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VITA AT DIGIT

Once de la noche. Un martes cualquiera. La avenida Circunvalación, una de las más


transitadas de la ciudad de Neiva (ciudad tan desconocida que hay que explicar al lector
dónde queda en el mapa colombiano), ha atestiguado la caída de un hombre. Pocos
vehículos pasan a esa hora, por lo que la iluminación bajo de los árboles de pomo roso
donde ha ocurrido la caída es escasa.

Una o dos motocicletas zumban al pasar, con el acelerador presionado a fondo dada
la soledad de la vía. El hombre sigue en el suelo. Y seguirá ahí hasta que amanezca, hasta
que la luz natural de paso a las rutinas eternas de los neivanos, quienes se moverán por la
avenida viendo al hombre, ahora definido por sus rasgos como un habitante de calle, o un
indigente, como le llama la mayoría.

-No ha cambiado de posición desde la hora del deceso -indicará el técnico de


criminalística al examinar al hombre muchas horas después, cuando alguien, un vendedor
ambulante que lo conocía, llamó a la policía después de notar que el hombre había muerto.

La gente cercana al lugar comentará que no es extraño ver este tipo de personas
tumbadas por la calle, y menos en ese sector, que está tan cercano al río, pues un fácil lugar
para ocultarse y, a veces, refugiarse de los peligros que supone la fuerza pública cuando los
nota vagando por la ciudad en medio de los efectos de las sustancias alucinógenas que, en
una mayoría aplastante de las veces, habrán estado consumiendo.

Los equipos recogerán el cuerpo inerte, y verán sobre su párpado los vestigios de
una herida, quizá de un puñetazo o de una piedra, en el que a sangre coagulada se
combinará con el tono oscuro y grisáceo de su piel, mientras su cabello enmarañado
adornará la camisa sucia y el pantalón hecho jirones que, comentará el vendedor, le sirvió
de vestimenta por al menos un año. Como gesto de humanidad, le habrán cerrado los ojos,
que amenazarán con sangrar por causa de la irritación, y lo pondrán en la ambulancia que lo
llevará a las paleteras de Medicina Legal.
Ellos dirán que el hombre, aparentemente, se desplomó producto de una “mala
traba”. Los informes toxicológicos reconocerán la mezcla de bazuco con pegante en altas
dosis como causa de la muerte. Creo que dirán que su nombre era Jorge, pero que no tiene
familiares cercanos a los que llamar para entregar el cadáver, o que a ellos no les interesará
reclamarlo, por lo que será inhumado en una fosa común del cementerio, o entregado (si
tiene suerte) a una Universidad para fines académicos.

Sea como sea, se convertirá en un dígito.

****

Miller Cruz Suárez también fue un dígito. Uno que, en vida, era parte de los casi
400 habitantes de calle que recorrían Neiva en el último año. La causa de su muerte fue
fácilmente identificable por el personal médico que lo encontró en las afueras de la ciudad,
cerca de las vías que comunican la población con el sur del país, y que lo llevó al Hospital
Universitario para tratar, inútilmente, de salvarle la vida.

Cruz fue arrollado por un auto fantasma. Se presumió, dadas las heridas graves que
sufrió la víctima, que el accidente sucedió a una velocidad excesiva, y que Miller estuvo,
por lo menos, dos horas tendido en el suelo antes de ser hallado por la ambulancia.

No fue posible encontrar a sus familiares. Nadie lo atendió. Fue remitido al cuarto
frío de Medicina Legal, en el que tuvo hospedaje por tres meses, hasta que se debió hacer
espacio para otro cuerpo, quizá el de Jorge.

Ellos, y todos los de su condición, son dígitos para los de nuestra condición.
Nosotros, que poseemos dolientes, restamos al morir. Ellos, por el contrario, sin nadie que
reclame sus cuerpos ni les de sepultura, suman a la estadística, y engrosan los cuartos fríos
de las morgues y las salas de medicina de los centros de estudio.

Ellos son un número, un dato, una línea más al conteo. Y, como el ciclo inevitable,
la vida de un dígito, junto con sus balanzas siempre cambiantes, se moverán sin que nos
afecte, en el eterno vórtice de la injusticia humana.

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