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3. La Iglesia universal.
En los evangelios hay dos acontecimientos que, de modo muy particular, expresan la
convicción de que la Iglesia ha sido fundada por Jesús de Nazaret. Por una parte, la
atribución a san Pedro de su nombre (cf Mc 3, 16), a continuación de su profesión de
fe mesiánica y con referencia a la fundación de la Iglesia (cf. Mt 16, 16ss). Por otra, la
institución de la Eucaristía (cf. Mc 14, 22ss; Mt 26, 26ss; Lc 22, 14ss; 1 Cor 11, 23ss).
La reunión de Jesús que conciernen a Pedro, como también el relato de la Cena, juegan
ciertamente un papel primordial en la discusión sobre el problema de la fundación de
la Iglesia. Sin embargo, hoy es preferible no ligar la respuesta a la cuestión que se pone
a propósito de la fundación de la Iglesia por Jesucristo, únicamente a una palabra de
Jesús o a un acontecimiento particular de su vida.
— El envío del Espíritu Santo que hace de la Iglesia una creatura de Dios
(«Pentecostés» en la concepción de san Lucas).
Ninguna etapa, tomada aparte, es totalmente significativa, pero todas las etapas,
puestas una tras otra, muestran bien que la fundación de la Iglesia debe comprenderse
como un proceso histórico de la revelación. El Padre, por tanto, «determinó convocar
en la santa Iglesia a los creyentes en Cristo, la cual, prefigurada ya desde el origen del
mundo, preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y la antigua
alianza, constituida en los últimos tiempos, se manifestó por la efusión del Espíritu y
será consumada gloriosamente al fin de los siglos»[6]. (Concilio Vaticano II, Const.
dogmática Lumen gentium, 2 Simultáneamente, en este desarrollo se constituye la
estructura fundamental permanente y definitiva de la Iglesia. La Iglesia terrestre
misma es ya el lugar de reunión del pueblo escatológico de Dios. Ella continúa la
misión confiada por Jesús a sus discípulos. En esta perspectiva, se puede llamar a la
Iglesia «germen y comienzo en la tierra, del Reino de Dios y de Cristo»[7]. (Concilio
Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 5)
La Iglesia que resplandece por la claridad de Cristo[10], (Concilio Vaticano II, Const.
dogmática Lumen gentium, 1) manifiesta a todos los hombres «la disposición
absolutamente libre y misteriosa de la sabiduría y del amor» del eterno Padre, de
salvar a todos los hombres por el Hijo y en el Espíritu[11]. (Concilio Vaticano II, Const.
dogmática Lumen gentium, 2) Para subrayar, a la vez, la presencia en la Iglesia, de esta
realidad divina transcendente, y la expresión histórica que la manifiesta, el Concilio ha
designado a la Iglesia con la palabra «misterio». Porque sólo Dios conoce el nombre
propio que expresaría toda la realidad de la Iglesia, el lenguaje de los hombres
experimenta su inadecuación radical para la expresión total del «misterio» de la
Iglesia. Debe, por ello, recurrir a múltiples imágenes, representaciones y analogías que,
por lo demás, no podrán designar jamás más que aspectos parciales de la realidad.
Así, el Nuevo Testamento nos presenta «imágenes [que están] tomadas o de la vida
pastoril o de la agricultura o del trabajo de la construcción o también de la familia y de
los esponsales», y que ya «están preparadas en los libros de los profetas»[14].
(Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 6 )
2. «Pueblo de Dios»
Sin embargo, en sí misma, la expresión «pueblo de Dios» tiene una significación que no
se descubre con un primer examen. Como toda expresión teológica, exige reflexión,
profundización y clarificación para evitar las interpretaciones falsas. Ya a nivel
lingüístico el término latino «populus» no parece ser capaz de traducir directamente
el laos griego de la Biblia de los «Setenta».
Laos es un término que en los «Setenta» tiene un sentido muy preciso, sentido no sólo
religioso, sino incluso directamente soteriológico y destinado a encontrar su
cumplimiento en el Nuevo Testamento.
El «pueblo de Dios» procede «de arriba», del designio de Dios, es decir, de la elección,
de la alianza y de la misión. Esto es verdadero, sobre todo si consideramos que Lumen
gentium no se limita a proponer la noción veterotestamentaria de «pueblo de Dios»,
sino que la supera hablando del «nuevo pueblo de Dios»[16]. (Concilio Vaticano II,
Const. dogmática Lumen gentium, 9) El nuevo pueblo de Dios está constituido por los
que creen en Jesucristo y han «renacido» porque han sido bautizados en el agua y en
el Espíritu Santo (Jn 3, 3-6). El Espíritu Santo «por la fuerza del Evangelio hace
rejuvenecer y renueva incesantemente a la Iglesia»[17]. (Concilio Vaticano II, Const.
dogmática Lumen gentium, 4)
En este acto divino tiene su origen la creación y también la historia de los hombres,
puesto que ésta tiene su «principio», en el sentido más pleno del término (Jn 1, 1), en
Jesucristo, el Verbo hecho carne.
Éste, exaltado a la derecha del Padre, dará y derramará el Espíritu Santo que se hace
así principio de la Iglesia constituyéndola como Cuerpo y Esposa de Cristo y, de este
modo, en una relación particular, única y exclusiva con respecto a Cristo, y
consecuentemente, no extensible indefinidamente.
La voluntad por parte del Concilio de subrayar este aspecto de la Iglesia aparece
claramente, como lo hemos referido ya, en el recurso a la categoría de «pueblo de
Dios». Ésta encuentra en sus antecedentes veterotestamentarios una connotación
precisa de sujeto histórico de la alianza con Dios. Esta característica está, además,
confirmada en el cumplimiento neotestamentario de la noción, cuando refiriéndose a
Cristo por el Espíritu, el «nuevo» pueblo de Dios amplía sus dimensiones,
confiriéndoles un alcance universal. Ahora bien, precisamente porque se refiere a
Jesucristo y al Espíritu, el nuevo pueblo de Dios se constituye en su identidad de sujeto
histórico.
Lo fundamentalmente propio de este pueblo y que, por ello, lo distingue de todo otro
pueblo, es vivir ejerciendo simultáneamente la memoria y la espera de Jesucristo y,
por ello, el compromiso de la misión. El pueblo de Dios lo realiza ciertamente por la
adhesión libre y responsable de cada uno de sus miembros, pero gracias al apoyo de
una estructura institucional establecida para este fin (palabra de Dios y ley nueva,
Eucaristía y sacramentos, carismas y ministerios).
En todo caso, memoria y espera dan una especificación precisa al pueblo de Dios,
confiriéndole una identidad histórica que, por su misma estructuración, lo preserva, en
toda situación, de la dispersión y del anonimato. Memoria y espera tampoco pueden
estar disociadas de la misión para la que el pueblo de Dios es convocado
permanentemente.
Desde este ángulo, la misión que constituye el objetivo histórico del pueblo de Dios
desencadena una acción específica que ninguna otra acción humana puede sustituir,
acción a la vez crítica, estimuladora y realizadora del modo de vivir de los hombres,
dentro del cual cada uno acepta o rechaza su salvación. Subestimar la función propia
de la misión y, en consecuencia, reducirla, sólo podría agravar el conjunto de los
problemas y de las desgracias del mundo.
3. Plenitud y relatividad del sujeto histórico
Por otro lado, la insistencia en la designación del pueblo de Dios como sujeto histórico,
y también la referencia constitutiva a la memoria y la espera de Jesucristo, permitirán
atraer la atención sobre las notas de relatividad e incomplención que son inherentes al
pueblo de Dios. En efecto, «memoria» y «espera» expresan simultáneamente, por una
parte, «identidad», y por otra «diferencia». «Memoria» y «espera» expresan
«identidad» en el sentido de que la referencia del nuevo pueblo de Dios a Jesucristo
por el Espíritu no hace de este pueblo «otra» realidad, independiente o diversa, sino
muy simplemente una realidad llena de la «memoria» y de la «espera» que la unen a
Jesucristo. Desde este ángulo, la realidad completamente relativa del nuevo pueblo de
Dios resalta claramente, ya que sin poder cerrarse sobre sí mismo está en total
dependencia de Jesucristo. Se sigue de ello que el nuevo pueblo de Dios no tiene genio
propio que hacer valer, imponer o proponer al mundo, sino que sólo puede comunicar
la memoria y la espera de Jesucristo, de que vive: «Ya no soy yo el que vive, sino que
Cristo es el que vive en mí» (Gál 2, 20).
Del Espíritu Santo el nuevo pueblo de Dios recibe su «consistencia» de pueblo. Según
las palabras del apóstol Pedro, «lo que no es un pueblo» no puede llegar a ser un
«pueblo» (cf. 1 Pe 2, 10) más que por aquel que lo une desde arriba y por dentro en
orden a realizar la unión en Dios. El Espíritu Santo hace vivir al nuevo pueblo de Dios
en la memoria y la espera de Jesucristo y le confiere la misión de anunciar la buena
nueva de esta memoria y de esta espera a todos los hombres. Con esta memoria, esta
espera y esta misión no se trata de una realidad que se superpondría o se
sobreañadiría a una existencia y a actividades ya vividas. A este respecto, los miembros
del pueblo de Dios no constituyen un grupo particular que se diferenciaría de otros
grupos humanos en el plano de las actividades cotidianas. Las actividades de los
cristianos no son diferentes de las actividades por las que los hombres, sean los que
sean, «humanizan» el mundo. Para los miembros del pueblo de Dios, como para todos
los demás hombres, no hay más que las condiciones ordinarias y comunes de la vida
humana que todos, según la diversidad de su vocación, están llamados a compartir en
solidaridad.
Sin embargo, el hecho de ser miembros del pueblo de Dios da a los cristianos una
responsabilidad específica con respecto al mundo: «¡Lo que el alma es en el cuerpo,
sean los cristianos en el mundo!»[21]. (Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen
gentium, 38) Ya que al mismo Espíritu Santo se le llama alma de la Iglesia[22], (Concilio
Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 7) los cristianos reciben, en este mismo
Espíritu, la misión de realizar en el mundo algo tan vital como lo que él lleva a término
en la Iglesia. Esta acción no es una acción técnica, artística o social más, sino más bien
la confrontación de la acción humana en todas sus formas, con la esperanza cristiana
o, para conservar nuestro vocabulario, con las exigencias de la memoria y de la espera
de Jesucristo. En las tareas humanas, los cristianos y entre ellos más particularmente
los seglares, «llevados por el espíritu evangélico, a modo de fermento, [trabajan] por la
santificación del mundo, como desde dentro, y así, ante todo por el testimonio de la
vida, resplandecientes por la fe, la esperanza y la caridad, [manifiestan] a Cristo a los
otros»[23]. (Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 31)
El nuevo pueblo de Dios no está, por tanto, caracterizado por un modo de existencia o
una misión que sustituirían a una existencia y a proyectos humanos ya presentes. La
memoria y la espera de Jesucristo deben, por el contrario, convertir o transformar,
desde el interior, el modo de existencia y los proyectos humanos ya vividos en un
grupo de hombres. Se podría decir a este respecto que la memoria y la espera de
Jesucristo, de las que vive el nuevo pueblo de Dios, constituyen como el elemento
«formal» (en el sentido escolástico del término) que viene a estructurar la existencia
concreta de los hombres. Esta que es como la «materia» (igualmente en sentido
escolástico), evidentemente responsable y libre, recibe esta o aquella determinación
para constituir un modo de vida «según el Espíritu Santo». Estos modos de vida no
existen a priori y no se pueden determinar anticipadamente, se presentan en una gran
diversidad y, por tanto, son siempre imprevisibles, aunque se los pueda referir a la
acción constante de un único Espíritu Santo. Por el contrario, lo que estos diversos
modos de vida tienen de común y de constante, es expresar «en las condiciones
ordinarias de la vida familiar y social, de las que está como tejida la existencia
[humana]»[24], (Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 31) las
exigencias y las alegrías del Evangelio de Cristo.
4. Pueblo de Dios e inculturación
1. Necesidad de la inculturación
A la vez como «misterio» y como «sujeto histórico», el nuevo pueblo de Dios «se
compone de hombres que, reunidos en Cristo, son conducidos por el Espíritu Santo en
su peregrinación al Reino del Padre y han recibido un mensaje de salvación que han de
proponer a todos. Por esta razón, ella [la comunidad de los cristianos] se siente real e
íntimamente unida al género humano y a su historia»[25] (Concilio Vaticano II, Const.
pastoral Gaudium et spes, 1). Siendo la misión de la Iglesia entre los hombres hacer
«que se introduzca este Reino [de Dios], el [nuevo] pueblo de Dios no sustrae nada al
bien temporal de cada pueblo, sino que, por el contrario, fomenta y asume los valores
y las riquezas y las costumbres de los pueblos en lo que tienen de bueno, pero,
asumiéndolos, los purifica, fortalece y eleva»[26] (Concilio Vaticano II, Const.
dogmática Lumen gentium, 13). El término general de «cultura» parece poder resumir,
como lo propone la Constitución pastoral Gaudium et spes, este conjunto de datos
personales y sociales que marcan al hombre, permitiéndole asumir y dominar su
condición y su destino[27]. (Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 53-
62)
Para designar esta perspectiva y esta acción, por las que el evangelio pretende
alcanzar el corazón de las culturas, se recurre hoy al término «inculturación». El
término «aculturación» o «inculturación», «es ciertamente un neologismo que, sin
embargo, expresa de modo egregio uno de los elementos del gran misterio de la
encarnación»[31]. (Juan Pablo II, Exhort. apostólica Catechesi tradendae, 53;cf.
Id., Discurso a la Pontificia Comisión Bíblica (26 de abril de 1979): Id., Discurso a los
obispos de Zaire (3 de mayo de 1980); Id., Alocución a los intelectuales y a los artistas
coreanos (5 de mayo de 1984).
Si las culturas son diversas, la condición humana es una; por ello, la comunicación
entre las culturas no sólo es posible, sino necesaria. Así, el evangelio, que se dirige a
lo más profundo del hombre, tiene un valor transcultural y su identidad debe poder
ser reconocida de cultura en cultura. Esto requiere la apertura de cada cultura a las
otras culturas. Baste recordar aquí estas palabras de la exhortación
apostólica Catechesi tradendae: «Podemos aseverar que tanto a la catequesis como a
la evangelización en general se le propone introducir la fuerza del evangelio en lo más
íntimo de la cultura y de las formas de la misma cultura»[36]. (Juan Pablo II, Exhort.
apostólica Catechesi tradendae, 53).
En esta tarea global, la promoción de la justicia, sin duda, no es más que un elemento,
pero un elemento importante y urgente. El anuncio del evangelio debe asumir el reto
tanto de las injusticias locales como de la injusticia planetaria. Es verdad que en este
campo se han manifestado ciertas desviaciones de naturaleza político-religiosa. Pero
tales desviaciones no deben llevar al recelo o al olvido de la tarea necesaria de la
promoción de la justicia. Muestran más bien la urgencia de un discernimiento
teológico fundado en instrumentos de análisis tan científicos como sea posible,
sometidos siempre a la luz de la fe[38].(Sagrada congregación para la Doctrina de la fe,
Instrucción Libertatis nuntius (sobre algunos aspectos de la Teología de la liberación: 6
de agosto de 1984) Por otra parte, como las injusticias locales son muy
frecuentemente solidarias de la injusticia planetaria sobre la que llamó vigorosamente
la atención el papa Pablo VI en Populorum progressio, la promoción de la justicia
concierne a la Iglesia católica extendida en el universo entero, es decir, requiere la
ayuda mutua de todas las Iglesias particulares y la ayuda de la Sede de Roma.
Iglesias particulares e Iglesia universal
Siguiendo el uso más corriente del Concilio Vaticano II, retomado por el nuevo Código
de Derecho Canónico, mantenemos en la presente exposición la siguiente distinción: la
«Iglesia particular» (Ecclesia peculiaris aut particularis) es, en primer lugar, la
diócesis[39] (Cf. CIC canon 368). «Unida a su Pastor y congregada por él en el Espíritu
Santo mediante el Evangelio y la Eucaristía»[40]. (Concilio Vaticano II, Decreto Christus
Dominus, 11) El criterio es aquí esencialmente teológico. Según un cierto uso que, por
lo demás, no ha sido mantenido por el Código, la «Iglesia local» (Ecclesia localis) puede
designar un conjunto más o menos homogéneo de Iglesias particulares, cuya
constitución resulta, muy frecuentemente, de datos geográficos, históricos, lingüísticos
o culturales. Bajo la acción de la Providencia, estas Iglesias han desarrollado, también
en nuestros días, un patrimonio propio de orden teológico, jurídico, litúrgico y
espiritual. El criterio es aquí, primariamente, de orden socio-cultural.
2. Unidad y diversidad
Puestas estas distinciones, es necesario subrayar aquí que para la teología católica de
la unidad y de la diversidad se impone una referencia originaria: la de la Trinidad
diferenciada de las personas en la Unidad misma de Dios. La distinción de las Personas
no divide en nada la naturaleza. La teología de la Trinidad nos muestra que las
verdaderas diferencias no pueden existir más que en la unidad. Al contrario, lo que no
tiene unidad no soporta la diferencia (cf. J. A. Moehler). Podemos aplicar
analógicamente estas reflexiones a la teología de la Iglesia.
En cierto modo, pueden verificarse también en el Sínodo de los Obispos, que puede
tenerse como expresión verdadera, aunque parcial, de colegialidad universal, porque,
«en cuanto representación de todo el Episcopado católico, significa a la vez que todos
los Obispos en la comunión jerárquica son partícipes de la solicitud por la Iglesia
universal»[60]. (Concilio Vaticano II, Decreto Christus Dominus, 5) Por el contrario,
instituciones como las Conferencias Episcopales (y sus reagrupaciones continentales)
pertenecen a la organización o figura concreta de la Iglesia (iure ecclesiastico); con
respecto a ellas, el empleo de los términos «colegio», «colegialidad», «colegial» no
puede tener, por tanto, más que un sentido analógico, teológicamente impropio.
Estas afirmaciones no disminuyen en nada la importancia del papel práctico que las
Conferencias Episcopales y sus reagrupaciones continentales deben jugar en el futuro,
especialmente en lo que se refiere a las relaciones entre las Iglesias particulares, las
Iglesias «locales» y la Iglesia universal. Los resultados ya obtenidos permiten abrigar, a
este respecto, una confianza fundada.
Resta que, en nuestra situación peregrinante, las relaciones entre Iglesias particulares,
como las relaciones de estas Iglesias con la Sede de Roma, encargada del ministerio de
la unidad y de la comunión universal, pueden, a veces, resultar difíciles. La tendencia
pecadora de los hombres los lleva a transformar las dificultades en oposiciones. Es, por
ello, necesario buscar, sin cesar, en comunión con la Sede de Roma y bajo su
autoridad, las mejores modalidades de expresión de la universalidad católica que
permitan la compenetración de los más diversos elementos humanos en la unidad de
la fe.
Desde que aparece en la historia, el nuevo pueblo de Dios está estructurado en torno a
los pastores que Jesucristo mismo ha elegido haciendo de ellos sus Apóstoles (Mt 10,1-
42) y poniendo a Pedro a su cabeza (Jn 21,15-17). «Aquella misión divina, confiada por
Cristo a los Apóstoles, durará hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,20), ya que el evangelio
que ellos han de transmitir ha de ser en todo tiempo, para la Iglesia, principio de toda
vida. Por ello, los Apóstoles tuvieron cuidado de instituir sucesores en esta sociedad
ordenada jerárquicamente»[61]. (Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen
gentium, 20) No es, por ello, posible disociar el pueblo de Dios, que es la Iglesia, de los
ministerios que la estructuran, y especialmente del episcopado. Éste se hace, a la
muerte de los Apóstoles, el verdadero «ministerio de la comunidad» que los Obispos
ejercen con la ayuda ele los presbíteros y de los diáconos[62]. (Concilio Vaticano II,
Const. dogmática Lumen gentium, 20) Desde entonces, si la Iglesia se presenta como
un pueblo y una comunión de fe, de esperanza y de caridad, en el seno de la cual los
fieles de Cristo «todos [...] gozan de verdadera dignidad cristiana»[63], (Concilio
Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 18) este pueblo y esta comunión han
sido provistos de ministerios y de medios de crecimiento que aseguran el bien de todo
el cuerpo. No se pueden, por tanto, separar en la Iglesia los aspectos de una estructura
y de una vida que están en ella profundamente asociados entre sí. «El único mediador,
Cristo, instituyó y mantiene continuamente en la tierra a su Iglesia santa, comunidad
de fe, esperanza y caridad, como un todo visible, mediante la cual difunde la verdad y
la gracia. Pues la sociedad provista de órganos jerárquicos y el Cuerpo místico de
Cristo, la asamblea visible y la comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia
enriquecida con los bienes celestiales, no deben considerarse como dos cosas, sino
que forman una sola realidad compleja que consta de un elemento humano y otro
divino»[64]. (Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 8)
La comunión que define al nuevo pueblo de Dios es, por tanto, una comunión social
ordenada jerárquicamente. Como lo precisa la Nota explicativa previa, de 16 de
noviembre de 1964: «La comunión es una noción que en la antigua Iglesia (como
también hoy, sobre todo en Oriente) se tiene en gran honor. Pero no se entiende de
un cierto sentimiento vago, sino de una realidad orgánica que exige una forma jurídica
que, al mismo tiempo, está animada por la caridad»[65]. (Ex actis Ss. Oecumenici
Concilii Vaticani II, Nota explicativa praevia, 2)
2. El fin de la legislación eclesial no puede ser sino el bien común de la Iglesia. Este
comprende inseparablemente la salvaguardia del depósito de la fe, recibido de Cristo,
y el progreso espiritual de los hijos de Dios, hechos miembros del Cuerpo de Cristo.
El Concilio pone en conexión el sacerdocio común de los fieles con el sacramento del
bautismo. Del mismo modo se indica que tal sacerdocio implica para los fieles y tiene
como finalidad «que ofrezcan hostias espirituales por medio de todas las obras del
hombre cristiano»[77], (Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 10) o
ulteriormente que en él se trata —como ya san Pablo determinaba más
concretamente— de que se muestren a sí mismos como «hostia viva, santa, agradable
a Dios...» (Rom 12,1). Así, la vida cristiana se considera como alabanza ofrecida a Dios y
culto tributado a él por cada persona y por toda la Iglesia. La sagrada Liturgia[78],
(Concilio Vaticano II, Const. dogmática Sacrosanctum Concilium, 7) el testimonio de la
fe y el anuncio del evangelio[79], (Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen
gentium, 10) a partir del sentido sobrenatural de la fe, que participan todos los
fieles[80], (Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 12) constituyen una
expresión de este sacerdocio. Este sacerdocio se ejercita concretamente en la vida
cotidiana del bautizado cuando la misma existencia se hace oblación de sí por la
inserción en el misterio pascual de Cristo. El sacerdocio común de los fieles (o de los
bautizados) manifiesta claramente la profunda unidad entre el culto litúrgico y el culto
espiritual y concreto de la vida cotidiana. Debemos subrayar también aquí que tal
sacerdocio no puede entenderse sino corno participación del sacerdocio de Cristo:
ninguna alabanza asciende al Padre a no ser por intervención de Cristo. En realidad, en
la economía cristiana, la oblación de la vida no se realiza plenamente más que por los
sacramentos y, de modo completamente singular, por la Eucaristía. ¿No son los
sacramentos, a la vez, fuente de gracia y expresión de la oblación cultual?
Dentro del único pueblo de Dios, el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial de los
Obispos y presbíteros son inseparables. El sacerdocio común alcanza la plenitud de su
importancia eclesial por el sacerdocio ministerial, mientras que, por su parte, éste no
existe más que en orden al ejercicio del sacerdocio común. Los Obispos y presbíteros
son necesarios en la vida de la Iglesia y de los bautizados, pero también los Obispos y
presbíteros están llamados a vivir plenamente este mismo sacerdocio común y, en este
aspecto, tienen necesidad del sacerdocio ministerial. «Pues para vosotros soy Obispo,
con vosotros soy cristiano», dice san Agustín[87]. San Agustín, Sermón 340, 1
Hay, ciertamente, algunos actos sacramentales cuya validez depende de que aquel que
los celebra, en virtud de su ordenación, tenga potestad de actuar «en persona de
Cristo» o «en papel de Cristo». Sin embargo, no sería lícito limitarse a esta advertencia
para legitimar la existencia del ministerio ordenado en la Iglesia. Este ministerio
pertenece a la estructura esencial de la Iglesia y, por ello, a su rostro y visibilidad. La
estructura esencial de la Iglesia, como su rostro, implica la dimensión «vertical», signo
e instrumento de la iniciativa y de la prioridad de la acción divina en la economía
cristiana.
La reflexión que hemos hecho hasta ahora se muestra útil para explicar ciertas
disposiciones del nuevo Código de Derecho Canónico, que se refieren al sacerdocio
común de los fieles. El canon 204, § 1, siguiendo al número 31 de la constitución
dogmática Lumen gentium, pone la participación de los cristianos en el oficio
sacerdotal, profético y real de Cristo, en conexión con el bautismo. «Los fieles
cristianos que, en cuanto incorporados a Cristo por el bautismo, están constituidos
como pueblo de Dios y que, por esta razón, son hechos partícipes, a su manera, del
oficio sacerdotal, profético y real de Cristo, son llamados, según la condición propia de
cada uno, a ejercitar la misión que Dios confió a la Iglesia para que la cumpliera en el
mundo»[88]. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium; CIC canon 204, §1.
En el espíritu de la misión que los laicos ejercen en la Iglesia y en el mundo, misión que
es la de todo el pueblo de Dios, los cánones 228, § 1 y 230, § 1 y 3, contemplan la
admisión de laicos a oficios y cargos eclesiásticos, por ejemplo, a los ministerios de
lector, acólito y otros[89]. (Cf. CIC cánones 861, §2; 910, § 2) Sin embargo, sólo
abusivamente se podría considerar que estas concesiones establecen una igualdad
entre los oficios respectivos de los Obispos, presbíteros, diáconos y los de los laicos. La
función del laico en los oficios y cargos eclesiásticos que se consideran en los cánones
citados más arriba ciertamente es plenamente legítima y, por lo demás, aparece
absolutamente necesaria en ciertas circunstancias; sin embargo, no puede tener la
plenitud y la amplitud del signo eclesial que reside en los ministros ordenados, en
virtud de su cualidad propia de representantes sacramentales de Cristo. La apertura de
oficios y cargos eclesiásticos a los laicos no debería tener como efecto oscurecer el
signo visible de la Iglesia, pueblo de Dios jerárquicamente ordenado a partir de Cristo-
Cabeza.
Por otra parte, esta misma apertura tampoco debería conducir al olvido de la vocación
propia de los laicos en el conjunto de la misión de la Iglesia que ellos comparten con
todos los otros fieles, como también los Obispos, los presbíteros, los diáconos o, en
otro plano, los religiosos y religiosas tienen también una vocación propia. Como el
Concilio en el número 31 de la constitución dogmática Lumen gentium lo ha
establecido: «Es propio de los laicos, por vocación propia, buscar el reino de Dios
gestionando las cosas temporales y ordenándolas según
Dios. Viven en el mundo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y trabajos del
mundo y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, por las que su
existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios para que, ejercitando su
oficio propio, llevados por el espíritu evangélico, a manera de fermento, trabajen por
la santificación del mundo, como desde dentro, y así, ante todo por el testimonio de la
vida, resplandecientes por la fe, la esperanza y la caridad, manifiesten a Cristo a los
otros»[90]. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 31
8. La Iglesia como sacramento de Cristo
1. Sacramento y misterio
Por lo demás, estos usos no llevan consigo explicación. Parece que el principio
establecido en el párrafo primero de la constitución basta. Sin que haya obtenido el
mismo éxito que la expresión «pueblo de Dios», la expresión «sacramento» aplicada a
la Iglesia se ha vulgarizado algo. Pero su uso requiere muchas clarificaciones.
Sin duda, es necesario no olvidar que la expresión «sacramento», como cualquier otra
palabra, figura, imagen, analogía y comparación, no puede definir estrictamente o
describir adecuadamente la realidad de la Iglesia. Sin embargo, la denominación de la
Iglesia como sacramento subraya, en primer lugar y con gran claridad, el vínculo de la
Iglesia con Cristo. Así, es posible aproximar a esta expresión las imágenes bíblicas de la
Iglesia Cuerpo de Cristo y de Esposa. Lo mismo sucede con la fórmula «nuevo pueblo
de Dios» en cuanto que se refleja en las dos direcciones inseparables de misterio y
sujeto histórico. Realmente, todas las imágenes bíblicas de la Iglesia que se enumeran
en el capítulo primero de la constitución dogmática Lumen gentium y que ponen de
relieve, respectivamente, las notas complementarias de identificación y de diferencia
entre Cristo y la Iglesia, pueden encontrar en este termino de sacramento como una
transcripción formal. En la Iglesia habita verdaderamente la presencia de Cristo, de
modo que el que la ha encontrado, ha encontrado a Cristo. Tal es la presencia de Cristo
en el bautismo y la Eucaristía, en la palabra de Dios, en la asamblea de los cristianos
(Mt 18,20), en el testimonio del ministerio apostólico (Lc 10,16; Jn 15,18.20), en el
servicio de los pobres (Mt 25,40), en el apostolado... Pero, al mismo tiempo, la Iglesia,
que está hecha de hombres y pecadores, tiene necesidad de convertirse, purificarse y
pedir a su Señor los dones espirituales necesarios para su misión en el mundo. La
Iglesia es, a la vez, sacramento eficaz de la unión con Dios y de la unidad del género
humano, y debe pedir incesantemente, en primer lugar para sus miembros, la
misericordia de Dios y la unidad de sus hijos. Con otras palabras, el Señor está
presente en la Iglesia (Ap 21,3.22), pero no deja, por ello, de mantenerse delante de
ella, para atraerla en el Espíritu Santo a las realidades todavía mayores (cf. Jn 5,20) de
la presencia definitiva de Dios, que será «todo en todas las cosas» (1 Cor15,28; Col
3,11).
«Hay una única Iglesia de Cristo que en el Símbolo confesamos una, santa, católica y
apostólica, que nuestro Salvador, después de su resurrección, confió a Pedro para que
la apacentara (cf. Jn 21,17), y encomendó a él y a los demás Apóstoles para que la
propagaran y rigieran (cf. Mt 28,18ss), y a la que erigió como “columna y fundamento
de la verdad” (1 Tim 3,15). Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como
sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los
Obispos en comunión con él, aunque fuera de su estructura se encuentren muchos
elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo,
impulsan a la unidad católica»[96] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen
gentium, 8.
En primer lugar, conviene decir una palabra de «la misma plenitud de gracia y de
verdad que ha sido confiada a la Iglesia católica»[98] Concilio Vaticano II,
Decreto Unitatis redintegratio, 3. Esto se deduce rectamente, porque «creemos, en
efecto, que el Señor ha encomendado al único colegio apostólico, que preside Pedro,
todos los bienes de la Nueva Alianza para constituir un único cuerpo de Cristo en la
tierra, al que deben incorporarse plenamente los que ya pertenecen, de alguna
manera, al pueblo de Dios»[99] Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, 3.
La dimensión espiritual de la Iglesia no puede separarse de su dimensión visible. La
Iglesia una, única y universal, la Iglesia de Jesucristo, puede conocerse históricamente
en la Iglesia visible constituida en torno al colegio de los Obispos y su cabeza, el
Romano Pontífice[100] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 8. La
Iglesia se encuentra allí donde los sucesores del apóstol Pedro y de los otros Apóstoles
conservan visiblemente la continuidad con los orígenes. En realidad, con la continuidad
apostólica vienen inseparablemente los otros elementos esenciales: la Sagrada
Escritura, la doctrina de la fe y el magisterio, los sacramentos y los ministerios. Tales
elementos ayudan al nacimiento y al aumento de la existencia según Cristo. Del mismo
modo que la afirmación de la fe ortodoxa, constituyen el instrumento esencial y el
medio específico por los que se fomenta el incremento de la vida de Dios entre los
hombres. De hecho, estos elementos constituyen lo que es la verdadera Iglesia. Es
legítimo ver que toda la obra salvífica de Dios en el mundo se refiere a la Iglesia en
cuanto que los medios para crecer en la vida de Cristo alcanzan en la Iglesia su culmen
y perfección.
El Decreto sobre el ecumenismo puede hablar, con razón, del «sagrado misterio de la
unidad de la Iglesia», cuyos elementos esenciales enumera: «Jesucristo quiere que, por
la fiel predicación del evangelio y la administración de los sacramentos y por el
gobierno en el amor, realizados por los Apóstoles y sus sucesores, es decir, los Obispos
con su cabeza el sucesor de Pedro, actuando el Espíritu Santo, crezca su pueblo; y
consuma su comunión en la unidad: en la confesión de una sola fe, en la celebración
común del culto divino y en la concordia fraterna de la familia de Dios»[101] Concilio
Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, 2. Siendo la Iglesia la proposición de la vida
total del Señor resucitado, consecuentemente el nombre de Iglesia se puede aplicar
con plenitud donde esta vida sacramental y esta fe apostólica existen en su integridad
y continuidad. Ahora bien, creemos que tales elementos existen con plenitud y por
excelencia en la Iglesia católica. Esto es lo que quiere subrayar la primera frase del
número 8 de la constitución dogmática Lumen gentium con estas palabras: «Esta
Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como sociedad, subsiste en la Iglesia
católica, gobernada por el sucesor de Pedro y los Obispos en comunión con él...»[102]
Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 8. La Iglesia se encuentra donde
los sucesores de Pedro y de los otros Apóstoles conservan visiblemente la unidad con
los orígenes. A esta Iglesia se ha concedido la unidad, y «creemos que [ella] subsiste
inamisible en la Iglesia católica»[103]. Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis
redintegratio, 4. La Iglesia se realiza en toda su plenitud en la sociedad que es regida
por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él.
3. Elementos de santificación
Hay, por tanto, fuera de la Iglesia católica, no sólo muchos cristianos, sino muchos
principios verdaderamente cristianos de vida y de fe. La Iglesia católica puede, por ello,
hablar, como en el decreto Unitatis redintegratio, de «Iglesias orientales» y, con
respecto a Occidente, de «Iglesias y comunidades eclesiales separadas»[106]. Concilio
Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, 14; ibid., 19. Auténticos valores de Iglesia
están presentes en otras Iglesias y comunidades cristianas. Esta presencia muestra,
como exigencia, este hecho: «todos [católicos y no católicos] examinan su fidelidad a la
voluntad de Cristo acerca de la Iglesia y, como es debido, emprenden animosamente la
tarea de renovación y de reforma»[107]. Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis
redintegratio, 4; cf. ibid., 6-7. El decreto conciliar sobre el ecumenismo describió con
exactitud los principios católicos del ecumenismo y su ejercicio concreto, tanto con
respecto a las Iglesias orientales como con respecto a las Iglesias y comunidades
eclesiales separadas en Occidente. El conjunto de estas disposiciones desarrolla la
doctrina presente en la constitución Lumen gentium, especialmente en su número
8[108]: Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 8: «Pues por sola la
Iglesia católica de Cristo, que es auxilio general de salvación, puede alcanzarse toda la
plenitud de los medios salvíficos...»[109] Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis
redintegratio, 3; «[sin embargo] las mismas Iglesias y comunidades separadas, aunque
creemos que padecen carencias, de ninguna manera están despojadas de toda
significación y peso en el misterio de la salvación»[110] Concilio Vaticano II,
Decreto Unitatis redintegratio, 3.
La voluntad de Jesús: «Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que
también ellos sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn
17,21), es cada vez más urgente. Como cada vez es más urgente la obligación, que de
ella se deriva para todos los cristianos y todas las comunidades cristianas, de tender ya
ahora, con todas sus fuerzas, a esta unidad, objeto de nuestra esperanza.
10. El carácter escatológico de la Iglesia: Reino e Iglesia
Pero este fin hacia el cual el Espíritu Santo mueve a la Iglesia determina la vida
profunda de la Iglesia peregrinante. Por esto, los creyentes tienen desde ahora su
ciudadanía (politeuma) «en los cielos» (Flp 3,20)[117] Concilio Vaticano II, Const.
dogmática Lumen gentium, 13; ya «la Jerusalén de arriba es nuestra Madre» (Gál 4,26)
[118] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 6. Pertenece al misterio
mismo de la Iglesia que este fin esté ya presente, de una manera escondida, en la
Iglesia peregrinante. Este carácter escatológico de la Iglesia no puede conducir a
subestimar las responsabilidades temporales; muy al contrario, conduce a la Iglesia
hacia el camino de imitación de Cristo pobre y servidor. De su unión íntima con Cristo y
de los dones de su Espíritu, la Iglesia recibe la fuerza de entregarse al servicio de todo
hombre y de todo el hombre. Pero, «en su peregrinación al Reino del Padre»[119]
Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 1, la Iglesia mide la distancia que
ha de franquear hasta su consumación final; reconoce, por ello, que cuenta en su seno
con pecadores y que tiene constantemente necesidad de penitencia[120] Concilio
Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 8. Esta distancia, sentida con frecuencia
dolorosamente, no debe hacer olvidar, sin embargo, que la Iglesia es esencialmente
una en sus diferentes estadios: se trate de su prefiguración en la creación, de su
preparación en la Antigua Alianza, de su constitución «en estos tiempos que son los
últimos», de su manifestación por el Espíritu Santo y, finalmente, de su consumación al
fin de los siglos en la gloria[121] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen
gentium, 8. Además, si la Iglesia es una en los diferentes estadios de la economía
divina, es también una en sus tres dimensiones de peregrinación, de purificación y de
glorificación: «Todos los que son de Cristo, poseyendo su Espíritu, constituyen una sola
Iglesia y mutuamente se unen en él (cf. Ef 4,16)»[122] Concilio Vaticano II, Const.
dogmática Lumen gentium, 49.
La Iglesia es santa, aunque cuenta con pecadores en su seno[139] Concilio Vaticano II,
Const. dogmática Lumen gentium, 8. El Reino mismo «presente misteriosamente» (in
mysterio) está, también él, inserto en el mundo y en la historia, y no está, por ello,
todavía purificado de los elementos que le son extraños (cf. Mt 13,24-30.47-49). En
cuanto misterio humano-divino, la Iglesia supera la «socialis compago» o conjunto
social de la Iglesia católica[140] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen
gentium, 8. Pertenecer al Reino tiene que constituir una pertenencia —al menos
implícita— a la Iglesia.
3. ¿Es la Iglesia sacramento del Reino?
a.- Koinonia.
b- Diakonía.
c- Martyría.
6.- Hable de la Iglesia Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y templo del Espíritu.