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11/5/2020 La cita en Samarra: nuevo uso de algunos viejos chistes

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La cita en Samarra: nuevo uso de algunos


viejos chistes
"La epidemia del coronavirus nos impone brutalmente la conciencia súbita y
dolorosa de que la de nición clásica de sociedad no tiene ningún sentido"
"El resultado más probable de la epidemia es que prevalezca un nuevo
capitalismo bárbaro"
"La lucha será por establecer cuál será la forma social que reemplace el Nuevo
Orden Mundial capitalista liberal"

Slavoj Zizek El jueves, 16 de abril de 2020 Ideas Opinión

El Paseo del Prado en Madrid, vacío por el con namiento ocasionado por la pandemia. / Efe

En trabajos anteriores he usado al menos una docena de veces el viejo chiste sobre un
hombre que está persuadido de ser una semilla; los médicos del hospital psiquiátrico adonde
lo llevan hacen lo posible por convencerlo de que no es un grano sino un ser humano. Cuando
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le dan el alta (se ha convencido de que no es una semilla sino una persona), el hombre se
dispone a salir del hospital pero regresa inmediatamente aterrorizado y temblando: junto a la
puerta de entrada hay un pollo y teme que quiera comérselo. “Pero, mi amigo, usted sabe bien
que no es una semilla sino un hombre”, le dice el médico. “Por supuesto que lo sé”, responde el
paciente, “pero, ¿lo sabe el pollo?”. Hace poco, mi amigo croata Dejan Kršić me envió una
versión “corona” de ese mismo chiste: “¡Hola, amigo!”, “¡Hola, profesor! ¿Por qué lleva usted
una mascarilla? Hace dos semana usted le explicaba a todo el mundo que las mascarillas no
protegen contra el virus…” “Sí, sé que no sirven, pero ¡tal vez el virus no lo sepa!”.

Esta versión del chiste ignora un dato crucial: el virus no sabe nada (y tampoco ignora nada)
porque no reside en absoluto en la esfera del conocimiento, no es un enemigo que intenta
destruirnos: sencillamente se reproduce con un automatismo ciego. Algunos izquierdistas
evocan otro paralelo: ¿no es también el capital un virus que nos parasita, que se alimenta de
los seres humanos? ¿no es también un mecanismo ciego empeñado en expandir su
autorreproducción, totalmente indiferente a nuestro sufrimiento? Sin embargo, aquí está en
juego una diferencia clave: el capital es una entidad virtual que en realidad no existe
independientemente de nosotros, sólo existe en la medida en que los humanos participemos
en el proceso capitalista. Como tal, el capital es una entidad espectral: si dejamos de actuar
como si creyéramos en él (o, digamos, si una potencia se deciden a nacionalizar todas las
fuerzas productivas y a abolir el dinero), el capital deja de existir. El virus, en cambio, es parte
de la realidad con la que sólo podemos lidiar a través de la ciencia.

Esto no signi ca que no haya un vínculo entre los diferentes niveles de entidades virales: los
virus biológicos, los digitales, el capital como entidad viral… Es evidente que la epidemia del
coronavirus misma no es sólo un fenómeno biológico que afectó a los seres humanos: para
comprender su expansión, uno tiene que incluir la cultura humana (los hábitos alimentarios), la
economía y el comercio global, la densa red de relaciones internacionales y los mecanismos
ideológicos del miedo y el pánico… Para comprender adecuadamente este vínculo hace falta
un nuevo enfoque. Bruno Latour[1] mostró convenientemente el camino al poner énfasis en
que la crisis del coronavirus es un “ensayo general” de la crisis del cambio climático, que es “la
próxima, aquella en que se nos planteará, como un desafío a toda la humanidad, la
reorientación de las actuales condiciones de vida, así como todos los detalles de la existencia
cotidiana que tendremos que aprender a ordenar cuidadosamente”. La epidemia del
coronavirus, como un momento de la crisis ecológica, perdurable y global, nos impone
brutalmente la conciencia súbita y dolorosa de que la de nición clásica de sociedad –la
convivencia entre seres humanos— no tiene ningún sentido. El estado de la sociedad depende
en cada momento de las asociaciones entre muchos actores, la mayoría de los cuales no
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tienen formas humanas. Entre tales actores se cuentan los microbios –como sabemos desde
Pasteur— pero también internet, la ley, la organización de los hospitales, la logística del estado,
así como el clima”.

Por supuesto, como bien lo sabe Latour, hay una diferencia clave entre la epidemia del
coronavirus y la crisis ecológica: “en la crisis sanitaria, puede ser verdad que los seres
humanos estemos «luchando» en conjunto contra los virus, aun cuando estos no tengan
ningún interés en nosotros y se abran camino a través de nuestras gargantas y nos maten si
tener ninguna intención de hacerlo. En el caso del cambio ecológico, la situación es
trágicamente la inversa: el agente patógeno cuya terrible virulencia ha cambiado las
condiciones de vida de todos los habitantes del planeta no es en modo alguno un virus, ¡es la
humanidad!”

Aunque Latour agrega inmediatamente que “esto no es aplicable a todos los seres humanos
sino únicamente a aquellos que nos hacen la guerra sin habérnosla declarado”. La entidad que
“nos hace la guerra sin declarárnosla” no es sencillamente un grupo de personas sino el
sistema socioeconómico global existente; en suma, el orden global existente en el que
participamos todos (la humanidad en su conjunto). Ahora podemos ver en qué reside el
potencial verdaderamente subversivo de la noción de ensamblaje: se hace evidente cuando la
aplicamos para describir una constelación que también comprende a los seres humanos, pero
desde un punto de vista “inhumano”, de modo tal que los seres humanos aparecen en ella
como un conjunto más entre los demás actantes. Recordemos cómo describe Jane Bennett la
interacción de los actantes en un basurero contaminado: no sólo los humanos, sino también la
basura en descomposición, los gusanos, los insectos, las máquinas abandonadas, los
productos químicos venenosos y demás elementos desempeñan cada uno su papel (nunca
puramente pasivo)[2]. En este enfoque hay una auténtica visión teorética y ético-política.
Cuando los llamados neomaterialistas como Bennett se oponen a que la materia se reduzca a
una mezcla pasiva de partes mecánicas, no están a rmando, por supuesto, la anticuada
teleología directa, sino que postulan una dinámica aleatoria inmanente a la materia: las
“propiedades emergentes” surgen de encuentros no predecibles entre múltiples tipos de
actantes, de modo tal que la efectividad de cualquier acto particular está distribuido entre una
variedad de tipos diferentes de cuerpos. Esa capacidad de acción llega a ser pues un
fenómeno social, en el que se expanden los límites del gregarismo hasta incluir todos los
cuerpos materiales que participan en el ensamblaje relevante. Digamos, por ejemplo, que un
público ecológico es un grupo de cuerpos, algunos humanos, pero la mayoría no humanos, que
están sometidos a un daño, de nido como una disminución de su capacidad de acción. La
implicación ética de tal posición es que deberíamos reconocer que estamos estrechamente
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entrelazados dentro de conjuntos más amplios: deberíamos volvernos más sensibles ante las
demandas de esos públicos; un sentido reformulado de lo que es el “interés propio” nos insta a
responder a sus tribulaciones. Deberíamos repensar la materialidad, habitualmente concebida
como sustancia inerte, como una plétora de cosas que forman ensamblajes de actores
(actantes) humanos y no humanos: los seres humanos no somos sino una fuerza más en una
red potencialmente ilimitada de fuerzas.

Un enfoque como este, que sitúa un fenómeno en su ensamblaje siempre cambiante, nos
permite explicar algunos de los casos inesperados de transfuncionalidad (un fenómeno, de
pronto, comienza a funcionar de una manera totalmente diferente). Entre las apariciones
imprevistas de solidaridad, podrían mencionarse las bandas de las favelas de Rio de Janeiro,
normalmente entregadas a luchas brutales por el control de sus territorios, que acordaron la
paz durante el tiempo que dure la epidemia y decidieron colaborar en ofrecer ayuda a los
ancianos y los más débiles de su favela[3]. Este cambio súbito fue posible porque las bandas
callejeras ya eran en sí mismas un ensamblaje de diferentes aspectos: no sólo una forma de
delito, sino también una forma de solidaridad y resistencia de grupos de jóvenes al poder
institucional.

Otro ejemplo de transfuncionalidad: gastar billones de dólares para ayudar no sólo a las
empresas sino también a los individuos (algunas de esas medidas se acercan bastante al
Ingreso Básico Universal) se justi ca como una medida extrema para mantener el
funcionamiento de la economía e impedir la pobreza extrema y la inanición. Pero
efectivamente está sucediendo algo mucho más radical: con tales medidas, el dinero ya no
funciona de la manera capitalista clásica; se convierte en un cupón para distribuir los recursos
disponibles de manera tal que la sociedad pueda continuar funcionando fuera de las
obligaciones de la ley del valor. Imaginemos otra inversión extraña siguiendo esta misma línea.
Nuestros medios han informado ampliamente sobre los bene cios de un efecto colateral de la
epidemia del coronavirus: la calidad enormemente mejorada del aire en China central y ahora
hasta en el norte de Italia… pero, ¿qué pasaría si los patrones climáticos de estas regiones ya
estuvieran acostumbrados al aire contaminado y, por lo tanto, uno de los efectos de una
atmósfera más limpia terminara siendo un patrón mucho más destructivo del clima en estas
regiones (más sequías o más inundaciones)?

Por consiguiente, para afrontar la crisis ecológica venidera es necesario un cambio losó co
radical, mucho más radical que el típico cliché de enfatizar en qué medida los seres humanos
somos parte de la naturaleza, una de las especies naturales de la Tierra, etcétera, etcétera y
hasta qué punto nuestros procesos productivos (nuestro metabolismo con la naturaleza, como

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dijo Marx) son parte del metabolismo interno de la naturaleza misma. El desafío consiste en
describir esta compleja interacción en su textura detallada: el coronavirus no es una excepción
ni una intrusión alarmante; es una versión particular del virus que estuvo operativo debajo del
umbral de nuestra percepción durante décadas, los virus y las bacterias estuvieron todo el
tiempo aquí, a veces hasta cumpliendo una función positiva crucial (sólo podemos hacer la
digestión gracias a las bacterias que habitan en nuestros estómagos). Pero no basta con
introducir aquí la noción de los diferentes estratos ontológicos (en nuestra condición de
cuerpo, somos organismos que debemos alojar bacterias y virus; en nuestra condición de
productores, cambiamos colectivamente la naturaleza que nos rodea; en nuestra condición de
seres políticos, organizamos nuestra vida social y participamos de sus luchas; en nuestra
condición de seres espirituales, hallamos satisfacción en la ciencia, el arte y la religión…). El
“ensamblaje” signi ca que tendríamos que dar un paso más hacia un tipo de ontología plana y
mostrar cómo estos diferentes niveles pueden interactuar en el mismo nivel ontológico: los
virus, como actantes, sufren la mediación de nuestras actividades productivas, de nuestros
gustos culturales, de nuestro comercio social… Es por ello que Latour propone que “la política
debería volverse material, una Dingpolitik que gire alrededor de las cosas y las cuestiones que
preocupan antes que alrededor de valores y creencias. Las células madre, los teléfonos
móviles, los organismos genéticamente modi cados, los agentes patógenos, la nueva
infraestructura y las nuevas tecnologías reproductivas hacen surgir públicos preocupados que
crean diversas formas de conocimiento sobre estas materias y diversas formas de acción,
más allá de las instituciones, de los intereses políticos o de las ideologías que delimitan el
dominio tradicional de la política”[4].

Repito, ¿no es la epidemia del coronavirus un ensamblaje semejante de un mecanismo viral


(potencialmente) patógeno, agricultura industrializada, rápido desarrollo económico global,
hábitos culturales, explosión de la comunicación internacional, entre otros elementos? La
epidemia es una mezcla en la que están inextricablemente confundidos procesos naturales,
económicos y culturales… Como el incorregible lósofo de la subjetividad que soy, creo, sin
embargo, que aquí habría que agregar dos cuestiones: Primero, como humanos, somos uno
más entre los actantes dentro de un ensamblaje complejo; no obstante, sólo y precisamente
como sujetos, tenemos la capacidad de adoptar el “punto de vista inhumano” desde el cual
podemos comprender (por lo menos, parcialmente) el ensamblaje de actantes del que
formamos parte. Segundo, los “valores y creencias” no pueden sencillamente ignorarse:
desempeñan un papel importante y deberíamos tratarlos como un modo especí co de
ensamblaje. La religión es una textura compleja de dogmas, instituciones, prácticas sociales e
individuales y experiencias íntimas en la que lo dicho y lo no dicho se entretejen de maneras a

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menudo insospechadas; tal vez, una prueba plenamente cientí ca de que dios existe sería la
mayor de las sorpresas para el creyente… Una complejidad similar (o, más precisamente, una
desavenencia) nos ayuda a entender la demora de nuestra reacción ante la propagación del
coronavirus: nuestro conocimiento no estaba en sintonía con nuestras creencias
espontáneas. Recordemos el segundo asesinato (del detective Arbogast) en Psicosis de
Hitchcock: este asesinato es sorpresivo, aún más que el notorio crimen de la ducha. El de la
ducha fue una sorpresa totalmente inesperada, mientras que en el del detective, sabíamos que
algo estremecedor sucedería, toda la escena estaba lmada para indicarlo pero, cuando
sucede, igualmente nos sorprende… ¿Por qué? ¿Cómo es posible que la mayor sorpresa se
produzca precisamente cuando lo que se nos dijo que iba a suceder nalmente sucede? La
respuesta obvia es: porque realmente no creíamos que fuera a ocurrir. Y, ¿no ha pasado algo
semejante con la propagación del coronavirus? Los epidemiólogos nos estaban advirtiendo de
que el virus nos alcanzaría, hicieron predicciones precisas que ahora se han revelado certeras.
Greta Thunberg tenía razón cuando decía que los políticos debían escuchar a los cientí cos,
pero nosotros nos sentíamos más inclinados a con ar en nuestras “intuiciones” (Trump
empleó esa palabra) y es fácil comprender por qué. Lo que está sucediendo ahora es algo que
considerábamos imposible, las coordinadas básicas de nuestro mundo vital están
desapareciendo. Nuestra primera reacción al virus fue pensar que era sólo una pesadilla de la
que pronto despertaríamos; ahora sabemos que eso no va a pasar, tendremos que aprender a
vivir en un mundo viral y deberemos reconstruir dolorosamente un nuevo mundo vital.

Pero en esta pandemia en desarrollo hay otra combinación de discurso y realidad: hay
procesos materiales que sólo ocurren si están mediados por nuestro conocimiento: se nos dijo
que una catástrofe X se abatiría sobre nosotros, tratamos de evitarla y la catástrofe se produce
justamente a través de nuestros esfuerzos por evitarla… Recordemos el viejo relato árabe
conocido como “una cita en Samarra” retomado por W. Somerset Maugham: un sirviente
enviado al concurrido mercado de Bagdad se encuentra allí a la Muerte; aterrado ante su
visión, regresa corriendo a la casa de su amo y le pide que le dé un caballo para poder cabalgar
durante todo el día y llegar esa misma noche a Samarra donde la Muerte no podrá encontrarlo.
El buen amo no sólo le da el caballo sino que va él mismo al mercado, busca a la Muerte y le
reprocha que haya asustado así a su el sirviente. La Muerte le responde: “Pero… yo no quise
asustar a tu sirviente. Sólo me sorprendí pues no entendí que estaba haciendo aquí cuando
tengo una cita con él esta noche en Samarra…” ¿Y si el mensaje de esta historia no fuera que
es imposible evitar la propia muerte y que todo esfuerzo por zafarse de su lazo no hace más
que tensarlo, sino exactamente el mensaje opuesto, es decir que si uno acepta su destino
como algo inevitable puede romper su cepo? A los padres de Edipo se les había vaticinado que

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su hijo mataría al padre y tomaría por esposa a su madre y justamente las decisiones que
tomaron para eludir ese hado (exponiéndolo a la muerte en la profundidad de un bosque)
aseguraron el cumplimiento de la profecía. Si no hubieran intentado huir de su destino, este no
se habría hecho realidad. ¿No es esta una clara parábola de la intervención de Estados Unidos
en Irak? Estados Unidos vio las señales de la amenaza fundamentalista, intervino para
prevenirla y, con ello, la fortaleció. ¿No habría sido mucho más efectivo aceptar la amenaza,
ignorarla y quebrar así su fuerza? Pues bien, volviendo a nuestra historia, imaginemos que, el
sirviente, al encontrarse con la Muerte en el mercado le hubiese espetado: “¿Qué problema
tienes conmigo? Si tienes algo que hacer conmigo, hazlo; de lo contrario, ¡lárgate!” Aún más
perpleja, la Muerte habría murmurado algo como: “Pero, se suponía que debíamos
encontrarnos en Samarra, no puedo matarte aquí” y se habría marchado corriendo
(probablemente hacia Samarra). En esto reside la apuesta del plan llamado de “inmunidad de
rebaño” contra el coronavirus:

“El objetivo declarado ha sido alcanzar la "inmunidad de rebaño" para poder dominar el brote y
evitar una "segunda ola" catastró ca el próximo invierno/…/. Una amplia proporción de la
población corre un riesgo bajo de desarrollar la enfermedad en forma grave: a grandes rasgos,
cualquier persona menor de 40 años. Por lo tanto, el razonamiento es el siguiente: aun cuando,
en un mundo ideal, no querríamos que nadie corra el riesgo de infectarse, generar inmunidad
en los más jóvenes es una manera de proteger a la población en su conjunto”[5].

Aquí se apuesta a que, si actuamos como si no supiéramos, esto es, si ignoramos la amenaza,
el daño real podría ser menor que su actuamos deliberadamente. De esto tratan de
convencernos los populistas conservadores: la Samarra de nuestra cita es nuestro orden
económico y la totalidad de nuestro estilo de vida, por consiguiente, si oímos las advertencias
de los epidemiólogos y reaccionamos a ellas escapando de nuestra realidad (aislamiento y
cierre de emergencia), provocaremos una catástrofe mucho mayor (pobreza, sufrimiento…) que
el pequeño porcentaje de muerte que provocaría el virus.

Sin embargo, como ha señalado Alenka Zupančič[6], “volvamos al trabajo” es un caso ejemplar
de la falsedad que hay en la preocupación de Trump por la clase trabajadora: se dirige a la
gente común mal pagada para la que la pandemia es también una catástrofe económica, que
no puede permitirse el aislamiento, para quienes el colapso económico es una amenaza aún
mayor que el virus. La trampa, por supuesto, es doble. Primero, la política económica de Trump
(de desmantelar el Estado benefactor) es en gran medida responsable de que mucho
trabajadores de bajos ingresos se encuentren en una situación tan precaria que, para ellos, la
pobreza es una amenaza peor que el virus.

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En segundo lugar, quienes realmente irán al trabajo son ellos, los pobres, mientras que los ricos
persistirán en su cómodo aislamiento. No deberíamos perder de vista el hecho de que muchos
no pueden autoaislarse como podemos hacerlo algunos: no me re ero sólo a todos aquellos
que hacen posible nuestro propio aislamiento (trabajadores de la sanidad, productores de
alimentos, quienes se ocupan de distribuirlos, quienes mantienen el suministro de electricidad,
agua, etcétera), sino también a los refugiados/inmigrantes quienes sencillamente no tienen un
lugar (“quédate en casa”) dónde retirarse en autoaislamiento. ¿Cómo se les explica la
necesidad de mantener la distancia social a miles de personas con nadas en un campo de
refugiados? Recordemos simplemente el caos que se produjo en la India cuando el gobierno
ordenó 14 días de bloqueo y millones de habitantes de las grandes ciudades trataron de irse al
campo…

Todas estas nuevas divisiones ponen de relieve la fatal limitación de la preocupación de la


izquierda liberal en cuanto a que el aumento del control social disparado por la amenaza del
virus se prolongará y restringirá nuestra libertad puesto que los individuos reducidos al pánico
de la mera supervivencia son los súbditos ideales del poder. El peligro es muy real: el caso
extremo es el de Viktor Orban quien hizo aprobar una ley que le permite gobernar mediante
decretos por un período inde nido de tiempo. Sin embargo, esta preocupación pasa por alto lo
que está ocurriendo efectivamente hoy, que es exactamente lo opuesto: aunque quienes
ejercen el poder estén tratando de hacernos responsables del resultado de la crisis (mantened
la distancia apropiada, seguid nuestras órdenes, ahora cada uno de vosotros es responsable…),
la realidad es precisamente la inversa. El mensaje que le estamos dando los sujetos al poder
del Estado es: seguimos con gusto vuestras órdenes pero son vuestras órdenes y no hay
garantía de que el hecho de que las acatemos haga que tengan éxito. Las autoridades están
aterrorizadas porque saben, no sólo que no controlan la situación, sino también que nosotros,
sus súbditos, lo sabemos: ahora ha quedado expuesta la impotencia del poder.

Todos conocemos la escena clásica de los dibujos animados[7]: el gato llega al borde del
precipicio pero continúa avanzando, ignorando el hecho de que ya no hay tierra bajo sus pies y
sólo empieza a caer cuando contempla el abismo. Cuando pierde su autoridad, el régimen es
como un gato sobre el precipicio: para que caiga sólo hace falta recordarle que mire hacia
abajo… Pero también es verdad lo opuesto: cuando un régimen autoritario se aproxima a su
crisis nal, su disolución como gobierno se produce en dos pasos. Antes de su derrumbe real,
se opera una misteriosa ruptura: de pronto, el pueblo sabe que el juego ha terminado,
sencillamente ya no sienten miedo. No se trata solamente de que el régimen pierda su
legitimidad; el pueblo percibe el ejercicio mismo del poder como una impotente reacción
generada por el pánico. En El Sha o la desmesura del poder, una reseña clásica de la revolución
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de Jomeini, Ryszard Kapuscinski sitúa el momento preciso de esta ruptura: en un cruce de


calles de Teherán, un manifestante solitario se niega a moverse cuando un policía le grita que
circule y el policía incómodo simplemente retrocede; en un par de horas, todo Teherán estaba
hablando de ese incidente y aunque ya había habido refriegas callejeras durante semanas,
todos, de alguna manera, supieron que la partida había terminado…[8] Hay ciertos indicadores
de que algo similar podría estar pasando actualmente: todos los poderes dictatoriales que
están reuniendo los aparatos del Estado hacen aún más palpable su impotencia básica. Aquí
deberíamos resistirnos a la tentación de celebrar esa desintegración de nuestra con anza
como una apertura para que el pueblo se autoorganice localmente por fuera de los aparatos
del Estado: un estado e ciente que “cumple” y en el que pueda con arse al menos
relativamente es hoy más necesario que nunca. La autoorganización de comunidades locales
sólo podrá cumplir su tarea en combinación con los aparatos del estado… y con la ciencia.
Ahora estamos obligados a admitir que la ciencia moderna, a pesar de todos sus sesgos
ocultos, es la forma predominante de universalidad transcultural. La epidemia ofrece una
favorable oportunidad de que la ciencia se a rme en ese papel. Sin embargo, aquí surge un
nuevo problema: tampoco en la ciencia hay ningún gran "otro", ningún sujeto con quien
podamos contar realmente, de quien pueda presumirse incuestionablemente que sabe. Hay
diferentes conclusiones, así como diferentes proposiciones sobre lo que conviene hacer,
defendidas por epidemiólogos serios. Hasta lo que se nos presenta como datos está
evidentemente ltrado por horizontes de posiciones a priori: ¿cómo decidir si una persona vieja
y débil realmente murió como consecuencia del coronavirus? Además, aunque el hecho de que
muchas más personas estén muriendo aún de otras enfermedades que no son el coronavirus,
no debería aprovecharse para desestimar la gravedad de la crisis, es verdad que el foco
estricto puesto por nuestro sistemas de salud en el coronavirus ha llevado a posponer el
tratamiento de enfermedades consideradas no urgentes (estudios para detectar el cáncer
tempranamente, para diagnosticar enfermedades del hígado, etcétera) por lo cual, en el largo
plazo, nuestras medidas estrictas pueden causar más daño que el impacto directo del virus.
(Para no hablar de las funestas consecuencias económicas del cierre de actividades: a
comienzos de abril, ya explotaban en el sur de Italia revueltas locales de los nuevos
empobrecidos por la escasez de comida y en Palermo la policía tuvo que vigilar las tiendas de
alimentos). ¿Existen realmente sólo dos modelos posibles: el control total estilo chino y el
más laxo de la “inmunidad de rebaño”? Aquí hay que tomar decisiones muy duras que no
pueden basarse únicamente en el conocimiento cientí co: es fácil advertirnos de que el poder
del Estado está usando la epidemia como excusa para imponer un estado de emergencia
permanente, pero, ¿qué decisión alternativa proponen quienes propagan esas advertencias?

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Nuestra reacción a la epidemia no es sólo un pánico orquestado por los que están en el poder
(¿por qué se arriesgaría el gran capital a que se desate una megacrisis?); es una alarma
genuina y bien fundada. Pero el foco casi exclusivo que ponen nuestros medios en el
coronavirus no se funda en datos neutrales; está claramente basado en una elección
ideológica. Tal vez, podamos permitirnos esbozar aquí una modesta teoría conspirativa: ¿y si
los representantes del orden global capitalista existente de algún modo fueran conscientes de
lo que vienen señalando desde hace algún tiempo los analistas marxistas críticos (que el
sistema tal como lo conocemos está en una profunda crisis, que no puede continuar en su
forma liberal-permisiva existente) y estuvieran explotando despiadadamente la epidemia para
impone una nueva forma? El resultado más probable de la epidemia es que prevalezca un
nuevo capitalismo bárbaro: muchos ancianos y débiles será sacri cados y se los dejará morir,
los trabajadores tendrán que acepar niveles de vida mucho más bajos, el control digital de
nuestras vidas se volverá una característica permanente, las distinciones de clase llegarán a
ser, mucho más que ahora, una cuestión de vida o muerte… ¿Cuántas de las medidas
comunistas que los que están en el poder se han visto obligados a aplicar seguirán en pie? Por
lo tanto, no deberíamos perder demasiado tiempo en meditaciones espiritualistas New Age
sobre cómo “la crisis del coronavirus nos permitirá enfocarnos en lo que verdaderamente es
importante en nuestras vidas”, etcétera. La lucha será por establecer cuál será la forma social
que reemplace el Nuevo Orden Mundial capitalista liberal. Esa es nuestra verdadera cita en
Samarra.

Traducción de Alcira Bixio

[1] Citado de https://critinq.wordpress.com/2020/03/26/is-this-a-dress-rehearsal/.


[2] Jane Bennett, Vibrant Matter, Durham, Duke University Press 2010, pp. 4–6.
[3] Obtuve esta información de Renata Ávila, una abogada defensora de los derechos humanos de
Guatemala.
[4] Martin Müller, “Assemblages and Actor-networks: Rethinking Socio-material Power, Politics and
Space,” citado de http://onlinelibrary.wiley.com/doi/10.1111/gec3.12192/pdf . En mi opinión la lectura
normativa prevalente de Hegel à la Brandom ignora este entrelazamiento de posturas y pretensiones
normativas con una compleja red de procesos vitales materiales e inmateriales.
[5] https://www.theguardian.com/commentisfree/2020/mar/15/epidemiologist-britain-herd-immunity-
coronavirus-covid-19.
[6] Conversación privada.
[7] Probablemente no haya un solo libro mío en que no haga referencia a ella por lo menos una vez.
[8] Véase Ryszard Kapuscinski, Shah of Shahs, Nueva York, Vintage Books 1992 (ed. cast: El Sha o la
desmesura del poder, Barcelona, Anagrama, 1987).

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