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En la creación de esta sopa base está la magia y el arte del maestro cervecero, que
con sus recetas creará un tipo u otro de cerveza, y marcará fuertemente el resultado
final. Una vez está lista hay que pasarlo por otra máquina que simplemente cuela y
separa la parte líquida de los restos de malta de cebada o trigo que tenemos en la
sopa, para quedarnos sólo con el líquido.
Ahora tenemos un zumo de cebada, con un sabor dulce debido a los azúcares que
han liberado las maltas. Esta bebida no tiene ni alcohol ni el sabor amargo de la
cerveza, que son las dos características que iremos buscando en las siguientes fases
del proceso. Aquí encontramos una de las principales diferencias con las cervezas
comerciales. Muchas de ellas, para ahorrar en costes, sustituyen parte de la cebada
por otras fuentes de azúcar como puede ser el maíz. Esto no sólo hace que pierda
sabor, sino que además las espumas son peores y hay que añadir aditivos al final
del proceso para compensar lo que ahora empezamos a perder.
Una vez el zumo se cuece con el lúpulo tenemos una bebida dulce y amarga. El
amargor del lúpulo no suprime el dulzor que habían aportado las maltas, por lo que
tenemos qué buscar cómo eliminarlo, ya que sólo nos interesa quedarnos con el
amargor, y si queda dulzor que sea equilibrado y no destaque en exceso. Eliminar el
azúcar es una jugada doble, ya que a la vez que lo hacemos lo convertiremos en lo
que nos falta para que nuestra bebida sea cerveza, el alcohol.
Esto se hace añadiendo levaduras, que reaccionan con el aire y los azúcares para
crear el alcohol. Esto es lo que todos conocemos como fermentación, y es el último
paso de la elaboración de la cerveza. Los proceso de cocido de la cebada y del
lúpulo duran cada uno un día, pero la fermentación es algo más larga, y tarda unos
cinco días. Una vez terminada tenemos cerveza, apta para consumo, con sus sabor,
olor, color y graduación alcohólica determinadas. Pero falta un detalle, el gas.