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TEMA 1

ENTRE LA REVOLUCIÓN LIBRERAL Y LA REACCIÓN ABSOLUTISTA (1808-


1843)

REACCION ABSOLUTISTA

Al producirse la abdicación de Carlos IV, tras el motín de Aranjuez el 18 de marzo de 1808,


grandes contingentes del ejército francés estaban establecidos en varias ciudades españolas, a la espera
de que se iniciara la invasión de Portugal. La población había recibido sin muchos recelos a las tropas
imperiales, porque esperaban que la presión francesa favoreciera la caída del impopular Godoy. Tras la
detención del favorito y el cambio de monarquía, la presencia de los militares franceses se convertía en un
elemento fundamental en el equilibrio político, sobre todo porque Carlos IV no tardó en retractarse de su
apresurada dimisión y pidió a Napoleón que le ayudara a recuperar el trono.

El emperador francés reacio a aceptar las consecuencias del motín de Aranjuez, negó su
reconocimiento al nuevo rey. Al recibir la llamada de auxilio de Carlos IV, Napoleón decidió asumir un
papel arbitral en su propio beneficio. Llamó a padre e hijo a Bayona y allí, el 6 de mayo de 1808 Fernando
VII devolvió la corona a Carlos IV, quien se apresuró a cedérselas a Bonaparte, “como la única persona
que en el estado a que han llegado las cosas puede restablecer el orden”.

Al partir hacia Francia, Fernando VII había nombrado una Junta de Gobierno presidida por su tío, el
infante don Antonio. Inmediatamente, la Junta recibió presiones del jefe de las fuerzas francesas en
España, el mariscal Murat, para que sacara de la cárcel a Godoy y lo colocara bajo protección de Francia.
Cedió la Junta, lo que provocó una enorme irritación popular. A comienzos del mes de mayo, los franceses
eran vistos por la población como un ejército de ocupación contrario a los intereses del amado rey
Fernando. La situación era espacialmente delicada en Madrid.

El día 2 de mayo, mientras en Bayona se dilucidaba el pleito dinástico, Murat dio orden de que se
trasladara a Francia al hijo menor de Carlos IV, el infante Francisco de Paula. Al salir la comitiva de Palacio
se originó una protesta popular que, reprimida por los franceses, se convirtió en una rebelión generalizada
en las calles de la capital.

1.1.- La revolución institucional.- La noticia de la sublevación de Madrid y, de las abdicaciones de


Bayona, se extendió rápidamente por el país. La Junta de Gobierno y el Consejo de Castilla, instrumentos
ahora de la política napoleónica, perdieron toda autoridad. El 7 de mayo de 1808, la Junta aceptó como
bueno el nombramiento de Murat como lugarteniente general del reino. Las instrucciones que
Fernando VII hizo llegar a sus ministros para que encabezaran la resistencia contra los invasores fueron
desobedecidas. Y cuando Napoleón designó rey de España a su hermano José, las instituciones
centrales del Estado se sometieron a los deseos del emperador francés y acataron al nuevo monarca.

La reacción popular contra la caída de los Borbones fue generalizada. Se señala la difusión de la
Gaceta oficial con las abdicaciones de Bayona y del bando del alcalde de Móstoles, declarando la guerra a
Francia, como la mecha que encendió la rebelión general, en defensa de la causa de Fernando VII. Como
los intendentes provinciales regionales, se mantenían fieles al Gobierno, resurgieron viejas instituciones
regionales, como las Cortes de Aragón o la Junta General del Principado de Asturias, mientras en otros
lugares se creaban Juntas Supremas para cubrir el vacío de poder y dirigir la lucha contra los imperiales.
Estas estaban integradas por los miembros de la aristocracia y por los burgueses ilustrados, contrarios a
los afrancesados que servían a José Bonaparte, pero no respondían a un programa liberal sino que
buscaban asegurar la continuidad del Antiguo Régimen cubriendo un vacío constitucional. El pueblo
asumía la soberanía y la delegaba en los nuevos organismos políticos, siendo un principio que se revelaría
fundamental para la revolución liberal de los años siguientes.

A lo largo de junio de 1808, en las capitales de los antiguos reinos se constituyeron Juntas
Supremas, a las que se subordinaban las provinciales. Tras la victoria de Bailén el 19 de julio de 1808 y
la expulsión momentánea de las tropas francesas de Madrid, el Consejo de Castilla intentó retomar la
conducción del Estado constituyendo una Junta Suprema Central, sin embargo, la propuesta encontró
serias reticencias en las Juntas. Pero la necesidad de centralizar el esfuerzo bélico y de establecer una
institución de gobierno que representase al monarca prisionero en Bayona llevó a la Junta valenciana a
patrocinar la medida. Finalmente, el 25 de septiembre de 1808, se constituyó en Aranjuez la Junta
Suprema y Gubernativa del Reino, con 34 miembros en representación de las regionales, entre los que
se encontraban Floridablanca y Jovellanos.

1.2.- La ocupación francesa.- El estallido de la sublevación popular sorprendió al potente ejército


francés. Murat estableció un plan de conquista que preveía la concentración de sus fuerzas en dos
grandes ejércitos que operasen contra los núcleos resistentes fernandinos. En una primera etapa, los
franceses llevaron la iniciativa. El mariscal Bessieres derrotó al ejército del general Blake, procedente de
Galicia, en Medina de Rioseco y aseguró la vital ruta entre Vitoria y Madrid. Zaragoza, Gerona y Valencia
fueron sometidas a duros asedios. En cuanto al ejército enviado a Andalucía, dirigido por el mariscal
Dupont, tomó Córdoba y la saqueó a conciencia, cuando sus tropas emprendían el regreso a Madrid, les
salió al paso el ejército del general Castaños, gobernador del Campo de Gibraltar, que les infligió una
aplastante derrota en Bailén, el 22 de julio.

Las consecuencias de Bailén fueron importantes. El rey José abandonó la capital para
refugiarse en Vitoria. La derrota de un ejército napoleónico, que dejó casi veinte mil prisioneros sobre el
campo, resonó en toda Europa y animó la resistencia contra Francia en varios países. En el otoño de
1808, el emperador se puso al frente de un gran ejército y entró en España. Saqueó Burgos y, en
pocas semanas, derrotó a los ejércitos de Blake y Castaños.

En los meses siguientes, los ejércitos españoles sufrieron serios reveses. Zaragoza se vio sometida
a un segundo y durísimo asedio hasta que el general Palafox, líder de la resistencia local, tuvo que
capitular en febrero de 1809.

1.3.- La victoria aliada.- Conforme los franceses iban controlando las zonas en manos del ejército
regular español, surgía en muchos puntos del país otra forma de resistencia que pronto revistió carácter de
guerra popular, y que tuvo su mejor expresión en la actividad de las partidas guerrilleras. Los guerrilleros,
buenos conocedores del terreno en que actuaban y auxiliados por la población civil, constituían fuerzas
irregulares muy dinámicas que, al mando de líderes improvisados (el Empecinado, el cura Merino,
Francisco Espoz y Mina), actuaban tras las líneas francesas dificultando las comunicaciones del ejército
imperial, destruyendo sus almacenes y puestos aislados en audaces golpes de mano o ejerciendo
represalias contra los partidarios españoles del rey José. La guerrilla fue un eficacísimo instrumento bélico,
que sostuvo la moral de la población en las regiones ocupadas y fijó en retaguardia grandes contingentes
de tropas francesas, que no podían ser empleadas en los frentes regulares.

La actividad bélica era animada por una gran mayoría del clero, aunque en sus filas se dieron
algunos casos de afrancesamiento. La iglesia española tomó abierto partido por la causa fernandina y
convirtió la resistencia contra las tropas napoleónicas, identificadas como agentes de la Revolución
Francesa, en una suerte de cruzada religiosa y patriótica. En este sentido la llamada guerra de la
Independencia contribuyó en gran medida a que se consolidara un nacionalismo español vinculado a
un ideal unitario de Estado y de comunidad cultural, hasta entonces poco presente entre la población,
pero que se iba a convertir en una de las bases de la revolución liberal a lo largo del siglo XIX

El inicio de la campaña en Rusia, obligó a Francia a emplear allí la mayor parte de sus Fuerzas
Armadas, aliviando la situación de las tropas aliadas que combatían a finales de 1811 en los núcleos de
resistencia de Cádiz y de Portugal. En enero de 1812, Wellington lanzó su ofensiva. Derrotados en
Ciudad Rodrigo y Los Arapiles, los franceses hubieron de evacuar Andalucía y gran parte de Castilla la
Vieja, perdiendo Madrid en agosto de 1812, aunque lo recuperaron a finales de año.

En marzo de 1813, el rey y su séquito abandonaron la capital, nuevamente amenazada por el


ejército hispano–británico. Durante la primavera, la ofensiva aliada se intensificó en la batalla de Vitoria
durante el mes de junio de 1813, que supuso el principio del fin de la ocupación francesa. Recluido
en las zonas costeras de Cataluña, el ejército del mariscal Suchet mantuvo su resistencia hasta abril de
1814 cuando, a punto de caer la propia Francia en poder de los ejércitos aliados, pactó con Wellington la
evacuación total del territorio español.

2.- EL REINADO DE JOSÉ BONAPARTE.- El episodio napoleónico, entre 1808 y 1814, estuvo
vinculado al reino de José Bonaparte en las zonas de España que controlaba el ejército imperial. Hoy, se
tiende a apreciar en la etapa josefina un intento fallido de modernización de la sociedad y del Estado
en una línea influida por la Ilustración y por el propio modelo napoleónico, heredero de la
Revolución Francesa.
El Estado josefino tenía su base legal en la Constitución de Bayona (también conocida como
Estatuto de Bayona que tenía la naturaleza jurídica de una carta otorgada). Su texto fue aprobado, sin
apenas discusión, por una Asamblea de Notables, simulacro de Cortes convocada por Napoleón en julio de
1808 en Bayona e integrada por 91 representantes del partido afrancesado. La Constitución establecía
unas Cortes o Juntas Generales, integradas por un órgano consultivo, el Senado, formado por los
miembros varones de la familia real y por 24 senadores designados por el rey entre los nobles y el alto
clero, y una Asamblea legislativa, de carácter estamental, con representantes de la nobleza, el clero,
las provincias, las ciudades y las universidades. La Constitución establecía un régimen autoritario que
incluía algunos proyectos ilustrados, como la supresión de la tortura, pero mantenía en cambio la
Inquisición y establecía notables limitaciones a las libertades ciudadanas.

La llegada de José I a España no se pudo producir en peores circunstancias. Ocho días después
de su entrada en Madrid, la derrota de Bailén le obligó a huir con su recién constituida Corte hacia Vitoria,
durante su estancia en Vitoria había dado pasos importantes para organizar el Estado con instituciones
destinadas, en algunos casos, a un largo futuro. Como la situación bélica impedía reunir al Senado previsto
en la Constitución, se creó un Consejo de Estado de carácter consultivo. El rey designó un Gobierno, al
frente de cuyos Ministerios puso a personalidades del antiguo grupo ilustrado, como Luis Mariano Urquijo,
José O´Farrill, Francisco Cabarrús o José de Azaza, y que adoptó un programa de reformas bastante
avanzado para la realidad del país, aunque se mantenía en parte fiel a la ya vieja visión ilustrada. La
Inquisición fue suprimida, así como el Consejo de Castilla. Se decretó la desaparición de los
derechos feudales, la reducción en dos tercios de las comunidades religiosas y la supresión de las
aduanas interiores aún existentes.

Tras la marcha del emperador, el Gobierno siguió adoptando medidas tales como, la exclaustración
y secularización de todos los frailes o la supresión de la Grandeza. Se introdujeron medidas para
liberalizar el comercio y la agricultura y se creó una Bolsa de valores en Madrid. El Consejo de Estado
acometió la división del territorio en 38 provincias con idéntica organización, cada una con una audiencia,
una universidad y una diócesis eclesiástica, conforme al modelo centralista de los departamentos
franceses. La creación del Ministerio de Justicia y de las Juntas Contenciosas supusieron un firme
intento de modernizar y universalizar el sistema judicial, hasta entonces básicamente dependiente del
desaparecido Consejo de Castilla y sujeto a varias jurisdicciones especiales. La Administración josefina
acometió un proceso de desamortización, quizás caótico, de bienes inmuebles del clero, la nobleza y los
municipios, que buscaba, fundamentalmente, recaudar dinero con urgencia y castigar a los nobles
desafectos. En cuanto a los medios concejiles (municipales), fueron vendidos a particulares en muchos
sitios para hacer frente a los gastos que ocasionaban la manutención de las tropas acantonadas en el
término municipal.

Los intentos de reformar la Hacienda se estrellaron contra la imposibilidad de recaudar impuestos


regulares y el gasto creciente de las operaciones bélicas y de una policía que debía emplearse a fondo en
la represión de las manifestaciones hostiles de la población. En febrero de 1810, José hubo de intervenir
ante el emperador para evitar que se hurtase a su soberanía toda la zona situada al norte del Ebro, pero no
pudo impedir que, dos años después (1812), Cataluña fuera incorporada oficialmente a Francia.
Finalmente, las derrotas imperiales en la Península obligaron al rey a abandonar Madrid en dos ocasiones,
sin que desde sus nuevas capitales, primero Valencia y luego Vitoria, pudiera hacer otra cosa que ofrecer
soporte legal a los funcionarios civiles y militares franceses. En junio de 1813, José I abandonó
definitivamente España, poniendo fin a la fracasada etapa de gobierno ilustrado que habían intentado sus
partidarios.

El final de la guerra planteó el drama humano de los afrancesados, personas que habían tomado
partido abierto por José I. El auténtico núcleo de afrancesados era mucho más reducido y heterogéneo y
procedía generalmente de las filas de los ilustrados. Se encontraban entre ellos políticos de la última etapa
borbónica, como Urquijo, Azanza y O´Farrill, eclesiásticos como el canónigo Juan Antonio Llorente o el
obispo Félix Amat y literatos y artistas como Juan Meléndez Valdés y Francisco de Goya (en total unos
15.000). Muchos actuaron movidos por auténtico patriotismo, con la convicción de que la administración
bonapartista consolidaría en España un Estado nacional basado en los principios racionales del
despotismo ilustrado, frente a los aires revolucionarios de los liberales de Cádiz o al retorno al
tradicionalismo localista que postulaban muchos partidarios de Fernando VII. La mayoría de los
afrancesados, tuvieron que huir a Francia al terminar la guerra y sus bienes fueron confiscados.
LOS LIBERALES AL PODER

LAS CORTES DE CÁDIZ.- Mientras se sucedían las alternativas bélicas en la Península, la Junta
Central gobernaba el territorio español no ocupado en nombre de Fernando VII. Entre sus proyectos
figuraba la convocatoria de Cortes “ generales y extraordinarias “, medida recomendada por el propio rey
Fernando a fin de normalizar la situación política. Sin embargo, los reveses militares impidieron que la
iniciativa se pusiera en marcha. A comienzos de 1810, la Junta Central tuvo que trasladarse de Sevilla a
Cádiz para escapar del avance francés, y ello terminó de arruinar su prestigio. Sus miembros la disolvieron
entonces y traspasaron sus poderes a un Consejo de Regencia. Los cinco regentes convocaron la reunión
de las Cortes de Cádiz. En principio, se preveían unas Cortes con representación estamental, elegidas
mediante el sistema tradicional. Pero ni en la metrópoli, ni en las colonias americanas, podían funcionar
correctamente los mecanismos electorales, por lo que la asamblea perdió su carácter estamental en
beneficio de la representación territorial.

La Constitución de Cádiz.- Las Cortes abrieron sus sesiones en septiembre de 1810 en la Isla de
León, cerca de Cádiz. Las componían en un principio 97 diputados, que llegarían a ser 223 en 1813,
cuando ya funcionaba en Madrid. Como primera medida, los diputados aprobaron un decreto por el que
manifestaban representar “a la nación española”, y se declaraban “legítimamente constituidos en
Cortes generales y extraordinarias”, en las que residía “la soberanía nacional”. En virtud de tal
soberanía, juraban como rey a Fernando VII, anulando así la abdicación de Bayona, asumían en
exclusiva la competencia legislativa y encomendaban la ejecutiva a la Regencia, que tendría que dar
cuenta de su actuación a las Cortes.

Se trataba de un acto revolucionario desde una perspectiva política. La iniciativa de los liberales
confería a aquella Asamblea extraordinaria la capacidad de representar a la nación y subordinaba el Poder
Ejecutivo al Legislativo, estableciendo así el principio parlamentarista a partir de la división de poderes.

Aunque los liberales, o innovadores, no disponían de la mayoría en las Cortes, sus adversarios
conservadores estaban divididos entre el sector tradicionalista (los llamados realistas), y los
renovadores, herederos de los ilustrados, que defendían un proceso de reformas que modernizara las
estructuras de la Monarquía. Los liberales, actuaban conforme a un amplio programa, más o menos
articulado, que tenía como eje la redacción de la Constitución. Antes de entrar a redactarla, las Cortes
aprobaron una medida de gran trascendencia, como era el Decreto de libertad de imprenta, que abolía
la censura previa. Ello abrió a los bandos políticos la posibilidad de exponer abiertamente sus posiciones.

El proyecto sobre el que se basó la Constitución de Cádiz fue encomendado a una Comisión
parlamentaria presidida por el liberal Muñoz Torrero, pero lo redactó uno de sus miembros, el jurista
Antonio Ranz Romanillos, un antiguo afrancesado que había participado en la elaboración de la
Constitución de Bayona. El debate parlamentario sobre el proyecto se inició en agosto de 1811,
poniéndose rápidamente de manifiesto la diferencia radical de las visiones de liberales y realistas. El texto
fue solemnemente promulgado el 19 de marzo, día de San José, aniversario de la llegada de
Fernando VII al trono.

La Constitución de Cádiz constaba de 384 artículos, divididos en diez títulos. El texto proclamaba la
soberanía de la Nación española, considerada no como una unión de territorios, sino de individuos. Se
declaraba a la religión católica única de los españoles y, por tanto, oficial del Estado. Establecía una
Monarquía parlamentaria, con unas Cortes unicamerales. Los diputados serían elegidos por sufragio
universal indirecto. Conforme a los principios liberales, se sentaba la división de Poderes (si bien se
marcaba una cierta preponderancia del Legislativo sobre el Ejecutivo), y se garantizaba la independencia
de los Tribunales. En cuanto a la organización administrativa, se acentuaba el modelo centralista y la
uniformidad territorial al sustituirse los territorios históricos por provincias homogéneas, dirigidas por un jefe
político designado por el Gobierno.

Aunque sólo tuvo siete años de vigencia (1812 – 14, 1820 -23, 1836 – 37), la Constitución de Cádiz
se convirtió en un mito político durante más de un siglo. Sus redactores, influidos por los ideales del
liberalismo que comenzaba a triunfar en Europa y América, quisieron plasmar sus principios políticos en un
largo documento muy complejo, que dejaba poca libertad a su posterior desarrollo legislativo. La
Constitución terminaba con el orden estamental y con la Monarquía absoluta y, era el instrumento
fundamental para la construcción de un Estado que reflejara la nueva realidad nacional surgida de la larga
contienda.
El desarrollo legislativo.- Tras la aprobación de la Constitución, las Cortes continuaron sus
sesiones con carácter extraordinario hasta septiembre de 1813, que se transformaron en Cortes
ordinarias. Durante este período, y pese a la obstrucción de los diputados partidarios del absolutismo, la
Cámara legisló una serie de reformas sociales y económicas de profundo calado. Tal fue la Ley de
señoríos, que abolía los vínculos jurídicos que pervivían en el régimen señorial. Con ello se despojaba a la
aristocracia y a la Iglesia de una de sus fuentes de poder político y social y se avanzaba en el principio
de igualdad jurídica y administrativa de todos los súbditos de la Monarquía. Las Cortes validaron la
desamortización eclesiástica de José I y suprimieron la Inquisición que seguía siendo un símbolo de
la alianza entre la Iglesia y la Monarquía absoluta detestado por los liberales.

En el terreno económico, las Cortes legislaron medidas liberales destinadas a acabar con el sistema
estamental. Así, declararon la libertad de cultivo, de venta y de transporte de productos agrícolas, o
la autorización para que los agricultores vallaran sus fincas, lo que suponía un duro golpe para la
ganadería trashumante, de hecho, los diputados suprimieron el Concejo de la Mesta.

En cuanto a la industria, se legisló una completa libertad para crear empresas y contratar
trabajadores lo que, en la práctica, representaba la desaparición de los gremios.

La reforma de la Hacienda no prosperó por falta de tiempo, pero las Cortes apuntaron las
principales líneas de actuación futura del liberalismo:
 Sustitución de las contribuciones indirectas por impuestos directos.
 Unificación de los regímenes impositivos en los diversos tramos económicos.
 Supresión de las aduanas y cargas fiscales al comercio interior y asunción plena por la
Administración estatal de la función recaudatoria.

La legislación de las Cortes de Cádiz no sólo representaba un golpe mortal para la estructura social y
económica que definía al Antiguo Régimen. Al romper el orden estamental, preparaba el terreno para que
la burguesía liberal asumiera el papel dominante que hasta entonces había correspondido a los antiguos
estamentos privilegiados.

La obra de las Cortes de Cádiz marcó los rumbos del liberalismo español del siglo XIX, pero sus
ambiciosas reformas tuvieron una plasmación imperfecta y muy lenta.

ABSOLUTISMO OTRA VEZ

La primera restauración borbónica.- Concluida la guerra con Francia por el tratado de Valençay,
en diciembre de 1813, Fernando VII volvió a España en marzo de 1814, rodeado del entusiasmo
desbordado de sus súbditos. Sin embargo, ni el monarca ni sus consejeros eran partidarios de la obra de
las Cortes, que suponía el final de la Monarquía absoluta, y en el interior las fuerzas tradicionalistas se
organizaban para encabezar la reacción contra la Constitución. Arropado por las tropas del capitán general
de Valencia, el absolutista Fco. Javier Elío, el rey se decidió a firmar un Decreto el 4 de mayo de 1814 en
el que anulaba toda la labor legislativa de las Cortes de Cádiz, incluida la propia Constitución. En
Madrid, la Regencia y los diputados liberales fueron incapaces de oponerse al golpe de Estado, que
triunfó rápidamente en todo el país. En la represión subsiguiente, unas 12.000 familias de liberales tuvieron
que huir a Francia para escapar de la depuración política o de la prisión, mientras en el interior se borraba
cualquier signo que recordase a la fenecida Constitución.

Fernando VII comenzó su reinado efectivo como si no hubiera habido una etapa de exilio. Se
restablecieron los Consejos de Castilla y de Indias, así como la Inquisición y se tomaron las
medidas pertinentes para el retorno pleno a la sociedad estamental.

El sexenio absolutista (1814 – 1820).- La vuelta al Antiguo Régimen se realizó en unas condiciones
muy negativas. El país había padecido enormes destrozos durante la guerra, el sistema económico estaba
seriamente dañado y la Hacienda estatal carecía de recursos y tenía que recurrir a la emisión de una
creciente Deuda pública. A ello se unía la represión contra los afrancesados y liberales, que llevó al
exilio a miles de intelectuales y técnicos bien preparados, y la rebelión de las colonias americanas, que
durante años consumiría enormes recursos económicos y humanos. La política exterior era la de una
potencia de segunda fila, como se demostró por el hecho de que España, no fuera tenida en cuenta en el
Congreso de Viena (1814 – 1815), y no se le asignarse papel alguno en el nuevo orden europeo.

Ello se explica en parte que durante los seis años (1814 – 1820) de Monarquía absolutista que se
iniciaron en 1814, se sucedieran hasta 28 cambios de ministros. En este periodo sólo algunos gobernantes
realizaron algún intento de mejorar las cosas, en especial Martín de Garay, ministro de Hacienda en 1817,
que preparó una reforma fiscal destinada a racionalizar el gasto público e incrementar los ingresos con una
contribución general y proporcional a la renta. A las dificultades del gobierno se añadía la desconfianza
natural de Fernando VII hacia los políticos.

Esta desastrosa política le ganó pronto al partido realista muchos enemigos, especialmente entre la
burguesía comercial e industrial y la oficialidad del ejército, los dos sectores más perjudicados por el
retorno del Antiguo Régimen. A partir de 1814, el Gobierno buscó reducir los efectivos militares y, sobre
todo, pasar a la reserva, con escasa paga, a aquellos oficiales de quienes se sospechaban simpatías por el
orden constitucional. La crisis económica y el retorno al orden estamental frustraron las expectativas que la
obra de las Cortes de Cádiz había creado en muchos hombres de negocios y profesiones liberales.
Numerosos militares y civiles tenían motivo para el descontento y lo canalizaron en una actividad opositora
que tenía que ser forzosamente clandestina. Los liberales hubieron de recurrir a organizaciones
secretas, como la Masonería o los clubes políticos existentes en las principales ciudades, donde se
organizaban pronunciamientos, intentos de golpes de Estado con los que los liberales buscaban sublevar
unidades militares y proclamar ante ellas el retorno a la Constitución de Cádiz.

Durante el sexenio absolutista (1814 – 1820) se sucedieron los pronunciamientos. En 1814 lo intentó
el líder guerrillero Fco. Espoz y Mina en Navarra, pero sus hombres le abandonaron y hubo de huir a
Francia. En 1815, el gral. Juan Díaz Porlier se levantaba en La Coruña sin éxito. En 1816 una delación
permitió a la policía deshacer en Madrid la llamada Conspiración del Triángulo, que intentaba secuestrar
a Fernando VII y obligarle a jurar la Constitución. Durante 1817, hubo nuevos pronunciamientos en
Barcelona y Murcia.

Uno tras otro, los pronunciamientos liberales fracasaban y sus autores pagaban con frecuencia con
la vida. Pero cada vez era mayor el malestar ante el mal gobierno del partido realista así como la fuerte
oposición al absolutismo. Finalmente, a comienzos de 1820, se produjo un nuevo pronunciamiento
protagonizado por oficiales de mediana graduación. El 1 de enero de 1820, el teniente coronel Rafael
del Riego sublevó a su batallón, acantonado en el pueblo sevillano de Las Cabezas de San Juan, y
proclamó el retorno del régimen constitucional. Asustado, Fernando VII publicó un escrito aceptando las
condiciones de los sublevados, en el que se incluía la famosa frase : “Marchemos francamente, y yo el
primero, por la senda constitucional”.

La pérdida de las colonias.- Si tras las reformas introducidas en tiempos de Carlos III, el imperio
colonial español parecía firmemente consolidado, bastaron los años de la guerra de la Independencia para
hacerlo entrar en una crisis generalizada, al final de la cual se disolvió en varios estados independientes.

El proceso de emancipación tuvo unas bases sociales, políticas y económicas bastantes complejas.
Por un lado, los criollos, la población de origen europeo constituían el estamento privilegiado de la
sociedad hispanoamericana. La población autóctona, el 46%, la mestiza, el 26%, y la masa de esclavos
africanos, el 8%, sufrían una durísima explotación laboral y una marginación cultural. La administración
colonial y el mantenimiento de un sistema mercantilista, cerrado en gran medida a la libertad de
comercio, eran considerados por un creciente número de criollos como rémoras al progreso de las
colonias. La extensión de las ideas ilustradas, el ejemplo de la rebelión de las colonias inglesas de
Norteamérica o la Revolución Francesa fueron factores importantes en la conformación de la ideología
independentista. Cuando el Estado se derrumbó ante la invasión napoleónica, los lazos se aflojaron
rápidamente y las colonias eligieron seguir sus propios destinos.

El proceso emancipador de la América española atravesó, entre 1810 y 1824 por tres fases:
a) Desde 1810 hasta 1814, la guerra en España favoreció el establecimiento de poderes
autónomos y la declaración de independencia en gran parte de las divisiones administrativas
coloniales.
b) Tras el final de la guerra, la metrópoli hizo un gran esfuerzo por recuperar el control de las
colonias, mediante el envío de ejércitos que lograron restablecer la autoridad real en casi todas
partes.
c) A partir de 1819 – 20 triunfó una segunda oleada de levantamientos independentistas,
tanto por el apoyo masivo de la población como por la incapacidad del Gobierno español de enviar nuevas
tropas.

 A finales de 1810, las condiciones para la ruptura estaban ya presentes. El proyecto
centralizador de los liberales de Cádiz provocaba un amplio rechazo en las colonias. Las Juntas
americanas habían levantado ejércitos propios con fines defensivos y ahora estaban en condiciones de
utilizarlos. Con carácter inconexo, los movimientos independentistas fueron estallando. En el virreinato de
Nueva España (México), en Venezuela, la Junta de Caracas proclamó la independencia y una Constitución
republicana en julio de 1811 y su ejército, mandado por el criollo Simón Bolívar, logró hacerse con el
control de buena parte del país. En la vecina Nueva Granada, la sublevación condujo a la creación de una
Junta Suprema y luego de un Congreso que proclamó la independencia. En el sur, Buenos Aires encabezó
un movimiento emancipador que dio origen en 1810 las Provincias Unidas del Río de la Plata.

 Pese al rápido triunfo de los movimientos emancipadores, estaban lejos de consolidarse. En
México, los levantamientos indígenas no eran apoyados por la élite criolla, que temía una revolución social.
En Sudamérica, los patriotas defendían modelos políticos distintos, centralistas unos, federalistas otros, y
los Estados creados a partir de las fronteras administrativas de las colonias estaban muy pocos
articulados. Por este motivo, cuando al final de la guerra contra Francia posibilitó la recuperación militar
española, la situación dio un vuelco espectacular. En 1815, un ejército al mando del gral. Pablo Morillo
desembarcó en Venezuela y terminó con a primera experiencia republicana.

 Empero, los sentimientos independentistas y republicanos estaban ya arraigados y los
movimientos emancipadores eran de claro signo liberal. En el Virreinato de La Plata, el Congreso de
Tucumán proclamó en 1816 la independencia de Argentina. Entre 1817 y 1820, su ejército, al mando de
José San Martín, expulsó a los españoles de Chile y la actual Bolivia. En Venezuela, los patriotas volvieron
a protagonizar un levantamiento general a partir de 1816, y las tropas de la segunda república, al mando
de Bolívar, liberaban Nueva Granada en 1818 y penetraban en Perú, donde confluyeron con el ejército de
San Martín, que avanzaba desde el sur.

La España que salía exhausta y arruinada de la convulsión bélica del periodo 1808 – 1814 perdía así
su inmenso imperio colonial y, con ello, sus principales fuentes de ingresos y de prestigio internacional. En
adelante, y hasta finales de siglo, sólo Cuba, Puerto Rico y Filipinas se mantendrían como vestigios
del antiguo poder de un Estado que ahora se replegaba sobre su territorio metropolitano.

El Trienio Liberal (1820 – 23).- Tras jurar la Constitución de Cádiz el 9 de marzo de 1820, Fernando
VII designó una Junta Provisional, integrada por liberales, en teoría un órgano consultivo del
monarca, pero en la práctica el auténtico núcleo de poder durante la etapa de preparación de las
elecciones a Cortes. Se abría así un periodo que aunque breve (sólo duró tres años) fue un interesante
experimento de revolución liberal, en el que se intentó llevar hasta sus últimas consecuencias el programa
trazado una década antes por las Cortes gaditanas.

Los liberales triunfantes se fraccionaron enseguida en dos bloques políticos y generacionales.


Los doceañistas, o moderados, pertenecían a la generación de los diputados de Cádiz, eran políticos
experimentados, acostumbrados al debate y al pacto, y habían aprendido del fracaso de 1814. Pretendían
llevar a la práctica la obra interrumpida seis años antes, sin menoscabo de la Monarquía. Los
veinteañistas, o exaltados, entre los que abundaban los militares jóvenes, no se conformaban con
continuar el programa liberal de Cádiz, sino que buscaban radicalizarlo hasta borrar cualquier vestigio del
Antiguo Régimen.

En sus inicios, la obra del trienio liberal estuvo en manos de los doceañistas, que controlaban
la Junta Provisional y el Gobierno. La legislación de las Cortes de Cádiz fue restablecida en gran
parte. Se reconoció la libertad de imprenta, la Inquisición fue nuevamente abolida y fueron convocadas
elecciones a Cortes conforme al sistema constitucional.

Pero la llegada al poder de los doceañistas provocó una creciente frustración entre los exaltados,
que habían protagonizado el levantamiento contra el absolutismo. Sus líderes estaban apartados del
gobierno, las nuevas autoridades comenzaron a disolver el ejército de la Isla, principal baza en manos de
Riego y los otros jefes veinteañistas. Además, el ritmo impuesto a las reformas por los moderados les
parecía demasiado lento y poco ambicioso. Incapaces de encabezar una auténtica revolución popular, los
exaltados se apoyaron en las Sociedades Patrióticas, clubes políticos surgidos por todo el país que no
tardaron en convertirse en focos de protesta contra la labor de los doceañistas.

Como también los partidarios del absolutismo se movilizaron rápidamente contra el Gobierno, este
instituyó una Milicia Nacional. Pilar básico de la defensa del régimen liberal, en contraposición al Ejército
regular, la Milicia cayó en manos del partido exaltado.

Elegidas las Cortes por sufragio universal masculino e indirecto en junio de 1820, los liberales
se hicieron con la mayoría absoluta. Por ello, la Asamblea pudo continuar la labor interrumpida por
el golpe absolutista de 1814. Se suprimieron:
 Los mayorazgos y las órdenes religiosas monacales.
 Se reformó el Ejército.
 Y se acometió una ambiciosa ordenación del sistema educativo con la creación de tres niveles
comunes a todo el sistema: enseñanza primaria, universal y gratuita; secundaria, mediante Institutos
oficiales en todas las capitales; y superior, limitadas a diez universidades con planes de estudio comunes
subordinadas a una Universidad Central

Las Cortes aprobaron además el primer Código Penal español y la división del país en 49
provincias.

Durante el Trienio liberal (1820 – 1823) tuvo lugar una nueva desamortización del patrimonio de
la Iglesia, que afectó a las tierras de los conventos y de la Inquisición. Los compradores de las tierras,
fueron hombres de negocios urbanos o hacendados rústicos. Los nuevos propietarios endurecieron las
medidas de explotación de las fincas desamortizadas descuidando la reinversión de los beneficios, lo que
empeoró la situación de los arrendatarios y asalariados. A los ojos de buena parte del campesinado, el
liberalismo dejaba de ser un mecanismo liberador de los abusos feudales, para convertirse en un
instrumento de opresión capitalista y de lucha contra la religión.

Desde finales de 1821, la destitución de un ídolo popular como Rafael del Riego de su cargo de
capitán general de Aragón provocó graves disturbios. El Gobierno intentó salir de la crisis convocando
nuevas elecciones a Cortes, pero las ganaron los exaltados y el Ejecutivo pasó a sus manos en
julio de 1822, bajo la presidencia del general Evaristo San Miguel. El cambio en la situación política animó
los primeros levantamientos realistas. Durante el verano de 1822 hubo sublevaciones en las guarniciones
militares de Valencia y Madrid.

La situación internacional también se complicaba. En los Congresos de la Santa Alianza en Laybach


y Verona, Rusia acaudilló a las Monarquías interesadas en una intervención militar en España, que
terminase con el peligroso foco liberal. Finalmente, fue Francia la encargada de la invasión. En abril de
1823 un ejército francés, los llamados Cien Mil Hijos de San Luis, penetró en España al mando del duque
de Angulema y ocupó el país, sin encontrar una resistencia firme por parte de la población o de las Fuerzas
Armadas y con el apoyo decidido del bando realista. El Gobierno y las Cortes, llevándose el rey a la fuerza,
se retiraron a Sevilla, y luego a Cádiz, que fue sitiada por los franceses. Pero esta vez no hubo resistencia
posible, y en octubre las Cortes capitularon. Fernando VII pudo retornar así a Madrid dispuesto, una
vez más, a que el episodio liberal quedase en mera anécdota.

La Década Absolutista (1823 – 1832).- Comenzaba así un periodo de diez años que los
perseguidos liberales calificaron de ominosa década y que sólo se cerraría con la muerte del rey. Esta
etapa ha sido considerada por los historiadores, más que como un retorno al Antiguo Régimen, como una
fase de transición entre éste y el modelo de sociedad y Estado liberales que se establecería durante el
siguiente reinado.

Una de las características más señaladas de los primeros tiempos de la década fue la dureza de la
represión política ejercida por los realistas contra los liberales derrotados. Primero, el rey anuló
todas las leyes y acciones de gobierno del Trienio. Se depuso a todas las autoridades locales y
provinciales y se crearon organismos (Comisiones Militares, Juntas de Purificaciones) para depurar a los
empleados públicos y a los militares. En cuanto a los políticos y militares liberales, varios de ellos, como
Riego, fueron ejecutados y otros muchos debieron de emigrar.

Los gobiernos de la década mostraron mayor talante reformador que los de la etapa 1814 – 20 y
también alguna mayor capacidad. El rey buscó equilibrar las fracciones en que se dividían sus partidarios y
bajo cuyos gobiernos (el del conde Ofelia, el de Fco. Cea Bermudez) se realizaron tímidas reformas. En
este sentido hay que destacar la labor de Luis López Ballesteros, ministro de Hacienda durante más de
ocho años. Convencido de la necesidad de ajustar los gastos del Estado a sus escasos ingresos, impulsó
una política de centralización de la recaudación y racionalización del gasto (en 1828 presentó los primeros
Presupuestos anuales del Estado). Otras medidas importantes, fueron la promulgación en 1829 del
Código de Comercio y la decisión de crear el Banco de San Fernando como entidad financiera oficial.

Si los Gobiernos fernandinos de la década fueron implacables perseguidores de los liberales,


hubieron de enfrentarse también a una creciente oposición por parte del sector “ultra” del
absolutismo, los llamados realistas exaltados, para quienes el Ejecutivo no mostraba el suficiente celo
contrarrevolucionario. Hasta tal punto ello representaba un peligro para el régimen, que Fernando VII hubo
de solicitar sucesivas prórrogas de la ocupación militar francesa hasta 1828.

Los partidarios del Antiguo Régimen encontraron apoyo en el infante Carlos Mª. Isidro, hermano de
Fernando quien, ante la falta de hijos del rey se perfilaba como sucesor. Este partido “carlista” o
“apostólico” no sólo contaba con apoyos entre el clero y la aristocracia, sino también entre el artesanado
y el campesinado pobre de la España septentrional, afectado por la penuria económica y muy influenciado
por el clero rural.

Un nuevo peligro para el régimen surgió en julio de 1830, cuando el triunfo de la revolución en
Francia acabó con los Borbones (Carlos X) y dio el trono al liberal Luis Felipe de Orleáns. El
resultado fue un relanzamiento de la actividad conspirativa de los liberales, tanto en el interior como en el
extranjero. En octubre de 1830, un numeroso contingente de exiliados, mandados por Espoz y Mina, ocupó
Vera de Bidasoa y se internó en Guipúzcoa, pero fue detenido por las tropas reales y hubo de repasar la
frontera.

En los últimos años del reinado de Fernando VII se agudizó el problema político que planteaba la
cuestión sucesoria, tras la que se ocultaba un enfrentamiento cada vez más abierto entre los apostólicos
y los partidarios moderados del rey. Este había contraído matrimonio en tres ocasiones, sin tener
descendencia. En 1829 casó por cuarta vez con una princesa napolitana, Mª Cristina de Borbón. En
octubre de 1830, la pareja tuvo una hija, Isabel, y un año después, otra, Luisa Fernanda. Conforme a la
Ley Sálica, vigente en España desde la llegada de los Borbones, ninguna mujer podía reinar, por lo que el
sucesor de Fernando VII seguía siendo su hermano Carlos María.

Empero, ni la reina ni los fernandinos moderados, a los que ahora se aproximaban muchos liberales,
no deseaban ver en el trono al líder de los ultras. Empujado por su esposa, Fernando puso en vigor en
1930, una Pragmática Sanción derogando la Ley Sálica, aprobada, pero no promulgada, por las
Cortes en 1789. Dos años después (1832), el rey cayó gravemente enfermo y el fantasma de la guerra civil
se hizo patente. A fin de evitarla, y con el consentimiento de la reina, el ministro de Gracia y Justicia, Tadeo
Calomarle, preparó un decreto restaurando la Ley Sálica y restableciendo por tanto, los derechos
sucesorios de don Carlos. Pero la mejoría de Fernando VII desaconsejó la promulgación y un nuevo
Gobierno, presidido por Cea Bermudez, dio los pasos necesarios para asegurar el triunfo de la causa
isabelina, reduciendo la capacidad militar de los Voluntarios Realistas, cuyas simpatías carlistas eran
inequívocas, y buscando un acercamiento a los liberales moderados. En la primavera de 1833, unas
Cortes reunidas según el antiguo modelo estamental proclamaron heredera a la pequeña Isabel y
don Carlos fue obligado a exiliarse en Portugal. Cuatro meses después moría Fernando VII víctima
de una apoplejía, y su hija mayor era proclamada reina como Isabel II, bajo la regencia de su madre,
María Cristina.

REVOLUCIÓN Y GUERRA CIVIL

La muerte de Fernando VII y la llegada al trono de su hija Isabel II (1833 – 1868), cuya regencia
asumía la reina viuda, Mª Cristina de Borbón, desencadenó el conflicto civil larvado durante años. En torno
a la cuestión del derecho de sucesión del infante Carlos Mª Isidro, relegado en beneficio de su sobrina por
la Pragmática Sanción promulgada en 1830, se solventaba el triunfo del modelo liberal de Estado y de
sociedad o el mantenimiento de los valores del absolutismo monárquico, conforme defendían los
seguidores de don Carlos, los carlistas o tradicionalistas . Tras dos décadas de alternativas en el poder,
liberales y carlistas dirimirían la salida a la crisis del Antiguo Reino en una devastadora guerra de siete año,
que acentuó aún más el atraso económico y social del país con respecto a los de su entorno.
La Primera Guerra Carlista.- En el carlismo predominaba una masa rural de artesanos y
campesinos de religiosidad muy arraigada, con espacial fuerza en el País Vasco, Navarra, Cataluña, el
sudeste de Aragón y el interior de la región levantina y con núcleos significativos en Galicia, La Mancha y
el norte de Castilla. Pero también una proporción muy alta de clérigos y nobles y no pocos oficiales
del ejército, se pronunciaron por la causa del pretendiente. Defensor de una Monarquía absolutista y
estrechamente vinculada a la Iglesia, el carlismo del siglo XIX ha sido interpretado de modos muy
diversos: desde quienes lo entienden como un partido estrictamente reaccionario y ultracatólico, hasta
quienes lo estiman un movimiento social muy dinámico, defensor de las clases populares frente al
capitalismo liberal y de las libertades forales contra el Estado centralista que traían los políticos y militares
liberales, o cristinos.

Éstos controlaban la práctica totalidad de los núcleos urbanos del país y contaban con una masa de
seguidores más diversificada, aunque era fundamental el apoyo de la burguesía financiera e industrial y el
grueso de las Fuerzas Armadas. Divididos desde el trienio liberal (1820 – 23) en moderados y exaltados
(luego, progresistas) sus programas se habían separados hasta convertir en rivales, pero los dos unieron
sus fuerzas frente al peligro carlista.

La Guerra de los Siete Años (1833 – 1839), que afectó a la práctica totalidad del territorio nacional,
se puede dividir en tres fases:

a) La primera fase está marcada por el propio levantamiento carlista, iniciado cuando don Carlos
se proclama rey como Carlos V, en su exilio portugués, el 1 de octubre de 1833. Durante casi dos años,
ambos bandos buscaron consolidar sus territorios. El Gobierno liberal pudo situar a su lado a Francia, Gran
Bretaña y Portugal con las que integró, en abril de 1834, una Cuádruple Alianza de carácter defensivo. En
cambio, los carlistas no recibieron ayuda de Prusia, Rusia y Austria, potencias absolutistas que
simpatizaban con la causa.
Las partidas carlistas se formaron de modo disperso en el otoño de 1833, como guerrillas integradas
fundamentalmente por militares, voluntarios realistas, clérigos y campesinos. Prevaleció, sin embargo, el
concepto de ejército regular, sobre todo en el País Vasco y Navarra, donde el coronel Tomás de
Zumalacárregui, asumió la jefatura militar y con unas fuerzas que llegaron a sumar 30.000 hombres derrotó
uno tras otro a los ejércitos organizados por el Gobierno cristino. Durante la primavera de 1835,
Zumalacárregui propuso avanzar hacia Madrid, pero se le ordenó tomar Bilbao, dada la necesidad de
ocupar alguna capital de provincia par obtener créditos financieros y reconocimiento diplomático de algún
país. A desgana, Zumalacárregui puso entonces sitio a la capital vizcaína, pero el 15 de junio fue herido
por los defensores y murió poco después.

b) La segunda fase duró desde el verano de 1835 hasta el otoño de 1837, ampliándose el
escenario bélico a gran parte de la Península. Pese a su carencia de bases urbanas, los carlistas fueron
capaces de establecer una auténtica Administración estatal y de organizar varios ejércitos. Así, el general
Miguel Gómez dio una auténtica vuelta a España, desde el Cantábrico a Gibraltar y retorno al punto de
partida, sin que los liberales le pudieran detener, y el propio don Carlos dirigió la expedición real, que llevó
a sus tropas a las puertas de Madrid, pero fracasó en su objetivo de entrar en la ciudad, defendida por la
Milicia Nacional. Mientras tanto las milicias carlistas se multiplicaban, pero sólo en el agreste Maestrazgo
se creó un auténtico reducto militar, dirigido por Ramón Cabrera.

c) Durante la tercera fase, la contienda experimentó un giro muy abierto, entre el otoño
de 1837 y su resolución en el verano de 1840. El ejército liberal, entre cuyos generales destacaba
Baldomero Espartero, mantuvo una presión continua sobre las zonas de dominio carlista, reducidas
prácticamente a las tierras al norte del Ebro y al Maestrazgo.
En el seno del carlismo estallaron las disensiones sobre la política a seguir entre quienes, como el
general en jefe Rafael Maroto, deseaban pactar una rendición honrosa antes de que se produjera el
definitivo hundimiento militar y aquellos que, como Cabrera, deseaban mantener la resistencia a toda
costa, en espera de que la contienda diera un nuevo giro. El 29 de agosto de 1839, Maroto selló con
Espartero el Convenio de Vergara, por el que los carlistas deponían las armas a cambio de que sus
oficiales se les mantuviera en el empleo y las Cortes se comprometieran a respetar los tradicionales fueros
de las provincias vascas y del reino de Navarra. Sin embargo, ni don Carlos, que se exilió en Francia, ni la
mayoría de la base popular del carlismo, aceptaron el Convenio. Por lo tanto, se mantuvieron las
hostilidades hasta mediados de 1840 en Navarra, el norte de Cataluña y el Maestrazgo. Finalmente, las
últimas unidades del ejército carlista, mandadas por Cabrera, tuvieron que refugiarse en Francia.
Moderados Y Progresistas .- Al asumir la Regencia, asesorada por un Consejo de Gobierno,
María Cristina renovó la confianza al último gabinete absolutista, presidido por Cea Bermúdez. Éste
intentó mantenerse en el poder anunciando algunas reformas administrativas, pero sin cambiar el sistema
político. Sólo una de ellas tendrá continuidad: la división del país en 49 provincias, proyectada por el
ministro de Fomento, Javier de Burgos. Ello provocó el descontento de los capitanes generales de Castilla
la Vieja y Cataluña, a favor de reformas políticas y de una convocatoria a Cortes que forzó la dimisión de
Cea y su sustitución por Francisco Martínez de la Rosa, un liberal moderado que había sido ministro de
Estado durante el Trienio Liberal (1820 – 1823).

El nuevo equipo buscó un modelo de transición que suscitara el consenso de todos los sectores que
apoyaban a Isabel II. En lugar de reponer la Constitución de Cádiz, el Gobierno elaboró un texto mucho
más conservador, que incluso eludía la palabra Constitución, una carta otorgada por la Monarquía para
conducir al país hacia el liberalismo lentamente y sin sobresaltos

El Estatuto Real de 1834 (carta otorgada), basado en los principios del liberalismo doctrinario,
establecía unas Cortes bicamerales, constituidas por el Estamento de Próceres y Procuradores. Del
primero serían miembros los grandes de España, los dignatarios eclesiásticos y un cierto número de
grandes contribuyentes designados por la Corona. Los Procuradores se elegirían, conforme al modelo de
sufragio censitario (en total unos 16.000 individuos, menos del 0´5 % de la población). Frente a las
Cortes, la Corona tendría en exclusiva la iniciativa legislativa a través del Gobierno, aunque el Parlamento
podría rechazar los proyectos de ley.

El Estatuto Real no convenció a nadie. Para los realistas, era una puerta abierta a la revolución. Para
los liberales, era demasiado conservador. Cuando se reunieron las Cortes, estos últimos dominaban el
Estamento de Procuradores, que se convirtió en motor de propuestas radicales de cambio, que el Gobierno
no podía asumir, el Gabinete de Martínez de la Rosa no pudo mantenerse más tiempo en el poder y cayó
en junio de 1835.

Su sucesor, el conde de Toreno, era también moderado, por lo que tampoco estaba dispuesto a
aceptar la legislación que pretendían introducir los progresistas. Éstos buscaban el final de la transición.
Durante el verano de 1835, se produjeron levantamientos populares en varis ciudades de Andalucía y en
Barcelona que adoptaron un cariz de revuelta social. La burguesía progresista logró reconducir creando
Juntas locales de gobierno en muchas ciudades, que exigían la puesta en vigor de la Constitución de
Cádiz. El Gobierno moderado intentó sin éxito reducirlas, al final, la reina gobernadora llamó al poder al
progresista gaditano Juan Álvarez Méndez, conocido como Mendizábal, poniendo así fin a la
primera etapa moderada.

El breve período de gobierno de este político (entre septiembre de 1835 y mayo de 1836), contempló
una gran actividad, destinada a asentar la revolución liberal desde el Gobierno y las Cortes.
 Se crearon las Diputaciones provinciales, que absorbieron a las Juntas progresistas.
 Se reorganizó la Administración judicial.
 Y reapareció la Milicia Nacional, integrada por voluntarios liberales.

Con todo, su principal obra fue la puesta en marcha de la desamortización de bienes de la Iglesia
católica, que se estimaba poseía el 18% de las tierras cultivables de España. Como primera medida, a
finales de 1835 se legisló la disolución de las órdenes religiosas masculinas. El Decreto de febrero de
1836, base del proyecto, nacionalizaba y ponía en venta los bienes de las órdenes suprimidas. El
proceso desamortizador se dilataría largos años, y terminaría vendiendo casi diez millones de hectáreas
entre unos 130.000 propietarios particulares, la mayoría tenedores de Deuda pública. Con ello se
conseguían varios objetivos: recortar el enorme poder de la Iglesia, abiertamente enfrentada al liberalismo,
extinguir buena parte de la Deuda y aportar dinero a la Hacienda para financiar la guerra carlista, colocar
en el sistema de libre mercado grandes extensiones de tierra cultivada, hasta entonces acogidas al sistema
de manos muertas y, vincular a los nuevos terratenientes al régimen liberal, única garantía de su
propiedad, si bien ello terminó reforzando la posición política de los moderados.

El liberalismo español era un movimiento mal organizado y profundamente dividido. Los moderados
se habían fortalecido con la incorporación de realistas adheridos a la causa de Isabel II como antiguos
descontentos con el rumbo del progresismo. Sus visiones políticas diferían mucho, desde los doctrinarios
como Donoso Cortés, partidarios de un régimen elitista y confesional, con mínimas libertades individuales y
un gran poder para la Corona, hasta quienes, como Andrés Borrego, defendían posiciones básicamente
liberales, pero manteniendo el sistema censitario de representación y una política social reaccionaria. En
cuanto a los progresistas, constituían un partido poco definido y con tendencia a fraccionarse. Sus apoyos
se situaban entre las clases medias urbanas partidarias de una cierta democratización política y una mayor
sensibilización social.

La división de los progresistas quedó patente cuando Mendizábal, enfrentado a las críticas de su
partido a la política militar y al Estatuto Real, tuvo que dimitir (a los ocho meses de llegar al poder) en mayo
de 1836. La reina gobernadora, opuesta a los progresistas, encomendó el Gobierno a Francisco Javier
Istúriz, recién pasado del progresismo a las filas moderadas. Los progresistas rechazaron combatir
parlamentariamente al Ejecutivo y desencadenaron levantamientos populares en varias ciudades y un
pronunciamiento militar. Éste tuvo lugar en la residencia real de La Granja (Segovia) en agosto de 1836 y
fue protagonizado por un grupo de suboficiales (Motín de los sargentos). Obligada a prescindir de Istúriz,
Mª Cristina aceptó la derogación del Estatuto Real, sustituido por la Constitución de Cádiz, y hubo de
encomendar el Gobierno a José Mª Calatrava. Retornó Mendizábal al Gobierno (Hacienda), y pudo
continuar su obra de desamortización.

Empero, la Constitución de 1812 era ya manifiestamente inaplicable, por lo que los nuevos
gobernantes convocaron Cortes Constituyentes. La nueva Constitución, aprobada en mayo de 1837 era
fruto de un cierto consenso entre moderados y progresistas. Restablecía el principio de soberanía
nacional, la separación de poderes y modificaba el sistema parlamentario bicameral, con un Congreso
de los Diputados y un Senado, elegidos por sufragio censitario y que recuperaban la iniciativa legal junto
con la Corona. Las Cortes de mayoría progresista legislaron algunas medidas importantes.

Alejado el peligro carlista tras la conciliación de Vergara, los liberales ahondaron sus divisiones y sus
bandos se dedicaron a combatirse, lo que benefició a los moderados. Por otra parte el sistema electoral,
notablemente viciado, propiciaba que las elecciones las ganara normalmente el partido en el poder.
Disueltas las Cortes Constituyentes, Mª Cristina designó un Gobierno moderado, que impuso sus
candidaturas en las elecciones parlamentarias del otoño de 1837.

Sin embargo, los progresistas contaban con bazas notables, como el apoyo mayoritario de la
población urbana, fuesen o no electores, el gobierno de los principales ayuntamientos o el control de la
Milicia Nacional. Además, entre la oficialidad del ejército, muy engrosada durante la guerra civil, se había
desarrollado un fuerte espíritu corporativo y se extendía el descontento por las dificultades del Gobierno a
la hora de pagar sus salarios. Los oficiales progresistas, muchos de ellos formados en las guerras
coloniales (y llamados por ello ayacuchos) estaban dirigidos por Baldomero Espartero, un auténtico héroe
popular en las guerras carlistas. Espartero no ocultaba sus ambiciones políticas ni su intención de convertir
al Ejército en un auténtico poder fáctico frente al Gobierno moderado y la Regencia.

En el verano de 1840, las Cortes aprobaron una Ley de Ayuntamientos, que buscaba recortar el
tradicional dominio progresista en el gobierno local dando su control a la Corona. Primero en Barcelona y
luego en Madrid, estallaron motines populares apoyados por la Milicia Nacional y que el Ejército no quiso
reprimir. Asustada, Mª Cristina entregó la presidencia de Gobierno a Espartero, renunció a la
Regencia y abandonó el país para establecerse en Francia.

La regencia de Espartero.- Se abría con ello la etapa pretoriana, o el régimen de los generales,
que de un modo u otro se prolongaría hasta 1875 y que se caracterizó por un gobierno más o menos
autoritario de militares políticos (Espartero, Narváez, O´Donell, Serrano) que actuaban en nombre de un
partido, pero cuya auténtica fuerza residía en el apoyo que les brindaba un sector mayoritario de la
oficialidad del Ejército.

Ante el vacío de poder, el jefe del Gobierno asumió la condición de regente con carácter
provisional, anuló la Ley de Ayuntamientos y disolvió las Cortes. Las nuevas elecciones
parlamentarias no se celebraron hasta la primavera de 1841. Las nuevas Cortes eran de mayoría
gubernamental, pero Espartero hubo de emplearse a fondo para que muchos diputados de su partido (el
progresista), aprobaran designarle como regente único. Aunque Espartero gozaba de mucha popularidad
entre el pueblo llano, para gobernar hubo de apoyarse sólo en un sector de su propio partido y en un
Gobierno a hechura suya.

La oposición entre el progresismo a la política personalista de Espartero siguió creciendo a lo largo


de 1842, hasta el punto de que su jefe de Gobierno, el marqués de Redil, actuaba prácticamente sin apoyo
parlamentario. En diciembre de 1842, el anuncio de un tratado comercial con el Reino Unido, que abría el
mercado español a las telas británicas, desató protestas populares en Barcelona. Espartero reaccionó
enérgicamente: la ciudad fue sometida a un duro bombardeo de artillería y la protesta cesó.

A partir de ese momento, la suerte de la Regencia estaba echada. El Congreso de Diputados


comenzó a actuar contra los intereses de Espartero, éste disolvió las Cortes, anuló la libertad de
prensa y estableció una auténtica dictadura. Las reacciones no se hicieron esperar. En la primavera de
1843 hubo levantamientos antiesparteristas en Andalucía, mientras en Cataluña los progresistas
disidentes creaban una Junta Suprema, cuya dirección asumían los generales Juan Prim y
Francisco Serrano. Por otra parte, el general moderado Ramón Mª Narváez, exiliado en Francia,
desembarcó en Valencia y se puso al frente de un contingente militar, con el que derrotó a las tropas leales
a la Regencia en las proximidades de Madrid. Espartero, admitió la derrota, renunció a su cargo y
embarcó en Cádiz rumbo a Inglaterra.

Alicia Carpintero Suárez


Enero 2010.

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