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Filosofía es conocimiento del Universo o de todo cuanto hay.

Ya vimos que esto implicaba para el


filósofo la obligación de plantearse un problema absoluto, es decir, de no partir tranquilamente de
creencias previas, de no dar nada por sabido anticipadamente. Ahora bien, lo sabido fuera, aparte
o antes de filosofía es sabido desde un punto de vista parcial y no universal, es un saber de nivel
inferior que no puede aprovecharse en la altitud donde se mueve a nativitate el conocimiento
filosófico. Esta situación del filósofo, que va aneja a su extremo heroísmo intelectual y que sería tan
incómoda si no le llevase a ella su inevitable vocación, impone a su pensamiento lo que llamo
imperativo de autonomía.

Significa este principio metódico la renuncia a apoyarse en nada anterior a la filosofía misma que se
vaya haciendo, el compromiso de no partir de verdades supuestas. Es la filosofía una ciencia sin
suposiciones. Entendiendo por tal un sistema de verdades que se han construido sin admitir como
fundamento de él ninguna verdad que se da por probada fuera de ese sistema. No hay, pues, una
admisión filosófica que el filósofo no tenga que forjar con sus propios medios.

Es, pues, la filosofía ley intelectual de sí misma, es autonómica. A esto llamo principio de autonomía
y él nos liga sin pérdida alguna a todo el pasado criticista de la filosofía, él nos retrotrae al gran
impulsor del pensamiento moderno y nos califica como últimos nietos de Descartes. No basta con
el principio de autonomía que es negativo, estático y de cautela, que nos invita a tener cuidado,
pero no a caminar, que no orienta ni dirige nuestro avance. Así, la física nos dice solamente lo que
es la materia como si sólo ella hubiese en el Universo, como si fuese el Universo.

Por eso la física ha solido tender a sublevarse como auténtica filosofía, y esta pseudofilosofía
subversiva es el materialismo. El filósofo, en cambio, buscará de la materia su valor como pieza del
Universo y dirá la verdad última de cada cosa, lo que esta cosa es en función de todas. Pero aún
tenemos que añadir, entre otros menos urgentes, un nuevo atributo al concepto de filosofía.
Llamamos filosofía a un conocimiento teorético, a una teoría.

Y este sentido estricto consiste en ser el concepto un contenido mental enunciable. Lo que no se
puede decir, lo indecible o inefable no es concepto, y un conocimiento que consista en visión
inefable del objeto será todo lo que ustedes quieran, inclusive será, si ustedes lo quieren, la forma
suprema de conocimiento, pero no es lo que intentamos bajo el nombre de filosofía. Si imaginamos
un sistema filosófico como el de Plotino o el de Bergson, que mediante conceptos nos demuestra
ser el verdadero conocimiento un éxtasis de la conciencia en que ésta transpone los límites de lo
intelectual o conceptual y toma contacto inmediato con la realidad, por lo tanto, sin la mediación o
intermedio del concepto, diríamos que son filosofías en tanto que prueban la necesidad del éxtasis
con medios no extáticos y dejan de serlo cuando se arrojan del concepto a la inmersión en el místico
trance. Ahora bien, la tendencia de la filosofía es de dirección opuesta.
Sumergirse en lo profundo, como a la mística, sino, al revés, emerge de lo profundo a la superficie.
Contra lo que suele suponerse, es la filosofía un gigantesco afán de superficialidad, quiero decir, de
traer a la superficie y tornar patente, claro, perogrullesco si es posible, lo que estaba subterráneo,
misterioso y latente. La filosofía es un enorme apetito de transparencia y una resuelta voluntad de
mediodía. Frente al misticismo, la filosofía quisiera ser el secreto a voces.

Si nuestro problema es conocer cuánto hay o el Universo, lo primero que necesitamos hacer es
determinar de qué cosas entre las que acaso hay podemos estar seguros de que las hay. Estas
últimas serán las que, a la par, hay en el Universo y hay en nuestro conocimiento. Todo problema
supone datos. Los datos son lo que no es problema.

El problema surge en la medida en que esos dos hechos no sean problemas, sino hechos efectivos
e indudables. Para que el pensamiento actúe tiene que haber un problema delante y para que haya
un problema tiene que haber datos. Esto es la conciencia del problema. Y tal fue, en rigor, el sentido
profundo del «saber el no saber» qué Sócrates se atribuía como único orgullo.

Sólo un ser de intermisión, situado entre la bestia y Dios, dotado de ignorancia, pero a la vez sabedor
de esta ignorancia, se siente empujado a salir de ella y va en dinámico disparo, tenso, anhelante de
la ignorancia hacia la sabiduría. Como el nuestro es el Universo o cuanto hay, necesitamos fijar qué
datos del Universo hallamos, o dicho de otra forma, qué es entre todo lo que hay lo que es
seguramente dado y no necesitamos buscar. Las demás ciencias, cuyo tipo de verdad es menos
radical, son menos radicales en la fijación de sus datos. Pero la filosofía tiene, en este primer paso,
que extremar su heroísmo intelectual y llevar al superlativo el rigor.

He aquí por qué, aunque los datos son lo que no es problema, surge en el umbral de la filosofía,
enorme, intolerante, el problema de los datos para el Universo, el problema de qué es lo que segura,
indubitablemente, hay

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