-Julián, prográmate para una hospitalización larga.
-¿Qué tan larga, doctora? -Por lo menos un mes o más. -¿Por qué? ¿Qué tengo? -Lo que te puedo decir por ahora es que tienes una anemia aguda y por tu exámen físico pueden ser dos cosas: SIDA o leucemia, así que por favor firma este formulario para autorizar informar a tus familiares sobre el resultado de tu examen. -Sí, claro, no hay problema. Firmó el documento sin pensarlo y la doctora, que minutos antes le atendió en urgencias y que luego de consultar con su superior volvió con la noticia, nos entregó el documento sin pronunciar palabra, sin un asomo de humanidad en sus ojos. Dio el dictamen como si mi hijo tuviera un leve resfriado que se podía curar con acetaminofén. Yo sentí que el mundo entero se me vino encima. Lo que yo venía presintiendo desde hacía varios días se hizo realidad. Él estaba grave, mi hijo amado se me estaba muriendo, día a día, y solo yo lo sabía. Me miró con sus ojos hermosos y me dijo, -estoy 150% seguro que no tengo SIDA, entonces tengo leucemia-, hizo una pausa, bajó la mirada y luego me preguntó, -Madre, ¿la leucemia se cura?-. Yo, con mi mundo derrumbado, con el corazón hecho pedazos, pero sin una sola lágrima y con la mejor sonrisa, lo tomé de las manos, lo miré y le dije -Sí, amor, la leucemia se cura.- Julián entró a observación, en un arrebato decide suicidarse, es trasladado a la habitación de aislamiento, un cuarto deprimente donde para entrar teníamos que tener las precauciones necesarias para no infectar a Julián o a los demás pacientes de lo que fuera que tuviera mi hijo, que todos los días se especulaba con algo diferente: un hongo en algún órgano de su cuerpo, viruela, varicela, una infección multisistémica o algo que “aún no podemos concluir”. En la habitación a duras penas cabía la cama de Julián y un sofá cama pequeño. Tenía un baño y una ventana cubierta por una cortina que que si se abría o no, daba lo mismo, pues delante de nosotros solo teníamos un muro. De vez en cuando, unas palomas llegaban a saludarnos. Debo confesarlo, nos daba claustrofobia, a él más que a mí. Era desesperante, enloquecedor. En esta habitación pasaba los días y las noches con él. A veces en silencio, otros pocos peleando porque él quería salir de ahí, porque no le decían que tenía, porque la novia lo dejó, porque los antibióticos lo hacían convulsionar y perder la razón, por el síndrome de abstinencia y su negativa a recibir medicamento psiquiátrico. También tuvimos días reconociéndonos como madre e hijo, contándonos cosas. Fui observando cómo se deterioraba día a día por la infección que tenía en todo su cuerpo; la reacción a los antibióticos, las transfusiones, los diversos diagnósticos diarios que me daban a punta de peleas. La única comunicación que teníamos en la clínica COMFAMILIAR era con las niñas del aseo, ¡benditas!, eran nuestras psicólogas, nos hacían sentir seres humanos. En el hospital tomaban la decisión de poner “x” o “y” medicamento, porque “el infectólogo dijo”, que por cierto, nunca lo conocimos. Realmente nunca un médico se sentó con Julián y habló con él para explicarle lo que pasaba. Por casi quince eternos días tuve que pelear literalmente para que le dijeran algo: él tenía que gritar y protestar, gracias a esta situación apareció por el cuarto de mi hijo una psiquiatra muy particular, de aquellas que ven todo blanco o negro y para la cual es inaceptable el cuestionamiento del paciente. Debo aclarar que Julián tenía problemas con seguir órdenes y si no quería el tratamiento que ella le indicaba, nada le iba a hacer cambiar de parecer y menos con la actitud de la profesional. Ella, una mujer delgada, prepotente, nunca me dirigió la palabra y siempre me miraba por encima del hombro. Ella que “apoya” a los pacientes y familias con cáncer, fue al puesto de enfermería y dijo: -llévele los papeles de salida voluntaria a Julián, él se va-. Tomó esta decisión a pesar de que sabía que era un niño que se estaba muriendo literalmente, que si salía de su aislamiento era no tener chance de nada y aún así, ella decidió que lo mejor es que se fuera sin hablar con su familia, sin hablar con la psicóloga. Julián de nuevo trató de suicidarse.Solo le agradezco a un médico residente que fue y se tomó el tiempo de hablarle a mi hijo y lo hizo sentir como un ser humano, haciéndole cambiar de parecer. Un día me dijeron que el doctor iba a hacerle el aspirado de médula. La ansiedad no me cabía en el pecho, por fin un papel iba a confirmar lo que mi corazón y los médicos ya temían. Julián estaba tranquilo. Llegó el doctor Meza, un hombre grande, serio, con mirada directa, compasiva, franca y con una humanidad que no le cabe en el pecho. Lo vi llegar y me pidieron que me retirara mientras hacían el procedimiento, nos cruzamos en la puerta y le dije: -Doctor, por favor, dígame qué pasa con Julián-. Él me miró y con su voz dura pero compasiva, tan acostumbrado a esta pregunta, pienso yo, me dijo: Mamá, lo único que le puedo decir en este momento es que la médula de Julián no está funcionando. ¡Agradecí tanto sus palabras! Bendije lo que ese hombre con cara dura y cuerpo grande me dijo, era lo que hace rato estaba preguntando. Él me trató como un ser humano, él entendió que yo era una madre y que su paciente era un niño asustado al cual la vida se le estaba extinguiendo. Sin embargo, solo esperaba muy en el fondo que esa doctora de urgencias se hubiese equivocado, que el aspirado de médula saliera bien. Los días pasaban, las fiebres, las convulsiones, las infecciones en la piel, su mal humor, la desilusión, el abandono de su novia por quien había luchado y quien le había prometido proteger y no dejar, pero que al fin de cuentas salió corriendo y de la peor manera. Esto lo dejó sin fuerzas durante varios días, se resignó a todo, a los pinchazos, a las transfusiones, a que no le dijeran nada, al dolor, a todo. No protestaba, no decía nada, solo tocaba su guitarra sin ganas y hablaba por Facebook. Casi semana y media después llegó de nuevo el doctor Meza, me llamó afuera, me saludó y me dijo: -tengo que confirmarle que Julián tiene Leucemia-. No recuerdo muy bien el resto de la conversación, sé que me dijo que no podíamos decírselo a Julián hasta que él lo considerara prudente teniendo en cuenta que estaba pasando por un momento muy delicado por la infección tan severa que tenía, que no podíamos saber qué tipo era ni en qué etapa estaba porque no tenía los resultados. Recuerdo también que hubo un momento en el que caí al piso y no pude más por el dolor y él me dijo, en tono de regaño,: -No, párese, la necesito fuerte por ese niño que está allá adentro, porque puede tener veinte años pero es un niño, la necesito fuerte y entera, no llore, él no se puede enterar, lo vamos a trasladar a la unidad de hemato oncología y allí seguiremos el proceso. Yo me sequé las lágrimas. Entré, consentí a mi muchacho, le pregunté si quería algo y le dije que iba a tomar un café. Salí, lloré en un rincón desconsoladamente y luego empecé a llamar a todos a confirmar la noticia. Ahora venía otro dolor, comunicarle la noticia a Iván Eduardo, mi hijo, el otro papá de Julián. El que me ayudó, el que le enseñó tantas cosas, con el que se reían y se burlaban de la mamá, el que le enseñó a montar patineta, bicicleta, le preparaba la comida, con el que hablaba de tantas cosas, lo regañaba y al que le decía con tanta facilidad te amo. Yo sé que le dolió en el alma, yo sé que igual que yo tuvo que ir a un rincón, esconderse y llorar, pero a mí me consoló como si ninguno de los dos estuviera con el alma en pedazos. Me dolió tanto, pero tanto decírselo, que lo dejé casi de último porque mi cobardía o mi amor de madre no quería generar ese dolor tan grande. Ese día, tal vez Julián creyó que su mamá debía tener una crisis, no hizo preguntas, no hizo preguntas cuando vio a su papá con los ojos llorosos, no hizo preguntas cuando me vio completamente descompuesta y con muestras de haber llorado a más no poder. No preguntó, no quiso saber, prefirió quedarse con la crisis nerviosa de la mamá. A partir de ese momento decidí que viviera un mes o viviera ochenta años iban a ser los más bonitos de su vida. Adiós lágrimas, adiós tristeza, yo iba a hacer que él viviera el mundo entero y que hiciera lo que se le diera la gana. Su primo le prestó la cámara, yo le llevé el trípode, él tenía su computador, la guitarra y lo que me hubiese pedido se lo habría llevado sin importarme nada. Ya estábamos en una habitación más amplia, más luminosa y confortable, con la misma ventana y una araña tejiendo su red en ella. La vista no exponía ninguna paisaje, solo un muro con ventanas a más pacientes. Julián contaba las horas para que se terminara el tratamiento de los antibióticos. Cuando llegamos a esta unidad le faltaban como tres o cuatro días para la culminación y ya hablaba con mucho entusiasmo de su regreso a casa. Yo estaba desesperada porque tenía que decirle que sí, mentirle descaradamente, aunque sabía que me iba a reprochar por haberlo hecho. Afuera vivíamos una batalla campal contra médicos y enfermeras, sin que Julián se enterara de nada. Solicitamos que se le informará a él de su estado, pedimos hablar con el doctor Meza, preguntamos varias veces al día si ya tenían el resultado final del examen y nos decían que no lo habían enviado de la liga contra el cáncer en Bogotá, ¡impotencia total! En medio de esta lucha y de estrellarnos contra un muro de silencio e indiferencia, alguien nos presentó al oncólogo de la clínica y ¡oh sorpresa! todo se aclaró, él era el que hacía el estudio y ya había enviado el resulatado hacía varios días. Nos sentó y nos dijo crudamente -Julián tiene Leucemia Linfoblástica Aguda, es la más dura de todas, ahora comienza varias etapas de quimioterapia, si sobrevive a la segunda el muchacho tiene posibilidades, pero no les voy a mentir, está difícil-. Acto seguido, nos entregó una copia del resultado y nos dijo: “vayan digan que no jueguen, que no sean inhumanos, que tanto Julián como ustedes tienen derecho a saber la verdad y a estar informados”. Subimos enfurecidos. Yo le pregunté de nuevo de una manera suave a la doctora Alejandra, que era la coordinadora de la Unidad, si ya le había llegado el resultado. Miró la pantalla y de nuevo me mintió descaradamente diciendo que no. Yo saqué el papel de mi bolso y le dije: - mira, ya fui a Bogotá y volví, acá está, ¿ahora sí podemos hablar con el doctor Meza? Mañana se cumple el último día de tratamiento de Julián y él ya está listo para irse-. Ella miró de nuevo la pantalla y me dijo con todo el descaro del mundo: ah sí, acá está, acaban de subirlo. Discutimos, era un acto necesario para mí. Entré a la habitación de Julián, trataba de darle una explicación de lo que estaba sucediendo afuera. Él estaba desesperado, sin poder salir, como siempre, nadie de la clínica le decía nada, y yo tampoco podía. A estas alturas, yo no sé si el doctor Meza algún día se enteró de que aparte de las visitas que él le hacía a Julián, con mucha dificultad y después de exigir a regañadientes, se asomaba de vez en cuando algún médico de muy mala gana y por solicitud expresa de Julián, no de manera voluntaria. Con lo que respecta a la doctora Alejandra, lo vio tal vez unas tres veces más. Probablemente en el reporte médico diario se diga otra cosa, pero esta es mi verdad y la cuento para que si alguien pase por acá, se entere de lo que le pasó a mi hijo. Llamaron al administrador de la clínica, lo rodearon y obviamente le contaron todo lo que sucedió, muy indignados, omitiendo los errores por parte del equipo médico y jefe de enfermeras. Salí precisamente en ese momento de la habitación y simplemente me acerqué, me presenté y le conté al señor absolutamente todo, incluyendo los insultos mutuos, mis reclamos y mis gritos. El señor salomónicamente solucionó el problema, diciendo que Julián debía firmar una carta donde autorizaba a informarnos a diario de su estado de salud sin restricción, cosa que hizo inmediatamente, y que llamaran al doctor Meza para que notificara a Julián de su estado. Julián pasó la tarde feliz, era su último día de tratamiento. Al siguiente día se iba para su casa, ya me contaba sus planes: madre me voy para Ecuador, aprendamos a tocar armónica; vámonos para Bogotá mientras termino mi carrera, ¿a que hora me vienen a quitar el catéter? Yo me reía de cada ocurrencia suya y mi corazón se rompía en pedazos, quería congelar el tiempo y que la felicidad de esa tarde, su sonrisa y entusiasmo no se borrarán jamás de su cara. Iba oscureciendo y mi angustia aumentaba, sabía que ya era inevitable cambiar la felicidad de mi hijo por el dolor más grande. A las nueve de la noche llegó el doctor con otro médico, enfermeras y la jefe. Saludo a Julián, le preguntó cómo se sentía a lo que él le respondió con entusiasmo que muy bien, tal vez pensando que el doctor le iba a decir que ya estaba listo para irse a la casa a seguir con su vida. Acto seguido el doctor lo miró y sin más rodeos le lanzó la bomba. -Julián, el raspado de médula nos indica que tienes Leucemia. Mi hijo lo miró fijamente, su sonrisa desapareció, su palidez aumentó. -¿Es grave? Preguntó. Daría lo que fuera por saber que sentía en ese momento el doctor. Yo sé que él ha dado esa noticia mil y una vez, pero también sé que no se acostumbra ni se acostumbrará nunca a darla. -No le voy a decir mentiras, la cosa está jodida, pero digamos que tenemos un 80% de posibilidades de éxito. -Cuanto dura el tratamiento? -Más o menos dos años -Voy a estar hospitalizado dos años? -No, en la primera etapa va a estar hospitalizado, son cuatro etapas(creo que dijo), después va a estar viniendo a sus quimioterapias y se va a su casa a descansar unos días. -¿Duele? -Sí y se le va a caer el pelo, el vello púbico, es decir, todos los pelos de su cuerpo, En ese momento Julián, que se había mantenido aparentemente tranquilo, empezó a llorar y solo dijo -mi pelo no, mi pelo no-. Yo pensé, acaban de darle la peor noticia y piensa en su pelo, mi muchacho es muy cómico. -Tranquilo que vuelve a salir y sale hasta más bonito, pelado, no se preocupe, pero finalmente todo esto depende de usted, solo usted decide si acepta el tratamiento, piénselo y me cuenta. El doctor se paró, se despidió y se fue. Quedamos en la habitación, yo miraba a mi hijo que estaba como en trance, con la mirada perdida y en absoluto silencio. No me atreví a tocarlo, me aferraba al brazo de Arturo y los dos lo miramos sin saber qué hacer o qué decir. Yo me sentía impotente como tantas veces durante todo este proceso. Aprendí a llorar por dentro y en ese momento estaba derramando lágrimas de dolor por mi hijo que acababa de recibir la peor noticia de su vida, toda esa euforia de la tarde, toda esa felicidad, se habían terminado. Temía que me mirara, que me clavara sus ojos y me cuestionara por traicionarlo, por no decirle la verdad, por dejar que soñara con tantas cosas y dejará volar su imaginación sin decirle nada. De pronto, sin mirarnos, le dijo al papá que se fuera y a mí que apagara la luz. -Hasta mañana, quiero dormir-, sentenció. Su papá salió en silencio y yo simplemente lo cobijé, le di un beso en la frente y me senté a mirarlo. Ya no pude contener más mis lágrimas, pero lo hice en silencio para que él no sintiera mi dolor. Al día siguiente se despertó temprano, callado, abrió el computador y escribió; tomó su desayuno, le preparé su baño y cuando salió se sentó en la cama, me abrazó y empezó a llorar. Yo podía aguantar todo menos ver a mi hijo llorar pero además con la impotencia de no poder decirle: tranquilo que mañana todo estará bien. En ese momento comenzamos un largo diálogo que duró muchos días. -Madre, ¿qué hice para ganarme este cáncer? - Nada hijo, es genético. Los que fuman pueden llegar a tener cáncer de pulmón, los que se alimentan mal pueden contraer un cáncer en el estómago; los que beben mucho, una Cirrosis, pero la Leucemia es un desorden genético y no es porque hayas hecho algo malo hijo mío, es una loteria y te la ganaste. -¿Qué hago madre? - Hijo, yo no te puedo decir qué hacer, es una decisión que tú, solamente tú, puedes tomar. Solo te digo que decidas lo que decidas, te apoyo incondicionalmente. Si quieres irte, pido que te quiten ese catéter y nos vamos para la casa; si quieres quedarte , me quedo contigo el tiempo que sea necesario. Me abrazó de nuevo, cogió la guitarra y luego de un rato me pidió que saliera, necesitaba estar solo. Agradecí su solicitud más que cualquier día, yo ya no podía más, a mí también me urgía estar sola. Le dije que cuando me necesitara me llamara y así salí del cuarto. Me senté en una sala con un café en la mano, cerré mis ojos y todo era confusión. No sabía qué pensar, no sabía si lo que le había dicho era lo correcto o por el contrario debí convencerlo de que tomara la decisión del tratamiento acudiendo a todos los argumentos que se me ocurrieran. Hablé con Iván Eduardo, mi hijo, y llegamos a la conclusión de qué era lo mejor. Él tenía la última palabra, finalmente era su cuerpo, era su vida y era él quien debía tomar tomar la decisión; era él que se tenía que someter a toda la tortura que venía a partir de ese momento. Así que simplemente seguí con los ojos cerrados, terminé mi café, le di gracias a Dios por haberme regalado la experiencia de ser la madre de Julián y dejé en sus manos su vida. Confieso que no rogué más, no recé más, no pedí más, solo le dije: “gracias por esta bendición y en tus manos entrego la vida de mi hijo”, ese fue todo mi diálogo con Él durante todo el proceso, creo que ya estaba todo dicho. Esperé pacientemente a que mi hijo me llamara, decidida a respetar lo que él me pidiera, sin cuestionarlo y sin tratar de convencerlo de lo contrario en caso de no querer tomar el tratamiento. Alcancé a imaginar lo que haríamos en caso de que él no aceptara. Llegar a casa, alimentación sana, los veinte mil remedios caseros, cero calle, visitas restringidas, viaje al mar y allá, viendo el horizonte, quizás se iría de este mundo. Todo eso pensé, todo eso llegué a imaginar, ya estaba preparada para lo que fuera, o bueno, eso creía yo. Después de un rato me llamó, mi corazón quería salirse del pecho, sequé mis lágrimas y entre con una sonrisa en mis labios. Le miré fijamente como interrogándole y él tranquilo y sin ningún sentimiento reflejado en su rostro me pidió ver al doctor Meza, había aceptado el reto. Comenzó la rutina, exámenes, transfusiones y la quimioterapia, dolorosa para él físicamente y para mí en el alma. Seguía con su guitarra, registraba con fotografías y videos su tratamiento.Teníamos largas conversaciones o simplemente guardábamos silencio, ese era el diario vivir. Algún día cuando creíamos que de nuevo terminaba la primera etapa y nos iríamos a casa, vuelven las noticias, intensificaron la frecuencia de las quimioterapias, ya eran diarias, los dolores más fuertes, el cansancio, la decepción, hasta que después de tres días comenzó la agonía. Un martes a medianoche yo pedía auxilio de todas las formas decorosas que podía, así debía ser, educada y sin gritos. Entraba a la habitación y mi hijo me pedía auxilio, me pedía que por favor le quitara el dolor y yo impotente hice mil cosas para tratar de mitigarlo, pero mi corazón ya me anunciaba que era el fin. Amaneció y apareció nuestra “famosa” psiquiatra que a todas estas había brillado por su ausencia desde el aquel día; ella sin entrar a ver a Julián, decidió que era una simple pataleta por abstinencia y que lo que quería era más morfina. Lo acepté, no discutí, supliqué que un médico lo examinará y nadie entró. A media mañana estaba agotado, se le dificultaba respirar, estaba frío y pálido, de nuevo salí “educadamente” y le supliqué a Alejandra que por favor algún médico lo viera o que llamaran al doctor Meza. Ella me miró con desgano, se paró y se asomo a la puerta de la habitación y le dijo a Julián que se tranquilizara, que ya le iba a pasar, pero no paso. Llegó el turno de la tarde y la enfermera jefe entró a poner la dosis de quimioterapia, a lo que me negué categóricamente, ya sabía que no había nada qué hacer; no soy médico pero sí madre, y sabía que mi hijo agonizaba ante mis ojos y mi impotencia aumentaba, ya para ese punto Julián se lamentaba y solo me pedía que le abrazara. Llegó un ángel, la enfermera auxiliar entró a tomar signos y yo calladamente le enseñé las petequias en su estómago, ella me miró salió corriendo y escuché que dijo algo como “ si ustedes no hacen algo, lo voy a hacer yo”. Al momento la habitación estaba llena de todo el personal que yo venía suplicando desde hacía más de quince horas. A los pocos minutos apareció el doctor Meza, lo examinó y cuando vio su estómago me miro y ya en ese momento supe que lo que yo presentía era cierto, mi hijo se moría. Inmediatamente ordenó traslado a la UCI, llegaron y se lo llevaron, él solo me miraba, no sé si también sabía que nuestra historia estaba por terminar o simplemente porque tenía miedo. Regresé y me solicitaron que recogiera las cosas de la habitación, la necesitaban para otro paciente. Yo espere pacientemente fuera de la Unidad de Cuidado Intensivo a que me dieran alguna información, sentada en el piso con todas las pertenencias de mi hijo a un lado y escribiéndole a todo el mundo que mi hijo se moría y yo, su madre, no podía hacer nada absolutamente nada. Pasaban las once de la noche y nos llamó el director de la Unidad, en cortas palabras nos dijo que no había nada qué hacer, que era cuestión de horas para que él se fuera para siempre. Yo le escuché pasmada, ya no tenía más lágrimas. Cuando finalmente nos dijo que pasaramos y nos despidieramos para poder inducir un coma y poder intubar, me levanté como un ente, fui al cubículo, lo miré, le acaricié su cara hermosa, le di un beso en la frente y le dije — yo se que estas cansado pero ya te van a dormir para que descanses, te amo hijo mío, nos vemos mañana-. Otra mentira, ya no me miraría con sus grandes ojos, ya no volvería a escuchar su voz, ya no volvería a tocar su guitarra. El me miro y me dijo: chao madrecita, yo también te amo-. Llegué a casa, me tiré en la cama y me dormí, ya no había nada que hacer, estaba segura. A las dos y treinta nos llamaron, nos dijeron que fuéramos lo más pronto posible, ya se acercaba el momento, me vestí con calma y salimos. Cuando entre me senté a su lado, estaba frío y simplemente sentí la necesidad de cantarle como siempre hacía cuando él se sentía mal, me acercaba a su oído y le decía, — Hijo ya es hora, vete, te prometo que voy a estar bien-. Una lagrima salía de sus ojos y el médico me decía, — No le hable más, él ya no la escucha, tiene muerte cerebral-. No, él estaba ahí, él me escuchaba y se negaba a dejarme sola. Pasaron las horas y todos los que ocupamos el cubículo solo esperábamos, suplicamos que su corazón se detuviera. Ya le había avisado a su hermano del alma y rogaba que alcanzara a llegar antes de que se fuera, pero no fue posible y tal vez fue lo mejor, yo no tenía la fuerza para contener a mi otro hijo viendo a su hermano conectado a tantos aparatos y con tantos catéteres en su cuerpo, su sufrimiento me hubiese derrumbado por completo. El personal del hospital, el doctor Meza, la psicóloga y la trabajadora social se hicieron presentes y es ahí donde el doctor luego de expresar su sentimiento de pesar y explicarme que no entendía qué había sucedido, me preguntó que si autorizaba para hacerle necropsia a mi hijo. Le pregunté cuánto demoraba y me contestó que ocho días. Me negué rotundamente, yo le podía dar la explicación inmediatamente, pero en ese momento y hasta el dia de hoy, no quise darle la respuesta que él buscaba. 9:04 a.m. finalmente su corazón se detuvo y todos respiramos aliviados, de inmediato la psicóloga y trabajadora social se pusieron en la tarea de contenernos y colaborar en todo, fueron otros ángeles en mi camino. Llegaron sus hermanos, para cuando esto sucedió yo había pedido que le quitaran todo aparato y catéter de su cuerpo y lo dispusieron para que lo despidieran sin verlo en tan lamentables condiciones, entre tanto, nuestros acompañantes, hermano y cuñadas, le daban la noticia a todos y yo la anunciaba por facebook para sus amigos. Esta es la NECROPSIA de Julián y para responder la duda del doctor Meza, es que no siguieron sus órdenes, no monitorearon a Julián por si se le inflamaba el páncreas, y lo más irónico, es que el no murió de Leucemia, falleció porque su páncreas literalmente se rompió el martes, 06 de junio, a las doce 12:00 a.m.