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En este sentido, más exacta que la expresión tradicional de «mundo
representativo» resulta la de «mundo perceptivo» y, sobre todo, la de «mundo
vivido»: construido y recreado por el individuo dentro del marco de la especie. Un
mundo del cual el aspecto representativo-simbólico del ambiente exterior forma un
componente.
La dirección de la acción. Programación y aprendizaje
Me he referido, decisivamente, a la vertiente noética, representativa, del «mundo
vivido». Ahora es preciso contemplar la otra vertiente que concierne a la dirección
de la acción, a la función estrictamente cibernética —de timonel— propia del
sistema nervioso. Es decir, del modo en que éste programa, ordena y regula
correctivamente, mediante feed-backs, la actividad del aparato osteomuscular —
aunque, como han subrayado algunos investigadores, dicho aparato no juegue un
papel puramente pasivo, sino también informativo—, así como, en un nivel más
básico, controla internamente el funcionamiento fisiológico, sus constantes y
adaptación —siendo, en todo caso, los problemas de la acción aquellos que ahora
nos interesan más directamente.
Ya en la primera parte ha aparecido la concepción de Lorenz del Mecanismo
Interno de Desencadenamiento (M.I.D.), activador ante ciertas señales de los
programas innatos, almacenados en los circuitos del sistema nervioso, y nivel
primario de la acción zoológica que es completado y desarrollado por el
aprendizaje, constituyéndose entonces el M.I.D.A., permitiendo un enriquecimiento
y mayor adaptación de la acción. El almacenamiento de los programas —memoria
de la especie— y de las experiencias individuales constituye evidentemente una
función clave del sistema nervioso en la economía de la vida zoológica. Ha guiado
toda la evolución neurofisiológica, definiendo los diversos centros en que la
dirección de la acción a corto y a largo plazo se archiva orgánicamente. Tal como
los que representan los ganglios torácicos y los corpora pedunculata en los
insectos. O bien en los vertebrados el lóbulo frontal para el movimiento voluntario,
el cerebelo para el automático, el hipocampo para la memoria a medio plazo, la
médula espinal, como reguladora de la actividad fisiológica y los reflejos innatos.
El desarrollo de la vida zoológica nos muestra que ni la representación del mundo,
ni la programación y dirección de la conducta deben ser vistas como realidades
acabadas, sino como plasmaciones completadas y reelaboradas, tanto en la
experiencia individual dentro de la especie como en la evolución fílogenética. En
esta segunda línea asistimos a un desarrollo cuyas consecuencias para el
afloramiento de la conciencia y el enriquecimiento del comportamiento son bien
manifiestas. El proceso tiene —en la línea repetidamente comentada— tanto un
aspecto cuantitativo como estructural, con la creación de organizaciones
morfológicas cada vez más complejas. Patricia Smith Churchland insiste en lo que
representa el aspecto cuantitativo de una manera esclarecedora. Como dicha
autora nos recuerda, las neuronas en un gusano y en el cerebro humano trabajan
sobre los mismos principios fundamentales. Pero «lo maravilloso —prosigue— es
que, al modo de los circuitos eléctricos, la adición de componentes no reduce su
efectividad al mero ensanchamiento del sistema, sino que, en ocasiones, significa
cambiar su capacidad, abriendo vías nuevas y notables». Estamos en presencia
—podríamos comentar— de un caso en que el principio dialéctico del paso de
cantidad a cualidad —tantas veces vaciado de contenido por su uso abstracto—
se revela en un sentido muy preciso y concreto, según el funcionamiento del
mismo que a lo largo de todo este libro vengo manteniendo. Así, tal como continúa
Patricia Smith Churchland,
el ascenso que interpone neuronas entre las neuronas sensoriales y las
motoras es revolucionario, faculta la construcción e interiorización de una
representación básica del mundo y puede permitir a través del aprendizaje una
fantástica actualización de dicha visión del mundo. A medida que la masa de
interneuronas prolifera bajo la presión evolutiva hacia una coordinación sensorio-
motriz más competitiva, se enriquece la representación innata del mundo y se
ramifican las dimensiones de la plasticidad.
[…] Así, desde el punto de vista biológico y funcional, la inteligencia ha sido
caracterizada por su potestad de flexibilizar la conducta, adaptándola
optimizadoramente al ambiente, especialmente a la aparición de situaciones
nuevas en él. A esta luz la inteligencia guarda, evidentemente, estrecha relación
con la capacidad de aprendizaje, a que acabo de referirme. Y de aquí la extensión
del concepto de inteligencia al dilatado panorama de las especies en que los
fenómenos de aprendizaje se muestran. Estimo, no obstante, que aun dentro del
aprendizaje y de la adaptación conviene distinguir entre sus formas primarias —
que sería adecuado designar como protointeligentes— y formas más avanzadas
en que aparecen respuestas propiamente creativas, en las cuales una innovación
radical se manifiesta y a las que se referiría una concepción más estricta de la
inteligencia. Son aquellas en que podemos hablar de una función «heurística» o
propiamente inventiva, como manifestación de la inteligencia. […]
Volviendo sobre nuestro tema, diremos que reorientar la conducta por
mecanismos de asociación memorizados, en un animal o en un robot, no significa
sino completar un programa abierto, cuyas líneas básicas respecto a los objetivos,
procesos y recursos que entran en juego, permanecen fijadas. La situación puede
ser descrita como un feed-back global, ciertamente enriquecedor del programa
básico, mas ajustado a su apertura que ha preestablecido las variables que deben
ser completadas por la experiencia. En otro nivel se encuentra, pues, la invención
de expedientes resolutorios de los problemas suscitados, plenamente innovadora,
introduciendo inéditos recursos, cual mostraron ya las experiencias de Köhler, o
apreciamos de un modo sistemático en las culturas de chimpancés en que las
innovaciones son, además, transmitidas y socializadas, generándose fenómenos
que hemos designado como culturales o protoculturales.
En este sentido, la evolución del aprendizaje no debe ser reducida a su
presentación en fenómenos concretos, espontáneos o producidos en el
laboratorio, sino que tiene que ser puesta en relación con toda la lógica de la
especie. Indudablemente expresada en el desarrollo de los centros
neurofisiológicos y en los recursos anatómicos en general, pero también en otros
aspectos como la ontogenia, la longevidad de la vida individual y la maduración,
los cuales plantean la economía del aprendizaje con exigencias y posibilidades
muy diversas. Ya Wiener llamó la atención en Cibernética y sociedad sobre estas
perspectivas.
Así, el gran fenómeno innovador en las formas de vida superior residiría en la
aparición de una fase ontogenética postnatal en la cual el individuo dotado de
disposiciones múltiples madura en el medio social. Es nuevamente una situación
de plasticidad, que si bien se va cerrando con el desarrollo del aprendizaje se
reabre ante situaciones problemáticas nuevas. En la especie humana, como
señalaba Wiener —indicando bellamente que el ser humano es «entre los
vivientes como Peter Pan, el cual nunca deja de ser niño»—, el aprendizaje y la
plasticidad se pueden dilatar crecientemente hasta cubrir la vida entera. Y la
inventiva se convierte en constitutivo de lo humano.
Un ejemplo bastante ilustrativo de la situación general que estoy señalando nos
vendría ofrecido por los fenómenos del canto en las distintas especies, anticipando
ahora los fenómenos de la comunicación que seguidamente serán considerados.
El canto del grillo es congénito y fijo. Por el contrario el canto de las aves —entre
otros ha sido estudiado el del gorrión— parte de la emisión de una gran cantidad
de sonidos dispersos, en una fase inicial, hasta una estabilización y una fijación
reductora a través del contacto social. En el aprendizaje del lenguaje humano
asistimos a una situación similar, desde el balbuceo infantil creativo y múltiple en
su variedad de sonidos hacia la fijación de los fonemas propios de la lengua
materna. Una rica plasticidad primaria es de esta manera estabilizada, fijándose a
través del aprendizaje unas pautas epigenéticas, socioculturales.
En todo caso, el aspecto exterior de la conducta, con la ampliación de sus
posibilidades, encuentra una clave decisiva de su evolución en la vida
neurofísiológica y psíquica internas, en la «caja negra» en cuyo funcionamiento ha
ido penetrando la ciencia. Transcender el conductismo resulta, en este sentido,
posible y necesario. Como escribe Changeux: «lo esencial tiene lugar en el interior
de la máquina, en el nivel del sistema nervioso central, donde la información es
transmitida según un código, para ser posteriormente analizada y tratada».
CONCEPTUACIÓN Y SIMULACIÓN
En las concepciones clásicas de la inteligencia, filosóficas y psicológicas, era ésta
referida a la capacidad lógica, es decir, a la formación de conceptos generales,
relacionados en el juicio —o la proposición— y encadenados en el razonamiento.
En la escolástica la inteligencia se contraponía y superponía al conocimiento
sensible, al mundo de la sensibilidad, como la voluntad se diferenciaba del apetito
sensible. En Aristóteles el noùs poietikós ilumina el dato sensorial para formar el
concepto abstracto. La idea de la razón como «facultad» superior y
exclusivamente humana explicaba, en función de dicho don, la aparición del
mundo lógico: a partir de la sensibilidad o incluso en el racionalismo como
despliegue interno.
Pero realmente no es preciso recurrir a un noùs poietikós, a un entendimiento
agente, externo y superior a la sensibilidad, ni a una razón innata. Es la dinámica
de la actividad cerebral la que crea la «vida de los objetos mentales», la que
alumbra las abstracciones a partir de las percepciones sensibles en un proceso
que registrará la conciencia. La representación del mundo no constituye un puro
reflejo especular, pasivo, de la realidad exterior, sino una creación simbólica en
sus mismos contenidos, según hemos visto. Y dichos contenidos son sometidos a
un incesante trabajo de estructuración. La asociación de impresiones, la captación
de formas generales, los conceptos, sus implicaciones en relaciones así como el
almacenamiento de tales estructuras, son fenómenos que aparecen ya en la vida
animal, y dan cuenta del enriquecimiento del comportamiento que ha sido
contemplado.
[…]
Sin duda, cual elemento decisivo hay que hacer hincapié, una vez más, en la
espontaneidad, la actividad permanente y creativa del sistema nervioso —que, por
otra parte, lo diferencia de los ordenadores—. «El cerebro está espontáneamente
activo de un modo permanente y consecuentemente puede crear
representaciones internas sin ninguna interacción con el mundo exterior», según
afirma Changeux. Los objetos mentales no solamente son producidos por la
actividad cerebral, sino sometidos a incesantes operaciones con ellos.
La actividad íntima era ya reconocida en el marco clásico dentro de la conciencia,
y significaba la imaginación o la fantasía, la vida de los fantasmas, las imágenes
interiores. En terminología más actual es designada como «simulación». No se
trata de una capacidad exclusiva de nuestra especie, como podría sugerir la
contraposición orteguiana, rígidamente entendida, entre el ensimismamiento, en
cuanto típicamente humano, y la alteración animal. También los animales sueñan
y son capaces de resolver problemas no sólo por tanteo, por ensayo y error, sino
por concentración reflexiva, por insight, cual ya defendió la escuela gestaltista.
Ahora bien, en el estadio que estamos comentando en la vida cerebral tal
actividad adquiere según los términos anteriores una singular importancia, no sólo
en cuanto recombinación de imágenes, sino por su papel para la formación de
conceptos, para el aflorar de la inteligencia a partir de la imaginación.
Por otra parte, aquí se nos ofrece todo un nuevo panorama. Si bien el sistema
nervioso surge como cibernética de la acción encaminada a servir las necesidades
vitales, ulteriormente, como antes apunté, genera su propia vida autónoma. En el
nivel humano es el ejercicio de la fantasía que se levanta a gozo, no sólo estética
y lúdicamente, también conceptualmente, cual la matemática moderna —y las
ciencias formales— nos muestran, construyendo mundos nuevos. Es el juego
trasladado al universo interior. El ejercicio del comportamiento exploratorio y lúdico
en la intimidad. La aparición de una fantasía que impregna las concepciones
míticas del mundo. Y al par el universo de la representación, originariamente
creación del marco de informaciones que dispara y orienta la acción, se trasmuta
también en objeto de contemplación. Recordemos al respecto la aludida elevación
del campo perceptivo a panorama desde la bipedestación, la capacidad de giro, la
visión binocular del ser humano. Más quizá no nos aparece sólo algo
exclusivamente humano: observaciones etológicas han sorprendido en
chimpancés conductas contemplativas asimilables a lo estético. Aquello que sí
parece propiamente humano es la captación del mundo revelado en la
representación como enigma, el cual intima su reorganización y explicación.
La inteligencia humana: explicatividad, autoprogramación, el bucle reflexivo
La formación de concepciones del mundo, de cosmovisiones, nos aparece en
todas las culturas primitivas a que hemos podido remontarnos. Sobre el Umwelt, la
imagen perceptiva, sensocerebral del mundo, se levanta ahora una nueva
creación. Son los relatos cosmogónicos, antropogónicos, teogónicos que refieren
la sorpresa de la realidad presente a sus orígenes y, a la vez, la estructuran en
sus grandes formas. El mero mundo perceptivo resulta trascendido. Por una parte
requiere una reformulación —en términos inicialmente más imaginativos, después
crecientemente conceptuales—. Son las grandes categorías con las cuales
vertebramos lo real, clasificamos sus formas, propiedades, y definimos nuestras
expectativas, desde las cosmovisiones de la conciencia mítica hasta las propias
de la ciencia y la ontología. Por otra parte, y en íntima relación, dicho mundo y su
presencia tienen que ser explicados.
Una nueva función de la inteligencia, característicamente humana, se nos revela.
Tras sus manifestaciones como capacidad creciente de aprendizaje y de
adaptación innovadora, como potestad de organizar estructuras conceptuales
pegadas al mundo, nos aparece su última y más alta función: la explicativa,
aquella en que lo dado, más allá de yacer en su mera presencia, se convierte en
problema, en enigma, en misterio. Y entonces su iluminación no se reduce ya a la
formación de esquemas conceptuales y relacionantes sino que se torna búsqueda,
peregrinación —como en el poema de Parménides— hacia realidades y principios
esclarecedores, sean los acontecimientos primordiales que originaron el orden
actual de las cosas —según el modo de explicación «arqueogenética» y fantástica
que guía al pensamiento mítico— o los conceptos teoréticos y metafísicos que la
ciencia y la filosofía han alumbrado. Es la inevitable pregunta por las causas, que
se levanta desde la infancia individual y la de la humanidad, la indagación del
«porqué», el tejido de conceptos en torno a lo dado, a lo inmediatamente presente,
que transcendiéndolo lo hace inteligible. Y que, a pesar de los intentos positivo-
reduccionistas, ha animado no sólo el mito y la filosofía en sus modos propios sino
también la ciencia moderna. Podemos señalar, en este sentido, todo un proceso
«posthominizante», en que los impulsos explicativos y organizadores del mundo
se van conceptualmente depurando y recorriendo distintos estadios.
El problematismo característico de la realidad humana se nos muestra
nuevamente en un aspecto peculiar. No sólo es construido un universo de
artefactos materiales y externos, una tecnosfera, sino la arquitectónica misma en
que la conciencia encuentra su morada, el hogar en que asentar la experiencia de
la vida, desde las angustias y terrores, también desde el maravillarse, que el
enfrentamiento con lo real suscita. Asistimos a un desajuste entre la realidad
humana y su entorno. Pero esta fisura —insistiré— no reside en una inferioridad,
en una minusvalía compensada al modo de Gehlen, sino por el contrario en una
emergencia, en el autotranscenderse evolutivo que arroja al ser humano a su
peculiar situación. La pregunta por las claves de ésta vuelve a brotar en nuestra
investigación, concretamente referida al surgimiento de las cosmovisiones como
explicación y reorganización del mundo. Que en dicho proceso el lenguaje juega
un papel fundamental se hace evidente en cuanto hablamos de relatos, de mỹthoi
lógoi, aunque la palabra mítica, el mito, se completa con el rito, con la praxis en
que se torna corporalidad y acción, escenificación y experiencia total. El lenguaje,
en efecto, al par nos refiere al mundo y nos separa de él. Está poseído por un
funcionamiento autonómico —por una creatividad ilimitada, según veremos—, en
que se alumbran categorías propias, las cuales necesitan, no obstante, retornar a
lo real. Es, también, la básica autonomizacíón de la imaginación y del mundo
onírico, de la fantasía vigilante y la durmiente, que no sólo alumbra extrañas
realidades ajenas a la percepción, sino que permite a la conciencia enfrentarse
con el mundo y pensarse como algo distinto de él, generando así la ilusión
idealista que señalaba Engels en la Dialéctica de la naturaleza.
Pero, según anteriormente apuntaba, esta situación se integra en las
características generales de la condición humana; también en su necesidad
técnica, en su forma de reproducción prematura —que analizaremos ulteriormente
—; en términos generales, en la plasticidad humana. Nuevamente la plasticidad y
complementaria necesidad autocreativa se nos manifiestan, ahora en un nuevo
horizonte. En él esta plasticidad adquiere un sentido muy preciso desde sus bases
neurofísiológicas: se trata del funcionamiento autoprogramador de nuestro
cerebro. Changeux insiste en ello, señalando de qué manera la distinción entre
«hardware y software» no resulta mantenible respecto a nuestro órgano nervioso
superior, lo cual diferenciaría radicalmente el cerebro humano de los ordenadores.
Un elemento fundamental en la lógica característica de la situación humana y de
sus fundamentos orgánicos se hace presente.
Esta capacidad y necesidad de autoprogramación puede ser puesta en relación
con uno de los rasgos propios de la conciencia humana: su reflexividad, la cual,
por otra parte, guarda también relación con la señalada autonomía de la actividad
nerviosa especialmente avanzada en el ser humano, con su intensificación del
ensimismamiento. En la evolución de la conciencia supone, según una expresión
ingeniosa utilizada por Teilhard de Chardin, la aparición de una «conciencia al
cuadrado». Una conciencia que no sólo contempla el mundo exterior sino que se
contempla a sí misma, al modo del Primer Motor aristotélico.
[…]
LA MADURACIÓN SOCIAL DEL CEREBRO HUMANO
En los párrafos anteriores me he referido a la autoprogramación, pero, según
anteriormente ya ha sido sugerido, el fenómeno más amplio y normal no es el de
la autoprogramación renovadora sino el de la programación social. Las
innovaciones y revoluciones son expresiones culminantes de nuestra capacidad,
pero no constituyen la normalidad estadística del fluir humano. Tampoco la cultura
ha sido, decisivamente, revolución permanente, sino dominantemente
perpetuación. Lo importante es señalar aquí cómo este proceso de enculturación
conforma el cerebro humano, ultima su anatomía, disparada hacia él. En efecto, el
ser humano nace ya con el número de neuronas máximo de su vida. Los
mecanismos genéticos —aunque ciertamente de una manera muy compleja
mediante interacciones embriológicas sistemáticas— han regulado este dato que
establece la unidad cerebral del Homo sapiens. Pero ello no significa que el
desarrollo del cerebro no se prolongue largamente, constituyendo éste un rasgo
típico de la especie humana. Como escribe Changeux,
el hombre nace con un cerebro que pesa alrededor de trescientos gramos, o sea la quinta
parte del peso del adulto, mientras que el del chimpancé posee ya el 40 por 100 de su peso
adulto. Uno de los mayores rasgos del desarrollo del cerebro humano es,
consiguientemente, su larga prolongación después del nacimiento. Se prosigue durante
cerca de quince años, mientras que el período de gestación sólo dura nueve meses. Este
crecimiento de la masa del cerebro no contradice el hecho de que las neuronas del corte
cerebral han cesado de dividirse semanas antes del nacimiento. Coincide con el empuje de
los axones y las dendritas, la formación de sinapsis, el desarrollo de las fundas de mielina
alrededor de los axones.
Es, como vemos, un proceso que conforma nuestra actividad cerebral, su
cristalización, o más exactamente su cableado, epigenéticamente. La cultura, una
vez más, completa la biología, como instancia intimada desde la misma evolución
de ésta. Y la cultura significa aquí inmersión en la sociedad y sus procesos de
comunicación.
Es el mundo que ahora debemos explorar, no exclusivamente humano —la
maduración cerebral postnatal y epigenética también es importante en otras
especies—, pero que sí resulta desde el punto de vista de su intensificación
característico del nuevo nivel de nuestra especie.
[Tomado de: Paris, Carlos. El animal cultural. Editorial Crítica. Barcelona, 2000
Segunda Parte. Capítulo primero. Pag.217- 238 Extracto sin notas]