p. 192.
65
Ibídem.

160
bien harían en ellas, pero para que se vea el peligro de tales conferencias,
para que se conozca lo difícil que es, como decía Santa Teresa, “conocer
a las mujeres”, y para que se persuadan todos de que, por listo que sea un
hombre en esta clase de asuntos, habrá quien lo sea más que él y éste
será la primera mujer que se le ponga delante, vamos a referir un caso
sucedido en Roma, antes de la confirmación de la Compañía, no a San
Ignacio, sino a otros santos de la Compañía, que tenían mas talento y
práctica y conocimiento del mundo que él, es a saber, el portentoso San
Francisco Javier. Del cual el Pdre. Luis González de la Cámara, en el
texto de San Ignacio sobre el cuidado que se ha de tener en el trato con
las mujeres, dice lo siguiente: “A éste pertenece lo que pasó en Roma con
Maestro Francisco, el cual confesaba a una mujer y algunas veces la
visitaba para instruirla en las cosas espirituales: la cual resultó después
embarazada. Mas plugo después a Dios que se descubriese el autor de
aquella maldad. Lo mismo, añade González, sucedido al P. Juan Coduri,
del cual una hija espiritual fue hallada con un hombre.”
“Tal era este estado de cosas y ésta la manera de proceder que
tenían los Padres de la Compañía, y especialmente San Ignacio, con el
sexo débil en lo tocante a su moralización y dirección espiritual antes de
ser aprobado el Instituto de la Compañía por la Santidad de Paulo III, el
año de 1540. Aprobado el Instituto siguió todo de la misma manera,
aunque aumentándose más el trato espiritual con personas de calidad y
de alta categoría, como era natural dado el giro que tomaron las cosas
del Instituto.”66 Continúa diciendo el P. Miguel Mir: “Después de hablar
de los ministerios que los Padres de la Compañía ejercen con las muje-
res que viven en estado religioso, convendría decir algo sobre los que
ejercen con las que viven en el mundo. Sobre esto hay mucho y muy
notable que decir; pero la materia es de suyo difícil de tratar, aun
ciñéndonos a los datos y documentos que nos suministran autores dig-
nos de crédito. El que nos ha servido para decir algo sobre las religiosas,
que es jesuita o lo ha sido y de gran categoría y autoridad, al parecer,
nos henchiría las medidas. El capítulo que dedica a este asunto es de los
mejores de su libro; pero con serlo tanto y con haber corrido este libro
en Francia sin que cayera sobre él ninguna clase de censuras, no nos
atrevemos ni a extractar siquiera lo que dice sobre este punto.”67

66
P. Miguel Mir, ob. cit., Tomo II, p. 192.
67
Ob. cit. II, p. 202.

161
En otro lugar de su voluminosa obra, el P. Mir, después de referirse
al caso muy bochornoso de un P. Acevedo injustamente premiado, para
desmentir así la noticia de sus verdaderos escándalos, dice así: “A con-
tinuación de este caso pone el P. Hernando de Mendoza (jesuita), once
más con los cuales pretende demostrar que en la Compañía se premia-
ban los delitos para encubrirlos mejor. Estos casos contienen horrores
en lo tocante al sexto mandamiento. Por no ofender la honestidad de los
lectores los omitimos, seguros además de que no es necesario descen-
der a este basurero para persuadir la verdad de la tesis del P. Mendoza.”68
Con estas noticias se comprende que el rey Felipe II en carta de 21 de
marzo de 1587 a su embajador en Roma el conde de Olivares, le diera
las gracias por haberle descubierto las pretensiones del Padre General
de la Compañía de eximir a los suyos de la jurisdicción de la Inquisición
en los delitos de herejía, cosa importante en aquellos tiempos y cuando
las éticas jesuitas eran muy combatidas por los dominicos y otros teólo-
gos; y de eximirlos también tocante a los delitos de solicitación, “parti-
cularmente a los que in actu confesionis solicitan a sus hijas de confe-
sión”. Felipe II, muy celoso de sus prerrogativas y de la Inquisición
española, rogaba al papa que no otorgara tales y otros privilegios que los
jesuitas solicitaban para sí.69
También a los claustros monjiles se llevó la “reforma”. La carmelitana
Santa Teresa de Jesús se distinguió en esa faena. A los recintos
monacales hubo que llevar la represión; pero las malas tradiciones y los
fermentos de la época hacían difícil la “reforma”. Los conventos de
monjas eran los lugares más secretamente propicios para las tentacio-
nes y el despegue de los eclesiásticos concupiscentes. Y la literatura
histórica es abundante en aquellos siglos para observar cuán desatada
fue entonces la vida del clero, pese a la extraordinaria cautela que siem-
pre pone la clerecía en ocultar los escándalos de su lujuria, negadores
de sus propias prédicas. Algunos casos fueron tan típicamente notorios
que pasaron a los procesos y sentencias, sobre todo en Francia donde
era la justicia civil la que en tales materias entendía. Famosísimo fue lo
ocurrido según confesión propia a Juana Pothierri, quien ya en sus 45
años se enamoró de su confesor, y el diablo, tomando la figura de éste,
la gozó 434 veces, según la precisa cuenta que dio ella misma en su

68
Miguel Mir. Ob. cit. Tomo II, p. 691.
69
Mir. Ob. cit. II, p. 756.

162
declaración (Lancre). Lancre refiere el caso de un sacerdote que fue
quemado por brujo, nada menos que por haber abusado de todas las
mozas del lugar. En un convento de Franconia, al ser investigado por
orden del papa, se halló que todas las monjas estaban para ser madres
de hijos efectivos.70 Por 1610 se hizo célebre una monja de tierra vasca,
Marie de Sainz, por sus contactos con un cura llamado Gauffridi. De
este caso escribieron un libro los inquisidores Fray Domptius y fray
Michaelis.71 Esta histérica confesó haber cometido el pecado de lujuria
con los diablos, lo mismo que el crimen de bestialidad; también copuló
con el cura Gauffridi, lo mismo que con turcos y paganos. Según ella, en
el convento se hacía pecado carnal según los días. El lunes y el martes,
cópula por vía ordinaria. El jueves, sodomía de varias maneras, incluso
la de hombre con hombre y mujer con mujer. El sábado, bestialidad. Los
miércoles, letanías satánicas. Domptius y Michaelis, en su libro, presen-
tan al P. Gauffridi como el Príncipe de los Hechiceros de Francia,
España, Inglaterra, Alemania, y Turquía; pero el tal presbítero era
sencillamente un eclesiástico libertino con queridas en el convento de
las monjas ursulinas de Marsella, de cuyos excesos, el clero echó la
culpa al diablo, haciendo pasar a las monjas por poseídas y quemando al
cura por hechicero. Así, comenta Gener, “el escándalo se convertía en
edificación”. Por esa época fueron ruidosísimas las epidemias eróticas
y diabólicas de los conventos de Laudun, de Lonviers, de las Ursulinas
de Marsella, etc. En todas ellas hubo un promotor que siempre fue un
eclesiástico enamorado de las enclaustradas.
En aquel mismo siglo XVII de la guerra de los demonios contra Reme-
dios fueron famosos ciertos conventos de monjas por la sensualidad de
la vida que en ellos llevaban las profesas. Ya era un claro indicio de la
poca mortificación y regalada sensualidad de muchos conventos la gran
fama que tuvieron las golosinas monjiles. Dulces, pasteles, confituras y
otras tentaciones del diablo de la gula se hicieron célebres en las ciuda-
des. Todavía se gustaban no ha mucho en Sevilla las llamadas “yemas
de San Leandro”. Tirso de Molina, que fue clérigo y muy conocedor de
las costumbres de su tiempo, en su obra Cigarrales de Toledo, se refi-
rió encomiásticamente a las monjitas de esa ciudad que fue capital im-

70
Friedell. Ob. cit., p. 124.
71
Confesión de Messire Gauffridi prince des magiciens, depuis Constantinople jusqu’á
Paris, 1611.

163
perial de España, aludiendo a “los postres, frutas y conservas de todas
diferencias, ocupación apetitosa de las religiosas toledanas, que en esto,
como en discreción, hermosura y virtud, se aventajan a cuantas en el
mundo profesan su clausura.” Había conventos donde además de “her-
manas” y con discreción, como decía Tirso, todas las religiosas eran
aristócratas de sangre azul bien limpia y acreditada. En algunos vestían
aquéllas sus galas del siglo. En ciertos conventos de Venecia solían ir
con los más descocados escotes de la época. “Desde 1602 el Goberna-
dor Don Pedro de Valdés, que era muy devoto, decidió que la Habana
necesitaba un convento donde las jóvenes que no tenían dote suficiente
para casarse, pero que llevaban una vida decente, pudieran terminar sus
días en quietud y respetadas. Recordemos que en aquella época la don-
cella que no se casaba se destinaba a Dios.” Por eso se inició la edifica-
ción del convento de Sta Clara, que se acabó en 1643.72 En el convento
de clarisas de La Habana las monjas entraban en el claustro llevando su
negrita esclava para que junto al tálamo sagrado de sus desposorios con
Cristo, aquélla le sirviera a la perpetuación de un rango y de su molicie.
Muy célebre llegó a ser en esto la abadía de Port Royal, en las proxi-
midades de París. “Aquel monasterio de monjas, desde el principio del
siglo XVII se había acogido muy mundana y alegremente a las necesi-
dades de los tiempos: por Carnaval daba varios grandes bailes de más-
caras, en los cuales las religiosas, embellecidas con disfraces, tomaban
parte con gran satisfacción. Era tan grande el desorden en Port Royal,
que no levantó ningún particular escándalo ni indignación que en el año
1602 el abogado del Parlamento Antoine Arnauld consiguiera del Rey el
nombramiento de su hermana María Angélica, que tenía once años,
para abadesa del monasterio: tales cosas estaban a la orden del día y
nadie se escandalizaba por ellas. La pequeña abadesa llevaba, como el
resto de las monjas, una vida bastante mundana y divertida. Una falan-
ge de caballeretes visitaba regularmente Port Royal; se organizaban
paseos y excursiones y fiestas, y en los ratos de ocio se leían, en lugar
de breviarios, novelas galantes a la moda.”73 Con la abadía de Port
Royal se relacionaron Pascal y aquellos teólogos que siguieran las doc-
trinas de Cornelio Jansenio, el obispo de Iprés, contra los cuales tanto

72
Martha de Castro. Algunas ideas acerca de nuestro barroco colonial. Habana, 1941,
p. 55.
73
R. Fulop-Miller: El poder y los secretos de los jesuitas. Trad. esp. Madrid, 1931, p. 126.

164
combatieron los discípulos de Loyola. Y, como era muy propio de aque-
llos tiempos, hubo entre los contrincantes milagros y lo sobrenatural tomó
parte en la contienda “Empezó porque una dama gravemente enferma
se vio libre instantáneamente de su mal a la vista de una custodia
jansenista que la había llevado; análogas curaciones se repitieron, hasta
que, por fin, la ola creciente de la fe en los milagros que se apoderó de
la sociedad de París, se encaminó hacia un asceta jansenista recién
fallecido, el Francisco de París. Inmediatamente después de su muerte
la gente empezó a venerarle como santo. Se deshicieron en tiras sus
vestidos y se repartieron los jirones como reliquias. Se enterró el cadá-
ver en el cementerio para los pobres de Saint Medard, que enseguida se
vio lleno de enfermos de todas clases, que caían en éxtasis y decían que
les había curado el contacto con la tumba. Veinticuatro párrocos certifi-
caron ante el arzobispo haber sido testigos de tales curaciones milagro-
sas y la general exaltación llegó a un punto que los mismos polizontes
llevaban al cementerio los prospectos jansenistas que tenían orden de
confiscar. Una ordenanza real dispuso, por fin, el cierre del cementerio,
y al poco tiempo un desconocido puso en la puerta este letrero: “En
nombre del rey, se prohíbe a Dios hacer milagros en este sitio.” La
persecución de las autoridades elevó hasta el alboroto el entusiasmo por
el hacedor de milagros. En todo París cayeron personas en religiosa
demencia; se complacían en acostarse sobre carbones encendidos, se
dejaban caer encima grandes pesos, se clavaban en cruces y se herían
con puñales, al mismo tiempo que en éxtasis predicaban las doctrinas
jansenistas y profetizaban la ruina y destrucción de los partidarios de la
papal bula Unigenitus.74
Pero los milagros de una parte no convencían a los de la otra, y no se
reparó en acudir a las más terribles acusaciones. “La lucha se empeñó
por una y otra parte con todos los recursos de la intriga y la calumnia”,
dice un historiador de aquel conflicto eclesiástico. “Los jansenistas atri-
buían a sus contrarios la herejía pelagiana; los jesuitas trataban a los
hombres de Port Royal de calvinistas. En seguida se dieron una y otra
parte a las mutuas murmuraciones relacionadas con la moral, y mien-
tras los jesuitas en sus acusaciones de ignominia ponían en duda la con-
ducta ética de las religiosas de Port Royal, los jansenistas presentaban a
los piadosos padres como culpables de las peores perversiones. Pronto

74
R. Fulup-Miller. El poder y los secretos de los jesuitas. Madrid. 1931, p.146.

165
llegaron ambos bandos a acusarse mutuamente de representar para el
Estado un gravísimo peligro. Los jansenistas exhumaron viejos cuentos
de las disposiciones regicidas de los jesuitas, y los jesuitas, por su parte,
afirmaron que las gentes de Port Royal empleaban su dinero en conspi-
raciones contra la seguridad del Estado francés.”75
Este lenguaje violentamente acusatorio e insultante ha sido siempre
característico de los teólogos, los clérigos y sus sacristanes contra sus
enemigos. Aparte de ser flujo de la soberbia, tan propia de los que se
dicen apoderados de Dios, esa agresividad forma parte del terrorismo
eclesiástico. Es proverbial la valies theologorum. El ortodoxo es un
inspirado de Dios, el adversario es un engendro del demonio, incapaz de
derechos y contra el cual todo crimen es plausible. “No era siempre
fácil descender al plano de brutalidad y falta de espíritu en que se movía
la polémica protestante en aquel tiempo, pues llegaban los luteranos a
afirmar que los jesuitas de Munich habían violado niños y asesinado en
su iglesia a cierto número de doncellas; del jesuita cardenal Belarmino,
cuyas controversias excitaban el furor de los teólogos protestantes, se
aseguró que tenía en el establo cuatro preciosas cabras con las cuales
se recreaba eróticamente muy a su gusto, y que eran llevadas a su
presencia adornadas con alhajas preciosísimas y joyas de plata y oro.
Pero también los corteses padres hacían oír muy dignamente su voz en
el concierto general de injurias que amenizaba la gran lucha por la fe y
arremetían contra los protestantes con expresiones tan repugnantes como
las que empleaban éstos en su polémica contra la Iglesia romana. El
blanco de las brutalidades de los jesuitas era naturalmente, ante todo, la
personalidad de Lutero; los padres Keller, Vetter, Tover y Gresser, los
especialistas en injurias soeces que los jesuitas habían adiestrado entre-
tanto, no podían excederse ya más en sus descripciones de la conducta
inmoral de Lutero”. “El jesuita de Ingolstadt Mayrhofer enseñaba en su
Espejo de predicadores que la matanza de protestantes era “no menos
justificada que la de los ladrones, los monederos falsos, los asesinos y
los rebeldes a quienes se puede y se debe castigar con la muerte.”76
La literatura española acerca de las monjas revelanderas y otras
aberraciones sacro-eróticas fue abundante, ya en la misma época en
que aquéllas se producían. No hemos de irnos a una digresión excesiva,

75
Ibídem, p. 137.
76
Ibídem, p. 405.

166
pero apuntemos alguna muestra para que reflejen cuál era el ambiente
español en ese aspecto. “Estos extravíos y aberraciones han alcanzado
bastante importancia en la historia de España para que no puedan ser
pasados por alto por quien desea estudiarla en sus recónditos pormeno-
res, antes tal vez solicitan con más empeño la curiosidad, que no otros
que pudieran a primera vista parecer de más elevada categoría. Es cier-
to que el conocimiento exacto y minucioso de tales extravíos es en ex-
tremo difícil, y aun quizá de todo punto imposible, en razón de su muche-
dumbre innumerable, y de la infinita variedad de formas que han tenido
según la diferencia de los pueblos y provincias en que se han
manifestado.”77 Santa Teresa de Jesús refirió algunos casos de monjas
revelanderas, que decían tener arrobamientos, apariciones, visiones y
otros raros favores celestiales. Era a manera de un endemoniamiento al
revés, un endiosamiento o cuando menos un angelicamiento que las lle-
naba de satisfacción.78 Tal fue el típico caso de la hermana Lorenza, de
Nuorga, que contó el P. Juan Chacón. Este P. Chacón supo quitarle a la
hermana Lorenza todo su embeleco de arrobos, privándola de sus exhi-
biciones, y la envió a la Inquisición, donde descubrióse que la tal santa
revelandera estaba amancebada a la vez con dos beatos ermitaños y
con un donado de la religión donde ella se confesaba.79 También hubo
por España epidemias de mística erótica. Recordemos las asquerosas
aberraciones de la Condesa de Palma, la Marquesa de Tarifa y otras
demás sevillanas que refería en 1616 el obispo Don Juan de la Sal, en
sus cartas al melancólico VIII Duque de Medinasidonia, concernientes
al santurrón portugués P. Francisco Méndez. Las beatas eran tan faná-
ticas por el futuro santo que le enviaban a éste no sólo comidas y golo-
sinas, sino también sus camisones después de puestos y sudados para
que el clérigo se los cambiara por sus ropas íntimas. “Una señora trajo
muchos días en la boca del estómago una servilleta nueva con que él se
había limpiado.” Otra, del linaje de Fray Bartolomé de las Casas, quería
curar su sordera. En ocasiones un fraile hubo de salir con los pañetes o
paños menores de aquel bendito padre “y los fue refregando por las
barbas a una multitud de beatas y mujeres que no se hartaban de besar-
77
Introducción anónima al valioso librito Curiosidades de mística parda.. Madrid,
1897, p. VIII.
78
Libro de las fundaciones I caps. VI y VIII.
79
(Cartas del P. Juan Chacón al P. Rafael Pereira -1634- Memorial Histórico. Tomo
XIII, pp. 42 y 49.

167
los, con no estar nada limpios para que fuese mayor el mérito; pero a la
devoción no hay cosa sucia, ni que haga asco a un verdadero devoto”.
Y al día siguiente varios caballeros se repartieron entre sí tales puercos
pañetes “como reliquia sacrosanta”. Así decía el doblemente saleroso
obispo sevillano Don Juan de la Sal, quien añadía: “Bien es verdad que
uno de ellos, no menos sencillo que piadoso, habiéndole cabido en esta
participación el cuadradillo de abajo, que era lo más embalsamado, si
bien lo veneraba con el mismo respeto que si lo hubieran rociado con la
sangre de las llagas del bienaventurado San Francisco, su devoción, con
todo eso, no bastaba a vencer la repugnancia que naturalmente sentía
de llevar a la boca aquella joya preciosa y así repetía muchas veces:
“Señores, denme reliquia de mejor parte. Tome esa quien la quisiere,
que yo la quiero de mejor parte,80 y también en el tomo de Curiosida-
des Bibliográficas de la Bibl. de Autores Españoles editada por
Ribadeneira. El P. Francisco Méndez fue uno de tantos alumbrados
falsarios, que so capa de santidad y simulación de arrobos y éxtasis,
desenfrenaba sus instintos lascivos con las beatas e hijas de confesión;
teniendo, además, una casa de recogidas mujeres donde a diario decía
misa y las confesaba y comulgaba y después de los sacros oficios él y
ellas cantaban y bailaban descompuestamente. La Inquisición condenó
al fingido santo, pero fue después de muerto, quemando su estatua. El
hecho de no haber sido castigado en vida, no obstante el conocimiento
que de tales liviandades tenía el prelado que de ellas nos dejó noticia,
prueba cuán tibia era la justicia clerical en casos tales y cuán extendidas
las corrupciones eróticas so pretextos de devoción.
El año 1642 en el convento de San Plácido, a varias religiosas sedu-
cidas se las calificó de energúmenas y de alumbradas, mientras que de
los galanes eclesiásticos y laicos que entraban en sus celdas se dijo que
eran 25 demonios capitaneados por otro llamado Peregrino. La crápula
se convirtió en milagro. Cuando ya nada se pudo ocultar, el consejo de la
Suprema declaró inocentes a las monjas, y a Fray Francisco García
culpable. ¿De corrupción? No. De haber evocado al Diablo. Así puede
verse en Llorente.81 Si bien esta obra está tachada de falsaria y maldi-
ciente, por el viejo truco de quitar valor al documento, cuando éste no se
puede suprimir.

80
Estas cartas del Dr. Don Juan de la Sal pueden leerse en Adolfo de Castro, apéndice
a su obra Buscapié. Cádiz. 1848.
81
Hist. de la Inquisición, vol.III. cap. XXXVIII.

168
Fue muy notable proceso, entre otros, el de 1712, el seguido contra
Sor Águeda de Luna y Fray Juan de la Vega. Aquélla entró en un
convento de Lerma. A poco se señaló por sus éxtasis y visiones, y por
sus prestigios místicos se la mandó a fundar un monasterio del cual fue
abadesa. Fue confesor de este convento Fray Juan de la Vega, prior de
los carmelitas descalzos, cuyos arrobamientos espirituales le dieron el
apodo de El extático. Con ambos personajes sucedieron milagros ruido-
sos. A la abadesa cada año se le abultaba el vientre, sufría dolores
inefables que recordaban los de las parturientas y luego echaba unas
piedras que curaban las enfermedades. La Inquisición intervino y se
averiguó que Fray Juan era un amante que había embarazado a la ma-
dre superiora, a la sobrina de ésta y a otras monjas. “La Sor Águeda
declaró que efectivamente había parido varias veces, haciéndose abor-
tar unas, y estrangulando a sus hijos las otras, enterrándoles ayudada
del fraile en un lugar del convento que indicó. Las excavaciones que allí
se hicieron dieron por resultado un montón de huesos de niños. Todo el
mundo se estremeció ante las maldades de aquellos santos. ¿Qué hizo
la Inquisición? ¿Negó los milagros? ¿Calificó el hecho de crimen lisa y
llanamente? De ningún modo. Los milagros fueron atribuidos al infierno,
así como los infanticidios; en el proceso se hizo constar que Fray Juan y
Sor Águeda se habían dado al Diablo, y que era éste el que, en virtud del
pacto firmado, les exigía aquellos horrores.”82
En los monasterios de religiosas enclaustradas, cuando ocurría algún
hecho erótico de cierta magnitud, cuyo escándalo debía ser evitado, se
acudía a muy diversos medios. Si alguna criatura indeseada aparecía en
escena, se le hacía desaparecer por un piadoso infanticidio. Para las
monjas pecadoras estaban los calabozos in pace y los abortivos. Y para
los clérigos libertinos solían bastar unas correcciones penitenciales y el
destierro a otro lugar, donde fuese desconocido, a una villa lejana o a las
Indias, que siempre han sido refugio de sacerdotes desterrados por des-
obedecer el sexto mandamiento. En aquellos siglos de ardiente fe, cuan-
do en el convento no podía ocultarse el hecho bochornoso ni ser evitado
el escándalo... no por eso tenían culpa alguna la vida conventual ni la
conciencia relajada. Todo esto quedaba a salvo. El cura depravado era
un hereje o un brujo en pacto con Lucifer y las monjas unas infelices
poseídas por los demonios. Un eclesiástico, monja o fraile corrompido

82
Llorente: Hist. de la Inquisición. Vol. IV, art.2.

169
hace perder prestigio a la Iglesia; mas si se dice que fue víctima de una
posesión demoníaca o de forzado embrujamiento, resulta entonces un
infeliz más a compadecer, caído por mera debilidad de sus fuerzas de
resistencia, pero no por falta de virtud.
Véanse, por otra parte, los consejos que, para pasar hipócritamente
por místico y santo y hacerse de buena vida con ello, escribió
satíricamente Fulgencio Afán de Ribera (Pamplona, 1729?) en la obrita
titulada“VIRTUD AL USO Y MÍSTICA A LA MODA, DESTIERRO
A LA HIPOCRESÍA EN FRASES DE EXHORTACIÓN A ELLA;
EMBOLISMO MORAL, EN QUE SE EPACTAN LAS AFIRMATI-
VAS PROPOSICIONES EN NEGATIVAS Y LAS NEGACIONES
EN AFIRMACIONES; SU AUTOR D. FULGENCIO AFÁN DE
RIBERA.” El P. Pedro de Ribadeneira, jesuita e historiador, se quejaba
públicamente del gran escándalo que era “El modo de fabricarla (la
reputación de místico y santo) es, o será, proponerte unas bien pensadas
mentiras, que excedan todos los límites de la humana credulidad; en
este caso has de hacerle cruces del prodigio o de lo extraordinario del
suceso, dando a entender que lo has creído poco menos que artículo de
fe; y en caso necesario, y si la mentira lo permite, te has de empeñar en
que quieres ir a verlo. Luego estos criados cuentan el caso a su amo,
festejan tu credulidad, auméntase su buena fe, y crece como espuma tu
buena opinión. Sentada esta base, tienes letra abierta para agarrar todo
cuanto se te antojase, y una mina de chocolate, tabaco, oro y plata, sin
tener el trabajo de cavar con un azadón; y te aseguro que en pocos años
podrás disputarle las riquezas a Creso”. “La demasiada facilidad de
muchas personas que en varias partes aparecían con llagas, y daban
ocasión a que otras mujeres livianas y tenidas por espirituales las desea-
sen tener, y se persuadiesen de que, a lo menos interiores, ya las tenían,
y aun que algunas imitasen y contrahiciesen aquella vana representa-
ción. Porque cierto ha sido cosa lastimosa la muchedumbre de
mujercillas engañadas que se han visto en nuestros días en muchas y de
las más ilustres ciudades de España, las cuales con sus arrobamientos,
revelaciones y llagas de tal manera tenían movida y embaucada la gente
que trataban de oración y cosas de espíritu, que parecía que no tenía
ninguno la que no se arrobaba y tenía estos dones extraordinarios, que
decían ser de Dios”. Era penoso, decía Ribadeneira, “ver personas reli-
giosas, o que tenían opinión de virtud, representar con embustes y
embaimientos en su cuerpo las llagas de la pasión de Cristo nuestro

170
Redentor, o vender sus marañas y artificios por revelaciones y favores
de Dios, deslumbrando y trayendo la gente embaucada y como encan-
tada con semejantes encantos. Y aunque Dios es infalible verdad y al
fin los descubrió y no permitió que el fingimiento artificioso echase raí-
ces y quedase autorizado y asentado en los pechos de los fieles, pero no
por eso deja de ser azote del Señor el permitir en nuestros tiempos estos
males, los cuales entibian a los flojos y enflaquecen más a los flacos, y
desacreditan la virtud.”83 “Tanto mayor recato se debe tener en esto,
añadía el jesuita, cuanto en nuestros días habemos visto más embaidores,
que no solamente han traído al retortero al vulgo y a la gente curiosa y
ociosa, pero también han deslumbrado a varones graves, letrados y re-
ligiosos, los cuales, por ser grandes siervos de Dios y llenos de devoción,
piedad y celo, creyeron todo lo que les pareció podía despertar la devo-
ción y acrecentar la piedad, y amplificar la gloria del Señor en su Iglesia;
y como ellos eran santos, dieron crédito a lo que parecía santidad, por-
que no hay cosa más fácil que engañar a uno bueno, porque su bondad
y sinceridad le hace que no juzgue ni piense mal de la malicia y artificio
ajeno. Y es propiedad de santos creer lo bueno y no creer fácilmente
mal de nadie.84
Esos engañosos milagros, revelaciones y demás artificios “dan oca-
sión a los malos o para desconfiar de la bondad del Señor, o para seguir
sus errores, o para hacer poco caso de la sólida y verdadera virtud”,
decía el P. Ribadeneira; y trataba de explicar “por qué Dios permite que
el espíritu de la falsedad y engaño pervierta a personas que tienen nom-
bre de religión y virtud, y éstas traigan tan escandalizada y atónita la
gente, como habemos visto”. Para lo cual dedicó varios capítulos de su
Tratado de la Tribulación. Quede al criterio del lector que fuere a
curiosear el Tratado si la explicación del P. Ribadeneira es convincen-
te; pero el hecho de que dedicara al susodicho escándalo buena parte de
aquel libro prueba cuán grave era entonces ese “azote de Dios”.
Por el siglo XVIII, como dice P. Gener: “ya se hizo más difícil el que el
público viera en el diablo el autor de la lujuria clerical. Muchos eran ya
los que no creían en lo sobrenatural, y éstos llamaban a tales hechos por
su nombre. La Enciclopedia comenzaba a pasar los Pirineos. Los go-
biernos iban emancipándose de la Iglesia. En Francia Colbert había va-

83
Pedro de Ribadeneira. Tratado de la Tribulación, Madrid. 1519.
84
Ibídem, p. 273.

171
ciado las cárceles de acusados de magia y prohibido la acusación de
brujería a los tribunales; en España hubo más: Carlos III, no sólo impuso
silencio al Diablo, sino que una noche echó del reino a todos los jesuitas.
Un gobierno de volterianos que no creía en los santos, no podía temer
tampoco a los demonios”.85 Eso no obstante, el tipo de la monja
revelandera llegó en España hasta el siglo XIX, en los días de Isabel II,
cuando una tal Sor Patrocinio (a) La Monja de las Llagas, tras de
místicas supercherías pasó a ser un personaje influyente en la corte de
aquella livianísima reina, en compañía de sus amantes y de su confesor,
el ex arzobispo de Cuba, el P. Antonio Claret, también tenido por místico
de milagros e iluminado por halo de beatitud. Esa provechosa industria
de las simulaciones místicas fue menguando hasta desaparecer donde
la fe religiosa se hizo más culta por la propagación de la ciencia, y los
ángeles, así los malos como los buenos, fueron cayendo juntos más aba-
jo que a los infiernos, al limbo de lo sobrenatural y sus naderías. Pero
aun en tiempos próximos el P. Mach advirtió muy encarecidamente como
“un terrible escollo hay que evitar en las comunidades, y es el ir en
busca o hacer caso de visiones, revelaciones y cosas extraordinarias.
¡Cuán pernicioso es esto, entre mujeres expresamente!”86 Si en España
hubo tales monjíos de “mística parda” hasta esa época tan tardía, culpa
fue de su típico fanatismo, propio de su páramo analfabético.
En eso de los energúmenos y sus exorcismos también hubo escan-
dalosas mixtificaciones de parte de los clérigos, quienes abusaban de la
sugestionabilidad de los infelices, lo mismo que ocurrió con los milagros
y las revelaciones. El endemoniamiento era en sí un milagro, con el que
se procuraba enfervorecer a los tibios y aumentar los prestigios y pro-
vechos de los eclesiásticos. Y si tanto fue el abuso milagrero que el
Concilio de Trento tuvo que restringirlo, ordenando que no se admitiese
la certeza de milagro nuevo alguno, así hubo que hacer con los posesos
o “espiritados”, para cuyos exorcismos, in satanam et angelos
apostaticos, también hay que acudir ahora a los obispos, como en el
caso de los milagros.
Al paso de los tiempos fueron desapareciendo los energúmenos y los
demonios se hicieron menos ostensibles o, al menos, fueron cambiando
de tácticas. En el mismo siglo XVI la literatura demonológica va admi-

85
Ob. cit. II, p. 259.
86
J. Mach, ob. cit., p. 652.

172
tiendo la intervención de los duendes. Fue notable por su “anhelo de
singularidad y espíritu invencionero”, FRAY ANTONIO DE FUENTE
LA PEÑA, provincial de los Capuchinos. Su libro El Ente dilucidado,
discurso único novísimo, en que se muestra hoy en naturaleza ani-
males irracionales invisibles y cuáles sean (Madrid, 1676), escrito
con ribetes de herejía, ha sido objeto de burlas. En él se admite la exis-
tencia de animales irracionales invisibles, de yeguas y gallinas que en-
gendran del aire, de mujeres africanas que conciben monstruos por sí
solas, de varones que también conciben, de cambio de sexos en un mis-
mo individuo, de enanos y gigantes, de sirenas, de nereidas y tritones, de
duendes, etc. “¿Cómo no burlarse?, dice Adolfo de Castro. Su objeto
fue probar hasta la evidencia y hasta por altos términos filosóficos y con
gran aparato de doctrina que existen duendes. Éstos, dice, se sienten
en las casas, nunca hacen mal a nadie; siéntese su ruido sin percibirse
de ordinario el autor de él; quitan y ponen platos, juegan a los bolos, tiran
chinitas, aficiónanse a los niños más que a los grandes, y especialmente
se hallan duendes que se aficionan a los caballos; para FUENTE LA
PEÑA los duendes no podían ser ángeles ni buenos ni malos, pues (son
sus palabras) no parece verosímil que la perversidad y malignidad de los
demonios se ocupen en ejercicios tan ociosos, bobos é inútiles, como
hacen los duendes.”87 También el jesuita P. Martín del Río habla de los
duendes y trasgos, especie de demonios buenos, hoy se dirían “espíritus
burlones”, que en ciertas ocasiones hacían travesuras molestando a las
personas y mofándose de ellas. Salvador Joset Mañer, en su obra Anti-
theatro crítico, refiere numerosos casos de duendes picarescos. Algu-
no es del género coprolálico tan propio de las narraciones del aquelarre.
Véase: “El beneficiado de Carcabuey, don Alfonso de Cárdenas, hom-
bre de brío, no quiso creer que hubiere duende en una casa, que nadie se
sentía con valor para habitarla. Pusiéronle en ella una cama, se acostó y
durmió, cuando a cosa de media noche dijéronle desde el techo donde
estaba la cama: ‘Sea vuesa merced bien venido’. Lejos de inmutarse,
el beneficiado preguntó: ‘¿Quién me habla?’ Contestáronle: ‘Servi-
dor.’ De este modo entró en conversación con el aparecido, que no era
otro sino el duende de la casa, quien después de mucha cháchara, le
narró con todos sus pormenores la batalla de Almansa, poco antes reñi-

87
Adolfo de Castro, Discurso preliminar a Obras escogidas de filósofos. En la Biblio-
teca de autores españoles. Madrid, 1905. P. C.

173
da. ‘Bien la habéis descrito —añadió el beneficiado—, pero se os
olvidaron esas trompetas’; y diciendo y haciendo, volviose de lado y
soltó un furioso flato, añadiendo que para otra ocasión se sirviese de él
como trompeta. Enmudeció el duende, mas a poco comenzó a llover
sobre el beneficiado tal cantidad de azotes, singularmente en la parte de
donde salió el agravio, que a la mañana siguiente halláronle tan maltra-
tado, que hubo necesidad de sacramentarle...”88
También por el siglo XVI le aconteció a San Francisco de Paula,89
tener que exorcizar a un mal espíritu que torturaba el cuerpo de una
infeliz,y aquél resultó ser no el de un demonio sino el de una mujer
ramera y alcahueta que había reencarnado una veintena de años atrás.
Ya no eran, pues, los demonios quienes monopolizaban el derecho de las
apariciones non sanctas. A partir de esa época fueron cayendo en
desprestigio.
Si a la posesión de los energúmenos se le llamó primero “tener los
enemigos”, luego se le dijo “estar espirituados”, vocablo genérico que
no excluye el endemoniamiento, y admite la posesión por los santos, los
ángeles y, sobre todo, por los espíritus de los muertos. Todos esos duen-
des burlones, aparecidos, fantasmas y finados, son hoy día los llamados
“espíritus desencarnados”, que se comunican por los mediums, al decir
de los espiritistas.
En los capítulos que anteceden se ha tratado de llevar a conocimien-
to del lector una idea de los fundamentos conceptuales del demonismo,
tal como era entendido y practicado por los eclesiásticos de aquellos
siglos XVI y XVII, cuando España puebla y coloniza a las Indias y se pro-
duce el drama de la villa de Remedios del cual fue protagonista el P.
Joseph González de la Cruz, Comisario de la Santa Inquisición, y perso-
najes principales la negra esclava Leonarda y los numerosos demonios
que se posesionaron de su cuerpo. Pero el lector curioso, antes de poder
abarcar todo el horizonte y el sentido de la narrada tragedia de Reme-
dios, habrá de seguirnos con paciente benevolencia a otro volumen, con-
tinuación del que ahora van a cerrar mis manos, el cual titularemos
Brujas e Inquisidores.90 ¡Hasta luego!

88
Salvador J. Mañer. Ob.cit. Tomo II, p. 58.
89
Acta Sanctorum. Aprilis. T. I, p. 144.
90
El libro “Brujas e inquisidores” se encuentra en proceso de edición, bajo la dirección
de la Fundación Fernando Ortiz.

174
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178
Índice

Presentación / 5
Unas palabras / 7
Prólogo / 11
I.
Sumario: - Una guerra cubana contra los demonios a fines del siglo XVII.
El drama religioso que ocurrió en Remedios.- Su protagonista.- El
demonismo y sus expresiones.- Hechiceros, brujas y energúmenos.- La
creencia en los espíritus.- Nacimiento de los demonios.- Las posesiones
místicas.- Su religiosidad.- Sus beatificaciones y sus exorcismos.- Al
caer el imperio romano sobrevivieron sus dioses.- La Iglesia les dio
empleo como demonios.- Bautizo de los paganos y de sus ídolos.- Los
demonios en la Edad Media / 29
II.
Sumario: El demonio brilla en el oscurantismo.- Poca actividad de los
energúmenos y de las brujas en la Edad Media. El Renacimiento los
alebresta.- Satanás se encabrita.- Los desajustes psíquicos en las épo-
cas de la transculturación.- La tremenda unión de Europa durante su
cambio de edad.- La sífilis, el oro y la mística.- El terrorismo eclesiásti-
co ayuda a los demonios.- Detrás de la cruz está el diablo.- La edad de
oro de la Iglesia no fue la edad de oro del demonio. La Edad Media no
fue la más cundida de energúmenos. El Renacimiento y la Inquisición
los alebrestan / 54
III.
Sumario. Los demonios prefieren a las mujeres.- Los santos también.-
Energúmenos y brujas son tipos de sociedad. “El sexo fue la obsesión
de la Iglesia. Teología misógina. “La suciedad del cuerpo, es la pulcritud
del alma”.- Crueldad con las madres.- Bautizos con jeringa / 89
IV.
Sumario: Teología misogámica.- Exaltación eclesiástica de la virgini-
dad.- Ni fecundidad, ni maternidad, ni matrimonio.- Cónyuges putati-
vos.- Deshumanización del matrimonio.- El sexo y la teología contem-
poránea.- El engendro mecánico.- Casuística erótica.- Transigencia
teológica con la prostitución / 105
V.
Sumario: El demonio en los conventos - Tienta a las monjas y a los
frailes. Los desposorios con Jesucristo.- Deliquios de monjas con su
Amado.- Labia y tretas donjuanescas del demonio.- Automartirios por
castidad.- Corrupción tradicional y anhelo de reforma / 129
Bibliografía / 175

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