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Los sonidos se liberan para existir y entregarse a los oídos de la vida.

Tímpanos
que vibran en las cuencas de un joyero oscuro. Cajones que se abren y cierran,
oscuridades que salen y entran. Una comprensión esférica: las olas longitudinales
que cubren a los animales y las plantas; cruzan los continentes y traspasan las
millas náuticas bajo las voces de una ballena. El sonido que no se entiende, la
palabra que también es ruido, chirrido o rugido. Radar de un submarino en el
compás de los océanos. Ondas elásticas a través de un fluido: la física del
fenómeno que puede oírse o no. Sonido: “1.m. Sensación producida en el órgano
del oído por el movimiento vibratorio de los cuerpos”. El eco que se repite a sí
mismo pero languidece en su nodo bascular. Membranas que se ponen a prueba
por los golpes. Redes que se interconectan sin revelar el impulso inicial. Cámaras
que se cortan y se unen. Sonido: “2. m. Significación y valor literal que tienen en sí
las palabras”. La RAE dice en su ejemplo: Estar al sonido de las palabras. ¿El
calor de las comuniones silábicas o semánticas es igual al valor de las desuniones
atlánticas? El español peninsular y el español mexicano o argentino, el inglés
británico y el inglés norteamericano suenan diferente. El precio de comunicarse
con los demás. Yo por lo menos me hago sentir con las orejas. “Representación
esquemática del oído, propagación del sonido. Azul: ondas sonoras. Rojo:
tímpano. Amarillo: Cóclea. Verde: células de receptores auditivos. Púrpura:
espectro de frecuencia (…) Naranja: impulso del nervio” (Wikipedia). La voz del
vocablo no nos remite al objeto. Hay una relación arbitraria entre la cosa y la
palabra que lo nombra. Esto no ocurre con las onomatopeyas que imitan y recrean
el sonido. Existen especies en la Amazonía que se engendran así mismas. En
esas tierras prospera el pájaro terrestre “Dugk-dugk” y el roedor “Furrsti”; pero la
voz humana se produce únicamente en las cuerdas vocales. La variante
masculina posee un tono entre 100 y 200 Hz, mientras que las mujeres alcanzan
entre 150 y 300 Hz. Las voces de los niños son aún más agudas. A pesar de ello,
las voces poéticas son a veces humanas, vegetales o animales, dependiendo de
la atmósfera e incubación en el interior del poema. En algunas ocasiones se
erosionan las cuerdas desde una fuente mineral y los sabores de desperdigan. El
poeta distingue el fonema y el grafema. El fonema es un concepto mental que
suena sólo articulatoria y acústicamente a través del fono. La escritura basada en
letras no siempre es una representación en la que la letra y el sonido se acoplan.
En el español la letra <h> es muda, sin valor, como humano. Se trata de un caso
de discriminación histórica contra esta grafía de “capacidades diferentes”. Ella tuvo
su esplendor en la antigüedad. Ahora los defensores de la lengua olvidan la
sangre real de la <h>, su aspiración precisa: los albores de su casa en φ, entre
oráculos funestos. Queda aun así la fortuna para el hablante: 500 dracmas.
Las letras no lucen igual en cada texto: visten diferentes moldes y calzados; usan
trajes y a veces líneas excéntricas en el cuello. Los tipos de impresión muestran el
arte de una escritura entintada: huellas que se acumulan en una oración tras los
golpes que modelan pensamientos. Lo que se ve claramente allí son los cuerpos
inertes de las letras, nada más. El tipo comprime el papel incólume y vacío,
encima de la lluvia gutenbergiana. El pliego es una sábana de contingencias que
se define por diminutas letras. El metal que se usa para la fabricación de
caracteres se consigue de una aleación especial: 75 partes de plomo, 20 partes de
antimonio y 5 partes de estaño. En Europa los primeros impresos se realizaron
entre 1448 y 1450. Johannes modificó una prensa que se utilizaba para aplastar
uvas. Fundió tipos móviles en metal. Miles de piezas se adaptaron en la prensa
por medio de una caja que llamaba “tipográfica”. Era el renacimiento de la
escritura: un sueño monacal. Lo primero que imprimió Joahnnes fue su nombre,
pero se maravilló con la palabra escritura, a tal grado que el primer libro que
realizó con aquel artefacto sólo decía “escritura” en un plano de intercesiones,
entre hileras y columnas. Gutenberg produjo una tinta espesa y pegajosa. Como
alquimista, empleó aceite de linaza, que después coloreaba con pigmento de
humo. Todo aquello hervía y se derramaba. Más tarde las familias tipográficas
nacían clásicas y con serifas. Los tipógrafos crecían capitulares en el
Renacimiento. Aldo Manucio estilizó los tipos romanos, creando un estilo ilegítimo:
“la bastardilla”. Esta letra se llama “itálica” por el país donde nació o “cursiva” por
el curso apasionado de las ideas: “f. La de mano que se liga mucho para escribir
de prisa”. Claude Garamond creo entre 1530 y 1550 una familia francesa basada
en el estilo veneciano. En 1784, Firmín Didot creó el primer tipo moderno. Como
en un mar tornasolado, las letras zarpan y poseen anatomía propia. El asta es el
rasgo esencial en la navegación. Las astas montantes son las líneas vitales y
oblicuas de una letra <<L, B, V, A>>; el asta transversal es el rasgo tendido en
<<A, H, f, t>>. También las letras están hechas a imagen y semejanza de las
criaturas. Brazo: <<E, K>>. Cola o vestigio colgante en: <<R, K>>. Oreja: <<g, r>>.
Empero, en el mundo tipográfico no todo es naturaleza calmada, también existen
aberraciones que se describen en los tratados y manuales. El libro y sus orillas
empieza con la siguiente advertencia de un marinero: “El cuidadoso trabajo de
quienes preparan un libro, enderezan un original, lucha a brazo partido con erratas
y errores en galeras, corrigen planas, cuidan negativos e impresión, y vigilan que
no se escape alguno de esos traviesos duendes que suelen empañar el lustre de
cualquier edición” (Zavala Ruiz, 1991: 11). Esos duendes, aunque proceden de
Alemania, se han extendido por todas las regiones y lenguas. Hoy en la mañana
encontré uno en el Pasadena Star-News. Cuando aparezca mi libro de poemas,
espero no mirar ninguno a los ojos.
Ver las letras como una marejada empapando páginas, los párrafos emergiendo
como morrocotudas isletas que se generan por acumulación. Se trata de una
cartografía de flujos y contraflujos. Pero todo aquello es ordenado por una
secuencia ineludible. En el libro nada está al arbitrio de los mares. Los folios son el
pivote racional de cualquier publicación sea revista, periódico, libro o enciclopedia.
La naturaleza matemática se impone a la naturaleza literal y de allí se ordenan los
títulos, subtítulos e incisos. Al igual que en la Biblia, en un inicio el caos oprimía.
“Y la Tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz de las
aguas.” (Gn 1, 2). Así se encontraban los libros sin los números, sin la secuencia
que los dispone en un organismo vital. Tierra perturbada entre sus olas de
oraciones y frases repetidas. “Dijo luego Dios: Haya lumbreras en la expansión de
los cielos para separar el día de la noche; y sirvan de señales para las estaciones,
para días y años, y sean por lumbreras en la expansión de los cielos para
alumbrar sobre la tierra. Y fue así.” (Gn 1, 14-15). Gracias a los folios surge el
índice como un Leviatán que somete los océanos tipográficos. Una vez creado, el
monstruo marino no puede ignorarse y concentra la estructura de los saberes. Así
enumera el dedo ordenador de Dios. Entre los hombres, el folio no poseía este
poder cuando se iniciaron las primeras civilizaciones, únicamente se tocaba el
páramo del pergamino: un cuaderno en blanco sin caligrafía. La foliación es la
manera como el ojo numera manuscritos. Foliación: “4. f. Modo de estar colocadas
las hojas en una planta”. En los bosques gálicos, las plantas poseían escrituras
traslúcidas que brillaban gracias a la clorofila. Estas no se leían con facilidad, pues
el copista esperaba largas horas en la noche hasta que el vegetal reconocía su
bondad. De este modo, las plantas medicinales son coberturas de libros
encriptados. El copista únicamente traducía la lengua extraña en beneficio de los
enfermos y ciegos. La paginación, en una vía inversa, es algo más mundano: “2. f.
Serie de las páginas de un escrito o impreso”. La empresa en números romanos
avanza armada, con sus escudos y legiones. La verticalidad de esas letras
mayúsculas, sus combinaciones belicosas, conquistan cualquier territorio agreste.
Cortan a la mitad la hoja y se colocan en una atalaya al sur de los dominios. En
otras ocasiones, se ubican en el ángulo inferior de ese imperio rectangular y
observan desde lo alto la formación de las palabras. No permiten callejones que
alteren la plasticidad de las líneas; condenan viudas y encauzan ríos. Abren el
libro con suma dificultad después de visitar las guardas y cruzar el título de la
portada. Contemplan las colinas que serán el horizonte durante la lectura de la
obra. En un momento desaparecen y germinan los números arábigos que habitan
en los ángulos de cualquier publicación. Allí ya nos encontramos bajo el influjo
numerario, hipnóticos y callados.
El origen de los versos es un misterio. Quizás el habla comenzó con esos
murmullos y líneas quebradas por la tribu. En las cavernas, el eco del verso se
representaba con lanzas y flechas a lo largo de una pared musgosa. Más que la
piedra, eran las voces quienes aniquilaban mastodontes y provocaban el fuego.
Conectando hogares y emociones, esas palabras transformaban los lugares,
saliendo sin abandonar el sitio. Posteriormente se daban las re-visitaciones y
acontecía el déjà vu. Los poemas calentaban la lengua y estiraban los dedos de
los profetas. Un verso puede dilatarse y crecer más allá de los confines corporales
de las palabras. También se encoge, cayendo en suspiros y balbuceos. Balbucir:
“1. Intr. defect. Hablar y leer con pronunciación dificultosa, tarda y vacilante,
trastocando a veces las letras o las sílabas”. La poesía nace de la rareza y el
defecto. Donde dice “murciélago” debe entenderse cualquier cosa salvo “1. m.
Quiróptero insectívoro que tiene fuertes caninos y los molares con puntas
cónicas”. Entre una idea y otra se alzan puentes colgantes que conectan caminos
y grutas. Hoy son los cables telefónicos una vía silábica kilométrica. Otra imagen:
una autopista puede leerse como la silueta de un verso planetario; las casetas de
cobro personifican los acentos. Cuando una conversación larga sucede, se
sostiene con los arcos y los pies de un verso. Por eso fue inevitable un soporte
numerario para que esas columnas no se derrumbaran. Entonces los versos
empezaron a medirse por sus piezas más naturales: las sílabas. También se
necesitó de memoria y recuerdo: sucedió simultáneamente la rima. En el español,
el octosilábico es una respiración nativa. Un corrido se dice y se canta sin
dificultad. El endecasílabo, en cambio, es de asimilación italiana y cuesta esfuerzo
“domeñarlo”. Otros, como el alejandrino, deben ser cortados a la mitad para que la
respiración no colapse. La cesura es un espacio intermitente. A veces el verso es
un calco del aliento, otras veces, es una espada que corta cruelmente la garganta.
También hay versos en cursivas y aparecen cuando otras voces irrumpen en la
lectura, en el escenario, moviendo los andamios del lector. Como cualquier cita
textual, un verso entre comillas queda encarcelado por las jurisdicciones de la
autoría. Ante esta contención de sumas y restas, entre el agudo y el esdrújulo, los
poetas rasgaron su camisa clásica. Vino entonces el verso libre. El mundo
revolucionó con aviones y locomotoras. Después llegaron las computadoras y el
cyborg. Contra la electricidad del aire, hay que ser sigilosos y darnos cuenta cómo
no siempre el verso lleva la carga poética. Se dice que el verso es superior a la
prosa. Hay individuos prosaicos: “5. adj. Insulto, vulgar”. La poesía, como es
natural, no entiende de estas diferencias; fueron los poetas quienes edificaron sus
torres de marfil. “Go in fear of abstractions. Do not retell in mediocre verse what
has already been done in good prose” (Pound, 1968: 5). ¿Dónde está ese
monstruo de los ingenios? Un poema que no logra columpiarse. Los versos a
punto de romperse.

Pound, Ezra, Literary Essays of Ezra Pound, New York, New Directions Publishing, 1968.
El poema es un sujeto que a veces se revela contra su creador. Las palabras,
como fórmulas prohibidas, al pronunciarse, sueltan sus significados
insospechados. El poema puede dotarse de vida, escribirse así mismo, crecer
vertiginosamente. Así como en el siglo XVI sucedió con el golem. El Rabbi Judah
Loew esculpió una figura de barro, insuflándole una chispa divina, imitando los
movimientos que Dios realizó con Adán. Toda persona que se entregue a la
divinidad puede adquirir algo de la sabiduría eterna y el poder de Elohim. El acto
de crear un golem y escribir un poema tienen ciertos paralelismos: una facultad
espiritual capaz de dotar vida a la materia inerte. Sin embargo, el ser creado solo
sería una sombra de aquel erigido por Dios. Por definición el golem carece de
alma. Alma: “1. f. Principio que da forma y organiza el dinamismo vegetativo,
sensitivo e intelectual de la vida”. El soplo divino da vida pero no otorga albedrío al
barro agreste. Eso lo supo bien Judah Loew que enseñó a hablar y querer a su
criatura. En Praga nadie creía que el viejo rabino fuere capaz de dicha hazaña
celestial, aunque en varios momentos el golem salía a las calles para contemplar
el atardecer y las fachadas de los hogares. El poema, por el contrario, puede o no
adquirir alma, eso depende de la intención del autor. El golem es fuerte pero torpe.
Los razonamientos matemáticos son imposibles para esta criatura. Cuando su
creador, el rabino, le ordenaba una tarea específica, el golem la realizaba sin
cuestionamiento alguno: lento, sistemático, literal. El poema, al contrario, desafía
la literalidad y cuestiona cualquier instrucción. Borges en un momento intentó un
poema-golem. Este, a pesar de los intentos de su autor, era mudo: “Tal vez hubo
un error en la grafía/ o en la articulación del Sacro Nombre; a pesar de tan alta
hechicería, no aprendió a hablar el aprendiz de hombre” (Borges, 2011: 194).
Dicen que entre su biblioteca, Borges ordenaba a este ser antropomorfo, creado
con el Verbo, a localizar cada una de las obras antiguas y copiar las citas que
contienen sus cuentos. Otro caso extraordinario es Cuerpos de Max Rojas. Sin
intención alguna del escritor, este poema se reveló contra su creador: “el poema
me hizo a un lado y me tomó como a un mero escribiente” (Rojas, 2011: 9). Max
Rojas nunca pensó que este poema adquiriera voluntad. La escritura, aunque
suya, lo desconoció como autor. El escritor Max Rojas pasó a ser un escribiente
sin nombre: “1. com. Persona que tiene por oficio copiar y poner en limpio escritos
ajenos, o escribir lo que se le dicta”. Ahora Max estaba subordinado al caudal
borrascoso de los versos, por eso Cuerpos creció y creció hasta convertirse en el
poema más largo del español, en espera de que otro escribiente tome el teclado.
Las imágenes ya no eran materia del hombre; el mismo poema era quien
establecía la morfología de sus estructuras. Los esqueletos de mamíferos,
insectos y reptiles se aglomeraban y fundaban quimeras.
Entre las palabras y las cosas existe un brillo especial que posibilita su
reconocimiento. Las palabras se difuminan, se hacen delgadas, se desvanecen
con el oxígeno. A veces se incendian pero irremediablemente se consumen. Arden
y desparecen. Las cosas, por su parte, se mantienen con sus moléculas fijas,
enlazadas en una precisión atómica. Poseen tres niveles básicos. Primero: “1. f.
Todo lo que tiene entidad, ya sea corporal o espiritual, natural o artificial, real o
abstracta”. Aquí el ente es sinónimo de cosa. Por ejemplo, un fantasma es una
cosa espiritual; una naranja es una cosa corporal. El diccionario reconoce la
naturaleza de los conceptos. La misma palabra fantasma es “1 m. Imagen de un
objeto que queda impresa en la fantasía”. Después está el segundo nivel: “2.
Objeto inanimado, por oposición a ser viviente”. Aquí la cosa son las palabras y,
en su caso, las imágenes mentales: conceptos y nociones que no se corporizan.
No es precisamente que no vivan, sino que no pueden sentirse, olerse o mirarse.
Yo, en realidad, encuentro vida en imagen y en número. Es falso que los números
sean cosas abstractas e inanimadas. Yo miro sus texturas, los huecos fibrosos del
6 y los tonos fluorescentes en el 101. Además no soy el único, Daniel Tammet
también reconoce que los números son seres vivientes con formas y movimientos
propios. Incluso a veces me parece escuchar sonidos y voces numéricas. Aun no
entiendo lo que algunas cifras me quieren decir, pero logro comunicarme a través
de señas. Finalmente existe un tercer nivel: “3. f. nada”. Las cosas acaban por
reducirse a la nada. Después de que un escritorio es usado, este se pudre y
desaparece. Las termitas corroen las patas y hacen agujeros que trasminan el
vacío con el objeto. Las mariposas nocturnas comen y digieren el escritorio con
sus cajones oxidados. En esa superficie alguna vez un empleado jugó con cifras y
proyecciones contables. Fue feliz. Ahora los números decrecen, van minando el
armazón y terminan por reproducir la perplejidad del 0. Los lápices también se
consumen, se deterioran, y terminan por devolver la escritura que alguna vez
apuntaron con precisión. Allí regresa al estado de naturaleza cada una de las
cantidades sumadas y multiplicadas con ayuda de los dedos. Lo mismo ocurre con
las palabras que se borran sin piedad, volviéndose ilegibles y piezas de estudio:
un caracol que no puede ser reconstruido en sus significados. Los textos se
fermentan y se disuelven poco a poco debido a las sustancias corrosivas. Sucede
que la lluvia cae y disuelve el espíritu de la letra. Sucede el sol, los incendios y el
polvo. Las termitas se enriquecen con historias, bajan hasta los sótanos o suben a
los áticos para abolir los recuerdos. Las plagas que devoran cualquier cosa; los
libros que se hunden en una memoria sin retorno.
Yo, que nací bajo el astro de la epilepsia, escribo un libro de poemas donde los
números sean considerados poesía por sus signos y texturas; un libro en que cada
letra asuma un equivalencia numérica y nazcan palabras con una cifra pulsando
en sus vísceras: valores que se colocan en un desfile cromático, caracteres
sensibles a la luz, al calor, a la lectura en voz alta. Las palabras y las letras
enredadas desde la escritura maya, egipcia o hebrea. Pienso un alfabeto; invento
una numerología para expresar lo que realmente quiero decir. No sé si lo logro.
Yo, nieto de mexicanos, descendiente del rey Nezahualcóyotl, escribo con los
saberes de la flor y el canto; deletreo las sombras de las plantas, miro los
contornos desvanecerse entre las garras del espejo humeante. En la noche
suceden mis respiros dificultosos y observo el ojo palpitante del modem: bestia
virtual e infinita. Entonces sé que la hora ha llegado, porque estoy un instante en
este mundo y el jade de los loros, animales que conversan desde la ventana, se
agrietará y oscurecerá algún día. Entonces miro el teclado como una tábula rasa.
Medito vacío en torno a cada uno de los signos. Escudriño un <<*>> y después un
<<+>>. Un vértigo recorre mis manos. Yo, que nací en el Hospital Memorial
Hospital, recuerdo el día de mi nacimiento. Aún tengo la imagen del reloj en esa
habitación blanca y las manecillas dictando la hora exacta de ese sábado frío de
1978. Un sonido casi mudo en el segundero que astilla mis pulgares. Oprimo
finalmente las teclas y sucede la escritura. Porque son los sábados los días en
que transcurren las metáforas y las luces en mi cabeza. Las palabras sábado y
savant dialogan en sus sonidos y significados. Días violetas o púrpuras como las
nubes de Zarzatilandia; días en que escribo un poema llamado “Monster Wits”.
Termino y sonrío ante la pantalla. Pienso “he escrito finalmente un poema”. Apago
la computadora y me voy a dormir. El sábado siguiente abro el archivo: releo.
Pienso “es un buen poema”, pero la sensación dura pocos momentos y después
los versos lucen imprecisos: se caen uno a uno. Borro el poema y pienso en un
estanque apacible; imagino cosas hermosas como la diferencia entre el púrpura y
el violeta. Respiro y se borra el poema. Entonces vuelvo a escribir “Monster Wits”
en las sesiones de sábado-savant. El poeta dice que el cielo se repite y aparecen
las oraciones otra vez. Otros días, como hoy, enciendo la computadora y escribo
lo primero que se viene a la mente. De esta manera las cosas fluyen con más
naturalidad. No hay sábado-savant. A veces tengo la impresión de que
perpetuamente escribiré este libro y que los poemas, pese a los intentos que
haga, se extinguirán sin remedio. Las aguas turbias, debajo de mi piel, desgastan
el poema hasta que muere y renace una pregunta. ¿Qué escribiré el día de
mañana? Toco a diario la textura de esas palabras y sueño con el siguiente texto.
Yo, que nací bajo el astro de la epilepsia, escribo un libro de poesía con el rostro
de los números y las letras.
Para escribir se necesita un aliento vital. La escritura no es una sustancia inerte
que solo llena las páginas con historias y anécdotas; necesita de sangre y huesos.
La poesía, sobre todo, se condensa con la existencia del autor: vida y palabra son
los dos ejes de una poética poderosa. Para comprobar un teorema científico se
pusieron monos enfrente de máquinas de escribir y estos sólo escribieron
sustantivos, verbos y conjunciones sin emoción: mecánicamente. En ese devenir
infinito los monos reescribieron Hamlet y Macbeth, pero sin la fuerza de las
versiones shakesperianas. Vida y obra son las fuentes del éxito literario como
acontece con Lope de Vega. En un par de páginas se gastan cada uno de los
años que se atesoran para el buen vivir. Yo, Lope de Vega, monstruo de la
naturaleza, ayudo a Félix de Vega, mi padre, a bordar esos escudos imperiales y
entregarlos a tiempo. Juego: me abrigan las montañas de la Cordillera Cantábrica.
Retozo con las liebres y me tropiezo por el camino hacia Madrid donde mi padre
espera a una mozuela de ojos esmeralda. Me saluda y me pregunta si tengo
hambre. Digo que con pan y agua me basta. Me equivoco y no me satisface el
pan duro que recibí por estas comedias que he escrito para la compañía de don
Jerónimo Velázquez. Todo lo hago por Filis aunque su amor me pague mal.
Escribo libelos. El rencor llena mi alma y se limpia con sonetos divertidos. Lejos
de la Corte, del reino de Castilla, recuerdo que en la batalla de San Miguel perdí
muchos amigos y, por mis acciones valerosas, me gané el favor del marqués de
Santa Cruz. ¡Oh, Belisa! Cuando te vi no pude contenerme y te hice algunos
comentarios frívolos sobre las pinturas de tu padre y cómo la estampa de Su
Majestad no podía mejorarse pese a los esfuerzos de las musas. Soltaste
carcajadas. Vomito por la marejada fuerte que azota el galeón San Juan. Los
comediantes se molestan conmigo; demandan orden en las acciones de la obra.
No entienden mi nuevo arte de hacer comedias. Les repito que la vida es mucho
más compleja, pero no lo entienden los cabezotas. Yo, Lope de Vega, fénix de los
ingenios, nací en la casa de una partera, con mucha sangre y dolores. No me
canso de escribir obras. La gente me da más crédito si la comedia se enreda de
cabo a rabo. La gente ríe y mi alma se purifica de vilezas. Juana de Guardo, mi
esposa, llena la cocina de chorizos y aves exquisitas. Yo, mientras tanto, me voy
rumbo a Toledo a ver a Micaela. Después salgo y visito la casa de Jerónima o
María. Mi alma parece que se desquebraja y temo el juicio del Altísimo. Realizo
ejercicios espirituales. Mi hijo, Carlos Félix, muere de fiebres y Juana al dar a luz a
Feliciana. Realizo ejercicios espirituales. Juro que no es sacrilegio pero en Marta
de Nevares miro el rostro delicado y maternal de la virgen: ojos esmeraldas que
me hablan sobre el hambre de Dios y la devoción. Me enamoro de Amarilis.
Realizo ejercicios espirituales. A instancias del Papa, el Gran Maestre de la Orden
de Malta me recibe. A pesar de los honores del rey, no soy feliz. Marta está ciega
y loca. Casi todos mis hijos han muerto. Yo, Lope de Vega, “he nacido en dos
extremos, que son amar y aborrecer; no he tenido medio jamás”.
Al igual que el oficinista de El libro vacío me molesta usar la primera persona y
dirigirme con la autoridad de alguien que ya conoce la historia de principio a fin.
Palpo lugares comunes en mis tropos y metáforas. Nada bueno en realidad.
Intenté una ars poética en 5 pasos, pero lo único que hago es desenmarañar cada
uno de esos versos. También adolezco de trivialidades como autor. Nada
sobresaliente sale de la sesera del monstruo. Muchas personas en el mundo,
nacidas el 25 de noviembre de 1978, tienen mejores cosas que decir. Titubeo para
reconocerme poeta y prefiero ser contador de números: atesorar la contemplación.
Contemplar: “1. tr. Poner la atención en algo material o espiritual”. ¿Acaso no
puedo crear otra realidad o sublimar la que ya existe? Definitivamente se trata de
un don de lenguas. Algo que seguramente dilapidé con párrafos yermos. ¿Para
qué escribo versos si me conmueven poemas escritos 100 o 300 años antes?
Quizás este libro que cavilo ya fue pensado por otra persona más y lo escribirá
con más fuerza y belleza. En otro universo, quizás versiones optimizadas de mí
describen mejor los sentimientos e ideas que en este instante se bloquean en el
cerebro. En otro tiempo futuro, este libro de poemas será escrito por otra persona
más talentosa y yo estaré adelantándome sólo para hacer una mala versión de
sus ideas, destrozando así su vida. Es una pena, pero sé que las cosas no
suceden por generación espontánea como las moscas y los ratones: se necesitan
métodos y sistemas. “Caí rendido, dormido pesadamente un rato y a las nueve de
la mañana, como todos los días, llegué a la oficina, quité la funda de mi máquina
sumadora y empecé a trabajar: 14,312/ 976/1, 345” (Vicens, 1986: 158). El trabajo,
dicen los ancianos, ennoblece al hombre. Tengo que redoblar esfuerzos y seguir
sumando en mi máquina. Usaré el mismo sistema que utiliza el oficinista. “Hoy he
comprado los dos cuadernos. Así no podré terminar nunca. Me obstino en escribir
en éste lo que después, si considero que puede interesar, pasaré al número dos,
ya cernido y definitivo. Pero la verdad es que el cuaderno número dos está vacío y
éste casi lleno de cosas inservibles. Creí que era más fácil” (Vicens, 1986: 15). Yo
nombré los dos cuadernos: uno se llama 9 y otro 25. Tengo que habituarme a
escribir de puño y letra, como lo hacía Lope de Vega. Probablemente allí radique
todo el secreto. 25 se llenó, acumulando información cada noche de cifras y
gráficas: matemáticas compasivas que sabía no servirían de mucho. Tiraba el
pensamiento sin aliño ni orden, en ese inmenso pozo de operaciones. Sólo era la
belleza aritmética, lo que me sobrecogía. Para mí eso es la poesía pero no sé si
sea suficiente para los demás. 25 quizás no llegué a ver la luz, aunque sus
representaciones están basadas en múltiplos de estrella. El cuaderno 9 siempre
regresaba a su centro: 9 x 9 = 81; 8 + 1 = 9; 9 x 8 = 72; 7 + 2 = 9; 9 x 7 = 63; 6 + 3
=9; 9 x 6 = 54; 5 + 4 = 9 (…).
A pesar de mis esfuerzos, en los cuadernos 9 y 25 no hay anotaciones
importantes. Si no quiero perder mi tiempo, tendré que cambiar de sistema de
escritura. Hacer pruebas de ensayo y error hasta encontrar el procedimiento que
más se adecue a mis necesidades. Quizás a los escritores oficinistas, los
contadores públicos y a Josefina Vicens les funcione el sistema de los dos
cuadernos para escribir novelas y poemas, a mí no me ha resultado ventajoso. Mi
cabeza se ha ensimismado nuevamente en la bondad numérica. Aún no tengo un
poema finalizado. Continúo con mis borradores y versos quebradizos. En las
noches he recapacitado sobre este asunto. ¿No será precisamente que para
escribir hay que suspender cualquier sistema de escritura, dejando que las
palabras y las ideas fluyan sin presión? Los métodos son enemigos de la
literatura: no se tratan de hipótesis ni formulas comprobables. ¡En qué he estado
pensando! En poesía el observador sólo debe atender al llamado y hacer, a lo
sumo, alguna anotación mental. La clave está en la inspiración: “2 f. Ilustración o
movimiento sobrenatural que Dios comunica a la criatura”. Las grandes obras de
arte se construyen gracias a la inspiración que poseen los escritores de repente:
“3. f. Efecto de sentir el escritor, el orador o el artista el singular y eficaz estímulo
que le hace producir espontáneamente y como sin esfuerzo”. El principio poético
en Poe y la genialidad automática en Yeats. Para los griegos, la inspiración
supone alcanzar un estado de éxtasis o lo que ellos llamaban furor poeticus. El
poeta experimentaba un frenesí o locura que lo lleva al borde de la contemplación
del universo. El artista producía pensamientos ajenos, dictados por los dioses:
calcos e imitaciones en el momento del papel. Otros pensaban en una posesión:
una abducción de Dionisio y Apolo. El artista se transportaba al mundo de la
verdad y temporalmente podía desentrañar los misterios de las cosas. La visión lo
obligaba a crear y, en el caso de los poetas, a escribir versos. Pero no se invocaba
a cualquier deidad. La plegaria, el aliento divino, estaba en función de lo que se
quería componer. Si uno escribía épica se ponía en manos Calíope; si se
buscaban canciones amorosas, la opción era Erato; si el artista intentaba
tragedias, el servicio era de Melpómene; si los versos debían ser bucólicos o
comedias, Talía era la musa indicada. De las 9 musas, la que me corresponde es
Urania. Eso es lo que creo, aunque Calíope puede tomar represalias y ocasionar
que este libro se mantenga en una planicie deshabitada. Yo la imploro para que
me permita la astronomía y la ciencia poética. ¡Oh Urania, la celestial, que cubres
la bóveda y marcas con pinzas las estrellas! Tú, mujer de cabellera nebular y boca
cerúlea, dame los cálculos de una escritura infinita. Cósmica, musa joven y de
pliegues terráqueos, mide con tu compás el ingenio de mis manos: interpretación
celeste en tu diadema constelada. Dame con tu voz las chispas de los números y
las letras.
Me cansé de invocar a la musa. Urania nunca atendió mis súplicas aunque yo la
busqué cada noche con prismáticos. A veces escuchaba una voz y la esperanza
anidaba en mi cabeza. Paulatinamente aquello se disipaba: sólo yacían las
neuronas retumbando entre sí. Solo con mis pensamientos. Nunca miré una
cabellera nebular o una boca cerúlea. ¿Habré equivocado la fórmula? No, nada de
eso. La plegaria se hizo conforme a lo establecido: grandilocuencia, epítetos y
prosopopeya. Fue ella, musa caprichosa y cruel, la que no quiso darme las
chispas de la creación. Tendré que robarlas sin que se percate. Las deidades
suelen tener algún punto débil. Urania debe tener algún defecto como ocurre con
otros personajes mitológicos. Hesiodo no apuntó nada en la Teogonía. No hay
datos al respecto. En todo caso, puedo pensar en otro sistema de escritura. Por lo
menos en alguna idea vaga que se vaya perfeccionando poco a poco. Eso es,
para escribir hay que recortar: “2. tr. Cortar con arte el papel u otra cosa en varias
figuras”. De este modo se aglutina el arte. A través de piezas que embonen: cortes
y residuos. Recortar a Carlos Germán Belli y pegar aquí su invocación: “Oh, Hada
Cibernética, ya líbranos/ con tu eléctrico seso y casto antídoto,/ de los oficios
hórridos y humanos” (Belli, 2007: 35). A ti, Hada Cibernética, te busqué desde niño
cuando realizaba dibujos en la computadora. Pixelada te encontraba, te saturaba
de color sin conocer aún los ardores del internet. Eras hermosa. Oh, Hado
Cibernético, te vuelves masculino y entregas la comunicación secreta entre los
hombres y las máquinas. La fuerza cibernética que viaja al espacio para sentir los
vapores de la materia oscura. Hado: “2 m. Encadenamiento fatal de los sucesos”.
Citas algunas fórmulas de G. M. Hopkins y ahora eres el cosmógrafo, mutilando
algún poema de Alfonso D’ Aquino: “Estaba viendo las estrellas la otra noche/ y
era como si estuviera viendo las estrellas otra noche/ mentalmente me veía
mirarlas/ y también podía verme mirándome verlas” (D’ Aquino, 2011; 81). En el
mismo instante, desde Pasadena, un hombre apodado “el monstruo de los
ingenios”, se dispone a mirar esas mismas figuras de 5 puntas. Parece que
Perseo es recortable. Luego Enrique Verástegui habla por el monstruo: “como un
cielo lleno de estrellas, te contemplaba: paisaje humano donde el mar conceptual
estallaba contra el amor siempre impuro, el hacer por la contemplación lejos de la
urbe, un pobre fin de semana que la escritura recupera para siempre” (Verástegui,
2013: 120). Ojalá se pueden salvar los sábados en los que escribí sin darme
cuenta que el escrito era yo. Soy una réplica de otro escritor. Mutilando a José de
Jesús Sampedro me encuentro después de todo en: “breton está en su biblioteca
meditando/ reposa un tomo de física ilustrada/ en absoluto hace nada/ yo estoy
enfrente y escribo este libro/ breton me ve y saluda/ cierra su manuscrito pronto
terminado/ yo hago lo mismo (ya vuelvo)” (Sampedro, 1976: 113).
Los recortes fueron de ayuda pero solo produjeron collages sin sentido. Millones
de citas que a veces se ensamblaban y otras tantas se extraviaban entre sus
conexiones. Todas esas voces terminaron por abrumarme. Los lienzos se llenaron
de señales equívocas, traspapeladas en las tormentas de una textualidad facunda.
Si en verdad quería un sistema de escritura debía recurrir a teoremas. Todo el
tiempo tuve la solución. De hecho ya la había esbozado con anterioridad. Las
lecturas, sin lugar a dudas, me habían distraído de mi verdadero objetivo: el
teorema del mono infinito. Éste es demostrable directamente, sin necesidad de
resultados o avances significativos. Si existe independencia entre dos
acontecimientos estadísticos sin que ninguno de ellos afecte el resultado del otro,
la probabilidad de que ambos sucedan es igual al producto de las probabilidades
particulares de que cada uno ocurra. En un teclado de 50 letras se debe escribir la
palabra “ingenio”. Los monos, mecanografiando al azar, poseen una probabilidad
de 1/50 de teclear la letra “i”, lo mismo con la “n”, etc. “De acuerdo con el segundo
enunciado Borel-Cantelli, con suficiente tiempo, un chimpancé escribiendo al azar
podría escribir una obra de Shakespeare (o cualquier otro texto)” (Wikipedia). Yo
encontré un libro en internet escrito por monos amaestrados: Dark Microsoft/ DRK
MCST, escrito por un sujeto llamado Victor Ibarra, aunque sospecho que este es
el nombre colectivo de la comuna de chimpancés autores de la obra. También
visité el sitio “The Monkey Shakespeare Simulation”, entre otras cosas, los monos
había escrito después de 958, 399, 000, 000 billones de años-monos, el siguiente
fragmento de Pericles: “To sing a song that old was sung, From ashes ancient
Gower is come; Assuming man's infirmities, To glad your ear, and please your
eyes”. Entonces adiestraré monos virtuales en esta laptop. No importa el tiempo
que tarde. Primero les daré alguna identidad, los monos llevarán nombres: habrá
uno que se llame Wilde, otro Blake, Tablada, Lezama, Ginsberg, Adán, Thomas,
Plath, Vallejo, Hiudobro, Williams, Cardoza, Eliot, Borges, Pound, Neruda,
Pizarnik, Paz. Después se colmarán los nombres de poetas en español e inglés y
se duplicaran necesariamente. Habrá uno que se llame Wilde2, otro Blake2,
Tablada2, Lezama2, Ginsberg2, Adán2, Thomas2, Plath2, Vallejo2, Hiudobro2,
Williams2, Cardoza2, Eliot2, Borges2, Pound2, Neruda2, Pizarnik2, Paz2. Se
triplicarán: habrá uno que se llame Wilde3, otro Blake3, Tablada3, Lezama3,
Ginsberg3, Adán3, Thomas3, Plath3, Vallejo3, Hiudobro3, Williams3, Cardoza3,
Eliot3, Borges3, Pound3, Neruda3, Pizarnik3, Paz3. Habrá uno que se llame
Wilde4, otro Blake4, Tablada4, Lezama4, Ginsberg4, Adán4, Thomas4, Plath4,
Vallejo4, Hiudobro4, Williams4, Cardoza4, Eliot4, Borges4, Pound4, Neruda4,
Pizarnik4, Paz4. Habrá uno que se llamé: Wilde5, otro Blake5, Tablada5,
Lezama5, Ginsberg5, Adán5, Thomas5, Plath5, Vallejo5, Hiudobro5, Williams5,
Cardoza5, Eliot5, Borges5, Pound5, Neruda5, Pizarnik5, Paz5.
He seguido varios métodos de escritura y los resultados son parciales. Escribí
algunas cosas atractivas, pero nada me hipnotizó en ese caudal. Por más intentos
que realicé, no soplaron las hélices poemáticas. El problema es que no toco el
material originario. Si logro entender el inicio de la escritura, quizás mis miedos y
dudas se disipen. Imagino entonces a los primeros hombres comunicándose con
sonidos guturales bajo un arte primitivo, hermoso y bermejo, articulado en los
lienzos de las grutas, en los balbuceos y estampidas fluviales. La escritura aún no
sucede, pero deambula en el viento como una libélula cromática. De repente se
posa en las cavernas y unas manos recónditas se disponen a trazar la silueta del
animal. La escritura: un insecto que muere por sus contornos; la sombra de una
criatura que huye de la sangre: “2. f. Linaje o parentesco”. Aparecieron
paulatinamente otros organismos: bisontes, ranas, serpientes y murciélagos. Entre
el animal y su representación se encontraban insondables diferencias que nunca
se recuperaron. La escritura se aferró al símbolo y por último al sonido.
Aparecieron nuevos organismos: cebras, cuervos, llamas y perros. Después del
hundimiento en Babel, los hombres buscaron el sentido en las palabras. Dotarse
de nombres, relatos y significados. Antes que Herodoto, los logógrafos escribieron
la historia, iniciando particularmente con la historia de la escritura. Entre Jonia y
las islas circundantes se encontró un alfabeto casi completo. Uno a uno, los
logógrafos encontraron todos los signos y empezaron a articular mitos desde las
palabras. Preservaron la mancha poética dada por los primeros hombres;
racionalizaron sus leyendas y tradiciones, fundaron con letras miles de ciudades y
fabularon las genealogías de los reyes. Sin embargo, la palabra logógrafo no se
localiza en el diccionario. Cadmo de Mileto, de acuerdo a los antiguos modernos,
fue el primer logógrafo. Poseía una barba tenebrosa y enigmática, de la que
nacían mensajes enroscados que no siempre eran atendidos. El nombre, como un
lunar diminuto, se extravió entre la escritura. Si consideramos una nota en la
Suda, exigieron 3 personas con ese nombre. Un Cadmo de Mileto, sabio y titánico,
compuso el alfabeto en una iluminación nocturna, utilizando los pliegues de su
aliento, hasta ese momento iniciáticos. Otro Cadmo de Mileto, hijo de Pandión, fue
el primero en escribir en prosa. Los primeros hombres, como es natural, se
comunicaban en verso, fragmentarios y divinos en su maremágnum. Fue Orfeo
quien le otorgó este don al logógrafo, quien apuntó todo lo que veían y registraban
sus sentidos. Gracias a la prosa redactó la historia de la fundación de Mileto y
Jonia en 4 tomos. La escritura se purificaba y amasaba a través de los párrafos. El
último Cadmo escribió en 14 tomos la historia de Ática y después se retiró a su
casa de campo, para volver a lo elemental: tocar la rústica cumbre de la poesía.
Después de que los logógrafos cifraron cosmogonías y puntuaron la historia de la
escritura, hubo un tiempo de silencio. Éste duró aproximadamente un siglo. Los
logógrafos habían escrito suficiente sobre los temas más importantes. No existía
necesidad de añadir alguna aclaración o rectificar pasajes dudosos. Todo era claro
como el cielo polar. Entre otros temas, redactaron algunas crónicas sobre el
estado del tiempo; narraron el inicio de las naciones más antiguas, cómo los reyes
se volvieron poderosos y conquistaron tierras. También comentaron la bondad y la
maldad en las costumbres de los pueblos; rivalizaron con los poetas en las
versiones sobre cómo se engendró la Tierra y cómo los dioses adquirieron su
lugar en el mundo. Incluso algunos logógrafos compilaron definiciones de palabras
“invocantes” en enormes tesauros que se perdieron con el paso de los siglos.
Estas palabras invocantes tienen una facultad especial: son peligrosas si se hace
mal uso de ellas. La persona que, por ejemplo, pronunciaba la palabra invocante
equivalente a “caballo”, probaba como acudía al unísono un equino a auxiliarlo. Lo
mismo ocurría con la palabra invocante equivalente a “lluvia”. Ferécides de Leros,
último logógrafo, controlaba de este modo el temporal, llamando al trueno e
incluso a los dioses. Gracias a esta habilidad escribió sobre la edad de los dioses
y los héroes. Algunos diccionarios se hallaban en la Biblioteca de Alejandría antes
del incendio, pero todo aquello se consumió entre el fuego de una nueva era.
Después del Gran Paréntesis, periodo de silencio en la escritura, floreció una
nueva época dominada por los glosadores. Incluso se formaron escuelas. Los
glosadores, a diferencia de los logógrafos, no escribían textos, comentaba los
significados y alcances con notas en los márgenes: rescribían los hechos sin
borrar ni un punto o una coma. Glosar: “2. tr. Comentar palabras y dichos propios
o ajenos, ampliándolos”. Los glosadores, por definición, no podían actuar solos.
Perpetuamente necesitaban de una fuente: un texto engendrador, una joya bruta
que brindara luz a sus vidas eruditas. Sin el texto original, el glosador se
descomponía hasta la desarticulación. Sin retórica y gramática, el glosador
adelgazaba sus medidas; perdía la proporción de las cosas hasta desvanecerse y
derramarse entre los humedales del silencio. Por esta razón los glosadores
siempre llevaban consigo el texto que todos los días, a una hora cierta y temprana,
empezaban a glosar. Las personas fácilmente reconocían a estos individuos
porque no soltaban nunca el manuscrito que les daba vida. Dormían y defecaban
con el texto. Entonces se formaron varias escuelas de glosadores. Existió una que
ennobleció el sentido autentico del autor, otra privilegiaba el contexto sobre el
texto, otra más remarcaba la libertad del intérprete, otra se adecuaba al sentido
normativo de la lengua, etc. Ortodoxia y Heterodoxia se confrontaban en grandes
batallas verbales. Poco a poco los glosadores fueron extinguiéndose debido a los
comentarios maliciosos de autores que rechazaban cualquier añadidura en sus
cuerpos literarios.
Los glosadores fueron quedándose solos. La potestad que se les confería era
demasiado para una persona. Soportar las dificultades de escribir todos los días a
partir de un mismo texto, enfermaba a estas personas: enajenación y arrogancia.
El conocimiento fue creciendo a la par de la soberbia y la obsesión, siempre en
una invariable trayectoria. Los glosadores comenzaron a profesar un amor insano
por los escritos. Depositaban su vida, alma y medios al servicio de los textos. Los
manuscritos, más que recipiente de palabras y definiciones, eran fetiches. A través
de sus glosas establecían la verdad o, por lo menos, lo que ellos entendían como
conocimiento verídico y comprobado. Las palabras fueron reduciéndose en su
riqueza y pasaron a entenderse en un único sentido, es decir, el que los
glosadores habían determinado previamente. De este modo, al estar
imposibilitados para reconocerse como autores, se instituyeron como autoridades.
Aparentemente, bajo sus doctrinas, la palabra autoridad germinaba de la palabra
autor. Muchos lectores refutaron esta teoría, pero el poder ya estaba repartido
entre los sacerdotes. Durante esta época los glosadores inventaron la
jurisprudencia y otras artes como la teología y la gramática. Los cierto es que
glosar pasó a ser: “3. tr. Interpretar o tomar en mal sentido y con intención
siniestra una palabra, una proposición o un acto”. Después de esto, la historia de
la escritura siguió sin cambios significativos. Sobrevivieron algunos glosadores a la
Purga Hermenéutica y a veces se escuchaba algún rumor de los logógrafos ya en
calidades míticas. A pesar de ello, entre las universidades y las cortes surgió un
nuevo personaje: el clasicista. Estas personas anhelaban, más por una nostalgia
fantaseada que por razones concretas, las glorias pretéritas. Clasicismo: “1 m.
Estilo literario o artístico fundado en la imitación de la Antigüedad”. Porque como
dice el poeta “Cuan presto se va el placer/ cómo después de acordado,/ da dolor;/
cómo, a nuestro parecer,/ cualquier tiempo pasado/ fue mejor”. Los clasicistas
renegaban de cualquier innovación. La historia, las hazañas de héroes y príncipes,
les habían embebido el seso. Incluso llegaba a vestirse y hablar como lo hacían
sus abuelos o ancestros. La guerra, las costumbres y las comarcas eran hermosas
en los tiempos pasados; ahora todo estaba sumido en la decadencia. Para
verificar esta situación, el clasicista se remetía a la Biblia y explicaban cómo
Matusalén y los primeros hombres habían vivido tantos años. La ancianidad sólo
se lograba a través del ejercicio cabal de las virtudes: prudentes y sabios los
espíritus se vuelven longevos. No hay nada nuevo bajo el sol, en la Tierra ya todas
las palabras fueron escritas o pronunciadas. El discurso que se escribe, ya fue
inventado y leído por un orador antiguo. Grecia y Roma fueron los pináculos de la
civilización. Los hombres posteriores, su cultura y literatura, sólo aspiran a ser una
sombra de la magnificencia acontecida y rememorada.
Los clasicistas atesoraban en sus corazones los relicarios de una oración perfecta.
Cualquier situación que mellara la memoria, era considerada profanadora y
desechada por el bien del arte. Los ejes eran prístinos: lo bello, lo bueno y lo justo.
La edad de oro resonaba en las escalinatas de los templos. Hesíodo refería un
tiempo en el que la humanidad era pura e inmortal. Según el poeta, la primera
edad se reconocía por esa estirpe dorada de hombres y mujeres que medían sus
zancadas en el Olimpo. No existía la maldad y el dolor. Las tribus vivían y dilatan
el reloj de Cronos encima de una sábana celeste que envolvía los cuatro puntos
cardinales. La tierra era una superficie estéril y a nadie le importaba su cultivo. El
néctar y la ambrosia germinaban directamente en la boca para ser saboreados y
comidos. Sin embargo, la civilización y las artes pervirtieron al hombre. Una
devastación cayó sobre las vértebras de estos hombres y mujeres. Entonces
sucedió la caída y el hombre tuvo que vivir entre las bestias. Los clasicistas
repetían esta fábula en las villas y los pueblos. Aleccionaban a los crédulos e
incautos. Además construyeron cánones y reglas para que el arte no se depravara
más. Canon: “4. m. Modelo de características perfectas”. A través del canon, los
clasicistas establecían qué estaba bien y qué estaba mal en la escritura de los
poetas. Si el poema no cumplía con ciertos requisitos, con las cualidades prístinas,
simplemente no se consideraba como tal. El escritor era acusado de delitos
mayores: malversación de fuentes y litericidio en distintas modalidades. Cansados
de no pasar la prueba y ser recluidos en mazmorras, algunos poetas empezaron a
imaginar la literatura fuera de los márgenes impuestos por los clasicistas.
Entonces se vislumbraron en una batalla donde las letras fueran la arena y los
versos las armas de combate. Ellos irían al principio del contingente, avanzando
sin miedo ni titubeos. En ese devenir, una vez completado el Círculo
Hermenéutico, boa que se muerde la cola, los poetas habrían vencido a la
retaguardia. Entonces los clasicistas quedarían reducidos en las bibliotecas y los
cenáculos. A ese grupo de osados se les conoció como vanguardistas, aunque
ellos, por la misma inercia de su corriente, no daban pleno reconocimiento a los
calificativos. Vanguardia: “1 f. Parte de una fuerza armada, que va adelante del
cuerpo principal”. Peleaban con manifiestos y proclamas. Uno decía qué era el
vanguardismo, otro refutaba con los mismos argumentos en favor del anti-
vanguardismos. Nadie se ponía de acuerdo sobre ese movimiento que se hallaba
fuera del cuerpo, de la tradición que ellos calificaban como vetusta y anquilosada.
Anquiliosis: “1 f. Med. Disminución o imposibilidad de movimiento de una
articulación normalmente móvil”. Al referirse al canon, nunca lo hacían de ese
modo. Empleaban eufemismos como “queso rancio” y “bastón vacuno”. Los
vanguardistas o anti-vanguardistas diseñaron máquinas para volar y atravesar las
capas del cielo. Solo estaban de acuerdo en un asunto inobjetable: mecanografiar
un poema sobre las colinas cremosas de la luna.
Soy quien ha venido a perturbar el sueño. Yo, que nunca pensé en caminar tantos
pasos, estoy aquí: turbado, con el cerebro confundido. Vengo con los ojos ávidos y
la boca seca; vengo con las manos entumecidas y los pies marchitos. Tengo
muchos días sin beber agua. Tampoco recuerdo los sabores y las formas de los
alimentos, salvo la vainilla. A pesar de ello, mi mirada se regocija ante las
maravillas que jamás conocí en mi mundo solitario, secuencial y numerario. Las
plantas resecas por caminar encima de las dunas calientes, por transitar a través
de los desiertos binarios. El calor sofocante no me dejaba pensar bien. La noche
era mi único mapa. Algunas estrellas me servían de guía y la constelación de
Perseo me avisaba de los peligros en esos parajes desconocidos. El ojo palpitante
de Medusa transformaba en piedra a mis enemigos. En mi camino pude reconocer
estatus de muchos tamaños y géneros. A veces eran ciclopes y serpientes
amenazantes, en otros momentos eran ideas, pensamientos amorfos,
desconocidos, que abrían su hocico como peces abisales. Si volvía la mirada
atrás, podía reconocer mis pasos. Los contaba, llevaba en la bitácora el registro
exacto. 195 pasos; 197 pasos. Además se fundó un rastro vainilla y dulce atrás de
mi ruta. Las huellas reventaban en aromas cálidos. Yo, en realidad, no sabía bien
hacia dónde dirigirme, pero sí tenía claro lo que buscaba: la palabra de mi tribu.
238 pasos; 240 pasos. ¿Cómo encontrar mi tribu? Yo, hasta el momento, no
conocía a nadie de mi raza. Quizás Kim y Daniel pertenecían a la tribu de la gente
alfabeto-numérica, conocidos como “numeralfas”. ¿Acaso esa era mi nombre? Mi
familia anhelada, por mucho tiempo escruté cifras para mis hermanos y estaban
allí, siempre acompañándome. Conozco sus caras y he leídos sus libros. Sin duda
ellos son mi tribu. 307 pasos; 309 pasos. Ellos me regalan los secretos de la
palabra “numerálfica”, totalmente desconocida para mí. No es una cuestión
sencilla, pues cada palabra tiene no solo una conversión numérica, como ocurre
con varias religiones, sino también una metamorfosis animal. Detrás de cada
palabra hay un guardián, un tótem que cuidará a la persona de los riesgos del
mundo moderno. Daniel me dijo que el pacto de la tribu debe ser sellado. 380
pasos; 382 pasos. Ante eso, empecé a sentirme mal y en un momento casi me
desmayo. Imaginaba que para pertenecer a la tribu, Daniel debía pincharme el
pulgar y verter algo de sangre. Daniel, que podía leer mis pensamientos, me
tranquilizó y me dijo: “No sufras, este es tu lugar”. Mientras tanto, Kim leía un tomo
de la Enciclopedia Británica con su mirada de camaleón. Parecía que no se
inmutaba por lo sucedido, pero empezó a recitar los teléfonos del directorio de
Pasadena. Gracias a él pude tranquilizarme y sentirme querido. Detuve los pasos:
475. Daniel y Kim me concedieron la iniciación tribal: encendieron un fuego donde
ardían mis facciones espirituales.
El fuego era glorioso. Comenzó como una antorcha, prendía con llamas azules; se
estabilizaba inmediatamente con flamas ungidas que se recogían y dilataban
como una medusa: morados o magentas los tentáculos. El viento daba los tonos
del color y calor zarzatilandiano. En el centro de la arena, un círculo se encendía y
se hizo una fogata que después se transformó en una hoguera. En la fogata
miraba mis recuerdos de niño en recuadros sostenidos por quetzales: mis minutos
más felices, imágenes a flote de mi padre, sensaciones cálidas como sonrisas,
mitologías del abuelo, mimos de mamá. Con la hoguera el clima cambiaba y las
llamas se ennegrecían en carbones. Sucedía precisamente lo contrario: la
arrogancia, el miedo y el dolor de ser uno mismo sin rasgar aún el embrión
numeral. El pavor de mirarme en plenitud sacudía mi espina dorsal en un afán de
vaciar el cuerpo. Daniel me dijo, sin hablar y metiendo su voz en mi cabeza: “no
sufras, tú puedes pasar la prueba”. Kim seguía revisando los tomos de la
Enciclopedia Británica, deteniéndose en la historia de Ricardo I, the Lionheart.
Leía algunos pasajes recitando a la par los nombres y números telefónicos de los
residentes de Pasadena. Llegó el momento en que, sin razón o causa, se depositó
una idea en mi cerebro: basta, no tienes que demostrar nada ahora. “La prueba es
una rueda”. Entonces no supe cómo interpretar esa idea que se inseminaba en mi
cabeza como un bonsái, golpeando y empujando otros pensamientos. Miré la cara
de Daniel que asentía con un gesto de alegría y compasión. Kim, a lo lejos, me
hizo una seña con las manos y soltó unas carcajadas que agitaron el reloj de
arena desde donde conversábamos. Entonces me dieron un ficha de dominó que
traía una leyenda al reverso: “círculo de poetas numerálficos”. Yo sonreí, aunque
no sabía bien por qué o a causa de qué lo hacía. Daniel me explicó que en ese
círculo podría escrutar a Dante, Newton, Sor Juana, Llull, Lucrecio, Descartes,
Caramuel, Pitágoras y Spinoza, las veces que fuesen necesarias. Pregunté
entonces por qué solo eran 9. En ese momento Daniel empezó a describirme en
una hoja blanca la majestuosidad del número 9 que comprendí sin esfuerzos sus
paisajes. Incluso ajustaba algunos trazos de sus dibujos y él me concedía una
mirada que yo descifré como de complicidad, aunque desconozco la exactitud de
una “mirada de complicidad”. Kim gritó los números telefónicos donde el 9 florecía
con más frecuencia. Posteriormente Daniel expuso una teoría sobre la muerte del
10 y cómo no se podía completar el círculo hasta que el 10 dejara de existir en la
Tierra. Yo, que no resisto los misterios, pregunté sobre la identidad del 10 y Daniel
se quedó pensando si era correcto o no revelarme esa información a mí, que hace
5 minutos había sido investido con los honores numerálficos. Volvió entonces a
entrar a mi cabeza y me dijo con suavidad: “el 10 nació el 24 de abril de 1950. Tú
lo conoces bien”.
En esos instantes pude indagar las teorías de los 9 poetas numerálficos con un
solo parpadeo. Entre otros deleites, pude caminar sobre el plano cartesiano
descomponiendo las moléculas de mi voz; también habité la inmanencia, sin
candelabros ni ventanas, donde se colaba El Primero Sueño en murmullos
asimétricos y fragmentarios. Daniel me observaba con una curiosidad científica,
tratando de resumir el rastro numérico en sumatorias o ecuaciones. El contingente
era demasiado y terminaba por surfear encima de las olas de números y letras. Me
preguntaba sobre la experiencia numerálfica en distintas lenguas: español, finés e
inglés. Yo, sin saber cómo, respondía en una lengua que era la combinación de
esas tres e intrigaba más a Daniel que no supo qué hacer conmigo y mis
emociones. Para ese entonces, Kim leía el último tomo de la Enciclopedia
Británica. Yo lo importunaba, solo para ganarme su amistad, con algún dato
histórico y literario; él no me respondía. Continuaba leyendo con un ojo de escáner
y me atisbaba con el otro como un camaleón paradisíaco, negándose a mudar de
color. Ambos cuchichearon algún asunto que yo intuía grave y trascedente.
Entonces se detuvo mi viaje num-poético. Caí en un sopor tremendo y dormité por
unos minutos con la boca reseca. Afuera del reloj, fueron años de descanso. Ellos
se acercaron a mí, alejándose de mi mirada y tacto. Kim me ofreció un vaso de
agua diciéndome que era el aliento de un dios mexicano. Gritó “Tloque
Nahuaque”, repitiendo las palabras como si se tratara del 4° movimiento de la
Sinfonía 9ª de Beethoven. Era el momento de evocar a Numeralfa. Daniel,
alojándose en mis neuronas y zumbado la voz, me explicó que Numeralfa era una
entidad pletórica e infinita. No tiene forma humana ni voz. No es una diosa a quien
se le rogara por el don de lenguas o por cuartillas de signos e ideas. Numeralfa no
escucha a nadie, solo actúa en la circunferencia de sus misterios: se evoca pero
no se invoca. Numeralfa es la esfera y la cuadratura en equilibrio, que no hay que
confundir con la “cuadratura del círculo”. La proporción se otorga por el anverso de
su cabeza que a la vez es el reverso de sus cuerpos. Entonces pensé que
Numeralfa era la sucesión de Fibonacci: una representación más de sus encorves
dorados. Daniel me comentó que de ningún modo se podría reducir Numeralfa a
los lindes de ese número, pues a lo sumo era una centella de sus dedos
alineados. Entonces me pregunté cómo alguien puede tener los dedos tan
chuecos y me reí de ese detalle imperfecto de la no-diosa. Después de pensar
largos momentos en Numeralfa, perdiendo el compás de los segundos y las horas,
Daniel me preguntó si ya conocía el tótem que me pertenecía por la palabra dicha
el día de mi nacimiento. Yo le dije que no lo conocía aún y que para mí todo
aquello era algo nuevo y asombroso.
Todo estaba dicho para entonces. No había una coma que añadir ni un signo que
cambiar en el tablero cimentado por los tres. Daniel se despidió recitando el
fragmento más bello de Pi y Kim me extendí su mano, deseándome un buen viaje
de regreso. Eso lo tomé como un verdadero halago, ya que Kim no era de esas
personas que ofrece un saludo por mera cortesía. Antes de embarcarme a
Pasadena a bordo de la nave numerálfica, corrí hacia el tablero gritando que por
descuido olvidaba mis anteojos y tomé, sin que nadie se percatara, la mula con la
que habíamos iniciado la partida, es decir, la primera ficha obsequiada por la
gente de mi tribu. No recuerdo mucho lo que pasó a continuación, pero sí tengo
claro que desperté con la boca reseca. Volteé la cabeza y pude ver en mi buró un
vaso de agua. Lo tomé y refresqué mi garganta. Entonces, como si me hallara en
el guion de una película de 1988, me pregunté si todo aquello no había sido un
sueño. Sentí angustia al saber que Daniel vivía del otro del mar y que Kim había
muerto hace varios años. Metí las manos en los bolsillos y supe que estaba en un
error. Allí encontré la ficha de dominó que decía en la parte trasera “círculo de
poetas numerálficos”. Encendí la computadora y revisé los artículos en Wikipedia
de cada uno de los 10 miembros. No encontraba nada sobre la sociedad secreta.
Entonces coloqué en Google la frase “círculo de poetas numerálficos”,
apareciéndome lo siguiente: “No se han encontrado resultados para tu búsqueda”.
Intenté por 2ª vez colocando solo “círculo de poetas” y aparecieron entradas que
en nada tenían que ver con lo que buscaba: poetas circulando delante de
mecenas. Era demasiado aburrido. Entonces decidí intentarlo por una 3ª y última
vez. Tecleé: “numerálficos” y apareció el número Pi con unos recortes insertados
del libro Born on a blue day. Todo ello formaba parte de un proyecto más extenso
llamado Savant (cuaderno de escritura). Me pareció gracioso porque un savant no
es un cuaderno de escritura, sino un síndrome que padecen extraordinaria-mente
algunas personas con diferentes grados de autismo. Sin embargo, el savant
Daniel Tammet no es autista. No me quedó duda de que la persona que escribió
ese cuaderno no tiene ni una idea de lo que es ser savant. Yo tampoco la tengo
clara, pero sé que nací en Pasadena, California, un sábado frío bajo el astro de la
epilepsia. ¿Eso me hace savant? No lo sé. En fin, rememoré que todavía faltaba
mi guardián. Me di cuenta que para localizar a mi protector no bastaba con volver
a los libros o salir de mi habitación. El tótem era un objeto que debía ser tallado y
pintado con mis recuerdos. Por más que reprodujera los detalles y las
conversaciones de mi vida, no eran suficientes para mirar los ojos de esos
animales, protectores de mi tribu. Decidí calcular los números presentes en cada
aniversario. Recordé que en mis cumpleaños mi mamá solía comprarme pasteles
con formas de animalitos. Allí el tótem me sonreía desde el aire. Toqué su piel y
se erizaron las cifras. Toqué la efigie y las voces replicaron detrás de la ventana.

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