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Como si ello fuera una novedad -y así fue saludado alborozadamente: por el ministro
español del Interior-, los responsables europeos de la seguridad declararon anteayer
en Londres que el terrorismo es un fenómeno internacional y que desde esa
perspectiva debe lucharse para su total erradicación. El terrorismo, además de un
fenómeno internacional, es un laberinto que envuelve por igual a los que lo practican,
a las sociedades que lo padecen e incluso a quienes lo combaten. El autor de este
ensayo, redactor de la sección de Opinión de EL PAÍS, utiliza el ejemplo de la
organización terrorista ETA para ilustrar algunas estancias oscuras de ese laberinto del
terror que asola a la sociedad de nuestra época.
La victoria más significada del terrorismo, -su único éxito verificable, consiste en su
eficacia para contaminar a todo el cuerpo social sobre el que dirige su acción. Como la
gangrena, sus efectos envilecedores atacan en primer lugar a los propios practicantes
de usos como el tiro en la nuca o la colocación de explosivos en lugares públicos, pero
también, a un largo plazo, a toda la sociedad, incluidas personas que se consideran en
los antípodas de la ideología y los valores proclamados por los propios terroristas.
La experiencia de los últimos años ha destruido el estereotipo del terrorista romántico,
pero no ha acabado del todo con ciertas concepciones, muy arraigadas todavía en
sectores de la izquierda, sobre la naturaleza específica del terrorismo y la forma de
hacerle frente. En primer lugar, dista de ser evidente que el terrorismo sólo pueda
desarrollarse en un medio social marcado por el despotismo de los gobernantes.
En segundo lugar, la experiencia reciente indica, en contra del adagio maoísta sobre el
pez en el agua, que no hay relación verificable entre la eficacia de un grupo terrorista y
los apoyos sociales con que cuenta entre la población. Y también, en tercer lugar, que
la virulencia del terrorismo no siempre cede cuando se atacan las causas que
determinaron su nacimiento, sino que con frecuencia son precisamente los intentos de
dar solución al problema originario los que provocan las reacciones más violentas.
Tales son al menos algunas conclusiones que cabe extraer de la experiencia española, y
concretamente del terrorismo practicadei por ETA, organización responsable del 80% o
90% de los atentados terroristas registrados en nuestro país en la última década.
ETA, fundada a fines de los años cincuenta por un grupo de estudiantes católicos de
familias nacionalistas, fue, al menos durante toda la década siguiente, una
organización política no muy diferente a otras surgidas de medios universitarios
antifranquistas, como el FLP, por la misma época. Como ellas, recibió la influencia de
las doctrinas maoístas y guevaristas en boga, pero su guerrillerismono superó en
realidad el terreno del verbalismo y, en todo caso, nunca puso en cuestión su
definición como grupo político.
Del atentado incruento, con pretensiones casi exclusivamente simbólicas, de los años
sesenta, al atentado indiscriminado mediante coches bomba, ETA ha recorrido palmo a
palmo la pendiente que va del confuso pero sincero compromiso moral contra la
autocracia franquista a la suspensión de toda moral. El asesinato del periodista Portell,
el ametrallamiento de la novia de un policía en Beasáin, la acción de rematar a un
guardia, superviviente de un atentado, cuando era conducido en una ambulancia, la
mutilación del niño Alberto Muñagorri en Rentería, la colocación de una bomba -tres
empleados muertos- en la sede del Banco de Vizcaya, los coches bomba de Madrid y
los asesinatos de Soláun y Yoyes son algunos de los peldaños que pautan ese descenso
al infierno del vacío moral.
Porque el objeto del terrorismo no se agota en los efectos de sus acciones sobre las
víctimas, sino que sólo se realiza con plenitud como advertencia y amenaza implícita al
conjunto social: "Mañana puedes ser tú" (el ametrallado por leer determinado
periódico o frecuentar ciertos bares, el que recibe una petición de impuesto
revolucionario, el que sea objeto de rechazo social). La fascinación hacia la fuerza,
especialmente si ésta se designa
a sí misma mediante el. nada ambiguo título de militar, es ante todo la fascinación de
toda victoria potencial hacia la omnipotencia del verdugo. Llegado el caso, muchos
elegirán la proximidad, real o psicológica, con este último, a fin, exclusivamente, de no
figurar entre aquéllas. Con las suficientes gradaciones -desde el empresario que se
afilia al PNV para sentirse algo más a cubierto del impuesto revolucionario, al hijo del
guardia civil que se apunta a ETA, pasando por el inmigrante que vota a HB para no
sentirse sospechoso a los ojos de los vecinos-, éste es un fenómenco generalizado en
Euskadi. Pirobablemente se trate del principal éxito de una organización cuyo fin es
obtener, mediante el terror, la adhesión, activa o pasiva, de la población a sus fines.
EL ENEMIGO SECULAR
Estos fines, por lo demás, son hoy probablemente desconocidos incluso para los
dirigentes más avispados de ETA. Es altamente revelador el hecho de que esta
organización, que hace unos años parecía aspirar únicamente a que se produjera un
golpe de Estado en España, haya reducio sus objetivos estratégicos a la consecución de
una negociación política. No, como podría pensarse, a los contenidos objeto de
negociación,sino a la negociación misma; es decir, al gesto por el que se le reconoce su
condición de interlocutor eficiente. Más concretamente: ETA no aspira ya a la
independencia de Euskadi o al socialismo, sino a que alguien, a poder ser el Ejército
español, admita retrospectivamente la legitimidad de su acción, la naturaleza heroica
de su pasado, la nobleza de su causa.
Una vez que un grupo ideológico atraviesa la barrera que separa lo político, con o sin
rasgos militaristas, de lo especificamente militar, la organización terrorista resultante
pierde casi por completo la capacidad de expresión verbal. Su caudal expresivo tiende
a hacerse binario. Cualquier mensaje deberá ser transmitido a través de dos únicos
signos: matar o dejar de matar. El uno o el cero. De ahí la inevitable ambigüedad de su
lenguaje. El asesinato de un militar podrá ser interpretado como una protesta contra la
tibieza de las reformas emprendidas por el Gobierno, al que se considera tutelado por
los sables, pero también como una invitación a un golpe militar que arrase las
libertades públicas e iguale en dignidad al ciudadano común y al responsable de la
colocación de una bomba en un restaurante. La voladura de un autobús de guardias
civiles puede ser la señal de que se rechaza la vía negociadora auspiciada por el PNV,
pero también el signo de que se está dispuesto a negociar desde posiciones de fuerza.
Pero los efectos de esa gangrena que degrada la conciencia moral de los seres
humanos no se detienen en el grupo terrorista y sus círculos más inmediatos.
Contamina también a ciudadanos ajenos a su práctica e incluso, y quizá especialmente,
a los encargados de combatirlo. "Que les den la independencia", proclamará con
energía, a la hora de indicar la solución propuesta, alguien conocido por su
acendrado españolismo. Esa reacción, expresión de cobardía moral que los
especialistas designan con el término desestimiento, es la más anhelada por los
estrategas del terror.
PARADOJA SINIESTRA
El problema reside en que de nada serviría acabar por esos métodos con ETA si el
precio es la asuilción como propios por parte de amplios sectores de la población de
los mismos principios y escala de valores (superioridad de la fuerza bruta, todo vale si
el Fin merece la pena, etcétera) que tratan de imponer los terroristas.