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EL VALOR DE LA PERSONA y SU DIGNIDAD

Genara Castillo C.

1. ¿Quién es la persona? Descubrir el ser personal


En general, no se puede interactuar bien con lo que no conoce. Esto sucede
en todo tipo de actividad. Como suele decirse, “para hacer zapatos hay que
saber de pies”. El escultor estudia primero las propiedades del mármol para
saber por dónde dirigir la acometida de su cincel. Los directivos empresariales,
institucionales, en especial los del área de Talento humano, tienen que dirigir
personas, por tanto debe conocerlas. ¿Cómo lograr ese conocimiento?

Dicho saber no es fácil porque la realidad que se estudia –el ser humano– es
de una gran riqueza y complejidad. Existen muchas ciencias que han
acometido desde hace mucho tiempo el estudio de los seres humanos
valiéndose de diferentes métodos (el fisiológico, psicológico, etc.) y la única
ciencia que se ha enfrentado con esa tarea de manera radical y más
profunda es la filosofía, a través de la antropología (antropos= ser humano,
logos=estudio o tratado) con una pretensión propia de su método filosófico
propio: la de acceder al ser humano con la mayor radicalidad posible.

Este saber el de la antropología se ha ido incrementando durante más


de 25 siglos, desde los filósofos socráticos que han logrado grandes
descubrimientos sobre el ser humano. Quienes le siguieron, los pensadores
medievales, reconocieron dichos aportes; es más, muchos de los escritos de
Aristóteles fueron conservados en las bibliotecas de las primeras universidades
que se forjaron alrededor de los monasterios.

Como es sabido, el germen de las universidades está en las escuelas


catedralicias y escuelas monásticas. Ahí algunos frailes, en lugar de recelar
del aporte de los filósofos paganos, logrados con su sola inteligencia, se
dedicaron al estudio paciente de los aportes recibidos tratando de integrar la
razón humana con la fe cristiana.

Los filósofos socráticos tuvieron mucho mérito al lograr grandes aportes


en base al ejercicio de su razón. Ante la pregunta sobre la variabilidad y
fugacidad de la realidad –lo que afecta al hombre mismo–, los clásicos
griegos investigaron y en definitiva descubrieron la inteligencia (el nous) como
aquello que hace que el hombre sea capaz de medirse con lo permanente,
y como tal es también permanente, inmortal y no sucumbe al devenir
temporal. Este es el descubrimiento de nuestra capacidad de verdad, lo cual
es un aporte notable no sólo para la filosofía, sino para la cultura occidental,
ya que ahí se enraíza la ciencia, sus avances e innovaciones.

Descubrir lo estable de la realidad así como la correspondiente


capacidad humana de acceder a ella, es algo de lo que ya no nos hemos
podido desprender, tanto que incluso cuando la negamos lo hacemos
presuponiendo que lo que decimos es verdadero y hay un trasfondo de
estabilidad en la realidad. Toda la ciencia occidental, las grandes hazañas
que se han gestado en ese terreno deben mucho a aquellos grandes filósofos.

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Sin embargo, con toda la agudeza de los descubrimientos y aportes de
los clásicos griegos, quedan pendientes varios asuntos:

a. Para Aristóteles (filósofo de la vida), la vida es acto, actividad, dinamismo


intrínseco, y en el hombre la vida más alta es la teoría, el conocer intelectual
con el cual debe iluminar su vida práctica en un proceso de crecimiento
irrestricto. Ellos descubrieron la inteligencia en momentos de crisis, cuando
tuvieron que profundizar en ese gran recurso; pero quedaban preguntas
pendientes. ¿Cómo es posible que el alma sea un principio intrínseco de
operaciones, un acto, si no siempre está actuando?, si no siempre está en
acto es porque es potencia o posibilidad. Entonces, ¿en qué quedamos: es
acto o es potencia? Esta respuesta la darán los siguientes filósofos, los de la
época medieval, porque ellos descubrieron un acto mayor que el alma
humana y que es el acto de ser personal, el don con origen trascendente que
hace que una persona sea puesta en la existencia.

b. El intelecto o nous se ha considerado lo más alto en el hombre, lo que al ser


capaz de medirse con lo estable de la realidad nos revela su carácter
permanente e inmortal. Pero ¿qué significa la vida post mortem? ¿Sería como
un ‘presente continuo’? Esto sería una contradicción porque sería concebir
aquella vida como algo estático, lo cual sería como un detenerse, no sería
vida1. La realidad de la muerte es patente, si no sabemos respondernos
respecto de ella no podemos tensar nuestra vida presente temporal.

c. Además, para los filósofos socráticos la vida humana es parte de los vivientes
en general; pero ¿cómo un ser tan superior y maravilloso como es el hombre
va a ser “una parte” del universo? ¿No tendría que destacarse
suficientemente como alguien distinto? Esto es perentorio responderlo ya que
en la época moderna nos han propuesto una libertad sin raíces, sin
naturaleza, sin ley natural, y en la que se ha propuesto una libertad que sea
un dinamismo y despliegue potente.

Aristóteles es un gran ejemplo de no desistir en la búsqueda de la


verdad. Él que es el filósofo del acto, de la vida, va en la búsqueda de un acto
que no se “detenga”, cuando se encuentra con el acto de conocer en el ser
humano se queda deslumbrado, pero no tarda en darse cuenta que ese acto
no lo ejercemos siempre sino intermitentemente, a veces sí, a veces no. Por
ello se plantea que lo realmente superior sería un conocer continuo y
permanente. Tal es el “dios” aristotélico, al que llega con las solas fuerzas de
su razón, ya que es un filósofo pagano que vivió cuatro siglos antes de Cristo.

Con el advenimiento del cristianismo se divide la historia en dos: antes y


después de Cristo. Por ello, los filósofos de la era cristiana ya cuentan con la
Revelación, que no es un tratado de filosofía, sino que proporciona noticias
claves que atienden al Origen del universo y del hombre, pero que
corresponde a la filosofía desarrollar.

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Algunos pensadores modernos han considerado que si la vida post mortem es una situación siempre igual y permanente aquello sería insufrible, sería algo así
como un bostezo eterno.
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Es diferente el “dios” aristotélico del Dios cristiano. El primero es un acto
de conocer, infinito, eterno, pero es sólo un conocer. En cambio, el Dios
cristiano es una persona, que de acuerdo con su nombre revelado es “Soy el
que Soy”, es la plenitud del ser; es un Acto de ser muy superior al acto de
conocer continuo del que hablaba Aristóteles, empezando porque el Dios
cristiano no es impersonal sino justamente lo contrario, son tres personas
distintas: Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo.

Por ello un gran aporte del cristianismo, con el que no contaba


Aristóteles, es la noción de Persona, que partiendo de Dios no es una soledad
sino que está en relación donante con las otras personas. Si Dios es Amor, al
crear por amor, de la plenitud de su Ser dona el ser en primer lugar al universo,
que es la primera criatura y en segundo lugar otorga el ser al hombre, pero no
de manera impersonal, sino que al hacerlo “a imagen y semejanza de Dios”
le da un acto de ser muy personal.

De ahí que en lo que toca al ser humano, uno de los pensadores


cristianos, Tomás de Aquino, rescata todo el aporte aristotélico y lo completa
con la noción de persona. De esta manera responde a la primera de las
dificultades planteadas: ¿cómo es que el alma humana es principio activo,
es acto, pero no siempre lo está sino que a veces sí y a veces no? La respuesta
del Aquinate es que lo que sucede es que lo que descubrió Aristóteles es la
naturaleza y la esencia humana que son potenciales, ¿y qué les hace pasar
a acto? Ese acto que “activa” la esencia humana potencial es el acto de ser
personal con el que cada quien ha sido creado.

Así en los seres humanos, la esencia va unida al acto de ser personal. Es


la famosa distinción real esencia-acto de ser que puso de relieve Tomás de
Aquino, si bien al parecer ya estaba antes en su maestro Alberto Magno. Con
todo, el Aquinate murió antes de llegar a los cincuenta años, por lo que no
tuvo tiempo para desarrollar suficientemente dicho aporte.

Uno de los filósofos de los últimos tiempos, Leonardo Polo, ha tomado la


posta, recogiendo la distinción real de esencia-acto de ser y la ha llevado
adelante contando también con todos los aportes que posteriormente se han
dado, incluidos los científicos. Leonardo Polo ha escrito una Antropología
Trascendental con la que trata de continuar lo que aportaron los filósofos
clásicos griegos y cristianos, incorporando también el aporte de la
modernidad que es el haber puesto de relieve al sujeto, en lo que él ve una
intuición de la excelsitud del ser personal.

En este sentido, Leonardo Polo solía decir que Dios crea no cualquier
cosa, sino que se toma en serio a las criaturas y para ello, en lo que toca a los
seres humanos, crea para cada quien un acto de ser personal, de manera
que cada persona es única e irrepetible. Pero si esto es así, si la persona es
término del amor divino, si es puesto en la existencia de manera radical y
personalísima, su dignidad va más allá de lo que decía Aristóteles.

Para Aristóteles, la dignidad está en el hecho de tener inteligencia o


nous, gracias a lo cual el hombre puede hacerse todas las cosas, es capaz de
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verdad y de libertad, y su alma tiene garantías de permanencia. Es lo que le
distingue de los otros vivientes, especialmente de los animales.

Sin embargo, desde la concepción cristiana de la persona, la dignidad


es mucho mayor todavía. La creación es un acto de pre-dilección divina,
conlleva elección amorosa. El término dilectio viene de diligere: que significa
amar y que conlleva electio, elección. Ésta es realizada desde antes (pre), y
el antes que es más antes, la anterioridad absoluta, es la eternidad; por tanto,
si bien la criatura es temporal, la acción divina que le eligió es desde antes del
tiempo.

Así, cada persona, cada quien, es un ser en que reposa una elección
divina basada en el amor, con la que ha sido puesta en la existencia, dejando
otras múltiples opciones. ¿Por qué tengo el ser yo y no otro? Sería la pregunta
clave, en la línea de un filósofo alemán Martin Heidegger: ¿por qué el ser y no
la nada?

Cada persona es un quien insustituible en razón de su Origen divino. Lo


es desde el inicio de su vida humana. Esta singularidad no radica solo en su
código genético, sino en el mismo hecho de existir, ya que estadísticamente,
la improbabilidad de la existencia de cada persona es muy alta.

Actualmente, desde el ámbito de la ciencia, se han dado a conocer


datos sorprendentes sobre el momento de la concepción. Abreviando mucho
se puede decir que para fecundar la célula materna acuden miles de células
paternas y sólo una logra fecundar el óvulo materno. Si hubiera llegado otra
célula paterna el concebido hubiera sido otro, su hermano, pero no él.

Se puede decir que, para que una persona sea concebida, se dejan
10ⁿ posibilidades de que otras nazcan. Estadísticamente las improbabilidades
aumentan al considerar qué hubiera pasado si sus padres no se hubieran
conocido, si sus padres no hubieran nacido, ni sus abuelos, etc. La existencia
de cada ser humano es una gran novedad. Cada quien es completamente
original, y tiene tanta importancia que –por decirlo de algún modo– su costo
de oportunidad es muy alto. ¿Por qué existe él y no cualquiera de esas 10ⁿ
personas que pudieron ser?

Si nuestro acto de ser no es por casualidad, si somos término de un acto


de sabiduría y de amor trascendente, entonces nuestra existencia tiene un
lugar dentro del plan divino, con una consiguiente misión también. Otra
posibilidad nos llevaría al absurdo, a lo que no tiene razón de ser.

No es de extrañar que muchos filósofos modernos que pasaron por alto


esta verdad sobre el hombre se encontrasen ante su propio ser y, en general
ante el de los demás, como con algo absurdo, sin explicación y por
consiguiente sin sentido. Una cosa es que nuestro acto de ser sea tan excelso
que nos desborda y no es alcanzable con las propias fuerzas y otra es que se
absurdo, pero si es un acto desligado de su origen entonces se cierra sobre sí
mismo y la persona decae profundamente, por lo que puede parecer un
absurdo.
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Si buscamos una explicación coherente, tenemos que la existencia de
la persona humana no es producto del azar o de la casualidad, sino que
somos término de una iniciativa que nos trasciende: un Ser Supremo, una
Inteligencia y Amor nos ha preferido, nos ha elegido en lugar de una multitud
de otros seres humanos que podrían haber existido en nuestro lugar.

Es el acto de ser personal lo que sostiene y activa a la esencia humana,


a la inteligencia y a la voluntad, y desde ahí se activan las otras facultades
humanas, que son potenciales, ¿cómo pasan a acto? Sólo gracias al acto de
ser personal, el acto de ser creado por el cual cada quien es puesto en la
existencia, y que las activa.

Ciertamente no se descartan los aportes de los clásicos griegos, así se


recoge la teoría sobre el alma humana, racional, que es el principio remoto
de actividad, pero se considera que ésta le viene al hombre por el acto de
ser personal con el que ha sido creado cada quien. Aquel principio remoto
de operaciones cuenta con las facultades que son los principios próximos de
operaciones, pero tanto el alma como las facultades se engarzan en el acto
de ser personal como en su fuente.

Así, el alma humana le viene al ser humano con el acto de ser personal.
La inteligencia y su compañera inseparable la voluntad, no vienen de los
cromosomas, no es una herencia genética que se recibe de los padres. Ello
explicaría por qué un genio de la música clásica lo es a pesar de tener una
madre enferma de la mente y un padre enfermo de alcoholismo. De ahí
también que por ser creada la persona cada quien es más hijo de Dios que
de sus padres, ya que éstos ponen la base genética, pero de ahí no sale lo
espiritual.

De esta manera, en la antropología cristiana se va más allá: Aristóteles


al hablar de la vida se refiere a la «vita in motu»: vida en movimiento; por tanto,
se le toma la palabra y en lo que toca al ser humano dicho movimiento es
mucho más activo debido a que se trata de un alma creada, es decir
engarzada en un acto de ser personalísimo, con el cual Dios le ha puesto en
la existencia y le sostiene en ella.

Por eso mismo, la vida post mortem se resuelve de cara a Dios. La


filosofía griega no pudo resolver el asunto de qué era dicha vida. Al principio,
porque el Hades es un lugar fantasmagórico, y porque si bien los socráticos
consideraron que era importante cuidar y enriquecer el alma inmortal para
que después de la muerte el alma fuera a la Isla de los Bienaventurados,
donde había grandes personajes, con los que alternar y dialogar, pero eso al
final sería un diálogo entre seres humanos limitados, porque ¿qué sucedería
cuando terminaran de contarse sus hazañas pasadas?

En cambio, en el planteamiento cristiano, lo más importante del Cielo


es que Dios lo acoge plenamente en la Vida, en el Amor de Dios, es un diálogo
no entre hombres sino con Dios, es estar vivo para Él, que es el Acto de Ser
Absoluto. Aquello no es nada estático, sino todo lo contrario, es una gran
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actividad, como dice Leonardo Polo es “conocer como uno es conocido”, es
el gozo de saberse amado personalmente, por toda la eternidad y de un
modo siempre nuevo.

Si el hombre reconoce su condición de persona, puede aceptar su


dependencia de Dios, que es su Origen y también su Destino. Como afirma
Leonardo Polo, sucede que al saber que yo soy, ahí mismo se sabe que Dios
es. En ese sentido la antropología sería una vía hacia Dios. Sin embargo, a
través de un proceso que ahora no es el momento de detallar, lo que sucede
es que el hombre moderno no quiere tener ningún vínculo con lo
trascendente, rechaza ser hijo, en aras de un afán independentista del que
precisamente se hace dependiente.

Entonces el ser humano pierde de vista su ser personal, y se vuelve


incomprensible para sí mismo, su vida se extravía. Al perder lo Absoluto,
absolutiza todo lo relativo. A la par, varios filósofos modernos desconocen los
aportes de los griegos clásicos, si hay que desvincularse de todo lo que no es
uno mismo, hay que soltarse de todo lo “dado” como es la naturaleza
humana.

Como ya hemos visto, especialmente en Aristóteles, se da la prioridad


al acto; los modernos, en cambio, le dan prioridad a la potencia, para poder
desplegar según el propio capricho o parecer todas las posibilidades
libremente. Pero, una vez más lo que echan por la puerta se les cuela por la
ventana, y en ese dinamismo indeterminado lo que buscan es lo que
perdieron: el radical dinamismo que proporciona el acto de ser.

Por ello, sostienen que el hombre es una entera indeterminación, y su


cometido será auto-determinarse. Pero para buscar un potente dinamismo,
no hay que rechazar el acto de ser personal creado, sino entenderlo
justamente como lo que es una actividad radical. De lo contrario, el extravío
les lleva a un proceso dinámico cuyo valor máximo es lo que Leonardo Polo
denomina el “principio del resultado” con el cual el hombre pretende
“hacerse” a sí mismo.

Por tanto, el hombre desvinculado de su real origen y destino intenta


cobrarse a sí mismo en sus obras y en concreto en el resultado de ellas.
Evidentemente estos resultados son económicos, cuantificables, ostensibles.
En esa línea de resultados externos se inscribe el éxito, el poder, etc. Se trata
de una carrera sin aliento, un dinamismo íntimamente desdichado, porque los
resultados externos están todavía al final.

Como ya señalamos esta actitud sería incomprensible para un griego


clásico: ¿cómo se puede poner el fundamento del humano en unos
resultados externos de la acción, que son justamente inertes? Según el aporte
de aquellos filósofos, la vida humana es praxis intrínseca, retroalimentación
constante, y sólo a partir de ahí genera todo el mundo cultural.

Desde aquel ideal del resultado, se compromete el crecimiento


propiamente humano, el de uno y el de los demás; por ello lo más serio es que
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el hombre moderno desconoce que es persona. Algo intuye, ya que resalta
la noción de sujeto en el sentido de libre, autónomo, etc. Pero si en lugar de
sujeto pusiera a la persona humana, coincidiría con los clásicos en resaltar la
importancia de su ser. Sin embargo, ese acto de ser está vinculado del Ser
divino en el que se sostiene, y eso es algo que algunos se resisten a aceptar.

Con todo, cabe rescatar la intuición de los modernos. La persona es


única e irrepetible, y en este sentido, los modernos aciertan al reconocer que
el hombre está por encima del universo, no es parte de él; y está llamado a
un dinamismo sin fin, porque la persona es acto, es activa o actuosa, como
señalaba Leonardo Polo.

Lo que sucede es que al no aceptar el carácter otorgante y relacional


de la persona, caen en un subjetivismo, en ponerse a sí mismos como
fundamento, criterio y fin último de todo. Esto, evidentemente, es lo contrario
de la noción de persona, ya que el subjetivismo aísla al sujeto, le lleva al
individualismo.

Por ello también las relaciones interpersonales se complican y la vida


social en su conjunto; porque al retraerse la persona humana, no aporta ni se
da generosamente a los demás, empezando porque al no saberse persona
uno no se alegra con el acto de ser personal propio ni con el acto de ser de
los demás.

Según Nietzsche el superhombre es una gran soledad, es –con sus


palabras– como un sol que es frío para otro sol. Pero entonces, si priman los
intereses individualistas de cada quien, se llega a considerar, con Hobbes, que
el hombre es un lobo para el hombre; se instaura el régimen del miedo, que
es tan desvitalizador como el individualismo, porque es paralizante: si uno no
es el lobo mayor lo que queda es el sometimiento al más fuerte o la muerte.

Evidentemente, esta situación ha traído serias consecuencias en los


últimos siglos y lo que corresponde cuando se detecta una situación
lamentable como ésta, es tratar de salir de ella. En esa línea va la propuesta
de la antropología de Leonardo Polo, que como toda oferta es una invitación
(no es obligado seguirla) a ser conscientes de la riqueza de nuestro ser
personal.

Esa labor de personalización de las masas, el recuperar la consciencia


de nuestro ser personal, nos lleva a emplear de manera radical nuestra
libertad, ya que el acto de ser personal es apertura, libertad, radical, lo cual
impulsa asombrosamente la acción humana. Por tanto, si la antropología
moderna es claramente dinámica, hay que tomarles la palabra a los
modernos y ayudarles a descubrir el gran dinamismo que comporta la libertad
personal.

2. Naturaleza, esencia y persona humana


¿Cómo se articulan la naturaleza y la esencia con el acto de ser
personal? Como es sabido, para unir hay que diferenciar. Según la filosofía
clásica, la naturaleza es el “principio de operaciones”. Por ello en el caso del
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viviente la naturaleza es más que compuesto de causas material y formal
(seres inertes), sino que también incluye a la causa eficiente en cuanto ésta
es interna. La naturaleza comporta tener un “motor intrínseco” que es el alma.

El alma que es un motor (causa eficiente), va acompañada de forma


(contenido, características, etc.), por ello esa naturaleza, más aún en el caso
del ser humano, no principia un dinamismo cualquiera, sino que éste se
encuentra regulado, organizado, con determinaciones propias. Un ser
humano no pía, ni vuela, no son actos acordes con su naturaleza. En lo que
corresponde a la naturaleza humana ésta está determinada por la
inteligencia, gracias a lo cual lo más propio del ser humano es proceder con
racionalidad.

En lo que al ser humano se refiere, la naturaleza es lo menos fija, ya que


si se dirige bien su dinamismo, con las facultades superiores, la inteligencia y
la voluntad, se genera un perfeccionamiento irrestricto. Cuando se logra este
desarrollo se habla de esencia, es decir de naturaleza perfeccionada. La
naturaleza es como si tuviéramos un diamante en bruto, y la esencia es como
si ya aquel se hubiera “trabajado” y tuviéramos la joya ya conseguida.

Por eso a la pregunta: ¿Y quién activa esa naturaleza y esa esencia? Se


responde: La persona. El desarrollo de la naturaleza corre a cargo de la
persona, cada quien sostiene y dirige sus actos, a través de los cuales puede
enriquecer su naturaleza o empobrecerla, perfeccionarla o deteriorarla. En
esa tarea la persona echa mano de su inteligencia y voluntad.

Así, el desarrollo de la esencia humana conlleva crecer intelectual y


volitivamente, porque esas dos potencias del alma son las superiores. Esto se
ve, por ejemplo, en el lenguaje humano, que al manifestar nuestro conocer y
querer, constituye una manifestación indirecta de la persona, de cada quien.

De manera sencilla se ha diferenciado la naturaleza, la esencia y la


persona afirmando que con la primera se puede responder al ¿QUÉ ES?, con
la segunda el ¿QUIÉN ES? Esas tres dimensiones van muy unidos, los separamos
para poder estudiarlas, porque si no se hace así no se les puede diferenciar y
pero si no se hacen las debidas distinciones se cae en la indiferencia, en el
“totum revolutum”.

Según los clásicos, la naturaleza humana está conformada por las


facultades sensibles y espirituales. De ahí que a la pregunta de ¿qué es el ser
humano?, se responda diciendo que es un “animal que posee logos o razón”
Por la parte animal posee unas 11 facultades sensibles y por la racional otras
2: inteligencia y voluntad.

En esos niveles marcados por las facultades caben distintos modos de


posesión, como luego veremos. Por ello también, como las facultades
sensibles tienen base corpórea, se suele decir que el hombre es una unidad
sustancial de cuerpo y alma racional. Pero al desplegar y perfeccionar dichas
facultades nos encontramos con la esencia de cada quien, que responde a
la pregunta ¿qué y cómo es? y se responde diciendo: este ser humano tiene
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tales cualidades y perfeccionamientos en su naturaleza humana y todo ello
en base a su modo de ser.

La persona es superior a la naturaleza y a la esencia, si bien necesita de


ellas para “manifestarse” como quien es; de modo que esa manifestación
cuenta con la naturaleza y de acuerdo a lo que le permita el desarrollo de su
esencia. Cada quien, cada persona, puede disponer de acuerdo a su
naturaleza humana, y a sus facultades superiores desarrolladas. La persona
tiene naturaleza humana, no somos ángeles, pero además, en sentido
positivo, eso constituye una gran riqueza, por lo que puede hablarse de una
antropología, y hasta de una teología, del cuerpo.

De manera semejante, tal como sea su grado de desarrollo,


especialmente anclado en lo intelectual y volitivo, tal será la manifestación
de la persona. Así, por ejemplo, si alguien no tiene virtudes humanas como la
fortaleza, la moderación, la prudencia, la justicia, no podrá trabajar bien.

El trabajo, como veremos luego, es una manifestación de la persona, es


un don, pero ese don requiere una esencia humana equipada con hábitos
perfectivos, de lo contrario aunque alguien quiera trabajar bien y aportar no
le “saldrá” y además se frustrará, por querer y no poder, ya que las virtudes
proporcionan una libertad que la naturaleza por sí sola no puede dar.

Así pues, la persona es lo más excelso, el acto de ser con el que cada
quien ha sido puesto en la existencia, es irreductible, no se puede confundir
con la naturaleza ni con la esencia, si bien no se le puede entender desligado
sino muy unido a ellas. En esta línea cabe preguntarse: ¿qué añade la noción
de persona humana a la de naturaleza y a la de esencia humana?

Lo que puede ayudar a entenderlo es ver que la naturaleza humana es


común a todos los seres humanos, en cuanto que todos los humanos
comparten una naturaleza que tiene parte sensible o corpórea y parte
espiritual.

En ese sentido cabe una cierta semejanza o igualdad entre los seres
humanos ya que todos contamos con esas facultades humanas, las cuales al
desarrollarse configuran la esencia humana, de un modo u otro.

La esencia humana se apoya en la naturaleza a la que “saca


adelante”, pero precisamente por ello cada quien la perfecciona contando
con ella. Por ejemplo, en la naturaleza humana existen facultades sensibles
que tienen base corpórea, por lo que uno puede ser más sensible que otro;
esta emotividad puede ser racionalizada y personalizada de manera que con
los hábitos correspondientes se puede encauzar adecuadamente. Por ello, el
desarrollo de la esencia humana de cada quien es diversa, cada quien ha
desarrollado de una manera determinada su dotación natural.

Así, la esencia humana es el resultado de lo que cada quien ha hecho


con su naturaleza, que si bien todos los humanos la reciben completa, sin
faltarle ni una potencia o facultad, sin embargo, cada quien la desarrolla de
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manera distinta. En el fondo, engarzando esas operaciones naturales y
esenciales, activándolas, se encuentra un núcleo personal, una intimidad, la
de cada quien.

Por ello lo más relevante en el ser humano, por encima de sus potencias
o facultades, de las cualidades o virtudes que tenga en su esencia, es su
realidad de persona humana. Inclusive, aunque alguien tuviera una
naturaleza deteriorada o una esencia, un perfeccionamiento, muy incipiente;
aún así no dejaría de ser persona. Eso es lo que fundamenta el respeto: no se
puede maltratar a nadie por ser ignorante, analfabeto, ni siquiera si es malo,
si no tiene apenas perfecciones…

¿Cómo se puede maltratar a alguien que es término del amor divino? Si


el amar comporta una predilección a ese nivel, ¿cómo puedo despreciar o
no valorar a alguien? Si su ser y su existencia son un bien para Dios, ¿por qué
no ha de serlo para mí? Evidentemente sus acciones pueden ser
despreciables y hasta peligrosas, pero sus acciones no son la persona, si bien
dependen de ella no se confunden. A las acciones malas hay que detestarlas,
pero conservando el respeto por las personas. Es lo que la sabiduría popular
expresa en el dicho “una cosa es el pecado y otra el pecador”. No son lo
mismo.

Insistimos, no es igual la naturaleza o esencia que la persona humana.


Uno no se reduce a su tener, ni a su inteligencia ni a ninguna de sus facultades;
tampoco se reduce a sus virtudes éticas. No se debe confundir el tener con el
ser. Si uno pregunta: Tú, ¿eres tu inteligencia? Y responde: No, yo “tengo”
inteligencia, pero no “soy” mi inteligencia, y si continúo: y tú, ¿eres tu
memoria? No, responden, soy algo “más” que mis tenencias o facultades.

Ese algo “más” es la persona, es como la raíz, el cogollo, la fuente activa


que proporciona dinamismo a todas las demás facultades. Aún cuando se
tenga alguna potencia o facultad un tanto deterioradas, sin embargo, seguir
siendo persona. Más importante que la naturaleza y esencia es la persona;
aquellas se subordinan a ésta. Por ejemplo, sólo si la persona quiere pensar lo
hace. La persona dispone a través de su esencia y naturaleza: cada quien
dirige el curso de su vida natural y esencial, desde su núcleo más íntimo,
personal.

Es necesario distinguir porque por ejemplo, a veces en la empresa


cuando hay que evaluar el desempeño de las personas puede darse una
distorsión por más o por menos; es decir que el “amiguismo” puede llevar a
pasar por alto las faltas de un colaborador o la antipatía puede llevar a
rechazar a la persona. Sin embargo, las acciones son las que son y la persona,
su ser personal, es otro nivel.

En atención al ser personal, se suele decir que cada quien es una


persona distinta, única, irrepetible e insustituible, pero justamente por eso su
persona vale como un castillo, si es término de la predilección divina, que le
tiene sujeto –si en Dios nos movemos, somos y existimos– su existencia tiene un
valor excepcional, entonces todos los desprecios a una persona son dirigidos
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a quien le ha otorgado y le sostiene en el ser. De ahí que el abuso –que
comporta desprecio– a los subordinados es una injusticia que tiene un costo
muy alto.

Pero además de aquel valor, hay también algo muy serio y es que cada
quien posee una misión personal. Es decir, que sólo un loco hace algo
“porque sí”, y si Dios ha creado a alguien es porque aquel tiene una tarea
muy propia que toca a él descubrir y cumplir. Es el tema del sentido de la vida.
En suma, la noción de persona es muy rica y es un aporte que Aristóteles no
vio, ya que como indicamos la noción de persona aparece con el
cristianismo.

De acuerdo con lo expuesto el quién somos se diferencia del qué somos.


Si se pregunta ¿qué somos?, respondemos: un ser humano; y si se sigue
preguntando: ¿qué es un ser humano? Según Aristóteles es un ser que posee
razón. Es la respuesta basada en la naturaleza humana: un individuo poseedor
de naturaleza racional, un animal racional, una unidad sustancial de cuerpo
y alma racional.

En cambio, la persona responde a la pregunta ¿quién soy? Ese quién no


es común, como lo es la naturaleza humana, sino que se trata de un ser único,
personal, insustituible e irrepetible. En ese nivel personal radica la distinción
clave, no sólo en relación de las demás personas humanas, sino respecto de
las personas divinas.

La naturaleza humana es corpórea; la esencia humana es el alma, que


es inmaterial. Si es nefasto el materialismo que considera que el ser humano
es solo cuerpo, también lo son las concepciones angelistas, las cuales son
erróneas porque el ser humano no tiene solo alma, sino también cuerpo.
Como dice Aristóteles, el hombre no es ni una bestia ni un Dios.

Por ello hay que darle la importancia debida a los bienes corpóreos
(dinero, medios materiales etc.) y también hay que atender a la necesidades
y a los bienes espirituales, tanto los que se refieren a los del conocimiento
como a las virtudes éticas. Este último nivel es, en el plano natural, el más
importante y el más propiamente humano, ya que es lo que nos diferencia de
los animales. Sin embargo, todo ello está subordinado a la persona, a cada
quién y el acto de ser personal está sostenido por el Ser supremo.

Por otra parte, atender a la dimensión trascendente es muy


conveniente para el ser humano, ya que si la voluntad humana tiende a un
bien tan alto como el Bien Supremo, éste tira de las potencias o facultades,
de las energías del sujeto, de un modo insospechado, fortalece y agranda su
voluntad, lo cual redunda inevitablemente en su acción práctica, incluida su
vida social, familiar y laboral.

En definitiva, ver a las personas –a nosotros mismos– como creados,


dependiendo de Dios, lleva a tener en cuenta su dimensión sacra, la personal,
y a obrar en consecuencia. El tener un sentido trascendente de la vida nos

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agranda la visión, la hace más profunda y, además, nos lleva al esfuerzo para
contar con ello en el día a día.

En ese sentido, echar a Dios de la vida humana trae serias


consecuencias personales y sociales, porque se niega una parte importante
de la realidad humana. Además en una postura realista muy consecuente no
se recorta la realidad, y Dios es la Realidad suprema. La persona humana no
se puede entender sin Dios y sin su dimensión trascendente que se vive en
términos de donación.

3. Unidad cuerpo y alma humana. Los niveles del tener

El alma le viene a cada uno por medio del acto de ser, que es el acto
de ser con el que ha sido creado; pero esa alma va estrechamente unida a
un cuerpo. La naturaleza y la esencia humana están en el plano del “tener”
humano, uno no es su inteligencia, ni su voluntad, sino que “tiene” inteligencia
y voluntad.

El “tener” no es el “ser”. Como ya hemos señalado el tener no se puede


confundir ni suplir al “ser”. Tenemos naturaleza, esencia humanas, un conjunto
de facultades, con un despliegue propio y a partir de ellas el ser personal de
cada quien dispone en su vida humana.

Pero esa tenencia natural y esencial hace posible diversos niveles de


tenencias. Siguiendo a la filosofía clásica, el hombre es poseedor, las
tenencias son algo muy bueno y conveniente para los seres humanos. Esto es
muy apreciado por los empresarios, pero lo que algunos les queda por
descubrir es que no hay un solo nivel de tener, el material, que es necesario y
bueno, pero no es el único, sino que hay que ampliar la visión, y la aspiración,
a otros niveles superiores de tener.

Se trata de ahondar en la capacidad posesiva del ser humano, para no


quedarse cortos, sino para ser más ambicioso. Como es sabido, la ambición
se diferencia de la codicia en que ésta se queda sólo en el afán por la
posesión material, y hay que tratar de querer mayores tenencias, eso es la
ambición: ¿por qué me tengo que quedar en querer sólo tenencias materiales
si puedo aspirar a otras de mayor nivel? El ambicioso lo quiere todo, no sólo
las de primer nivel, sino que junto con ellas no quiere renunciar a las de nivel
superior.

Para ello hay que partir de que la naturaleza humana comporta una
unidad de cuerpo y alma específicamente humana, de manera que esos
niveles de tener deben ir muy compenetrados e integrados. Por eso es
necesario detenerse un poco en la consideración de esta unidad para poder
hacer la integración, de modo que se pueda entender netamente lo
diferencial del ser humano y evitar caer en una visión materialista del hombre,
que llega a reducirlo sólo a lo corpóreo, como si fuera un “animal sofisticado”.

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Como es sabido, la vida humana, según Aristóteles, integra los niveles
de vida vegetativa, sensible y racional. Los niveles de vida vegetativa y
sensible constituyen la vida natural, en la cual las operaciones del viviente
humano dependen de lo corpóreo y se alimentan y despliegan con
elementos y funciones de tipo orgánico.

Desde el inicio, en la concepción humana, los padres otorgan células


vivas al hijo. Por eso, más que reproducción (que se da propiamente en los
animales) cabe hablar de pro creación (a favor del acto creador), porque los
padres contribuyen con dicha dotación a que se pueda crear una persona,
un acto de ser personalísimo, que como ya vimos –según el planteamiento
creacionista de la antropología de Leonardo Polo–, consiste en una
otorgación gratuita del ser a cada quien.

Así, Dios se sirve de esa contribución para crear el acto de ser personal
de cada quien y ponerlo en la existencia2. Con dicho acto de ser le llega a
cada persona el alma propiamente humana, su inteligencia y voluntad. Por
eso, en estricto sentido, cabe considerar que el alma humana, dotada de
inteligencia y voluntad, equivale a la esencia humana, porque aquella
dotación es como el germen de su perfeccionamiento.

Polo habla de la vida recibida referida a lo orgánico, la cual es acogida


por el viviente humano ya desde el seno materno; éste se encarga de llevar
adelante la vida recibida, y al hacerlo le añade más vida; ese ‘plus’ de vida
es añadida, a partir del mismo despliegue epigenético, del cumplimiento de
las admirables y puntuales tareas que realiza a ese nivel el embrión humano.

En ese ámbito de vida recibida y añadida se encuentra la llamada vida


natural, que en rigor se refiere básicamente a la vida vegetativa y sensible,
que tiene base orgánica. Así, Polo considera que la complejidad de la vida
humana es posible de ser vista como una especie de tejido de dualidades
(que no es dualismo) en que un término de la dualidad está muy relacionado
con el otro que es superior y que lo integra.

Desde ahí se puede ver que lo maravilloso es que los seres humanos
somos de tal condición que las actividades biológicas y sensibles van muy
unidas con las espirituales –las de la inteligencia y voluntad–. Tenemos una
gran unidad de cuerpo y alma. No somos ángeles, pero tampoco bestias. A
menudo los problemas han venido por no ver esa dualidad que se integra de
manera jerárquica. La vida natural es dual con la vida racional, y ésta se
articula con la vida personal, cuya actividad es radical ya que el acto de ser
personal es muy activo y sostiene e influye en toda la vida del viviente.

Es evidente que tanto las operaciones vegetativas de la nutrición como


las de desarrollo y reproducción biológicos implican funciones orgánicas; y
también en el nivel sensible se requiere de la base corpórea, y eso no sólo en
lo que respecta a los sentidos externos: ver, oír, oler, gustar y tocar; sino
también en lo que toca a los sentidos internos, como la conciencia sensible o

2
En este sentido, se puede decir también que el hijo pertenece más a Dios que a los padres humanos.
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sensorio común, la imaginación, la memoria y la intuición sensible, llamada
por los medievales cogitativa.

Sin embargo, aún en el nivel sensible, es conveniente no ver esa relación


como algo mecánico, ya que no se trata de una simple relación entre
elementos corpóreos u orgánicos. Según el planteamiento aristotélico esas
operaciones en sí mismas son inmanentes, y se retroalimentan continuamente,
por lo que no cabe un mecanicismo que considere el movimiento vital como
si fuera una relación mecánica de unas partes materiales con otras, sin más.
Esa visión materialista tuvo su auge hacia los años 60.

Como ya hemos señalado, el ser vivo no es tan simple, sino que articula
un principio material, corpóreo, con otros tres que están en su alma (que es a
su vez principio formal, eficiente y final), dotando de contenido,
determinación o leyes naturales (forma), de movimiento (eficiencia) y de
inmanencia (fin) al despliegue vital. Así, el alma si bien va unida a lo corpóreo
de ninguna manera se reduce a esa dimensión, es inmaterial y en el ser
humano es también espiritual ya que por la racionalidad se dispara al infinito.
Por ello la pregunta ¿dónde está el alma? está mal planteada, porque ella
misma no es algo material que pueda ocupar un lugar ni que pueda ser vista,
etc.

Sin embargo, los mecanicistas o materialistas, se quedan sólo con la


causa material y la causa eficiente se reduce a dinamismos, movimientos
mecánicos. Dicho de manera breve, de las 4 causas aristotélicas (material,
formal, eficiente y final), sólo considera dos: la eficiente (entendida
mecánicamente) y la material. Al respecto hay que acotar que en los últimos
años el estudio del código genético nos sitúa más allá de ese planteamiento
mecanicista, y pone de relieve la importancia de la causa formal.

En el ser humano, el cuerpo, su dotación orgánica, presenta una


admirable apertura, no está tan determinado como en el caso del animal.
Como luego veremos, el movimiento sensible, tanto el que atañe al
conocimiento sensible como a las tendencias sensibles, va más allá del simple
mecanicismo, porque en el viviente humano existe un alma, un acto formal
que no se agota en la constitución de uno o varios órganos, sino que ‘sobra’
respecto de ellos, de manera que se puede realizar más de una función; en
general todo el cuerpo está abierto al alma humana signada por la
racionalidad y engarzada en el acto de ser personal.

El alma humana es tan potente que se podría decir que no sólo


constituye e informa al cuerpo, sino que ‘sobra’ respecto de lo orgánico. Así,
la lengua no se agota simplemente en el gustar, sino que también sirve para
hablar; asimismo la laringe no sólo sirve para respirar sino también para emitir
voces con significado. Es lo que Polo llama “sobrante formal”.
Esa plasticidad en la dotación corpórea, que da lugar a la pluri
funcionalidad, manifiesta la grandeza del alma humana que puede abrirse
paso y servirse de lo orgánico no para una o varias operaciones, sino que
puede engarzar esas operaciones sensibles en la riqueza de su alma racional
y en su ser personal.
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Así, el alma racional integra la sensibilidad y la dimensión vegetativa
hasta donde le es posible. La unidad o integración no quiere decir que no
diferencie la índole propia de lo vegetativo y de lo sensible. Hay que
diferenciar para unir o integrar, para no confundir.

En esa línea hay que recordar que las operaciones sensibles en sí mismas
no son materiales, pero ello no quiere decir que se confundan con la vida
intelectual. Inmaterial quiere decir no material, pero no todo lo inmaterial es
intelectual. Por ejemplo: una operación como puede ser una relación
proporcional que hace la imaginación, en cuanto tal no es material. Las
neuroimágenes nos presentan los efectos de esa relación, de las conexiones
neuronales, pero no a la relación misma que es inmaterial, con todo, no por
ello es intelectual, sino inmaterial sensitiva.

Por lo demás, representaciones imaginativas pueden tener los animales,


como se sabe los primeros experimentos se hicieron escaneando el cerebro
de roedores, pero en el ser humano aún su actividad neurológica es mucho
más compleja, y no se puede caer en el facilismo de considerar que toda su
actividad se reduzca a ese nivel, menos decir que cuando un ser humano
muere –con el colapso neurológico consiguiente– lo haga como un animal.

Algo inmaterial como el imaginar tiene soporte sensible, no se puede


realizar sin funciones neurológicas, pero dicha operación no se confunda con
ellas. Evidentemente, esa dependencia del sentido (por ejemplo, la
imaginación) respecto de lo orgánico lleva a problemas cuando se presenten
alteraciones neurológicas o desgaste orgánico considerable. Así, si uno se
golpea una parte del cerebro puede tener serios problemas para ver,
imaginar, recordar e incluso pensar, pero eso no debe llevar a reducir lo
espiritual, lo racional, a lo sensible. El hecho de que vayan juntos, lo corpóreo
y lo espiritual no quiere decir que se confundan.

Por otra parte, esa misma dependencia de los sentidos respecto de la


base corpórea hace que el crecimiento de algunos sentidos, como por
ejemplo el de la imaginación, puede detenerse en alguna etapa de la vida
humana; en cambio, la vida de la inteligencia, aún en la ancianidad, puede
ser de gran lucidez, tiene capacidad para tener un crecimiento irrestricto, ya
que trasciende lo material, es inmortal.

A diferencia de lo orgánico, los actos propiamente humanos como los


de entender, el querer, pueden crecer irrestrictamente, siempre pueden
ejercerse más y mejor, porque sus actos se configuran por sí mismos. En
cambio, las operaciones vegetativas y sensibles son limitadas, dependen de
lo orgánico; por ello el alma de los vegetales y de los animales (que a veces
tienen un cerebro muy desarrollado) es mortal, deja de existir en el momento
en que lo corpóreo-material se desorganiza.

Con todo, la vida sensible aún siendo inferior a la intelectual es superior


a la vegetativa. Algo central en que se diferencia el vegetal del animal no es
tanto que aquel no pueda trasladarse con movimiento local como el animal,
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sino que lo más determinante es que no posee conocimiento, si bien no está
‘cerrado’ a lo exterior como una piedra, su apertura es pequeña.

De ahí que la vida animal sea un poco más compleja que la vegetativa,
especialmente en los animales más desarrollados. La vida sensible posee más
apertura que la simple vida vegetativa, ya que ésta no puede conocer ni
apetecer. En cambio gracias a la vida sensible se puede conocer imágenes
y en consecuencia se puede apetecer sensiblemente. Por ello en los animales
puede haber sentimientos, pero aún siendo semejantes, no son iguales a los
sentimientos humanos.

La sensibilidad tiene su complejidad y en el ser humano aún más. El


hombre posee operaciones sensibles y no sólo posee los clásicos nueve
sentidos, cinco externos (vista, oído, olfato, gusto, tacto) con cuatro internos
(conciencia sensible, imaginación, memoria y cogitativa), y junto con ellos
tiene básicamente dos apetitos sensibles, uno que le hace tender al bien
sensible placentero y otro por el que tiende al bien sensible arduo. Pero todo
ello está influido, poco o mucho, pero siempre modulado por la inteligencia y
la voluntad de cada quien.

En suma, el alma es el principio remoto de operación y las facultades los


principios próximos de actuación. Las facultades, que como ya señalamos son
potenciales, explica el hecho de que el ser vivo no esté ejerciendo siempre
en acto todas sus operaciones, sino que unas veces activa unas facultades y
otras unas distintas. Por lo cual las facultades son principios inmediatos de las
operaciones, pero que pueden ejercitarse o no.

Consideradas en sí mismas las facultades humanas se ordenan a sus


actos propios y éstos a sus objetos. De esta manera, si uno quiere conocer a
las facultades, tiene que ir a las operaciones, a las cuales accedemos a través
de sus objetos propios. Así, por ejemplo, la operación de ver especifica la vista
que es la facultad de la visión, a su vez el acto de ver se especifica por su
objeto: el color. Del mismo modo la inteligencia es una facultad que se
especifica por su acto de entender y éste a su vez por el objeto entendido, la
verdad.

Es importante resaltar una característica de las facultades, y es que son


muy dinámicas; son como los ‘resortes’ de la actividad, por lo que se ordenan
a la acción, tienen a su cargo la realización de los actos u operaciones.

Como ya indicamos al referirnos a la inmanencia, debido a esa


dinamicidad inmanente, sucede que cuando actuamos esas facultades no
se quedan estáticas, sino que se modifican, no quedan igual que antes, sino
que se reconfiguran: adquieren una nueva ‘forma’. Esto es algo que conviene
tener en cuenta por parte de todo ser humano, para tratar de cuidar que esa
actividad sea buena, para lograr una configuración positiva, perfectiva de
aquellos “resortes” de su acción que son las facultades. Pero de modo
especial debe recordarlo un directivo, para tratar de dirigir a los demás desde
esos resortes o principios más intrínsecos.

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Como ya señalamos, en el ser humano existen muchas facultades, pero
las principales son unas trece, de las cuales diez sirven para conocer, por lo
que son posesivas, ya que poseen el objeto propio conocido, y tres son
tendenciales, es decir que al no poseer tienden, ‘se dirigen hacia’ el término
de su inclinación, justamente con el fin de poseer bienes sensibles.

Si presentamos a las facultades a través del siguiente esquema,


tenemos que distribuirlas entre dos grupos tenemos las cognoscitivas y las
apetitivas.

A) FACULTADES COGNOSCITIVAS
Son aquellas potencias del alma humana que tienen como acto propio
el conocimiento. Estas facultades cognoscitivas pueden ser de dos tipos:
sensibles e intelectuales.

1. Facultades cognoscitivas sensibles


-Sentidos externos: vista, oído, gusto, olfato, tacto.
-Sentidos internos: sensorio común, imaginación, memoria e intuición
sensible (cogitativa).
2. Facultad cognoscitiva intelectual
-Inteligencia.

B) FACULTADES APETITIVAS Son aquellas potencias humanas cuyo acto propio


es tender hacia un objeto, un bien, que se encuentra fuera del sujeto. Pueden
ser también de dos clases: facultades apetitivas sensibles y facultad apetitiva
racional:

1. Tendencias sensibles
-Apetito o tendencia concupiscible
-Apetito o tendencia irascible
2. Tendencia racional
-Voluntad.

Si Aristóteles define al ser humano como animal que posee logos, las
facultades sensibles son las que corresponden al nivel corpóreo, sensible o
animal. Por ello los animales superiores como los mamíferos, poseen 5 sentidos
externos, 4 internos y dos tendencias sensibles. El ser humano posee esas 11
facultades sensitivas, pero esa sensibilidad, basada en su corporeidad, a
diferencia de los animales, está engarzada en sus dos facultades espirituales
que son la inteligencia y voluntad.

Por tanto se pueden distinguir en el ser humano unas tres dimensiones


en las que se pueden distinguir también tres niveles de posesión. Tales
dimensiones serían:

1). Sensibilidad humana


2). Inteligencia
3). Voluntad

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En correspondencia, el tener humano se asienta en los niveles sensitivo
o corpóreo, intelectual y volitivo. En el primer nivel están los bienes materiales,
en el segundo los conocimientos y en el tercero las tenencias éticas o virtudes.
A su vez, el primer nivel del tener se corresponde con las necesidades
materiales, corpóreas, el segundo con las necesidades del conocimiento
humano y en el tercero las volitivas.

Según Aristóteles el tener corpóreo o material está subordinado a la


inteligencia y a la voluntad, de manera que si se quiere gestionar, propiciar o
incrementar el tener corpóreo o material hay que hacerlo desde las tenencias
éticas e intelectuales. La razón de esa jerarquía y esa subordinación es la
intensidad de adhesión o posesión.

En el primer nivel nuestro cuerpo y sensibilidad no nos permite una


posesión tan intensa como en la inteligencia y voluntad, que tienen una
relación más intrínseca e intensa con los conocimientos y las virtudes éticas
que al ser intrínsecas poseen un dinamismo vital muy profundo, generando
una sinergia y potenciación de lo poseído que es inconmensurable, por ello
lo primero que hay que tratar de tener es virtudes éticas y formación
intelectual.

En cambio, la posesión en el primer nivel es limitada porque la intensidad


de la posesión es inferior al poseer ideas o virtudes éticas, en razón de que se
trata de tenencias que están “fuera” del sujeto, no son intrínsecas como las
posesiones intelectuales y volitivas, por ello no sólo su influencia en nosotros es
limitada, sino que se pueden perder al ser externas. A partir de esas
dimensiones humanas, de esos niveles de posesión cabe re formular la noción
de pobreza y de desarrollo humano, lo que felizmente se ha empezado a
reconocer en los últimos años, como luego veremos.

Finalmente, antes de repasar la actividad de las facultades


cognoscitivas y apetitivas, tanto sensibles como espirituales, tenemos que
recordar algo muy importante, y es que el ser vivo es una unidad, y cada una
de sus operaciones no se dan de manera aislada, sino en relación con las
demás y engarzadas en el ser personal.

Al tratar de cada una de las operaciones vitales de la sensibilidad y de


la racionalidad, trataremos de tener en cuenta que, si acaso tenemos que
separarlas para poder centrar más la atención en la naturaleza de su
actividad, no podemos olvidar que forman parte de un conjunto de
actividades vitales que pertenecen a la unidad del sujeto, de cada quién.

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