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La dimensión ética del

liberalismo
El término más empleado es “capitalismo”, pero personalmente
prefiero el de “liberalismo” puesto que el primero remite a lo material,
al capital, aunque hay quienes derivan la expresión de caput, es decir,
de mente y de creatividad en todos los órdenes. Por otro lado, la
aparición de esta palabra fue debida a Marx, quien es el responsable
del bautismo correspondiente, lo cual no me parece especialmente
atractivo. De todas maneras, en la literatura corriente y en la
especializada los dos vocablos se usan como sinónimos y, por
ende, de modo indistinto. Incluso en el mundo anglosajón -
especialmente en Estados Unidos- se recurre con mucha más
frecuencia a capitalismo ya que, con el tiempo, el liberalismo se dejó
expropiar de contrabando y adquirió la significación opuesta a la
original aunque los maestros de esa tradición del pensamiento la
siguen utilizando (algunas veces con la aclaración de “in the classic
sense, not in the american corrupted sense”).

La moral alude a lo prescriptivo y no a lo descriptivo, a lo que


debe ser y no a lo que es. Si bien es una noción evolutiva, como todo
conocimiento humano, deriva de que la experiencia muestra que no es
conducente para la cooperación social y la supervivencia de la especie
que unos se estén matando a otros, que se estén robando, haciendo
trampas y fraudes, incumpliendo la palabra empeñada y demás
valores y principios que hacen a la sociedad civilizada. Incluso los
relativistas éticos o los nihilistas morales se molestan cuando a ellos
los asaltan o violan. La antedicha evolución procede del mismo modo
en que lo hace el lenguaje y tantos otros fenómenos en el ámbito
social.
El liberalismo abarca todos los aspectos del hombre que hacen a
las relaciones sociales puesto que alude a la libertad como su
condición distintiva y como pilar fundamental de su dignidad. No
se refiere a lo intraindividual que es otro aspecto crucial de la vida
humana reservada al fuero íntimo, hace alusión a lo interindivudual
que se concreta en el respeto recíproco. Robert Nozick define muy
bien lo dicho en su obra titulada Invariances. The Structure of the
Objective World (Harvard University Press, 2001, p. 282) cuando
escribe que “Todo lo que la sociedad debe demandar coercitivamente
es la adhesión a la ética del respeto. Los otros aspectos deben ser
materia de la decisión individual”. Antes, en mi libro Liberalismo para
liberales -cuya primera edición de EMECÉ fue en 1986- definí el
liberalismo como “el respeto irrestricto a los proyectos de vida de
otros” en la que respeto no implica adhesión sino la más
absoluta abstención de recurrir a la fuerza cuando no hay
lesiones de derechos. Más aun, la prueba decisiva de lo que
habitualmente se denomina tolerancia radica cuando no compartimos
el proyecto de vida de terceros (en realidad los derechos no se toleran
se respetan, en cambio la primera expresión arrastra cierto tufillo
inquisitorial).

Todos los ingenieros sociales que pretenden manipular vidas y


haciendas ajenas en el contexto de una arrogancia superlativa
deberían repasar estas definiciones una y otra vez. Recordemos
también que el último libro de Friedrich Hayek se titula La arrogancia
fatal. Los errores del socialismo (Madrid, Unión Editorial, 1988/1992),
donde reitera que el conocimiento está disperso entre millones de
personas y que inexorablemente se concentra ignorancia cuando
los aparatos estatales se arrogan la pretensión de “planificar”
aquello que se encuentre fuera de la órbita de la estricta
protección a los derechos de las personas.

Además hay un asunto de suma importancia respecto a la llamada


planificación gubernamental y es la formidable contribución de Ludwig
von Mises de hace casi un siglo que está referida al insalvable
problema del cálculo económico en el sistema socialista (“Economic
Calculation in the Socialist Commonwealth”, Kelley Publisher,
1929/1954). Esto significa que si no hay propiedad no hay precios
y, por ende, no hay contabilidad ni evaluación de proyectos lo
cual quiere a su vez decir que no hay tal cosa como “economía
socialista”, es simplemente un sistema impuesto por la fuerza. Y esta
contribución es aplicable a un sistema intervencionista: en la medida
de la intervención se afecta la propiedad y, consiguientemente, los
precios se desdibujan lo cual desfigura el cálculo económico que
conduce al desperdicio que, a su turno, contrae salarios e ingresos en
términos reales.

El derecho de propiedad está estrechamente vinculado a la ética del


liberalismo puesto que se traduce en primer término en el uso y
disposición de la propia mente, de su propio cuerpo (no el de otro
como el pretendido homicidio en el seno materno, mal llamado
“aborto”) y, luego, al uso y la disposición de lo adquirido lícitamente,
es decir, del fruto del trabajo propio o de las personas que
voluntariamente lo han donado. Esto implica la libertad de expresar
el propio pensamiento, el derecho de reunión, el del debido
proceso, el de peticionar, el de profesar la religión o no religión
que se desee, el de elegir autoridades, todo en un ámbito de
igualdad ante la ley que está íntimamente anclada al concepto de
justicia en el sentido de su definición clásica de “dar a cada uno lo
suyo” (de lo contrario puede interpretarse que la igualdad puede ser
ante una ley perversa como que todos deben ir a la cámara de gas y
salvajadas equivalentes).

Además, como los recursos son escasos en relación a las


necesidades, la forma en que se aprovechen es que sean
administrados por quienes obtienen apoyo de sus semejantes debido
a que, a sus juicios, atienden de la mejor manera sus demandas y los
que no dan en la tecla deben incurrir en quebrantos como señales
necesarias para asignar recursos de modo productivo. Todo lo cual en
un contexto de normas y marcos institucionales que garanticen los
derechos de todos.

Los derechos de propiedad incluyen el de intercambiarlos


libremente que es lo mismo que aludir al mercado en un clima de
competencia, es decir, una situación en la que no hay restricciones
gubernamentales a la libre entrada para ofrecer bienes y servicios de
todo tipo. En resumen, lo consignado en las Constituciones liberales:
el derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad.

La solidaridad y la caridad son por definición realizadas allí donde


tiene vigencia el derecho de propiedad, puesto que entregar lo que no
le pertenece a quien entrega no es en modo alguno una manifestación
de caridad ni de solidaridad sino la expresión de un atraco.

En sociedades abiertas el interés personal coincide con el interés


general ya que éste quiere decir que cada uno puede perseguir
sus intereses particulares siempre y cuando no se lesionen
iguales derechos de terceros. En sociedades abiertas, se protege el
individualismo lo cual es equivalente a preservar las autonomías
individuales y las relaciones entre las personas, precisamente lo que
es bloqueado por las distintas variantes de socialismos que apuntan a
sistemas alambrados y autárquicos.

Es que las fuerzas socialistas siempre significan recurrir a la


violencia institucionalizada para diseñar sociedades, a
contramano de lo que prefiere la gente en libertad. De la idea
original de contar con un gobierno para garantizar derechos anteriores
y superiores a su establecimiento se ha pasado a un Leviatán que
atropella derechos en base a supuestas sabidurías de burócratas que
no pueden resistir la tentación de fabricar “el hombre nuevo” en base a
sus mentes calenturientas. Y esto lo hacen habitualmente alegando la
imperiosa necesidad de “inversión pública”, un grosero oxímoron
puesto que la inversión significa abstención de consumo para ahorrar
cuyo destino es la inversión que por su naturaleza es una decisión
privativa del sujeto actuante que estima que el valor futuro será mayor
al presente (“inversión pública” es una expresión tan desatinada y
contradictoria como “ahorro forzoso”).

Desafortunadamente, no se trata solo de socialistas sino de los


denominados conservadores atados indisolublemente al statu quo que
apuntan a gobernar sustentados en base a procedimientos del todo
incompatibles con el respeto recíproco diseñados por estatistas que
les han corrido el eje del debate y los acompleja encarar el fondo de
los problemas al efecto de revertir aquellas políticas. No hace falta
más que observar las propuestas de las llamadas oposiciones en
diversos países para verificar lo infiltrada de estatismo que se
encuentran las ideas. Se necesita un gran esfuerzo educativo para
explicar las enormes ventajas de una sociedad abierta, no solo
desde el punto de vista de la elemental consideración a la dignidad de
las personas sino desde la perspectiva de su eficiencia para mejorar
las condiciones de vida de todos, muy especialmente de los más
necesitados.

Lo que antaño era democracia ha mutado en dictaduras electas


en una carrera desenfrenada por ver quien le mete más la mano
en el bolsillo al prójimo. Profesionales de la política que se
enriquecen del poder y que compiten para la ejecución de sus planes
siempre dirigidos a la imposición de medidas “para el bien de los
demás”, falacia que ya fue nuevamente refutada por el Public Choice
de James Buchanan y Gordon Tullock, entre otros. Por no prestar
debida atención a estas refutaciones es que Fréderic Bastiat ha
consignado que “el Estado es la ficción por la que todos pretenden
vivir a expensas de todos los demás” (en “El Estado”, Journal des
débats, septiembre 25, 1848). Es que cuando se dice que el aparato
estatal debe hacer tal o cual cosa no se tiene en cuenta que es el
vecino que lo hace por la fuerza ya que ningún gobernante sufraga
esas actividades de su propio peculio.

Todas las manifestaciones culturales tan apreciadas en países


que han superado lo puramente animal: libros, teatro, poesía,
escultura, cine y música están vinculadas al espíritu de libertad y
a las facilidades materiales. No tiene sentido declamar sobre “lo
sublime” mientras se ataca la sociedad abierta, sea por parte de quien
la juega de intelectual y luego pide jugosos aumentos en sus
emolumentos o sea desde el púlpito de iglesias que despotrican contra
el mercado y luego piden en la colecta y donaciones varias para
adquirir lo que necesitan en el mercado.

En resumen, la ética del liberalismo consiste en el respeto irrestricto


por los proyectos de vida de otros, esto es, dejar en paz a la gente
y no afectar su autoestima para que cada uno pueda seguir su
camino asumiendo sus responsabilidades y no tener la petulancia de
la omnisciencia aniquilando en el proceso el derecho, la libertad y la
justicia con lo que se anula la posibilidad de progresar en cualquier
sentido que fuere.

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