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LA FARSA NEOLIBERAL

Juan Francisco Martin Seco

ÍNDICE

A modo de Introducció n

I. Los vencedores no siempre tienen razó n

II. Liberales y Revolucionarios

Nacido de la Modernidad

El origen y los límites del poder

El miedo a la democracia

III. La Ciencia Econó mica como legitimadora del statu quo

No hay que meterse en Política

La "mano invisible" para exculpar a las manos visibles

Los pobres son culpables

Las fá bricas de Escocia

Valor o precio: La plusvalía

La desigualdad como Ley Natural

Las clases también existen

IV. El Estado Social

El liberalismo traiciona sus principios

Tres revoluciones en una sola


Desde el Estado o contra el Estado

El rapto por la derecha

Las constituciones europeas

V. El Neoliberalismo Econó mico

Viva Keynes, muera Keynes

La nueva derecha

El fin de la Historia

VI. La propiedad: ¿Derecho o Expoliació n?

La igualdad como meta

Del Liberalismo al Socialismo

Cuidado con el Estado

VII. El Dios Mercado

Un mercado inexistente

El rey esclavo. La supremacía del consumidor

Un juego macabro

¿Y por qué lo privado va a ser má s eficiente?

Reivindicar la empresa pú blica

El mito de las privatizaciones

VIII. Mercados. Mejor cuanto má s grandes

El libre cambio

Los ricos má s ricos y los pobres má s pobres

El Mercado Unico
La integració n de Españ a en la Unió n Europea

IX. El Mercado de Trabajo

Desempleo neoclá sico

Los salarios no son los responsables del paro

Competitivos a costa de los salarios

Reforma del mercado de trabajo

X. Mercado sí, pero no para el dinero

Las incertidumbres de toda política monetaria

¿Inflació n o paro?

Las contradicciones de un sistema de cambios fijos

La autonomía de los Bancos Centrales

El monopolio de emisió n

XI. Los Gastos sociales resultan anticuados

No podemos financiarlos

Que se mueran los viejos

Nada de sostener a los vagos

Sanidad solo para los ricos

De la vivienda a la educació n

XII. Pagar Impuestos

Tributos y Estructura de poder

Cará cter redistributivo de los impuestos

El liberalismo econó mico contra la progresividad fiscal


Doble lenguaje

Reaganismo y Thatcherismo

Reforma fiscal españ ola

Contrarreforma fiscal en Españ a

La fiscalidad y la libre circulació n de capitales

XIII. Poder econó mico y democracia

Un dó lar, un voto

Sociedad civil o mercantil

¿Prensa libre?

La financiació n de los partidos políticos

La olla puede explotar

A MODO DE INTRODUCCIÓ N

Anoche tuve un sueñ o; má s bien, una pesadilla. Los monstruos de mi


inconsciente tomaron en un principio la forma de un peculiar coro griego
que repetía sin cesar y a grandes voces la palabra "competitividad".
Enanos, cuerpos deformes, enormes cabezas, piernas raquíticas. En medio
de sus gritos, me arrastraron hasta sentarme delante de una gigantesca
pantalla de ordenador que se iluminó y una sola palabra,
"competitividad", fue adueñ á ndose de toda la imagen. Después, una frase:
"Viva el libre cambio; muera el proteccionismo". A continuació n, un
inmenso mapa en el que, no sé muy bien có mo, percibía al mismo tiempo
todas las naciones. Entre ellas, limitá ndolas y cerrá ndolas, murallas y
barreras con ró tulos en los que se podía leer en diferentes idiomas un
ú nico vocablo: "aduanas". Poco a poco, las barrearas se derrumbaron e
irrumpieron entonces miles, millones de moscas. Con un zumbido
ensordecedor, se trasladaban en todas las direcciones, de unos países a
otros. Primero lo hacían lentamente. Después, la aceleració n fue tal que
resultaba prá cticamente imposible seguirlas con la vista; llegado un
momento, só lo pude distinguir manchas negras que aparecían y
desaparecían. A veces, tapaban por completo un país; pero al poco tiempo
lo abandonaban si dejar rastro. Pregunté sobre su significado a la
computadora, que me respondió reflejando de forma intermitente en la
pantalla la palabra "capital".

De pronto, las imá genes oníricas cambiaron bruscamente. Me encontré


inmerso en una zona industrial de cualquier ciudad, de cualquier país.
Fá bricas y fá bricas se alineaban en calles y carreteras. Los enanos
continuaban vociferando, pero ahora se habían pertrechado de enormes
rotuladores, y con la furia y diligencia de nuevos inquisidores se
apresuraban a escribir en las paredes de los edificios la etiqueta maldita:
"No competitivo". Como accionadas por un resorte, las puertas se abrían y
escupían a la calle ejércitos de parados. Observé que las moscas solían
abandonar los edificios poco antes de que los enanos se acercasen a ellos.
En raras ocasiones los insectos llegaban a morir en el interior.

El panorama se hacía desolador: fá bricas y edificios abandonados,


chatarra, má quinas viejas, cementerios industriales. En otros lugares, sin
embargo, se levantaban nuevas construcciones y fá bricas. Cada una de
ellas era muy distinta a la anterior, la tecnología punta permitía la
automatizació n y la drá stica reducció n del nú mero de trabajadores. Por
cada puesto de trabajo creado, se destruían dos. Países enteros eran
etiquetados bajo el epígrafe de "no competitivo". Carecían de ventajas
comparativas en la divisió n internacional del trabajo. Cualquier producto
era generado por otro país a un precio inferior; por ello, se les condenaba
al derribo y a la desertizació n. En otras naciones, eran los campos los que
quedaban yermos. El libre comercio y la baja rentabilidad habían acabado
con la població n rural; la vida se concentraba en gigantescas urbes donde
se apiñ aban como en colmenas parados y trabajadores.

En todas las ciudades de todos los países miles de altavoces repetían sin
descanso las consignas del nuevo sistema:
"Trabajadores, ciudadanos, el problema nú mero uno es el empleo.
Necesitamos crear puestos de trabajo. Debemos ser competitivos. Hay
que atraer el capital. Es imprescindible reducir los salarios, incentivar a
las empresas disminuyendo sus impuestos, eliminar las cargas sociales.
Las rentas del capital no deben tributar. Imposible mantener las
pensiones, la economía del bienestar ya no es viable, no se puede sostener
el seguro de desempleo. Sed responsables, sed solidarios".

En mi sueñ o vi también a todos los jefes de Estado y de Gobierno


reunidos en magna asamblea, aunque en realidad tal convenció n no
presentaba ningú n parecido con las que hoy conocemos; se asemejaba
má s bien al caó tico espectá culo de cualquier mercado de valores.
Resultaba ser una inmensa subasta donde los representantes de cada país
lanzaban al "capital" sus ofertas: "Yo estoy dispuesto a reducir el tipo del
impuesto de sociedades". "Yo concederé libertad de amortizació n". "En mi
país las rentas de capital no tributan". "En el mío hemos congelado los
salarios". "Ven conmigo y no tendrá s que pagar cotizaciones sociales".
"Nosotros nos hemos superado, hemos dado a las nuevas empresas
vacaciones fiscales". "Nosotros tenemos los tipos de interés má s altos de
Europa". Y así, cada uno pretendía ser má s competitivo que el anterior, en
una carrera imparable. A medida que se producían nuevas ofertas, las
moscas cambiaban de direcció n.

Aunque en el mundo de mi sueñ o todo transcurría con gran celeridad,


pude distinguir fases y momentos diferentes. Al principio existían
sindicatos, y los ciudadanos y trabajadores se resistían y combatían:
huelgas, manifestaciones, protestas... Los gobiernos supieron actuar con
rapidez, desregularon totalmente el mercado laboral -ellos lo llamaban
flexibilizar. Los contratos se hicieron temporales, sin ningú n derecho. Se
concedió a los empresarios la potestad absoluta del despido; leyes de
huelga convenientemente elaboradas convirtieron ésta en un derecho
puramente formal, pero imposible de practicar; las grandes asociaciones
empresariales crearon agencias privadas de colocació n a donde los
empresarios iban exclusivamente a demandar los escasos puestos de
trabajo que se generaban. Los ficheros informá ticos funcionaban a la
perfecció n para rechazar a cualquier trabajador que en el pasado hubiese
tenido fama de levantisco. La inscripció n de "agitador sindical" al lado del
nombre era suficiente para cortar cualquier posibilidad de empleo. Los
despidos, el miedo, el paro, el hambre, hicieron el resto. Ya no era posible
la protesta, só lo la resignació n y la supervivencia. Los sindicatos
desaparecieron, o se amoldaron a la nueva situació n como una pieza má s
del sistema.

El paro, la marginació n y la pobreza se incrementaban a un ritmo


galopante. Só lo algunos sectores se salvaban: el financiero y bancario, en
el que los papeles -má s bien anotaciones en el ordenador- se habían
multiplicado exponencialmente. Se compraba y se vendía todo sin saber
muy bien cuá l era el objeto de la transacció n. Faxes y anotaciones en
cuenta. Proliferaban cada vez má s las empresas de asesoría y consultoría
empresariales. Unas empresas asesoraban a otras y, a su vez, éstas tenían
por objeto asesorar a unas terceras.

Lo má s curioso en todo este mundo onírico es que la producció n no


disminuía, incluso, en algunas ocasiones y en determinados países, se
incrementaba. Se producía má s con muchos menos trabajadores. Se
producía má s, aun cuando hubiese má s y sin embargo no era posible
mantener las conquistas sociales del pasado. Se producía má s y no eran
financiables los derechos econó micos que en otros añ os proporcionaban
garantías a los ciudadanos. Se producía má s y la gente vivía infinitamente
peor.

Al principio, fue difícil mantener el nivel de la producció n. Fallaba el


consumo, la capacidad adquisitiva de la població n era menor. Pero pronto
el sistema se acomodó , y ya no se producía para las personas, só lo para
las empresas. Só lo éstas tenían dinero, só lo éstas tenían capacidad de
compra. Subsistía, eso sí, un pequeñ o sector de bienes de alto standing
para las clases acomodadas, y todo lo demá s se producía para continuar la
producció n. Las má quinas, ya plenamente automá ticas e informatizadas,
producían otras má s modernas que en muy poco tiempo habrían de
sustituir a las anteriores. Las fá bricas servían para construir nuevas
fá bricas, que dejarían obsoletas y convertidas en chatarra a las que las
fabricaron. Las empresas só lo producían inputs para otras empresas que,
a su vez, continuaban la cadena. El capital se perpetuaba y se multiplicaba
a sí mismo de forma autó noma y sin ninguna relació n con la població n.
Yo, ató nito, no sabía qué admirar má s, si la velocidad a la que se destruía
capital o la velocidad a la que se creaba. En ese proceso, la concentració n
era cada vez mayor y, a menudo, determinados empresarios o capitalistas
eran expulsados del paraíso de la opulencia al aveno de la miseria.

Mi sueñ o había ido adquiriendo poco a poco un ritmo vertiginoso y un


cariz dantesco. De repente, me desperté. Só lo había sido una pesadilla.

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