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TRAUMA, DISOCIACIÓN Y RECUPERACIÓN.

Consecuencias del abuso infantil en la vida adulta.

ABUSO INFANTIL por Judith Herman.

Si en la vida adulta el trauma repetido erosiona la estructura de la personalidad ya


formada, en la infancia forma y deforma la personalidad. La niña y el niño atrapada/o en un
entorno de abusos se enfrenta a la enorme tarea de la adaptación. Debe encontrar la manera de
conservar un sentido de la confianza en personas en las que no se puede confiar, de seguridad
en una situación insegura, de poder en una situación de indefensión. Incapaz de cuidar de sí
misma o de protegerse, debe compensar los fallos en el cuidado y en la protección que le
proporcionan los adultos con los únicos medios que tiene a su disposición: un sistema
inmaduro de defensas psicológicas. Un entorno abusivo de maltrato infantil fuerza el
desarrollo de capacidades extraordinarias, tanto creativas como destructivas. Estimula el
desarrollo de estados anormales de conciencia en los que ya no se pueden aplicar las
relaciones normales entre cuerpo y mente, realidad e imaginación, conocimiento y memoria.
Estos estados alterados de conciencia permiten la elaboración de una impresionante colección
de síntomas, tanto somáticos como psicológicos. Y estos síntomas esconden y, al mismo
tiempo, revelan sus orígenes: hablan en lenguaje oculto de secretos demasiado terribles para
ser expresados en palabras.

EL ENTRONO ABUSIVO

El entorno infantil crónico tiene lugar en un clima familiar de terror dominante en el


que las relaciones normales de cuidados han quedado profundamente alteradas. Los
supervivientes describen un patrón característico de control totalitario, impuesto mediante
amenazas de violencia e incluso de muerte, la aplicación arbitraría de reglas estúpidas, de
recompensas intermitentes y de destrucción de todas las relaciones mediante el aislamiento, el
secretismo y la traición. Los niños y niñas que crecen en este clima de dominación desarrollan
vínculos patológicos con aquellos que abusan de ellos y que los descuidan, vínculos que
intentarán mantener incluso sacrificando su propio bienestar, su realidad e incluso su vida.

El testimonio de numerosas supervivientes nos revela un omnipotente miedo a la


muerte. En ocasiones, a la niña se le silencia a través de la violencia o de una amenaza de
muerte directa; con mayor frecuencia las supervivientes hablan de haber sido amenazadas de
que, si se resistían o desvelaban el secreto, otra persona de la familia moriría: un hermano, el
padre inocente o incluso el perpetrador. La violencia de las amenazas de muerte puede estar
también dirigida a las mascotas.

Además del miedo a la violencia, las supervivientes hablan de una dominante


sensación de indefensión. En un entorno familiar abusivo el ejercicio de la autoridad paterna
es arbitrario, caprichoso y absoluto. Las reglas son erráticas, inconsistentes o arbitrariamente
injustas. Con frecuencia las supervivientes recuerdan que lo que más les asustaba era la
naturaleza impredecible de la violencia. Incapaces de evitar una manera de evitar el abuso,
aprenden a adoptar una postura de absoluta rendición.

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Aunque la mayoría de supervivientes de abusos infantiles ponen el énfasis en la
aplicación caótica e impredecible de las reglas, algunos describen un patrón altamente
organizado de castigos parecidos a los que se aplican en las prisiones políticas. Muchas
describen el control intrusivo de las funciones corporales, como alimentación forzada, la
inanición, el abuso de enemas, la privación de sueño o la exposición prolongada al calor o al
frío; otras haber sido encarceladas: atadas o encerradas en armarios o sótanos. En los casos
más extremos el abuso puede hacerse predecible porque se organiza como un ritual, como
ocurre en las organizaciones de pornografía o prostitución o en las sectas religiosas
clandestinas.

La adaptación a este clima de peligro constante requiere un estado de alerta continúo.


Las niñas que viven en entornos abusivos desarrollan unas capacidades extraordinarias para
reconocer las señales de un posible ataque. Acaban sintonizando con los estados internos de
sus abusadores. Aprenden a reconocer las señales de excitación sexual, borrachera o
disociación en cambios sutiles en la expresión facial, la voz y el lenguaje corporales. Esta
comunicación no verbal se convierte en algo muy automático y ocurre, en su mayoría, fuera
del ámbito de lo consciente. Las niñas víctimas aprenden a responder sin ser capaces de
nombrar o identificar las señales de peligro que han despertado su alarma.

Cuando las niñas abusadas perciben las señales de peligro intentan protegerse, bien
evitando o bien aplacando a su abusador. Aunque están en un estado perpetúo de
hiperactivación autónoma, deben también quedarse calladas y quietas, evitando cualquier
expresión física de su agitación interior. Este es el peculiar estado de “vigilancia congelada”
que se ha observado en los niños maltratados. Si fracasa la evitación las niñas intentan
apaciguar a sus abusadores con demostraciones de obediencia automática. La aplicación
arbitraria de las reglas combinado con el constante miedo a morir o sufrir un grave daño
produce un resultado paradójico. Por una parte convence a las niñas de que están
absolutamente indefensas y que resistirse es inútil. Muchas llegan a creer que sus abusadores
tienen poderes absolutos o incluso sobrenaturales, que pueden leer sus pensamientos y
controlar por completo sus vidas. Por otra, motiva a las niñas a mostrar su lealtad y
complacencia. Las niñas doblan y redoblan sus esfuerzos para controlar la situación de la
única manera que creen posible: “intentando ser buenas”.

Mientras que la violencia, las amenazas y la aplicación caprichosa de las reglas causan
terror y producen el hábito de la obediencia automática, el aislamiento, el secretismos y la
traición destruyen las relaciones que podrían proporcionar protección. Las vidas sociales de
las niñas abusadas también se ven profundamente limitadas por la necesidad de mantener las
apariencias y preservar el secretismo. Pero incluso las niñas que consiguen mantener las
apariencias de tener una vida social la experimentan como algo no auténtico. La niña abusada
no sólo se aísla del mundo exterior; también lo hace del resto de los miembros de la familia.
Ella percibe a diario no solo que el adulto más poderoso en su mundo íntimo es peligroso para
ella, sino también los otros que son responsables de cuidarla no la protegen. Los motivos del
fracaso en la protección son, de alguna manera, irrelevantes para la víctima, que lo
experimenta, en el mejor de los casos, como un síntoma de indiferencia y, en el peor de los
casos como una traición. Desde el punto de vista de la niña, el progenitor desarmado por la
intimidación debería haber intervenido; si le importa lo suficiente debería haber luchado: la
niña siente que ha sido abandonada a su destino, y con frecuencia se resiente más de este
abandono que del propio maltrato.

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PENSAMIENTO DOBLE

La niña se enfrenta a un formidable esfuerzo de desarrollo en este clima de relaciones


profundamente trastornadas. Debe encontrar una manera de formar un vínculo primario con
sus cuidadores, que son o peligrosos o, desde un punto de vista, negligentes. Debe encontrar la
manera de desarrollar una sensación de confianza básica y de seguridad con los cuidadores
que no son dignos de confianza y que no proporcionan seguridad. Debe desarrollar un
concepto del yo en relación con otros que están indefensos, no se preocupan por ella o son
crueles. Debe desarrollar una capacidad de autorregulación del cuerpo en un entorno en el que
su cuerpo esta a disposición de las necesidades de otros, así como una capacidad para
consolarse a sí misma en un entorno en el que no hay consuelo. Debe desarrollar su capacidad
de iniciativa en un entorno que exige que acepte una absoluta conformidad con su abusador.
Y, finalmente, debe desarrollar una capacidad de intimidad en un entorno en el que todas las
relaciones íntimas son corruptas, y una identidad en un entorno que la define como una puta y
una esclava.

La tarea existencial de la niña abusada es igual de formidable. Debe encontrar la


manera de conservar la esperanza y el significado, aunque se percibe a sí misma como
abandonada ante un poder que no tiene piedad. La alternativa es la más absoluta
desesperación, algo que ningún niño puede soportar. Para preservar la fe en sus padres debe
rechazar la primera y más evidente conclusión: que hay algo malo en ellos. Hará cualquier
cosa por elaborar una explicación para su destino que absuelve a sus padres de toda culpa y
responsabilidad. Todas las adaptaciones psicológicas de la niña maltratada sirven al propósito
fundamental de preserva los vínculos primarios con sus padres, aunque teniendo pruebas
diarias de su malicia, indefensión o indiferencia. Para conseguir su propósito, la niña recurre a
una amplia gama de defensas psicológicas. En virtud de estas defensas, los maltratos son
apartados de la conciencia y de la memoria para hacer como si nunca hubiesen existido, o
minimizados, racionalizados y excusados, para convencerse de lo que le ocurrió no eran
realmente abusos. Como no puede escapar o alterar la realidad, la niña la altera en su mente.

La víctima infantil prefiere creer que el abuso no ocurrió. Para conseguirlo, intenta
mantener el abuso en secreto para sí misma. Los medios que tiene a su disposición para
conseguirlo son la negación, la supresión voluntaria de pensamiento y una legión de reacción
disociativas. Pueden llegar a aprender a ignorar el dolor más fuerte, a esconder sus recuerdos
en complejas amnesias, alterar su sentido del tiempo, lugar o persona, a inducir alucinaciones
o estados de posesión. La capacidad de autoinducir un trance o estados disociativos, por lo
general alta en los niños de edad escolar, se convierte en todo un arte en niños que han sido
severamente castigados o abusados. En ocasiones, estas alteraciones de la conciencia son
deliberadas, pero a menudo se convierten en automáticas y se sienten como extrañas e
involuntarias.

Bajo las condiciones más extremas de abuso temprano, severo y prolongado, algunas
niñas, quizás las que están más dotadas con fuertes capacidades para los estados de trance,
empiezan a formar fragmentos separados de personalidad con sus propios nombres, funciones
psicológicas y recuerdos secuestrados. De esta manera la disociación se convierte no sólo en
una adaptación defensiva, sino en el principio fundamental de la organización de la
personalidad. Las alteraciones hacen posible que la víctima infantil maneje el abuso mientras
mantiene fuera de la conciencia normal tanto el propio abuso como las estrategias de manejo.

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UN DOBLE YO

No todas las niñas abusadas tienen la capacidad de alterar la realidad a través de la


disociación, e incluso las que tienen esta habilidad no pueden depender de ella todo el tiempo.
Cuando es imposible evitar la realidad del abuso, la niña debe construir algún tipo de sistema
de significado que lo justifique. Inevitablemente la niña llega a la conclusión de que el motivo
es su maldad innata. La niña se convence de esta explicación muy pronto y se aferra a ella
desesperadamente porque le permite conservar su sentido del significado, de la esperanza y
del poder. Si es mala, entonces sus padres son buenos. Si es mala, entonces puede intentar ser
buena. Si de alguna manera ella se ha buscado ese destino, entonces de alguna manera tiene el
poder de cambiarlo. Si ha empujado a sus padres a maltratarla, entonces si lo intenta con todas
sus fuerzas, puede que algún día se gane el perdón y finalmente se gane la protección y los
cuidados que desea con tanta desesperación.

Culparse a uno mismo es congruente con las formas normales de pensamiento de los
primeros años de la infancia en los que el yo es tomado como punto de referencia para todos
los acontecimientos. Es congruente con los procesos de pensamiento de las personas
traumatizadas de cualquier edad, que buscan faltas en su propio comportamiento con la
intención de buscar un sentido a lo que les ha ocurrido. Sin embargo, en un entorno de abuso
crónico, ni el tiempo ni la experiencia proporcionan ningún correctivo a esta tendencia a
culparse a uno mismo, sino que más bien se refuerza continuamente. El sentido de la maldad
interna de la niña abusada puede verse directamente confirmado por la tendencia de los padres
a encontrar un chivo expiatorio. Los sentimientos de ira y las fantasías de venganza asesina
son respuestas normales a los trastornos abusivos. Al igual que los adultos abusados, los niños
son irascibles y en ocasiones agresivos. A menudo carecen de las habilidades verbales y
sociales para resolver el conflicto y manejan los problemas con la expectativa de un ataque
hostil. Las predecibles dificultades de la niña abusada para modular su ira no hacen más que
reafirmar la idea de que posee una maldad innata. Esa condena de sí misma se hace aún más
grave cuando, como ocurre con frecuencia, tiende a dirigir su ira lejos de su peligros origen y
a descargarla injustamente en aquellos que no la provocaron.

Esas identidades contradictorias, un yo degradado y un yo exaltado, no pueden


integrarse. La niña abusada no puede desarrollar una imagen cohesionada de sí misma con
virtudes moderadas y fallos tolerables. En el entorno de los abusos, la moderación y la
tolerancia son cosas desconocidas. La autorrepresentación de la víctima se mantiene rígida,
exagerada y dividida. En las situaciones más extremas, estas dispares representaciones de uno
mismo forman el núcleo de los alter egos disociados. En la representación interior que la niña
tiene de otras personas también ocurren fallos parecidos de la integración. En su intento
desesperado por conservar su fe con sus padres, la víctima desarrolla imágenes muy
idealizadas de al menos uno de ellos. En ocasiones, la niña intenta conservar el vínculo con el
progenitor que no la ataca, y excusa y/o racionaliza el fallo en la protección atribuyéndolo a su
propia falta de valor. Más común es que la niña idealice al progenitor que abusa de ella y
dirija toda su ira al progenitor que ella considera indiferente. El abusador también puede
contribuir a esta idealización adoctrinando a la víctima y a los otros miembros de la familia
con su paranoico y arrogante sistema de valores.

No obstante, la verdadera experiencia de los padres abusadores o negligentes no puede


ser integrada en estos fragmentos idealizados y, por consiguiente, las representaciones
interiores que la niña tiene de sus principales cuidadores, al igual que las imágenes que tiene

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de sí misma, se mantienen contradictorias y divididas. La niña abusada es incapaz de formar
representaciones internas de un cuidador fiable y eficiente y, esto, a su vez, impide el
desarrollo de capacidades normales para la autorregularización emocional. Las imágenes
fragmentadas e idealizadas que la niña es capaz de formar no pueden ser evocadas para
cumplir la labor de consuelo emocional. Son demasiado escasas, demasiado incompletas, y
tienen demasiada tendencia a convertirse, sin advertencia previa, en imágenes de terror.

A lo largo del desarrollo normal el niño adquiere una sensación segura de autonomía
mediante la formación de representaciones interiores de cuidadores fiables y eficientes, las
cuales pueden ser evocadas mentalmente en momentos de sufrimiento. En un clima de abuso
infantil crónico, estas representaciones internas no pueden formarse: son repetida y
violentamente destruidas por la experiencia traumática. Incapaz de crear un sentimiento sólido
de independencia, la niña abusada continúa buscando desesperada e indiscriminadamente a
alguien de quién depender. El resultado es la paradoja observada con reiteración en las
víctimas infantiles de abuso: al mismo tiempo que se encariñan con extraños, también se
aferran terriblemente a los padres que la maltrataron.

Por consiguiente, bajo condiciones de abuso infantil crónico, la fragmentación se


convierte en el principio fundamental de la organización de la personalidad. La fragmentación
en la conciencia impide la integración normal de conocimiento, memoria, estados emocionales
y experiencia corporal. La fragmentación en las representaciones interiores del yo impide la
integración de la identidad. La fragmentación en las representaciones interiores de otros
impide el desarrollo de un sentido fiable de la independencia dentro de la conexión.

ATAQUE SOBRE EL CUERPO

El estado emocional de una niña crónicamente abusada se mueve entre una línea de
base de intranquilidad, estados intermedios de ansiedad, disforia, y extremos de pánico, furia y
desesperación. Las medidas normales que emplea una persona para consolarse a sí misma no
se pueden utilizar para salir de este estado emocional, normalmente evocado como una
respuesta a una amenaza de abandono. En un momento determinado las víctimas de abusos
infantiles descubren que pueden salir más eficazmente de este sentimiento con una fuerte
sacudida del cuerpo, y el método más dramático para conseguir este resultado es inflingirse
daño a propósito. Las supervivientes que se automutilan describen un profundo estado de
disociación previo al acto. La despersonalización y la anestesia están acompañadas por un
sentimiento de agitación insoportable y una compulsión a atacar el cuerpo. Las heridas
iniciales a menudo no producen ningún dolor; la mutilación continúa hasta que produce una
poderosa sensación de calma y alivio: el dolor físico es preferible al dolor emocional al que
reemplaza. Hay una clara distinción entre las repetidas autolesiones y los intentos de suicidio.
Autolesionarse esta pensado no para morir, sino para aliviar un dolor emocional insoportable,
y paradójicamente muchos supervivientes la consideran una forma de autopreservación.

Inflingirse daño es quizá el más espectacular de los mecanismos para calmarse; sin
embargo sólo es uno entre muchos: En algún momento de su desarrollo las niñas abusadas
descubren que pueden producir importantes, aunque temporales, alteraciones en su estado
afectivo induciéndose voluntariamente crisis autónomas. Purgarse y vomitar, un
comportamiento sexual compulsivo, un comportamiento arriesgado compulsivo o una
exagerada exposición al peligro y el consumo de drogas psicoactivas se convierten el vehículo
con los que los niños abusados intentan regular sus estados emocionales internos.

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Estas tres principales formas de adaptación ( la elaboración de defensas disociativas, el
desarrollo de una identidad fragmentada y la regulación patológica de los estados
emocionales) permiten a la niña sobrevivir en un entorno de abuso crónico y, además
mantener una apariencia de normalidad que es de importancia para la familia abusiva.

LA NIÑA QUE HA CRECIDO

La superviviente tiene problemas esenciales con la confianza básica, la autonomía y la


iniciativa. Se enfrenta a las labores propias del joven adulto (establecer la independencia y la
intimidad) cargada con el deterioro de funciones como el cuidado de sí misma, la cognición y
la memoria, la identidad y la capacidad de formar relaciones estables. El motor de las
relaciones íntimas de la superviviente es su ansia de encontrar protección y cuidados, y su
mayor temor es ser abandonada y explotada. En su necesidad de ser rescatada puede toparse
con poderosas figuras autoritarias que parecen ofrecer la promesa de una relación basada en
los cuidados. Idealizando a la persona de la que se encariña, bloquea el temor constante a ser
dominada y traicionada. Su desesperada ansia de protección y de cuidados hace que le resulte
difícil marcar límites seguros y apropiados con los demás. Su tendencia a denigrarse a sí
misma y a idealizar a la persona con las que se relaciona nubla aún más su capacidad de
juicio. Su exagerada sintonización con los deseos de otros y sus hábitos automáticos, y a
menudo inconscientes, de obediencia también la hacen vulnerable a cualquiera que esté en una
posición de autoridad. Su estilo de defensa disociativo también hace que le resulte difícil
formar una evaluación consciente y exacta del peligro. Y su deseo de revivir la situación
peligrosa y que salga a la superficie puede llevarla a reactuar otra vez el abuso.

LA NECESIDAD DE UN NUEVO CONCEPTO: Desorden de Estrés Postraumático


Complejo.

El síndrome que se deriva de un trauma prolongado y repetido necesita un nombre


propio, Judith Herman, propone que se le llame Desorden de Estrés Postraumático Complejo.
Los síntomas con los que nos encontramos no encajan ni siquiera con el diagnóstico de
“Desorden de estrés Postraumático, tal y como se define en la actualidad. Los criterios
diagnósticos existentes para este desorden se derivan principalmente de los/as supervivientes
de acontecimientos traumáticos limitados. Se basan en los prototipos de combate, desastres y
violación. En las supervivientes de un trauma prolongado desarrollan cambios de personalidad
característicos, incluyendo deformaciones en la capacidad de relacionarse y en la identidad.
Las supervivientes de abusos infantiles desarrollan problemas parecidos con las relaciones y
con la identidad; pero además son sobre todo vulnerables a ser dañadas repetidamente, tanto
lesiones inducidas por ellas mismas o producidas por otros.

Tabla 1

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DESORDEN DE ESTRÉS POSTRAUMÁTICO COMPLEJO

Una historia de sometimiento a un control totalitario en un período de tiempo prolongado


(de meses a años). Los ejemplos incluyen rehenes, prisioneros de guerra, supervivientes
de los campote concentración, y supervivientes de algunas sectas religiosas. Los ejemplos
también incluyen a aquellas/os sometidas/os a sistemas totalitarios en la vida sexual y
doméstica, incluyendo supervivientes de los malostratos domésticos, abusos físicos y
sexuales en la infancia, y la explotación sexual organizada.

Alteraciones en la regulación de las impresiones, incluyendo:

 Disforia persistente.
 Impulsos suicidas crónicos.
 Autolesiones.
 Ira explosiva o extremadamente inhibida (pueden alternar).
 Sexualidad compulsiva o extremadamente inhibida (pueden alternar)

Alteraciones de la conciencia, incluyendo:

 Amnesia de los acontecimientos traumáticos.


 Episodios disociativos pasajeros.
 Despersonalización/Desrealización.
 Revivir experiencias, tanto en forma de síntomas intrusivos del desorden de estrés
postraumático como en forma de preocupación reflexiva.

Alteraciones en la percepción de sí misma/o, incluyendo:

 Sensación de indefensión o parálisis de la iniciativa.


 Vergüenza y culpa.
 Sensación de profanación y estigma.
 Sensación de absoluta diferencia con respecto a otros (puede incluir la sensación
de ser especiales, de absoluta soledad, de convicción de que nadie podría
comprenderla/o o de identidad no humana).

Alteraciones en la percepción del perpetrador, incluyendo:

 Preocupación por la relación con el perpetrador (incluye la preocupación por la


venganza).
 Atribución no realista de poder total al perpetrador (cuidado: la valoración que la
víctima hace de la realidad del poder puede ser más realista que la del profesional).
 Idealización o gratitud paradójica.
 Sensación de una relación especial o sobrenatural.
 Búsqueda constante de un rescatador (puede alterarse con aislamiento y
distanciamiento).
 Desconfianza persistente.
 Fracasos repetidos en la autoprotección.

Alteraciones en los sistemas de significado:

1. Pérdida de una fe de apoyo.


2. Sensación de indefensión y desesperación.

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RELACIÓN TERAPÉUTICA

La relación entre la superviviente y la terapeuta es sólo una más entre muchas. De


ninguna manera es la única o la mejor relación en la que se puede fomentar la
recuperación. Las personas traumatizadas suelen mostrarse reticentes a pedir ayuda, y
mucho más a empezar una psicoterapia.

La relación terapéutica es única en varios aspectos. En primer lugar, su único


propósito es estimular la recuperación de la paciente. Para conseguir este objetivo la/el
terapeuta se convierte en un/a aliado/a de la paciente, poniendo a su disposición todos los
recursos de su conocimiento, capacidad y experiencia. En segundo lugar, la relación
terapéutica es única debido al contrato que se establece entre paciente y terapeuta y que
define la utilización del poder. La paciente inicia la terapia porque necesita apoyos y
cuidados y, por ello, se somete voluntariamente a la relación desigual en la que el/la
terapeuta tiene un estatus y un poder superiores, e inevitablemente surgen los sentimientos
relacionados con la experiencia infantil universal de dependencia a un progenitor. Estos
sentimientos, conocidos como transferencia, exageran todavía más el desequilibrio de
poder en la relación terapéutica y dejan a la paciente vulnerable a la explotación. Es
responsabilidad de el/la terapeuta utilizar el poder que le ha sido otorgado por ella para
fomentar la recuperación de la paciente resistiendo cualquier impulso de abuso.

Al entrar en la relación de tratamiento, la terapeuta promete respetar la autonomía


de la paciente siendo desinteresada y permaneciendo neutral.

 Desinteresada; significa que el/la terapeuta se abstiene de usar su poder sobre la


paciente para gratificar sus necesidades personales.

 Neutral; significa que el/la terapeuta no toma posiciones en los conflictos internos
de la paciente y no intenta dirigir sus decisiones vitales. La neutralidad técnica de
la/el terapeuta no es lo mismo que neutralidad moral. Trabajar con personas
victimizadas exige que se tenga una actitud moral de compromiso.

El papel de el/la terapeuta es tanto intelectual como relacional, y debe fomentar


tanto la reflexión como la conexión empática.

La alianza terapéutica no se puede dar por hecha; debe ser cuidadosamente


construida por los esfuerzos tanto del paciente como de la/el terapeuta. La terapia exige
una relación de trabajo y colaboración en la que ambos socio/as actúan según una
confianza explícita en valor y eficacia de la persuasión en lugar de la coacción, en las
ideas más que en la fuerza, en la igualdad más que en el control autoritario. Estas son
precisamente las creencias que se han visto destrozadas por la experiencia traumática.

FASES DE LA RECUPERACIÓN

El recorrido de la recuperación no es lineal sino espiral y se realiza mediante un


cambio gradual que comienza desde una sensación de peligro impredecible a una seguridad
fiable, del trauma disociado al recuerdo reconocido, y del aislamiento estigmatizado a la
restauración de la conexión social.

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Cada fase de tratamiento debe ocuparse de los característicos componentes biológicos,
psicológicos y sociales del desorden traumático.

1. SEGURIDAD

Objetivo: Ponerle nombre al problema; la primera tarea es la de realizar una


evaluación rigurosa e informada. Después se informa a la paciente pues el conocimiento es
PODER, explicando las reacciones normales a una situación anormal. Se aborda la necesidad
de aceptar ayuda y de colaborar en la recuperación.

Objetivo: Reestablecer el control; se debe reestablecer una seguridad firme antes de


comenzar el tratamiento terapéutico. En esta etapa es importante que empiecen a sentir control
sobre su cuerpo (sobre los síntomas) para luego poder emprender el control sobre el entorno.

Objetivo: Establecer un entorno seguro; se anima a buscar relaciones de confianza y


a valorar las relaciones familiares. También se desarrollan planes de protección para el futuro
valorando el grado de amenaza existente. La elección de acciones siempre debe corresponder
a la superviviente. Para poder tomar el control se deben reconstruir las funciones del ego que
han quedado dañadas como es habitual, para tomar iniciativas, llevar a cabo planes y tener un
juicio independiente. En ocasiones, las fuentes de peligro pueden incluir activas autolesiones,
fracasos pasivos para autoprotegerse y una dependencia patológica del abusador. Muchos
comportamientos autodestructivos desempeñan la función de regular estados sentimentales
intolerables en ausencia de estrategias de consuelo más adaptativas. Las capacidades de
cuidado y consuelo que no pudieron desarrollarse en la infancia abusada deben ser construidas
con mucho esfuerzo en la vida adulta.

2. RECUERDO Y LUTO

En la segunda fase la superviviente integra la historia traumática. Es necesaria una


evaluación constante por parte de la terapeuta y la paciente para que al destapar los recuerdos
se realice dentro de un dolor soportable.

Objetivo: Reconstruir la historia; se trata de recuperar el antes del trauma


(relaciones, ideales, sueños, capacidades, conflictos...) que permita recuperar el sentido de
continuidad con el pasado y recuperar la sensación de desolación interna. Posteriormente se
abordan las escenas traumáticas de la manera más completa posible, junto a sus emociones
correspondientes. Incluye una revisión sistemática del significado del acontecimiento (valores
y creencias). Se exige al terapeuta que cree un contexto que sea cognitivo, emocional y moral
y que no haga ninguna asunción sobre los hechos y significados del trauma. Estos debe
hacerlos la persona que los ha vivido.

Objetivo: Transformando el recuerdo traumático; mediante diferentes técnicas


(inundación, narración, dramatizaciones, EMDR, ICV...) se revive el trauma de manera
controlada. La acción de contar una historia en la seguridad de una relación protegida puede
realmente producir un cambio en el procesamiento anormal de la memoria traumática.

Objetivo: Llorar la pérdida traumática; consiste en realiza el duelo, lo que conlleva


un profundo dolor. Aparecen numerosas resistencias ante esta fase, pues resulta sumamente
difícil (olvido, venganza, perdón etc.).

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3. RECONEXIÓN

El objetivo es crearse un futuro comenzando con un nuevo yo, nuevas relaciones etc.

Objetivo: Aprendiendo a luchar; se trata de localizar, observar y enfrentar las


situaciones peligrosas de una forma activa: reparar los sistemas de acción que quedaron
destrozados por el trauma, reevaluar las situaciones sociales hostiles o coercitivas, explorar las
debilidades y errores personales, analizar los sistemas culturales, familiares etc.

Objetivo: Reconciliarse con una misma; se trata de tenerse a una misma y


convertirse en aquella persona que se desea ser. Se recuperan aspectos antiguos valorados, se
asume la experiencia del trauma y sus aprendizajes, se elicita el derecho a desear y
autorealizarse.

Objetivo: Reconectarse con los demás; se trata de volver a sentir confianza en las/os
otras/os. El último objetivo es encontrar una misión de la superviviente (involucrándose en un
mundo más grande). Sólo una minoría trasciende a este objetivo.

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