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CROIX
LA LUCHA DE CLASES
EN EL MUNDO GRIEGO
ANTIGUO
Traducción castellana de
TEÓFILO DE LOZOYA
EDITORIAL CRÍTICA
Grupo editorial Grijalbo
BARCELONA
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema
informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico,
mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de
los titulares del copyright.
Título original:
THE CLASS STRUGGLE IN THE ANCIENT GREEK WORLD. From the Archaic Age to the
Arab Conquests
Gerald Duckworth and Company Limited, Londres
G. E. M. S. C.
Septiembre de 1980
PRIMERA PARTE
I. INTRODUCCIÓN
(i) P l a n d e l l ib r o
El propósito general que tengo en este libro es primero explicar (en la primera
parte) y después ejemplificar (en la segunda) el valor que tiene el análisis general
que hace Marx de la sociedad en relación al mundo griego antiguo (tal como lo
definimos en la sección ii de este capítulo). Marx y Engels aportaron una serie de
contribuciones diversas a la metodología de ia Historia y proporcionaron unos
cuantos instrumentos que pueden resultar de provecho para el historiador y el
sociólogo. Yo, por mi parte, voy a centrarme con amplitud en uno solo de esos
instrumentos, que me parece el más im portante y también el más fructífero a la
hora de utilizarlo para la comprensión y explicación de determinados acontecimien
tos y procesos históricos: me refiero al concepto de clase y de lucha de clases.
En la sección ii de este primer capítulo establezco cómo interpreto la expresión
«el mundo griego antiguo» y explico el significado de los términos que utilizaré
para los períodos (comprendidos entre el 700 a.C . aproximadamente y mediados
del siglo vn d.C.) en que puede dividirse la historia de mi «mundo griego». En la
sección iii procederé a describir la división fundamental entre polis y chora (ciu
dad y campo), que tan importante papel desempeña en la historia de Grecia a
partir de la época «clásica» (que acaba aproximadamente a finales del siglo iv
a.C.), período al que se limita, de modo bastante absurdo, la idea que muchos
tienen al hablar de «historia de Grecia». En la sección iv hago una breve reseña de
Marx como estudioso de las Clásicas, destacando la falta casi total de interés por
las ideas marxistas que, desgraciadamente, caracteriza a la gran mayoría de los
especialistas en la Antigüedad clásica en el mundo de habla inglesa. Intento asi
mismo desterrar ciertos tópicos y concepciones erróneas que corren acerca de la
actitud de Marx ante la historia; a este respecto comparo su actitud con la de
Tucídides.
El capítulo II trata de «clase, explotación y lucha de clases». En la sección i
explico la naturaleza y los orígenes de la sociedad de clases, tal como entiendo yo
el término. Establezco asimismo lo que considero que son los dos rasgos funda
mentales que diferencian la sociedad griega antigua del mundo contemporáneo: se
les puede identificar respectivamente dentro del campo de lo que Marx llamaba
«las fuerzas de producción» y «las relaciones de producción». En la sección ii doy
la definición de «clase» (como una relación, fundamentalmente, como la encarna
ción social del hecho de la explotación) y con ella defino también «explotación» y
«lucha de clases». En la sección iii demuestro que el significado que aplico a la
16 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
largo del período de mil trescientos o mil cuatrocientos años que tratamos en este
libro.
En la segunda parte intento ejemplificar la utilidad de los conceptos y la
metodología señalados en la primera explicando no sólo una serie de situaciones y
desarrollos históricos, sino también las ideas —sociales, económicas, políticas y
religiosas— que surgieron del proceso histórico. En el capítulo V («La lucha de
clases en el mundo griego en el piano político») muestro cómo la aplicación a la
historia de Grecia de un análisis de clase puede dar luz a los procesos de cambio
político y social. En la sección i trato del período arcaico (antes del siglo v a.C.)
y demuestro cómo los llamados «tiranos» desempeñaron un papel fundamental en
la transición de la aristocracia hereditaria, que existió en todos los rincones del
mundo griego a partir del siglo v i i , a sociedades más «abiertas» dirigidas por
oligarquías acomodadas o democracias. En la sección ii hago una serie de obser
vaciones acerca de la lucha de clases política (mitigada en gran medida por la
democracia, donde existía dicha forma de gobierno) durante los siglos v y iv,
mostrando cómo incluso en Atenas, donde la democracia alcanzó su mayor vigor,
surgió una dura lucha de clases en el plano político en dos ocasiones, una en 411
y otra en 404. En la sección iii señalo cómo se fue destruyendo poco a poco la
democracia griega entre el siglo iv a.C. y el i i i de la era cristiana, gracias al
esfuerzo conjunto de la clase propietaria griega, los macedonios y finalmente los
romanos (se describen los detalles de este proceso durante el período romano en el
apéndice IV).
Dado que la totalidad del mundo griego cayó gradualmente bajo el dominio
de Roma, me veo obligado a extenderme con cierta amplitud acerca de «Roma
soberana», que es como se titula el capítulo VI. Tras unas breves notas en la
sección i en torno a Roma como «reina y señora del mundo», paso a hacer en la
sección ii un bosquejo del llamado «conflicto de los órdenes» en la primitiva
república rom ana, principalmente con la intención de mostrar que, aun siendo
técnicamente, en efecto, un conflicto entre dos «órdenes» (dos grupos jurídicamen
te distintos), a saber, patricios y plebeyos, se veían implicados en él, no obstante,
fuertes elementos de lucha de clases. En la sección iii señalo algunos aspectos de
la situación política en la república m adura (por decirlo a grandes rasgos, los tres
últimos siglos a.C .). En la sección iv describo brevemente la conquista del mundo
mediterráneo por parte de Roma y sus consecuencias. En la sección v explico el
cambio de régimen político «de la república al principado», y en la vi esbozo la
naturaleza del principado como una institución que continuaría durante el «Impe
rio romano tardío», a partir del siglo iil En el cuadro que hago del Imperio
tardío, no pongo tanto énfasis como es habitual en el supuesto paso del «princi
pado» al «dominado»; para mí es mucho más im portante una gran intensificación
de las formas de explotación: la reducción al estado de servidumbre de la mayoría
de la población trabajadora agrícola, un gran crecimiento de los tributos y el
aumento de las levas. Hago una caracterización de la posición del emperador en
el principado y en el Imperio tardío y un perfil de las clases altas de Roma, sin
olvidar los cambios que se produjeron en el siglo iv.
El capítulo VII es una discusión de «la lucha de clases en el plano ideológico».
Tras abordar unos cuantos temas generales en la sección i («Terror y propagan
da»), paso en la ii a discutir la teoría de la «esclavitud natural» y en la sección iii
INTRODUCCIÓN 19
Según mis premisas, «el mundo griego» ocupa, hablando en términos genera
les, una ancha franja (que definimos a continuación) en la que el griego era, o se
convirtió, en la principal lengua de las clases superiores. En el norte de África en
tiempos del imperio romano la división entre las zonas de lengua griega y las de
lengua latina se situaba exactamente al oeste de Cirenaica (la parte oriental de la
actual Libia), más o menos en torno al meridiano 19 long. este según Greenwich:
Cirenaica y todas las tierras al oeste de ella eran griegas. En Europa la línea
divisoria empezaba en el litoral oriental del Adriático, a grandes rasgos en el
punto por donde el mismo meridiano corta las costas de la actual Albania, ligera
mente al norte de Durazzo (la antigua Dirraquio, y antes Epidamno); y desde ese
punto se extendía al este y un poco hacia el norte, atravesando Albania, Yugosla
via y Bulgaria, pasando entre Sofía (la antigua Sérdica) y Plovdiv (Filipópolis),
para alcanzar el Danubio cerca del punto en el que gira hacia el norte por debajo
de Silistra en las márgenes del Dobrudja, zona en la que existían varias ciudades
de la costa del m ar Negro perteneciente a la parte «griega» del imperio, en la que
se incluía todo el territorio situado al sur y al este de la línea que acabo de trazar.1
Mi «mundo griego» incluiría pues, la propia Grecia, con Epiro, Macedonia y
Tracia (a grandes rasgos, la parte meridional de Albania, Yugoslavia y Bulgaria,
así como toda la Turquía europea), y también Cirenaica y Egipto, junto con la
parte de Asia que se incluía en el imperio rom ano, área cuyos límites orientales
cambiaban según las épocas, pero cuya máxima amplitud incluía no sólo Asia
Menor, Siria y el vértice septentrional de A rabia, sino también Mesopotamia
(Irak) hasta el Tigris. Existían ciudades y asentamientos griegos2 incluso más allá
del Tigris, pero, en general, es conveniente considerar que el límite oriental del
mundo grecorromano se situaba en el Éufrates o un poco más al este. Sicilia
también era «griega» desde época antigua y se fue romanizando lentamente.
El lapso de tiempo que trataré en este libro no será sólo 1) la época arcaica y
la clásica de la historia de Grecia (que a grandes rasgos ocupan desde el siglo vm
al v ia.C . y los siglos v y iv a .C . respectivamente) y 2) la época helenística (aproxi
madamente los últimos tres siglos a.C. en el M editerráneo oriental), sino también
3) el largo período de dominación romana de la zona griega, que empezó en el
INTRODUCCIÓN 21
siglo ii y acabó antes de finalizar el último siglo a.C ., cuando la propia Roma se
hallaba bajo una forma de gobierno «republicano». La duración que se le dé al
«imperio romano» resulta una cuestión subjetiva: como J. B. Bury y otros insis
ten en recalcar, pervivió en cierto sentido hasta la toma de Constantinopla por
parte de los turcos otomanos en 1453 d.C. El «principado» romano, término
utilizado generalmente por todo el mundo de habla inglesa (su equivalente francés
es normalmente «alto imperio») se considera por lo general que comienza con
Augusto (Octaviano), en 31 a.C., o poco después, fecha de la batalla de Accio, y
que llega al «imperio tardío» («bajo imperio») más o menos en época de la
ascensión del emperador Diocleciano en 284. Según mi punto de vista, el «princi
pado» fue desde un principio virtualmente una monarquía absoluta, tal como lo
admitió siempre abiertamente el oriente griego (véase luego VI.vi); y no tiene viso
alguno de realidad suponer, como hacen algunos eruditos, que surgió un nuevo
«dominado» con Diocleciano y Constantino, si bien no tiene nada de malo utili
zar, en todo caso como fórm ula cronológica, los términos «Imperio romano
tardío» o «bajo imperio» (véase el principio de VI.vi). Muchos historiadores
antiguos suelen hacer una interrupción en algún momento situado entre el reinado
de Justiniano, 527-565, y la muerte de Heraclio en 641,3 y pasan a hablar luego
del «imperio bizantino», término que expresa el hecho de que el imperio se
hallaba entonces centrado en la antigua Bizancio, fundada de nuevo por el empe
rador Constantino en 330 con el nombre de Constantinopla. Admito que la elec
ción por mi parte de una fecha de conclusión viene dictada por el hecho de que mi
conocimiento de primera mano de las fuentes empieza a ser defectuoso a partir de
la muerte de Justiniano y se agota en gran medida en la mitad del siglo vm: por
esta razón mi «mundo griego antiguo» se concluye no mucho después del que
tiene el gran libro de mi venerado maestro A. H. M. Jones, The Later Román
Empire 284-602 (1964), que llega hasta la m uerte del emperador Mauricio y la
ascensión de Focas, en 602. Por mi parte, mi punto de conclusión se sitúa en la
conquista de M esopotamia, Siria y Egipto por parte de los árabes en las décadas
de 630 y 640, P ara justificar el hecho de que me mantenga dentro de los límites
cronológicos mencionados aduciré que casi todo el contenido de este libro se basa
en mi conocimiento de primera mano de las fuentes originales (en los dos o tres
puntos en que no ocurre así, espero haberlo dejado suficientemente claro).
Creo efectivamente que el «mundo griego antiguo» constituye una unidad
suficiente como para admitir que sea el argumento de este libro: si mi conocimien
to de las fuentes hubiera sido más extenso, me hubiera gustado acabar la historia
con el saqueo de Constantinopla a manos de los soldados de la cuarta Cruzada en
1204, o quizá con la toma de la ciudad por los turcos otomanos y el fin del
imperio bizantino en 1453. La supuesta «oriéntalización» del imperio bizantino
fue en realidad bastante ligera.4 Aunque los bizantinos no se referían ya a sí
mismos con el nombre de hellenes, término que adquirió a partir del siglo iv el
significado de ‘pagano’, se llamaban a sí mismos Rhom aioi, el término griego que
significa ‘rom anos’, hecho que nos debería recordar que el imperio rom ano pervi
vió en las zonas de lengua griega bastante tiempo después de su caída en el
occidente latino (incluso unos mil años en el caso de Constantinopla). A mediados
del siglo ix vemos cómo un emperador bizantino, Miguel III, se refiere al latín
como «una lengua bárbara escita», en carta al papa Nicolás I. Esta despectiva
22 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
( iii) P o l is y c h o r a
tarde, en Asia y Egipto: en este sentido, pues, chora era toda aquella vasta zona
que no se incluía en el territorio administrado por una polis griega; se la llamaba
a veces chora basiliké {chora real) y se hallaba bajo el dominio directo y autocrá-
tico de los reyes, los sucesores de Alejandro, siendo administrada burocráticamen
te, a diferencia de las poleis, que gozaban de gobiernos republicanos y adoptaban
formas de precaria autonomía, más o menos distintas según las circunstancias.
Bástenos remitir a Jones, G C AJ, y a Rostovtzeff, SEH H W . Bajo el dominio de
Roma siguió existiendo la misma división básica entre polis y chora, aunque el
grueso de ésta fue pasando gradualmente a la administración de determinadas
poleis, cada una de las cuales tenía su propia chora (territorium en el occidente
latino). Las ciudades en sentido restringido eran griegas en muy distintos grados,
tanto en lengua como en cultura; las lenguas y culturas indígenas por lo general
prevalecían en la chora, cuyos habitantes, los campesinos, normalmente no goza
ban de la ciudadanía de la polis que los controlaba, y vivían sobre todo en aldeas,
llamadas por lo general en griego kóm ai (véase IV.ii). La civilización grecorroma
na fue esencialmente urbana, es decir, una civilización de ciudades, y así, en. las
zonas de las que no era originaria, en donde no había crecido con demasiado
arraigo, se limitó en gran medida a ser una cultura de clases superiores: los que la
disfrutaban explotaban a los nativos del campo dándoles bastante poco a cambio.
Como dice Rostovtzeff, hablando del imperio romano en general:
sociales o la guerra. Como los campesino se hallaban más cerca de las fuentes de
alimentación, en épocas de hambre escondían lo que podían y no permitían que los
víveres llegaran a las ciudades (Fontana, Econ. Hist. o f Europe, I. The M iddle Ages,
ed. C. M. Cipolla [1972], en 144-145).
que citado pocas veces— de la enorme superioridad de! transporte por vía acuáti
ca sobre el terrestre incluso en la Antigüedad tardía. En 359 el emperador Juliano
aumentó considerablemente las provisiones de grano de los ejércitos del Rin y de
los habitantes de las zonas cercanas al poder transportar Rin arriba en barcos
fluviales el grano que ya se acostumbraba a traer en barcos desde Britania (Liba-
nio, O r a t X V III.82-83; Zósimo, III.v.2; Amm. Marc., XVIII.ii.3; cf. Juliano,
Ep. ad A t h e n 8, 279d-280a). El hecho de que el transporte contracorriente Rin
arriba fuera mucho más barato, como notaron Libanio y Zósimo, que su acarreo
en caravanas por la calzada resulta un testimonio notable de la inferioridad de
este último tipo de transporte. Vale la pena mencionar aquí que el descubrimiento
en los últimos años del edicto de Diocleciano de 301 de nuestra e r a 3 ha hecho
progresar nuestros conocimientos de los costes relativos de los transportes por vía
terrestre y acuática, asunto que no puedo discutir aquí con la extensión que
merece. Añadiré una referencia al vivo cuadrito que nos da Ausonio del contraste
entre los distintos recorridos en barco por un río, corriente abajo a remo y
corriente arriba mediante atoaje (Mosella, 39-44). Vale también la pena llamar la
atención sobre las frecuentes alusiones que se hallan en Estrabón a la importancia
del transporte fluvial en los países en los que los ríos eran lo suficientemente
navegables (no tanto en tierras griegas cuanto en Hispania o Galia); véase especial
mente Estrabón, III, págs. 140-143, 151-153; IV, págs. 177-178, 185-186, 189. En
el año 537, el emperador Justiniano apuntaba con simpatía cómo los litigantes
que se veían envueltos en pleitos, y tenían por ello que acudir a Constantinopla,
se quejaban de que a veces se veían impedidos de viajar, ya fuera porque los
vientos contrarios no permitían hacerlo por mar o bien porque, debido a su
pobreza, no podían ir por tierra, lo que constituye otro testimonio del mayor
coste de los desplazamientos por vía terrestre (N o v. J., XLIX. praef. 2). Con
todo, los viajes por mar podían suponer a veces grandes retrasos, ya fuera por el
mal tiempo o por los vientos desfavorables. Josefo nos dice (sin duda con cierta
exageración) que los mensajeros oficiales que llevaban una carta del emperador
Gayo al gobernador de Siria en Antioquía a finales del año 41 de nuestra era se
vieron «retenidos por el mal tiempo durante tres meses», en su viaje (B J, 11.203).
En 51 a.C ., cuando Cicerón se dirigía a Asia para hacerse cargo de su provincia
de Cilicia, le costó cinco días de navegación ir del Pireo a Délos, y otros once
llegar a Éfeso (Cic., A d A tt., V .vii.l; xiii.l). Al escribir a su amigo Ático, una vez
en Délos, empieza su carta con estas palabras: «Un viaje por mar es cosa seria
[negotium magnum est navigare], y eso que estamos en el mes de julio» (A d A tt.,
V .xii.l). A su regreso en noviembre del año siguiente, Cicerón tardó tres semanas
en pasar de Patrás a Otranto, incluidas dos tandas de seis días cada una en tierra
en espera de viento favorable; algunos compañeros que se arriesgaron a cruzar
por Casíope, en Corcira (Corfú), a Italia con mal tiempo naufragaron (A d fa m .,
X V I.ix.1-2).
Efectivamente, sin embargo, para los griegos y los romanos incluso la posibi
lidad de transporte por vía acuática apenas había podido compensar la falta de
una chora feraz. Me gustaría recoger a este respecto un texto bastante interesante,
raramente o nunca citado en este sentido, que por lo demás ilustra especialmente
bien la concepción general de la Antigüedad según la cual una ciudad debería
normalmente poder vivir del cereal producido en su inmediato hinterland. Vitru-
26 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
bio (que escribe en época de Augusto) nos ofrece un bello relato —que nos va
bien tanto si es cierto como si no— , en el que nos presenta una conversación
tenida entre Alejandro Magno y Dinócrates de Rodas, el arquitecto que planeó
para el macedonio la gran ciudad de Egipto que llevó (y aún hoy día lleva) su
nombre, a saber, Alejandría, que, en palabras de Estrabón, se convirtió en «el
mayor puesto de intercambio del mundo habitado» (megiston emporion tes oikou-
menés, XVII.i.13, pág. 798). En dicho relato Dinócrates sugiere a Alejandro que
funde una ciudad en el monte Athos, una civitas (la fuente griega habría utiliza
do, naturalmente, el término polis). Entonces le pregunta Alejandro «si existen
campos en los alrededores, con los que la ciudad pueda proveerse de alimentos»;
al admitir Dinócrates que la ciudad se proveería sólo mediante el transporte
marítimo, A lejandro rechaza el plan: lo mismo que un niño necesita leche, dice,
del mismo modo una ciudad sin campos en sus alrededores y carente de abundan
tes cosechas no puede crecer o mantener una población importante. Según añade
Vitrubio, A lejandría no sólo era un puerto bien resguardado y un excelente lugar
de intercambios, sino que tenía además «campos de grano en todo Egipto»,
regados por el Nilo (De architect., II. praef. 2-4).
Con todo, la civilización de la antigua Grecia constituyó un fenómeno de
crecimiento natural («con verdadero arraigo», repitiendo la frase que utilicé ante
riormente); y aunque el noble cultivado, que vivía en la ciudad o en sus inmedia
ciones, fuera una persona de tipo bien distinto del campesino palurdo, que no
habría salido casi nunca de su granja, como no fuera para vender sus productos
en el mercado de la ciudad, ambos hablaban sin embargo la misma lengua y
sentían que eran en cierto modo semejantes.4 Pero en los nuevos emplazamientos
fundados en el oriente griego la situación solía ser bastante distinta. Las clases
altas, que vivían en las ciudades o en sus inmediaciones, hablaban en su mayor
parte griego, vivían a la manera griega y com partían la cultura griega. Aunque
sabemos poco acerca de la pobreza urbana, seguramente algunos de estos pobres
serían, como mínimo, letrados, y se hallarían mezclados con las clases educadas,
compartiendo probablemente sus puntos de vista y su sistema de valores en una
medida bastante considerable, incluso allí donde no gozaban de derechos de ciu
dadanía. Pero el campesinado, que constituía con mucho la mayor parte de la
población, y sobre cuyas espaldas (así como sobre las de los esclavos) se apoyaba
el peso del vasto edificio de la civilización griega en su totalidad, mantuvo por lo
general el mismo estado de vida que sus antepasados: en muchas regiones la
mayoría ni siquiera hablaba en absoluto griego, o, como mucho, lo hacía de
manera imperfecta, sin sobrepasar apenas durante siglos casi todos ellos el mero
nivel de subsistencia, permaneciendo iletrados y sin que casi los rozara la brillante
cultura de las ciudades.5 Como ha dicho A. H. M. Jones:
Las ciudades eran ... económicamente parásitas del campo. Sus ingresos consis
tían mayormente en las rentas que obtenía la aristocracia urbana de los campesinos
... El esplendor de la vida ciudadana se pagaba en gran medida con [dichas] rentas,
y en esa misma medida las aldeas se veían empobrecidas en beneficio de las ciudades
... Los magnates urbanos se ponían en contacto con los aldeanos tan sólo en tres
funciones: como recaudadores de impuestos, como policías o como terratenientes
(GCAJ, 268, 287, 295).
INTRODUCCIÓN 27
Estas afirmaciones son ciertas tanto para gran parte del occidente romano
como para el oriente griego, y continuarían siéndolo para la mayor parte del
mundo griego a lo largo del período romano. La relación fundamental entre la
ciudad y el campo fue siempre la misma: una relación esencialmente de explota
ción, con pocos beneficios a cambio.
Así queda señalado fuertemente en un pasaje muy notable, situado bastante al
comienzo del tratado Sobre los alimentos saludables y los no saludables, de Gale
no,6 el mayor médico y escritor de medicina de la Antigüedad, cuya vida se
prolongó hasta los últimos setenta años del siglo 11 de la era cristiana, y que debió
de escribir dicha obra durante el reinado de Marco Aurelio (161-180) o poco
después, en época, por lo tanto, de los Antoninos (o poco más tarde), momento
que se nos ha presentado durante mucho tiempo como el período de la historia
del mundo en el que, según la famosa frase de Gibbon, «la condición de la raza
humana llegó a la cota más alta de felicidad y fue más próspera» {DFRE> 1.78).
Galeno, pues, al pretender describir las terribles consecuencias de una serie inin
terrumpida de años de escasez que se abatieron sobre «muchos de los pueblos
sometidos al dominio de Roma», traza una distinción no exactamente entre terra
tenientes y colonos, ni entre ricos y pobres, sino entre habitantes de las ciudades
y gente del campo, aunque, para lo que a él le interesaba, estos tres grupos
distintos debían de constituir obviamente uno solo, sin que tampoco le importara
mucho (al igual que al campesinado) que los «habitantes de las ciudades» obtuvie
ran lo que buscaban ya fuera simplemente en calidad de terratenientes o, parcial
mente, a título de recaudadores de impuestos.
En seguida pasó el verano y los que vivían en las ciudades, según solían hacer en
todas partes al recoger provisiones de grano en cantidad suficiente para todo el año,
se llevaron de los campos todo el trigo, así como la cebada, las habichuelas y las
lentejas, y no dejaron a los rústicos [los agroikoi\ más que los productos anuales
llamados vainas y legumbres [ospria te kai chedropa]; e incluso se llevaron a la
ciudad buena parte de ellas. De modo que la gente que vivía en el campo [hoi kata
ten choran anthrópoi], después de haber consumido durante el invierno lo que había
quedado, se vio obligada a adoptar formas de alimentación insanas. Toda la prima
vera estuvieron comiendo ramitas y brotes de árboles, bulbos y raíces de plantas
insalubres y llegaron a usar sin reparo las llamadas verduras silvestres, cualesquiera
que llegaran a sus manos, hasta que quedaban empachados; se las comían cocidas
enteras como hierbas verdes, que hasta entonces no habían probado nunca, ni siquie
ra de modo experimental. Yo mismo vi a algunos de ellos a finales de la primavera,
y casi todos padecían a principios del verano numerosas úlceras, que cubrían su piel,
no todas del mismo tipo, sino que unos sufrían erisipela, otros tumores inflamados,
quiénes diviesos por todo el cuerpo, y quiénes una erupción parecida al sarpullido, la
sarna o la lepra.
Muestra tu interés no ya sólo por las ciudades, sino también por ei campo, o
mejor, más por el campo que por las ciudades, pues aquél es la base sobre la que
éstas se apoyan. Podemos afirmar que las ciudades tienen su fundamento en el
campo, y que éste es su basamento al proporcionarles trigo, cebada, uvas, vino,
30 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
Y luego continúa diciendo que cualquier enemigo del bienestar de los labradores
o incluso de sus animales,
será un enemigo del campo, y el enemigo del campo lo es también de las ciudades, y
desde luego, también de los marinos, pues también ellos necesitan los productos del
campo. Puede que obtengan del mar un aumento de bienes que acumular, pero los
auténticos medios de vida provienen del campo. Y tú también, señor, obtienes de él
tributos. En tus rescriptos mantienes trato con las ciudades acerca de ellos, y lo que
pagan en calidad de tales procede del campo. Conque quien defiende a los campesi
nos, te está apoyando, y, cuando se los maltrata, se está siendo desleal contigo. Por
eso debes poner freno a esos malos tratos, señor, por fuerza de la ley, de castigos y
edictos, y en tu entusiasmo por el asunto que aquí debatimos, debes animar a todos
a hablar en favor de los campesinos (§§ 33-36, según la traducción de A. F. Normán,
en la edición Loeb de Libanio, vol. II).
Tal vez deba añadir que las prácticas contra las que protesta Libanio no sólo
nada tienen que ver con las pesadas angareiai exigidas por las autoridades impe
riales, relacionadas sobre todo con la «posta pública», sino que el propio Libanio
en ocasiones adopta una actitud bien distinta y, desde luego, mucho menos pro
tectora ante los campesinos en sus demás escritos, sobre todo cuando denuncia el
comportamiento de sus propios arrendatarios o el de los otros, o cuando se queja
de los propietarios que se resisten a los recaudadores de impuestos; véanse sus
Orat., XLVII (cf. IV.ii).
El testimonio lingüístico de la separación entre polis y chora resulta especial
mente clarificatorio. Excepción hecha de algunas áreas de la costa occidental y
meridional de Asia Menor, como Lidia, Caria, Licia, Panfilia y la llanura de
Cilicia, donde, al parecer, las lenguas nativas fueron totalmente desplazadas por
el griego durante la época helenística, la inmensa mayoría del campesinado del
oriente griego e incluso algunos de los hombres de ciudad (por supuesto, sobre
todo, los más humildes) normalmente no hablaban griego, sino sus viejas lenguas
nativas.9 Todos recordarán que cuando Pablo y Bernabé llegan a Listra, en la
punta del distrito montañoso del sur de Asia M enor, y se dice que Pablo ha
curado a un tullido, la gente empezó a gritar «en la lengua de Licaonia» (Hechos
de los A p ó st. , XIV. 11), habla vernácula que nunca se escribió y que fue desapa
reciendo hasta no dejar rastro (y ello ocurría dentro de una ciudad, y lo que es
más, una ciudad en la que Augusto había im plantado una colonia con derecho de
ciudadanía de veteranos rom anos).10 Relatos como éste podrían presentarse una y
otra vez, procedentes de partes muy distantes del imperio romano, tanto en orien
te como en occidente. Los que no hablaban ni griego ni latín seguramente tenían
escasa o nula participación en la civilización grecorromana.
No hemos de exagerar los factores estrictamente étnicos y lingüísticos, tan
notables en las partes más orientales de la zona griega, a expensas de los econó
micos y sociales. Incluso en la propia Grecia, las islas del Egeo y las costas
INTRODUCCIÓN 31
occidentales de Asia Menor, donde se habían asentado los griegos durante siglos
y en las que hasta el campesino más pobre habría sido tan heleno como el
magnate de la ciudad (si bien a un nivel cultural más bajo), la división de clase
entre los explotadores y aquellos de quienes éstos sacaban su sustento fue bien
real, y se hizo naturalmente más profunda a medida que los humildes perdían por
completo la protección que, en muchas ocasiones, habían logrado obtener de una
forma democrática de gobierno (véase V.iii). Y en las zonas «orientales», recién
introducidas en los grandes reinos helenísticos, la neta diferencia entre «heleno» y
«bárbaro» (griego y nativo) fue convirtiéndose gradualmente en una distinción
más clara de clase, entre propietario y no propietario. Esta afirmación vale inclu
so para Egipto, donde el abismo existente entre griegos y egipcios nativos fue
desde un principio tan grande como en los demás sitios, aplicándose lo mismo a
la lengua que a la religión, la cultura y los «modos de vida» en general. En
Egipto, por cierto, se produjo la mayor intercomunicación de los dos elementos,
si la comparamos con los demás sitios, pues hasta el 200 de nuestra era las
ciudades fueron escasas (existían sólo Alejandría, Náucratis, Paretonio y Ptolemai-
de, y luego también la fundación adrianea de Antinoópolis, de 130 d.C.), y
porque allí fue donde mayor número de griegos se asentaron fuera de las ciuda
des, en los distritos rurales, con frecuencia en calidad de soldados o adm inistrado
res, si bien con una fuerte tendencia a gravitar en dirección a las «metrópolis», las
capitales de los distritos («nomos»), en los que se dividía Egipto. La explotación
de este país bajo los Ptolomeos (323-30 a.C.) no fue tan intensa como lo sería más
tarde a manos de sus sucesores, los romanos, y las rentas e impuestos extraídos de
los campasesinos al menos se gastaban principalmente en Alejandría, Náucratis y
en los demás centros de población (aunque no poleis), en los que vivían los
propietarios, sin que se desviaran parcialmente (como ocurriría después) hacia
Roma. No obstante, los ingresos de los Ptolomeos fueron enormes para los patro
nes de la Antigüedad, y se debió exprimir bien fuerte a los fellahin para obtener
los.11 A partir del 200 a.C.
Como en cualquier otro sitio, también en Egipto «ser griego» era más una
cuestión de cultura, sin duda, que de origen; pero la propia cultura dependía en
gran medida de la posesión de alguna propiedad. Antes de finales del siglo ii a.C.,
tal como dice Rostovtzeff, «desde el punto de vista social y económico la línea
divisoria entre clase alta y baja ya no era la trazada entre griegos, que formarían
la alta, y egipcios, en la baja, sino entre ricos y pobres en general, y así había
muchos egipcios entre los primeros y muchos griegos entre los segundos»; pero
«la antigua división existente entre una clase privilegiada de “ griegos” (que com
prendía a muchos egipcios helenizados) y una subordinada de nativos seguía
existiendo tal cual» (SE H H W , 11.883). Así es, aunque algunos de los documentos
citados por Rostovtzeff podrían interpretarse ahora de manera distinta en algunos
32 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
ban del reparto de dinero o alimentos en ocasiones especiales, según grados esta
blecidos con arreglo a la posición de los destinatarios en la jerarquía social (cuan
to más elevada era la posición social de una persona, más se suponía que debía
recibir). Los rústicos, que en el oriente griego no solían ser ciudadanos de sus
poleis, se beneficiarían en muy raras ocasiones de tales repartos. Dión Crisóstomo
puede hacernos ver cómo un campesino de Eubea que aparece en su obra aduce,
como prueba de que era ciudadano, que su padre participó una vez en un reparto
de dinero que se realizó en su ciudad (VIII.49). La única inscripción que he
recogido en la que se menciona a gentes del campo que se benefician de un
reparto establecido por un ciudadano de una polis griega es una procedente de
Prusias del Hipio, en Bitinia, en la que se habla de distribuir tanto entre todos
los que se «cuentan como ciudadanos» (enkekrimenois), como entre «los que
viven en el distrito rural» (tois ten agroikian katoikousin/paroikousin; IG R R ,
111.69.18-20, 24-26).15
Para acabar esta sección, nada mejor que citar dos resúmenes hechos por H.
M. Jones de sus investigaciones sobre los mil años de dominio helenístico y
romano sobre el oriente griego. Uno procede de su primera obra im portante,
Cities o f the Eastern Román Provinces (1937, 2 .a ed. 1971), y trata específicamen
te de Siria, que primero se halló sólo al borde del mundo griego, pero que luego
se fue metiendo gradualmente en él a partir de las conquistas de la época de
Alejandro, desde 333 a.C.; las conclusiones de Jones, sin embargo, valen igual
mente, o casi, para las demás zonas de Asia occidental, norte de África y Europa
sudoriental, que sólo se helenizaron en época de Alejandro o incluso después.
Resumiendo «los resultados del milenio, durante el cual Siria se vio dominada por
las dinastías macedónicas y por Roma», Jones dice:
El otro pasaje procede de la página vi del prefacio ai libro The Greek City
fro m Alexander to Justinian (1940) del mismo Jones. Resumiendo las conclusio
nes de la parte V de dicho libro, Jones dice que pone en tela de juicio «la
contribución de las ciudades a la civilización antigua» y aduce que
por muy grandes que fueran sus realizaciones, se basaban en una fundación de clase
demasiado endeble para que durara. En el lado económico, la vida de las ciudades
suponía una concentración poco saludable de la riqueza en manos de la aristocracia
urbana a expensas del proletariado y de los campesinos. Su vida política fue restrin
giéndose hasta que se vio limitada a una pequeña pandilla de familias acomodadas,
que acabaron por perder el interés. La cultura que abrigaban las ciudades, aunque se
extendiera por una vasta zona geográfica, se limitaba a las clases altas urbanas . ’9
( iv ) L a a p l ic a b il id a d d e M a r x a l e s t u d io d e l a h is t o r ia a n t ig u a
La falta de interés por Marx que se difundió entre casi todos los historiadores
de la Antigüedad en el mundo de habla inglesa 1 ha sido tan completa, que
muchos de los que empiecen a leer este libro se preguntarán qué puede tener que
ver Marx con la historia de la Antigüedad clásica. He oído llamar a esta falta de
interés «conspiración de silencio», pero eso sería dignificarla con un elemento
consciente que de hecho no se da: en realidad no es más que silencio. Todavía no
sé de nada en las Islas Británicas que pueda compararse con el simposio aludido
en el program a de la American Philological Association de 1973, titulado «Mar-
xism and the Classics», o el número de la revista americana de Clásicas Arethusa,
vol. 8.1 (primavera de 1975), que lleva el mismo títu lo ;2 el artículo incluido en
dicho volumen, que se titula «Karl Marx and the history of Classical antiquity»,
págs. 7-41, es en realidad una serie de extractos <¡e los primeros esbozos del
presente libro. Puede oírse muchas veces la opinión de que todas las ideas válidas
acerca de la historia que pueda tener Marx ya se han visto absorbidas por la
tradición historiográfica occidental. Pensamos a este respecto en la reciente des
cripción de Marx, obra de George Lichtheim, «el caput mortuum de una construc
ción intelectual gigantesca, cuya esencia viva se la ha apropiado la conciencia
histórica del m undo moderno» {Marxism1 [1964 y reimpr.], 406). Eso es totalm en
te incierto, sobre todo en relación a la historiografía moderna del m undo clásico.
Efectivamente, la situación que acabo de describir se debe, sin duda alguna,
en parte al desconocimiento general del pensamiento de Marx, y a la falta de
interés por él que ha demostrado la inmensa mayoría de los historiadores de la
Antigüedad y demás estudiosos de Clásicas en el mundo de había inglesa. Pero
luego insinuaré que dicha ignorancia y falta de interés puede atribuirse en cierta
medida a intentos erróneos llevados a cabo en época moderna por parte de los
INTRODUCCIÓN 35
que se autodenom inan marxistas (o al menos pretenden estar influidos por Marx),
que intentaban interpretar los puntos clave del pensamiento histórico de Marx no
sólo en términos generales, sino también en relación a la Antigüedad clásica. Me
gustaría recordar que Engels, en una carta escrita a Conrad Schmidt el 5 de
agosto de 1890, más de siete años después de la muerte de Marx, recordaba que
éste solía decir a propósito de los marxistas franceses de los últimos años de la
década de los setenta del pasado siglo: «Todo lo que sé decir es que no soy
marxista» (M E S C , 496). Yo creo que hubiera tenido la misma sensación ante los
soi’disant marxistas —no sólo franceses— de los años ochenta de éste. Según dice
el poeta alemán Hans Magnus Enzensberger en su breve y conmovedor poema
Karl Heinrich M arx:
Te veo traicionado
por tus discípulos:
sólo tus enemigos
siguen siendo lo que eran.
traducirlo en cuerpo —es decir, anglizar las palabras, lo cual no es difícil— produce
una muralla de opacidad que bloquea desde un principio cualquier curiosidad que
pudiera despertar. Adaptarlo, parafrasearlo, cosa que podría también hacerse y que
a veces resulta tentador, corre el riesgo de desnaturalizar el original y reducir unas
ideas desconcertantes a unos tópicos aceptables (TLS> 3.950, 9 de diciembre de 1977,
pág. 1.443).
Eso mismo ocurre, en mi opinión, con gran parte de la obra marxista contem
poránea, tanto en francés como en italiano, y mucho más aún en alemán o ruso.
Desde que yo soy adulto, cada vez hay más personas con ganas de enterarse
del análisis que Marx hace del mundo capitalista en los siglos xix y xx. Como yo
soy un historiador y no un economista, no haré sino mencionar el resurgimiento
de un interés serio por la economía de Marx en Gran Bretaña por parte de cierto
número de economistas destacados de nuestra generación (tanto si se definen a sí
mismos marxistas como si no): Maurice Dobb, Ronald Meek, Joan Robinson,
Piero Sraffa y otros.3 En el prólogo a la primera edición de su Essay on Marxian
Economics (1942), Joan Robinson señalaba que «hasta hace poco solía tratarse a
Marx en los círculos académicos con un silencio desdeñoso, tan sólo roto a veces
con alguna nota a pie de página de carácter burlesco». En el primer parágrafo al
prólogo de la segunda edición (1966), señala que cuando estaba escribiendo la
edición original, un cuarto de siglo antes, la mayor parte de sus «colegas académi-
36 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
eos en Inglaterra pensaba que estudiar a Marx era un pasatiempo original ..., y en
los Estados Unidos era algo deshonroso». La cosa es hoy día bien distinta. En los
últimos años también los sociólogos han empezado a tener más ganas de las que
solían de adoptar un análisis marxista de los problemas de la sociedad contempo
ránea. Tal vez se me permita remitirme a un reciente ejemplo, especialmente
notable, a saber, un libro titulado Immigrant Workers and Class Structure in
Western Europe, de Stephen Castles y Godula Kosack, publicado en 1973, cuya
importancia para el presente estudio se hará visible en II.ii. Con todo, muchos
estarían de acuerdo, creo yo, con la opinión de un destacado sociólogo británico,
T. B. Bottomore (que dista mucho de ser hostil a Marx), según la cual «mientras
la teoría marxiana parece ser enormemente adecuada y útil al análisis de los
conflictos sociales y políticos de las sociedades capitalistas durante un determina
do período, su utilidad y aplicabilidad a otros resulta mucho menos clara» (Socio-
logy2 [1971], 201). Quienes mantengan semejante punto de vista estarán dispuestos
a admitir la valiosa contribución que han hecho ciertos historiadores marxistas
que se han ocupado principalmente de los siglos x v i i i y xix, por ejemplo Eric
Hobsbawm, George Rudé y E. P. Thompson; pero tal vez empiecen a sentir que
esas premisas se debilitan un poco si se tiene en cuenta la obra de un historiador
marxista norteamericano, Eugene Genovese, que ha efectuado un trabajo de im
presionante calidad en torno a la esclavitud en el Sur de antes de la guerra; y
llegarán al punto de máxima depresión hasta verse galvanizadas, si se toma en
consideración a Christopher Hill (anteriormente Master de Balliol), que tanto ha
hecho para echar un poco de luz sobre la historia de los siglos xvi y xvn, y a
Rodney Hilton, que ha tratado acerca de los campesinos ingleses y las revueltas
campesinas del siglo xiv y aún de antes, en varios artículos y en dos recientes
libros, B ond Men M ade Free (1973) y The English Peasantry in the Later Middle
Ages (1975, publicación de sus Conferencias Ford, de Oxford, 1973). Nos halla
mos ya bien lejos del capitalismo decimonónico, pero si aún retrocedemos más,
hasta la Edad de Bronce y la Prehistoria en Europa y en Asia occidental, podre
mos topar con arqueólogos, especialmente el difunto V. Gordon Childe, que
reconocen también su deuda con Marx. [Véase sobre este punto, V III.i.n.33].
También los antropólogos, al menos fuera de Gran Bretaña, han estado dis
puestos durante algún tiempo a tom ar en serio a Marx como fuente de inspiración
en su materia. Antropólogos economistas franceses como Maurice Godelier, Clau-
de Meillassoux, Emmanuel Terray, Georges Dupré y Pierre-Philíppe Rey han
trabajado en un grado bastante alto dentro de la tradición marxista, que han
desarrollado en varios sentidos.4 Hasta los estructuralistas han reconocido con
frecuencia su deuda con Marx. Hace unos veinte años el propio Claude Lévi-Strauss
se refería a sus «intentos de reintegrar en la tradición marxista el conocimiento
antropológico adquirido durante los últimos cincuenta años»; y hablaba del «con
cepto de estructura que he tomado prestado, o al menos así creo, de Marx y
Engels entre otros, concepto al que concedo un papel básico» (SA , 343-344).5
También los antropólogos norteamericanos se han vuelto más atentos a Marx en
los últimos años: por ejemplo, Marvin Harris, en su obra de carácter general, The
Rise o f Anthropological Theory (1969, y reimpresiones), dedica cierta atención
seria a Marx y Engels como antropólogos, incluyendo un capítulo de más de 30
páginas («Dialectical Materialism», págs. 217-249). Y por fin en 1972 apareció lo
INTRODUCCIÓN 37
Llegados a este punto, he de decir dos palabras acerca del propio Marx en
cuanto especialista en Clásicas. En el gimnasio y en la universidad, en Tréveris,
Bonn y Berlín, recibió la educación clásica completa que solía darse a los jóvenes
alemanes de clase media hacia 1830. En las universidades de Bonn y Berlín estudió
leyes y filosofía, y de 1839 a 1841, entre otras varias actividades, escribió una tesis
doctoral en la que se comparaban las filosofías de Demócrito y Epicuro. Esta
obra, terminada entre 1840 y 1841, antes de cumplir los 23 años, no se publicó en
su versión completa, ni siquiera en alemán, hasta 1927, cuando apareció en M E G A ,
I.i.l (en el primer fascículo de la primera parte del volumen I de la Gesamtausga-
be de Marx-Engels, publicada en Frankfurt y editada por D. Rjazanov), 1-144.
No se volvió a publicar en M E W , I (el primer volumen de los Werke completos
de Marx y Engels, actualmente en proceso de publicación en Berlín oriental). Se
ha editado recientemente una versión inglesa (que sustituye a otra anterior más
floja) en M EC W , I, el primer volumen de la nueva edición inglesa de las Col-
lected Works de Marx-Engels (M oscú/Londres/Nueva York, 1975), 25-107. Cyril
Bailey, al reseñar la publicación original en Classical Quarterly, 22 (1928), 205-
206, quedó fuertemente impresionado por su erudición y originalidad: la encon
tró «de interés real para el moderno estudioso del epicureismo» y acababa dicien
do que dicho estudioso encontraría en ella «algunas ideas muy ilustrativas».
La tesis preveía una obra más amplia (que en realidad nunca se llegó a escribir) en
la que Marx planeaba «presentar en detalle el ciclo de las filosofías epicúrea,
estoica y escéptica en su relación con la especulación griega en su totalidad»
(.M EC W , 1.29). Vale la pena señalar que el prólogo de la tesis acaba citando
la desafiante réplica de Prometeo a Hermes en el Prometeo Encadenado de Es
quilo (versos 966 ss.), que reza: «Estate bien seguro: no cambiaré mi actual
desgracia por tu servidumbre», y añadiendo que Prometeo (el Prometeo de Esqui
INTRODUCCIÓN 39
lo) constituye «el santo y mártir más eminente del calendario filosófico» (M E C W ,
1.31). Durante esta época Marx leyó mucho a los autores clásicos, especialmente
a Aristóteles, de quien habló a lo largo de su vida siempre en unos términos de
respeto y admiración como no utiliza para ningún otro pensador, excepción hecha,
si acaso, de Hegel. Ya en 1839 vemos que define a Aristóteles como «la cima
[Gipfel] de la filosofía antigua» {M ECW , 1.424); y en el vol. I del Capital se
refiere a la «brillantez del genio de Aristóteles» llamándolo «pensador gigantesco»
y «el mayor pensador de la Antigüedad (60, 82n., 408), como en efecto era.
Posteriormente Marx volvería una y otra vez a leer a los clásicos. El 8 de marzo
de 1855 vemos que dice en una carta a Engels: «hace un tiempo que he empezado
a repasar de nuevo la historia de Roma hasta la época de Augusto» (MEW,
XXVIII, 439); el 27 de febrero de 1861 escribe otra vez a Engels «como distrac
ción por las noches he estado leyendo lo que cuenta Apiano de las guerras civiles
de Roma en el original griego» (M ESC, 151); y unas semanas más tarde, el 29 de
mayo de 1861, le dice a Lassalle que, para quitarse de encima el serio malhumor
que le provoca lo que en una mezcla de alemán e inglés define como «mein
situación en todos sentidos intranquila», lee a Tucídides, y añade (en alemán) «al
m enos estos escrito res antiguos siguen siendo siempre nuevos» (M E W ,
XXX .605-606).
Esta es una buena ocasión para señalar que normalmente cito con la abrevia
tura M ESC una traducción inglesa de 24 cartas de Marx y Engels, publicada en
1956, cuando contiene aquella a la que me estoy refiriendo. No necesito remitirme
por lo general a los textos alemanes, pues en ellos se publican las cartas por orden
cronológico y las fechas facilitan su localización. Las cartas que se intercambiaron
Marx y Engels han sido publicadas en cuatro volúmenes, M EG A , Il.i-iv,
1.929-1.931; existe otra colección mucho más amplia, que incluye las cartas que
escribieron Marx o Engels a otros corresponsales, en M EW , XXVII-XXXIX.
Diseminada a lo largo de los escritos de M arx hay una importante cantidad de
alusiones a la historia de Grecia y Roma, a su literatura y filosofía. En concreto,
hizo un cuidadoso estudio de la historia de la república romana, en parte basán
dose en las fuentes, y en parte con la ayuda de las obras de Niebuhr, Mommsen,
Dureau de la Malle y otros. No he sido capaz de descubrir un estudio sistemático
de la historia de Grecia hecho por Marx después de sus días de estudiante, ni de
la historia del mundo grecorromano bajo el principado o durante el imperio
romano tardío; pero frecuentemente cita a autores griegos (más veces en el origi
nal que en traducción) y también latinos en toda clase de contextos: Apiano,
Aristóteles, Ateneo, Demócrito, Diodoro, Dionisio de Halicarnaso, Epicuro, Es
quilo, Estrabón, Heródoto, Hesíodo, Homero, Isócrates, Jenofonte, Luciano,
Píndaro, Plutarco, Sexto Empírico, Sófocles, Tucídides y otros. Pudo incluso
aprovechar ese poemilla encantador de A ntípatro de Tesalónica que aparece en la
Antología Griega (IX, 418), y que es uno de los documentos más antiguos que
testimonian la existencia del molino de agua (véase II.i). Después de su disertación
de doctorado, Marx no volvió a tener ocasión nunca más de escribir con cierta
extensión acerca del mundo antiguo, pero una y otra vez lo veremos hacer alguna
penetrante observación que resalta algo de valor. Por ejemplo, en carta a Engels
de 25 de septiembre de 1857 hace ciertas observaciones interesantes y perfectamen
te correctas: por ejemplo, que la primera aparición de un sistema extensivo de
40 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
Hegel, declaraba Marx que, aunque la fuerza material sólo podía ser vencida por
la fuerza material, «la teoría, sin embargo, se convierte en fuerza material en
cuanto cala en las masas» (.M EC W , 111.182). Y Mao Tse-Tung, en un famoso
ensayo «Sobre la contradicción» (de agosto de 1937), insistía en que, en determi
nadas condiciones, la teoría y la «superestructura» ideológica de una sociedad
(especialmente la teoría revolucionaria) pueden «manifestarse desempeñando el
papel principal y decisivo».10
Cierto es que el propio Marx escribe a veces como si los hombres estuvieran
gobernados por unas necesidades históricas situadas fuera de su control, como,
por ejemplo, cuando habla (en el prefacio a la edición original alemana de Das
Kapital) de «las leyes naturales de la producción capitalista» definiéndolas «ten
dencias que se autoafirm an actuando con férrea obligatoriedad» (M EW , XXIII. 12.
He alterado la traducción inglesa de Cap., 1.8, que puede inducir a error). Tales
expresiones son raras; derivan probablemente de una concepción de los aconteci
mientos históricos en la que se tom a momentáneamente como certeza un alto
grado de probabilidad. De hecho, no hay en absoluto nada de «determinista», en
sentido propio en la visión de la historia de Marx; y en particular, ni un solo
individuo puede ver «determinado» su papel por su posición de clase, aunque con
frecuencia se puedan hacer predicciones muy verosímiles (de carácter estadístico)
acerca del comportamiento del colectivo de miembros de una determinada clase.
Demos sólo dos ejemplos: si se tienen unos ingresos de más de 20.000 libras
anuales, las probabilidades estadísticas que se tienen de ocupar posiciones de
derechas y de votar conservador en Gran Bretaña, son, efectivamente, muy gran
des; o, si no se pertenece a la clase social más baja, se tendrán mayores ventajas
para alcanzar la santidad individual en la Iglesia católica rom ana (un análisis
sociológico realizado alrededor de 1950 demostraba que de los 2.489 santos cono
cidos en la Iglesia católica romana, sólo el 5 por 100 provenía de las clases bajas,
que habrían significado, por su parte, más del 80 por 100 de la población de
Occidente,*1 y, a mi entender, las recientes canonizaciones no se han apartado de
este modelo).
Me parece que podemos echar alguna luz sobre la cuestión que hemos exami
nado en último lugar, es decir, el «determinismo» del que se acusa con frecuencia
a Marx, comparando a nuestro autor con el más grande historiador de la Antigüe
dad, Tucídides (probablemente, el escritor, con la sola excepción de Marx, que
más me ha permitido progresar en mi comprensión de la historia). Tucídides se
refiere con frecuencia a lo que él llama la «naturaleza humana», término con el
que, en realidad, quiere decir los modelos de comportamiento que, a su juicio, se
podrían identificar en la conducta humana, en parte en el comportamiento de los
individuos, pero de manera mucho más destacada en el de los grupos humanos: es
decir, en los hombres cuando actúan como estados organizados, cuyo comporta
miento puede predecirse, naturalmente, con mucha mayor verosimilitud que el de
la mayoría de los individuos (todo ello lo he discutido en mis O P W , 6, 12 y n. 20,
14-16, 29-33, 62, cf. 297). Tucídides pensaba (estoy seguro de ello) que, cuanto
mejor se comprendieran dichos modelos de comportamiento, con tanta más efica
cia se podría predecir cómo se com portarían los hombres en un futuro inmediato,
si bien nunca con una seguridad completa, pues siempre (y sobre todo en la
guerra) ha de darse una posibilidad a lo imprevisible, lo incalculable y a la simple
INTRODUCCIÓN 43
satisfacen estos deseos crecen también. En este terreno, la libertad no puede consistir
más que en el hombre socializado, la asociación de los productores que regulan
racionalmente su intercambio con la Naturaleza, sometiéndola a su control comuni
tario, en vez de verse ellos gobernados por éste lo mismo que por las fuerzas ciegas
de la naturaleza; y lo harán con el menor gasto de energía posible y en condiciones
sumamente favorables su naturaleza humana, y además dignas de ella. Pero no por
ello deja de ser todavía el reino de la necesidad. Más allá de éste empieza el desarro
llo de la energía humana que es un fin en sí mismo, el auténtico reino de la libertad,
que, sin embargo, sólo puede florecer sobre la base de ese reino de necesidad. La
reducción de la jornada laboral es su requisito básico (CF. Marx/Engels, M EC W ,
V.431-432, de la Ideología alemana, citada más adelante, en II.i).
Marx y Engels no se contaban, desde luego, entre los que hablan sólo de
cualquier manera (como podría hacerlo alguno de nosotros), sino que realmente
pensaban con seriedad en la Historia (con «H» mayúscula) como una especie de
libertad independiente. En un pasaje espléndido de su primera obra conjunta con
Marx, La sagrada fam ilia (1845), Engels podía decir:
La Historia no hace nada, «no posee ninguna inmensa riqueza», «no libra
batalla alguna». Es el hombre, el hombre real, vivo, quien hace todo, quien posee y
quien lucha; la «historia» no es como si fuera una persona aparte, que utiliza al
hombre como un medio de llevar a cabo sus propios fines; la historia no es más que
la actividad del hombre llevando a término sus objetivos (MECW, IV.93 — MEGA,
I. iii. 265).
(i) N a t u r a l e z a d e l a s o c ie d a d d e c l a s e s
nes de producción», es decir: las relaciones sociales que entablan los hombres en
el proceso de producción, que hallan expresión jurídica, en un grado considerable,
como relaciones de propiedad o como relaciones de trabajo. Cuando las condicio
nes de producción, sean las que sean en un determinado momento, son controla
das por un grupo en concreto (cuando, como ocurre en la mayoría de los momen
tos,4 hay una propiedad privada en ios medios de producción), tenemos una
«sociedad de clases», definiéndose las clases según su relación con los medios y el
trabajo de producción y las que mantienen entre sí. Algunos de los «medios de
producción» más importantes del mundo moderno —no sólo las fábricas, sino
también los bancos y los centros de finanzas, así como el ferrocarril y las compa
ñías aéreas— se hallaban naturalmente ausentes del mundo clásico antiguo, de
modo que, en gran medida, lo estaba también el trabajo asalariado, que constitu
ye un elemento esencial, de hecho el elemento esencial, en las relaciones de pro
ducción características de una economía capitalista (como veremos después en
IILvi, el trabajo asalariado libre desempeñó un papel infinitamente menos impor
tante en el mundo griego y romano del que tiene hoy día). En el m undo griego
antiguo el principal medio de producción era la tierra, y la principal form a en la
que se explotaba directamente el trabajo era el que realizaban los no libres, sobre
todo los esclavos-mercancía; pero la servidumbre por deudas se encontraba mucho
más extendida de lo que muchos historiadores han visto, y en el imperio romano
el trabajo agrícola se vio explotado cada vez más en formas de arriendo (que en
un principio implicaban sólo a hombres libres), que se convirtieron a finales del
siglo ii i en servidumbre legal (luego daré definiciones precisas de esclavitud, servi
dumbre y servidumbre por deudas, en III.iv). Por lo tanto, en la Antigüedad
podría decirse que la riqueza consistía sobre todo en la posesión de tierra y en el
control del trabajo no libre; y que fueron sobre todo estas posesiones las que
permitieron a la clase propietaria explotar al resto de la población: esto es, sacar
un excedente de su trabajo y apropiárselo.
Llegados a este punto, tengo que presentar un asunto importante y difícil, que
requiere un tratamiento cuidadoso, y que puede inducir a una seria confusión, por
lo que me ocuparé más adelante de él con toda propiedad en el capítulo IV. Me
refiero al hecho de que una gran parte de la producción fue realizada siempre,
durante la Antigüedad hasta el imperio romano tardío (y en cierta medida también
después), por pequeños productores libres, sobre todo por campesinos, aunque
también por artesanos y comerciantes. En la medida en que este gran número de
individuos no explotaba el trabajo de otros (fuera del marco de su propia familia)
en grado apreciable ni tampoco ellos se veían explotados en demasía, aunque su
vida no sobrepasara apenas el nivel de la mera subsistencia, pues el excedente de
su producción casi no pasaba de lo que ellos mismos pudieran consumir, forma
ban una especie de clase intermedia, entre los explotadores y los explotados. No
obstante, en la práctica es muy probable que fueran explotados. Como explicaré
en el capítulo IV, esta explotación no sólo pudo ser directa e individual (por
ejemplo, a manos de los terratenientes o los prestamistas), sino también indirecta
y colectiva, realizada a través de contribuciones, levas militares o prestaciones
forzosas exigidas por el estado o las municipalidades.
Es muy difícil afirmar con precisión cuál era la condición de estos pequeños
productores libres. La inmensa m ayoría de ellos era lo que llamaré campesinos
CLASE, EXPLOTACIÓN Y LUCHA DE CLASES 49
(véase mi definición de ellos en IV.ii), término que cubre una amplia variedad de
condiciones, pero que, sin embargo, puede que nos convenga utilizar, sobre todo
cuando tenemos alguna duda sobre la situación exacta de la gente a la que nos
referimos. En el capítulo IV intentaré m ostrar la gran variedad de instituciones
que implicaban, y cómo la suerte de algunos grupos de ellos podía fluctuar
bastante según su posición no sólo política y jurídica, sino también económica.
¿Por qué tenemos que perder el tiempo con todo ese material teórico acerca de
la estructura de clases, las relaciones sociales y el método histórico? ¿Por qué no
podemos simplemente seguir haciendo historia a la buena manera de antaño, sin
aburrir con los conceptos y categorías que empleamos? Ello podría incluso compli
carnos en la filosofía de la historia, algo que preferimos más bien abandonar con
desdén en manos de filósofos y sociólogos, como simple ideología.
puramente hechos, al menos puede ser de utilidad, siempre y cuando tales hechos
se presenten de modo cuidadoso y como es debido, para otros que sí sean capaces
de un grado mayor de síntesis; en cambio, el presunto sociólogo, si no tiene un
conocimiento suficiente de los documentos históricos específicos de un determina
do período de la historia, difícilmente tendrá ocasión de decir algo útil al respecto
para nadie.
El estudio de la historia antigua en Gran Bretaña se ha caracterizado durante
largo tiempo por una actitud consistente en la investigación empírica detallada,
que en sí misma es digna de la mayor admiración. En una nueva y reciente
valoración de la gran Social and Economic History o f the Rom án Empire, de
Rostovtzeff, Glen Bowersock, de la Universidad de Harvard (que también estuvo
en la Oxford Greats School y fue alumno de sir Ronald Syme), contó cómo todo
el mundo levantó las cejas en Oxford cuando Rostovtzeff, que se había exiliado
allí procedente de su Rusia natal en 1918, «anunció que iba a dar clase nada
menos que de “ la historia social y económica del helenismo oriental y occidental,
de la república y el imperio rom ano” ». Y añade: junto con la envergadura nada
modesta del tema de Rostovtzeff, se produjo, y ello fuera acaso inevitable, una
momentánea obnubilación del pensamiento»; y recoge la nota del propio Rostovt
zeff en el prefacio de su libro, que dice: «evidentemente la mentalidad inglesa, a
diferencia a este respecto de la eslava, siente profundo desagrado por la falta de
precisión en el pensamiento o la expresión».5 Pues bien, ahora topamos con un
problema con el que se enfrenta cualquier historiador, a saber, cómo conciliar
una atención plena y escrupulosa ante cualquier tipo de testimonio sobre el tema
de su elección y el estudio de la bibliografía moderna que lo trate con la posesión
de una metodología general de la historia y una teoría sociológica capaz de
permitirle sacar el máximo partido a sus investigaciones. Pocos de nosotros —si es
que se da algún caso— logran establecer exactamente el equilibrio entre estos dos
desiderata tan distintos. Se ha dicho que el sociólogo logra saber «cada vez menos
de cada vez más cosas», y el historiador, en cambio, «cada vez más de cada vez
menos cosas». La mayoría de nosotros solemos también caer decididamente en
una u otra de estas categorías. Somos como el hombre verdaderamente piadoso de
Plutarco, que tenía que sortear un difícil camino entre el precipicio del ateísmo y
el pantano de la superstición (M or., 378a), o el cristiano de Bunyan en el Valle
de la Sombra de la Muerte, que atraviesa un estrecho paso entre «una Zanja muy
profunda» a la derecha «... a la que el ciego ha conducido siempre a otros ciegos,
para en ella morir ambos miserablemente», y a la izquierda, «unas peligrosísimas
Arenas movedizas, en las que no puede hallar suelo firme que lo sustente el pie
del hombre bueno que en ellas caiga».
Al tratar la historia del mundo griego antiguo, me siento mucho más a gusto
si puedo utilizar con legitimidad unas categorías de análisis social que no sólo son
precisas, por cuanto puedo definirlas, sino además generales, por cuanto pueden
ser aplicadas al análisis de otras sociedades humanas. En el sentido que yo le doy,
la categoría de clase tiene esas características. Me doy cuenta, no obstante, de que
sentir la necesidad de empezar, al menos, por las categorías e incluso la termino-
logia habitual en la sociedad que se esté estudiando, constituye un sano instinto
por parte de los historiadores de la tradición empírica —naturalmente con tal de
que no queden prisioneros de ellas. En nuestro caso, el hecho de que los griegos
CLASE, EXPLOTACIÓN Y LUCHA DE CLASES 51
posición en la base de la pirámide social y que tendrán que verse sometidos a una
delicada mezcla de persuasión y coerción (tanta más coerción cuanto más hayan
llegado a ver que la minoría de favorecidos son unos explotadores y opresores).
Con todo, la capacidad que tienen los hombres de alcanzar la libertad de vivir la
vida que quieran se ha visto siempre severamente limitada, hasta hace muy poco,
por un desarrollo inadecuado de las fuerzas productivas de que disponían.
de los libros más conocidos acerca del esclavismo norteamericano, The Peculiar
Instituí ion de Kenneth Stampp (pág. 86):
Parece que los esclavos consideraban que la peculiar institución del Sur era
fundamentalmente una extorsión del trabajo. Naturalmente sentían su impacto de
otras maneras —en su condición social, en ía legal y en sus vidas privadas—, pero
sobre todo lo sentían con más crudeza en la falta de control sobre su propio tiempo
y su propio trabajo. Si su descontento se refería a su cautiverio, cabría esperar que
dirigieran su protesta principalmente contra la exigencia de trabajo por parte de sus
amos.
fue adoptada sin el más mínimo examen por parte de Busolt, Eduard Meyer y
otros destacados historiadores (incluso Max Weber no queda totalm ente libre de
culpa), y sigue reproduciéndose hoy día por algunos pagos. No pocos marxistas
han partido de posiciones erróneas semejantes. No es de extrañar que intentos
como los de George Thomson (que es fundamentalmente un erudito de la litera
tura, no un historiador en sentido estricto), en los que se pretendía exponer el
desarrollo intelectual del mundo griego clásico en términos marxistas, no tuvieran
el menor éxito a la hora de convencer a historiadores y filósofos; pues Thomson
presenta el desarrollo del pensamiento griego, e incluso el de la democracia griega,
de los siglos vi y v como consecuencia de la llegada al poder de una «clase de
comerciantes» totalmente imaginaria. Define incluso a los pitagóricos de Crotón
como «la nueva clase de ricos industriales y comerciantes», que «se parecían a
Solón por cuanto se hallaban implicados activamente en la lucha política por el
desarrollo de la producción de bienes de consumo».'9 En mi opinión, no es más
que una fantasía. El único libro que conozco en inglés, en el que se intenta
explícitamente dar una relación de la historia de Grecia (anterior al período roma
no) en términos marxistas, constituye un ejemplo señero de la catástrofe metodo
lógica que implica dar una relación pretendidamente marxista en términos de unas
clases que son pura ficción y no se corresponden en nada a la realidad histórica.
Su autora, Margaret O. Wason, pretende que en los siglos vn y vi llegó al poder
en la mayoría de las ciudades griegas una «nueva clase burguesa», definida como
«la clase de los comerciantes y artesanos, que desafiaba el poder de la aristocra
cia». No es extraño que veamos que se refiere a Cleón llamándolo «curtidor»
(reproduciendo obviamente la caricatura de Aristófanes; cf. mis O PW , 235 n. 7,
359-361, 371) y «caudillo de los obreros atenienses».20
Podría añadir que sería igualmente absurdo hablar de una «lucha de clases»
entre los senadores y los caballeros al final de la república romana. Me veo aquí
totalm ente de acuerdo con una serie de historiadores de la Antigüedad no marxis
tas y de muy distintas posiciones. Como han demostrado de modo concluyente P.
A. Brunt y Claude Nicolet en los últimos años, los caballeros form aban parte de
la misma clase de grandes terratenientes a la que también pertenecían los senado
res. Como dice Badian, para el senado «eran simplemente los miembros no polí
ticos de su misma clase»,21 es decir; los que habían preferido no hacerse cargo de
una vida tan dificultosa y con frecuencia tan peligrosa como la que suponía una
carrera política. En ciertos momentos, se habría podido desarrollar respecto a
determinadas cuestiones una contienda puramente política entre estos dos grupos,
pertenecientes ambos a la clase de los propietarios, pero ello no debe inducirnos a
considerarlos equivocadamente dos clases distintas con intereses irreconciliables.
Hablaré a veces de los senadores romanos (y no de los caballeros) como de una
clase, «la clase senatorial». Es posible que otros marxistas prefieran que no des-
globe mi «clase de los propietarios» (respecto a la cual, véase III.ii), como hago,
para determinados fines, en dos clases o más (por ejemplo, durante el principado
m aduro y el imperio tardío, en las clases senatorial y curial principalmente, cons
tituyendo acaso los caballeros una especie de subclase estrechamente unida a los
senadores, hasta que se vieron absorbidos enteramente por la propia clase senato
rial a finales del siglo iv y comienzos del v; véase VI.vi, ad fin .). Pero en la serie
de definiciones que doy, a comienzos de la sección ii de este capítulo, reconozco
CLASE, EXPLOTACIÓN Y LUCHA DE CLASES 59
Sólo he de hacer una puntualización previa más, antes de pasar a dar las
definiciones de los términos que utilizaré: llegados a este punto, rechazo delibera
damente toda discusión de los términos «casta», «orden» y «estado» ( éíat). La
casta es un fenómeno que no encontramos en modo alguno ni en el mundo griego
ni en el rom ano.22 Sí que vemos lo que podría llamarse con todo derecho «órde
nes» (o «estados»), es decir, grupos de status (Stánde), que se reconocen legalmen
te como tales y que poseen una serie de características jurídicas diversas (ya sean
privilegios o desventajas). Señalaremos tales grupos cuando tengamos ocasión de
discutirlos. Daré algunas indicaciones en torno a los «grupos de status» en gene
ral, y (en la sección v del presente capítulo) acerca del status como alternativa al
concepto de «clase». Pero, aunque a veces haga referencia, naturalmente, a deter
minados «órdenes» (ciudadanos, esclavos, libertos, senadores, caballeros, curia
les), no tendré en cuenta especialmente a los «órdenes» como tales, tratándolos,
por regla general, simplemente como una forma especial de grupos de status,
excepto en la medida en que materialmente afecten al grado de explotación corres
pondiente (cf. el párrafo anterior).
( ii) D e f in ic ió n d e « c l a s e », « e x p l o t a c i ó n » y «l u c h a de clases»
factores que pueden ayudar a determinar una clase: la parte que en ello tenga
dependerá de la medida en que afecte al tipo y grado de explotación que lleve a
cabo o que padezca; por ejemplo, la condición de esclavo en el mundo griego
antiguo verosímilmente {aunque en absoluto con certeza) redundaría en un grado
más intenso de explotación que la de ciudadano o incluso la de extranjero libre.
Los individuos que conforman una determinada clase pueden ser total o par
cialmente conscientes o no de su propia identidad y de sus intereses comunes
como clase, y pueden sentir o no un antagonismo respecto a los miembros de
otras clases en cuanto tales.
Un rasgo esencial de una sociedad de clases es que una o varias clases minori
tarias sean capaces de explotar, en virtud del control que ejerzan sobre las condi
ciones de producción (llevado a cabo la mayor parte de las veces a través de la
posesión de los medios de producción),4 a otras clases más numerosas —esto es,
de apropiarse de un excedente a expensas de ellas—, y de ese modo constituir una
clase (o clases) superior económica y socialmente (y por tanto, con toda probabi
lidad, también políticamente). La explotación puede ser directa e individual, como,
por ejemplo, en el caso de los asalariados, esclavos, siervos, coloni, arrendatarios
o deudores por parte de determinados patronos, amos, terratenientes o prestamis
tas, o bien puede ser indirecta y colectiva, como es el caso de los impuestos, las
levas militares, los trabajos forzados y otras prestaciones que se impongan única
mente o de manera desproporcionada a una determinada clase (o clases) por parte
de un estado dominado por una clase superior.
Utilizo el término lucha de clases para la relación fundamental existente entre
las clases (y sus respectivos componentes individualmente considerados), que im
plica fundamentalmente explotación o resistencia a ella. No supone necesariamen
te una acción colectiva por parte de una clase como tal, y puede incluir o no una
actividad en el plano político, si bien dicha actividad política resulta cada vez más
probable a medida que se agudiza la tensión de lucha de clases. Se supone asimis
mo que una clase que explote a otras empleará formas de dominación política y
opresión contra ellas siempre que pueda: la democracia mitigará semejante proceso.
El imperialismo, que implica una especie de sometimiento económico y/o
político a un poder exterior a la comunidad, constituye un caso especial, en el que
la explotación ejercida por el poder imperial (por ejemplo, en form a de tributo),
o por alguno de sus miembros, no tiene por qué implicar necesariamente un
control directo de las condiciones de producción. En tal situación, con todo, es de
suponer que la lucha de clases en el interior de la comunidad sometida se vea
afectada de algún modo, por ejemplo, mediante el apoyo prestado por el poder
imperial o sus agentes a la cíase (o clases) explotadora existente dentro de dicha
comunidad, cuando no mediante la adquisición por parte del poder imperial o de
alguno de sus miembros del control de las condiciones de producción dentro tíe la
comunidad sometida.
gún reflejo en el mundo moderno (que, naturalmente, tendrá que ser explicado
según unas condiciones totalmente distintas), un análisis de la sociedad grecorro
m ana en términos de clase, en el sentido específico marxista, resulta efectivamente
amenazador (por utilizar el adjetivo que usa Firth: véase I.iv), algo que nos había
directamente a cada uno de nosotros hoy en día y exige insistentemente ser apli
cado al mundo contemporáneo, el de ía segunda mitad del siglo xx. Si el análisis
de Marx, derivado originalmente ante todo del estudio de la sociedad capitalista
del siglo xix, resulta que es adecuado tanto para describir la sociedad antigua
durante un largo período de varios siglos de duración, como para explicar sus
transformaciones y su parcial desintegración (como veremos que ocurre), nos
costará mucho trabajo ignorar su aplicabilidad al mundo contemporáneo. Natu
ralmente se le ignorará en algunos pagos. Por citar a Marx y Engels, al dirigirse
sarcásticamente a las clases dirigentes de su época:
Echaré ahora una rápida ojeada al uso que hace el propio Marx del concepto
de clase (y de lucha de clases). Voy a sostener que por cinco razones distintas
especialmente se ha extendido una seria equivocación acerca del papel que esta
idea desempeñó en el pensamiento de Marx, Creo que mi definición representa lo
fundamental de su pensamiento a este respecto con más precisión de la que
muestran las afirmaciones de ciertos escritores modernos, marxistas y no marxis
tas, que tienen puntos de vista distintos del mío. Esas cinco razones son las
siguientes.
En primer lugar, y en parte acaso por una definición muy citada de Lenin, en
su obra A Great Beginning, que (como dice Ossowski, CSSC, 72 y n. 1) han
«popularizado los libros de texto marxistas y las enciclopedias», se ha acostumbra
do a hacer especial hincapié en la relación existente con los medios de producción
como factor decisivo (y a veces esencial) a la hora de determinar la posición de
una persona en una clase. Aunque esa formulación suya contiene una profunda
verdad, se podrá ver por la definición de clase que hemos dado anteriormente que
la considero una concepción demasiado estrecha. En segundo lugar, como bien
sabemos, el propio Marx, aunque hizo un uso considerable del concepto de clase
a lo largo de su obra, nunca dio una definición formal de lo que era, y, efectiva
mente, lo empleó en sentidos muy distintos en diversos momentos. En tercer
lugar, el propio Marx se interesó casi exclusivamente en sus escritos por una
sociedad capitalista, que ya había pasado por un importante proceso de desarro
llo: fuera de una sección de los Grundrisse (trad. ingl., 471-514), que se dedica
específicamente a las «formaciones económicas precapitalistas» (véase la excelente
edición de Hobsbawm, KMPCEF), las afirmaciones que aparecen en su obra
acerca de las sociedades precapitalistas en general y del mundo grecorromano en
64 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
particular son todas muy breves, y muchas de ellas al modo de obiter dicta.
En esos pasajes, por regla general, no se esfuerza en absoluto en ser preciso en
su terminología. En cuarto lugar (y como consecuencia de los hechos que acabo
de exponer), cuando Marx hablaba en particular de la «lucha de clases» solía
tener in mente —pensando, como hacía casi siempre, en el capitalismo del si
glo x í x
— el tipo de lucha de clases que más llamaba la atención a mediados del
siglo xíx en los países capitalistas más desarrollados, a saber: la lucha de ciases
abierta en el plano político. De modo que, cuando, por ejemplo, en El dieciocho
brumario de Luis Bonaparte hablaba de la burguesía francesa diciendo que «po
nía fin por el momento a la lucha de clases aboliendo el sufragio universal»
(M ECW , XI. 153), se refería simplemente a que con la ley de 31 de mayo de 1850,
que reducía el número total de electores de diez a siete millones (id ., 147), se le
ponían las cosas mucho más difíciles a ía clase obrera francesa para llevar a cabo
una lucha política eficaz. Y finalmente, en la obra que con frecuencia se considera
erróneamente que contiene la exposición definitiva de «la concepción materialista
de la historia» de Marx, concretamente en el Prefacio a la contribución a la crítica
de economía política (1858-1859), hallamos solamente una referencia de paso a las
clases y ninguna en absoluto a la lucha de clases. Sin embargo, contiene una
explicación muy buena de ella, perfectamente subrayada por A rthur M. Prinz en
un artículo publicado en el Journal o f the History o f Ideas, 30 (1969), 437-450,
titulado «Background and ulterior motive of M arx’ “ Preface” of 1859». El Pre
facio tenía que publicarse (gracias a los buenos oficios de Lassalle) en Berlín, y a
Marx se le hacía absolutamente necesario tener muy en cuenta la férrea censura
prusiana, y poner gran cuidado en abstenerse de todo lo que pudiera levantad
sospechas de incitación ai odio de clases, que en esa época constituía un auténtico
delito, que se castigaba con la cárcel, según el art. 100 del código penal prusiano.
Marx, que ya era bien conocido de los censores prusianos, vivía por aquel enton
ces en Inglaterra y no corría riesgo de verse procesado, pero tenía que mostrarse
circunspecto si quería tener alguna esperanza de encontrar un editor, pues el
mismo artículo del código penal prescribía también la pena de confiscación por la
publicación de toda obra delictiva. Sin embargo Marx tenía que publicar en
Alemania, si quería conseguir la dirección intelectual del movimiento socialista
alemán. Por lo tanto, el Prefacio tenía que evitar cualquier contacto con la lucha
de clases. Pero cuando el 17/18 de septiembre de 1879, Marx y Engels —remitién
dose al Manifiesto comunista y demás— escribían a Bebel, Liebknecht y otros,
que «durante casi cuarenta años hemos subrayado que la lucha de clases constitu
ye el poder conductor de la historia más inmediato» (MESC, 395), tenían toda la
razón. Incluso en las numerosas partes de los escritos de Marx que tratan entera
mente de economía y filosofía y no del proceso histórico, nos m ostrará a veces
que la lucha de clases está siempre presente en su cabeza, como cuando en una
carta a Engels, de 30 de abril de 1868, resume un largo pasaje acerca de la
economía con estas palabras: «finalmente ... tenemos como conclusión la lucha
de clases, en la que se resume el movimiento de toda la Scheiss» (véase M ESC , 250).
Por las reacciones que he visto a los borradores de este capítulo, sé que
algunos protestarán por lo que les parecerá un excesivo énfasis puesto en las
entidades colectivas, en las clases, a expensas del «individuo». Yo replicaría a esas
CLASE, EXPLO TACIÓ N Y LUCHA DE CLASES 65
3. — STE. CROIX
66 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
eran tratados sin la menor compasión y de ello tenemos buenas pruebas: presento
uno o dos ejemplos de lo más ilustrativo en VII.i. La relación existente entre los
espartanos y sus ilotas —típica relación de clase entre explotador y explotado—
era de enorme hostilidad y sospecha. En III.iv llamo la atención sobre el sorpren
dente hecho de que los éforos de Esparta, cada vez que se hacían cargo de la
magistratura, hacían una declaración oficial de guerra a su propia fuerza de
trabajo, los ilotas, de modo que podían matar a cualquiera de ellos sin previo
juicio, negándose incluso a admitir que, al hacerlo, se veían contaminados por
una mancha religiosa, como ocurriría en cualquier otro caso. En general, los
griegos mostraban menos crueldad que los romanos ante sus esclavos; pero hasta
en la Atenas clásica, en la que se repite que existía un trato relativamente mejor
de los esclavos, toda la bibliografía de que disponemos da por descontado que se
les azotaba.
Las fuentes literarias procedentes de todos los rincones del mundo griego
muestran abundantemente que esta forma de castigo de los esclavos suponía algo
totalmente típico. Un epitafio colocado en la tumba de una virtuosa m atrona,
Miró (que acaso no sea más que un personaje imaginario), obra del poeta helenís
tico A ntípatro de Sidón, describe con la mayor soltura, como si se tratara de una
cosa totalmente natural, la representación de un látigo en su tum ba (entre otros
objetos), como señal de que Miró «castigaba con justicia las fechorías» (aunque
no era, ¡por supuesto!, «un ama cruel o arrogante» (A n t. Pal., VII.425). No
habrá nadie que dude que los esclavos obstinados eran reprimidos sin compasión,
en cualquier caso siempre en la medida en que ello no causara un daño excesivo a
los intereses de sus amos, de quienes constituían un bien (cf. IILiv).
¿De quién hubiéramos sospechado menos que hubiera m andado azotar a un
esclavo de entre todas nuestras fuentes literarias más importantes que de Plutarco,
hombre precisamente curioso por su humanidad? Pero tenemos una historieta un
tanto indecente que nos ha llegado en Aulo Gelio (NA, I.xxvi.4-9), procedente de
Calvisio Tauro, amigo de Plutarco. Un erudito esclavo de Plutarco, que conocía
el tratado de su amo Sobre la ecuanimidad (Peri aorgésias, citada normalmente
por su título latino De cohibenda ira), se quejó, al ser azotado, de que Plutarco
era inconsecuente y de que había caído precisamente en la falta que había repro
bado. Plutarco no sintió la menor vergüenza. Destacando que estaba totalmente
tranquilo, invitó al esclavo a continuar con sus argumentos dialogando con él...
mientras mandaba al verdugo que siguiera aplicándole el látigo. La peripecia la
refería Tauro, en respuesta a una pregunta de Gelio, situada al final de una de sus
lecciones de filosofía, y obtuvo completa aprobación. Pero, en último término, no
tiene por qué sorprendernos la actuación de Plutarco, si logramos ver a este
propietario de esclavos en particular y a su propio esclavo «simplemente como
personificaciones de las relaciones económicas que existían entre ellos» (Marx,
Cap., 1.84-85).
La lucha de clases entre la clase de los propietarios y los que relativa o
absolutamente carecían de propiedades se veía acompañada en ocasiones de atro
cidades por ambas partes: véase por ejemplo V.ii. Cuando nos enteramos de
comportamientos particularmente crueles por parte de aquellos que tenían mando
en una stasis (una conmoción civil), podemos estar razonablemente tranquilos si
CLASE, EXPLOTACIÓN Y LUCHA DE CLASES 67
concluimos que el conflicto era básicamente una cuestión de clases sociales, aun
que nuestra información al respecto no sea lo suficientemente explícita.6
Me abstengo de citar ejemplos contemporáneos de la conducta de la guerra de
clases de maneras que se han considerado generalmente «necesarias», pero que
implicaban un comportamiento que todos hubieran condenado por ser moralmen
te indefensibie, si se hubiera tratado de acciones entre individuos.
Cualquiera que sea la forma social de producción, los trabajadores y los medios
de producción son siempre factores suyos. Pero ... para que la producción progrese,
deben unirse. La manera específica en que se realice esta unión es lo que distingue
entre sí las diferentes épocas económicas de la estructura de la sociedad {Cap.,
11.36-37).
También muy breve es el tercer pasaje, pero contiene unas consecuencias impor
tantes que, en mi opinión, se han pasado por alto con mucha frecuencia (insistiré
más adelante en ello): «La diferencia esencial entre las diversas form as económi
cas de sociedad (por ejemplo, entre una sociedad basada en el trabajo de los
esclavos y otra basada en el trabajo asalariado) estriba sólo en el modo en que, en
cada caso, se extrae el plustrabajo de su productor efectivo, el obrero» (Cap.,
I.2I7).
CLASE, EXPLOTACIÓN Y LUCHA DE CLASES 69
He aguardado hasta este momento para exponer una de las partes principales
de mi teoría de la clase, porque deseaba demostrar que se halla implícita en los
escritos del propio Marx, y ello puede verse con mayor claridad en los dos últimos
pasajes del Capital que acabo de citar (1.217 y II 1.791-792). Puesto que pretendo
que esa teoría la he hallado en M arx, no puedo, pues, reclamar su novedad; pero
nunca la he visto expuesta clara y explícitamente. Yo pongo el acento en que el
rasgo distintivo más significativo de toda formación social, de cada «modo de
producción» (véase el final de IV. v) no estriba tanto en cómo se realiza el grueso
del trabajo de producción, cuanto en cómo las clases propietarias dominantes,
que controlan las condiciones de producción, se aseguran la extracción del exce
dente que hace posible su propia existencia sin necesidad de trabajar. Este es el
punto de vista de Marx, y yo lo sigo. En el último fragmento del Capital que he
citado antes, el hecho queda bien patente; y aunque el sentido del tercer pasaje
(Cap., 1.217) no resulte inmediatamente tan obvio, quiere decir sin duda lo mis
mo, como puede verse un poquito mejor si nos ceñimos un poco más al original
alemán (M EW , XX III.231): «Sólo la forma en que se extrae de su inmediato
productor, el obrero, este excedente de trabajo, distingue las formas económicas
de sociedad, por ejemplo la sociedad esclavista de la del trabajo asalariado». Lo
que yo creo que se ha pasado por alto con frecuencia es el hecho de que en lo que
se centra Marx, considerándolo el rasgo distintivo real de cada sociedad, no es en
el modo en que se realiza el grueso del trabajo de producción, sino en cómo se
asegura la extracción del excedente del productor inmediato. De m odo que, como
consecuencia de ello, estamos totalmente justificados si decimos que el mundo
grecorromano era una «economía esclavista», en el sentido de que se caracteriza
ba por el trabajo no libre (direkte Zwangsarbeit, ‘trabajo forzado directo’, como
escribió originalmente Marx: véase más adelante), en el que de hecho la esclavitud
(«esclavitud-mercancía») desempeñaba un papel central. La justificación que le
daremos será que ese era el modo más importante en que las clases propietarias
dominantes del mundo antiguo sacaban su excedente, tanto si la mayor parte del
total de la producción se debía al trabajo no libre como si no. De hecho, hasta
aproximadamente 300 d.C. los pequeños productores libres e independientes (so
bre todo campesinos, junto con artesanos y comerciantes), que trabajaban al nivel
de subsistencia o poco más, y que no eran ni esclavos ni siervos (cf. III.iv),
debieron de constituir una mayoría efectiva de la población en casi todos los
rincones del mundo griego (y romano) en todas las épocas, y asimismo debieron
de ser los responsables de una parte sustancial del total de su producción —de
hecho, de la mayor parte de ella, excepto en casos especiales, sobre todo en Italia
CLASE, EXPLOTACIÓN Y LUCHA DE CLASES 71
durante el último siglo a.C., cuando se disponía de masas de esclavos baratos (cf.
IV.iii), y, probablemente, en Atenas y en unas cuantas ciudades griegas más
durante los siglos v y iv a.C, cuando también estaban muy baratos los esclavos
(trataré de la posición del campesinado y demás productores libres independientes
en el capítulo IV). Podemos, pues, hablar del mundo griego antiguo como de una
«economía esclavista» (en el sentido lato que yo le doy), a pesar del hecho de que
siempre o casi siempre fue una minoría de la población líbre (virtualmente lo que
yo llamo «la clase de los propietarios»: véase Ill.ii) la que explotó el trabajo no
libre a una escala significativa, y de que la mayoría —con frecuencia la gran
mayoría— de los griegos (y romanos) libres eran campesinos que apenas utiliza
ban más que su propio trabajo y el de sus familias, de modo que vivían a un nivel
no mucho más alto que el de la mera subsistencia.
Precisamente era en estos campesinos en quienes pensaba Aristóteles cuando
hablaba de la falta de esclavos (adoulia) de los no propietarios (los aporoi), y
decía que precisamente por esa falta de esclavos tenían que «utilizar a sus esporas
e hijos en calidad de asistentes» (hósper akolouíhois: Pol., VI.8, 1.323*5-6). En
otro momento dice que a los pobres (los penétes, palabra utilizada generalmente
para indicar un grado de pobreza menos extrema que la de los aporoi) «el buey les
sirve en lugar del esclavo» (oiketés, 1.2, 1.252b12). El concepto implícito que
podemos sobreentender es que los hombres que tuvieran propiedades poseerían y
utilizarían esclavos.
Continuando con la exposición de la teoría que he esbozado, desearía dejar
bien explícito otro hecho que nunca se ha expuesto con la suficiente claridad, a
saber: que tanto un individuo como una clase sólo podían obtener su excedente de
un número limitado de maneras, que pueden resumirse en estos tres puntos:
1. Se puede extraer el excedente mediante la explotación del trabajo asalaria
do, como en el mundo capitalista moderno.
2. Puede haber explotación del trabajo no libre, que a su vez puede ser a) de
esclavos-mercancía, b) de siervos, o c) de siervos por deudas, o bien de una
combinación de dos de estos grupos o de los tres a la vez.
3. Puede obtenerse un excedente alquilando las posesiones rústicas y las
casas a arrendatarios, a cambio de una renta de cualquier tipo, en dinero, en
especia o en prestaciones.
Sólo hace falta que mencione la posibilidad de que una clase que controle la
máquina de un estado extraiga colectivamente un excedente, ya sea mediante
impuestos internos o la imposición de prestaciones forzosas al estado (para el
transporte, la construcción de canales, reparación de calzadas, etc.), o bien me
diante un sistema imperialista, explotando a otro país, es decir conquistándolo y
sometiéndolo inmediatamente después al saqueo o bien imponiéndole un tributo.
Pues bien, antes de que llegue la era de la automatización completa, los
individuos integrantes de una clase dominante apenas podrán obtener un exceden
te de importancia si no es mediante el empleo de un trabajo asalariado «libre» o
algún tipo de trabajo no libre (n.os 1 y 2 de la anterior lista), con el complemento
de las contribuciones fiscales y las prestaciones forzosas que puedan imponer
colectivamente. Por razones obvias, el recurso a la tercera de las alternativas que
he expuesto, el arrendamiento de la tierra a colonos libres, es de suponer que no
alcance un excedente tan elevado, por mucho que se obligue a los pequeños
72 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
Sobre los propietarios de esclavos dice: «El 72 por 100 de ellos poseían menos de
diez [esclavos], y casi el 50 por 100 menos de cinco.» Y luego: «Sea por la razón
que fuere, la mayoría de los no propietarios de esclavos creyeron que por mor de
sus intereses tenían que defender la curiosa institución [o sea, la esclavitud, en la
forma en que se daba en el Viejo Sur]» (P Iy 33).
los rasgos generales del total de su sistema de ideas, incluidos los conceptos de
clase y de explotación, entre los años 1843 y 1847, si bien, como es natural,
muchos detalles y perfiles, e incluso algunos rasgos principales, no aparecieron
hasta más tarde. Virtualmente todas las ideas esenciales comprendidas en lo que
se ha llegado a conocer con el nombre de «materialismo histórico» (véase I.iv)
aparecen de alguna forma en las obras, publicadas o no, que se escribieron entre
dichos años, especialmente la «Introducción a la contribución a la crítica [no
publicada] a la filosofía del derecho de Hegel» de Marx, y los Manuscritos econó
mico-filosóficos (los dos de 1844), la Ideología alemana (obra conjunta de Marx
y Engels, de 1845-1846), y La miseria de la filosofía, escrita por Marx en francés
en 1847. Hegeliano como era su temperamento desde un principio en algún senti
do, Marx no desarrolló en modo alguno sus ideas de manera puram ente teórica:
procedía de un modo completamente distinto de Hegel. Poco antes de que empe
zara sus estudios serios de economía, leyó una gran cantidad de material históri
co: los cuadernos de notas que recopiló durante su estancia en casa de su suegra
en Kreuznach, en el verano de 1843, nos lo presentan estudiando no sólo a los
teóricos de la política, como Maquiavelo, Montesquieu y Rousseau, sino además
una buena cantidad de historia, sobre todo reciente (la de Inglaterra, Francia,
Alemania, Suecia, Venecia y los Estados Unidos). Algunos fragmentos de los
«Kreuznacher Excerpte» se han publicado en M E G A , I.i.2 (1929), 98, 118-136. Es
una lástima que la edición inglesa de Collected Works contenga tan sólo un breve
extracto de los cuadernos de Kreuznach, de una media página de largo {MECW,
III. 130), y no dé en absoluto idea de los objetivos de las obras recogidas por
Marx. Con todo, y tal como ha dicho David McLellan, «su lectura de la historia
de la revolución francesa el verano de 1843 fue lo que le enseñó el papel desempe
ñado por la lucha de clases en el desarrollo social» (K M LT, 95). Yo mismo tengo
la convicción de que otra obra de las que hicieron surgir el posterior desarrollo
por parte de Marx de la teoría de la lucha de clases fue su lectura, durante sus
años de estudiante, de la Política de Aristóteles, obra que muestra ciertas analo
gías sorprendentes con el análisis de Marx acerca de la sociedad griega (véase la
sección iv de este mismo capítulo). Durante 1844 y comienzos de 1845, leyó
también y resumió muchas obras de destacados economistas clásicos: Adam Smith,
David Ricardo, James Mili, J. R. McCulloch, J. B. Say, Destutt de Tracy y otros
(véase M E G A , I.iii, 409-583). En el prólogo a los Manuscritos económico-filosó
fico s de 1844, insistía Marx en que sus resultados los había obtenido «mediante
un análisis totalmente empírico, basado en un concienzudo estudio crítico de la
economía política» (MECW, III.231). Y en la Ideología alemana de 1845-1846,
justo después del célebre pasaje en el que esbozan la serie de «modos de produc
ción», Marx y Engels declaran que «la observación empírica tiene que subrayar
empíricamente y en cada ejemplo por separado —sin dar espacio a la mistificación
y a la especulación— la conexión existente entre la estructura social y política y la
producción» (MECW, V.35; cf. 36-37, 236, etc.).
O tra importante influencia operaría en Marx desde su llegada a París en
octubre de 1843: el movimiento de la clase obrera francesa. «Tendría usted que
haber asistido a alguna reunión de los obreros franceses —escribía M arx en una
carta a Feuerbach el 11 de agosto de 1844— para apreciar la pura frescura, la
nobleza que brota de estos hombres gastados por la fatiga» (M E C W , III.355). Y
CLASE, EXPLOTACIÓN Y LUCHA DE CLASES 75
arriba) que está citando al propio M arx, exactamente, en este caso, un pasaje que
precede inmediatamente al final de La miseria de la filosofía, escrito a comienzos
de 1847 en francés con el título, La Misére de la philosophie. Pero el pasaje nos
aparece iluminado con otra luz si lo leemos dentro de su contexto y como lo que
es: la última frase situada al final del siguiente párrafo (del que, por alguna
razón, sólo cita D ahrendorf en otros pasajes del libro el tercer punto, CCCIS, 14):
Los campesinos minifundistas forman una gran masa, cuyos miembros viven en
condiciones parecidas, pero sin establecer relaciones múltiples entre sí. Su modo de
producción aísla a unos de otros ... El aislamiento aumenta, dados los malos medios
de comunicación que hay en Francia y la pobreza de los campesinos ... Cada familia
campesina, individualmente, es casi auto suficiente ... Un minifundio, un campesino
y su familia; a su lado, otro minifundio, otro campesino y otra familia. Un pequeño
montón de ellos hace una aldea, un montoncito de aldeas hace un departamento. De
ese modo, la gran masa de la nación francesa está formada por la simple adición de
unas magnitudes homologas, lo mismo que las patatas dentro de un saco forman un
saco de patatas. En la medida en que millones de familias viven en unas condiciones
económicas de existencia que alejan su modo de vida, sus intereses y su cultura de
los de otras clases, situándolas en oposición a éstas, form an una clase. En la medida
en que sólo hay una simple interrelación entre estos campesinos minifundistas, sin
80 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
que la identidad de sus intereses engendre una comunidad, un vínculo nacional y una
organización política entre ellos, no forman clase alguna. Son, por lo tanto, incapa
ces de hacer valer sus intereses de ciase en nombre propio, ya sea a través de un
parlamento o una convención. No pueden representarse a sí mismos, sino que los
tienen que representar. Sus representantes habrán de aparecer, asimismo, como sus
amos, como una autoridad sobre ellos, como un poder gubernamental ilimitado que
los protege de las demás clases y les envía de lo alto la lluvia o el sol radiante. La
influencia política de los minifundistas, por lo tanto, halla su expresión última en el
poder ejecutivo que subordina la sociedad a su propia autoridad (MECW,
X I.187-188).
He citado la casi totalidad de este largo párrafo porque, como veremos luego
en V.i, puede aplicarse a la aparición de los primeros «tiranos» griegos.
Permítasenos poner uno al lado de otro estos dos pasajes, el de La miseria de
la filosofía y el de El dieciocho brumario ... Resulta perfectamente claro que
Marx consideraba tanto a los obreros de comienzos del capitalismo como a los
pequeños campesinos franceses de mediados del siglo xíx una clase: da ese título
una y otra vez a ambos grupos, no sólo en las dos obras que acabo de citar, sino
en muchos otros sitios. En los dos fragmentos, puede resolverse la aparente
contradicción existente entre las dos partes de la exposición al tom ar el asunto en
cuestión como sí se tratara de una definición. Si definimos una clase según una
determinada serie de características, lo que dice Marx es que los obreros de
comienzos del capitalismo o los campesinos franceses de su tiempo entrarían
dentro de esa definición; pero si en nuestra definición sustituimos esas caracterís
ticas por otras distintas, quedarán fuera de ella. El hecho de que quepa esperar
que una clase en su sentido más completo («en sí», o como sea) cumpla la
segunda definición, y el que Marx creyera que, en caso contrario, le faltaría parte
de la totalidad de los atributos que puede alcanzar una clase, no debe obcecarnos
y hacernos ignorar que para Marx podía perfectamente existir una clase como tal
sin haber desarrollado aún la segunda serie de características (efectivamente, dice
en ambos pasajes: los obreros son ya «una clase opuesta al capital»; los campesi
nos franceses, que viven en unas determinadas condiciones de existencia que les
otorgan un modo especial de vida, una cultura y unos intereses distintos de los de
otras clases, con las que están en oposición hostil, «forman una clase». Sería una
obstinación negarlo. En fin, el propio Marx diría en 1847 que «la burguesía
alemana se halla ya en conflicto con el proletariado aun antes de haberse consti
tuido políticamente como clase» (M ECW , VI.332).
A veces, cuando Marx trata de una situación concreta, habla vagamente de
clase y de lucha de clases como si se tratara de términos que se aplicaran princi
palmente o incluso sólo a conflictos políticos abiertos. A la mitad del capítulo V
de El dieciocho brumario ... aproximadamente, llega incluso a decir que «la bur
guesía ha puesto fin a la lucha de clases por el momento aboliendo el sufragio
universal» (MECW> XI. 153; cf. la sección ii). Podemos encontrar bastantes pasa
jes como ése. En el prólogo a la segunda edición alemana (1869) de E l dieciocho
brumario ... llegará a olvidar por completo la antítesis form ulada poco antes del
final de la obra y que he citado hace un rato, y dirá incluso: «En la antigua Roma
la lucha de clases tuvo lugar sólo dentro de una minoría privilegiada, entre los
libres ricos y los libres pobres [se refiere a ciudadanos ricos y pobres], mientras
CLASE, EXPLOTACIÓN Y LUCHA DE CLASES 81
aparece una clase cuando [la cursiva es mía] unos hombres, a consecuencia de unas
experiencias comunes (heredades o compartidas), sienten y articulan la identidad'de
sus intereses tanto entre sí como frente a otros hombres cuyos intereses son distintos
(y normalmente opuestos) a los suyos. La experiencia de clase se ve determinada en
gran medida por las relaciones productivas en las que hayan nacido los hombres, o
por las que involuntariamente hayan tenido que establecer.13
impide examinar con rigor sus argumentos. Rechazan, desde luego, al menos para
el mundo griego antiguo, dos de sus «tres representaciones fundamentales» de la
noción de clase social que ellos mismos identifican con las aportaciones de Marx:
a saber, la posición dentro de «las relaciones de producción» y la «conciencia de
clase: comunidad de intereses, desarrollo de un vocabulario y un programa comu
nes y la puesta en práctica de ese programa en la acción política y social» {ES-
HAG> 21, cf. 22, 23). Están muy seguros de que los esclavos «no ... constituían
una clase social», y de que hemos de «rechazar por completo el concepto tantas
veces expresado según el cual la manifestación de la lucha de clases en ía Antigüe
dad era la lucha entre amos y esclavos» {ESHAG, 22, 23). Naturalmente aquí
están contradiciendo rotundamente a Marx, quien positivamente consideraba una
clase a los esclavos, a los que veía involucrados en la lucha de clases. No han
captado la postura fundamental que Marx expone con tanta claridad en los pasa
jes del Capital que he citado al principio de esta sección, y que tanto él como
Engels daban por descontado a lo largo de toda su obra, a partir de la Ideología
alemana y el Manifiesto comunista. Al comienzo del M anifiesto, por ejemplo, la
primera muestra de lucha de clases que ponen es la del «hombre libre y el escla
vo», claramente referido a la Antigüedad clásica {MECW, V I.482). Y en la Ideo
logía alemana, Marx y Engels llegan a hablar de las «relaciones de clase plenamen
te desarrolladas que existían entre ciudadanos y esclavos» en la ciudad-estado
antigua (quiero llamar simplemente la atención y explicar ahora que Marx y
Engels, según sus propios principios, hubieran debido hablar en ambos casos de
relaciones de clase entre <<propietarios de esclavos y esclavos»). Los escritores no
marxistas tienen perfecto derecho, naturalmente, a rechazar el concepto de clase
de Marx y sustituirlo por otro (aunque esperemos que den su propia definición).
Siguiendo a Aristóteles, Austin y Vidal-Naquet en todo caso quieren aceptar la
existencia de lo que ellos llaman lucha de clases en el mundo griego, en el sentido
de «antagonismo ... entre los propietarios y los no propietarios», y continúan
diciendo que «el antagonismo existente entre la minoría de propietarios y la
mayoría de los desheredados era fundamental en la lucha de clases griega», si bien
«las luchas de clases se expresarían sólo entre ciudadanos» (E S H A G , 23, 24). En
este punto, si modificamos su terminología y nos referimos con ello sólo a «las
luchas de clases políticas activas», van por buen camino; y en la selección de
textos que proporcionan dan buenas muestras de ello.
De vez en cuando podemos encontrarnos con el consiguiente argumento, que
dice que a los esclavos no se les podría tratar nunca como clase, dado que sus
condiciones podían variar enormemente, del esclavo de las minas, que trabajaba
hasta morir, acaso, al cabo de pocos meses, o el criado que se pasaba casi todas
sus horas de vela trabajando en el campo o en la casa, hasta el gran esclavo
imperial del período romano, que, como Músico Escurrano o Rotundo Drusiliano
(a los que luego mencionaremos en 111.iv), podían conseguir unas riquezas consi
derables incluso antes de que abrigaran seguras esperanzas de manumisión. Ello
es una clarísima falacia. Los esclavos, naturalmente, pueden ser tratados como
clase desde presupuestos muy importantes, a pesar de todas las diferencias existen
tes entre ellos, lo mismo que podemos hablar con todo derecho de ía «clase de los
propietarios», en el sentido que yo le doy (véase III.ii), aunque aígunos de sus
miembros fueran cien o mil veces más ricos que otros. Incluso entre los senadores,
CLASE, EXPLOTACIÓN Y LUCHA DE CLASES 85
la oscilación de sus riquezas a comienzos del principado iba del millón de sester-
cios [o HS] a los cuatrocientos millones aproximadamente; y si muchos magistra
dos municipales (que habría que incluir por lo general en mi «clase de los propie
tarios»; cf. VIII.ii) no poseían mucho más de los 100,000 HS, que era la tasa
mínima para un decurión en algunas ciudades romanas, los romanos más ricos
habrían tenido unas fortunas miles de veces superiores (cf. Duncan-Jones, EREQ S,
343, así como 147-148, 243). A la «clase propietaria» hay que llamarla desde
luego así cuando, por ejemplo, hay que oponerla a los asalariados carentes de
propiedades o a los esclavos. De la misma manera, se puede considerar a ios
esclavos una clase individual en relación a sus propietarios, que los explotaban (y
que virtualmente coinciden con mi «clase de los propietarios»), o en contraste con
los asalariados, que eran explotados por los componentes de la clase de los pro
pietarios de manera muy distinta; pero, evidentemente, hay que subdividir en
ocasiones a los esclavos, lo mismo que a la clase de los propietarios, si queremos
tener en cuenta ciertos factores que distinguían dentro de ellas importantes grupos
o subclases. Como ya dije en la sección ii de este mismo capítulo, un esclavo al
que su dueño permitía poseer sus propios esclavos, vicarii, era pro tanto miembro
de la clase propietaria, aunque, naturalmente, su estabilidad dentro de esa clase
era bien precaria y dependía de la buena voluntad de su amo.
Pues bien, tal vez habrá gente hoy día que piense que tiene más sentido y que
valdría más la pena adoptar una concepción que restringe la noción de lucha de
clases de Marx (tal como él mismo hizo en ocasiones) a las circunstancias en que
puede demostrarse que existió una lucha abierta en el plano político (cosa que no
ocurre en el caso de amos y esclavos durante la Antigüedad clásica). Yo estoy
a h o ra 17 lejos de compartir tales ideas. Para mí, la esencia de las relaciones de
clase, en una sociedad de clases basada en la existencia de la propiedad privada en
los medios de producción, estriba en la explotación económica, que es la raison
d ’étre del sistema de clases globalmente considerado; y, como he ido insistiendo
en toda esta parte, el propio Marx normalmente lo da por descontado. Si adopta
mos el punto de vista que yo combato, estamos obligados a tom ar la expresión
«lucha de clases» en el sentido totalmente limitado de «lucha abierta y efectiva de
clases en el plano político, que implica auténtica conciencia de clase en ambas
partes». Los esclavos de los griegos no tenían, desde luego, medio alguno de
expresión política: étnicamente eran muy hererogéneos, y muchas veces ni siquiera
habrían podido comunicarse entre sí como no fuera en la lengua de sus dueños;
no les habría cabido la esperanza de llevar a cabo una lucha política abierta
contra sus amos, excepto en muy raras ocasiones, como cuando en Sicilia, a
finales del siglo n a.C., se dieron casualmente las circunstancias favorables para
que se produjeran levantamientos de masas (véase Ill.iv y las correspondientes
notas 8, 15). Pero si la división en clases económicas es por su propia naturaleza
la expresión del modo en que se efectuaba mayormente la explotación —mediante
la cual hemos de decir que las clases propietarias vivían de las no propietarias—,
entonces y en esa medida hubo una incesante lucha entre clases explotadas y
explotadoras, y, en la Antigüedad, sobre todo entre amos y esclavos, si bien sólo
los amos podían llevarla efectivamente a cabo: siempre habrían estado unidos y
listos para actuar, como dice Jenofonte en su Hierón (IV.3), «como guardias
gratuitos unos de otros contra sus esclavos» (cf. Platón, R e p ., IX.578d-579a,
86 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
citado más adelante, en III.iv). Y en el cuadro que yo trazo, los amos mantuvie
ron una lucha permanente, aunque a veces casi sin ningún esfuerzo, por el simple
hecho de oprimir a sus esclavos. Pero en cierto sentido hasta los propios esclavos,
por mucho que se vieran aherrojados y llevados a fuerza de látigo, habrían
podido mantener algún tipo de resistencia pasiva, aunque sólo fuera mediante un
sabotaje silencioso o rompiendo unas cuantas herramientas.18 Considero también
una importante forma de lucha de clases la propaganda, ya sea cierta o en burla,
que los amos (o cualquier clase explotadora) pudieran utilizar para persuadir a sus
esclavos (o a cualquier clase explotada) de aceptar su situación sin protestar,
incluso como si fuera «en su propio beneficio»: la doctrina de la «esclavitud
natural» es tan sólo un ejemplo extremo de ello (véase VILii-iii). Existen incluso
testimonios de contrapropaganda por parte de los esclavos, que replicaba a la de
sus amos. Pero la lucha de clases en el mundo griego vista desde el plano ideoló
gico constituye un tema especialmente fascinante, que reservo para un tratamiento
más extenso en la sección VII.
Me gustaría ahora llamar la atencción sobre un error metodológico y concep
tual de menor importancia que aparece de vez en cuando en las obras de Marx y
Engels, particularmente en dos de sus primeros escritos, a saber: el Manifiesto
, ,19
comunista de 1847-1848, y la Ideología alemana escrita en 1845-1846, pero
(como dice Marx en su breve Prefacio a la contribución a la crítica de economía
política de 1859), posteriormente «abandonada a la crítica roedora de los ratones»,
como si fuera algo a través de lo cual él y Engels hubieran logrado su «principal
propósito: autoclarificación» (M ESW , 183). El error en cuestión acaso suene a
trivial y, efectivamente, constituye un mero desliz; pero si no lo indicamos y
corregimos, puede tener serias consecuencias metodológicas. En ambas obras, al
hablar de la lucha de clases en El manifiesto comunista {M ECW , VI.482), y de la
‘oposición’ Gegensatz) en la que hasta la fecha se ha ido desarrollando siempre la
sociedad, en la Ideología alemana {MECW, V.432), Marx y Engels mencionan
entre sus constantes binarias al «hom bre libre y al esclavo», a «los hombres libres
y los esclavos»;20 y, como ya he aludido, en la Ideología alemana, se hace también
mención a unas «relaciones de clase plenamente desarrolladas» en la ciudad-esta
do antigua «entre ciudadanos y esclavos» {MECW, V.33). En ambos casos habrían
debido hablar, naturalmente, de «propietarios de esclavos y esclavos».21 El con
traste entre esclavo y libre, o entre esclavo y ciudadano, es de la m ayor importan
cia como distinción de status u «orden» (véase la sección i de este mismo capítu
lo), pero no es precisamente el contraste más preciso que podemos trazar si
pensamos (como hacían aquí Marx y Engels) en términos de clase económica: en
tales términos, la oposición correcta es la existente entre esclavo y propietario de
esclavos, pues un buen número de hombres libres durante la Antigüedad no
poseyeron esclavo alguno. No hay ningún mal, por supuesto, en hablar de conflic
tos de clase entre «la clase de los propietarios» y los esclavos, pues tanto griegos
como romanos, cuando tenían propiedades dignas de consideración, poseían tam
bién esclavos.
Los obreros emigrantes no pueden ser considerados una clase distinta ... Todos
los obreros, tanto los emigrantes como ios naturales del país, manuales o no, poseen
las características básicas del proletariado: no poseen ni controlan los medios de
producción, trabajan bajo la dirección de otras personas y en interés de ellas, y no
poseen el control del producto de su trabajo ... Los obreros emigrantes y los natura
les del país forman en conjunto la clase obrera de la Europa occidental contemporá
nea, pero es una clase dividida ... Por lo tanto, podemos hablar de dos estratos
dentro de la clase obrera [con los obreros naturales del país, que constituyen el
estrato superior, y los emigrantes, el inferior] (op. c i í 461-482, en las págs. 476-477).
En este caso en concreto, la elección entre dos clases, por un lado, y una sola
«clase dividida», por otro, o una que ocupa un «estrato más alto» y otra «un
estrato inferior», no es en sí misma muy importante. En un sentido muy signifi
cativo los obreros emigrantes y los naturales del país forman una única «clase
obrera». Sin embargo, el principio adoptado por Castles y Kosack al despreciar
como criterio constitutivo de clase todo lo que no sean las relaciones con los
medios de producción, resulta demasiado rígido. Desde luego supondría que tra
taríamos de modo absurdo a los esclavos del mundo griego como si pertenecieran
a la misma clase que los jornaleros libres o incluso que muchos artesanos libres
pobres o que los campesinos que no poseyeran ni una parcela.24 Con todo, tal
como he demostrado, Marx y Engels consideraban en sus escritos a los esclavos de
la Antigüedad una clase, aunque en ocasiones los opusieran, inadecuadamente, a
los «libres» y no a los «propietarios de esclavos» (véase unas líneas más arriba).
Aunque yo trate por lo general a los esclavos antiguos como una clase por sepa
rado, me doy cuenta de que para determinadas cuestiones tal vez haya que consi
derarlos muy cerca de los jornaleros y demás trabajadores libres pobres, con los
que habrían formado una única clase (o grupo de clases), la de «los explotados».
En mi definición de clase (en la sección ii de este mismo capítulo) reconozco que
la situación jurídica (constitucional), la Rechtsstellung, constituye «uno de los
factores que pueden contribuir a la determinación de una clase», puesto que es de
suponer que afectará al tipo de explotación y su intensidad. El obrero emigrante
moderno no está sujeto a unas obligaciones tan extremas, ni mucho menos, como
lo estaba el esclavo antiguo, y el que consideremos o no que pertenece a una clase
distinta de la del obrero natural del país depende de la naturaleza y objeto de la
investigación que realicemos. Desde luego Marx consideraba a los emigrantes
irlandeses «un sector muy im portante de la clase obrera de Inglaterra» en su
época: véase su carta a L. Kugelmann, de 29 de noviembre de 1869 (MESC,
276-278, en 277), y compárese con su carta a S. Meyer y A. Vogt del 9 de abril de
1870 (MESC, 284-288), citada por Castles y Kosack, op. cit., 461.
Quienes piensen que el término «lucha de clases» puede ser objetable, si se usa
en el sentido muchas veces apolítico que para mí es primario, puede hallar una
alternativa. Todo lo que pido es que la situación que he señalado en mi definición
de clase —es decir (por decirlo en cuatro palabras), la explotación de los deshere
dados por parte de la clase de los propietarios— se acepte no sólo como la manera
CLASE, EXPLOTACIÓN Y LUCHA DE CLASES 89
Nada más alejado de mi talante que esos historiadores que por instinto o por
prejuicio insisten en definir una sociedad que están investigando en los términos
adoptados por su propia clase dominante —como hace Roland M ousnier en un
notable librillo, conciso y muy bien escrito, titulado Les hiérarchies sociales de
1450 a nos jours (París, 1969), que pretende ver la Francia prerrevolucionaria
como una «société d ’ordres», no dividida en clases (que sólo admite para la era
capitalista), sino en «órdenes» o «estados», grados de la sociedad no basados en
el papel que desempeñen en el proceso productivo, sino en último término en su
función social, pero institucionalizados en categorías reconocidas jurídicamente.
Sin embargo, da la casualidad de que, por fortuna, he podido encontrar en el
pensamiento griego un análisis de la sociedad de la polis griega notablemente
parecido al que yo pretendo aplicar en todas las ocasiones.
Es muy natural empezar por Aristóteles, quien por sí sólo ocupa lugar desta
cado entre los teóricos de la política y los sociólogos de la Antigüedad: estudió la
política y la sociología de la ciudad griega más de cerca que nadie y pensó con
mayor profundidad que ningún otro sobre estos asuntos, llegando así a escribir
más que nadie al respecto. El mayor error sería suponer que, puesto que Aristóte
les era ante todo filósofo, sería incapaz, como la mayor parte de los filósofos
modernos, o no tendría el más mínimo interés en realizar una investigación exhaus
tiva y cuidadosamente empírica. No sólo fue uno de los mayores naturalistas de
todas las épocas, sobre todo en zoología (campo en el que no conoció rival en la
Antigüedad), sino que también fue un científico de la sociedad y la política de
primerísima fila. Además de la obra maestra que es la P o l í t i c a se le atribuye la
composición —sin duda con ayuda de sus discípulos— de no menos de 158
Politeiai, monografías sobre las constituciones de las ciudades, así como varias
obras más en el terreno de la política, sociología e historia (véase mi A H P ),2
inclusive una lista de los vencedores de los Juegos Píticos, com pilada en colabo
ración con su joven pariente Calístenes, para lo cual tendría que haber realizado
90 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
(55 Id): se vería caracterizada por extremos de riqueza y pobreza (552b), con todos
o casi todos los que se encontraban fuera del círculo dirigente convertidos en
pobres (ptóchoi, 552d). Podemos traer a colación el cuadro de la Inglaterra de
1845 que pinta Benjamín Disraeli en su novela, titulada significativamente Sybil,
or the Two Nations. Por lo tanto, Platón prestó mucha atención a los problemas
de la propiedad, de su posesión y utilización; pero las soluciones que les dio
estaban mal planteadas y orientadas en dirección equivocada. En un campo de
vital importancia como el de la producción, sobre todo, no tenía nada de valor
que aportar: concretamente en la República se centra en el consumo, y su llamado
«comunismo» se limitaba a la poco numerosa clase dirigente de los «guardianes»
(véase Fuks, PSQ, esp. 76-77). Pero, a diferencia de Aristóteles, no pretendía
estudiar escrupulosamente toda una serie de situaciones concretas, que hubieran
podido echar por tierra algunas de sus nociones preconcebidas. Prefirió desarro
llar, como filósofo, lo que sus numerosos admiradores suelen llamar «la lógica de
las ideas»— «lógica», que si surge de una base empírica imperfecta, como suele
ocurrir, es tanto más seguro que llegue a conclusiones imperfectas, cuanto más
rigurosa sea. Por poner sólo un ejemplo esclarecedor, la relación que nos da
Platón de la democracia y del «demócrata» en República, VIII.555b-569c consti
tuye, en todo caso, una caricatura grotesca de la democracia del siglo iv que
mejor conocemos, la de Atenas, que en época de Platón tenía muy poco parecido
con un retrato tan desagradable como el que él pinta, y además era particularmen
te estable y no mostraba ninguna tendencia a transformarse en una tiranía, rasgo
que para Platón es típico de la democracia (562a ss.). Con todo, el abigarrado
cuadro que ofrece Platón de la transformación de la democracia en un a tiranía ha
sido con frecuencia considerado una revelación de las características innatas de
este sistema (tal y como se pensaba que había de ser). Cuando Cicerón en De
República, 1.65 (fin.) a 68, nos da un resumen casi literal de Platón, Rep.,
562a-564a, consideraba, evidentemente, que la relación del filósofo ateniense cons
tituía una definición de lo que se supone que pasaría realmente en la práctica.
Con todo, en la misma obra Cicerón hará que uno de sus personajes, Lelio,
defina el estado ideal imaginario de Platón como «sin duda excelente, desde
luego, pero irreconciliable con la vida y las costumbres de los hom bres» (praecla-
ram quidem fortasse, sed a vita hom inum abhorrentem et a m oribus, 11.21). La
crítica que Aristóteles hace a la República (en Pol., II. 1, 1.261a4 ss.) dista mucho
de presentárnoslo en su mejor momento, pero al menos afronta un hecho esencial:
ni siquiera la clase dominante de Platón, «los guardianes» (phylakes), serían
felices. Y se pregunta: «Y si los guardianes no son felices, ¿quién lo va a ser? No
desde luego, los technitai ni la masa de los bausanoi» (Pol., II.5, 1.264bl5-24).
En cuanto a la ciudad que Platón nos pinta en las Leyes, definida como su
«segundo mejor estado» (Leyes, V.739b-e; VIL807b), es tan severamente represi
vo y tan inapelable que hasta los propios admiradores de Platón suelen preferir
perderlo de vista.48
El respeto enormemente exagerado que se le ha tenido al pensamiento político
de Platón a lo largo de todas las épocas se debe en parte a su notable genio
literario y a los instintos antidemocráticos de la mayoría de los estudiosos. La
antidemocracia de Platón alcanzaba las cotas más altas. No sería justo si le
llamara típicamente «oligárquico» en el sentido griego habitual, tal como lo defi
92 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
niré luego en esta misma sección: en realidad no quería que gobernaran los ricos
en cuanto tales (naturalmente, Platón sabía muy bien que la típica forma de la
oligarquía griega era el gobierno de una clase propietaria: véase, e.g., Rep.,
VIIL550cd, 551ab,d, 553a; P olit., 301a). Pero tanto el estado «mejor» de Platón
como su «segundo mejor» eran oligarquías férreas, que tenían la finalidad de
evitar cualquier cambio o desarrollo de cualquier tipo, y que permanentemente
excluían de todo derecho político a cualquier individuo que tuviera realmente que
trabajar para vivir. El arrogante desprecio que muestra Platón ante todos los
obreros manuales queda bien patente en el pasaje de la República (VI.495c-496a)
que trata del «calderero calvo y bajito», que más adelante presentaré en VII.i.
4. — STE. CROiX
98 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
evaluar la veracidad de los reparos que pone Aristóteles para el caso de otras
democracias griegas. Seguramente generalizaría a partir de unos cuantos casos
famosos.
cada caso por la mayoría de las clases bajas (el demos), ya fueran labradores,
artesanos o asalariados, o alguna mezcla de estos elementos (véase Pol. , VI. 1,
1.317a24-29 y otros pasajes),25 mientras que sólo puede trazar la distinción basada
en la técnica y la constitución en tres pasajes que discuten las formas de oligar
quía,26 que, naturalmente, se verían siempre regidas (según da por supuesto) por
terratenientes (cf. III.iii). Austin y Vidal-Naquet, aunque admiten que Aristóteles
«razona constantemente según los términos de la lucha de clases», sostienen —apa
rentemente como una crítica a lo que ellos consideran marxismo— que «las mo
dernas definiciones de la lucha de clases» son inadecuadas a este caso, y que «en
vano intentaríamos encontrar el puesto ocupado por los distintos grupos en las
relaciones de producción como criterio clasificatorio de las luchas de clase de la
Antigüedad» (E SH A G , 22). Este juicio es correcto literalmente, pero ¿por qué
íbamos a querer aplicar unas categorías que tienen tanto que ver con la sociedad
capitalista a un mundo precapitalista, en el que, efectivamente, resultan inadecua
das? Parece que Austin y Vidal-Naquet pasan por alto en este punto el hecho de
que la inmensa mayoría de los ciudadanos de los estados griegos clásicos estaban
inmersos en la producción agrícola de un modo u otro. Los artesanos del siglo iv
no eran muy numerosos ni lo suficientemente vigorosos como para tener una
importancia real en cuanto clase; el comercio exterior se hallaba probablemente
las más veces (como, desde luego, ocurría en Atenas) en manos de no ciudada
n o s;27 y el comercio interior, aunque participaran en él algunos ciudadanos junto
a muchos metecos, no daba muchas posibilidades de conseguir una gran riqueza o
el poder político. Aristóteles se dio perfecta cuenta de que lo que dividía a la
ciudadanía en lo que yo he llamado clases era sobre todo la posesión de propieda
des o su carencia: no le hacía falta decir a su audiencia griega que la propiedad
era preponderantemente rústica (cf. IILi-iii).
Las categorías aristotélicas acaso tiendan a ser menos finas que las de Marx.
Excepto en uno o dos pasajes como los de PoL, IV.4, citados anteriormente,
Aristóteles piensa casi siempre en términos cuantitativos, clasificando a los ciuda
danos con arreglo a la cantidad de hacienda que poseían, a que ésta fuera grande
o pequeña (o a veces mediana), mientras que el análisis de Marx, excepto cuando
habla vagamente, suele ser más cualitativo y se centra más explícitamente en las
relaciones con los medios y el trabajo de producción. Por decirlo en otras pala
bras: acaso Marx se centre más en el principio y la estructura del proceso de
producción, y Aristóteles más en sus resultados. Pero es una diferencia más
pequeña de lo que pudiera parecer. El propio término que Aristóteles y otros
escritores suelen utilizar para designar la clase de los propietarios, hoi tas ousias
echontes, emplea una palabra, ousia, que se usa de manera característica, aunque
no exclusiva, para la propiedad inmobiliaria (cf. la palabra latina locupletes).
Como ya he dicho, los principales medios de producción de la Antigüedad eran la
tierra y los esclavos, y se consideraba a la tierra siempre la form a ideal de riqueza.
Y Aristóteles, en su análisis de la comunidad política, se acerca sin duda más a
Marx que ningún otro pensador de los que yo conozco: en una ocasión, como
hemos visto, empieza su clasificación de las partes constituyentes (los mere) de un
cuerpo de ciudadanos distinguiéndolos según las funciones que realizan en el
proceso productivo; acaba con una dicotomía básica entre los propietarios y los
100 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
otro terreno, ante todo según su situación económica. El carácter marxista (en el
sentido que he indicado) de la sociología de Aristóteles no se ha pasado por alto.
El especialista en Aristóteles J. L. Stocks señalaba a propósito de una afirmación
hecha en el libro IV de la Política (corría el año 1936) que «podría ser una cita del
Manifiesto comunista» (CQ, 30.185). El artículo de Stocks, dicho sea de paso, se
titula «Scholé» (la palabra griega que significa ‘tiempo libre’), concepto de gran
importancia en el pensamiento de Aristóteles, que creo valdrá la pena tratar más
adelante, en III.vi, a propósito del trabajo asalariado. Durante los últimos años,
tanto en las antípodas como al otro lado del Atlántico, algunos escritores intere
sados en el mundo antiguo han intentado olvidarse del análisis de clase que hace
Aristóteles —a quien apuesto que consideran un peligroso marxista— o han pre
tendido que se le podía ignorar, especialmente para los siglos anteriores al iv. Se
las han apañado para convencerse a sí mismos de que los conflictos de la sociedad
griega pueden explicarse exclusivamente recurriendo a unas facciones que se agru
paban en torno a ciertas familias aristocráticas —facciones que existían de hecho
y podían cruzar las barreras de clase, aunque tratarlas como si fueran los elemen
tos básicos de la política griega y de la aparición de la democracia es pasar por
encima de la evidencia, especialmente en lo que se refiere a Atenas desde princi
pios del siglo vi (véase V.i y ii)— . No gastaré más tiempo en esas concepciones
tan particulares; pero no puedo resistir a la tentación de referir la deliciosa expre
sión «explicaciones aristotélico-marxistas del desarrollo social y político griego»,
aparecida en un reciente artículo de D. J. McCargar, quien, con gran prudencia,
no se siente muy inclinado a rechazar tales explicaciones totalmente, especialmen
te —para Atenas— en el período que empieza con Clístenes (508/507).25
Tal vez debiera mencionar simplemente (pues ha sido vuelto a reimprimir
recientemente) un intento bastante flojo, obra de Marcus Wheeler, en un artículo
publicado en 1951, de disociar la teoría de la stasis de Aristóteles (los disturbios
civiles), del concepto de lucha de clases de Marx*29 El resumen de los argumentos
de Wheeler al final de su artículo revela su incapacidad para hacer un análisis lo
suficientemente profundo tanto de Aristóteles como de Marx.
Ni en Aristóteles ni en ningún otro pensador griego que yo conozca hallarán
la menor comodidad aquellos que (como Finley recientemente: véase la siguiente
sección de este mismo capítulo) han rechazado la clase como principal categoría
que se puede utilizar en el análisis de la sociedad antigua y han preferido la de
status. Incluso es difícil encontrar un buen equivalente de status en griego; puesto
que Max Weber definió su «situación de status» (standische Lagé) como los
aspectos de la vida de un hombre que se ven determinados por «la estima social
de honor» (W uG \ 11.534 - £S, 11.932 = FMW> 186-187), me parece que podre
mos aceptar timé (‘honor’, ‘prestigio’) como mejor traducción de status al griego.
Pues bien, Aristóteles sabía perfectamente, por supuesto, al igual que otros escri
tores griegos, incluyendo a Tucídides (1.75.3; 76.2, etc.), que la tim é tenía gran
importancia para muchos griegos. De hecho, para algunos la tim e, como vio
A ristóteles, constituía un ingrediente principal de su felicidad (£7V, 1.4,
1.095al4-26); y ios que él llama ‘hombres refinados y de negocios’ (hoi charientes
kai praktikoi) —por contraposición a las masas, que «se traicionan a sí mismas
como auténticos esclavos, al preferir una vida propia de animales»— se supone
que darían gran importancia a la tim é, que él mismo consideraba que era «la meta
102 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
virtual de la vida política» (1.5, 1.095b 19-31), «el mayor bien externo» (IV.3,
1.123b 15-21), «premio a la excelencia» (arete, 1.123b35), «la finalidad de la ma
yoría» (V1I1.8, 1.159al6-17). Pero es fundamental observar que Aristóteles discu
te la tim é casi exclusivamente en sus obras de ética.30 Habría tenido muy poca
paciencia con los estudiosos modernos que han querido utilizar el status como
patrón a la hora de hacer las clasificaciones políticas y generales —para lo cual
Aristóteles escogió la clase, expresada en términos de propiedad.
(v ) A l t e r n a t iv a s a l a c l a s e (s t a t u s , e t c .)
cambio era vital para él. Lo que recibía a cambio era protección» (TEH, 102).
Este sistema se sustancializa sin más ni más y adquiere vida propia: Hicks habla
de él como si de una fuerza viva se tratara. «No sólo pervivió, sino que se
reprodujo, en condiciones adecuadas, siempre que se realizó algún movimiento
que se alejara de él» (T E H , 104). Cuando comporta el cultivo de la «heredad» de
un señor mediante el trabajo forzoso de los campesinos, Hicks llega a señalar
suavemente que «por lo general, podría pensarse que un sistema de señores y
campesinos que fuera en esa dirección supondría un avance hacia una condición
de servidumbre más completa» {TEH, 105). Y cuando hay escasez de trabajo, «lo
que ha de impedirse es la competencia por el trabajo. Al trabajador, o al trabaja
dor campesino, hay que vincularlo a la gleba, o vincularlo otra vez a ella; hay que
convertirlo en siervo en un sentido todavía más exacto» (TEH , 112). Hemos de
señalar que los personajes de Hicks —«el señor», «el campesino» y otras abstrac
ciones por el estilo— son simples creaciones dé su sistema; y así, en todos sus
actos, se adaptan obedientes a los tipos de comportamiento que esperan de ellos
los economistas neoclásicos ortodoxos, cuando no los historiadores. Lo absurdo
de este cuadro idílico del «sistema de señor y campesino», lo mismo que el de
N orth y Thomas, que ya he criticado un poco antes, queda revelado igualmente,
por supuesto, en el caso de la servidumbre del colonato tardorrom ano, que pocas
veces implicaba «protección» por parte del propietario de la tierra, y no la llevaba
en absoluto aparejada en los comienzos del colonato y aún algo después. Es una
lástima que Hicks no estuviera familiarizado con las fuentes del imperio romano
tardío, especialmente con los pasajes que citaré luego en III.iv y IV.iii, para
demostrar que el colonus siervo, a juicio de la clase dirigente romana, se hallaba
en una condición tan próxima a la esclavitud que sólo el vocabulario propio de
esta institución, por muy inadecuado que resultara técnicamente, era apropiado
para definir su condición de sometimiento. Quizá fuera un chiste demasiado fácil
decir que nos vemos tentados a interpretar la protección que, según Hicks y otros,
concedía el señor a sus campesinos en un sentido bastante distinto del que él le
otorga, a saber, como un «chantaje de protección», de hecho, en la mayoría de
los casos —aunque a veces los campesinos se lo pudieran tom ar en serio (para un
ejemplo de la Francia del siglo xiv, véase IV.iv, ad fin .). Pero al menos se nos
perm itirá que lamentemos que no le pudieran explicar a Hicks todos estos asuntos
con toda propiedad los campesinos de la aldea de Arco Largo, después de que se
Ies abrieron los ojos en la reunión celebrada en la aldea del barranco Li, en enero
de 1946, cuando llegaron a comprender cuál era la verdadera naturaleza del
sistema de los terratenientes (véase IV.ii).
Los orígenes intelectuales de la teoría que supone la concepción de la servidum
bre medieval como un convenio contractual voluntario no los rastrean North y
Thomas más allá de 1952.3 Me gustaría añadir que, a la hora de crear un campo
abonado de pensamiento que permitiera el florecimiento de estas teorías, supuso
una influencia formativa considerable un breve libro, escrito hace casi medio siglo
por un joven economista inglés, que pronto se haría muy importante: Lionel
Robbins, A n Essay on the Nature and Significance o f Economic Science (1932,
segunda edición 1935). Robbins aísla con gran cuidado la economía, para no
contagiarla con otras disciplinas como la historia, la sociología o la política,
definiéndola (en la pág. 16 de su segunda edición) como «la ciencia que estudia el
CLASE, EXPLOTACIÓN Y LUCHA DE CLASES 107
comportamiento humano en cuanto relación entre los fines y los escasos medios
cuya utilización sea excluyente». Los individuos hacen una serie de opciones, que
se consideran libres según las premisas de la teoría, prescindiendo descaradamente
—como señaló Maurice Dobb en 1937)— 4 de las relaciones de clase que, en
realidad, determinan en gran medida dichas opciones. No hace falta que hagamos
hincapié, pues resulta demasiado obvio, en el significado de 1932, año de aguda
crisis del capitalismo en Inglaterra, que fue la fecha de publicación de la primera
edición del libro de Robbins. Desde esta postura no hay más que un breve paso a
la concepción de la servidumbre como una buena relación contractual; y si vale
para la servidumbre, ¿por qué no para la esclavitud, que, como proclamaban sus
defensores, desde George Fitzhugh para acá (véase VII.ii), proporciona al esclavo
una seguridad a la que no puede aspirar el asalariado?
El término Stand y sus derivados quizá constituya el término aislado más dificul
toso del texto de Weber. Se refiere a un grupo social, cuyos miembros ocupan un
status común relativamente bien definido, con referencia a la estratificación social en
particular, aunque no siempre sea importante esta referencia. Además de su status
común, hay otro criterio, y es que los miembros de un Stand tienen un modo de vida
común y normalmente un código de comportamiento más o menos bien definido. No
existe ningún término en inglés que ni siquiera se aproxime adecuadamente a la hora
de traducir este concepto. De manera que nos vemos obligados a intentar definir lo
que quería decir Weber según nos lo indique cada contexto en particular (Weber,
TSEOy 347-348, n. 27).
Este documento, por mucho que lo podamos rechazar en sus tesis críticas (al
menos yo lo rechazo), es, a su manera, un logro científico de primera fila [eine
wissenschaftiiche Leistung ersten Rouges]. Esto es algo que no se puede negar, y
nadie podría negarlo, pues nadie se lo creería, y es imposible negarlo si se tiene
claridad de juicio. Incluso en las tesis que actualmente rechazamos, constituye un
error de lo más imaginativo, que políticamente ha tenido unas consecuencias de muy
largo alcance y no siempre, acaso, agradables, pero que ha dado unos resultados
muy estimulantes para el mundo académico, mucho más de lo que suelen hacer
algunas obras de deslustrada corrección.14 (Me resisto a la te n tació n y no sigo
citando más.)
el enfoque de Weber concebía la sociedad como una arena en la que luchan los
grupos de status, cada uno con sus propios intereses económicos, honor de status y
orientación ante el mundo y el hombre. Utilizaba esta perspectiva a la hora de
analizar la aristocracia terrateniente, la aparición de la burguesía, la burocracia y la
clase obrera de la Alemania imperial. Utilizó la misma perspectiva en su sociología
comparativa de la religión (MWIP, 259-263, en 262).
una «situación de clase», pero no tiene por qué ser ni una ni otro. En cambio, las
situaciones de clase pueden estar determinadas principalmente p or los mercados,
por el de trabajo y por el de bienes de consumo» (Gerth/M ills, F M W , 301: véase
la nota 16 a esta misma sección).
Resulta bastante confuso, y esta confusión es difícil de resolver si comparamos
este pasaje con los otros dos de Wirtschaft und GeseUsehaft que mencionamos
anteriormente, y que contenían la discusión formal de Weber en torno a la clasi
ficación económica, social y política. De ellos, en el primero (n.° 1 en la nota 15),
y bajo el epígrafe general de «conceptos» (.Begriffe), se nos dice que «una clase es
cualquier grupo de personas que ocupen la misma situación de clase (Klassenla-
ge)», y se nos presentan luego los distintos tipos de clase: la «clase de propiedad»
(Besitzklasse), la «clase de adquisición» (Erwerbsklasse), y la «clase social» (sozia-
le Klasse); a continuación, luego de unas cuantas indicaciones nada ilustrativas,
sobre todo acerca del significado de las clases de propiedad, «privilegiadas positi
va y negativamente» a la vez, nos topamos de pronto con «las clases “ medias” »
(Mittelstandkassen). La discusión que viene a continuación, principalmente acerca
de las «clases de adquisición» y las «clases sociales», consiste en una serie de
observaciones que vienen muy poco a cuento. Pasamos luego a la «condición
social» (y ya he citado una o dos frases de la explicación que de ellas da Weber).
No parece que funcione ningún principio organizativo de ningún tipo, y, eviden
temente, los diversos tipos de clase se superponen de todas maneras. Las cosas
mejoran un poquito al principio —aunque no mucho—, al llegar al segundo
pasaje (n,° 2 en la nota 15), casi al final de Wirtschaft und Gesellschafi. Por lo
menos aquí hallamos una definición de «clase»:
va bien: al menos es inteligible. Pero, ¡ay!, nos vemos luego en uno de esos
matorrales particularmente floridos y atosigantes de Weber:
Durante las dos o tres páginas siguientes las cosas vuelven a ir mejor, y vemos
algunas observaciones interesantes; la única que hace falta citar aquí es la siguiente:
Las «clases» son grupos de personas que, desde el punto de vista de sus intereses
específicos, poseen la misma situación económica. La posesión o no posesión de
bienes materiales o de determinadas técnicas constituyen la «situación de clase». El
«status» es una cualidad de honor social o la carencia de ella, y generalmente se ve
condicionado y también expresado por una manera de vida específica (FMW, 405:
véase la nota 17 de esta misma sección).
Una comparación detallada de las categorías de Weber con las de Marx nos
llevaría demasiado lejos de lo que constituye el principal argumento de nuestra
obra, pero algunos detalles de esta comparación saltan a la vista, y señalaré por
separado tres de ellos:
1. La estratificación por status de Weber no desempeña ningún papel signi
ficativo en el pensamiento de Marx, quien, como dije antes, no muestra el más
mínimo interés por la estratificación como tal. En la medida en que las clases
resultan ser grupos de status y se hallan estratificadas según ese criterio, lo que le
interesa a Marx son sus relaciones de clase, y no la estratificación según el status.
¿Se trata de un defecto de Marx? La respuesta a esta pregunta depende de la
valoración que le demos a la «estratificación social» como instrumento de análisis
histórico y sociológico. Pero, de hecho, Weber —y éste es mi primer argumento—
no hace virtualmente ningún uso significativo de sus «grupos de status» a la hora
CLASE, EXPLOTACIÓN Y LUCHA DE CLASES 113
voy a negar su utilidad para algunas cosas. Sin embargo, como instrumento de
análisis, si lo comparamos con el concepto de clase de Marx, tiene la misma
inconsistencia que las correspondientes categorías de Weber.
En primer lugar, tal como admite el propio Finley, es ineludiblemente «vago»,
porque la palabra status posee (como él dice, A E , 51) «un componente psicológi
co considerable». A la hora de definir el status de un hombre nos vemos obliga
dos siempre a tener en cuenta la estimación que de él tengan otras personas,
factor que no resulta en absoluto fácil de valorar, incluso en nuestro propio
mundo contemporáneo, y de todo punto imposible en la Antigüedad, de la que se
nos ha conservado sólo un pequeño fragmento de la documentación necesaria.
Creo que sé qué es lo que Finley quiere decir cuando define el status como «una
palabra admirablemente vaga» (A E , 51), pero no comparto su creencia en la
utilidad de esta vaguedad.
En segundo lugar, y mucho más importante, el status es una categoría pura
mente descriptiva, sin ninguna capacidad heurística, sin la misma fuerza de expli
cación que tiene el dinámico concepto marxista de clase, porque (como ya dije al
criticar a Weber) no puede haber relación orgánica alguna entre los diversos
status. Me doy perfecta cuenta de que el propio Finley cree que «en el extremo
superior de la escala social, la existencia de un espectro de status y órdenes ...
explica en gran medida el comportamiento económico»; y continúa su argumenta
ción diciendo que «el mismo instrumento de análisis ayuda a resolver uñas cues-
tiones, que, de lo contrario, resultarían totalmente inabordables, acerca dél com
portamiento económico del extremó inferior» (AE, 68). Yo no soy capaz de ver
cómo este «espectro de status y órdenes» explica nada en absoluto, en ninguno de
los extremos de la escala social. Cualquiera que tenga semejante pretensión,- ha de
estar, sin duda, dispuesto a probarlo dando algunos ejemplos, lo mismo que estoy
haciendo yo en este libro, para probar el valor del análisis marxista. Finley no
hace nada de esto. Eí único ejemplo que he podido encontrar en su libro es el que
luego pasa a dar, y encima es un ejemplo fálsó, que no sirve para Confirmar su
postura. «Los ilotas se rebelaban», dice, «mientras que los esclavos-ittercancía no
lo hacían en Grecia, precisamente porque los ilotas poseían (no carecían) ciertos
derechos y privilegios, y pedían más» (AE, 68; las cursivas son mías). Esta afir
mación es claramente falsa. Los ilotas —principalmente los ilotas mesemos, más
que los de Laconia, que eran mucho más escasos (Tuc., 1.101.2: véase III.iv n.°
18)— se rebelaban, a fin de cuentas con éxito, no porque tuvieran «derechos y
privilegios» o porque «pidieran más», sino porque sólo ellos entre todos los
«esclavos» griegos constituían un único pueblo unido, que otrora había sido la
polis independiente de «los mesenios» (Mesene, que es como la llamaremos), y
que por eso podían emprender alguna acción efectiva en com ún, y porque querían
ser una entidad libre e independiente (la polis de los mesenios») otra vez, mientras
que los esclavos de prácticamente todos los demás estados griegos eran, como ya
dije en otro momento, «una masa heterogénea y políglota, que muchas veces no
podían comunicarse entre sí más que [en todo caso] en la lengua de sus amos, y
que podían fugarse individualmente o en pequeñas tandas, sin lograr, empero,
nunca revueltas a gran escala» (OPW , 89-94, esp. 90). En vano he buscado en el
libro de Finley alguna otra utilización real de su «espectro de status y órdenes»
para «explicar el comportamiento económico», o para «ayudar a resolver unas
CLASE, EXPLOTACIÓN Y LUCHA DE CLASES 117
(por ejemplo, en 411 y 404: véase V.ii), las facciones políticas podían coincidir
muy bien con las divisiones de clase.
Durante los siglos v y iv a.C. se dio en Atenas y en algunas otras ciudades un
sorprendente desarrollo de la democracia real, que extendió los derechos hasta
cierto punto a los ciudadanos más pobres: ello resulta un buen ejemplo de cómo
unos factores políticos excepcionales funcionan durante un tiempo de manera que
se equilibran las fuerzas económicas. Pero, como luego explicaré en V.iii, la
situación económica básica se impuso a la larga, como ocurre siempre: las clases
propietarias griegas, con la ayuda primero de sus dominadores macedonios y
después de sus amos romanos, fueron empequeñeciendo gradualmente y acabaron
por destruir del todo la democracia griega.
No hace falta decir que cuando un pueblo conquista a otro, sus dirigentes, si
quieren, pueden apropiarse muchas veces de la totalidad o de parte de las tierras
y demás riquezas del que ha sido conquistado. Así, Alejandro Magno y sus
sucesores reclamaron la totalidad de la chora del imperio persa, basándose en el
pretexto —verdadero o falso— de que, en último término, había pertenecido en
su totalidad al Gran Rey; y empezaron a realizar concesiones masivas de tierra a
sus seguidores favoritos, Cuya situación de dominio en las áreas en cuestión ten
dría luego un origen «político», al proceder de una concesión real. Los romanos
se apropiaron a veces de parte de las tierras conquistadas a un pueblo haciéndolas
ager publicus populi romani, tierras públicas del pueblo romano: luego serían
arrendadas a ciudadanos romanos. Y en los reinos germánicos establecidos a
partir del siglo v por visigodos, ostrogodos, vándalos, francos, etc., en lo que
antes fueran partes del imperio romano, a saber, en Galia, Hispania, norte de
África y Britania, y posteriormente en ia propia Italia, se hacían proceder también
de la conquista los derechos de los nuevos terratenientes y dirigentes. Pero todos
estos ejemplos no son más que casos excepcionales, que suponen conquista por
forasteros. Podemos ver fenómenos internos semejantes en la detentación de la
riqueza por parte de quienes alcanzaron el poder no a resultas de su situación
económica, sino como aventureros (especialmente condottieri), o revolucionarios,
que consolidaban su gobierno adueñándose de las propiedades de los ciudanos en
general o de las de sus adversarios políticos. Pero de nuevo todos estos casos son
excepcionales. A mi juicio, la idea de que, en el curso regular de los acontecimien
tos, lo que determinaba normalmente la estratificación social era el poder políti
co, carece de toda confirmación en la historia del mundo antiguo.
( v i) L as m u je r e s
Con todo, parece que Marx y Engels no se dieron mucha cuenta de qué vastas
consecuencias había que sacar de esta determinada especialización de los papeles,
sobre todo dentro de su propio sistema de ideas. El origen de la fam ilia de Engels
trata este asunto, a mi juicio, de manera muy poco adecuada. Quizá sea una
lástima que esta obra de Engels haya tenido una importancia tan grande en el
pensamiento marxista: aunque es un estudio muy brillante y hum ano, depende
demasiado de una información limitada y de segunda mano tanto sobre antropo
logía como sobre historia antigua, y el cuadro general que traza es demasiado
124 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
Creo que tengo derecho a incluir estas breves notas, aunque estén excesivamen
te simplificadas, acerca de la situación de las mujeres en el mundo griego antiguo,
válidas en todo caso para el período clásico, que es en el que estoy p en sa d o
sobre todo, pues, hasta ahora, conozco demasiado pocos detalles de los derechos
de propiedad que tenían las mujeres griegas en los períodos helenístico y romano,
antes de que el derecho romano pasara a ser, en teoría, el derecho universal del
mundo mediterráneo, ya en pleno siglo III.3 A las esposas griegas, como ya he
dicho, y potencialmente, pues, a todas las mujeres griegas, habría que considerar
las una clase económica específica, en el sentido técnico marxista, pues su papel
productivo, es decir, el hecho de que fueran la mitad de la raza humana sobre
126 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
5. — STE. CROIX
130 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
o hembra, porque todos sois uno en Cristo Jesús» (cf. Coios., III. 11 para un
texto parecido, que no menciona a los sexos). Discutiré estos dos pasajes ya casi
al final de VII.iii. Tienen un significado puramente espiritual o escatológico y se
refieren sólo a la situación «a los ojos de Dios» o «en el otro mundo»; no
significan nada en absoluto para este mundo, en el que las relaciones entre hom
bre y mujer, o entre amo y esclavo, en la vida real ño se ven afectadas en modo
alguno. Precisamente igual que el esclavo que es buena persona, según el pensa
miento filosófico helenístico, deja de ser «realmente» un esclavo (véase VII.iii), de
igual form a el esclavo se convierte en «liberto de Cristo» simplemente haciéndose
cristiano; y la mujer logra la unidad con el hombre y el judío con el griego
exactamente de la misma manera. La situación de ninguno de ellos cambia ni lo
más mínimo en este m undo; y, naturalmente, la totalidad del discurso y del
pensamiento que implica proporciona una excusa muy útil para no hacer nada
para cambiar la situación de los que se hallan en desventaja, pues, teológicamen
te, ya lo han conseguido todo.
Con todo, no hubiera resultado sorprendente para nada que los primitivos
cristianos adoptaran simplemente las prácticas sociales que en su época tenían los
judíos o los griegos helenísticos, respecto al sexo y el matrimonio, lo mismo que
en otras cosas, pero vemos que tom an unas posiciones todavía más patriarcales y
opresivas de las que tenían la m ayoría de sus contemporáneos. En el mundo que
los circundaba eran corrientes unas ideas claramente más ilustradas. El matrimo
nio romano, en particular, se había desarrollado de modo más progresivo que
otros sistemas en lo que toca a los derechos que concedía a las mujeres, casadas o
no (y la existencia de la patria potestas romana no invalida mi afirmación).23 Creo
que Schulz tenía razón cuando consideraba que la ley romana del marido y la
mujer constituía el ejemplo más alto de sentimiento humanístico en toda la juris
prudencia latina, y cuando atribuía la posterior decadencia de algunos de sus
rasgos más progresistas al mundo de pensamiento, mucho más dominado por el
varón, de los «bárbaros» germanos invasores y de la iglesia cristiana (C R L,
103-105). La ley romana del matrimonio, dicho sea de paso, m ostraba una nota
ble tenacidad al resistirse a las modificaciones (por ejemplo, a la abolición del
divorcio por mutuo consentimiento) deseadas por la iglesia y los emperadores
cristianos a partir de Constantino: todo ello ha sido muy bien señalado por
A. H. M. Jones (LRE, IL973-976, con III.327-328, notas 77-82). Como todos
sabemos, las iglesias cristianas solieron tender hasta hace muy poco a prohibir
totalmente el divorcio o como mucho (tal es el caso de Inglaterra hasta hace poco,
y todavía el de Escocia) a permitirlo sólo por «ofensa matrimonial» probada de
una de las dos partes, noción desastrosa donde las haya, pues produce muchos
sufrimientos innecesarios, por no hablar de frecuentes divorcios de conveniencia.
Es de esperar que las ideas aprensivas e irracionales acerca de la «inmundicia»
cíclica de la mujer durante sus años fértiles tuvieran alguna influencia sobre el
cristianismo primitivo, pues dichas ideas no dejaban de ser bastante corrientes en
el mundo grecorromano pagano (véase IV.iii § 10) y tenían especial fuerza en el
judaismo. En Levítico, XV, que en su forma actual representa una de las últimas
ramas de la Torah (por muy antiguos que sean sus orígenes), se hace especial
hincapié sobre la contaminación que se contrae por el contacto con una mujer en
el período de menstruación e incluso con cualquier cosa que haya tocado (Levít.,
134 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
XV. 19-33; cf. Isaí., XXX.22). La relación sexual con una mujer en tal estado
constituye un crimen capital para ambas partes (Levít., XX. 18).24 Muchas perso
nas que no entienden el fuerte sentimiento que va asociado a las creencias en una
contaminación ritual, tal vez se sorprendan al leer uno de los pasajes más primo
rosos del Antiguo Testamento, aquél en el que Ezequiel expresa lo que en otra
parte he llamado «un rechazo explícito y emotivo de la idea de responsabilidad
criminal del conjunto de la familia en su totalidad» (tan fuertemente enraizada en
los estratos más antiguos de las escrituras hebreas),23, y descubre luego que «acer
carse a una mujer durante su menstruación» queda a la misma altura que la
idolatría, el adulterio, la opresión del pobre, el negocio de usura, etc., crímenes
graves que justifican el castigo (Ezequ., X V III.1, ss., esp. 6). La legislación
«mosaica» acerca de la «inmundicia» fue tomada, de hecho, muy en serio por los
rabinos. Por no pasar de la M iSná, se dedica un tratado entero, N iddah, que
ocupa unas 13 páginas (745-757) en la traducción corriente inglesa de Herbert
Danby (1933), totalmente a la menstruación y la contaminación que comporta, y
se señala ese mismo asunto en numerosos pasajes de otros tratados. Aparecen
algunas reglas preciosas, e.g.y sobre cómo debe ser de grande una mancha de
sangre que encuentre en su cuerpo una mujer para poder atribuírsela a un piojo:
la respuesta es que ha de ser «del tam año de media judía», N i d d 8.2. Contraria
mente a lo que nos recomendaría la higiene, sin importancia aquí, la suposición
de una plaga de parásitos debería librar de toda sospecha de «inmundicia» (!).
Mérito del cristianismo es que, en último término, no se vio demasiado influido
por la superstición sobre este tipo de ideas, en todo caso en Occidente. Sin
embargo, en algunas comunidades de habla griega siguió persistiendo profunda
mente arraigado el sentimiento de que era un agravio el que una mujer en el
estado de su «inmundicia» cíclica tom ara la comunión o incluso que entrara en la
iglesia. Las exclusiones oficiales más antiguas de la comunión a las mujeres que se
hallaran en estas condiciones, que yo sepa, son de dos patriarcas de Alejandría:
Dionisio (discípulo de Orígenes), hacia mediados del siglo iii, y Timoteo, c.
379-385, cuyas reglamentaciones se vieron canonizadas por la iglesia bizantina y
confirmadas por el «quinisexto» concilio in Trullo de Constantinopla, de 692.26
Los cánones trullianos, aprobados sólo por los obispos orientales, fueron rechaza
dos en Occidente; pero hasta hoy día las iglesias ortodoxas, incluidas la griega y
la rusa, niegan la comunión a las mujeres durante la menstruación.
Es bien cierto que los cristianos, en teoría, insistían mucho más que la inmen
sa mayoría de los paganos en la necesidad tanto por parte de hombres como de
mujeres de abstenerse de la relación sexual fuera del matrimonio (la «fornicación»),
pero había también paganos que condenaban el adulterio tanto de maridos como
de mujeres (luego veremos a M usonio Rufo), y en el Digesto (XLVIII.v.14.5) se
ha conservado una sentencia del jurisperito romano Ulpiano, según la cual «es
totalmente injusto que un marido exija castidad a su mujer si él mismo no la
practica». Por los documentos que tenemos del imperio romano tardío me parece
a mí que las iglesias cristianas no tuvieron mucho más éxito que los paganos a la
hora de desaconsejar la «fornicación»; y la curiosa frecuencia de la prostitución a
lo largo de todos los tiempos en los países cristianos demuestra que la simple
prohibición de una conducta considerada inmoral por motivos religiosos, aunque
se vea fomentada por la amenaza de un castigb eterno, puede tener unos efectos
CLASE, EXPLOTACIÓN Y LUCHA DE CLASES 135
No hace falta que añada que puede hacerse mucho más de lo que se ha hecho
en las sociedades modernas en su mayoría para reducir el dominio de los varones
que ha caracterizado la mayor parte de las sociedades civilizadas, que someten a
una proporción considerable de las mujeres a la explotación y a la opresión que,
como hemos visto, son una consecuencia normal del conflicto de clase. Natural
mente, el lavado de cerebro al que nos hemos visto sometidos en nuestra infancia
ha desempeñado en esto un papel importante: desde la infancia se les ha imbuido
por lo general a las hembras un determinado estereotipo, y, como es natural, la
inmensa mayoría de ellas lo han aceptado en gran medida, como si fuera una
necesidad biológica inevitable y no una construcción social que puede cambiarse.30
Espero que esta sección sirva para perdonar cualquier crimen que haya podido
cometer según las feministas cuando en ocasiones haya hablado del esclavo, el
siervo, eí campesino, etc., en masculino en vez de «el/la esclavo/~a» (o «la/el
esclava/-o»).
III. LA PROPIEDAD
Y LOS PROPIETARIOS
(i) L as c o n d ic io n e s d e p r o d u c c ió n : l a t ie r r a y e l t r a b a j o n o l ib r e
Uno de los aspectos de mayor civilización del capital es que impone el excedente
de trabajo de una manera y en unas condiciones que resultan más ventajosas para el
desarrollo de las fuerzas productivas, las relaciones sociales y la creación de los
138 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
elementos necesarios para una nueva forma, más alta que la que había bajo las
formas anteriores de esclavitud, servidumbre, etc. (Cap., III.819).
ahora los propietarios (hoi euporoi, hoi tas ousias echontes, y otras muchas
maneras de llamarlos), que eran los únicos que gozaban del ocio (scholé, o en
latín oiium), el requisito de lo que entonces se consideraba la buena vida, tal
como la he definido. La línea divisoria entre esta gente y las masas más o menos
privadas de propiedades, situadas por debajo de ellos, la trazaba la posesión de
una propiedad lo suficientemente grande como para permitirles «vivir con discre
ción una vida de ocio sin ataduras» (o «vivir holgadamente, con liberalidad y
prudencia al mismo tiempo»), scholazontes eleutherios hama kai sophronós, como
dice Aristóteles (Pol., V II.5, 1.326b30-32). La mayoría de los griegos no habría
hecho tanto hincapié en las ataduras que Aristóteles y los que eran como él
consideraban tan importantes. Heraclides del Ponto, contemporáneo de Aristóte
les, declaraba en su tratado Sobre el placer, que éste y el lujo, que tranquilizan y
refuerzan la menté, constituyen las características de los hombres libres; el trabajo
(to p onein) ¿ por el contrario, e sco sa de esclavos y hombres humildes (tapein o i),
cuyas mentes, por consiguiente, encogen (systellontai).2
Estos hombres liberados de las fatigas son los que produjeron prácticamente
todo el arte, la literatura, la ciencia y la filosofía griegos, y proporcionaron gran
parte de los ejércitos que lograron famosas victorias por tierra sobre los invasores
persas, en M aratón, en 490, y en Platea, en 479 a.C. En un sentido muy real, la
mayoría de dios eran parásitos de otros hombres, ante todo de sus esclavos; la
mayoría de ellos no eran partidarios de la democracia inventada por la antigua
Grecia, y que constituyó su gran aportación al progreso político; sin embargo
fueron ellos quienes aportaron casi todos sus líderes; y también ellos fueron los
que proporcionaron los capitanes, y prácticamente nada más, de la arm ada inven
cible que organizó Atenas para mantener la seguridad de las ciudades griegas
frente a Persia. Pero todo lo que sabemos de Grecia y su civilización se expresó
sobre todo en ellos y a través de ellos, y por eso ocupan normalmente el centro del
cuadro que de su historia podemos hacernos. Debo añadir que formaban una
clase evidentemente más pequeña que el conjunto de los hoplitas (infantería pesa
da) y de la caballería, los hopla parechomenoi, que casi siempre debieron de
incluir en el nivel más bajo de los hoplitas cierto número de hombres que tenían
que gastar alguna cantidad de su tiempo en trabajar para vivir, generalmente
como labradores. Espero que haya quedado ya bien claro (en II.iii) que la posi
ción de un hombre de la clase de los propietarios depende, en principio, de si
tenía que trabajar o no para mantenerse. Si no estaba obligado a hacerlo, enton
ces no tiene la menor importancia para determinar su posición de clase el que
gastara o no su tiempo en trabajar (por ejemplo, supervisando el trabajo de
aquellos a quienes explotaba en una finca agrícola).
He hablado de la «clase de los propietarios», en singular, como si todos
aquellos cuyo nivel de vida estuviera por encima del mínimo que acabamos de
mencionar formaran una única clase. En cierto sentido lo eran, en cuanto se
oponían a todos los demás (hoi polloi, ho ochlos, to pléthos)', pero existían, por
supuesto, unas diferencias bastante grandes dentro de esta «clase de los propieta
rios», y a veces tendremos que pensar que sus miembros se hallaban divididos en
una serie de subclases. Si los comparamos con el esclavo, el jornalero, el artesano
con plena dedicación, o incluso el campesino que apenas sacaba para ir tirando de
alguna finquita que trabajara con la ayuda de su familia, tendremos, sin duda,
142 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
beneficio de otro» (to me pros allon zéri). Finley traduce mal el pasaje y dice: «La
condición de un hombre libre consiste en no vivir obligado por otro».4 Sin embar
go, a la vista de otros empleos de la frase en cuestión y de otras parecidas que
hace Aristóteles,5 no cabe la menor duda de que quiere decir lo que he afirmado
en el párrafo anterior; y el contexto es el de la distinción entre el artesano vulgar
y el noble; no se mencionan aquí para nada ni al esclavo ni a la esclavitud. Sin
embargo Finley llega a decir, con to d a razón, que «la noción que Aristóteles tiene
del vivir obligado no se limitaba a los esclavos, sino que alcanzaba al trabajo
asalariado y a otros que fueran también económicamente dependientes».
Llegados a este punto, sería deseable que hiciéramos una advertencia. En la
mayor parte de las universidades de este país y de otros del m undo occidental y de
las Antípodas, la expresión «historia de Grecia» se supone que hay que aplicarla
a la historia de la GrScia antigua desde el siglo v h i ál tv a.C ., y sobre todo a los
estados del continente, especialmente a Atenas y (en menor medida) a Esparta.
Tal vez ello resulte natural, ya que una gran parte de la documentación literaria
que se ha conservado (así como también de la arqueológica y epigráfica que ha
sido recogida y publicada de form a accesible para los no especialistas) se refiere,
naturalmente, a Grecia propiamente dicha, en general, y a Atenas en particular.
Es de suponer que esta situación persista hasta que se acabe el período de estudios
medios, si bien en los de especialidad se llega a ampliar los intereses más allá de
los períodos arcaico y clásico, que, sin embargo, pueden seguir trabajando los
arqueólogos para conseguir nuevos materiales de refresco, etc., y cuya historia
económica y social deja todavía muchas oportunidades a aquellos cuya prepara
ción no se haya visto demasiado restringida por las limitaciones de la tradición de
la investigación histórica, y que no se contenten con seguir indiferentes (como
tantos historiadores de la Antigüedad) a las técnicas desarrolladas por los sociólo
gos, antropólogos y economistas, pero no debemos olvidar nunca —y en eso
consiste la «advertencia» de que hablaba antes— que, incluso en los mejores
tiempos, durante los siglos v y iv a.C ., los griegos del continente habitaron un
país pobrísimo, dotado de pocos recursos naturales, agrícolas o minerales, y que
el predominio de los grandes estados, Atenas o Esparta, se debió a su fuerza
militar o naval, basada en la organización de un sistema de alianzas: la Liga del
Peloponeso de Esparta o la Liga de Délos, que acabó convirtiéndose en el imperio
ateniense, a la que sucedió luego durante el siglo iv la Segunda Confederación
Ateniense,6 mucho más débil. Heródoto pensaba en la Grecia continental cuando
dijo, por boca de Demarato, que Grecia y la pobreza han sido siempre hermanas
de leche (VII. 102.1).
Mucha gente sigue sin darse cuenta de que algunas ciudades de las más impor
tantes de la costa occidental de Asia Menor y de las islas que la bordean estaban
ya a comienzos del siglo iv a punto de ser más ricas que las ciudades de la Grecia
continental, al igual que Siracusa, bajo el gobierno de su notable tirano Dionisio
I, más o menos durante las tres primeras décadas del siglo iv, cuando alcanzó más
poder que cualquier otra ciudad de la Grecia continental, y construyó su propio
pequeño imperio en Sicilia y en el sur de Italia. Las ciudades asiáticas casi nunca
gozaron del poder político y de la independencia de la misma manera que Atenas
y Esparta en sus mejores épocas: al estar situadas al borde del gran imperio persa,
desde finales del siglo vi a finales del iv (cuando definitivamente fueron «libera
144 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
das» por Alejandro Magno) estuvieron bajo control persa o sometidas a la fuerte
influencia y a las presiones de los sátrapas persas o de los dinastas nativos,
excepto cuando estuvieron bajo el dominio de Atenas durante el siglo v. Ya he
llamado la atención sobre ello en otra parte (OPW, 37-40): merece una investiga
ción mucho más detallada de la que ha recibido hasta la fecha. Aquí no diré más,
sino que aún puedo acordarme de la gran sorpresa que recibí al darme cuenta del
significado de la información que nos da Jenofonte (especialmente en H G ,
III.i.27-28; cf. OPW, 38-39) acerca de las grandes riquezas de la familia de Zenis
de Dárdano y su viuda M ania, que recogía las rentas de una extensa zona de la
Tróade en nombre del sátrapa Farnabazo hacia 400 a.C. No pueden cabernos
muchas dudas de que el grueso de la fortuna de esta familia se invertiría en fincas,
tanto dentro del.territorio de Dárdano y otras ciudades griegas, como si estaban
situadas ya dentro del vecino imperio persa; pero Jenofonte nos inform a perfec
tamente diciendo que sus bienes muebles «atesorados», acumulados (tras el asesi
nato de Mania por su yerno Midias) en un tesoro de la fortaleza de Gergis, en el
valle del Escamandro, alcanzaban presumiblemente un m ontante de 300 a 400
talentos,7 una fortuna mucho mayor (incluso sin contar las propiedades inmobilia
rias de la familia, que, es de suponer, sumarían todavía mucho más) que la que se
pueda atribuir con seguridad a cualquier habitante de la Grecia continental antes
del período romano. Bien es cierto que la fortuna del rey de Esparta del siglo m,
Agis IV (que, según se dice, la repartió entre sus conciudadanos) incluía, según
Plutarco (Agis, 9.5; Gracch., 41.7), 600 talentos de moneda acuñada, aparte de
cierta cantidad de fincas agrícolas y de pasto; pero seguramente se trata de una
gran exageración. Al ateniense Hiponico, hijo de Calias, de quien se suele decir
que era el griego más rico de su tiempo (hacia 420), se le suponen unas propieda
des (en fincas y efectos personales) por un valor de tan sólo 200 talentos (Lisias,
X IX .48). Oímos hablar, en efecto, de algunas fortunas mayores que supuestamen
te existieron durante el siglo iv a.C ., pero todas las cifras resultan de nuevo poco
fidedignas. Polibio nos dice (XXI.xxvi.9,14) que Alejandro Isio de Etolia, que
gozaba de la misma reputación que Hiponico poco más de dos siglos después,
poseyó unas propiedades por valor de «más de 200 talentos». Unas fortunas como
la de Zenis y Mania, diría yo, sólo eran posibles para los pocos afortunados que
gozaban del favor del Gran Rey o de alguno de sus sátrapas. Sabemos de algunas
otras familias griegas de los siglos v y iv, en particular los Gongílidas, los Dema-
rátidas y Temístocles, todos los cuales recibieron del Rey vastas posesiones en el
Asia Menor occidental durante el siglo v (véanse O P W , 37-40).
La riqueza del Gran Rey era enorme según los patrones griegos, y algunos de
sus sátrapas eran muchas veces más ricos que cualquier griego de la época. Por lo
que sabemos de Arsames, un gran noble persa, que fue sátrapa de Egipto a finales
del siglo v a.C ., poseía fincas en no menos de seis regiones distintas situadas entre
Susa y Egipto (incluyendo Arbela y Damasco), y además en el Alto y Bajo
Egipto.8. Ello no tiene por qué sorprendernos, pues, si bien parece que los gober
nantes Aqueménidas del imperio persa no imponían unos tributos excesivos, según
los patrones de la Antigüedad, en las satrapías de su imperio, sino que permitían
que la clase dirigente local se quedara con buena parte del excedente sacado de los
productores primarios, los sátrapas disponían, con todo, evidentemente, de un
LA PRO PIEDA D Y LOS PROPIETARIOS 145
senadores, pues pertenecían ya al orden senatorial al igual que las viejas familias
senatoriales y era de esperar que se hicieran a su vez senadores: se trata de algo
verdaderamente im portante a la hora de comparar los distintos reinados o perío
dos y de intentar ver cuántos nuevos griegos accedieron al senado durante cada
uno de ellos.
Las mayores fortunas de las que tenemos noticia durante el imperio romano
siguieron siendo, a pesar de todo, las de los senadores occidentales, incluso en el
imperio tardío, hasta que durante el siglo v la clase gobernante de occidente
perdió muchas de sus posesiones con la conquista por parte de los bárbaros de
zonas en las que estaban situadas algunas de sus grandes fincas: Norte de África,
Hispania, Galia y Britania.14 A comienzos del principado, en particular, algunos
romanos adquirieron inmensas riquezas gracias a la munificencia de los empera
dores, especialmente de Augusto, quien, al acabar las guerras civiles, pudo dispo
ner en gran escala de propiedades confiscadas. Un homo novüs italiano nombra
do cónsul subrogado en 16 a.C ., L. Tario Rufo, de quien dice Plinio el Viejo que
era «de cuna enormemente baja» {ínfima natalium humilitate, N H , XVIII.3.7),
consiguió, siempre según este autor, gracias a la generosidad de Augusto una
fortuna de «cerca de cien millones de sestercios» (más de 4.000 talentos de plata
áticos), que se dedicó a disipar en la compra imprudente de tierras de labor en
Piceno, aunque siguió siendo «en otros aspectos hombre de anticuada parsimonia»
(antiquae alias parsimoniae).n Pero a quienes mayores fortunas se atribuye es a
los senadores occidentales de alrededor del año 400 d.C. Un famoso fragmento
del historiador Olimpíodoro, de Tebas de Egipto (fr. 44, D indorf o Mueller), da
unas cuantas cifras de los supuestos ingresos anuales tanto de los grados senato
riales más ricos como de los medios. Van más allá de lo que nos podamos
imaginar: incluso los senadores con una riqueza de segunda fila (<deuteroi oikoi)
tenían unos ingresos, según dice, de 1.000 a 1.500 libras de oro; acaba incluyendo
al gran orador Q. Aurelio Símmaco (cónsul en 391), que se coloca entre «los
hombres de fortuna media» (ton metrión). Se dice que los senadores más ricos
gozaban de ingresos por valor de 4.000 libras de oro, más alrededor de un tercio
de esta cantidad de productos agrícolas que recibían en especie (¿quiere ello decir
que unos tres cuartos de las rentas de un senador occidental de este período se
pagaban en oro y otro cuarto en especie?). Los que desempeñaban determinados
cargos se suponía que tenían que gastar pródigamente en entretenimientos públi
cos, los «juegos», y oímos hablar de que se gastaban enormes sumas en una sola
celebración: 1.200, 2.000 e incluso 4.000 libras de o ro .í6 No tenemos medio alguno
de verificar estas cifras, pero no hay por qué rechazarlas sin más ni m ás.17 Debo
tal vez añadir que podríamos valorar 1.000 libras de oro en no mucho menos de
4 Vi millones de sestercios durante el comienzo del principado (1 libra de
oro ~ 42-45 áureos = 4.200-4.500 HS).
He dado algunas de las cifras calculadas para la riqueza de los grandes hom
bres de los períodos tardíos para situar en una perspectiva m ejor las pequeñas
fincas, relativamente humildes, que poseía incluso la «aristocracia» de la Grecia
Clásica.
LA PRO PIEDA D Y LOS PROPIETARIOS 147
no necesita una familiaridad de detalle con el código civil, el ius civile, sino que
puede ir cogiendo aquí y allá aquello que tenga que saber para llevar un determi
nado caso, también el terrateniente puede contentarse con «lo que sabe todo el
mundo» (hac communi intelligentia, 249): la naturaleza de la siembra y la madu
ración, la poda de las vides y otros árboles, la época del año y el modo en que
han de llevarse a cabo tales operaciones. Esos conocimientos son más que suficien
tes para dar las instrucciones pertinentes al propio administrador general (procu-
rator) o las órdenes necesarias al propio superintendente (vilicus).
Una y otra vez oímos hablar a los escritores latinos de algunas figuras desta
cadas de comienzos de la república romana a las que nos presentan como si
sufrieran lo que Horacio llama una «cruel pobreza» (saeva paupertas, Od.,
I.xii.43): poseen unas haciendas pequeñísimas (algunas de las dimensiones que se
nos dan son verdaderamente ridiculas) y tomaban parte efectiva en los trabajos
del campo. Entre los personajes que más se citan están L. Quincio Cincinato
(dictador en 458) y M. Curio Dentato (cónsul en 290, 275, 274). Se nos cuenta que
el primero de ellos se hallaba arando cuando fueron a avisarle que le habían
nombrado dictador.5 Con todo, se nos aclara en ocasiones en la propia tradición
que estaban divirtiéndose sin más. Por ejemplo, Cicerón, en un pasaje de su
tratado sobre la vejez (Cat. m ai., 51-60), nos dice primero que va a hablar de los
«placeres» de los labradores (voluptates agricolarum, § 51); tras mencionar a
Curio Dentato y Cincinato, utiliza para referirse a sus actividades agrícolas los
términos oblectabant (‘se entretenían’) y delectatione (‘con deleite’); y pasa a decir
que el tipo de labrador en el que piensa es un señor acomodado (dominus), cuya
finca (villa) se halla bien provista (locuples), y cuyos almacenes se hallan llenos de
vino, aceite y toda clase de provisiones (§ 56). Muy distintos serían los pequeños
labradores que tenían que trabajar, efectivamente, junto a sus esclavos: no forman
parte de lo que yo llamo «la clase de los propietarios». En el límite de la clase
estarían los que sólo ocasionalmente tuvieran que trabajar al lado de sus esclavos,
quienes acaso constituyeran un grupo bastante numeroso en los estados griegos de
los períodos clásico y helenístico (compárese con la situación del Viejo Sur ameri
cano, tal como nos la describe Stampp, P l, 34-35). Como muy bien ha dicho
Peter Garnsey, hablando del «culto al campesino» de los romanos de finales de la
república, «la idealización del patriarca campesino era, pues, lo mismo que en el
siglo xx, principalmente expresión de la ideología nacionalista de las clases gober
nantes de un estado militarista» (PARS, 224).
En un tratado de Cicerón que se consideraba que constituía una parte muy
importante de la educación de un caballero inglés del siglo xvm , los «Tully’s
Offices», como entonces se les solía llamar, aparece una afirmación, que luego se
ha citado muchas veces, De o ffic., 1.151, que resulta de lo más característico de la
visión que tenía la clase de los propietarios griega y romana: de hecho, procede,
probablemente, del filósofo estoico rodio Panacio, del siglo ii a.C . (y en este
punto estoy de acuerdo con el valioso artículo de Brunt, ASTDCS, si bien yo me
inclinaría a admitir para Cicerón una aportación bastante más considerable en
algunos aspectos de la que le suponen Brunt y algunos otros). Se nos dice que la
vida del comerciante, cuando actúa a una escala muy grande, no es del todo
despreciable, y Cicerón pondera al comerciante que «saciado (o m ejor, satisfecho)
de sus ganancias, se retira del puerto al campo ... Pero, con todo —concluye
LA PRO PIED A D Y LOS PROPIETARIOS 149
Cicerón—, entre todos los medios de adquirir riqueza no hay ninguno mejor, ni
más provechoso, ni más dulce ni más digno de un hombre libre que la agricultu
ra», que aquí significa, naturalmente, no trabajar en una finca, sino poseerla; lo
mismo que «en los escritos de los fisiócratas, eí cultivateur no quiere decir el que
cultiva, efectivamente, la tierra, sino el “ gran campesino” » (Marx, Cap., 111.604).
Veyne y Finley han expresado magníficamente la idea fundamental: «Durante la
Antigüedad la posesión de tierras en la medida suficiente supone la “ ausencia de
toda ocupación” » (véase Finley, A E , 44 y 185, n. 19). La vida del terrateniente es
una vida de ocio (cf. Cic., De o ffie ., 1.92). El campesino que tiene que trabajar su
propia tierra es Una persona completamente distinta. En un fragmento del poeta
cómico ateniense Menandro, a un verso en el que se dice que «la agricultura es un
trabajo de esclavos» le antecede otro en el que se explica que «las acciones bélicas
son las que han de probar la superioridad de un hombre» (fr. 560, ed. A. Koerte,
II2. 183). Las «acciones bélicas» las sustituirían otros por la política o Ja filosofía,
los deportes o la caza (véase la sección ii de este mismo capítulo). Cicerón cita un
pasaje de úna obra de Terencio (procedente de un original de Menandro), escrita
en 163 a.C ., en el que un personaje, Cremes, se refiere a trabajos como cavar,
arar o acarrear en los términos que Cicerón llama illiberalis labor, «fatigas impro
pias de un caballero» (De fin ., i.3), y, de hecho, en la obra el mismo Cremes
defiende enérgicamente que se dejen tales tareas en manos de los propios esclavos
(Heaut., Acto I, esc. i). En Italia, durante el reinado de Nerón, el trabajo agrícola
era considerado por las clases altas una actividad degradante, un sordidum opus
(Colum., RR , I. p ra ef 20). Lo fundamental es que no hubiera que trabajar para
ganarse el pan.
Los típicos miembros de mi «clase de los propietarios» serían fundamental
mente los «caballeros» (gentiluomini) de Maquiavelo, a quienes define en sus
Discursos sobre la primera década de Tito Livio (1.55) como «aquellos que viven
sin hacer nada gracias a las abundantes rentas que les proporcionan sus fincas, sin
tener nada que hacer para cultivarlas o medíante cualquier otra form a de trabajo
necesario para vivir».6 Pero luego sigue diciendo: «esos hombres son una desgra
cia \pernizionl\ para cualquier república o cualquier provincia»; y poco después
añade: «cuando los caballeros son numerosos, todo aquel que se proponga orga
nizar una república fracasará, a menos que no se deshaga de todos ellos» (excep
túa de tales restricciones a los gentiluomini de la república de Venecia, «que lo
son más de nombre que de hecho, pues no obtienen grandes rentas de sus fincas:
sus grandes riquezas se basan en el comercio y en los bienes muebles»). El con
traste entre los puntos de vista de Maquiavelo y los de cualquier rico griego o
romano es de lo más interesante: Maquiavelo, que escribe durante el primer
cuarto del siglo xvi, prefigura la mentalidad económicamente mucho más progre
sista de la sociedad burguesa que está a punto de aparecer.
P ara el mundo griego y romano constituía todo un axioma el hecho de que el
noble poseyera sus tierras y no fuera un arrendatario, un simple colono. Jenofon
te llega a hacer decir a Sócrates que un hombre que se interese tan sólo por la
apariencia de su amado es «igual que uno que ha alquilado un pedazo de campo:
no se interesa por que resulte más valioso, sino por que él pueda sacar la mayor
cantidad posible de productividad; mientras que el hombre que tiene por finalidad
el afecto (philia), se parece más. al que posee su propia finca, pues se esfuerza con
150 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
el mayor celo por hacer más valioso a su amado» (S y m p V III.25). De todos los
antiguos pensadores que conozco que pertenecían (como Jenofonte y Cicerón) a
la clase de los propietarios, no he hallado más que uno que no sólo recomienda al
intelectual noble, al pretendido filósofo, que supervise el trabajo que se realiza en
su hacienda y que además se ocupe activamente en él, trabajando con sus propias
manos, sino que llega a decir explícitamente que no tiene la m enor importancia
que dicha hacienda sea de su propiedad o no. Se trata del rom ano del orden
ecuestre y filósofo estoico de finales del siglo I Musonio Rufo, cuya visión relati
vamente ilustrada del matrimonio ya he tenido ocasión de citar en II.vi. En su
disquisición sobre «Qué medio de vida conviene a un filósofo», de la que se ha
conservado un fragmento en Estobeo, tenemos un auténtico peán en alabanza de
la agricultura y la vida pastoril. Musonio afirma que la tierra da una recompensa
muchas veces mayor que el esfuerzo que haya podido exigir y al hombre que
quiere trabajar le proporciona unas abundantes provisiones de todo aquello que
pueda necesitar para vivir; y añade además, en una frase encantadora, que «lo
hace de manera que mantiene intacta la dignidad y no supone ningún desdoro».7
Hemos de sospechar que Musonio estaba dando rienda suelta a su imaginación e
idealizando una situación cuya realidad no había experimentado directamente en
persona, como caballero romano que era, excepto acaso en alguna ocasión, por
decisión absolutamente propia. Sin embargo, trata al menos de ocuparse del
mundo real, a diferencia de ese curioso entusiasta epicúreo, Diógenes de Enoan-
da, personaje que sólo conocemos por ía larguísima inscripción que hizo poner en
su ciudad natal, en Licia (al sudoeste de Asia Menor), aproximadamente en 200
d.C.: un fragmento recientemente publicado de ella nos pinta una futura edad de
oro en la que todos —si se ha restaurado correctamente el texto— se ocuparán no
sólo del estudio de la filosofía, sino también de las actividades agrícolas y pas
toriles.8
Cuando Plotino, destacado filósofo del siglo ni de la era cristiana, discute qué
es lo que hace ricos o pobres a los hombres (Enn., II.iii. 14), la primera causa de
la riqueza que señala es la herencia; y cuando pasa a ocuparse de la riqueza 1
obtenida por el trabajo (ek ponón), su único ejemplo es «la derivada de la agricul
tura»; el único medio de adquirirla que señala además de éste no es el comercio o j
la industria, sino «encontrar un tesoro». Tenemos un curioso ejemplo de ello: Ti.
Claudio Ático (el padre del gran sofista Herodes Ático), en los últimos años del
siglo i, encontró una gran cantidad de dinero en su casa de Atenas; aunque, como
dice Rostovtzeff, en realidad no se trataba de «ningún tesoro, sino probablemente
un dinero oculto por el abuelo de Herodes, Hiparco, en los agitados tiempos de
las persecuciones de Domiciano (de las que fue víctima el propio Hiparco)».9 En s
la otra punta de la escala social, Horacio se imagina en una de sus Sátiras a un
pobre asalariado (un mercennarius) que tiene la gran suerte de encontrar un
tesoro de plata (una urna argenti), que le permite comprar la hacienda en la que
trabaja (5a/., II.vi. 10-13).
Naturalmente, de vez en cuando un hombre pobre podía adquirir propiedades
ejerciendo alguna habilidad personal de excepción, como adivino, médico, poeta,
político, o, durante la época rom ana, como abogado o (sobre todo en el imperio
tardío) como soldado, si bien sus posibilidades de ascender en cualquiera de estas |
ramas (especialmente en la política y la abogacía) debían de ser muy pocas, a ¡j
LA PRO PIEDA D Y LOS PROPIETARIOS 151
menos que hubiera empezado por recibir una educación adecuada de un padre en
situación acomodada. La carrera política ofrecía siempre las mayores posibilida
des de ganancias a quienes estaban dotados para ella, pero era muy difícil y
arriesgada, y, a los niveles superiores, suponía, en cualquier caso, una profesión
de dedicación plena, y por lo tanto quedaba sólo abierta a los que ya eran
hacendados; y durante el período Clásico, como no se hubiera heredado la arete
política (la competencia y el «saber los trucos») por haber nacido en el seno de
una familia adecuada, habría muy pocas posibilidades de ascender a la cumbre.
En ocasiones —aunque, a mi juicio, con menos frecuencia de la que por lo
general se supone—, se podía ascender de la pobreza a la riqueza a través del
comercio o la artesanía. Sin embargo, la participación personal en el comercio o
en la industria afectaría tanto al propio estilo de vida que difícilmente cabría
esperar que lo admitieran en la bueña sociedad; y tenemos buen número de
denuncias de tales actividades en la literatura. Filóstrato, que escribió durante el
segundo cuarto del siglo m de la era cristiana, mostraba gran celo en disculpar al
o r ^ o r ateniense Isócrates, que había vivido unos seis siglos antes que él, de la
acusación de haber sido aulopoios («fabricante de oboes», que sería una traduc
ción menos errónea que la más corriente de «fabricante de flautas»), que le
adjudicaron los poetas cómicos (véanse mis O PW , 234-235 y n. 7). Filóstrato
reconocerá que el padre del orador, Teodoro, era aulopoios, pero insistirá en que
«el propio Isócrates no supo nunca nada de aillo i ni de nada que tuviera que ver
con la actividad banáusica, y no lé habrían honrado con una estatua en Olimpia,
si hubiera trabajado en un oficio humilde» ( Vita soph., 1.17; me veo tentado a
evocar la diatriba contra el autos de Arist., PoL, V III.6, 1.341al8-b8). El aboga
do en ejercicio Libanio, a finales del siglo iv, supo cómo defender mejor a un
hombre acusado de tal delito. Cuando el senado de Constantinopla se negó a
aceptar en sus filas al rico Talasio de Antioquía, porque se decía que era cuchille
ro, Libanio cortó en seco diciendo que Talasio, al igual que el padre de Demóste-
nes, poseía simplemente esclavos que hacían cuchillos (Orat., XLII.21); y ahí
estribaba toda la diferencia, porque, al dejar que los propios esclavos trabajaran
bajo la supervisión de un adm inistrador (que a su vez sería esclavo o liberto) y
vivir en la propia finca, se podía gozar del mismo estilo de vida que cualquier otro
noble, por mucho que la mayor parte de los ingresos (lo que ocurría pocas veces)
le llegaran de los esclavos artesanos. Tal era, precisamente, la situación de los
políticos destacados de la Atenas de los siglos v y iv Cleón, Cleofonte y Ánito,
que son blanco de las sátiras de Aristófanes y de otros poetas cómicos, quienes los
llaman, respectivamente, curtidor y pellejero, zapatero y cacharrero y tratantes de
ganado o vendedores de liras: como la política, por lo menos al nivel más alto,
constituía una ocupación de dedicación plena en una ciudad griega, si se era
político no se podía ocupar uno personalmente del comercio o de la industria
(véanse mis O P W , 234-235, 357, 371). Sería sólo cosa de esnobs, como Aristófa
n e s ,e l que se «perdiera prestigio» por el hecho de que la propia fortuna (o,
mejor, la del propio padre o el propio abuelo, véanse O P W , 235 n. 7) procediera
originariamente de la industria o el comercio. No pocos de los espectadores de
Aristófanes que se reían con sus chistecitos desagradables acerca de los «demago
gos» que tanto detestaba, debían de ser comerciantes de cualquier cosa y es de
suponer que no se sintieran despreciados por su profesión (véase IV.vi), si bien,
152 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
en los estados que disponen de viri honesti: sólo la falta de éstos, puede hacer
necesario que se admita a aquéllos en la dignitas municipalis.
El emperador Juliano eximió en 362 a los decuriones de la collatio lustra lis (en
griego, chrysargyron), impuesto que podían pagar durante la mayor parte de los
siglos iv y v los negotiatores, término que luego pasó a significar «comerciantes»
en sentido lato, incluyendo a los artesanos, fabricantes, mercaderes, tenderos,
prestamistas, etc.i2 Al hacerlo añadió al edicto las palabras «a menos que pueda
llegar a probarse que un decurión tiene que ver de alguna m anera con el comer
cio», como si se tratara de una contingencia inverosímil (la ley es C Th, X II.i.50
= X III.i.4; «nisi forte decurionem aliquid mercari constiterit»). En una constitu
ción de 364, referida al pago del mismo impuesto, los emperadores Valentiniano I
y Valente someten incluso «a los más poderosos» (potiores) a la collatio lustralis,
«si, en efecto, practican el comercio» (si lamen his mercandi cura esi); y añaden
que cualquier miembro de los potiores que lo haga «tendrá que o no ocuparse del
comercio» o ser el primero que pague el impuesto (CTh, X III.i.5): evidentemente
ese tipo de personas constituía una excepción.
O tra constitución imperial, ésta de 370, empieza con las palabras: «si un
comerciante [negotiator] com prara fincas y fuera convocado a su municipalidad
como poseedor de una propiedad inmobiliaria», y acaba diciendo que esa persona
habrá de «someterse a las cargas públicas obligatorias de la municipalidad a la
que se entregó por propia decisión al convertir el uso de su dinero en las ganan
cias de una finca agrícola» (C T h, X II.i.72). En 383 los emperadores creyeron
necesario aprobar una ley especial que permit ¿ra ia inclusión en las municipalida
des de la provincia danubiana de Mesia [Inferior]13 de «hombres del pueblo, ricos
en esclavos», para evitar que se evadieran de sus obligaciones financieras: eviden
temente, se trataba de propietarios de talleres que, de lo contrario, habrían podi
do librarse de dicha inclusión, por no poseer ninguna finca o casi ninguna (CTh,
X II.i.96: Clyde Pharr traduce de mala manera este texto, TC, 356). Finalmente,
en una constitución de 408 o 409, Honorio prohíbe terminantemente «a quienes
sean definitivamente nobles por nacimiento u ostenten honores, o sean notable
mente ricos en propiedades, el ejercicio del comercio, en detrimento de las ciuda
des, para que la relación de compra y venta resulte más fácil entre plebeyo y
mercader» (CJ, IV.lxiii.3).N Ni siquiera cabía imaginar que los decuriones ocupa
ran un tipo de cargo remunerado como la procuratio, administrando la propiedad
de otro como gerente: en una constitución de 382 se define que un decurión que
aceptase tal cargo cometería «la mayor bajeza», pues implicaba una «condescen
dencia servil» (CTh, X II.i.92 = CJ, X.xxxii.34). Pero este es un asunto que será
tratado más adelante bajo el epígrafe general de «trabajo asalariado» en la sección
vi de este mismo capítulo y en su n. 4.
P ara reforzar la documentación de las fuentes jurídicas citadas anteriormente,
vale la pena mencionar la inscripción que recoge el hecho de que Q. Sicinnio
Claro, legado imperial en Tracia, dijo, al convertir en 202 en emporion el centro
de posta de Pizo, que había puesto al cargo de este y otros emporia de reciente
fundación (todos ellos por debajo de la condición de ciudad) «no a plebeyos con
intereses en el comercio, sino a toparcas [magistrados de distrito] que son magis
trados municipales»15 (probablemente de la ciudad de Augusta Trajana, la moder
na Stara Zagora, en Bulgaria).
LA PRO PIEDA D Y LOS PROPIETARIOS 155
Todo lo que he venido diciendo hasta este momento acerca del papel secunda
rio que desempeñaron la industria y el comercio en las fortunas de las clases
propietarias del mundo griego a lo largo de toda su historia, es una verdad casi
absoluta, aunque, naturalmente, existen excepciones. No pienso precisamente en
individuos: la inmensa mayoría de los que ascendieron a la clase de los propieta
rios por los esfuerzos que realizaron en el comercio o la industria no cabe duda de
que se convirtieron en terratenientes en cuanto pudieron. Estoy pensando en un
puñado de ciudades, cuya clase dominante incluía con toda seguridad, o al menos
probablemente, una proporción im portante de mercaderes. No son muy fáciles de
encontrar y tal vez no lleguen más que a una o dos. No me interesa aquí el
occidente latino, en donde el puerto de Roma, Ostia (que sólo tenía un pequeño
territorium), se destaca como acaso la única ciudad occidental cuyos notables
obtenían muchas más riquezas del comercio que de la tierra.19 Lugdunum, Arelate
y Narbo, los tres grandes emporio de la Galia romana, así como Augusta Treve-
rorum (Tréveris = Tréves, Trier), eran en cierto sentido, sin duda, ciudades
comerciales, a través de las cuales pasaba un enorme volumen de bienes; pero en
156 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
6. — STE. CROIX
W"
162 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
Los recursos que tienen las distintas lenguas —griego, latín y los diversos
idiomas modernos— difieren bastante a la hora de poder distinguir los nombres
de las diversas categorías de trabajo no libre; pero da la casualidad de que existe
una serie de definiciones de las tres principales categorías que propongo que se
reconozcan, a saber: la esclavitud-mercancía, la servidumbre y la servidumbre por
deudas, que goza hoy día de un estatuto muy especial. Estas definiciones se
encuentran, para el término «esclavitud», en el articulo 1 (1) de la Convención
sobre esclavitud de 1926, organizada por la Sociedad de Naciones; y para los
términos «servidumbre» y «servidumbre por deudas», en el artículo 1 de la Con
vención suplementaria sobre la abolición de la esclavitud, él tráfico de esclavos y
las instituciones y prácticas similares a la esclavitud. La Convención suplementa
ria se produjo a raíz de una conferencia que tuvo lugar en Ginebra, organizada
por las Naciones Unidas, en 1956, y que estuvo a cargo de representantes de no
menos de cuarenta y ocho naciones. Existe un informe sobre todos estos temas,
particularmente detallado, titulado Slavery (Londres, 1958), d eC . W. W. Greenid-
ge, que ofrece los textos completos de las dos Convenciones en sus apéndices II y
III (págs. 224 ss.), así como un resumen dé sus respectivos primeros artículos en
las págs. 25-26.
Sería una obstinación el despreciar una práctica establecida internacionalmen
te, a menos que hubiera una razón válida para ello, cosa que no sucede, y la
seguiré, por tanto, en la medida en que pueda, excepto que no trataré como una
categoría distinta el «trabajo forzado», que, por razones de estado en el mundo
moderno, se ha separado de la «esclavitud y demás instituciones y prácticas
similares a la esclavitud». Como dice Greenidge (aceptando las definiciones de las
Convenciones de 1926 y 1956), «la esclavitud es la e acción de trabajo involunta
rio de un individuo por parte de otro, al que el primero pertenece, mientras que
el trabajo forzado es la exacción de trabajo involuntario de un individuo por
parte del gobierno, /. e. , una colectividad, para castigar o corregir a la persona a
la que se le exige el trabajo» (Slavery, 25). Según las modernas definiciones de las
Convenciones a las que me he referido antes, a quienes trabajaban en la mina
como esclavos y pertenecían a propietarios individuales y a los criminales que eran
condenados por el estado romano a trabajos en las minas {ad metallum , condena
siempre a perpetuidad), habría que colocarlos en el mundo antiguo en dos catego
rías distintas: el primero habría padecido «esclavitud», y el segundo «trabajos
forzados». En la Antigüedad es difícil que hubiera habido algo más que una
diferencia técnica entre ambos grupos, sin ninguna significación para lo que a mí
me interesa, por lo que trataré los «trabajos forzados» como una forma de
esclavitud. Sólo dedicaré un único breve párrafo al trabajo por condena en la
LA PROPIEDAD Y LOS PROPIETARIOS 163
Antigüedad. Tal vez deba añadir que las prestaciones de trabajo obligatorio, tales
como las angariae (véase I.iii y IV.i), que realizaban tanto personas libres indivi
dualmente como aldeas enteras colectivamente para un monarca helenístico o para
el estado romano, o bien para una municipalidad (incluidas las ciudades griegas),
se tratarán en este libro bajo el epígrafe general «explotación colectiva indirecta»,
en IV.i.
La categoría general «trabajo no libre», que yo uso, se divide, pues, natural
mente, en los tres epígrafes establecidos por las Convenciones internacionales a
que me referí anteriormente: a) Esclavitud, b) Servidumbre y c) Servidumbre por
deudas. De momento, pasaré a describirlas brevemente, dejando para más adelan
te, pero siempre en esta sección, la discusión de cada una de ellas.
Creo que las definiciones que he dado por válidas de mis tres categorías de
trabajo no libre serán también las que la mayoría daría por válidas para el mundo
antiguo. Admito que no siempre tienen unos equivalentes precisos en las lenguas
modernas, pero creo que se podrán hallar con frecuencia aproximaciones suficien
temente cercanas. Y además las tres corresponden a situaciones definidas que
166 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
pasaje de Pólux (111.83) que luego señalaré, se halla también desfigurada por las
pocas ganas que tiene de tratar la servidumbre (en el sentido que yo le doy) en
cuanto fenómeno general: para Lotze, la «Hórigkeit» ha de ser específicamente la
«feudale Hórigkeit» (MED, 60 ss., en 64-68, 77, 79), restricción innecesaria que
no hallamos, por ejemplo, en Busolt (véase G5, 1.272-280; 11.667-670, etc.).
Antes de seguir adelante hemos de reconocer el hecho de que las categorías en
que dividimos el trabajo no libre no son las que emplearon los griegos y los
romanos. Se hallaban incapacitados para reconocer como dos categorías distintas
lo que nosotros llamamos servidumbre y servidumbre por deudas, ya que dividían
a la humanidad en sólo dos grupos: libres y esclavos. Y ello valía para la época en
que el emperador Justiniano publicó sus Instituciones, en 533 d.C ., al igual que
para la época griega clásica. Según las Instituciones, todos los homines (término
que aquí, como en casi todos los demás contextos, incluye tanto a hombres como
a mujeres) son liberi aut serví, libres o esclavos (I.iii.pr.). No se reconoce ninguna
condición mixta o intermedia. Luego viene en Inst. J ., 1.iii.4-5 la frase que afirma
que no hay diferencias en la condición legal (condicio) entre los esclavos, mientras
que existen «muchas diferencias» entre los libres; la siguiente frase habla sólo de
una división entre los libres por nacimiento y los libertos. La principal afirmación
de principio reproduce las palabras de otra obra, las Instituciones, escritas aproxi
madamente cuatro siglos antes, por el jurista Gayo, que probablemente provenía
del oriente griego (Gai.j Inst., 1.9).
En griego existen varias palabras, como pais (‘muchacho’) y sus variantes, o
soma (‘cuerpo’), que en ocasiones se utilizan en el sentido de ‘esclavo’, junto a los
términos más comunes: doulos, andrapodon, oiketés; y también en latín existen
otras expresiones aparte de servus y mancipium, que son los términos técnicos
corrientes. Todas estas palabras podían utilizarse vagamente y de manera pura
mente metafórica. Pero para «siervo» y «servidumbre» no hay unos equivalentes
técnicos estrictos ni en griego ni en latín, sin que tampoco sea perceptible esta
servidumbre a gran escala en la mayoría de las zonas griegas hasta el imperio
romano tardío; sin embargo existieron, sin que quepa duda alguna de ello, pue
blos sometidos en determinadas localidades, que podrían calificarse de siervos
según mi definición o virtualmente según cualquier otra. Tampoco hubo expresio
nes técnicas corrientes para «servidumbre por deudas» o para «siervo por deudas»,
si bien esta institución fue conocida por todo el mundo griego, como ya he
indicado. La distinción fundamental entre «libres y esclavos» está invariablemente
presente en las fuentes antiguas, y no conozco más que una sola afirmación
literaria en ambas lenguas que reconozca explícitamente la existencia de una serie
de categorías intermedias o mixtas; se trata de un breve pasaje aislado (que por lo
general se cree que procede de Aristófanes de Bizancio) del Onomástico de Julio
Pólux, un griego de Náucratis, en Egipto, que enseñó retórica en Atenas a finales
del siglo i i , durante el reinado de Cómodo, y que hace referencia a los que están
«entre libres y esclavos» (metaxu eieutherón kai doulón, III.83). Según está expre
sada, se trata de una afirmación de lo más decepcionante: nuestro texto no da
más que una breve lista de pueblos locales, que alcanzan los cinco o seis variantes,
y que empiezan por los ilotas de Esparta, que con toda certeza eran siervos
estatales (véanse mis O P W , 89-94 y más adelante) y continúan con un grupo
misceláneo de otros pueblos locales, probablemente de condiciones muy distintas
168 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
H a llegado el momento de que veamos por turno cada una de las tres catego
rías de trabajo no libre,
del que goza su am o.7 Incluso el charlatán d e Dión Cris ó st orno llegaba a definir
la esclavitud como el derecho a utilizar a otro hombre como se quiera, como una
propiedad más o como un anim al doméstico (XV.24). No hemos de sorprender
nos, pues, de ver que la esclavitud se desarrollara más en Atenas que en la
mayoría de las restantes ciudades griegas: si no se podía explotar del todo a los
ciudadanos humildes y no cabía el recurso a presionar demasiado a los metecos,
no quedaba más remedio entonces que basarse en la explotación en grado sumo
del trabajo de los esclavos. Ello explica «el avance parejo de la libertad y la
esclavitud» en el mundo griego, que notaba Finley (SC A , 72), y que dejaba
abierta como una especie de paradoja, sin la menor explicación; aquí, lo mismo
que en otros momentos, Finley se halla incapacitado por su negativa a pensar
utilizando las categorías de clase y por su curioso desdén a reconocer que la
explotación constituye una característica de la definición de sociedad de clases:
véase su A E , 49, 157.
Un amo podía pensar que se sacaba más rendimiento de sus esclavos tratándo
los duramente: los esclavos de las minas, en especial, trabajaban, al parecer, hasta
morir en un periodo bastante corto.8. Los Económicos, I (5, 1.344a35), de Pseu-
do-Aristóteles adjudican a los esclavos tres cosas: trabajo, castigo y comida (re
sulta de lo más interesante com probar que aparece la misma lista precisamente,
pero en orden inverso, en Eclesiástico, XXXIII.24; cf. 26 y X X III. 10). Pero en
algunos trabajos, sobre todo en los oficios cualificados, al dueño le convendría
tratar bien a sus esclavos e incluso tal vez establecerlos por su cuenta como chóris
oikountes.9 Además de aplicarles el palo (literal y metafóricamente hablando),
podía también azuzarlos poniéndoles delante el caramelo de la manumisión. Pero
fuera cual fuera el método que utilizara, era siempre él, su am o, el que decidía lo
que tenía que ser. Ya he indicado (casi al final de II.ii) que se daba por supuesto
que se pudiera azotar a los esclavos. Me atrevería a decir que, excepto en los
momentos en los que éstos estuvieran verdaderamente muy baratos (por ejemplo,
después de una guerra ventajosa), la mayoría de sus amos no los tratarían de
modo excesivamente inhumano ni los harían trabajar rápidamente hasta que mu
rieran, pues constituían un capital humano y por esa razón, y sólo por ella,
resultaban preciosos. Algunos amos tal vez se tom aran algún interés especial por
sus esclavos, cuando cayeran enfermos; pero otros seguramente seguirían el con
sejo del típico viejo latifundista rom ano, Catón, según el cual había que rebajar
las raciones a los esclavos enfermos o deshacerse por venta de los que se fueran
haciendo viejos y se pusieran malos, lo mismo que se hacía con los bueyes decré
pitos, las herramientas viejas «y todo lo que es superfluo» 50 (cabría preguntarse
quién iba a comprar esclavos viejos o enfermos). En el libro de agricultura de
Varrón podemos leer que en los gravia loca (probablemente, las zonas en las que
había malaria) resultaba mejor utilizar mercennarii, jornaleros, que esclavos. Co~
lumela dejaría esas tierras a arrendatarios, así como las que estuvieran demasiado
distantes como para que su dueño las pudiera supervisar regularm ente.11 Puede
pensarse que se podía prescindir menos de los esclavos que de los jornaleros: nos
lo ilustra muy bien la historia que nos cuenta el escritor norteamericano F. L.
Olmsted, al narrarnos su viaje por el río Alabama a bordo del Fashion en 1855.
Vio que estaban echando a la bodega desde un altozano balas de algodón: los que
tiraban las balas desde el altozano eran negros, y los que estaban en la bodega
172 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
sanamente esclavo; y probablemente pueda decirse otro tanto de los demás perío
dos de los que se ocupa el presente libro. A los griegos y romanos libres no les
gustaba emplearse permanentemente como administradores (véase de nuevo la
sección vi de este mismo capítulo). En los escritores romanos de agricultura, se da
por supuesto que los vilici (mayordomos o administradores) y sus subordinados
son esclavos, y no me cabe la menor duda de que en efecto así ocurría en
realidad. No me he preocupado de recoger la documentación epigráfica, pero en
la medida en que la conozco, confirm a las fuentes literarias. No hace falta decir
que se requirirían los servicios de unos vilici competentes para supervisar tanto a
los jornaleros como a los esclavos, en la medida en la que se los utilizara, sobre
todo en los momentos álgidos de las labores agrícolas, lo mismo que, ocasional
mente, para ciertos trabajos especiales (véase la sección vi de este mismo capítu
lo). Algunas veces, podemos ver durante la época rom ana a administradores
esclavos (o libertos) que controlan a otros esclavos; en otros casos parece que lo
hacían principalmente coloni con funciones de supervisión: véase IV.iii y su n. 54.
Como señalaré entonces, esos hombres desempeñaban un papel importantísimo a
la hora de proporcionar sus ingresos a las clases propietarias. En el imperio
romano tardío, los esclavos (y libertos) siguieron destacando, sin duda, como
mayordomos, administradores, superintendentes o agentes (actores en ese caso, o
prócuratores; en griego, pragmateutai o epitropoi) y, de hecho, constituyen la
mayoría de los empleados en esas funciones a los que hacen referencia las fuentes
literarias, jurídicas y papirológicas del imperio tardío,14 incluso cuando las tierras
de sus amos han sido arrendadas principalmente a coloni y no son explotadas
mediante el trabajo directo de esclavos. Así pues, la esclavitud seguía desempeñan
do un papel fundamental en la producción precisamente en el momento en el que,
por lo general, se supone que se hallaba «en decadencia», como en efecto ocurría,
en cierta medida, a niveles más bajos.
Al mismo tiempo, la esclavitud doméstica siguió existiendo a gran escala
durante el imperio romano tardío en las casas de los miembros de las clases de los
propietarios, y se consideraba una gran desgracia por parte de la gente acomoda
da (desde luego no sólo por parte de los riquísimos) el no poseer un buen número
de criados domésticos. Bastarán dos ejemplos. Ya he hecho referencia al famoso
discurso en el que el conocido maestro de retórica de Antioquía intentaba, a
finales del siglo iv, despertar la compasión ante la triste situación de algunos de
sus asistentes, que estaban tan mal pagados, según él, que sólo podían permitirse
tener dos o tres esclavos, si acaso (Liban., Orat., X X X I.9-11). El otro texto
aparece citado poquísimo, si es que alguna vez lo ha sido, sin duda porque
procede de los Acta del concilio de Calcedonia, que casi sólo leen los historiadores
de la Iglesia, y tal vez, en general, no muchos de ellos, pues buena parte de su
contenido resulta (o podría resultar) bastante penoso de leer para quienes quieren
creer que las deliberaciones y decisiones de los obispos ortodoxos revelan la
actuación del Espíritu Santo. En la tercera sesión del concilio, el 13 de octubre de
451, se presentaron cuatro documentos que atacaban a Dioscoro, el patriarca
monofisita de Alejandría, a quien los católicos estaban dispuestos a desacreditar y
destituir. Tres de los cuatro que presentaban sus quejas insistían en acusar a
Dioscoro de haberlos reducido al estado de mendicidad. Uno de ellos, un sacerdo
te llamado Atanasio, afirm aba que, a consecuencia de la persecución de que había
176 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
sido objeto por parte de Dioscoro, había tenido que gastarse en sobornos no
menos de 1.400 libras de oro para pagar a Nomo, el poderoso magister officiorum
de Teodosio II, e impedir que lo tuvieran indefinidamente en la cárcel, y decía
también que le habían robado además todas sus restantes propiedades, a conse
cuencia de lo cual se había visto obligado a vivir de la caridad, con los «dos o tres
esclavos (mancipia) que le quedaban» (Acta Conc. Oec., II.iii.2.36-37 = 295-296,
ed. E. Schwartz; Mansi, VI. 1.025-1.028).
No es mi intención dar cuenta completa aquí, ni siquiera en esbozo» de la
esclavitud en el mundo griego, tema que comporta una bibliografía enorme (véase
la Bibliographie zur antiken Sklaverei, ed. Joseph Vogt [Bochum, 1971], que
contiene 1.707 títulos, a los que se pueden añadirse ahora muchos más). Por
supuesto, la esclavitud volverá a aparecer en varios pasajes de este libro, sobre
todo en IV.iii. Pero creo que al menos debo explicar cómo es que no oímos hablar
nunca de revueltas de esclavos ni en Atenas ni en otras ciudades griegas, en las
que se desarrolló el esclavismo en grandes proporciones ya durante la época
clásica, mientras que sí sabemos que se produjeron unas cuantas de esas revueltas
en varios puntos del mundo mediterráneo durante la época helenística, sobre todo
entre 130-70 a .C .15 La razón es de lo más simple y obvio: en cada ciudad (y en
muchos casos también en el seno de familias individuales, fincas y talleres), los
esclavos eran en gran medida «bárbaros» importados y de carácter muy heterogé
neo, procedentes de áreas tan distantes como Tracia, Rusia meridional, Lidia,
Caria y otras zonas de Asia M enor, Egipto, Libia y Sicilia, y que no compartían
ni lengua ni cultura comunes. Lo deseable que resultaba escoger a los esclavos de
distintas nacionalidades y lenguas fue un rasgo bien conocido en la Antigüedad, y
muchos escritores griegos y romanos lo subrayan como el medio indispensable
para evitar las revueltas: véase Platón, Leyes, VI.77cd; Arist., Pol., VIL 10,
1.330a25-28; Ps.-Arist., O e c o n 1.5, 1.344b 18; Ateneo, VI.264f-265a; Varrón,
R R , I.xvii.5. Por otra parte, en cambio, los siervos de una determinada región
debían de ser normalmente de un mismo y único tronco étnico, y es de suponer
que mantuvieran algún grado de uniformidad y cultura común, por lo cual cabría
esperar que tuvieran algún sentimiento de solidaridad y que fueran colectivamente
más revoltosos que los esclavos frente a sus amos, especialmente si se hallaban en
situación de recibir ayuda de los enemigos de estos últimos. Como luego veremos,
los ilotas de la región de Esparta (especialmente los mesenios), y en menor medida
los penestas tesalios, constituyeron siempre un riesgo permanente para sus señores.
Oímos hablar con frecuencia de fugas individuales de esclavos; pero si real
mente tenían valor para sus amos, tal vez no tuvieran muchas posibilidades de
conseguir su libertad en épocas normales, pues éstos habrían recurrido a todos los
medios a su alcance para capturarlos de nuevo. Dión Crisóstomo daría por des
contado que un hombre, al comprar un esclavo, se encargaría de averiguar «si se
había fugado en alguna ocasión y si no se había quedado con su anterior amo»
(XXXI.42). Un esclavo griego de Cicerón, en concreto, Dionisio, hombre cultiva
do, al que su dueño utilizaba como lector (anagnostés), y que se escapó en 46 a.C.
con una buena cantidad de libros valiosos de la biblioteca de su amo, aparece
mencionado en no menos de cuatro cartas de la colección de epístolas de Cicerón
que poseemos (A d F a m XIII.lxxvii.3; V.ix.2; xi.3; xa.l). Vatinio, que tenía el
mando de Iliria, donde fuera visto Dionisio por última vez (en Narona), le
LA PRO PIEDA D Y LOS PROPIETARIOS 177
moderna Georgia), que eran «esclavos de los reyes» (basilikoi douloi, XI.iii.6,
pág. 501). A su vez, como luego veremos, Teodosio I llegó a proclamar, a comien
zos de la última década del siglo iv, que a los coloni siervos, aunque jurídicamen
te fueran hombres libres, «había que considerarlos esclavos de la propia tierra en
la que habían nacido» (que, por supuesto, pertenecía a sus amos), y Justiniano
m ostraba su perplejidad ante la semejanza de los poderes legales que ejercían
sobre ambos grupos el dom inus y el possessor, que es como se llamaban, respec
tivamente, el amo y el terrateniente. Pues bien, me parece que al distinguir la
condición del siervo de la del esclavo-mercancía nos convendrá centrarnos en dos
características que todavía no he mencionado.
En primer lugar, las prestaciones que jurídicamente se le podían exigir a un
siervo se hallaban limitadas, al menos en teoría, tanto por la legislación promul
gada (por ejemplo, por un decreto imperial romano), como en virtud de un pacto
establecido por su pueblo, acaso en tiempos muy remotos, con unos invasores que
lo hubieran conquistado y de los cuales hubiera pasado a ser siervo (véase a
continuación). No hace falta decir que la situación del siervo fue siempre precaria:
cualquier potentado local podía muy bien carecer de escrúpulos y desobedecer una
ley imperial; y ¿cómo se podría obligar a un pueblo conquistador a atenerse a lo
pactado, aunque las cláusulas se hubieran estipulado bajo juram ento? A pesar de
todo, el siervo no careció nunca totalmente de derechos, cosa que sí podía ocurrir-
le al esclavo. En segundo lugar, y lo que es más im portante, si bien ha sido
pasado por alto en muchas ocasiones, los siervos, al estar «vinculados a la gleba»,
podían casarse y llevar una vida familiar bastante segura, mientras que el esclavo,
que no se podía «casar» legalmente en ningún caso, no tenía a dónde recurrir si
su amo decidía venderlo independientemente de la mujer a la que considerara su
«esposa» y de sus retoños, y así fue hasta eí siglo iv, cuando por fin los originarii
(con los que yo identificaría a los que en oriente se llam aban adscripticii, o
enapographoi en griego) y después, hacia 370, todos los esclavos agrícolas «regis
trados en las listas fiscales» ascendieron a una situación de cuasisiervos, por
cuanto se ilegalizó su venta independientemente de la de la tierra que trabajaban.16
Junto a las propias expectativas de libertad, no haya acaso nada tan importante
para los no libres como saber que su familia está por lo menos segura. La ruptura
de la familia esclava es la amenaza más eficaz que pende sobre sus miembros.
Como recordaba con escepticismo un antiguo esclavo del Viejo Sur norteamerica
no, «el dolor de la despedida hay que verlo y sentirlo para poderlo entender del
todo» (Stampp, P Iy 348). Un hombre que aseguraba haber sido testigo de la venta
de una familia esclava dijo una vez: «no vi nunca un dolor tan profundo como el
que manifestaban aquellas pobres criaturas» (Genovese, R J R t 456). Genovese ha
recogido una gran cantidad de documentación acerca de los profundos lazos que
se creaban en eí Viejo Sur norteamericano cuando los esclavos establecían una
vida familiar, que por ío general se toleraba, si bien nunca se reconoció legalmen
te en ningún estado el «m atrimonio» esclavo como tal (í b i d 452-458), lo mismo
que tampoco lo fue en la Antigüedad (incluido el imperio rom ano tardío cristia
no). De hecho, se animaba efectivamente a los esclavos a que instauraran y
mantuvieran relaciones familiares, en la idea que tenían por lo general sus dueños
de que así se volvían más tratables, más «ligados a la plantación», «mejores
trabajadores y menos revoltosos» (ibid.t 452, 454). Como bien vio el autor de los
LA PRO PIEDA D Y LOS PROPIETARIOS 179
Económicos pseudoaristotélicos, resultaba que los hijos de los esclavos eran como
rehenes que garantizan su buen comportamiento (véase IV.iii, § 4). Así pues,
paradójicamente, un rasgo de la condición de siervo (el hallarse «ligado a la
gleba»), que constituye uno de los más importantes menoscabos de su libertad,
resultará que es una ventaja, si lo comparamos con la esclavitud-mercancía, al
impedir que su amo lo venda independientemente de la tierra en la que trabaja o
reside, junto con su familia, como ocurría en el colonato tardorrom ano. Hemos
de señalar que en varios tratados recientes de las formas de sometimiento en la
Antigüedad (e.g., Lotze, M ED , 63 ss., esp. 67) se descuida este rasgo capital de la
condición del siervo. Incluso el campesino libre que se convertía en siervo podía
tener al menos la seguridad de no verse desahuciado, en teoría como mínimo.
Las posibilidades de variación en la condición de los siervos son bastante
numerosas, y no debemos cometer el error de pensar que otros pueblos tenían
gran afinidad con los ilotas espartanos, ya fuera en su condición jurídica o en su
status real, simplemente porque ciertos escritores griegos llegaron casi a identifi
carlos (véase el siguiente párrafo). Respecto a la mayoría de los pueblos siervos de
los que tenemos conocimiento, resulta difícil decidir si vivían (como ocurría en
algún caso) en sus aldeas tradicionales y disfrutaban, de ese m odo, una forma de
dependencia relativamente agradable, o si, por el contrario, vivían en fincas indi
viduales, propiedad de los señores a los que pertenecían o a los que se habían
alquilado, como, sin duda, ocurría con los ilotas o con la mayoría de ellos por lo
menos (véase Lotze, M E D , 38).
Los siervos griegos mejor conocidos, con mucho, anteriores al colonato roma
no, son los ilotas de la región de Esparta. Su condición era tan fam osa en todo el
mundo griego que, por dar sólo cuatro ejemplos, el verbo derivado de su nombre,
heilóteuein, podía asimismo utilizarse para expresar la noción de condición no
libre de algún otro pueblo conquistado, como los mariandinos de Heraclea Pónti-
ca (Estrabón, XILiii.4, pág. 542); el historiador helenístico Filarco creyó que la
mejor manera de expresar la condición de los bitinios sometidos a Bizancio era
decir que los bizantinos «ejercían su dominio [desposai] sobre los bitinios como
los espartanos sobre los ilotas» (.FGrH, 81 F 8, apud Ateneo, V I.271bc);17 Teo-
pom po, que escribió en el siglo iv a.C ., llega a decir de los ardieos (se ha sugerido
enmendarlo en vardeos) ilirios que «poseían unos 300.000 dependientes [prospela-
tai] como ilotas» (o «como si fueran ilotas», FG rH , 115 F 40, apud Aten.,
X.443b = VI.271de); y un anciano Isócrates, en carta a Filipo II de Macedonia
del año 338 a.C. (Esp., III.5), llegaba a relamerse ante la perspectiva de que
Filipo «obligara a los bárbaros a heilóteuein para los griegos» (naturalmente,
Isócrates pensaba en los habitantes no griegos de Asia). En realidad, no conoce
mos ningún paralelo exacto de la condición de los ilotas, que fue muy discutida
durante la época clásica (véase Platón, Leyes, VI.776c), implicando una excesiva
simplificación en alguna medida, pues había que llegar a una categoría general;
sin embargo, por conveniencia, los trataré como si fueran «siervos del estado»,
como, sin duda, eran. No tengo que añadir nada más a lo que ya he dicho en otra
parte acerca de los ilotas (OPW , 89-93), pero tal vez deba repetir el documento
más extraordinario que tenemos acerca de la relación que m antenían con sus
dueños, los espartanos, procedente nada más ni nada menos que de la autoridad
de Aristóteles (fr. 538, apud P lut., Licurgo, 28.7). Cada año, al tom ar posesión
180 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
de su cargo, los principales magistrados de Esparta, los éforos, hacían una decla
ración formal de guerra a los ilotas, de modo que se convertían en enemigos del
estado, polem ioi, y se los podía m atar si así lo exigían las circunstancias, sin
acarrear a los espartanos la contaminación religiosa que suponía el m atar a todo
aquel que no fuera un polem ios, oficialmente declarado, a menos que se hiciera
por mandamiento legal. La declaración de guerra a la propia fuerza de trabajo
constituye un acto tan singular (por lo que yo sé) que no tendríamos por qué
sorprendernos de que la relación existente entre espartanos e ilotas fuera totalmen
te única en el mundo griego.
Cuando hablamos de los ilotas y de la hostilidad existente entre ellos y los
espartanos, tenemos derecho a pensar principalmente (pero no sólo) en los mese
nios, que constituían la mayoría de los ilotas laconios.18 Los mesenios no eran
simplemente un pueblo: hasta finales del siglo vm habían sido hoi Messénioi, una
unidad política autónoma, que se acababa dé convertir, o estaba a punto de
hacerlo, en una polis griega independiente, situada en la misma región en la que
luego trabajaban para sus amos, los espartanos. Tenían, por lo tanto, un senti
miento natural de parentesco y unidad. Después de la liberación de Mesenia,
cuando ésta se convirtió de nuevo en una p o tó independiente, en 369 a.C., los
únicos ilotas que quedaron fueron los laconios, muchos de los cuales fueron luego
liberados, especialmente por Nabis, a comienzos del siglo II a.C . A finales de la
república romana como muy tarde, la condición de los ilotas había dejado de
existir, pues Estrabón, que llama a los ilotas «esclavos estatales, en cierto modo»
(tropon tina démosioi douloi), dice que existieron «hasta la supremacía romana»
(VIII.v.4, pág. 365), lo cual sólo puede querer decir el siglo II a.C. (o posiblemen
te el i), pues Estrabón hubiera utilizado una expresión bien distinta, si los ilotas
hubieran seguido siéndolo hasta la época en la que escribía* es decir, comienzos
del siglo i de la era cristiana.19
El otro pueblo siervo más im portante de la Grecia continental, los penestas de
Tesalia,20 también dieron a sus amos muchos quebraderos dé cabeza con sus
intentos de liberarse, según dice Aristóteles (Pol., II.9, 1.269a36~37; cf. sólo Jen.,
H F ILiii.36). Los cretenses sometidos, a los que Aristóteles compara con los
ilotas y penestas, eran mucho menos problemáticos: Aristóteles lo atribuye por un
lado a su relativo aislamiento del mundo exterior (PoL, 11.10, 1.272M6-22), y por
otro al hecho de que las ciudades cretenses, aunque luchaban con frecuencia éntre
sí, nunca establecieron alianzas con sus respectivos perioikoi desafectos (así es
como los llama, Pol., II.9, 1.269a39-b2), mientras que los ilotas de Esparta y los
penestas tesalios recibían ayuda de los estados que tenían enemistad con Sus amos
(ibid., 1.269b2-7).
Cuando oímos decir que supuestamente se usaban con regularidad douloi
como soldados, tenemos derecho a considerarlos siervos más que esclavos. Según
el historiador helenístico Agatárquides de Cnido, unos cuantos dárdanos (un pue
blo tracoilirio) poseyeron unos mil (rfow/o/ dé ésos o más, qué éñtiém pos dé paz
trabajaban el campo y durante la guerra servían en regimientos al mando de sus
amos (FGrH, 86 F 17, apud Aten., VI,272d). Ello tal vez nos traiga a la memoria
algunos pasajes demosténicos (citado en la n. 20) que nos muestran cómo grandes
batallones de penestas tesalios luchaban a las órdenes de sus amos.
Ya he explicado antes que hasta e! imperio romano tardío sólo podemos
LA PRO PIED A D Y LOS PROPIETARIOS 181
entre algunos de sus soldados; pero tenemos buenas razones para pensar que
permitieron la subsistencia de las viejas costumbres, al menos en cierta medida, en
tanto en cuanto se referían a los que trabajaban realmente la tierra; y ello habría
permitido la subsistencia de muchas peculiaridades locales. Me gustaría dar cuen
ta, de pasada, de una duda surgida a propósito de la idea, tan popular en épocas
modernas, de que los aqueménidas se pretendían dueños de todas las tierras de su
reino, en un sentido mucho más auténtico que la moderna ficción que supone el
«patrimonio real» de nuestros gobernantes. En Israel a mediados del siglo ix,
desde luego, el rey no disfrutaba de ningún derecho de ese tipo: queda bien claro
por la maravillosa historia que aparece en I Reyes, xxi, en la que el rey Acab
codicia la viña de Nabot, sin ser capaz de obligarle a que se la entregue, aunque
sea en venta o por cambio; finalmente ía mala de la reina Jezabel se las arregla
para asesinar judicialmente a N abot, de manera que, al parecer, sus propiedades
pasan en prenda a manos del rey, lo que acarreará fatales consecuencias para el
malvado.23 Tanto si los monarcas aqueménidas pretendían ser los dueños de todas
las tierras del imperio persa como si no, es natural que los reyes macedonios, a
partir de Alejandro, afirmen sus derechos de conquista en oriente y consideren
que ostentan la propiedad de todo el «territorio ganado con la espada» (véase,
e.g. , Diod., XVII. 17.2) al margen del territorio de las ciudades griegas que esta
ban dispuestos a reconocer como tales (cf. V.iii).24 Sin embargo, incluso dentro de
la vasta zona que form aban las «tierras del rey» existían diversas variedades
distintas de ocupación (véase Kreissig, LPHO, esp. 6-16); y es de suponer que,
por debajo de los arrendatarios que ocasionalmente aparecen en nuestras fuentes,
siguieran existiendo principalmente las antiguas formas de ocupación de la tierra.
Cuando, al interpretar la documentación epigráfica referente a la ocupación
de la tierra de Asia durante la época helenística, dejamos que el griego signifique
lo que, con todo derecho, suponemos que significa, no cabe la menor duda de
que, entre las diversas formas de ocupación con las que nos encontramos se halla
la servidumbre en una forma u otra (y no necesariamente siempre la misma).
Existen pocos documentos que recojan ía venta o la donación de tierras con
inclusión de sus ocupantes, y que además nos permitan pensar que al menos
algunos de esos ocupantes, sobre todo los llamados laoi o basilikoi laoi (la pobla
ción nativa), no eran esclavos. Con todo, es muy posible que el traspaso de las
tierras con sus ocupantes signifique muy probablemente que tales ocupantes eran,
si no esclavos, sí siervos, ligados a la gleba, ya fuera a una determinada finca o a
la comunidad de su aldea (como luego veremos, nos encontraremos estos dos
tipos de restricción del movimiento de los campesinos en el colonato tardorroma-
no). Pero no creo que podamos tener la completa seguridad de que esas personas
eran siervos en .casos en los que no tenemos más pruebas de su condición: puede
que se les mencione junto con la tierra simplemente porque eran los colonos más
o menos hereditarios, que era de suponer que continuarían trabajándola igual que
antes, constituyendo, por lo tanto, una posesión de lo más valioso, en todo caso
cuando no había ningún otro modo más fácil de conseguir la realización del
trabajo agrícola. Aprovechando una expresión técnica de la lengua jurídica ingle
sa, podría pensarse que constituirían una especie de goodwill [‘accesión’] en ía
tierra, a saber, que supondrían una contribución importante a su valor creando la
posibilidad de que no faltaran familias que la trabajaran, lo mismo que la good-
LA PROPIEDAD Y LOS PROPIETARIOS 183
will que conlleva un taller en la Inglaterra moderna, por ejemplo, puede hacer
aum entar su valor de venta. No obstante, a i menos una inscripción muy famosa
de mediados del siglo i i i , sobre la venta de tierras que hizo el rey seleúcida
Antíoco II a la reina Laodice, de la que se había divorciado, deja prácticamente
claro que los laoi que se venden junto con ellas eran efectivamente siervos. La
carta del rey dice que ha vendido a Laodice por 30 talentos, libre de derechos
reales, Pannoukome (o la aldea de Pannos) con sus tierras, «y todos los lugares
habitados (topoi) que pueda haber en ellas, y los laoi que conllevan, junto con sus
casas y los ingresos del [presente] año,25 ... así como todas las personas de la aldea
que fueran laoi y que se hubieran trasladado a otros lugares» (Welles, RC H P,
18.1-13). Es bien cierto el hecho de que se dice claramente que algunos de los laoi
se han trasladado a vivir a otras partes, probablemente a algún sitio más seguro
(cf. R C H P , 11.22-25); pero no cabe razonablemente ninguna duda (a pesar de las
recientes afirmaciones en sentido contrario)26 de que el documento recoge una
venta en firme a Laodice, en unos términos tan explícitos como pueda ser posible,
y de que los laoi de la aldea en cuestión iban incluidos en la venta, aunque
algunos se hubieran mudado a otra parte; así que Laodice, al haber adquirido su
título de propiedad, tiene derecho, evidentemente, a reclamarles, si así lo desea,
su vuelta a la aldea, que ahora le pertenece y a la que, obviamente, se los
considera vinculados.
Un famoso papiro de Viena de 260 a.C. (PER, Inv. 24.552 gr. = SB, V.8.008)27
que pretendía proteger de alguna manera de la esclavización indiscriminada a los
habitantes de Siria y Palestina, sometidas entonces a Ptolomeo II, hace referencia
a la adquisición de somata laika (líneas 2, 22) por parte de determinados particu
lares, y dispone que, si los somata en cuestión eran oiketika cuando se les adqui
rió, se les pueda retener, pero que si eran eleuthera, habrá que quitárselos a sus
compradores (a menos que no se los hubieran vendido agentes del rey), y que en
adelante no se venderán en prenda somata laika aleuthera, excepto en circunstan
cias especiales motivadas por asuntos fiscales. La palabra griega somata (literal
mente ‘cuerpos’) se utiliza frecuentemente, aunque no siempre, por esclavos; el
sustantivo oiketés, del que deriva oiketika, es raro en los papiros ptolemaicos,
pero, cuando se utiliza, parece casi siempre que designa a los esclavos; y el
adjetivo laika procede de laos, palabra reservada para designar a los habitantes
indígenas, a los «nativos» (cf. I.iii, n. 13). Según Bíezunska-Maiowist, esta orde
nanza trata de «une main-d'oeuvre libre mais dépendante»; y, según el punto de
vista de Rostovtzeff, probablemente iba dirigida «contra el empeño de algunos
personajes en esclavizar a los trabajadores libres, principalmente transformando
la servidumbre oriental, tan parecida a la esclavitud, en esclavitud corriente del
tipo griego»; y añade: «puede que esto sea la base en la que se apoya la distinción
que hace el papiro de Viena entre los somata laika eleuthera (‘servidumbre orien
ta l’) y los somata onta oiketika».28 Por otro lado, el primer grupo (el de los
eleuthera) podría muy bien haber estado formado por los que eran completamente
libres, o al menos incluirlos. Todavía no tenemos suficiente inform ación sobre la
ocupación de la tierra en la Siria del siglo i i i para poder precisarlo.
Es asimismo bastante probable que sea a los que yo llamo siervos a los que se
refieren las inscripciones cuando hablan de oiketai (u oiketia, e.g., S IG \
495.112-113),29 así como algunas otras fuentes epigráficas y literarias.30 Entre las
184 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
los textos claves que mencionan a ios hierodulos, aparezca un rasgo de su condi
ción que también aparece en el caso de otros pueblos identificados como siervos
en el período clásico: los ilotas de Esparta, los penestas de Tesalia y los mariandi-
nos de Heraclea Póntica.35 Este rasgo consiste en que no se les puede vender al
margen de la tierra en que residen. Estrabón dice que, cuando Pompeyo hizo a su
favorito Arquelao sacerdote del im portante templo de Ma (o Enío) en Comana
del Ponto (en 64-63 a.C.), le hizo regidor de todo el principado y dueño de los
hierodulos que vivían en él, que alcanzaban la cifra de no menos de 6.000,
«excepto que no tenía la facultad de venderlos» (XII.iii.32-36, esp. 34, pág. 558).
Ello, a mi juicio, querría decir seguramente que se trataba del reconocimiento de
una situación que existía desde hacía mucho tiempo. Unas inscripciones de Com-
magene, incluida la famosa erigida por Antíoco I de Commagene, el país del
Nimrud Dagh (al sureste de Turquía), son todavía más concretas: no sólo dispo
nen (con las palabras mete eis heteron apallotriosai) que no se puede enajenar a
los hierodulos ni a sus descendientes, sino que además prohíbe convertirlos en
esclavos (mete ... katadoulósasthai), proporcionándonos así la prueba concluyente
de que los hierodulos, a pesar de su nombre, no eran técnicamente esclavos (véase
esp. IG L S , 1.1 = OGIS, 1.383, líneas 17M 89).36 Estrabón menciona otros cuan
tos grupos de hierodulos, que incluían a «más de 6.000» en Com ana de Capado-
cia, de los que era kyrios el sacerdote de M a (XII.ii.3, pág. 535), y «casi 3.000»
en un establecimiento perteneciente al templo de Zeus de Venasa en Morímene
(también en Capadocia, id., 6, pág. 537). Estos templos, junto con otros situados
en otras partes más remotas de Asia M enor,37 conservaron evidentemente viejos
modos de vida en sus fincas. En las tierras de otros templos había ido decayendo
la servidumbre, sin duda debido a la influencia griega y romana. El templo de
Men Ascaeno, en el territorio de Antioquía de Pisidia, por ejemplo, poseyó otrora
bastantes hierodulos, pero esa situación había cambiado ya en época de Estrabón
(XII.viii.14, pág. 577; y véase Levick, RC SAM , 73, 219). También en tiempos de
Estrabón había menos hierodulos que antes en el templo de Anaitis en Zela del
Ponto, en el que otrora su sacerdote fuera «dueño de todo» (kyrios ton pantón);
Estrabón define a la Zela de su época como «una pequeña ciudad [polisma] de
hierodulos en su mayor parte» (XI.viii.4, pág. 512; XII.iii.37, pág. 559). Existen
otras muchas fincas de templos en Asia Menor (y al menos una al norte de
Fenicia), recogidas por Estrabón o conocidas por otras fuentes (casi todas epigrá
ficas), para las que no se menciona específicamente a los hierodulos, pero en las
que es de suponer que existieran o ellos u otros siervos.38 Fuera de Asia, y sobre
todo en Egipto, oímos hablar de criados de templos que bien pudieran haber sido
siervos, pero la documentación es bastante oscura.39 No tengo ahora en cuenta
otros tipos de hierodulos, tales como las prostitutas sagradas de las que oímos
hablar en el oriente griego (por ejemplo en la Comana Póntica), e incluso en la
propia Grecia (en Corinto) y en Sicilia (en Érice).40
El material que he aportado hasta el momento prueba, sin que quepa la
menor duda, que existieron algunas formas de servidumbre en Asia durante el
período helenístico, casi con toda seguridad como reliquia de regímenes anterio
res. Sin embargo, es fundamental tener en cuenta que esas formas de servidumbre
tenderían a diluirse a consecuencia del contacto con la economía más avanzada de
Grecia y Roma (sobre todo, desde luego, cuando las tierras caían en manos o bajo
186 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
Tengo que volver a insistir en que sabemos demasiado poco acerca de los
sistemas de ocupación de la tierra en Asia como para poder definir con cierta
seguridad los métodos mediante los cuales se explotaba a la población trabajadora
agrícola, tanto para la época anterior como para la posterior al control directo
que llegaron a ejercer sobre ella las ciudades griegas. En concreto, no sabemos
absolutamente nada de lo que pasaba con la población nativa de cada zona, los
laoi (que, sin duda, consistían mayoritariamente en siervos), una vez que fueron [
integrados totalmente en la economía griega. Incluso resulta inseguro el momento
preciso en el que deberíamos suponer que se produjo dicho cambio, pero, proba
blemente, deberíamos considerar que fue fundamentalmente el paso de tales cam
pesinos de la «tierra del rey» (y tal vez del señorío de un dinasta autóctono o de
un cortesano helenístico que permitiera la continuación del viejo sistema de explo
tación) a la ciudad griega. Los reyes helenísticos no sólo fundaron muchas nuevas
ciudades, lo mismo que hicieron después muchos emperadores romanos en Asia,
sino que además muchas aldeas antiguas y cleruquias militares fueron ascendidas
al rango de ciudad;43 a veces (aunque no podemos decir con cuánta frecuencia) se
transferían las tierras a los favoritos del rey, con permiso de «incorporarlas» al
territorio de una ciudad (véase esp. Welles, R C H P , 10-13 y 18-20);44 y también
podían venderse las tierras o ser donadas por el rey a una ciudad: conocemos una
LA PRO PIEDA D Y LOS PROPIETARIOS 189
Llegados a este punto, creo que sería útil que hablara brevemente del uso que
hacen los textos griegos de la palabra perioikoi, que se traduce muchas veces por
«siervos», como hace por ejemplo la versión de Ernest Barker de la Política de
Aristóteles e incluso el comentario de W. L. Newman que la acom paña.49 Se trata
de una traducción equivocada: la característica esencial del perioikos no era en
modo alguno el que no fuera libre (lo que llamaríamos esclavo o siervo), sino que
carecía de los derechos políticos del estado. No sería un esclavo, pero tampoco
sería siervo. Cuando se usara el término perioikoi, un griego de la época clásica
pensaría, naturalmente, en primer lugar en los perioikoi espartanos, y todos sa
bían más o menos cuál era la condición de los periecos de Esparta: desde luego no
eran no libres y poseían cierto grado de autogobierno en sus asentamientos, a los
que, llegada la ocasión, podría llamarse, sin mucha precisión, poleis (véanse mis
OPW, 345-346); aunque naturalm ente no tenían derechos políticos en el estado
espartano.50 Se sabe que existieron otras comunidades de perioikoi en Grecia, en
los territorios de Argos, Elide y Tesalia, y fuera de la propia Grecia continental,
en Cirene y Creta.51 Aristóteles deseaba que las tierras de su estado ideal las
cultivaran si no esclavos, al menos barbaroi perioikoi {Pol., VII. 10, 1.330a25-31;
cf. 9, 1.329a24-26); pero como sigue hablando de ellos como si «pertenecieran» a
propietarios privados o a la comunidad, estoy seguro de que no concebía que
gozaran necesariamente de un estado de libertad: seguramente, para él serían más
bien como siervos. Aristóteles estaba al corriente de que algunos pueblos de Asia
estaban sometidos a alguna form a de servidumbre o cuasiservidumbre respecto a
sus conquistadores griegos, tales como los mariandinos de Heraclea Póntica, que
cité antes (seguramente había estudiado la historia de Heraclea Póntica).52 Y sin
duda alguna, pensaría que era perfectamente natural que los griegos aceptaran la
existencia de la servidumbre en cualquier país no griego que conquistaran. Del
mismo modo, cuando Isócrates, después de quejarse de que los espartanos han
obligado a sus vecinos (los mesenios) a heilóteuein, habla como si estuviera en
manos de éstos unirse a los atenienses para «hacer que todos los bárbaros se
conviertan en perioikoi de toda Grecia» (IV. 131), está pensando seguramente en
una condición más comparable a la de los ilotas que a la de los periecos esparta
nos; compárese su carta al rey Filipo II de Macedona (que cité anteriormente al
hablar de los ilotas), en la que se adelanta y aconseja a Filipo obligar a los
habitantes indígenas de Asia a heilóteuein a los griegos (E p III.5).
7. ~ STE. CROIX
194 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
alemanas que acabo de citar por «esclavo, siervo o vinculado», Cap., 1.715).
Aunque a veces Marx utiliza los términos leibeigen y hórig en el sentido genérico
de estar sometido, ser dependiente, o estar bajo el control de otro, las palabras
«ligado a la gleba» (an die Scholle gefesselt) prueban, dejándolo fuera de toda
duda, que en quien aquí estaba pensando era en el que yo llamo siervo. Por eso
es por lo que creo que Marx hubiera aceptado bajo ese título al hombre que he
definido como «siervo». De hecho, en una nota a pie de página del vol. 1 del
Capital (717-718, n. 2), que hace referencia a la situación existente en Silesia a
finales del siglo xya, llega a utilizar el término diese serfs, que en M E W y X X III.745,
a. 191, se explica como Leibeigenen. Para designar esa condición utiliza normal
mente el término Leibeigensachaft, pero también a veces Hórigkeit, como alterna
tiva para indicar un mismo status.5' Un pasaje en eí que se detiene en la condición
del siervo de las épocas medieval y moderna es Cap.y 1.235-238 (= M E W ,
X X III.250-254). En él habla una y otra vez de Leibeigenschaft y de Fronarbeit.
No me queda más que añadir que no debemos pensar, por supuesto, que el uso de
las palabras «siervo» y «servidumbre» suponen necesariamente una relación-con
el feudalismo, por mucho que consideremos que este último implica necesariamen
te alguna forma de servidumbre (cf. IV.v). Este punto queda explícitamente seña
lado en una carta de Engels a Marx, fechada el 22 de diciembre de 1882. Tras
m ostrar su agrado por el hecho de que Marx y él estén de acuerdo acerca de la
historia de la Leibeigenschaft, Engels añade: «no cabe duda de que la Leibeigens
chaft y la Hórigkeit no son una form a peculiar del feudalismo medieval; las
podemos ver en todas partes o casi en todas, en lugares en los que la tierra de los
conquistadores es cultivada por sus antiguos habitantes, e . g muy pronto en
Tesalia». Evidentemente, Engels pensaba en los penestas, de quienes hablé breve
mente hace poco. Tanto él como otros, añade, han sido inducidos a error a este
respecto por la M ittelalterknechtschaft (servidumbre medieval): «tendíamos dema
siado a basarla simplemente en la conquista» (esta carta de Engels se halla,
desgraciadamente, omitida de la M E SC , en la versión inglesa a la que normalmen
te hago referencia, de 1956; pero se la puede encontrar en las págs. 411-412 de
una edición inglesa anterior, de 1936, que contiene una selección de cartas distin
ta. El texto alemán está en M E G A , lll.iv.587 y M E W , XXXV.137).
III. Servidumbre por deudas. Ya dije antes que la servidumbre por deudas
constituía un fenómeno corriente en el mundo griego y que no debemos cometer
el error de suponer que muchas otras ciudades siguieran el ejemplo de Atenas al
aboliría por completo. Por lo que sabemos, no podemos citar ni una sola otra
ciudad que acabara con ella, y es de suponer que muchas permitieran incluso la
esclavización de los deudores morosos. El historiador griego Diodoro Sículo, que
había visitado Egipto y escribió una relación de dicha expedición (con mucho
material de segunda mano) durante el segundo tercio del último siglo a.C., no
inspira demasiada confianza cuando atribuye la reforma de las leyes sobre las
deudas que acometió Solón a la imitación de la legislación llevada a cabo por el
faraón Bocoris, de finales del siglo vm; pero seguramente habla de lo que conocía
del mundo de su época cuando afirm a que la mayoría de los legisladores griegos,
aunque prohibieran que se tom aran como garantía de la deuda objetos indispen
sables como las armas o los arados, permitían, no obstante, que los propios
LA PRO PIEDA D Y LOS PROPIETARIOS 195
de las doce tablas (II 1.6), al deudor podía descuartizársele y repartir los pedazos
entre sus acreedores (.F IR A , I2. 33-34; existe una traducción inglesa en 10,
cf. 14). Se han sugerido otras interpretaciones; pero los escritores antiguos que se
sabe que citan esta ley, aunque les resultara sorprendente, la tom aban todos al pie
de la letra (como yo mismo la acepto): Quintiliano, Tertuliano, Dión Casio, y,
sobre todo, Aulo Gelio, que tal vez nos transmita la opinión de un destacado
jurista del siglo ii, Sexto Cecilio Africano, a quien A. Gelio presenta alabando lo
saludable de la severidad de la ley en cuestión (NA-, XX.i. 19, 39-55). Los romanos
ricos consideraban que el deudor que no cumplía, aunque se hubiera visto compe-
lido a contraer deudas por acuciantes necesidades y no por ninguna finalidad
especulativa o de lujo, era casi una especie de criminal. Por otra parte, en la
Roma de los primeros tiempos, un deudor podía verse sometido al misterioso
nexum, institución del derecho rom ano más antiguo (muy discutida en la actuali
dad), por el cual, con bastante seguridad, un deudor se entregaba efectivamente
por completo como garantía a su acreedor, «entregando su trabajo [o “ fuerza de
trab ajo ” ] en servidumbre», según dice Varrón {suas operas in servitutem, LL,
VII. 105); a consecuencia de ello, el acreedor, caso de que no cumpliera (y tal vez
incluso antes), podía detenerlo por el procedimiento conocido con el término
manus iniectio o de cualquier otra forma (posiblemente, sin necesidad de recurrir
a un proceso legal), y tratarlo como quisiera, o bien venderlo como esclavo o
incluso, tal vez, m atarlo.59 Los historiadores suelen contentarse con decir que el
nexum quedó abolido por la Lex Poetelia, de (probablemente) 326 a.C ., y, efecti
vamente, así debió ser en su form a completa más antigua; pero la situación del
deudor moroso siguió siendo precaria en extremo. Los modernos jurisperitos del
derecho romano y los historiadores de Roma suelen decir poca cosa acerca de sus
apuros. En el último medio siglo no he visto que ninguna obra iguale el estudio
realizado en 1922 por Friedrich von Woess (PCBRR), quien dejaba fuera de toda
duda que la práctica llamada corrientemente «ejecución personal» —es decir, la
detención que hacía el propio acreedor— fue siempre el medio más inmediato de
forzar al deudor moroso. Tal había sido también la postura adoptada unos treinta
años antes por Ludwig Mitteis, en su gran obra (citada aquí con la sigla R uV )y
Reichsrecht und Volksrecht in den óstlichen Provinzen des rómischen Kaiserreichs
(1891), 418-458 (esp. 442-444; 450, sobre el principado; y 450-458, sobre el impe
rio tardío).60
Von Woess comprendía especialmente bien la naturaleza del estado romano y
de su derecho, como instrumento de las clases propietarias; se daba muy bien
cuenta de que de los desheredados el estado «no podía preocuparse menos»: «El
estado antiguo es un estado de clase que sólo se preocupa de los intereses de las
capas dirigentes, mientras que la suerte de los desheredados le es perfectamente
indiferente» (PCBRR, 518).
Bastante antes del final de la república romana se ideó un procedimiento
conocido como bonorum vendido: la «liquidación» de todas las propiedades de
un deudor insolvente.61 Ello, no obstante, no suponía un beneficio del deudor,
sino, más bien, una pena más, pues no impedía en absoluto la «ejecución perso
nal» contra el propio deudor ni que se le demandaran a continuación los bienes
que le quedaran, y suponía, asimismo, la deshonra, infamia, que se consideraba
LA PROPIEDAD Y LOS PROPIETARIOS 199
una gran desgracia (véase esp. Cic-., Pro Quinct., 48-51, con lo típicamente exage
rado que es el pasaje).
El procedimiento conocido con el nombre cessio bonorum, instituido por
Julio César o por Augusto,62 permitía a unos cuantos deudores librarse de la
«ejecución personal» (y de la infamia) cediendo la totalidad de las propiedades o
su mayoría en descargo de la deuda, evitando así el ser «adjudicados» a sus
acreedores y encarcelados.63 La constitución imperial más antigua conservada que
yo conozca, referente a la cessio bonorum nos muestra cuál era exactamente la
alternativa: la cesión de los bienes constituye un beneficium, un privilegio, ne
iudicaíi detrahantur in carcerem (CJ, VII.lxxi.1, de 223 d.C.). Pero, al parecer,
sólo se le permitía la cessio bonorum al hombre cuyo incumplimiento no fuera
censurable, sino debido a una desgracia: incendio, robo o naufragio son las
circunstancias que se mencionan (Séneca, De b e n e f VILxvi.3; C T h , IV.xx.l:
véase esp. Von Woess, PCBRR, 505-510). Los papiros nos muestran que estaba al
alcance incluso de un «pobre»;64 pero es de suponer qué este tipo de personas
accedieran con menos facilidad a este privilegio que las acomodadas, y ex hypo-
thesi resultaría totalmente inútil para los desheredados.
Un privilegio mayor, a saber, el nombramiento (por parte del pretor en Roma
o del gobernador de una provincia en su territorio) de un curator especial que
llevara a cabo la distractio bonorum, es decir, la venta de una cantidad suficiente
de propiedades del deudor que satisfaciera a sus acreedores, estaba sólo al alcan
ce, por lo menos hasta la época de Justiniano, del insolvente que fuera persona de
alto rango, clara persona: los ejemplos qué presenta Gayo, en D i g XXVII.x.5,
son un senador o su esposa. No implicaba infamia.
Los manuales recientes de derecho romano, por muchas discrepancias que
presenten en los detalles técnicos de la manus iniectio, la addictio y la actio
iudicati, no dejan lugar a dudas sobre la persistencia constante de la «ejecución
personal» en el mundo romano. Como dice Schulz,
En varias partes del mundo grecorromano oímos hablar de los que en latín
son designados con los nombres de obaerarii o obaerati, a los que, evidentemente,
se les hacía trabajar en condiciones onerosas a consecuencia del incumplimiento
de las deudas (que, naturalmente, podían incluir rentas);66 y una serie de textos
aislados sugieren contundentemente que, con frecuencia, los acreedores imponían
unas condiciones muy duras a los deudores morosos (incluidos los colonos), ha
ciéndoles trabajar casi como esclavos para liberarse de sus desventajas.67 Posterio
res documentos muestran que la prohibición de encarcelar a los deudores particu
lares en el famoso edicto de Tiberio Julio Alejandro, prefecto de Egipto en 68, no
era, en el fondo, más que propaganda del nuevo régimen del emperador Galba,
un mero esfuerzo abortado:68 la «ejecución personal» siguió siendo en Egipto
200 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
catus, que, evidentemente, se supone que está prestando unos servicios útiles
trabajando para saldar su deuda. Salvio Juliano, uno de los mayores juristas
romanos, que escribía en el segundo tercio del siglo T í, llega a contemplar una
situación en la que «alguien se lleva consigo a la fuerza a un libre y lo tiene
encadenado» (Dig., XXII.iii.20); y Venuleyo Saturnino, que escribe más o menos
por la misma época, habla del uso de «cadenas privadas o públicas» (vel privata
vel publica vincula, Dig., L.xvi.224). Todavía otro jurista, a comienzos del siglo m,
Ulpiano, escribe hablando de un hombre que, si bien no se halla estrictamente in
servitute, es encadenado por un particular (in privata vincula ductus, D ig., IV. vi. 23.
pr.). Más o menos por la misma época, Paulo nos habla de un hom bre que mete
a alguien en ía cárcel, para sacar algo de él {Dig., IV.ii.22): me da la impresión de
que el pasaje implica que la cárcel (carcer) es privada. «El encarcelamiento priva
do por obra de acreedores poderosos constituía un mal que el estado, a pesar de
los repetidos decretos, no tenía fuerza suficiente para erradicar» (Jolowicz y Ni-
cholas, H ISRL \ 445). Naturalmente, algunas de las situaciones que hemos presen
tado hasta aquí puede que se produjeran a consecuencia de actos de violencia
indiscriminada llevados a cabo por los poderosos; pero tendría más sentido si los
que los perpetraban eran acreedores, como suponen con razón Jalowicz y Nicho-
las en el pasaje que acabo de citar.
Es bien cierto que el acreedor que arrestaba a su deudor convicto no tenía
derecho legal explícito alguno para hacerle saldar su deuda. Pero, ¿qué sentido
iba a tener arrestar simplemente al deudor moroso y correr con los gastos de
mantenerlo sin hacer nada, a menos que se pensara que tenía unos valores reales
ocultos? Al addictus o iudicatus, al que se le adjudicaría en la lengua popular el
término servire (véase más arriba), se le debía de «obligar» moralmente a trabajar
para su acreedor demandante, aunque no fuera más que por librarse de la desa
gradable alternativa de tener que ir a la cárcel y verse encadenado, sin más que la
cantidad de comida suficiente para mantenerse con vida.
La mayoría de los textos relativos a la «ejecución personal» que he citado
hasta aquí proceden del principado. D urante el imperio tardío ia situación de las
clases bajas se fue deteriorando cada vez máSj y se aprobaron ciertas leyes que
daban algún tipo de protección a los humildes, que cada vez se irían viendo
despreciadas con mayor impunidad por los poderosos, los potentes o potentiores,
en quienes evidentemente pensaba el jurista de la época de los Severos Calístrato,
cuando escribía (a comienzos del siglo ni) del hombre «mantenido encadenado,
potentiore vi oppressus» (Dig., IV.vi.9), y otra vez, cuando señala que le está
permitido, de modo excepcional, refugiarse a los pies de una estatua del empera
dor a quien «fuera huyendo de las cadenas, o a quien se hubiera detenido y
estuviera bajo arresto a manos de los potentiores» (Dig., XLVIII.xix.28.7). Una
constitución otorgada por Diocleciano y Maximiano, fechada en 293, insistía en
que las prendas que se podían dar como garantía de una deuda deberían consistir
solamente en propiedades y no en «hijos, o en hombres libres» (CJ, VIII.xvi.6).
Otra constitución de los mismos emperadores, del año siguiente, afirm aba que
«las leyes no permiten que los liberos se hallen sometidos a la servidumbre [servi
re] por deudas a manos de sus acreedores» (CJ, IV.x.12). No queda muy claro
(véase, p. ej., Mitteis, RuV , 363-364, 451 y n. 3, 456) si estos liben hay que
entender que son libres que se han convertido en siervos de sus acreedores (o que
202 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
han intentado incluso venderse como esclavos), o si son los hijos de aquellos
padres a los que se íes ha prohibido someterse a servidumbre (ya que la palabra
latina utilizada puede referirse a ambas categorías). Durante el imperio tardío, a
pesar de las leyes imperiales que prohibían explícitamente la existencia de cárceles
privadas (CJ, IX .v.l y 2, 486 y 529 d.C .),70 los latifundistas mantuvieron descara
damente dichas cárceles, en las que podía obligarse a entrar a los morosos, junto
con otros indeseables y criminales. De donde más sabemos acerca de estas prácti
cas es de Egipto (véase Hardy, LEB E , 67-71). Un papiro nos revela que un día
concreto de aproximadamente eí año 538 había no menos de 139 personas en la
finca-cárcel de la familia Apion en Oxirrinco (PSI, 953.37, 54-60): se supone que
muchos, si no la mayoría de ellos, eran deudores.
Así pues, podemos llegar a la conclusión de que la «ejecución personal» siguió
sin disminuir durante el principado y el imperio tardío,71 al menos hasta tiempos
de Justiniano;72 medidas como la cessio bonorum beneficiaban principalmente a
las clases de los propietarios; y los intentos realizados por el gobierno imperial (tal
como era) por asistir a los débiles se fueron a pique al chocar con la terca
oposición de los potentes.
La «servidumbre por deudas» en la Antigüedad, tal como la he definido,
incluiría en cualquier caso una form a muy dura de este tipo de condición (que no
puedo por menos que citar aquí), conocida por lo general técnicamente como
param oné («trabajo de requisa», sería tal vez el equivalente más cercano a nuestra
lengua, al menos para algunas de sus variantes), que variaba enormemente no
sólo de un sitio a otro, y de una época a otra, sino también de una operación a
otra, y que podía surgir de maneras muy distintas: por ejemplo, como condición
de la manumisión de un esclavo, o a consecuencia del incumplimiento de una
deuda, o incluso por contraería, así como presentarse en forma de contrato de
servicios o de aprendizaje.73 Jurídicam ente, la persona sometida a la obligación de
param oné era, sin que quepa la menor duda, «libre» y no esclava, pero en
algunos casos su libertad se hallaba tan limitada que se parecía bastante a la del
deudor convicto según el derecho rom ano, el addictus, que (como vemos visto)
pudiéramos decir que se hallaba «en estado de servidumbre» (serviré), aunque
técnicamente no era un servus. Tal vez en lo que pensaba Dion Crisóstomo
cuando hablaba de esas «miríadas de hombres libres que se venden a sí mismos
para convertirse en esclavos por contrato» (douleuein kata syngraphén), a veces
en términos muy duros (XV.23), era en alguna de las formas particularmente
onerosas de esta institución. Tengo también la sospecha de que tal vez algo
parecido a la paramoné tenga que ver con el caso de los muchachos y muchachas
que según Casiodoro podían verse en la gran feria de Lucania (en el sur de Italia)
para ser «vendidos» por sus padres, en beneficio propio, que pasaban «del traba
jo en los campos a los urbana servida» ( Var., V III.33, escrito hacia 527).
Antes de concluir el tema de la servidumbre por deudas, me gustaría hacer
una breve mención de un asunto sobre el que no se puede discutir más o menos en
detalle sin caer en cuestiones muy técnicas: me refiero a la venta de la propia
persona o de los propios hijos como esclavos. Naturalmente, y hablando con
rigor, tendría que pasar al epígrafe «esclavitud-mercancía» y no plantearse en el
de «servidumbre por deudas», aunque ya ha salido una o dos veces en esta
sección; pero puesto que la propia venta o la de los propios hijos sería en la
LA PROPIEDAD Y LOS PROPIETARIOS 203
mayor parte del mundo griego durante el período helenístico, excepción hecha de
Egipto— , hemos de tener especial cuidado en no precipitarnos a concluir que el
trabajo no libre no era muy significativo.
Por no dar más que un ejemplo, ni siquiera en nuestras cuentas de construc
ción mejor conservadas podemos esperar que se mencione la cantidad de esclavos
que tuvieron que trabajar a las órdenes de los artesanos y contratistas de transpor
tes que realizaron las diversas obras (por lo general bastante pequeñas) a las que
hacen referencia las inscripciones de las que hablamos. Algunas de las cuentas de
las edificaciones que se mencionarán luego en la sección vi y en sus notas 20-23,
por ejemplo, las del Erecteon y las del templo de Eleusis, en el Ática, nombran
unos cuantos esclavos, la totalidad de los cuales yo diría que eran chóris oikoun-
tes (véase más arriba y n. 9). Pensar que esos esclavos fueran los únicos que
tuvieron que ver en las obras de construcción constituye un error del que son
culpables con demasiada frecuencia los especialistas. Cualquiera que firmara un
contrato para la realización de obras públicas, podría utilizar, y con frecuencia lo
haría, esclavos que ejecutaran las obras de las que se había responsabilizado; y,
por supuesto, no habría habido ni la menor oportunidad de que se mencionara a
ninguno de estos esclavos en las inscripciones. En algunas cuentas de las edifica
ciones no se hace referencia a ningún esclavo, incluidas las que registran las obras
de Epidauro durante el siglo iv (examinadas por extenso en G TBE de Burford);
pero sería ridículo suponer que no había ningún esclavo trabajando en ellas. Y es
de suponer que los esclavos empleados en las obras de construcción atenienses
fueran mucho más numerosos que los que mencionan nominalmente las inscrip
ciones.
Los que, ante las escasas referencias que se hacen al trabajo de los esclavos en
la agricultura, se sienten inclinados a deducir que el grueso de las tareas agrícolas
realizadas en las fincas de las personas acomodadas no lo llevaban a cabo los
esclavos, deberían preguntarse qué pruebas tienen de que se diera otro tipo de
trabajo distinto. Como ya indiqué antes en esta misma sección (bajo el epígrafe
«II. Servidumbre»), debieron existir muchos siervos y cuasisiervos en las zonas de
Asia que pasaron a control griego (o macedonio) a partir de Alejandro; y, por
supuesto, gran parte de la población trabajadora campesina del imperio romano
en su totalidad se vio caer en algún tipo de servidumbre, en diferentes épocas
según las distintas regiones, a partir de finales del siglo m (véase IV.iii). Pero,
como ya sugerí antes, la servidumbre tendió a no ser predominante bajo la égida
de Roma antes de que se institucionalizara el colonato tardorrom ano. Entonces, si
no era mediante el trabajo de los esclavos, ¿cómo se realizaba el trabajo agrícola
para la clase propietaria? ¿Cómo, si no, extraía esa clase (una clase de terratenien
tes, ante todo: véase Ill.ii-iii) su excedente? Las únicas alternativas que nos que
dan son el trabajo asalariado y el arrendamiento. Pero tenemos buenas razones
para pensar que el trabajo asalariado sólo existía en pequeña escala, si prescindi
mos de las actividades estacionales como la siega, la vendimia y la recogida de la
aceituna, y el alquiler de esclavos (véase la sección vi de este mismo capítulo). Y
no puede pensarse que el arrendamiento (véase IV.iii) proporcionara tantos bene
ficios como la explotación directa de la tierra mediante el trabajo de esclavos,
siempre y cuando el terrateniente pudiera adquirir, por supuesto, no sólo obreros
esclavos corrientes, sino también un administrador bien competente, asistido,
206 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
cuando fuera necesario, por «negreros» (como ya hemos visto, también el admi
nistrador podía ser esclavo, o acaso liberto, y todos los negreros, esclavos). La
opinión que tenían los tratadistas de agricultura romanos de finales de la repúbli
ca y comienzos del principado era que se debía dejar las fincas en manos de
colonos, sólo cuando uno no las pudiera trabajar por sí mismo junto con sus
esclavos—ya fuera porque el clima fuese muy malo o el suelo muy pobre, o bien
porque estuvieran demasiado lejos para que el dueño pudiera supervisarlas en
persona regularmente (véase Columela, I.vii.4~7, discutido en IV.iii)— . Por consi
guiente, teniendo en cuenta que el coste de la adquisición o crianza de esclavos y
sus supervisores no era demasiado elevado, el esclavismo era superior, como
medio de extraer un excedente, a cualquier otro método de explotación; y proba
blemente, cuando los griegos y rom anos, acostumbrados como estaban a que los
trabajos agrícolas los realizaran los esclavos en sus propios países, fueran a insta
larse en Asía Menor o en Siria utilizarían esclavos siempre que pudieran para
trabajar sus fincas. La excepción nos la proporcionará alguna form a local de
servidumbre o de cuasiservidumbre, en la medida en que ese tipo de trabajadores
pudieran ser mantenidos en dicha condición por sus amos griegos; pero da la
impresión de que todas esas peculiaridades locales no duraron mucho, por lo
general, dado que (como ya he dicho antes) la servidumbre no era una institución
que floreciese bajo el dominio de Grecia y Roma hasta la introducción del colo
nato tardorrom ano.
Tal vez algunos cuestionen mi derecho a utilizar una expresión híbrida como
«trabajo no libre», basándose en que se le puede objetar que es demasiado vaga.
¿Es que no hay —pudieran decir— una diferencia importante entre la producción
esclavista y la de los siervos, según las categorías marxistas o cualesquiera otras
que sean aceptables? El siervo ostenta al menos la posesión de los medios de la
producción agrícola, que en alguna medida se le reconoce legalmente, aunque no
llegue acaso a suponer su propiedad, o ni siquiera la possessio romana, que, dicho
sea de paso, tampoco el arrendatario libre ostentaba según el derecho romano. La
situación del siervo, es, por consiguiente, distinta, en un aspecto muy importante,
de la del esclavo. ¿No hubo, pues, un cambio profundo en las condiciones de
producción entre el primitivo período del esclavismo y la época de difusión de la
servidumbre, que, como luego veremos en IV.iii, empezó más o menos el año 300
d.C. y llegó a ocupar una parte considerable del mundo grecorromano?
Mi respuesta empieza por decir que el «trabajo no libre», en el sentido lato en
que utilizo la expresión, resulta un concepto de lo más útil, en contraste con el
trabajo asalariado «libre», en el que se basa la sociedad capitalista. La esclavitud
y la servidumbre son, en muchos aspectos, semejantes, y las sociedades en las que
constituyan las formas de producción dominantes serán fundamentalmente distin
tas de la capitalista, que se basa en el trabajo asalariado. En el m undo griego (y
en el romano) resulta particularmente difícil separar esclavitud y servidumbre, ya
que, como he demostrado, ni griegos ni romanos reconocían en la servidumbre
una institución distinta, y ni siquiera conocían un término general que la designa
ra. Ya he ilustrado en esta misma sección la perplejidad que m ostraban los empe
radores romanos de los siglos iv al vi al enfrentarse a los coloni siervos, que,
como muy bien sabían los emperadores, eran técnicamente «libres» (ingenui), en
LA PRO PIED A D Y LOS PROPIETARIOS 207
cuanto que se oponían a los esclavos (serví), pero cuya condición se parecía más
en la práctica a la de los esclavos que a ninguna otra. La solución que adoptaron
algunos emperadores del siglo iv, recordémoslo, fue considerar a los coloni sier
vos como si fueran, en cierto sentido, esclavos de la tierra; pero, desde el punto
de vista jurídico, esta concepción resultaba tan cuestionable como pensar que el
deudor convicto qüe se hubiera visto convertido en addictus estaba sometido en
cierto modo a la esclavitud respecto a su acreedor.
Probablemente no quepa ya la menor duda sobre el hecho de que, cuando
vemos aparecer en el mundo griego (y romano) formas de trabajo no libre, la que
ocupa el papel destacado es por lo general la esclavitud en sentido estricto. La
servidumbre en el mundo griego clásico se da sólo en formas locales, cada una de
las cuales se trata como un caso único. Sólo durante el imperio romano tardío
aparece a gran escala, y en realidad no existe un término general que la designe
hasta que se acuña a mediados del siglo iv la palabra «colonato» (véase más
arriba). Incluso entonces, oímos hablar a veces de grandes casas de esclavos, si
bien principalmente en occidente (véase IV.iii). No puede calcularse el número
relativo de esclavos y siervos con el mínimo grado de seguridad, si bien, en esa
época, había muchos más siervos que esclavos, en cualquier caso, siempre que
descontemos a los esclavos domésticos, cuyo papel en la producción sería sólo
indirecto. No obstante, en los libros de jurisprudencia romanos existe gran canti
dad de material que, para mí, prueba concluyentemente que la esclavitud-mercan
cía seguía siendo entonces muy im portante en el mundo griego y romano, más o
menos hasta que Justiniano publica su gran Corpus Iuris Civilis, alrededor del
año 530. Sospecho que la persistencia de administradores esclavos y libertos (véa
se más arriba), incluso cuando el esclavismo era ya en los niveles más bajos
mucho menos importante de lo que lo había sido antes, sea tal vez en parte el
motivo por el que se haga referencia con tanta frecuencia a la esclavitud en eí
Corpus.
Por consiguiente, me parece que es bastante realista definir a la esclavitud
como la form a dominante de «trabajo no libre» en la Antigüedad, no en eí
sentido cuantitativo de que la clase de los propietarios extraía su excedente en casi
todas las épocas principalmente del trabajo de los esclavos-mercancía, sino en el
sentido de que la esclavitud, junto con la servidumbre por deudas (condición que,
en la práctica, resulta difícil de distinguir de la esclavitud, excepto porque se
hallaba cronológicamente limitada), constituyó la form a arquetípica de trabajo no
libre durante toda la Antigüedad grecorromana, de manera que no sólo las formas
antiguas y ocasionales de servidumbre, tales como la de los ilotas de Esparta, sino
también el colonato tardorrom ano, tan difundido posteriormente, tuvieron que
derivar su lenguaje de la terminología propia de la esclavitud, tanto la técnica (los
ilotas, en cuanto la douleia espartana) como la que no lo era (los coloni, en
cuanto «esclavos de la tierra» o «esclavizados a ella»). Yo sugiero que una socie
dad como é s ta ,e n la que la esclavitud en sentido estricto es omnipresente en la
psicología de todas las clases, es muy distinta de otra en la que la esclavitud
propiamente dicha sea desconocida o carezca de importancia, a pesar de que sea
la servidumbre la que proporcione la mayoría de su excedente a la clase de los
propietarios.
208 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
Una publicación muy reciente ha revelado que ya tenemos una prueba explíci
ta de ía existencia de un pintor de vasos en Atenas que era esclavo y que se
hallaba incluso capacitado para definirse a sí mismo en una de sus producciones.
En un kyathos de figuras negras (un cazo en forma de copa) fechado hacia 520
a.C ., descubierto en Vulci, un hombre llamado Lido nos recuerda que él fue
quien pintó el vaso y que su nombre era «Lido, esclavo [dolos], mirineo», dando
a entender que procedía de Mírina, ciudad griega eolia, situada en la costa de
Lidia, en el Asia Menor occidental.79
(v ) LO S LIBERTOS
Formión en 361-360 (véase Davies, A P F , 427 ss., esp. 430, 436). Durante el
período de los Antoninos, aparentemente había libertos en Atenas que habían
logrado convertirse no sólo en ciudadanos, sino además en miembros del consejo:
fueron expulsados de él por orden de M arco Aurelio (los libertos, pero no los
hijos que les nacieran después de su manumisión, estaban por regla general exclui
dos del acceso a las magistraturas municipales). Marco Aurelio no excluyó a los
hijos de estos libertos (con tal de que hubieran nacido después de la manumisión
de sus padres) del acceso a la municipalidad de Atenas. De la misma manera, le
hubiera gustado que sólo pudieran llegar a ser miembros del augusto Areópago
aquellos cuyos padres y abuelos hubieran nacido en libertad (una «vieja costum
bre», qué, por lo que parece, ya había intentado restablecer antes, durante su
reinado adjunto con Lucio Vero, entre 161 y 169); pero como le resultó imposible
imponer esta norma, no consintió hasta más tarde que se permitiera la admisión
de aquellos cuyos padres no constara que habían nacido libres (estas normativas
de M arco Aurelio no han salido a la luz hasta hace poco, en una inscripción que
no se publicó hasta 1970, y que ha levantado algunas discusiones: véase apéndice
IV, § 2).
Por lo que yo sé, no existe más que un autor antiguo que intente explicar las
razones de la sorprendente generosidad de los romanos a la hora de conceder la
ciudadanía a los esclavos manumitidos por sus amos, y se le cita con demasiada
poca frecuencia. Se halla en la Historia prim itiva de Roma de Dionisio de Hali-
carnaso, un destacado crítico literario griego, que escribió en Roma a finales del
último siglo antes de Cristo. Al llamar la atención sobre las diferencias existentes
entre la manumisión griega y la romana, hace hincapié sobre las grandes ventajas
que sacaban los romanos ricos (euporótatoi) de tener muchos ciudadanos libertos
que pudieran asistirles por obligación en su vida pública y que fueran clientes
suyos (pelatai, la palabra griega correspondiente a la latina clientes) así como de
sus descendientes (Hist:prim. R om ,, IV.22.4 hasta 23.7, esp. 23.6).1Probablemen
te ningún estado griego conocía una institución parecida a la clientela romana
(véase mi artículo SVP, y también en esta misma obra VI.iii y v), la del patronaz
go y la clientela, que (entre otras muchas ramificaciones) hacía que el liberto se
convirtiera en cliens de su anterior amo, así como de sus descendientes (sabemos
bastante acerca de la relación que mantenían el liberto romano con su ex am o,2
pero muy poco acerca de su correspondiente griego).
Las aspectos curiosos que pueda señalar acerca de los libertos serán muy
selectivos, pues no es mi intención dar una relación general a este respecto. Por lo
común, no ha habido muchos estudios útiles sobre los libertos griegos desde que
se publicó, hace ya bastante tiempo, en 1908, el libro de A. Calderini La mano-
missione e la condizione dei liberti in Grecia, pero sólo en inglés hemos podido
ver tres libros acerca de los libertos romanos en los últimos años.3 Lo único que
voy a hacer aquí es recalcar que la cuestión sobre si se era esclavo, liberto
romano, rom ano o griego libre por nacimiento "podía tener menos importancia
que la de de quién se era o había sido esclavo o liberto, y la de cuál era la
situación financiera que se había alcanzado. Ya he hablado antes, mostrando mi
desaprobación al respecto, de la elevación del concepto de status —por muy útil
que pueda ser como clasificación secundaria y descriptiva— a una posición supe
rior a la de clase, como instrumento a la hora de hacer un análisis eficaz de la
210 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
a Pompeyo Magno se le atribuye en las fuentes que han llegado hasta nosotros, de
entre todos los personajes ricos de finales de la república y comienzos del princi
pado, una fortuna mayor que la que tenían Palante y Narciso: la fortuna de
Pompeyo, confiscada a su muerte, pudo muy bien ser del orden de los 700
millones de HS (o sea, alrededor de 30.000 talentos).10 No obstante, Narciso y
Palante constituyeron los dos ejemplos más extremados que se pueden ver durante
todo el principado, y algunos otros libertos entre los más famosos pertenecieron
también al mismo período (más o menos el segundo tercio del siglo i de la era
cristiana); por ejemplo, Félix, el hermano de Palante, y que casó sucesivamente
con tres princesas orientales; como procurador de Judea «ejerció un poder real
con un espíritu de esclavo» (Tác., H i s t V.9) e incidentalmente se dice que man
tuvo dos años en la cárcel a san Pablo, en espera de que lo sobornasen para
liberarlo (Hechos, XXIV, esp. 26-27).
Poco después se consiguió que los libertos imperiales fueran abandonando los
cargos más elevados de la administración civil imperial, de la que Palante y sus
colegas habían sacado sus grandes fortunas, y estos cargos fueron a parar, a
finales del siglo i y comienzos del ii, a manos de los caballeros.u El único cargo
im portante que nunca perdieron los esclavos y libertos imperiales fue el de cubi-
cularius, «camarlengo», que siempre fue liberto a partir de 473 (véase la sección
iv de este mismo capítulo). Los cubicularii, que eran todos eunucos, se ocupaban
de la alcoba del emperador y la emperatriz (la «sagrada alcoba», sacrum cubicu-
lum), y, como dentro del imperio romano la castración era ilegal, prácticamente
todos ellos empezaron (en teoría al menos) siendo esclavos «bárbaros» importa
dos; pero el objeto de sus actividades era muy variado, y se extendía especialmen
te a las audiencias imperiales. Durante el imperio tardío los cubicularii ejercieron
muchas veces una influencia política muy importante, especialmente, por supues
to, el gran camarlengo, praeposiíus sacri cubiculL12 El emperador Juliano, en
carta abierta a la ciudad de Atenas, de 361, llega a hablar de la benevolencia que
le mostró la difunta emperatriz Eusebia antes de su ascensión al trono «a través
de los eunucos que tenía a su servicio», al mismo tiempo que atribuía principal
mente a las maquinaciones del maldito jefe de los eunucos del emperador Cons
tancio {ho theois echthros andrógynos, como él lo llama), que casualmente se
llamaba Eusebio, el hecho de que el emperador lo retuviera seis meses en la
misma ciudad (Milán), sin poderlo ver más que una vez (Ep. ad A th e n ., 5, pág.
274ab). Los A cta oficiales del primer concilio de Éfeso, de 431, han conservado
casualmente una carta del archidiácono de Alejandría Epifanio al obispo Maximia-
no de Constantinopla, en la que se da una lista de los sobornos prodigados a los
miembros de la corte imperial de Teodosio II y Pulquería, a comienzos de los
años treinta del siglo v, por parte de san Cirilo, patriarca de Alejandría, con la
intención de que las contradictorias decisiones de las partes rivales del concilio se
vieran desviadas a su favor y al de los católicos, y en contra de Nestorio y sus
seguidores. La cifra más alta que recoge esta lista, que alcanza las 200 libras de
oro (14.400 sólidos), se le pagó a Crísero, un praeposiíus sacri cubiculi, quien
recibió además muchos otros regalos costosos, y otros diversos cubicularii recibie
ron por lo menos 50 libras de oro, como pasó con dos cubiculariae de Pulquería.13
Más de un liberto imperial, eunuco cubicularius, logró alcanzar distinciones en los
altos mandos militares, y entre ellos destaca, por supuesto, el gran Narsés, sace-
212 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
quión para encontrar la cruda verdad» (AE, 115-116), si bien, en realidad, una
vez más nos encontramos con una chistosa serie de exageraciones cómicas.16
Seguramente la mayor parte de los libertos fueran hombres de una fortuna,
como mucho, bastante modesta en el momento de su manumisión, por mucho
que no pocos de ellos fueran gente acomodada, y unos pocos muy ricos. Muchos
de ellos debieron de ser unos desgraciados agobiados por la pobreza a los que se
les permitió comprar su libertad con los céntimos que hubieran ido acumulando
uno a uno a lo largo de los años de esclavitud para formar su peculiüm , o bien, a
la muerte de su dueño, recibieron en herencia el don de la libertad y nada más. Al
retirarse, una niñera que fuera m anumitida no se encontraría muy lejos de la
pobreza más absoluta, pero Plinio eí Joven le puso a su vieja niñera una «finqui-
ta» por valor de 100.000 HS (Epíst., VI.iii. 1), quizá de unas 10 hectáreas (véase
Sherwin-White, LP, 358). Casi todos los libertos que llegaran a acumular grandes
fortunas, lo conseguirían porque fueran esclavos de hombres muy ricos o porque
pertenecieran a la fam ilia Caesaris. Una deliciosa inscripción funeraria (IL St 1949)
de cerca de Roma, que nadie que fuera capaz de entender un latín sencillo debería
dejar de leer, recuerda los beneficios recibidos de M. Aurelio Cotta Máximo, que
fue cónsul en 20 d.C ., por uno de sus libertos, Zósimo, que, tras su manumisión,
actuó como acompañante oficial suyo, accensus (el nombre del personaje es grie
go, aunque él pudiera ser o no de origen griego). Cotta le dio en más de una
ocasión el equivalente al censo ecuestre, 400.000 HS (saepe libens census donavit
equestris); crió a sus hijos y dio dotes a sus hijas, «como si fuera su propio
padre»; obtuvo para uno de sus hijos el honor del tribunado militar (el primer
paso que normalmente se daba en la carrera ecuestre); acabó pagando la inscrip
ción, en dísticos elegiacos, que él mismo escribió o que encargó a alguien que
comprendiera la necesidad de destacar la munificiencia de su persona.
Por una famosa inscripción del año 133 a.C ., queda patente que los libertos
(exeleutheroi) y sus descendientes estaban en una importante ciudad griega, Pérga
mo, en unas condiciones inferiores a otros residentes no ciudadanos, a los que
aquí se llama paroikoi, ya que, mientras que los que ya estaban inscritos como
paroikoi iban a recibir la ciudadanía (si la ciudad llegaba al estado de emergencia),
los descendientes de los libertos (aunque, aparentemente, no los propios libertos)
pasarían a convertirse simplemente en paroikoi, que ya se consideraba un ascenso
en su condición (IGRR, IV.289 ~ OGIS, 338, líneas 11-13, 20-21).
Es de suponer que en una ciudad griega durante la época rom ana encontrára
mos a los libertos de los ciudadanos romanos con el mismo rango social (e
igualmente todo lo demás) que cualquier otro liberto, al margen de los ciudadanos
locales. Así, en las donaciones de M enodora, en Silion de Pisidia, en las que se
prescribe que se repartan limosnas en distintos grados, según las distintas posicio
nes sociales (véase la sección vi de este mismo capítulo, inmediatamente después
de su n. 35), vemos que se pone a los ouindiktarioi (libertos romanos debidamente
manumitidos per vindictam) al mismo nivel que los apeleutheroi (libertos griegos)
y los paroikoi (residentes sin ciudadanía local), y por debajo de los ciudadanos
(politai) de Silion (IGRR, 111.801.15-22).17
No conozco ningún documento seguro en parte alguna del m undo griego (o
ro m a n o )18 que nos permita extraer unas conclusiones fidedignas acerca de la
relativa frecuencia de la manumisión según los distintos períodos o según las
214 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
( v i) E l TRABAJO A JORNAL
ros technitai, que luego vemos en Aristóteles, habrían conseguido sus riquezas
utilizando el trabajo de sus esclavos, como los megarenses de Sócrates y ios
demás. El pasaje demuestra asimismo que un ateniense que form ara parte de la
clase de los propietarios consideraría impropio que su familia realizara ningún
tipo de trabajo manual, excepto el de la rueca y el telar, que se suponía que
realizarían mujeres griegas a beneficio de la propia fam ilia (lo mismo que las
romanas, incluso —hasta comienzos del principado— las de clase social más alta).
Se nos cuenta que el emperador Augusto llevaba normalmente ropas hechas por
su hermana, su esposa, su hija y nietas (¡aunque sólo en casa!), y que educó a
estas últimas en el trabajo de la rueca y el telar (lanificium, Suet., A u g 73;64.2).
Las mujeres de la familia de Aristarco hacían algo totalmente distinto: producían
bienes para venderlos en el mercado como bienes de consumo. Ni que decir tiene,
que el relato no nos proporciona ninguna documentación sobre las costumbres o
el aspecto de los atenienses humildes, que con tanta frecuencia debían realizar
trabajos de m anufactura de este tipo, junto con toda su familia: no tenemos por
qué pensar que los consideraran degradantes, aunque no cabe duda de que se
alegrarían de librarse de ellos, en cuanto tuvieran ocasión de ascender a una clase
superior. Pero de momento lo que nos interesa principalmente es el hecho de que
el trabajo que explotaban las clases propietarias era el de los esclavos.
El tercer pasaje de los M emorables (Il.viii, esp. 3-4) que voy a citar trata de
una conversación que Sócrates sostuvo con Eutero, al que define llamándolo viejo
compañero suyo, y, por consiguiente, miembro de una respetable familia de pro
pietarios. Estamos al final de la guerra del Peloponeso, en 404 a.C. Eutero le dice
a Sócrates que ha perdido todas sus propiedades en el extranjero, de modo que,
por el momento, al no tener qué garantía dejar para pedir algún préstam o, se ha
visto obligado a instalarse en el Ática y a ganarse la vida trabajando con sus
propias manos, tói sómati ergazomenos, ‘trabajando con su cuerpo’, como decían
los griegos. Sócrates le indica que pronto se hará viejo y le aconseja hacerse con
algún trabajo permanente, como superintendente o administrador de algún terra
teniente, supervisando las operaciones y ayudando a realizar la cosecha, y, en
general, ocupándose de la vigilancia de la hacienda. La respuesta de Eutero es de
lo más interesante: me parece que es la que hubiera dado cualquier ciudadano
griego que fuera miembro de lo que yo llamo la clase de los propietarios, y quizá
incluso bastantes otros hombres de condición humilde. Dice: «no podría soportar
estar de esclavo» (chalepos an douleian hypomeinaimi). Lo que no puede soportar
Eutero es la idea de estar a disposición de otro, de tener que someterse a los
dictados y reprobación de otra persona, sin tener opción a marcharse, si quiere, o
a devolver golpe por golpe. Si uno mismo hace o vende algo, o incluso, como ha
estado haciendo Eutero, trabaja a jornal en pequeños empleos temporales, se
podrá al menos replicar y, a la mínima, marcharse con la música a otra parte.
A ceptar un tipo de empleo permanente, que la mayoría de nosotros estaría encan
ta d o d e aceptar hoy día, es rebajarse al nivel de un esclavo: hay que rechazarlo a
toda costa, aunque dé más dinero que otro. Por supuesto, cualquier griego real
mente pobre, incluso aunque fuera ciudadano, habría estado encantado de encon
trar un puesto de trabajo como ése, pero sólo, creo yo, como último recurso.
Cuando vemos a algún administrador o gerente de negocios en nuestras fuentes
que podamos identificar, se trata siempre de esclavos o libertos: véase el apéndi
LA PROPIEDAD Y LOS PROPIETARIOS 217
ce II. Bien es cierto que al comienzo del Económico (1.3-4) de Jenofonte, como
ejemplo de que lo que hagas para ti, puedes hacerlo también para otros, se resalta
la posibilidad de convertirse en superintendente de otra persona, pero sólo de
form a hipotética. No obstante, en los últimos capítulos, XII-XV, que son eminen
temente prácticos y discuten la elección y enseñanza de lo que ha de ser un
superintendente o mayordomo (epitropos), se da por descontado que se tratará de
un esclavo (véase esp. Econ., X II.2-3; XIII .6-10; XIV.6, 9).
El último de los tres diálogos socráticos de Jenofonte que acabo de resumir,
recalca muy bien la baja estima en que estaba el trabajo asalariado en la Grecia
clásica; y las cosas no cambiaron mucho en las épocas helenística y romana. Casi
ochocientos años más tarde, encontramos una fascinante constitución de Gracia
no y sus coemperadores (mencionada en la sección iii de este mismo capítulo, y
fechada en 382 d.C.), que prohíbe en los términos más taxativos que se entregue
a un decurión (miembro de una municipalidad) una hacienda en calidad de procu-
ratio, pues se convertiría de ese modo en lo que llamaríamos un mayordomo o
administrador asalariado. Al hablar de un decurión que aceptó un trabajo de ese
estilo, el emperador dice que «realizó la bajeza más infamante, sin hacer caso de
su calidad ni de su linaje, arruinando su reputación con su servil obsequiosidad»
{CTh, X II.i.92 = CJ, X.xxxii.34).4
Ni que decir tiene que es Aristóteles el que nos proporciona el análisis más útil
de la situación del jornalero, el thés, como él suele llamarlo. El término que
encontramos muchas veces en otros autores y en las inscripciones es m isthotos (el
que recibe m isthos, sueldo); pero, por alguna razón, Aristóteles no emplea nunca
esta palabra, si bien utiliza otras emparentadas con ella.5 Parece que no se ha
tenido suficientemente en cuenta que, para Aristóteles (igual que para otros grie
gos), existía una diferencia cualitativa im portante entre el thés o mist hotos, que
específicamente es un jornalero (un trabajador asalariado), y el artesano cualifica
do independiente o menestral que trabaja por su cuenta (tanto si emplea esclavos
como si no), al que se llama comúnmente technités o banausos (ocasionalmente
banausos technités), aunque debo admitir que Aristóteles, en algunos contextos,
cuando habla sin demasiada precisión (e.g., en Pol., 1.13, 1.26Ga36-6l), llega a
utilizar banausos/technités para una categoría más vasta, que incluye al thés (me
ocupo del technités, el artesano cualificado, en IV.vi). Desgraciadamente, Aristó
teles no nos da una discusión teórica general de esta distinción, pero se la ve
claramente si comparamos varios pasajes de la Política, Retórica, la Ética a
218 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
Nicómaco y la Ética a Eudem o .6 Aristóteles no dice con todas las palabras que el
trabajo del jornalero sea típicamente no cualificado y mal recompensado, mientras
que el de el bañarnos/technités tiende a ser cualificado y mejor pagado; pero
puede sobreentenderse muchas veces, especialmente en un pasaje en el que Aristó
teles distingue el trabajo de los banausoi/technitai del de los hombres «no cualifi
cados y útiles tan sólo por su cuerpo» (PoL, 1.11, 1.258b25-27). Y ello es com
prensible: naturalmente, una persona cualificada trabajaría siempre por su cuenta
(y explotaría incluso el trabajo de los esclavos), cuando pudiera, mientras que el
no cualificado apenas podría hacerlo. P ara algunos griegos, entre ellos Jenofonte,
la palabra technités, utilizada la mayor parte de las veces para designar al artesa
no independiente, había adquirido unas connotaciones tan necesariamente inme
diatas de cualificación que podía utilizarse incluso para designar a los esclavos
cualificados, como en los M em ., II.vii.3-5 (el término cheirotechnai se usa preci
samente en el mismo sentido, para referirse a los esclavos cualificados, en Tucídi
des, V II.27.5, definiendo a la mayoría de los «más de 20.000 esclavos» que se
fugaron del Ática en los últimos estadios de la guerra del Peloponeso: véase
apéndice II). Cuando no hacia algo para venderlo por cuenta propia, el artesano
cualificado (o, lo que es lo mismo, el que poseyera algún equipo propio que
pudiera utilizarse para transporte, por ejemplo) realizaría su trabajo para otros,
con arreglo a lo estipulado en contratos. Nuestra documentación al respecto pro
cede sobre todo de las inscripciones que recogen obras públicas (véase más adelan
te), en las que al «contratista» (como lo llamaremos nosotros) se le llama la
mayor parte de las veces misthotés, pero a vv ces (fuera de Atenas) es ergolabos,
ergolabon o ergónés, y a veces, incluso, no recibe ningún nombre técnico, como
en Epidauro (en donde se dice simplemente que «se hizo cargo», heileto, de una
determ inada tarea) o en la Atenas del siglo v. Me ocuparé de ellos en IV.vi: su
posición de clase es distinta de la de los misthótoi, que se alquilan para todo tipo
de trabajos en general y no, por lo común, para faenas específicas o que requie
ran cualificación o equipo.
Resulta interesante en este punto llamar la atención sobre una puntualización
que hace Platón, que, como Aristóteles, desdeñaba a los jornaleros y los colocaba
(igual que Aristóteles) en el punto más bajo de su escala social (Rep., II.371de; cf.
P o l í t 290a; Leyes, XI.918bc; y V.742a, donde los misthótoi son esclavos o
extranjeros). En Rep., II. 371de, Platón define a sus misthótoi como criados que
son totalmente incapaces de igualar a los ciudadanos a nivel intelectual, pero con
la fuerza física suficiente para trabajar; a continuación se refiere a ellos diciendo,
con mucha precisión, que son los que «venden su fuerza de trabajo» (hoi póloun-
tes ten tés ischyos chreian: literalmente, ‘los que venden el uso de su fuerza’),
frase que nos debería recordar inmediatamente un paso adelante decisivo dado
por Marx al formular su teoría del valor, cuando en 1857-1858 llegó a darse
cuenta de que hay que hablar de la venta que el obrero hace a su patrón no de su
trabajo, sino de su fuerza (o capacidad) de trabajo: véase el prólogo de Martin
Nicolaus a su traducción inglesa de los Grundrisse de Marx (1973), 20-21, 44-47.
Marx se refiere en dos ocasiones a una frase de Thomas Hobbes (Leviatán, I.x),
que ya incorporaba lo que él quería decir: «el valor o mérito de un hombre es,
como el de cualquier otra cosa, su precio; es decir, lo que se daría por el uso de
su fuerza» (Cap., 1.170, n. 2; y Salario, precio y ganancia, cap. vii). Pero no
LA PROPIEDAD Y LOS PROPIETARIOS 219
parece que se hubiera dado cuenta del pasaje de la República de Platón que acabo
de citar, ni nunca lo he visto citado en este contexto. En la Antigüedad, la
mayoría de los asalariados eran hombres no cualificados, que no se contrataban
para realizar trabajos concretos para otros (como podía hacer el artesano cualifi
cado independiente), sino que alquilaba su fuerza de trabajo en general a otros a
cambio de una paga; y da la impresión de que se les explotaba con severidad.
Como cabía esperar de Aristóteles, su desaprobación del thés form a parte
integrante de su sociología y se halla profundamente enraizada en su filosofía de
la vida. Para él, no podía haber una existencia civilizada para los hombres que no
tuvieran ocio (scholé),1 que constituía una condición necesaria (aunque, por su
puesto, no suficiente) para convertirse en un ciudadano bueno y competente (véa
se esp. Pol., VII.9, 1.329a 1-2), y constituía, en efecto, la meta (telos) del trabajo,
como la paz lo era de la guerra (VII. 15, 1.334al4-16), si bien, naturalmente, no
había ‘ocio para los esclavos’ (ou scholé doulois): para ello cita Aristóteles un
refrán (1334a20-21). Pues bien, la necesidad primordial de ocio excluye a los
ciudadanos del estado ideal de Aristóteles de cualquier forma de trabajo, incluso
del agrícola, por no hablar de la artesanía. Pero se da cuenta de que en una
ciudad corriente (en unos pasajes de los libros IV y VI de la Política, discutidos
ya en Il.iv )8 las ‘masas’ (to pléthos) 9 pueden dividirse en cuatro grupos (mere),
según el trabajo que realicen: agricultores, artesanos, comerciantes y asalariados
(geórgikon, banausikon, agoraion, thétikon), entre los que los asalariados (théti-
kori) form an con toda claridad un grupo distinto del de los artesanos independien
tes (banausikon); y aunque en ocasiones (como ya he mencionado) su lenguaje en
otros momentos pueda ser ambiguo, por cuanto no es fácil decir si está identifi
cando al thés con el banausos/technités, o lo está distinguiendo de él, en otros
pasajes, sin embargo, queda claro que tiene de nuevo en la cabeza dos grupos
distintos, especialmente cuando dice que en las oligarquías es imposible que el
thés sea ciudadano por la existencia de graves restricciones de censo, mientras que
el banausos puede serlo, pues «muchos technitai son ricos» (Pol., III.5,
1.278a21-25).10 Mediante el ejercicio de su habilidad, por lo tanto, que lo cualifi
ca, y explotando además el trabajo de los esclavos, el banausos/technités puede
incluso alcanzar el censo suficiente como para ingresar en la clase acomodada,
mientras que al thés (no cualificado) dicho ingreso le está vedado.
Sin embargo, lo que esencialmente hace al jornalero menos valioso, en opinión
de Aristóteles, que al artesano corriente no es tanto el hecho de su relativa
pobreza (pues es de suponer que muchos artesanos independientes fueran también
pobres), sino su dependencia «de esclavo» de su patrón. Ello valía, igualmente,
para el jornalero que trabajaba al día y para el mayordomo permanente, por
mucho que un caballero como el Eutero de Jenofonte creyera que en el primer
caso no era tan «de esclavo», al poder tener mayor libertad de movimiento. Casi
al final de la Política (VIII.2, 1.337b 19-21), Aristóteles contempla acciones que se
realizan para otros y que no tienen ciertas características restrictivas (algunas de
las cuales especifica): actividades de ese estilo las estigmatiza, tildándolas de théti
kon (apropiadas para el jornalero) y doulikon (propias del esclavo); evidentemen
te, ambos adjetivos tenían unos tintes bastante parecidos para él.11 Perm itir que la
vida de uno dependa de cualquiera que no sea un amigo es doulikon, de esclavo,
dice Aristóteles en la Ética a Nicómaco (IV.3, 1.124b31-1.125a2), y añade que
220 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
«por eso todos los aduladores son thétikoi», tienen las características de un jorna
lero. En la sección ii de este mismo capítulo cité la puntualización que hace en la
Retórica (1.9, 1.367a28 ss,), diciendo que, en Esparta, el caballero lleva el pelo
largo, en señal de su condición de caballero, «porque para el que lleva el pelo
largo, no es fácil realizar el trabajo propio de un jornalero» (ergon thetikon), así
como la afirmación que viene a continuación, según la cual «la señal del caballero
es no vivir en beneficio de otro».
Vale la pena mencionar un rasgo curioso de la actitud de Aristóteles ante el
asalariado. Para él (véase Pol., 1.13, 1.260a36-b6), el esclavo es por lo menos un
‘compañero de la vida’ (koinónos zóés) de su amo, mientras que el banausos
technités (incluyendo aquí, evidentemente, al thés, en el que debía estar pensando
principalmente Aristóteles) está «bastante alejado» (porrhóieron) de su patrón, y
«sometido sólo a lo que podría llamarse una servidumbre restringida». En fin,
Aristóteles supone que el amo comunica a su esclavo algo de su arete (en este
caso, virtud moral); pero no se dice nada de la necesidad de ningún proceso de ese
estilo en beneficio del trabajador, que Aristóteles considera (de form a bastante
rara, según nuestra manera de pensar) que saca menos provecho de su relación
con su patrón del que esperaríamos que sacara el esclavo de su asociación con su
amo. De nuevo aquí no se indica ninguna distinción entre el asalariado temporal
o a largo plazo y el artesano independiente: para Aristóteles, ninguno de los dos
tiene una relación tan estrecha con el patrón como el esclavo con el amo.
La suerte del jornalero se nos presenta de form a casi invariable iluminada con
tonos desagradables a lo largo de toda la historia de Grecia y de Roma. La única
ex cep ció n que p a ra mi s o rp re s a he e n co n trad o es S olón, fr. 1.47-48
(Diehl ~ 13.47-48 West), donde al jornalero agrícola, contratado por un año, no
se le pinta de manera menos favorable que a cualquier otro desheredado, limitado
por su pobreza (verso 41): así el comerciante marítimo, el artesano, el poeta, el
médico o el adivino. Cuando Homero hacía a la sombra de Aquiles com parar su
existencia en el infierno con el tipo de vida más desagradable que se pueda
imaginar sobre la tierra, nos presenta el cuadro de un thés al servicio de un pobre
sin tierras (Od., XI.488-491);12 y Hesíodo nos muestra cuál era el trato que podía
esperar el trabajador agrícola a comienzos del siglo vil a.C., cuando aconseja al
labrador que eche de casa a su thés cuando llegue el verano ( Trabajos y días,
602). Cuando la Electra de Eurípides, antes del reencuentro con su hermano
Orestes, especula llena de tristeza acerca de la miserable existencia de aquél en el
exilio, se lo imagina trabajando como jornalero (Electra, 130-131, donde utiliza la
palabra latreueis, y en los versos 201-206 aparece la expresión théssan hestian). Ya
hemos visto con qué disgusto suponía Jenofonte que miraría un noble ateniense la
posibilidad de aceptar una forma bastante superior de servicio asalariado perma
nente, como el cargo de mayordomo; y los oradores áticos del siglo iv hablan de
la necesidad de ponerse a trabajar a sueldo como de algo sólo menos repugnante
que la esclavitud (Isócrates, XIV.48; Iseo, V.39). En un discurso de Demóstenes
(LVII.45), el hecho de que muchas ciudadanas se hubieran hecho, obligadas por
la necesidad, «niñeras, tejedoras y vendimiadoras» se pone de ejemplo de cómo
puede obligar la pobreza a individuos libres a realizar «muchas actividades servi
les y bajas», doulika kai tapeina pragmata. Eutifrón, en el diálogo platónico que
LA PROPIEDAD Y LOS PROPIETARIOS 221
(Mal., III.5; cf. Deut., XXIV. 14*15; Lev., XIX. 13). Cuando en 323 Alejandro
Magno envió a Mícalo de Clazomenas de viaje con una buena cantidad de dinero
(500 talentos), para que buscara en Siria y Fenicia tripulaciones suplementarias
con experiencia para realizar una expedición al golfo Pérsico, sus instrucciones
fueron, según nos dice Arriano, «que empleara a unos a jornal y com prara a
otros» („A n á b V II.19.5). Evidentemente, se suponía que los jornaleros trabaja
rían junto a los esclavos. No perderé más tiempo en citar otros documentos del
«mundo preclásico» (al final de esta misma sección hago referencia a los pasajes
del Nuevo Testamento que mencionan el trabajo a jornal).
En cuanto al período helenístico, en el que las fuentes de su historia económi
ca son más documentales que literarias, y además las diferencias regionales se
hacen muy grandes (no sólo entre Grecia, Asia Menor, Siria y Egipto, sino tam
bién entre las distintas regiones de estos mismos países), resulta difícil desenmara
ñar los documentos acerca del trabajo asalariado de los que se refieren a la
actividad de los artesanos o incluso a la de los campesinos, que ocasionalmente se
empleaban de jornaleros.17 Pero hace unos cincuenta años, un brillante artículo de
W. W. Tarn, titulado «The social question in the third century»,18 que Rostovtzeff
definió como «el mejor tratado de las condiciones socioeconómicas de Grecia y de
las islas griegas durante el siglo i i i a.C .» (S E H H W , III. 1.358, n. 3), demostraba
que existían buenos fundamentos para pensar que a comienzos del período hele
nístico, y a pesar de que unos cuantos griegos se enriquecieron bastante, las
condiciones de las masas empeoraron probablemente de forma considerable; y,
naturalmente, en esas condiciones es de suponer que los jornaleros se vieran
afectados considerablemente (acepto estas conclusiones, si bien disto mucho de
tener la misma seguridad que Tarn en la validez e implicaciones de muchas de sus
cifras).
Durante el principado romano y en el imperio tardío, la documentación se
vuelve otro vez difícil de interpretar, y de nuevo la situación variaría, indudable
mente, de región a región. En raras ocasiones oímos hablar de trabajo a jornal,
excepto en la agricultura, en la que era en gran medida estacional, y en la cons
trucción, en la que era eventual e irregular (véase más adelante).19 Por regla
general, la situación de estos jornaleros, tal como la podemos ver, era, al parecer,
muy humilde, por mucho que, ocasionalmente, alguno lograra, como caso aisla
do, en una mezcla de buena suerte y trabajo duro (sin duda necesitaría de ambas
cosas), ascender en la sociedad y entrar a form ar parte de la clase de los propieta
rios, como el desconocido al que se dedica un famoso epitafio en verso del
siglo m, procedente de Mactar, en África (la actual Tunicia): proveniente de una
familia pobre, trabajó de capataz de las cuadrillas de segadores durante la época
de las cosechas, por lo que en parte llegó a convertirse en un próspero terratenien
te y miembro además de su municipalidad (ILS, 1A51 — C/L, VIII. 11.824; existe
traducción inglesa en MacMullen, R S R , 43). Pero probablemente este hombre
constituía una rara excepción. Dudo mucho que sea un caso más «típico» que el
del obispo anónimo que, según dice Juan Mosco, trabajó de peón con sus manos
en la reconstrucción de Antioquía tras el gran terremoto que se produjo en el año
526 (Pratum spirií., 37, en M P G , LX XXVII.iii.2.885-2.888). Se contaba también
la historia, mencionada por Suetonio (que nos dice los esfuerzos que hizo por
verificarla, aunque se mostraron en definitiva inútiles), según la cual el bisabuelo
LA PROPIEDAD Y LOS PROPIETARIOS 223
del emperador Vespasiano (que reinó de 69 a 79) había sido contratista (manceps),
encargado de llevar cuadrillas de jornaleros del campo desde Umbría al territorio
sabino ( Vesp., 1.4); pero la historia no pretendía que hubiera salido de pobre de
esta manera. No cabe duda de que en el m undo griego, al igual que en occidente,
habría habido cierta proporción de este tipo de trabajo migratorio, y debió de
haber, sin duda alguna, cierto número de griegos pobres hasta la miseria semejan
tes a los mercennarii italianos, a los que recomienda emplear Varrón como ya
hemos visto (en la sección iv de este mismo capítulo) en las zonas demasiado
insalubres como para arriesgar en ellas a los preciados esclavos. También debió de
ser corriente en el mundo grecorromano la práctica, también recomendada por
Varrón, de emplear jornaleros incluso en comarcas más salubres en las épocas de
trabajo más duro, como la siega y la vendimia. Debo hacer mención aquí al hecho
de que en el mismo pasaje Varrón afirm a que muchos obaerarii, que deben de ser
algún tipo de siervos por deudas, se empleaban aún en su tiempo en las fincas de
Asia M enor y Egipto, así como en las de Iliria (R R , 1.17.2-3; véase la sección iv
de este mismo capítulo y sus notas 66-67). No puedo resistir la tentación de
mencionar ahora también un pasaje de Columela, en el que se discute la cría de
tordos (turdí), afirmando que algunos les daban higos secos masticados previamen
te; pero, añade, «cuando se tienen muchos tordos, no es demasiado conveniente
hacerlo, pues no es poco lo que se va en jornales de gente que mastique los higos
(nec parvo conducuntur quimandant), y suelen tragarse buena cantidad de ellos
por lo dulce de su sabor» (RR, VIII. 10.4). Seguramente hemos de suponer que
había buen número de campesinos y artesanos pobres que encontraban un suple
mento a sus escasos ingresos empleándose a jornal siempre que lo necesitasen o
hubiera trabajo a disposición; y, sin duda, algunos hombres sin cualificación se
verían obligados a ganarse la vida principalmente de esa manera. Pero se trataría
de un pis aller, al que se recurriría sólo si no se era capaz de ganarse la vida en el
campo o como artesano cualificado o de obrero semicualificado. Un ejemplo
patético de la situación de desesperada pobreza de algunos jornaleros del campo
nos lo proporciona Estrabón (Ill.iv. 17, pág. 165), que nos ha conservado el relato
que hace Posidonio de una historia que le contara un amigo suyo m asaliota acerca
de una finca de su propiedad situada en Liguria. Entre los peones, hombres y
mujeres, que el masaliota había contratado para cavar zanjas, había una mujer
que dejó el trabajo para dar a luz, volviendo directamente ese día al trabajo, pues
no podía prescindir de la paga (no creo que esta historia pierda nada de su fuerza,
si la comparamos con la afirmación que hace Varrón, según la cual las mujeres de
Iliria dan a luz «muchas veces» durante una breve pausa en medio de sus faenas
agrícolas, para volver a ellas con la criatura de forma tan impasible que «te
preguntarías si la ha parido o se la ha encontrado», R R , II.x.9). D urante la época
romana, lo mismo que en otros períodos anteriores, bien pudiera ser que el
jornalero no obtuviera el pago de sus miserables salarios (cf. Dión Cris., VIL 11-12).
Un pasaje bien conocido del Nuevo Testamento, Santiago, V.4, censura a los
ricos que retienen fraudulentamente el salario de sus peones (>ergatai), después que
éstos han hecho la cosecha o han estado segando sus campos. Y en el Prado
espiritual de Juan Mosco, que data de comienzos del siglo vil, podemos oír las
quejas de un hombre que, según dice, ha estado trabajando de jornalero de un
rico durante quince años, sin recibir su paga; pero, a lo que me parece, un
224 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
servicio tan largo con un solo patrón no habría tenido paralelo (Pratum spirit.,
154, en M PG , LXXXVII.iii.3.021-3.024).
Aunque no estoy de acuerdo en todos los aspectos con el análisis que Francot-
te hace de la industria griega en su libro, creo que tiene en general razón cuando
dice que la definición de un hombre como misthotos indica «una condición social
inferior... Es un obrero de rango subalterno, un “ mercenario’\ un “ jornalero” »
(IG Aj 11.150 ss,, en 157).
Puede que las obras públicas fueran una fuente importante de empleo de
jornaleros (al igual que para la actividad de mayor cualificación de artesanos) en
algunas ciudades griegas, pero a este respecto escasea mucho la documentación
literaria y no resulta de utilidad, y la bibliografía moderna sobre este asunto dista
tam bién mucho de ser satisfactoria. Poseemos una cantidad de material epigráfico
considerable acerca de las obras públicas de construcción llevadas a cabo en
Epidauro, Délos y otros lugares,20 pero la documentación más detallada y que
más información nos da es la que procede de la Atenas de los siglos v y iv á.C.,
sobre todo, la serie de cuentas de comienzos de los años veinte del siglo iv,
referidas a las obras del templo de Eleusis, que es la única fuente antigua que nos
proporciona, por lo que yo sé, en un solo grupo de documentos unas pruebas
irrebatibles no sólo aceiva de una variada gama de precios, entre ellos los del
grano (tanto de trigo como de cebada, vendidos en subasta pública), sino también
acerca de los salarios de los hombres a los que se llama específicamente misthótoi,
así como sobre lo que costaba mantener a los esclavos públicos (demosioi), y
sobre el trabajo por contrato, unas veces retribuido por «tiempo» (calculándolo
las más veces por día, y de vez en cuando al mes) y otras por «pieza», todo ello
en el mismo contexto cronológico y geográfico.21 Para el historiador de la econo
mía de la Antigüedad constituye una de las fuentes más valiosas de la Antigüedad
griega. Al igual que en la mayoría de los demás casos de los que tenemos algún
conocimiento, también aquí la mayor parte del trabajo era realizado por una serie
de lo que llamaríamos ‘contratistas’ (misthótai), sin que podamos ver demasiados
m isthótoi en sentido estricto (véase más arriba, y la n. 13), si bien puede que se
empleara en cierta medida el trabajo asalariado por parte de esos contratistas que
no hacían todas las obras de las que eran responsables por sus propias manos o
con la ayuda de sus esclavos. Volviendo sobre lo que dije antes en esta misma
sección, al referirme al tratamiento que hace Aristóteles del trabajo a jornal,
tengo que llamar la atención de nuevo sobre la distinción fundamental que existe
entre el peón general, el m isthotos (plural misthótoi) en sentido propio (el thés de
Aristóteles: véase más arriba), y el misthotés (plural misthótai) o ‘contratista’.
Quiero hacer hincapié en que sólo nos confundiremos en caso de que, como les
ocurre a ciertos escritores modernos, consideremos que la línea principal de demar
cación es la que distingue al trabajador por jornada del trabajador por pieza, o si
presuponemos que el pago de lo que se llama un misthos sitúa al que lo percibe
entre los m isthótoi . n La dicotomía fundamental es la que existe entre el peón
general, el m isthotos, que alquila su fuerza de trabajo para la realización de un
trabajo no cualificado en absoluto, o en el mejor de los casos, parcialmente
cualificado, de un modo general, y el que yo llamo «contratista» (m isthotés,
ergolabos, ergónés, etc.: véase más arriba), que se hace cargo de una tarea especí
LA PROPIEDAD Y LOS PROPIETARIOS 225
8. — STE. CROIX
226 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
va, como, por ejemplo, en Éfeso en el año 407 y de nuevo en 395, cuando se
llevaron a cabo una serie de preparativos militares a gran escala por parte de las
autoridades espartanas, en el primer caso, por obra de Lisandro (Plut,, Lis.,
3,3-4), y en el segundo, por obra de Agesilao (Jen., HG, III.iv. 16-17); pero las
rentas de la ciudad rara vez bastaban para permitirse muchas empresas de ese
estilo. En todos estos casos, no cabe duda de que los principales beneficiados eran
los artesanos locales, los technitai, y es de suponer que, cuando hubiera más
trabajo que hacer que el que ellos pudieran afrontar, se produciría un mayor flujo
de artesanos extranjeros.25 Para Isócrates (VIII.21), cuando Atenas se vio «llena
de comerciantes, extranjeros y metecos», gozaba del doble de rentas de las que
obtenía en la época en que él escribía (c. 355), momento en el que, según el
cuadro exagerado que él nos pinta, faltaban todas esas gentes.
Todo aquel que quiera entender que el pago de jornales por el trabajo libre
realizado en obras de construcción desempeñó un papel de im portancia en la vida
económica de las ciudades antiguas, debería preguntarse, en tal caso, cómo po
drían vivir de ninguna manera esos hombres, cuando, como solía suceder, había
pocas o ninguna obra pública en construcción. Vale la pena señalar cuál era ía
actitud de Aristóteles al respecto, quien era muy consciente de que los «tiranos»
en particular fueron los responsables de la mayoría de las obras públicas, pero
nunca las atribuye a su deseo de proporcionar un mejor nivel de vida a los pobres
urbanos. Por el contrario, en un pasaje nos presenta como una característica de
los tiranos, lo mismo que de los oligarcas, que tratan mal al pueblo llano (el
ochlos) y lo «expulsan de la ciudad» al campo {PoL, V.10, 1.311 a l3 - 14). Un poco
después (ibidem, 11, 1.313bl8-25) desarrolla la teoría de que el tirano está deseoso
de mantener pobres a sus súbditos, objetivo para el que ve dos razones: para la
primera, la interpretación es dudosa (pues el texto tal vez sea defectuoso: véase
Newman, P A , IV.456-457); la segunda sería el deseo de mantener tan ocupado al
pueblo que no tuviera tiempo libre que dedicar a las conspiraciones (!); cf. Ath.
Pol., 16.3. Los ejemplos que da Aristóteles son las pirámides de Egipto y las
obras públicas emprendidas por tres grupos de tiranos griegos (todos de la época
arcaica): los Cipsélidas de Corinto, Pisístrato de Atenas y Polícrates de Samos.
Todas estas medidas, añade, obtienen los mismos resultados: la pobreza y la falta
de tiempo libre. Pues bien, el argumento que expone Aristóteles, en su totalidad,
supone que las referidas obras serían llevadas a cabj no por corveas, sino por el
trabajo voluntario de hombres libres, ciudadanos, de hecho, sin decir nada de los
esclavos, si bien no se excluye su utilización como asistentes. Hoy día casi todos
supondrían, naturalmente, que la finalidad de las obras en cuestión era, en parte
al menos, la de dar empleo a los ciudadanos que participaban en ellas. Yo creo
que este motivo estaría probablemente presente, al menos en algún caso; pero
para Aristóteles no desempeñaba ningún papel en absoluto: para él, se les daba
trabajo a los ciudadanos para que siguieran siendo pobres y para mantenerlos
ocupados, impidiendo que sintieran la menor inclinación a conspirar contra su
tirano. Tal vez no nos quede demasiado claro por qué iba a querer éste que sus
súbditos fueran pobres. En cualquier caso, Jenofonte pensaba, al parecer, que
cuanto más ahogados por la pobreza estuvieran los súbditos de un tirano, tanto
más sumisos {tapeinoteroi) pensaría que los iba a encontrar (Hierón, V.4). Pero
para entender bien aquí a Aristóteles, hemos de remitirnos a un pasaje estúpido
LA PROPIEDAD Y LOS PROPIETARIOS 227
existentes, pero no dice ni una palabra acerca del tipo de trabajo que habría
implicado originalmente su construcción, que habría constituido un empleo a
corto plazo en el que seguramente se verían implicados artesanos libres, obreros
del transporte y jornaleros, así como también esclavos (dicho sea de paso, en el
De aquis muestra Frontino, con to d a la complacencia filistea de un administrador
romano, su desprecio, en comparación con los acueductos rom anos que tanto
adm iraba, no sólo por «las inútiles pirámides», sino también por «las obras de los
griegos, aunque celebradas, de tan poco provecho [inertia]» (1.16), teniendo in
mente, sin duda, simplemente templos como el Partenón).
Brunt ha sostenido que las «figuras de los demagogos» se han «asociado
continuamente con las obras públicas» en Rom a.29 Parece que hay en esas palabras
algo de verdad, y no veo que pueda objetarse nada a la atribución a algunos
populares romanos del deseo de proporcionar trabajo a los ciudadanos pobres
que vivían en Roma. Pero disto mucho de tener ninguna seguridad acerca de ello.
Ni para finales de la república ni para el principado, en Roma ni en ninguna otra
parte, conozco la existencia de documentación explícita alguna sobre el hecho de
que se intentara reclutar entre los ciudadanos pobres una fuerza de trabajo con la
intención de proporcionarles así un modo de subsistencia, excepción hecha, por
supuesto, del pasaje de la Vida de Pericles de Plutarco, 12.4-6 (citada anteriormen
te), que yo tom aría (siguiendo a Andrewes: véase más arriba, y n. 24) como un
reflejo, más bien, de unas condiciones más cercanas a la época del propio Plutar
co que a las de la Atenas del siglo v. No nos inspira demasiada confianza el hecho
de que la única documentación literaria que tenemos, que trate de un tema tan
im portante, acabe siendo nada más que una descripción imaginaria de la Atenas
clásica del siglo v a.C. (!). Es más, cuando Polibio habla del interés que sentía el
pléthos ro m an o 30 por los contratos estatales (para la construcción y reparación de
edificios públicos, y para el arrendamiento de la recaudación de impuestos), sólo
piensa en los ricos que formaban, a finales de la república, el orden ecuestre, pues
cuando pasa a especificar los distintos grupos que estaban interesados en dichas
actividades y en los beneficios31 (ergasiai) que comportaban, sólo menciona a los
propios contratistas, a sus socios y fiadores; no se hace ni mención de los peque
ños subcontratistas (que debían de ser artesanos de los distintos ramos), cuanto
menos de los que se empleaban a jornal y trabajaban por el salario (Polib.,
VI.xvii.2-4). No se tome esto como negación de que las obras públicas implicaran
la existencia del trabajo libre; pero efectivamente nos sugiere que ese tipo de
trabajo no desempeñaba ningún papel de importancia (cf. también lo que luego
diré acerca del Discurso euboico de Dión Crisóstomo, VII. 104-152).
Me cuesta mucho tomar en serio el texto, único en su género, y tantas veces
citado, de Suetonio, Vespasiano, 18.2, en el que el emperador se niega a utilizar
un nuevo invento de cierto mechanicus, diseñado para facilitar el transporte de
unas columnas muy pesadas al Capitolio, aduciendo la razón de que ello iba a
impedirle «dar de comer al populacho» (plebiculam pascere).11 Ello implica, obvia
mente, que esas obras se hacían mediante el trabajo pagado de los ciudadanos, y
que así quería Vespasiano que se siguiera haciendo, mientras que la adopción del
invento lo habría hecho innecesario, privando así de su manera de ganarse la vida
a los ciudadanos que se dedicaban a ellas. Las razones que tengo para negarme a
aceptar la veracidad de esta historia es que Vespasiano, que no era ningún tonto,
LA PROPIEDAD Y LOS PROPIETARIOS 231
ejemplo incluso los hombres más distinguidos, «de modo que este servicio (dia-
konéma) resultara inevitable para el resto del populacho» (este motivo no aparece
en ía primera versión de Suetonio, Vespasiano, 8.5). En Roma, desde luego, no
había corveas; por lo tanto, si queremos tom ar en serio el texto, hemos de supo
ner que el trabajo que habían de realizar los ciudadanos tenía que ser necesaria
mente voluntario y gratuito, pues se nos presenta a Vespasiano como si esperara
que la acción «de los hombres más distinguidos» fuera a animar «al resto del
populacho» a seguir su ejemplo; y me parece absurdo imaginar a «los hombres
más distinguidos» realizando sus servicios por un jornal. Por otra parte, resulta
de todo punto inverosímil, desde luego, pensar que grandes contingentes de pobres
fueran a prestar su trabajo por nada, por mucho que se tratara de la construcción
de un templo, pues, de hecho, muchos no se hubieran prestado a ello. Por lo
tanto, me parece que el texto no tiene ningún sentido. En cambio, si queremos
evitar lo absurdo de la conclusión que acabo de señalar suponiendo que se espe
raba que los pobres prestaran sus servicios por la paga, el argumento resultará de
lo más incómodo para los que creen que las obras públicas eran llevadas a cabo
en gran parte mediante el trabajo de los ciudadanos libres pobres, pues la historia
implica necesariamente que muchos de estos ciudadanos libres pobres no se hubie
ran animado a realizar las obras, si no hubiera sido por la iniciativa del empera
dor (!). P or consiguiente, prefiero adoptar la opinión que me ha sugerido Brunt:
a saber, que hemos de ignorar el motivo aducido por Dión y considerar el acto de
Vespasiano como algo parecido a la ceremonia de poner la primera piedra por un
monarca en los tiempos modernos (como él indica, tenemos un paralelo muy
cercano en Suet., N erón, 19.2; cf. asimismo Tác., A n n ., 1.62.2).
En las provincias romanas, incluidas las del oriente griego, buena parte de las
construcciones públicas de importancia llevadas a cabo por las ciudades pasaron a
depender durante el principado de la munificencia imperial. Desgraciadamente,
estamos tan mal informados acerca de los tipos de trabajo que se empleaban en la
construcción en las provincias como lo estamos en el caso de Roma y de Italia,
excepto, por supuesto, cuando las obras las ejecutaba el ejército, como solía
ocurrir, en todo caso, a partir de la segunda mitad del siglo ií .33
Se preguntará uno con asombro cómo podían sostenerse los pobres en las
grandes ciudades. Desde luego, en R om a34 y (a partir de 332) en Constantinopla,
eí gobierno proporcionaba una cantidad limitada de alimentos gratuitos (principal
mente pan, pero en Roma también aceite y carne) y además intentaba asegurar
que el resto de grano que se necesitara se pudiera conseguir a precios asequibles.
Por un pasaje de Eusebio (HE, VII.xxi.9), queda claro que tan sólo al comienzo
del reinado de Galieno (en los primeros años de la década de los 60 del siglo m),
se realizaba en Alejandría un reparto público de grano (démosion siteresion); y
los papiros egipcios, la mayoría de los cuales han sido publicados muy reciente
mente, nos han descubierto hace poco que también existían repartos de ese estilo
en Hermópolis por esa misma fecha, en Oxirrinco unos años después, y un siglo
antes en Antinoópolis. Toda la documentación la presenta J. R. Rea en su publi
cación The Oxyrrhynchus Papyri, vol. XL (1972). En Oxirrinco, que es de donde
tenemos más cantidad de documentación que en ninguna otra parte, las normas
que regían para la admisión en la lista de los privilegiados perceptores (en parte
elegidos por sorteo) eran muy complicadas y no quedan del todo claras; pero no
LA PROPIEDAD Y LOS PROPIETARIOS 233
cabe duda de que eran los ciudadanos más acomodados los principales beneficia
rios, y de que los verdaderamente pobres no tenían muchas posibilidades de
contarse entre ellos (cf. Rea, op. cit., 2-6, 8). Se tenía en cuenta a jos libertos sólo
si habían realizado alguna liturgia, por lo tanto, si tenían buen número de propie
dades (ibidem, 4, 12). Los repartos en Alejandría estaban subvencionados por el
gobierno, al menos durante el siglo iv (cf. Stein, HBE, 11.754, n. 1), por lo que
tenemos motivos para pensar que también Antioquía y Cartago (las dos ciudades
más grandes del mundo mediterráneo, después de Roma, Constantinopla y Ale
jandría) recibirían subvenciones del estado en grano (véase Jones, L R E , 11.735,
junto con 111.234, n. 53; Liebeschuetz, A n t., 127-129). Podían producirse serios
motines a consecuencia de la suspensión o la reducción de las distribuciones de
grano: así parece que ocurrió en Constantinopla en 342 (SÓcr., H E, II. 13.5; Soz.,
H E, III.7.7), en Antioquía después del famoso «motín de las estatuas» en 387
(Liebeschuetz, A n t., 129), y en Alejandría a consecuencia de los disturbios que
siguieron al establecimiento del patriarca de Calcedonia Proterio en c. 453 (Evagr.,
HE, II.5). La documentación de la que de momento disponemos da sólo una idea
muy poco exacta del alcance de esos repartos de grano. Como ha dicho Rea,
«disponemos de una información relativamente muy escasa acerca de lo que em
pieza a revestir la apariencia de una institución muy difundida en las ciudades de
Egipto» (op. cit., 2). De momento no hay manera de afirmar si existían esas
mismas distribuciones de grano fuera de Egipto y de los otros lugares que hemos
enumerado. Oímos hablar de subvenciones para el grano (y el vino) concedidas
por los emperadores a partir de Constantino a algunas ciudades de Italia no
demasiado grandes, como Puteoli, Terracina y Capua; pero se trataba de arreglos
muy especiales, que pretendían compensar a las ciudades interesadas por las con
tribuciones en especie (de madera, cal, cerdos y vino), que estaban obligadas a
proporcionar para el mantenimiento de la propia ciudad de Roma y de su puerto
en Portus (véase Símm., ReL, xl, y también Jones, LRE, 11.702-703, 708-710).
Fuera de estos casos, tenemos sólo ejemplos aislados de la munificencia imperial
concedida a determinadas ciudades individualmente, que podía ser más o menos
duradera, como cuando oímos decir que Adriano concedió a Atenas sitos etésios,
expresión que tal vez quiera decir un subsidio anual gratuito de grano, en una
cantidad desconocida (Dión Casio, LXIX.xvi.2). Tenemos documentos proceden
tes de muchos sitios del mundo griego que hablan de que las ciudades mantenían
unos fondos especiales de su propiedad destinados a la adquisición de grano y a
su expendición a precios razonables: ya en la segunda mitad del siglo m a.C.
dichos fondos se hicieron permanentes en muchas ciudades (véase, p. ej., Tarn,
H C \ 107-108). Puede que las liturgias de comida de Rodas fueran un caso único
(Estrabón, XIV.ii.5, pág. 653). Durante los períodos helenístico y rom ano, algu
nos hombres ricos crearon en ocasiones en sus ciudades fondos destinados a
realizar repartos de comida y dinero (sportulae, en latín), que podían hacerse si
llegaba la ocasión; pero, lejos de dar mayores oportunidades a los pobres, estas
fundaciones solían ser discriminatorias a favor de las clases elevadas.35 En su libro
acerca del Asia Menor romana, Magie habla del que él cree que fue «el único
ejemplo conocido ... de lo que ahora se cree que era una fundación caritativa ...:
la concesión de 300.000 denarios que hizo una mujer rica de Silion [en Panfilia]
para sostener a los niños desamparados» (R R A M , 1.658). En la inscripción en
234 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
cuestión (IG R R , III.801), a pesar de todo, no hay nada que permita hablar de
«niños desamparados»; y el resto de ella, así como otras dos que tratan de esta
mujer, M enodora, y de su familia (ibidem, 800, 802), muestran claram ente que
estas personas hacían sus donaciones estrictamente con arreglo al rango social,
según un orden jerárquico de no menos de cinco o seis grados, en el que se
cuentan en primer lugar los magistrados municipales, y luego los «ancianos»
(,geraioi), miembros de la asamblea local (ekklésiastai), y después los ciudadanos
corrientes; luego vienen los paroikoi (residentes extranjeros, que en la Atenas
clásica se hubieran llamado «metecos») y dos tipos de libertos (véase la sección v
de este mismo capítulo y su n. 17), y finalmente las viudas de las tres primeras
escalas, quienes (en las dos inscripciones en las que se las anota) reciben la misma
cantidad que los libertos, etc., o bastante menos. En todos los casos, los magistra
dos reciben por lo menos veinte veces más que los libertos (T.R.S. Broughton, en
Frank, E S A R , IV ,784-785, nos da un resumen muy útil de las cifras, que no
quedan del todo claras en la inscripción).
pone es que su empleo es al servicio del emperador (.A pol., 11-13), es decir, del
estado.
En el pensamiento romano, y hasta cierto punto también en el derecho roma
no (que, naturalmente, tenía validez en teoría para todo el imperio a partir de c.
212), existía un paralelo con la distinción que había trazado Aristóteles entre el
jornalero y el artesano independiente: eí texto más antiguo que conozco y que lo
indique claramente forma parte de un pasaje citadísimo del De officiis (1.150) de
Cicerón, que hace referencia a «esos modos vulgares y sórdidos de ganarse la vida
de todos esos mercennarii cuyo trabajo (operae) se compra, no su cualificación
(artes); su verdadero salario es el pago de ía esclavitud (ipsa merces auctoramen-
tum servitutis)». De nuevo aquí volvemos a encontrar la idea, predominante entre
las clases altas griegas, de que el trabajo asalariado general en sentido estricto (no
el trabajo específico del artesano independiente) es en cierto modo servil.38 Por
mucho que Cicerón esté siguiendo de cerca a Panecio de Rodas (véase la sección
iii de este mismo capítulo), los sentimientos que expresa a este respecto son
totalmente característicos de la clase de los propietarios romanos.
Llegados a este punto, tengo que mencionar una cuestión técnica bastante
difícil: la distinción que trazan muchos «civilistas» (especialistas en derecho roma
no) modernos entre las dos formas distintas de contrato que conocían los juristas
romanos con el nombre de locatio conductio, esencialmente «arrendamiento»,
«arriendo», «alquiler» (el resto de este párrafo puede saltárselo con toda tranqui
lidad el que no tenga estómago para aguantar detalles técnicos). La forma más
simple de este tipo de contrato, con la que todos estamos familiarizados, es la
locatio conductio rei> arriendo y alquiler de una cosa, incluidas la tierra y las
casas. Otras dos formas de locatio conductio, cuyas diferencias quiero señalar
ahora, son la locatio conductio operis (faciendi) y la locatio conductio operarum: 39
parece que existió una distinción entre ambas en época romana, aunque ningún
jurista romano la hizo tan explícita como Cicerón en el pasaje que acabo de citar,
y esa distinción era de tipo más socioeconómico que jurídico. Hemos de empezar
por excluir muchos «servicios profesionales», en el sentido moderno: para los
romanos simplemente no estaban dentro de la categoría de cosas a las que se
podía aplicar el contrato locatio conductio -40 Se trata de un tema muy espinoso,
que fue muy debatido por los juristas romanos: comparto la opinión de quienes
sostienen que los textos no nos permiten trazar un cuadro general coherente,
porque el status de las diversas operae liberales, como suelen llamarse (aunque es
una expresión moderna, que no hallamos en las fuentes),41 sufrió unos cambios
considerables entre finales de ía república y el período severiano; por ejemplo,
unos cuantos maestros y médicos destacados lograron un notable ascenso en su
status, mientras que algunos topógrafos (mensores, agrimensores) decayeron. En
términos generales, podemos decir que profesiones como la oratoria y la filosofía
eran perfectamente respetables porque, en teoría, no implicaban un pago directo
por los servicios prestados (excepto, por supuesto, en el caso de los «sofistas» y
filósofos que tenían puestos estatales de profesores), mientras que los médicos,
maestros y compañía, que recibían esas pagas, se veían, por eso mismo, general
mente desposeídos del aíto grado de respeto que hoy día se concede a sus profe
siones, hasta que durante los dos primeros siglos del principado unos cuantos
miembros destacados de la profesión, especialmente maestros de literatura y de
236 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
retórica del más alto nivel, consiguieron llegar a posiciones muy distinguidas. El 8
término despectivo mercennarius no se utiliza nunca en relación a la locatio I
conductio operis, sino que sólo se vincula al hombre que «alquila su trabajo», )
operas suas locaverat (Dig., XLVIII.xix.11.1, etc.); y este tipo de contrato apenas
puede distinguirse de la locatio conductio sui, en la que un hombre «se alquila a
sí mismo» (véase, p. ej., D ig., X IX .ii.60.7: si ipse se locasset). El alquilar el
propio trabajo (operae) era de por sí deshonroso, y Ulpiano llega a decir que el
hecho de que un hombre que se alquila para luchar con fieras en la arena incurra ¡
en un determinado baldón legal no depende de que haya llegado a realizar,
efectivamente, unas prácticas de esa clase, sino del hecho de haberse alquilado
para ello (Dig., III.i. 1.6). No es sino una mera anomalía de lo más curioso el
hecho de que, en la locatio conductio operarumt el trabajador (el mercennarius) \
que se contrata por el «arriendo» (de sus servicios) y que realiza el trabajo (las
operae), recibiendo por ello su paga, sea el locator, mientras que en la locatio \
conductio operis el locator es el que «ofrece» el empleo al conductor (a éste ¡
podríamos llamarle «el contratante»), que realiza el trabajo (el opus) y recibe por
él su paga (en la locatio conductio rei, el locator es lo que, en el caso de la tierra,
llamaríamos «arrendador», y, naturalm ente, es él el que recibe la paga). Los jI
tecnicismos jurídicos, por muy complicados que sean, no deberían justificar el j
que se nos oculte la diferencia real que tenía Cicerón in mente cuando distinguía
al hombre relativamente respetable que permitía que se adquiriera (en un determi- \¡
nado empleo) su cualificación, del mercennarius, que, al vender la disponibilidad |
general de su fuerza de trabajo, recibía por jornal «el pago de la esclavitud». J
En caso de que se objete que toda la documentación que cito proviene de los
círculos de las clases altas, y que sólo la gente acomodada sería la que considerara
que el trabajo asalariado era una actividad baja y que nadie quería, he de insistir í
en que tenemos sobrados motivos para pensar que hasta las personas más humil
des (quienes, naturalmente, estarían lejos de despreciar toda clase de trabajo,
como le ocurría a la clase de los propietarios) considerarían, en realidad, que el
trabajo a jornal era una forma de actividad menos digna y valiosa que cualquier
otra en la que uno pudiera seguir siendo su propio am o, un auténtico hombre
libre, ya fuera como campesino, comerciante, tendero o artesano —o incluso
como obrero de transporte, como gabarrero o mulero, a los que difícilmente
clasificaríamos entre los artesanos cualificados—. Siento tentaciones de sugerir
que en la Antigüedad griega y romana, ser un hombre completamente libre impli
caba casi necesariamente poder utilizar, en principio, el trabajo de los esclavos en
todo lo que se hiciera. Hasta el vendedor al detalle más insignificante (el kapélos)
que prosperaba un poco podía comprarse un esclavo que se cuidara de su tienda
o de su puesto; un carretero o mulero cualquiera podía aspirar a tener un esclavo
que se ocupara de sus animales. Pero el m isthotos, al que se pagaría el mínimo
más absoluto por entregar a su patrón el uso total de su fuerza de trabajo, nunca
podría emplear a un esclavo con un sueldo de miseria; sólo él no era un hombre
propiamente libre.
Como espero que haya quedado suficientemente claro, la condición del peón
era lo más bajo que cabía; de hecho, era sólo un poco superior a la del esclavo.
Incluso a sus propios ojos, estoy seguro, los hombres que se alquilaban por el
jornal no debían de tener ni un ápice de amor propio. Córax, un personaje
LA PROPIEDAD Y LOS PROPIETARIOS 237
mente claro que la finalidad de todas esas obras era simplemente la de hacer más
hermosa e impresionante la ciudad, actividad en la que se deleitaban hasta la
exageración muchas ciudades de Asia Menor durante los siglos i y n. En todas las
referencias que hace Dión a su benevolencia hacia el demos, el pléthos, los démo-
t i k o i ( e , g en L.3-4; XLIII.7,12) no se hace nunca ni una sola alusión a las obras
públicas; y sus pretensiones de que se había compadecido de la gente humilde y de
que había intentado «aligerar sus cargas» (epikouphizein, L.3) habrían resultado
bastante inapropiadas para esas actividades.
Probablemente, en toda sociedad esclavista resulta inevitable que haya poca
estima del trabajo a jornal, si no es en circunstancias muy especiales: pocos
hombres libres recurrirían a él, a menos que se vieran obligados a ello debido a
fuertes presiones económicas, resintiéndose en su amor propio y decayendo en la
estima de todos los demás por el simple hecho de realizarlo. Los salarios tendían
a ser bajos: entre los factores que coadyuvarían a mantenerlos a ese nivel es
probable que estuviera la existencia de un trabajo «sobrante» de esclavos, pues
habría muchos señores que poseyeran esclavos de los que no pudieran sacar
mucho rendimiento que preferirían arrendarlos a jornal a precios baratísimos
antes que tenerlos en casa, sin hacer nada de provecho. En el Sur de los Estados
Unidos de antes de la guerra, donde trabajar duro se llamaba «trabajar como un
negro», y se llegaba a decir que los blancos pobres «se hacían negros» trabajando
de jornaleros en las plantaciones de algodón y de caña de azúcar, se oían muchas
exhortaciones a los pequeños granjeros y a los proletarios urbanos y rurales a no
sentirse humillados por tener que trabajar con sus manos: «no se avergüence
nadie por el trabajo; no se avergüence nadie de una mano encallecióla o de un
rostro moreno por el sol». Pero el simple hecho de que se pronunciaran tantas
seguridades en ese sentido es la prueba de que se creía que eran necesarias para
contrarrestar unas actitudes profundamente arraigadas: este aspecto lo ha señala
do muy bien Genovese (PE S, 47-48, con las notas 63-64), quien hace hincapié en
la existencia en el Viejo Sur no sólo de «una corriente subterránea de desprecio
por el trabajo en general», sino especialmente de «un desprecio por el trabajo
realizado para otro», precisamente la situación del misthotos o mercennarius
antiguo. El veneno de la esclavitud, en una «sociedad esclavista» —aquella en la
que la clase propietaria extrae una parte sustancial de su excedente del trabajo no
libre, ya sea del de los esclavos, del de los siervos o del de los siervos por deudas
(cf. II.iii)— actúa con fuerza en el campo ideológico, lo mismo que en el social y
económico. Se ha señalado con frecuencia que en el mundo griego y romano no
se hablaba para nada de «la dignidad del trabajo», y de que el propio concepto de
«trabajo» en sentido moderno —por no hablar del de «clase trabajadora»— no se
podría expresar adecuadamente en griego ni en latín.44 Con ello no presupongo,
desde luego, que el trabajo se desprecie tan sólo en lo que yo llamo una «sociedad
esclavista»: véase más adelante.
Se ha dicho muchas veces que en el m undo griego y romano la «competencia»
del trabajo de los esclavos debió de forzar la baja de los salarios de los trabaja
dores libres y que probablemente hubo de generar «desempleo», de cualquier
modo en casos extremos. De hecho, suele imaginarse que el «desempleo» es la
consecuencia inevitable de todo gran aumento de la utilización del trabajo de los
esclavos en un determinado lugar, como por ejemplo en la Atenas del siglo v a.C.
LA PROPIEDAD Y LOS PROPIETARIOS 239
Pero hay que empezar por entender que el desempleo, en lo que pueda parecerse
al sentido m oderno del término, no constituyó prácticamente nunca un serio
problema en el mundo antiguo, pues, como ya he demostrado, el empleo, de
nuevo en el sentido que nosotros le damos a la palabra, no era algo que tuviera en
perspectiva la inmensa mayoría de los hombres libres; sólo los que no tuvieran
ninguna cualificación y estuvieran en la indigencia intentarían, por lo general,
emplearse por un sueldo. Trataré ahora de la cuestión relativa al punto en que
afectaba él esclavismo a la situación de los jornaleros en sentido propio; de
momento voy a centrarme en el artesano o menestral cualificado (el technités),
incluyendo en esa categoría al hombre que fuera semicualificado o tuviera algún
bien de equipo (véase más arriba), a quien tuviera que ver con el transporte o
cosas por el estilo. Este hombre, por lo general, conseguiría un tipo de «empleo»
bastante distinto: ejecutaría tareas específicas para sus clientes, por las cuales se le
pagaría «por pieza», según lo que hiciera, excepto, acaso, cuando trabajara por
«contrato gubernamental», como diríamos nosotros, en obras públicas, en cuyo
caso se le podría pagar «por tiempo», al día (el documento mejor conocido de
este tipo de remuneraciones procede de las cuentas relativas a la construcción del
Erecteon de Atenas, a finales del siglo v a.C ., y a las del templo de Eleusis, de
finales del iv, sobre las que se hallarán referencias en la n. 21). Una afluencia
inesperada de trabajadores esclavos hubiera reducido, por supuesto, las oportuni
dades que tuviera cualquier artesano de encontrar gente que requiriera sus servi
cios y que quisiera hacerle encargos; y en esa medida podría decirse que los
esclavos «competían con el trabajo libre», y que, en sentido muy vago, «genera
ban desempleo». Sin embargo, sería demasiado ingenuo decir que un hombre que
utilizara esclavos en su taller «debía de» hacer bajar los precios del pequeño
artesano que trabajara por su cuenta en el mismo ramo: es de suponer que el gran
productor de la Antigüedad, al no verse expuesto a las presiones psicológicas, a
las ambiciones y a las oportunidades de un empresario capitalista en ascenso,
vendería a los precios normales del mercado y se embolsaría el beneficio adicional
que cabría esperar que obtuviera de la explotación del trabajo de sus esclavos; en
esto me veo más inclinado a estar de acuerdo con Jones, aunque no es capaz de
dar más que un ejemplo, que no logra afirm ar la cuestión (SCA, ed. Finley, 6).45
Ante todo, hemos de recordar que el tamaño de un taller de esclavos, a diferencia
del de una fábrica moderna, no aumentaba su efectividad en relación al número
de sus trabajadores: el factor decisivo en el mundo moderno es la maquinaria, que
permite al taller grande producir a menor coste y hacer bajar así los precios frente
a los del más pequeño (si los demás factores son iguales en ambos casos), hasta
lograr echarlo del negocio. El taller antiguo no tenía maquinaria de ningún tipo.
Se le valoraría, dejando a un lado las premisas de propiedad franca que pudiera
comportar, simplemente por los esclavos que em pleara y las materias primas que
contuviera, como en Dem., XXVII.4 ss., esp. 9-10, en donde el orador —deseoso
de tasar las propiedades de su padre en el valor más alto posible— no valora los
dos talleres de Demóstenes el Viejo (uno de su propiedad, el otro dejado en
depósito como garantía de una deuda) más que por las materias primas que hay
en ellos (marfil, hierro, cobre y aceite de nuez) y sus 52 o 53 esclavos.46 Demóste
nes habla de los esclavos como si prácticamente fueran ellos en cada caso la
«fábrica». Aum entar el número de esclavos en un taller no significaría nada a la
240 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
eos. Se ha llamado a los Niveladores ingleses del siglo xvn «el único partido
genuinamente democrático que hundió la revolución puritana» (Woodhouse, P L 2,
pág. [17] de la introducción); pues bien, algunos de ellos4* pretendían excluir de la
ciudadanía a to d o s lo s aprendices y «criados», así como a «los que reciben limos
na», en la idea de que «dependen de la voluntad de otros y les daría miedo no dar
[les] gusto. Pues criados y aprendices van incluidos con sus amos y maestros, y lo
mismo les pasa a los que reciben limosna pidiendo de puerta en puerta», según
dice Maximilian Petty, en el segundo «Putney Debate», del 29 de octubre de 1647
(Woodhouse, P L 2y 83). Resulta significativa la unión de mendigos, criados y
aprendices.49 No cabe la menor duda de que James Harrington, el interesante e
influyente escritor político del tercer cuarto del siglo xvn, dividía a la población
en dos clases: los libres o ciudadanos, «que pueden vivir por su cuenta» o «pue
den vivir de lo suyo», y los criados, que no pueden.50
El deseo de discriminar políticamente a los que trabajaban a jornal se mantu
vo hasta después del siglo x v i i . No puedo seguir aquí su pista hasta mucho más
tarde, pero digamos que aún puede verse muy claramente en algunas obras de
Immanuel Kant, escritas hacia 1790, en las que podemos hallar algunas reminis
cencias muy interesantes de las distinciones que trazaba el derecho romano, a las
que he hecho referencia anteriormente. Kant deseaba reservar la ciudadanía a
quienes fueran sus propios amos y tuvieran alguna propiedad que los respaldara.
A un hombre que «se ganara la vida a costa de otros», según Kant, se le podía
conceder la ciudadanía sólo si «vendía lo que era suyo, sin permitir que otros le
utilizaran». Kant explica en una nota que, mientras que el artista y el comercian
te, e incluso el sastre y el fabricante de pelucas, tienen los requisitos necesarios
(son artífices)y el criado doméstico, el dependiente de una tienda, el peón, el
barbero, y el hom bre «al que doy a cortar la leña», no los cumplen (son simples
operarií). Acaba su nota admitiendo, no obstante, que «de algún modo resulta
difícil definir los requisitos que le permiten a uno pretender tener la condición de
dueño de sí mismo» (!); creo que entre las influencias que se ejercían sobre el
pensamiento de Kant estaba la del derecho romano. La distinción que hace nos
recordaría irremisiblemente la existente entre la locatio conductio operis y la
locatio conductio operarum, sobre las que llamé la atención hace un momento,
aduciendo que se trata de una diferenciación socioeconómica. Kant estaba dispues
to a darle un efecto legal y constitucional, aunque no fuera capaz de definirla
satisfactoriamente. En una obra de Kant publicada cuatro años más tarde, el
filósofo volvía a tratar este tema, al afirm ar que «para ser apta para votar, una
persona debe tener una posición independiente entre la gente»; y entonces, sin
intentar dar una definición más precisa de su «ciudadano activo», pone cuatro
ejemplos de otras tantas categorías excluidas «que no poseen independencia civil»,
tales como aprendices, criados, menores de edad y mujeres, que tal vez «exigirían
que se les tratara por parte de todos los demás de acuerdo con las leyes de la
libertad e igualdad naturales», pero que no tendrían nigún derecho a participar en
la elaboración de las leyes.51
Tengo que acabar este capítulo volviendo a hacer hincapié sobre un aspecto
que ya he señalado en otro pasaje de este mismo libro: a saber, que si el trabajo
libre a jornal no desempeñó un papel muy significativo en ningún momento en la
242 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
economía del mundo griego, en ese caso las clases propietarias habrían tenido que
extraer su excedente por otros conductos, principalmente mediante el trabajo no
libre (el de los esclavos, los siervos y los siervos por deudas), realizado «directa
mente» por individuos (asunto que he tratado en la sección iv de este mismo
capítulo), pero también «indirectamente» hasta cierto punto, en forma de rentas
(en dinero o en especie) recibidas de arrendamientos, o bien mediante impuestos o
prestaciones forzosas realizadas en beneficio del estado o de las municipalidades
(tema que me propongo tratar en el siguiente capítulo).
No estaría fuera de lugar que añadiera una n o ta 52 en la que se enumeraran
todas las referencias al trabajo a jornal que aparecen en el Nuevo Testamento, de
las cuales las únicas que tienen particular interés son Mt. XX. 1-16 (la «parábola
del viñador», a la que hicimos referencia anteriormente) y Santiago, V.4.
IV. LAS FORMAS DE EXPLOTACIÓN
EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
Y EL PEQUEÑO PRODUCTOR
INDEPENDIENTE
(i) E x p l o t a c ió n «in d iv id u a l d ir e c t a » y e x p l o t a c ió n «c o l e c t iv a in d ir e c t a »
tor podía verse además obligado a realizar toda clase de prestaciones forzosas a
requerimiento del estado, sobre todo en las regiones del mundo griego (especial
mente en Egipto y Siria) que habían formado parte anteriormente del imperio
persa y en aquellas en las que se habían conservado indefinidamente formas de
prestaciones personales obligatorias tales como ía corvea (para la reparación de
canales, etc.) o la obligación de transportes, que es lo que eran las primitivas
angariae (véase I.iii y, más adelante, la n. 8 de esta sección).
Entre las formas de lo que he llamado «explotación colectiva indirecta» no
hemos de olvidarnos de reseñar las levas militares forzosas. En las ciudades grie
gas, el servicio militar en caballería o en la infantería pesada (el ejército de
hoplitas) constituía una «liturgia» que se suponía que debían prestar las que yo
llamo «clases propietarias» (véase 111.ii), aunque yo creo que a veces (o quizá con
mucha frecuencia) el servicio de hoplita se extendería incluso por debajo de este
nivel y afectaría a gente que necesitaba en alguna medida trabajar para poder
vivir. Las tropas de infantería ligera y las fuerzas navales se reclutaban entre los
que no tenían propiedades, y algunas ciudades utilizaban incluso esclavos, entre
otros, para que actuasen de remeros en las naves de guerra (véase, p. ej., Tuc.,
1.54.2; 55.1). No obstante, tengo la sospecha de que el reclutamiento de hombres
pobres para esos menesteres sería bastante raro, en todo caso lo sería siempre que
no se les diera una paga (o por lo menos rancho). Y creo que hay otros motivos
para pensar que, en particular en Atenas, los que estaban por debajo de la clase
de los hoplitas (los thetes) serían llamados a filas sólo temporalmente, en caso de
emergencia (como en 428, 406 y tal vez 376), hasta 362, cuando se introdujo el
reclutamiento de los thetes para servir en la arm ada y se convirtió en una práctica
frecuente.8
El rasgo de la llamada a filas que más pertinente resulta ahora es que para la
gente acomodada no representaba una carga demasiado pesada, pues no tenían
que trabajar para vivir y el servicio militar les impediría simplemente dedicarse a
otras ocupaciones (bien es cierto que más lucrativas). P ara todos los que estaban
por debajo de mi «clase de los propietarios», el que se les impidiera realizar las
actividades con las que se ganaban el pan de cada día, es decir la llamada a filas,
significaría una auténtica amenaza, y los que más lejos estuvieran de pertenecer a
la clase de los propietarios es de suponer que la sufrirían más intensamente. Marx,
que conocía a A piano, cita en una nota a pie de página del vol. I del Capital
(págs. 726-727, n. 4) parte de un pasaje del historiador griego en el que éste
describe el crecimiento de los latifundios y el empobrecimiento del campesinado
italiano durante la república (5C, 1.7), y añade el siguiente comentario: «el servi
cio militar aceleraba hasta ese punto la ruina de los plebeyos romanos» (de hecho,
Apiano hace ver que la exención de los esclavos del servicio militar era el motivo
por el cual los terratenientes romanos los «usaban para cultivar sus tierras y como
pastores», mejor que a los libres). Con la llegada del principado (y de hecho
antes, desde tiempos de Mario, a finales del siglo i i a.C.) se llegaron a sustituir
hasta cierto punto las levas obligatorias por el reclutamiento de voluntarios, aun
que se siguieron produciendo hasta un nivel más alto del que muchos historiado
res han querido ver (véase la sección iv de este mismo capítulo y su n. 1).
LAS FORMAS DE EXPLOTACIÓN 247
car la sociedad concreta que estamos estudiando, para agruparla junto a otras
sociedades más o menos parecidas y distinguirla de las que forman otros grupos
distintos, creo que nos resultará de lo más provechoso para casi todo colocar al
mundo griego antiguo, en todas sus fases sucesivas —y en ciertos aspectos muy
distintas—, dentro de las «sociedades esclavistas» y no en el campo de las «socie
dades campesinas», si bien el hecho de que trabajem os principalmente con el
primero de estos conceptos no exluye, por supuesto, la utilización del segundo
para las situaciones que lo requieran. Tal vez deba repetir ahora lo que ya dije
antes (p. ej., en II.iii y III.iv): según mis premisas, el hecho de que las clases de
los propietarios del mundo griego y romano sacaran el grueso de su excedente de
ía explotación del trabajo no libre nos permite considerar ese mundo una «econo
mía esclavista» o una «sociedad esclavista» (en sentido muy vago), aunque hemos
de aceptar que durante gran parte de la historia de Grecia y Roma los campesinos
y otros productores independientes no sólo form aran tal vez de hecho la mayoría
del total de la población, sino que incluso les correspondería una parte más
grande (casi siempre mucho más grande) de la producción que a los esclavos y a
otros trabajadores no libres. Incluso cuando, ya en las postrimerías más absolutas
del siglo iv de la era cristiana, es posible tener la completa seguridad de que la
producción de los esclavos-mercancía en sentido estricto había descendido bastan
te por debajo del nivel alcanzado por la producción combinada de campesinos
libres, siervos campesinos y una mezcla de artesanos y toda clase de trabajadores
libres de distinto tipo, ya fuera que trabajaran por su cuenta o como asalariados
(véase III.vi), el trabajo no libre de los siervos constituye un factor primordial, y
la aceptación, de m anera incuestionable por parte de todos, de la esclavitud como
parte del orden natural (cf. III.iv y la sección iii de este mismo capítulo) abarca la
totalidad de la sociedad. Como demostraré en VI.vi y VII.iii, el cristianismo no
supuso ninguna diferencia a este respecto, como no fuera acaso para fortalecer a
la minoría gobernante y aumentar la aquiescencia de la mayoría explotada, si bien
animaba la realización de actos individuales de caridad.
El hombre de ciudad, a lo largo de todas las épocas, ha considerado que la
suerte del campesino no era nada digna de envidia, excepto las pocas veces que
se ha permitido alguna reflexión sentimental acerca de la superioridad moral de la
vida del campesino (véase eí primer párrafo de I.iii). Edward Gibbon, que se
felicita a sí mismo en su autobiografía por haber nacido en el seno de «una
familia de rango honorable y decentemente dotada de los bienes de la fortuna», se
estremecía al contemplar algunas de las alternativas tan desagradables que le
podían haber cabido en suerte: por ejemplo, «ser esclavo, o salvaje o campesino»
{Memoirs o f m y L ife , ed. G. A. Bonnard [1966], 24, n. 1).
Desde mi punto de vista, la representación artística más profunda y conmove
dora del «campesino» es el cuadro De Aardappeleters {Los comedores de patatas)
de Vincent van Gogh, pintado en Nuenen, en Brabante, en abril-mayo de 1885,
una reproducción del cual constituye la contraportada de la edición original ingle
sa de este libro. Además de los estudios preliminares, existen dos versiones (así
como una litografía), una de las cuales se halla en el Museo Van Gogh de Ams
terdam, y es más hermosa, sin duda alguna, que la primera de ellas, que está en
el Króller-Müller Museum de Otterlo, cerca de Arnhem. Como dijo el propio
Vincent, en una carta a su hermano Theo, escrita el 30 de abril de 1885, mientras
LAS FORMAS DE EXPLOTACIÓN 249
estaba pintando aún el cuadro: «He intentado subrayar que esa gente, comiendo
sus patatas a la luz de la lámpara, araron la tierra con sus propias manos, las
mismas que llevan al plato, asi que habla del trabajo manual y de con cuánta
honradez se han ganado su comida. He querido dar la impresión de un modo de
vida bien distinto del nuestro, el de la gente civilizada.» 3
Estoy seguro de que no se podría hallar parangón posible a esta afirmación en
todo lo que se nos ha conservado de la literatura griega y latina. La cualidad que
más nos impresiona de los campesinos de Van Gogh es su resistencia, su solidez,
semejante a la de la tierra de la que sacan justo lo suficiente para mantenerse
vivos. Al menos en cuatro de sus cartas cita Van Gogh una descripción de los
campesinos de Millet que sin duda cuadra también a los suyos: «Su campesino
parece pintado con la tierra que siem bra.»4 Los comedores de patatas son pobres,
pero, evidentemente, no son miserables: aunque el artista muestre una infinita
simpatía por ellos, no les pone el más mínimo trazo de autocompasión. Son los
esforzados sin voz, la inmensa mayoría —no lo olvidemos— de la población del
mundo griego y rom ano, sobre los que se edificó una gran civilización que los
despreciaba e hizo todo lo posible por olvidarlos.
Hoy día la gente está dispuesta a dar por descontado que la producción
campesina es incompetente, comparada con la agricultura moderna a gran escala,
el «agrinegocio», pues ésta puede labrar muchas hectáreas con muy poco trabajo,
de modo que puede obligar al campesino a bajar los precios y echarlo de sus
tierras. Sin embargo, basándonos en un método de cálculo distinto, teniendo en
cuenta las grandes cantidades de productos derivados del petróleo, los fertilizantes
manufacturados y la maquinaria que necesita el «agrinegocio», hay quienes sostie
nen que la producción campesina es más eficaz, desde un punto de vista ecológico
y a largo plazo. No pretendo tener capacidad para decidir al respecto.
te, no son legalmente propiedad de otro; pueden ser siervos o siervos por deudas
(según las definiciones de ellos que hemos dado en III.iv) o no.
3. Las condiciones en las que ocupan la tierra pueden ser muy variadas:
pueden ser propietarios francos, arrendatarios (a cambio de una renta en dinero,
especie o en aparcería, que puede combinarse o no con prestaciones de trabajo),
o colonos por voluntad.
4. Trabajan sus tierras esencialmente como unidades familiares, principal
mente mediante el trabajo de la familia, aunque ocasionalmente haciendo un uso
limitado de esclavos o de trabajadores asalariados.
5. Normalmente se encuentran asociados en unidades mayores que la sola
familia, habitualmente en aldeas.
6. A los trabajadores subordinados (como los artesanos, obreros de la cons
trucción y del transpórtel e incluso los pescadores) que surgen entre los campesi
nos y se quedan entre ellos, puede también considerárseles campesinos.
7. Sostienen a las clases superpuestas que los explotan en mayor o menor
grado, especialmente a los terratenientes, prestamistas, habitantes de las ciudades
y los órganos d et estado al que pertenezcan, dentro del cual pueden gozar o no de
derechos políticos.
Veremos cómo el campesino, tal como lo he definido, se superpone en parte a
las categorías de trabajo no libre que expuse en III.iv: todos los siervos son
campesinos, así como la mayoría de los siervos por deudas, pero no los esclavos
(si bien para algunas cosas puede contarse también como campesino al «esclavo
colonus» que describiré en el § 12 de la sección iii de este capítulo). A partir de un
determinado nivel, los campesinos empiezan a ascender a mi «clase propietaria»
(tal como la definí en III.ii cuando utilizan esclavos, siervos o jornaleros; desde el
momento en que lo hacen en un grado considerable, pudiendo vivir sin verse
obligados a gastar buena parte de su tiempo en trabajar, según mi definición,
dejan de ser considerados campesinos y ha de contárseles como miembros de la
clase de los propietarios. Una familia campesina sólo puede aspirar a ascender a
la clase propietaria mediante la explotación del trabajo de otros.
Uno de los mejores análisis que conozco acerca de un determinado campesina
do concreto es el que hace Engels en 1894 en un artículo titulado «La cuestión
campesina en Francia y Alemania» (hay traducción inglesa en M ESW , 623-640).
Engels sabía de primera mano mucho más acerca de los campesinos que tantos y
tantos historiadores académicos. Como apuntaba en unas notas de viaje a finales
de 1848, había «hablado con cientos de campesinos de las más diversas regiones
de Francia» {M ECW , VIL522). En ese artículo, escrito en 1894, distingue tres
grandes grupos de campesinos; uno de ellos, el del «pequeño» campesino, se
separa, cualitativamente hablando, de los otros dos, y se define con exactitud
como «propietario o colono —especialmente en el primer caso— de un pedazo de
tierra no mayor, por regla general, de lo que él y su familia puedan arar, ni tan
pequeño que no pueda mantenerlos» (M ESW , 625). Los otros dos grupos, el de
los «grandes» y «medianos», son los que no «pueden arreglárselas sin asalariados»
(637), que emplean de diversas maneras (624-625); los grandes campesinos se
dedican a una «producción capitalista disfrazada» (638). Más o menos según estas
líneas dividiría yo a los campesinos griegos antiguos, si bien, como es natural, el
trabajo que emplearan los «grandes» y (hasta cierto punto) los «medianos» en el
LAS FORMAS DE EXPLOTACIÓN 251
[koinon] de los aragüenos» y como colonos del emperador, se hace mención a una
petición anterior dirigida al monarca antes de su subida al trono, cuando era
prefecto del pretorio, recordándole cuán profundam ente se turbó su divino espíri
tu ante lo desastroso de su situación, aunque, al parecer, la única prueba que
tenían de su conm ovedora turbación de espíritu era que Filipo había cursado su
petición al procónsul de Asia, quien no había hecho nada (o en todo caso nada
eficaz) al respecto, así que, decían, seguían viéndose despojados por los rapaces
funcionarios y magnates de la ciudad contra los cuales no tenían nada que hacer
(puede consultarse convenientemente esta inscripción en Frank, E SA R , IV.659-661,
en donde puede hallarse el texto con traducción inglesa de T. R. S. Broughton).12
En otra petición (datada en 238 d.C.), procedente de Scaptopara, en Tracia,
dirigida al emperador Gordiano III, los aldeanos, que al parecer son propietarios,
plantean una queja parecida, añadiendo que «no podemos soportarlo más. Vamos
a tener que dejar el hogar de nuestros antepasados por la conducta violenta de los
que se nos echan encima. Pues, en honor a la verdad, nos hemos visto reducidos
de ser muchas familias a unas cuantas solamente» (I G B u l g IV.2.236; existe
traducción inglesa en Lewis y Reinhold, R C , 11.439-440).13 La más interesante de
todas es una inscripción procedente de Aga Bey Kóy, situada cerca de la antigua
Filadelfia de Lidia (al oeste de Asia Menor), que ha de datarse acaso a comienzos
del siglo III, durante el reinado de Septimio Severo (el texto, con traducción
inglesa de Broughton, puede verse en Frank, E S A R , IV. 656-658).14 Aquí los
campesinos, que son colonos de una finca imperial, amenazan de hecho, a menos
que el emperador no haga algo para detener las terribles exacciones y la opresión
que los funcionarios del gobierno ejercen sobre ellos, con abandonar los hogares
de sus antepasados y sus tumbas y marcharse a unas tierras particulares (ididtiké
ge), en otras palabras, con convertirse en colonos de algún terrateniente fuerte
que les proporcione la ayuda que necesitan, práctica que, según vemos, se daba
también, de hecho, en otras partes, notablemente en la Galia de mediados del
siglo v, por lo que dice el sacerdote cristiano Salviano (véase más adelante).
Lo mismo que en las diversas formas de ocupación de la tierra, mucho debía
de depender de los términos del arrendamiento individual. Las rentas podían ser
—en dinero o en especie— relativamente más altas o más bajas, las prestaciones
de trabajo (cuando se exigían) podían ser muy distintas, y las aparcerías podían
variar bastante en la división de la cosecha entre el terrateniente y el colono: lo
corriente era m itad y mitad, pero la parte del señor (que muchas veces dependía
del tipo de cosecha) podía alcanzar los dos tercios y pocas veces estaba por debajo
del tercio. Tal vez la aparcería fuera lo que resultara preferible, por regla general,
desde el punto de vista del colono, por lo menos en épocas malas; pero ello
dependería de la parte que correspondiera a cada uno, y naturalmente diferiría
según la cantidad proporcionada por el terrateniente de esclavos, animales, ape
ros, grano y demás elementos que los juristas romanos llamaban el instrumentum
(el equipo) de la hacienda (acerca de ello véase § 18 de la sección iii de este mismo
capítulo). Como dice el jurista del siglo ii Gayo, «el aparcero [colonus partiarius]
tiene una especie de sociedad, y reparte ganancias y pérdidas con su señor» {Dig.,
X IX.ii.25.6). En la eventualidad de una pérdida casi total de la cosecha, hasta el
aparcero, que no tuviera prácticamente nada que darle al terrateniente, se vería en
seguida sin nada que comer, y quedaría tan a merced de dicho terrateniente, o de
LAS FORMAS DE EXPLOTACIÓN 257
algún usurero, como cualquier otro colono que dejara de pagar la renta fija que
hubiera estipulado. En un año moderadamente malo, la situación del aparcero,
aunque ello depende de que se hubiera visto forzado a tener que pedir prestado a
su terrateniente o a algún prestamista, dependería tanto del tamaño de su parcela
como de la parte de cosecha con la que pudiera quedarse, y esto es algo que se ha
solido pasar por alto.
Yo creo que el factor más importante en la posición de un campesino debió de
ser muchas veces la situación laboral que se diera en su localidad, o, para ser más
precisos, el trabajo disponible en relación al área de tierras que cultivar. Los
terratenientes necesitaban trabajadores para cultivar sus posesiones. No hay mu
chos documentos acerca del trabajo de los jornaleros a una escala digna de
consideración, excepto en tiempos de siega, momento en el que debía de ser
bastante corriente; pero en otras circunstancias no se podría conseguir fácilmente
en grandes cantidades: véase III.vi, en donde he mencionado además algunos
textos que hablan de cómo los vecinos se ayudaban unos a otros. Si los esclavos
estaban caros o eran difíciles de obtener (como, en todo caso, lo fueron en
algunas regiones durante el principado y el imperio tardío), se produciría entonces
cierta competencia entre los terratenientes ricos por los servicios de los colonos.
Las epidemias, las levas y la captura de trabajadores agrícolas con motivo de las
incursiones «bárbaras» mejorarían, naturalmente, la situación de los que queda
ran, lo mismo que durante la peste negra mejoró la situación de los trabajadores
agrícolas en la Inglaterra del siglo xiv. Pero nada más comenzar el siglo 11, bas
tante antes de que el mundo grecorromano empezara a sufrir gravemente pestes o
invasiones «bárbaras» de importancia, oímos decir a Plinio el Joven que había
escasez de colonos en sus fincas del norte de Italia: véase sus Ep., VII.30.3 (rarum
est invenire idoneos conductores), y III. 19.7, en la que penuria colonorum debe
de querer decir «escasez» y no «pobreza» de colonos15 (cf. raritas operariorum,
en Plinio, NH , X V III.300). Vemos también que Plinio hace grandes restricciones
en sus rentas (IX .37.2) y calcula más (X.8,5).
En su interesante artículo publicado en 1976 en el Journal o f Peasant Studies,
Peter Garnsey adelantaba la opinión de que «ía única clase numerosa de propie
tarios campesinos de la que se tienen pruebas documentales durante el imperio
tardío son militares» (PARS, 232). Esta afirmación requiere algunas restricciones:
al parecer, se basa en parte en que cree que las asignaciones de tierras a los
veteranos en el siglo iv estaban «libres de impuestos» (ibidem, 231). Se trata de
una cuestión terriblemente complicada; pero yo admito el punto de vista de
A. H. M. Jones acerca de la iugatio/capitatio (R E , 280-292; L R E , 1.62-65,
451-454), y entendería que la exención de impuestos de que gozaban los veteranos
se veía restringida a los capita de ellos mismos y sus esposas (y sus padres, caso de
que vivieran), y que no se extendía a sus iuga de tierra (véase esp. Jones, RE,
284). Además se trataba de un privilegio puramente personal, que se hacía exten-
sible a sus hijos. Las palabras «easque perpetuo habeant immunes», que aparecen
en CTh., VII.xx.3.p r., deben de referirse sólo al tiempo que viva eí veterano (cf.
Ulpiano en D ig., L.xv.3.1): no veo que haya nada en CTh., VII.xx que lo contra
diga, y no hay ni rastro de más privilegios para los hijos de los veteranos en CTh.,
VILxxii ni en ninguna otra parte, aunque, desde luego, hay que suponer que
9. — STE. CROIX
258 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
durante el siglo iv los hijos de los veteranos servirían también en el ejército. Pero
a este respecto no quiero parecer dogmático.
Paso ahora a hacer unas consideraciones muy breves acerca de las rentas de
trabajo, expresión que utilizo por conveniencia para designar las prestaciones de
trabajo que han de hacerse regularmente en virtud de la ocupación de unas
tierras, en lugar de una renta en dinero o en especie, o bien como suplemento a
ella (en el sentido en el que uso la expresión, las prestaciones de trabajo, inclui
rían no sólo las rentas de trabajo regulares que estoy examinando aquí, sino
también las que se exigieran ocasionalmente a los colonos, legítimamente o sin
ningún derecho, y semejantes a las angariae a las que he hecho referencia en otros
momentos, especialmente, en I.iii). Parece que en el mundo griego y romano las
rentas de trabajo tuvieron un papel sorprendentemente pequeño. Y digo «parece
que tuvieron un papel», porque es posible, aunque en mi opinión bastante invero
símil, que las rentas de trabajo estuvieran en realidad mucho más difundidas de lo
que los documentos que se han conservado pudieran hacer ver. Por lo que yo sé,
sólo hay un escritor moderno, John Percival, que haya examinado seriamente esta
difícil cuestión y que haya sugerido que las rentas de trabajo tal vez fueran
bastante más corrientes de lo que la mayoría de nosotros supondríam os.16 No
tengo nada que aportar a la discusión, y no puedo más que expresar la situación
tal como se conoce generalmente.
Tan sólo en un papiro latino de mediados del siglo vi, procedente de Ravena,
que trata de una finca perteneciente a la iglesia ravenate, vemos que se exigen
rentas de trabajo en una escala parecida a la situación que se daba en muchas
mansiones medievales, a razón de más de tres días a la semana (P. I t a i , 3,
1.3.2-7). Fuera de unos cuantos textos que lo mismo puede que se refieran a las
rentas de trabajo 17 como que no, sólo aparece su figura, de manera bien destaca
da, en tres inscripciones africanas, de una famosa serie del siglo n y comienzos
del ni, y aquí las vemos a una escala mucho más pequeña: en dos de estas
inscripciones, los colonos han de realizar seis días de trabajo al año (dos días por
cada tem porada, durante la de arar, la de segar y la de cavar), y en la tercera (y
más fragmentaria), aparentemente su obligación es prestar doce días de trabajo al
año (cuatro días por cada una de esas mismas tem poradas).18 Naturalmente, las
rentas de trabajo son sólo de desear en beneficio de la «heredad» o «finca perso
nal» de un terrateniente, y parece bastante rara la existencia en el mundo griego y
romano de ese tipo de propiedad, rodeada de fincas arrendadas a campesinos
cuyo trabajo se utiliza.*9 Estoy de acuerdo con A. H. M. Jones en que la institu
ción de las rentas de trabajo era «relativamente rara» durante el imperio tardío
{LREy 11.805-806), y creo que puede decirse lo mismo del principado, aunque es
posible que se exigieran prestaciones de unos cuantos días de trabajo al año, tal
como revelan las inscripciones africanas que acabo de mencionar, con mucha más
frecuencia de la que deja ver nuestra documentación.
llevaba a cabo la explotación, y hasta qué punto se realizaba, punto de vista que
se ha pasado por alto con demasiada frecuencia en las obras modernas que tratan
de este asunto. Disponemos de gran cantidad de documentación, no sólo proce
dente de inscripciones y papiros y de las fuentes jurídicas y literarias (incluyendo
en estas últimas las eclesiásticas), sino también de la arqueología, aunque los que
de hecho llevaron a cabo las excavaciones raramente estuvieran interesados por el
tipo de problemas que a mí me preocupan. Como gran parte del material se halla
en textos jurídicos, especialmente en el Digesto, resultaría particularmente útil la
cooperación de los romanistas del derecho (espero llevar a cabo esta tarea con
ayuda de algunos colegas y discípulos de Oxford). En una investigación de este
tipo es deseable la utilización, con fines comparativos, de algunos de los múltiples
testimonios referentes a los campesinados moderno y medieval que han ido reco
giendo los historiadores de las diversas sociedades concretas, aunque, por lo gene
ral, no se tuvieran en cuenta problemas sociológicos más vastos, por los que se
han empezado a interesar recientemente los sociólogos, muchas veces (como ya he
dicho al comienzo de esta sección) con un enfoque histórico deficiente. Pero el
principal desiderátum es que se centren en las condiciones precisas que se daban
en cada zona en particular en los distintos períodos: sólo a base de una serie de
análisis regionales puede llegarse a unas conclusiones generales seguras. Bien es
cierto que se ha empezado a realizar aquí y allá este ripo de estudios,20 pero se ha
prestado demasiado poca atención al tipo y grado de explotación que implicaban,
de hecho, a la lucha de clases.
Me gustaría mencionar en este momento una serie de pasajes en los que Marx
trata de la cuestión de las rentas: En una n o ta 21 he enumerado unos cuantos con
los que me he ido encontrando. Algunos de ellos se refieren específicamente a las
rentas dentro del sistema capitalista, regido como está por una economía muy
distinta de la que podemos hallar en el mundo antiguo; pero algunos tienen un
significado general.
Antes, en I.iii he hecho referencia a unos testimonios que sugieren que duran
te el imperio romano la clase, principalmente urbana, de los terratenientes podía
explotar al campesinado y apropiarse de sus productos de forma más absoluta y
despiadada de lo que pudieron hacerlo la mayoría de los terratenientes, tanto más
cuanto que durante las épocas de hambre muchas veces sólo se podían encontrar
alimentos en las ciudades, y no en los distritos del campo en los que se habían
producido. Ya he citado la tremenda descripción que hace Galeno de los efectos
de varios años de ham bruna en lo que debe de ser el campo de Pérgamo, y otra
descripción, esta vez de Filóstrato, acerca de cómo, en un período de escasez, los
terratenientes incautaron todo el grano que pudieron conseguir, con la intención
de exportarlo, sin dejar para vender en el mercado más comida que arvejas. De
vez en cuando oímos hablar de la intervención de las autoridades con el fin de
evitar este tipo de lucros que sobrepasaban todos los límites y obligaban a morir
de consunción a muchos pobres. Entre los ejemplos mejor conocidos tenemos uno
procedente de Antioquía de Pisidia, a comienzo de los años noventa del siglo i, en
donde una inscripción nos descubre que el gobernador, L. Antistio Rústico, inter
vino, a requerimiento de los magistrados municipales, ordenando que todos decla
raran cuánto grano tenían, y prohibiendo cargar más de un denario por modio (el
260 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
doble del precio corriente, cf. A /J65a = A E [1925], 126&).22 También en I.iii
hacía alusión al hecho de que en muchas ocasiones, en el período que va de
mediados del siglo iv a mediados del vi, oímos hablar de que los campesinos
acudían en tropel a la ciudad más cercana en épocas de hambre, con la intención
de obtener algo que comer, pues sólo allí podía conseguirse aJgo. Paso ahora a
dar siete ejemplos de esta situación, sobre la cual tenemos casualmente una infor
mación bastante fidedigna.
1. En 362-363 se produjo en la comarca de Antioquía del Orontes una
hambruna sobre la cual tenemos quizá más información que sobre cualquier otra
de las que se produjeron durante la A ntigüedad.23 Sus causas fueron en parte las
malas cosechas que hubo en Siria, y en parte también la llegada a Antioquía, en
julio de 362, del emperador y su corte, junto con una parte del ejército, para
preparar la desastrosa expedición persa de marzo de 363. Nuestras fuentes inclu
yen algunas contemporáneas muy buenas: sobre todo, al propio emperador Julia
no (que se hallaba presente en persona), al orador Libanio (destacado ciudadano
de Antioquía) y al gran historiador Ammiano Marcelino, uno de cuyos pasajes,
XXIl.xiv.1-2, resulta especialmente fascinante, por la condena que hace del inten
to de Juliano de fijar unos precios máximos, en unos términos que alabarían los
economistas occidentales más actuales. El propio Juliano menciona el influjo de
la gente del campo (.Misopogon, 369cd). En esta ocasión, al igual que en otras,
hay testimonios de que los terratenientes locales acumulaban descaradamente gra
no para luego venderlo a precios exagerados; y cuando Juliano se las arregló para
realizar una serie de importaciones excepcionales, procedentes de Calcis y Hierá-
polis e incluso de Egipto, y fijó unos precios bajos, aquéllos compraron a bajo
precio el grano y o bien lo volvieron a acumular o lo vendieron con ganancias en
el campo, donde podían saltarse con más facilidad el precio máximo impuesto por
Juliano.
2. Unos cuantos años después, probablemente en 373, oímos hablar en So-
zómenos y Paladio de la hambruna que se produjo en Mesopotamia, en Edesa y
sus aledaños, durante la cual, entre los pobres que morían de hambre, y que eran
cuidados por el famoso asceta Efraím (que inducía a los ríeos a vomitar), se
contaba a gente procedente de los campos de los alrededores.24
3. Durante una grave escasez de comida que hubo en Roma, tal vez en 376,25
se produjo una exigencia generalizada de que se expulsara de la ciudad a todos los
peregrini, que en este contexto significa todos aquellos cuyo domicilio oficial no
era realmente la propia Roma; y por la única narración que tenemos de este
incidente, en san Ambrosio, De offic. ministr., III. (vii). 45-51, queda claro que
se verían incluidos entre ellos numerosos hombres del campo (véase esp. §§ 46,
47). Ambrosio pone en labios del prefecto de la ciudad de esa época un elocuente
discurso, dirigido a «ios hombres de rango y de buena posición» {honorati et
locupletiores viri), en el que recalcaba que si dejaban morir de hambre a sus
productores agrícolas, las consecuencias podían llegar a ser fatales para el aprovi
sionamiento de grano, lo que constituye un testimonio de que buena parte del
suministro de grano de la ciudad seguía viniendo de los distritos rurales de los
alrededores. El discurso sigue diciendo que, si se ven privados de sus campesinos,
tendrán que com prar labradores —naturalmente esclavos— para reemplazarlos,
LAS FORMAS DE EXPLOTACIÓN 261
que les costarán más caros. Se abre una subscripción, se adquiere grano y se
soluciona el problema.
4. Poco después, probablemente durante la prefectura urbana del orador
Símmaco en 384,26 se produjo otra escasez de comida en Roma y todos los
peregrini se vieron debidamente expulsados. Queda claro por el párrafo de san
Ambrosio que acabo de citar (§§ 49, 51) que echaron a muchos hombres del
campo. El santo expresa gran indignación por el hecho de que los romanos
expulsaran precisamente a la gente que les proporcionaba su sustento.
5. Hubo otra hambre en 384-385 en Antioquía, en donde el aprovisionamien
to de trigo había sido deficiente durante un par de años. Un discurso de Libanio
indica que la gente del campo había ido a la ciudad para conseguir alimentos,
porque allí no había nada que comer (O r a l XXVIII. 6, 14).27
6. En 500-501 se produjo en Edesa una fuerte ham bruna, motivada por una
terrible plaga de langosta que tuvo lugar en marzo del año 500. Tenemos una
relación de esta ham bruna en §§ 38-44 de la interesantísima Crónica (conservada
sólo en siríaco), probablemente escrita hacia 507 por el asceta, conocido hoy día
generalmente con el nombre de Josué el Estilita, que en varios pasajes de su obra
da cifras precisas para los precios del grano y otros productos, como hace también
en este caso.28 Josué menciona dos veces las multitudes de campesinos que llega
ban a Edesa para conseguir comida (§§ 38, 40).
7. En el reino ostrogodo de Italia, en 536-538 se vendió a la población de
Liguria, que se m oría de hambre, trigo procedente de los graneros estatales de
Ticino y Dertona, y lo mismo se hizo a los habitantes de Venetia con un tercio de
lo almacenado en los depósitos de Tarvisium y Tridentum (tanto Liguria como
Venetia habían sido saqueadas por los alamanes). La primera de las tres impor
tantes cartas sobre este asunto de la colección de ellas que tenemos de Casiodoro
(Var.y X.27; X II.27, 28), en las que se dan las órdenes para que se abran los
graneros, señala que sería vergonzoso que murieran de hambre los labradores
mientras los depósitos reales estaban llenos.29 De nuevo la explotación del campe
sinado había sido muy severa y efectiva.
Existen algunos otros ejemplos de que los graneros del estado se hallaban
totalmente llenos, mientras que mucha gente se m oría de hambre, como ocurrió
en Roma durante el asedio a que la sometieron Tótila y los ostrogodos en 546,
cuando se generalizó el hambre en la ciudad. Las única provisiones de grano en
buena cantidad que había estaban en manos de Bessas, el jefe de los romanos,
quien obtuvo muchas ganancias personales vendiéndoselo a los ricos al precio
desorbitado de 7 sólidos el modio, mientras que, según se cuenta, primero los
pobres y luego casi todo el mundo comían ortigas cocidas, o bien se morían de
hambre. Bessas siguió lucrándose de la venta de grano a los ricos, hasta que en
diciembre de 546 Tótila logró de pronto capturar la ciudad, apoderándose de las
ganancias tan m al adquiridas de Bessas.30
Me imagino que los repartos de comida en grandes cantidades que hacían
ricos caritativos (véase mi artículo ECAPS, 24-25 ss.) no se conocieron por lo
menos hasta el siglo iv, cuando muchas gentes acomodadas se convirtieron al
cristianismo; e incluso a partir de entonces es de suponer que fueran bastante
raros. El único ejemplo real que he descubierto queda fuera del objetivo de este
libro: se trata de Lucas, el futuro santo estilita, que, según cuentan, repartió 4.000
262 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
modios de grano (así como pienso para animarles) entre los pobres que se morían
de hambre, abriendo los graneros de su padre en Frigia, probablemente durante
las grandes hambres de 927-928 ( Vita S. Lucae StyL, 7).3!
El terrateniente que fuera más próspero que el «campesino (tal como lo he
definido: véase un poco más arriba), pensaría que era mejor seguir el consejo de
Hesíodo y almacenar cuanto más grano mejor {OD, 30-32). Ausonio, que escribió
unos mil aftos después que Hesíodo, señala que siempre reservaba provisiones
iguales a la producción de dos años: si no se tom a esta medida, añade, el hambre
acecha (De hered., 27-28).
antes la venida de Cristo, dios eterno. Pues después de él, nuestro amo y Dios, el
Salvador, Ayuda nuestra, verdadero y misericordioso Benefactor, ponemos todas
nuestras esperanzas de salvación en tu alteza, a quien alaban los hombres y celebran,
para que nos ayudes en todas nuestras emergencias, para que nos libres del ataque de
los injustos, y nos saques de los padecimientos más indecibles, cuales ningún papel
puede contener, y que desde un principo nos han sobrevenido por obra de Menas, el
scriniarius y pagarco más ilustre de Anteópolis. Recurrimos humildemente a tu
inteligencia sabia sobremanera, famosísima y amabilísima, pues alcanza unas cotas
de sabiduría y comprensión (que exceden el alcance limitado de las palabras que
puedan expresarla) tan altas que captarán todo con total conocimiento y corrección
[aquí el sentido resulta un poquitín oscuro]; por lo cual venimos a arrastrarnos en las
huellas de tus inmaculados pasos y a informarte del estado de nuestros asuntos,
—cosa que por fin pasan a hacer los aldeanos (P. Cairo M asp.t 1.67.002, según la
traducción de Bell, EVAJ, 33; cf. E A G A C , 126).
Como esta queja iba dirigida contra los malos tratos del pagarco (el funciona
rio imperial encargado de la comarca, a las órdenes del gobernador provincial),
resulta pertinente recordar que en un rescripto imperial al dux (el gobernador
militar) de la Tebaida, a consecuencia de una queja realizada por la misma aldea
unos dieciséis años antes (c. 551), Justiniano había señalado, refiriéndose al pagar
co de entonces, Teodosio, que «sus intrigas [peridrome] resultaban más fuertes
que nuestras órdenes» (P. Cairo M a s p 1.67.024.15-16). Tendré ocasión de hablar
con más extensión acerca de la conducta impropia de los funcionarios romanos en
VIILiv.
Ahora no puedo más que mencionar dos formas muy interesantes de patronaz
go rural, que estaban más formalizadas que los innumerables recursos, con ios
que nos topamos en las fuentes del imperio tardío, a dicha form a de protección,
que implicaba a veces el llamado suffragium (véase mi artículo SVP, esp. 45).
Uno de estos dos tipos de patronazgo rural aparece durante la segunda mitad del
siglo iv y en el v, a consecuencia, en parte, del aumento producido durante los
reinados de Diocleciano y Constantino y de los de sus sucesores de la práctica
consistente en entregar el mando militar de una determinada región (el de una
provincia o, más frecuentemente, el de un grupo de provincias) a un individuo
distinto del gobernador provincial y conocido con el título de dux. Esta división
de la autoridad se utilizaba como un arma —pues eso es en lo que se había
convertido— de la lucha de clases por parte de muchos campesinos, al menos en
Egipto y Siria (que es de donde procede toda nuestra documentación): grupos de
campesinos, y a veces aldeas enteras colectivamente, se ponían bajo el patronazgo
de su dux (o de cualquier otro hombre poderoso), y con su ayuda —que implicaba
en ocasiones la utilización de sus soldados— se resistían a las exigencias de rentas
y contribuciones o de las dos cosas que se Ies pudieran hacer. Era una práctica a
la que recurrían los campesinos, tanto los propietarios francos como los colonos,
los coloni. Ambos podían utilizarla contra los recaudadores de impuestos (habi
tualmente los decuriones y sus agentes, que dependían del gobernador provincial;
cf. VlII.ii-iv), y los colonos la utilizaban además contra el terrateniente y sus
recaudadores de rentas. Cuán efectivo podía resultar este recurso en ambos casos
nos lo ilustra perfectamente Libanio en su discurso XLVII, De patrociniis, y
266 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
también podemos verlo en una serie de leyes imperiales que fulminan este tipo de
práctica (CTh, Xl.xxiv; CJ, Xl.liv).42 Por desgracia para los campesinos, el patro
nazgo de un hom bre importante no era una cosa que se consiguiera gratuitamen
te, y los muy desgraciados tal vez tuvieran que pagarlo muchas veces caro. En
oriente, aunque aparentemente no ocurría lo mismo en la parte occidental del
imperio (véase Jones, LRE , 11.775 ss., en 777-778), el gobierno legislaba contra
este patronazgo y amenazaba con infligir graves castigos a los patronos (véase
CTh, Xl.xxiv.2 ss.; CJ, X l.liv.1-2). La segunda de estas formas de patronazgo
rural que se desarrollaron por entonces, a las que antes hacía alusión, aparece con
toda claridad sobre todo en Salviano, un sacerdote galo, que escribió durante el
segundo cuarto del siglo v. Vemos en sus escritos una cosa que nos hace pensar en
lo que debía de pasar en muchos lugares durante la Edad Media: los campesinos
propietarios que se veían amenazados por los excesivos impuestos (sobre los que
hace mucho hincapié Salviano), o por las incursiones bárbaras, se entregaban a
algún vecino suyo poderoso, que pudiera darles protección, naturalmente a costa
de sus tierras, que cedían así al patrono, convirtiéndose los caqipesinos en coloni
(De gubernat. D el, V.38-45). Estos dos tipos de patronazgo que he descrito podían
comportar un precio muy alto. No obstante, evidentemente algunos campesinos
creían que valía la pena pagarlo, como protección ante exacciones aún más gra
ves. Por muy oprimente que pudieran llegar a ser en muchas ocasiones, a muchos
desesperados les parecería que el patronazgo era mejor que una libertad desampa
rada (que resultaría especialmente peligrosa para los propietarios), a la que acom
pañaban las actuaciones desenfrenadas de los terribles funcionarios de hacienda,
de los soldados, de los oficiales a quienes tenían que alojar y de todos aquellos
que les imponían trabajos forzosos (volveré a insistir en el capítulo VIII, secciones
iii y iv, sobre la explotación del campesinado en el mundo griego durante el
imperio romano tardío).
El despojo de las tierras que sufrían los humildes a manos de los poderosos,
ya fuera a consecuencia de una apropiación directa o por incautación resultante
de lo que llamaríamos una hipoteca, constituye un fenómeno que puede verse de
vez en cuando, pero no es una cosa que señalen nuestras fuentes con mucha
frecuencia. Excepto en las democracias griegas en las que el pobre podía conseguir
una protección eficaz de los tribunales de justicia (cf. V.ii-iii), este proceso debió
de seguir realizándose a lo largo de toda la Antigüedad. Los administradores de
las propiedades de la Iglesia no constituían ninguna excepción: Una carta del papa
Gregorio Magno a los rectores de las fincas de la Iglesia de Roma situadas en
Sicilia, fechada en 591, ordena la restitución de «las propiedades ajenas que han
sido embargadas por los administradores de la Iglesia» (de rebus alienis ab eccle-
siasticis defensoribus occupatis: E p .y I.39a, § II). Estos administradores eclasiásti-
cos podían llegar incluso a someter a los desventurados coloni a una severa
explotación y a un trato de lo más injusto, del que sólo podía salvarlos el obispo,
siempre que éste se preocupara de ejercer su autoridad en favor de la misericor
dia, o incluso de la justicia. Estafar a los colonos utilizando medidas fraudulentas
era algo de lo más corriente. En 603 d.C. vemos que el papa Gregorio escribe a un
notario, Pantaleón, expresando su indignación al descubrir que ciertos coloni
Ecclesiae habían sido obligados a entregar sus productos utilizando una medida
de modio que contenía no menos de 25 sextarios en vez de los 16 justos: se
LAS FORMAS DE EXPLOTACIÓN 267
muestra contento de que Pantaieón haya roto esa medida inicua et iustum fecisse
(.Ep., XIII.37). Sería muy interesante saber cuántos sextarios contenía el nuevo
iustus módius, a la vista de las órdenes que imparte Gregorio, en otra epístola (a
Pedro, un subdiácono siciliano, Ep., 1.42), según las cuales no había que obligar
a los rustici Ecclesiae a entregar sus productos recogiéndolos en unas medidas de
modio que contuvieran más de 18 sextarios. A su vez, la deliciosa Vida de san
Teodoro de Sición (contemporáneo casi exacto del papa Gregorio) describe cómo
los campesinos de las fincas de la iglesia de Anastasiópolis, en Galacia, se veían
constantemente hostigados por Teodosio, un hombre importante de la ciudad,
que había sido nom brado administrador jefe de las tierras de la iglesia, hasta el
punto de que se vieron en la tesitura de tener que oponérsele por fuerza. San
Teodoro, a la sazón obispo de Anastasiópolis (durante los últimos años del si
glo vi), amenazó a Teodosio con despedirlo, pues persistió en sus manipulaciones
tenazmente hasta que fue convencido a prestar obediencia al obispo mediante uno
de esos milagros que son demasiado frecuentes en la hagiografía de la Iglesia
primitiva como para poder haber sido verdad.43 Vale la pena citar aquí otro
documento, si bien se refiere a una finca particular y no a una propiedad de la
Iglesia: se trata de una carta escrita por san Agustín (Ep., 247), apenado y
enfadado, a un terrateniente de los de su grey, reprendiéndole por haber permiti
do a sus agentes (<ductores) oprimir a sus colonos (colonia § 1; rusticani homines,
§ 3), al parecer exigiéndoles el doble de las rentas que tenían que abonar. Agustín
se refiere repetidamente a los colonos llamándolos «pobres y necesitados» (miseri
et pauperis ...\ miseri et egeni homines, § í; homines miseri, § 4). Sólo querría
añadir una referencia al famoso pasaje del sermón de san Juan Crisóstomo, del
que tenemos una excelente traducción inglesa en el capítulo de C. E. Stevens en
CEHE, I2. 123-124: ilustra estupendamente el trato despiadado que daban los
terratenientes de Antioquía a sus campesinos.44
(iii) D e l e s c la v o a l co lonu s
parte del iv) por unas 200 dracmas o menos (no mucho más de la mitad de lo que
podía ganar un artesano en un año). Posteriormente, los precios no eran tan
bajos. Si lo comparamos con los esclavos norteamericanos del Viejo Sur de antes
de la guerra civil (que constituyen la población de esclavos que mejor conocemos)
resulta sorprendente: durante las seis primeras décadas del siglo xix un «mozo de
labranza de primera» podía llegar a venderse por varios cientos de dólares, llegan-
1 do durante la década de los cincuenta a no mucho menos de 2.000 dólares; y un
artesano cualificado, como por ejemplo un herrero, podía llegar a venderse en
2.500 dólares. Normalmente los esclavos agrícolas se alquilaban, a lo largo del
año, entre el 10 por 100 y el 20 por 100 de su valor de venta, y los artesanos
muchas veces por el 25 por 100 (Stampp, PI, 414-418). En esa misma época el
coste anual de la alimentación podía situarse entre los 7,50 y los 15,00 dólares; y
el coste total al año de su manutención «raramente excedía los 35,00 dólares,
siendo muchas veces bastante inferior a esta cifra» (ibidem, 406-407). El hecho de
que los esclavos norteamericanos del siglo xix resultaran muchas veces más caros
que los atenienses de los siglos v-iv se debía principalmente al enorme mercado
exterior, cada vez más en aumento, del algodón norteamericano (sobre el notable
aumento de la demanda mundial de algodón entre 1820 y 1860, y la importancia
de sus efectos en la economía del Viejo Sur, véase esp. Gavin Wright, citado en la
n. 8).
La inmensa mayoría de los esclavos griegos de la época clásica eran «bárba
ros» importados, entre los que destacaban principalmente los tracios.
2. En las regiones de Asia Menor y Siria que cayeron bajo dominio griego,
pasando a form ar parte de su mundo a partir de finales del siglo iv, gracias a las
conquistas de Alejandro y de la fundación de tantas ciudades por obra de este
monarca y de sus sucesores, la esclavitud ya existía; pero esta institución no se
hallaba en ellas tan desarrollada como en el mundo griego, y parece verosímil que
otras formas de explotación ocuparan en ellas un lugar tan importante como el
que tenían en la antigua Grecia: ocasionalmente se daba la completa servidumbre,
así corno la servidumbre por deudas, pero también la explotación de campesinos
libres o semilibres mediante rentas y pagos de tributos, así como una gran varie
dad de prestaciones obligatorias: angariae, etc. (véase I.iii). No veo motivo para
pensar que el proceso que había empezado en el período helenístico dejara de
seguir produciéndose en todos estos distritos orientales cuando pasaron a ser
provincias romanas (a veces después de algunas temporadas como «reinos clien
tes», condición que verosímilmente estrecharía el control que ejercieran las clases
propietarias sobre el campesinado). Si bien la servidumbre retrocedió, en realidad,
considerablemente durante las épocas helenística y romana (como ya he dicho que
ocurrió: véase III.iv), la creciente explotación del campesinado, que debió de
constituir la consecuencia necesaria del tributo pagado a Roma y de otras nuevas
exacciones (incluidos los beneficios, en ocasiones muy grandes, que sacaban los
gobernadores provinciales y sus empleados, así como los arrendatarios de la recau
dación de la contribución romanos o locales), debió de reducir a muchos peque
ños campesinos a la total esclavitud o a la servidumbre por deudas, haciendo que
otros pasaron de pequeños propietarios a colonos o peones sin tierras, algunos de
los cuales probablemente tendieron a emigrar a las ciudades. Las clases propieta
rias griegas siguieron sacando, sin duda alguna, bastantes beneficios de los cam-
270 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
pesinos en rentas, impuestos y prestaciones, por mucho que buena parte de ellos
hubiera que desembucharlos en las arcas de los romanos. Los griegos y romanos
que fueran a Asia, acostumbrados como estaban a utilizar en sus países el trabajo
de los esclavos, los emplearían naturalmente en sus nuevos hogares, excepto tal
vez allí donde la población autóctona estuviera ya sometida por la fuerza de la
costumbre a una explotación muy severa, haciendo así que ño valiera la pena
importar trabajo de esclavos. No parece que en Asia hubiera cifras de grandes
casas de esclavos que igualen la de 200, entre esclavos y libertos, adjudicada a
Pitón de Abdera, en Tracia, en el año 170 a.C ., por Diodoro, XXX.6, cifra que
(por lo que vale) incluía presumiblemente tan sólo a los esclavos varones en edad
militar, pues se dice de ellos que tom aron parte en la defensa de la ciudad contra
los romanos.
Egipto, tanto en tiempos de los Ptolomeos como en época rom ana, constituye
un caso especial: parece que allí la esclavitud-mercancía nunca desempeñó un
papel muy im portante en la producción, al menos en la agrícola; pero los campe
sinos, que form aban la inmensa mayoría de la población, se hallaban, al parecer,
en una condición de gran sometimiento y, aunque técnicamente no fueran escla
vos ni a la mayoría de ellos pudiera definérselos en rigor cómo siervos, parece que
muchos de ellos se hallaban en una situación cercana a la servidumbre (véase
III.iv). La impresión general que sacamos es que la mayor parte del trabajo que
se realizaba en Egipto no era libre del todo. El propio hecho de que hubiera
relativamente poca esclavitud-mercancía es de suponer que hiciera necesaria la
elevación del grado de explotación a la que se vieron sometidos los hombres libres
de condición humilde.
3. A finales de la república romana, una serie de guerras en el extranjero y
otras civiles proporcionaron buenas fuentes de esclavos baratos para los mercados
del Mediterráneo: uno de estos mercados era precisamente la isla griega de Délos,
y según nos dice Estrabón, probablemente exagerando mucho, podían importarse
en ella «miríadas de esclavos» y exportarse de nuevo el mismo día (XIV.v.2, pág.
668). Al empezar el principado de Augusto (c. 30 a.C.) y la relativa paz que vino
a continuación, a partir del reinado de Tiberio (14-37), pronto empezó a decaer el
número de esclavos que eran simplemente adquiridos fuera del marco de la econo
mía grecorromana, o introducidos en él p or su adquisición a m uy bajo precio, si
bien, de vez en cuando, llegaban nuevas remesas de esclavos procedentes de los
nuevos lotes de cautivos «bárbaros» o (como ocurrió a consecuencia del sofoca
miento de la revuelta judía de 70 d.C.) de los hombres reducidos a la esclavitud,
que anteriormente habían sido súbditos romanos de condición libre. El mundo
grecorromano, actuaba, sin duda alguna, como un imán, atrayendo hacia sí»a
cualquiera que tuviera capacidad para trabajar y que hubiera sido esclavizado o
capturado en la guerra en alguna región vecina. Así podemos ver en Tácito cómo
una cohorte rom ana de tropas auxiliares, compuesta por germanos usipos, envia
da a Britania, se amotinó en el año 83 y se dedicó a hacer expediciones de
piratería por las costas de la isla (durante las cuales llegaron incluso al canibalis
mo), hasta que fueron capturados en las costas del norte de Europa y, «vendidos
a mercaderes, tras pasar por las manos de distintos amos, fueron llevados al otro
lado de la orilla izquierda del Rin», para entrar como esclavos en el mundo
LAS FORMAS DE EXPLOTACIÓN 271
romano (Tác., A grie,, 28, esp. § 5: per commercia venumdati eí in nostram usque
ripam mutatione em entium adducti).
4. Siempre hubo cría de esclavos, tanto en Italia como en las zonas griegas.
El autor de los Económicos pseudoaristotélicos (1.5, 1.344b 17-18) llegaba a reco
mendar que se permitiera la cría de esclavos, pues, según él, su utilidad radicaba
en el hecho de que se obtenía así un medio de conseguir rehenes de los propios
esclavos en las personas de sus hijos. De m odo parecido, ios dueños de las
plantaciones del Viejo Sur norteamericano «hacían todo lo posible por convencer
a sus esclavos de que vivieran juntos en parejas estables; se daban cuenta de que
era más fácil controlar a un hombre cuando tenía mujer e hijos por los que
preocuparse» (Genovese, R B , 12).
No sé que exista ninguna prueba decisiva acerca del papel cada vez más
importante que fue adquiriendo la cría de esclavos en las regiones griegas a partir
de los siglos v y iv a.C .; pero esa es la deducción que yo extraería de la escasa
documentación existente, que incluye una referencia cada vez más frecuente a
esclavos criados en casa (generalmente oikogeneis, latín vemae). El mejor docu
mento que conozco son las inscripciones de manumisión de Delfos,2 tal como las
analizó Westermann, SSG R A, 31-33 (no he podido hacer un análisis de ellas más
reciente, que tuviera en cuenta algunas inscripciones publicadas después de la
aparición del libro de Westermann en 1955),28 pero, teniendo en cuenta la poca
fiabilidad de este libro en muchos aspectos,3 yo haría hincapié en que las cifras
que nos da hay que considerarlas sólo como aproximadas. Si, como Westermann,
separamos las inscripciones en tres grupos, cada uno de los cuales cubriría más o
menos medio siglo, a saber, 201-153 a.C., 153-c. 100 a.C ., y c.lOO-c. 53 a.C .,
veremos un notable aumento de la proporción de esclavos criados en casa al
comparar el primer grupo con el segundo (153-c. 100), y un aumento aún mayor
de esta proporción en el tercero de estos grupos (c. 100-c. 53). Daré las cifras de
los esclavos criados en casa correspondientes a cada periodo, con la salvedad de
que su valor es aproximado, presentando primero el porcentaje de los esclavos
manumitidos de cada grupo cuyos orígenes (criados en casa o no) se conocen, y
luego, entre paréntesis, el de la totalidad de los esclavos manumitidos de cada
grupo (incluyendo aquellos cuyos orígenes nos resultan desconocidos en absoluto):
y sus aledaños, pues bien pudiera ser que las prácticas de manumisión hubieran
cambiado de forma diversa durante esos años en cuestión. No obstante, tengo la
seguridad de que la proporción de esclavos criados en casa aumentó en la Grecia
continental durante los siglos n y I a.C., aunque sólo sea porque, como sagazmen
te apuntaba Westermann (S S G R A , 34), debió de producirse «un movimiento
hacia occidente de la mayoría de los esclavos puestos a la venta» entre mediados
del siglo II y mediados del i, más hacia las regiones romanas que hacia las griegas.
En 146 a.C ., según dice Polibio (XXXVIII.xv.3), Dieo, el general de la Liga
aquea, impartió a las ciudades que pertenecían a ella la orden de que liberaran,
armaran (para la guerra contra Roma que se avecinaba) y enviaran a Corinto a
los esclavos que hubieran nacido y se hubieran criado en casa (oikogeneis kai
paratrophoi) y estuvieran en edad militar, que ascendían a 12.000. Esta cífra la
dio el propio D ieo;5 hacía una tasación de cada ciudad por separado, ordenando
que las que no tuvieran suficientes esclavos criados en casa completaran su cuota
con sus otros oiketai (ibidem, 4-5). La cifra de 12.000 constituye un testimonio
sorprendente del aumento de la cría de esclavos, que, como yo sugería, se había
ido produciendo en Grecia durante los siglos ni y n, y que seguiría produciéndose.
Como luego veremos, esta cría de esclavos constituye un factor esencial del de
sarrollo que estamos examinando, esto es, del cambio gradual en las formas de
explotación que se ejercían en el mundo grecorromano, que implicaba una presión
cada vez más grave sobre la población libre, y la utilización cada vez mayor del
arrendamiento a colonos en vez del empleo del trabajo directo de los esclavos en
las fincas de la gente acomodada.
5. Llegados a este punto, tengo que dejar bien claro que mi argumentación
no se ve afectada en lo más mínimo por las conclusiones que saca Michael H . Craw-
ford en su interesantísimo y útil artículo publicado en JRS, 61 (1977), 117-124
(esp. 123). Como muy bien señala (121), es cierto que Italia sufrió graves pérdidas
de mano de obra esclava durante la revuelta de Espartaco de 73-71 a.C. (cuando
se dice que fueron muertos más de 100.000 esclavos);6 que la supresión de la
piratería en el Mediterráneo oriental por obra de Pompeyo en el año 67 a.C.
debió de acabar prácticamente con el rapto y las incursiones en busca de esclavos
que organizaban los piratas; y que la inclusión en 63 a.C. de nuevas zonas muy
extensas dentro del imperio romano debió de hacer imposible, en cualquier caso
en teoría, su utilización como fuentes de esclavos. Adm ito su sugerencia de que
las grandes cantidades de monedas republicanas halladas modernamente en teso
ros escondidos en la cuenca del bajo Danubio (sólo en Rumania 25.000) pueden
muy bien ponerse en relación con el tráfico de esclavos, teniéndoselas que datar a
partir de mediados o finales de los años sesenta, con una disminución en los
cincuenta, debida probablemente a las esclavizaciones en masa que hizo-César en
Galia (quizá del orden de medio millón de personas),7 y con un nuevo aumento
entre los años cuarenta y los treinta. No obstante, persiste el hecho de que todos
los esclavos p r o c e d e n t e s ^ é p o c a de la región del Danubio no eran cautivos
de guerra de los romanos y que hubieron de ser comprado^ (y pagado el coste de
su transporte desde una distancia considerable) por los mercaderes que los lleva
ran a su destino, y, por consiguiente, en último término, por los compradores que
los utilizaban. No tenemos información alguna acerca de los precios a los que
llegaban a ser vendidos. No debieron de constituir más que la manera de rellenar
LAS FORMAS DE EXPLOTACIÓN 273
edad de 27 años, edad que, dicho sea de paso, poco más de la mitad de ellos
superaba en esa época, mientras que la media de esperanza de vida que tenían los
esclavos de los Estados Unidos por entonces «superaba la edad de salida a flote
en más de un lustro» (Fogel y Engerman, TC> 1.153-157). Es difícil intentar
siquiera hacer una comparación directa con el mundo grecorromano, pues existen
en él demasiadas incógnitas: las esperanzas de vida del esclavo antiguo; el nivel de
vida que le permitía su amo; la incidencia relativa de las enfermedades, etc. Pero
al menos podemos afirm ar con cierta seguridad que fueran las que fuesen las
cifras correspondientes al mundo antiguo, probablemente eran todavía peores y
desde luego no mejores que las del Viejo Sur norteamericano. Estoy de acuerdo
con Keith Hopkins cuando concluye que en el imperio romano
las esperanzas de vida al nacer eran probablemente inferiores a los 30 años, con una
mortalidad infantil superior al 200 por 1 .000 ; efectivamente, esto ha sido así, por lo
general, en todas las poblaciones preindustriales y corre parejo al predominio de la
agricultura, los bajos ingresos medios y la escasez de médicos y de conocimientos
útiles de medicina, que distinguen tanto al imperio romano como a otras sociedades
preindustriales de las sociedades industrializadas de la actualidad (PASRP, 263).9
Las cifras correspondientes a Norteamérica, por muy altas que sean, deben
servirnos de advertencia para pensar que en una economía esclavista que tenga
que depender por completo, o incluso principalmente, de la cría de esclavos en su
propio marco, y que además carezca de unos mercados de exportación tan gran
des para sus productos como los que tenía el Viejo Sur de antes de la guerra, los
márgenes de beneficio de la explotación del trabajo de los esclavos deben de ser
bastante más pequeños de lo que nos veríamos tentados a suponer. Y en cualquier
caso, las esperanzas de vida de los esclavos griegos y romanos probablemente
estarían bastante por debajo de la media correspondiente a la totalidad de la
población, y bastante por debajo también de la de los esclavos norteamericanos
de c. 1850; de modo que, asimismo, la «edad de salida a flote» sería consiguien
temente superior.
Resultaría de lo más interesante saber a qué edad se consideraba por lo
general que un joven esclavo en el mundo grecorromano pasaba de ser una carga
a resultar un valor para su amo, pues podía ya hacer algo más que ganarse el
sustento. El único testimonio específico que conozco al respecto es una disposición
que aparece en una colección de leyes codificada en 654 en el reino visigodo de
España y del sudoeste de Galia, y que se conoce con el título de Leges Visigotho-
rum : trata de los niños abandonados por sus padres y entregados a otros para que
los críen, llamados en el mundo griego threptos.i0 Estos niños pasaban de hecho a
convertirse en esclavos de la persona que los criaba, hasta que Justiniano cambió
la ley.11 La ley visigótica permitía que se reclamara la devolución del hijo previo
pago de un sólido de oro al año por los costes de su manutención, hasta un
máximo de diez: se suponía que a partir de la edad de 10 años el niño se ganaba
ya su sustento (quia ipse, qui nuíritus est, mercedem suam suo potesí compensare
servitio, IV.iv.3).12 Podemos comparar esta ley con otras dos promulgadas por
Justianiano, en 530 y 531 (C7, VII.vü. 1.5-5b; VI.xliii.3; I), que tasan (por razones
técnicas derivadas de legados y manumisiones) a varios grupos de esclavos, en los
276 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
que todos los que tienen menos de diez años se ponen por separado y se tasan en
diez sólidos (o treinta, si son eunucos). Una sentencia de Ulpiano demuestra que
los juristas romanos consideraban que un esclavo tenía valor siempre que no fuera
físicamente débil o incapaz de realizar prestaciones a su amo, y tuviera como
mínimo cinco años; pero se estipulaba asimismo que al hacer la tasación de un
esclavo (en algunas acciones legales) había que deducir «los gastos necesarios»
CD i g VII.vii.6.1,3).
9. Resulta muy difícil rastrear los detalles de la introducción de la cría de
esclavos a gran escala en el mundo griego y romano. Me veo obligado en este
terreno a fijarme sobre todo en Italia, porque no tengo idea de que existan
documentos suficientes al respecto procedentes de ninguna otra región; pero creo
que tengo derecho a tratar el proceso que tuvo lugar en ella como si fuera hasta
cierto punto característico en todas las demás. Al menos, podemos presuponer sin
duda alguna que si en la propia Italia se produjo una sensible disminución del
aprovisionamiento de esclavos procedentes de fuera de la propia economía, es
muy verosímil que se dejara sentir aún con más fuerza en otras regiones del
mundo grecorromano. De hecho, con la exclusión de Italia (y Sicilia), es de
suponer que en las demás regiones el proceso de transición que va del empleo
mayoritario de esclavos «bárbaros» importados, adquiridos por captura o por
compra, a la cría de la mayoría de ellos en casa se produjera bastante antes y que
avanzara más que en Italia, excepto acaso cuando pudieran adquirirse esclavos en
cantidades singularmente grandes en algún puesto cercano, porque hubiera algún
mercado importante de esclavos, como el de Délos (véase más arriba). Naturalmen
te, en las regiones en las que no pudieran adquirirse esclavos en grandes cantida
des y a bajo precio, puede que él proceso que estoy intentando definir no fuera
tan visible, pues es de suponer que no predominaran en ellas las fincas trabajadas
por esclavos, hasta el mismo punto que lo eran en Italia, y una proporción mayor
del total de la producción habría estado en manos de los campesinos, ya fueran
siervos, arrendatarios o pequeños propietarios.
A este respecto he de hacer mención aquí, en beneficio de los que no estén al
corriente del sistema fiscal rom ano, a que el territorio romano de Italia gozaba
desde hacía tiempo de un privilegio especial, a saber, la exención del pago de
contribución rústica y de la capitación. El tributum, en el sentido original del
término (un impuesto ocasional importante), sólo se cobró en Italia hasta 168
a.C. A partir de esa fecha, las tierras romanas de Italia no pagaban impuesto
rústico alguno (tributum solí), y la capitación (tributum capiíis) se cobraba sólo
en las provincias. Sólo unas cuantas ciudades romanas de provincias recibían la
concesión de la immunitas (privilegio otorgado también sólo a un puñado de
ciudades griegas), y todavía menos gozaban del privilegio especial de los «derechos
itálicos» (ius Italicum), que las ponía en pie de igualdad con la propia Italia.
Durante cierto tiempo, con el principado, estos derechos eran muy valiosos, y la
posesión de tierras en Italia (y en las pocas ciudades de provincias cuyos territo
rios gozaban de la immunitas o del ius Italicum) debió de proporcionar unos
beneficios extraordinariamente grandes a sus dueños, consiguiendo así un valor
excesivo. Pero poco a poco el tributum resultó insignificante comparado con el
creciente sistema de requisiciones en especie (ináictiones, etc.), teóricamente paga
das, pero que cada vez resultaban más gratuitas; y a finales del siglo i i i , cuando
LAS FORMAS DE EXPLOTACIÓN 277
Diocleciano abolió los privilegios de Italia y de las ciudades que poseían la immu-
nitas o el ius ítalicum, estos privilegios carecían ya relativamente de importancia.13
10. Da la impresión de que no se utilizaban muchas mujeres ni niños como
esclavos en Italia durante el período republicano, y que, en particular, no se les
ponía a trabajar en la agricultura italiana tanto como se hacía en el Viejo Sur
norteamericano o en las Indias occidentales o en Latinoamérica. Las conclusiones
a las que llegan Jonkers y Brunt, a partir de los textos jurídicos romanos y de los
de los agronomistas, nos sugieren con bastante seguridad que, una vez terminada
la época republicana, la proporción de los esclavos de uno y otro sexo empezaron
progresivamente a igualarse, y que la cría de esclavos adquirió un papel mucho
más importante en la econom ía.14 Un factor que debió de jugar, en alguna medida
no muy grande, en contra del uso generalizado de esclavas en las faenas agrícolas
en el mundo grecorromano debió de ser la existencia de ideas supersticiosas,
incluso entre los círculos más elevados, acerca de las mujeres en general. Por
ejemplo, Columela creía que si una mujer durante la menstruación tocaba un
arbusto de ruda, se secaba, y que si esa misma mujer miraba simplemente unos
pimpollos de pepino, los m ataba (RR, XI.iii.38, 50). El escritor griego de Egipto
Bolo de Mendes, del siglo i i i a.C ., algunas de cuyas obras circulaban con el
nombre de Demócrito (cf. ibidem, Vll.v.17), no hizo mucho por restaurar el
equilibrio al decir que si una m ujer durante su menstruación simplemente se
paseaba dando vueltas a una planta infestada de orugas por tres veces, con el pelo
suelto y descalza, los insectos m orían inmediatamente (ibidem, X l.iii.64). La lite
ratura griega y romana nos presenta generalmente a las mujeres ocupándose de la
casa mientras los hombres trabajan en el campo: Columela nos proporciona de
nuevo una apasionada muestra de este punto de vista (RR, X lI.Praef., 1-7),
tom ada directamente del Económico de Jenofonte (VI1.23-42, esp. 23, 30), tradu
cido al latín directamente por Cicerón; y pasa a describir por extenso (XII.i. 1 a
iii.9) los deberes del ama de llaves esclava (la vilica, generalmente casada con el
superintendente esclavo, el vilicus). A pesar de todo, un pasaje aislado de Colu
mela me parece a mí que prueba que esperaba que las esclavas trabajaran en el
campo siempre que no lloviera, ni hiciera demasiado frío ni helara (XII.iii.6). No
necesito defenderme en modo alguno por hacer referencia con tanta frecuencia a
los escritores latinos de agricultura, pues sus consejos se basaban en gran medida
en manuales escritos en griego o derivados de fuentes griegas; esto vale incluso
hasta cierto punto para las obras de Magón, el cartaginés, traducidas al latín por
orden del senado romano: véase Col., R R , I.i.10, 13, etc.
Aunque me doy cuenta de que puede resultar peligroso utilizar textos literarios
aislados para probar un progreso histórico, creo que si echamos una ojeada a las
afirmaciones en torno a la cría de esclavos que aparecen sucesivamente en los tres
principales escritores latinos de agricultura cuyas obras se han conservado, esto es
Catón, Varrón y Columela, veremos que encontraremos un fiel reflejo de los
auténticos desarrollos que se produjeron en Italia. Catón, que murió en 149 a.C.,
no se refiere nunca a la cría de esclavos en su manual de agricultura; y de hecho
ni siquiera menciona a esclavas en su obra, excepto cuando habla del ama de
llaves esclava, la vilica (De agricult., 10.1, 11.1, 56, 143), a la que se imagina
como la «esposa» que da al superintendente, el vilicus, también esclavo. Plutarco,
sin embargo, en su Vida de Catón, dice que solía permitir a sus esclavos varones
27 ÉL, LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
tener relaciones sexuales con sus compañeras de esclavitud previo pago (a él,
naturalmente: Cato mai., 21.3); y de estos encuentros saldrían ocasionalmente
concepciones, pues también en Plutarco oímos decir que la esposa de Catón solía
am am antar a los niños de sus esclavas, con la esperanza de que así tendrían mejor
disposición para con su propio hijo, su futuro amo (ibidem, 20.5). Varrón, que
escribió más de cien años después, en 36 a.C., contempla la cría de esclavos sólo
en dos contextos. Prim ero, parece que quería permitir a los pastores (de ovejas y
vacas) que tuvieran esposas. Si viven en el propio complejo agrícola (la villa),
«Venus Pastoralis», como indica Varrón con gran encanto, quedará satisfecha si
tienen en ella una esposa esclava. Recoge asimismo una opinión corriente, en el
sentido de que cuando los pastores viven lejos, en sus propias chozas, no será
mala cosa proporcionarles mujeres, que puedan cooperar con ellos en el trabajo
{RRi II.*.6 ss;; cf. 1,26). Pero Varrón comenta primero cuál es la manera de
comprar pastores, que, al parecer, es la manera que considera más normal de
conseguirlos (x.4-5). En segundo lugar, cuando escribe acerca de los esclavos que
realizan las faenas agrícolas en la propia granja, aconseja dar esposas esclavas
sólo a los superintendentes (praefecti, capataces de los esclavos), que les den
hijos, para hacerlos así «más dignos de confianza y apegados a la granja» (firmio-
res et coniunctiores: R R , I.xvii.5). Sin embargo, en este mismo pasaje Varrón
llega a indicar que los esclavos de Epiro (una región de lengua griega) eran más
apreciados que otros en su época precisamente por las relaciones familiares (cog~
nationes) que llegaban a entablar. Evidentemente, se vendían ya familias enteras
de esclavos epirotas en bloque y llegaban a prestar excelentes servicios si se man
tenía unida la célula. Un im portante miembro del orden ecuestre del último siglo
a.C. (110-32), T. Poriiponió Ático, el amigo y corresponsal de Cicerón, hombre
riquísimo que poseía grandes cantidades de esclavos, según nos dice su amigo y
biógrafo, Cornelio Nepote, no tuvo ni un solo esclavo que no hubiera nacido y se
hubiera educado en su casa (domi natum domique factum ): Nepote toma este
rasgo como prueba de la continentia y diligentia de Ático, y evidentemente resul
taba algo excepcional en su época (A tt., 13.3-4). Los escritores posteriores que
hacen referencia a la cría de esclavos durante la república tal vez no hagan más
que introducir un rasgo anacrónico de la economía de su propia época, como
cuando Apiano, al hablar del período medio de la república, dice que «la posesión
de esclavos proporcionaba a los ricos grandes beneficios por los muchos hijos que
tenían los esclavos, cuyo núm ero crecía sin parar al estar exentos del servicio
militar» (BC, 1.7).
Columela, que escribe todavía cien años más tarde, aproximadamente en los
años sesenta y setenta del siglo i de la era cristiana, está acostumbrado a tener
esclavos criados en casa: defiende que se den premios a las esclavas por tener
hijos y añade que él mismo se ha acostumbrado a eximir de cualquier tipo de
trabajos a la mujer que haya tenido tres hijos varones, y por todos los demás que
tenga, suele darle la libertad (RR, I.viii. 19; cf. Salvio Juliano, en Dig., XL.vii.3.16,
citado más adelante). No se dice nada de las hijas, a las que parece excluirse, pues
la palabra que he traducido por «hijos» es natos (la form a masculina, si bien en
mi opinión esa forma incluiría tanto a niñas como a niños), y los tres o más
descendientes que le valdrían a su madre la exención o incluso la libertad son filii
(de nuevo masculino). Pudiera ser que se quisiera referir a hijos de uno y otro
LAS FORMAS DE EXPLOTACIÓN 279
sexo, pero si Columela hubiera querido incluir a las niñas, hubiera dicho más bien
liberu Petronio, a quienes muchos consideran contemporáneo de Columela, escri
bía en su cómico relato acerca de la riqueza del liberto imaginario Trimalquión,
que habían nacido en su finca de Cumas en un solo día «30 niños y 40 niñas»
(naturalmente esclavos; Satyr., 53): la historia resulta de lo más significativo, por
muy exagerados que estén los números. No añadiré sino que debía de ser efectiva
mente necesario, como muy bien ve el propio Columela, recompensar a las escla
vas que llegaran a tener hijos. En un diálogo imaginario que aparece en el segun
do de los dos discursos de Dión Crisóstomo acerca De la esclavitud y la libertad
(escrito probablemente en los últimos años del siglo i) se da por supuesto que las
esclavas que quedaran embarazadas solerían recurrir al aborto o al infanticidio
(incluso a veces con el consentimiento del hombre en cuestión), «para no tener
más problemas además de su propia esclavitud, al verse obligadas a criar a los
hijos» (XV.8), que, naturalmente, como no hacía falta que Dión recordara a su
audiencia, les serían arrebatados y vendidos a otro señor. H asta comienzos del
siglo ni no se generalizó la práctica de la compra de esclavas con la finalidad
deliberada de hacerlas criar (Ulpiano, Dig., V.iii.27.pr.\ non temere ancillae eius
rei causa comparantur ut pariant); y, por lo tanto, sus retoños no se considerarían
‘beneficio’ {fructus) de la finca (ibidem).14a No obstante, se heredaban los vástagos
ju nto con la finca, que «aum entaban», como si fueran fru ctu s (ibidem , además de
20.3). Y una esclava que se hubiera vuelto estéril o que hubiera pasado de los
cin cu en ta años se c o n sid e ra b a claram ente m enos valiosa (P aulo, Dig'.,
XIX.i.21.p¡\), pues «la concepción y parto de un hijo» se consideraba «la función
específica más im portante de las mujeres» (Ulpiano, Dig., XXI.i. 14.1).
O tra documentación útil nos la proporcionan también las fuentes jurídicas.
De la gran cantidad de textos legales que mencionan a los vástagos de las esclavas
o a los esclavos criados en casa, muy pocos pueden retrotraerse a los juristas de
finales de la república o de la época de Augusto. Ello no prueba nada por sí solo,
por supuesto, puesto que la mayoría de los juristas citados en el Digesto corres
pondían a los períodos de los Antoninos y los Severos (138-193-235 d.C.). No
obstante, Brunt, con las debidas precauciones, está dispuesto a deducir que «la
cría de esclavos adquirió una mayor importancia económica a partir de Augusto»
(IM, 708); y seguramente estaremos de acuerdo en reconocer al menos que en el
siglo ii de nuestra era desempeñaba un papel mucho más im portante que en el
último siglo a.C. En los siglos n y m, los juristas utilizan a veces la palabra
técnicamente correcta para designar a las «consortes» de los esclavos, contuberna-
leSy pero otras veces se refieren a ellas llamándolas «esposas», uxores, cosa que,
en estricta ley, probablemente nunca hubieran podido ser, si bien eswposible que
con frecuencia se les aplicara el término en el habla popular, como en Catón, De
agrie., 143.1, citado anteriormente. Ulpiano, en Dig., XXXIII.vii. 12.33, utiliza la
palabra correcta, contubernales, pero en 12.7 del mismo título, se refiere de hecho
a las consortes con la expresión uxores, lapso de lo más sorprendente en un
jurista, a menos que no se hubiera convertido en la cosa más corriente entre los
esclavos el tener consortes fijas, hasta el punto de que incluso un jurista pudiera
referirse a ellas llamándolas simplemente «esposas».’5 Un texto especialmente inte
resante de Salvio Juliano, que probablemente escribió hacia 150, contempla un
caso de un hombre que disponía en su testamento que su esclava fuera liberada
280 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
«si paría tres esclavos», pero el heredero se lo impedía dándole cierto medicamen-
tum que no la dejaba quedarse embarazada o procurándole los medios para
abortar (Dig., XL. vii. 3.16). Por mi parte añadiré que los hijos que nacieran de los
esclavos que una fam ilia urbana tuviera en la ciudad serían criados en su finca del
campo: véase Dig., XXXII.xcix. 3 (Paulo); L.xvi.210 (Marciano).
11. Espero que haya quedado ya bien probado que, en la medida en que
podemos hablar de una «decadencia» del esclavismo durante el principado, en lo
que tenemos que centrarnos ahora es en el hecho de que, como consecuencia de la
cría de esclavos a gran escala dentro del marco de la economía, en vez de su
importación a ella debido a unas condiciones excepcionalmente favorables, debió
disminuir la cota de explotación de la población esclava en su conjunto, teniendo
en cuenta el desvío de fuerzas que significaba la reproducción y la cría de los
hijos, incluyendo la considerable cantidad de ellos que no sobrevivieran hasta que
pudieran resultar útiles a sus dueños. El aumento de los costes de los esclavos
importados desde fuera del marco de la economía contribuiría también a hacer
disminuir su rentabilidad.
12. Ya hemos admitido la necesidad que hubo durante el principado de la
cría de esclavos y lo deseable que era estimular la cría entre los propios esclavos
mediante su instalación en unas condiciones que los llevaran a crear familias. No
tiene por qué sorprendernos, por tanto, que encontremos testimonios ya a partir
del siglo i a.C., que nos hablan directamente de esclavos establecidos prácticamen
te como colonos de determinadas fincas rústicas, situación que debió extenderse
sin que haya dejado rastros en nuestras fuentes, pero que conocemos por las citas
que aparecen en el Digesto de Justiniano y que datan de algunos juristas anterio
res cuyas obras se citan, incluyendo a dos de los más antiguos: Alfeno Varo,
cónsul en el año 39 a.C ., y su contemporáneo, algo más joven, M. Antistio
Labeón, cuyo floruit se sitúa en época de Augusto. Alfeno escribía hablando de
un hombre que había arrendado una finca a un esclavo suyo para que la cultivara
(quídam fu ndum colendum servo suo locavit: Dig., XV.iii. 16), y mencionaba la
posibilidad de que ese tipo de arrendamiento fuera algo corriente (XL.vii.l4./?r.).
Labeón (y también Pégaso, en activo hacia los años setenta de este mismo siglo),
según la cita de Ulpiano, escribió acerca del caso de un servus qui quasi colonus
in agro erat, «un esclavo que estaba en una finca como si fuera su colono» (Dig.,
XXXIII.vii. 12.3). A esa misma situación hace referencia Q. Cervidio Escévola,
destacado jurista de la segunda mitad del siglo ii (XXXIII.vii.20.1, junto con
18.4; cf. X X .i.32), y yo la vería reflejada también en otros dos textos de Escévola:
D ig., XXXIII.viii.23.3 (coloni praediorum que son esclavos) y vii.20.3 (donde los
reliqua que deben los vilici, así como los coloni, bien pudieran ser, o ppr lo menos
incluir, rentas). Todos los textos en cuestión mencionan esta situación casi de
manera casual, como si fuera perfectamente conocida de todos, y yo sugiero que
probablemente se trataba de algo muy corriente, en efecto, a partir del siglo i. En
esos casos, el colono, si lo consideramos desdé él punto de vista estrictamente
legal, seguía siendo esclavo; pero desde el punto de vista económico, el esclavo era
propiamente dicho un colono, y podía incluso llegar a utilizar sus propios esclavos
(vicarii, mencionados por Escévola, p. ej., en Dig., XX.i.32) lo mismo que lo
hubiera hecho un colonus libre (véase, e.g., Dig., IX.ii.27.9, 11; XIX.ii.30.4).
Ulpiano llega a considerar el caso de un esclavo que es ocupante (habitator) de
LAS FORMAS DE EXPLOTACIÓN 281
una casa (Dig., IX.iii. 1.8); pasa luego a definir al habitator como aquel que ocupa
una casa propia o arrendada, o que la ocupa de favor (vel in suo vel in conducto
vel gratuito, § 9).
A finales del siglo iv, aparentemente, los colonos esclavos seguían siendo una
cosa corriente, pues una constitución imperial de 392 (C Th, X V I.v.21), en la que
se ordena el castigo, como si de criminales se tratara, de quienes permitieran la
celebración de reuniones heréticas en las tierras de su propiedad o en las que
tuvieran arrendadas, decreta que el arrendatario (conductor) que resulte culpable
de tan atroz delito tenga que pagar una multa muy alta, en caso de que sea libre,
pero, si es «retoño de las heces serviles» (servili faece descendens) y no hace caso
de la multa por su pobreza y baja condición, que se le azote y se le deporte.
Tengo en cuenta, por supuesto, que la expresión latina que he citado no tiene por
qué implicar necesariamente más que el nacimiento servil, y se utilizaría probable
mente para indicar tanto a los esclavos como a los libertos. Un siglo más tarde,
hacia 490, un esclavo de la iglesia de Roma llamado Ampliato, que había sido
conductor de algunas tierras de ésta, aparece mencionado en una carta (fr. 28) del
papa Gelasio (492-496 d .C .).36 Si se pensaba que ese tipo de arrendamientos a
esclavos iba en beneficio del amo, seguirían realizándose, sin duda alguna, indefi
nidamente, y el colonus esclavo, aunque no fuera manumitido en vida de su amo,
podría ser liberado en el testamento de éste (como vemos en Dig., XXXII.xcvii,
Paulo). La situación que vengo examinando fue conocida durante mucho tiempo,
desde luego, y se ha hecho buen uso de algunos de los textos que he citado por
parte de varios historiadores modernos, inclusive, por ejemplo, M arc Bloch (en
CEH E, P.251-252), si bien se lim ita por completo al occidente latino, mientras
que a nosotros nos interesa ante todo el oriente griego. Al «esclavo de choza»,
servus casatus, que tan atestiguado está en tiempos de Carlomagno, no se le
conocía con esa designación durante el imperio romano: el término casatus no se
conoce hasta la Edad Media, y los c o s tó que aparecen colocados junto a los
coloni en una constitución de 369 bien pudieran ser lo mismo «barraquistas»
libres que «esclavos de choza» {CTh, IX.xliii.7 = CJ, IX.xlix.7). Pero el papa
Pelagio I, en carta en la que da instrucciones acerca de una herencia, parte de la
cual podía reclamar su iglesia {Ep., 84, de 560-561 d .C .),17 advierte a su agenté, el
obispo Juliano de Gíngulo* de que un «rusticus vel colonus» es preferible a un
«artifex et ministerialis puer» (§ 1), y le previene de no soltar «a los que pueden
convertirse en coloni o conductores» (§ 3) y no deshacerse de los «que pueden
ocupar barracas o hacerse labradores» {qui vel con tiñere casas vel colere possunt,
§ 2), frase en la que las palabras «continere casas» equivalen casi a llamar a estos
hombres «servi casati».
El servus quasi colonus era ya conocido perfectamente entre las tribus germá
nicas en el siglo i, pues Tácito define la condición de este hombre como la forma
característica de esclavitud germánica. Cada esclavo, dice, vive por su cuenta, y su
amo le impone una tasa fija de grano, ganado o tejidos que tiene que pagarle, «lo
mismo que a un colonus», o «como si fuera un coloñus» (ut colono: Germ.,
25.1). Podemos aceptar esta afirmación, sin recelos: probablemente era la mejor
manera de impedir que el esclavo se escapara a su casa, que podía estar muy cerca
(véase Thompson, SEG, 22-23, 18-19 = SCA [ed. Finley], 196-197, 192-193).
Según una carta citadísima de Plinio el Joven, escrita durante los primeros
282 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
bién una creciente explotación de los hombres libres de condición humilde, resul
tado material del hecho de que las clases propietarias estuvieran dispuestas a
mantener su nivel de vida relativamente alto y tuvieran todo el control político
necesario para permitirse rebajar la condición de los otros.
b) La segunda obra es un largo ensayo de Fustel de Coulanges, «Le colonat
rom ain», que aparece en sus Recherches sur quelques problémes d ’histoire (París,
1885), 1-186. Fustel tiene mucho que decir sobre el desarrollo del colonato que
sigue siendo auténticamente interesante. Hace especial hincapié en el hecho de que
los coloni se endeudaban muchas veces hasta el cuello, como los colonos de Plinio
el Joven, algunos de los cuales parece que llegaron a una situación desesperada,
con sus atrasos {reliqua) aum entando cada vez más y la pérdida de las garantías
que hubieran depositado (Plinio, E p ., III. 19.6-7; IX.37.1-3; cf. VII.30,3; IX.36.6;
X.8.5). Existen en las obras de los juristas romanos citadas en el Digesto muchas
referencias a las «rentas pendientes de los colonos» {reliqua colonorum). Segura
mente éstas incluirían simplemente las rentas que se debían a la muerte del testa
dor, y no sólo las rentas vencidas ya entonces y no pagadas, atrasadas (pues no he
visto que ningún texto distinga entre ambos tipos); pero, naturalmente, podrían
incluir también atrasos, como los reliqua que tanto preocupaban a Plinio {Ep.,
III. 19.6; IX.37.2). O tras obras más recientes han demostrado que Fustel se había
equivocado respecto a ciertas cuestiones técnicas de derecho romano: en particu
lar, estaba en un error al creer que era esencial que hubiera una renta fija en el
contrato de arrendamiento rom ano, la locatio conductio (véase, e.g., Clausing,
RC , 161-162; Thomas, NM). Sin embargo, su obra resulta de lo más útil cuando
demuestra lo humilde de la condición de los colonos del principado y la precarie
dad de su situación jurídica y económica. Horacio elige a los «coloni sin recursos»
{inopes coloni: Od., II.xiv. 11-12) para ocupar el extremo opuesto a los «reyes».
Luego los veremos dominados por sus terratenientes incluso en cuestiones de
índole religiosa: en el año 251, san Cipriano llegaba a alabar a los terratenientes
africanos que habían impedido a sus inquilini et coloni cristianos asistir al sacrifi
cio público exigido por el em perador Decio {Ep., LV.xiii.2), y aproximadamente
hacia el año 400, los autoritarios terratenientes del norte de África se encargaron
de convertir a sus coloni del donatismo al catolicismo (August., E p., 58.1) o
viceversa (Aug., C.
c) La última de estas tres obras es un artículo de Bernhard Kübler (SCRK,
esp. 580-588), que señala mejor que ningún otro libro que yo conozco la incomo-
dísima situación en que quedaba el arrendatario en el contrato rom ano de locatio
conductio. Vale la pena que llamemos aquí la atención sobre una cosa que recien
temente ha señalado Elizabeth Rawson: «la rareza entre las clases altas [de finales
de la república romana] de los arrendamientos, hecho que tal vez tenga que ver
con la desfavorable situación ante la ley que tenía el colono» {SRP, ed. Finley, 87).
Y ahora, volviendo a lo que decía en el epígrafe titulado «III. Servidumbre
por deudas» en IILiv acerca de la «ejecución personal» por deudas, tengo que
señalar que el retraso en el pago de las rentas, que significaba una ruptura del
contrato de locatio conductio entre terrateniente y colono, constituiría una deuda
por la que el terrateniente tendría derecho a la «ejecución personal» contra el
colono moroso, lo mismo que contra cualquier otro deudor. Puedo ahora añadir
una reflexión importante a otra que adelantaba ya en IILiv (el párrafo inmediata
284 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
\.praef.Y l-\5\ I.iv.8; X II./ra e /.8-10). Las señoras, dice, consideran el gastar unos
cuantos días en la casa de campo «el negocio más sórdido que se pueda imaginar»
(sordidissimum negotium). La solución obvia para esta gente consistiría en arren
dar sus tierras en la mayor medida posible; y es de suponer que así lo hicieran las
más veces, pues muchos latifundistas de occidente (y en alguna medida también
en el oriente griego) poseían fincas diseminadas aquí y allá por diferentes lugares,
que difícilmente hubieran podido supervisar en persona, aunque hubiesen querido
hacerlo. La impresión que yo tengo es que, hasta finales de la república, los
rom anos ricos tal vez solieran tener fincas bastante concentradas en el mismo sitio
(incluso las trece haciendas de Sexto Roscio se hallaban «casi todas a orillas del
Tíber»: Cic., Pro Sex. Rose. A m er., 20), pero que a finales de la república, y en
mayor medida aún durante el principado y el imperio tardío, es de suponer que
tuvieran posesiones cada vez más dispersas (sobre todo en el imperio romano
tardío oímos hablar de hombres que poseían fincas en muchas provincias distin
tas). Esto es lo que habría estimulado por sí solo los arrendam ientos, por los
motivos que acabo de explicar. Desde luego que no debemos dar simplemente por
descontado, a falta de suficientes testimonios, que los arrendamientos se fueran
haciendo más habituales de lo que lo habían sido durante la república: en eso
estoy de acuerdo con Brunt, que h a reunido una colección útilísima de textos que
se refieren a los arrendamientos hechos en Italia durante las épocas republicana y
augústea (ALRR, 71, notas 27-33).2i Sin embargo, me parece que los arrendamien
tos fueron aumentando a expensas de la explotación directa. Creo que buena
parte de las fincas repartidas entre los veteranos retirados debieron de tratarse de
ese modo. El Ofelo de Horacio es un caso de este estilo: su finca fue confiscada y
traspasada a un veterano, del que se convirtió en colonus (Sai., II.ii.2-3, 112-115,
127-135). Oímos también hablar de ciertos hombres que vendían sus fincas a
condición de tomarlas de nuevo en arriendo, práctica que contem pla el Digesto,
XIX.i.21.4 (Paulo) y X V III.i.75 (Hermogeniano). Debo añadir en este momento
que el arrendamiento de las tierras a colonos no significaba en absoluto que
dejase de utilizarse el trabajo de los esclavos (véase más adelante y también las
notas 52-58).
15. Si hasta el momento me he centrado demasiado en los testimonios pro
cedentes de Italia, se debe a que, como dije anteriormente, poseemos una docu
mentación mucho más explícita procedente de allí de la que podam os tener del
oriente griego, respecto a estos procesos que estoy describiendo, para el período
del principado. En algunas provincias balcánicas del imperio rom ano, vemos que
existen numerosos esclavos hasta aproximadamente mediados del siglo u; pero
luego parece que la proporción de esclavos en el conjunto de la población dismi
nuyó considerablemente. Lo ha probado, para el caso de Dalmacia, Wilkes, y,
para Nórico, Géza Alfóldy.22 No obstante, en la mayor parte del m undo griego,
sobre todo en Egipto, la producción de los esclavos no alcanzó nunca un nivel tan
alto como el que llegó a tener en Italia durante el último o los últimos dos siglos
de la república, y en particular no existieron, ni mucho menos, tantas fincas
grandes como había en Italia, Sicilia y Norte de África, los latifundio, como
generalmente se las ha llamado en épocas modernas, aunque en la Antigüedad esa
expresión fue bastante rara y además tardía. Durante los últimos años de la
república, Varrón llegaba a hablar de una gran finca lla m á n d o la laius fundus
286 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
(RR , I.xvi.4), pero la primera vez que aparece tal cual la palabra latifundium, que
yo sepa, es en Valerio Máximo (IV.iv.7)} que escribió hacia el año 30, durante el
i|toad<tfde ffiberio, y que irónicamente hace referencia a los magna latifundio™
■ ■ B T U l d e s fincas podían ser explotadas, naturalmente, por esclavos o ser
áMISBIbljl colonos o ambas cosas. Lo que tenemos es documentación literaria
del siglo i que habla de grandes cantidades de colonos en occidente, especialmente
en África. Séneca, en carta escrita a comienzos de los años sesenta, habla de
«miles de coloni» que trabajan la tierra de (por lo que parece) varios propietarios
distintos en Sicilia y África (E p., CXIV.26). Y el superintendente rom ano Agenio
Úrbico (de época desconocida), que reproduce probablemente el De controversiis
agrorum de Sexto Julio Frontino, escrito hacia los años 80 o 90, habla de deter
minados individuos que poseen fincas (saltus) en África «no menores que el
territorio de algunas ciudades, y algunos incluso más grandes; y algunos tienen en
sus haciendas una cantidad no pequeña de gente humilde [non exiguum populum
plebeium] y aldeas del tam año de una ciudad alrededor de sus villas».24 Los
mismos rasgos generales se producían en el mundo griego; y yo diría que, para lo
que me interesa ahora, la principal diferencia entre Italia y el oriente griego
estribaba simplemente en que el cambio de la producción esclavista a gran escala
a lo que yo llamaría «producción campesina» (particularmente en la forma de
arrendamientos de tierras en pequeñas parcelas a colonos) resultó menos visible
porque en el oriente griego la producción campesina desempeñaba ya un papel
relativamente más im portante. Debo reconocer que no he podido recoger suficien
tes testimonios procedentes de las distintas regiones por separado. Las cifras de
las casas de esclavos en el mundo griego durante el período rom ano simplemente
no existen en absoluto, excepto en el caso de afirmaciones de carácter retórico
como la que aparece en san Juan Crisóstomo, H om , in M atth., 63.4, en MPG,
LVIII.608 (terratenientes antioquenos que poseen uno o dos millares de andrapo-
da). No conozco ninguna estimación del número de esclavos que había en el
territorio de ninguna ciudad griega de época romana, excepto una que aparece de
form a incidental en Galeno, y que probablemente es bastante poco fidedigna,
para la segunda mitad del siglo n, en la que se afirma que en su ciudad, Pérgamo,
había 40.000 ciudadanos, además de «viudas y esclavos» hasta llegar a un total de
80.000, de lo que posiblemente hemos de deducir que Galeno, que difícilmente
podría saber el número de esclavos que había en Pérgamo, lo estimaba en aproxi
madamente 40.000 (De cogn. curand. animi morbis, 9, en los Opera omnia de
Galeno, V.49, ed. C. G. Kühn, 1825).
16. Aunque todavía no podría probarlo frente a la oposición de los escépti
cos, yo creo que la condición del campesinado a lo largo de la mayop parte del
imperio romano, incluidas las regiones griegas, se fue deteriorando notablemente
durante los tres primeros siglos de la era cristiana, al mismo tiem po que mejoraba
en cierto modo la situación de los esclavos, espedalmente si se convertían de facto
en colonos (véase § 12). Esta decadencia en la condición del campesinado (y, por
supuesto, de todos los hombres libres pobres) se vio facilitada por un deterioro de
sus derechos jurídicos (en la m edida en que tuvieran alguno), por los medios que
especificaré después en V lII.i, y, en el mundo griego, debido a la extinción final
de la democracia (véase V.iii y el apéndice IV). Los diversos procesos (económi
cos, jurídicos y políticos) se hallaban estrechamente relacionados; pero los aspee-
LAS FORMAS DE EXPLOTACIÓN 287
tos jurídicos y políticos están mejor documentados y pueden describirse con ma
yor precisión, por lo que me ha parecido más conveniente tratarlos por separado,
aislándolos de los económicos, que constituyen un perfecto revoltijo de pequeños
fragmentos de materiales procedentes de zonas muy distintas del imperio que
evolucionaban de maneras muy diversas y a velocidades distintas, por mucho que
el resultado final —al que no se llegó en absoluto simultáneamente en todas
partes— fuera en gran medida el mismo en la totalidad de una zona tan amplia.
Lo que más me gustaría saber, pero que no he podido descubrir más que en muy
pequeña medida, es el peso relativo que teman a comienzos y mediados del
principado los tres principales gravámenes que se impusieron a los campesinos
(véase la sección ii de este mismo capítulo), a saber, el de las rentas, las prestacio
nes obligatorias (tales como las angariae), y los impuestos, y cómo fueron cam
biando a lo largo de los años.
17. Todavía no estamos lo suficientemente preparados para hacernos cargo
de cómo se convirtió en siervos a la mayoría de la población libre que trabajaba
en la agricultura durante el imperio rom ano, fenómeno que se produjo a partir de
las postrimerías del siglo ni. Antes de hacerlo, tenemos dos problemas importan
tes relacionados entre sí, a los que no hemos hecho aún referencia en este libro,
pero que hemos de examinar brevemente. El primero de ellos, que fue llamándo
me poco a poco la atención a medida que iba trabajando en la aparición del
colonato tardorrom ano, es una cuestión de tanta envergadura como el asentamien
to de los barbari dentro del imperio. Ya se discutió en plenos años cuarenta del
pasado siglo, por Zumpt y Huschke (véase Clausing, RC, 44-49, 57-61, 77-89);
O tto Seeck (G U AW , I4.i.407; ii.591-592) nos da una relación muy breve pero más
modernizada del asunto, al form ular una importante teoría que discutiré con
relación al segundo de los dos problemas que acabo de mencionar y algunos de
sus aspectos han llamado mucho la atención en los últimos años; pero no conozco
ningún informe de conjunto más reciente. Se trata de un asunto demasiado vasto
como para tratarlo con propiedad en este libro: suscita una m ultitud de cuestiones
muy técnicas, como la naturaleza de los laeti y los gentiles, e implica asimismo el
examen de los documentos epigráficos y arqueológicos, y también muchos pasajes
de literatura, algunos de los cuales resulta muy difícil evaluar. No obstante, en el
apéndice III he aportado, con unos cuantos comentarios, toda la documentación
al respecto que conozco y que a mi juicio puede ser im portante respecto al
asentamiento de los barbari en el imperio desde el siglo i a finales del vi. Ello dará
por lo menos cierta idea del alcance de dichos asentamientos, que creo que sor
prenderá a la mayoría y podrá ser de utilidad para los que quieran seguir investi
gando el tema. No necesito defenderme en absoluto por dirigir cierta ^tención a
estos fenómenos, por mucho que afecten a la parte occidental del imperio en
mayor grado que al oriente griego, pues la introducción como residentes de gran
des contingentes de bárbaros en el imperio, que por cierto llegaban a sumar en su
totalidad centenares de millares, es algo que evidentemente se ha de tener en
cuenta cuando examinamos la cuestión de la «decadencia y caída» (cf. el capítulo
VIII), especialmente si consideramos, como hacen tantos autores modernos, que
un aspecto importante de ese proceso fue una «escasez de la mano de obra», ya
fuera en sentido absoluto, por un descenso general de la población, o (como yo
preferiría) en sentido relativo, por un desvío de la mano de obra de las tareas
288 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
a) Si alguien deja en herencia inquilini sin las tierras a las que están ligados
{sine praediis quibus adhaerent],2** el testamento será legalmente inválido [inutile]',
b) Pero la cuestión de si debe hacerse una tasación [aestimatio, se.: de lo que
el heredero debe pag~ * al legatario como equivalente, en compensación] ha de deci
dirse con arreglo a los deseos del testador, según un rescripto de los divinos Marco y
Cómodo.
Ai
290 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
ya en los años 170, que los inquilini corrientes se hallaban «ligados a sus tierras»?
Y en segundo lugar, ¿cómo iba a pensar ningún terrateniente de esa época que
tenía derecho a legar a sus inquilini, con o sin las tierras a las que misteriosamente
se hallaban «ligados»? Si tiene razón Seeck, no se suscitan tales problemas; pero
si rechazamos su teoría o dudamos de ella, no puede ignorárselos sin más, como
han hecho varios críticos de Seeck. No conozco ningún testimonio de que se
pensara que un ocupante {colonus o inquilinus) en general pudiera ser dejado en
herencia durante el principado; sin embargo, cuando se introdujo el colonato
servil, durante el imperio tardío, y dejó de poderse separar a los colonos de las
tierras que tenían arrendadas, entonces, por supuesto, se podía —y de hecho se
debía— traspasarlos con las tierras en herencia o por venta o por m anda testamen
taria. Por lo que puedo ver, los colonos durante el principado no form aron nunca
parte, desde luego, del instrumentum de una finca, de su equipo, pues se hubiera
mencionado específicamente en el arriendo o en las mandas testamentarias, o se
hubiera afirmado que acom pañaban automáticamente a la finca que se arrendara
o dejara en herencia con o sin las expresiones cum instrumento o instructum: Los
juristas romanos se las veían y se las deseaban para definir con precisión qué es lo
que se incluía en el instrumentum, tanto en el Dig., XIX.ii. 19.2, en la parte que
trata de los contratos de locatio conductio (que incluyen lo que llamamos tierras
de arriendo), como, con mayor extensión, en cualquier otra parte de él que trate
de mandas testamentarias (XXXIII.vii), pues las fincas solían legarse —tal vez
casi siempre— con su instrumentum. Los esclavos, por supuesto, podían formar
parte de él, pero el colonus esclavo, que hemos examinado en § 12, no se conside
raba parte del instrumentum de la finca de la que se le tenía por arrendatario
{Dig., XXXIII.vii. 12.3) yí a fo rtio re, a un colonus o inquilinus libre normal y
corriente no se le tendría tam poco por tal. Bien es cierto que algunos autores
(incluso Jones: véase más adelante) han tomado a los inquilini de Marciano por
esclavos; pero, si lo hubieran sido, resulta inconcebible, desde luego, que se
considerara inválida una m anda en la que se les legara por separado de las tierras
en las que casualmente pudieran estar trabajando. Leonhard los consideraba grund-
hórige Sklaven { R E ,IX.ii[1916]. 1559, s. v. inquilini). Pero nunca aparece la cate
goría de esclavos vinculados a la gleba, por lo que yo sé, al menos, hasta el
siglo iv, quizá no antes de c. 370 (véase IILiv y su nota 16). P or consiguiente, no
se resuelve nuestro problema por considerar esclavos s los inquilini de Marciano;
y tengo la seguridad de que, en ningún caso, se hubiera referido M arciano a los
esclavos llamándolos «inquilini». También me resulta inexplicable la afirmación
que hace Piganiol {EC1, 307, n. 2), según la cual: «En el siglo ni, a todo colonus
puede llamársele inquilinus (esta observación explica el texto de M arciano)», pues,
desde luego, no tiene nada que ver. Incluso A. H. M. Jones demostraba una
imprecisión nada corriente en él al tratar del texto que acabamos de examinar: no
estoy seguro de entender lo que quiere decir con la frase «las personas llamadas
inquilini deben de ser esclavos, pues, si no, no se las dejaría en herencia, pero
están ligados a la tierra y sólo serían enajenables junto con ella»; la siguiente frase
tal vez sea un recuerdo algo imperfecto de Seeck, si bien no se le menciona para
nada (véase SAS, ed. Finley, 291-292).
Supongo que es posible que Saumagne tenga razón al pensar que el texto de
M arciano se vio interpolado, y que originalmente no contenía la frase «sin las
LAS FORMAS DE EXPLOTACIÓN 291
tierras a las que se hallan ligados» (RQC, 503, n. 3). Instintivamente viene la
objeción de que, en tales circunstancias, no podría haber ninguna aestimatio
(véase más arriba), pues ¿cómo se iba a poder hacer una tasación de hombres
libres? Como podemos leer en el Edictum Theodorici, 94, H om o enim líber pretio
millo aestimatur (la misma objeción se podría hacer al intento de borrar simple
mente quibus adhaerent). Sin embargo, una valiosa nota de Fustel de Coulanges
(véase de nuevo la n. 28), podría proporcionarnos una respuesta a nuestra obje
ción: la tasación en la aestimatio podía basarse en la cantidad de rentas que
hubiera recibido el legatario si hubiera sido válida la manda que le adjudicaba los
inquilini. Si vamos a suponer que lo que hubo fue una interpolación en el D i ges
to, X X X A l l . p r puede que esta fuera la solución a nuestro problem a, pero si
rechazamos esta posibilidad y también la teoría de Seeck, sólo se me ocurre una
posible interpretación del texto de Marciano. Por lo que yo llego a ver, los
ocupantes (coloni o inquilini) de una finca sólo tenían que ver con el instrumen-
tum en la medida en que debían las rentas: efectivamente, los reliqua colonorum
form an normalmente parte del instrumentum. ¿No pudiera darse el caso de que
los inquilini de Marciano hubieran dejado de pagar sus rentas (o hubieran come
tido cualquier otra ruptura del contrato de ocupación de la finca), y que su
propietario los hubiera sometido a algún tipo de servidumbre por deudas? Como
vimos en IILiv, podía considerarse que un hombre era el propietario de su deudor
convicto (iiudicatus), lo que bastaba para llevárselo como si fuera un objeto roba
do {furtum : Gayo, In st., III. 199). ¿No pudiera ser que los ocupantes de la finca
del testador de Marciano fueran iudicatñ En ese caso, éste hubiera pensado que
tenía todos los motivos para dejarlos en herencia, aunque resulta difícil de enten
der por qué tendría que considerarse inválida esta manda. Es una lástim a que no
se nos dé el motivo de esta decisión. Yo diría que la teoría de Seeck es posible
mente bastante correcta, pero dejaría la cuestión ábierta en términos generales,
con las dos alternativas que acabo de mencionar como posibilidades distintas. Sin
embargo, véase la n. 26a.
19. Una ojeada al apéndice III puede dar idea del extraordinario alcance que
tuvieron los asentamientos «bárbaros». Un aspecto de este fenómeno sobre el que
ha proliferado enormemente la bibliografía en estos últimos años es el de los laeti,
y su relación (si es que alguna tienen) con lá llamada Reihengraberkultur (en la
Francia nordoriental y los Países Bajos) y con otras categorías de barbari tales
como los gentiles y los foederati .19 La primera mención que existe de los laeti,
como dije antes, acontece en el año 297; puede rastreárseles varias veces en
Ammiano Marcelino durante el reinado de Constancio II, así como en otros
escritores cuales Zósimo y Jordanes; poseemos textos de leyes que hacen referen
cia a ellos desde 369 hasta 465; vuelven a aparecer en la N otitia dignitatum,
principalméiite en la prefectura de las Gallas; y, al parecer, hay referencias a ellos
incluso en un papiro de Ravena, ya a mediados del siglo vii (P. Ita l., 24, líneas l,
21, 46-47), y todavía en otros textos posteriores.30
Queda fuera del objetivo de este libro el hacer una discusión sobre la condi
ción que tenían los barbari asentados en el imperio romano, por lo que me
limitaré a hacer dos observaciones respecto a ellos. En primer lugar, queda claro
que los términos de sus asentamientos podían diferir enorm em ente;31 y en segun
do, su instalación dentro del imperio, que desde un punto de vista estrictamente
292 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
mujeres, los viejos y los miembros más débiles de la familia» ( Gerrn., 15.1;
cf. 14.4, 26.1-2, 45.4, 46.1). Los cambios producidos en la economía de los distin
tos pueblos germánicos dependieron en gran medida de cuán expuestos estuvieran
a la influencia romana. Los testimonios son escasos y principalmente de carácter
arqueológico, pero da la casualidad de que existen unos cuantos buenos testimo
nios literarios que nos hablan de un aumento considerable del empleo de esclavos
por parte de los dos grupos de pueblos germánicos excepcionalmente adelantados,
los marcomanos y los cuados (de la otra orilla de la cuenca media del Danubio)
durante los siglos n y i i i , y los alamanes (al oriente de las cuencas alta y media del
Rin) durante el iv; y, en todo caso, en este último pueblo queda claro que los
esclavos se empleaban en la agricultura, si bien sólo por parte de los dirigentes
(véase Thompson, SEG, 26-29 = SC A , ed. Finley, 200-203). Y los visigodos y
ostrogodos, que desempeñaron un papel importantísimo en la historia de los
asentamientos «bárbaros» durante la segunda mitad del siglo iv y a lo largo del v
en su totalidad, parece que eran principalmente agricultores incluso antes de que
los hunos, en su gran movimiento de expansión hacia occidente durante los
años 370, conquistaran a los ostrogodos y empujaran a los visigodos a buscar
refugio en territorio romano, cruzando el Danubio. De los asentamientos que
enumeramos en el apéndice III, sólo uno o dos parece que fueran pueblos nóma
das o seminómadas, y, por consiguiente, no habrían podido proporcionar a los
romanos ningún tipo de excedente, aunque no fuera más qué m ediante impuestos,
excepto acaso con los productos de sus rebaños de ovejas y vacas; pero dudo
mucho que podamos decir esto de nadie más que de las tribus hunas, como la de
los cotrigures (apéndice III, n.° 30d; cf. 26): entre los germanos, hasta ios excep
cionalmente «bárbaros» hérulos eran, al parecer, en parte agricultores (ibidem,
29d y 30a).
20. Llegamos ahora al punto en el que una parte considerable de la pobla
ción trabajadora agrícola, que hasta la fecha era libre, se ve jurídicam ente vincu
lada a la gleba, de una u o tra m anera. No tengo ni la menor duda de que ello
empezó a producirse hacia finales del siglo i i i , formando parte de la gran reforma
del sistema de impuestos regulares introducida por Diocleciano (284-305), y que se
hizo general durante el siglo iv. La naturaleza de esta innovación se ha expuesto
rara vez con propiedad. En mi opinión, la única relación que de ello se hace que
señale completamente su carácter fundamental (y, por consiguiente, una de las
aportaciones más clarificadoras que se han hecho al estudio de la historia antigua
en los tiempos modernos) es la de A. H. M. Jones; pero incluso algunos de los
que hacen referencia al tratam iento que él hace del tema, no han llegado a
entenderlo del todo.37 No sólo los colonos en arrendamiento, sino la totalidad de
la población agrícola trabajadora de todo el imperio romano, que estuviera inscri
ta en las listas de contribuyentes, se vio ligada a la tierra con una base hereditaria,
pasando así a un estado de servidumbre, o (en la medida e n íp e s e ^ ^
campesinos propietarios) a lo que yo llamo de «cuasiservidumbre» (véase después).
Parece que el campesino propietario (el campesino dueño absoluto de su tierra),38
que entraba en el censo con esa categoría, por pequeña que fuera su parcela y
tanto si tenía tierras arrendadas a otro como si no, se veía vinculado a su aldea™
mientras que el campesino que no era más que colono arrendatario se veía vincu
lado a la finca o parcela que tuviera alquilada, como colonus, siembre que su
LAS FORMAS DE EXPLOTACIÓN 295
lo que eran muy capaces, así como su privilegiada situación económica; conque,
cuanto más rico fuera uno y más alto su rango en la jerarquía social y política,
tanto más verosímil sería que lograra conservar e incluso fortalecer su posición,
aunque tuvieran que sacrificarse en el proceso unos cuantos individuos prominen
tes, Por consiguiente, la gran reorganización se realizó principalmente en benefi
cio de las clases propietarias en su conjunto; y para ellas, o en todo caso para su
capa más alta, durante un tiempo obró milagros (cf. VIII.iv). Llegamos ahora al
período que se llama normalmente «imperio romano tardío», en el que los empe
radores, a partir de Diocleciano, alcanzaron una posición todavía más alta, que
les permitía (si tenían la suficiente destreza) ejercer un control aún mayor, en
interés colectivo de la clase gobernante. Pero como explicaré luego en VI.vi, es un
error imaginarnos que se produjo un cambio fundamental en la naturaleza del
gobierno imperial al pasar del «principado» al «dominado», a comienzos del
imperio tardío. El Princeps (como normalmente se le llamaba) fue siempre en la
práctica un monarca virtualmente absoluto, y el rasgo más significativo de los
cambios que se produjeron con la llegada del imperio tardío fue una intensifica
ción de las formas de explotación, cuyo elemento más im portante tal vez fuera, a
largo plazo, la introducción de la servidumbre generalizada.
21. Creo que Jones tenía razón al pensar que la ley que vinculaba a los
campesinos a sus aldeas o fincas era «básicamente una medida fiscal, ideada con
la finalidad de facilitar y asegurar la recaudación del nuevo impuesto de capita
ción, pero que no pretendía específicamente la vinculación de los colonos a sus
fincas»; pero luego «los terratenientes vieron que la ley era de mucha utilidad
para retener a sus colonos y reclamarlos si se marchaban», de m odo que los
emperadores extendieron esa media original en beneficio de aquéllos (véase espe
cialmente CJ, X l.li.l, de Teodosio I), aumentando la dependencia que los colonos
vinculados tenían respecto a sus terratenientes mediante una serie de leyes promul
gadas durante los siglos iv y v (Jones, RC , en &4S, ed. Finley, 293-295; cf. Jones,
RE, 406-407; L R E , 11.796-801). Sin embargo, los campesinos propietarios, aunque
siempre fueron muchos, sobre todo, en cualquier caso, en el oriente griego, no
revistieron especial im portancia frente a la clase de los terratenientes, y las leyes
que los vinculaban a sus aldeas no parece que fueran puestas en vigor, excepto
cuando las propias aldeas tom aban cartas en el asunto (como podemos ver en
P. Thead., 16-17) para detener las deserciones en masa, que probablemente eran
cosa rara, por cuanto pocas veces se verían forzados los campesinos propietarios
hasta el extremo de tener que abandonar las propiedades de sus antepasados.
En cuanto a los colonos, su situación era enormemente complicada. El «colo
nato» con vínculo, en el sentido de que los colonos se hallaban vinculados a las
parcelas que tenían arrendadas (y no solamente a sus aldeas), era algo que intere
saba muchísimo a la clase terrateniente: se extendió hasta Palestina gracias a una
ley promulgada por Teodosio I (citada anteriormente), y probablem ente hasta
Egipto bastante antes de 415, que es la primera vez que oímos hablar de los
llamados coloni homologi (CTh, XLxxiv.6./?r., 3), quienes, al parecer, incluían a
los colonos de las fincas, aunque en realidad estuvieran inscritos en sus aldeas. No
obstante, incluso los colonos vinculados, quienes, según la definición que he
dado, eran siervos (cf. III.iv), seguían siendo teóricamente de condición libre:
técnicamente no eran esclavos. Antes de la segunda mitad del siglo iv, el término
LAS FORMAS DE EXPLOTACIÓN 297
colonatus se había empleado para referirse al colonato servil. La prim era vez que
aparece suele situarse, por lo general, en el año 382 {CTh, XIV.xviii.1 = CJ,
X l.xxvi.l), quizá basándose en la influencia del Thesaurus Linguae Latinae, pues
ese es el primer texto que lo cita, pero la expresión colonatus iure aparece unos
cuarenta años antes, en CTh, X II.i.33, en donde se utiliza ya como término
técnico. Llegados a este punto, he de volver a insistir en el hecho de que (como ya
señalaba en el epígrafe II de IILiv), a partir del siglo iv, los emperadores solían
utilizar, para referirse a los siervos, la terminología de la esclavitud, por muy
impropia que fuera, de un modo que los grandes juristas de los primeros siglos
probablemente hubieran encontrado ridículo. En una constitución de c. 395, que
se refiere a la diócesis civil de Tracia, el emperador Teodosio I admite que los
coloni del lugar son técnicamente «de condición libre» {condicione ingenui), pero
añade una frase de lo más siniestro que dice: «debe considerárselos esclavos de la
propia tierra en la que hayan nacido» (serví terrae ipsius cui nati sunt aestimen-
tur), y permite a sus possessores que ejerzan sobre ellos «el poder de un amo»
{domini potestas: CJ, XI.liii.1.1), Unos cuantos años después, el emperador de
occidente Arcadio declaraba que «se daba casi el caso» de que los coloni siervos
(llamados aquí coloni censibus adscripti), aunque habitualmente se les considerara
liberi, se hallaban, al parecer, «en cierto estado de servidumbre» (paene est ut
quadam servitute dediti videantur: CJ, X l A , 2.pr., que ha de datarse probablemen
te el 2 de julio de 396: véase Seeck, RKP, 132, 291). Entre los años 408 y 415,
Teodosio II se refería, con una frase de lo más descriptiva, a «todos los que se
hallan vinculados por la Fortuna con las cadenas de sus heredades» {omnes quos
patrimonialium agrorum vinculis fo rtu n a tenet adstrictos: CJ, XI.lxiv.3), curiosa
frase semejante a otra que aparece en una constitución anterior de Graciano y sus
colegas, del año 380, y que habla de «personas que se deben al derecho de los
campos» {iuri agrorum debitas), al que se han de devolver {CTh, X.xx.10.1 = CJ,
XI.viii.7.1). En una constitución del año 451, el emperador de occidente Valenti-
niano III establecía que los hijos de una libre y un esclavo o colonus debían seguir
siendo coloni {colonario nomine), quedando bajo control y propiedad {in iure et
dominio) de aquellos en cuyas tierras hubieran nacido, excepto en caso de que la
tal mujer hubiera previamente hecho declaración formal {denuntiatió) de que no
iba a establecer dicha unión, en cuyo caso se consideraría a los hijos esclavos: se
hace referencia a que los primeros quedarían ligados por el nexus colonarius, y los
otros por la condicio servitutis (Nov. Val, XXXi.6; cf. CTTi, IV.xii.4-7). A partir
de mediados del siglo v, empezamos a oír hablar de un tipo especial de colonos
siervos llamados adscripticii {enapographoi o enhypographoi, en griego),41 conoci
dos en occidente como tributaria originales u originarii, y cuya condición empezó
a rayar en la de esclavos (sigue aún discutiéndose acerca de su verdadera natura
leza, pero a mí me parece que el tratam iento que de ellos hace Jones es esencial
mente correcto: L R E , 11.799-803; RC, en SAS, ed. Finley, 298-302; R E , 417). En
el año 530 el emperador Justiniano vio que había cierta dificultad a la hora de
distinguir entre adscripticii y esclavos: «¿qué diferencia podemos ver», dice, «en
tre esclavos y adscripticii, si ambos han quedado bajo el poder de su amo {domi-
nus), que puede manumitir al esclavo con su peculium y enajenar al adscripticius
junto con sus tierras?» {CJ, X I.xlviii.21.1). Unos cuantos años más tarde, Justi
niano llega a decir que es «contrario a la naturaleza hum ana» {inhumanum)
298 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
privar a las tierras de sus adscripticii, «sus verdaderos miembros [membra], por
así decir»: el adscripticius «debe quedarse en sus tierras y ligado a ellas» {rema-
neat adscripticius et inhaereat terrae: ibidem, 23 .pr., de comienzos de los años
530).42 De manera muy significativa, Justiniano trataba los m atrimonios entre
adscripticii y personas libres como si se vieran regidos por las reglas del derecho
rom ano que codificaban las uniones entre hombres o mujeres libres y esclavos
(CJ, XI.xlviii.24, con mucha probabilidad del año 533; N ov. 7., CLXII.1-3, de
539). Eí principio jurídico ni siquiera entonces estaba aún establecido, y Justinia
no, con mucha frecuencia, cambió de idea (véase Jones, en S A S, ed. Finley, 302,
n. 75); pero fuera cual fuera la situación legal, el emperador estaba decidido a que
cada colonus fuera obligado a quedarse en las tierras en las que hubiera nacido:
eso es lo que significa, dice con una frase muy curiosa, precisamente el nombre
colonus {Nov. J ., CLXII.2.1, del año 539).
Uno de los documentos más interesantes que poseemos que trate del colonato
tardorrom ano es una brevísima carta de Sidonio Apolinar a su amigo Pudente,
escrita probablemente hacia 460 o 470 (E p.y V.xix). La terminología que utiliza
requiere especial atención. El hijo de la niñera de Pudente, empleado de éste,
había raptado a la hija de la niñera de Sidonio. Pudente le había pedido a Sidonio
que no castigara al joven, y éste se mostró de acuerdo a condición de que su
amigo le librara de su originalis inquilinatus, convirtiéndose así en su patronus, en
vez de ser su dom inus: ello hubiera permitido al raptor, en cuanto cliens y no
tributarius de Pudente, asumir la personalidad de plebeius y no de colonus {pie-
beiam potius... personam quam colonariam), consiguiendo así su libertas y casán
dose luego con la chica, que ya era libre (libera). Al joven, aunque no fuera
esclavo, ni, por supuesto, tuviera que ser manumitido, no puede considerársele
completamente libre hasta que Pudente, su «amo», reconozca que ya no es un
colonus, inquilitius, tribittaritis, sino un plebeius y un cliens.
22. En §§ 20 y 21 he hablado de lo que he llamado «la población trabajado
ra rural», que a finales del siglo 111 se hallaba vinculada a la tierra (los propieta
rios a sus aldeas, y los que sólo eran colonos y no tenían ninguna propiedad
inmobiliaria, a sus aldeas o a sus fincas o parcelas), si bien, por los motivos que
acabo de mencionar, se presionaba mucho menos a los propietarios, siempre que
pagaran sus impuestos. Los historiadores (y juristas) que no están suficientemente
familiarizados directamente de prim era mano con los testimonios, tanto literarios
como jurídicos, referentes al colonato, suelen pensar que la larga serie de leyes
que estamos discutiendo en estos momentos afectaba sólo a los colonos arrenda
tarios; pero es un tremendo error, pues no todos los arrendatarios, ni mucho
menos, se hallaban vinculados en el siglo iv y aún más tarde, y, al^comenzar el
proceso, la mayoría, si no la totalidad de los campesinos propietarios que traba
jaban, tampoco se hallaban vinculados, en las regiones en las que se había intro
ducido el colonato servil. En este error incurre, por ejemplo, Finley , quien dice
que los códigos legales dan testimonio de que «a partir de Diocleciano, a finales
del siglo m, los colonos estaban vinculados, y no eran libres», y añade que «con
la desaparición del colono libre [probablemente con Diocleciano] llegó la desapa
rición en los textos jurídicos del contrato de ocupación romano clásico» (A E y 92;
las cursivas son mías). Esta form ulación resulta de lo más equívoca tal como viene
expuesta. En primer lugar, en ía medida en que pueda tener la menor validez,
LAS FORMAS DE EXPLOTACIÓN 299
que eran «siervos» en sentido estricto (véase III.iv). Sin embargo, las fuentes,
incluso los textos jurídicos, utilizan a veces la palabra coloni de m anera más vaga,
en mi opinión, de modo que incluirían en ese concepto, en todo caso, a los
componentes del primero de mis grupos, quienes, efectivamente, se hallaban vin
culados a sus aldeas, y quizá a todos o prácticamente a todos los trabajadores
campesinos (cf. Stein, H B E , II.207-208, esp. 208, nota 1). Naturalm ente, los
propietarios vinculados no satisfarían estrictamente la definición de siervos que he
dado; pero, como expliqué en IILiv, si pagaban unos impuestos muy onerosos no
se hallarían, en realidad, en una situación muy distinta de la de los colonos
siervos, y me refiero a ellos llamándoles «cuasisiervos».
Los esclavos agrícolas, aunque jurídicamente mantuvieron su condición servil,
se beneficiaron durante el siglo iv de una serie de decretos imperiales (sobre los
cuales, véase IILiv § II y su nota 16). Esta situación llegó a su cota más alta
cuando en el año 370 aproximadamente se promulgó una ley que prohibía su
venta ap arte de las tierras en las que estuvieran censados ( censiti: C Jy
XI.xlviií.7./?r.), alcanzando así una condición para todos los efectos de cuasisier
vos. Si eran manumitidos, tenían que quedarse en las tierras que hubieran estado
cultivando en calidad de adscripticii. El papa Gregorio Magno, que estaba decidi
do a poner en vigor las leyes que prohibían a los judíos tener esclavos cristianos,
dio la orden de que los cristianos que pertenecieran a colonos judíos de fincas que
fueran propiedad de la iglesia de Roma en Luna, Etruria, deberían quedarse en
ellas, una vez liberados, realizando «todas las prestaciones que prescriben las leyes
referentes a los coloni u originara» (.E p., IV.21, del año 594 d.C.).
tación directa de las mismas a manos de esclavos, pues el colono tendría que sacar
del producto de las tierras lo necesario para vivir él y su familia antes de pagar la
renta o los impuestos. Los escritores romanos de obras sobre agricultura simple
mente no consideraban deseable el arrendamiento como método de explotación de
las propias tierras, a no ser que éstas se encontraran situadas en alguna comarca
insalubre, en la que hubiera resultado desaconsejable que el terrateniente se arries
gara a emplear a sus valiosos esclavos, o bien cuando estuvieran tan alejadas que
no pudiera realizar personalmente las inspecciones regulares que fueran necesarias
(Columela, R R , I.vii.4, 6-7). Por consiguiente, los terratenientes que estuvieran
ansiosos por obtener beneficios seguramente no recurrirían al arrendamiento, a no
ser que no pudieran conseguir el trabajo de los esclavos en la medida suficiente, o
bien no pudieran explotar una determinada finca de la manera adecuada porque
ello hubiera implicado una mayor inspección personal de la que estaban dispues
tos a hacer o de la que se podían permitir, o bien porque no pudieran disponer de
suficientes capataces.
(ii) En segundo lugar, no debe pensarse que el uso de esclavos se hallaba
obligatoriamente ausente, ni siquiera por lo general, siempre que se arrendaban
las tierras en la Antigüedad. Un arrendatario podría haber tenido sus propios
esclavos, en cuyo caso se habría hallado en principio en mejores condiciones de
sacar de las tierras mayores beneficios y, por lo tanto, de pagar una renta más
alta. Pero con mucha más frecuencia, al parecer, y en todo caso a comienzos del
principado, el terrateniente proporcionaba los esclavos formando parte del instru-
mentum (el equipo) de la finca; y naturalmente, cuando un colono explota unas
tierras que el terrateniente ha proveído de esclavos, éste se beneficia del trabajo de
dichos esclavos, pues puede así imponer al colono una renta más alta. En el
párrafo 18 me he referido ya a los dos principales pasajes del Digesto que definen
el instrumentum de una finca. Uno de ellos, obra de Ulpiano, define cuáles son
los elementos que «habitualmente» se proporcionan en calidad de instrumentum
cuando se arrienda una finca, de modo que pueden convertirse en materia de
litigio en caso de que no se les incluya (si quis fu n d u m locaverit, quae soleat
instrumenti nomine conductoñ praestare: D i g XIX.ii. 19.2); pero, naturalmente,
todos los elementos deben incluirse o excluirse mediante acuerdo explícito (eso es
lo que dice, a pesar de que se hayan interpolado las palabras nisi si quid aliud
specialiter actum sit). Los textos del Digesto, que hablan también de legados de
fincas «dotadas de esclavos» (instructus52 cum mancipiis, etc.), demuestran que se
incluían con frecuencia en el instrumentum esclavos (aunque ello no se mencione
en D ig., X ÍX .ii.19.2), y que, evidentemente en muchos casos, éstos podían ser
bastante numerosos y de variado tipo, incluyendo mayordomos o superintenden
tes (vilici et monitores), así como diversos especialistas (Dig., X X X íII.vii.8.pr.,
1), acompañados de sus «consortes» (contubernales: ibidem, 12.33; cf. 27.1), que
en otros textos, como antes vimos en § 10, llegan a llamarse ‘esposas' (uxores'}.
Oímos hablar muchas veces de legados de propiedades rústicas que .incluyen «ren
tas procedentes de colonos», reliqua colonorum (véanse §§ 1 3 /b / y 18); y a. veces
se mencionan también esclavos (<e . g D i g . , X X X lll.vii.2 1 .pr., 1), si bien en este
último caso no tenemos por qué suponer que se explotara directamente parte de
las tierras, pues pudiera ser que los esclavos fueran simplemente los que se entre
gaban a los colonos; y cuando vemos otro texto que hace referencia a «fincas
LAS FORMAS DE EXPLOTACIÓN 303
En el único caso, procedente de la primera década del siglo v, del que casual
mente tenemos muchos detalles (exactos o no) acerca de las fincas de un particu
lar, las de santa Melania la Joven (o de Melania y su marido Piniano), en una sola
fuente (la Vita latina. § 18)55 se nos inform a de que tenía sesenta fincas o caseríos
(víllulae), cada una de las cuales contaba con 400 esclavos agrícolas {servi agricul
tores), y en otra fuente se nos dice que regaló la libertad a sus esclavos, don que
aceptaron 8.000 de ellos (Palad., Hist. L a u s i a c 61). Muchos otros textos de los
siglos v y vi mencionan casas con esclavos agrícolas en menores cantidades.5ÚVale
la pena que señalemos en particular el testamento de san Remigio, obispo de
Reims, que nos proporciona un cuadro excepcionalmente detallado de las propie
dades rústicas de un galorromano moderadamente acomodado de la primera mi
tad del siglo vi. Creo que puede considerársele bastante representativo de lo que
eran las haciendas de un sector considerable de personas de moderada riqueza en
toda la extensión del imperio romano, tanto en los campos griegos como en el
occidente latino. El testamento, en su form a más breve (que, a diferencia de la
más larga, puede tenerse por auténtico),57 dispone de quince parcelas de tierra en
el territorio de Reinas y de 81 individuos mencionados por su nombre (52 hombres
y 29 mujeres), algunos de los cuales tienen familia, alcanzando, en números
redondos, la cifra de un centenar de personas en total, unos coloni y otros
esclavos, que constituían la mano de obra de las fincas (al parecer, tierras y
hombres constituían prácticamente la totalidad de los bienes de Remigio). Quince
o dieciséis de las personas dejadas en herencia son, evidentemente, esclavos, y a
doce se les llama coloni; de los demás no sabemos con seguridad si eran coloni o
esclavos.58 Aunque la mayoría de la mano de obra, en este caso, sea, a mi juicio,
seguramente coloni, es bastante posible que muy poco menos de 1a mitad de ellos
fueran esclavos, y algunos esclavos de los coloni.
(iii) Por último, me gustaría hacer de nuevo hincapié en la aceptación general
e incuestionada del concepto de que la esclavitud era una parte del orden natural
de las cosas, que durante todo el principado impregnó a la sociedad griega y
romana en su totalidad, y que, desde luego, pervivió durante el imperio cristiano
al igual que en épocas anteriores (véase Vil.iii). La esclavitud siguió desempeñan
do un papel central en lá psicología de la clase de los propietarios. Y de nuevo me
gustaría hacer referencia ahora a lo que dije antes acerca de la servidumbre por
deudas: cualquier hombre libre de condición humilde debió de estar siempre obse
sionado por el temor a la represión, tan parecida a la esclavitud en todo menos en
el nombre, a la que podía verse sometido si dejaba de pagar una deuda a un
hombre rico, incluido el pago de las rentas, naturalmente, como ya señalé an
teriormente.
Por consiguiente, no veo que haya serias dificultades en la objeción que acabo
de discutir, y me siento con perfecto derecho a reafirmar lo que dije casi al final
de IILiv: a saber, que la esclavitud constituyó, de hecho, la forma arquetípica de
trabajo no libre durante toda la Antigüedad grecorromana.
No he hablado para nada en esta sección del trabajo a jornal, tema que ya he
tratado con cierta extensión antes en III.vi (véase esp. su nota 19 acerca del
período rom ano).59
306 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
La exposición que he hecho en § 7 tal vez deje de ser una m era hipótesis, si
vemos lo que ocurrió en el imperio bizantino, en el que los triunfos de ios
ejércitos imperiales contra los invasores persas, ávaros, árabes, búlgaros y demás
pueblos eslavos, magiares, así como contra los turcos seliucos y otomanos, a
partir del reinado de Heraclio (610-641), se debieron en gran medida a las condi
ciones en las que se encontraba el campesinado, que seguía proporcionando el
grueso de los reclutas. No tengo por qué seguir hablando de ello ahora, pues ya
lo ha tratado de forma admirable el gran historiador de Bizancio Ostrogorsky.4
Los siglos x y xi constituyeron el período decisivo: a la muerte de Basilio II «el
Exterminador de búlgaros» (976-1025), acabaron por triunfar los grandes latifun
distas (los dynatoi), y el ejército se fue así desintegrando poco a poco.
Esta misma situación se ha ido reproduciendo a lo largo de los años, hasta el
siglo xix. Como decía Max Weber:
También fue Weber quien señaló, en uno de sus pasajes más inspirados, que
la Europa del Renacimiento conoció una curiosa excepción a esta situación, a
saber: Inglaterra, excepción que, digamos por una vez que con razón, confirma la
regla.
La fuerza de trabajo libre necesaria para la marcha de una fábrica moderna ...
se creó en Inglaterra, el país clásico del posterior capitalismo fabril, mediante el
desahucio de los campesinos. Gracias a su situación de isla, Inglaterra no dependía
de un gran ejército nacional, sino que podía basarse en un pequeño ejército profesio
nal perfectamente entrenado v en unas cuantas tropas de emergencia. Por eso desco
noció Inglaterra una política de defensa del campesinado, aunque pronto constituye
ra un estado unificado y llevara a cabo una política económica uniforme; se convir
tió en el típico país del desahucio de campesinos. La enorme cantidad de fuerza de
trabajo que fue a parar así al mercado hizo posible el desarrollo en primer lugar de
los sistemas de putting-out y pequeño patrono doméstico y después del sistema
industrial o de fábrica. Ya en el siglo xvi la proletarización de ía población rural
creó un ejército de desocupados tan grande que Inglaterra tuvo que enfrentarse al
problema de la beneficiencia pública (Weber, GEG> 129 ~ WG, 150).4b
No me gustaría ser dogmático en este asunto, pero me parece que las socieda
des que dependen mucho de ejércitos reclutados entre sus campesinos probable
mente podrán llegar a ser destruidas o, por lo menos, gravemente perjudicadas
por invasores procedentes del exterior con mucha más facilidad, siempre que
permitan la opresión y explotación del grueso de sus campesinos hasta el punto de
hacerles perder el interés por el mantenimiento dei régimen en el que viven.
Naturalmente, una sociedad en la que la riqueza la constituye principalmente la
tierra seguramente se verá dominada por sus grandes terratenientes. No obstante,
a veces, esa sociedad —sobre todo cuando su control político se halla concentra
do, como ocurría en los imperios romano v bizantino, en manos de un solo
gobernante que sabe que es el responsable personal de la.suerte de todo su reino—
podrá verse forzada a conceder medidas orientadas a proteger al campesinado, del
que depende su propia supervivencia, por cuanto constituye la base de sus poten
ciales soldados. La política de varios emperadores bizantinos, sobre todo la de
Romano I Lecapeno y Basilio II Bulgaróctono, favoreció enormemente a ios cam
pesinos independientes en contra de las ansias que tenían los magnates de adquirir
sin parar haciendas cada vez más grandes; y, de hecho, tenemos una legislación
intermitente de los emperadores romanos a partir deí siglo m que intenta frenar
las actividades de los potentiores que se consideraban una amenaza para la segu
ridad del imperio giohalmeníe considerado (véase de nuevo la nota 4, y también
VIILiv con su n. 43).
310 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
baja, ante las invasiones bárbaras», y da muchos ejemplos de ello. Como demos
traré, tiende demasiado a ignorar o desautorizar algunos testimonios que muestran
cómo mucha gente humilde del imperio romano debía de sentir una preferencia
por el gobierno de los bárbaros, que habría sido menos opresivo que el de los
emperadores (cf. VlII.iii). Pero, por lo general, tiene, sin duda, razón al hacer
hincapié en que «el campesinado era generalmente apático y dócil» {LRE, II, 1.061;
cf, la sección IV.ii de este mismo capítulo). Normalmente los campesinos se
m ostraron pasivos, aunque, cuando eran llamados formalmente a filas, o se veían
obligados a prestar servicios contra los bárbaros (a requirimiento, muchas veces,
de los potentados locales) o los utilizaban los propios bárbaros contra un ejército
imperial, llegaran a luchar obedientemente hasta que los licenciaban6 (la disciplina
en el ejército romano fue virtualmente siempre tan grande que, una vez que el
recluta se enrolaba, mostraba una obediencia total a sus mandos: véase más
adelante). En una ocasión, durante los conflictos que tuvieron lugar en 546 entre
las tropas de Justiniano y los ostrogodos de Italia al mando de Tótila, llegamos
incluso a oír hablar de que los campesinos fueron alistados a la fuerza en los dos
ejércitos y que lucharon unos contra otros.7 El ejemplo más sorprendente de lo
que, al parecer, fue una acción militar espontánea de los campesinos tal vez sea la
iniciativa que atribuye a unos aldeanos de la región de Edessa, en Mesopotamia,
la Crónica de «Josué el Estilita» (§§ 62-63), contemporánea de los hechos. Se nos
cuenta que en el año 503 los aldeanos impresionaron enormemente al general
romano Areobindo al hacer salidas desde la ciudad contra el ejército invasor
persa, después que dicho general hubiera prohibido a la guarnición que realizara
ninguna operación ofensiva. Bien pudiera ser que ios rasgos generales de la histo
ria fueran correctos (véase esp. § 63 inií.)t a pesar de que los sucesos milagrosos
tiendan a colarse en la narración que hace el cronista siempre que trata de la
ciudad santa de Edessa (véanse a este respecto §§ 5 y 60).
La opinión expresada por ciertos especialistas, según la cual los pueblos some
tidos a Roma tenían prohibida la fabricación y posesión de armas, se ha visto
contradicha recientemente por Brunt (DIRDS).* Obviamente tiene razón cuando
señala que no hubiera sido posible, en cualquier caso, detener la fabricación de
armas en las fraguas de las aldeas; y que, excepto cuando ocasionalmente se
ordena el desarme como medida temporal inmediatamente después de una capitu
lación o en circunstancias muy especiales, Roma se mostró bastante proclive a
permitir que hubiera a disposición de las clases dirigentes locales algún contingen
te de tropas armadas, «encargándoseles el control de las masas y la participación
en su explotación», permaneciendo así por lo general profundamente leales a
Roma. «No había ningún motivo serio para que Roma impusiera el desarme a
ninguna de las comunidades que le estuvieran sometidas, y con la fidelidad de
cuyos gobiernos locales pudiera contar» (ibidem, 270, 264). Desde luego resulta
de lo más pertinente el hecho de que, al parecer, no oigamos hablar de fábrica de
armas estatal alguna hasta e! reinado de Diocleciano, a ñnales deí siglo m; y sólo
en 539 d.C ., en tiempos de justiniano, la fabricación y venta de armas se convir
tió en un monopolio estatal absoluto (Nov. 'J., LXXXV). No obstante, excepto en
el caso de las fuerzas de policía local (264 y notas 15-16), Brunt no parece poder
aportar ningún testimonio específico de que hubiera ninguna «milicia local», ni
siquiera a comienzos del principado, período del que procede la totalidad de sus
312 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
materiales. Yo, desde luego, no conozco testimonios de ese tipo para el siglo m ni
para después, si exceptuamos pequeñas levas locales de burgañi y gentes así,
llamados a defender plazas fortificadas;9 y durante eí imperio tardío, por lo que
yo puedo ver, en ninguna parte hubo ninguna «milicia local» de form a regular.
Puede que Jones no tenga razón al afirmar que durante el imperio tardío «la
población local tenía prohibido, de hecho, llevar armas por razones de seguridad
interna»; pero estoy totalmente de acuerdo con su siguiente afirmación, cuando
dice que lo más importante era «la actitud mental» de la generalidad ... «Se
suponía que los ciudadanos no iban a luchar, y, en su mayoría, nunca contempla
ron la idea de hacerlo» (LRE, II. 1.062). El permiso de posesión de armas no
confirma necesariamente que los hombres estuvieran organizados y familiarizados
.con su uso. En Cirenaica, a comienzos del siglo v, cuando la región se vio atacada
por los nómadas del interior, Sinesio pudo reunir centenares de lanzas y espadas
(lonchai y kopides), y cierta cantidad de hachas, pero ni una sola armadura
completa (hoplon problema) para la milicia que organizó para resistir la incursión
de los bárbaros (Episí. , 108; véase asimismo la nota 6 a esta misma sección). Casi
medio siglo más tarde, Prisco llega a presentarnos al griego que encontró en el
campamento de Atila (véase VlII.iii) haciéndole decir que los romanos habían
decretado la prohibición general del uso de armas, excepto en el ejército regular.
Obviamente, la opinión común era que la defensa general del imperio era cosa
exclusivamente del ejército profesional; y, como ya he indicado, la población civil
consideraba, por lo general, la lucha como algo que simplemente no le concernía.
Me gustaría tomar en serio un pasaje del discurso que, según Dión Casio (que
acaso escribiera hacia finales de la segunda década del siglo ni), dirige Mecenas a
Augusto, y en el que le aconseja que cree y aísle un ejército permanente: «si
dejamos que todos los varones adultos posean armas y practiquen las artes milita
res, se convertirán siempre en fuente de disturbios y de guerras civiles», mientras
que, si se limitan las armas a los soldados profesionales, «los más fuertes y duros,
que por lo general se ven obligados a vivir del bandidaje [¡curiosa manera de
adm itirlo!],10 se mantendrán sin tener que perjudicar a nadie, y el resto de la
población vivirá con seguridad» (LILxxvii, esp. §§ 3-5; compárese, en cambio,
con vi.5, el discurso de Agripa; cf. V.iii y su nota 40 en este libro).
La limitación, en la práctica, del uso de las armas a un ejército profesional
permanente, y sólo a él, constituía una consecuencia natural de la propia natura
leza del imperio romano, en cuanto instrumento de un dominio de clase. Como ya
he dicho, los reclutas del ejército procedían siempre, básicamente, de los campesi
nos, aunque a partir de comienzos del siglo v, en su urgencia por mantener la
mano de obra agrícola, eí gobierno excluyera de él a los coloni adscripticii, a los
colonos vinculados a la gleba: véase Jones, L R E , 11.614, así como III. 184, n. 14
(no le sorprenderá a nadie que fueran los grandes terratenientes de la clase sena
torial los que pudieran mostrar una oposición más tenaz a las levas de reclutas en
sus haciendas, hasta el punto de llegar a impedirlas, manteniendo su actitud
incluso en una emergencia como la de la revuelta de Gildón en África el año 397).I!
Como luego argumentaré (en VÍII.iii-iv), la indiferencia de la m asa de los humil
des (en su mayoría campesinos) al mantenimiento de la m aquinaria imperial, a
cuyas manos sufrían una despiada explotación, constituyó una causa primordial
del colapso de gran parte del imperio romano en occidente durante los siglos v
LAS FORMAS DE EXPLOTACIÓN 313
Me parece que éste es un buen lugar para tratar brevemente el tema del
«feudalismo». A lo largo de este libro me he guardado mucho de utilizar los
términos «feudal» y «feudalismo» con referencia a ningún período o región de la
sociedad antigua. Algunos historiadores de la Antigüedad (incluso algunos de los
más distinguidos: Jones, Rostovtzeff, Sym e)1 han utilizado estas palabras muchas
veces con bastante descuido, pues se trata de una costumbre que no podemos más
que deplorar. Desgraciadamente, los historiadores, ni siquiera los de la Europa
medieval, no se han puesto todavía de acuerdo por completo en cómo deberían
definirse los rasgos fundamentales de su «feudalism o»,2 pero, por lo menos,
pueden indicarnos algunas sociedades que ellos, y prácticamente todo el mundo,
reconocerían sin vacilar como «feudales». Por otro lado, hay unos cuantos medie-
valistas que preferirían evitar en absoluto utilizar el término «feudalismo». Según
un autor reciente indica en la American Histórica 1 Review, «hay que declarar de
una vez para siempre el destronamiento de la tiranía del ‘‘feudalism o’’ y acabar
finalmente con su influencia sobre los estudiosos de la Edad Media».- En el
extremo opuesto, vemos que en un simposio cuyas actas se publicaron en 1956
con eí título Feudalism in H istory, se investigaba la cuestión de hasta qué punto
puede descubrirse el feudalismo en toda clase de circunstancias históricas distintas,
no sólo en la Europa occidental, sino también en Japón, China, Mesopotamia e
Irán antiguos, el antiguo Egipto, India, ei imperio bizantino y Rusia; un «estudio
comparativo del feudalismo», dirigido por Rushton Coulborn, querría verlo trata
do «ante todo como un método de gobierno, y no como un sistema económico o
social», en el que el rasgo esencial sería la relación existente entre señor y vasallo."
LAS FORMAS DE EXPLOTACIÓN 315
Por muy poca simpatía que pueda yo sentir por el tipo de medievalista que
mencionaba al comienzo del último párrafo, creo que, puesto que la palabra
«feudalismo» tiene cierto valor, como nombre genérico de una serie de institucio
nes medievales europeas de determinado tipo, caracterizadas en particular por el
vasallaje y el feudo, aunque de hecho se apoyaba en gran medida sobre la base de
algún tipo de trabajo dependiente (que adoptaba su forma más característica en el
trabajo de los siervos), sería una pena debilitar su potencial extendiendo demasia
do el vocabulario del feudalismo (incluyendo féodalité, féodale, Lehnwesen, lehn-
bar, etc,). Como insistía antes, puede existir la servidumbre —y de hecho existió—
en sociedades que tienen poco o nada que permita llamarlas con propiedad «feu
dales». Por ejemplo, en los reinos helenísticos, donde no cabe duda alguna de que
existieron algunas formas de servidumbre, tuvo una importancia sólo secundaria
el papel desempeñado por las katoikiai militares y demás asentamientos de cleru-
cos-soldados que presentan la analogía más próxima al feudo que se dio en el
mundo helenístico, y que ha llevado a algunos de los mejores especialistas a
hablar de asentamientos «feudales»; y sin duda alguna, no había ninguna relación
forzosa entre los establecimientos militares y la servidumbre. Por consiguiente, me
parece lamentable que algunos marxistas den la impresión de que quieren llamar
«feudal» a cualquier sociedad simplemente por el hecho de que se apoye en la
servidumbre. Wolfram Eberhard llegaría incluso a decir que los «estudiosos mar
xistas» (que no llega a identificar) «suelen llamar feudal a cualquier sociedad en la
que una clase de terratenientes que simultáneamente ejercieran el poder político,
controlara a una clase de labradores y con frecuencia también a una ciase de
esclavos» (Hist. o f China4, 24).
Sería bastante lamentable que el propio Marx hubiera cargado a los marxistas
con una terminología en la que se diera el nombre de «feudalismo» ai «modo de
producción» de la Europa occidental del que surgió el capitalismo. Expresiones
como «el modo de producción feudal» se hallan acaso demasiado profundamente
arraigadas en ios escritos marxistas para sustituirlas por otras alternativas como
«el modo de producción de la Europa occidental de la Edad M edia». Pero los
marxistas deberían recordar —cosa que no suelen hacer— que Marx y Engels
definían en un pasaje de la Ideología alemana al feudalismo como «la forma
política que tenían las relaciones de producción y eí trato durante la. Edad Media»
{MECW, V.176); y deben evitar a toda costa utilizar la terminología propia del
LAS FORMAS DE EXPLOTACIÓN 317
feudalismo de manera tan vaga que pueda incluirse en ella, por ejemplo, a la
sociedad del imperio romano tardío. El empleo del que se lamenta Eberhard (a no
ser que esté falsificando a sus «marxistas») se habría extendido, de hecho, a la
mayoría de las sociedades precapitalistas, incluida la mayor parte, cuando no la
totalidad, de la Antigüedad grecorromana. Naturalmente existen casos que se
hallan en el límite, tales como la sociedad hitita, en Asia, del segundo milenio a.C.:
no tengo más que hacer referencia al resumen, admirablemente comprimido, de
R. A. Crossland. en el que se dice que «el estado hitita era una sociedad feudal,
en el sentido de que un sector muy amplio de su economía estaba organizado de
manera que proporcionara un ejército bien entrenado, y de que en él había
divisiones sociales basadas en la ocupación de la tierra con la obligación de
prestar servicio militar para el rey».s No voy a presumir ahora de dar una defini
ción del feudalismo. Ya ha habido varias discusiones recientes en inglés sobre este
asunto. Si lo que se desea es un análisis marxista de la expresión «m odo de
producción feudal» que limite el término estrictamente a la sociedad de la Europa
occidental de la Edad Medía, la única a la que, según creo, aplicaba Marx dicha
expresión, el que yo preferiría sería el de Perry Anderson (PAF, 147-153). Rodney
Hilton ha realizado una caracterización mucho más breve, en una «Note on
Feudalísm» (TFC, 30) de una sola página de extensión, que indicaría, por ejem
plo, el hecho de que Marx llegó a decir en un determinado momento que el Japón
tenía «una organización de la propiedad inmobiliaria puramente feudal» (Cap
1.718, n. 1), la única vez, creo yo, que aplicara Marx la terminología propia del
feudalismo a un país situado fuera de Europa. La breve definición del feudalismo
que da Witold Kula en un solo párrafo (E T F S, 9) es menos específica: piensa
principalmente en la Polonia de los siglos xvr; xvn y xvni.
más amplio). Los comerciantes de diversas clases, desde los mercaderes que efec
tuaban el comercio entre ciudades (emporoi) a los pequeños vendedores y tende
ros locales 0kapeloi), constituirían tal vez un grupo casi igual de importante.
Buena parte de ellos en casi todos los sectores serían libertos (véase III.v). El
status y la posición de clase de toda esta gente solían estar estrechamente relacio
nados, pero no siempre ocurría así: la que a mí me interesa aquí es la última de
esas dos categorías, y para mí el principal determinante de la posición de clase de
un individuo en la Antigüedad se sitúa en la medida en la que explotara el trabajo
de otros (principalmente esclavos, pero ocasionalmente también jornaleros) o se
viera él explotado. En sus niveles más altos, estas categorías —al igual que la de
los campesinos— se confundirían con mi «clase de los propietarios»: el criterio
que determina la pertenencia a esta cíase, como ya dejé patente (en III.ii), es la
capacidad de vivir sin trabajar para procurarse el pan de cada día, en una vida
ociosa. Y es de suponer que cualquiera de mis «productores independientes» que
obtuviera suficiente riqueza para poder vivir como un noble efectuaría el cambio
de estilo de vida imprescindible, aunque otros aspirarían a más y preferirían
continuar llevando sus actividades comerciales o de negocios, hasta que, por
ejemplo, durante la época romana, cumplieran los requisitos exigidos para entrar
en el orden ecuestre (según mi esquema, el segundo grupo de individuos, al igual
que el primero, habría ingresado ya en la «clase de los propietarios», aunque su
status social siguiera siendo relativamente inferior mientras no abandonaran sus
actividades «banáusicas»).
La mayoría de los individuos que estoy examinando ahora debían de ser gente
bastante humilde, que podría ascender a mi «clase de los propietarios», normal
mente, sólo de una de estas dos maneras: o bien porque desarrollaran una habili
dad extraordinaria, o porque consiguieran llegar a explotar el trabajo de otros.
Entre los que llamaríamos «artistas» (normalmente los antiguos no los distinguían
de los artesanos), oímos hablar de unos cuantos que lograron hacer fortuna,
aunque las pocas cifras que hallamos en las fuentes literarias raram ente son
plausibles, por ejemplo el millón de sestercios que, según dice Varrón, prometió
Luculo al escultor Arcesilao por hacerle una estatua de Felicitas (Plinio, N H ,
XXXV. 156), o los veinte talentos de oro macizo que se supone que Alejandro
Magno pagó al pintor Apeles por pintarle blandiendo un rayo en el templo de
Ártemis en Éfeso (ibidem, 92). Desde luego, el gran escultor ateniense Praxíteles,
cuya vida se extendió probablemente a lo largo de las seis primeras décadas del
siglo iv a.C ., debió de hacerse rico, pues hacia 320 vemos que su hijo Cefisóaoto
aparece nom brado trierarco, llamándosele uno de los hombres más ricos de su
época en Atenas (véase Davies, A P F , 287-288).2 Los artesanos con una cualifica
d o s corriente tendrían que estar dispuestos a desplazarse un buen trecho cuando
no ’ivieran en una ciudad grande en la que siempre hubiera bastante trabajo.
Oh; o s hablar con frecuencia de que ios arquitectos, escultores y constructores
griegos, etc. , se trasladaban de ciudad en ciudad, a cualquier lugar en donde se
estuvieran realizando obras de importancia (véase Burford, CGRS, 66-67, con ios
ejemplos y referencias). Cuando Dionisio I, el famoso orano de Siracusa, planeó
el ataque a la zona cartaginesa de la isla en 399 a.C., nos dice Diodoro que hizo
verúr varios technitai que ie fabricaran armas de guerra, no sólo desde la parte,
bastante grande, de Sicilia que él controlaba, sino también de Italia, donde exis-
LAS FORMAS DE EXPLOTACIÓN 319
m
LAS FORMAS DE EXPLOTACIÓN 321
preámbulo (§ 1), que demuestra que el principal prom otor de esta medida, Floren
cio (que había sido antes prefecto del pretorio en oriente), se vio obligado a hacer
un depósito de propiedades (sin duda alguna inmobiliarias), cuyos ingresos basta
ran para compensar al estado por la pérdida de las rentas que le procuraba eí
impuesto, debido a la ansiada desaparición de los lenones de Constantinopla. La
novela en cuestión, escrita en el latín degenerado y retórico del siglo v, merece la
pena ser leída en su totalidad. Empieza por expresar su satisfacción por el hecho
de que nadie tuviera ya que dudar de las tradiciones históricas que hablaban de
«hombres eminentes que habían puesto los intereses del estado por delante de su
propia riqueza»; las primeras palabras son: «Préstese crédito a las obras históricas
por los ejemplos del presente» (fidem de exemplis praesentibus mereantur histo-
riae). Dicho sea de paso, no hacía ni dos o tres décadas que se habían prohibido
los burdeles en todas partes, mediante una constitución del emperador León (CJ,
XÍ.xli.7), a la que naturalmente no se hizo mucho caso. Según dijera más de dos
siglos antes el jurista Ulpiano, en un pasaje que reproduce el Digesto de Justinia-
no, «los burdeles se mantenían de las propiedades de muchos hombres im portan
tes» (multorum honestorum virorum, V.iii.27,1).
Obreros especializados de varios tipos —no sólo artesanos, sino también mer
caderes, navieros, barqueros, pescadores, cambistas, hortelanos y muchos más—
fueron metiéndose cada vez con más frecuencia, en parte por influencia de los
romanos, en asociaciones colectivas, a las que muchas veces se llama hoy día,
equivocadamente, «gremios». La palabra normal en latín para designar a cualquie
ra de ellas es collegium} En griego encontramos una gran variedad de términos
colectivos;9 también es muy frecuente que los interesados se llamaran a sí mismos
«los barqueros», «los panaderos», «los zapateros», «los laneros», etc. Puede que
algunas de estas asociaciones no fueran más que «cofradías fúnebres», y tenemos
muy pocos testimonios de que actuaran como los sindicatos modernos para lograr
un aumento de las pagas de sus miembros o una mejora de sus condiciones de
trabajo; pero poseemos unos cuantos fragmentos que h a b la n te esas actividades
en uno o dos sitios del oriente griego, llegando incluso a organizar (o a amenazar
con organizar) lo que podríamos llamar huelgas. Un interesante artículo de W. H.
Buckler (LDPA) presentaba todos los testimonios importantes de los que se dispo
nía hasta 1939; McMullen añadió en 1962-1963 unos cuantos fragmentos más
(NRS). De los cuatro documentos publicados y comentados por Buckler señalaré
dos. El n.° 1 de Buckler (LDPA, 30-33) nos presenta la intervención del goberna
dor provincial en Éfeso, a finales del siglo II, en una época de «desórdenes y
tumultos», castigando a «los panaderos» por haber realizado supuestas reuniones
sediciosas y haberse negado a cocer eí pan necesario. Eí documento n.° 4 de este
autor (LPDA, 36-45, 47-50, publicado otra vez en /G C, 322, y finalmente en
Sardis, VII.í [1932], n.° 18), es una inscripción fechada exactamente el 27 de abril
de 459 y es, con mucho, el más interesante: nos presenta cómo «los constructores
y artesanos [oikodom oi kai technitaí\ de Sardes» hacen un pacto, de lo más
elaborado, con el ekdikos (defensor) de la ciudad, un funcionario del gobierno
perteneciente al departamento del Magister officiorum . Para acabar con las huel
gas y la obstrucción en las obras de construcción, la asociación garantiza (entre
otras cosas) que toda obra que se contrate con cualquiera de sus miembros se
llevará a cabo de la manera apropiada, y se compromete incluso a pagar una
con que el menosprecio de los artesanos, y por io tanto también de los artistas, en
el mundo antiguo no afectara sólo a la minoría propietaria. En particular, todo
aquel que aspirara a ingresar en la clase de ios propietarios tendería a aceptar su
escala de valores en una medida cada vez mayor, según fuera progresando en su
ascenso. Con todo, sería absurdo pretender que las clases bajas en conjunto
aceptaran obligatoriamente el snobismo social y el desprecio por lo «banáusico»
que reinaba entre las gentes acomodadas. Muchos griegos (y romanos occidenta
les) que pudieran ser llamados «simples artesanos» por la gente superior incluso
hoy día, se hallarían evidentemente muy orgullosos de sus habilidades y creerían
que adquirían alguna dignidad mediante el ejercicio de ellas: se referían a ellas
con orgullo en sus dedicatorias y epitafios, y les solía gustar que en sus lápidas
funerarias se les representara realizando su arte o su comercio, por humildes que
pudieran parecer a los ojos de los «m ejores».n Decir que «los antiguos griegos»
despreciaban a los artesanos constituye una de esas afirmaciones tremendamente
erróneas que demuestran la ceguera que se tiene para todo lo que no sea la
minoría propietaria. Le habría sorprendido incluso a la humilde Esmicite, quien,
en una inscripción de sólo cuatro palabras que acompaña un exvoto ateniense de
comienzos del siglo v, se preocupaba por recordar su ocupación; era plyntria,
lavandera (IG , I2.473 = D A A , 380).!2 Hubiera sorprendido, sin duda alguna, a
los familiares de Mannes, frigio, quien, en su lápida funeraria de finales del
siglo v hallada en el Atica, hace alarde de que «por Zeus, nunca vi mejor leñador
que yo» (JG, I2.L084),!3 y a los de Atotas, paflagonio, cuyo hermoso monumento
fúnebre del Ática, procedente de la segunda m itad del siglo iv, lo define diciendo
«Atotas, minero» (metalleus), y lleva dos dísticos elegiacos en los que se advierte
el Selbstbewusstsein del técnico orgulloso, incluyendo no sólo las pretensiones
convencionales de unos antepasados heroicos, sino también la jactancia de que
nadie hubiera podido competir con él en su techné (IG, II2.10.051).14 En un exvoto
de 149 d.C., tam bién en dísticos elegiacos, procedente con toda probabilidad de
Perinto, Tracia, el escultor Capitón y su ayudante Januario (que grabó los versos)
se jactaban de ser «hábiles artesanos» (,sophotechnéies).!í Utilizaban una palabra
rarísima, pero la sophia en su techné que se arrogaban, se la llamara como se la
quisiera llamar (por lo común simplemente techné), tenía una larga historia a sus
espaldas, que nosotros podemos reconstruir a lo largo de muchos siglos, tanto en
la literatura como en las inscripciones, si retrocedemos hasta la época arcaica. El
nombre Tecnarco («maestro en una techné») nos lo revela un graffito de alrede
dor de la última década del siglo vi a.C. que aparece en el templo de Apolo
situado en A m idas, Esparta, y ello nos sugiere que a mediados del siglo vi un
artesano podía esperar que su hijo llevara el nombre adecuado a un maestro
artesano, mostrándose así orgulloso de su apellido.*6 Y muchos fabricantes y
pintores de vasos del siglo vi y aun de después, sobre todo en Atenas, inscribían
sus nombres, llenos de orgullo, en sus productos, seguidos de la palabra epoiésen
(para referirse al fabricante) o egrapsen (para designar al pintor).57
SEGUNDA PARTE
V. LA LUCHA DE CLASES EN EL PLANO
POLÍTICO DENTRO DE LA HISTORIA
DE GRECIA
(i) «La e d a d d i -: l o s t i r a n o s »
demás estados griegos de los que tenemos alguna noticia en esta época, constituye
claramente el coto exclusivo de una aristocracia hereditaria, definida por Hesíodo
como los «príncipes devoradores de regalos» (dórophagoi basilées),8 que se burlan
de la justicia y emiten sentencias torcidas. La actitud de estos nobles de sangre
azul queda perfectamente expresada en los Theognidea, poemas recopilados pro
bablemente algún tiempo después, alrededor de un núcleo de poesías auténtica
mente escritas por Teognis de Mégara en algún momento fechado entre mediados
del siglo vil y mediados del vi.9 Pues bien, en el mundo de Teognis, la situación es
muy distinta de la que había existido en época de Hesíodo. Los buenos tiempos en
los que la aristocracia vivía con seguridad ya han pasado. El propio poeta, aristó
crata con una conciencia de clase como ningún otro la tuvo nunca, se vio obliga
do a m archar al exilio y se encontró con sus tierras confiscadas: reclama venganza
por ello a Zeus lleno de amargura, jurando que se bebería la sangre de los que
ahora tienen sus tierras.10 Para Teognis, la sociedad se encuentra dividida simple
mente en dos grupos, denominados según una terminología que (como siempre
ocurrió en la antigua Grecia) n era una mezcla inseparable de conceptos morales y
sociales. A un lado tenemos a Teognis y sus compañeros, que literalmente son los
Buenos (los agathoi o esthloi), y al otro a los Malos (los kakoi o deiloi).12 Todo
depende del nacimiento; en uno de sus fragmentos más emocionantes se lamenta
el poeta de la corrupción de la herencia que procede del matrimonio entre Buenos
y Malos (versos 183-192).13 Al aparear carneros, asnos y caballos, dice, los hom
bres pretenden conseguir puras sangres; sin embargo, si es a cambio de alcanzar
una buena dote, el hombre «bueno» (se refiere, naturalmente, al de sangre azul)
no vacila en casarse con «la hija mala de un padre malo» —una kakén kakou,
una hija de lo que a veces he oído llamar «la plebe». El resultado es que ploutos
emeixe genos: tal vez quiere decir «la riqueza se confunde con la herencia» (190,
cf. 192). Del mismo modo, una m ujer no despreciará a un marido «malo», con
tal que sea rico (187-188). Un bonito ejemplo nos lo proporcionaría el matrimonio
de Pitaco de Mitilene, en la isla de Lesbos, llamado (quizá con bastante injusticia)
kakopatrides (hombre cuyo padre es de baja alcurnia)14 por el poeta aristócrata
Alceo, con una muchacha de la arrogante familia de los Pentélidas de esa misma
ciudad, quienes, según Aristóteles, tenían la costumbre de pasearse pegando a la
gente con porras, desgraciados modales que acabaron en que cierto Megacles y
sus compañeros los atacaran a su vez (matando incluso a algunos de ellos; Pol. ,
V.10, 1.311b26-28).i5 La mera riqueza, cuando no va acompañada de una noble
cuna, no es para Teognis más que una cualidad sin importancia; y se muestra
enormemente sarcástico cuando apostrofa a la Riqueza (Pluto) llamándola «el
más amable y deseado de los dioses», y luego dice: «Contigo el hom bre se con
vierte en Bueno (esthlos), aunque en realidad sea Malo» (1.117-1.118). En cuanto
al «demos» (Srj/ios), las clases bajas (la inmensa mayoría de la población), que ha
tomado el peor partido en esta dura pelea de clases, la mejor m anera de tratarlo
es a patadas, azuzarlo con un afilado aguijón, e imponer a su cuello un pesado
yugo: así no se encontrará uno en ningún sitio un demos más philodéspotos, es
decir, uno que ame más a sus amos (847-850).16 Teognis debía de aprobar total
mente la manera en que Odiseo trata al agitador de baja clase Tersites en el
Libro ii de la Iliada (211-278): le hace callar de un golpe, y, naturalmente, todos
aplauden (véase VILi).
LA LUCHA DE CLASES EN EL PLANO POLÍTICO 329
En ios poemas de Teognis vemos una dura lucha de clases de las de verdad.
¿Qué es lo que había pasado para que se produjera un cambio tan notable desde
tiempos de Hesíodo? La respuesta, dicho en una sola palabra, sería: los tiranos.17
Entre mediados del siglo vil y finales del vi a.C. (y todavía más tarde en Sicilia)
muchas ciudades griegas, que hasta ese momento se habían visto dominadas por
aristocracias hereditarias, vivieron una nueva form a de gobierno personal dictato
rial a manos de los llamados tiranos (tyrannoi). Naturalmente, se han realizado
intentos de negar cualquier base im portante de clase al gobierno de los tiranos,
pretendiéndose que no eran más que aventureros aislados, ansiosos de poder y
lucro. Tómese cualquier ciudad griega aisladamente y resultará difícil probar que
su tirano no era más que un déspota egoísta y ansioso de poder. Pero también
podría intentarse demostrar que la Reforma inglesa no fue más que la consecuen
cia del enfado de Enrique VIII con el papa por haberse negado a ayudarle a
librarse de Catalina de Aragón. Desde luego, todas las tiranías griegas tienen
algunos rasgos específicos propios, al igual que la Reforma en cada uno de los
distintos países de Europa; pero en ambos casos, el cuadro general empieza a
quedar claro cuando se miran en conjunto todos los ejemplos. Cuando acabó el
gobierno de los tiranos griegos, como habitualmente ocurrió al cabo de un breve
período, casi siempre de una o dos generaciones,58 había desaparecido ya el domi
nio de la aristocracia hereditaria, excepto en unos cuantos sitios, sucediéndole una
sociedad mucho más «abierta»; el poder político ya no se basaba en el linaje, en
la sangre azul, sino que dependía principalmente de la posesión de bienes (situa
ción que se convirtió a partir de entonces en la típica forma de oligarquía griega),
y en muchas ciudades, como por ejemplo Atenas, se extendió en teoría a todos los
ciudadanos, convirtiéndose en una democracia. Ello supuso un cambio de una
importancia fundam ental y nos da un buen ejemplo del proceso que estoy inten
tando ilustrar.
Las clases que reconozco aquí son, por un lado, los aristócratas hereditarios
en el poder, que en gran medida eran los principales terratenientes y que m onopo
lizaban por completo el poder político, y, por otro, ai principio, todas las demás
clases, llamadas a veces en conjunto el «demos», expresión que en esa época se
utiliza con frecuencia en un sentido mucho más lato que el que se le daba en ios
siglos v y rv, para indicar sin más ni más a «la gente plebeya» por oposición a
«los aristócratas». Es de suponer que a la cabeza del demos estarían algunos
hombres que hubieran prosperado y que aspirarían a gozar de una posición polí
tica acorde con su status económico.19 Los tiranos que no fueran aristócratas
renegados (como les ocurría a algunos)20 tal vez provinieran de esta clase: en raras
ocasiones disponemos de información fidedigna acerca de los orígenes sociales de
los tiranos, pero en algunos casos parece que son plebeyos ricos y de posición:
ejemplo de ello (aunque, probablemente, no sea H ada característico) es Fálaris de
Acragante, en Sicilia, del segundo cuarto del siglo vi, de quien se dice que fue
arrendatario de la recaudación de impuestos, y luego contratista de la edificación
de un templo.21 Cundía antaño la opinión, tan difundida y propagada en particu
lar por Percy Ure,22 hasta hacerla suya George Thomson y otros, de que muchos
tiranos fueron, por así decir, «príncipes mercaderes», que habían hecho sus fortu
nas con el comercio; pero, de hecho, ello no puede probarse de ni un solo tirano,
y lo más que puede decirse es que algunos tal vez fueran hijos o nietos de hombres
330 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
que hubieran tenido éxito en sus empresas comerciales y que luego hubieran
alcanzado la posición social requerida al convertirse en terratenientes; cf. III.iii.
Unos cuantos plebeyos de éstos tal vez lograran incluso el cacheí social más alto
al hacerse con un carro de guerra (dicho de manera un poco grosera, eí equivalen
te del moderno Rolls-Royce),23 convirtiéndose así en hippeis (‘caballeros’); pero, a
mi juicio, la inmensa mayoría de los hippeis serían, normalmente, miembros de la
nobleza gobernante. Por debajo del grupo dirigente de hombres al que acabo de
referirme, venía la masa de campesinos acomodados y medianos: aquellos a quie
nes suele llamarse la «clase de los hoplitas», porque proporcionaron la infantería
pesada (hoplitai) a los ejércitos griegos de ciudadanos durante los siglos vii y
posteriores, consiguiendo un papel muy im portante en la defensa ante los ejércitos
invasores persas en Maratón (490) y Platea (479), y que llevaron también a cabo
las guerras entre ciudades, que constituían un mal endémico de los estados grie
gos. La pertenencia a la clase de los hoplitas dependía enteramente de la posesión
de una cantidad moderada de propiedades, suficiente no sólo para la adquisición
a cuenta del soldado de una «panoplia» entera (eí equipo militar completo, que
incluía arm adura y escudó), que es el único requisito que suelen mencionar mu
chas veces bastantes autores modernos, sino también para asegurarle a él y a su
familia un nivel de vida adecuado, incluso en caso de que se tuviera que marchar
de cam paña o quedarse de guardia lejos de sus fincas durante semanas o incluso
meses. El hombre que tuviera muy pocas propiedades para ser hoplita, serviría
sólo en la flota (si es que la había) o como soldado de infantería ligera, utilizando
sólo arco, honda, puñal o porra en vez de lanza, que era el arma del noble (véanse
mis O PW , 372-373). En la literatura de los siglos v y iv, se usa con frecuencia el
término «demos» especialmente para designar a esta clase «de subhoplitas». Algu
nos serían campesinos pobres (propietarios o arrendatarios), otros artesanos, ten
deros, detallistas, o bien hombres que se ganaban la vida con lo que entonces se
consideraba (como ya hemos visto en IILiv) que era eí camino más bajo que tenía
abierto un hombre libre, a saber: de jornaleros, misthdtoi o thétes (esta última
expresión, utilizada en sentido especializado, constituía en realidad el término
técnico que se empleaba en Atenas para designar a los que eran demasiado pobres
para ser hoplitas).
No había más que un motivo muy sencillo para que la tiranía fuera la fase
necesaria por la que tenía que pasar el desarrollo de muchas ciudades griegas: las
instituciones adecuadas para el mantenimiento en el poder incluso de una clase
dirigente no hereditaria, por no decir de una democracia, no existían (ni habían
existido nunca) y tenían que crearse, dolorosamente y mediante experimentos, a lo
largo de los años. Por lo que sabemos, nunca antes se había instaurado una
democracia en ninguna sociedad civilizada, y Tas poleis griegas que la desarrolla
ron tuvieron que construirla desde sus cimientos: tuvieron que inventarse las
instituciones necesarias y edificar una ideología adecuada, maravillosa realización
sobre la que diré luego (en la próxima sección ii) algo más. Incluso la oligarquía
no hereditaria, basada únicamente en la propiedad y no en eí derecho por naci
miento, era algo nuevo y nunca experimentado, falto de modelos tradicionales
que pudieran utilizarse sin tener que realizar experimentos potencialmente peligro
sos. Hasta que se inventaron las instituciones requeridas no hubo más alternativa
real a la aristocracia que la dictadura de un solo individuo y su familia, en parte
LA LUCHA DE CLASES EN EL PLANO POLÍTICO 331
habrían tenido sobre todo interés por conseguir el poder político. Cilón, que
protagonizó un golpe de estado fallido en Atenas unos treinta años antes del
arcontado de Solón, fracasó por completo: o el descontento no había alcanzado
todavía su punto álgido o los atenienses sabían lo suficiente sobre él como para
rechazarlo. Posteriormente, Pisístrato completó la obra de Solón en Atenas po
niendo en vigor (aunque con un poco de «enchufismo»)2íi la constitución de este
legislador —admirable y progresista en su día—, que (en mi opinión) la vieja
aristocracia de los Eupátridas había estado saboteando.29
Un tema de investigación decididamente más prometedor que el de las motiva
ciones de los tiranos individualmente considerados es el de la base social de su
poder. De nuevo aquí la documentación dista mucho de ser satisfactoria y su
interpretación ha sido recientemente muy discutida, en particular por lo que se
refiere a cuánto apoyo recibieron los tiranos de la clase de los hoplitas. Creo que
ya he dicho antes lo suficiente sobre cómo procedería yo a la hora de resolver
semejante problema. El hecho es que la situación debió de variar enormemente de
polis a polis. En algunos casos, el tirano tal vez se instalara en gran medida o
totalmente gracias a una fuerza superior procedente del exterior, ya fuera la de
una ciudad más poderosa, o bien (como ocurrió en Asia desde finales del siglo vi
a finales del iv) la del rey de Persia, la de uno de sus sátrapas o la de un dinasta
local.Vi En otros casos, puede que el tirano accediera al poder con ayuda de una
fuerza de mercenarios,^ manteniéndose en él durante algún tiempo gracias a ellos.
A falta de tales presiones externas, el tirano habría podido apoyarse en sectores
descontentos del demos. Mi propia apreciación es que las clases más bajas (los
campesinos más pobres, los peones sin tierras, los artesanos humildes, etc.) no
debían de form ar todavía en fecha tan temprana una fuerza lo suficientemente
efectiva como para elevar al poder a un tirano que no resultara aceptable al
grueso de la clase de los hoplitas, cuyo papel, de llegarse a un conflicto armado,
hubiera resultado decisivo en esa época.32 Es de suponer, con todo, que muchos
ciudadanos humildes fueran en algunas poleis clientes de nobles o que hubieran
tenido una relación de dependencia de ellos tan grande que poco habrían podido
hacer para oponérseles. A mí no me cabe la menor duda de que una proporción
considerable de la clase de los hoplitas, sobre todo en sus niveles más bajos, debió
de prestar su apoyo a los tiranos en muchas poleis. Esta tesis, argum entada por
primera vez con detalle por Andrewes (G T , 1956), pero criticada luego por Snod-
grass en 1965, ha quedado ya suficientemente bien establecida, en mi opinión, por
el excelente artículo de Paul Cartledge titulado «Hoplites and heroes», publicado
en JHS, 97 (1977), 11-27.33
Para Aristóteles, había una distinción fundamental entre las dos formas grie
gas de monarchia (gobierno de un solo hombre), a saber, la basileia, la realeza
tradicional según las formas establecidas por la ley, y la tyrannis, esto es, el
gobierno deí tirano. Se diferenciaban ya por su propio origen. La realeza, dice
Aristóteles, «llegó a existir con la finalidad de ayudar a las clases de los mejores
[hoi epieikeis, un nombre más de la clase de los propietarios] contra el demos» (la
gente plebeya), mientras que los tiranos surgieron «de entre los plebeyos y las
masas, por oposición a los notables [hoi gnórimoi1, de modo que el demos no
sufrió ninguna injusticia de ellos ... La inmensa mayoría de los tiranos empezó,
por así decir, como demagogos, y fueron ganando confianza gracias a sus calum
LA LUCHA DE CLASES EN EL PLANO POLÍTICO 333
nias contra los notables» (Pol., V.10, 1.310b9-16). Poco después dice que «el rey
desea ser un guardián de la sociedad, de modo que los que tienen bienes no sufran
ninguna injusticia y no pueda someterse al demos a un trato arrogante», mientras
que eí tirano hace justo lo contrario y, en la práctica, no mira más que por sus
intereses (1.310b40-l .31 la2). Los tiranos, que habían cumplido ya su papel histó
rico bastante antes de la época de Aristóteles y que para entonces solían ser los
personajes opresores y despóticos que supone que fueron todos ellos, reciben un
tratamiento casi uniformemente hostil por parte de las fuentes que se han conser
vado. Una única figura nos aparece sólo con poco más que cierto deslustre,34 a
saber: el tirano ateniense Pisístrato, que recibe algunos encomios positivos de
Heródoto, Tucídides y Aristóteles (véase de nuevo la nota 28).
No debo acabar el tema de la tiranía griega sin remitir a ciertos pasajes de
Marx, inspirados por'él acceso al poder en Francia de Luis Napoleón, en diciem
bre de 1851: ya los he citado en Il.iii.
( íi) LO S SIGLOS V Y IV A .C ,
Antes de que acabara el siglo vi, prácticamente todos los tiranos ya habían
desaparecido, excepto en Sicilia, en las ciudades griegas de Asia y en las islas
costeras en las que gobernaban como colaboracionistas de Persia.* Los dos siglos
siguientes, el v y el iv,2 fueron la gran época de la democracia griega, momento en
el que se establecieron constituciones de varia índole, logradas o malogradas en
diversos grados, introducidas, a veces, mediante revoluciones violentas, y en oca
siones con intervención de algún poder extranjero. Los regímenes que reemplaza
ron eran, habitualmente, oligarquías de ricos: los derechos políticos se veían
confinados no sólo a unos cuántos (los oligoi), sino a unos cuantos propietarios
(cf. Il.iv). Como máximo, estas oligarquías podían extenderse hasta integrar a la
totalidad de la clase de los hopla parechomenoi (los que podían servir en la
caballería o de hoplitas: véase la anterior sección i), lo que supondría, tal vez, en
la mayoría de los casos entre un quinto y un tercio, aproximadamente, de la
totalidad de los ciudadanos (véase esp. Ps.-Herodes, Peripoliteias, 30-31, analiza
do en mis O PW , 35, n. 65). Si los requisitos de propiedades exigidos para el
ejercicio de los derechos políticos se colocaban a un nivel demasiado alto, la
oligarquía hubiera consistido en lo que he definido como la «clase propietaria»
par exce Henee (véase IILii): los que podían vivir de sus bienes sin tener que
trabajar. Pero, naturalmente, la pertenencia a la oligarquía podía restringirse aún
más; en su punto extremo, incluso se habría visto limitada a unas cuantas familias
de viso, que habrían form ado una dynasteia hereditaria. Creo que podría decirse
que, en sentido lato, cuanto más rentringida sea una oligarquía, tanto más peque
ñas serán las posibilidades de que perviva mucho tiempo, excepto si se dan cir
cunstancias especiales, tales como el apoyo de una potencia extranjera.
La democracia griega clásicas constituye un tema demasiado amplío para que
lo discuta aquí en detalle, así que me contentaré con un breve resumen de sus
principales características, tai como podemos verlas en las exposiciones contempo
ráneas (y con frecuencia hostiles) que de la démokratia se hicieron4 y también por
lo que sabemos de su puesta en práctica.5 Por desgracia, disponemos de tan poca
334 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
Los testimonios que se han conservado de los siglos v y iv a.C. son muy
fragmentarios, y, aunque gran parte de ellos se refiere a Atenas, tenemos también
retazos de documentación procedente de muchísimas otras poleis. cada una de
336 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
una de ricos y otra de pobres, pues en las oligarquías unos poseen muchas rique
zas, otros una pobreza extrema, y casi todos, excepto la clase dirigente, estarían
en la miseria (Rep., V III.55Id, 552bd). La oligarquía, añade Platón, es un tipo de
constitución que «abunda en toda clase de males» (544c). Como ocurría con la
oligarquía de Roma en Italia (véase IILiv y n. 5), «los poderosos» de las oligar
quías griegas debieron de tener en muchas ocasiones la posibilidad de usurpar la
posesión de la mayoría de las mejores tierras, ya fuera de manera legal o ilegal.
Aristóteles menciona el hecho de que los notables (los gnorimoi) de Turios, ciu
dad griega deí sur de Italia, podían sacar provecho absorbiendo «la totalidad del
campo circundante, de manera contraria a la ley, pues la constitución era dema
siado oligárquica» (oügarchikdtera): evéntualmente el resultado sería una revolu
ción violenta (Pol., V.7, 1.307a27 ss., esp. 29-33). Aristóteles llega de pronto a
generalizar acerca de las constituciones «aristocráticas»: al ser oligárquicos, dice,
los gnorimoi se apoderan de más cosas de las que comparten {pleonektousin,
1.307a34-35). Ño cabe la menor duda de que en la mayoría de las oligarquías
griegas las leyes sobre las deudas eran muy duras, permitiéndose formas de servi
dumbre por deudas, cuando no la propia esclavización por la misma causa (cf.
IILiv, § III). A unque conservaran su libertad personal, los deudores incumplido-
res podían perder todas sus propiedades y verse obligados a convertirse en colonos
o en asalariados, o bien podían recurrir a prestar servicio como mercenarios, vía
de escape asequible tan sólo a los más robustos.16 En las oligarquías, podían
existir formas de trabajo obligatorio para los que no tuvieran suficientes propie
dades para hacer contribuciones financieras al estado o para servir en el ejército
como hoplitas (cf. las angareiai que con tanta frecuencia encontramos durante los
períodos helenístico y romano: véase I.iii y su n. 8). Y con los tribunales de
justicia compuestos exclusivamente por magistrados y otros miembros de la clase
dirigente, a los pobres les resultaría difícil incluso hacer valer sus derechos legales
(fueran cuales fueran) frente a los miembros de la oligarquía, a cuyos ojos la
justicia se equiparaba probablemente, como muy bien vio Aristóteles, con los
intereses de la clase de los propietarios: normalmente se sentían absolutamente
superiores y con derecho a tom ar cualquier decisión política según su capricho
(véase Il.iv ).n
5. Una vez instalada en el poder con seguridad, una oligarquía podía pervi
vir durante largo tiempo si se mantenía vigilante y sobre todo unida, con tal que,
además, sus miembros no abusaran demasiado claramente de su poder político
(ya señalé en II.iv algunas citas de Aristóteles, en las que este autor apuntaba
ciertas notas a este respecto). Se conocen pocos ejemplos de oligarquías de larga
vida. Uno de los más obvios es el caso de Corinto, pues pasaron casi doscientos
años desde la caída de la tiranía de los Cipsélidas (probablemente en c. 582) a la
revolución democrática de 392. La oligarquía más resistente de todas fue la de
Esparta (véanse mis O PW . 124-149), donde no se conoció el éxito de ninguna
revolución desde que se estableció la constitución de «Licurgo» (probablemente) a
mediados del siglo vil hasta el golpe que dio en 227 el rey Cleómenes IIL momen
to en el que empezó un turbulento período de dos o tres generaciones de luchas
civiles. La miseria económica conducía muchas veces a los ciudadanos empobreci
dos a intentar llevar a cabo revoluciones, con el doble objetivo de hacerse con el
control del estado y de realizar algún tipo de redistribución de la propiedad fia
LA LUCHA DE CLASES EN EL PLANO POLÍTICO 339
mayor parte de las veces mediante nuevos repartos de tierras, gés anadasmos, o
mediante la cancelación de deudas, chreón apokopé, o mediante ambos expedien
tes a la vez; véase luego, n. 55), Hay que añadir una condición importante: la
revolución democrática no tendría muchas posibilidades de alcanzar el éxito, o de
conducir a una democracia estable, a menos que las masas empobrecidas lograran
hacerse con el liderazgo que antes ostentaban los miembros de la clase gobernan
te. Sin embargo, según un pasaje de Aristóteles al que no se ha prestado mucha
atención, las tropas de infantería ligera y las tripulaciones de los barcos —form a
dos principalmente por las clases bajas y, por lo tanto, de opiniones enteramente
democráticas— eran muy numerosas en su época, y, como en los conflictos civiles
«las tropas de infantería ligera superaban fácilmente a la caballería y a los hopli
tas» (naturalmente no está pensando en las batallas campales), las clases bajas (los
démoi) superaban a los ricos (los euporoi: PoL, VI.7, 1.321aU-21). Podría afir
mar que la única manera que había de que la oligarquía se convirtiera en demo
cracia era la revolución: no conozco ni un solo caso en toda la historia de Grecia
en el que una oligarquía que estuviera en el gobierno cediera el paso a la democra
cia simplemente por una votación, sin necesidad de recurrir a la fuerza.
6. Las condiciones favorables al éxito de una revolución de cualquier signo
(para pasar de la oligarquía a la democracia o viceversa) surgirían, con toda
probabilidad, cuando un poder exterior (como solía ocurrir) recibiera la llamada
de los presuntos revolucionarios. Este poder exterior podía ser un estado imperia
lista (Atenas o Esparta), o un sátrapa persa u otro magnate asiático (véanse mis
OPW, 37-40), que, a la larga, pudiera proporcionar mercenarios o dinero para
alquilarlos. Casi invariablemente la intervención de la democrática Atenas se pro
ducía a favor de la democracia, y la de ía oligárquica Esparta o la de un monarca
persa a favor de la oligarquía o de la tiranía.
7. Naturalmente, sólo los ciudadanos varones adultos de una polis podían
permitirse efectivamente llevar a cabo una lucha de clases en el plano político,
salvo en circunstancias muy especiales, como en el caso de la restauración demo
crática en Atenas en el año 402, después del gobierno de los «Treinta», en la que
participaron metecos y otros extranjeros (incluso esclavos), recibiendo algunos de
ellos en premio la ciudadanía.Iy Y no debemos olvidar que la tierra el medio de
producción más im portante, con mucho, así como también la principal forma de
riqueza, según ya hemos visto (III.iii)— podían poseerla sólo ios ciudadanos y ios
pocos extranjeros a quienes el estado hubiera concedido el derecho excepcional a
la gés enktésis, honor otorgado a cambio de ios servicios útiles que hubieran
prestado. Es probable que los metecos (extranjeros residentes) pudieran tomar en
arriendo en la mayoría de los estados tierras y casas, como evidentemente podían
hacer en Atenas (véase Lisias, VII. 10; cf. X II.8 ss., 18-19);2íi pero los beneficios
que pudieran sacar así se verían enormemente reducidos por la renta que tuvieran
que pagar a los terratenientes ciudadanos. Por consiguiente, en cierto sentido, los
ciudadanos de un estado griego se podían considerar una clase especial de terrate
nientes, según la definición que ya he dado (en II.ii), frente a los extranjeros,
aunque, también ellos, a su vez, pudieran dividirse en distintas ciases contrapues
tas, de una manera más significativa. No añadiré sino que quien piense que se
debe prestar aquí más atención a los metecos, podrá hallar un tratam iento sufi
ciente del asunto en II.v, con sus notas 29-30: la mayoría de los metecos que no
340 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
Antes dije que gran parte de los documentos de la historia de Grecia durante
los siglos v y iv a.C . se refieren principal o exclusivamente a Atenas, y que el caso
de esta ciudad no tenía nada de típico; ya expliqué por qué en mis O P W , 34 ss.
(esp. 46-49). Propongo ahora que nos centremos en esta ciudad, simplemente
porque la documentación es mucho más completa sobre ella que sobre cualquier
otra.
La constitución de Clístenes de 508-507 proporcionó a Atenas lo que los
griegos consideraban una democracia plena, en el sentido de que, aunque existían
ciertos requisitos de propiedad para desempeñar determinados cargos,21 cualquier
ciudadano tenía voto en la asamblea soberana, tanto en su función deliberativa y
legislativa (terreno en el que se la conocía con el nombre de ekklesia), como en la
judicial, cuando se convertía en la héliaia, que se dividía, en la mayoría de los
casos —si bien ello aconteció más tarde, quizá incluso en 462-461 — , en dikastéria,
«tribunales de justicia». Al margen de los órganos del estado, en la propia Atenas
había numerosas e importantes funciones políticas locales, organizadas democrá
ticamente,22 que competían a los «demos» (aproximadamente 150), en los que se
dividía la población ciudadana. No se produjeron muchos cambios políticos de
importancia antes de que se destruyera la democracia en 322-321 (acerca de lo
cual véase la sección iii de este mismo capítulo y su n. 2), pero sí que hubo ciertas
modificaciones, tanto en su estructura constitucional como en el ejercicio práctico
de la misma, que la hicieron decididamente más democrática, según nuestra ma
nera de pensar, a lo largo del siglo v. Fuera acaso de las «reformas de Efialtes»,
acontecidas en 462-461. sobre cuya naturaleza exacta y sobre cuyos detalles sabe
mos bastante menos de lo que muchos especialistas pretenden, la reform a más
importante, con mucho, fue la gradual introducción, entre mediados del siglo v y
sus últimos años, del pago por la realización de la tareas políticas: primero, por
formar parte de los jurados en los tribunales de justicia y del Consejo (la boulé),
que preparaba los asuntos de la asamblea, y después (ya en 403) por asistir a la
asamblea.23 Si bien las pagas no eran muy altas (inferiores al salario de un artesa
no), esta reform a permitió que hasta los ciudadanos más pobres pudieran desem
peñar un papel efectivo en la vida política de la ciudad, siempre que así lo
desearan. Me gustaría hacer hincapié (pues sir Moses Finley ha afirmado reciente
mente lo contrario, frente a toda evidencia) en que la paga por el ejercicio de los
derechos políticos no constituyó, desde luego, una característica peculiar de Ate
nas, sino que se introdujo también en numerosas otras democracias, en todo caso
alrededor del siglo iv: ello queda perfectamente claro por una serie de pasajes de
la Política de Aristóteles, si bien no podemos citar de hecho más que a Rodas
durante el siglo iv (véase mi artículo PPG A).24
El liderazgo político a nivel estatal estaba monopolizado en gran medida por
un pequeño círculo de «familias políticas»: pero la consecución de un imperio por
parte de Atenas en el siglo v supuso la creación de tan gran número de cargos que
LA LUCHA DE CLASES EN EL PLANO POLÍTICO 341
se hizo necesaria la ampliación de dicho círculo; y durante los años treinta del
siglo v nos topamos con un grupo de «hombres nuevos», satirizados en muchas
ocasiones de manera injusta por los escritores de clase alta, tales como Aristófa
nes y demás poetas cómicos, que los ridiculizan llamándolos comerciantes arribis
tas, «vendedores» de esto, lo otro o lo de más allá (véanse mis OPW, 359-362).25
Los políticos que desempeñaban un papel destacado recibían muchas veces el
nombre de ‘demagogos’ (demagogo f), originalmente vocablo neutral que significa
ba «caudillos del demos», pero que pronto pasó a usarse en sentido despectivo
con demasiada frecuencia. El más famoso de estos «demagogos», Cleón, que
desempeñó un papel destacado a finales de los años veinte del siglo v, era un
político profesional con dedicación exclusiva a esta tarea, muy distinto del vulgar
«curtidor» o «pellejero» riduculizado por Aristófanes (y retratado con unas luces
bien distintas, aunque casi igualmente hostiles, por Tucídides). Se sabe que otros
«demagogos» fueron también, como él, disfrazados de mala manera, y tenemos
buenas razones p ara pensar que el retrato clásico que de la mayoría de ellos
hemos recibido es muy poco realista (véanse mis O PW , 234-234, esp. n. 7).
Ya he explicado por extenso en otra parte por qué los miembros de la clase
alta ateniense, tales como Isócrates y Aristófanes, habrían detestado a Cleón y a
sus compañeros demagogos (OPW , 355-376). P or decirlo en cuatro palabras,
estos demagogos eran dém otikoi (el equivalente de los populares romanos): solían
tomar partido por las clases bajas de Atenas en contra de sus «mejores», o bien
actuaban de una form a que se consideraba contraria a los mayores intereses de la
clase alta ateniense o a los de cualquiera de sus miembros. No obstante, la lucha
de clases política resultó en su totalidad muy poco perceptible en Atenas durante
el período que estamos examinando (luego enunciaré las dos excepciones más
destacadas), y los conflictos políticos internos que recogen nuestras fuentes rara
mente surgen de la lucha de clases. Ello es de lo más natural y precisamente lo que
nos cabría esperar, pues la democracia era firme e incontrovertida, al satisfacer
las aspiraciones de los atenienses más humildes. La asamblea y sobre todo los
tribunales debieron de dar al ciudadano pobre un alto grado de protección frente
a la opresión de los ricos y poderosos. Vale la pena que recordemos ahora que el
control que el demos ejercía sobre los tribunales lo consideraba Aristóteles el
origen del control que tenía sobre la constitución (Ath. pol., 9.1, fin .). La demo
cracia era, asimismo, notablemente indulgente con los ricos, cuya situación finan
ciera se hallaba bien segura y que no se veía gravada físcalmente en demasía (si
bien hemos de admitir ciertos malestares ocasionales producidos por la eisphora,
contribución capital impuesta a veces en tiempos de guerra), teniendo muchas
oportunidades de alcanzar honra y estima, sobre todo mediante el servicio públi
co. El «im perio»26 del siglo v, del que sacaron gran provecho los dirigentes
atenienses (Tuc., VIII.48.6),27 reconcilió por algún tiempo a muchos hombres
ricos con la democracia, que por lo general se reconocía que constituía un papel
fundamental en los cimientos sobre los que se apoyaba el imperio. Resulta un
caso único entre ios imperios del pasado de los que tenemos conocimiento, por
cuanto la ciudad dirigente se basaba en gran medida en el apoyo que recibía de las
clases bajas de los estados sometidos (véanse mis O P W , 34-43), en sorprendente
contraste con otros poderes imperialistas, que por lo general pretendieron siempre
asegurarse la lealtad de las casas reales, de las aristocracias, o, cuando menos
342 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
(como en el caso de Roma: véase la sección iii de este mismo capítulo), la de las
clases altas de los pueblos que dominaban. El tremendo fracaso de las dos revolu
ciones oligárquicas de finales del siglo v, que luego describiré brevemente, desani
m ó a cuantos posteriormente intentaran atacar a la democracia, incluso después
de la caída del imperio ateniense en 404.
Entre 508-507 y la destrucción de la democracia a manos de los macedonios
en 322 se produjeron sólo dos episodios en los que la lucha de clases de Atenas
irrumpiera en form a de violenta stasis, o guerra civil (no me queda sino mencio
nar, de pasada, las dos conspiraciones oligárquicas abortadas de 480-479 y de
458-457, y el asesinato del líder democrático radical Efialtes en 462-461),2S La
oligarquía de los Cuatrocientos en 411, que no duró más que cuatro meses aproxi
madamente, fue totalmente un producto del fraude: 29 a saber, la pretensión, que
ya sabían los revolucionarios que era falsa en el momento de llevar a cabo sus
plañe s, de q u e, s is e implantaba algún a form a de oligarquía en Atenas, Persia, a
través de los oficios de Alcibíades, proporcionaría a la ciudad ayudas financieras
que se necesitaban desesperadamente para proseguir la guerra contra Esparta.
Todo el asunto lo planeraon desde un principio unos hombres que se contaban
entre los más ricos de Atenas: los trierarcos (Tuc., VIII.47.2) y «los más influyen
tes» (hoi dynatdtatoi, A l.2 [dos veces], 48.1), «los mejores» (hoi beltistoi, 47.2).
Los dynatdiaioi samios se sumaron al plan (63.3; cf. 73.2, 6). Los preparativos
fueron llevados a cabo en medio de la mayor incomodidad por parte del demos
(54.1; cf. 48.3), aliviada sólo por la creencia (subrayada por Tucídides) de que el
demos hubiera podido votar otra vez, si hubiera querido, cualquier expediente
que echara abajo las medidas constitucionales oligárquicas de todo tipo que hu
biera habido que imponer como recurso excepcional y temporal, aspecto im por
tantísimo al que raramente se le presta la atención que merece.30 Durante las
semanas que precedieron al momento álgido de la revolución se produjeron una
serie de asesinatos (los primeros de los que oímos hablar en Atenas durante
cincuenta años) y una deliberada campaña de terror (65.2 a 66.5); y las decisiones
propiamente dichas que imponían la oligarquía se tom aron, nem. con. (69.1), en
una reunión de la Asamblea celebrada en Colono, lugar situado fuera de las
murallas, a donde los hoplitas y la caballería hubieron de marchar como si fueran
de campaña, hallándose presentes pocos thétes (subhoplitas), si es que había
alguno, pues los espartanos habían establecido por entonces una guarnición forti
ficada en Decelía, situada a sólo unas cuantas millas de ese lugar. Mientras tanto,
la flota (el nauíikos ochlos: Tuc., V III.72.2), anclada en Samos, permaneció leal
a la democracia: los pasajes de Tucídides que relatan vivamente estos aconteci
mientos se cuentan entre ios más emocionantes de su obra (V III.72.2; 73.4-6;
75-77; 86.1-4). La oligarquía cayó bien pronto y luego, al cabo de unos ocho
meses de «constitución mixta»,31 quedó restaurada otra vez la democracia plena.
En 404, eí capitán vencedor espartano Lisandro impuso a Atenas la férrea
oligarquía de los Treinta, unas semanas o unos meses después de ía capitulación
de la ciudad que puso fin a la guerra del Peloponeso, período durante el cual los
oligarcas atenienses vieron que, evidentemente, resultaba imposible forzar ningún
cambio de la constitución por sí solos.32 La victoria de la resistencia democrática
ateniense en 403, que se hizo posible por un repentino y radical cambio de la
política de Esparta (sobre el cual véanse mis O P W , 143-146), constituye uno de
LA LUCHA DE CLASES EN EL PLANO POLÍTICO 343
desesperada era la falta de fondos estatales que afectó a Atenas durante el siglo iv.
Yo he recogido una buena colección de testimonios sobre este asunto, que, como
no sé que se haya presentado en ninguna parte, daré aquí en una nota.37
Pero ahora ha llegado el momento de dar una visión más general de la Grecia
del siglo iv y de lo que la esperaría.
gobierno de títeres. Resulta interesante^ oír decir a Jenofonte que los tebanos
«prestaban más servicios a los espartanos de los que se les exigían» (HG, V.ii.36),
al igual que los terratenientes de Mantinea, quienes, cuando Esparta arrasó sus
murallas y volvió a dividir la ciudad en las primitivas cuatro aldeas de las que
había surgido, estuvieron tan contentos de tener una «aristocracia» y de no verse
ya molestados por «demagogos cargantes», tal como ocurría durante la democra
cia, que «abandonaron sus aldeas para ir de campaña con los espartanos con más
entusiasmo que cuando tenían un gobierno democrático» {ibidem, 7).
En este tipo de incidentes vemos que Esparta 473 constituyó el gran apoyo de la
oligarquía y de las clases propietarias: tal fue la situación que se dio durante las
tres o cuatro primeras décadas del siglo ív, hasta que Esparta perdió su posición
de preeminencia en Grecia (véanse mis OPW, 98-99, 162-164). A comienzos del
siglo ív, Jenofonte en particular da por descontado que, cuando en una ciudad
haya una división de clases, los ricos volverán sus ojos, naturalmente, a Esparta y
el demos a A tenas.48 Entre los múltiples ejemplos de ello podemos incluir, sin
duda, el caso de Fliunte, que ha sido atrozmente m al entendido en un aspecto
muy importante en un reciente estudio de detalle de Legón.49
Parece que algunas ciudades fueron capaces de mantener durante períodos
bastante largos al menos cierta armonía superficial, pero en otras se produjeron
estallidos de stásis (luchas civiles), que asumían a veces formas violentas y san
grientas, que recuerdan los terribles sucesos de Corcira ocurridos en 427, de los
que Tucídides nos ha dejado un relato tan vivido (111.70-81; IV.46-48), y que él
mismo consideraba uno de los episodios que inauguraban una nueva época de
luchas intensas (III.82-83, esp. 82.1). Unos de los estallidos de síasis más sangrien
tos, entre los muchos que se produjeron en el siglo ív, fue el skytalismos de Argos
del año 370, momento en eí que, según se dice, fueron asesinados en masa entre
1.200 y 1.500 miembros de las clases altas por el demos, acontecimiento que causó
tal terror entre los asistentes a la Asamblea ateniense que recibieron la noticia,
que inmediatamente se realizó un sacrificio purificatorio (Diod., X V .57.3 a 58.4;
Plut., M or., 814b).
La tiranía, fenómeno que se había vuelto mucho más raro en el siglo v de lo
que lo fuera en los siglos vil y vi, reapareció entonces en varias ciudades: ello nos
sugiere que se produjo un recrudecimiento de la lucha de clases política. Es
verdaderamente una lástima que no podamos reconstruir lo que ocurrió en con
creto en Heraclea Póntica: la situación real queda casi totalmente oscurecida por
los abusos retóricos de las fuentes, sobre todo por parte del historiador local
Memnón (FG rH, 434 F 1), que escribió varios siglos más tarde, a comienzos del
principado romano. Parte de lo que auténticamente resulta cierto procede de una
fuente bastante inverosímil, Justino (XVI.iv-v, esp. iv.2, 10-20), en el que pode
mos leer que la lucha de clases había conducido a una situación revolucionaria, en
la que las clases bajas reclamaban a gritos la cancelación de las deudas y un
reparto de las tierras de los ricos; parece que ei Consejo* órgano del gobierno
oligárquico, mandó llamar a Clearco, que estaba en el exilio, pensando que haría
algún acuerdo a su favor; pero de hecho se puso de parte de las clases bajas, que
lo hicieron tirano (364-363, 352-351 a.C.). Al parecer, llevó a cabo una política
radical, en contra de los intereses de los ricos: todo ello nos queda oculto tras la
densa cortina de confusión que oscurece las páginas de Justino, Memnón y otros
LA LUCHA DE CLASES EN EL PLANO POLÍTICO 349
C uando yo era un m uchacho [debía ser hacia los años 420], ser rico se conside
raba tan seguro y h o n ro so que casi todos pretendían poseer más propiedades que las
que en realidad tenían, po rq u e querían d isfru tar del prestigio que ello confería.
A hora, en cam bio, tiene uno que defenderse de ser rico com o si se tra ta ra del crimen
más nefando pues resulta m ás peligroso dar la im presión de que se tiene un buen
p asar que el com eter un crim en flagrante; a los crim inales se les deja absolutam ente
en paz o se les im p o n en castigos levísimos, m ientras que a los ricos se les arruina
descaradam ente. Se h an visto privados de sus propiedades más hom bres que los que
han sido sancionados p o r sus delitos.
350 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
nea en el año 338, No es que todos los ricos griegos aceptaran de buena gana este
desarrollo de las cosas, ni mucho menos: en concreto en Atenas parece que
muchos no lo veían con agrado. Las ansias de toda polis griega de disfrutar de la
absoluta independencia política que, en realidad, pocas de ellas lograron tener
durante mucho tiem po, acabó feneciendo. Pero el notable apoyo que logró Filipo,
en forma de lo que hoy día llamaríamos la «quinta columna» de los estados
griegos, demuestra que muchos ciudadanos de viso comprendieron que en el
recinto de sus propias murallas tenían unos enemigos más peligrosos e irreconci
liables que el rey macedonio. Los afectos de algunos partidarios griegos de Filipo
fueron comprados, naturalmente, con bonitos regalos.58 P or ejemplo, tenemos un
cuadrito fascinante que nos muestra eí regreso de un seguidor arcadio de Filipo,
Atréstidas, desde la corte del rey trayendo unas treinta mujeres y niños griegos,
hechos esclavos por Filipo cuando tomó Oíinto en 348, y que dio de regalo a
Atréstidas, sin duda alguna en recompensa por los servicios prestados o los que
esperaba que le prestara, y la historia es tanto más valiosa por cuanto no es
ninguna ficción demosténica, sino que se remite a un discurso de Esquines, admi
rador de Filipo, quien decía a los atenienses que al verlo no había podido conte
ner las lágrimas (Dem., X IX .305-306). Pero tal vez los hombres no necesiten
sobornos que los induzcan a realizar acciones que, en cualquier caso, les saldrían
de natural (como, de hecho, muchos griegos percibieron).5V e incluso en Atenas
había unos cuantos ciudadanos ricos e influyentes que no necesitaban que les
persuadieran para apoyar a Filipo. Entre ellos se inclu.an Isócrates, el principal
publicista y retórico de su época, y Espeusipo, que sucedió a su tío Platón en la
dirección de la Academia, a la muerte de éste en 348-347.60 Un reciente artículo,
obra de Minor M. Markle, nos ha explicado a la perfección la actitud política de
estos dos hombres y de los que pensaban como ellos: «Support of Athenian
intellectuals for Philip», publicado en JHS, 96 (1976), 80-99. Señalando, con
Momigliano, que Filipo sólo podía esperar apoyo en Grecia por parte de los que
tuvieran tendencias oligárquicas, Markle demuestra admirablemente por qué hom
bres como Isócrates y Espeusipo estaban dispuestos a aceptar la hegemonía de
Filipo sobre Grecia: se suponía que el rey habría apoyado a las clases propietarias
y favorecido un régimen de tipo más «jerárquico y autoritario» que el que existía
en la Atenas democrática (ibidem , 98-99). Y de hecho la Liga de Corinto, la liga
casi6' panhelénica que organizó Filipo en 338-337 y que su hijo y sucesor Alejan
dro renovó en 335, garantizaba explícitamente ei orden social existente: se «con
gelaban» las constituciones de las ciudades, y se producía una prohibición expresa
de los repartos de tierras, la cancelación de deudas, la confiscación de bienes y la
liberación de esclavos con fines revolucionarios (Ps.-Dem., XVII. 15).
Después que Atenas y Tebas fueron derrotadas por Filipo en 338, éste instaló
una oligarquía de trescientos partidarios suyos en Tebas (Justino, IX.iv,6-9), res
paldada por una guarnición m acedonia;62 pero a Atenas la trató con gran suavi
dad y no realizó ningún intento de suprimir ia democracia ateniense: no tenía
ninguna necesidad de hacerlo, y su intención había sido siempre la de mostrarse
no sólo como «completamente griego», sino también «con las mayores simpatías
por Atenas» (hellénikótatos y philathénaioíaíos: Dem., X IX .308); pero, sobre
todo, lo cierto es que tanto él como su hijo Alejandro hacia los años 330 necesi
taban la flota ateniense para asegurar las comunicaciones con Asia. No obstante.
352 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
A comienzos del período helenístico, las clases bajas, especialmente entre los
habitantes de las ciudades (a quienes, naturalmente, resultaría más fácil asistir a la
asamblea), desempeñaron tal vez un papel bastante im portante en la vida de su
■v ciudad, al menos en las ciudades griegas orientales antiguas, lo mismo que en las
de la propia Grecia (desgraciadamente, no tenemos mucha inform ación acerca de
este punto, siendo la mayor parte de ella epigráfica y hallándose diseminada por
una zona muy amplia, sin que se la haya reunido ni analizado nunca de forma
apropi ada). Sin embargo, mu y pront o se desarrol 1ó por todo el mundo gri eg o un a
tendencia a que ei poder político pasara a concentrarse enteramente en manos de
la clase de los propietarios. Esta evolución, o más bien retroceso, que al parecer
empezó a comienzos del período helenístico, no se había concluido en modo
alguno cuando los romanos tom aron el relevo, durante el siglo n a.C. Los roma
nos, cuya clase gobernante odió siempre la democracia, intensificaron y acelera
ron este proceso; y ya hacia el siglo m de la era cristiana los últimos residuos de
las instituciones democráticas originales de las poleis griegas habían pasado a
mejor vida para casi todos los objetivos prácticos.
Los estadios más antiguos de esta transformación son difíciles de trazar: no se
han conservado muchos documentos consistentes y en muchas ocasiones se íes
puede interpretar de distintas maneras. Luego señalaré tres aspectos de este proce
so, a saber: el crecimiento del control real, del de los magistrados, del del consejo
o del de cualquier otra autoridad sobre las asambleas de ciudadanos; la vincula
ción de liturgias (la realización dé pesados deberes cívicos) a jas magistraturas; y
la gradual destrucción de los tribunales de justicia populares, compuestos por
grupos de dicastas (los dikastéria, en los que los dicastas eran a la vez jueces y
jurados), que habían constituido un rasgo tan fundamental de la democracia
griega, especialmente en la Atenas clásica. Todos ellos eran dispositivos inventa
dos con el objetivo expreso de soslayar el hecho de que la oligarquía, la limitación
clara y contundente de los derechos políticos a la minoría de propietarios, podía
encontrarse todavía con una fuerte resistencia por parte de las clases bajas, y se
había visto desacreditada en época de Alejandro en muchos lugares por su mal
historial, especialmente en Atenas. En ía Atenas del siglo iv incluso los presuntos
oligarcas pensaban que resultaba político fingir que también ellos querían la de
mocracia, siempre que fuera, naturalmente, la buena democracia de antaño, la de
los buenos tiempos de antaño, y no la viciada forma que en su época había
adoptado y que llevaba a que hombres sin valía y malvados obtuvieran el poder
para satisfacer sus propios objetivos nefastos, etc.: el odioso Isócrates nos propor
ciona varios buenos ejemplos de este estilo de la propaganda derechista encubier
ta, particularmente en su Areopagítico y en su tratado Sobre la p a z .1
Como no volveré a tener ocasión de examinarla en otra parte, no puedo
omitir una breve mención a la destrucción de la democracia ateniense en 322-321,
al término de la «guerra Lam ia»,2 a manos de Antípatro, a quien podríamos
llamar el virrey macedonio de Grecia. Cuando los atenienses recibieron la noticia
de ía muerte de Alejandro (que se había producido en junio de 323 en Babilonia),
se pusieron en seguida a la cabeza de una revuelta griega muy extendida, a la que
ellos se referían orgullosamente llamándola una «guerra helénica», contra la do
minación macedónica; pero en 322 fueron claramente derrotados y obligados a. ía
rendición, cambiando los macedonios la constitución de Atenas por una olígar-
quía, que limitaba el ejercicio de los derechos políticos a los 9.000 ciudadanos
(probablemente sobre un total de 21.000) que poseyeran por lo menos 2.000
dracmas (Diod., X V III.18.4-5, junto con P lut., F o c.f 27.5; 28.7, sobre lo cual
véase la n. 2). Puede que la cifra de 2.000 dracmas fuera más o menos equivalente
al nivel de propiedades exigido para que un hom bre pudiera servir de hoplita.
Después de 322-321, Atenas se vio sometida a to d a una serie de intervenciones y
cambios constitucionales, sin volver a poder decidir su propio destino durante
largo tiempo. Se produjo una breve restauración de la democracia bajo la égida
del regente macedonio Poíipercon en 318, pero al año siguiente Casandro, el hijo
de Antípatro, volvió a lograr el poder sobre Atenas e instauró una oligarquía
menos restrictiva, que excluía de los derechos políticos a todos aquellos que
poseyeran un censo de propiedades inferior a 1.000 dracmas (Diod., XVIII.74.3).
A la cabeza de esta oligarquía estaba Demetrio de Fálero, que prácticamente era
un tirano a beneficio de los intereses de M acedonia, pues se le había colocado de
supervisor o superintendente de Atenas (probablemente epimelétés, quizá epistaíés)
por Casandro según los términos del tratado firm ado cuando Atenas capituló ante
él en 317.? Pausanias llama tyrannos sin más paliativos a Demetrio (I.xxv.5-6);
según Plutarco, su régimen era «oligárquico de nombre, pero en realidad m onár
quico» (Demetr., 10.2). Con todo, el término oligárquico tenía unos tintes bastan
te desagradables todavía, y el propio Demetrio pretendía que él «no sólo no había
destruido la democracia, sino que en realidad la había reforzado» (Estrabón,
IX.i.20, pág. 398). Se trataba, pues, por citar el libro Hellenistic Athens (95) de
W. S. Ferguson,
de una nueva era p a ra A tenas de conflictos in tern o s y externos, que se prolongó casi
ininterrum pidam ente durante 46 años. P o r siete veces cam bió de m anos el gobierno
[en 307, 303, 301, 294, 276, 266 y 261], m odificándose otras tan tas veces la co n stitu
ción en alguna m edida ... Se alteraron las instituciones cuatro veces, instau rán d o se
un nuevo gobierno m ediante la intervención vio len ta de un príncipe extranjero [en
303, 294, 276 y 261]. Se ahogaron en sangre tres levantam ientos [303, 295 y 287/6],
y la ciudad tuvo que aguantar cuatro bloqueos [304, 296-294, 287 y 265-261], todos
con el m ism o heroísm o, pero sin éxito en dos ocasiones [294 y 261].
la libertad era, por lo que parece, para el gobierno rom ano lo m ism o que había sido
p ara los reyes helenísticos, un status privilegiado concedido por él a las ciudades que
se hallaban b ajo su dom inio, y en ellas el principa! elem ento era el verse exim idas de
la dependencia de la au to rid ad de lo,s gobernadores provinciales ... R om a se apropió
el concepto real de libertad; tam bién ella en ten d ía p o r ciudad libre no un estado
soberano independiente, sino un estado som etido a su soberanía y que por gracia
suya gozaba de ciertos privilegios ... Pero habla u n a gradación in fin ita de ios p riv i
legios, y algunas ciudades som etidas —por ejem plo, las de Sicilia—- gozaban de unos
derechos que no podríam os llam ar inferiores a los de algunas ciudades libres (Jones,
C L IE , 112, 106, 109).
entre ios m uchos m edio que hallaron los reyes p a ra asegurarse el control de las
ciudades, había u n o que no podían utilizar, a saber: la lim itación form al de los
poderes políticos a u n a pequeña clase; ... los reyes se sintieron en la obligación de
apoyar la dem ocracia en las ciudades, viéndose así in capacitados de crear y apoyar
efectivam ente p a rtid o s m onárquicos que gobernaran en interés suyo; los pocos inten
tos que se llevaron a cabo —principalm ente por o b ra de A n típ atro y C asandro [en
322 y ss.)— de establecer oligarquías de partidarios suyos lev an taro n un descontento
tan grande que este tipo de política se vio claram ente desacred itad a (GCAJ, í 57-160.
111).
A dem ás, a las m ag istratu ra s de más im p o rtan cia, hay que aplicarles liturgias,
p a ra que voluntariam ente el pueblo renuncie a desem peñarlas y sea condescendiente
con los gobernantes, p en sa n d o que pagan con creces su cargo. C onviene que al
acceder a ellas celebren espléndidos sacrificios y erijan algún edificio público, para
que participando en los festines el pueblo, y viendo la ciudad en g alan ad a con ofren
das y m onum entos, contem ple con agrado la continuación del régim en fía oligarquía!,
y adem ás los notables ten d rá n un recuerdo de su generosidad. E n cam bio, actualm en
te, los de las oligarquías no hacen esto, sino lo co n tra rio , ya que buscan el lucro no
m enos que el prestigio {PoL, V I.7, 1.321 a 3 1-42)
para el lector corriente, aunque sea en resumen, por lo que he dejado todos estos
particulares para el apéndice IV. Ahora me referiré sólo a una única serie de
incidentes, ocurridos en una pequeña ciudad situada al norte del Peloponeso, que
ta! vez no sean absolutamente típicos por sí mismos de lo que aconteció en la
Grecia continental tras la conquista final de Roma en 146 a.C. («típicos» en el
sentido de que esperaríamos que se hubieran producido acontecimientos parecidos
en otras partes), pero que, desde luego, destacan muy bien el significado de la
conquista romana y el efecto que pudo tener sobre la lucha d e clases en las
ciudades griegas. En la ciudad aquea de Dime, probablemente en 116-114 a.C ., se
produjo una revolución, motivada, evidentemente, en parte por las cargas que
suponían Jas deudas, pues empezó con el incendio de los archivos públicos, junto
con la cancelación de deudas y demás contratos. Fue sofocada con o sin la ayuda
del procónsul rom ana de Macedonia (que tenía por entonces jurisdicción sobre
toda Grecia, ya que ésta no se había constituido todavía en provincia independien
te); dos de los líderes revolucionarios fueron condenados inmediatamente a muer
te por orden del procónsul y otro fue enviado a Roma para ser juzgado. El único
testimonio que tenemos para este acontecimiento es una inscripción que recoge
una carta del procónsul, Q. Fabio Máximo, a la ciudad de Dime, en la que se
queja amargamente dei ‘desorden' (tarache), el «desprecio por las obligaciones
contractuales y la cancelación de deudas» (chre\ókopia]), y por dos veces dice que
la legislación revolucionaria ha sido llevada a cabo «violando la constitución
otorgada a los aqueos por los rom anos»,1,1 haciendo referencia a las oligarquías
impuestas por el general romano L. Mummio en varios lugares de la Grecia
central y del Peloponeso, cuando en 146 aplastó la revuelta de los aqueos y de sus
aliados. Supongo que con mucha más frecuencia cualquier disturbio local que se
produjera sería cortado de raíz por obra de los propios magistrados de la ciudad,
que mostrarían normalmente su deseo de evitar llamar la atención del gobernador
provincial al tener que recurrir a él. Así encontramos una inscripción de Cíbira
(situada en las fronteras de Frigia y Caria, en ía provincia de Asia), al parecer del
segundo cuarto del siglo i de la era cristiana, en ía que se rinden honores a un
ciudadano enormemente rico llamado Q. Veranio Filagro, quien, tras un grave
terremoto acontecido en 23 d.C., no sólo reclamó para la ciudad a 107 esclavos
públicos que habían escapado de algún modo a su condición (quizá en tiempos del
terremoto), sino que también «sofocó una gran conspiración que estaba causando
enormes daños a la ciudad» (JG R R, IV.-914.-5-6, 9-10).
Dión Casio, que escribió a comienzos del siglo m, pone en labios de Mecenas
un discurso dirigido a Augusto, al que volveré a hacer referencia más adelante en
esta misma sección. Una de las políticas que se hace defender a Mecenas es la
total supresión de las asambleas de las ciudades. Los dem oi, dice Mecenas, no
deberían ser soberanos bajo ningún concepto (mete kyrioi tinos), ni se les debería
permitir reunirse en ekklésia, pues no llegarán a concluir nada bueno y crearán
disturbios (Llí.xxx.2). Estoy de acuerdo con Jones {GCAJ, 340, n. 42) en que ello
no es cierto «ni siquiera en épocas de él mismo [del propio Dión], pero debía de
representar la política que él mismo habría favorecido». Disponemos de pocos
testimonios acerca de los cambios constitucionales llevados a cabo directa o indi
rectamente por los romanos; pero podemos rastrear la imposición — en la. propia
Grecia durante el siglo n a.C ., y en otros lugares más tarde— de requisitos de
362 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
Por mi parte, yo vería todo este proceso como un aspecto de la lucha de ciases
en el plano político: las clases propietarias griegas, con la cooperación primero de
los macedonios, sus señores, y luego de los romanos, sus amos, fueron empe
queñeciendo poco a poco la democracia griega, hasta acabar por destruirla com
pletamente, de modo que antes de que terminara el principado estaba ya totalmen
te difunta. La supresión de la democracia griega satisfizo enormemente a los
romanos, por supuesto; pero resulta evidente que las ciases propietarias griegas no
se mostraron sólo de acuerdo con el proceso: colaboraron en su puesta en prácti
ca; y ello no debe sorprendernos por cuanto ios principales beneficiarios del
sistema, después de los romanos, eran ellas. En una carta muy im portante, Cice
rón felicita a su hermano Quinto por haber hecho posible durante su época de
gobernador de la provincia de Asia que las municipalidades se vieran administra
das por las deliberaciones de los hombres de viso, los optimates (A d O. f r I.i.25;
cf. De rep., 11.39, y los pasajes del Pro Placeo que se citarán más adelante).
Plinio el Joven, que escribía a su amigo Calestrio Tirón c. 107-108 d.C., cuando
éste era procónsul de Bética (en la Hispania meridional), le recuerda la necesidad
de salvaguardar las distinciones de rango y dignidad (discrimina ordinum dÍgnita-
tumque). «Nada —confiesa con una perversidad típicamente rom ana— es más
desigual que la igualdad» (Ep., IX.v. 1,3; cf. II.xii.5). Sin duda alguna, Plinio
estaba familiarizado con el curioso argumento oligárquico que afirm aba la supe
rioridad de la proporción «geométrica» sobre la «aritmética», que Cicerón cono
cía (véase luego V il.i y sus notas 10-11). Elio Aristides, a mediados del siglo n,
dice que «los hombres más grandes e influyentes de cada ciudad» hacen de guar
dias de sus respectivos lugares de nacimiento en favor de los romanos, por lo que
resulta innecesario que se pongan en ellos guarniciones (O r a t XXVI.64). Las
principales familias propietarias del mundo griego que estaban dispuestas a acep
tar de buen grado la dominación romana y a cooperar con sus amos, prosperaron
a veces notablemente. En Asia, donde había tantas riquezas naturales, podían
hacerse inmensamente ricas y aspirar a pertenecer a la nobleza imperial, esto es, el
senado romano (cf. III.ii). Incluso en la propia Grecia, con su relativa falta de
recursos, podían adquirir por lo menos gran prestigio a nivel local manteniendo el
cargo durante varias generaciones, como, por ejemplo, las cuatro familias de viso
de la Atenas romana estudiadas recientemente por Michael Woloch, las cuales
acapararon buena parte de las magistraturas más importantes (así como algunos
de los puestos de sacerdote más destacados) durante el período 96-161; y en
ocasiones podían llegar a integrarse en la clase senatorial. como la familia de los
Flavios, procedentes de la insignificante ciudad de Tespias, en Beoda, cuya histo
ria desde el siglo m a.C. al m de nuestra era ha sido reconstruida muy cuidadosa
mente por C. P. Jones.15 El hombre que pretendiera que había gastado gran parte
de su fortuna en beneficio de su ciudad (como hicieron algunos, deseosos de
ganar el prestigio que pudiera proporcionarles) tal vez recibiera a veces de ella una
364 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
La diferencia existente entre ser una ciudad griega auténticamente líbre en los
siglos v y iv a.C. y ser una ciudad sometida a la ley de Roma quedará perfecta
mente patente repasando unas cuantas citas de la obra de Plutarco, los Politika
parengelmata («Preceptos políticos» o «Preceptos de estadismo»), habitualmente
referidos por la traducción latina de su título, Praécepia gerendae reipublicae
(Moralia, 798a-825f), escritos aproximadamente en la primera década del siglo n
de la era cristiana, en los primeros años del reinado de Trajano. Un joven amigo
suyo, ciudadano de Sardes (813f, así como 825d) le ruega a Plutarco que le dé
consejo sobre cómo puede hacer una carrera política, o al menos tal es el pretexto
apárente para la composición de la obra (obviamente el joven pertenece a mi
«clase de los proletarios»; la supuesta pobreza suya, que se discute en Moralia,
822def, es simplemente la falta de una riqueza ostentosa: véase 823abc, etc.).17
«Hoy día, cuando las competencias de las ciudades no incluyen el caudillaje
en la guerra, o el derrocamiento de tiranías, ni la firma de alianzas, ¿qué salida
queda para realizar una carrera brillante y llena de esplendor?». Pues bien, sugie
re Plutarco, «quedan los procesos ante los tribunales y las embajadas al empera
dor, cosas que requieren a un hombre de temperamento ardiente, con valor e
inteligencia» (805ab). Presenta distintas maneras de hacer favores a los amigos
(809a). Protesta contra el hecho de que se rían de él (según dice que le ha pasado
en muchas ocasiones) cuando le han visto inspeccionando las mediciones de las
tejas o el transporte de hormigón o piedras, en su calidad de magistrado de su
ciudad natal de Querona (81 loe). Y por fin llega lo principal: «cuando te hagas
cargo de una magistratura», le recomienda,
debes decirte a ti m ism o: «Tú que gobiernas no eres m ás que un subdito, y el estado
que gobiernas se halla d o m in ad o por los procónsules, los agentes del C ésar», ...
cuyas botas ves que pisan tu cu e llo .ÍS Deberías im itar a los actores que ... escuchan
al ap u n tad o r y no se to m an libertades con los ritm os y los m etros, saltándose los que
les perm iten los que tienen au to rid a d sobre ellos, pues si te equívocas en tu papel no
acabas sim plem ente entre silbidos, burlas y gritos, sino que m uchos han sabido lo
que es «ei terrible vengador: el hacha que corta el cuello» (cita de una tragedia griega
no identificada),
y otros se han visto desterrados a islas (813def). Deja que otros hagan de dema
gogos con el rebaño de la plebe, le aconseja Plutarco, «defendiendo estúpidamen
te imitar los hechos, designios y acciones de sus antepasados, que no tienen
parangón con las condiciones y oportunidades que se dan en la actualidad» (814a).
«Deja que las escuelas de los sofistas parloteen acerca de M aratón y Eurimedonte,
Platea y tantos otros ejemplos que hacen que las masas se inflen de orgullo y
presunción» (814bc). «El político no sólo debería mostrarse a sí mismo y a su
estado sin la menor tacha ante sus superiores; antes bien, debería tener algún
amigo entre los hombres más influyentes, cual firme baluarte de su administración,
pues los propios romanos están ansiosos de promocional' ios intereses políticos de
sus amigos» (814c). Plutarco muestra su sarcasmo ante los lucrativos cargos de
procurador y gobernador provincial «que muchos hombres persiguen en su vida
pública, hasta envejecer a la puerta de otros, descuidando sus propios asuntos»
(834d). Insiste en que eí político, aunque tenga que hacer que su país natal se
com pone sumisamente con sus gobernantes, no debe humillarlo sin necesidad «o,
366 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
cuando ya tiene grillos en los tobillos, obligarle a poner el cuello bajo el yugo,
como algunos hacen al contarles a sus superiores todo, lo importante y lo baladí,
de modo que se nos imputa que somos esclavos, pues se llega incluso a destruir
por completo su gobierno constitucional, convirtiéndolo en un país aturdido,
tímido y sin ningún tipo de poder» (814ef).
El hom bre de estado no deberá perm itir que se tra te a la plebe despóticam ente
p o r p arte de los ciudadanos, ni que se confisquen las propiedades de nadie ni se
re p a rta n los fo n d o s públicos, antes bien deberá salir al paso de ese tipo de aspiracio
nes m ediante la p ersu asió n , la enseñanza y las am enazas, si bien se p o d rá n perm itir,
llegada la ocasión, desem bolsos inocuos (818cd).
hará hincapié en la debilidad de los asuntos griegos, p o r lo cual será m ejor que los
prudentes acepten este único beneficio: vivir tran q u ilam en te y en arm o n ía, pues la
F o rtu n a no nos ha d ejado ningún prem io por el que com petir ... ¿Q ué clase de p oder
es aquél que puede ser abolido o transferido a o tro por el m enor edicto de un
procónsul, y que, au n q u e llegara a d u rar, no ten d ría n ad a por lo que valiera la pena
entusiasm arse? (824def).
Esto no es más que un cuadro que nos puede ofrecer cierta inspiración. No es
que Plutarco y sus compañeros estuvieran básicamente insatisfechos del gobierno
romano, ni mucho menos: 20 la clase griega de los propietarios se benefició en
gran medida políticamente de él, si tomamos en consideración todos los factores
(cf. Vl.iv-vi). Se las había arreglado para conservar incluso parte de su re s p e to de
LA LUCHA DE CLASES EN EL PLANO POLÍTICO 367
IV, casi al final de § 3B), la última reunión de la asamblea pública de una ciudad
griega que he podido descubrir, y de la que tengamos una exposición detallada,
tiivo lü é a o iaos cuantos años an te*>i> despri é r tíH^Mrd.c;. en Oxirrinco de Kgiptn.
región en la que, desde luego, nunca se desarroló una vida de ciudad como la que
se produjo en la mayor parte del mundo griego. Casualmente poseemos parte de
las notas taquigráficas de esta sesión, que nos. muestra gráficamente la clara
futilidad de la vida política de las ciudades durante el imperio romano tardío. El
pueblo, por ciertas razones que no se hacen patentes, se doblega a aprobar un
decretó ese mismo día en honor de Dioscoro, su pryianis (el presidente del consejo
de la ciudad, o alcalde, como podríamos llamarlo hoy día), durante una visita que
hicieron el gobernador provincial y el principal funcionario de finanzas de la
provincia, el católico. Paso a transcribir (ligeramente abreviadas) las notas, con
sistentes poco más que en una serie de aclamaciones {P\ Q xy,, 1.41 - Hunt y
Edgar. SP, 11.144-147, n.° 239):
Se m erece m uchos votos ... (soberanos A ugustos, siem pre victoriosos para los
rom anos, ¡viva para siem pre el poderío rom ano!). Buena suerte, g obernador, p rotec
to r de los hom bres h o n ra d o s ... Te pedim os, católico, por el p ríta n o de la ciudad, el
am ante de la justicia en la ciudad, fundador de la ciudad ... etc., etc., hasta nunca
acabar.
Ya dije anteriormente que iba a volver, antes de acabar esta sección, a tratar
de la decadencia de los tribunales populares de justicia (dikastéria), que habían
sido tan característicos de la democracia griega en sus buenos tiempos. Se extin
guieron en parte durante el período helenístico y desaparecieron totalmente duran
te la época romana. Hay que hacer hincapié en una de las desventajas que tenían
los dikastéria de la democracia griega clásica: para hacerlos representativos y para
que los sobornos tuvieran que ser más caros y, por lo tanto, más difíciles, tenían
que ser numerosos. Pero no podían ser verdaderamente numerosos sin que parti
ciparan en ellos muchos ciudadanos ajenos a la clase propietaria; y para que ello
fuera posible había que pagar a los dicastas, o, al menos, a algunos de ellos. Se
ha pretendido recientemente que Atenas fue la única ciudad que los pagaba; pero
ello es sin duda alguna falso, y probablemente muchas democracias también lo
hacían (aunque no fuera más que a un número limitado de estos dicastas), si bien
las únicas ciudades, además de Atenas, de las que podemos asegurar con certeza
que lo hicieran, son Rodas e laso, y sólo en el caso de Rodas tenemos motivos
para pensar que la paga de los dicastas seguía realizándose en plena época romana
(véase mi artículo PPO A , así como V.ii y su n. 24).28
Formando parte del declinar general de la democracia durante el período
helenístico, los tribunales populares, al igual que las asambleas, fueron cayendo,
evidentemente, en manos de la clase de los propietarios, aunque pocas veces
podemos encontrar unos testimonios específicos de ello como el que cité anterior
mente procedente de una inscripción del siglo m de Ptolemaide de Egipto (OGIS,
48), en el que se limitaba la elección de los dicastas, al igual que la de los
consejeros, a unos cuantos privilegiados. A falta de una documentación suficiente
(que, en mi opinión, no existe) yo diría que la participación de los ciudadanos
pobres en esos tribunales de dicastas, en la forma en que siguieran existiendo, fue
LA LUCHA DE CLASES EN EL PLANO POLÍTICO 371
haciéndose cada vez más rara, y que en muchas ciudades se pasó a juzgar los
casos de forma cada vez más frecuente por pequeñas juntas de magistrados,
aunque siguieran utilizándose palabras como dikastérion, que era lo que general
mente ocurría.
Estoy de acuerdo con Jones en que los romanos «interfirieron mucho más
sistemáticamente que los reyes» (GCAJ, 121-123, cf. 119) en eí terreno de la
justicia. Durante la república y a comienzos del principado, rigieron distintos
reglamentos en las diversas provincias, y, además, la posición de una determinada
ciudad podía variar hasta cierto punto según fuera un estado «libre» o «libre y
federado» (aunque, véase anteriormente sobre la precariedad de estos status, espe-
cialmente la del primero). La mejor información que poseemos del periodo repu
blicano procede de Sicilia (,ibidem, 121-122, y véase también el apéndice IV, § 1
ad fin .), aunque sabemos también algo acerca de la situación de Cirenaica a
comienzos del principado (véase el apéndice IV, § 5). En ambas provincias vemos
que el colectivo de romanos residentes (convenius civium romanorum, de quienes
tendré ocasión de hablar con más extensión en el apéndice IV) era el que propor
cionaba los jueces para los tribunales. Por el lenguaje que utiliza Cicerón en las
cartas escritas cuando estuvo de gobernador de la provincia de Cilicia, en 51-50
a.C,, pavoneándose de su generosidad al haber permitido que los griegos juzgaran
sus propios procesos, da la impresión de que las ciudades de esa provincia no
tenían garantizados derechos constitucionales para la administración de justicia, y
que en la provincia de Asia probablemente se daba la misma situación (Cic., A d
A tt., VI.i.15; ii.4).29 Por lo demás, la mayor parte de nuestros testimonios procede
de documentos que otorgan privilegios especiales, incluyendo los recursos a los
tribunales romanos, a cuantos griegos fueran destacados partidarios de los roma
nos, tales como Asclepíades de Clazómenas y otros en el año 78 a.C ., y Seleuco
de Roso en 41.30 Creo que tal vez tenga razón Jones (en todo caso para ciertas
regiones) al pensar que es «posible que los romanos abolieran el sistema de
jurados, que estaba ya m oribundo, y lo sustituyeran en las ciudades por una
ordenación semejante a sus procedimientos civiles, en los que se nombraba un
juez para cada caso, quizá por orden de los magistrados locales» (GCAJ, 123). En
cualquier caso, no puedo hallar rastro alguno de tribunales de dicastas todavía en
funcionamiento en muchos lugares, si bien siguieron estándolo durante algún
tiempo en Rodas y tal vez en unos cuantos sitios más (véase más adelante).
Durante el principado, se vio intensificada la interferencia en la autonomía
judicial de Grecia, con la pérdida de su status privilegiado por parte de varias
«ciudades libres»; y ya empezamos a encontrar menciones específicas a la transfe
rencia de ciertos casos al tribunal del emperador,31 práctica que se fue difundiendo
cada vez más. A veces vemos que se menciona el tribunal del gobernador provin
cial; 32 y otras caoe esperar que nuestras fuentes se estén refiriendo al tribunal del
gobernador y no al de la ciudad (véase acaso Plut., M or. , 805ab). Incluso cuando
hay una clara referencia al tribunal de la ciudad,3' no podemos tener mucha
seguridad de que el caso fuera juzgado por un grupo mayor que una junta de
m agistrados3'’ o un grupo de jueces extraídos de entre los ciudadanos más acomo
dados.35 cosa que, por desgracia, puede decirse incluso en ios ejemplos que tene
mos de empleo de la palabra dikastérion.3- En particular, vemos que se usan
muchas veces expresiones como merapempton dikastétion, en el sentido de un
372 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
pequeño grupo de jueces (uno o más) enviado por una ciudad a juzgar casos
legales a otra, a petición especial/’7 Creo que es significativo el hecho de que ia
famosa ley de Adriano, en la que se regula la producción de aceite de oliva en el
Ática, decrete que no se ha de perseguir por la asamblea ateniense a determinados
delincuentes (véase de nuevo la n. 34): la asamblea existía todavía, pero los
antiguos dikastéña atenienses presumiblemente habían desaparecido por completo
por esas fechas (véase el apéndice IV, § 2). Por lo que yo sé. sólo en Rodas hay
un auténtico testimonio de la supervivencia de algo que se pareciera a los viejos
dikastéria en pleno siglon, durante él principado (así como, dicho sea de paso, de
que se pagara a los dikastai que prestaban servicios en los tribunales: véase mi
artículo PPG A). Sin embargo, tenemos por lo menos otra posible excepción, a
saber, Tarso (véase Dión Crisóstomo, XXXIIL37). Cuando este autor (XXXV.15)
incluye a los dikazontes en la lista que da de las distintas personas de quienes cabe
esperar que asistan a las sesiones judiciales de Apamea (Celenas) de Frigia, no se
está refiriendo, por supuesto, a simples «jurados» locales de la ciudad, pues las
situaciones que describe responden a las visitas regulares que realizaba el goberna
dor provincial para presidir el tribunal que juzgaba los casos que hubiera en todo
el conventus judicial cuyo centro oficial era Apamea. Los dikazontes de Dión
deben ser miembros del consilium del gobernador (su ju n ta de consejeros, asses-
sores) y/o los hombres nom b r ad os por el gobernador p ara j uzgar casos men o s
importantes que más tarde (a partir de comienzos del siglo in) se conocieron con
el nombre de iudieespedanei, quienes podían tener sus propios assessores.^
Antes de que acabara el siglo in, ios tribunales locales se habían extinguido, al
parecer, totalmente, y toda la jurisdicción recaía por entonces en el gobernador
provincial o en sus delegados (sin duda muchos gobernadores permitirían de mil
amores que los magistrados locales juzgaran los casos menores). Este desarrollo
pesaba gravem ente a los provinciales, y en p artic u la r a las clases hum ildes, que
habrían tenido que v iajar m uchas veces a la m etrópoli de su provincia para que se les
hiciera ju sticia y que no hab rían podido ju n ta r las p ropinas que el gobernador y sus
funcionarios esperaban que les dieran los litigantes. A dem ás, cuando, com o solía
ocurrir, ia queja era ia opresión a la que estos m ism os funcionarios los som etían,
habrían tenido m uy pocas posibilidades de ver satisfechas sus dem andas, si es que
llegaban a hacerse oír (jo n es, GCÁJ , 150).
largo de los dos primeros siglos de la era cristiana, que describiré más adelante en
VIII.i. Ambos procesos debieron de facilitar la exploración de los pobres: en un
caso la de los griegos, y en otro la de los romanos.
manifestaciones en ellos. No hace falta que hable aquí para nada del papel clara
mente cuasipolítico que desempeñaron durante el principado y el imperio tardío
las manifestaciones en estos lugares y centros de diversión publica, a veces en
presencia del mismísimo emperador, pues es un tema que ha sido magníficamente
tratado en la lección inaugural pronunciada por Alan Cameron como catedrático
de latín en el King\s College de Londres en 1973, titulada Bread and Circuses: the
Román Emperor and his Peopíe, así como —hasta cierto p unto— en su libro
Circus Factions: Blues and' Greens at Rome and Byzañiiüm (1976). Dichas mani
festaciones podían producirse, naturalmente, al margen de la presencia del empe
rador o incluso de la del gobernador provincial.41 Las que organizaban (aproxima
damente desde mediados del siglo v hasta el reinado de Heraciio) las facciones del
circo, principalmente los «azules» y los «verdes», eran con frecuencia nada más
que asuntos sin im portancia, en ocasiones de intencionalidad no más «política»
que el estallido de un «follón» en un moderno partido de fútbol, pues las faccio
nes en cuanto tales no tenían un carácter específicamente político, aunque yo creo
que adquirirían una significación política con más frecuencia dé la que admite
Cameron: a mi juicio, la cuestión sigue abierta;453 El abucheo descarado a un
emperador, especialmente en el circo, no era algo desconocido; Juan de Lidia nos
ha conservado un ejemplo curiosamente divertido: se trata de una chirigota en
cuatro dísticos elegiacos, colgados en forma de pasquín en eí hipódromo de
Constantinopla en los primeros años del siglo vi (c. 530-515), que atacaba al
emperador Anastasio en la época en la que Marino el Sirio ejecutaba su política
financiera, y probablemente estaba inspirada en dicho Marino, que fue prefecto
del pretorio en oriente desde 512 hasta quizá 515. Se cita por su nombre al propio
Anastasio, llamándosele basileu kosmophthore , «rey destructor del mundo»; se le
acusa de «ansioso de dinero» (philochrémosyné); se nom bra sólo a Marino llamán
dolo Escila de su Caribdis (De Magistr., III.46). El ejemplo más famoso de un
disturbio de importancia surgido en los juegos es el llamado «motín de Nika»,
ocurrido en Constantinopla en 532: empezó como una manifestación en contra de
ciertos funcionarios opresores, y acabó convirtiéndose en una revolución en con
tra del emperador Justiniano, que concluyó con una terrible matanza realizada
por Belisario y Mundo, al mando de sus tropas «bárbaras», quienes liquidaron a
gran cantidad de plebeyos, en una cifra estimada incluso por nuestras fuentes más
conservadoras —sin duda con la exageración habitual— entre treinta y treinta y
cinco mil personas (véase, e.g., Stein, H B E , 11.449-456).
No podemos dejar de señalar que éste habría sido el precio que podía llegarse
a pagar por la total supresión de los derechos democráticos propiamente dichos.
En ocasiones oímos hablar de manifestaciones menos graves, como la de Alejan
dría que menciona Filón, quien dice que vio cómo el público se levantó de sus
asientos y gritó entusiasmado al pronunciarse «el nombre de la libertad» en ía
Auge , tragedia de Eurípides que se nos ha perdido (Quod omn. prob. ¡ib., 141).
Esta nota de Filón podría hacernos pensar en algunos pasajes de Dión Crisósto-
mo, en un discurso suyo, verboso hasta lo inaguantable, dirigido a ios alejandri
no^, en los que aparece una serie de reprensiones, a veces difíciles de interpretar,
del comportamiento público de los ciudadanos ( Orat., XXXII, passim , esp. 4,
25-32, 33, 35, 41-42, 51-52, 55: sobre la fecha, véase V III. iii, n. 1).
Una de las útimas referencias a un movimiento popular ocurrido en una
LA LUCHA DE CLASES EN EL PLANO POLÍTICO 375
ciudad importante en eí periodo que abarca este libro es la que hace el historiador
Evagrio en su Historia de la iglesia (acabada en 594), relativa a la situación
reinante en Antioquía en el año 573, durante el reinado de Justino II, cuando un
ejercito persa al mando de un general llamado en griego Adaarmanes invadió y
saqueó Siria (la obra de Ev agrio, que es nuestra única fuente narrativa conservada
que abarque el período de tiempo que va de 431 a 594, no se limita a la historia
de la iglesia, si bien ésta es su principal argumento). Antioquía no se recuperó
nunca del todo del saqueo a la que la sometieron los persas en 540: aunque fue
reconstruida por Justiniano, padeció más desastres posteriormente, incluidos dos
terremotos, en 551 y 557, y más de una epidemia. Parece que en 573 sólo el
campo y las afueras de Antioquía fueron asolados por los persas, si bien gran
parte de la población había huido. Pero antes de abandonar la ciudad, según dice
Evagrio (que quizá estuviera allí por aquellas épocas), «el dem os se levantó. con
la intención de empezar una revolución» (epanesté nebterbn pragmaton arxai
t he Ion); y añade una acotación enigmática q ue dice: «cosa que suele ocurrir [hoia
phiiei gighesihúi], especialmente en circunstancias como ésta» (HE, v.9 fin ., pág.
206.11-13, ed. Bidez/Parm entier; y véase también Downey, H A S , 561-562, así
como 533-559).
No es de extrañar que el gobierno imperial sospechara de cualquier tipo de
agrupación o asociación que se formara entre los órdenes más bajos del oriente
griego. El emperador Trajano se negó a permitir la formación de una brigada
antiincendios en la ciudad de Nicomedia de Bitinia (que acababa de padecer un
desastroso incendio y carecía de cualquier clase de cuerpo que se ocupara de este
tipo de accidentes), aduciendo explícitamente que cualquier asociación que se
hiciera en la provincia se hallaba ligada al riesgo de tom ar tintes políticos y
provocar disturbios (Plinio, E p., X .33-34). De hecho, parece que hubo una nota
ble falta en el oriente griego de brigadas antiincendios organizadas, tal como
existían en occidente. Por esa misma razón, Trajano se mostraba también nervio
so a la hora de permitir la creación de nuevos eranoi (sociedades de amigos o de
mutua ayuda) en Bitinia-Ponto (ibidem, 92-93).42
Una forma bastante popular de motín era el linchamiento de cualquier funcio
nario odiado, o el incendio de las casas de los peces gordos locales a quienes se
considerara responsables de una hambruna o de cualquier otra desgracia. A fina
les del siglo i, la plebe de Prusa, en Bitinia, amenazó con incendiar la casa de
Dión Crisóstomo y con lapidarlo, aduciendo que era uno de los principales res
ponsables de un período de hambre. Conservamos el discurso que pronunció con
ese motivo ante la asamblea de Prusa, que ya he mencionado antes: alega que no
hay por qué culparle de la ham bruna, pues sus tierras no producían más que el
grano suficiente para satisfacer sus necesidades y, por lo demás, estaban dedica
das al cultivo de viñas y de pastos para el ganado. (O r a l XLVI.6, 8-13); le
recuerda también a su audiencia que los romanos los vigilan (§ i 4). En otras
ocasiones, puede que las víctimas de la indignación popular43 fueran inocentes, en
todo caso, del delito concreto que se les imputaba, como cuando Ammiano nos
cuenta que un noble romano del tercer cuarto del siglo ív, el padre del gran
orador Símmaco, vio cómo incendiaban su casa situada al otro lado del río con
motivo del rumor infundado de que había dicho que antes habría preferido utili
zar su vino para apagar hornos de cal que venderlo al precio que el pueblo quería
376 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
(XXV.I1 .iii.4). Pero no creo que tengamos que desperdiciar nuestras simpatías en
la mayoría de ios magnates cuyas casas fueron destruidas..de ese modo. La situa
ción reinante en Antioquía de Siria a finales del siglo iv, sobre la cual sabemos
más que sobre la de ninguna otra ciudad del oriente griego, tal vez pueda echar
alguna luz sobre eí asunto. Expondré en primer lugar que el aprovisionamiento de
comida de Antioquía procedía, al parecer, principalmente —como cabría esperar—
de las comarcas vecinas, los llanos de la cuenca inferior de! Orón tes,4" y que el
consejo de la ciudad, dominado por ricos terratenientes, había sido considerado
siempre el responsable del aprovisionamiento de grano, una parte considerable del
cual procedía, verosímilmente, de las fincas de esos mismos ricos propietarios. Su
principal interés habría sido, evidentemente, vender su grano ai precio más alto
posible, incluso en tiempos de hambre. El emperador Juliano los acusó de alma
cenarlo en sus graneros durante el hambre que se produjo en Antioquía en 362-363
(Misop., 369d). L¡n poco más tarde, san Juan Crisóstomo los denunciaba por
haber tirado al río sacos enteros de grano antes que permitir que los pobres lo
obtuvieran a precios asequibles: y, refiriéndose a un terrateniente en particular,
que se había lamentado de que se hubiera acabado la escasez por la que se veían
amenazados, debido á las pérdidas que le habría acarreado la consiguiente bajada
de los precios, llega a hablar el santo con cierta simpatía de las exigencias que se
habían oído pidiendo que le cortaran la lengua e incineraran su corazón, y (en
una referencia de lo más oportuno a.Prp_veíbips^,XÍ.^6) declaraba sin ambages
que habría habido que lapidarle (In E p .I a d C o r ., H o m X X X IX .7-8, en MPG,
LX1.343-344). No se deberían excluir por entero estos pasajes, aunque puede que
Crisóstomo exagere un poco, corno es habitual en él (cf. Petit, L V M A , 117, n. 5).
No hace falta que reíate aquí la hambruna que se produjo en Antioquía en
362-363, a la que ya hice mención en IV.ii: no dio lugar a estallidos de violencia,
pero ello se debió enteramente a la presencia de la persona del emperador Juliano
durante unos siete meses y a las excepcionales medidas que tomó para reducir los
efectos del ham bre (véase IV.ii y su n, 23). Vale la pena, no obstante, llamar la
atención sobre las manifestaciones que tuvieron lugar a la llegada del emperador
en julio de 362, en el hipódromo (Liban., O r a t XVIII. 195) y en el teatro (Julia
no, Misop., 368c), al grito rítmico de «hay de todo: todo es caro» (panta gemei,
panta pollou). No añadiré sino que sólo tenemos un breve y vago relato de todos
estos acontecimientos en Ammiano, quien, aunque es uno de los mejores historia
dores que produjo eí mundo griego, era miembro también de la clase propietaria
de Antioquía y simpatizaba claramente con los consejeros. Ammiano nos dice
simplemente, en términos despectivos, que Juliano, sin tener motivos y llevado de
su gusto por la popularidad, intentó rebajar los precios, «cosa que, a veces,
cuando no se hace de la manera adecuada, puede llegar a producir escasez y
hambres» (XXII.xiv.l; XIV.vii.2): evidentemente, Ammiano era lo que hoy día se
consideraría en el mundo capitalista un economista ortodoxo. Pero nos da muchos
más detalles acerca de una situación bastante similar acontecida en Antioquía en
354 (XIV.vii.2, 5-6).45 El césar Galo, que gobernaba oriente, se dio cuenta de que
se venía encima una escasez de grano y sugirió a los consejeros de Antioquía que
fijaran un precio bajo (del modo más inoportuno, según opinaba Ammiano, § 2,
vilitatem iniempestivam). Naturalmente, los consejeros se opusieron, por lo que
Galo ordenó la ejecución de sus dirigentes, algunos de los cuales fueron muertos
LA LUCHA DE CLASES EN EL PLANO POLÍTICO 377
pío de ello que he podido encontrar es la dedicaioria bilingüe hecha por la Liga
Licia al Júpiter Capitolino en Roma, datada probablemente hacia 160 a.C. (ÍG R R ,
L61).4S Los propios licios se refieren en griego a la restauración de su «ancestral
democracia» (hé patrios démokratia), equiparándola en latín a la «libertad de sus
antepasados» (maiorwv libertas). Hacia el último siglo a.C. parece que este senti
do de démokratia se había convertido en el principal. Naturalmente, los romanos
no tenían una palabra en su lengua que designara la «democracia» y nunca
recurrieron a la simple transcripción de la expresión griega. P or ejemplo, cuando
Cicerón habla en su De república de la democracia en el sentido griego original,
sustituye normalmente démokratia por líber populus o simplemente por populus
(e.g., 1.42-49, 53, 55, 69; cf. 66-68, donde Cicerón parafrasea en parte a Platón,
Rep., VlIL562a ss.), y en una ocasión dice que el estado en el que el pueblo es
todopoderoso se llama civitas popularis (1.42). El significado original de démo
kratia sigue apareciendo ocasionalmente en griego hasta bien adentrado el princi
pado,49 si bien se ve expresado con mucha más frecuencia por otra palabra, como
por ejemplo ochlokatia (‘gobierno de la muchedumbre’).50
No sé cuándo se usó por primera vez la palabra griega démokratia para
designar la constitución de la república romana, pero es de suponer que ocurriera
en el siglo i a.C ., o, en todo caso, en el i de nuestra era, cuando la démokratia
de la república pudiera oponerse a la monarchia del principado. Se trataba de un
uso perfectamente natural, dados los desarrollos acontecidos previamente durante
el Helenismo: se trataba simplemente de la aplicación a Roma de la terminología
ya utilizada para las ciudades griegas. Los textos más antiguos que conozco en los
que un autor que escriba en griego considera a la república rom ana una démokra
tia datan de finales del siglo i: Josefo, Á J , X IX .162, 187, y Plutarco, Galba ,
22.12. Josefo dice que los soldados que hicieron emperador a Claudio tras el
asesinato de Calígula tom aron esa determinación porque se dieron cuenta de que
una démokratia (que aquí sólo puede querer decir la restauración de ía república)
nunca hubiera podido bastar para controlar los grandes asuntos del estado, y, en
cualquier caso, nunca les hubiera sido favorable (ibidem, 162). Y Plutarco nos
dice que los juramentos que prestaron a Vitelio como emperador en 69 los ejérci
tos de Germania Superior fueron formulados para romper los que poco tiempo
antes habían hecho «al senado» (en realidad, al «senado y el pueblo romanos»
[22.4], que Plutarco llama démokratikoi). Aquí podríamos traducir démokratikoi
sin duda por «republicanos», especialmente porque el hecho mismo de prestar
estos juramentos habría significado el rechazo abierto al otro emperador que
había, Galba, cuando no el del propio principado. Los escritores griegos de los
siglos i, ii y ni se refieren por lo general a la república rom ana llamándola
démokratia, por oposición al principado, que casi siempre es una total monarchia
al mando de un basileus (cf. VI.vi). En ocasiones se aplica a la república algún
otro término distinto a démokratia. Para Estrabón. en un pasaje escrito a comien
zos del reinado de Tiberio (antes de la muerte de Germánico en el año 19), la-
constitución republicana era una mezcla de monarquía y aristocracia (politeian ...
miktén ek te monarchias kai aristokralias), caracterizada, a su juicio —al igual
que sus líderes—, por 1a arete, palabra que expresa la aprobación rio "sólo de su
eficacia, sino también de sus cualidades morales (VI.iv.2, págs. 286, 288; cf.
Dión. Kai., De antiq. oraior .. 3). Apiano, en el segundo cuarto del siglo í l suele
LA LUCHA DE CLASES EN EL PLANO POLÍTICO 379
pado fue lo que estropeó la literatura griega, cuyo empeoramiento se habría visto
muy poco afectado por la caída de la república romana. Tendría mucho más
sentido decir que la literatura griega, dejando a un lado á Homero y los primeros
poetas, surgió, en efecto, y cayó con la démokraiia, en el sentido original y
propio de la palabra. Desde luego, la mayor cantidad de referencias que aparecen
en el tratado De lo sublime a las obras que provocan la admiración de su autor
tiene que ver con las que se escribieron en los siglos v y ív a.C;; sé muestra en él
muy poco o nulo entusiasmo por la literatura helenística.® El autor recoge la
opinión que he examinado anteriormente (la del «filósofo»), como si fuera muy
«generalizada» (a menos que ekeino lo thryloumenon de 44.2 tenga, lo cual sería
posible, sentido peyorativo: la traducción dé Rhys Roberts, en su edición de 1899,
dice «esa explicación manida»). ¿Seria posible que la afirmación según la cual se
habría producido la decadencia de la gran literatura al pasar los tiempos de la
república, se hubiera originado entre los romanos, pensando principalmente en la
literatura latina en general, o quizá en la oratoria en particular, y que, por lo
mucho que se la repitió, hubiera conseguido predicamento también entre los
griegos? ¿O surgió la afirmación entre los griegos, quienes se habrían dado cuenta
de que el máximo desarrollo de su literatura correspondió precisamente al momen
to en que había florecido la verdadera democracia? Debo confesar que me extra
ñaría bastante que, durante el período romano, hubiera muchos literatos que
tuvieran unas opiniones de ese tipo; más bien me imagino que la concepción
expresada por el «filósofo» de Longino se habría originado entre los griegos
durante el período helenístico y que se habría mantenido con la suficiente tenaci
dad como para conseguir la adhesión de algunas personas incluso bajo el dominio
de Roma. Dionisio de Halicarnaso. uno de los críticos literarios más destacados
de la Antigüedad, empieza su obra Sobre los oradores antiguos fechando cuándo
empieza el final de la «retórica filosófica antigua» (término con el que se refiere
fundamentalmente al estilo ático), y lo sitúa a la muerte de Alejandro Magno, en
el año 323 a.C. [De antiq. o r a t 1). Evidentemente, no se le ocurría qué otra
influencia más poderosa pudiera haber tenido la destrucción de la democracia
ateniense ocurrida eí año siguiente.
nes, edición de HipóL, C om m . in Dan., citado en la nota 61, en sus págs. 23-24,
271 nota a).
La auténtica democracia fue siempre anatema para las clases altas del mundo
grecorromano. En tiempos del imperio tardío, se había convertido en un duende
vagamente recordado y por fin felizmente extinguido, pero, con todo, era algo
que producía escalofríos a cualquier rico. Corría probablemente el año 33662
cuando el historiador y obispo Eusebio de Cesárea pronunció su Triakontaétéri-
kos (u Oratio de laudibus Constantini), panegírico que enunciaba por primera vez
toda la teoría, incluida la teología, de la nueva m onarquía cristiana de Constanti
no, con motivo del trigésimo aniversario de la ascensión a! podeí del emperador
(volveré a hablar más por extenso de este discurso en VI.vi. y véase su n. 77).
Eusebio contras ta la mon arch ia de Cons tantino con 1a ex isotimias p o lyarchia,
«el gobierno de muchos, basado en la igualdad de privilegios». Tal vez quiera
significar cualquier otra forma de gobierno menos la m onarquía, pero isoíimia
nos sugiere ante todo la democracia. Y afirma que dicha polyarchia no es más
que «anarquía y guerra civil» (anarchia kai stasis).* Esto era precisamente lo que
Platón pensaba de la democracia. Sin embargo, en los siete agitados siglos
que van de Platón a Eusebio, la democracia había fenecido a todas luces. Se
había roto en parte su espíritu antes de que acabara el siglo iv a.C ., y sus institu
ciones habían sido canceladas gradualmente gracias a los esfuerzos conjuntos de
las clases propietarias griegas, los macedonios y los romanos. En los escritores
bizantinos, desde comienzos del siglo v, por lo menos, en adelante, la palabra
démokratia y el verbo derivado de ella démokratein pueden significar «violencia
de la muchedumbre», «motín», o incluso «insurrección»;64 La democracia que
resucitó en el mundo m oderno era algo nuevo, que debía muy poco directamente
a la démokratia griega, pero el nombre que lleva paga un callado, aunque bien
merecido, tributo a su antigua predecesora.6f
VI. ROMA SOBERANA
pueblos situados entre el Rin y el Elba han sido debellati por los ejércitos de
Tiberio; el capítulo anterior (21.3) nos contaba cómo Germánico había dado
instrucciones a sus soldados en el sentido de que se mostraran «firmes en la
matanza; no habían de tomarse prisioneros; nada más que el exterminio de la raza
■habría puesto fin a la guerra» (cf. 1.51-1-2). A Vespasiano, cuyo hijo Tito saqueó
Jerusalén en el año 70 d.C. en medio de la carnicería más espantosa, lo llama
Tertuliano Iudaeorum debelíator (.A p o l., 5.7). No olvidemos nunca que la pasión
de los romanos por «gobernar» no era en absoluto desinteresada o inmotivada: la
clase dirigente de los romanos, enormemente práctica como era, gobernaba por
que ese era el mejor medio de que disponían para garantizar el alto grado de
explotación que tenían que mantener (hasta qué punto se debió a este factor la
adquisición de gran parte del imperio por obra de los romanos es una cuestión
bien distinta). Estoy totalmente de acuerdo con A. H. M. Jones: «Si tuviera que
aventurar una generalización acerca de los efectos económicos del imperio roma
no, yo diría que su principal efecto habría sido promover una concentración
incesante de tierras en manos de su aristocracia gobernante a expensas de la
mayoría de la población» .(RE, 135).
El otro campo (el intelectual) en el que se desplegó el genio romano fue el ius
c'vile,- eí «derecho civil», término que posee un vasto campo de significados (que
dependen principalmente del contexto), y que yo utilizaré en un sentido bastante
amplio, para indicar el derecho privado que regulaba las relaciones existentes
entre los ciudadanos romanos (sólo una pequeña minoría, incluso de la población
libre del «mundo griego», en el sentido que yo doy a esta expresión, se veía
afectada por el ius civile, naturalmente hasta la Constitutio Antoniniana, de
212 d.C., que extendió la ciudadanía romana a casi toda la población libre del
imperio; véase VIII.i). Debo aclarar inmediatamente que no quiero decir en abso
luto que los romanos conocieran lo que llamamos «el imperio de la ley»: de
hecho^ se notaba mucho su falta en muchas áreas del sistema jurídico romano,
incluyendo en especial lo que llamaríamos el derecho penal y constitucional (que
forman en conjunto el «derecho público»), que son los dos campos en ios que
sobre todo suele pensar hoy día la mayoría de la gente cuando se utiliza la
expresión «eí imperio de la ley». La opinión que acabo de expresar acerca del
derecho romano es tan distinta de la que con tanta admiración solemos escuchar,
que se me disculpará si repito y amplío ciertas opiniones que ya he expresado
brevemente en otra parte,2 así como unas cuantas citas a escritores de derecho
romano que gozarán de más autoridad que yo.
En la obra estándar de H. F. Jolowicz, Histórica} íntroduction to the Study
o f Román Law (accesible ahora en su tercera edición, revisada por Barry Nicho-
las, 1972), la sección que trata de la jurisdicción penal durante el principado
señala que «el sistema penal romano no pasó nunca por un estadio de estricto
derecho», y que en él «el “ imperio de ja ley’i ... no se impuso nunca» (401-404,
en 404). En cuanto al terreno constitucional, haré ver en la sección vi de este
mismo capítulo cuán autocrático era el gobierno de los emperadores, no sólo
durante el imperio tardío, sino también (aunque con más pretensiones de ocultar
la realidad) durante el principado, ya desde sus mismos comienzos. Incluso la
práctica del derecho civil se veía profundamente afectada por las nuevas formas
de proceso legal que se introdujeron a comienzos del principado y que poco a
ROMA SOBERANA 385
poco llegaron a reemplazar al «sistema form ulario) que había estado en vigencia
durante las últimas generaciones de la república. Resulta incluso difícil dar una
denominación colectiva a estos nuevos procesos, pero tal vez sirva la de «sistema
de cognitio».3 Este procedimiento, introducido para algunos casos (por ejemplo
para los fideicommissa), ya en el reinado de Augusto, v predominante siempre en
las provincias, se generalizó incluso en Italia y en la propia Roma a finales del
siglo m, tanto en los casos penales como en ios civiles. Se lá llam aba a veces por
parte de los romanos «cognitio exiraordinaríay^incluso mucho después de conver
tirse en la práctica habitual. Las Instituciones de Justiniano (publicadas en 533)
llegaban a referirse a las viejas formas, qué resultaban obsoletas desde hacía ya
mucho tiempo, llamándolas iudicia ordinaria, por oposición a jo s extraordinaria
iu dicia introducidos por la posteritas (Inst. J., íll.xii. pr.). y en otro contexto
usaban la expresión «cada vez que se dicta una sentencia legal extra ordinem»,
añadiendo «pues todas ellas son hoy día legales» (quotiens extra ordinem ius
dicitur, qualia sunt hodie omnia iiidicia: IV.xv.8). Mommsen, en su Romisches
Strafrecht de 1899 (todavía hoy día una obra clásica), caracteriza ei sistema de
cognitio diciendo que era fundamentalmente «la legalización de la falta de forma
establecida» y señala que se escapa por completo a toda exposición científica (340,
cf. 340-341/ 346-351). En ia práctica daba al magistrado que viera la causa un
gran margen de arbitrio, y su generalización justifica afirmaciones como Ía que
hace Buckland cuando dice que « d procedimiento civil sé vio reemplazado por la
acción administrativa»* y que se produjo ima «asimilación a la acción administra
tiva y de policía» (TBRL3.. 662-663). Es bien cierto, como repetía Buckland, que
el procedimiento civil «seguía siendo judicial» y que «el magistrado debía atenerse
a la ley» (loe. cit.); pero el magistrado tenía unos poderes amplísimos, y en lo que
se refiere al procedimiento criminal, hasta un defensor tan esforzado del legalismo
romano como Fritz Schulz admitía en dos pasajes distintos (P R L , 173, 247), que
la regla que dicta «nullum crimen sine lege. nulla poena sine lege» («no existe
crimen que no prevea la ley, ni castigo que no emane de la ley»), fue siempre
desconocida por el derecho romano. Si dedico aquí más atención al procedimiento
legal y menos al principio de legalidad de lo que cabría esperar, ello se debe a que
el jurista romano, a diferencia de su moderno correspondiente en la mayoría de
los países, «pensaba más en términos de soluciones que de derechos, más según
las formas de acción que según el fundamento de la acción» (Nichoías, IRL,
19-20), de modo que la naturaleza del procedimiento legal era importantísima.
El ius civile romano era ante todo un sofisticado sistema, elaborado con
extraordinario detalle y frecuentemente con gran rigor intelectual, que regulaba
las relaciones personales y familiares de los ciudadanos romanos, especialmente en
lo referente a los derechos de propiedad, asunto particularmente sagrado a juicio
de la clase dirigente romana, (hablaré en VILiv de la obsesión que tenía Cicerón
—que no era un jurista, por supuesto, pero sí uno de los abogados más destaca
dos de su época— por la naturaleza inviolable de los derechos de propiedad y su
creencia, que sin duda compartía la mayoría de sus compañeros, en que e! princi
pal motivo de la fundación de los estados era la preservación de estos derechos).
Las características intelectualmente admirables del derecho romano, sin embargo,
se hallaban limitadas a un terreno mucho más reducido de lo que mucha gente
cree. Citando, con su beneplácito, una afirmación hecha por Bonfante acerca de
13. — STE. C R O I X
I
386 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
la gran im portancia del derecho de sucesión dentro del derecho romano en gene
ral, comenta Schulz: «el derecho romano de sucesión es indudablemente el signo
más claro de la “ vocación jurídica” de Roma» ( C R L , 204); y un poco más
adelante repite esta afirmación, añadiendo que es
Y mencionando los distintos campos por los que los juristas romanos mostra
ron poco o nulo interés, sigue diciendo que
Más adelante, en la misma obra, Schulz reconoce que ios juristas romanos
«apenas tocaron las cuestiones que a nosotros nos parecen vitales» (CRL, 545),
tales como la protección de ios trabajadores, o la de «los pobres arrendatarios de
pisos o de tierras de labor» (ya hice referencia en IV.iii a la severidad de la ley
romana de arrendamientos, la locatio conductio). Pero cuando luego vuelve a
decir Schulz que «los juristas escribían y actuaban a favor de la clase de los beati
possidentes a la que pertenecían ellos mismos, y su sentido social estaba mal
orientado» (ibidem), nos vemos tentados a apostillar que el «sentido social» de
estos juristas estaba demasiado bien orientado: como cabria esperar, pensaban
según los intereses de la clase a la que tanto ellos como sus clientes pertenecían. El
derecho, en efecto, tiene «una historia tan poco independiente como la religión»
(Marx y Engels, La ideología alemana, L iv .ll, en M E C W , V.91).
Tenemos que mencionar aquí otra característica del derecho romano: la discri
minación basada en el status social, fundamentada en gran medida en distinciones
de clase en el sentido que yo le doy ai término, que ya definiré en VÍÍLL Estas
discriminaciones se manifestaban, bien es cierto, en el terreno de lo penal (en. ei
que, como acabo de señalar, el derecho romano no pasó de ser una cosa bastante
escandalosa); pero llegaban incluso a la administración del ius civile, en el sentido
en el que yo utilizo el término, por ejemplo, al dar más peso ai testimonio
aportado por los miembros de las clases altas. Como luego explicaré en VIII.i., la
ROMA SOBERANA 387
Según Plinio el Viejo (por muchos motivos uno de los autores más atractivos
q u e existen), «el pueblo más sobresaliente de todos los del mundo por su virtus es,
sin duda, el romano» (N H , VIL 130). Se trata de una nota aislada, seguida de
unas reflexiones pesimistas acerca de la felicidad, felicitas, sin que se exprese, por
desgracia, ninguna opinión sobre cómo quedaban los rom anos, comparados con
otros pueblos, a este respecto. Virtus tiene una larga serie de significados en latín:
unas veces la traducción correcta es «virtud»; otras veces esta palabra significará
en particular «valor» o «superioridad viril»; Yo estaría dispuesto a traducirla aquí
por «cualidadesinórales». Las potencias im perialistas—-como Gran Bretaña hasta
hace poco, o los norteamericanos hoy día--- pueden llegar a creer con toda facili
dad que son moralmente superiores a los demás pueblos.
Los romanos fingían muchas veces que habían conseguido su imperio casi
contra su voluntad, mediante una serie de acciones defensivas, que era fácil que
parecieran verdaderamente virtuosas si se las presentaba con la apariencia de que
se habían llevado a cabo en defensa de otros, especialmente de los «aliados» de
Roma. De ese modo, según Cicerón, en quien podemos ver con mucha frecuencia
la expresión más selecta de la hipocresía romana, los romanos se hicieron «dueños
de todas las tierras» en el curso de unas acciones emprendidas «para defender a
sus aliados»,sociis defendendis (De rep., III-23-25).5 El personaje que habla en el
diálogo, casi con toda seguridad Lelio (quien suele representar las opiniones del
propio Cicerón)/1pasa a expresar unas ideas —básicamente similares a la teoría de
la «esclavitud natural»-” según las cuales ciertos pueblos pueden beneficiarse, ers
realidad, del hecho de hallarse en un estado de total sometimiento político a otro
(cf. VILii, así como mi artículo ECAPS, 18 y su n. 52). Todo aquel que sea lo
bastante inocente para estar dispuesto a admitir la opinión del imperialismo roma
no que acabo de mencionar, lo mejor que puede hacer para aclarar sus ideas es
leer a Poiibio, que era íntimo amigo de algunos de los romanos más influyentes
de su época (aproximadamente el segundo y tercer cuartos del siglo n a.C.) y
comprendía muy bien la voluntad que tema Roma de conquistar el mundo cono
cido, aunque ers su mente estuviera más clara y resultara más definida de lo que
acaso fuera razonable pensar (doy los principales pasajes de Poiibio en una nota).-'
Para ser justos con Cicerón, no debemos dejar de señalar que, en sus cartas y
discursos, demuestra en varias ocasiones que era perfectamente consciente del
odio que había despertado Roma entre muchos pueblos sometidos a ella, debido
388 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
(ii) «El c o n f l ic t o d e l o s ó r d e n e s »
y plebeyos (este es uno de los dos principales temas, relacionados entre sí, por los
que el historiador de la Roma primitiva tiene que interesarse; el otro es, natural
mente, la expansión territorial del estado romano). Los historiadores distan mu
cho de haber logrado un acuerdo acerca del origen y la naturaleza de la distinción
entre los dos «órdenes», habiéndose adelantado varias teorías muy diferentes unas
de otras; mi punto de partida es una visión del origen de la distinción entre los
órdenes no muy alejada de la que desarrolló hábilmente Bickerman en 1969:' el
patriciado surgió de la ostentación de los cargos públicos, que se convirtió en la
práctica en privilegio hereditario de quienes, a finales del período monárquico que
antecedió a la república, habían podido ostentar la pertenencia al senado, órgano
que cada vez más fue convirtiéndose en la práctica en el poder gubernamental de
Roma, si bien, teóricamente, no era más que un cuerpo consultivo, cuyas decisio
nes (senatus consulta) no fueron nunca «leyes», como lo eran las de la asamblea
suprema, los comitia populi romani. Cuando se fundó la república, los patricios
lograron convertirse en un «orden» cerrado, un grupo dentro del estado que tenía
una posición constitucional especial (que implicaba el monopolio de los cargos),
posición que se había arrogado, sin que hubiera sido creada originalmente por
ninguna «ley». Ello condujo a la aparición de la plebs, los plebeyos, que en
principio estaba constituida por todos los que no eran patricios: la «primera
secesión plebeya» y la creación de los tribunos de la plebe (tradicionalmente
fechada en el año 494), así como la de una asamblea del colectivo plebeyo (el
concilium plebis), presidida por sus propios tribunos, marcan la aparición de los
plebeyos como cuerpo organizado. Durante el «conflicto de los órdenes», desde
494 a 287 según la cronología tradicional, los plebeyos fueron alcanzando poco a
poco el acceso a casi todos los cargos políticos y al senado, y en 287 la Lex
Hortensia puso a los plebiscita. esto es, los decretos de la asamblea de la plebe
{concilium plebis), en pie de igualdad con las leyes (leges) aprobadas por los
comitia populi romani, la asamblea del pueblo romano.
En todo lo que viene a continuación difícilmente podré evitar realizar algunas
simplificaciones exageradas. Es bien sabido que las fuentes son incompletas y
equívocas. La bibliografía moderna es enorme; pero como el asunto sólo tiene
que ver marginalmente con el tema principal del presente libro, no haré práctica
mente referencia alguna a ninguna obra m oderna excepto a P. A. Brunt,
SCRR ~ Social Conflicts in the Román Republic (1971), que tal vez sea la mejor
introducción sucinta a la historia de la república rom ana para principiantes (el
tercer capítulo de dicho libro, págs. 42-59, se dedica a «Plebeians versus Pairi-
cians, 509-287»),
Ya he definido muy brevemente el «conflicto de los órdenes», en lo que yo
creo que son ios términos técnicos correctos, antes de intentar señalar las realida
des que encubría. A quienes insisten en la definición técnica exacta de los térmi
nos «patricios» y «plebeyos» les resulta demasiado fácil decir simplemente que no
tienen nada que ver con la propiedad ni con la situación económica, o con ía ciase
en el sentido que yo le doy a esta palabra (tal como la definí en I I .ii). Técnicamen
te, es totalmente correcto: tratamos aquí no de «clases», sino de «órdenes»,
categorías de ciudadanos jurídicamente reconocidas. Pero, naturalmente, ios pa
tricios podían alcanzar en Roma el acceso ai poder político, y en últim o término
monopolizarlo, porque eran con mucho las familias más ricas, esto es. en una
ROMA SOBERANA 391
441 a.C.) deben de ser ficticios; incluso los principales rasgos de los sucesos que
pretenden recoger están sujetos muchas veces a graves sospechas. Pero existen
varios relatos que, a pesar de que contengan parte de ficción, probablemente nos
dan valiosas claves acerca de la naturaleza del «conflicto de los órdenes». Espe
cialmente uno de ellos resulta de lo más ilustrativo en lo que se refiere a! carácter
heterogéneo de la plebe: es el de Livio, VI.39 (esp. §§ 1-2, 8-12), que trata de las
«rogationes Licinio-Sextias», en donde se nos revela cuán diferentes eran las
actitudes de Licinio y de Sextio, los tribunos, que estaban principalmente intere
sados en obtener el acceso al consulado (que todavía les estaba vedado a los
plebeyos como tales), y la masa de sus seguidores, a quienes interesaban mucho
más las reformas de carácter económico, concernientes a la tierra y a las deudas.
De hecho, Licinio y Sextio, al igual que sus compañeros, satisficieron sus ambi
ciones políticas, pasando a form ar parte de la clase dirigente, cuyos puntos de
vista en seguida llegaron a compartir por completo. Sin embargo, luego se hizo
«más difícil para los pobres encontrar adalides» (Brunt, SCRR, 58), y su situación
tuvo que agudizarse antes de que dispusieran otra vez de tales adalides y estallara
una serie de conflictos políticos, a partir de 133 a.C.
Resulta saludable asimismo leer los relatos que aparecen en Livio y Dionisio
de los asesinatos o asesinatos judiciales de unas cuantas figuras políticas de relie
ve, tanto patricios como plebeyos, de quienes los patricios más destacados sospe
charan que simpatizaban demasiado con las quejas de los plebeyos: tales relatos
demuestran que la clase dirigente de Roma estaba dispuesta a m atar sin piedad a
cualquiera que diera la impresión de que iba a convertirse en un auténtico líder
popular y a realizar quizá el papel de un tirano griego de tipo progresista (cf. V.i.).
Un hombre de esas características podíá ser acusado convenientemente de aspirar
a convertirse en rey, rex> en el sentido exacto del tyrannos griego. A Cicerón le
encantaba mencionar tres ejemplos de ese tipo de hombres que a comienzos de la
república «desearon apoderarse del regnum»: Espurio Casio, Espurio Melio y
Marco Manlio Capitolino, cuyas fechas tradicionales son 485, 439 y 384, y cuyas
historias han sido muy bien examinadas de nuevo por A. W. L intott.5 Deberíamos
recordar que Cicerón, por ejemplo en Lelio, 40, con relación a esto, denunciaba
también a Tiberio Graco de intentar apoderarse del regnum y de haberlo logrado
«por unos cuantos meses»; y dice que el tribuno C. Memmio, que era popularis
(véase la sección v de este mismo capítulo), llegó a decir sarcásticamente en
111 a.C. que la devolución a la plebe de los derechos que le correspondían era
considerada, a juicio de sus oponentes, una regni paratio, u n a conspiración para
convertirse en rex (Sal., £ / ., 31.8). Puede que algunas partes de las narraciones
relativas a los tres personajes que acabo de mencionar sean ficticias, un simple
reflejo de lo que ocurría a finales de la república, pero yo aceptaría sus líneas
generales; y en todo caso, la actitud de Livio, Cicerón y compañía con respecto a
estos hombres resulta de lo más significativa. De hecho, merece la pena prestar
atención a la despiadada actitud de los oligarcas romanos con respecto a todo
aquel del que sospecharan que amenazaba sus privilegios, postura por la que
muestran una enorme simpatía Livio y otras fuentes, y que es defendida hoy día
por algunos historiadores modernos. Ponerse abiertamente de parte de los que no
tenían privilegios en contra de la oligarquía gobernante era algo muy peligroso.
ROMA SOBERANA 395
todo, la famosa nota que Cicerón atribuye a Gayo Graco 111.20), según
la cual, al conceder las quaesíiones a los ecuestres, había tirado «lanzas al foro»,
constituye —como ha dicho muy bien Badian— «obviamente una exageración
retórica (si es que es auténtica)» ^ 5 , 65)v De nuevo, a finales de 61 a.C., el
senado se negó en un principio a acceder a la petición de los publicani (el princi
pal sector de los caballeros) de que se redujera sustancialmente la cantidad que
tenían que pagar según el contrato que les garantizaba el derecho a recaudar el
diezmo de la rica provincia de A sia.3 Pero incluso en esa ocasión el desacuerdo
fue sólo temporal; por citar de nuevo a Badian. «el asunto del contrato de Asia
no provocó ninguna escisión entre el senado y los publicani» (P S , 112). En reali
dad; nunca se produjo ninguna hostilidad duradera ni arraigada entre el senado y
el equesíer ordo. Estoy totalmente de acuerdo con la opinión de Brunt, expresada
en su excelente artículo sobre los équites a finales de la república, publicado por
vez prim era en I965,4 qúe empieza con las siguientes palabras: «U n curioso rasgo
de la política de finales de la república es la discordia existente entre el senado y
los équites», pero en el mismo párrafo afirma:
Me da la impresión de que eran más las cosas que unían a estos dos órdenes que
las que los podían dividir. De hecho, la zona de conflicto, en mi opinión, era mucho
más limitada de lo que se suele suponer. Los équites [en sentido lato] no constituían
un grupo de presión unido que tuviera unos intereses económicos contrapuestos a los
de los senadores; sólo puede verse en ocasiones a los publícanos en esta perspectiva.
Además, las disputas que se pudieran producir ... se extinguieron precisamente en el
momento crucial, en tiempos de Pompeyo y César (ELR, 117-118 - CRR, ed.
R. Saeger, 83-84).
Esto es, por supuesto, lo que precisamente cabría esperar, si adoptamos una
perspectiva marxista y consideramos que la lucha de clases es el tipo verdadera
mente fundamental de antagonismo que existe en la sociedad; y como, según este
punto de vista, no se puede considerar a los senadores y a los ecuestres dos clases
distintas, tampoco se habría podido producir ninguna lucha de clases entre ellos.
De hecho, ambos grupos eran muy homogéneos: aunque si los consideramos en su
totalidad, los caballeros eran menos ricos que los senadores, resultaba que eran
esencialmente los romanos ricos que no aspiraban (o que todavía no habían
aspirado) a hacer carrera política, lo que implicaba el desempeño de las magistra
turas. Tres buenos ejemplos de miembros destacados del equester ordo que prefi
rieron claramente la carrera que tenían a su disposición los ecuestres, con la
práctica certeza de obtener los grandes beneficios que comportaba, a las ventajas
más arriesgadas de la carrera política como senadores, son T. Pom ponio Ático, el
amigo de toda la vida de Cicerón; C. Mecenas, el amigo de Augusto y patrono de
los literatos; y M. Anneo Mela, el hermano de Séneca y Galión y padre del poeta
Lucano.5 Frente a la vieja opinión que consideraba a los ecuestres principalmente
«hombres de negocios», se ha demostrado, sin dejar ningún lugar a dudas, por
obra de Brunt, Nicolet y otros que, al igual que ios senadores, eran fundamental
mente terratenientes, que podían sacar grandes beneficios de las finanzas y del
préstamo de dinero (no del «comercio»: difícilmente los vemos desempeñar el
papel de mercaderes), pero que normalmente invertían esos beneficios en tierras
(véase de nuevo la n. 4). La oposición supuestamente arraigada que existía e n tre
398 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
los senadores y ios caballeros es sólo un mito desarrollado por los historiadores en
los tiempos modernos, basándose en unos cuantos textos antiguos que les propor
cionan una base demasiado inconsistente. Comparadas con la oposición fundamen
tal de intereses que tenían terratenientes y financieros (quienes prácticamente
siempre eran además terratenientes) por una parte, y los campesinos y artesanos
(por no mencionar a los esclavos) por otra, las reyertas internas que existían
dentro de la clase dominante, ya fueran entre senadores y caballeros o entre
cualesquiera otros grupos, bien pudieran no ser más que desacuerdos superficiales
acerca del reparto de los despojos del mundo.
Senadores y ecuestres constituían, pues, los dos órdenes, ordines. Cuando se
le utiliza en un sentido estricto y totalmente político, el término ordo,0 a finales de
la república, designa por lo común solamente al ordo senatorias y al ordo eques
ter. Oímos hablar de uterque ordo, los dos órdenes; cuando Cicerón habla de la
concordia oréinuffly esto es la armonía de los órdenes, como si fuera su ideal
político, quiere decir simplemente senadores y ecuestres. Según nuestra terminolo
gía, la plebs era un «orden» a comienzos de la república, en cuanto se oponía a
los patricios, pero no parece que el supuesto ordo plebeius fuera una expresión
que se utilizara nunca durante la república tardía (no obstante, la palabra ordo se
utiliza a veces de manera más vaga y se aplica, por ejemplo, no sólo a los scribae
y praecones, sino incluso a los libertos, labradores, ganaderos o mercaderes).
Roma no fue nunca, por supuesto, una democracia ni nada que se le parecie
ra. Existían, desde luego, ciertos elementos democráticos en la constitución rom a
na, pero los oligárquicos eran en la práctica mucho más fuertes, de modo que el
carácter general de la constitución era marcadamente oligárquico. Las clases po
bres de Roma cometieron errores fatales: no lograron seguir el ejemplo de los
ciudadanos pobres de tantos estados griegos y exigir una extensión y una mejora
de los derechos políticos que posibilitaran la creación de una sociedad más demo
crática, en la época en la que el estado romano era todavía lo bastante pequeño
como para permitir que la existencia de una democracia de tipo polis (si se me
permite llamarla así) siguiera siendo una posibilidad factible. Ante todo, no logra
ron conseguir (probablemente ni siquiera lo exigieron) que se hiciera ningún cam
bio fundamental en la naturaleza tan insatisfactoria de las asambleas soberanas,
los comida centuriata y los comitia tributa (concilium plebis), así como en sus
procedimientos/ No se permitía en ellas ningún debate (véase la anterior sección
de este mismo capítulo); se hallaban sometidas a toda clase de manipulaciones por
parte de los personajes de viso, y utilizaban un sistema de votación por grupos
que, en el caso de los comicios centuriados (la asamblea más im portante), inclina
ba la balanza claramente a favor de los ricos, aunque, en apariencia, no resultara
tan evidente tras la reforma que se realizó en la segunda mitad del siglo m a.C .y
En vez de trabajar por conseguir unas reformas constitucionales radicales, las
clases bajas romanas solieron buscar y poner toda su confianza en líderes que
creían que estaban, por así decir, «de su parte» —hombres que a finales de la
república se llamaban populares {démotikoi, o.n griego)— y que intentarían poner
los en situaciones de poder. Una explicación de este fallo, creo yo, habría sido
que en Roma existía, adoptando toda una serie de formas insidiosas, la institución
del patronazgo y la clientela, de la que se vio libre, al parecer, la mayoría de las
ciudades griegas (especialmente Atenas), pero que en la vida social y política de
ROMA SOBERANA 399
El h isto riad o r griego P o íib io , que escribió a finales del siglo n a.C., había cor¡
grau adm iración de la actitud que tenían los rom anos ante los asu n to s religiosos
(V I.lvi.7-12). P ero cuando p asa a ocuparse de los detalles, dice que lo que m antiene
la cohesión de la república ro m a n a es, ante to d o , la deisidaimonia , p a la b ra griega
que se utiliza norm alm ente (así P lu ta rco , Mor., 377f-378a; cf. 164e-171f) como
402 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
Un arma religiosa que podía tenerse de reserva para ser utilizada en caso de
extrema emergencia era la manipulación de los ‘auspicios- (auspicia), que podían
emplearse para invalidar la elección de cualquier magistrado que no fuera del
agrado de la oligarquía.16 o para poner fin a asambleas populares que fueran a
aprobar leyes que resultaran objetables a la oligarquía (especialmente, por supues
to, las reformas agrarias), o para anular con efecto retroactivo esas mismas leyes.17
Probablemente eran esos poderes en los que pensaba C. Memmio cuando, duran
te su tribunado de 111, decía que todas las cosas «divinas y hum anas» se hallaban
en Roma bajo el control de unos pocos (SaL, BJ, 31.20; divina el humana omnia
penes paucos erant). Fijémonos en el valor que concede a los auspicios el miem
bro más claro de la clase gobernante romana que podamos imaginar, es decir,
Cicerón. Para él, en un discurso tras otro, las leges Aelia el Fu fia, que permitían
el uso y abuso de los auspicios en interés de la clase gobernante, eran «leyes de la
mayor santidad»; eran «de lo más beneficioso para el estado», «baluartes y
murallas de la tranquilidad y seguridad»; eran los «más firmes bastiones del
estado contra la locura de los tribunos», a quienes habían «detenido y frenado en
muchas ocasiones»; y respecto a su revocación en 58, por obra de una ley presen
tada por Clodio, el enemigo de Cicerón, decía: «¿no hay nadie que se dé cuenta
de que mediante este decreto se subvierte todo el estado?».’8 En una de sus
llamadas obras «filosóficas», que contiene la legislación de su ciudad ideal, Cice
rón insiste en que sus magistrados detenten los auspicios, para que pueda haber
métodos plausibles de evitar la realización de asambleas del pueblo que no sean
beneficiosas; y añade: «pues los dioses inmortales han frenado muchas veces la
impetuosidad del pueblo mediante los auspicios» (De leg., IIL27). Mediante los
auspicios debía de ser como mejor creían los oligarcas que tenían en sus bolsillos
a los dioses inmortales.
Pretendo en este momento dar una breve relación del modo en el que casi
todo el mundo griego se incorporó al imperio romano. Al final de este capítulo
volveré a tratar de la propia Roma y haré un pequeño esbozo de la evolución que
se produjo en la sociedad romana a partir.de la república tardía.
Al cabo casi de un siglo y medio de la terminación del «conflicto de los
órdenes», Roma se hizo con gran parte del mundo mediterráneo. Del área griega,
ROMA SOBERANA 403
resto dé las regiones occidentales y meridionales de la costa de Asía Menor (en las
que se hallaban concentradas las ciudades griegas de Asia), así como Cirenaica,
Creta, Siria y Chipre, y finalmente (en 30 a.C.) Egipto, que se había convertido
en un reino helenístico desde su conquista a manos de Alejandro Magno en 332.
Aunque, cuando Roma se apoderó de Asia Menor y de ias demás regiones que
acabamos de mencionar, no se produjeron en ningún caso grandes guerras de
conquista después de 129 a.C ., las guerras que Roma llevó a cabo contra Mitrída-
tes VI (entre 88 y 65) y sus propias guerras civiles (especialmente entre 49 y 31)
provocaron una serie de exacciones en virtud de las cuales las ciudades se vieron
obligadas a pagar enormes sumas, incluso al margen de ios impuestos regulares, y
a suministrar tropas navales y de tierra. Como ha dicho Broughton, «la república
rom ana explotó en épocas de paz y saqueó en tiempos de guerra los recursos
humanos y materiales de las provincias orientales hasta que se agotaron todas las
reservas de las que disponían».4 Recientemente se ha vuelto a hacer hincapié en
que un factor de la expansión de Roma lo constituyó la pura y simple rapacidad,
tal como han dicho AV. V. Harris y M . H. Crawford, reaccionando ambos ante la
tendencia que hay modernamente a minimizar este aspecto del imperialismo ro
m ano.5
No diré nada aquí de las demás conquistas que hizo Roma durante el princi
pado y el imperio tardío; pero, naturalmente, las ciudades fundadas por Alejan
dro y sus sucesores, que, al menos en ciertos aspectos, eran «griegas», y que
estaban situadas al este de Siria y en la cuenca superior del Eufrates (que consti
tuía la frontera oriental del imperio romano en tiempos de Augusto), limitando al
este con el Tigris, pasaron a form ar parte del imperio rom ano y volvieron a salir
de él de nuevo, siempre que la comarca en la que estaban situadas pasaba a ser
gobernada por Roma, form ando en ocasiones parte de las provincias romanas
llamadas Mesopotamia, Armenia, Osroene y A siría/’
Como normalmente se ha centrado la atención en la explotación a la que
sometieron los atenienses durante el siglo v a.C. a los estados súbditos de su
«imperio», nos convendrá recordar que la explotación a la que redujo a ios suyos
el imperio romano alcanzó unas cotas de magnitud totalm ente distintas (respecto
a estas últimas, no tengo más que hacer referencia a los hechos que nos presentan
sucintamente Jones, RE, 114 y ss., y Badian, R IL R 2, especialmente el capítulo vi).
Tanto si el tributo original que tenía que pagar la llamada Liga de Délos (que se
convirtió en el «imperio» ateniense) era de 460 talentos, que es la cifra que da
Tucídides (1.96.2), como si no, lo cierto es que esta suma, al parecer, fue bajando
hasta menos de 400 talentos anuales en el período inmediatamente anterior a la
guerra del Peloponeso de 431-404 (véanse las notas a M /L , 39, y sus págs. 87-88),
aunque, por supuesto, se vio aumentada enormemente en 425, casi hasta alcanzar,
seguramente, la cifra teórica de más de 1.400 talentos (véase M /L , 69). Se veían
implicadas decenas de ciudades-estados del área del Egeo. Pues bien, resulta que
sabemos por una carta de Cicerón (Ad A tt>. V.xxi.7), escrita durante su procon
sulado en la provincia de Cilicia y Chipre entre 51-50 a.C ., que sus predecesores
en el cargo habían acostumbrado a sacar no menos de 200 talentos anuales (equi
valentes a 4.800.000 sestercios) sólo de las municipalidades de C hipre (que en esa
época no era una zona particularmente rica5 y que constituía sólo una parte
mínima de la provincia conjunta) y tan sólo en concepto de sobornos personales,
ROMA SOBERANA 405
El estado actual de los asuntos en Asia nos incita a que realicemos la siguiente
investigación: ¿cuál es el verdadero valor que tiene para la nación y e] pueblo
británicos el dominio que ostentan sobre la India? Directamente se ve en forma de
tributo, o en el excedente de lo que se recibe de la India descontando lo que se gasta
en ella, cosa que en nada afecta al tesoro británico. Por el contrario, los gastos
anuales son muy grandes ... Desde hace años, eí gobierno británico se ha estado
gastando muchísimo dinero en transportar, repatriar y mantener en la India, además
de las tropas nativas y europeas de la Compañía de las Indias Orientales, un ejército
permanente de 30.000 hombres. Según estas premisas, es evidente que las ventajas
que obtiene la Gran Bretaña de su imperio indio han de limitarse a las ganancias y
beneficios que recogen a título individual determinados súbditos británicos. Hay que
confesar que estas ganancias y beneficios son muy grandes.
Resulta así evidente que los particulares sacan enormes ganancias de las relacio
nes inglesas con la India, y, naturalmente, sus ganancias pasan a engrosar ía suma de
ia riqueza nacional. Pero todo ello hay que compensarlo en gran medida. Los gastos
ROMA SOBERANA 407
militares y navales realizados a expensas del pueblo de Inglaterra en la India han ido
aumentando constantemente a medida que lo hacía la dominación de la India. Hay
que añadir los gastos de las guerras birmana, afgana, china y persa. De hecho, la
totalidad de los costes de ia última guerra con Rusia podría muy bien cargarse a la
cuenta de la India, pues el temor y el miedo de Rusia, que condujo a que se
declarara la guerra, se debían enteramente a su envidia y deseos sobre la India.
Añádase a esto la carrera de conquistas sin fin y de agresiones constantes en la que
se ven metidos los ingleses debido a la posesión de ia India, y podremos dudar con
toda razón de si, en conjunto, esta dominación no amenaza con costar prácticamente
tanto como se supone que puede producir.
Durante todo lo que queda del libro, lo mismo que ahora, suelo hablar del
«imperio» romano utilizando esta expresión (como hace casi toda la gente) en un
sentido fundamentalmente geográfico, para designar al mundo rom ano y —tras la
conquista de Roma— grecorromano, esto es: todo el área de dominación romana,
incluyendo Italia y la propia Rom a (las raras veces que hago referencia al «Impe
rio» romano, con I mayúscula, me refiero al período durante el cual el mundo
grecorromano se vio gobernado por uno o varios emperadores, es decir, al princi
pado y al imperio tardío). Soy consciente, por supuesto, de que «imperio» y,
sobre todo, «imperialismo» se suelen utilizar con un sentido totalm ente distinto,
para designar las situaciones en las que una entidad política (ya sea estrictamente
territorial o no) ejerce un dominio sobre otras. Sin embargo, salvo para el período
que discutimos en esta sééción, durante el cual la república rom ana conquistó el
mundo griego, he prestado poca atención al «imperialismo» rom ano, en su senti
do estricto de gobierno de los que eran técnicamente «romanos» (cives romani)
sobre los que no io eran (peregrini, incluidos los griegos). Si lo hubiera hecho, el
cuadro se habría complicado innecesariamente. Durante el principado se fue di
fundiendo poco a poco en cierta medida la ciudadanía romana, si bien de manera
desigual, por gran parte del mundo grecorromano, hasta que a comienzos del
siglo iii se extendió prácticamente a la totalidad de la población libre (véase VIII.1);
pero no estamos muy bien inform ados acerca de la mayoría de los detalles, y
resultaría desesperadamente arduo determinar cómo se vio afectada la lucha de
clases (que constituye el tema principal de este libro), ya sea en los casos particu
lares como en términos generales, por la distinción entre civis y peregrinus, espe
cialmente desde el momento en que algunos griegos de viso que eran ciudadanos
romanos ascendieron a posiciones importantes en la administración imperial o
incluso al senado (véase III.ii y sus notas...11-13), mientras que muchos otros, aun
siendo miembros de la clase de los propietarios, ni siquiera poseyeron la ciudada
nía. Los que estén interesados en el «imperialismo» romano en el sentido que
acabo de definir, encontrarán poco o nada que tenga que ver con ese asunto en el
410 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
dible, la «historia sóeiár de valia>> del mundo antiguo durante la mayor parte de
su existencia tendrá que quedar indefinidamente pospuesta. La prosopografía,
esto es, el estudio de los personajes, se ha convertido, a manos de sus cultivadores
(tanto los que acabo de mencionar como muchos otros), en el estudio de los
personajes prominentes, el de sus familias y carreras, y en eí de sus supuestas
relaciones políticas; ha alcanzado un altísimo nivel de especialidad y ha constitui
do una aportación fundamental al estudio de la historia antigua. En la historia de
Roma puede remontarse hasta F. Münzer, Rómische Adelsparteien und Adelsfa-
milien (1920). Las investigaciones paralelas sobre la moderna historia de Inglaterra
llevadas a cabo por sir Lewis Namier (especialmente en The Structure o f Politics
ai the Accession o f George III, cuya primera edición apareció en 1929) no parecen
haber ejercido ninguna influencia directa en los primeros desarrollos de la proso
pografía rom ana.13
Tal vez pueda servir de ilustración del enfoque que estoy criticando el trata
miento que se da a Tiberio Graco, tribuno del año 133 a.C. Tiberio aparece dos
veces (12, 60) en las páginas de The Román Revolution de Syme. «Un pequeño
partido», se nos dice, «ansioso de reformas — o acaso, más bien, por su hostilidad
a Escipión Emiliano— incitó al tribuno Ti. Sempronio Graco». Y luego: «estos
hombres tan prudentes se negaron pronto a seguir apoyando al temerario e indi
vidualista tribuno, cuando se metió por derroteros ilegales». Sin embargo, Momi-
gliano, al hacer la reseña de The Rom án Revolution en el Journal o f Román
Studies (1940), objetó, con toda razón, que «muy pocas son las revoluciones que
se explican por sus jefes. El estudio de los dirigentes es necesario, pero por sí solo
no basta»; y Brunt protestaba de que «constituye un error fundam ental de com
prensión de la crisis de 133 explicarla principalmente en términos de riñas de
facciones»; a Graco le interesaban los problemas sociales: el empobrecimiento de
los ciudadanos, el aumento de las fincas de esclavos, de la decadencia del campe
sinado que había constituido siempre la columna vertebral de la economía romana
{SCRR, 11). Las intenciones de los Grados y de otros grandes populares de la
república tardía resultan relativamente poco importantes, y difícilmente pueden
reconstruirse con seguridad. Lo que hace realmente significativas en la historia a
estas figuras varoniles es el hecho de que suministraron el liderazgo esencial a las
clases bajas, sin el cual sus luchas difícilmente habrían podido salir a la superficie
del campo político. Como dice Brunt, «sus intereses personales, por difícil que
pueda ser determinarlos, resultan menos significativos que los auténticos motivos
de queja y los verdaderos descontentos por los que pudieran actuar» (SCRR, 95).2
Sólo una vez durante las postrimerías de la república, que yo sepa, oímos decir
que los que son débiles y pobres deben guardarse de confiar en las promesas de
los hombres ricos y prósperos, y que sólo uno que también sea pobre puede ser un
defensor de sus intereses digno de confianza. Según Cicerón, esto es lo que dijo
Catilina («ese funesto gladiador», com o éMo llama) en un discurso pronunciado
el año 63 en una. reunión celebrada en su propia casa, y lo que después declaró
abiertamente en una sesión del senado (Cic., Pro Mur.. 50-51). E n u n a emocio
nante carta a Cátulo, conservada por Sahistio. afirmaba Catilina que había sido
su costumbre defender los intereses de los pobres en la vida pública (publicam
miserorum causam pro mee consuetudine suscepi: Caí., 35.3). Si ello es cierto, se
nos hace más fácil comprender el odio feroz con el que en últim o término contem-
412 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
piaba Cicerón a Catilina, y ei vilipendio a que se vio luego sometido este persona
je por obra de aquél y sus secuaces.
Los populares de finales de la república, que con tanta frecuencia aparecen en
las fuentes literarias, no constituían ninguna facción organizada, ni ningún parti
do, ni siquiera formaban un grupo compacto de hombres que tuvieran básicamen
te los mismos planteamientos ante los problemas políticos de importancia, como
ocurría con la totalidad de sus oponentes, los optimates^ por lo menos en época
de crisis.3 Se trataba simplemente de políticos destacados e individuales que tenían
lo que nosotros llamaríamos unos «partidarios populares», en el sentido de un
apoyo de las clases pobres (ya fueran urbanas, rústicas o de los dos tipos), y que
adoptaban políticas que no gustaban a la oligarquía, normalmente porque en uno
u otro sentido resultaban poco favorables para las clases adineradas. Algunos de
estos políticos se hallaban claramente motivados por un verdadero interés por la
amenaza que suponían los desarrollos sociales que se producían en Italia; otros tal
vez tomaran el rumbo que tom aron porque acaso pensaran que ése era el camino
más rápido para progresar en su propia carrera. Hay unos cuantos rasgos de la
política de los populares que suelen aparecer una y otra vez: medidas agrarias de
un tipo u otro, incluyendo ante todo el reparto de tierras entre los pobres y entre
los veteranos del ejército, ya fuera en parcelas individuales o en form a de colonias;
el suministro de grano a los ciudadanos pobres que vivían en Roma, gratis o a
bajo precio (frum entationes);Ia condonación de las deudas; y la defensa de los
elementos democráticos de la constitución, tal y como estaban prescritos, especial
mente los privilegios de los tribunos y e] derecho de apelación {provocarlo). Todos
estos puntos constituían anatema para los oligarcas.
Así pues, los populares, a falta de algo mejor y, sin duda, a veces contra su
voluntad, hacían de líderes de lo que en realidad era una lucha de clases política:
un movimiento ciego, espasmódico. no uniforme, con frecuencia mal dirigido y
siempre fácilmente confundido, pero profundamente arraigado, que surgía de
unos hombres cuyos intereses eran fundamentalmente opuestos a los de la oligar
quía gobernante, v a quienes no preocupaban (como ocurría a veces con los
ecuestres, a los que mencionaré más adelante) el simple exclusivismo, la corrup
ción y la ineficacia del gobierno senatorial, sino su rapacidad y su descarada
indiferencia por sus intereses.4 Me permito decir que la repentina conversión de
unos hombres tal vez no muy notables como Saturnino, Sulpicio Rufo, Catilina y
C íodio5 (por no hablar de ios Gracos) en figuras de relativa im portancia histórica
resulta más fácil de comprender si reconocemos la existencia entre las clases
pobres del estado romano, especialmente acaso entre ía vilipendiada «chusma
urbana» de la propia Roma, de una constante corriente de hostilidad al desgobier
no y la explotación senatoriales, hostilidad que se vería reprim ida durante perío
dos bastante largos gracias a una mezcla de severidad y patronazgo condescendien
te, y que queda minimizada y vilipendiada en la tradición oligárquica, a pesar de
que siguió constituyendo una poderosa* fuerza dentro de la política romana, con la
que podía hacerse cualquier líder que incorporara a su program a uno o varios de
los puntos simplísimos de la política a llevar a. cabo que he señalado al final de!
párrafo anterior, y que podían considerarse el cuño de identificación de un autén
tico popularis. Pero, excepto en la medida en que intentaran promover el poder
de la asamblea popular a expensas del senado y de los m agistrados6 (como por
ROMA SOBERANA 413
ejemplo hicieron Tiberio Graco, Saturnino y acaso Glaucia, e incluso Julio César
durante su consulado en 59 a.C .), sería erróneo llamar «dem ócratas» a estos
populares. Como su nombre indicaba, eran en esencia los que estaban, o se
presentaban como si estuvieran, o se creía que estaban, en algunos aspectos, «del
lado del pueblo llano», frente a la oligarquía gobernante. Cicerón los define como
los que querían agradar a la m ultiiudo en cuanto decían y hacían; los compara
con los optimates, que se com portaban de manera que se ganaban la aprobación
de «los mejores», optimus quisque, y actuaban en interés de ellos (Pro Sest.,
96-97). El equivalente griego de populares era démotikoi, palabra que (a diferen
cia de dérnokraiikoi) no tenía necesariamente ninguna connotación democrática:
se podía decir incluso de un «tirano» del que se creyera que favorecía a la masa
de cualquier modo, y, de hecho, Apiano define a Julio César, personaje tremen
damente autocrático, como dém otikdtatos (superlativo de este adjetivo, BC, 1.4),
lo mismo que Aristóteles decía que el tirano ateniense Pisístrato era considerado
dém otikdtatos (Ath. p ó k , 13.4; 14.1). Lo que resulta importante para nosotros
son las actividades de los populares, no su linaje, ni sus motivaciones o intereses,
ni sus caracteres morales. Como ya he indicado, sus motivaciones, que con tanta
frecuencia han sido minuciosamente examinadas, tienen una im portancia absolu
tamente secundaria. Las preguntas a las que tenemos que responder son: ¿qué
papel histórico desempeñaron estos hombres? y ¿qué fuerzas sociales les prestaban
su apoyo? De hecho, la mayoría de elios, como cabría esperar, procedían de las
familias más destacadas. Catilina era patricio, lo mismo que Cío dio, hasta que se
hizo plebeyo realizando la transiiio adplebem en 59 a.C., para cumplir el requisi
to que se le exigía para ser tribuno. Todo esto resulta comprensible. Las clases
deprimidas han solido verse obligadas a bus car sus líderes entre las filas de sus
gobernantes, hasta que consiguieron la experiencia y capacidad política suficientes
para erguirse por sí solas, apoyándose en sus propios pies, condición que las
masas romanas no alcanzaron nunca.
Poseemos numerosísimos documentos que demuestran que gran número de
gente del pueblo, tanto en Roma como en la Italia romana, consideraban sus
líderes a Jos populares, ios apoyaban y respetaban muchas veces su memoria
cuando eran asesinados, como les ocurrió a muchos de ellos: en particular a
Tiberio Graco, Gayo Graco, Saturnino v Giáueia, Sulpicio Rufo, M ario Gratidia-
no> Catilina, Clodio y César.7 Hoy día se ignoran prácticamente muchos testimo
nios acerca de la relación existente entre ios órdenes inferiores y algunos de los
populares más destacados: por ejemplo, algunas afirmaciones que hace Plutarco
acerca de los Gracos. Cuando Tiberio Graco propuso su ley agraria de 133, el
pueblo romano se dedicó a pintar con cal los pórticos, muros y monumentos
inscribiendo sus slogans y reclamando que Tiberio les devolviera sus posesiones
(Plut., 77. G r.s 8.10). Gayo Graco, durante su segundo tribunado en 122 a.C .,
dejó su casa en la elegante colina del Palatino y se mudó a vivir cerca del Foro,
con la intención totalmente consciente de hacerse notar entre la gente humilde y
los pobres, que vivían en su m ayoría en esa zona (C. Gr., Í2.1). Ofendió además
a sus colegas de magistratura echando abajo ciertos tablados particulares que se
habían erigido alrededor del Foro con antelación, para poder alquilar luego los
asientos a los espectadores que acudieran a contemplar al día siguiente unos
juegos de gladiadores; Gayo pretendía que los pobres deberían poder ver el espec-
bsbü
414 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
táciilo gratis (C„ Gr., 12.5-1). A la muerte de Gayo (en 122). el pueblo romano
hizo demostración de su respeto por los dos hermanos, erigiendo sendas estatuas
suyas, considerando sagrados los lugares en los que habían sido asesinados y
llevando allí las primicias de todos los frutos; muchos llegaron a celebrar sacrifi
cios y a rendir culto en ellos, como cuando visitaban los altares dé los dioses (C.
G r.t 18.2-3; cf. Ti. Gr., 21.8). Cicerón, en uno de sus discursos contra Verres, en
70 a.C ., invita a los jueces a que tengan en consideración cómo habría podido
excitar los sentimientos de la m ultitud ignorante produciendo «un hijo de Graco
o Saturnino, o cualquiera de esos hombres» (II^rVerK, i.!51).g Siete años más
tarde, se produjo una grita de protesta popular cuando Cicerón, en uno de sus
discursos, se vanaglorió de la m uerte de Saturnino (Pro Rabir. perd. reo, 18). Se
rendían ciertas formas de culto a Mario Gratidiano (pretor en c. 85 a.C.), con una
estatua suya erigida en cada distrito (vicus) de Roma, a las que se encendían velas,
se quemaba incienso y se ofrecía vino.9 La tum ba de Catilina fue cubierta de
flores cuando en 59 a.C. se condenó a C. Antonio (Cic., Pro Flacc., 95), colega
de consulado de Cicerón en el año 63, que había sido el jefe nom inal del ejército
que finalmente aplastó a Catilina y sus seguidores. César gozaba de mucha consi
deración entre las clases bajas de Roma, que también a su m uerte le reverenciaron
y —¡qué error!— transfirieron su lealtad al que había nom brado heredero e hijo
adoptivo, Octavian o, el futuro emperador Augusto.*0
Clodio y Milón, a su vez, suelen ser presentados por los historiadores moder
nos como dos gangsters rivales que empleaban bandas de gladiadores y criminales
para intimidar a sus adversarios políticos. Puede que Clodio no fuera un hombre
de carácter menos sinvergüenza que la tónica general de los políticos de su época,
pero cuando lo asesinaron los bandidos de Milón a comienzos del año 52, el
pueblo romano mostró su indignación y duelo con violentas manifestaciones, en
el transcurso de las cuales llegaron a incendiar el palacio del senado.11 No dieron
ninguna muestra de desaprobación cuando, a continuación, se obligó a Milón a
exiliarse, ni tampoco la dieron de entusiasmo, que vo sepa, a favor de ningún
líder de los optimates.i2 No creo que las clases bajas romanas merezcan los vitu
perios que reciben de los escritores latinos (y griegos), especialmente de Cicerón,
de quien deriva gran parte de la tradición histórica de la que disponemos referente
a la vida política de finales de la república. Si bien puede decirse que, hasta cierto
punto, estaban desmoralizadas y eran depravadas, ello se debía en gran medida a
que la oligarquía les había imposibilitado ser otra cosa, y a que acaso prefiriera
que fueran así, al igual que nuestros antepasados preferían que las clases trabaja
doras inglesas siguieran siendo ignorantes, maleducadas y sin voz en el gobierno
hasta bien adentrado el siglo xíx. ¿Qué oportunidades tenía un hombre humilde
romano de adquirir algún sentido de responsabilidad política? Lo peor es que
prácticamente nunca podemos pensar que vemos las cosas tal como realmente
eran: nuestras fuentes nos los presentan habitualmente con una simple caricatura.
Ésta procede (sobre todo) de Cicerón, a través de Plutarco, A m vot y N orth, para
llegar directamente a Shakespeare, a través de cuyos ojos vemos al populacho
romano como una jauría de sans-culotíes sedientos de sangre, vociferando y
aplaudiendo con sus inconstantes manos, mientras alguno tira por los aires su
sudada gorra, y exhalando un aliento tan nauseabundo que nos estremecemos
sólo de pensar en ellos. Su veleidad se ve también ejemplificada en unos 130
ROMA SOBERANA 415
famosos versos del Julio César de Shakespeare, en los que Antonio los hace pasar
de una insensata aquiescencia ante el asesinato de César a unos desaforados gritos
de «¡Incenciad! ¡Fuego! ¡Matad! ¡Degollad!». Tengo la sospecha de que la acep
tación, muchas veces quizá inconsciente, de esta actitud tristemente despectiva
para con los órdenes inferiores de Roma radica precisamente en la propia perver
sión de la historia de Roma que ha predominado en la mayor parte de los
modernos tratados sobre este asunto. Recientemente, ha empezado a surgir una
visión distinta, notablemente en los libros y artículos de Bruñí y Yavetz, y última
mente de Helmuth Schneider (véanse las obras citadas en la n. 2). A este respecto
han ejercido cierto influjo los historiadores marxistas de otros períodos, en parti
cular Hobsbawm y Rudé.,? Pero el cuadro habitual sigue siendo todavía práctica
mente el que ofrecen Cicerón y sus secuaces, para quienes las clases bajas de
Roma son sordes urbis et faex, la basura y heces (Cic., A d A t t .y I.xvi.l 1), misera
et ieiuna plebecula, una chusma miserable v muerta de hambre {ibidem), sentina
urbis, sentina o alcantarillade la ciudad (A d -Att., Lxix.4); son to aporon kai
rhyparon, los indigentes y l a r o p a sucia (Dión. Hal., A nt, R o m ., VIIL71.3).!4
Cuando muestran tendencias radicales, Cicerón los tilda habitualmente de impro-
bi, malvados, comparándolos con los boni, la gente honrada, es decir, los oligar
cas y los de su facción. De nuevo aquí nos viene a la memoria que el mundo
griego y el romano (como voy a explicar al comienzo de Vll.iv) estaban verdade
ramente obsesionados con la riqueza y el status, dependiendo este último en gran
medida de la primera. Salustio, que con frecuencia diluye sus tintas en un mora-
iismo facilón, se daba a veces cuenta de la realidad, como cuando escribe: «Todo
aquel que fuera muy rico y particularmente capaz de hacer daño, era considerado
bonus', porque defendía el estado presente de cosas» («quisque iocupletissimus et
iniuria validior, quia praesentia defendebat, pro bono ducebatur»): H ist., fr. 1.12,
ed. B. Maurenbrecher, 1893, pasaje que no aparece ni en la edición Loeb de
Salustio ni en el texto de Teubner de A. Kurfess (3.a ed., 1957 y reimpr.).
La complicada maquinaria política de Roma hacía que a las clases más pobres
les fuera prácticamente imposible en todo momento alcanzar el frente, relativa
mente unido, que podía constituir con suma facilidad la oligarquía a través del
senado, dominado siempre (como ya he dicho) por un puñado de viejos consula
res. La población ciudadana se hallaba mucho menos concentrada que en cualquier
polis griega, y cuando se le concedieron derechos de ciudadanía a gran parte de
Italia tras la «guerra social» de 91-87, las asambleas (los comitia y el concilium
plebis) se hicieron todavía menos representativas.15 No surgió nunca nada que
pudiera parecerse a una forma de gobierno auténticamente representativa (véase la
sección vi de este mismo capítulo, ad i n i t y su n. 2). Todas las decisiones
políticas de importancia se tom aban en Roma, normalmente, en la práctica, por el
senado, que siguió siendo enormemente poderoso, aunque a veces las asambleas,
que seguían siendo reuniones masivas del pueblo romano (o del colectivo de la
plebs) pudieran aprobar medidas contrarias a los deseos de la facción que domi
naba en el senado.
Además de que el área habitada por ciudadanos romanos a finales de la
república era mucho más grande — lo que hacía prácticamente imposible la asis
tencia a las asambleas de la inmensa mayoría de los ciudadanos, salvo en raras
ocasiones—, había otro factor que contribuía también a que la fisonomía de la
416 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
P ero no utilizaron las riquezas que habían conseguido p ara ningún objetivo
económ icam ente productivo; se las gastaron en lujos o en la ad quisición de tierras.
Su dem anda de objetos lujosos anim ó la apertura de un tráfico exclusivam ente de
productos de im portación con destino a Italia, que p ro p o rcio n ab an em pleo a los
artesanos provinciales y beneficios a los m ercaderes tan to provinciales com o italia
nos. Su adquisición de tierras co n d u jo al em pobrecim iento de gran p a rte del cam pe
sinado de Italia. Las piases bajas italianas perdieron más que g an a ro n con el im pe
rio. G ran parte de ellas perdió sus tierras y sólo se vieron co m p en sad as por los
sum inistros de grano a bajo precio que recibían cuando em ig rab an a R om a, o
m ediante una ñaca paga si ingresaban en el ejército (RE, 124).
14. •• ST E. CRO sX
418 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
Al negarse a satisfacer las necesidades inciuso de ios «m iseri» a los que estaba
obligada a arm ar, ia clase re p u b lican a dirigente m ostró no sólo u n a fa lta d e com pa
sión social que resulta de lo m ás curiosa en su política, globalm ente considerada,
sino tam b ién una falta de p ru d en cia que resultó fatal para su p o d er y sus privilegios
... [pues] el abatim iento de la pob lació n entre la que se reclutaba el ejército perm itía
que los líderes, cuyo principal interés estribaba en su p ro p io enriquecim iento y en su
engrandecim iento personal, am en a zaran y en definitiva subvirtieran la república
(B ru n t, A L R R , 84),
Fue Augusto quien dio el paso decisivo hacia la creación de un ej ército perma
nente, sobre todo mediante la implantación en 6 d.C. de un fondo especial para
la financiación de las concesiones hechas a los veteranos retirados, el aerarium
militare, alimentado por dos nuevos impuestos, el más im portante de los cuales
sentó muy mal a los senadores (véase más adelante). El ejército se fue haciendo a
partir de entonces cada vez menos italiano. Como muy bien ha dicho Brunt (IM,
130), la carga de las levas en Italia, que Augusto había empezado a reducir,
del principado de Augusto, fueron posibles tan sólo debido a las graves rupturas
que empezaron a producirse en el seno de la clase dirigente, la mayoría de las
cuales, si bien en absoluto no la totalidad de ellas, se debió más a la ambición
personal que a los intentos de reform a. Lo inverosímil que es poder derrocar una
oligarquía gobernante, mientras mantenga la unidad dentro de sus filas, constitu
ye una de las observaciones preceptivas que hoy día se consideran casi una pero
grullada, tras los escritos de Lenin y Mao Tse-tung. Pero esta misma observación
la hicieron ya en pleno siglo ív a.C. Platón y Aristóteles. Recapitulando lo que he
dicho ya en otra ocasión respecto a la Esparta clásica (O P W , 91), los griegos se
dieron perfecta cuenta del simple hecho (tal como lo expone el Sócrates de Platón)
de que empiezan a surgir cambios en un estado a partir de las disensiones que se
producen en el seno de la clase gobernante, y de que será muy difícil subvertir una
constitución mientras dicha clase esté unida, por muy pequeña que sea (Platón,
Rep., VIII.545d). Siempre y cuando los dirigentes no estén en descuerdo entre sí,
los demás tampoco se pelearán (V.465b). Aristóteles sigue más o menos los mis
mos derroteros: una oligarquía que conserve la armonía en su seno difícilmente
podrá ser derrocada desde el interior (Pol., V.6, 1.306a9-10). Ocasionalmente se
produjeron muy pronto claras señales de desacuerdo en el seno de la clase gober
nante de R om a26 (cf. la sección ii de este mismo capítulo), pero sólo con el
tribunado de Tiberio Sempronio Graco, en el año 133 a.C ., empezó a agrandarse
seriamente la brecha (véase Cicerón, De rep., 1.31; etc. Cf. Sal., BJ, 42.1; Histo.,
I, fr. 17). Había entonces unos cuantos miembros de la clase gobernante que
veían que era necesario hacer reformas, por mucho que a la m ayoría de los demás
oligarcas pudiera sentarles mal. Puede también que hubiera algunos miembros de
la oligarquía que no se resistieran a aprovecharse de las oportunidades de progre
so personal que les brindaba el creciente descontento de las masas, especialmente
de soldados y veteranos, cuya situación acabo de examinar hace poco.
La mayoría de los especialistas modernos presentan un cuadro bien distinto
del m ío.27 Por ejemplo, Badian, en un reciente artículo sobre el tribunado de
Tiberio Graco, se muestra bastante desdeñoso respecto a la atm ósfera de conflicto
de clases que empapa los relatos de Apiano y Plutarco: presta muy «poco crédito
a su chachara sobre la oposición existente entre “ los ricos” y “ los pobres”
respecto a la ley agraria de Tiberio»; para él, «no es más que un estereotipo de
stasis, un procedimiento puramente literario de muy poca utilidad para el historia
dor» (TGBRR, 707). Pero se ignoran así testimonios mucho más antiguos, de
hecho incluso el del propio Cicerón, quien, en uno de sus discursos más serios y
afortunados —pues acabó produciendo un veredicto unánime a favor de su defen
dido (A d Q. /r», IL iv.l)—, considera que la ley agraria era apoyada por el
populus, porque, al parecer, reforzaba a los pobres (los tenuiores), y rechazada
por los optimates, porque habría «levantado discordia» y los ricos (locupletes) se
habrían visto privados de las posesiones que detentaban desde hacia mucho tiem
po (Pro Sest,,, 103). Tenemos muchos más testimonios de! mismo estilo en Salus
tio (que escribió a finales de los años cuarenta y comienzos de los treinta) acerca
de los Gracos y las décadas subsiguientes.28
El nuevo período de la historia de Roma que se inauguró en 133 suele ser
considerado, por lo común, más violento y sangriento que el que le precedió; pero
la única diferencia efectiva es que entonces Roma sufrió en su propia piel durante
ROMA SOBERANA 421
por qué producirse más cambios. «Durante la guerra civil, había luchado contra
los nobiles. Una vez victorioso y gobernante legítimo^ se hizo amigo y patrono
suyo» (Syme, R P M , 7). M acrobio (Sai., II.iv.18) nos ha conservado una frase
suya, que nos recuerda mucho la definición de bonus que d a Salustio y que
citamos hace poco: «Todo aquel que no quiera que cambie el estado presente de
cosas —decía Augusto— es un buen ciudadano y un buen hom bre» (esta frase nos
recuerda también la definición que hacía lord Blake del conservador británico, y
que daremos en la sección vi de este mismo capítulo). Ante todo, debían de
asegurarse los derechos de propiedad, en la medida en la que no supusieran
ninguna amenaza para él ni para su dinastía. La restauración de la inviolabilidad
de la posesión de los bienes por obra de Augusto, junto con la renovación de la
agricultura, constituyen los puntos sobre los que hace hincapié Veleyo Patérculo,
que acabo su historia en 30 d.C ., en tiempos de Tiberio: «rediit ... cena cuique
rerum süarumpússessio» (II.89.4),
Durante el período que va del asesinato de César en marzo de 44 a la batalla
de Accio del año 31, aparecieron unas cuantas tendencias más que, junto a las
amenazas a la propiedad, debieron de molestar profundamente a la oligarquía
senatorial. Hoy día, y ello es cosa bastante natural, suele centrarse la atención
principalmente en la utilización de la fuerza militar que hicieron los hombres de
viso para sus propios fines, en particular Octaviano y A ntonio. Pero hubo tam
bién señales de iniciativa propia por parte de los soldados, cosa que debió de
parecerles intolerable a los senadores. Hasta 68 d.C., con la proclamación de
Galba como emperador por parte de las legiones que tenía a su m ando en Hispa-
nia, no se divulgó —según la famosa expresión de Tácito— el secreto del imperio
(arcanum impefií), que decía que podía nombrarse un princeps en cualquier otra
parte además de Roma (Hist., 1.4). Pero ya antes, el nom bram iento de Claudio
como emperador en 41 se debió a la guardia pretoriana. Y todavía antes, en el
otoño de 44 a.C., Octaviano m archó sobre Roma desde Cam panía con un ejército
particular de veteranos de César, acción que repitió en verano del 43 con ocho
legiones y tropas auxiliares que estaban bajo su mando. Precisamente antes de la
segunda de estas ocasiones, se envió al senado de Roma una delegación formada
por cuatrocientos centuriones, para pedir el donativo prometido a los legionarios,
y para Octaviano ei consulado, que había quedado vacante tras la muerte de los
dos cónsules de 43. Tenemos indicios en nuestras fuentes literarias, en Apiano y
en Dión Casio, de que la aparición de los centuriones exasperó a los senadores,
algunos de los cuales, según nos dicen, no pudieron soportar que los soldados
hicieran uso de la libertad de palabra (parrhésiazesthai).3ÜY no debemos olvidar
tampoco otros rastros de iniciativas tomadas por los soldados, los oficiales jóve
nes y la plebs urbana, que tuvieron lugar entre los años 44 y 38 (sobre todo lo
cual véase más arriba y las notas 24-25).
No se trataba sólo de que los movimientos revolucionarios desde la base se
hubieran hecho ya imposibles, y de que hubieran cesado todas las iniciativas que
pudieran provenir de las clases bajas. En ios años 43-42, antes de que Octaviano
(Augusto) ascendiera al poder supremo, se produjeron varios intentos de recaudar
impuestos en Italia, que no había conocido 1a existencia de contribuciones directas
(salvo en caso de emergencia) desde que acabó la Tercera guerra macedónica en
168 a.C, hasta después de 1a muerte de César en 44. Las recaudaciones de impues-
ROMA SOBERANA 423
ios de las que oímos hablar en 43, 42, 39 y 33-32 resultaron menos productivas de
lo que se pensaba por la fuerte resistencia que opusieron a ellas los ricos. La regla
seguía siendo la autotasación, como siempre se había hecho, y oímos decir que en
43 y en 42 se hicieron tasaciones fraudulentas a la baja, que fueron castigadas con
la confiscación total de los bienes cuando se lograba demostrar el engaño; se
produjo una resistencia general a la introducción de impuestos sobre los esclavos
y sobre las herencias en 39; y en 32, cuando se ordenó a los libertos poseedores de
unos bienes superiores a los 200.000 HS que contribuyeran con un octavo del total
de sus propiedades, y a otras personas que lo hicieran con un cuarto del producto
anual de sus tierras, se produjeron disturbios por toda I t a l i a . S e debió en gran
parte a la terca resistencia que se oponía a los impuestos regulares el hecho de que
los triunviros (Antonio, Octaviano y Lépido) recurrieran, a finales de 43. a gene
ralizar las proscripciones, que acabaron convirtiéndose en la confiscación de la
totalidad de los bienes de varios cientos de hombres riquísimos. Como dijo Syme,
«tal vez no estaría mal considerar que las proscripciones fueron, en sus objetivos
y en esencia, nada más que una form a peculiar de impuesto sobre el capital» (RR,
195; cf. Dión Casio, XLVI 1.6.5). Pero los ingresos fueron decepcionantes, y los
triunviros procedieron a decretar un impuesto sobre las 1.400 mujeres más ricas,
cifra que se vio rebajada posteriormente sólo a 400 tras la enérgica protesta que
hicieron las mujeres de viso; esta contribución se vio luego aum entada con otra
sobre cada persona, ciudadana o no, que poseyera como mínimo 400.000 HS (el
census del eques romano): cada uno de estos hombres tenía que contribuir con ios
ingresos de todo un año a los gastos de la guerra que se avecinaba y prestar al
estado un 2 por 100 de sus bienes.3: Todas estas medidas resultaron tremendamen
te alarmantes para las clases propietarias de Roma e Italia. A finales de 36,
Octaviano condonó todos los impuestos no pagados (Ap., BC, V.130), y cuando
consiguió el poder supremo hizo saber que se habían acabado las exacciones a
gran escala. Naturalmente la tranquilidad y el agradecimiento de las clases propie
tarias fueron infinitos. Sólo en una ocasión impuso Augusto nuevas contribucio
nes de cierta significación: ello fue en 6 d.C., cuando creó eí aerarium militare
(«el erario militar»), para subvenir no a la paga del ejército, sino al establecimien
to de los veteranos retirados. Augusto lo abrió con una generosa donación de 170
millones de sestercios de su propio peculio (Aug., R G , 17.2) y la promesa de
futuras contribuciones anuales, arreglándoselas para llenar las arcas con los ingre
sos procedentes de dos nuevos impuestos: uno sobre las herencias (el 5 por 100,
con las exenciones), y otro sobre las ventas en pública subasta. Es interesante
señalar que el impuesto sobre las herencias fue acogido de muy mala gana: se
produjeron varias agitaciones en el senado a favor de su abolición, y siete años
más tarde Augusto se vio forzado a dejar que pensaran que lo iba a substituir por
otro «sobre los campos y las casas», ante cuya perspectiva los senadores se alar
maron más todavía y cesaron en sus protestas para la revocación del impuesto
sobré las herencias. Vale la pena leer la h isto ria que de ello hace D ión Casio,
LV.24.9 hasta 25.6, y L V I.28.4-6.-^
A unque resulte técnicamente incorrecto, siento tentaciones de afirm ar que
Augusto, sin más, convirtió al conjunto de la plebs (especialmente en la propia
Roma) en clientela suya (cf. más adelante), adoptando como símbolo externo de
ello la concesión que se hizo a sí mismo de la potestad tribunicia (cf. Tac., Anr¿.,
424 LA LUCHA DE CLASES EN EL MLJNDC) GRIEGO ANTIGUO
1.2.1; 111,56.2), pues como patricio no podía ser tribuno. Con esta conjunción
única en su persona de la auctoritas y la poiestas {sobre lo cuál, véase la próxima
sección de este misino capítulo), sabía que ya tenía todo el poder que necesitaba,
por lo menos a partir de 19 a.C'.; no se requerían más poderes constitucionales y
ello no hubiera hecho sino dificultar aún más el que los grandes personajes
aceptaran su engaño de que había «restaurado la república». Pero las clases
pobres, que le eran leales por ser el heredero del más grande de los populares,
Julio César, temían ante todo la restauración de la opresiva oligarquía senatorial
y nada les hubiera hecho más felices que la concesión a Augusto de más poderes
t o d a v í a . S u aversión por el antiguo régimen queda bien patente en la descripción
que hace Josefo del asesinato de Gayo (Calígula) y la entronización de Claudio
como emperador en 41 d.C. Mientras que los senadores consideraban a los empe
radores tyrannoi y su gobierno una ddüleia (sometimiento político, literalmente
« esctoitud;»),Josefo dice (A. J, X IX .227-228) que el pueblo {demos) veía en los
emperadores un freno a la rapacidad (pleonexia) del senado (cf. § 224) y un
refugio {kataphygé; cf. Tuc., V III.48.6) para sí. De la misma manera, cuando al
año siguiente el gobernador de la provincia de Dalmacia. L. Arruncio Camilo
Escxiboniano, organizó una revuelta con lá finalidad declarada de restaurar la
república3<i y la antigua condición de «libertad», sus soldados desertaron al uníso
no, pues sospechaban, según Dión Casio, que iban a volver a tener «agitaciones y
luchas» (LX.xv.2-3).
mando de las provincias y de sus legiones; Ei ejército era asunto del emperador, y
el grueso de las fuerzas armadas se hallaba estacionado en las provincias goberna
das por sus legados, a los que directamente nom braba é! (véase la siguiente
sección de este mismo capítulo).
Vuelvo a ocuparme ahora del tema del patronazgo, que merece un tratamien
to mucho más profundo que ei que yo puedo darle aquí (ya lo he examinado con
cierta extensión en mi artículo SV P: véase la sección iii de este mismo capítulo y
sus notas 10-12), Como ya he explicado, la clientelaConstituía un rasgo antiquísi
mo y fundamental de la sociedad romana y eí ejercicio del patronazgo por parte
de los grandes personajes (que no se limitaba a sus clientes. ni mucho menos)
constituía un factor primordial de la vida política y socialJ< (y dicho sea de paso,
mucho más profundo y efectivo en eí sistema judicial de lo que generalmente se
ha reconocido; véase mi arículo SVP, 42-45).45 Efectivamente, hay que considerar
que el patronazgo era una institución del mundo romano de la que simplemente
no se podía prescindir, una vez que los elementos genuinamente democráticos que
había en 1a constitución (tan limitados como habían sido siempre) estaban a punto
de desaparecer del todo. Esto es algo que rara vez se reconoce. En cualquier
sistema político, hay que hacer de un modo u otro muchos nombramientos de
cargos que implican el ejercicio de la autoridad. El procedimiento democrático
permite que se Imgan desde la base; pero cuando éste deja de existir, todo ha de
hacerst desde arriba. Las elecciones desde la base se fueron haciendo en Roma
cada vez menos importantes, incluso durante los últimos años de la república, y a
comienzos del principado pasaron a ocupar una posición de segunda fila.42 Sin
embargo, cuando casi todo se hacía desde arriba y los nombramientos sustituye
ron en gran medida a la elección, el patronazgo resultó, naturalmente, importan
tísimo. El emperador hacía personalmente la mayoría de los nombramientos im
portantes, entre los hombres que conociera directamente. Él mismo, por recomen
dación de sus inmediatos subordinados, o bien esos mismos subordinados, podían
hacer los nombramientos para los puestos menos encumbrados; y así iba avanzan
do el proceso, en línea descendente, hasta los funcionarios locales más humildes.
Por tanto, todo dependía del favor, la recomendación, el patronazgo, del suffra-
gium , en el nuevo sentido que empezó a tener la palabra, al menos a comienzos
del siglo ii , reemplazando su sentido original de «voto» (véase mi artículo SVP).
La clientela no perdió nunca del todo su importancia; pero, a medida que fue
pasando el tiempo, cada vez se hicieron más cosas mediante lo que los emperado
res, en su intento frustrado de prohibirlo, llamaron venale suffra gium t patronaz
go que se vendía descaradamente (véase SVP, 39-42), pues resultaba inevitable
que la concesión de favores por parte de los patrón! a sus clientes se viera comple
mentada con la compra de tales favores por parte de ios que se hallaban fuera del
círculo, tan útil, de los clientes.
No tiene por qué sorprendernos que la palabra latina que originalmente signi
ficaba «voto», esto es suffragium, hubiera pasado a tener a com ienzos del siglo u
eí sentido más corriente de «patronazgo» o «influencia», o (como el que tenía en
el siglo x v i i i ) «interés». Existen muchos textos interesantísimos que ilustran per
fectamente el funcionamiento del patronazgo durante el principado (véase SVP,
37-39, 40-45), y en el Imperio tardío llegó a adquirir un papel todavía más impor-
ROMA SOBERANA 427
tante y siniestro (cf. SVP, 39-40, 44-48). Los griegos fueron acomodándose poco
a poco a esta institució n romana, d e la que no podían prescindir, y, con el p as o
del tiempo, se acostumbraron totalmente a ella. Como ha dem ostrado Liebes
chuetz, un importante orador griego de finales del siglo ív como Libanio habría
tenido que gastar una enorme cantidad de tiempo en pedir favores a o para sus
amigos (A nt., 192 ss., esp. 193). Libanio admitía a veces que esta práctica podía
s e r objetable, pero, naturalmente, no podía negarse a hacer lo que todo el mundo
esperaba que hiciera, dada su posición, pues «el hacer y recibir favores desempe
ñaba un papel fundamental en las relaciones sociales que se daban en Antioquía
y, de hecho, por todo el imperio» (A nt., 195-197). Incluso los hombres que no
ostentaban ningún cargo que les confiriera poder alguno, ni político ni militar,
podían ser considerados personas de la mayor influencia, siempre que tuvieran
por amigos a hombres que fueran verdaderamente importantes, sobre todo al
emperador. Nos encontramos con un cuadro de lo más revelador en las Vidas de
ios sofistas de Eunapio (escritas en o después de 396), donde se habla de Máximo
de Éfeso, destacado pseudofilósofo, famoso como taumaturgo, y que era amigo
íntimo del emperador Juliano. Cuando Máximo fue llamado por Juliano a la
corle de Constantinopla en 362, se convirtió en el centro de atención de Éfeso,
viéndose cortejado por todos, incluidos «los miembros más destacados del conse
jo de ia ciudad»; también la gente baja se atropellaba en torno a su casa, brincan
do y saltando, y gritando consignas, y hasta las mujeres llegaron en manada por
la puerta de atrás a pedir favores a su esposa. Máximo llegó hasta Juliano con
gran pompa, «respetado por la provincia entera de Asia» (Eunap., VS, VILiii.9
hasta iv .l).43 A medida qué el imperio fue haciéndose cada vez más cristiano, 1a
influencia de los obispos y sacerdotes fue haciéndose también más grande, así
como la de los monjes y «santos». Ya en plenos años 330 oímos decir que un
santo novaciano, llamado Eutiquiano, que vivía cerca del monte Olimpo de Mi-
sia, al noroeste de Asia Menor, se hizo famoso como curandero y taumaturgo:
intercedió con éxito ante Constantino en favor de un funcionario que había sido
acusado; y de hecho, se dice que este emperador accedió generalmente a todas sus
peticiones (Sócrates, H E , l.xiii; Sozómeno, H E , I.xiv.9-11).
Como la punta de la gran pirámide del patronazgo era —no hace falta ni
decirlo— el emperador, cabría esperar verlo, en mayor medida que ninguna otra
persona, convertido en blanco de una enorme cantidad de solicitudes, no sólo
procedentes de aquellos a los que se dignaba llamar sus ‘amigos’, amici (véase
más adelante), sino también de gente más corriente que tuviera ambiciones o
quejas, y, naturalmente, de las ciudades. A este respecto, no tengo más que
mencionar el reciente libro de Fergus Millar, E R W , que —a pesar de llevar un
título que promete demasiado— tuve ocasión de recomendar en ÍI.v como una
colección de información excepcionaimente buena en torno al tem a de la comuni
cación entre el emperador de Roma y sus súbditos durante el período dei que
...trata,^ a saber: 31 a.C. a 337 d.C.
P ara no exponerme a convenirme en blanco de una objeción obvia, tengo que
señalar que ningún emperador adjudicaría nunca a ninguno de sus prohombres la
indignidad de llamarlo su cliens. Cicerón apunta que los que se consideran nobles
ríeos y honrados tienen el ser patrocinados o llamados «clientes», por mortis
instar (De o f f i c 11.69), es decir, por «un destino peor que la muerte». Por
428 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
No obstante, me temo que algunos desaprueben que cite este pasaje (Paraíso
Perdido, V .791-793) en este contexto, pues procede de un discurso de Satán, que
según Milton fue pronunciado «con calumniosas artes d e contrahechas verdades»
(770-771) ante un auditorio de demonios.
El propio Augusto mostró habitualmente bastante tacto para no tener que
ostentar su dominio de modo que los senadores se acordaran públicamente de lo
que algunos de ellos consideraban su sometimiento, su servitus (literalmente, su
‘esclavitud*); y los sucesores suyos que fueron «buenos emperadores» (es decir,
aquellos a los que aprobaba el senado) conservaron durante algunas generaciones
la misma tradición. A comienzos del principado, un senador podía sentirse bastan
te molesto por su servitus, pero con un «buen emperador» se sentiría normalmen
te obligado a reprimir unas emociones tan peligrosas. Dudo mucho que Plinio el
Joven, por ejemplo, tuviera que disimular su disgusto cuando compuso en 100 d.C.
el panegírico de Trajano al que he hecho referencia anteriormente, obra que, a
primera vista, al lector moderno tal vez le parezca un documento asquerosamente
deshonesto; pero Plinio expresaba seguramente lo que, a su juicio, eran unos
sentimientos perfectamente sinceros de lealtad y gratitud cuando declaraba que en
esa época «el príncipe ya no está por encima de las leyes, sino éstas por encima
del príncipe» (65.1); cf. la sección vi de este mismo capítulo. En ese mismo
discurso, se alegra Plinio de que Júpiter pueda ya tomarse las cosas con calma,
pues ha otorgado al emperador «la tarea de desempeñar su papel ante iodo eí
linaje de los hombres» (80.4-5). El más revelador de todos los pasajes quizá sea
(en 66.2-5) el que empieza «nos ordenas que seamos libres: lo seremos» (iubes esse
liberos: erimus). Las palabras que vienen a continuación demuestran que esta
libertad es esencialmente una libertad, de palabra, facultad que recibían p articu lar
432 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
mente bien los senadores. El contraste que pasa a señalar Plinio con la situación
que había en el pasado más reciente, es decir, durante el reinado de Domiciano,
nos muestra que incluso la libertad de palabra se hallaba, de hecho, en poder del
emperador, que tenía facultad de concederla o no. El Panegírico de Plinio ha sido
editado recientemente, con una buena traducción inglesa, por Betty Radice, al
final del vol. II de la reimpresión aumentada de la edición Loeb de las cartas de
Plinio, 1969. Tácito, contemporáneo de Plinio, inteiectualmente mucho más sofis
ticado que él, podía en ocasiones mostrarse resentido con el principado, pero era
lo suficientemente realista para comprender que se trataba de una absoluta nece
sidad, aunque fuera una gran desgracia.
Hubiera resultado muy interesante disponer de la opinión de Cicerón, tanto
de la pública como de la privada (habría habido una gran diferencia entre ambas),
acerca del principado de Augusto, pues no vivió lo bastante para conocerlo. Sí
que vivió la dictadura, mucho menos enmascarada, de Julio César, al que sobre
vivió en menos de dos años. Se conformaba en público con m ostrar a veces (por
ejemplo, en su discurso Pro Marcello) un fingido entusiasmo que ocultaba sus
verdaderos sentimientos; pero en privado, al escribir a sus amigos íntimos, llegaba
a expresarse con gran resentimiento. No era simplemente la libertas, lo que, según
dice, habían perdido él y sus colegas senatoriales; incluso su dignitas había desa
parecido, pues, como decía en una carta (A d fa m ., IV.xiv.l), ¿cómo podía poseer
se dignitas cuando no se podía trabajar por aquello en lo que se creía ni defender
lo abiertamente? ¿Habría, pues, seguido Cicerón el ejemplo de esos famosos
estoicos romanos, especialmente Trasea Peto y Helvidio Prisco, que durante los
años sesenta y setenta del siglo i llegaron a mostrar verbalmente su oposición a
Nerón o Vespasiano, pagando con sus vidas esa temeridad? Tal vez. Pero Bruto,
que lo conocía bien, llegaba a decir én una carta a su amigo Ático que Cicerón no
rechazaba la servitus siempre que conllevara el recibir honores (servitutem, hono-
rificam modo, non aspernatur: Cic., Ep. ad B rut.t I.xvii.4; cf. 6; xvi.l, 4, 8). Esa
misma era la actitud de la mayoría de los senadores. Se dice que el emperador
Tiberio solía proferir una dura exclamación en griego cada vez que salía del
palacio del senado, en ía que se definía a los senadores «hombres capaces de ser
esclavos» (Tác., A n n ., III.65.3; cf. 1.7.1, 12.1, etc.). Una famosa frase de Cice
rón, que reza cum dignitate otium ,52 expresa perfectamente el ideal político que
com partía con sus compañeros los optimates; y tanto si Cicerón hubiera pensado
que esa frase se adecuaba al principado de Augusto como si no, el caso es que no
me cabe ninguna duda de que la mayoría de los senadores lo hubieran pensado.
Se ha discutido mucho el verdadero significado de la frase cum dignitate otium.
Yo acepto la reveladora paráfrasis de Brunt: «un estado ordenado en el que se
valora a los hombres según su rango en una estructura social jerárquica»
(SCRR, 124; merece la pena leer todo el pasaje, págs. 124-126).54
Creo que es una equivocación considerar que el cambio político que se produ
jo de la república al principado fue u n a «revolución romana», que es el título de
la gran obra de Syme, a la que he hecho referencia anteriorm ente.55 Se ha preten
dido que lo que hubo fue una «victoria de Italia sobre Roma» (Syme, R R „ 453),
y que «Italia y los órdenes no políticos de la sociedad vencieron a Roma y a la
aristocracia romana» (R R , 8), pero si ello es cierto en algún sentido, sólo lo es si
ignoramos a la inmensa mayoría de la población, que no participó para nada en
ROMA SOBERANA 433
llamándolos «una chusma compuesta por unos vagos más abyectos que ios vie
“ blancos pobres” del sur de los Estados Unidos»).57 Á mí me cuesta trab.
entender cómo es que todos los que han escrito acerca de] mundo romano 1
podido pensar que fuera una deshonra que ei principal interés de la gente humi
de Roma fuera el pan. No veo ningún motivo para pensar que la actitud de
plebe fuera horriblemente materialista o se viera degradada precisamente p
pensar ante todo en llenar sus estómagos. En to d o caso, el «pan» (véase 111.
sólo lo recibía regularmente un número muy limitado de la plebs urbana de
propia Roma (y durante el imperio tardío también la de Constantinopla);
suministraban alimentos y subsidios en metálico de vez en cuando en otras ciuc
des, a pequeña escala (y muchas veces los humildes tenían derecho sólo a u
p arte más pequeña que la que recibían los ciudadanos más distinguidos: cf. 111
de nuevo); y los pobres del campo no recibían esas subvenciones en ningún siti
P o r otra parte, la cantidad de los que podían asistir a los «circos», incluso
Roma, como ha demostrado Balsdon,5* era relativamente pequeña, compara*
con la totalidad de la población de la capital. La lección inaugural de Alí
Cameron, titulada Bread and Circuses: the Rom án Emperor and his People (197:
a la que he hecho referencia en V.iii, sería de lo más instructivo si la leyeran h
que se han educado teniendo ante los ojos el tradicional cuadro que nos presen
al «populacho romano» obsesionado con él «pan y los circenses gratuitos». Con
dice Cameron (págs. 2-3), «esa famosa chusma ociosa de holgazanes que viven £
gorra a expensas del estado no es más que una figuración de los prejuicios propic
de la clase media, tanto antiguos cómo modernos». Y añade: «el pueblo no ten:
la culpa de que se organizaran entretenimientos públicos gratuitos, que origina
mente habían sido fiestas religiosas», como siempre habían sido de hecho. Efect
vamente, el circo y el teatro desempeñaron a veces un im portante papel cuasipol
tico durante el principado rom ano y en el Imperio ta rd ío /9 tema que ya he tratad
en V.iii. La plebs urbana, desde luego, en mayor medida que los campesinos, qu
eran mucho más numerosos, se hallaba en inmejorables condiciones para hace
sentir su influencia en Roma, aunque no fuera más que como «grupo de presión):
Su característica más notable era que fundamentalmente era muy pobre. Podrí
muy bien decirse acerca de los obreros y campesinos que protagonizaron la
agitaciones ocurridas con motivo de la elección de Mario como cónsul en 10'
a.C .,60 que «sus posesiones y su crédito estaban encarnados en sus manos» (Sal.
BJ, 73.6). En 63 Salustio define a la plebs de Roma diciendo que no tiene má
recursos que la comida y el vestido (Cat., 48.2; cf, Cic.. I V Caí., 17); y cuandc
escribe hablando de los intentos que hicieron para salvar a uno de los revolucio
narios de aquel año, P. Cornelio Léntulo Sura, «sus libertos y unos cuanto;
clientes suyos», hace referencia a que sus esfuerzos se dirigieron a los «obreros j
esclavos» (opifices atque servitis: Caí., 50.1), como si fuera de esperar que esto;
dos grupos tuvieran los mismos intereses. Nos resulta imposibie decir cuántf.
solidaridad había entre los esclávos de Roma y la plebs urbana, una buena parte
de 1a cual es de suponer que fueran libertos. Desde luegG, en una ocasión, a saber,
en 61 d.C ., la plebe de Roma"realizó una protesta muy violenta, aunque sin
resultados, en contra de la ejecución en masa de esclavos que hizo Pedanic
Secundo (Tác., A n n .. XIV.42-43); cf. V íl.ii), pero no conozco n in g ú n oiro testi
monio importante.
ROMA SOBERANA 435
rara vez con tanto sentido común y claridad de visión como sería de desear— en
obras t a n monumentales como las de Fritz Taeger, Charisma . Studien zur Ges-
c h ic h te des antíken Herrscherkultes (2 vols., 1957 y 1960, aproximadamente 1.200
páginas), y Francis Dvornik, Early Christian and Byzanüne Polincaí Philosophy:
Origins and Background (2 vols., 1966, casi 1.000 páginas), por no citar a muchos
autores. Todo el que quiera leer una exposición breve y clara del tem a, que
exprese con la mayor simpatía las benévolas intenciones de los emperadores, tal
como se decía en su propia propaganda, lo mejor que puede hacer es leer la
lección magistral Raleigh que dio en 1937 M. P. Charlesworth, donde se nos dice
q u e la propaganda imperial
tal vez no convendría llamarla propaganda, sino la creación de buena fama. Pues era
una propaganda muy sobria y auténtica, que no estaba muy alejada de la realidad.
Los grandes emperadores del siglo n hablaban con la mayor seriedad, con plena
consciencia de sus responsabilidades; lo que exponían, los beneficios que describían
eran verdaderos y auténticos; trajeron la paz, habían erigido grandes monumentos y
puertos, habían asegurado la tranquilidad, la calma y la felicidad ... Su propaganda
no se basaba en promesas de un vago futuro, sino en el recordatorio de auténticas
realizaciones ^Charlesworth, VRE, 20-21).
a.C. (o quizá unos cuantos años más tarde),'^ llamándolo su basiíeus. Se dice a
v e c e s que, en prosa, no se usó basiíeus para designar al emperador hasta el siglo
ií; 15 pero es falso. Estrabón, que escribió en tiempos de Tiberio, utiliza, en mi
opinión, la palabra basiíeus en un pasaje para designar al em perador (XVII.i. 12.,
pág. 797); y aunque me equivoque aquí, no cabe duda de que Josefo, en su
Guerra de los judíos (que data de los años setenta, originalmente escrita en
arameo), aplica este término a los emperadores en varias ocasiones.K Dión Crisós
t o m o utiliza también el nombre basiíeus y el verbo basüeuein parareferirse a los
emperadores rom anos,57 en particular en un discurso que muy probablemente
puede datarse a comienzos de los años setenta y en todo caso no después de los
ochenta (XXXI. 150, 151).1NLos textos del Nuevo Testamento, asimismo, se refie
ren aveces a los emperadores llamándolos Durante los siglos n y iii fue
haciéndose cada vez más corriente la utilización de basiíeus y sus derivados para
designar a los emperadores.21 Un pasaje particularmente interesanie es Apiano,
Praef., 6 (cf. 14): la república romana, nos dice, fue una aristokmtia hasta que
Julio César se hizo monarchos, aunque conservó la forma y el nombre (el schéma
y el onoma) de la politeia (la res publica: podemos traducirlo: la ‘república’). Esta
forma de gobierno, a las órdenes de un solo hom bre, consideraba Apiano que se
había mantenido hasta los tiempos en los que él escribía, que era el segundo
cuarto del siglo n. Sigue diciendo que los romanos llaman a sus gobernantes no
basileis sino autokratores (Apiano quiere decir naturalmente «no reges sino impe
ra! ores»), «aunque, de hecho, son basileis a todos los efecios». Cuando los grie
gos se dirigían a un emperador en su propia lengua lo llamarían muchas veces
basiíeus; y el jurista del siglo n Marciano, en un pasaje conservado en el Digesto ,
recoge una petición hecha por Eudemon de Nicomedia al emperador Antonino
Pío (138-161), en la que se dirigía a él llamándolo Antoninos basiíeus, empezando
la solicitud con el vocativo Kyrie basileu Antonine , esto es: ‘mi señor rey A ntoni
n o ’ (.D i g XI V .ii,9).3! A comienzos del siglo iii empezamos a ver que los empera
dores se refieren a su gobierno llamándolo basiíeia cuando escriben a griegos
(véase Millar, E R W , 417, 614), pero no adoptaron la palabra basiíeus como título
oficial durante unos cuantos siglos más. Sinesio de Cirene, dirigiéndose ai empe
rador de oriente, Arcadio, en 399, en un tratado sobre eLreino (.Peri basileias, en
latín De regno), puede decir todavía que los emperadores, aunque se les invocara
merecidamente con el título de basileis, preferían proclamarse autokratores (§ 13,
en M P G , LXVI. 1.085). Sólo con Heraclio, a comienzos del siglo vii, encontramos
una nueva titulación imperial en la que. el emperador y su hijo se definen por
primera vez a sí mismos (en griego) pistoi en Christoi augoustoi («Augustos, fieles
creyentes en Cristo»), y luego, a partir de 629, pistoi en Christoi b a s i l e i s Los
que entiendan el griego pueden hallar gran entretenimiento en ia lectura áe los seis
primeros capítulos o secciones (sólo unas cinco páginas de extensión) de la curiosa
obra de J u a n de Lidia conocida habituaimente por su título en latín D é magistra-
tibus populi Romani, escrita poco después de m e d ia d o s del siglo v l d u r a n t e eí
reinado de Justiniano.- Juan era un entusiasta del latín, deseoso de mostrar su
dom inio de esa lengua, y su c o n o c im ie n to (que de hecho era b a s ta n t e escaso) de
ia h isto ria primitiva de las instituciones r o m a n a s , desde los tiem pos de Rómulo (si
no de Eneas). Emplea habitualmente la p a la b r a basiíeus en eí sentido de la latina.
princeps, y c o m o opuesta a ryrannos. Para designar a los p r im e ro s reyes de
442 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
Roma, que para él eran tyrannoi, utiliza una transcripción griega de rex (¿7/£),
que había pasado a utilizarse ocasionalmente en griego durante el siglo ív.
algún otro pretendiente al trono imperial, con más frecuencia otro senador. Nc
volvemos a oír hablar de que, tras la muerte de Gayo en 41, se considerara, n
siquiera por parte del senado, la idea de que se «restaurara ia república».24 Y, er
segundo lugar, el emperador era responsable personalmente, más que ningúr
otro, de la totalidad del imperio y corría el riesgo de ser asesinado o contestadc
por una revuelta militar si las cosas llegaban a ir demasiado rtiál. Por consiguien
te, se vería obligado a poner freno a la opresión o explotación excesivas que
pudieran ejercer los individuos que ostentaran puestos clave, tales como los gober
nadores provinciales, los más im portantes de los cuales habrían sido, naturalmen
te, senadores (véase más adelante).
Por lo tanto, lo cieno es que, aunque algún emperador en concreto actuara de
forma que se ganara el odio de la aristocracia senatorial, la solución que ésta veis
era sustituirlopor otro emperador. Así pues, se puede hablar de «tensión, conflic
to u hostilidad» (véase más arriba) entre un determinado, o algunos emperadores,
y la aristocracia, pero no entre el emperador y la aristocracia. Es un error prestar
demasiada atención a los pocos emperadores del estiló de Gayo (Calígula), Nerón,
Domiciano, Cómodo y Caraealla —que se caracterizaron no sólo por un talante
autocrático excesivo, sino también por una extrema falta de tacto, e incluso
algunos de ellos por unas cualidades personales que dejaban bastante que desear—
y olvidar que la inmensa mayoría de los senadores habrían aceptado de mil
amores, siempre que se les hiciera lo suficientemente honorífica (como por lo
general ocurría), un status que sus antepasados republicanos habrían tildado de
servitus (véase la sección v de este mismo capítulo, e.g., la opinión que tenía
Bruto de Cicerón). Por lo que sábemos, toda oposición seria al gobierno de los
emperadores como tales se extinguió, en principio, a comienzos del principado, y
después de esta época no vemos que haya nada más arraigado que la simple
crítica a un determinado gobernante, casi siempre con la pretensión de reempla
zarlo por otro más aceptable. Como luego veremos, a la hora de tener en cuenta
la cuestión de la sucesión imperial, el senado ni siquiera aspiró a desempeñar
ningún papel decisivo en el proceso de elección deí siguiente emperador, y5 hasta
el siglo vjj. sólo actuó de esa forma en dos ocasiones, en 275 y en 518 (véase más
adelante). Por lo común, el senado aceptaba resignadamente, incluso a veces con
entusiasmo, a cualquier emperador que lo tratara con tacto (mostrándose especial
mente agradecido si llegaba a una fingida deferencia), que les concediera la juris
dicción sobre sus propios miembros y que ejecutara sólo a los que resultaban
culpables de flagrante rebeldía.-Por no dar más que un ejemplo del tacto de ios
emperadores, es totalmente característico de Augusto el hecho de que en la famo
sa serie de edictos de ios últimos años del siglo i a.C. hallados en d re n e (E/J-,
311) utilizara un lenguaje perentorio25 cuando establecía la ley relativa a los
procedimientos a seguir en la provincia, pero sustituyera por la frase cortés «los
gobernadores de Creta y Cirene actuarán de la manera mejor y más conveniente a
ron dicho apoyo. Incluso un hombre como Estilícón, que durante más de una
década, hasta su muerte en 408, actuó virtualmente como regente del emperador
de occidente H onorio (a quien fue enteramente leal), hizo lo que pudo por conse
guir la colaboración del senado romano, a pesar de que éste lo despreciara como
a un don nadie, hijo de un caudillo vándalo, que había subido muy arriba. Lo
hizo, como ha dicho Alan Cameron, «simplemente porque para la administración
de las provincias occidentales era esencial la cooperación de un conjunto de
hombres que entre ellos absorbían la mayor parte de los recursos de Italia, Galia,
Hispania y Á frica» (Claudiano, 233). Los senadores orientales, los de Constanti-
nopla, no tuvieron nunca una fuerza tan grande como la de sus colegas occiden
t a l e s e n e l gobierno ni en la administración en R o m a;27 pero los emperadores los
trataron siempre con estudiada cortesía, llegando Teodosio II, en un edicto con
servado en el Código de Justiniano, a asegurar en 446 que se sometería a ia
aprobación de su gloriosissimus coetus cualquier nueva legislación que se produ
jera (C*/,Lxiv. 8). Sólo en los últimos años del siglo m, en un proceso que puede
ya verse durante el reinado de Galieno hacia 260 y que culminó en el de Diocle
ciano y sus colegas (durante el cual la inmensa mayoría de los gobiernos provin
ciales fueron ostentados por caballeros), hay rastros de que se diera una política
deliberada consistente en excluir a los senadores de las posiciones cercanas al
poder;28 pero la política dé Diocleciano se vio trastocada durante los reinados de
Constantino y sus hijos, con la consecuencia de que (como veremos casi al final
de esta sección) el orden senatorial creció muy rápidamente, hasta que a comien
zos del siglo v se había convertido en la única a r is to c r a c ia imperial.
Resulta muy interesante leer la nota que da Suetonio diciendo que el empera
dor Domiciano —quien de todos es sabido que fue un «mal emperador» (es decir,
uno que no le gustaba al senado)— «se preocupó tanto por coartar a los m agistra
dos de la ciudad y a los gobernadores provinciales que nunca fueron más mode
rados ni más justos. Desde los tiempos de Domiciano consideramos a la mayoría
de ellos culpables de toda clase de delitos» (Dom., 8.2). Pues bien, Suetonio era
básicamente muy poco amigo de Domiciano, y a este respecto habla de su propia
época desde lo que él mismo había podido observar: probablemente tenía veinti-
muchos años cuando fue asesinado Domiciano en 96, y siguió viviendo durante
los reinados de Nerva, Trajano y Adriano, quienes oficialmente fueron «buenos
emperadores» (sobre todo Nerva y Trajano). Brunt se muestra Teticente en su
detallado y cuidadoso estudio acerca de los procesos a gobernadores provinciales
a comienzos del principado (CPMEP) ante esta afirmación de Suetonio;29 pero no
hallo ningún motivo realmente convincente para seguirlo en este punto: no obstan
te, la segunda parte de la afirmación de Suetonio parece bastante creíble, sobre
todo si se han estudiado las cartas de Plinio el Joven, contemporáneo algo r¿ás
viejo que él de Suetonio y, al igual que su am igo.T ácito,distinguido con: lar.
Queda perfectamente claro por estas cartas que el senado, tendía a adopta:; a n a
actitud enormemente indulgente ante cualquier miembro de este ora: n que h u b i e
ra cometido incluso ios crímenes más impensables durante la época en la. que
hubieran administrado alguna provincia —incluso con el famOvSO M ario Prisco,
que fue procónsul de Africa en 97-98 (en tiempos del emperador Nerva) y q u e
resultó culpable de horrenda crueldad (immanitas y saevitia\ Plinio, Ep.. II.xi.2-.
446 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
A pesar de que fue procesado por Tácito y Plinio que defendían a los provinciales
que se habían visto afectados por su actuación en 99-100, ante un senado presidi
do por el optimus princeps T rajano, en calidad de cónsul (ibid ., 10), Mario
recibió sólo la sanción levísima de relegado (destierro, pero no pérdida de sus
bienes ni de sus derechos civiles) de Italia siendo además condenado a pagar al
tesoro una multa especial de 700.000 sestercios por haber azotado y estrangulado
a un caballero romano (ibiden, 8, 19-22). En este caso los provinciales no recibie
ron ningún tipo de compensación, aparte de la satisfacción que pudieran obtener
de ver cómo se castigaba al reo (aunque fuera con un castigo leve); a pesar de
todo, Plinio, que era el defensor de la provincia, no muestra ningún signo de
sentirse insatisfecho. Resulta interesante compararlo con la actitud del poeta satí
rico Juvenal, que ocupaba una posición mucho menos elevada dentro de la socie
dad romana: muestra su simpatía por la provincia que habla saqueado Mario,
pues, aunque ha vencido, no puede hacer más que llorar: «At tu, victrix provin
cia, ploras » (Sat., 1.45-50; cf. VIII.87-145). En otra carta, m uestra Plinio una
enorme autocomplacencia por su actuación del año 97 d.C., poco antes de que
empezara el reinado de Trajano, cuando comcnzó su ataque contra un senador
pretoriano, Publicio Corto. Hace en ella una aclaración de lo más ilustrativo: se
ha notado el resentimiento existente contra el orden senatorial «porque, mientras
se m ostraba severo con los demás, el senado perdonaba sólo a los senadores, casi
como si hubiera una connivencia mutua» («dissimulatione quasi mutua»'. E p .,
IX.xiii.21). Sus pretensiones de que ha liberado al senado de ocupar una posición
tan mal vista medíante sus ataques contra un personaje tan poco importante como
Certo constituyen, desde luego, una exageración bastante ridicula. Ni siquiera un
«buen emperador» como Trajano, cuyas relaciones con el senado fueron particu
larmente cordiales, podría permitir los saqueos ilimitados de procónsules como
Mario Prisco, o como Cecilio Clásico, que gobernó la Bétiea también en 97-98 y
se jactaba en una carta escrita a su amiguita (amicuía) de Roma de que se había
hecho con cuatro millones de sestercios de ganancia «vendiendo» provinciales:
según sus propias palabras, leídas en público por Plinio, parte vendita Baedcorum
(Ep., III.ix.13). Una rapacidad tan descarada como ésta hará recordar a los
lectores de los Discursos sobre la primera década de Livio de Maquiavelo el pasaje
en el que éste subraya lo deseable que es tener un solo gobernante, que sea el
responsable de todo el estado en conjunto, y que frene las depredaciones de los
poderosísimos gentiluomini que él distingue, quienes con tanta frecuencia nos
traen a la memoria a las clases altas de Roma (cf. III.iii y su nota 6): «Cuando el
material está tan corrompido, las leyes no bastan para sujetarlo; es necesario
poseer, además de las leyes, una fuerza superior semejante a la de un monarca,
que tenga un poder tan absoluto e incontrovertido que pueda frenar los excesos
del -os a la ambición y las prácticas de corrupción de los poderosos» (1.55).
; k> es mi intención dar a entender que la reputación de «mal emperador» de
Dorruciano se debiera en una medida importante a su negativa a permitir a los
gobernadores senatoriales el saqueo de sus provincias, ni que fuera característico
de los «malos emperadores» mostrar su soliciiud excepcional por el bienestar de
sus súbditos provinciales, aunque tengo la impresión de que la realización de tales
ídades por parte de un emperador contribuiría verosímilmente a que se gana-
t ?. esa reputación.
ROMA SOBERANA 447
La posición del emperador Iva sido concedida de form a muy distinta en los
últimos tiempos, y, de hecho, se daban muchas contradicciones básicas en el
núcleo de la versión oficial que de ella se daba* Empezaré resumiendo en gran
m edida las opiniones de Jones (LRE, L321-326), que son las más sorprendentes
p o rc u a n to se refieren especialmente al Imperio tardío. El emperador era 1) el
sucesor directo de una serie de magistrados republicanos electos; 2) su soberanía
procedía (según se decía) de la rendición voluntaria que hizo en su persona el
pueblo de su poder soberano; 3) si tenía que se un usurpador más o menos, es
decir un «tirano», su ascensión al poder tenía que verse sancionada, por lo menos,
p o r el senado y el ejército; 4) su posición no pasaba automáticamente por 1a
sucesión hereditaria; 5) ante todo, acaso, se suponía que había de someterse a las
leyes. Los griegos opusieron siempre con orgullo la libertad de la que gozaban a
la «esclavitud» (tal como ellos la concebían) al Gran Rey a la que se veían
sometidos todos los miembros del imperio persa, incluidos hasta los sátrapas,
quienes sospecho que se habrían sorprendido mucho de verse definidos así. Cuan
do un romano o un griego describiera ufanamente su propia situación, la caracte
rizaría como un status intermedio entre la esclavitud de los persas respecto a su
Rey y la licencia sin ley de los «bárbaros» germanos. El papa Gregorio Magno
distinguía a los «reyes bárbaros» (reges gentium) de los emperadores romanos por
cuanto los primeros eran dueños de esclavos y los segundos de hombres libres
(Ep., X1.4; XII1.34),33
Este es el lado más luminoso del cuadro. Yo afirmo que, en realidad, ello es
bastante equívoco. Mi posición se acerca bastante más a la de Mommsen: no me
refiero a su citadísima, aunque nada útil noción, de que existía una «diarquía»
entre el príncipe y el senado, sino a la definición que hace del principado como
una «autocracia temperada por una revolución legaimente constante, no sólo en
la práctica, sino también en teoría» (Rom. Staatsr., IP.ií. 1.133).34 Frente a los
cinco elementos que acabo de mencionar existían Unos factores que actuaban en
dirección contraria, que pasaré a describir y ejemplificar sobre todo con autores
griegos, en el sentido de que eran hombres originarios del oriente griego, tanto si
escribían en esta lengua o —como en el caso del historiador Ammiano Marcelino
y el poeta Claudiano— en latín.3".
1) Durante unos dos siglos, a partir de Augusto, la concepción que hacía del
príncipe el heredero de los magistrados republicanos tal vez tuviera algún tinte de
verdad, pero en el siglo ni —y algunos dirían que incluso antes— sus orígenes
eran demasiado remotos como para podérselos tomar en serio. Al príncipe, aun
que oficialmente no se le contara entre los dioses del estado hasta su muerte,
cuando el senado lo canonizara oficialmente como áivus (véase más adelante), se
le adjudicaba ya en vida cierta divinidad en las dedicatorias y celebraciones que
realizaban algunos de sus súbditos; y a partir del reinado de Diocleciano se
convirtió en un personaje todavía más lejano y excelso, al que rodeaba la pompa
y a quien sólo podían acercarse los súbditos con la reverencia de la adoralio, «la
ROMA SOBERANA 449
15. — ST E. C R O IX
450 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
nuo o realista, pues depende del gusto de cada cual, el escritor de derecho Pom-
ponio señala que los senatus consulta han pasado a ocupar el lugar de las leges,
que eran aprobadas por los comitia o concilium plebis, pues resultaba demasiado
complicado reunir a tan gran número de ciudadanos (Dig., l.ii.2.9).r Podríamos
apuntar la sagaz observación que hace Brunt, según el cual el verdadero motivo
de que el senatus consultum, a comienzos del principado, fuera considerado en
rango igual a una ley, como si de la decisión de unos comicios se tratara —y, en
este sentido, también las opiniones de los jurisperitos autorizados, los responsa
prudentium —,3* era que podía pensarse que detrás de el se hallaba la autoridad
<3el príncipe (Brunt, op. c/í., 112)^
Desgraciadamente, la Lex de imperio Vespasiani está incompleta: nos falta la
parte del comienzo, sin que podamos decir lo largo que éste era ni lo que conte
nía. Pero los poderes que otorga al emperador son amplísimos, de hecho infini
tos: véase, especialmente, la cláusula VI, líneas 17-21, donde se dice que se conce
dieron los mismos derechos a Augusto y a sus sucesores. Ello hace innecesaria la
discusión de la complicada cuestión de lo que querían decir las diversas afirmacio
nes que aparecen en las fuentes jurídicas y literarias declarando que el príncipe se
halla «liberado de las leyes». No diré sino que, aunque la L ex de imperio Vespa
siani exime al emperador específicamente de una serie de leyes solamente (líneas
22-25; cf. 25-2S, cláusulavVH), y a pesar de que los textos jurídicos se refieren, al
parecer, todos a las leyes sobre los matrimonios, las herencias y los testamentos,
aparecen ciertas afirmaciones en Dión Casio que demuestran que en su época
(primera mitad del siglo iii) se consideraba evidentemente al príncipe liberado de
todas las leyes (L U I.18.1-2; 28.2-3).39 Algunos dirán que «se suponía» que obede
cería las leyes, ateniéndose a su derecho dé modificarlas; pero, por mi parte, no
puedo prestar demasiada significación a este hecho, al no haber ninguna confir
mación de esta suposición.
El último ejemplo de «ley estatutaria» que sepamos que votara la asamblea
(los comitia o el concilium plebis) es una ley agraria del emperador Nerva (Dig.,
XLVII.xxi.3.1, de 96-98 d .C .);40 y no hay ningún motivo para pensar que las
asambleas legislativas duraran hasta muy adentrado el siglo ii. Las asambleas
electorales sí que pervivieron mucho más tiempo, de hecho hasta comienzos del
siglo ni, pues Dión Casio habla de ellas como si todavía existieran en su época
(XXXVIl.28,3; LV III.20.4), aunque lo cierto es que su papel carecía totalmente
de importancia y que a partir del siglo ii , sin que sepamos exactamente en qué
momento, no hacían más que ratificar formalmente una sola lista de candidatos.
La confirmación puramente formal que hacían los comitia de las leges de imperio
senatoriales, a pesar de que carecemos de testimoios seguros a partir del siglo i,
probablemente continuó practicándose por lo menos el mismo tiempo que siguie
ron en vigencia las asambleas electorales: presumiblemente fenecieron ambas du
rante ei medio siglo de anarquí a gen eral que no acabó hasta Diocleciano (véase
Brunt, op. cit.} 108). Me imagino que la Hisioria Augusta se está inventando el
dato cuando pretende describir la asamblea celebrada en eí Campo de M arte (por
lo tanto unos comitia centuriatá) con motivo de la ascensión al trono del empera
dor Tácito en 275; y, en cualquier caso, se hace ver que la asamblea no hizo más
que desahogarse en aclamaciones (Vita Tac., 7.2-4). En esa época, y de hecho dos
siglos antes, la manera que tenía la plebe de expresar sus opiniones no era ya
ROMA SOBERANA 451
Justino y sus asociados.46 Suele considerarse a Nerva, que reinó de 96 a 98, como
una elección del senado; pero lo único que podemos tener por cierto en este caso
es que Nerva era tan aceptable para el senado como cualquier otro.
4) Ningún otro aspecto del principado expresa mejor el extraordinario con
flicto entre la teoría y la práctica que su esencia comportaba que la cuestión
sucesoria.47 Un em perador podía soslayar fácilmente la dificultad con la que se
topaba a la hora de garantizar su sucesión incluso en la persona de su propio hijo
colocando al heredero designado en una posición tan fuerte que no pudiera desa
fiarlo nadie sin peligro. El príncipe podía adoptar al sucesor que prefiriera cuando
no tenía un hijo natural. El propio Augusto aseguró de este modo la sucesión de
Tiberio: a la muerte de Augusto en el año 14 d.C. se tom ó juram ento de lealtad a
Tiberio, como sucesor inevitable, por parte de los cónsules y demás magistrados
inferiores (Tác,, A n n ., 1.7.3),48 incluso antes de que el heredero recibiera la con
firmación de su cargo mediante la votación formal del senado (ídem, 1.11-13).
Fue un ejemplo que se siguió con frecuencia. Al cabo de una década poco más o
menos durante el siglo ív, Valentiniano I, en una elección interesada que distaba
mucho de contar con la aprobación general, hizo augusto a su hermano Val ente
(364), como dice Ammiano «con el consentimiento de todos, pues nadie se atrevió
a oponérsele» (XXVI.iv.3); Graciano fue nom brado augusto por su padre Valen
tiniano a la edad de ocho años, en 367 (XXVII.iv.4); y tras la muerte repentina de
Valentiniano en 375 los jefes del ejército declararon augusto a su hijo Valentinia-
no II, aunque no tenía más que cuatro años de edad (XXX.x. 1-5). Se despertaron
en el ejército unos sentimientos dinásticos a favor de la familia de los emperado
res que, como Augusto o Constantino, habían conseguido notables éxitos; y este
mismo sentimiento podía extenderse incluso a las hijas de la familia imperial,
aunque no cupiera esperar de ellas la realización de grandes victorias militares
como generales en jefe (véase Arnm,, XXVI.vii. 10; ix.3). El principio dinástico
funcionaba igualmente bien a favor de los hijos adoptivos: de acuerdo con la
costumbre romana, a éstos no se les miraba de manera distinta que a los hijos
naturales. Pero el sistema contenía un defecto oculto: el príncipe que tuviera un
hijo carnal que no estuviera capacitado para su cederle no habría podido deshere
darlo y adoptar a otro (no conocemos ningún caso de este estilo). Ello no sólo
hubiera resultado repugnante a las costumbres romanas, sino que el hijo natural
habría ordenado inmediatamente el juramento de lealtad al ejército, o de gran
parte de él, y hubiera constituido una seria amenaza para cualquier otro preten
diente al trono imperial (cf. Filóstr., Vita A pollon., V.35, ed. C. L. Kayser, 1.194,
líneas 16-25). No habría habido modo de evitar que heredaran personajes como
Cómodo o Caracalla, ni sus padres respectivos, M arco Aurelio y Septimio Severo,
habrían hallado el medio de impedir que fueran designados sus sucesores.
Entre las fuentes de las que disponemos, hay dos documentos que nos sumi
nistran una información particularmente buena en to rn o a la actitud del senado
ante el problema de la sucesión: se traía del discurso que pone Tácito en labios del
emperador Galba cuando adoptó a Pisón en 69, y el panegírico de Trajano de
Plinio, pronunciado en el año 100. Tácito hace declarar a Galoa que, a diferencia
de Augusto, él elegirá heredero no entre los miembros de su familia, sino entre la
totalidad del estado (Hist., 1.15); el imperio no es ya algo que se pueda heredar en
una sola casa, sino que la selección sustituye ahora a la ley de la fortuna que
454 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
«libres de ellas» (Inst. J ., ILxvii.8). Poco después, Severo Alej andró señalaba
sentenciosamente que, aunque la lex imperii libraba al emperador de las sanciones
legales, nada, sin embargo, se ajustaba más al ejercicio de la realeza que el vivir
con arreglo a las leyes (CJ, VLxxiii.3, de 232 d.C.). En 348-349 m ostraba Libanio
su entusiasmo ante el hecho de que los emperadores Constancio II y Constante, a
pesar de que eran «dueños de las leyes» (kyrioi ton nomon), habían «hecho a las
leyes dueñas de ellos» (O r a t LIX.162).49 Incluso ya en 429, en una constitución
dirigida al prefecto del pretorio de Italia, el emperador Valentiniano III llegaba a
decir jactanciosamente que «en un emperador, declararse atado por las leyes,
constituye un sentimiento que denota la majestad de un gobernante, pues hasta tal
punto depende nuestra autoridad de la de la ley; de hecho, someter nuestro
principado a las leyes supone una cosa más grande que el ejercicio de la propia
soberanía» (CJ, I.xiv.4).50
En un discurso pronunciado en 385, Libanio, dirigiéndose al emperador Teo
dosio 1 al modo típico del griego, adjudicándole la palabra tradicional que desig
na al monarca en esa lengua («O basileu»), llegaba a decirle: «ni siquiera tú lo
tienes todo permitido, pues en la propia esencia de la monarquía [basileia] está el
que quienes la ostentan no tengan la potestad de hacer cualquier cosa» (Oral.,
L.19). En esta ocasión, no obstante, hablaba de un m odo completamente general
y abstracto: nunca se hubiera atrevido a decirle a un autócrata como Teodosio
que no podía realizar cualquier acción en concreto que tuviera pensado llevar a
cabo. La realidad sale a la superficie con toda claridad en otro discurso de
Libanio, a saber, en la oración fúnebre que escribió para Juliano, poco después
de la muerte de este emperador en 363: Juliano, dice, «tenía en sus manos la
facultad de saltarse las leyes, si asi lo quería, sin correr riesgo alguno por ello de
ser llevado a los tribunales y ser sancionado por su actuación» (Orat., XVIII. 184).
El emperador «tiene en su lengua derecho de vida y muerte», dice Ammiano
(XXIX.i. 19; cf. XVIILiii.7); pero lo más que puede hacer el historiador es expre
sar sus esperanzas en que un monarca absoluto de este tipo no se comporte de
manera arbitraria ni despótica (insiste en este tema con mucha frecuencia: véase,
e.g., XXIX.ii. 18-19; XXX.iv. 1-2). Una constitución imperial de 384-385 prohíbe
toda discusión acerca del ejercicio del dictamen del emperador, basándose en que
«constituye una especie de sacrilegio [sacrílegi instar] dudar de la valía de la
persona que haya sido elegida por el emperador» (CTh, I.vi.9 = CJ, IX.xxix.2).51
Bien pudiera ser que esta declaración hubiera sido provocada por una solemne
protesta de Símmaco, en su condición de prefecto urbano, por las pocas cualida
des que tenían algunos subordinados suyos (que habían sido elegidos por el empe
rador y no por él), hombres a quienes» según añade con gran tacto, «las múltiples
preocupaciones de Vuestra clemencia han impedido someter a ninguna prueba de
idoneidad» (R ei, xvii).
Un emperador lo mismo podía castigar que conceder el perdón, otorgando
generosamente cierta «libertad de expresión». Durante el siglo ík Favorino de
Arles, el he rm afro dita galo que se hizo sofista griego, acostumbraba a afirmar,
explícitamente a m odo de paradoja, que había «disputado con un emperador y,
sin embargo, había seguido con vida»; y Filóstrato, al recoger esta anécdota,
felicita al emperador en cuestión. Adriano, por «disputar en términos de igualdad,
siendo como era el soberano, con un hombre al que hubiera podido condenar a
456 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
muerte» {Vit. sóph;, 1.8); Ammiano nos narra una historia de lo más reveladora
acerca del comportamiento de Juliano en la década de 350, cuando todavía no era
más que césar, título que, en esa época, indicaba al colega más joven de la pareja
que compartía la dignidad imperial, y que se hallaba subordinado al augusto, que
entonces era Constancio II. Al haberle sido reprochado un acto de clemencia,
Juliano replicó que, por muchas objeciones que pudieran ponérsele a su clementic
desde el punto de vista del derecho {incusení iura clementiam), lo propio de un
emperador de carácter especialmente moderado era sobresalir por encima de todas
las leyes que no fueran las suyas (legibus praestare ceteris decet, XVLv. 12). Am
miano se m uestra claramente un adm irador de la conducta de Juliano. Por otra
parte, además de castigar y perdonar a su libre arbitrio, un emperador podía en la
práctica hacer y deshacer, sobre todo, cualquier ley, con validez general o simple
mente ad hoc, según su puro capricho, pues en esa época era la única fuente
independiente del derecho. Si se me da espacio para exponer un solo ejemplo de
una alteración ad hoc de la ley en beneficio directo del soberano, yo propondría
la constitución (CJ, V.iv.23), redactada «en un latín sonoro y lleno de circunlo
quios»,52 que decretó hacia 520 uno de los emperadores más conservadores y de
mentalidad más tradicional de los que hubo en Roma y Bizancio, a saber, Justi
niano I, que a la sazón era todavía simplemente «el poder que se halla tras el
trono» (de Justino I). Este edicto cambiaba las leyes romanas referentes al matri
monio de un m odo que no podía tener por objeto otra cosa que permitir que
Justiniano pudiera contraer matrimonio con la exactriz Teodora, matrimonio que,
sin ese cambio, hubiera sido ilegal. No obstante, los emperadores, en todo caso,
se hallaban más «libres» de las leyes referentes al matrimonio que de ninguna otra.53
Me doy perfecta cuenta de que algunas personas, especialmente acaso los
expertos en derecho constitucional, se hallan muy imbuidos de la idea de que el
emperador se hallaba en teoría «sometido a las leyes», mostrando incluso muchos
el deseo de discutir la cuestión de si ios mejores emperadores «vivían realmente
según las leyes» o no, así como las causas y consecuencias de este fenómeno. Para
mí todas estas cuestiones no tienen ninguna base real y n o m e r e c e n ia menor
discusión, dejando incluso aparte la sensación que muchos podamos tener de que
algunas de las leyes más crueles y opresivas del imperio romano habría sido mejor
saltárselas que observarlas.
En resumen, el emperador se hallaba sometido en realidad a una sola ley y
sólo a una, esto es, la de la fuerza. Ello significaba, por supuesto, que tenía que
obtener la adhesión voluntaria de todos aquellos cuyo descontento con su gobier
no no podía simplemente ignorar o suprimir: entre éstos se contaban principalmen
te los estratos más elevados de la clase de los propietarios, y tal vez los oficiales
del ejército situados por debajo de este nivel. Un emperador podía ser asesinado
o depuesto por un golpe militar; y en ese caso podía alegarse que era un «tirano»
que había recibido su justo merecido; aunque, naturalmente, lo que lo había
hecho «tirano» no fuera más que su incapacidad para mantener su gobierno
(véase más arriba en [3]). Para evitar tales contingencias, el emperador tenía su
propia guardia de corps (además de la guardia pretoriana), y era asimismo genera!
en jefe del ejército romano, en la práctica desde el comienzo del régimen. Aunque
a comienzos del principado había tropas que no estaban, en teoría, bajo eí mando
directo del emperador, por ejemplo en Africa, las autoridades municipales de
ROMA SOBERANA 457
Lepcis Magna pensaban que era prudente, al erigir una inscripción conmemorati
va de la victoriosa campaña contra los gétulos llevada a cabo en 6 d.C. «bajo el
mando» (ductu) del procónsul de África Cosso Cornelio Léntulc, hacer referencia
al hecho de que el procónsul ejerció el mando «bajo los auspicios de César
Augusto», reconociendo que militarmente se hallaba subordinado al emperador
(E /J2, 43 = A E [1940], 68). En un poema dedicado a Augusto, en eí que se
celebran las victorias en Germania de Tiberio y Druso en 15 a.C., Horacio definía
ya a los hombres, los recursos y los planes correspondientes como si pertenecieran
al emperador (Od., IV.xiv.9-13, 33-34, 41-52). Naturalmente, en sus Res gestae
Augusto hablaba de todas las campañas llevadas a cabo durante su principado
como si se hubieran realizado bajo sus auspicios, llam ando al ejército y a la flota
romanos «mi ejército» y «mi flota» (véase Wickert, PF> 128-131). Parece asimis
m o que el juram ento militar {sacramentum) se pronunció siempre en nombre del
emperador reinante (véase más adelante). De hecho, en una frase de lo más
sorprendente puesta en boca del emperador que nosotros conocemos habitualmen
te con el nombre de Pupieno (en 238), Herodiano afirm aba que el sacramentum
del ejército (en griego, siratioükos horkos) era un semnon mystérion del gobierno
de Roma, palabras para las que es difícil hallar un equivalente en nuestra lengua:
tal vez lo mejor sea traducirlas por «talismán sagrado», «símbolo augusto» o
«excelso secreto» (Vlll.vii.4). Así pues, el emperador era, en un sentido muy
claro, un «dictador militar». Sin embargo, no haría yo demasiado hincapié en el
aspecto estrictamente militar de su gobierno, a pesar de que quedaba perfectamen
te resaltado en su título oficial en latín de imperator, que de hecho tomó como
praenornen Augusto y después lo hicieron los demás emperadores desde Vespasia-
no a Diocleciano, quienes, al definirse a sí mismos, empezaban llamándose «Im-
perator Caesar ...» (la traducción griega oficial de imperator era autokrator,
palabra que tiene unas connotaciones militares mucho menos directas: véase más
arriba). El principal motivo que tengo para atenuar la «dictadura militar» de los
emperadores romanos es que por regla general no utilizaban sus ejércitos como
medio de control interno, y que, cuando el sistema funcionaba como era debido,
tampoco tenían necesidad de hacerlo, salvo para reprimir cualquier revuelta oca
sional. El sistema contaba normalmente con el respaldo total de las clases altas.
Como ya insistí anteriormente, por mucho que ciertos emperadores en concreto
—Tiberio, Gayo, Claudio, Nerón, Domiciano, Cómodo y después otros— pudie
ran enfrentarse «al senado» o a «la aristocracia», no se produjeron necesaria ni
permanentemente conflictos entre ellos.
Como ya he aludido en más de una ocasión a los panegíricos oficiales pronun
ciados en honor de los emperadores (normalmente ante su presencia), no añadiré
sino que estoy de acuerdo con Alan Cameron en que no son los documentos más
fáciles de interpretar ni mucho menos, y que se los ha de analizar desde distintos
puntos de vista. Me gusta en particular la conclusión a la que llega Cameron y er
la que dice: «lo que im portaba más que el contenido era la form a y la ejecución.
Se aplaudía y premiaba al panegirista no, en general, por lo que decía, sino por
cómo lo decía» (Claudianc, 36-37). Tal situación habría sido del mayor agrado de
Isócrates, anti-intelectual que creía con toda convicción que había que prestar
atención y respetar ante todo la forma mejor que el contenido, y que probable
mente tiene parte de culpa en el hecho lamentable de que ésta fuera la actitud que
458 LA LOCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
Tiberio Constantino, la sustituyó cuidadosamente por una cruz.55 Ello nos mues
tra claramente cómo incluso un tipo estándar podía fácilmente interpretarse equí
vocamente en una moneda.
Jones insistía asimismo en la falta de testimonios literarios en torno a la
importancia que se daba a los tipos y leyendas que aparecían en las monedas
(NH, 14 - R E , 62). Creo que tiene razón, incluso cuando tomamos en considera
ción los pocos pasajes literarios (no señalados por Jones) que hablan de los deseos
que pudiera tener un emperador de acuñar monedas en las que se expresara un
determinado motivo. En todo el campo por el que ahora me intereso, yo sólo
conozco cuatro pasajes de ese estilo, aunque, naturalmente, bien pudiera haber
muchos más. En uno, Augusto emite una moneda con el signo zodiacal bajo el
que había nacido, el de Capricornio (Suet., Div. A ug., 94.12); y en otro, Nerón
acuña monedas (y encarga estatuas) en las que se le represente vestido de cantor
al son de la cítara (ciíharoedus: Suet,, Ñ ero, 25.2). Efectivamente, estas dos
afirmaciones se han visto confirmadas por ciertas monedas. En un tercer pasaje,
Constantino, según Eusebio, encargó que se le retratara en sus sólidos en actitud
orante, con m irada edificante ( Vita Consí,, IV. 15); Eusebio añade que dichas
monedas eran de uso corriente. Pues bien, es perfectamente cierto que muchos
sólidos constantinianos posteriores a 324 llevan ese retrato; pero si Eusebio tenía
razón o nó al suponer que Constantino eligió personalmente ese tipo con intencio
nes piadosas es una cuestión bien distinta, pues la actitud que aparece en el
retrato puede compararse con otros paralelos que datan incluso de la época hele
nística, y los numismáticos han expresado la opinión de que «las monedas no
tenían por cometido expresar ninguna actitud o virtud cristianas».56 El cuarto
pasaje literario es la continuación (no citada por Jones) del de Juan de Éfeso al
que he hecho referencia en el anterior párrafo. (HE, III. 14). Se nos cuenta que el
emperador Tiberio Constantino declaró que la sustitución que llevó a cabo de la
figura femenina (que representaba a Constantinopla), que podía ser tomada erró
neamente por A frodita, por la cruz le fue dictada por una visión (único ejemplo
que tenemos, por lo que yo sé, de una intervención divina en este terreno, y acaso
el testimonio más útil de los que se han conservado acerca del interés que tuvieron
los emperadores por los tipos de las monedas).57 Vale la pena señalar aquí que,
según Ammiano, en el año 365 el «usurpador» Procopio intentó fomentar sus
pretensiones al trono imperial diciendo —entre otras formas de propaganda— que
sus monedas de oro circulaban por Iliria: el aspecto en el que hace hincapié
Ammiano es que «llevaban su retrato» (estaban effigiati in vultum novi principis,
XXVI.vii. 11). Naturalmente también iría inscrito en las monedas el nombre del
aspirante a emperador; pero, por lo que dice Ammiano, podemos deducir que la
gente esperaría reconocer también la efigie. Por otro lado, Aíhmiano no se moles
ta en indicar la interesante leyenda, R E P A R A T IO FEL. TEM PS., que, al pare
cer, llevaban todas las monedas de oro de Procopio, y que (según se ha sugerido)58
form aba parte de sus pretensiones a hallarse en relación (p o r matrimonio) cor ia
dinastía de Constantino, que había llegado a su fin a la muerte de Juliano sólo
dos años antes, y en cuyas monedas se había grabado a partir de 347, FEL.
TEMP. REPARATIO.
Quizá alguien esperara que ei autor anónimo del curioso panfletillo titulado
De rebus bellicis (probablemente de finales de la década de 360 o de comienzos de
460 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
He mencionado muy pocas veces lo que podríamos llamar «la teología del
gobierno imperial de Roma», tema que he de tratar con más brevedad de la que
merece. Constituye, desde luego, un argumento de lo más pertinente para la lucha
de clases durante el imperio romano, pues el reforzamiento religioso de la posición
del emperador podía fortalecer, y de hecho fortaleció, el gigantesco aparato de
coerción y explotación en su conjunto. Este tem a se divide claramente en dos
secciones: el imperio pagano y el cristiano. En la sección pagana, lo que normal
mente ha concentrado toda la atención es el llamado «culto al em perador»55
(resulta difícil definir la expresión «culto al emperador» si no es aludiendo a la
realización de actos de culto en honor de los emperadores y a veces de su fami
lia: 60 ello implicaba, naturalmente, alguna form a de «veneración religiosa», o,
por lo menos, la atribución formal de algún tipo de divinidad a la persona que
recibía el culto; pero solía descuidarse lo que la mayoría de la gente consideraría
hoy día el elemento «religioso»). En beneficio de los que saben poco de la historia
de Roma, mencionaré simplemente el conocido hecho de que, aunque un empera
dor romano fuera venerado en vida a niveles inferiores (por así decir), por parte
de las asambleas provinciales, las ciudades, corporaciones de todo tipo, e indivi
duos, no se convertía nunca en un dios oficial del estado romano hasta su muerte,
cuando el senado le concedía o no culto estatal así como el título de divus, ‘el
divino’ (la medida que tomara el senado dependería en gran parte de 1a actitud del
emperador que ocupara el trono a continuación). En eí extremo opuesto de la
divinización, un emperador muerto podía padecer la damnaüo memoriae, que
suponía la condena general de su reinado, la cancelación de sus actos, la destruc
ción de sus estatuas y la supresión de su nom bre de todos los monumentos
públicos. La eventual concesión de honores divinos o su correspondiente denega
ción, así como la confirmación o' cancelación de los acta del emperador represen
taban una especie de control sobre la actuación de éste mientras gobernaba, en la
medida en la que tuviera en cuenta este tipo de consideraciones: yo no diría que
tuvieran un peso muy importante a ojos de la mayoría de los emperadores, a
quienes interesaría muy poco que el senado, en cuanto órgano representativo de la
aristocracia imperial, los tuviera en poca o mucha estima.
ROMA SOBERANA 461
Los títulos de culto de los primeros reyes —Soter, «el Salvador», Evérgetes, «el
Benefactor», etc.— revelan el hecho de se les veneraba por io que habían hecho; ...
se consideraba que ia principal función de la realeza era la philanthrópia, la utilidad
para sus súbditos ,.. Los dioses olímpicos no conferían ninguna salvación personal,
ninguna esperanza de inmortalidad y muy poca espiritualidad; además, como guar
dianes de la moralidad más alta se hallaban en su mayoría tristemente fuera de
lugar. Y encima había que poner mucha fe: se podía creer en el poder y el esplendor
de Zeus, pero el poder y el esplendor de Ptolomeo podía verse. Un dios local no
podía dar de comer en una época de hambre, pero el rey sí ... Apolo no podía
ayudar a los administradores de'Su templo de Délos a cobrar sus deudas por las islas;
pero, cuando se apelaba a Ptolomeo, éste enviaba a algún almirante suyo que las
cobraba sin dilación. ¿No tenía, pues, un rey unos poderes de los que carecía un
dios? Al menos eso es lo que pensaban los hombres (H C 49-55, en 53).
Por otro lado, hombres y mujeres sabían también que en algunos de sus
apuros —especialmente en caso de enfermedad— lo que querían era una asisten
cia sobrenatural o mágica: en casos así dirigían normalmente sus oraciones no ya
al rey más poderoso, sino a la divinidad adecuada o a cualquier otra figura
sobrehumana. Si nos inclinamos a limitar el uso de los términos «religión», «ve
neración» o «piedad» a las situaciones en las que aparece lo sobrenatural, estare
mos de acuerdo con A rthur Darby Nock cuando afirma:
emperador se vio precedido (lo mismo que en tantos otros temas) por las respec
tivas concepciones paganas. De la masa de breves testimonios —que no se integran
coherentemente en un todo uniforme, y que de hecho se contradicen unos a otros
con frecuencia— seleccionaré tres: dos literarios y uno iconográfico, reuniéndolos
para presentar al emperador como representante en la tierra del rey de los dioses.
He elegido estos testimonios porque los tres proceden del reinado de Trajano
(98-117), uno de los pocos emperadores que consiguieron la entusiasta aprobación
del senado. Anteriormente, hacia los años noventa, el poeta Marcial hablaba del
emperador Domiciano como si de Júpiter se tratara, llamándolo «nuestro Tonan-
te», epíteto que lo asimilaba a Júpiter; y otro poeta, E stado, hacía que la Sibila
invocara a Domiciano como a un dios y dijera que «Júpiter le ordena regir la
bienaventurada tierra con su ayuda».68 Sin.embargo, Domiciano fue en sus últimos
años un emperador autócrata, que (según nos cuentan) pretendía que los hombres
se dirigieran a él llamándolo dominus et deus, «Señor (o Amo) y dios».69 La
adulación, que podría pensarse que era anormal y en absoluto sincera (aunque no
en el caso de Estacio) cuando iba dirigida a Domiciano, puede pensarse que era
espontánea y de lo más corriente cuando su destinatario era Trajano, el optimus
princeps. Mi primer testimonio es un pasaje literario en latín al que ya hemos
hecho referencia en la sección v de este mismo capítulo: se trata de la noción
expresada por Plinio el Joven de la delegación que ha hecho Júpiter a Trajano de
«la tarea de realizar su papel ante el conjunto de la raza hum ana» (P a n e g 80.5;
cf. 1.5, en donde se habla de la elección que ha hecho Júpiter de Trajano). El
segundo forma parte de un discurso pronunciado en griego ante Trajano por Dión
Crisóstomo (probablemente en una fecha muy cercana al Panegírico de Plinio),
uno de los siete discursos de Dión que tratan de la m onarquía (de la realeza, la
tiranía, o de ambas a la vez).70 Encontramos en él la misma idea básica que en
Plinio, esto es la de la delegación del poder en manos del soberano realizada por
el dios más excelso —en este caso Zeus, naturalmente, haciendo referencia de
manera general no a un soberano en particular, ni a un rey cualquiera, sino
específicamente a ios buenos reyes, que se interesan por el bienestar de sus súbdi
tos (1.11-12). Finalmente, la misma concepción aparece durante el mismo reinado
en un monumento oficial erigido en Italia, a saber, el «arco de Benevento»,
encargado por el senado de Roma como halago a Trajano (véase IL S , 296), y
terminado en los últimos años de su reinado, entre 114 y 117. Citaré lo que un
destacado arqueólogo romano, I. A . Richmond, decía en 1950 acerca de las
esculturas del arco de Trajano:
la entrega del símbolo del poder a Trajano por parte del padre de los dioses, que le
tendía su diestra —y añadía—; y ese mismo acto se repite en muchas monedas. Unas
veces, el soberano recibe el símbolo del poder ... de su divinizado padre, otras del
propio Júpiter, pero no cabe duda de que es el elegido de los dioses, enviado a
ocuparse de los asuntos terrenales por la divina Providentia, ejerciendo él a su vez su
Providentia de diversas maneras para bien de la humanidad (VRE, 15-16).
desde mediados del siglo iii (véase Nock, EDC = E R A W , 11.653-675), pues, aun
que el llamar a determinado ser divino (dios, héroe o daimbri) comes del empera
dor no implicaba necesariamente su subordinación a éste, constituía una costum
bre a la que, obviamente, no podía acomodarse el Dios cristiano. Resultaba
totalmente natural que los cristianos quisieran encontrar una justificación teológi
ca a la nueva monarquía cristiana de Constantino y sus sucesores (no hablaré para
nada de posibles antecedentes del Antiguo Testamento, ni de sus influencias, pues
las concepciones israelitas de la realeza eran un revoltijo de ideas contradictorias,
que incluían una fuerte corriente antimonárquica, procedente de los profetas; y
los especialistas modernos han expresado unas opiniones extraordinariamente va
riadas en torno a este asunto, elaboradas con frecuencia sobre la base de una
utilización enormemente selectiva de los textos).75 Los cristianos aceptaron el de
sastroso principio paulino de que «los poderes que existen han sido puestos por
Dios» (Rom., X III. 1-7; Tito, III. 1; cf. I Ped., ii. 13-17, así como I Tim., ii. 1-2:
véase mi artículo ECAPS, 14, n. 41). De este modo, «su unión con la iglesia
cristiana, desde la época de Constantino, confirió al sistema una im pronta religio
sa, tiñendo el sometimiento con la aureola de la resignación ante la voluntad de
Dios» (F. Oertel, en C A H , X II.270), Se daban ya todos los motivos para que los
cristianos resucitaran la idea —que existía ya desde antes, como acabamos de ver,
desde tiempos del principado, aunque no tuviera entonces verdadera importancia—
de una delegación divina en el m onarca del poder supremo en la tierra.
Esta estructura en su totalidad fue presentada por el obispo e historiador
Eusebio de Cesárea a Constantino, quien se había jactado anteriormente de tener
al Sol invicto (sol invictus) por comes, pero que ya estaba dispuesto a abandonar
todas esas reliquias del paganismo. Constantino se mostró más que dispuesto a
adoptar esas ideas: durante el invierno de 313-314 había escrito una curiosa carta
a Elafio, casi con toda seguridad vicario (viceprefecto) de Africa, al final de la
cual pretendía que Dios había «confiado, por su celeste voluntad, el gobierno de
todas las cosas terrenales» a sus manos (Optato, apéndice III).76 Puede verse casi
completamente desarrollada la teología del Imperio cristiano en el portentoso
discurso de Eusebio dirigido a Constantino titulado convencionalmente Triakon-
íaétérikos (u Oratio de laudibus Constantini), probablemente de 336, al que men
cioné al final de V.iii (véanse también sus notas 62-63). Constituye un documento
verdaderamente extraordinario. Resulta sorprendente, exagerado, verborreico, rim
bombante, retórico —como era de esperar de una ocasión tan solemne en dicha
época—, de modo que se nos hace hoy día pesado de leer, tanto en griego como
en nuestra lengua; no obstante, no hay que perdérselo. El que no tenga estómago
para tragar lo bastante de semejante bazofia, deberá leer al menos los pasajes que
cito en una nota.77 Vemos en él que el emperador, en cuanto vicerrector de Dios,
se halla revestido, a pesar de ser mortal, de una aureola sobrenatural, en absoluto
inferior al elevado status al que aspiraran los emperadores paganos al admitir el
culto que se Ies rendía o ai asociarse de una manera u otra a los dioses. Los
emperadores cristianos no perdieron para nada la m ajestad o autoridad de sus
predecesores paganos. De hecho, el poder imperial adquirió entonces unos tintes
teológicos más intensos que los que había tenido durante el principado. Como
dijera Nock, «el punto álgido de la dignidad imperial se alcanzó durante el cristia
nismo» (EDC, 105 = ERA W. 11.658). El emperador Justiniano, el 15 de diciem
466 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
Así pues, casi al final del período del que trata este libro, en la segunda mitad
del siglo vi (y durante el vii), se produjo, como dije casi al comienzo de esta
sección, una nueva exaltación del emperador. No resulta, sin embargo, difícil de
explicar. Los bizantinos hubieron de soportar unas cargas más pesadas que las
que habían padecido nunca, obligados por los enormes esfuerzos militares que les
exigieron Justiniano y sus sucesores, y que, sin embargo, concluyeron en una serie
de desastres, que culminaron con el sometimiento de M esopotamia, así como de
ciertas partes de Siria y Egipto, a los persas durante las primeras tres décadas del
siglo v ii; y, aunque pareció que Heraclio restaurara la situación en 630 (año en el
que devolvió a Jesusalén en triunfo la «Vera Cruz», que había reconquistado a los
persas), estaban a punto de producirse los mayores desastres que le ocurrieran
nunca al imperio de oriente en forma de las conquistas árabes (sobre las cuales,
véase VIII.iii). D urante todo este período, los gobernantes del imperio se dieron
cuenta de que, para sobrevivir a la continua enemistad de Persia y a los ataques
de los «bárbaros» procedentes de todas direcciones, se requería la mayor cohesión
posible, y pensaron que su supervivencia dependía de la ayuda divina. Los empe
radores, a través de quienes cabía esperar que se m anifestara la ayuda de Dios
—aunque fuera a través de simples mortales—, y que eran los únicos que podían
unificar a los Rhdm aioi (como se designaban a sí mismos los bizantinos), se
vieron impelidos, naturalmente, a aumentar su dominio por todos los medios a su
alcance, sin que las clases altas tuvieran otro motivo más que colaborar en este
proceso, puesto que para entonces su propia posición de privilegiados se veía
gravemente amenazada por los barbaroi provenientes de todos los rincones. El
engrandecimiento del emperador hemos de verlo tan sólo como uno de los múlti
ples elementos —políticos, religiosos, ceremoniales, litúrgicos, iconográfi
cos, etc.— 81 ideados para asegurar la cohesión del imperio y el auxilio del Todo
poderoso. Uno de los rasgos más significativos fue el notable aumento del culto
de los iconos y reliquias, y, particularmente en Constantinopla, el de la Virgen, la
Theotokos (la Madre de Dios), cuyo vestido y cinturón —reliquias en las que,
según se creía, residían un valor y un poder incalculables— habían sido adquiri
dos por la ciudad durante el siglo v (véase Baynes, B SO E , 240-260), y que, a
comienzos del siglo vn, aparece, ante todo, como principal vía de intercesión ante
el Altísimo. Se creía que su intervención había salvado a Constantinopla de los
ávaros en 619, y de form a aún más curiosa, con ocasión del amenazador ataque
de ávaros y persas conjuntamente en 626 (en ausencia del emperador Heraclio),
momento en el que se llegó a creer que la propia Virgen se había aparecido,
espada en mano, delante de la iglesia que le estaba dedicada en las Blaquernas,
Cuerno de Oro arriba.82 Los emperadores participaron en buena medida en este
aumento de la piedad y la superstición,- y, al parecer, carecemos de cualquier
testimonio que confirme que la gente cultivada se vio dominada (como algunos
han pensado), en esta época de credulidad universal, por una ola de «sentimientos
populares», procedentes de la base: de hecho, «las clases altas, en todo caso,
dirigieron la m archa».^ Alan Cameron ha demostrado perfectamente cómo, a
partir de finales del siglo vi y especialmente durante el reinado de Heraclio en la
primera mitad del v i i , las facciones del circo (ios Azules y los Verdes) consiguie
ron una importancia cada vez mayor en el ceremonial imperial (CF. 249-270,
298). Hemos de considerar este fenómeno como un «esfuerzo muy positivo hacia
468 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
la integración social».85 De igual modo, los emperadores «tenían mucho que ganar
en términos de control social con la formalización del culto de la Theoíokos y con
su transform ación en garantía especial de la salvaguardia de la ciudad»; y pode
mos pensar que el proceso en su conjunto constituyó «un intento realizado por la
clase gobernante de imponer su control»86 mediante la utilización de un ritual
apropiado y significativo, y del simbolismo que comportaba. Las clases bajas
siguieron siempre obedientemente las directrices de sus obispos en cuestiones reli
giosas (cf. VII.v). Las revueltas militares o políticas estaban, en cualquier caso,
fuera de lugar para todas ellas, y en esa época no pueden detectarse muchos
signos de obstinación efectiva por su parte, excepto, por ejemplo, en las desercio
nes hacia las filas árabes llevadas a cabo por los monofisitas egipcios, indigna-
dos por las persecuciones a las que los sometían los «ortodoxos» de Calcedonia
(véase VIII.iii).
En su entusiasta reacción ante la ascensión al poder de una dinastía de empe
radores cristianos a partir de Constantino, Eusebio y muchos de sus compañeros
obispos no encontraron motivo alguno para limitar la delegación de la autoridad
divina sobre la tierra en los buenos emperadores, como había hecho Dión Crisós
tomo (véase más arriba), tan seguros estaban de que podían ponerse en manos de
Constantino. Quizá al principio dieran simplemente por descontado —si ni siquie
ra pensaban en ello— que los emperadores iban a seguir siendo hombres de Dios.
No obstante, toda su teoría de la elección divina, que se rem ontaba (como ya he
demostrado) a san Pablo, requería su aceptación del monarca, si no como premio
que recibían de Dios, sí como instrumento de la voluntad divina, actuando de la
manera más útil para su mejora, a través de sus acostumbrados caminos insonda
bles, mediante el castigo87 (no puedo ahondar aquí en los distintos argumentos
que idearon para hacerse con una libertad de acción en los asuntos estrictamente
religiosos frente a los emperadores, que, a su juicio, no efectuaran la voluntad de
Dios). Los emperadores recompensaron la lealtad de sus obispos condenando y
persiguiendo a los «herejes» y «cismáticos»; en 545 d.C., mediante su Novela
CX X X I.l, Justiniano llegó a dar fuerza de ley a los cánones de los cuatro conci
lios de la Iglesia que se habían realizado y que los católicos habían aceptado como
ecuménicos (a saber, el de Nicea, de 325; el de Constantinopla I, de 381; el de
Éfeso I, de 431, y el de Calcedonia, de 451). Justiniano ignoró, dando muestras
de enorme tacto, el segundo concilio de Éfeso, de 449, que no tenía menos
razones que muchos otros para ser considerado ecuménico, excepto que quien
venció fue el «partido equivocado»: llegó a conocérsele con el nombre de latroci-
nium o «sínodo del robo» de Éfeso (véase lo que luego diré del concilio de
Calcedonia).
Lo poco que perdieron los emperadores cristianos al admitir la nueva form u
lación teológica de su situación queda bien ilustrado por un pasaje procedente del
manual latino de asuntos militares escrito por Vegecio, probablemente a finales
del siglo iv. Nos revela que los soldados que eran reclutados juraban (si se me
permite que dé la traducción literal) «por Dios, Cristo y eí Espíritu Santo, y por
la Majestad del emperador, que, por voluntad de Dios, debe ser amada y venera
da por toda la raza humana»; y añade: «pues cuando el emperador recibe el título
de augusto, ha de tenérsele una devoción llena de fe, como si de una divinidad
presente en la carne se tratara [tamquam praesenti et corporali deo] ... Pues ios
ROMA SOBERANA 469
civiles y ios soldados sirven a Dios cuando aman, llenos de fe, al que reina con la
autoridad de Dios» (II.5).
Hay otra corriente en la ideología de la monarquía en la Antigüedad que
merece una una breve mención aquí, no porque tenga importancia en sí misma,
sino porque algunos especialistas la han sacado recientemente a colación y le han
otorgado una significación que, en realidad, no adquirió hasta la alta Edad Me
dia: me refiero a la noción del rey sabio y bueno como nom os empsychos (lex
animata, «ley dotada de alma», «ley viva»).88 Ya en pleno siglo ív a.C ., Jenofonte
había recogido la opinión que afirmaba que el buen gobernante era «una ley
dotada del sentido de la vista» (blepdn nomos, «ley vidente»: C y r o p V III.i.22).
Aristóteles hablaba del hombre libre y cultivado como de «una ley para sí mismo»
(EN, IV.8, 1.128a31-32); y en la Política decía que si hubiera un hombre que
fuera tan absolutamente superior a los demás que no admitiera comparación con
ellos, podría ser identificado con «un dios entre los hombres» y no verse sometido
a ninguna ley: tales hombres serían, de hecho, «ellos mismos leyes» (III. 13,
1.284a3-14; cf. L7, L288al5-19). El concepto del buen rey como nomos empsy
chos surgió, con toda seguridad, durante el período helenístico, pues Musonio
Rufo, el filósofo estoico de la segunda mitad del siglo i de la era cristiana, llegaba
a referirse a ella diciendo que era una opinión que sostenían los «hombres anti
guos» (hoi palaioi); sin embargo, la aparición más antigua, de la que tenemos
constancia, de esta expresión en lo que se ha conservado de la literatura griega es
la utilización que de ella hace Filón, De vita Mosis, 11A (comienzos del siglo i).
La expresión aparece sólo de form a ocasional durante el principado y el Imperio
tardío, y se halla ausente del Triakontaetérikos de Eusebio; pero no desapareció
durante el imperio cristiano, y la encontramos, por ejemplo, en la legislación de
Justiniano, que llega a hablar en 537 de su propia m onarquía como de un nomos
empsychos (N ov. J., CV.ii.4).89 Para entonces, con la mayor seriedad, se trata de
un directo don de Dios (todo el que quiera leer unas buenas traducciones al inglés
de ciertos pasajes muy pertinentes de Plutarco, Musonio, «Diotógenes» y Temis-
tio, las hallará en Barker, A C , 309-310, 365, 378).
Para los bizantinos, la autocracia del emperador era, según las palabras deí
«poeta laureado» del siglo v i i Jorge de Pisidia, un theostérikton kratos, un poder
cuyo fundamento es el propio Dios (véase Baynes, BSOE, 32-35, 57-58; cf.
168-172). Estas afirmaciones no son necesariamente producto de nada que merez
ca ser dignificado con el apelativo de «pensamiento político». Norman Baynes
creía que decir que «no se da ninguna discusión de la teoría política» por parte de
los bizantinos constituía «una falta de comprensión», y que «la literatura bizanti
na se halla impregnada de pensamiento político, i.e., de la teoría de la monarquía
romana oriental» (BSOE, 32). Me parece a mí que ello es tomarse las cosas
demasiado en serio. La frase de Jorge que dice «qué buen gobierno es la monar
quía, que tiene por guía a Dios» es una muestra representativa de ello (ibidem, 58;
cf, 34-35 y n. 25).
Cuando sólo quedó un único personaje en la cima del poder dentro del mun
do grecorromano, el aumento de las prerrogativas incuestionables de las que
disponía siguió avanzando inexorablemente. Durante el imperio cristiano, fuera
de las revueltas armadas, el único desafío posible a su autoridad que se habría
470 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
tomado en serio habría sido una apelación a que el Dios cuyo vicario en la tierra
era él actuase en contra suya; y ese tipo de desafío se hallaba limitado a los
asuntos religiosos. Incluso en ese terreno, como demostraré después, un empera
dor que tuviera la intención de interferir en esos asuntos, habría sido capaz de
imponer su voluntad al clero en una medida mucho mayor, incluso en la esfera
doctrinal, de lo que han querido admitir normalmente los historiadores de la
Iglesia. Durante los últimos años los especialistas han empezado a subrayar el
importante papel desempeñado por Constantino en los asuntos eclesiásticos, pri
mero en el caso de los donatistas del norte de Á frica (especialmente en Numidia),
y luego en el arrianismo y en las demás controversias que convulsionaron a algu
nas iglesias del oriente griego. Fergus Millar, a cuya compilación de informaciones
acerca de la comunicación que se dio entre los emperadores romanos y sus súbdi
tos he hecho ya mención en esta sección y en II.v, ha señalado particularmente
bien (E R W , 584-590) hasta qué punto se debió la primera intervención de Cons
tantino en los asuntos de la Iglesia, esto es en el cisma donatista, a las apelaciones
directas que repetidamente hicieron a él, especialmente los propios donatistas (el
tratamiento que hace de la controversia arriana, 590-607, resulta mucho
menos satisfactorio, quizá porque ilustra una intervención activa del emperador
sin que nadie se lo hubiera pedido, tema que se adecúa mucho menos al carácter
de Millar).90 Érase una vez unos historiadores de la Iglesia que pensaban que
Constancio II (337-361) fue el primer emperador que empezó con las «interferen
cias» en los asuntos de la Iglesia que condujeron al «cesaropapismo»; y todavía
podemos oír que se repiten esos puntos de vista de vez en cuando. Ello se debe,
sin embargo, casi por completo al hecho de que Constancio —en la opinión de los
que pasaron a constituir la facción dominante y aún lo siguen siendo— 91 no fue
un emperador católico totalmente ortodoxo; y las «interferencias» en los asuntos
eclesiásticos, lo mismo que la «persecución» (véase VII.v), merecen llevar ese
nombre peyorativo, a juicio de muchos historiadores de la Iglesia incluso actuales,
sólo cuando fueron llevadas a cabo por quienes tuvieran unas tendencias que ellos
consideraran heréticas o cismáticas;9ia un emperador, en cambio, que aplastara a
herejes y cismáticos habría ayudado simplemente a «mantener la paz de la Igle
sia». Pues bien, Constantino, que se había convertido al cristianismo en su m adu
rez, no se deleitó mucho en verse convertido en teólogo. Ello sale a la luz con
especial claridad en el primer documento que sacó en la controversia arriana: se
trata de la carta tan larga, emotiva y emocionante que escribió en 324 a Alejan
dro, obispo de A lejandría, y a Arrio (y que nos ha transmitido completa Eusebio,
Vita Constante 11.64-72), en la que resta im portancia a las sutilísimas cuestiones
teológicas que se veían puestas en juego, tratándolas con gran aspereza como
cuestiones que creaban unas discordias innecesarias, que más habría valido no
sacar a la luz pública. Constantino estaba por lo general dispuesto a dejar que los
obispos decidieran en el campo doctrinal, pero cuando surgió una fuerte opinión
mayoritaria, o (como en el concilio de Nicea} le pareció que iba a surgir esa
corriente, se dio prisa en apoyarla enérgicamente, con la finalidad de cumplir su
determinación, tenaz y primordial, de asegurar ia paz y la arm onía,92 y, si ello era
necesario (como en el caso de Nicea), de castigar con el destierro al clero disidente.93
Todos los emperadores que le siguieron fueron criados como cristianos, y
algunos de ellos tuvieron unas opiniones teológicas propias de lo más arraigadas..
ROMA SOBERANA 471
estando dispuestos muchas veces a imponerlas por fuerza a las iglesias. Ante todo,
como el emperador era el que. decidía si se había de reunir un «concilio general de
la Iglesia», cuándo y dónde debía hacerse, y (lo que era un punto crucial) quién
debía presidirlo, el emperador que quisiera podría a veces mover los hilos decisi
vamente en contra de sus oponentes eclesiásticos y afirm ar su voluntad en gran
medida incluso en materias doctrinales. Ello queda patente con una claridad
pasmosa en las actas del concilio de Calcedonia de 451. Los que inocentemente
han admitido las aseveraciones que aparecen en unas «obras clásicas» como la
Patrology de Altaner, e incluso la primera edición de 1958 del O xford Dictionnary
o f the Christian Church >94 en el sentido de que quienes «presidieron el concilio de
Calcedonia» fueron ios legados papales, necesitarán que se les diga que se trata de
una tremenda falsificación de lo que verdaderamente ocurrió, y que, de hecho, el
concilio estuvo presidido por una comisión laica extraordinariamente poderosa,
compuesta por importantes funcionarios imperiales y distinguidos senadores (casi
todos ellos gloriosissimi y magnificentissimi) nom brada por el propio emperador
Marciano, que de ese modo se aseguraba de antemano el que las decisiones que se
tomaran lo serían siguiendo los dictámenes de su voluntad y los de la influyente
emperatriz Pulquería, quienes daba la casualidad de que eran ortodoxos (precisa
mente porque los obispos monófisítas, con la única excepción de Dioscoro, obis
po de Alejandría, fueron intimidados, y porque el concilio llegó a tom ar una serie
de decisiones «ortodoxas», nuestros historiadores de la Iglesia no repararon en la
manera en la que fueron «fijadas» de antemano).
Los emperadores podían de vez en cuando tratar duramente a los obispos,
desterrándolos de sus sedes: el propio Constantino fue eí que empezó a practicar
estas medidas. Y, llegada la ocasión, los emperadores podían también rechazar a
los obispos de quienes pensaran que causaban disturbios. No se han conservado
muchas respuestas auténticas a las pretensiones episcopales. Una de las más nota
bles es la carta (conservada en ía Collectio Avellana) escrita por Justiniano en 520,
cuando aún no era emperador (aunque era ya el poder que se ocultaba tras el
trono) y dirigida al papa Hormisdas, en ía que le ordenaba cortés pero perentoria
mente que dejara de ocuparse innecesariamente de asuntos peligrosos y que daban
lugar a controversias.95 La última frase dice así: «no permitiremos [non paüemur]
que se susciten más controversias religiosas en nuestros estados ni que Vuestra
Santidad llegue a escuchar a quienes disputan por cuestiones superfluas». De
hecho, como muy bien dijo Ostrogorsky, en Justiniano
halló la iglesia cristiana tanto un amo como un protector, pues, aun siendo cristiano,
siguió siendo un romano, para quien resultaba extraña cualquier concepción de
autonomía en el terreno religioso. Papas y patriarcas eran considerados y tratados
como servidores suyos. Dirigía los asuntos de la Iglesia igual que los de su estado ...
incluso en materias de fe y ritual 1a decisión final estaba en sus manos (HBSzy 77).
Ni qué decir tiene que los obispos se vieron obligados a veces a oponerse a ios
emperadores cuando creyeron que actuaban equivocadamente en los asuntos teo
lógicos o eclesiásticos. Eí documento más antiguo que conozco en el que un
obispo ordena a un emperador que no se inmiscuya en ios asuntos de la Iglesia (ta
ekklésiastika) es la carta escrita por el anciano obispo Osio (Hosio) de Córdoba a
Constancio II en 356, y que se nos ha conservado en Atanasio (H ist. Arlan., 44).%
472 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
«más duro que Püatos» (68); era un «ateo e impío» (45); «precursor del Antier is-
to» (46, 77, 80), la propia imagen del Anticristo (74). A todo esto, se afirma que
Constancio se halla dominado por los eunucos (38, cf. 67; Atan as i o se refiere, por
supuesto, a Eusebio), sin que se le permita tener ninguna opinión propia (69). El
abigarrado cuadro que Atanasio pinta en la Historia Arianorum , 52, en el que la
Iglesia es ia que tom a todas sus decisiones y el emperador no interfiere nunca en
sus asuntos, representa, sin duda alguna, la situación ideal que los obispos habrían
deseado vivir, salvo que necesitaran, por supuesto, invocar el auxilio del «brazo
secular» para aplastar a sus rivales, arma que estaban encantados de usar siempre
que estaba a su alcance y no al de sus oponentes. Pero esta fantasía no tenía
ningún parecido con la realidad, que ha descrito perfectamente Henry Chadwick
en su excelente primer volumen de la Pelican History of the Church :
A medida que avanzaba el siglo jv, fue acentuándose la tendencia a que las
decisiones finales en torno a la política de la Iglesia fueran tomadas por el empera
dor, y el grupo eclesiástico que en un momento determinado dirigió el curso de los
acontecimientos fue con mucha frecuencia el que lograba conseguir la atención del
emperador {The Early Church, 132).
senatorial, ya fuera por nacimiento o por concesión especial del emperador, otor
gada en form a de permiso para llevar el laius clavus, ia ancha franja de púrpura
que se ponía en la lunica, y que constituía la marca de distinción del senador,
mientras que la franja estrecha lo era del caballero. En el curso del tiempo,
durante los siglos ií y iii, se llegó a conocer a los senadores por el título honorífico
de los clarissimi (título que era ya honorífico, pero no técnico, a finales de ia
república), mientras que los caballeros, según la dignidad del cargo que ostenta
ran, eran (en orden ascendente) egregii, perfectissimi o emineniissimi, reservándo
se este último título, desde el siglo m en adelante, a los prefectos del pretorio, que
era el cargo ecuestre más elevado.
Poco a poco, el ordo equester fue convirtiéndose completamente en una segun
da aristocracia de cargos, la totalidad de cuyos miembros ostentaba, o había
ostentado, algún cargo oficial. Incluso a finales de la república, un hombre podía
definirse vagamente a sí mismo (como hacía Cicerón) diciendo que era «del status
ecuestre por nacim iento»,102 Aunque un caballero no podía transmitir hereditaria
mente a su hijo de manera automática el rango que ostentaba, sí que podía
transmitirle los bienes que permitieran a su hijo presentarse a candidato a los
cargos ecuestres que conferían dicho rango, o, por lo menos, podía hacerlo siem
pre que no tuviera demasiados hijos varones (el reparto de un census equestris
precisamente de 400.000 HS entre dos hermanos lo trata humorísticamente M ar
cial en uno de sus poemas: «¿Crees tú que pueden sentarse dos en un caballo?»,
pregunta chistosamente en V.38). Esta situación se mantuvo bastante estable hasta
aproximadamente mediados del siglo i i i ; pero durante las postrimerías del siglo m
y en el ív se produjeron grandes cambios, que no puedo más que resumir en una
o dos frases. H ablando en términos generales, podemos decir que el ámbito de
influencia de los ecuestres aumentó mucho a finales del siglo m, a expensas del
senado, llegando los gobiernos provinciales, que anteriormente se habían reserva
do a los senadores, a ser ostentados por miembros del ordo equester, sobre todo
por los que tenían experiencia en la milicia. No obstante, como al orden ecuestre
le faltaba un órgano (del estilo del senado) medíante el cual tom ar decisiones
colectivas, no adquirió nunca un carácter corporativo ni una unidad de programa,
sino que siguió siendo un colectivo de individuos. Durante el siglo ív, a partir de
Diocleciano y Constantino, el status ecuestre fue desvinculándose poco a poco de
los cargos, pues los emperadores promulgaron numerosos codicilli honoríficos, en
los que se concedían los privilegios de uno u otro de los diversos grados de
caballero (que existían entonces por separado, sin form ar parte de un único ordo
equester) a quienes no desempeñaban cargo alguno. Posteriormente, durante el
tercer cuarto del siglo ív, ios anteriores cargos ecuestres más altos empezaron a
conferir el status senatorial. De ese modo, el senado, que había más que triplicado
su número (existía un senado aparte en Constantinopla), absorbió los niveles más
altos del orden ecuestre; pero no se completó este proceso hasta los últimos años
del siglo ív o los primeros del v.103
A sus propios ojos y a los de sus aduladores, los senadores constituían ia
verdadera cima de la raza humana. Nazario, destacado retórico de su época,
declaraba en un panegírico compuesto en 321 en honor de Constantino y sus dos
primeros hijos que Roma, la verdadera cumbre de todas las razas y reina de todos
ios países, había atraído a su curia (el palacio del senado) a los mejores varones
ROMA SOBERANA 475
(optimates viri) de todas las provincias, por lo que eí senado contaba entonces con
«la flor y nata de todo el mundo» (.Paneg. Lat., X[IV].'35.2). Eí gran orador
Símmaco definía ai senado romano en una carta escrita en 376 como «la mejor
parte de la raza humana» (pars melior humani generis: E p ., 1.52). Rutilio Nama-
ciano, en el poema en eí que registra su viaje desde Rom a remontando la costa
occidental de Italia rumbo a Galia a finales de 417,Wi alababa al senado (cuya
curia dignificaba con el adjetivo re lig io sa por recibir a todos los que merecen
pertenecer a él; y —pagano como era— lo comparaba con el consilium del sum-
mus deus (De red., í. 13-18). Y en el panegírico que pronunció en honor del
emperador de occidente Ávito el 1 de enero de 456, Sidonio Apolinar llegaba a
decir, dirigiéndose a la propia Roma, «en ei mundo no hay nada mejor que tú; y
tú no tienes nada mejor que el senado» (m7 te mundus habet melius, ni! ipsa
senatu: C a r m V il.503). Y era perfectamente natural que san Agustín — ai exami
nar «las causas de ia grandeza del imperio romano», el porqué Dios había querido
que este imperio fuera tan grande y duradero , y al atacar a los astrólogos—
eligiera al senado, al clañssimus senatus ac splendidissima curia , como símil más
adecuado del ciclo estrellado, al que, naturalmente, consideraba sometido por
completo a la voluntad de Dios, lo mismo que el senado (aunque él no lo dice
explícitamente) se hallaba sujeto al emperador (De civ. D e i , V.i). H asta el siglo ív
había sólo unos seiscientos senadores a la vez. Los caballeros eran mucho más
numerosos; pero ni siquiera juntando ambos órdenes habrían constituido la déci
ma parte del uno por 100 de la población total del imperio.
No puedo más que acabar esta sección con un texto que prueba cuán profun
damente impregnada estaba, hasta sus raíces, la mentalidad de la gente durante el
Imperio romano tardío de las nociones de rango y jerarquía. Los grados de
preeminencia existentes en este mundo se proyectaban al otro. Naturalmente, la
esfera celeste iba de la Divinidad en la cima, pasando por los arcángeles, ángeles,
patriarcas, apóstoles, santos y mártires, hasta los bienaventurados difuntos más
corrientes que ocupaban el extremo inferior. No creo que las posiciones correspon
dientes a ios estratos medios estuvieran definidas muy claramente, pero me imagi
no que un arcángel o un simple ángel hubieran tenido precedencia, en un ordo
salutationis celeste, ante cualquier simple humano, excepto, por supuesto, ante la
Virgen, que habría ocupado una posición anómala, única entre las mujeres, aná
loga a la de una augusta en la jerarquía imperial romana. Quizá se haya percibido
con menos frecuencia que la esfera diabólica habría sido concebida igualmente
como si estuviera organizada en un orden de rango, que reproduciría el de las
regiones terrestre y celeste. No tengo más que reproducir para ello un solo testi
monio. Paladio, que escribió su Historia Lausiaca en 419-420, recoge unas infor
maciones muy interesantes que le habían dado una serie de destacados monjes
egipcios (Cronio, Hiérax y otros), amigos íntimos durante su juventud dei gran
Antonio, el primer eremita cristiano (0 uno de los primeros) y hombre de prestigio
sin igual entre los primitivos monjes, muerto en 356. Según Antonio, llevaron una
vez a su presencia a un hombre poseído ;por un demonio de gran autoridad (un
archontikon pneumá) para que lo curara; pero el santo varón se negó a tratarle,
alegando que «él no había sido considerado todavía digno de tener poder sobre
este rango de tanta autoridad» (tagma archontikon: Hist. Laus ., xxii, ed. C. But-
ler, pág. 73.10-14). Aconsejó que llevaran al hombre a Pablo el Simple, que por
476 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
cía literaria que he encontrado al miedo que tenían los amos a ser asesinados y
robados por sus esclavos es uno de los sermones de san Agustín, datado a comien
zos del siglo v (Serm ., CXIII.4, en M P L , X X X V III.650). Las revueltas de escla
vos eran sofocadas, naturalmente, sin piedad: sabemos por Apiano (B C , 1.120) de
la crucifixión de los 6.000 seguidores de Espaftaco que fueron capturados, y que
se llevó a cabo a lo largo de la Via Appia desde Roma hasta Capua, durante la
represión de 1a gran revuelta de 73-71 a.C. P ara escapar a esa suerte, los esclavos
solían o bien luchar hasta morir o matarse unos a otros.2 En caso de que se
objete, con razón, que ese tipo de crueldades eran más romanas que griegas,
permítaseme subrayar cómo el geógrafo griego Estrabón trata a los celtíberos
hispanos, quienes, al ser capturados y crucificados por los romanos, todavía
epaidnizon, esto es, se pusieron a vitorearse desde ía cruz: ello, para Estrabón, no
era sino una prueba más de su aponoia y agrióles, de su insensibilidad y salvajis
mo (III.iv.18, pág. 165). No obstante, tengo que admitir que la mentalidad de
Estrabón se había visto infectada totalmente por su admiración al imperialismo
romano (véase, e.g., VIA v.2 fin ,, pág. 288; X V II.iii.24 init., pág. 839). El pasaje
que acabo de citar nos recuerda otro de Salustío, en el que eí reconocido heroísmo
y la constancia de los revolucionarios que siguieron a Catilina hasta morir en 63
a.C. no son considerados más que como una prueba de su terquedad y de su afán
por destruirlo todo, a sí mismos y al estado, que alcanzaba cotas semejantes a las
de «una enfermedad epidémica que se ha apoderado de las mentes de la mayoría
de los ciudadanos» {Cat., 36.4-5).
Los griegos, en quienes estaba mucho menos m arcada que entre los romanos
la pura crueldad más insensible ante las víctimas de su civilización —esclavos,
criminales, y pueblos conquistados—, se hicieron, naturalmente, con muchas de
las características de sus amos romanos, incluido el gusto por los espectáculos de
gladiadores, que sabemos que se produjeron en el oriente griego al menos a partir
de 70 a.C ., cuando el general romano Luculo patrocinó estos espectáculos a gran
escala; a continuación los patrocinaron los notables griegos que podían correr con
los gastos, hasta que se hicieron popularísimos.3 Se exhibían incluso gladiadoras.
El triste comentario que hace Louis Robert resulta de lo más adecuado: «La
sociedad griega ha sufrido la gangrena de esta enfermedad procedente de Roma.
Es uno de los éxitos de la romanización del mundo griego». Mommsen escribió
con el mismo desdén de este «abominable entretenimiento», llamándolo «tremen
do cáncer».4
En temas sobre los cuales se pueden obtener testimonios que abarcan cientos
de años procedentes de múltiples y diversas sociedades humanas, resulta casi
siempre peligroso generalizar; pero al menos me parece a mí que es bastante cierto
que, en muchas sociedades esclavistas, el trato despiadado que se diera ai esclavo
(aunque no fuera más que como último recurso, combinándolo con los premios a
los esclavos obedientes y leales) habría mantenido probablemente viva la institu
ción y habría facilitado y mejorado sus objetivos. El comentario del ex esclavo
Frederick Douglass que damos a continuación contiene más que un grano de
verdad:
Pega y abofetea a tu esclavo, mantéalo hambriento y sin aliento, que seguirá la-
cadena de su amo como un perro; pero dale de comer y vístelo bien —hazle trabajar
LA LUCHA DE CLASES EN EL PLANO IDEOLÓGICO 479
Por otro lado, recientemente se ha pretendido (aunque, como han dicho algu
nos con bastante razón, de forma exagerada) que incluso en el Viejo Sur norte
americano los esclavistas se apoyaban mucho en los incentivos y premios, tanto
como en los castigos (Fogel y Engerman, TC, 41, 147-153, 239-242; cf. 228-232),
pero que recurrían con mucha menos frecuencia que los griegos y ios romanos a
lo que pensaríamos que era el incentivo más alto que hubiera podido tener un
esclavo para obedecer a su amo, a saber: la manumisión (ibid., 150-151). La justa
valoración que hace Genovese de los testimonios —curiosamente muy escasos—
de las revueltas de esclavos en Norteamérica y de las demás formas de resistencia
ha demostrado claramente cómo, en determinadas circunstancias, los esclavos
podían verse inducidos a acomodarse en cierto modo al sistema que los explotaba
(R J R , 587-660, esp. 587-598, 613-621, 648-657). Y, naturalmente, los esclavos a
los que se les permite form ar una familia, se someten de ese modo a uno de los
medios de control más eficaces que pueda ejercer un amo sobre ellos, a saber: ia
amenaza de deshacer su familia (véase IILiv, § II).
Una forma más retorcida de lucha ideológica de clases era el intento que
hacían las clases dominantes de persuadir a aquellos a quienes explotaban a que
aceptaran sin protestar su condición de oprimidos, e incluso, si ello era posible, a
sentirse a gusto en ella. Según Aristóxeno de Tárenlo, discípulo de Aristóteles, la
escuela pitagórica asentó el principio de que lo mismo que los gobernantes deben
ser humanos, philanthrdpoi, así como versados en la ciencia del gobernar, también
idealmente sus súbditos deberían no sólo obedecerles, sino hallarlos de su agrado,
ser philarchontes.5 Otra palabra interesante que no es nada rara es philodespotos,
«amante del amo». En la época arcaica, el poeta aristocrático Teognis pensaba
que tratando a patadas al «insensato demos» (la masa del pueblo) con la suficien
te dureza, podría reducírsele a tan deseable condición (versos 847-850; cf. V.i y su
n. 16). Un esclavo público sirio de Esparta durante el período romano podía
incluso recibir el nombre de Filodéspoto/1 «Una función esencial de la ideología
de una clase dominante es presentar a sí misma y a aquellos a quienes gobierna
una cosmovisión coherente lo suficientemente flexible, global y conciliadora como
para convencer a las clases subordinadas de lo justo de su hegem onía.»7 Las
clases gobernantes han solido lograr este propósito. Como ha dicho Rodney Hil-
ton, «En su mayoría, y en la medida en que tenemos testimonios de ello, las ideas
que regían a los campesinos medievales eran, al parecer, las de los dirigentes de la
sociedad tal como se las transmitían en los innumerables sermones acerca de los
deberes y los pecados característicos de los diversos órdenes de la sociedad»
{EPLM A, 16). Los que desaprueban las técnicas a las que estoy haciendo referen
cia, las llamarían «lavado de cerebro»; ios que las emplean, en cambio, rechaza
rían esos términos con justa indignación y preferirían hablar de un proceso de
ilustración mediante el cual los que sirven a la comunidad en cualquier terreno
humilde pueden lograr una comprensión más profunda de la realidad social. Los
que enseñamos en las universidades solemos pensar así, pues la universidad, en
480 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
una sociedad de clases como la nuestra, es, entre otras cosas, un sitio en el que h
clase gobernante pretende propagar y perpetuar su ideología.
La forma más corriente del tipo de propaganda que estoy examinando aquí ej
la que pretende convencer a los pobres de que no están realmente hechos parí
gobernar y que lo mejor es dejar esta tarea en manos de los que son «mejores):
que ellos («los hombres mejores», hoi beltisíoi, como les gustaba llamarse a si
mismos a los nobles griegos), esto es: aquellos que se han ejercitado en esa tarea
y tienen tiempo libre para dedicarse completamente a ella. En el mundo griego
antiguo suele hacerse esta exigencia de form a bastante descarada a favor de la
clase propietaria en cuanto tal.8 A veces se limita incluso a un círculo más peque
ño: tenemos dos ejemplos sobresalientes de esta tendencia. En primer lugar, tene
mos la pretensión que expresaban los aristócratas de que el requisito fundamental
para gobernar es la noble cuna (cuya compañera es, inevitablemente, por supues
to, la propiedad: véase II.iv y su n. 5). Ya hemos señalado unos cuantos ejemplos
de esta mentalidad en concreto, particularmente los de Teognis (véase V.i). En
segundo lugar, cuando se extinguió casi por completo en gran parte del mundo
griego el gobierno de una dynasteia form ada por una o varias familias de noble
cuna, empezamos a encontrarnos con la afirmación, conocida de todos especial
mente por Platón, de que el gobierno debería constituir la prerrogativa de quienes
poseen unas, condiciones intelectuales apropiadas, habiendo recibido además una
educación filosófica adecuada. En la práctica, no hace falta decir que virtualmen
te todos esos hombres serian miembros de 1a clase de los propietarios. Sin duda
alguna Platón hubiera negado, como han hecho muchos de sus modernos adm ira
dores, que por lo que abogaba era por una oligarquía según el significado normal
del término (que él conocía perfectamente; cf. ILiv); pero ello sólo es cierto en el
sentido de que no quería que se concediese el acceso al poder político a la totali
dad de la clase propietaria en cuanto tal (en Leyes , V.742e; 743a-c declara por
primera vez, de form a bastante restringida, que un hombre no puede ser a la vez
bueno y muy rico, y luego sigue diciendo explícitamente que el que sea excesiva
mente rico no puede ser excesivamente bueno, ni tampoco puede ser feliz: natural
mente Platón no era uno de los hombres más ricos de Atenas). En efecto, Platón
habría confiado todos los poderes políticos a los hombres que, en su opinión, se
hallaban intelectualmente cualificados para gobernar y hubieran recibido una edu
cación filosófica completa, y esos hombres habrían tenido que pertenecer necesa
riamente a la clase de los propietarios. Para Platón, cualquier tipo de trabajo que
interfiriera en el tiempo libre imprescindible para la práctica del arte de gobernar
constituía una descalificación para la pertenencia a su clase gobernante: ello vaie
tanto para el estado ideal que pinta en 1a República como para el «segundo
mejor» estado que presenta en las Leyes, así como para la discusión más teórica
del arte de gobernar que aparece en el Político (o el Hombre de estado)* La idea
de que el trabajo manual, puesto que «debilita el cuerpo» (como, al parecer,
suponían los nobles griegos), debilita también la mente, tal vez fuera un lugar
común del círculo socrático: se halla expuesta con toda claridad en el Económico
de Jenofonte, IV .2, y no hay motivo para pensar que se la hubiera inventado
Platón. Pero este autor intensifica bastante esta concepción: para él, el trabajo
manual degrada activamente la mente. Ello queda patente a la perfección en un
fascinante pasaje de la República (VI.495c-496a), que describe las terribles conse
LA LUCHA DE CLASES EN EL PLANO IDEOLÓGICO 481
cuencias que probablemente se derivarían del hecho de que esos «intrusos sin
valía» se inmiscuyeran en unos asuntos tan importantes como la filosofía, y, por
ende, el gobierno, que Platón reserva a los nobles filósofos. Desagradable como
es de arriba abajo, se trata de una deslumbrante invectiva. Platón encuentra
deplorable
que cualquier pobrecillo que haya dado muestras de habilidad en cualquier arte
mecánica vea en ello la ocasión para dar rienda suelta a la vanagloria de palabras
altisonantes y se sienta así feliz de poder romper las cadenas de su vil comercio y
tener su capilla en ei templo de la filosofía. Pues, comparada con otras ocupaciones,
la filosofía sigue disfrutando, incluso en su presente situación, del mayor prestigio,
bastante para atraer a una multitud de naturalezas canijas, cuyas almas ha torcido y
mutilado una vida de penalidades lo mismo que han desfigurado sus cuerpos sus
arteis sedentarias. Para todo el mundo son como cualquier herrero calvo y bajito
{chalkeus phalakros kai smikros), que, tras hacerse con un poco de dinero, acaba de
salir de sus cadenas y, lavándose bien en los baños, se viste corno un novio en el día
de la boda, dispuesto a casarse con la hija de su amo, que se ha empobrecido y se ha
quedado sin amigos. ¿Qué saldría de semejante matrimonio si no una serie de
bastardos despreciables? Y, del mismo modo, ¿qué ciase de ideas y opiniones produ
ciría el bodorrio de la filosofía con unos hombres incapaces de tener ninguna cultu
ra? Ningún hijo legítimo de 1a sabiduría, desde luego; el único nombre adecuado que
les correspondería sería el de sofistas. (He utilizado la traducción de Cornford.)
16. — STE. C R O IX
482 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
tropa», sino también como «el hombre más feo que hubiera ido a Troya; tenía un
pie varo y era patizambo; sus encorvados hom bros casi se juntaban en el pecho,
sobre el que se erguía una cabeza en forma de huevo, de ia que salían unos
cuantos pelos recortados» (he seguido la traducción de los versos 212-219 que
hace Rieu). Debería añadir que la aristocrática sociedad para la que se componían
los poemas homéricos habría encontrado perfectamente justo y adecuado el trato
brutal que da Ulises a Tersites, considerándolo una acción propia de un gran
hombre. En el mismo libro de la Ilíada, pero un poco antes (11.188-206) vemos
que este mismo héroe tiene un comportamiento de lo -más cortés con los capitanes
y caudillos, totalmente opuesto a la violencia y acritud que usa contra los plebe
yos («gente del demos») que se atreven a emprender alguna acción independiente:
a éstos los trata a porrazos y los insulta, advirtiéndoles que se callen y dejen hacer
a quienes son mejores que ellos. El discurso que Hom ero pone en sus labios acaba
con las famosas palabras: «no es buena cosa una multitud de capitanes; que haya
mejor un solo señor, un solo soberano» (versos 204-205).
Existe mucho más material de este estilo que me gustaría tener espacio para
poder citar, especialmente procedente de Aristófanes (cf. mis O P W , 355 ss.).
Incluso en la literatura hebrea hay un pasaje que, por influencia del pensamiento
helenístico, afirm a —en unos términos que habrían encandilado a Platón y Aris
tóteles— que sólo el hombre que dispone de ocio puede alcanzar la sabiduría; el
obrero agrícola, el carpintero, eí fabricante de sellos, el herrero y eí alfarero,
cuyas tareas resultan, a todas luces, esenciales para la vida civilizada, no están
capacitados para tom ar parte en las deliberaciones públicas ni para ejercer funcio
nes judiciales. Vale la pena leer todo el pasaje entero, Eclo., XXXVIII.24-34.
Me contentaré con sólo dos ejemplos más de propaganda antidemocrática. El
primero de ellos, que es un tipo de argumento de lo más abstruso y enrarecido, se
desarrolló a partir de las teorías matemáticas y musicales de Arquitas de Tarento,
un pitagórico de la primera mitad del siglo iv a.C ., quien, al parecer, fue el
primero que desarrolló, en una obra sobre música, la noción de los tres tipos
distintos de proporción, dos de las cuales, la aritmética y la geométrica, son las
que nos interesan. La proporción aritmética la representa la progresión 2, 4, 6, 8
y la geométrica 2, 4, 8, 16. Tal vez fuera el propio Arquitas, y no Platón, el
primero que aplicó a la política la noción de las dístiruas proporciones aritmética
y geométrica; aparece, desde luego, aplicada en este reno en Platón y Aristóte
les, así como (de form a degradada, como cabría esperar) en Isócrates; quedan
asimismo ecos de ella en época posterior que llegan, por lo menos, hasta eí
siglo xii. En su totalidad se trata de un asunto muy difícil, pero ha echado
bastante luz sobre él un reciente y perspicaz artículo de David Harvey,10 cuya
interpretación acepto por completo. No puedo más que resumir su exposición,
que explica perfectamente cómo es que los antidemócratas aducían que ía propor
ción aritmética era «un paradigna de la democracia, y la geométrica, el de una
forma “ mejor'” de constitución». Se decía que la igualdad que exaltaba la demo
cracia era una especie de proporción aritmética en la que cada número (que
representaría cada uno a un hombre) se halla a una distancia igual de su vecino
(2, 4, 6, 8, etc.). Pero, según se pretendía, ello no daba cuenta del valor real de
cada número (esto es, de cada hombre), por lo que introduciría una flagrante
desigualdad, pues cuanto más arriba de la escala se esté, menor será la proporción
LA LUCHA DE CLASES EN EL PLANO IDEOLÓGICO 483
en cada escalón; de aquí se deriva, en términos políticos, que cuanto mejor sea un
hombre, menos se recompensará su valor. La proporción geométrica, que no
emplea la democracia, es mucho más equitativa, por cuanto la proporción es
siempre la misma en cada punto de la escala (2, 4, 8, 16, etc.); de aquí se deriva,
en términos políticos, que lo que recibe cada persona se corresponde siempre a su
valor.
Me temo que al exponer la teoría con tanta desnudez y sin todo el complicado
andamiaje intelectual de que la rodean Platón y Aristóteles, parezca incluso más
insostenible de lo que en realidad es; sin embargo, tiene absolutamente razón
Harvey cuando juzga que toda esta construcción no es, en esencia, más que un
sutil intento de evitar hacer una exposición honesta .de la verdadera opinión
oligárquica, según la cual «la desigualdad es algo maravilloso», cambiándola por
otra que dijera «la desigualdad es la verdadera igualdad». Tan inestable es la base
de este argumento que no me parece que sea un abuso citar una versión cómica no
intencionada de él que aparece en Plutarco (M or.,s 719 = Ouaest. conviv.,
VIII.ii.2):
Todo aquel que esté familiarizado con los escritos de Cicerón acerca de la
teoría política, que tanto deben a Platón, no se sorprenderá en absoluto de hallar
en ellos reflejos de la teoría que acabamos de examinar en su De república (1.43,
53; 11.39-40), en eí que, como dice Elaine Fanthman,
Dicen que Alcibíades, cuando contaba menos de veinte años, tuvo una conver
sación acerca de las leyes con su protector, Pericles, el hombre de más viso de la
ciudad.
—Dime, Pericles -—preguntóle-—, ¿puedes explicarme qué es la ley?
—Claro que p u e d o —replicó Pericles.
—Pues explícamelo, venga-. Porque cada vez que oigo que se alaba a alguien por
ser un ciudadano respetuoso de la ley, pienso que el que no sabe lo que es la ley no
merece en realidad ese elogio.
—No es muy difícil que quieras saber lo que es la ley, Alcibíades. Las leyes son
lo que la masa de los ciudadanos decreta, después de reunirse y hacer un debate,
declarando lo que se debe y lo que no se debe hacer.
—¿Y qué crees que se debe hacer, el bien o el mal?
—El bien, por supuesto, hijo, no el mal.
—Pero .... si no es la masa, sino unos pocos, como ocurre en la oligarquía, los
que se reúnen y decretan lo que hay que hacer, ¿qué nombre le darías?
—Cualquier cosa que decida el poder soberano de una ciudad que debe hacerse,
una vez debatido, se llama ley.
—Y también, ... cuando un tirano es el que gobierna una ciudad y da decretos a
sus ciudadanos, ¿eso también es una ley?
—Sí, cualquier cosa que decida un tirano como gobernante recibe también el
nombre de ley.
—Pero entonces, ... la coerción [bia] y la negación de la ley, ¿qué es, Pericles?
¿No es acaso cuando el fuerte obliga al más débil a hacer lo que él quiere, no
persuadiéndole, sino a la fuerza?
—Sí, eso creo —dijo Pericles.
—Entonces, ¿todo lo que un tirano obligue a hacer por decreto a sus ciudada
nos, sin haberlos persuadido antes, es la negación de la ley?
—Sí, de acuerdo —dijo Pericles—, me retracto de lo que dije antes, esto es, que
todo lo que un tirano decreta sin haber persuadido antes de ello es ley. (Naturalmen
te, ya está acabado: después de permitir que le embauque en un sentido, va a dejarse
embaucar ahora en el contrario, para su propia confusión.) Alcibíades prosigue
diciendo:
—Pero, cuando los oligarcas promulgan un decreto, sin utilizar la persuasión,
sino la fuerza, ¿hemos de llamar a eso coerción o no?
—Yo diría —repuso Pericles (evidentemente, todavía no ha visto la luz roja)—
que todo lo que obligue alguien a hacer a otro, ya sea por decreto o de cualquier
otra manera, sin haberlo persuadido antes, es coerción y no ley.
—Entonces, ¿todo lo que decreten las masas, sin haber persuadido a los dueños
de las propiedades, sino obligándoles 12 a cumplirlo, no sería ley, sino coerción?
—Permíteme que te diga, Alcibíades —repuso Pericles—, que, cuando yo tenía
tu edad, también era muy listo con este tipo de cosas, pues solía pensar y hablar
sobre las mismas cosas por las que ahora tú pareces tan interesado.
LA LUCHA DE CLASES EN EL PLANO IDEOLÓGICO 485
algunos hombres son esclavos por naturaleza/1 si bien tiene que admitir que no
todos los que en la práctica son efectivamente libres o esclavos, son por naturale
za respectivamente libres o esclavos.7 Del «esclavo por naturaleza» opina que lo
mejor es que se halle sometido a un amo: para ese hombre la esclavitud no sólo
es beneficiosa, sino además justa.8 No llega a decir literalmente que todos los
bárbaros son esclavos por naturaleza, pero cita las opiniones griegas que corrían
en ese sentido sin expresar su desaprobación.9 Podemos decir, sin lugar a dudas,
que, a juicio de Aristóteles, «los bárbaros son esclavos por naturaleza», siempre
y cuando tengamos presente que para él lo que es con arreglo a la naturaleza no
es necesariamente lo que se da en cada caso: «lo que se da es p o r regla general
(epi ío poly) lo que va más con arreglo al curso de la naturaleza», como él mismo
dice en una de sus grandes obras de zoología.K Asimismo, en el libro VII de la
Política, tras prescribir que en su estado ideal las tierras de los propietarios
griegos han de ser aradas por esclavos (a los que sin duda se concibe como
bárbaros), pasa a sugerir como una alternativa menos buena la utilización de
perioikoi bárbaros,11 es decir hombres que no serían realmente esclavos (aunque sí
podrían ser lo que yo he llamado siervos), pero que, desde luego, no habrían
goza.do de ninguno de los derechos de ciudadanía existentes en su polis (cf. IlI.iv
y sus notas 49-52).
La esencia de los juicios mantenidos por Platón y Aristóteles acerca de la
«esclavitud natural» fue perfectamente expresada, con mayor viveza que por cual
quiera de ellos, en un libro escrito por el esclavista nacido en Virginia George
Fitzhugh, publicado en 1854: «Unos han nacido con la silla puesta a sus espaldas,
y otros con botas y espuelas para montar en ellos; y montarlos los hace buenos» 12
(Fitzhugh debía de estar citando y contradiciendo las famosas palabras pronuncia
das en 1685 en el cadalso por el radical inglés Richard Rum bold).53 Su libro, que
lleva por título Sociology fo r the South, or the Failure o f Free Society (de lo más
notable para su época), tal vez sea la mejor contestación dada por los esclavistas
del Viejo Sur a lo que a ellos les parecía que era el trato más impersonal e
inhumano que daban los hacendados del norte a sus jornaleros («los esclavos
—sostenía Fitzhugh— no mueren nunca de hambre; y casi nunca pasan gana»).
En el prólogo, tras defenderse por haber utilizado en el título «la palabra recién
creada “ sociología” », sigue diciendo que, «no obstante, no habríamos podido
hallar ninguna otra en toda la extensión de la lengua inglesa, que hubiera expre
sado ni siquiera vagamente la idea que deseábamos exponer». Hablando a favor
de los esclavistas de Virginia, dice que demostrará «que tenemos una deuda con 1a
esclavitud doméstica por habernos eximido afortunadam ente de las aflicciones
sociales que han originado esta filosofía».
Un pasaje particularmente interesante de la Política es aquel en el que Aristó
teles aconseja dar a todos los esclavos, en último término, el premio de la eman
cipación: promete que más tarde dará los motivo s que tiene para ello, pero, por
desgracia, no lo hace.14 Si junto a este consejo leemos los pasajes anteriores en ios
que se explica cómo puede beneficiarse él esclavo de la asociación que tiene con su
am o,15 podemos ver un paralelo bastante exacto, a nivel individual, con la teoría
de la «tutela de los países atrasados», uno de los principales artículos en los que
se basa la ideología del imperialismo occidental moderno. Pero la afirmación de
la Política que más se corresponde a los puntos de vista de los intelectuales
LA LUCHA DE CLASES EN EL PLANO IDEOLÓGICO 487
(iii) La a c t it u d g e n e r a l d e l h e l e n is m o , R o m a y e l c r is t ia n is m o
ANTE LA ESCLAVITUD
les (Quaesí. in H epiat., 11.77; véase asimismo más adelante la actitud de Agustín
ante la esclavitud).
Piense lo que piense el teólogo de las pretensiones del cristianismo de que
libera el alma del esclavo, el historiador no puede negar que coadyuvó a apretar
los grilletes en sus pies con más firmeza. Desempeñó la misma función social que
las elegantes filosofías del mundo grecorromano, y quizá sus efectos fueran más
profundos: hizo que el esclavo aceptara su destino en la tierra con mayor agrado,
volviéndolo más tratable y obediente. San Ignacio, en su Epístola a P o liearpo
(IV.3), muestra su inquietud porque los esclavos cristianos no sean despreciados
ni «se engrían» (me physiousthosan); y porque «sirvan más, para mayor gloria de
Dios», sin que «deseen ser liberados a expensas del público, si no quieren hacerse
esclavos de las pasiones» (debe confesar qué la última frase me parece un poco
inconsecuente, y no puedo entender exactamente cómo una mayor intensidad en
su trabajo por parte de los esclavos podría aumentar la gloria de Dios). El quinto
canon del concilio de Elvira (a finales del siglo ui o comienzos del rv) castigaba
sólo con siete años de excomunión él hecho de que una mujer azotara a su
esclava,2 aunque fuera intencionadamente, hasta la muerte (naturalmente se trata
ría de alguna esclava que hubiera aceptado las atenciones sexuales del marido del
ama). Otras decisiones episcopales posteriores decretan que se azote a los esclavos
que cometan algún delito contra la iglesia, castigó que se asigna tanto a hombres
como a mujeres, mientras que una persona libre, también de cualquier sexo,
recibe un castigo menos humillante, a saber: una multa o la excomunión tempo
ral.1 Algunas iglesias negaban, al parecer^ incluso el bautismo a los esclavos sin la
autorización de sus amos, al principió tal vez en caso de que éste fuera cristiano,
pero luego también aunque fuera pagano (véase ECAPS, 21, notas 59-60).
La situación no cambió en absoluto cuando eí cristianismo ascendió en el siglo
iv a los puestos de poder, cuando la Iglesia —o mejor las iglesias— cristiana
alcanzó una posición incluso en la vida pública del imperio romano del siglo rv y
de los siglos siguientes que, funcionalmente, sólo podría comparar con el papel
desempeñado por lo que Eisenhower (en su última declaración como presidente, el
17 de enero de 1961) llamara «el complejo militar-industrial» de los Estados
Unidos de hoy día (deberíamos hablar normalmente de las «iglesias» cristianas en
plural, y no de la «Iglesia», pues ésta última es una expresión estrictamente
teológica y no un concepto histórico: véase la sección v de este mismo capítulo.
Sin embargo, el término «Iglesia» acaso sea demasiado útil para que lo descarte
por completo el historiador).
Por lo menos, san Agustín consideraba que la esclavitud era en principio un
mal, pero, con esa ingenuidad extraordinariamente perversa que no deja de asom
brarnos, la consideraba un castigo infligido por Dios a la hum anidad por el
pecado de Adán (De civ. Dei., XIX. 15-16, cf. 21)4 (estos pasajes se cuentan entre
los muchos que justifican el adusto comentario que hace Gibbon a la Ciudad de
D ios, según el cual, como me ha recordado Colin Haycraft, «los conocimientos
de san Agustín son con demasiada frecuencia prestados, mientras que sus argu
mentos son también con demasiada frecuencia propios»: DFRE, 111.211, n. 86).
Al parecer, a san Agustín no se le ocurría que pudiera considerarse blasfemo
atribuir a una Divinidad totalmente justa un método indiscriminado de castigo
colectivo tan singular. De este modo, al aducir Agustín que «con justicia se puso
LA LUCHA DE CLASES EN EL PLANO IDEOLÓGICO 491
Como señala Gaudemet, comentando una carta del papa Gelasio I (492-496
d.C.) en relación a este tema, «se había afirmado claramente el respeto absoluto
del derecho de propiedad privada y de estructuras sociales poco conformes, no
obstante, a la doctrina del Evangelio» (£E R , 139).
En los juristas romanos (al parecer, paganos todos ellos sin excepción), de los
siglos ii o ni de la era cristiana al vi, encontramos de vez en cuando la admisión
de que la esclavitud era contraria a la naturaleza o a la ley natural: contra
naturam, iuri naturali contraria, véase Inst. J., Lii.2; Dig., I.v.4.1 (Florentino,
del tercer cuarto del siglo n); XII.vi.64 (Trifonino, c., 200); y I.i.4 (Ulpiano,
primer cuarto del siglo m); cf. asimismo L.xvii.32 (Ulpiano).9 De hecho, parece
que al menos algunos juristas consideraban que la esclavitud era el único elemento
del ius gentium que no form aba también parte del ius naturale (véase Jolowicz y
Nicholas, H IS R L \ 106-107). Se trata de una línea de pensamiento que puede
remontarse a los pensadores anónimos de los siglos v o ív a.C., quienes, según
dice Aristóteles, declararon que la esclavitud, al estar basada en la fuerza, era
equivocada y contraria a la naturaleza (PoL, L3, 1.253b20~23; 6, 1.255a5-12). no
sólo «no acorde con la naturaleza» (ou kata physin), sino incluso «contraria a la
naturaleza» (para physin), diferencia de lo más significativa, aunque no lo hayan
destacado los autores modernos (cf. mis OPW , 45). Pudiera ser que esta línea de
pensamiento les hubiera llegado a los juristas romanos a través de ciertos estoicos,
pero tal vez no sea así. Desde luego, el único autor griego o latino que podamos
identificar, si descartamos a los juristas romanos, en el que sepa yo que encontra
mos un reflejo del argumento de que la esclavitud pudiera ser «contraria a la
naturaleza», es Filón, el judío helenizado que escribió en Alejandría durante la
primera mitad del siglo i de la era cristiana. En una de sus obras habla con
evidente admiración de la secta judía de los esenios, quienes (según dice) no tienen
ni un solo esclavo; denuncian a los esclavistas, añade, diciendo que son injustos al
destruir la igualdad (¡sotes) e impíos por transgredir eí principio de la naturaleza,
el thesmos physeós (Qiiod omna, prob. ¡iber, 79; cf. hoi tés physeós nomoi,
ibidem, 37). En otra obra suya describe a los therapeutai —que con toda seguri
dad serían unos personajes imaginarios, o tal vez una secta de los esenios—
diciendo que creen que 1a posesión de esclavos es absolutamente contraria a la
naturaleza, para physin {De viia c o n tem p i> 70); y de nuevo nos encontramos con
LA LUCHA DE CLASES EN EL PLANO IDEOLÓGICO 493
teóricas según las cuales es «contraria a la naturaleza», hechas por los pensadores
anteriores mencionados en la Política de Aristóteles, por los esenios, según nos
transmite Filón Hebreo, y por algunos juristas romanos. Lo más que llega a
admitir, según creo, un autor cristiano primitivo —como hace el papa Gregorio
Magno (590-604), al liberar a dos de los numerosos esclavos de la iglesia de
Roma— es que «es justo que los hombres a quienes la naturaleza hizo libres desde
un principio, y a los que el ius gentium ha sometido al yugo de la esclavitud, sean
devueltos a 1a libertad en la que nacieron mediante el beneficio de la manumisión»
(Ep., VI. 12). Sin embargo, el propio Gregorio ordenó que no se produjeran
manumisiones a gran escala, excepto en el caso de los esclavos cristianos de los
judíos.
No puedo hablar con conocimiento personal de causa de la literatura cristiana
posterior al siglo vi, pero no sé que se produjera ningún cambio fundamental en
la actitud de las iglesias cristianas respeto a la esclavitud durante los más de mil
años que pasaron tras la caída del imperio romano de occidente, ni desde luego se
produjo ninguna condena absoluta de la esclavitud como institución durante la
Edad Media: las afirmaciones de Teodoro el Estudita, Esmaragdo Abad y otros
autores, que he visto citadas, tienen siempre alguna limitación especial (véase
ECAPS, 24 y n. 79). Pudiera decirse que es sólo mi ignorancia, pero no conozco
ninguna condena absoluta y total de la esclavitud, inspirada por las ideas cristia
nas, anterior a la petición realizada por los menonitas de Germantown, en Pennsyl-
vania, en 1668,10 secta (separada no Hace mucho de los cuáqueros), cuyo fundador
en el siglo xvi era anabaptista y, por lo tanto, se hallaba fuera de la corriente
dominante de la Cristiandad. Los escritores cristianos han solido hacer hincapié
en los intentos llevados a cabo por cristianos por impedir o por lo menos no
fomentar las esclavizaciones; pero tales esfuerzos raram ente se extendieron, si es
que alguna vez lo hicieron, en beneficio de los que quedaban fuera del redil del
cristianismo, y los escritores que han llamado la atención sobre este asunto no han
solido mencionar que la condena del pecado cometido por esclavizar cristianos
suele ir acompañada de la admisión tácita de que está permitido esclavizar a los
no creyentes, e incluso que se trata de algo loable si a la esclavitud le sigue la
conversión a la Fe, conversión que quizá no fuera fácil conseguir por otros
medios.fl Así pues, el cristianismo llegó a desempeñar un papel muy activo en el
comercio de esclavos del siglo xv al xvm. Boxer ha señalado «la dicotomía que
enmarañara la cuestión de la relación de los portugueses con los negros de África
durante tanto tiempo, esto es, por un lado el deseo de salvar sus almas inmorta
les, y por otro la necesidad de convertir en esclavos sus despreciables cuerpo», que
tuvo por resultado el que «se desarrollara rápidamente una estrecha relación entre
el misionero y el traficante de esclavos» (PSE, 98, 101). Las bulas de los papas
Nicolás V y Calixto III, durante la década de 1450, nos señalan, aprobándolos,
los medios por los que se hizo abrazar la fe católica y recibir el bautismo a ios
esclavos negros capturados; en premio a sus esfuerzos en este terreno, concedió a
los portugueses ei m onopolio de navegación y comercio en una extensa área
situada entre la Costa de Oro y la India, autorizando expresamente al rey de
Portugal a reducir a la esclavitud a todos los no creyentes que fueran enemigos de
Cristo (véase Boxer, P SE , 20-23). En el Viejo Sur norteamericano, los propieta
rios de esclavos consideraban al cristianismo un método inapreciable de control
LA LUCHA DE CLASES EN EL PLANO IDEOLÓGICO 495
social. Como ha dicho Kenneth Stampp, los amos piadosos no sólo se sentían
obligados a preocuparse por las almas inmortales de sus esclavos y a velar por su
vida espiritual, sino que también «muchos de ellos consideraban que el adoctrina
m iento cristiano era un método muy eficaz de mantener dóciles y contentos a los
esclavos» (P l, 156-162, en 156). Ni qué decir tiene que la Biblia fue puesta
forzosamente al servicio de la esclavitud, como con tanta frecuencia lo había sido,
especialmente respecto al gran argumento sobre la abolición de los siglos xvm y
xíx en los Estados Unidos. Se había difundido la creencia de que los negros
habían heredado la maldición que echó Noé sobre Canaán, hijo de Cam (Gén.,
IX.25-27), e incluso algunos llegaban a hacerlos herederos de la maldición de Dios
a Caín (Gén., IV. 10-15). Las personas leídas y que conocían a Aristóteles podían
ver reforzada muy fácilmente la teoría de la esclavitud natural con un argumento
supuestamente basado en la Biblia.12 Si me he aventurado a adentrarm e tan lejos
del mundo antiguo para rastrear la actitud de las iglesias cristianas respecto a la
esclavitud, es porque me gustaría hacer hincapié en que no tenemos por qué
sorprendernos en absoluto de las afirmaciones realizadas por los autores de los
tiempos del cristianismo primitivo.
Llegados a esté punto, tengo que hacer mención a algo que me ha venido
trayendo muchos quebraderos de cabeza. Me doy perfecta cuenta de que los
principios cristianos tal vez constituyeran un buen motivo para que los esclavos
aceptaran su condición de tales, como algo externo y carente de importancia, tal
como lo aceptaban los estoicos y los epicúreos, así como san Pablo y tantos otros
cristianos primitivos. Así están las cosas, incluso para aquellos que no quisieran
seguir paso a paso al cardenal Newman cuando afirmaba que según las enseñan
zas de su iglesia,
más valdría que el sol y la luna se precipitaran desde lo alto dei cielo, que se
hundiera la tierra bajo nuestros pies y que todos los millones de habitantes que pisan
su faz murieran de hambre con una atroz agonía, por cuanto son penas temporales,
antes que una sola alma no digo ya que se perdiera, sino que comedera siquiera un
solo pecado venial, dijera voluntariamente una falsedad, por mucho que no resultara
dañina para nadie, o robara un miserable ochavo sin motivo (véase ECAPS, 23, ri. 74).
Pero ¿qué ocurre con la esclavitud por lo que se refiere a los amos? ¿Habría
llegado el cristiano que en sus oraciones pide que no le «dejen caer en 1a tenta
ción» a renunciar por completo al irresponsable dominio ejercido sobre sus con
géneres y que corresponde al propietario de esclavos, dominio que, con toda
seguridad, le haría caer en la peor de las tentaciones (cosa, por lo demás, frecuen
tísima), esto es, en la realización de actos de crueldad y de lujuria? No sé cuándo
se percibió este hecho por primera vez; pero el genio de Tolstoy lo encontraba
evidente, pues en un notable pasaje de La guerra y la paz hace que el príncipe
Andrei le diga a Pierre que el mayor mal de la servidumbre es el efecto que tiene
sobre los amos que tienen facultades para castigar a sus siervos según su capricho,
y que, al hacerlo, «sofocan sus remordimientos y se acostumbran a ello» (esta
conversación tiene lugar en el libro V, durante la visita que hace Pierre a Andrei
en Bogucharovo). No puedo sino concluir que lo que evitó que ía iglesia cristiana
acabara admitiendo los peligrosos y brutales efectos del esclavismo (y la servidum
496 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
bre) sobre ios amos fue la irresistible fuerza de la lucha de clases, esto es: la
absoluta necesidad que tenían las clases dominantes del mundo grecorromano de
mantener las instituciones sociales de las que dependía enteramente su privilegiada
situación, y de las que no tenían ninguna gana, ni podían, prescindir.
unas leyes iguales para los kakoi y los agathoi, para «la clase baja» y «la clase
alta», por supuesto, y no para «los malos» y «los buenos»; nada podía cambiar
el hecho social de que la clase alta eran los buenos», y la baja «los malos». La
clase gobernante de Roma estaba tan entregada a la propiedad como el griego más
consciente de su riqueza. Ningún escritor griego de los que se nos han conservado
es tan explícito acerca de la importancia primordial de los derechos de propiedad
como Cicerón, el primero, que yo sepa, de una larga linea de pensadores, que
llega hasta nuestros días, que han creído que la función primigenia del estado es
la protección de los derechos de la propiedad privada. Por citar sólo unos cuantos
pasajes entre los más interesantes que hay de él, digamos que en el De officiis,
tras preguntar qué mayor daño podría haber que la distribución igualitaria de las
propiedades (aequatio bonorum qua peste quae potesí esse maior?), pasa a
decir que los estados se fundaron ante todo con la finalidad de preservar los
derechos de propiedad (11.73, cf. 78, 83-85; 1.21); y en el De íegibus, tras unas
palabras muy grandilocuentes acerca de la excelencia de la ley (1.14) y cómo es
ésta la causa suprema que está en la naturaleza (§§18, 23), principio eterno que
rige el universo entero,1 de hecho, mente del propio Dios (II.8), restringe esta
afirmación diciendo que, por supuesto, no incluye en el calificativo de ley ciertas
«órdenes perniciosas e injustas emanadas del pueblo, ... tantos decretos pernicio
sos y corrompidos que no merecen más el nombre de ley que las reglas que se dan
los bandidos a sí mismos» §§ 11, 13). Y las tres leyes que señala como las que
menos merecerían e] nombre de ley son —como podríamos adivinar— principal
mente de carácter agrario, y votadas con la finalidad de hacer los repartos de
tierras que los optimates romanos consideraron siempre una amenaza potencial a
la propia base de su poder. En uno de sus discursos se lanza Cicerón a hacer un
panegírico del ius civile , el derecho civil, que, como dije en VLi, constituía una de
las dos grandes creaciones de los romanos, la única sobresaliente en el terreno
intelectual. En el discurso en cuestión, eí Pro Caecina (67-75), Cicerón hace
hincapié en que si se subvierte el ius civile , nadie se podrá sentir seguro de sus
propiedades (70); y en que si se descuida o se trata con negligencia, nadie podrá
estar seguro de poseer algo o de heredar a su padre o de dejar su patrimonio a sus
hijos (73).
Un detalle interesante del respeto que griegos y romanos tenían por la riqueza
y la posición social es el hecho de -que las «fundaciones» benéficas y los legados
en los que se establecía la realización de repartos en dinero o en especie entre la
población local solían dividir estas limosnas en dos categorías o más, yendo a
parar los donativos más cuantiosos a los que ocupaban un rango social más
elevado: el grupo a favor de] cual se ejerce con más frecuencia esta discriminación
es el de los consejeros (cf. III.vi y su n. 35).la
En lo que queda de esta sección me centraré en un aspecto en particular de las
ideas de los antiguos griegos acerca de la propiedad, a saber: el modo en el que las
ideas de los cristianos primitivos en torno a este asunto se convirtieron por obra
de las fuerzas sociales que escapaban a su control en algo muy distinto de lo que
fueran las del Fundador de su religión. Ello fue de nuevo un efecto directo de la
situación de clases reinante en el mundo grecorromano, esto es, de la lucha de
clases. A menos que el cristianismo se viera envuelto en un conflicto fatal con las
todopoderosas clases propietarias, había de doblegarse y deshacerse de las ideas
498 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
que luego mencionaré, las ciudades de la costa (Cesárea, Ascalón, Gaza y demás)
se hallaban demasiado lejos del escenario de las actividades de Jesús para que las
mencionen los Evangelios, por lo cual podemos ignorarlas aquí. Las ciudades que
tenemos que apuntar son, en primer lugar, Séforis y Tiberíades, las dos únicas
que había en Galilea; luego Sam aría, entre Galilea y Judea, que había sido funda
da de nuevo recientemente por Herodes el Grande con el nom bre de Sebaste
(aunque ei Nuevo Testamento no se refiere nunca a ella con ese apelativo); en
tercer lugar, el destacado grupo de diez verdaderas ciudades que administraban
una extensa comarca conocida con el nombre de Decápolis, al este y al sudeste de
Galilea, y al nordeste de Judea; y finalmente una o dos ciudades en la periferia de
la zona en la que se movió Jesús, a saber: Cesárea Panéade, fundada en 2 a.C.
por el hijo de Herodes, Filipo el tetrarca, a unos 40 kilómetros al norte del lago
Tiberíades (y a la que hacen referencia Marcos y Mateo con el nom bre de Cesárea
de Filipo), así como las antiguas ciudades fenicias de Tiro y Sidón, de las cuales
Tiro estaba situada en la costa, al oeste de Cesárea Panéade, y Sidón al norte.
Pues bien, la palabra polis suelen utilizarla los autores griegos (así como los
Setenta) en sentido vago, para designar sitios que no son verdaderas ciudades,
sino simples aldeas grandes o pueblos con mercado que habrían sido designados
con mayor propiedad mediante otras expresiones como méirokbmiai o komopo-
leis. En los Evangelios, especialmente en Lucas > se utiliza docenas de veces el
término polis para designar lugares concretos, cuyo nombre se especifica, y que
no eran técnicamente ciudades en absoluto: Nazareth, Cafarnaúm , Naín, Corazín,
Betsaida, Sicar de Samaría, Efraim, Arimatea, Belén ... y Jerusalén. Esta última
constituye un caso especial. A partir dé comienzos del período helenístico, autores
griegos como Hecateo de Abdera y Agatárquides de Cnido (apud Jos., C. Apion .,
L 197-198, 209) llamaban polis a Jerusalén; pero nunca fue ésta una designación
correcta ni en la realidad ni en sentido estrictamente técnico, de modo que lo
mejor seria considerar a Jerusalén esencialmente como la capital administrativa de
Judea, del ethnos («la «nación») de los judíos.5 De ios demás lugares a los que los
Evangelios llaman poleis nos gustaría llamar «pueblo» a Bethsaida; de los restan-
tes, ninguno pasaba de ser en realidad más que una aldea. Ño obstante, aunque
en los Evangelios se dice que las actividades de Jesús se desarrollaron en muchas
ocasiones en el desierto o a orillas del lago de Galilea o en otras zonas de las
comarcas del campo, se nos dice a veces en términos muy generales que Jesús
pasó por las poleis (Mt., XL11; cf. Le., IV.43), o por las poleis y kómai (Mt.,
IX .35; Le., XIII.22), o por las kómai, poleis y agrói (Me., V I.56). Sin embargo,
en estos contextos hay que entender la palabra poleis en el sentido vago y no
técnico en el que los Evangelistas (al igual que algunos autores griegos) suelen
utilizarla. Como dije antes, siempre que tenemos una referencia específica a algu
na visita de Jesús a alguna auténtica polis , se nos deja claro en cada caso en
concreto que a donde fue Jesús fue al distrito rural de la polis en cuestión (acaso
debería repetir que omito aquí muchas referencias que pueden encontrarse en mi
artículo ECAPS, esp. 5-8).
Empecemos por Samaría. Podemos olvidarnos de la falsa polis de Sicar (Jn.,
IV .5), que, por supuesto, era una simple aldea, así como del pasaje de Mateo
(X.5) en el que Jesús les dice a sus discípulos que no «entren en ninguna polis de
los samaritanos». No nos quedan, pues, más que dos pasajes de Lucas: en XVII. J J
500 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
que tengo buenos motivos para no haberlo hecho: lo mismo que en los Evangelios
no oímos hablar para nada de Sebaste (la polis de la Samarítide), tampoco oímos
decir ni una palabra de Séforis, y a Tiberíades se la menciona sólo en el cuarto
Evangelio (Jn., V I.l, 23; XXI. 1), y cuando aparece no es por propio mérito, sino
sólo en relación al mar que llevaba su nombre, mejor conocido entre nosotros
como lago de Galilea. Sin embargo, Séforis no estaba más que a unos siete
kilómetros escasos de la aldea natal de Jesús, Nazareth, y Tiberíades estaba
situada a orillas del m ar de Galilea casi en el punto situado más cerca de Naza
reth. Hubiéramos podido entender que Jesús no hubiera querido entrar en Sebas
te, pues era una ciudad preponderantemente pagana; pero tanto Séforis como
Tiberíades eran totalmente judías en cuanto población y en cuanto religión, aun
cuando en sus instituciones cívicas (en todo caso así ocurría en Tiberíades) fueran
dei modelo griego típico, y a pesar también de que Séforis se m ostrara luego, de
manera excepcional, prorrom ana durante la gran revuelta judía de 66-70 d.C.
(véase ECAPS, 7, notas 18-19). Pues bien, no tiene por qué sorprendernos el no
hallar ni un solo recuerdo de la presencia de Jesús en ninguna de estas dos
ciudades: los galileos del ejército de Josefo de 66 las m irarían con odio (véase
ECAPS, 8, n. 20), y no cabe duda de que Jesús consideraría que pertenecían a un
mundo extraño. En Me., L38 son las komopoleis de las cercanías (las aldeas
importantes) de Galilea las que considera escenario de la predicación: esto sí que
representa la realidad.
Supongo que algunos especialistas en el Nuevo Testamento objetarán que he
dado demasiada importancia a los testimonios topográficos de los Evangelios que
ellos se sienten por lo general reacios a utilizar. Yo les respondería que no utilizo
ninguno de los relatos de los Evangelios con finalidades topográficas: a mí me es
indiferente, por ejemplo, que la pericope que contiene la «confesión de Pedro»
(Me., V III.27 ss., M t., XVI. 13 ss.) se localice justamente cerca de Cesárea de
Filipo y no en cualquier otro sitio. Tampoco he sacado ninguna conclusión del
empleo de la palabra polis. Mi único propósito ha sido el de demostrar que los
Evangelios Sinópticos se muestran unánimes y constantes a la hora de localizar
por completo la predicación de Jesús en el campo, y no en el interior de las poleis
propiamente dichas, y por lo tanto, fuera de los límites de la civilización helenís
tica. Me parece inconcebible que ello se hubiera debido a los propios Evangelistas,
quienes es de suponer (como ya hemos visto) que dignificaran a cualquier oscura
aldea como Nazareth o Cafarnaúm (cf. ECAPS, 8, n. 22) con el título de polis,
pero que, sin duda alguna, no «degradarían» a ninguna localidad convirtiéndola
en comarca rural, cuando en su fuente apareciera como polis. Concluyo, por
tanto, que en este aspecto los Evangelistas reflejan con gran cuidado la situación
que encontraron en sus fuentes; y a mí me parece que probablemente estas fuentes
habrían ofrecido efectivamente un cuadro verdadero de la localización general de
las actividades de Jesús. Debería añadir que, aunque no he sido capaz de encon
trar ningún especialista moderno en el Nuevo Testamento que haga hincapié en lo
que yo lo he venido haciendo, no por ello le pasó desapercibido ai mayor erudito
de la Iglesia primitiva, san Jerónimo. Como me ha señalado recientemente con
toda amabilidad Henry Chadwick, Jerónimo apunta en su In Esaiam, xií, pág. 507
(comentario a Isaías, XLI1.1 ss., en M PL, XXIV.437). que «aunque leamos que
Jesús estaba dentro de los límites [termini] de Tiro y Sidón, o de ios confines
502 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
g e lio que demuestran que Jesús pensaba que la posesión de cualquier cantidad
considerable de propiedades era efectivamente un mal, aunque no fuera más que
probablemente su dueño caería en la tram pa y sería distraído de su obli
p o rq u e
gación de buscar el Reino de Dios. M e veo tentado a afirmar que, a este respecto,
la s opiniones de Jesús se hallaban más cerca de las de Bertolt Brecht que de las
que sostendrían ciertos Padres de la Iglesia y algunos cristianos de la actualidad.
Al cabo de una generación, el mensaje de Jesús se transform aría en lo que a
veces se define (quizá no injustamente) como un cristianismo paulino. El historia
dor no puede entender este proceso (a diferencia del teólogo) a menos que se le
considere como el paso de todo un sistema de ideas procedente del mundo de la
chora al del de la polis, proceso que implicaría necesariamente unos cambios
profundísimos en ese sistema de ideas. En mi opinión es de ese proceso de trans
formación del que surgen los problemas más serios de los «orígenes del cris
tianismo».
No gastaré mucho tiempo en hablar del llamado-«comunismo» de la primitiva
comunidad apostólica, que aparece sólo circunstancialmente en los capítulos ini
ciales de los Hechos (11.44-45; IV .32-37; V .l- n ; cf. Jh., XII.6; XIII.29), mientras
la Iglesia cristiana era todavía un pequeño cuerpo único, y allí desaparece por
completo, para reaparecer sólo en el seno de comunidades monásticas aisladas a
partir de comienzos del siglo iv. Esta situación, que había sido ya típica de algu
nos esenios y de otras comunidades judías, se halla totalmente ausente del resto
del Nuevo Testamento; incluso en los primeros capítulos de los Hechos queda
patente que la propiedad colectiva no era total, y que, en cualquier caso, no tenía
nada que ver con la producción colectiva. Otras referencias posteriores que se han
tomado a veces equivocadamente por testimonios del mantenimiento de la comu
nidad de propiedad no son sino idealizaciones de una situación en la que se
supone que la caridad es completa, como cuando Tertuliano dice: «Entre nosotros
todas las cosas están en común, excepto nuestras esposas» (A p o L , 39.11), o
cuando Justino se jacta de que los cristianos comparten todas sus propiedades
unos con otros (/ A poL, 14.2).
Volveré ahora mi atención a la actitud que tenían los primeros Padres del
cristianismo ante la cuestión de la posesión dé la propiedad.” Las diferencias de
énfasis son muy numerosas, pero creo que se puede afirmar con certeza que,
prácticamente sin excepción, ningún escritor ortodoxo parece tener el menor escrú
pulo a la hora de admitir que un cristiano puede poseer propiedades, aunque con
ciertas condiciones, la más im portante de las cuales es que no las tiene que
pretender con avaricia ni las ha de adquirir injustamente; que no tiene que poseer
lo superfino, sino sólo lo necesario; y que lo que tenga lo utilice, pero sin abusar;
ha de tenerlo como si fuera una especie de fideicomisario (si se me permite
emplear este término específico del lenguaje jurídico) del pobre, al cual debe dar
limosna (de los muchos ejemplos posibles, sólo citaré a Jerónimo, Epist ., 130.14,
dirigida al riquísimo Demetríades). Sobre lo que más se insiste es en la necesidad
de dar limosnas: todo este concepto, procedía en el cristianismo del judaism o, por
supuesto, y parece que las iglesias cristianas fueron mucho más lejos en este
terreno de lo que era lo típico en eí paganismo (en las obras del emperador
Juliano hay unas cuantas notas de lo más interesante acerca de la ausencia de
506 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
unas actividades organizadas semejantes entre los paganos: véase ECAPS, 25,
n. 81).
Volveré a ocuparme en seguida de la cuestión de las limosnas, que merece
especial atención, y también tendré ocasión de hablar acerca de la cuestión de lo
superfino y lo suficiente de la propiedad, pero primero he de añadir una cosa a lo
que dije antes en torno a la visión general que tenía el cristianismo primitivo de la
posesión de propiedades. Las palabras que dice Jesús al rico que iba en busca de
la vida eterna, que he analizado anteriormente, no fueron desatendidas del todo;
pero parece que las versiones sin restricciones de Marcos y Lucas fueron olvidadas
convenientemente y se citaron siempre las palabras de Jesús en la formulación que
aparece en Mateo (X IX .21), en la cual la orden de venderlo todo y repartirlo entre
los pobres se vela precedida de la restricción «si quieres ser perfecto». En las
decenas de pasajes de los Santos Padres con los que me he encontrado no he
tropezado con ninguno que señale siquiera la discrepancia que hay entre el texto
de Mateo y los de Marcos y Lucas.
Tan absoluta era la negativa a reconocer la existencia de cualquier otra versión
que no fuera la de M ateo, que cuando Clemente de Alejandría, en su Quis dives
salvetuñ, expone in extenso en su propio texto el relato que hace Marcos de toda
la historia, diciendo explícitamente que es su fuente, añade el «si quieres ser
perfecto» de Mateo en el punto que corresponde a M t., X IX.21, sin dar ninguna
indicación de que estas palabras no son de Marcos (véase ECAPS, 26, n. 82 para
las referencias al texto estándar de Clemente y la excelente edición de G. W. But-
terworth en Loeb). San Juan Crisóstomo se las ve y se las desea para poner
delante la frase condicional y dar a entender que Jesús no dijo simplemente al rico
«vende cuanto tienes»: las reitera, ampliando las palabras de Jesús hasta decir «lo
afirmo para vuestra determinación. Os doy la completa facultad de elegir. No os
impongo ninguna obligatoriedad» (Hom. I I de stat., 5). De ese modo, aí citar la
afirmación de Jesús en su forma restringida de M ateo, los Padres de la Iglesia
podían hacer uso de la típica distinción entre «precepto» y «consejo», y el man
damiento de venderlo todo se convirtió literalmente en un «consejo de perfección»
(entre los múltiples ejemplos, citaré sólo Agustín, Epist., 157.23-39). Y creo que
se puede afirmar con certeza que tras la aparición de la vida monacal en el siglo ív
se produjo la tendencia a tom ar la frase «si quieres ser perfecto» como si se
refiriera fundamentalmente a la adopción de la vida monástica: de esa forma,
cuando Jerónimo insiste a su amigo Juliano, que era muy rico, en lo deseable que
es deshacerse de todas sus posesiones (basándose de nuevo, como es natural, en el
texto de Mateo que hemos estado analizando), lo que claramente le aconseja es
que se haga monje (Epist., 118, esp. §§ 4, 5, 6, 7; cf. Epist., 60.10).
Podemos volver ahora a estudiar las limosnas. Existe una cantidad tan enor
me de testimonios acerca del gran valor que concedían los primeros pensadores
cristianos aí reparto de limosnas, que resultaría superfluo citarlos, por lo que me
centraré en dos pasajes, uno de un Padre de la Iglesia latina y o tro de uno de la
iglesia griega, ios cuales hacen hincapié en el carácter expiatorio del reparto de
limosnas y demuestran de esa forma las raíces judías del pensamiento cristiano en
este terreno. Optato, en su polémica obra contra los donaiistas (III.3), tuvo
ocasión de aludir al reparto de limosnas al hablar de la visita realizada por ciertos
emisarios imperiales (Macario y otros) a África en 347, para llevar a cabo repartos
LA LUCHA DE CLASES EN EL PLANO IDEOLÓGICO 507
hallar un entretenimiento de lo más inocente leyendo los pasaje en los que san
Agustín, en una de sus obras antimaniqueas (Contra Faust. M a n i c h X X II.48-59),
trata del delicado problema de Raquel y las m andragoras, que aparece en Gén.,
XXX. 14-18 (recuérdese que en el punto culminante de esta historieta tan fascinan
te, el patriarca Jacob, al volver agotado de los campos una noche, después de una
larga jornada de trabajo, es saludado por la mayor y menos favorecida de sus dos
esposas con un reconfortante: « “ Entra a mí, pues te he comprado por unas
mandrágoras de mi h ijo ” » y durmió con ella Jacob aquella noche», a resultas de
lo cual nacería Isacar). Pero no estaría bien acabar este repaso a la interpretación
alegórica de las Escrituras que hace el cristianismo con una nota de humor y
liviandad. Este tipo de interpretación tendría también unas tremendas consecuen
cias, como cuando san Agustín, en otro de sus vuelos alegóricos, cambió descara
damente el sentido de las palabras «obligadlos a venir» que aparecen en la pará
bola de la gran cena en el Evangelio de Lucas (XIV. 16-24) para justificar la
persecución de los disidentes religiosos, interpretando las «calzadas y los cercados»
(en la orden que dice «salid a las calzadas y a los cercados y obligadlos a venir»)
de forma alegórica como «herejías y cismas», y proporcionando así a los perse
guidores medievales un falso fundamento en las Sagradas Escrituras para llevar a
cabo sus actividades, argumento que no dudarían ellos en utilizar.14
La primitiva actitud del cristianismo ante la posesión de propiedades, tal
como la he descrito, se halla abierta a la crítica desde más de un frente, dejando
a un lado su punto de arranque en las enseñanzas de su Fundador. Señalaré dos
aspectos en los que se verá que resulta insatisfactoria: en primer lugar, el papel
exageradamente im portante que concedía a los repartos de limosnas; y en segundo
lugar, su idea de que una cantidad moderada de riquezas era inocua, aunque una
cantidad superflua fuera peligrosa.
Hasta hace muy poco, la caridad (en su form a más material, esto es, la
limosna) era aceptada por ia inmensa mayoría de las personas como algo absolu
tamente admirable; sólo en tiempos de nuestra generación ha empezado una gran
cantidad de gente a criticar enérgicamente todo el principio de la caridad organi
zada dentro de la comunidad como remedio de los males sociales, no sólo porque
al que la hace le proporciona una justificación moral de su posición privilegiada,
sino también porque cada vez la sienten más los que la reciben como algo degra
dante, como un desprecio de la dignidad humana, sentimiento con el que debo
confesar que simpatizo totalmente (en la concepción del «estado del bienestar»,
con todo, todo el que puede contribuye; y lo que recibe, lo recibe no como una
caridad, sino como un derecho social, principio totalmente distinto del otro). Por
consiguiente, las limosnas de las que tanto se enorgullecían los primitivos cristia
nos, nos aparecen hoy día a muchos con una luz bastante menos atractiva que cor
la oue se las percibía en su propia época o incluso después durante siglos. Eviden
temente, eran una cosa de lo más deseable como medio para conservar el orden
social, mitigando ios extremos más absolutos de pobreza que hubieran podido
conducir al estallido de alguna revolución. Pero era algo más: permitía también a
1a clase de los propietarios no sólo conservar sus riquezas sin el menor sentido de
culpa, sino incluso vanagloriarse de ellas, revistiéndolas de una aureola moral
procedente del hecho de que se utilizaba una pequeña parte de ellas (fijada ente
ramente a su albedrío) en «buenas obras» que les ayudarían a asegurarse is
LA LUCHA DE CLASES EN EL PLANO IDEOLÓGICO 511
Al rico en su castillo,
Ai p o b re a su puerta,
Los hizo Dios, arriba o abajo,
Y o rd e n ó su estado.
La encíclica. Cuadragésimo anno del papa Pío XL deí año 1931, admite que ía
lucha de clases constituyó un serio peligro cuarenta años antes, pero pasa luego a
decir que este peligro fue conjurado en gran medida por la novarum de
León X III, opinión que difícilmente podrían confirmar los acontecimientos ocurri
dos después d e 193L jni siquiera el desarrollo del fascismo, mientras duró, pudo
reyalidar dicha; pretensión. -:Mi que decir tiene que ha habido unas cuantas excep
ciones sorprendentes e individuales en el seno de las iglesias que se han desgajado
de su política o fiei al, desde John B ah en 13#1 a Camilo Lo rre s e n nu e st r o s d ías.17
Cuando los primeros profetas hebreos, o Platón y Aristóteles intentaron for
mular su visión de una buena sociedad, pensaron primero según la nación israelita
o la ciudad griega; para Platón y Aristóteles, la sociedad en cuanto tal tenía que
ser en primer lugar buena, tener buenas instituciones, y luego los hombres podrían
llevar una buena vida en ella. Sus sucesores, en ambos casos, solieron desesperar
de poder crear una sociedad buena; para ellos, eí individuo (en particular el
estoico) tiene que descubrir cómo puede vivir mejor su vida personal en un mundo
indiferente, cuando no hostil, o bien había unos buenos tiempos por venir, que
tendrían que ser alcanzados por alguna mediación sobrenatüral. En este último
caso, cabía el consuelo de imaginarse (como en ia apocalíptica judía) que el
resultado deseado se había conseguido ya de alguna manera misteriosa: el pasaje
dei Magníficat que he citado antes nos da un buen ejemplo de ello. El empleo del
futuro — «derrumbará a los dinastas, ensalzará s! humilde, alimentará al hambrien
to y despedirá al rico con las manos vacías»— tal vez creara una atmósfera bien
distinta: podría haber estado orientado hacia un cambio social, en vez de a la
aceptación del orden de cosas existente. Pero las instituciones de la sociedad eran
(como he dicho) las relaciones de los hombres entre sí; por consiguiente, aí cristia
no no le interesaban, sin que hubiera nada que le impidiera ser un completo
conformista político. Ya he hecho referencia a la orden que da san Pablo a los
cristianos de obedecer a las autoridades políticas, en cuanto «poderes puestos por
Dios»: comparaba la resistencia que se les opusiera a los ordenamientos de Dios,
cosa que necesariamente implicaría la condenación.
En la actualidad se está produciendo un debate entre los cristianos en torno a
la cuestión (por seguir empleando el lenguaje que he venido utilizando) de si no
seria absolutamente imprescindible reformar las relaciones existentes entre ios
hombres —en particular las relaciones entre los estados y entre las clases existen
tes dentro de los estados—, para que las relaciones entre un hombre y otro no se
vean deformadas ni perjudicadas. Yo diría que las relaciones de propiedad desem
peñan un papel fundamental en estas relaciones entre los hombres, incluidos en
particular la posesión de propiedades y el modo en el que se organiza ia produc
ción. Los que miramos este debate que se produce en el seno de las iglesias desde
fuera tal vez pensemos que un estudio exhaustivo de lo que realmente sucedió en
los primeros siglos del cristianismo, tanto en el campo de las ideas como en ía
propia vida social, podría echar alguna iuz sobre los problemas y controversias
que se están produciendo, cosa que tendría una enorme influencia en el futuro del
hombre.
un excelente estudio de cuál era la situación de los judíos en Egipto durante los
períodos helenístico y romano, obra de V. Tcherikover, C. P. Jud., L 1-111).
Recientemente se ha reunido más propaganda antiimperialista (antigriega o antirro-
mana): entre esas obras se incluyen algunos Oráculos sibilinos, en hexámetros
griegos, el llamado Oráculo dél alfarero, conservado en unos papiros griegos
procedentes de Egipto, y la Crónica demótica, texto escrito en egipcio demótico;
de más al oriente proceden el Oráculo de Histaspes, obra persa conservada sólo en
algunas paráfrasis en latín escritas por el autor cristiano Lactancio, y el Bahman
Yasht, otro texto persa en traducción pahlevi.7 La mayoría de este material nos
resulta extraña hoy día. El que quiera, leer algunas muestras de él, puede empezar
por Orac. Sibyll. yíU35()~355, 356-380; v V.155-178, 386-433, en los que se profe
tiza la perdición de Roma (cf. V III.37-49, 81-106, 165), y otros cuatro pasajes de
los S ib ilin o s IV. 115-139; también V.137-154, 214-227^; 361^385, que contienen
profecías asociadas a los «falsos Nerones» que aparecieron durante los veinte
años siguientes a la muerte de este emperador, acontecida en 6 8 /
No puedo dejar de mencionar tres notables documentos en latín (uno es una
carta literaria, y los otros dos sendos discursos literarios) que revelan cierto reco
nocimiento por parte de miembros de la clase gobernante romana de la mentali
dad de las víctimas de Roma (sería mucho decir que se trata de auténtica «simpa
tía»; cf. IV. iv, n. 13). El único que se refiere a la parte oriental dei imperio
romano es ia «carta del reyM itrídates(V IÉ upator del Ponto] al rey Arsaces» [de
Partía], compuesta por Salustio y conservada como fragmento de sus Historias
(1V.69). Mitridates atribuye a los romanos «un deseo profundamente arraigado de
dominio y de m ando», del que dice qué es «un motivo inveterado para hacer la
guerra a todas las naciones, pueblos y reyes» (§ 5); la carta ios llama «peste del
mundo» {pestis orbis terrarum, § 17), acusándolos de haberse engrandecido «uti
lizando el fraude y haciendo guerra tras guerra», hasta afirmar que lo destruirán
todo o perecerán en el intento (§§ 20-21). En una frase que no cabe duda de que
refleja la opinión del propio Salustio, se hace decir al rey: «pocos son los hombres
que desean la libertad; en cambio, buena parte de ellos está contenta de tener
unos amos justos» (pauci libertatem., pars magna instos dominas volum t § 18).
Los otros dos documentos son sendos discursos de Tácito, que tienen que ver con
la parte occidental del imperio, y muestran también cieno reconocimiento de cuál
era la mentalidad de ios oprimidos. El primero es el del caudillo britano Cálgaco,
feroz antirromano 30-32), a quien se pinta en el momento de arengar a
sus hombres a n t e s de la batalla át\ mons Graupius (quizá no muy lejos de inver-
ness, en dirección a] sur) en 83 o 84 d.C. Contiene unas afirmaciones de lo más
desafiantes en torno a la «libertad» que, en Tácito, es difícil que sean nada más
que clichés romanos, y que debió escribirlas con plácida burla por su parte; pero
uno de ios puntos ha resonado a través de los siglos: cuando ios romanos, dice
Cálgaco, «siembran ía desolación, lo llaman paz» (ubi solitudinem faciuni, pacem
appellant, 30.6}. El otro discurso, eme se encuentra en los Anales, 1.17. es aquel
al que mee referencia casi al final de IV.iv. y es pronunciado por el jefe del motín
de las legiones de Panonia acontecido en 14 d.C ., el llamado Percermio, del que
Tácito dice que antes había sido uno de los jefes de las facciones del teatro,
presentándolo como un dañino demagogo (véase esp. IV.iv, n. 13). El verdadero
odio que sentía Tácito por cualquier «aguador» que fuera del agrado de ios
l
LA LUCHA DE CLASES EN EL PLANO IDEOLÓGICO 517
órdenes más bajos de las provincias por expresar unos sentimientos hostiles a
Roma o a sus gobernantes queda de manifiesto con toda claridad en la breve,
pero reconcentrada invectiva que lanza e n Hist. , TV.68, contra Julio Valentino,
eminente personaje de los tréveros, que en una asamblea reunida durante la
revuelta gala de 70 d.C. «vertió insultos y vertió su inquina contra el pueblo
romano». Tácito no se digna pormenorizarlos, contentándose con señalar que
incluían «todos los cargos que suelen dirigirse contra los grandes imperios», que
—a menos que ios deseche en su desdén— probablemente pensaba que eran lo
suficientemente conocidos para necesitar especificarlos. No haré sino recoger en
una n o ta 9 los pocos ejemplos que quedan de discursos, en los que suele definirse
el sometimiento a Roma como esclavitud, que Tácito o Dión Casio ponen en
labios de los jefes de las rebeliones que se produjeron contra Roma.
Hay una forma de expresar las protestas, asociada especialmente (aunque no
en exclusiva) con los esclavos, que merece ser destacada: se trata de la fábula.
Fedro, esclavo y liberto del emperador Augusto, que escribió en latín durante la
primera mitad del siglo i de la era cristiana,’0 hizo cumplido uso de las colecciones
de fábulas de Esopo, otro ex esclavo, que probablemente vivió a comienzos del
siglo vi a.C .n Fedro nos ha legado un magnífico pasaje en el prólogo a su libro III,
versos 33-40. Dice que va a explicar por qué se inventó la fábula: se debió a que
así se le permitía al esclavo dar una expresión disfrazada a los sentimientos que no
se hubiera atrevido a decir en voz alta por miedo al castigo. Y no era sólo en los
esclavos en los que pensaba Fedro al hacer de ellos los disfrazados protagonistas
de las fábulas. Una de sus obras, en la que una rana contempla aterrorizada una
pelea entre dos toros, empieza con las siguientes palabras: «los humildes sudan
cuando los poderosos disputan» (humiles laborant ubi potentes dissident, 1,30.1).
Y al final del epílogo al libro 111 cita a Ennio diciendo: «es un sacrilegio que un
plebeyo [plebeius] murmure en público» (III. E p il, 34). Otra fábula, en laq u e se
pretende demostrar «cuán dulce es la libertad», nos dice que cuando un lobo
estaba a punto de ser convencido por un' perro de que se pusiera a servir a su
amo, se dio cuenta de que tenía el cuello aherrojado con una cadena; al darse
cuenta de lo que eso significaba, se negó a unirse al perro y servir con él (III.7;
cf. Babrio, 100; Fabulae Avieni, 31). La fábula que más me gusta de todas es una
que no trata explícitamente de esclavos, sino de los pobres en general (los paupe-
res): Fedro empieza diciendo: «el cambio en la persona que controla el estado [si
se me permite traducir así la frase in principatu commutando] no significa para el
pobre ningún cambio de su situación, sino sólo un cambio de amo» (ni¡ praeter
dom inum „ si tal es la lectura correcta). Esta fábula (1.15) trata de un anciano
tímido, que lleva a pastar a su asno a un prado, cuando de pronto ve que se
acerca un ejército hostil. El anciano suplica al asno que huya con él, para que no
ios capturen. Pero éste pregunta simplemente si el enemigo le va a hacer cargar
con dos paquetes a la vez: y cuando su dueño replica que supone que no lo harán,
se niega a moverse. «¿Qué me im porta a mí a quién sirvo —dice—; mientras no
cargue más que con un paquete a la vez?» En su Appeai to A ll Englishmen,
Gerrard Wínstaniev expresaba más o menos la misma opinión en 1650, cuando
decía que si en Inglaterra los pobres tuvieran que luchar contra un enemigo y
conquistarlo, «seguramente seguirían siendo esclavos, pues los hidalgos se queda
rán con. todo ... Por eso, dicen. ‘'podemos vivir igual a las órdenes de un enemigo
518 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
extranjero trabajando a jornal que a las órdenes de nuestros herm anos” »: véase
la colección de Hill y Dell (citada en VILii, n. 13)y 387.
Las fábulas «de Esopo» constituían un género literario lo suficientemente
sencillo para atraer a todos aquellos que carecían de la compleja educación litera
ria que se requería para comprender de forma adecuada gran parte dé la literatura
griega y latina; incluso los que carecieran absolutamente de ella podían entender
las fácilmente. Quintiliano, que escribió hacia los años noventa del siglo i el
manual latino de retórica clásico (Institutio Oratoria), señala que las fabellae
tienen un atractivo especial para los patanes del campo y la gente no cultivada
{ducere ánimos solent praecipue rusticorum et imperitorum, V .xi.19). Sin duda
hubiera dicho lo mismo de las parábolas de Jesús. Pero las clases gobernantes de
la Antigüedad eran lo bastante listas para apoderarse de este arm a que tenían sus
súbditos y volverla en ocasiones en ventaja propia. Todos conocemos la fábula de
Menenio Agripa, por el Coriolano de Shakespeare (1 .i.53-169), si no por la Vida
de Coriolano (6.3-5) de Plutarco o por Livio (II.xxxii.8-12). Por ficticia que
resulte su atribución a este consular y al año 494 a.C., constituye la fábula más
famosa de todas las que se apropió la clase dirigente. Entre otras fábulas que
pretenden dejar a los trabajadores en su sitio tenemos esa tan divertida en la que
los asnos apelan a Zeus para que los libere de su trabajo: la m oraleja dice que no
se puede curar (que es atherapeuton) lo que cada uno tiene que soportar.12
No fue un esclavo, sino un hombre cultivado, el erudito helenístico Dáfitas (o
Dáfidas) de Telmeso, quien no sólo vilipendió a los reyes Atálidas llamándolos
«migajas del tesoro de Lisímaco, que gobiernan Lidia y Frigia>>, sino que los
apostrofó directamente con el nombre de «verdugones m orados» {porphyrioi
mdlopes, Estrabón, XIV.i.39, pág. 647). No podía sino com parar a los reyes con
las marcas que deja un látigo en las espaldas de un hombre. Lo entendió muy bien
Tarri, que hace gala de una excepcional comprensión de las realidades sociales que
se daban en el oriente griego; pero muchos otros especialistas no han llegado a
entender el hecho de que para Dáfitas los reyes, en cuanto opresores, son «verdu
gones morados» en las espaldas de ios hombres, y han supuesto que el verso
quería dar a entender que los Atálidas habían sido también ellos esclavos, «mora
dos de magulladuras» o «de cardenales» (así Hansen, y el traductor de Loeb,
H. L. Jones); «luego entonces también ellos tenían las espaldas moradas, o debie
ron de tenerlas» (Fontenrose),53 Dáfitas, dicho sea de paso, pagó con su vida, por
lo que se cuenta, su lése-majesté: según Estrabón fue crucificado en el monte
Tórax, junto a Magnesia del Meandro.
De vez en cuando se recogen unos pocos ataques directos y frontales, necesa
riamente anónimos, a algunos emperadores. En V.iii hice ya mención de los duros
versos coreados en el hipódromo de Constantinopla a comienzos del siglo vi, en
los que se llamaba a Anastasio «emperador destructor del mundo» y se le acusaba
de ser «enterrador de dinero» (Juan de Lidia, De m a g is tr a l III.46).
Acabaré esta sección con un breve análisis de las cuestiones religiosas que
tanta importancia tuvieron en 1a mentalidad de ios hombres durante ei imperio
cristiano de los siglos ív, v, vi y vu, para dejar claro que, a mi juicio, los
problemas religiosos tenían poquísimo que ver con las posiciones de clase de los
hombres, excepto en uno o dos casos, el único notable de los cuales es el del
LA LUCHA DE CLASES EN EL PLANO IDEOLÓGICO 519
donatismo del norte de África. Me he centrado en este libro en las clases porque
creo que, a largo plazo, la producción de las necesidades materiales y las estruc
turas económicas y sociales mediante las que éstas se satisfacen son las que tienen
un efecto más profundo en los comportamientos e incluso en el pensamiento
humano, y no las creencias religiosas que, en cualquier caso, se puedan tener. Sin
embargo, a corto plazo, la religión puede desarrollar un papel decisivo a la hora
de reconocer las influencias que juegan en las acciones de los hombres y en la
naturaleza de los grupos en que éstos se dividen; eso es lo que pasó en el imperio
romano cristiano, cuando la lucha política de clases constituyó un fenómeno muy
raro (cf. capítulo VIII), mientras que Jas luchas religiosas se prodigaron mucho y
fueron muy intensas.
Estoy de acuerdo con A. H. M ,J o n e s en que constituye un serio error
considerar que las controversias doctrinales que tanto agitaron las primitivas igle
sias cristianas eran la expresión de un «sentimiento nacionalista» !4 o de una
«protesta social». Su artículo ütulado «Wére ancient heresies national or social
movements in disguise?», publicado en JTS, n. s. 10 (1959), 280-298 (reimpreso
en su libro RE, ed. Brunt, 308-329)*^ y su libro 11.964-970 (así como
III.326-327, notas 61-70), son absolutamente decisivos. Debo señalar, no obstan
te, que el ataque de Jones se centra en la opinión que afirma que ciertas herejías
eran fundamentalmente «nacionales»; la palabra «social» que aparece en el título
de su artículo tiene sólo que ver con el análisis que hace de los aspectos sociales
del donatismo,3S que, naturalmente, se consideró siempre en rigor un cisma y no
una herejía, hasta que a los católicos se les ocurrió la ingeniosa idea de que la
creencia donatista en la necesidad que había de volver a bautizar a los católicos
que eran admitidos entre ellos fuera considerada una opinión herética, capaz de
incluir al donatismo en el punto de mira de las severas leyes aprobadas a finales
del siglo iv y comienzos del v contra las herejías (véase CTh, X V IM A .p r .). Aun
que en su libró admite que el donatismo se hallaba «asociado con una lucha de
clases» (por cuanto poseía, de hecho, «ciertos rasgos de lucha de clases»), Jones
insiste en que sus aspectos sociales distaban mucho de constituir la esencia del
donatismo; y en ello tiene claramente razón (véase, sin embargo, VIII.iii, acerca
de los circunceliones).
Otra zona en la que algunos historiadores han visto un «nacionalismo» religio
so es Egipto; pero no conozco ningún material específicamente religioso proceden
te de ese país, comparable con la propaganda antirrom ana de las «Actas de los
mártires paganos» de Alejandría, a las que hicimos referencia anteriormente, obra
que, como vimos, fue producida al parecer por miembros de las clases altas
alejandrinas, Sin embargo, vale la pena mencionar aquí parte de la literatura
procedente de los círculos monásticos egipcios, por la denuncia que hacen de la
opresión que padecen los campesinos. Naturalmente, era en esencia religiosa, y su
carácter social era puramente secundario, debiéndose al hecho de que, durante el
imperio tardío, el paganismo —en todo caso fuera de Alejandría— fue limitándo
se cada vez más a las clases altas. El representante más destacado de esta corriente
es el monje Shenute (cuyo nombre se nos ha transmitido también como Shenoute,
Schenute, Shenudi, Schenoudi, Scnoudi, Chenoude, Chenoute; en latín es Sinu-
thius [y en castellano seria, por tanto, Sinutio]). Sus obras, escritas en copio
(bohérico), aunque demuestran algún conocimiento de ía literatura griega, no
520 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
parece que sean muy familiares a los historiadores de la Antigüedad, aunque han
sido editadas en copio y traducidas al iatm y a algunas lenguas modernas. Sinutio
fue abad del monasterio blanco de Ainpe, en el desierto de la Tebaida (Alio
Egipto), donde se dice que vivió durante más de ochenta años a partir de 380, y
qué murió pasados los ¡cien^ quizá incluso en 466. Según mis premisas, el docu
mento más útil de jas obras de Sinutio, especialmente para los que sepan leer en
inglés; tal vez sea su carta abierta a un rico terrateniente pagano, Saturno de
Fanópolís, editada más de una vez en el original copio y traducida entera en
inglés por John Barns, SHS (1964) J 6 El propio Sinutio era de orígenes campesinos
y, cómo dice Barns, «sus simpatías iban para un estrato de ia sociedad habitual-
mente demasiado torpe de palabras para expresarse en griego», por lo que una
«temeridad fanática hizo que este formidable monje se convirtiera en un franco
campeón del campesino egipcio oprimido ante las más altas instancias» (SHS, 155,
152). Se deleitaba atacando abiertamente el «paganismo que persistía entre las
ciases de los propietarios» {ibidem, 155). Oímos hablar del saqueo de varios de los
escasos templos paganos que no sabemos cómo lograron sobrevivir hasta el siglo v.
así como de asaltos a la casa del terrateniente mencionado anteriormente, que era
pagano, pues Sinutio la consideraba contaminada no sólo por la presencia en ella
de objetos de culto pagano y de pociones y escritos mágicos, sino también por la
existencia de baños, construidos gracias al trabajo obligatorio de los campesinos
que habitaban la finca y mantenidos asimismo por las contribuciones que se les
exigían (véase Barns, SHS, 154-155, y la nota 17, 158). Los baños, como insistía
Sinutio, eran algo que no necesitaban lós campesinos. Los campesinos tardorro-
manos se sentirían, en efecto, enormemente impresionados por lo que cínicamente
se ha llamado «olor de santidad» en sus formas más extremadas. El joven san
Teodoro de Sición (no lejos de la moderna Ankara) produjo una gran impresión
al salir de la cueva en la que había estado viviendo en religioso aislamiento
durante dos años: «Tenía la cabeza llena de llagas y pus, con el cabello enmara
ñado y lleno de un número incontable de gusanos que habían anidado en él; se le
transparentaban los huesos y despedía un hedor tal. que nadie podía resistir a. su
lado» {Vita 5. Theod, S y k 20, según la traducción inglesa de Elizabeth Dawes y
N. H. Baynes, Three Byzantine Saints, 101).
La carta de Sinutio a Saturno, en un tono enérgico y llena de insultos, enume
ra una serie de afrentas e injusticias supuestamente infligidas por Saturno a los
campesinos que se hallaban subordinados a él: haberse apoderado de sus propie
dades (incluido el ganado y las carretas), haberles impuesto la ejecución de traba
jos forzosos, así como haberles obligado a comprarle carne y vino a precios
exagerados. Vemos en ella a un destacado clérigo haciendo de defensor de los
pobres; pero no podemos dejar de preguntarnos si la actitud de Sinutio ante un
piadoso terrateniente cristiano que se hubiera mostrado igualmente opresivo no
hubiera sido acaso muy distinta. Y, como dice Barns,
si alguien esperaba que el triunfo del cristianismo hubiera significado una rectifica-
ción de ios males sociales existentes y un espíritu menos decaído en la población de
Egipto, sus esperanzas se habrían visto frustradas. Con la desaparición de] terrate
niente pagano no se p ro d u jo más que una m ayor radicaiización de la tiranía de las
grandes fincas; y cuando el paganismo estuvo difunto, el resentim iento de los subor
dinados —que constituía ya una costumbre inveterada de su m entalidad— convirtió
LA LUCHA DE CLASES EN EL PLANO IDEOLÓGICO 521
dedicatoria con las palabras «el Padre es irreverente [asebés], pero el Hijo reve-
rente \eusebes}». Se produjo una gran conmoción inmediatamente ante esta afir
mación aparentemente blasfema, pero enseguida la calmó Eudoxio cuando explicó
que «el Padre es irreverente porque no reverencia [sebei] a nadie, y el Hijo es
reverente porque reverencia ai Padre». El chiste tuvo mucho éxito, y. según
Sócrates, se le recordaba aún incluso en sus tiempos (segundo cuarto del siglo v),
aunque también subraya gravemente el hecho de que con tales sofisterías el here-
siarca dividió en dos la Iglesia (HE, 11.43.10-14, 15; cf. Soz., H E , IV.26.1).23
En occidente, la controversia teológica se expresaba en unos términos mucho
menos sutiles que en él oriente griego (pues esas profundidades podían analizarse
de forma más intrincada en griego, mientras que algunas apenas si podían ni
siquiera plantearse en latín), pero en algunos sitios, sobre todo en África y en la
propia Roma, llegó a ser también muy fuerte. Cuando en 357 Constancio II
emitió la orden de que los dos papas rivales que había, Liberio y Félix, tenían que
compartir la sede de Roma, se dice que el pueblo reunido en el circo replicó
gritando unánimemente, lleno de indignación «un solo Dios, un solo Cristo, un
solo obispo» (Teod.j í/E , II. 17.6). Según nos cuenta Amm iano, la sangrienta
l u c h a que sostuvieron los seguidores de la siguiente pareja de papas rivales, Dá
maso y Ursino, en 366, dejó en un solo día 137 cadáveres tendidos en el suelo de
una basílica de Roma (Amm.yXXVH.iii;12-I3); otra fuente contemporánea da la
cifra de 160 víctimas.2¿ Podríam os citar muchos ejemplos similares de violenta
lucha y de matanzas por obra del entusiasmo de los cristianos de los siglos iv y
siguientes, más en oriente que en occidente. Los que contaban con el apoyo del
estado (habitualmente, aunque, por supuesto, no siempre, los católicos) no solían
renunciar al uso de la fuerza, incluso de la fuerza armada, contra sus adversarios
religiosos. Según Sócrates y Sozómeno, Macedonio, patriarca am an o de Constan
tinopla en la década de 350, mandó cuatro unidades (arithmoi, lagmata) de tropas
del ejército regular para asegurar la conversión al arrianismo de la congregación
extraordinariamente numerosa de la secta novaciana que había en la pequeña
ciudad de Mantinio, en Paflagonia (al norte de Asia Menor). Armados de hoces y
hachas y con cualquier cosa que cayera en sus manos, los campesinos derrotaron
a los soldados y mataron a casi todos en el curso de una sangrienta batalla, en la
que también ellos sufrieron graves pérdidas (Sócr., HE, 11.38.27b,s-29; Soz.,
HE, IV.21.1-2).25
Estas y otras muchas atrocidades por el estilo tal vez nos hagan ver con
simpatía a Ammiano cuando manifiesta la opinión del emperador Juliano, según
el cual «no hay fieras salvajes tan enemigas de la humanidad como la mayoría de
los cristianos \plerique Christianorum] demuestran serlo, por el odio mortal que
se tienen unos a otros» (X X II.V .3-4). Esta afirmación sorprenderá sólo a quienes
no hayan estudiado las fuentes originales de la historia del cristianismo primitivo.,
con detalle, sino que se hayan basado sólo en libros de texto modernos. Resulta
fundamental entender que los cristianos, atormentados por la herejía y el cisma
—cuyos comienzos podemos ver incluso en tiempos del Nuevo T estam ento2"—,
no fueron nunca un cuerpo único ni unido, y que cada secta (no sólo, desde
luego, los que tenían todo el derecho de llamarse «católicos») tenía ia fea costum
bre de negar la pertenencia a «la Iglesia» y hasta el propio nombre de cristianos a
todos los «herejes» y «cismáticos», es decir, a todos los que no eran de su
526 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
Dudo que se hubiera podido imaginar un medio mejor de distraer a las vícti
mas de la lucha de clases de pensar en sus propias penalidades y en los posibles
modos de remediarlas, que hacerles ver, como hicieron sus líderes eclesiásticos,
que las cuestiones religiosas eran infinitamente más im portantes que las sociales,
las económicas o las políticas, y que en quienes convenía más centrar su resenti
miento era en los herejes y cismáticos (por no hablar de los paganos, maniqueos,
judíos y demás «raleas inferiores sin ley»). Naturalmente no pretendo decir que
los jefes de la Iglesia magnificaran la importancia de las cuestiones teológicas con
la deliberada pretensión de distraer al común de la grey de sus penalidades tempo
rales: ellos mismos sostenían con bastante sinceridad que sólo la adhesión al
dogma «justo» y a la secta «justa» podía asegurar la salvación y evitar la terrible
perspectiva de la condenación eterna. Pero no cabe duda de que los efectos del
entusiasmo religioso fueron los que ya he dicho. Es de suponer que mucha gente
humilde del imperio romano cristiano no se obsesionaría con la reform a del
mundo de su época, ni (en ese sentido) lograría su unidad, si aceptaba (como le
ocurría a la mayoría) lo que se le enseñaba y creía que la vida aquí y ahora resulta
insignificante comparada con la infinita duración de la eternidad, y que sus verda
deros enemigos eran los enemigos de Dios y. de su Iglesia, que, de no ser suprimi
dos, podrían poner en peligro las almas inmortales de los hombres y causar su
perdición. «Herejes» y «cismáticos», así como los «no creyentes», constituyeron
un tipo totalmente nuevo de enemigo interno, inventado por el cristianismo, en el
que podía concentrar sus iras «la gente bienpensante», ya que durante el paganis
mo resultaban inconcebibles unos fenómenos como los de la «herejía», el «cisma»
LA LUCHA DE CLASES EN EL PLANO IDEOLÓGICO 527
En este último capítulo demostraré otra vez que un análisis marxista basado
en las clases puede ayudar a explicar, y no sólo a describir, un proceso histórico:
se trata en este caso de la desintegración de extensas porciones del imperio roma
no, parte de un proceso que a Gibbon le pareció «la escena más grandiosa, acaso,
y la más tremenda de la historia de la humanidad» (D F RE, V II.325).
He demostrado ya en V.iii y lo acabaré de hacer en eí apéndice IV cómo la
democracia griega, en el transcurso de la lucha de clases en el piano político,
recibió los ataques de ia clase de los propietarios griegos con un éxito cada vez
mayor a partir de finales del siglo ív a.C., así como los de sus dominadores
macedonios y finalmente los de sus conquistadores romanos. Como hemos visto,
cuando la democracia funcionaba, podía desempeñar un papel importante a la
hora de proteger hasta cierto punto a las clases bajas de la explotación y la
opresión que pudieran padecer a manos de los poderosos. La democracia siguió
llevando una existencia precaria en algunos lugares durante el último siglo a.C.,
pero durante eí primero de la era cristiana se vio poco a poco ahogada y durante
el siguiente siglo acabó prácticamente por desaparecer; desde luego antes de que
acabara el siglo m se había hundido sin dejar rastro para cualquier objetivo
práctico (la democracia no existió nunca ,en el occidente latino en la misma
escala, ni mucho menos, y no conozco ni una sola traza de su existencia después
del siglo i).
Como vimos en IV.iii, la gran época del esclavismo en el mundo romano,
especialmente en Italia y Sicilia, fue los dos últimos siglos a.C .: el advenimiento
del principado a finales del siglo i a.C. y el notable descenso del número de
guerras que proporcionaban grandes contingentes de esclavos trajeron consigo
una nueva situación económica: a partir de entonces hubo que criar esclavos en
mayor medida que antes, si no se quería que disminuyera drásticamente su núme
ro; y por los motivos que se adujeron en IV.iii (§§ 6 ss.) este fenómeno se hallaba
vinculado con el posterior intento de aumentar la tasa de explotación de los
hombres libres de condición humilde, para compensar el reducido rendimiento
LA «DECADENCIA Y C'AJDA» DEL IMPERIO ROMANO 529
que tenían los esclavos en todas partes. Una clase explotadora, a menos que se la
logre obligar o persuadir (comí» les ha ocurrido a ciertas ciases capitalistas del
mundo moderno) a rebajar sus exigencias para facilitar de ese modo su propia
supervivencia (eventualidad que. desde luego, no se dio en el mundo grecorroma
no), echará mano a cualquier medio que halle a su alcance.
Para estrechar de form a más eficaz el cerco económico al que se veían some
tidas las clases bajas de la población libre, era de desear, evidentemente, que se
produjera una restricción absolutamente severa no sólo de sus derechos y privile
gios políticos, sino también jurídicos y constitucionales. H asta el siglo 11 de la era
cristiana y (en una pequeña medida) hasta comienzos del in, estos derechos y
privilegios podían variar mucho en el mundo griego durante la dominación roma
na. tanto en teoría, como (en menor medida) en la práctica, dependiendo de que
se fuera a) ciudadano rom ano {civis romanas),' b) ciudadano de una ciudad griega
«libre», es decir, una civitas libera (ocasionalmente también foederata). que goza
ban de mayores poderes de jurisdicción local que otras municipalidades,2 c) ciuda
dano de una ciudad griega que no fuera técnicamente «libre» (y se hallara, por lo
tanto, mucho más controlada por ei gobernador provincial romano), o d) un
provincial corriente, como la gran masa de la población (especialmente el campe
sinado), cuyos derechos jurídicos eran escasos y se hallaban mal definidos, y
cuando existían. Jos disfrutaban por tolerancia. Los hombres libres que no eran
ciudadanos romanos, por ejemplo, no solían ser torturados durante la república
romana y comienzos del principado (véase, e.g,, Garnsey, SSLPRE, 143 ss.).
Plinio hizo torturar sólo a dos esclavas de los múltiples cristianos del Ponto que
juzgó (véanse sus Ep., X.96.8). Pero no puedo afirm ar que esta fuera obligatoria
mente la tónica general, excepto en el caso de los ciudadanos romanos, ni sé cómo
le iba a caber esperanza alguna de reparación a cualquier peregrinus (no romano)
que fuera torturado por orden de un gobernador rom ano, a menos que contara
con la intervención de un patrono influyente.
Poco a poco, a lo largo de un proceso —que, a mi juicio, no ha sido todavía
estudiado adecuadamente nunca— comenzado sin duda en la práctica en el siglo i
de la era cristiana e «institucionalizado» con una formulación legal explícita du
rante el siglo ii y comienzos del m ,3 especialmente durante el período de los Anto-
ninos (138-193 d.C.), los derechos jurídicos de las clases más pobres se vieron
reducidos cada vez más, hasta que se vieron en trance de desaparición en el
período severiano (393-235 d.C.). La posesión de ia ciudadanía local llegó a no
significar nada, excepto para quienes pertenecieran al «orden curial», es decir,
para los miembros de los consejos de la ciudad y sus familias (cf. V.iii y la sección
ii de este mismo capítulo), que poco a poco fueron convirtiéndose en una clase
hereditaria de gobernantes locales. Lo que siempre había sido fuente de los privi
legios jurídicos más importantes era la posesión de la ciudadanía romana, pero
ésta pasó a tener cada vez menos significado, a medida que se fueron desarrollan
do una nueva serie de distinciones sociales y jurídicas —que, como luego demos
traré, eran esencialmente, por regla general, dísiinciones de cíase— que atajaban,
por así decir, las existentes entre cives y peregrini. En virtud de la llamada Cons-
titutio Anioniniana (abreviatura CA), del emperador llamado habitualmente Ca-
racalla o Caracallo (su verdadero nombre era M. Aurelio Antonino), cuya fecha
tradicional (y casi con toda seguridad la real) es 212 d.C. / se extendió la dudada-
530 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
nía a todos, o prácticamente a todos los habitantes libres del imperio.5 Pero este
hecho es mucho menos curioso de lo que parece a prim era vista. La única expre
sión de una opinión contem poránea que se nos ha conservado acerca de la finali
dad que perseguía la CA es la de un destacado historiador grecorromano que
vivió durante el reinado de Caracalla, siendo senador y consular, y que se hallaba
casi en mejor situación que nadie para entender cuál era la política imperial: nos
referimos a Dión Casio (LXXVII [LXXVlIIj.ix, esp. 5). Dión dice explícitamente
que la finalidad que perseguía Caracalla era aumentar sus ingresos haciendo que
los que hasta entonces eran peregrini pudieran convertirse en contribuyentes de
unos impuestos que hasta la fecha pagaban sólo los ciudadanos rom anos, el más
im portante de los cuales era el impuesto del 5 por 100 en las herencias (vicésima
herediíaíium): Naturalmente Dión odiaba a Caracalla, por lo que algunos histo
riadores han pensado que tenían motivo para rechazar la causa de la CA que él
aduce. Por mi parte, yo no negaría tan tajantemente que probablemente el deseo
de aumentar los ingresos adicionales hubiera tenido úna im portancia primordial
en la decisión del emperador, especialmente si aceptamos, como creo que debemos
hacer, la opinión de J. F. Gilliam, según el cual el impuesto de las herencias
afectaba también a las fincas que tenían un valor mucho más bajo que el que
generalmente se ha supuesto y se aplicaba incluso a haciendas pequeñísimas,7 de
manera que una enorme cantidad de gente se habría visto alcanzada por el impues
to a raíz de la CA. Fueran cuales fueran los motivos que tuviera el desequilibrado
Caracalla para promulgar su edicto, yo diría que el hecho más importante, con
mucho, que se escondía tras él, y que hacía que la CA fuera posible y asimismo
nada del otro mundo, era precisamente la «nueva serie de distinciones sociales y
jurídicas» que voy a describir a continuación, y que por entonces habían reempla
zado a la distinción existente entre civis y peregrinas en la mayoría de los aspectos
de importancia, por lo que la continuación de su existencia había pasado a ser
innecesaria e irrelevante, punto sobre eí que volveré a su debido momento.
No es fácil definir esa «nueva serie de distinciones sociales y jurídicas» en
pocas frases, ni tampoco conozco ningún estudio satisfactorio y global de ellas,
aunque se han producido algunos análisis muy útiles de Cardascia (ADCHH) y
Garnsey (SSLPRE y LPRE). No puedo dar aquí más que un breve resumen,
excesivamente simplificado, de ellas, en una sucesión de parágrafos que facilitaran
las referencias.
1. a) El valor que tenía para un «griego» la posesión de la ciudadanía
romana a comienzos del principado queda patente de forma admirable en la
historia de san Pablo (en Hechos, XXL26 hasta XXVL32; cf. XV1.37-39), un
judío que había recibido buena educación (XXII,3), por lo que debía de pertene
cer a una familia bastante acomodada, hecho que le permitiría reclamar no sólo la
ciudadanía romana, sino también la de Tarso (XXI.39), la principal ciudad griega
de Cilicia, región situada al sur de Asia Menor, privilegio del que, dicho sea de
paso, no gozaban los obreros del lino (linourgoi) de dicha ciudad, como sabemos
por Dión Crisóstomo (X XXIV.21-23; cf. apéndice IV, § 32?). Pues bien, las
consecuencias jurídicas técnicas que podrían extraerse de 1a historia de la «apela
ción aí César» que hizo Pablo no son en absoluto seguras en todos los aspectos, y
Garnsey ha aducido recientemente que Festo, el procurador de judea, no estaba
obligado a enviar a Pablo a Rom a.8 Sin embargo, sería erróneo que nos centrára
LA «DECADENCI A Y CAÍDA» DEL IMPERIO ROMANO 531
mos sólo en la apelación que hizo Pablo a que lo juzgara éí emperador. Mucho
más importante es el hecho de que, en un momento previo del proceso, no hay
duda de que fue la insistencia de Pablo en su ciudadanía rom ana lo que primero
lo salvó de padecer unos azotes «inquisitoriales» en las mazmorras de Jerusalén y
lo que luego indujo al comandante de la plaza, el tribuno militar Claudio Lisias,
a tomar unas complicadas precauciones para enviarlo a Cesárea, la capital de la
provincia, situada a poco más d e 100 kilómetros de distancia, vigilado por una
numerosa escolta de soldados, salvándolo así de ser asesinado por una banda de
conspiradores judíos (véase Hechos, XXII.25-29; XXIII. 10, 12-22, 23-33; esp.
XXII.26, 29; XXI1I.23-27). Tanto si Festo estaba obligado legalmente a atender
la apelación al emperador que había hecho Pablo, como si no, el hecho es que la
atendió; e incluso Garnsey está dispuesto a admitir que la ciudadanía de Pablo
desempeñó un papel im portante a Ja hora de congraciárselo (S S L P R E , 76). Sí tal
apelación no hubiera sido posible, Pablo hubiera sido juzgado por Festo en
Jerusalén, sin ninguna duda (véase Hechos, XXV.9, 20), obligatoriamente con el
concurso de un consilium de notables judíos, que habrían estado llenos de prejui
cios en contra suya,9 si es que efectivamente no lo asesinaban antes en el camino
de Cesárea a Jerusalén, como se nos dice que habían planeado los judíos (Hechos,
XXV. 1-4). Si no hubiera podido reclamar su ciudadanía rom ana, pues, Pablo no
habría llegado nunca a Cesárea ni al tribunal del gobernador provincial; o, si lo
hubiera logrado, lo hubieran liquidado los judíos con toda facilidad. Tal vez
debería añadir que, en general, doy por válida la historia que nos cuentan los
Hechos, aunque parte de ella, que en último término no puede proceder más que
del propio Pablo, sea casi demasiado buena para ser cierta (la mayoría de noso
tros, si nos hubieran arrestado, como a Pablo, en Jerusalén, hubiera exclamado
inmediatamente, en los primeros momentos del proceso: «no se me puede tratar
así. Soy ciudadano rom ano». Sin embargo Pablo espera hasta el último momen
to, hasta que el centurión encargado de azotarle está a punto de dar la orden de
que procedan a hacerlo; y se muestra rigurosamente correcto e imparcial).
b) Casi a finales del período antoniníano, a comienzos de la década de i 80,
los campesinos del Saltus Burunitanus, en la provincia de África, en la moderna
Souk el-Khmis, que se definen a sí mismos en términos de la mayor humildad
como miserrimi homi[nes] y homines rustid tenues, llegaban a sentirse con dere
cho a quejarse al emperador de que el contratista de los arriendos de la finca
imperial en la que eran colonos (coloni) había azotado a algunos de ellos, «a
pesar de que eran ciudadanos rom anos»10 (sospecho que si el que hubiera admi
nistrado los azotes hubiera sido un magistrado, y no un particular a título indivi
dual, a los campesinos les hubiera parecido algo que se habrían tenido que tomar,
por así decir, con más deportividad). E incluso en el período de los Severos,
Ulpiano, en un famoso pasaje incluido en'-eí Digesto (XLVIII.vi.7; cf. 8 y Paulo,
Sent., V.xxvi.l), llegaba a hablar de la lex Julia de vi publica (de Augusto)
diciendo que prohibía la ejecución, el azotar o el torturar a cualquier ciudadano
romano adversus provocationern, es decir, sin respetar el derecho de apelación dei
que gozara el sujeto en cuestión.
c) Vemos una total exageración en el penúltimo párrafo del libro de Garnsey
(SSLPRE, 279-280), cuando afirm a que «en ningún período de la época que
estamos examinando constituyó la ciudadanía como tal una fuente de privilegios»
532 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
(la época en cuestión es «desde ios tiempos de Cicerón hasta ia época de los
emperadores Severos: es decir, desde mediados del siglo i a.C. a comienzos del m
d.C.»: SSLRRE, 3). Tenemos una verdad muy im portante en lo que a continua
ción dice Garnsey, cuando afirm a que la ciudadanía lo único que hacía era «con
ferir a quienes la ostentaban ciertos derechos formales como miembros a todos los
efectos de la comunidad romana, pero no preveía la garantía de su ejercicio». No
existía ninguna garantía inquebrantable, desde luego. Incluso los ciudadanos de
los estados modernos más avanzados son víctimas a veces de la ilegalidad y la
injusticia, pero el ejemplo de san Pablo basta para probar que la ciudadanía era
una «fuente de privilegios» del valor más alto que se pueda imaginar, por cuanto,
efectivamente, podía marcar los límites entre la vida y la muerte. Resulta asimis
mo interesante recordar aquí que las ciudades g rieg as—Rodas y Cízico en parti
cular— llegaron a verse privadas de su status de libertad por haberse encargado de
ejecutar a ciudadanos rom anos.i! Como veremos, Garnsey minimiza los cambios
(principalmente durante el siglo ti) que sustituyeron las restricciones puramente
políticas que tenía la ciudadanía, como fuente de privilegios, por unos requisitos
sociales que en último término dependían en gran medida de la posición económi
ca, es decir, de la clase.
2. a) En todas las cuestiones prácticas, los derechos constitucionales de los
que gozaba el habitante del m undo grecorromano, por lo menos a comienzos del
siglo m (digamos que hacia 212 d.C,, fecha de la promulgación de la CA) depen
dían muy poco de si se era ciudadano romano o no, pero sí, en términos genera
les, de si se era miembro o no de lo que yo llamo «los grupos privilegiados», a
saber: las familias senatoriales, ecuestres y curiales,!2 los veteranos y sus hijos y
(en algunas cuestiones) los soldados en activo.B
b) Los múltiples textos jurídicos de qüe se disponen al respecto procedentes
de los siglos ii y iii otorgan a veces privilegios a determinados grupos, designados
mediante una gran variedad de términos, ei más corriente de los cuales es hones-
tiores (que suele oponerse a humiliores), aunque hay muchos otros, no sólo hones-
tiore loco natus, in aliquo honore positus, in aiigua dignitate positus, honoratus,
qui in aliquo gradu est (todos ellos equivalentes, que demuestran la estrecha
relación existente entre e í status privilegiado y el rango oficial), sino también
splendidior persona, maior persona, altior. El humilior puede ser también una
humilis persona, humilis lo cu humiliore loco positus, qui humillimo loco est, qui
secundo gradu est, plebeius (especialmente corriente), sordidior, tenuior y (a fina
les del imperio) inferior persona, vilior persona, o incluso pessimus quisque (no
pretendo que estas listas sean exhaustivas). Los juristas romanos, de forma bas
tante curiosa, evitaban dar definiciones precisas: como dice Javoleno Prisco, «toda
definición resulta peligrosa en derecho civil» {Dig,., L.xvü.202). Pero en este caso
había una razón muy buena para dejar sin definir estos términos: todos estos
textos tienen que ver con casos que implican algún procedimiento judicial¥ en los
que lo más deseable era dejar que cada juez en concreto determinara quién estaba
incurso en él y quién no. (Cardaseis lo ha señalado muy bien en ADCHH, 335.)
¿Es que se iba a considerar hum ilior aí hermano de un hombre que acabara de
ingresar en el senado, a ia esposa del prefecto del pretorio o al amigo íntimo del
prefecto de Egipto sólo porque diera la casualidad de que no tenían ios requisitos
técnicos necesarios para pertenecer a un grupo privilegiado? No lo creoJ" Es de
LA «DECADENCIA Y CAÍDA» DEL IMPERIO ROMANO
suponer que el ascenso en el rango extendiera sus efectos a ios parientes de uno:
en un papiro de comienzos del siglo iii ( P . Gen., 1) vemos que un pequeño
funcionario de Egipto aconseja a otros funcionarios como él que tengan mucho
cuidado con ia manera de tratar a los parientes de un hombre que pertenecía al
tercer y último grado del orden ecuestre (un vir egregius) que daba ia casualidad
de que gozaba de la confianza del emperador Caracalla (cf. también Millar,
E R W , 114 y n. 32).
c) Gran parte de los análisis de 1a aparición de los grupos privilegiados —por
ejemplo, e l excelente artículo de Cardascia (ADCHH)— se ha centrado en el
grupo más numeroso de textos, eí que establece las distintas penas previstas para
los delitos cometidos por ambas categorías, utilizando para ellas algunas de las
expresiones indefinidas que acabo de analizar. Sin embargo, hay muchos textos
que son muy precisos en su terminología y que otorgan privilegios a unos grupos
perfectamente definidos: senadores, caballeros, decuriones, veteranos y, en un
caso, a los em inentissiiniy perfeclissimi que constituían los grados más altos del
orden ecuestre, junto con algunos miembros de su familia (CJ, IX.xli. 11 .pr.).
3. Simplificando otra vez en exceso, resumiré ahora las diferencias jurídicas
y constitucionales que se fueron desarrollando principalmente durante el siglo ii (y
desde luego antes de 212 d.C.) entre los grupos privilegiados y los que se haliaban
por debajo de ellos. A estos últimos puedo llamarlos sin la menor vacilación «las
clases bajas»: virtualmente iodos ellos quedarían fuera de lo que he definido
como «clase de los propietarios» (véase III.ii)t e incluirían prácticam ente a todos
los hombres y mujeres libres que no pertenecieran a dicha clase. He evitado
hablar de los grupos: privilegiados llamándolos «clases altas» o «clases de ios
propietarios», porque, en muchos aspectos, incluirían a veteranos (e incluso a
soldados en activo), que habrían sido hombres de fortuna modesta; pero yo
insistiría en que a los veteranos (y a los soldados) se les concedían los privilegios
que recibían por la importancia realmente única que tenía el ejército (que natural
mente incluía buena parte del funcionariado civil im perial)15 en la vida del impe
rio y por la necesidad que había de convertir en propietarios a los soldados
retirados: el no hacerlo constituyó precisamente una de las principales causas de la
caída de la república (véase VI.v). Los privilegios de los veteranos estaban calca
dos explícitamente de los de los decuriones; como afirma el jurista de finales de la
época severiana, Marciano, «se atribuye a los veteranos y a los hijos de los
veteranos el mismo honor que a los decuriones» (Dig,, XLIX.xviii.3). Pues bien,
los decuriones (véase la sección ii de este mismo capítulo) fueron siempre, en
términos generales, la clase form ada por los principales terratenientes locales que
no eran honorati (que no eran miembros de la aristocracia senatorial y ecuestre),
y, con el paso del tiempo» fueron identificándose cada vez más con dicha clase.
Me gustaría recalcar, por lo tanto, que ios «grupos privilegiados», al margen de
jo s veteranos y los soldados, hacia el siglo m habían pasado a ser casi idénticos
(por lo menos en un 90 por 100 o incluso más) a mi «clase de.los propietarios»,
al igual que los no privilegiados equivalen virtuaimente a mis «ciases bajas»,
situadas por debajo de la clase de los propietarios. Algunas excepciones aisladas
como los libertos imperiales son demasiado escasas para echar por tierra mi
afirmación, especialmente si tenemos en cuenta que ser liberto es estrictamente un
status que dura una sola generación (véase 111.v), y, en todo caso, algunos de
534 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
estos libertos adquirían el status de caballeros y uno o dos incluso rango cua-
«senatorial.*
a) La diferencia más notable y mejor atestiguada entre nuestros dos grupos
(a los que suele hacerse referencia en este sentido como los honesiiores y los
humiliores) es «el doble sistema penal», según el cual los grupos privilegiados
recibían unas penas más leves que las clases bajas: decapitación, por ejemplo, en
vez de alguno de los summa supplicia (crucifixión, quema en la hoguera, o fieras),
y la exención absoluta de la condena a las minas o a trabajos forzados (opus
publicum), que con frecuencia solían infligirse a las clases bajas. Se ha producido
una interesante controversia entre Cardascia y Garnsey acerca de la aparición del
doble sistema penal a partir de lo que era la práctica, según el arbitrio que tenían
los jueces para definir las reglas de la ley establecida: en este sentido, a mí me
parece decisivar la reseña que hace Cardascia al libro de Garnsey, y en mi
opinión se habría producido un importante cambio en tiempos de los Antoninos
y los Severos, y no durante el siglo i. No debo omitir una frase que aparece en el
Digesto, del jurista de la época severiana Emilio Macro, que afirm a que a los
esclavos se les castigaba «según el ejemplo de los hüm iliofés»{exem ple humilio-
rum, Dig., XL VlII.xix. 1O.pr.). Como comenta atinadamente Garnsev, «puede
que se invirtiera la relación. Cuando se examinan las formas de castigo utilizadas
con los humiliores, llama la atención la conexión que tienen con los castigos
típicos de ios esclavos y la procedencia de ellos que denotan» (SSLPRE, 127).
b) Se supone que no se aplicarían a los ciudadanos los azotes, durante la
república y comienzos del principado, pues el derecho que éstos tenían a apelar
contra este castigo, otorgado por una ley de comienzos del siglo ii a.C., fue
confirmado por la lex Julia de vi publica promulgáda por A ugusto.18 Probablemen
te a los ciudadanos humildes se les habría sometido con frecuencia a los azotes
por decisión de algunos magistrados extremadamente celosos durante la investiga
ción de ciertos casos (compárese con el moderno «tercer grado»). Pero, como
vimos un poco antes, san Pablo se salvó inmediatamente de ser azotado durante
su interrogatorio alegando que era ciudadano, y ya en plenos años 180 unos
humildes campesinos africanos llegaban a protestar formalmente de los azotes
recibidos —de manos de su terrateniente, como vimos antes en 1 b)— por algunos
compañeros suyos que eran ciudadanos. No obstante, la situación había cambiado
drásticamente a comienzos del siglo iii. La cronología precisa dista mucho de
estar clara, pero nadie puede negar que bastante antes de que acabara el siglo n
los ciudadanos pertenecientes a las clases bajas podían ser azotados legalmente
por una gran variedad de motivos, mientras que a sus superiores se les concedían
exenciones legales (ios textos más interesantes tal vez sean CJ, íl.xi.5, de 198
d.C., y Calístrato, en D ig., XLVIII.xix.28.2, 5, que nos demuestra que la exen
ción de los decuriones constituía un hecho fundamental). El interés por este
proceso se ha centrado con demasiada frecuencia en las exenciones, a las que van
referidas principalmente nuestros testimonios, y por ello la evolución realmente
importante que supuso la introducción de ias palizas aplicadas a la gran masa de
ios ciudadanos humildes, no ha solido recibir demasiada atención. Desgraciada
mente, no creo que sea posible decidir con precisión cuánto tiempo antes de que
acabara eí siglo n se «institucionalizó» por completo el azotar a los ciudadanos
LA «DECADENCIA Y CAÍDA» DEL IMPERIO ROMANO 535
Espero que haya quedado ya claro, que lo que he venido analizando en esta
sección es fundamentalmente la sustitución de una serie de distinciones jurídicas,
que tenían bastante poco que ver con las clases, por otra que estaba directamente
relacionada, con ellas. La primera de estas series no tenía ninguna relación directa
con las clases en el sentido que le doy yo á la palabra: sus categorías eran
puramente poHticas, siendo el elemento deterMnante. en ellas la ciudadanía. Pero
aunque la ejecución, los azotes., la torturare! castigo de los delitos en general, la
valoración de ios testimonios y eí trato que dispensaran a los individuos las
autoridades pudieran variar enormemente en ¡a práctica dependiendo de la posi
ción de clase que se tuviera, como, a mi juicio, ha demostrado el libro de Garn
sey, en la teoría constitucional se diferenciaban fundamentalmente por la posesión
o la carencia de la sola ciudadanía, Así pues, a partir de comienzos del principa
538 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
Yo invitaría a que se com parara el cuadro que pinto yo con el qué hace Finley
en A E , 84 ss., quien señala la «decadencia» del esclavismo y añade que es algo
que «requiere una explicación» (cf. IV.iii, n. 18). Con aceptar la hipótesis de que
«los que daban trabajo durante el Imperio tardío no hacían los esfuerzos que se
necesitaban para mantener una dotación completa de mano de obra esclava», da
su «explicación del comportamiento que tenían», lo que constituye «una transfor
mación estructural dentro de la sociedad en su conjunto». Llega casi a decir algo
im portante cuando declara que «la clave está no en los esclavos, sino en los
pobres de condición libre», y añade que, a su juicio, los elementos pueden «seña
larse con toda precisión». Pero, ¡ay!, todo lo que sacamos es que hay una «ten
dencia», visible desde comienzos del principado, «a volver a una estructura más
“ arcaica” , en la que de nuevo se hicieron significativos funcionalmente los órde
nes, en la que un espectro más amplio de status fue sustituyendo poco a poco a la
clásica división entre libres y esclavos», es decir, en pocas palabras, el proceso que
he estado esforzándome en estudiar en esta sección, pero concebido desde un
punto de vista superficial, por status, que permite pasar por alto su principal
motivo y su carácter fundamental. Lo que yo creo que es de form a primordial un
desarrollo que facilitaría la explotación es para Finley «una depresión creciente
del status de las clases bajas de los ciudadanos libres» {AE, 87; las cursivas son
mías). Pero, ¿cómo explica la «tendencia» analizada por Finley el cambio (anali
zado en IV.iii) efectuado de la producción esclavista a lo que yo llamaría princi
palmente producción servil? (Finley prefiere hablar de «colonos vinculados»; pero
véase IILiv y IV.iii). La «explicación» debería ser precisamente al contrario:
justamente porque el esclavismo no producía ya un excedente tan grande como el
que rendía en los tiempos más prósperos de Roma, las clases propietarias tuvieron
que presionar más a los pobres de condición libre. En la pagina 93 Finley está a
punto de dar en el clavo. Pero no está dispuesto a emplear un concepto como el
de «explotación»: para él «la “ explotación” y el “ imperialismo” son, al fin y al
cabo, unas categorías de análisis demasiado vastas. Lo mismo que la de “ estado” ,
necesitan ser especificadas» {AE, 157), especificación que nunca les da. Pero al
historiador que no quiera utilizar como categorías de análisis la explotación y el
imperialismo le costará bastante entender tanto el mundo antiguo como el mo
derno.
luego, tanto los historiadores de Roma como ios de Grecia suelen consultar. Fue
un poco alterado y mejorado en las traducciones alemana e italiana, y reeditado
en una segunda edición inglesa muy corregida por P. M. Fraser en 1957 (SEH~
R E 2). Como es de todos conocido, Rostovtzeff se negó a dar una respuesta
completa, si siquiera una soia respuesta, a la pregunta de por qué «decayó y se
hundió» el imperio romano, contentándose con criticar muy sucintamente algunas
teorías que a él le parecían falsas o inadecuadas (SE H R E 2f 1.532-541). Luego
comentaré una interesante noía que encontramos en su último p árrafo . De momen
to, me gustaría mencionar la interpretación que da el propio Rostovtzeff del
periodo en eí que empezó a dejarse percibir por primera vez la «decadencia»:
aproximadamente de ia muerte de Marco Aurelio a la subid á al trono de Diocle
ciano, esto es 180-284 d.C. (1.491-501, ef. 532-541f;vRostovtzeff reconoce que la
civilización del imperio romano era fundamentalmente urbana (el imperio, dice,
se hallaba «excesivamente urbanizado», 1.346), y que la privilegiada clase alta de
jas ciudades —«colmenas de zánganos», llega incluso a llamarlas (1.380, cf. 531)—
gozaban de ciertos lujos a expensas de la población trabajadora, tanto urbana
como rural, sobre todo del campesinado, que formaba el grueso de dicha pobla
ción (cf. I.iíi y IV .ii),30 Hasta aquí, muchos historiadores de Roma no tendrían
nada que objetar. Pero Rostovtzeff, que había conocido la revolución rusa, llegó
a concluir que ia explicación de ios trastornos del siglo ni radicaba en un ataque
deliberado y con conciencia de ciase llevado a cabo por él campesinado explotado,
que utilizó como punta de lanza ese gran ejército que se había reclutado entre sus
propias filas, contra la «burguesía de las ciudades» (como la llama Rostovtzeff),
ataque puramente destructivo, que no proporcionaría unas ganancias duraderas a
los vencedores semibárbaros (I, cap. xi, esp. 491-501). Esta teoría fue adoptada
por muchos autores que no conocían de primera mano las fuentes de la historia
del Imperio romano medio y tardío, y se la ha solido citar de manera encomiásti
ca, aunque rara vez (como bien notó el propio Rostovtzeff: véase 1.494-495) por
ios historiadores de Roma. De hecho, ninguno de ios testimonios que cita Rostovt
zeff apoyan su teoría. Su principal defecto —que además es el decisivo — ha sido
expuesto en múltiples ocasiones, particularmente en una reseña y un artículo de
Norman Baynes, publicados én 1929 y 1943 respectivamente:35 las fuentes contem
poráneas revelan que los soldados, lejos de ser considerados por los campesinos
como representantes suyos, o incluso como sus aliados, constituían, en realidad,
un auténtico terror para ellos (de hecho, el propio Rostovtzeff se dio cuenta de
ello: véase su SE H R E 2, 1,487, en el pasaje que empieza: «ios soldados eran
instrumento de la opresión y la exacción ... Constituían un verdadero terror para
1a población»). Rostovtzeff habla una y otra vez dé «clases», incluso (en. 1.501} de
«la terrible lucha de clases» dei siglo ni, seria equivocación como explicaré en ia
sección iii de este mismo capítulo. Con todo, aunque su análisis de las fuerzas de
clase dei imperio rom ano deriva a veces en uno que resultaría aceptable para
muchos marxistas, él mismo repudió siempre e) marxismo, y su concepto de ciase
y cié iuena de ciases es poco uniforme y variable (me resulta rarísimo que incluso
un historiador tan bueno como Baynes considerara a Rostovtzeff una especie de
marxista'}.'2 Tenemos que depurar su teoría de la crisis dei siglo su de los rasgos
excéntricos que contiene y desnudarla, por así decir, hasta dejarla en lo que de
fundamental y cierto tiene, es decir: que se daba una explotación masiva por parte
LA «DECADENCIA Y CAIDA» DEL IMPERIO ROMANO 54]
de una clase propietaria urbana de io que el propio Rostovtzeff llama dos veces
«la clase trabajadora» del imperio: ia población rural (libre o no) y los artesanos,
los tenderos y esclavos de las ciudades (véase esp. 1.35, 345-346). Sí desarrollamos
este punto, empezamos a ver los motivos de la renovada decadencia del imperio
tardío (período con el que, al parecer, Rostovtzeff se hallaba menos familiariza
do), tras su heroico resurgir en tiempos de Diocleciano y Constantino. El Imperio
tardío, especialmente en occidente, era una civilización bastante menos específica
mente urbana, pero constituía, si acaso, un régimen en el que la inmensa mayoría
de la población se hallaba explotada hasta el límite en beneficio de unos pocos
(parece que Rostovtzeff se dio cuenta de ello: véase S E H R E 1.527-531). Entre
estos pocos había aumentado enormemente la indiferencia por el bien público
como si se tratara de algo que concerniera sólo a otros, según se lamentaba Tácito
(.H i s i 1.1: ¡nscitia reí publicae ut alienae); y la masa de la población, tal como
demuestra su actitud (véase especialmente la sección iii de este mismo capítulo),
no tenía el menor interés en que se conservara el imperio.
El otro elemento de la explicación que da Rostovtzeff dé la «decadencia» del
imperio que me gustaría comentar es el final de su último párrafo. «¿Es posible
—se pregunta en tono abatido— extender una civilización más elevada a las clases
bajas sin rebajar su nivel y disolver su cualidad hasta hacerla desaparecer? ¿No
está obligada a decaer toda civilización en cuanto empieza a penetrar en las
masas?» Creo que a esto se puede replicar con las palabras de Gordon Childe: el
capital cultural acumulado por las civilizaciones de la Antigüedad
no se vio más aniquilado con el colapso del imperio ro m an o de lo que se vieron otras
. acumulaciones menores en las catástrofes más pequeñas que interru m piero n y acaba
ron con la edad de Bronce* N aturalm ente, como ocurrió después, m uchos refinamien
tos ... fueron suprimidos. P ero en su mayoría habían sido ideados para que los
disfrutara solo una pequeña clase muy poco num erosa. La m ayor parte de los logros
que se habían m ostrado biológicamente progresistas y que habían conseguido una
firme posición genuinam ente pop u lar mediante la participación de u n as clases más
num erosas sí que se conservaron ... De ese m odo, en el M editerráneo oriental., ia
vida de ciudad, con to d o io que implicaba, siguió viva. La m ay oría de las artes
siguieron desarrollándose con ioíia ía habilidad técnica y los equipos que se habían
desarrollado durante las épocas clásica y helenística.33
En esto coincido con Childe. Las artes materiales no son nunca coto vedado
de una clase gobernante. Cuando una civilización se hunde, la ciase gobernante
suele desintegrarse, y su cultura (su literatura, su arte, etc.) suele detenerse por
completo, de modo que la sociedad que la sucede tiene que empezar de nuevo.
Esto no vale para las artes materiales y las artesanías: puede que el comercio de
artículos de lujo desaparezca y que determinadas técnicas se extingan cuando deja
de producirse su demanda, pero, en general, la herencia tecnológica se transmite
más o menos intacta a las generaciones sucesivas. T a l ha sido la experiencia de los
últimos cinco mil años o más en el Extreme Oriente, en el Oriente próximo y en
las sociedades mediterránea y occidental. Normalmente cada sociedad puede em
pezar en muchos aspectos materiales donde su antecesora acabó; y eso es lo que
importa. Parece, por consiguiente, que por lo que el legado de 1a civilización
grecorromana siguió continuamente vivo fue sobre todo por la medida en la que
8
542 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
a partir del siglo xn e incluso a partir del xi , se produjo una rápida sustitución de la
energía humana por la no humana, siempre que se necesitaron grandes cantidades de
fuerza o cuando el movimiento que se necesitaba era tan simple y monótono que al
hombre podía sustituirlo un mecanismo. La principal gloria de la baja Edad Media
no fueron sus catedrales, ni ia épica ni la escolástica: fue la construcción, por
primera vez en la historia, de una compleja civilización que se apoyaba no en las
espaldas de unos esclavos sudorosos ni de unos coolies, sino básicamente en una
fuerza no humana (TIMA, 156).
Ese «básicamente» es exagerado, pero la frase de White contiene una verdad muy
importante y podemos afirm ar, sin duda, que a finales de la Edad Media había
una verdadera perspectiva de construir «una civilización compleja que se apoyaba
menos en las espaldas de unos esclavos sudorosos ni de unos coolies y más en una
fuerza no humana».
En la sección anterior explicaba que las clases propietarias del mundo grecorro
mano, en su conjunto, lograron durante aproximadamente los dos primeros siglos
y medio del principado (digamos que desde la época de Augusto a finales del
período severiano, en 235 d.C) apretar el cinturón al que tenían sujetos a sus
inferiores, colocándose en una posición aún más de dominio que 1a que habían
ocupado anteriormente, y reduciendo los derechos políticos y constitucionales de
los miembros de las clases bajas que eran ciudadanos romanos. Tengo que anali
zar ahora brevemente cómo y por qué la clase gobernante del imperio, los hom
bres que tenían una considerable riqueza, llegaron a imponer una presión cada vez
mayor sobre el sector más bajo de la propia clase de los propietarios, esto es,
sobre la que llamo la clase curial (que luego definiré). No hace falta que dé una
explicación general de lo que es la clase curial, pues todo este asunto lo trató ya
A. H. 1VL Jones, con gran perspicacia, en varias obras distintas.' Esta presión que
LA «DECADENCIA Y -CAÍDA» DEL IMPERIO ROMANO 543
su frieron los curiales empezó b a stante antes de que acabara el siglo u y se hallaba
ya muy adelantada a comienzos del 111; durante el IV se vio intensificada, conti
nuando a lo largo del v, hasta que en el vi la clase curial se halló enormemente
debilitada y había perdido casi por completo el prestigio del que gozara an
teriormente.
Cuando hablo de la «clase curial», me refiero a los miembros de la ciase
propietaria (junto con sus familias) que constituían los consejos de las ciudades
(poleis) del oriente griego (y, por supuesto, las correspondientes civitates occiden
tales) y desempeñaban todas las magistraturas de importancia, para las que origi
nalmente (durante los periodos clásico y helenístico) eran elegidos por las asam
bleas, hasta que (principalmente durante los dos primeros siglos de la era cristia
na) llegaron a ser nombrados por el propio consejo o inscritos por funcionarios
nombrados por él (véase V.iii y el apéndice IV). En su condición de consejeros se
llamaban en latín decuriones, y en griego bouleutai, llamándoseles normalmente
en nuestra lengua «decuriones»; pero a comienzos del siglo iv: solía utilizarse el
término «curiales» {curiales) para designar a los decuriones y a los miembros de
sus familias, de modo que, como lo que quiero es hablar de una «clase», me
parece lo más conveniente utilizar la forma adjetiva «curial». Esta palabra está
derivada de curia, la palabra latina que designaba el palacio del senado, que llegó
a utilizarse también —lo mismo que el término ordo {ordo decurionum)— para
designar al conjunto de los consejeros de una determinada ciudad. En el occidente
latino, cabía suponer que el ordo decurionum de una ciudad de importancia
llegara a totalizar unos cien miembros; en el oriente griego esta cifra podía a veces
ser aún m ayor.' Yo añadiría que en algunas regiones del mundo griego, en las que
la vida de ciudad se había desarrollado con lentitud, podemos hallar ciertas excep
ciones ocasionales a las reglas generales que ahora estoy enunciando: véase, por
ejemplo, el final del § 2 del apéndice IV acerca de una inscripción (JGBulg.,
IV.2.263) que se refiere a una comunidad macedonia que en 158 d.C. contaba con
ciudadanos, una ekklésia, y un magistrado anual (el politarca), pero al parecer no
con un consejo. No obstante, el cuadro que ahora presento es válido para la
inmensa mayoría de los casos.
Hablando estrictamente, tal Vez resultara preferible definir a ios decuriones y
a sus familias como un «orden curial«, y no como una «clase», pues, naturalmen
te, un hombre se hacía decurión sólo cuando ostentaba dicha posición y no sólo
cuando poseía unas propiedades que alcanzaran el valor (census) necesario para
cumplir los requisitos exigidos para ello, valor que en las ciudades importantes dei
occidente latino alcanzara tal vez a comienzos del siglo n aproximadamente la
cifra de 100.000 HS (esta es la cifra que se exigía en Comum a comienzos del
siglo u: Plinio, E p .f I,xix.2), es decir, un cuarto del censo ecuestre y una décima
parte del senatorial; pero esta cifra tal vez variara enormemente, según el tamaño
y la importancia de la ciudad en cuestión (véase jones, L R E , IL 738-739; Duncan-
Jones. EREO S, 82-88, 147-148). Sin embargo, en la época en la que realmente
empieza el relato que voy a hacer en esta sección, a saber, a finales del sigio ¡i, la
clase de los hombres que cumplían ios requisitos financieros exigidos para llegar a
decuriones (pero que no podían alcanzar la posición más elevada de honorati,
mediante la pertenencia a ios órdenes senatorial o ecuestre) empezaba a coincidir
en cierta medida con el propio orden curial. El status curial fue siempre ambicio
544 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
nado como honor, y a partir de la primera mitad del siglo n implicaba importan
tes privilegios jurídicos (discutidos en la sección i de este mismo capítulo), de
m odo que la mayoría de los hombres que cumplieran los requisitos exigidos para
ello intentaría, naturalmente, obtenerlo. Bien es cierto que a comienzos del siglo n
se daba ya, en Bitmia-Ponto y, sin duda alguna, en la mayoría de las demás
regiones del mundo griego, un sentimiento generalizado entre las ciases altas
(sentimiento que a todas luces compartía Plinio) según el cüal los decuriones
tenían que ser elegidos entre las familias que tenían ya status c u ria l,é n tre los
honesti homines y no e plebe, como dice Plinio (Ep:, X.79.3). Pero el ser decu
rión, por muy deseable que fuera en sí. empezaba 2 com portar hacia la segunda
mitad del siglo unas cargas financieras que a los menos acaudalados les resultó
cada vez más difícil sobrellevar. Una inscripción procedente de Galacia, datada
en 145, llega a hacer referencia 2 un ciudadano que se ha hecho consejero gratis
(proika bouleui[ou$: pero ello no tiene por qué querer decir sino que se le había
incluido en el ordo, como honor, sin tener que pagar 1a cuota que normalmente se
exi gí a en e st e tipo de caso s.4 No obstan te, a partir de finales del siglo n se
intensificó la presión ejercida isobre los hombres qué financieramente cumplían los
requisitos exigidos para pertenecer al ordo, pero que todavía eran plebeii. Un
interesante papiro de comienzos del siglo iti, tá r como se le ha reconstruido con
bastante probabilidad, habla de unos hombres que poseen los requisitos curiales
(bouíeuliké axia), pero que todaví 2 no se hallan inscritos en el registro curial
(bouleutikon leukómd), diciendo que no tienen que evadirse ni «de los servicios
impuestos a la plebe» (déníotikaihypérésiai), basándose en que poseen medios
curiales (?poroi? bouleutikoí), ni de las liturgias Curiales (bouleutikai leitóurgiais),
basándose en que todavía no han sidó inscritos en el registro curial (SB,
III.ii.7.261).5 Incluso en el siglo i\\ podían encontrarse ocasionalm ente6 hombres
que cumplieran todos los requisitos para ser decuriones, pero parece verosímil que
a finales del período severiano (235 d.C.) resultaran ya bastante raros, y que
coincidieran con lo que yo llamo clase curial y orden curial. Lo que a primera
vista parece un orden, resulta que es esencialmente una clase. Resulta interesantí
simo constatar que, a pesar de que el cargo de decurión implicara unas responsa
bilidades financieras y de inspección bastante considerables, Diocleciano llegó a
decretar en 293 que ni siquiera debía consentirse que el analfabetismo fuera óbice
para que un hombre pechara con las cargas que llevaba consigo el ser decurión
(CJ, X.xxxii.6: expertes litterarum decuriones muñera peragere non prohibent
iura).7 Aparecen a veces en los papiros8 decuriones analfabetos. Como vimos en
III .iii, la inmensa mayoría de los decuriones de todas las ciudades grandes (excep
to unas cuantas, como Ostia y Palmira. que tenían un carácter particularmente
«comercial») eran prioritariamente terratenientes. En las ciudades más pequeñas y
más pobres, en las que los decuriones menos ricos tal vez fueran hombres de
fortunas muy modestas, es de suponer que la mayoría de ellos se dedicaran a la
m anufactura. En un pueblucno como Abthugni de Bizacena,9 en 303, vemos que
Ceciliano, que en realidad es un duovir (un tipo de magistrado), es un tejedor que
trabaja efectivamente como tal, y que cena junto con sus obreros, tanto con ios
esclavos como con los asalariados (cum operarios [s/cj: Optato, apénd. II, f. 27b;
cf. 25ab, 29a. en CSELy XXVI, ed. C. Ziwsa). Y Agustín menciona a un «pobre
curia lis» de nombre Curma, que ha sido duumviar en el municipium Tu Iliense,
LA «DECADENCIA Y CAÍDA» DEL IMPERIO ROMANO 545
Los motivos de que se le apretaran las tuercas a la clase curial no hay que
buscarlos demasiado lejos. Echemos una ojeada a la condición de los hombres
libres pobres que se hallaban por debajo de ella en la escala social, sobre todo a
los campesinos. Yo tengo la sospecha de que los que fueran arrendatarios se
vieron obligados a pagar una renta tan alta como a sus terratenientes placiera
obtener. La posición de los pequeños propietarios campesinos variaría mucho,
según fueran de buenas sus cosechas, dependiendo de que las condiciones reinan
tes en los aledaños fueran pacíficas y no se hallaran dominados por el bandidaje
(o las irrupciones «bárbaras»), de que los granjeros se vieran sometidos a exaccio
nes fiscales extraordinarias o a la opresión de algún vecino poderoso (cf. IV.ii), etc.
De un modo u otro, yo sospecho que a medida que iba decayendo lo que quedaba
de la esclavitud-mercancía, la explotación de los libres pobres, por mucho que se
viera facilitada por el hundimiento de su status jurídico, difícilmente habría podi
do reequilibrar la balanza.
En tiempos del emperador M arco Aurelio (161-180), el imperio romano en su
conjunto no había sufrido ningún desastre de importancia desde comienzos del
principado, fuera de las guerras civiles de 68-69 y una o dos revueltas locales, la
más seria de las cuales probablemente fuera la que dirigiera C. Julio Civil en
Germania Inferior y en la Galia nordoccidental en 69-70. Las guerras no resulta
ron excesivamente caras, incluso durante los reinados de Domiciano y Trajano, si
tenemos en cuenta los importantes botines obtenidos en algunas de ellas, especial
mente en la última campaña llevada a cabo por Trajano en Dacia en 106. La
mayor parte de las sumas de dinero que nos han transmitido las fuentes literarias
referentes a los gastos e ingresos públicos no son dignas de confianza, y la cifra de
40 mil millones de HS que, según Suetonio ( Vesp., 16.3), pensaba Vespasiano que
era imprescindible para hacer frente a las necesidades inmediatas con las que se
topó cuando subió al trono en 69-70 («la mayor cifra de dinero mencionada en la
Antigüedad», según Tenney Frank, E S A R > V.45) no lleva mejores credenciales
que cualquier otra; pero parece que Vespasiano dio el paso bastante poco frecuen
te de elevar el tributo imperial, quizá en una medida considerable (Dión Cas.,
LXVI.viii.3-4, Suet., V e s p 16.1). Fue durante e! reinado de Marco Aurelio cuan
do las cosas empezaron a ir verdaderamente maí. La guerra con los partos, que
empezó en 162, debió de resultar muy costosa, y cuando acabó victoriosamente en
165-166 los ejércitos volvieron trayendo consigo una terrible epidemia que desató
su virulencia durante varios años en muchas zonas del mundo rom ano.10 Los
germanos se convirtieron entonces en una auténtica amenaza. Una primera irrup
ción de germanos que cruzaron el Danubio entre 166 y 171 (quizá 170 o 171), que
llegó incluso a Italia, se vio seguida por una serie d e crueles guerras contra los
germanos marcomanos y cuados y contra los yáciges sármatas, q u e ocuparon
b u e n a p a r t e de los ú l t im o s años d e l r e i n a d o de M a r c o A u r e l i o . 51 E n 170 c 171 u n a
incursión de los costobocos lleg ó in c lu s o a penetrar hasta el Ática; y en 171, la
Bética (en la Hispania meridional) se vio atacada por los moros rebeldes proceden
tes del norte de África (véase Birley, M A . 225-229; IIRMA, 222, etc.). Entre las
revueltas internas, la más seria tal vez f u e r a la de los Boukoloi en Egipto, a
18. — ST E. CRO IX
546 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
comienzos de ia década de 170. dirigida por un sacerdote, Isidoro, hasta que fue
aplastada no sin cierta dificultad por Avidio Casio: tenemos sólo una breve men
ción a ella en Dión Casio (LXXI.iv) y \& Historia Augusta {Marc. A urei., 21.2;
Avid. Cass,, 6.7).!:
Corren relatos según los cuales Marco Aurelio vendió las joyas de la corona,
así como ios demás tesoros q u e p os eí a, en púb 1ica su b as ta (q ui zá en 169), par a
conseguir de ese modo dinero para sus guerras,13 y que una vez se negó a conceder
las demandas de sus soldados, que le pedían un donativo, aduciendo de modo
muy significativo que todo lo que sobrepasara ia cantidad tradicional «lo sacarían
de 3a sangre de sus parientes y amigos» (Dión, LXXl.iii.3). Se dice asimismo que
del excedente que había en el tesoro, que ascendía a 2.700 millones de HS, y que
ie había dejado su predecesor Antonio Pío en 161, sólo quedaba en 193 un
millón, al término de su reinado y del de su desequilibrado hijo Cómodo (Dión,
LXXII1[LXXIV].viii.3, así como v.4). Posteriormente, de 193 a 197, se produjo
otro foco de guerras civiles, acerca de las cuales no estamos muy bien informados,
pero que, según dice un historiador contemporáneo de ios hechos, trajeron consi
go algunas sangrientas batallas y grandes pérdidas humanas (véase Dión Cas.,
LXXIV.viiLl; LXXV.vi.l y vii. 1-2): tal es el comienzo del período severiano.
Se han expresado distintas opiniones1^ en torno a la medida en la que aumen
taron en época de guerra ios costes del pago 15 y mantenimiento de los ejércitos
romanos, sin duda alguna el concepto más grande de los gastos imperiales. No
añadiré sino lo que a mí me parece un argumento concluyente en favor de ía
opinión que sostiene que las campañas a gran escala debieron de exigir unos
gastos militares mucho mayores. No hubo muchas peleas en tiempos de Adriano
(117-138), y desde luego poquísimas durante el reinado de su sucesor Antonio Pío
(138-161). Seguramente fue este largo período de relativa paz lo que le permitió a
este último dejar a su muerte en el tesoro (como vimos antes) la ingente suma de
2.700 millones de sestercios; y sólo pudieron ser las importantes guerras empren
didas durante el reinado de Marco Aurelio (especialmente en sus primeros años)
las que agotaran las reservas (véanse los dos párrafos anteriores). Marco Aurelio
no era. sin duda alguna, un derrochador. Es cierto que realizó algunos repartos
costosos entre la plebs urbana de Roma; redujo asimismo ciertos impuestos, y
poco antes de que concluyera su reinado condonó todos los atrasos en el pago de
los impuestos y otras deudas contraídas con el fisco pr¡r un período de cuarenta y
cinco años (Dión Cas., LXXI[LXXII].32.2). Pero no ^amentó la paga del ejército
ni se permitió llevar a cabo vastos programas de construcción. No concibo ningu
na alternativa a la conclusión de que las guerras importantes requerían unos
gastos militares mucho más grandes.
Puede que resulte erróneo prestar demasiada atención a las finanzas del esta
do romano, pues bien pudiera ser posible que el grueso de la clase gobernante
romana prosperara a pesar de que el tesoro se hallara prácticamente en bancarro
ta. No obstante, a despecho de ciertos indicios de prosperidad individual, en
muchas ciudades del oriente griego, así como del occidente latines da la impresión
de que hacia el tercer cuarto del siglo n las riquezas de la clase propietaria no se
hallaban tan firmemente sustentadas como al parecer solían estarlo en las genera
ciones anteriores. Y precisamente hacia 160, durante el reinado conjunto de Mar
co Aurelio y Lucio Vero (los divi f r aires, 161-169), es cuando aparece el primer
LA «DECADENCIA Y CAÍDA» DEL IMPERIO ROMANO 547
que los testimónios demuestran perfectamente hasta qué punto lograban ios miem
bros más ticos de este orden librarse de las obligaciones debidas a la curia hacien
do precisamente lo que los emperadores intentaban evitar con tanto celo, consi
guiendo unas veces codicilli (patentes de privilegio) honoríficos, que les concedían
algún rango que les otorgaba la exención de sus deberes curiales, y otras consi
guiendo algún cargo que com portara dicho rango. La repetición constante de
algunas de estas leyes demuestra lo ineficaces que eran: el patronazgo {suffragium:
véase mi artículo SVP) p o día c on seguir muchas veces la evasión a la ley; asimism o
Jos consejos solían mostrarse reacios a castigar a los morosos, en parte (como
aducían los consejos) porque les resultaba demasiado difícil actuar eficazmente
contra quienes habían alcanzado un rango elevado, pudiendo así ser peligroso
granjearse su enemistad, y en parte también mediante la corrupción pura y sim
ple, y la esperanza de obtener futuros favores del ex-decurión (véase esp. Jones,
LRE , 1.409; IL754-755). Como ha dicho Norman, la decadencia curial a finales
del siglo v «no habría podido seguir adelante, sin duda, a esa velocidad, si no
hubiera contado con un poderoso apoyo desde dentro de la propia curia, no sólo
mediante él que se m anifestaba en la evasión y el subterfugio, sino también
mediante el que procuraban los principales ricos» (GLMS, 84).
El deseo que tenían los decuriones de conseguir el rango senatorial ilegalmen
te, aunque ello significara la venta de gran parte de sus propiedades para conse
guir los sobornos necesarios, no estaba motivado en modo alguno por las ganas
de librarse de sus obligaciones financieras, que, de hecho, se habrían visto aumen
tadas con el status senatorial (véase Jones, LRE , 11.544-545, 748 ss.). El simple
prestigio era un concepto fundamental, en una sociedad enormemente consciente
del rango y el orden; pero quizá lo más importante de todo fuera el deseo que
tenía cualquier decurión de conseguir una seguridad personal frente a los malos
tratos que les imponían a los curiales cada vez con más frecuencia durante el
siglo ív los gobernadores provinciales y demás funcionarios imperiales, pero que
no se habrían atrevido a infligir a personas de status senatorial.
Un interesante indicio del gradual deterioro de la situación de la clase curial
durante el siglo tv es el hecho de que, mientras que todos ios decuriones se hallan
todavía exentos del castigo de azotes mediante las constituciones imperiales de 349
o 350 y de 359 (CTh, XII.i.39, 47), hacia 376 se permite el uso de los plumbata,
los azotes emplomados, para todos excepto para los decuriones principales (los
decemprimi), si bien los emperadores expresan piadosamente la esperanza de que
se les apliquen con moderación (habeatur moderatio, IX.xxxv.2.1). Aunque otras
constituciones de 380 y 381 vuelven a prohibir los plumbata para todos los decu
riones (X11.L80, 85), hacia 387 vuelve a permitirse el uso de esta arma terrorífica
en casos fiscales, y en este caso ni siquiera queda inmune un decurión principal
(principalis): XII.i.117, cf. 126, 190). No resulta, pues, sorprendente q u e veamos
a Libanio, a finales del siglo í v , insistir en que lo que ha hecho que tantos
diados del siglo ív, los azotes, aunque no fueran aplicados con los plumbaia,
podían causar fácilmente la muerte (Hist. A r i a n 60; cf. 12, 72).
Libanio nos proporciona un cuadro conmovedor de lo que eran las relaciones
existentes entre un consejo local y la población general a mediados del siglo ív, tal
como le habrían gustado que fueran a un miembro destacado de ia clase propie
taria, a saber, las mismas relaciones que tienen los padres con sus hijos ÍOrat. 5 XI
[Antiochikos], 150 ss., esp. 152).23 El emperador M ajoriano llegaba a afirmar
todavía en 458, en una frase deliciosa, como si de una verdad incontrovertida se
tratara, que los decuriones eran «los tendones de la república y las visceras de las
ciudades», curiales ñervos esse rei publicas ac viscera civitatum nullus ignorat
(N o v. M a j., Y ll.p r.). Parece que en oriente los consejos municipales no dejaron
de tener gran importancia en el proceso de tom ar decisiones de alcance local, e
incluso no dejaron de reunirse hasta comienzos del siglo vi, durante el reinado de
Anastasio (491-518). P ara entonces los decuriones se habían visto reducidos poco
menos que a unos funcionarios locales de menor importancia, encargados de la
recaudación de impuestos y de la realización de otras obligaciones públicas (su
situación en occidente no era muy distinta, a pesar de que tenemos testimonios de
que los consejos municipales se seguían reuniendo todavía a comienzos del siglo vu:
véase Jones, LRE, 11.757-7^3).
Todo este proceso nos manifiesta de manera admirable el completo control
que ejercía la clase más elevada, esto es, la de los senadores y los caballeros, sobre
la totalidad del mundo grecorromano, una vez que pasaron a constituir un solo
orden como mínimo a comienzos del siglo v (véase VI.vi, ad fin*). H abía entonces
más grados en el oriien senatorial; el má el de los clarissimi, luego
venían los spectabiles y por último los illustres; hacia mediados del siglo v los más
ilustres eran magnificéntissimi e incluso gloriosissimi. La absoluta falta de poder
que se daba por debajo de la clase más elevada hacía que hasta los hombres
dueños de unas propiedades de cierta cuantía y que gozaban de alguna distinción
local quedaran irremisiblemente sometidos a los grandes, excepto en la medida en
la que los emperadores decidieran protegerlos, tal como estaban obligados a hacer
hasta cierto punto, si se quería que el imperio siguiera funcionando (cf. Vi.vi).
Las tuercas, que se habían apretado ya hasta el tope inferior de la escala social
por obra de los terratenientes y los recaudadores de impuestos hasta eí límite
tolerable para que se mantuviera el mecanismo, e incluso un poco más, tendrían
que apretársele también a la clase curial a partir del siglo n (a medida que ia
situación del imperio fue tornándose menos favorable), y así ocurrió durante todo
el siglo i i i , pues tal era la única alternativa que quedaba si no se quería aumentar
los impuestos de los que eran verdaderamente ricos, solución que éstos nunca
hubieran aceptado. En cuanto los curiales empezaron a cambiar su situación aun
en una pequeña medida, y pasaron a ser víctimas del sistema y no sus beneficia
rios (como lo habían sido siempre los que estaban por debajo de ellos), presenta
ron protestas de indignación, que solieron recibir de los historiadores una atención
y una simpatía inmerecidas. Tenemos gran cantidad, áe testimonios que revelar
que ellos no tuvieron de qué quejarse hasta que hubieron exprimido hasta ia
última gota a todos aquellos situados por debajo de ellos, en particular a sus
coloni. El sacerdote Salviano, que escribió en la Galia durante el segundo cuarto
del siglo v, llegaba a exclamar: «¿qué es la vida de ios curiales sino injusticia?»
552 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
{jniquitas: De gub. Dei, 111.50). Hemos de recordar que Salviano era muy dado a
las exageraciones (cf. la sección iii de este mismo capítulo); efectivamente, en este
mismo pasaje llega a ver que la vida de los hombres de negocios (negotiantes) es
todo «fraude y perjurio», la de los funcionarios «acusacionesbalsas» {calumnia),
y la dé los soldados «robo» (rapiña). Pero, si no nos decidimos a desechar todas
sus críticas a los curiales, tendremos que echar un vistazo a la que, en mi opinión,
es la más extraordinaria de las constituciones promulgadas por los emperadores
romanos: se trata de una emitida por Justiniano en 531 (CJ, I.iii.52.pr.s í), que
prohíbe severamente que cualquier curialis se haga obispo o sacerdote, aduciendo
que
n o h a y d e r e c h o a q u e q u ie n se h a c r ia d o d is p u e s to a p e r m itir s e t o d o tip o d e e x to r
sio n e s y v io le n c ia s , a s í c o m o a e n tre g a rs e a to d o s lo s p e c a d o s q u e , c o n t o d a v e ro si
m ilitu d , a c o m p a ñ a n a e s ta v id a , y q u ie n : tie n e a ú n f r e s c o s to d o s lo s a c to s d e tr e m e n
d a c r u e ld a d p r o p io s d e u n curialis, to m e d e p r o n to la s s a g r a d a s ó rd e n e s y p re d iq u e
e in s tr u y a a c e rc a d e la b e n e v o le n c ia y la p o b r e z a
(junto a los curiales [bou leu tai], Justiniano pone a los cohoriales [taxeótai], esto
es, los miembros del equipo de los gobernadores provinciales, acerca de los cuales
véase la sección iv de este mismo capítulo).
La fábula del asno que recibe con total indiferencia la noticia de una invasión
de los enemigos (véase V II. v) tal vez nos ayude a alcanzar una mayor compren
sión del grupo bastante considerable de testimonios que tenemos procedentes
tanto de las regiones occidentales como de las orientales del imperio romano que
nos muestran que la actitud de las clases bajas ante los «bárbaros» (que es el
nombre que no puedo evitar dar a los invasores germánicos y de otras razas, los
barbari) no fue nunca en absoluto de temor y hostilidad, y que las incursiones de
estos «bárbaros» (por destructivas que fueran, especialmente para los que tenían
propiedades) fueron acogidas muchas veces con indiferencia y en más de una
ocasión con verdadero agrado y cooperación, especialmente por parte de los
pobres desesperadamente agobiados por las cargas fiscales {como luego veremos,
LA «DECADENCIA-.Y CAÍDA» DEL IM PERIO ROMANO 553
sabemos que incluso los que poseían algunas propiedades, pero habían sido vícti
mas de la injusticia y de la corrupción de la ley. se pasaron a ios bárbaros).
Tenemos un grupo considerable de testimonios que van desde el siglo ii hasta ei
vil que nos hablan de la huida o la deserción al bando de los «bárbaros», así
como de las llamadas de socorro que se les hicieron e incluso de la ayuda que se
les prestó, testimonios que, por lo que yo sé, no se han presentado nunca por
completo al público, por lo menos en inglés. No voy a pretender que yo haya
realizado una colección completa de todo este material, ni mucho menos, pero
mencionaré aquí los principales textos con los que me he encontrado.
Asimismo resulta conveniente citar en esta sección algunos testimonios en
torno a las revueltas campesinas, especialmente las que se produjeron en Galia e
Hispania, que han sido muy bien estudiadas por H. A. Thompson (PRLRGS =
S A S , ed. Finley, 304-320). No es mi intención, sin embargo, dar una lista comple
ta, ni mucho menos, de las rebeliones y disensiones internas que estallaron en
diversas regiones del mundo griego y romano durante el principado y el Imperio
tardío: para la mayoría de estos episodios, los testimonios son bastante malos y
no queda claro si en ellos se daba algún elemento significativo de revolución desde
la base, ni siquiera de protesta sociaL Muchas veces, nuestra única fuente es de
tan escasa calidad o tan enigmática, que no podemos fiarnos de ella. Por ejemplo,
el único sitio en el que oímos hablar de un serio disturbio (taradle) acontecido en
Alejandría y que requirió el empleo de tropas para ser sofocado por el prefecto de
Egipto es un discurso de Dión Crisóstom o (XXXII. 71-72), que ha sido fechado de
muy distintas maneras, entre 71 y el reinado de T rajano.1 Tenemos una misteriosa
referencia en una inscripción espartana de mediados del siglo n a ciertos neóteris-
moi (movimientos o disturbios revolucionarios), que presumiblemente pueden po
nerse en relación con una rebellio acontecida en Grecia y que menciona la Histo
ria Augusta, diciendo que fue aplastada por el emperador Antonino Pío (138-161
d.C.). Y de nuevo, sólo la Historia Augusta hace referencia a «algo parecido a
una revuelta de esclavos» {quasiquoddam servile bellum) en Sicilia durante el
reinado de Galieno (260-268), que, según se nos dice, tomó la forma de un
bandidaje generalizado (latronibus evagantibus)2 El bandidismo o el bandoleris
mo suelen ser, por supuesto, síntomas de protesta social (cf. VI.iii), pero nos
topamos también con ciertos supuestos capitanes de bandoleros que se supone que
empezaron con un séquito compuesto en gran medida por campesinos, pastores,
esclavos fugitivos y demás gente humilde, y que acabaron convirtiéndose en dés
potas locales: tal es el caso, por ejemplo, del supuesto bandido y aventurero
Cleón de Gordioucome, durante el último siglo a.C .1 A veces, como en el caso dei
movimiento producido en 1a región de Cartago, a comienzos de 328, y que condu
jo a la proclamación del anciano Gordiano I como emperador (y a su brevísimo
reinado), que era un rico terrateniente, a la sazón procónsuf de África, es evidente
que no se dio ningún levantamiento «popular» o «campesino», sino que todo el
ímpetu procedía de las clases altas (en el ejemplo africano-que acabo de mencio
nar, procedía de un grupo de «jóvenes ricos y linajudos», que estaban resentidos
por un reciente aumento de los impuestos y por la severidad con que lo puso en
práctica el procurador del emperador Maximino, y que lograron movilizar a sus
empleados del campo y llevarlos a Cartago: Herodiano, VII.iv.3-4, junto con iii.5
ss.).4 En algunas ocasiones, incluso con sucesos realmente importantes, casi rodo
554 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
lo que sabemos es inseguro: por ejemplo, el papel que tuvieron Mari ades (o
Maréades) y las clases bajas de Antioquía en la tom a de la ciudad p o r Shapur I de
Persia en 256 aproximadamente.5 Otras veces, los respectivos papeles desempeña
dos en la rebelión por las clases altas y bajas no nos quedan claros por io que
dicen las fuentes y pueden ser interpretados dé maneras muy distintas por los
diversos historiadores: la rebelión de Firmo en el norte de África en 372-373,
basta 374-375 es un caso de éstos; de otras revueltasde África: es difícil conocer
los detalles: a mí me parece que fueron esencialmente meros movimientos tribales.6
Me gustaría afirm ar con el mayor énfasis que en todos los casos que yo
conozco en ios que se dieron rivalidades por conseguir el trono imperial no hay ni
rastro de que la lucha de clases desempeñara ningún papel significativo. Podemos
decirlo de las rivalidades por el principado que se dieron a la muerte de Nerón en
68, de la posterior serie de conflictos armados que fueron de 193 a 197, así como
del medio siglo que va desde que acabó la dinastía de los Severos en marzo de 235
hasta la ascensión de Diocleciano a finales de 284, período en el que la sucesión
se produjo casi siempre por la fuerza de las armas, y el único emperador que vivió
lo bastante para contar los años de su reinado en cifras de dos dígitos fue Galie
no, soberano adjunto de su padre Valeriano de 253 a 260 y emperador único de
260 a 268. Tampoco puede considerarse que fueran luchas de clase ninguna de las
escasas guerras civiles posteriores que se dieron en é l siglo í v , incluso cuando
i (como explicaré en la sección iv de este mismo capítulo) vemos que cierta cantidad
de hombres, llevados a la desesperación por los durísimos impuestos y la adminis
tración enormemente opresiva, tomaron partido por uno de los pretendientes:
Procopio, en 365-366; el apoyo que le prestaron no fue más que un rasgo de
menor importancia y totalmente incidental de la rebelión que protagonizó. Todas
las rivalidades qué se dieron por conseguir la dignidad imperial se produjeron
enteramente entre miembros de la clase gobernante, que intentaban acaparar o
retener el poder para sí, y todas ellas se decidían, como mínimo, por la amenaza
de las fuerzas armadas, y con mucha frecuencia por su utilización efectiva.
En plenos comienzos del siglo ii oímos hablar de las deserciones que se produ
jeron al campo de Decébalo, el caudillo de los dados. Según Dión Casio (por lo
que se nos ha transmitido en los resúmenes conservados), Decébalo se mosiró
reacio a prometer la entrega a los romanos de «los desertores» (hoi automaloi) y
de «sus armas, máquinas bélicas y artificieros» (méchanémata y méchanopoio; cf.
Herodiano, III.iv.7-9, mencionado más adelante). Prometió asimismo que en el
futuro «no admitiría a ningún desertor ni emplearía a ningún soldado procedente
del imperio romano»; y luego añade Dión: «pues el modo en el que había obteni
do la mayor parte de sus fuerzas, y además las m ejores, había sido seduciendo a
los hombres que allí había» (LXVIÍI.ix.5-6).7 También en otras ocasiones oímos
hablar de «desertores», y a veces las cifras que se nos dan son tan sorprendentemen
te altas que nos sugieren la idea de que lo que los romanos reclamaban con tamo
interés debían de ser no sólo desertores de! ejército, sino también civiles que se
habían pasado de bando (el término aichmaloioi, «cautivos», incluía, desde luego <
tanto a los prisioneros civiles como a los militares: véase Dión, LXXI.xiii.3). Dión
habla en varias ocasiones de desertores que se habían pasado a los cuados, a ios
marcomanos y a otros bárbaros entre finales de la década de 160 y comienzos de
la de i 80. Oímos decir que c. 170 los cuados prometieron entregar «a todos los
LA;«DECADENCIA Y CAÍDA» DEL IMPERIO ROMANO 555
Citerior. En todos los frentes, sin embargo, las acciones de Cándido habrían ido
dirigidas, sin duda, principalmente, o quizá por completo, contra los partidarios
de los dos rivales de Septimio Severo al trono imperial, a saber: Pesééíiio Nigro y
Clodio Albino. O tra inscripción, ILS, 1.153, recoge las actividades de C . Julio
Septimio Casíino, junto con ciertos destacamentos de cuatro legiones del ejército
del Rin, al parecer c. 208 o poco después, «contra ios desertores y rebeldes»
{adversus defectores eí rebe lies), que debían de ser galos o germanos.
Más o menos por esa misma época o poco antes oímos hablar de esa especie
de «Robin Hood», Bula o Félix, que, según cuentan, saqueó algunas regiones de
Italia durante cerca de dos años, con una pandilla de bandoleros compuesta por
600 hombres (entre los que se incluían, cosa extraña, cierto número de libertos
imperiales, que habían recibido una paga muy escasa o tal vez ninguna), hasta que
también acabó siendo capturado y echado a las fieras (véase Thompson, en S A S ,
309-310). Una fuente contemporánea, Dión Casio, que es nuestra principal auto
ridad para Bula (LXXVl.x.1-7; cf. Zonar., XII. 10), nos ha conservado dos de sus
afirmaciones. La primera es un mensaje enviado a las autoridades a través de un
centurión que había capturado, y decía: «dad de comer a vuestros esclavos, para
que dejen de convertirse en bandoleros». La otra es la respuesta que dio Bula a
una pregunta que le hizo durante su interrogatorio el gran jurista Papiniano, a la
sazón prefecto del pretorio, y que reza: «¿Por qué te has hecho bandolero?»; y
Bula replicó llanamente: «¿Y por qué eres tú prefecto?» (en éste punto nos viene
a la memoria irresistiblemente el diálogo mantenido entre Alejandro Magno y un
pirata que había sido capturado, con el que se concluye un breve pero interesan
tísimo capítulo, IV.iv, de la Ciudad de Dios de san Agustín). Por lo que dice
Dión, parece que Bula recibió mucha información de la gente del campo que vivía
en los alrededores de Roma y Brundisium; y ello nos recuerda asimismo la afirma
ción que expresa Ulpiano en el Digesto, según la cual un bandido (latro) no puede
llevar a cabo sus operaciones a escondidas durante mucho tiempo si no cuenta con
simpatizantes locales (receptores, I.xviii. 13. fir.)- opinión que puede aplicarse tam
bién a los movimientos guerrilleros de hoy día.
Posteriormente, hasta finales deí siglo ni (sobre cuya historia tenemos unas
fuentes muy escasas), conozco sólo un testimonio que tenga realmente valor para
lo que ahora nos interesa. Un obispo cristiano de mediados del siglo m en ei
Ponto (al norte de Asia M enor), san Gregorio Taumaturgo (el «Hacedor d e
milagros»), de Neocesárea, reprende severamente a su grey en su Epístola canóni
ca, escrita acaso en 255, por pasarse descaradamente a los invasores godos, por
ayudarles a asesinar a sus conciudadanos, y por señalarles a los «bárbaros» cuáles
eran las casas que más valía la pena saquear,- acciones para las que encontrare
mos paralelos en Tracia en 376-378 (véase más adelante). El h e c h o d e q u e io s
habitantes de muchas ciudades de Asia Menor, e incluso sus guarniciones, n o
lograran ofrecer bastante resistencia a las invasiones de los godos acontecidas a
mediados del siglo iii es indicio de lo b a j a que estaba la moral p o r e s a s f e c h a s :
véase especialmente Zósimo, I.xxxii-xxxv. Zósimo h a b l a t a m b i é n d e ia ayuáa
prestada a los godos c. 256 por los pescadores de Tracia oriental, q u e les p e r m i t i ó
cruzar el Bosforo (Lxxxiv.2; cf. 1. acerca de la cooperación que obtuvieron d e los
cautivos y comerciantes).
Durante el reinado de Carino, c. 284, es la primera vez que oímos h a b l a r d e
LA «DECADENCIA Y CAÍDA» DEL IMPERIO ROMANO 557
sinos en Britania durante el siglo iv; Collingwood exagera un poco cuando preten
de que, como «en Britania», al igual que en la Galia,
I
560 LA LUCHA UE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
lamenta de que los panonios se han unido a ios bárbaros que invadían ia Galia:
«O lugenda res publica», exclama {Ep., 123.15.2). Tenemos un pasaje fascinante
en el Euchañsticos de Paulino de Pella (escrito hacia 459), en el que se hace
referencia a su presencia en la ciudad de Vas ates (la moderna Bazas, al sudeste de
Burdeos) durante el infructuoso asedio al que la sometieron los godos al mando
de A taúlfo en 415-416. Paulino nos habla de una fracasada revuelta armada que
organizaron «unos cuantos esclavos [factio servilis), junto con la insensata cólera
de unos pocos jóvenes», que eran en realidad libres de nacimiento, y que, según
dice, tenían la intención deliberada de pasar a cuchillo a los principales ciudada
nos (la nobilitas), incluido el propio Paulino, cuya «sangre inocente», así como la
de sus compañeros, fue salvada sólo gracias a la intervención di vina.1• Dos o tres
años más tarde, en 418, oímos hablar de una rebellio que se produjo en Palestina,
y que fue sofocada por el godo Plinta, comes y mágistér miíitum de Teodosio II,
y en 431 de una revuelta acaecida en occidente, organizada por los noros, y que
fue reducida con la fuerza de las armas por Aecio; no obstante, no conocemos
detalle alguno de ninguno de estos casos.19 Los soldados del ejército que enviara
Justiniano en 540 para conquistar Italia parece que desertaron en masa: incluso
Procopio hace que Belisario presente al emperador la queja de que «la mayoría»
de ellos ha desertado (Bell., VII = Goth. , lll.x ii.8; cf. VIII - G oth., IV.xxxii.20;
véase asimismo el siguiente párrafo).
Además otras fuentes, tanto griegas como latinas, dicen que los habitantes del
imperio romano deseaban efectivamente la llegada de los «bárbaros». El hecho de
que el panegírico pronunicado ante el emperador Juliano por Claudio Mamertino
el 1 de enero de 362 incluya una frase en este sentido puede que tenga nula o poca
significación (Paneg. Lat., XI.iv.2, ed. E. Galletier: ut iam barbari desideraren-
tur). Ignoraré también la presunción de Libanio, Orat., XLVII.20 (de c. 391), en
la que se imagina que una ciudad que queda en cierta desventaja (o empeorada,
elattoumené) ante otra llamará a los barbaroi de los aledaños «como a sus alia
dos». Pero me inclinaría a tom ar más en serio la afirmación que hace Temistio al
emperador Valente en 368, según la cual «muchos de los nobles que han ostenta
do cargos durante tres generaciones han hecho que sus súbditos echen de menos a
los bárbaros» (Orat., VIII . 115c): el orador estaba hablando de las graves cargas
que suponían los impuestos, que, según nos dice, fueron doblados en los cuarenta
años anteriores a la subida al trono de Valente en 364, pero reducidos a la mitad
ahora por él (113abc). Igualmente, Orosio, al escribir de la irrupción de los
germanos en la Galia y en Hispania a comienzos del siglo v, llega a decir que
algunos romanos preferían vivir entre los «bárbaros», pobres, pero en libertad,
antes que soportar la preocupación de tener que pagar impuestos al imperio
romano (VIL41.7: ínter barbaros pauperem libenatem quam ínter Romanos tribu-
tariam sollicitudinem sustinere). De nuevo aquí, como suele ocurrir, las cargas
que suponen los impuestos son las que sobrepasan cualquier otro tipo de conside
raciones, También Procopio, tras narrar el comportamiento cruel del ejército de
justiniano en Italia a comienzos de ia década de 540, liega a admitir que ios
soldados hicieron que los italianos prefirieran a los ostrogodos (Bell., VII - G oth.,
III.ix.1-4; cf. iv. 15-16); y también en este caso oímos decir que Alejandro el
logoteta realizó múltiples extorsiones injustas, cuando Justiniano lo envió a Rave-
na en 540, y poco después de las de Bessas en Roma, en 545-546.20
LA «DECADENCIA Y CAÍDA» DEL IMPERIO ROMANO 561
hubo egipcios que desertaron para pasarse a ios árabes.32 La conquista árabe,
primero de Palestina. Siria, Mesopotamia y parte de Armenia (por no hablar del
imperio persa), y luego de Egipto, se efectuó con una rapidez inusitada en una
sola década: Siria, etc., entre 634 y 640, y Egipto hacia 642. Este sorprendente
proceso se vio facilitado, sin duda alguna, por los ataques a gran escala que
previamente habían hecho los persas (al mando de su rey Cosroes II) a las provin
cias orientales del imperio romano en el cuarto de siglo inmediatamente siguiente
al año 604:33 invadieron M esopotamia, Siria y Palestina; entre 611 y 626 devasta
ron buena parte de Asia Menor; y en 617-618 conquistaron Egipto, manteniéndo
lo en su poder durante unos diez años. Todos estos países no se vieron libres por
completo de la amenaza persa hasta 629, al año siguiente de que Cosroes fuera
asesinado a resultas de un golpe de estado. Aunque todas las fuentes que se han
conservado que toquen estos acontecimientos son muy insatisfactorias y algunas
fechas son sólo aproximadas, el cuadro general es razonablemente seguro; sin
embargo, es imposible asegurar hasta qué punto las victorias árabes de los años
subsiguientes se debieron al desánimo, el agotamiento, los daños y la pérdida de
vidas humanas que provocaron las invasiones persas. Las conquistas árabes mere
cen, por supuesto, mucho más espacio del que yo puedo darles aquí, pues, al
parecer, se debieron en gran parte a la vieja debilidad interna del Imperio romano
tardío, especialmente, desde luego, a la opresión de ciases, e incluían además
luchas religiosas y persecuciones. No sólo siguió dándose la explotación de la
mayoría en beneficio de la minoría, lo mismo que antes (aunque no en la misma
escala en la que se daba en occidente); la hostilidad entre las diversas sectas
cristianas, especialmente por entonces entre los monofisitas de Siria y Egipto (los
jacobitas y los coptos) y los «ortodoxos» de Calcedonia, redujo en gran medida la
voluntad de resistir a los árabes por parte de las poblaciones de Siria y Egipto,
que eran fundamentalmente monofisitas y que habían sido víctimas por ello de
graves persecuciones. Miguel el Sirio, patriarca de Antioquía a finales del siglo x i i ,
hablando a favor de sus hermanos jacobitas acerca de la conquista de los árabes,
dice, «no fue pequeña la ventaja que sacamos al ser liberados de la crueldad de
los romanos [los bizantinos], de su maldad, su vesania, del implacable celo que
mostraban contra nosotros, y al vernos así en paz» (Cron,, XL3.///7.}.34 La misma
afirmación la hacía en el siglo xm Bar Hebreo (Gregorio AbüT Fáraj, o Abulfa-
ragio), otro historiador sirio jacobita, que utilizaba a Miguel como una de sus
principales fuentes (Chron. Eccíes., Sectio 1.50).35 Creo que debería hacer aquí
hincapié en el hecho de que, en particular para el siglo vn s suelen ser fundamen
tales para el historiador de Roma las fuentes siríacas: para los que (como yo) no
pueden leer en siríaco, suele haber traducciones asequibles de ellas en latín o en
alguna lengua moderna. Afortunadamente disponemos de una excelente relación
de todas las ediciones principales, así como de las traducciones, realizada por
S. P. Brock, «Syriac sources for seventh-century history»., en Byzcintine and M ó
dem Greek Studies, 2 (1976), 17-36.
No tengo conocimiento de ningún testimonio de calidad que asegure que ios
cristianos sirios ayudaron realmente a los invasores árabes, a quienes naturalmen
te temían y odiaban como a infieles hasta que descubrieron que los musulmanes
estaban en general dispuestos a permitirles practicar su particular forma de cristia
nismo (cosa que no hacían los bizantinos), siempre y cuando pagaran una capita
564 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
ción por este privilegio» En cuanto a los coptos egipcios, parece que también al
principio la mayoría de ellos miraron a sus conquistadores con aversión y horror.
Desde luego tenía razón Duchesne al afirmar que sus sentimientos eran más
hostiles al «imperio perseguidor» que favorables al invasor infiel.’" Pero algunos
de ellos empezaron en seguida a considerar que el gobierno de los musulmanes,
quiénes, por regla general, eran mucho más tolerantes con ellos en lo tocante a los
asuntos religiosos, era un mal menor frente al de los perseguidores ortodoxos, los
«melcitas» u «hom bres del em perador», como ellos los llamaban. Incluso
A. J. Butler, quien en su historia de la conquista árabe de Egipto (que sigue
siendo una «obra modelo») muestra gran celo en defender a los coptos de cual
quier desagradable acusación de traición y deserción al bando árabe, se ve obliga
do a admitir que, a partir de 641, los coptos llegaron, en su momento, a prestar
ayuda a los árabes, especialmente cuando los bizantinos volvieron a ocupara
brevemente Alejandría en 645-646, ocupación a la que hubo necesariamente que
poner fin, y con ello separar para siempre a Egipto del mundo griego.37 Butler
recoge también los comentarios de Bar Hebreo (Chron. Eccles., Sectio 1.50)38
acerca de la devolución temporal que se hizo a los monofisitas de Mesopotamia y
Siria a comienzos del siglo vu, por decisión del rey persa Cosróes II, de las
iglesias que se les habían arrebatado y que el obispo caicedoniano Domeciano de
Melitene había entregado, tras una persecución, a los ortodoxos (sobre este perso
naje, véase de nuevo la n. 34: Bar Hebreo reproduce aquí a Miguel el Sirio,
Chron., X.25). Miguel y Bar Hebreo consideraban que la conquista persa de
Mesopotamia (de 605, que se mantuvo hasta 627-628) fue un castigo divino a los
calcedonianos por la persecución de que hicieron objeto a los jacobitas. que, en su
opinión, eran, naturalmente, los ortodoxos. Y Butler añade, «se trata de la vieja
historia de los cristianos que sacrifican país, raza y religión con tal de vencer a
una secta rival cristiana» (véase de nuevo la n. 37).
Los cristianos no sólo desahogaron su animosidad religiosa contra otras sectas
cristianas. La devolución a Jerusalén en 630 de lo que se creía que era la «Vera
Cruz», arrebatada por los persas victoriosos en 614 y recobrada de nuevo por el
emperador Heraclio, tuvo como consecuencia una durísima persecución de judíos,
que se vieron acusados de haber participado en la matanza de cristianos ocurrida
en Jerusalén tras su conquista por los persas en 614. El resultado de ello fue
pronto catastrófico para el imperio romano, pues cuando los árabes atacaron
Siria y Palestina hacia 630, los judíos los recibieron, al parecer, favorablemente,
dándoles en algunos lugares un apoyo importante.39
hacia 372 tras ser acusado de traición, por haber mantenido correspondencia con
sus antiguos compatriotas.*’ Prácticamente sin excepción, estos hombres llegaron
a considerarse a sí mismos romanos y aceptaron por completo los puntos de vista
de la clase gobernante romana, tras convertirse en miembros integrantes de ella,
por mucho que algunos los despreciaran por sus «orígenes bárbaros». Si situación
queda perfectamente ilustrada en la historia de Silvano, especialmente tal como
nos la cuenta Ammiano Marcelino, XV.v.2-33.41 Al parecer, Silvano era un «emi
grante de segunda generación», pues Ammiano habla de su padre Bonito diciendo
que era «un franco, en efecto», pero que había luchado con lealtad a favor de
Constantino {ibidem, 33). Tras alcanzar un cargo muy elevado en el ejército, el de
magisíer peditum (en 352-353), Silvano fue objeto de una acusación totalmente
injusta de traición, que bien sabía él que Constancio II iba a estar más que
dispuesto a aceptar; de modo que, en esas circunstancias, se vio prácticamente
obligado a proclamarse emperador, en Colonia, cargo en el que duró sólo veintio
cho días hasta que fue asesinado. Silvano pensó en un principio refugiarse entre
sus parientes francos, pero otro oficial de esta nacionalidad, Laniogaiso, le con
venció de que ios de su tribu lo habrían asesinado o lo habrían vendido a los
romanos (ibidem, 15-16), interesante indicio de que muchos germanos no guarda
ban ninguna consideración con aquellos compatriotas que se habían pasado a los
romanos. Durante un debate tenido acerca del asunto Silvano en el consistorio (el
consejo estatal) de Constancio II, que tuvo lugar en Milán, otro oficial de origen
franco, Malarico, capitán de los Gen liles, expresó una protesta llena de indigna
ción afirmando que «los hombres que se habían entregado en cuerpo y alma al
imperio no debían convertirse en víctimas de camarillas y engaños» {ibidem, 6).
Volviendo a ocuparnos del comportamiento de los griegos y romanos corrientes,
debo hacer hincapié una vez más en el hecho de que los destacados militares que
he estado estudiando en este párrafo, por mucho que fueran de origen «bárbaro»,
se habían convertido ante todo en integrantes de la clase gobernante de Roma y
era de suponer que no se m ostraran más desleales que cualquier otro romano para
con el imperio, que ahora empezaba a llamarse Romanía, expresión cuyo uso más
antiguo data de c. 358 (Atan., Hist. Arian ad monach., 35; cf. Piganiol, E C \
458, n. 3).
Frente a todos los testimonios que acabo de establecer acerca del descontento,
las rebeliones y las defecciones al bando de los «bárbaros» que protagonizaron los
griegos y romanos de condición humilde, me he encontrado con poquísimos ras
tros de resistencia espontánea a las incursiones «bárbaras» por parte de los cam
pesinos y de los habitantes de las ciudades. Las referencias a este tipo de activida
des en el campo, que he enumerado ya en IV.iv (y en su n. 6), atribuyen casi
siempre la iniciativa a importantes latifundistas locales, que organizaban tropas
ad hoc., cuyo núcleo estaba form ado por sus propios coloni y esclavos (véase
JV.iv, y notas 6-7). Todavía tengo menos conocimientos de ejemplos de Ja defensa
entusiasta de las ciudades por parte de sus habitantes, especialmente si no conta
ban con la asistencia de guarniciones de soldados profesionales.42 Tal vez ello se
deba en parte al hecho de que ios destrozos «bárbaros» se centraban naturalmente
en eí campo. Las ciudades amuralladas, aunque no fueran defendidas con mucha
fuerza, podían representar un problema- bastante arduo, pues pocos grupos «bár-
566 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
bar os» eran capaces de m ontar verdaderos asedios. En 376, Fritigerno, al aconse
jar a sus visigodos que se centraran en las zonas rurales mejores y más fértiles,
hizo notar, según dice Ammiano. que «se mantuvo en paz con las murallas»
(XXXI.6,4). Otros m uchos pasajes dan también testimonio de la incapacidad que
tenían los «bárbaros» para conquistar ciudades y de su consiguiente preferencia
por el saqueo de zonas rurales. Además, muchas ciudades contaban con guarni
ciones. Sin embargo, en el artículo publicado en 1977 que he venido utilizando
(véanse las notas 10, 12. 15), Thompson hacía hincapié en lo raro que es que se
recojan noticias acerca de defensas civiles de ningún tipo ante los ataques «bárba
ros». Según dice, en la valiosa Crónica de Hidacio oímos hablar mucho de los
saqueos a que sometieron los suevos a la zona nordoccidental de Hispania, y en ia
Vida de Severino (muerto en 482), de Eugipio43 (511), oímos hablar de las depre
daciones causadas por los rugos en el Nórico Ripense (parte de la moderna Aus
tria), pero nunca oímos nada acerca de la resistencia organizada protagonizada
por la población de la provincia. Y así sigue diciendo,
Eugipio deja patente que los habitantes del Nórico, incluso cuando había tropas
imperiales estacionadas entre ellos, y más incluso cuando no las había, eran incapa
ces de realizar ningún esfuerzo colectivo para oponerse a los destrozos de ios invaso
res. Nunca intentaron ponerles emboscadas, ni hundir sus barcos cuando cruzaban el
Danubio, ni organizar marchas de castigo, cruzando el gran río, en el territorio de
los que tantos males les causaban* Uno o dos fuertes de Galicia, [aí noroeste de
España] emprendieron una agresiva defensa contra los suevos y les infligieron algu
nas pérdidas;44 pero en general, el cuadro era de total desamparo y desesperación, lo
mismo que en ei Nórico.45
No sólo fueron los más pobres los que se pasaron a los «bárbaros». Ni qué
decir tiene que, en los niveles más altos de la sociedad, era casi desconocida
cualquier conducta propiamente traicionera, que entregara el imperio a un gober
nante «bárbaro». No puedo añadir nada a los dos casos que ya conocía Jones: en
469, Arvando, prefecto del pretorio de las Galias entre 464 y 468, y poco después
Seronato, que era gobernador de Aquitánica Prima o vicario de la diócesis gala de
las Septem Provinciae. Ambos personajes —sin duda, como dice Jones, «desespe
rados del imperio»— fueron condenados (y Seronato ejecutado) por colaborar
con el rey visigodo Eurico.46 Oímos también hablar de unos cuantos personajes
más que no tenían nada de leales y que se pasaron a los «bárbaros». Uno o dos
de ellos actuaban, evidentemente, por razones de lucro personal. P or ejemplo,
parece que Craugasio, un personaje de viso de Nísibis, en M esopotamia, que huyó
a Persia en 359, no tuvo más motivos que su afecto a su bella esposa, que había
sido capturada por los persas, y la perspectiva de ser bien tratado por el rey de
Persia, Shapur II.47 Y parece también que el obispo de Margo, en el Danubio, que
entregó su ciudad a los hunos en 441, quienes a continuación la destruyeron, se
comportó de manera escandalosa, saqueando las tumbas de los hunos tras romper
el tratado firmado en 436: probablemente entregó su ciudad para evitar que io
expusieran a él a la venganza de los hunos, exasperados por su anterior actuación
(Prisco, fr. 2). Sin embargo no parece que haya suficientes motivos para pensar
que hubiera traición por parte del obispo Efremio de Antioquía inmediatamente
poco antes de que la ciudad fuera capturada y saqueada por el rey de los persas
LA «DECADENCIA Y CAÍDA» DEL IM PERIO ROMANO 567
Gosroes I en 54G (Procop., Bell. ,11 = Pers., II.vi. 16-25; vii.14-18, esp. 16-17). El
obispo de Bezabde, en M esopotamia, resultó también sospechoso de haber entre
gado su ciudad a los persas en 360; pero Ammiano, aun cuando opina que prima
facie algo de ello había, no cree cierta la acusación, así que hemos de considerar
la, por lo menos, «no probada» (Amm., XX.vii.7-9). No obstante, incluso algu
nos personajes de cierta fortuna se vieron impulsados a la deserción, lo mismo
que ios pobres, ante la injusticia y los malos tratos. Tenemos en Ammiano una
historia de lo más instructivo acerca de un hombre bastante bien situado, de
nombre Antonino, y que vivía en el oriente griego, quien, después de convertirse
en un rico mercader, había conseguido eí puesto de contable en el cuartel general
del gobernador militar (el dux) de la provincia de M esopotamia, y recibió final
mente el rango honorífico de protector. Algunos poderosos (potentes, potiores),
gracias a su poder de patronazgo, lograron hacerle víctima de sus insidias y le
obligaron a reconocer una deuda, la obligatoriedad de cuyo pago fue transferida,
mediante connivencias, al tesoro im p e r ia l;d e modo que, cuando el conde de!
tesoro (el comes sacrarum largitionum) lo presionó, Antonino acabó pasándose de
pronto a los persas en 359, llevando consigo cuanta información detallada pude
conseguir acerca del ejército rom ano, sus recursos y disposiciones, y convirtiéndo
se en la mano derecha del rey Shapur II, que planeaba invadir la Mesopotamia
romana (Amm., XVIII.v. 1-3, 8; vi.3, 19; vii. 10; viii.5-6; x .l; X IX .i.3; ix.7-8;
X X .vi.l). En una entrevista que sostuvo con el general rom ano Ursicino (eí patro
no de Ammiano), Antonino formuló su protesta con toda vehemencia de que él
no había abandonado voluntariamente el mundo grecorromano, sino forzado por
ía persecución a la que lo sometieron sus inicuos acreedores, a los que ni siquiera
el gran Ursicino había sabido poner freno. Al término del coloquio, Antonino se
retiró de la manera más respetuosa, «sin volver la espalda, sino de cara siempre a
Ursicino v caminando hacia atrás con la mayor deferencia, hasta que quedó fuera
de su vista» (XVIILviii.5-6), prueba emotiva de lo reacio que era a abandonar la
sociedad en la que había vivido, y su veneración por su personaje más destacado.
De entre todos los pueblos bárbaros fue entre los hunos en donde se refugia
ron por lo menos dos hombres de cierto rango, uno médico y el otro mercader.
Una fuente cronográfica gala de mediados del siglo v recoge lacónicamente ei
hecho ocurrido en el año 448 de un médico llamado Eudoxio, «inteligente, pero
perverso» (pravi sed exercitati ingenii), quien, tras verse envuelto en una revuelta
de los bacaudas, huyó con los hunos (Chron. Min., L662). El otro personaje es
protagonista de una fascinante historia que nos cuenta el historiador y diplomáti
co Prisco (fr. 8)4tJ acerca de su entrevista, durante la em bajada que realizó al
campamento de Atila en 448 o 449, con un personaje innom brado, procedente de
Grecia, que otrora había gozado de una próspera situación en Viminacium, a
orillas del Danubio (la actual Kostelacz) como mercader y que se había casado
con una viuda muy rica de la localidad, siendo capturado por los hunos cuando
éstos tomaron la ciudad en 441. y luchando posteriormente a su lado, incluso
contra los romanos. Aunque sus captores lo liberaron, él prefirió quedarse a vivir
entre ellos. Su crítica descripción de la sociedad de clases grecorromana nos ia
transmite Prisco, firme defensor deí orden establecido en el que creía, mostrando
su desaprobación entre severa e incrédula, lo que no hace sino reforzar el valor a t
su testimonio. El griego afirm aba que las cosas ya estaban mal en tiempos de
568 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
guerra, per o que en tiempos de paz eran aun peores, debido a los fuertes impuestos;
además los hombres sin principios cometen toda clase de iniquidades, pues las leyes
no valen igual para todos ... Si uno las transgrede y es de los ricos, no recibe ningún
castigo por la injusticia cometida, mientras que si es pobre, y no entiende de nego
cios, tiene que pagar por el delito, es decir, si 110 muere antes de que se produzca el
juicio, pues el proceso legal se prolonga muchísimo y se ha de gastar en él muchísi
mo dinero. Tal vez el colmo de la miseria sea tener que pagar para que se obtenga
satisfacción, pues nadie celebrará una audiencia en favor de una víctima de la
iniquidad, si no paga a los jueces y a sus ayudantes.
Todo ello era bien cierto. Parece que el griego pensaba sobre todo en los
procesos de derecho civil. No cabe esperar que encontremos muchas referencias a
procesos civiles que se prolongaran durante muchos años, pero sí que tenemos
noticia de uno que, al parecer, duró dieciocho años, de 226 a 244 d.C.. y de otro
que se concluyó por la intervención personal del rey ostrogodo Teodorico (que
réiriÓ en Italia desde 493 hasta 526), después de prolongarse, según se cuenta, por
espacio de treinta años.50 La situación en los casos de derecho penal era aún peor,
pues si los acusados no gozaban personalmente de un status honorífico, y no
gozaban de un patrono lo bastante influyente, podían pasarse largos períodos en
la cárcel, muchas veces en unas condiciones lamentables. En un discurso de Liba
nio, que nos muestra un cuadro espantoso de ia vida carcelaria en Antioquía,
oímos hablar de un caso en el que un grupo de aldeanos, sospechosos (quizá sin
motivos de peso) de haber asesinado al terrateniente del lugar, pasaron muchos
meses en prisión, en la que cinco de ellos acabaron muriendo antes de que se
terminara la audiencia del caso (O r a t XLV, esp. §§ 8-13, 25-26: véase Jones,
LRE , 1.521-522). De hecho, «la justicia penal romana era en general no sólo
brutal, sino también ineficaz» {ídem, 520-521).55 El griego tenía también razón en
lo que decía acerca de la venalidad de los funcionarios: todos los funcionarios del
Imperio romano tardío contaban con recibir cuantiosos sobornos, incluso —y tal
vez en especial— los recaudadores de impuestos. En un edicto típicamente emoti
vo, dice Constantino: «frenen sus rapaces manos los funcionarios; frénenlas,
repito, pues si tras esta advertencia no las frenaren, habrá una espada que las
corte» {CTh, l.xvi.7, de 331). Y continúa prohibiendo los sobornos ilícitos, spor-
tulae, como se los llamaba, término que se aplicaba también a otros muchos tipos
de pagos, tanto forzosos como voluntarios, inclusive los que hacían los patronos
a sus clientes, o los benefactores a sus conciudadanos o a otras personas (cf.
V.iii). Se trataba, no obstante, de una vana amenaza, como muy bien debían de
saber los funcionarios. Sólo unos veinticinco años después de la muerte de Cons
tantino, durante el reinado de Juliano, una inscripción hallada en Tímgad, que
recoge el orden de precedencia que debe regir en las funciones oficiales en la
provincia de Numidia (más o menos la actual Argelia)j establece efectivamente
una tarifa oficial de las propinas que pueden exigir legalmente los funcionarios de
dicha provincia: se expresan en modii de trigo, y van de dos a cien m odii, es decir
de unos diez a unos cuatrocientos cuarenta litros.52 Un funcionario estatal deí
siglo vi con pretensiones literarias, Juan Lido (Juan de Lidia), nos dice que duran
te los primeros años que estuvo de exceptor en el departamento de la prefectura
del pretorio, cargo bastante bajo (aunque en un departamento bastante im portan
LA «DECADENCIA Y CAÍDA» DEL IM PERIO ROMANO 569
te),llegó a g a n a rsophronds sin irme por los cerros de LJbeda») casi mil sólidos,
gracias a la solicitud de su gran patrono, el prefecto del pretorio Zótico (De
magistr., III.26-27). En su calidad de simple exceptar, su salario inicial habría
sido, en principio, de unos nueve sólidos,53 y, aunque hubiera dispuesto de diver
sas cuotas y propinas, no habría podido llegar a ganar cerca de mi] sólidos, si no
hubiera contado con grandes apoyos, a menos que se hubiera permitido efectuar
diversas corruptelas a las que el término sophronós no cuadraría en absoluto.
Juan menciona asimismo en este pasaje el hecho de que cuando escribió un
panegírico en verso en honor de su ilustre patrono, el gran hombre lo recompensó
generosamente con un sólido de oro por cada verso del poema, aunque tal vez el
adjetivo «generosamente» no sea la palabra más apropiada, pues el dinero salió
de los fondos públicos.
(iv) El COLAPSO DE GRAN PARTE DEL IMPERIO ROMANO;DURANTE LOS SIGLOS V, VI Y VII
ra —sobre todo del campesinado, por supuesto— los recursos mucho mayores
que se necesitaban para que el gobierno pudiera sostener su m aquinaria militar y
administrativa. Una posterior expansión del ejército tal vez lo hiciera ascender a
más de 600.000 hombres antes de finales del siglo iv. Da la casualidad de que
poseemos dos grupos de cifras acerca del número total de fuerzas armadas exis
tentes, cuya naturaleza puede que inspire más confianza que la que habituaimente
podemos tener en tales casos, pues no consisten en los números redondos que
generalmente se nos suelen dar; da la impresión por ello de que, en último térmi
no, se remontan a auténticas listas del ejército, tanto si las reproducen fielmente
como si no. Juan Lido (De tnens., 1.27) nos da a mediados del siglo vi unas cifras
muy detalladas —y no del todo imposibles— que ascienden a los 435.266 hombres
p ara el reinado de Dio el eciano (y o diría q ue corresponderían más bien a la prime
ra parte y no a ia segunda de su reinado, durante la cual creo yo que el ejército se
acrecentó considerablemente). Agatias, que escribió tal vez c. 580, dice que el
ejército contaba con 645.000 hombres «bajo los emperadores de ios tiempos pre
téritos» (hypo ton palai basileón: H ist., V. 13-17), frase que tiene que referirse a
los tiempos anteriores a la división del imperio acaecida en 395.10 Se supone, desde
luego, que todas las cifras que he dado representan las «fuerzas teóricas»; pero
aunque las listas estuvieran infladas (lo que parece bastante verosímil) con un
número bastante grande de soldados ficticios, cuyas pagas y raciones sé las apro
piarían sin más los oficiales responsables de las listas, son las «fuerzas teóricas»
las que interesan, como insistía Jones (véase de nuevo la n. 10), pues sobre estas
cifras se habrían basado las salidas de pagos y subvenciones efectuados.
No fue sólo el ejército el que aumentó bajo Diocleciano y sus sucesores:
también el funcionariado civil se engrandeció enormemente, produciéndose la
mayor expansión cuando de golpe Diocleciano prácticamente dobló el número de
provincias, hasta sumar más de cien (sobre la reorganización provincial, véase
Jones, -LRE, III.381-389). En tiempos de la Notitia Dignitatum, redactada (en la
forma en la que nosotros la tenemos) en la época de la división del imperio
ocurrida en 395 y revisada en 1a sección occidental durante el primer cuarto del
siglo v, había, según mis cálculos, 119 provincias.’1 Pues bien, el número total de
hombres empleado en el funcionariado civil del imperio no era realmente excesi
vo, si tenemos en cuenta la vasta área que ocupaba el imperio y él número de
officia en cuestión, no sólo los de los gobernadores provinciales, sino el de los
«ministerios palatinos» (los que servían directamente al emperador), los prefectos
del pretorio y sus vicarios en las diócesis civiles, los dos prefectos urbanos (el de
Roma y el de Constantinopla), los magistri militum y demás. Yo estaría de acuer
do con Jones, cuyos conocimientos de los testimonios no han tenido rival, en que
«el total de los funcionarios regulares no sobrepasaba en mucho a los 30.000
hombres, cifra no muy extravagante para un imperio que se extendía desde el
Muro de Adriano hasta más allá del Eufrates».’2 Pero, como veremos, el peso que
suponía el funcionariado civil en la economía del mundo romano no guardaba la
menor relación con el número de sus integrantes.
Incluso antes de que aum entara tanto el número dei clero cristiano (asunto
que trataré más adelante), el ejército y el funcionariado civil suponían una verda
dera sangría para los recursos del mundo grecorromano. En cierto modo, muchas
de las personas en cuestión realizaban funciones esenciales para la defensa o la
LA «DECADENCIA Y CAÍDA» DEL IMPERIO ROMANO 573
administración. Pero todos eran sacados fuera éel proceso productivo, y tenían
que ser mantenidos por los que seguían formando parte de dicho proceso, ante
todo, por supuesto, por ios campesinos y esclavos. Algunos —en particular buena
parte de los altos funcionarios— serían ya miembros de ia clase propietaria, que,
de no haberse dedicado a la administración, habrían sido hidalgos ociosos, y, en
esa misma medida, una carga igualmente onerosa para la economía. Pero se da
aquí un hecho que resulta fácil pasar por alto. Si los funcionarios del estado
hubieran sido hidalgos ociosos, habrían supuesto una carga, desde luego, para sus
coloni y esclavos. Pero lo que hacía que los funcionarios estatales supusieran un
peso excepcionalmente oneroso para el conjunto de la economía era que podían
apoderarse así, gracias a su posición oficial, de un excedente mucho mayor,
extraído de la población trabajadora, del que hubieran sacado como meros indi
viduos particulares. Naturalmente las posibilidades de extorsión de que disponían
podía variar enormemente, y cuanto más elevada fuera la posición que se tuviera,
más oportunidades para ello se tendría. La parte lucrativa de los altos cargos no
era tanto su salario nominal: de hecho, los sueldos oficiales fijos, debidos en gran
parte a ia gran inflación reinante en los siglos i i i y iv, fueron, a lo que parece,
claramente más bajos en el Imperio tardío que en ei principado,i? si bien el sueldo
más alto del que se tiene noticia en el Imperio tardío, las 100 libras de oro
pagadas anualmente al prefecto del pretorio de África durante el reinado de
Justiniano, es no menos de ochocientas veces el que ganaba un clérigo corriente.14
Los funcionarios se enriquecían en prim er lugar mediante las exacciones ilegales
de toda índole. Como vimos en la sección iii de este mismo capítulo, Juan Lido,
en sus primeros años como clérigo bastante humilde (aunque en un ministerio
palatino de Constantinopla), se jactaba de haber ganado de m odo bastante legal
una suma que debía ascender a unas cien veces su salario nominal. Ello debía ser
algo totalmente anómalo, pues se debía al patronazgo de uno de los funcionarios
más altos de su tiempo, y no cabe duda de que los funcionarios corrientes habrían
tenido que contentarse con bastante menos, como no fuera que recurrieran a
otros medios de extorsión totalm ente cuestionables, cuando no abiertamente ilega
les. Pero es evidente que se conseguían beneficios «extralegales» desde la cima a
la base de la maquinaria administrativa. Durante los siglos v y vi, da la impresión
de que los pretendientes a gobernadores de ciertas provincias, por lo menos,
habrían estado dispuestos a gastarse bastante dinero en sobornos (suffragium),
que les proporcionaran el cargo, más o menos el mismo dinero que les hubiera
dado el sueldo fijado por ocuparlo, claro indicio de cuáles eran los beneficios
adicionales que se podían sacar de él (véase Jones, L R E , 1.391-401, esp. 398-399).
Los funcionarios que mejor situados estaban seguramente para obtener sobor
nos, a saber, los cubicularii, los eunucos que, como esclavos o libertos, se ocupa
ban de la «sagrada alcoba» del emperador o de la emperatriz, podían llegar a
hacer enormes fortunas (ya he hablado algo acerca de su influencia y de las
riquezas que podían llegar a conseguir en III.v). Como el cuerpo de ios cubicuiarü
se hallaba cerrado para los hombres normales, ios más buscados eran ios demás
cargos «palatinos», así que en ocasiones no sólo oímos decir que se ponían límites
al número de hombres que podían ser admitidos a ellos, llamados los síatuti., sino
que también sabemos que había supernumerarii, quienes o bien trabajaban sin
sueldo o bien esperaban suceder a otros a su muerte o cuando se retiraran; vemo?
574 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
Como el tema de este libro es el mundo griego, tai vez deba decir algo acerca
de algunos griegos que se convirtieron en emperadores de Roma. El primer caso
claro2’ de un emperador «griego» fue el del joven sirio Eíagábalo (o Rehogábalo),
llamado al nacer, en Emesa de Siria, Vario Ávito Basiano, y que durante su
adolescencia reinó cuatro años (218-222) con el nombre de M. Aurelio Antonino,
bajo los auspicios de su tremenda madre, Julia Semias, hasta que a ambos los
asesinó la guardia pretoriana. El emperador Filipo (M. Julio Severo Filipo, 244-249)
procedía de io que los romanos llamaban «Arabia»: fue muy bien definido como
«hijo de un jeque árabe procedente de Traconítide», ai sur de Damasco (W.
Ensslin, en CAH, .X II.87). D urante todo el siglo y medio siguiente todos ios
emperadores fueron principalmente occidentales, cuya primera lengua fue eí latín,
y el establecimiento de una corie permanente de habla griega en C onstantinopla
no llegó hasta ia definitiva división del imperio en oriente y occidente, acontecida
a la muerte de Teodosio I en 395. Tras una sucesión de emperadores en oriente
que podrían ser llamados auténticamente griegos, otra dinastía procedente de
occidente gobernó en Constantinopla a partir de 518, reconquistando con Justinia-
576 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
no X (527-565) gran parte del imperio de occidente. Hoy día no se tiene muy en
cuenta que Justino I. Justiniano J y Justino O {518-578) tenían orígenes «latinos»;
pero a ojos de ciertos historiadores tardíos que escribían en siríaco, a saber,
Miguel el Sirio a finales del siglo xn y (siguiéndolo muy de cerca) Bar Hebreo en
el x i i í . todos los emperadores romanos, desde Augusto a Justino IL (565-578),
fueron « f r a n c o s » {en el sentido tie germanos)y al igual que sus ejércitos: estos
historiadores siríacos conciben sólo el comienzo de un nuevo imperio «griego» a
p artir de Tib er i o Con stanti no (574/8-582). -2
parle de las dotaciones hechas por benefactores (casi siempre, por supuesto, en
forma de bienes inmuebles), pero también de las contribuciones que hacía el
estado y de las ofrendas de los creyentes.25 Entre todas las iglesias, Constantino y
sus sucesores enriquecieron sobre todo a la de Roma. Ciertos detalles que nos da
el Liber Pontificalis (xxxiv-xxxv) nos permiten calcular que las fincas situadas en
la iglesia de Roma, sólo durante el remado de Constantino, producían unos
ingresos anuales superiores a los 30.000 sólidos (más de 460 libras de oro),26 No ha
de extrañar, pues, que, según san Jerónimo, el genial filósofo pagano 268 Vettio
Agorio Pretextato (muerto en 384, ostentando el cargo de cónsul designado)
hiciera notar irónicamente el papa Dámaso: «hazme obispo de Roma y en seguida
me haré cristiano».27 En tiem pos del papa Gregorio Magno (590-614), las fincas de
la iglesia de Roma (la parte más importante, con mucho, del patrim onium Petri)
tenían una extensión enorme y se hallaban diseminadas no sólo en muchos sitios
de Italia, sino también en Sicilia, Cerdeña, Córcega, África, Galia, Dalmacia y
probablemente Iliria; en seguida oímos hablar también de fincas situadas en 1a
zona griega, en la propia Grecia, Siria (Antioquía, Tiro, Cirro), Cilicia (Tarso) y
Alejandría de E g ip to .L o s ingresos de los obispos, que hacia el siglo v sumaban
más de mil, eran a veces superiores a los de un gobernador provincial. Da la
casualidad de que tenemos noticia de un obispo de la comarca m ontañosa de
Isauria que, a mediados del siglo vi, alegaba —en su defensa del cargo de présta
mo de dinero a usura— que recibía menos de seis sólidos al añ o ,29 dos tercios de
la paga de un clérigo encargado de un puesto inferior en el funcionariado deí
estado (véase la sección iii de este mismo capítulo). Pero incluso un obispo de una
ciudad pequeña como san Teodoro de Sición recibía, según se dice, la suma de
365 sólidos al año para los gastos de su casa como obispo de Anastasiópolis.30 Y
un gran prelado, como el obispo metropolitano de Ravena, hacia comienzos del
reinado de Justiniano, recibía 3.000 sólidos,35 un poco más de lo que cobraba el
gobernador provincial mejor pagado según la escala de sueldos establecida por
Justiniano poco después:32 se trataba del prefecto augustal y dux de Egipto, que
ganaba cuarenta libras de oro, o lo que es lo mismo 2.880 sólidos (Justin., Edict
X III.3, probablemente de 538-539 d.C .).33 Incluso en la Galia merovingia, poco
antes de mediar el siglo vi, el obispo Injurioso de Tours había dejado, según nos
dice Gregorio de Tours, más de 20.000 sólidos (Hist. Franc., X.31 .xvi),34 San Juan
el Limosnero, patriarca de Alejandría a comienzos del siglo vil, declaraba en su
testamento, según su biógrafo, que, cuando recibió el nombramiento para ocupar
dicha sede, halló en el obispado unas 8.000 libras de oro (más de medio millón de
sólidos), y que las rentas que obtenía de lo que le daban las personas amantes de
Cristo «casi excedían todo cálculo hum ano».35 En resumen, estoy de acuerdo con
las opiniones expresadas por A. H. M. Jones, que efectuó la investigación más
completa de las finanzas de la iglesia que yo haya podido llegar a conocer. Hacia
el siglo vi, si suponemos, como es razonable, que «cada ciudad tenía ur: obispo,
que, como media, recibía el sueldo de un gobernador provincial», y que ios
obispos metropolitanos de ias provincias, como nos sugieren las cifras que cono
cemos, eran «pagados según la escala de ios vicarios [suplentes de los prefectos
del pretorio] de las diócesis [civiles]», hemos de concluir que «el episcopado debía
de costar al imperio mucho más que la propia administración». Si miramos al
resto del clero, ignorando a los numerosos monjes que había, podemos afirmar que
19. — ST E. C R O I X
578 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
si las cifras sobre el número a! que ascendía el clero bajo que nosotros conocemos
tienen valor general, éste debía de ser mucho más numeroso que el funcionariado
civil ... El personal de la iglesia absorbía mucha más mano de obra que la adminis
tración secular y la cuenta de sueldos de la iglesia debía de subir mucho más que la
del imperio {LRE, 11.933-934, cf. 894-912).
suponían los turcos otomanos. Pero ni siquiera el emperador y siis obispos fueron
capaces, por su parte, de superar el profundo odio a Roma que había en el
mundo bizantino, por lo que la unión volvió a romperse. El último emperador de
Bizancio, Constantino XI, realizó un último e inútil intento de tapar la brecha a
finales de 1452, unos pocos meses antes de que Constantinopla cayera definitiva-
mente en manos de los turcos. Eí historiador Ducas señala con su desaprobación
la opinión expresada en Constantinopla el año 1453 por un hombre de los más
principales (y que sostenía las últimas teorías de Gennadio), según el cual más
valía tener en Constantinopla el turbante del sultán que la tiara del papa
(XXXVIL10).38
aldeas y pueblos, que se veían rápidamente abandonados ante ia fuga de sus mora
dores, que corrían a refugiarse en lugares en donde esperaban que no los encontra
rían (De Spec. ieg., III. 158-163).
de que el personal de los cargos públicos más altos del estado (se destacan ios de
los prefectos del pretorio) vagan por las provincias, y «con enormes exacciones
aterrorizan al terrateniente y al decurión», justificando sóio una pequeña parte de
los impuestos que recaudan y, como son tan ambiciosos y poseídos de su poder,
cobran dos veces o más lo debido a título de comisión (sporiulae) en su propio
beneficio (cf. Jones, L R E , 1.468). En ios buenos tiempos de antaño, añade Majo-
riano, la recaudación de impuestos se efectuaba, a través de los consejos locales,
por el personal del gobernador provincial, que eran funcionarios humildes a los
que el gobernador podía mantener en orden. Pero por entonces la recaudación se
hallaba en manos de los emisarios de la administración central «palatina», a los
que el emperador define llamándolos «terribles por eí prestigio de su alto rango
oficial, que se ensañan en las entrañas de los provinciales hasta causar su ruina»,
y que son capaces de dar órdenes a un simple gobernador provincial con sólo
chasquear los dedos (M ajoriano no fue ni mucho menos el primer emperador, ni
desde luego el último, en lam entar la intervención de los funcionarios del gobier
no central en la recaudación de los impuestos en las provincias). Debido a la
opresión de estos altos funcionarios, sigue diciendo el emperador, las ciudades se
han visto despojadas de sus consejeros y rio pueden proporcionar ni un decurión
que cumpla los requisitos; y los terratenientes, aterrorizados por el comportamien
to atroz de los funcionarios de finanzas, abandonan sus fincas del campo, pues no
sólo se enfrentan a la pérdida de sus fortunas, sino «a severos encarcelamientos y
crueles torturas» que les infligen los despiadados funcionarios en su propio bene
ficio con ayuda del ejército. La recaudación de impuestos deberá confiarse una
vez más a los gobernadores provinciales y no deberá haber más intervenciones de
los funcionarios palatinos y del ejército, sino para animar a los gobernadores a
cumplir con su obligación. El emperador hace de nuevo hincapié (§ 3) en que
emite esta ordenanza como remedio para los terratenientes {pro remedio possesso-
rá ’). Pasa a quejarse asimismo (§ 4) de «los poderosos» {potentes personae), cuyos
agentes descuidan en todas las provincias el pago de sus impuestos, y que se
quedan en sus fincas, sin atender a ningún requerimiento, seguros deí temor que
inspira su arrogancia. Los agentes y superintendentes de estas familias «senatoria
les o poderosas» deben someterse a la jurisdicción de los gobernadores provincia
les (cosa que no han venido haciendo), y eso mismo deberán hacer los agentes
locales encargados de las fincas pertenecientes a la familia imperial. Es más (§ 5),
los gobernadores provinciales no deberán ser molestados con falsas acusaciones
hechas por el personal de los altos funcionarios del estado, que se enfurecerán al
ver que les arrebatan de sus fraudulentas garras unos despojos tan enormemente
provechosos.
Algunas otras leyes de ios siglos v y vi dan rienda suelta a una justa indigna
ción con las mismas premisas más o menos: véase, por ejemplo, la Novela , 1.3,
§ 2 de Valentiniano III (dei año 450), a la que en § 3 sigue una ingeniosa nota que
revela el principal motivo que tenía la solicitud que m ostraba el emperador por los.
possessores: «un terrateniente empobrecido se pierde para nosotros; uno que no
esté sobrecargado nos es útil». Hay varias otras leyes igualmente reveladoras,
sobre todo relativas a oriente, entre ellas la extensa Novela Octava de Justiniano,
del año 535 d.C., que ya he comentado en otra parte (SVP. 47-48), También a
Justiniano le interesa una explotación menos excesiva ejercida por los grandes
LA «DECADENCIA Y CAÍDA» DEL IM PERIO ROMANO 583
deplora el hecho de que lps senadores romanos, que «deberían dar ejemplo», no
han pagado prácticamente ninguno de los impuestos que deben, haciendo así que
los pobres (los tenues) tengan que soportar una carga intolerable (Casiod., Var. ,
11.24-25).
Los textos que he venido citando ilustran muy bien cómo el «gobierno» veía
continuamente frustrados sus intentos de proteger (cualesquiera que fueran los
motivos que tuviera) al campesinado, por el hecho de que los funcionarios más
importantes, en los que se veía obligado a apoyarse para llevar a la práctica sus
órdenes, eran precisamente todos miembros de la clase alta, y, naturalmente,
sentían una simpatía instintiva por los demás miembros de ella, por lo que solían
actuar en connivencia con ellos, permitiendo sus corruptelas y haciéndose así
culpables de muchas exacciones ilegales; Los gobernantes del imperio raramente
tenían auténtico interés por los pobres y los no privilegiados en cuanto tales; pero
a veces se daban cuenta de que era necesario conceder a algunos de ellos cierta
protección (como acabamos de ver), ya fuera para evitar que se arruinaran com
pletamente y que se convirtieran así en unos impositores sin utilidad, o bien para
conservarlos como potenciales reclutas para el ejército. Intentaran lo que intenta
ran, sin embargo, los emperadores no tenían más opción que actuar a través de
los funcionarios a los que acabo de definir como miembros de la clase explotado
ra. No conozco un texto que hable con más elocuencia de los defectos de este
sistema que una Novela del emperador Romano II promulgada entre 959 y 963:
«tenemos que tener cuidado de no mandar a los infortunados pobres la calamidad
de los funcionarios judiciales, más despiadados que la propia ham bre».45
Desde luego, no creo que nadie dude de que la situación de la gente humilde
en el mundo grecorromano empeoró claramente después de comienzos del princi
pado. Ya he demostrado en la sección i de este mismo capítulo cómo se deterioró
durante los dos primeros siglos su Rechissieliung. Y en la sección ii he dejado
claro cómo incluso los estratos más bajos del orden curial (que quedaba justo
dentro y quizá incluso un poco por debajo de mi «clase de los propietarios») se
vieron sometidos a una opresión fiscal cada vez mayor a partir de la segunda
mitad del siglo ii, hasta perder durante ía última parte del siglo iv por lo menos
uno de sus privilegios más valiosos: la exención del castigo con azotes. No tene
mos por qué sorprendernos cuando se nos dice que en los numerosos papiros del
Imperio romano tardío procedentes de la región de Oxirrinco ía utilización de la
palabra griega douíos, otrora el término técnico corriente para designar al «escla
vo», se ve casi limitada a las ocasiones en las que los miembros humildes de la
población libre se refieren a sí mismos cuando se dirigen a personas de rango
superior (véase IV.ii, n. 41).
Espero que ahora quede claro cómo explicaría yo, mediante un análisis de
clase, la desintegración final de gran parte del imperio romano, aunque, natural
mente, un núcleo griego, centrado sobre todo en Así a M enor, sobreviviera duran
te siglos. Tendría siempre presente el proceso de explotación, que es lo que entien
do primordialmente cuando habió de una «lucha de clases». Tal como yo io veo,
el sistema político romano (especialmente cuando la democracia griega fue barri
da: véase V.iii y el apéndice IV) facilitó una explotación económica intensísima y
en último término destructiva de la gran masa del pueblo, ya fuera libre o esclava,
haciendo imposible cualquier reform a radical. El resultado fue que la clase pro
EA «DECADENCIA Y CAÍDA» DEL IM PERIO ROMANO 585
Podemos empezar por Cap., 11.36-37 (cf. 83): en cualquier forma social de
producción, «los trabajadores y los medios de producción» constituyen elemen
tos distintos que tienen que unirse de algún modo para que tenga efecto la
producción. «La manera concreta en la que se realiza esta unión» resulta de vital
importancia, hasta el punto de que es lo que «distingue las diversas épocas de la
estructura de la sociedad entre sí». El trabajo esclavo y el trabajo asalariado
libre resultan, por lo tanto, fundamentalmente distintos, incluso cuando llegan a
coexistir en‘una sociedad.
Podemos mirar ahora los pasajes en los que Marx trata del trabajo de
producción como un proceso social. La fuerza de trabajo del obrero libre (com
prada por el patrono al precio del salario) se distingue en muchos pasajes cuida
dosamente, en cuanto «capital variable», del «capital constante» que comprende
los medios de producción, que a su vez se dividen (cuando M arx quiere trazar
una clara distinción entre «capital fijo» y «capital en circulación», como ocurre
en Cap., 1.178-181: 11.164-165) en a) los «sujetos de trabajo», tales como las
materias primas y los materiales auxiliares como el carbón, el gas o los abonos
(que constituyen un «capital en circulación»), y b) todos los «instrumentos de
trabajo» (que son un «capital fijo»), en los que se incluyen la tierra, los edifi
cios, la maquinaria, los ferrocarriles, los canales, los animales de tiro y carga
(sobre estos últimos, véase Cap., 11.163, 165; cf. Grundrisse, T. I., 465, 489) y,
de manera específica, los esclavos (Cap.. 11.483; III.804), quienes, a diferencia
de los trabajadores libres, «form an parte y constituyen una parcela de los me
dios de producción» (Cap., 1.714). Además de los pasajes ya citados, bastará
con hacer referencia a Cap., 1.177-181, 208-209; II. 160-168, 221-223, 440-441;
111.814-816.
Es bien cierto que Marx, cuando presta atención y es cuidadoso, suele evitar
aplicar al mundo antiguo la terminología («capital», etc.) que estrictamente sólo
resulta apropiada a la sociedad capitalista: el capital «no es una cosa, sino más
bien una determinada relación de producción social, que pertenece a una deter
minada formación histórica de sociedad» (Cap., III.814). Pues bien, «eí trabajo
forzado directo era el fundamento del mundo antiguo» ( Grundrisse , T. I., 245),
y «la riqueza se opone al trabajo forzado directo no en cuanto capital, sino más
bien como una relación de dominio [Herrschaftsverhaltnis]» (Grundrisse , T. L,
588 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
326; cf. 513, y véase asimismo 464-465, y 465 acerca del siervo). «Mientras io
que predomine sea el esclavismo, la relación de capital no puede ser más que
esporádica y subordinada, pero nunca dominante» (T SV , IIL419). Y así, en
Cap., II. 164-165, tras recordar la división de los «medios de producción» (reali
zada en Cap., I . 178-181) en «instrumentos de trabajo» y «sujetos de trabajo»,
que él ve «en todo proceso laboral, independientemente de las condiciones socia
les en las que tenga lugar», Marx sigue diciendo que tanto los instrumentos de
trabajo como ios sujetos de trabajo «se convierten en capital sólo en el modo de
producción capitalista, cuando se convierten en “ capital productivo” » (cf. Cap.,
I I.170-171, 196, 208, 210, 210-211, 229-231); y añade que la distinción entre
ellos «se refleja de una forma nueva: la distinción entre capital fijo y capital en
circulación. Sólo entonces una cosa que realice la función de un instrumento de
trabajo se convierte en capital fijo».
Sin embargo, tras cerrarle al «capital» (en el sentido estricto de capital
productivo) la puerta de entrada a cualquier sociedad precapitalista, Marx le
abre a lo que él llama «capital-dinero» (sobre ei cual véase Cap., 1.146, ss.; cf.
11.57, 482-483, etc.) la puerta falsa: llega a decir también que «en el sistema
esclavista, el capital-dinero invertido en la adquisición de fuerza de trabajo
desempeña el papel de la form a en dinero de capital fijo » {Cap. , 11.483, las
cursivas son mías). En otras palabras, el esclavista compra en el esclavo una
fuerza de trabajo de forma capitalista, exactamente igual que si se tratara de
animales de tiro y carga. El sistema esclavista, para Marx, se parece, por supues
to, al sistema capitalista en que obliga al productor directo a realizar un trabajo
no remunerado; pero su amo lo compra a él y no a su fuerza de trabajo.
Yo añadiría que el análisis que he hecho aquí no depende en modo alguno
de la distinción (resuelta primero en detalle por Marx, aunque apareció antes de
forma menos clara y con una terminología distinta en Ramsay: véase Cap.
II.394, 440-441) entre «capital variable» y «capital constante». La distinción
entre el trabajador asalariado libre y el trabajador esclavo, tal como la traza
Marx, puede concebirse igualmente según la distinción existente entre las catego
rías habituales de la economía política clásica: «capital en circulación» y «capi
tal fijo». Y ello, tanto si incluimos en nuestra definición de capital en circulación
las materias primas y las materias auxiliares utilizadas en el proceso productivo
como si no, como hacían Marx y Adam Smith (véase Cap., 11.168, 204; y
especialmente 297-299, en donde Marx distinguía entre «la parte variable y la
constante del capital en circulación», como si se opusieran al «capital fijo»}, si
bien otros no lo hacían, en particular George Ramsay (véase Cap. 5 11.231, 394,
440-441). Lo que se utiliza para comprar la fuerza de trabajo del asalariado libre
es, desde luego, un capital en circulación (véase, e.g.< Cap., 11.168); pero, como
hemos visto, el esclavo, en cuanto «instrumento de trabajo» (lo mismo que un
animal de tiro y carga), se compra con un capital fijo y pasa a convertirse él
también en capital fijo.
APÉNDICES 589
APÉNDICE IÍTV,
A l g u n o s t e s t im o n io s s o b r e l a e s c l a v it u d ( e s p e c ia l m e n t e l a a g r í c o l a )
d u r a n t e l o s p e r ío d o s c l á s ic o y h e l e n í s t i c o ( v é a s e IIL iv)
Podemos alejarnos ahora de Atenas y echar una ojeada al resto del mundo
griego. Sobre los siglos v y iv véase, e.g., Tuc., IIL73 (Corcira: es evidente la
presencia de muchos esclavos en el campo); ¥111.40.2 (Quíós: más olxeroLt que
en cualquier otro estado griego fuera de Esparta; conocían el campo y debían de
ser principalmente esclavos rurales, pues además Quíos tam poco contaba con
una industria muy desarrollada); Jen., IJI.ii.26 (Elide: muchos esclavos.
ávbQáirobcí, capturados en el campo); ÍV.vi.6 (Aearnama: numerosos esclavos,
ávoQá7roba, capturados en 389; muchos de los que no estuvieran dedicados a la
recolección, tal vez fueran pastores); VLiL6 (otra vez Corcira: muchos esclavos,
ávoQC¿7roba, capturados en el campo en c. 374; cf. §§15^ 23, 25); VII.v. 14-15
(Mantinea, 362: los iQ^árott son claramente esclavos, pues se les compara con
otros tü¿v e\evo¿Qc¿v). Oímos hablar muchas veces de ciudades asediadas que
arm aban a sus esclavos y los utilizaban para defender las murallas: así ocurrió,
por ejemplo, en Cízico en 319 (Diod., XVIIL5L3) y en Rodas en 305-304
(X X .84.3; 100.1), pero no sabemos cuántos de éstos eran esclavos agrícolas.
Varios pasajes de Polibio mencionan explícitamente o dan a entender que a
finales del siglo iii a.C. estaban presentes en el campo del m undo griego impor
tantes contingentes de esclavos. Es muy cierto que en Polibio hablar de a o ja ra ,
sin más especificaciones, en el sentido de botín (o posible botín) puede querer
decir indistintamente libres y esclavos (véase, e.g., Il.vi.6;lxii.l0; IV.xxix.6).
Pero rat óov\ixc¿ oú f i a r a constituían evidentemente una parte importante del
botín obtenido por los ilirios al conquistar la ciudad no muy importante de
Fénice, en Epiro, c. 230 a.C. (ILvi.6); por lo menos en otro caso, el de Megaló-
polis, oímos hablar de a ú f i a r a , a los que en algún caso se especifica definiéndo
los óov\txá> frente a otros é\ev&eQc¿ (ILlxii.lO); y cuando se nos cuenta un
atraco realizado por unos bandoleros en la granja fortificada «conocida como la
de Quirón», en Mesenia, vemos que forman inequívocamente parte del botín
esclavos, esta vez llamados claramente ocxérca (IV.iv.l). La expedición de saqueo
a gran escala que organizaron los etolios contra Laconia alrededor de 240 a.C.
(véase Walbank, H C P , 1.483; cf. Will, HPMH\ 1.305), que según Polibio causó
la esclavización de «las aldeas de periecos» (IV.xxxiv.9), significó, por lo que
dice Plutarco, el expolio de 50.000 esclavos (Cieom., 18.3); e incluso aunque
esta cifra resulte enormemente exagerada, es de suponer que incluyera un núme
ro considerable de hombres y mujeres que ya eran esclavos, pues los periecos no
tenían ilotas y los periecos capturados difícilmente hubieran podido ascender a
una cifra tan elevada. Oímos hablar tam bién de ciudades de A sia M enor asedia
das que prometían la libertad a sus esclavos, para animarlos así a unirse a su
defensa (Ábiaos, en el H elesponto, Polib., XVI.xxxi.2; Selge de Pisidia,
V.lxxvi.5). A la luz de estos textos, así como de la afirmación de Jenofonte
citada anteriormente acerca de los numerosos esclavos que había en el campo en
592 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
Elide (a finales del siglo v), parece muy verosímil que cuando Poiibio había de
Élide a finales del siglo iii diciendo que se hallaba muy densamente poblada y
que en ella abundaban los aúpara (IV.ixxiii.6; cf. lxxv.]-2, 7), debía de estar
pensando tanto en libres como en esclavos. Pitón de Abdera tenía una numerosa
familia de esclavos en 107 a.C ., si hemos de creer, como se le supone, que armó
y utilizó en defensa de su ciudad (hasta que se decidió a traicionarla) a «200
esclavos y libertos de su propiedad» (Diod., XXX.6). En 146 a.C . tenemos una
alusión en Poiibio a una orden dada a las ciudades de la Liga Aquea por el
general Dieo en la que se m andaba liberar y armar no menos de 12.000 esclavos
en edad militar, «de entre los que han nacido y se han criado en casa» ( o b t o -
y e v e h x o l i v a Q á T Q O í p o i , Polib., XXXVIILxv.3; cf. el análisis que de ella hago
en IV.iii, § 4).
Para el período helenístico en general, véase (acerca de los esclavos agrícolas
y a veces de o tro tip o ) Rostovtzeff, SEH H W , LI78, 203, 207 (junto con
111.1.366-1.367, n. 32), 243, 517, 537-538; IL778-785 (junto con III. 1.514-1.516,
notas 47-51), 806 (junto con III. 1.521-1.522, n. 76, y el articulo de Rostovtzeff,
NEPPK, esp. 377-379, 382-383), 942, 1.106, 1.111, 1.116, 1.158-1.159 (pero cf.
1.523-524), 1.182-1.196, 1.258-1.263,; II.1.435, n. 260, 1.502, n. 4. En cuanto a
Egipto, véase ibidem, L321-322, junto con III. 1.393-1.394, n. 119, y II. 1.099;
asimismo las diversas obras de I. Biezuñska-Máíowist, esp. EEG R, I (cf. IILiv.,
n. 32).
Toda esta larga cantidad de textos que demuestran el empleo de esclavos
rurales se refiere a su captura en el transcurso de una invasión enemiga, de
modo que no tiene por qué sorprendernos hallar tan pocos testimonios en otras
circunstancias para la mayor parte de los sitios.
Ya en el año 400 a.C. vemos que un persa opulento, Asidates, que poseía
una finca en la llanura cercana a Pérgamo, al noroeste de Asia M enor, empleaba
esclavos en cantidades bastante grandes (Jen., A n a b .t VII.viii.12, 16, 19). Jeno
fonte, al narrar la expedición de saqueo (sin el menor sentido del pudor) que
aparece casi al final de 1a Anúbasis, se refiere a estos hombres llamándolos
andrapoda incluso antes de capturarlos, así que seguramente eran esclavos en el
sentido griego, y no campesinos dependientes. Fueron capturados y llevados a la.
fuerza unos doscientos (§ 19). De nuevo tenemos conocimiento de estos grupos
de esclavos sólo porque fueron objeto de una expedición militar y se mencionan
en una de nuestras fuentes narrativas. Excepto allí donde se conseguían unas
circunstancias especiales, por ejemplo en Heraclea Póntica, donde los mariandi
nos formaban una especie de población cuasiservil que podía ser utilizada de
manera muy provechosa por los colonizadores griegos (véase IILiv y su nota 3),
no veo motivo para dudar del hecho de que los griegos que se asentaban en
nuevas zonas de Siria o Asia y se convertían en terratenientes compraran inme
diatamente esclavos que trabajaran sus haciendas, como ocurría en su patria.
Nada les impedía hacerlo, y dado que se habían llevado a la propia Grecia
muchos esclavos procedentes de algunas comarcas de Asia Menor (especialmente
acaso de Caria, Lidia y Frigia) y Siria, probablemente los esclavos no fueran
excesivamente caros en ellas. Cuando los romanos empezaron a avanzar hacia
oriente en cantidades apreciables (véase, e.g., Broughton, RLAM, y en E S A R ,
IV), puede que también quisieran utilizar esclavos agrícolas, excepto acaso allí
APÉNDICES 593
donde pudiera explotarse severamente a una población cam pesina local, casi en
el mismo grado que a los esclavos.
No he intentado recoger todo el material, así que sóio mencionaré tres
interesantes testimonios, que son los únicos con los que me he encontrado en los
que se dé ei precio de la com pra inicial de esclavos capturados en bloque durante
los períodos clásico y helenístico, y que sería un precio mucho más bajo, natu
ralmente, del que se cobraría al venderlos, de modo que los tratantes pudieran
sacar algún provecho. El primero de ellos es Tuc., VIII.28.4: tras la toma de
íasos, en Caria, por los espartanos, en el invierno de 412-411, sus habitantes,
tanto esclavos como libres (incluyendo seguramente a mujeres y niños), se ven
dieron a Tisafernes al precio estipulado de un estater dárico por cabeza (equiva
lente a unas 25 o 26 dracmas áticas). El segundo testimonio nos lo proporciona
II Mac., viii,ll (cf. I Mac., iii.41) y Jos., A J , XII.299, en donde el comandante
del ejército seléucida Nicanor anuncia en 165 a.C. que tiene la intención de
vender a todos los judíos que espera capturar en su próxima campaña al precio
de 90 por talento, esto es, 662/? dracmas cada uno. El tercer testimonio aparece
en Plut., Lucull., 14.1 y A p., M i t h 78: la campaña de Luculo contra Mitrída-
tes, rey del Ponto, en 72-71 a.C . fue tan victoriosa que se vendieron los esclavos
en su propio campamento al precio baratísimo de 4 dracmas cada uno, cifra
sospechosamente baja, pero tal vez no imposible, si había una gran cantidad de
prisioneros, pues tal vez se trasladara a los esclavos de cualquier manera antes
de venderlos en masa de form a provechosa (no puedo dar ninguna cifra del
precio al que fueron vendidos los tebanos esclavizados tras el saco de Tebas
capitaneado por Alejandro Magno en 335: Diod., XVII. 14.1, 3 da 440 talentos
para «más de 30.000 tebanos»; pero esta cifra tal vez sea puram ente convencio
nal, y su posible fuente, Clitarco, FG rH , 137 F 1, apud Aten., IV.148de, da la
misma cifra, 440 talentos, para la cifra total de lo que supuso el saco de la ciudad).
Concluiré con un argumento general en defensa de la enorme importancia
que tuvo el trabajo de los esclavos en la agricultura en las tierras que rodean el
Egeo y en las islas de este mar. En un artículo publicado en 1923 (NEPPK,
377-378), Rostovtzeff señalaba que, aunque los únicos tratados de agricultura
del mundo antiguo que se han conservado son trabajos de autores latinos, sus
escritores basaban indudablemente sus obras en fuentes griegas, muchas de las
cuales son incluso mencionadas, sobre todo por Varrón, quien habla de «más de
cincuenta» escritores griegos que tratan de distintos aspectos de la agricultura
(RR, I.i.7-10), dando a continuación una larga lista de ellos. La mayoría, como
subrayaba Rostovtzeff, «no eran nativos de la Grecia continental ... sino de las
islas grandes y fértiles (Tasos, Lemnos, Quíos, Rodas), de Asia M enor (Pérga
mo, Mileto, Cime, Colofón, Priene, Solos, Malo, Nicea y Heraclea), y de ía
costa de Tracia (Maronea y Anfípolis). La mayoría pertenece al período helenís
tico». Como dice Rostovtzeff, «no conocemos el contenido de estos tratados,
pero parece evidente que no diferiría'm ucho del de los tratados de Varrón.
Columela y Plinio»; y llega a deducir de este parecido que el «fundam ento
principal de la agricultura en oriente, y especialmente en la viticultura, la horti
cultura y la cría de animales, era el trabajo de los esclavos». Rostovtzeff trata
este mismo tema en su S E H H W , II. 1.182-1.196 (junto con IIL 1.616-1.619):
admite aquí la falta de testimonios referentes a los métodos de cultivo utilizados
594 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
APÉNDICE III
Doy aquí una lista io xnás completa que me ha sido posible, junto con las
referencias a prácticamente todas las fuentes y una pequeña bibliografía moder
na, de los asentamientos de «bárbaros» en el territorio romano que a mi juicio
están razonablemente autentificados, desde el siglo i a finales del vi. Me he
sentido en la obligación de tener en cuenta, siempre que he podido, los asenta-
APÉNDICES 595
3. Fue casi con toda seguridad durante los primeros años dei siglo i de la
eracristiana cuando Sexto Eli o Cato asentó a 50.000 «getas» al sur del Danubio,
en lo que luego se conoció como Mesia: Estrabón, V il.iii. 10, pág. 303. Estas
gentes eran, de hecho, dados: véase A. Alfóldi, «Dacians on the south bank of
the Danube», en JRS, 29 (1939), 28-31. Publica un supuesto diplom a militar de
7/8 de noviembre de 88, del soldado de tropas auxiliares Gorio, Stibi f., Dacus,
procedente de Nicopol en Bulgaria (que se demostró luego que era falso, por
obra de H. Nesselhauf, en C IL, XVI Suppl. [1955], pág. 216), y que hace
referencia a uno o dos documentos similares (esp. CIL, XVI. 13). Sobre la cro
nología de este asentamiento, véase R. Symey en JRS, 24 (1934), 113-137, en
126-128 f Danubian Papers, (Bucarest, 1971), 53-55.
Cuando los capitanes germanos M aroboduo y Catualda fueron asentados en
19 d.C. en Ravena y Foruin Julii respectivamente, el séquito personal (comiia-
tus) de cada uno de ellos fue asentado fuera del territorio rom ano, al otro lado
del Danubio, para impedir que crearan disturbios en las provincias pacificadas
(Tác., A n n , II.63, esp. § 7).
4. En 50 d.C., o poco más tarde, Vannio, al dejar de ser rey de los cuados,
fue asentado por orden del emperador Claudio en Panonia, junto con sus dien
tes: Tác., A nn., X II.29-30, esp. 30:3 (yéase Mócsy, PU M , 40-41, 57-58, 371,
n. 13). .
5. ¿7) En la década de los sesenta, durante el reinado de Nerón, Ti. Plaucio
Silvano Eliano pretendía que había traído a su provincia de Mesia, obligándoles
a pagar tributo, a «más de 100.000 Transdanuviani, con sus mujeres e hijos, así
como sus jefes o reyes»: ILS, 986 = CIL, XVI.3.608. El tratado más reciente
que he visto es obra de T. Zawadski, en L a parola delpassato, 106 = 30 (1975),
59-73.
b) Es posible, como argumentaba Zawadski (o/?, cit., 72-73), que L. Tam-
pio Flaviano (P I R 1IL294, n.° 5), legado de Panonia en 69-70 (y quizá antes),
realizara una proeza semejante a la de Plaucio Eliano (véase el párrafo anterior),
pues ILS, 985 = CIL, X.6.225, líneas 6-8, tal como las reeditaran Alfóldi y
Reidinger, y las reprodujo Zawadski (ibidem, 73), líneas 7-9, probablemente
tiene que restaurarse en «[multis] opsidibus a Tran[sdanuvi/anis acceptis, lim]
itibus ómnibus ex[ploratis / hostibus (?) ad vectigjalia praestanda [traducás]».
6. A ciertos celtas cotinos y quizás osos (cf. Tác., Germ., 43.1-2) se les
concedieron, al parecer, unas tierras en Panonia en cierta ocasión durante el
siglo i: véase Mócsy, P U M , 57-60; y cf. § 1c).
Se produce luego una larga laguna, hasta el reinado de Marco Aurelio
(161-180).. Apiano, Praef., 7, hace referencia a unos embajadores de los pueblos
bárbaros, que, según dice, vio en Roma, «entregándose como súbditos», pero
que el emperador no quiso aceptar aduciendo que no le iban a ser de ninguna
utilidad. Este pasaje debió escribirse en tiempos de Antonino Pío. cuando toda
vía predominaba «un largo período de paz segura» (como A piano la llama), y
parece referirse sólo a unas peticiones de anexión: no se habla para nada de que
se introdujeran en territorio ya romano.
7. Se registran, o al menos puede deducirse así, varios asentamientos de
bárbaros germanos durante el reinado de Marco Aurelio. Debieron de realizarse
en su mayoría durante la década de 170.
APÉNDICES 597
a) Según Dión Casio, LXXI.xi.4-5, diversos bárbaros (entre los que sin
duda se incluirían los cuados) recibieron tierras de Marco Aurelio en Dacia,
Panonia, Mesia, Germania (/. e las dos provincias de este nombre) y la propia
Italia (debió ocurrir ya en 171: véase Birley, M A , 231-232). Cuando se produjo
un levantamiento en Ravena, M arco expulsó de Italia a los bárbaros y no llevó
más a ese país (sobre la despoblación de Italia a consecuencia de una epidemia
acontecida en 166 d.C. y ss., véase Oros., VII.xv.5-6; xxvii.7; y cf. VIII.ii y su
correspondiente nota 10).
b) Dión Cas., LXXI.xii. 1 y ss.; esp. 2-3: A los «astingos» (vándalos asdin-
gos) se les prometieron unas tierras si luchaban contra los enemigos de Roma
(también puede que esto ocurriera en 171: véase Birley, M A , 232-233).
c) Otros cotinos (cf. § 6) debieron de establecerse en Panonia oriental, al
parecer en los alrededores de M ursa y Gíbalas: véase Mócsy, P U M , 189-191,
199, 248; cf. CIL, VI.32.542 d. 3-4; 32.544 g; Dión Cas., LXXI.xii.3; Tác.,
G e r m 43 (cf. Seeck, G U A W , I4. ii.583-585). Puede que también estos asenta
mientos se produjeran en 171.
d) Dión Cas., LXXLxvi.2 (175 d.C.); los yáciges sármatas entregaron a
Marco Aurelio 8.000 jinetes, de los cuales envió 5.000 a Britania. Según Dión, se
proporcionaron estos hombres en virtud de un tratado (§1), como contribución
de los yáciges a su alianza, és ovpifioixuxv, y (diría yo) cabría esperar, por tanto,
que se les tratara como foederati, y no como a una unidad auxiliar del ejército
romano, especialmente cuando no se nos dice que iban a recibir tierras dentro
del imperio. Pero los testimonios siguientes de que disponemos acerca de los
hombres a los que por lo general (y probablemente con razón) se considera
descendientes de estos yáciges dan a entender que recibieron, efectivamente,
tierras para su asentamiento y que se unieron al ejército romano en las unidades
llamadas numeri. Una inscripción muy conocida de 238-244 d.C ., procedente de
Ribchester, la antigua Bremetennacum (probablemente Bremetennacum Vetera-
norum), se refiere a un n(umerus) eq(uitum) Sarm(atarum) Bremetenn(acen-
sium), al mando de un praep(osiius) n(umeri) eí r(egionis): R IB , 583 = C IL,
VII.218;'cf. praep. n. eí regí, en RIB , 587 = CIL, VIL222. Se hace referencia a
la unidad (presumiblemente form ada por unos cuantos centenares de hombres)
como a un ala Sarmaíarum en dos lápidas funerarias, RIB, 594, 595 = C IL ,
VII.229, 230, y a comienzos del siglo v existía todavía como un cuneus Sarma
íarum (N o t. Dig. , Occ., XL.54). Todo el tema ha sido analizado en detalle en
un buen artículo de I. A. Richmond, «The Sarmatae, Bremetennacum Veterano-
rum and the Regio Bremeíennacensis», e,n JRS, 35 (1945), 15-29. Richmond
señala que esta zona (parte de Fyíde, en el valle del Ribble) es particularmente
adecuada para mantener la gran cantidad de caballos que se necesitarían para
esta «caballería rompedora», y que la primera hornada de yáciges debió de
asentarse allí en bloque, al retirarse dei servicio (sin duda alguna form ando todo
un grupo de numeri) hacia 200 d.C. (toe. cit.\ 22-23). No se sabe cuántos
estaban asentados realmente en Fylae. Bien pudiera ser que los asentaran allí
para drenar y limpiar las tierras, como sabemos que se hacía con otros veteranos
asentados en otras partes, e.g. en Deultum Veteranorum, en Tracia (Plinio,
IV.45; cf. Richmond, op. cit. 22), y probablemente en Panonia oriental (véase el
párrafo anterior y 14¿0; véase asimismo Tác., A n n 1.17. 5; y CJ, XI.lx.3
598 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
(citada por Richmond, op. cit., 23) = Nov. T h e o d ,,XXIV.4, en la que las pala
bras universis cum paludibus omnique iure dan a entender algo mejor que «pan
tanos» (Jones, L R E , 11.653, traduce «médanos»); asimismo C J, V II.xü.3.1 =
N o v. Theod., X X X .3.
e) Dión Cas., LXXI.xxi: 3.000 naristas recibieron tierras, que debían de
estar en Panonia (cf. C IL , III.4.500, procedente de Carnuntum : véase de nuevo
Seeck, como lo citamos en § e). La fecha puede que corresponda a 179: véase
Biriev, M A , 285-286.
f ) Según la Historia Augusta, Marco asentó infinitos ex gentibus en suelo
romano (Marc., 24.3); y en particular llevó a Italia gran cantidad de marcomanos
que se habían rendido (22.2). Cf. 14.1: diversas gentes empujadas por otros
bárbaros amenazaban con hacer la guerra al imperio, nisi reciperentur.
8. Presumiblemente fue en 180, año en el que Cóm odo se convirtió en
emperador en solitario, cuando C. Vetio Sabiniano Julio Hospes, como goberna
dor de las Tres Dacias (A E [1920], 45: véase Wilkes, Dalmatia, 447), prometió dar
tierras en la Dacia romana a 12.000 dacios que se habían visto expulsados de sus
propias tierras: véase Dión Cas., LXXIl.iii.3.
Tenemos luego otra gran laguna, hasta los años 250, aparte de unos cuantos
asentamientos menores que mencionamos en § 9.
9. El emperador Severo Alejandró (222-235), según dice H erodiano, VI.4.6
(cf. Zónár., XII. 15), asentó en uñas aldeas de Frigia, para cultivar allí las tierras,
a 400 persas excepcionalmente altos que habían sido enviados en una misión ante
él por el rey de Persia. Debió ocurrir esto en 231-232 d.C.
10. Se dice que el emperador Galieno entregó parte de Panonia al rey mar-
comano Átalo, para que se hicieran asentamientos: [Vict.], Epit. de Caes., 33.1,
así como Víctor, Caes., 33.6; véase asimismo Mócsy, P U M , 206-207, 209, que
data el hecho en 258-260 (durante el reinado conjunto de Galieno y Valeriano).
11. Aparecen en Zós., l.xlvi.2 y en Hist. Aug., Claud., 9.4, una serie de
afirmaciones generales en las que se dice que el emperador Claudio II el Gótico
(268-270) asentó a muchos godos como granjeros en territorio romano.
12. Se dice también que el emperador Aureliano (270-275) asentó a ciertos
carpos que había derrotado: Víctor, Caes., 39.43; cf. H ist. A u g ., A urel., 30.4;
Lact., De m ort. pers., 9.2. Presumiblemente ocurrió en Tracia. La afirmación
que aparece en Hist. A ug., Aurel., 48.1-4, según la cual Aureliano planeaba
comprar tierras sin cultivar en Etruria para asentar en ellas a fam iliae captivae,
que produjeran vino gratis para el pueblo romano, hay que desecharla sin ia
menor vacilación.
13. El emperador Probo (276-282) asentó al parecer a muchos bárbaros en
territorio romano: véase Zós., I.lxviii.3 (burgundios y vándalos en Britania); lxxi.1
(bastarnas en Tracia); lxxi,2 (francos; cf. Paneg. L a t IV [VIII], xviii.3); Hist.
Aug., Prob., 18.1 (100.000 bastarnas); 18.2 (muchos godos gépides y greutungos,
así como vándalos). A diferencia de Günther (ULGG, 311-312 y notas 3-4). no
creo yo que podamos hacer uso de la carta de ficción que envía Probo al senado
en Hist. Aug., Prob., 15 (esp. §§ 2 y 6) como si hiciera referencia a ios asenta
mientos que acabamos de mencionar, pues a) el autor no los alude hasta Prob.,
18.1-2 y parece situarlos más tarde (en 280 ss.), mientras que la carta al senado
APÉNDICES 599
‘a~ parece que, en opinión del autor, corresponde a 277-278; además b )P ro b ., 14.7
n_ (cualquiera que sea su valor histórico) demuestra que el autor no puede haber
- querido referir 15.2-6 a los asentamientos que narra en 18.1-2, sino que debía
pensar en 15.2 (omnes iam barbari vobis arani, etc.) en los bárbaros que se
de habían convertido en tributarios, y en 15.6 (arantur Gallicana rura barbaris bubus,
/o etc.) debía de pensar en el botín cogido a los germanos (Zós., Llxviii.3, sin
se embargo, parece situar el asentamiento de burgundios y vándalos en Britania en
277-278).
lo 14. Tenemos testimonios bien claros de que Diocleciano y los Tetrarcas
>s (285-306) hicieron muchos asentamientos bárbaros:
>s a) Sobre Galia (v Tracia), véase especialmente un documento de excepcional
valor dado lo temprano de su fecha (1 de marzo de 297): Paneg. L at., IV [VIII].
,n Los pasajes m ás importantes son:
I '* * ' . ' i'".:
(i) i.4: toí excisae undique barbarae nationes, tot translati sint in Romana
cultores.
(ii) viii.4: omnes [barbari] sese dedere cogerentur et ... ad loca olim deserta
transirent, ut, quaé fortasse ípsi quondam de praedando vastaverant, culta redderent
serviendo.
(iii) ix.1-4: captiva agmina barbarorum ... atque hos omnes provincialibus ves-
6 tris ad obsequium distributos, doñee ad destinatos sibi cuitus solitudinum ducerentur
, ... Arat ergo nunc mihi Chamavus et F risíu s... et cultor barbarus laxat annonam...
£ Quin etiam si ad dilectum vocetur, accurril et obsequiis teritur et tergo cohercetur et.
servire se militiae nomine gratulatur.
(iv) xxi, esp, 1: itaque sicuti pridem tuo.D iocletiane Auguste, iussu deserta
Thraciae translatis incolis Asia complevit, sícut postea tuo, Maximiane Auguste,
> nutu Nerviorum et Trevirorum arva iacentia Laetüs póstlimínio restitutus et receptus
í in leges Francus excoluit, íta nunc per victorias tuas, Constanti Caesar invicte,
quidquid infrequens Ambiano et BeBovaco et Trie as sino solo Lingonicoque restabat,
j barbaro cultore revirescit.
) '
Todos los asentamientos en la Galia a los que hace referencia Paneg. IV
. debieron de ocurrir entre 293 —fecha de la victoria sobre los cámavos y frisios
(véase ix.3), que habían sido aliados de Carausio— y comienzos de 297, fecha del
Paneg. IV. Hemos de señalar, por lo que dice xxi.l, que, mientras que el asenta
miento de los francos es nuevo (el Francus es receptus in leges), el de los laeti debe
de ser anterior, pues el laetus es postliminio restitutus. Si ia palabra laetus tiene
aquí el sentido que habitualmente se le atribuye (cf. IV.iii, § 19 y su nota 29), ésta
sería la primera vez que aparece utilizada en este sentido. No hay nada que
demuestre cuándo tuvo lugar el asentamiento de laeti: puede que fuera uno de los
casos a los que hemos hecho referencia anteriormente. Da la impresión de que no
se sabe nada de los asentamientos de asiáticos en Tracia que llevó a cabo Diocle
ciano (xxi.l).................. ... ......................................................
Otro documento temprano es Paneg. Lat., VII[VI].vi.2 (de 310): «Quid loquar
rursus intimae Franciae nationes ... a propriis ex origine sui sedibus aique ab
ultimis barbariae litoribus avulsas, ut in desertis Galliae regionibus collocatae et
pacem Romani imperii cultu iuvarent et arma dilectu?». En ocasiones se tom a este
pasaje como si se refiriera a un asentamiento de francos salios en Batavia realiza
do por Constancio I, en c. 297 (así Jullian, HG, VII.85-86, 146 n. 2, 198-199):
600 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
diera por lo menos a 20.000; véase Jordán., Get., 28/144-145’. Sobre las demás
fuentes, véase Seeck, G U A W ,V :\\A 95; Stein, HBE, P.ii.521, notas 14-16: Jones,
L R E , III.29, n. 46; D em ougeot, MEFB, 153. Nótese esp. Temist., Orat.,
X V I.211-212; Paneg. L a t XII[II].xxii.3 (Pacato, 389 d.C.). Se permitió a los
godos quedar bajo el mando de sus propios jefes y equivaler a foederati romanos:
tal vez fuera ésta la primera vez que se concediera dicho status a unos bárbaros
asentados dentro del imperio; pero ya se había sentado un precedente en virtud
del tratado de 380 (sobre el cual, véase 20 c). Sobre las sentencias críticas para
este procedimiento, véase Jones, L R E , 1.157-158; Piganioh E C 2t 235; en contra
Demougeot, MEFB, 152-157 (y cf. 147-150).
c) Teodosio asentó también a algunos ostrogodos y greutungos en Frigia,
presumiblemente tras la derrota de los ostrogodos cuando intentaron cruzar el
Danubio en 386 (Zós., IV .xxxv.l, con eí doblete de xxxviii-xxxix; Claudiano, De
I V Cons. H onor., 623-636): véase Claudiano, In Eutrop., 11.153-155. Estos hom
bres andaban merodeando por Asia Menor al mando de Tribigildo en la primave
ra de 399: véase Stein, H BE, P.ii.521, n. 17; Seeck, G U A W , V .i.306-311. Debió
de ser esta alarmante revuelta en particular lo que provocó el apasionado rechazo
del uso masivo de tropas no romanas que aparece en los capítulos 14-15 del
discurso Sobre la monarquía pronunciado por Sinesio de Cirene ante el empera
dor de oriente Arcadio en Constantinopla el año 399 (MPG, EXVI. 1.053 ss., en
1.088-1.097; hay traducción inglesa de Áugustine FitzGerald, The Essays and
H ym ns o f Syhesius o f Cyrene [19301, 1.108 ss., en 133-139). Llamando a los
godos ZxvBai (teniendo in mente a Heródótó), Sinesio ataca no sólo su asenta
miento en suelo romano por obra de Teodosio (ibidem, 1.097 ÁB - 138), sino
también la dependencia del imperio de una soldadesca no rom ana. Pero, como
dice Gibbon, «la corte de Arcadio se recreaba en el celo, aplaudía la elocuencia y
no hacía caso de los consejos de Sinesio») (.DFRE, III.247).
22. CTh, XIII.xi.10, promulgada por el emperador de occidente Honorio en
399, habla de la necesidad de conceder terrae laeticae a personas de muchas
nacionalidades distintas que se introduzcan en el imperio rom ano (respecto a ios
laeti y sus tierras, véase IV.iii y sus notas 29 y 33. Laeti aparecen también
mencionados incidentalmente en CTh, V l l . x x . l 2 . p r de 400; y cf. VÍI.xviii.10,
del mismo año).
Yo no deduciría con Güntber (ULGG, 312), de lo que dice Claudiano. StiL,
1.222-223 (400 d.C.), que había habido un reciente asentamiento de francos y
sigambros en Galia. Las palabras de Claudiano son demasiado vagas; y véase
Cameron, Claudian, 96-97, 346-347, sobre la tendencia de este poeta a utilizar
indiscriminadamente nombres famosos, resucitando incluso algunos ya desapare
cidos tom ados de Tácito (cf. De I V cons. Honor., 446-452).
Una constitución de H onorio del año 409, CTh, V II.xv.l, dirigida al vicario
de África, hace mención a unas tierras concedidas p o r lo s aníiqui a los gentiles
para que defendieran la frontera (cf. X l.xxx.62, de 405, al procónsul de África,
en la que se menciona a los praefecti de los gentiles). No conozco ningún testimo
nio acerca de cuándo se hicieron originalmente estas concesiones de tierras, pero
es bastante posible que fuera en el siglo iii: véase Jones, L R E , II. 651-652, con
111.201, notas 103-104. Parece que en estos textos el término gentiles es equivalen
te a barbari, como en C T h, IIL xiv.l, de c. 370 (en cambio X V Lv.46. donde
APÉNDICES 603
gentiles son los que normalmente se llaman pagan i, paganos). En cuanto al uso
especializado de Gentiles para designar a un regimiento de prim era categoría de
los guardias imperiales de corps y del-ejéreito, como poco desde ia época de
Constantino, si no ya desde tiempos de Diocleciano. véase Jones, L R E , 1.54, 120;
11.613-614 junto con III. 183-184, notas 11 a 13.
En 409 Alarico, el jefe de los visigodos, presentó sucesivamente dos solicitu
des a Honorio. La primera decía que las dos provincias de Venetia, así como ei
Nórico (dividido también entonces en dos provincias) y Dalmacía, le fueran entre
gadas (Zós., V.xlviii.3-4). Cuando se le denegaron esta y otras solicitudes, Alarico
presentó otra más moderada, pidiendo las dos provincias del Nórico. buena parte
del cual estaba ya ocupada por los visigodos; pero también esta demanda fue
rechazada (Zós., V.1.3; li.l). Al año -siguiente, 410, Roma fue saqueada por
Alarico pero los godos se retiraron del Nórico.
23. Bajo Teodosio II, en virtud de CTh, V.vi.3, del 12 de abril de 409
(dirigida y sin duda originada por el prefecto del pretorio Antemió)* los esciras
(esciros) capturados tienen que repartirse a los terratenientes iure colonatus, vin
culados a los campos que trabajan, exentos del servicio militar por 20 años. Han
de asentarse en las «provincias transmarinas» no en Tracia ni en Iliria. El propio
Sozómeno vio a varios esciros que trabajaban el campo en diversos lugares de
Bitinia, cerca del monte Olimpo de Misia, al sur de Prusa: dice también que
algunos de estos esciros habían sido vendidos muy baratos (e incluso regalados)
como esclavos 5-7).
24. Bajo el emperador H onorio se produjo más de un asentamiento de bár
baros entre los años 411 y 419:
a) Entre 41 í y 418 hubo varios movimientos de alanos, vándalos asdingos y
silingos, burgundios, suevos y visigodos hacia varias regiones de Hispania (Gallae-
cia, Lusitania, Baetica): Hidacio, 49, 60, 63, 67, 68, en Chron. m in., 11.18-19;
Próspero Tirón, Epit. Chron. ¡ 1.250, en Chron. m in.,1.467; O ros., VII.xiiii.1.
b) Unos visigodos al mando de Wallia, de vuelta de Hispania hacia ia Galia,
fueron asentados en 418-419 principalmente en Aquitania; H ydat., 69, en Chron.
min., 11.19; Próspero Tirón, Epit. Chron,, 1,271. en Chron. m in. , 1.469; Filos-
torg., H E, XII.4; Isid., Hist. G oth., 22, en Chron. min., 11.276.
25. Durante el reinado de Valentiniano III se produjeron grandes asentamien
tos de alanos en la Galia en los años 440 y 442 {Chron. Gall., ann.\. 452, §§ 124,
127, en Chron. min., 1.660) y de burgundios en 443 (ibidem, § 128).
26. Durante el reinado del emperador de oriente Marciano (450-457), tras la
muerte de Atila en 453 y la desintegración de su imperio, se concedieron tierras a
muchos pueblos germanos, hunos y de .otras nacionalidades para que se asentaran
en las zonas devastadas cercanas al Danubio, desde Austria oriental hasta Bulga
ria, y en la Galia. Entre otros pueblos, oímos hablar de ostrogodos, sármatas,
hunos, esciros. alanos y rugios, y burgundios. Nuestra información procede prin
cipalmente de Jordanes, Geí. , 50/263-266, 52/268; cf. Chron. m in., 11.232, s.a,
456; 1.305, s.a. 457.
27. En 473-474 el emperador León I. asentó en Maeedonia a un numeroso
grupo de ostrogodos al mando de Teodomiro (padre del gran Teodorico): Jorda
nes dice que les fueron entregadas siete ciudades, casi todas las cuales estaban ya
604 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
que su imperio tiene tanta abundancia de ciudades y territorios que busca incluso
la oportunidad de entregar alguna parte de él para que lo habiten.
31. En 578, después de que Mauricio (que se convirtió en emperador cuatro
años después) llevara a cabo una victoriosa campaña contra los persas en su
provincia armenia de Arsenene (en el alto Tigris), el emperador Tiberio Constan
tino (578-582) asentó una gran cantidad de población de esa región en Chipre:
véase Juan de Éfeso, HE, VL15, cf. 21 fin ., 34; Evagr. H E , V.19, p ág ..215.16-26,
ed. Bidez/Parmentier; Teofilaoio Simocatta, III.xv.15, ed. C. de Boor, 1887. Un
asentamiento posterior de armenios en Tracia, que según se dice planeaba el
emperador Mauricio en 602, no llegó a realizarse nunca: véase Sebeos, XX, págs.
54-55 en la traducción francesa de Frédéric Macler, París, 1904.
32. Parece por lo que dice Greg. Magn., Ep., 1.73, de 591, que se había
producido hacía poco un asentamiento de bárbaros daticii (seguramente dediiicii)
en las fincas de la iglesia de Roma en África.
33. Debió de ser en la década de 590 cuando ei emperador Mauricio asentó
a unos cuantos búlgaros en la Mesia Superior e inferior y en Dacia (en la región
de Belgrado, en Yugoslavia, y al norte de Bulgaria), devastadas por los á var os
durante el reinado de Anastasio: véase Miguel el Sirio, Chron., X.21, en la
traducción francesa del siríaco del siglo xn realizada por J. B. Chabot, vol. II
(París, 1901-1904), 363-364. (Expreso mi agradecimiento a Michaei Whitby. que
estudiaba a Teofilacto, por llamar mi atención sobre este material y parte del
citado en § 30.)
Otros traslados posteriores de población (aunque principalmente de pueblos
que ya habitaban en el imperio bizantino de una región a otra), aparecen recogi
dos por Peter Charanis en «The Transfer of Population as a Policy in the Byzan-
tine Empire», en CSSH 3 (1960-1961), 140-154. Menciona asimismo algunos (pero
en absoluto no todos) de los asentamientos que yo acabo de citar.
actual Italia: sármatas, alaffianes, suevos, téfalos (véase, e.g., Stein, H B E , IL42,
n. 2). No he podido investigar el número cada vez mayor de testimonios arqueo
lógicos (relativos en parte a lo que a veces se ha llamado la Reihengráberkultur
tardorrom ana en la Galia septentrional y nordoriental), acerca de la cual véase el
útilísimo resumen que hace Günther, ULGG, y las múltiples obras recientes allí
citadas.
Tal vez debiera mencionar aquí el hecho de que estoy totalmente de acuerdo
con S. H. M. Jones, a la hora de rechazar la teoría sostenida habitualmente,
según la cual en el imperio tardío los Umitanei, o algunos Umitanei, eran «una
especie de milicia campesina hereditaria», que ocupaban tierras hereditarias y
realizaban una serie de obligaciones militares como empleo suplementario: véase
Jones, L R E , 11.649-654, junto con 111.200-202, notas 97-109. Los Umitanei hacen
acto de aparición por vez primera hacia 360, en CTh, X lLi.56 (de 363 o 362) y
Festo, B r e v .,25 (quizá 369-370; pero cf, B, Baldwin, «Festus the historian», en
Historia, 27 [1978], 197-217). Sólo encontramos Umitanei que cultivan tierras en
calidad de tales en el siglo v: C J , M .lx.3,pr, '■■■=M óv. Theod., X X S V A , de 443;
cf. CTh, VII.xv.2, de 4 2 3 ,q u e h a c e referencia a castellorum loca o territoria, que
sólo pueden ser ocupados por el casteUanús miles; y véase Jones, L R E , 11.653-654.
APÉNDICE IV
Se supone que este apéndice se leerá como suplemento al capítulo V, sección iii.
Los testimonios en torno a este tema se hallan tan diseminados, y son tan
fragmentarios y difíciles de interpretar, que el texto que he sido capaz de redactar
(V.iii) constituye sólo un simple esbozo de lo que le pasó a la democracia en el
mundo griego en su conjunto durante los períodos helenístico y romano. Existen
bastantes testimonios que, al parecer, no han sido todavía convenientemente reu
nidos, sin que yo pretenda haberlos examinado más que una parte de ellos,
aunque creo que he visto bastantes para estar satisfecho y creer que el cuadro que
voy a dar a continuación es correcto en sus líneas generales. Presentaré ahora una
serie de observaciones no muy bien relacionadas entre sí, con algunas de las
referencias a las fuentes más importantes y una pequeña cantidad de bibliografía,
moderna, esperando que otros emprendan pronto el cometido de ordenar todos
los testimonios disponibles y de extraer las debidas conclusiones, con todos los
detalles y precisiones cronológicas y geográficas que dicho material permita. La
masa de testimonios epigráficos que se ha acumulado durante las últimas décadas
APÉNDICES 607
42, ha de combinarse con los textos epigráficos y los testimonios literarios publicados
eo- anteriormente, formando un todo coherente, y señalando las variaciones y excep-
tur ciones. Los volúmenes de SEG (27 hasta 1980) y los de AE; los resúmenes críticos
‘ el de J. y L. Robert de las publicaciones epigráficas anuales que han aparecido de
lili forma regular como «Bulletin épigraphique», en R E G ; los múltiples artículos
epigráficos de los diversos especialistas, especialmente los de L. Robert en Helle-
do nica (13 volúmenes hasta 1965) y en otras revistas; así como gran cantidad de
te, nuevas publicaciones de inscripciones (incluyendo algunas: muy pertinentes escritas
na en latín), constituyen, en definitiva, un material muy amplio que necesita una
y nueva síntesis. De las obras existentes, me han parecido de la mayor utilidad
se Jones, G C A J (1940) y C ERPZ (1971), que pueden incrementarse, para Asia Me-
sn nor, con R R A M , de Magie (1950, gigantesca colección de fuentes y bibliografía,
y que rara vez da muestras de una gran visión histórica),1 tres artículos admirables
-n aparecidos en R E G , 1895-1901, obra de Isidore Lévy (EVMAM, I-III), La provin-
ce romaine proconsulaire d ’Asie (1904), de Víctor Chapot, esp. sus págs. 148-279,
3; y otras obras' pero n isiq u ieraJo n es da una visión completa en un solo sitio, y no
*e he podido descubrir todavía ninguna obra general que trate de manera global
todo el tema en conjunto, He utilizado, naturalmente, la obra fundam ental de
Heinrich Swoboda, G V ^IH egriechischen¥olksbeschlüsse:E pigraphischeunter-
;e suchungen (Leipzig, 1890), y de otros manuales, como la Stadteverwaltung im
rómischen Kaiserreiche (Leipzig, 1900), de W. Liebenam. Expreso también mi
mayor agradecimiento a A. R. R. Shcppard por permitirme leer su tesis B. Litt.
de Oxford, Characterisiics o f Political L ife m the Greec Cities ca. 70-120 A. D.
(1975). ■
Estoy totalmente de acuerdo con Barbara Levick en que se necesita urgente
mente por lo menos un catálogo o concordancia de las inscripciones de Asia
Menor: véase su breve artículo, «Greec and Latin Epigraphy in Anátolia: progress
and problems» en Acta o f the Fifih International Congress o f Greec and Latin
Epigraphy, Cambridge 1967 (Oxford, 1971), 371-376. Los cuatro volúmenes de
índices (hasta 1973) a los nunca bastante bien ponderados «Bulletins épigraphi-
ques» de Robert (en REG , a partir de 1938), preparados por L ’lnstitut Fernand
Courby y publicados en París entre 1972 y 1979 han facilitado mucho la búsqueda
de los materiales publicados por Robert entre 1938 y 1973; pero representan sólo
un primer paso. Debo mencionar también el índice analítico de Louis Robert a los
cinco volúmenes de Études d'épigr. et d ’hist. grecques (ed. L. Robert) de M. Ho-
lleaux, en el vol. VI de las Études (1968).
Existen muchos indicios de que en las relaciones de Roma con otros estados,
incluso en la propia Italia, ésta favoreció, naturalmente, a los poderosos y a los
que tenían propiedades (con tal de que no fueran, por supuesto, antirromanos,
por motivos patrióticos o de otro tipo), y ayudó a sofocar las revoluciones.
Presentaré los ejemplos más meridianos. En la revuelta de latinos y campanos de
341-340 a.C ., los equites campanos, que ascendían a 1:600, se mantuvieron aí.
margen de ios demás, y fueron recompensados debidamente por Roma, una vez
sofocada la revuelta, con la ciudadanía romana y una pensión que tenían que
pagarles sus paisanos del campo (Livio, VIILxi. 15-16; cf. xiv.10). De igual forma,
cuando Capua se pasó a Aníbal en 216, 300 equites campanos que habían servido
608 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
en preparativos que hacía la plebs para entregar la ciudad (xv.7; xvi.2, 5-6). En 215
lie- la plebs se inclinaba hacia Roma (xlvi.3), pero hacia 214 Livio nos la define
yn- diciendo que «durante largo tiempo había sido desafecta a Roma y hostil a su
3 a propio senado» (XXIV.xiii.8). La situación en Locros en 216-215 es un poco más
de complicada. Como en el caso de Crotón, la revuelta, narrada por extenso en
ris, XXIV.i.2-13, se nos anticipa en dos pasajes previos: XXII.lxi.12 y XXIII.xxx.8,
ían el último de ios cuales declara brevemente que la multiiudo había sido traicionada
et por sus principes, frase que no corrobora el relato más detallado que viene a
los continuación: véase especialmente X X IV .i.5-7, donde los principes Locrensium
na convocaron, según se dice, una asamblea, porque estaban «dom inados por el
¡6, temor» y se hace hincapié en el hecho de que «levissimus quisque novas res
de novamque societatem mallent»; la decisión de pasarse a Aníbal nos la presenta
:f. como si hubiera sido tomada prácticamente por unanimidad. En 205 vemos por
'io primera vez que había principes locrios con los romanos en Rhegium: habían sido
\m «expulsados por la faccción contraria» que había entregado Locros a Aníbal
de (XXIX.vi.5). Cuando Roma volvió a obtener el control de la ciudad, los embaja-
a dores locrios intentaron, naturalmente, hacer ver que la defección a Aníbal había
DSL sido «procu l a publico consilio» y que su vuelta ai bando romano se había debido
es en no pequeña medida a sus esfuerzos personales (xvii.1-2).
0 Según E. Badian,
ie _ _
resulta difícil aclarar si la exposición que hace Livio de las divisiones de ciases en
^ Italia durante la guerra [anibálica] (con las ciases altas a favor de Roma y las bajas
de parte de Aníbal) representa verídicamente o no un estado de cosas debido a una
afinidad y colaboración política o si representa un mito del siglo II, inventado para
° apoyar a la oligarquía en Italia
i-
]' y añade, «esto último parece lo más verosímil» (Foreing Clientelae, 147-148). Al
i_ dar unos ejemplos en los que cree que «Livio contradice ocasionalmente su prin-
^ cipa! tesis», Badian cita, respecto a Locros, sólo XXIIl.xxx.8, ignorando ei relato
mucho más detallado que aparece a comienzos del libro XXIV, y que hemos
e resumido anteriormente. Por lo tanto no puedo admitir el caso de Locros como
s un ejemplo a favor de las conclusiones de Badian; y me parece que se salta los
e testimonios cuando pretende que «en Árpi (XXIV.xlvii.6) y al parecer en Tárenlo
(xiii.3) eí pueblo favorecía a Roma». En cuanto a Arpi, todo lo que dice Livio en
• XXIV.xlvii.6 es que durante un victorioso asalto romano a su ciudad, ciertos
1 arpinos se lamentaron a título individual de que unos pocos los hubieran mante-
• nido en un estado de sometimiento y opresión y de que sus principes los hubieran
> entregado a Aníbal. ¿Qué otra cosa cabría esperar que dijeran, en su deseo de
5 disculparse ante los romanos victoriosos? Y en cuanto a Tarento, XXIV.xiii.3 es
t una mera reproducción de las declaraciones supuestamente hechas ante Aníbal
J por cinco nobles jóvenes -taren-tinos-,■según los cuales la plebs de Tarento, que
; gobernaba la ciudad, se hallaba «in potestate 'iúniorum», gran parte de los cuales
• (§ 2} apoyaban a Aníbal. En el subsiguiente relato de la captura de la ciudad por
Aníbal (XXV.viii-x) y su reconquista por Q, Fabio Máximo (XXVII.xv-xvi; cf.
Plut., Fab,, 21-22) no veo trazas de sentimiento prorromano alguno por parte de
la plebe. En Siracusa, desde luego, la plebe era predominantemente hostil a Roma,
mientras que ciertos nobilissimí viri (Livio, XXV.xxiii.4) eran prorrom anos y se
20. — ST E. C R O I X
610 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
1. Sicilia, etc.
Es fácil pasar por alto el hecho de que lina provincia en la que hubiera
muchas ciudades griegas no fue asumida por Roma hasta la segunda mitad del
siglom a.C ., antes de que tocara ni siquier^ una parte de Grecia propiamente
dicha. Naturalmente, tal fue el caso de Sicilia, que, como dice Cicerón, fue el
primer país extranjero al que se le dio el nombre de provincia, «ornato del
imperio». «Fue la primera», sigue diciendo Cicerón, «que enseñó a nuestros
antepasados qué gran cosa es gobernar a pueblos extranjeros» (II Verr., ii.2).
Sicilia, con sus varias docenas de ciudades griegas, pasó a estar bajo control
romano y se convirtió en provincia de Roma en sucesivos estadios, desde 241 a
210 a.C. No nos interesan ahora las diferencias de status existentes entre las
distintas ciudades de Sicilia. Buena parte de la información escasísima de la que
disponemos en torno a los detalles constitucionales procede de inscripciones (que
no he podido examinar de forma exhaustiva) o de las Verrinas de Cicerón, esp. II
Verr., ii. 120-125. Se introdujeron cambios constitucionales en varios lugares en
épocas muy distintas: los más importantes fueron los que se hicieron en virtud de
la Lex Rupilia (reglamentaciones impuestas p o r P. Rupilio en 131 a.C ., a finales
de la «Primera guerra de esclavos de Sicilia») y los que introdujo Augusto.
Las ciudades sicilianas, como muestran las inscripciones, m antuvieron todas
sus asambleas durante varias generaciones todavía tras la conquista rom ana; pero
también a todas luces sus consejos pasaron a desempeñar en seguida un papel
cada vez más importante bajo el dominio de Roma, debilitándose cada vez más
los poderes y funciones de las asambleas. En la época en que fue gobernador
Verres (73-71 a.C'.), en cualquier caso, parece que los consejos se habían reorga
nizado, en parte al menos, siguiendo un modelo muy próxim o al del senado
romano. Nuestra principal fuente es aquí Cicerón, II Verr., ii. 120-121 (en gene
ral), 122 (Halesa), 123 (Agrigento), 125 (Heraclea). Oímos hablar de unos requisi
tos de propiedades exigidas (census, § 120) para ser consejero y vem os que Verres
612 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
Ítico, consejeros se hiciera ne sufragiis quidem : probablemente hasta 95 a.C. las eleccio-
ie la nes habían tenido lugar en la asamblea, pero entonces, en virtud de las nuevas
ia de reglamentaciones que había dado a Halesa C. Claudio Pulcher en 95, tenían que
ro la ser efectuadas por el propio consejo.
ar el En cualquier caso, en Halesa había no sólo unos requisitos de propiedades
dos :vv::;;:-,-;v;,exigidas {censas) y un mínimo de treinta años de edad para ser consejero; además,
3S se ios hombres que ejercían cualquier comercio (un quaestus). e.g. los licitad ores
>ular (praecones), se hallaban descalificados (ii. 122). Unas prescripciones semejantes
y de estaban ya incluidas en las reglas previstas para el consejo de Agrigento, redacta-
ión» das por Escipión (§ 123, tal vez L. Cornelio Escipión, pretor en Sicilia en 193
;; 2) a.C.: véase Gabba, SCSEV, 310), y probablemente en las que estableciera Rupilio
ores para Heraclea Mínoa (§ 125).
adas Creo que es en Sicilia donde tenemos el testimonio más antiguo de un grupo
y en de residentes romanos (convenius civium Romanorum) que conform an los jueces
icio- que ven determinadas causas, según la L ex Rupilia; pero precisamente no queda
Jilos claro cuáles son estas causas en Cic., II Verr:, ii. 32 (céierórum rerum selecíi
■>ara iudices civium Romanorum e x conventu). Cf. ii.33, 34, 70 (e conventu Syracusa-
.27: no), iii.28 (de conventu). Es más que verosímil que estos jueces se eligieran sólo
pía- entre los residentes más ricos, como luego veremos en Cirene, donde sabemos que
iros en tiempos de Augusto el sistema funcionaba mal (véase § 5).
i de Entre los aspectos de menor importancia, deberíamos señalar que en las cau-
>ero sas judiciales que se presentaban entre un individuo y su ciudad, según la Lex
ñtia Rupilia, quien nombraba los jueces era el senatus de otra ciudad de Sicilia (II
Yo Verr. , ii.32). Vale también la pena señalar que Verres citó a los quinqué prim i de
tpe- Agirrion, en iii.73, junto con ios magistrados de la ciudad, y que con ellos
ible tuvieron que rendir cuentas en el senatus de su ciudad.
sus En cuanto a los demás cambios constitucionales que tuvieron lugar más tarde
op- en ias ciudades sicilianas, no creo que podamos especificar más sino que debieron
seguir las pautas generales que se observan en otros sitios,
icia No veo motivo para tratar al avyxXf¡ros que se equipara con el senatus en una
:ra- inscripción bilingüe procedente de Nápoles, y que aparece junto a la asamblea
En (óikía o orjfios) en las inscripciones, por supuesto en Acragante y M alta, y (poste-
hy~ nórmente como t t q ó < j x \ t } t o ,¡ ) en Nápoles, así como probablemente también en
; e Siracusa, como algo más que el consejo de dichas ciudades; eí 6ox"hr¡Tos que
di- aparece una vez en Región junto a la a \ía y la &ov\á es algo único (S1G\ 715 =
iti- IG , X IV .612): véase G. Forni, «Intorno alie costituzioni di cittá greche in Italia e
sos in Sicilia», en KtoxaÁóss 3 (1957), 61-69, que presenta los testimonios epigráficos
iae y la bibliografía. Robert K. Sherk, The Municipal Decrees o f the R o m á n West (=
*os Arethusa, Monographs, n.° 2, BuffaJo, N /Y ., 1970), 1-15, constitm^e un esbozo
muy útil de «The Senate in the Italian communities».
ia- .............. ................
on
2. Grecia coniinenial {con M aeedonia y algunas islas de! Egeo )
de
de La influencia romana en 1a. vida política de Grecia propiamente dicha, y la
sí- resistencia griega a ella, en ía época de la conquista romana, han sido tratadas
de recientemente por extenso en dos monografías: Johannes Touloumakos, Der Ein-
614 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
fiu ss liom s a u f die Staísform der griechischenStadtstaaten des Fest¡andes und der
Inseln im ersien und zweiten Jhdt. v. Chr. (Diss., Gotinga, 1967); y Jürgen
Deininger, Der politische Widerstand gegen Rom in Griechenland 217-86 v. Chr.
(Berlín, 1971). La primera es fundamentalmente una colección exhaustiva de los
testimonios: véase la reseña de F. W. Walbank en JH S , 89 (1969), 179-180. La
segunda profundiza bastante más en el camino de la interpretación, pero su
comprensión de la situación política y social reinante en Grecia deja bastante que
desear: véanse las reseñas críticas de G> Bowersock, en G nom on, 45 (1973),
576-580 (esp. 578); P. S. Derow, en Phoenix, 26 (1972), 303-311; y especialmente
John Briscoe, en CR, 88 = n. s., 24 (1974), 258-261; y véase asimismo Brunt,
RLRCRE, 173. El mejor tratam iento reciente del tema es el de Briscoe, «Rome
and the class struggle in the Greek states 200-146 B. iCUx, en P a st and Present, 36
(1967), 3-20, reeditado en &4S, ed. Finley, 53-73. La m ejor m anera de resumir su
visión de la política de Roma en la primera mitad del siglo ii a.C. reza, en sus
propias palabras, así: «la natural preferencia del senado y de sus representantes
iba por las clases altas y por las formas de gobierno en las que éstas dominaran.
En igualdad de condiciones, tal era el fin que, por lo demás, perseguía la política
romana». Por otro lado,
en este período tan turbulento [200-145], sólo raras veces se daba, por lo demás, una
igualdad de condiciones. El objetivo de Roma era ganar las guerras en las que se veía
involucrada y mantener él control sobre los asuntos griegos que sus éxitos militares
le otorgaban. Con esta finalidad, el senado estaba encantado de aceptar el apoyo de
quienes querían prestárselo, sin respetar su propia posición en la política interna de
sus respectivas ciudades (SAS, 71 -72).
Pero
bajo el Imperio romano el cuadro resulta muy distinto. Ya no estaba en cuestión una
lucha por el liderazgo del mundo mediterráneo: el dominio de Roma no conocía
desafío. No tiene, pues, por qué sorprender que, en estas condiciones, las preferen
cias naturales de Roma salieran adelante, y que tanto en Italia como en las provin
cias las que dominaran fueran las clases más ricas ... El resultado de la victoria de
Roma consistió, de hecho, en detener la marea de ia democracia y la victoria final
correspondió a las clases altas (S A S , 73).
En el periodo helenístico, según Alexander Fuks, aunque las clases altas grie
gas tuvieran unas actitudes muy distintas ante Roma, «la m ultitudo, la plebs, el
demos, el ochlos fue siempre y en todas partes antirromano y ponía sus esperan
zas de cambio de la situación social y económica en cualquiera que manifestara su
oposición a Roma (Antíoco III de Asia, Perseo de M acedonia)»: véase Fuks,
«Social revolution in Greece in the Hellenistic age», en La parola delpassato, 111
(1966), 437-448, en la pág, 445; y cL «The BeUum Achaicum and its social
aspect», en JH S, 90 (1970), 78-79. Esta franca declaración, que trasciende un
poco los testimonios de los que disponemos, ha sido atacada recientemente por
Gruen en relación con ios acontecimientos que tuvieron lugar durante la Tercera
Guerra Macedónica de 171-168 a.C. (véase de nuevo la nota 2). Tras aislar cuida
dosamente los hechos en cuestión, y hacer todo lo posible por solventar pasajes
inconvenientes como Livio, X LII.xiii.9 (cf. Apiano, M aced. 11.1: Diod.,
APÉNDICES 615
Yo diría, desde luego, que los sentimientos antirromanos que tenían las masas
en general no habrían podido con frecuencia mostrarse en acción, pues así io
habría impuesto otra serie de consideraciones, especialmente ía más elemental
prudencia y el reconocimiento de la futilidad e incluso el peligro que habría
supuesto la clara oposición a Roma, cosa que habría podido tener terribles conse
cuencias, como demostrara la suerte de Haliarto en 171 (Livio, XLII,lxiii.3-12).
El asedio de Haliarto por los romanos terminó en una matanza, la esclavización
general y la total destrucción de la ciudad. Y eso pasó durante el prim er año de
guerra, ha catástrofe de Haliarto habría constituido un poderosísimo freno a la
hora de sumarse a las actividades antirrom anas, incluso para aquellos que en su
corazón guardaban la más honda hostilidad contraR om a y su dom inio. A comien
zos de 171, cuando se divulgaron las noticias referentes a una victoria macedónica
en un encuentro contra la caballería romana (sobre el cual véase Livio, XLIL
58-61), las tendencias de ó l ttoWoí, o í 'ó x ^ o i en toda Grecia a favor de Perseo, que
hasta entonces se habían visto generalmente reprimidas, «empezaron a arder como
el fuego», según Polibio, X X V II.ix.l; x .l, 4. El pasaje entero resulta fascinante
(ix-x): Polibio pensaba que Grecia había sufrido mucho daño a maños de los reyes
macedonios, y que, en cambio, había recibido grandes beneficios del gobierno
romano (x.3), por lo que se siente deseoso de defender a sus paisanos de la
acusación de ingratitud hacia Roma (naturalmente Gruen intenta despreciar el
empleo que hace Polibio de o í 7ro\\oí, o í pero véanse de nuevo las notas 2
y 4). Efectivamente, el poderío romano podía inspirar respeto. Cualquier prorro-
mano de viso que se opusiera a una revuelta incipiente prestaría atención no sólo
a los beneficios de la paz, sino también a la vis Romana: advertiría a los jóvenes
del peligro que entrañaba oponerse a Roma e intentaría inculcarles temor, como
Julio Aúspex hace con los remos en la relación que nos da Tácito de ios aconteci
mientos ocurridos en la Galia a comienzos de 70 d.C. (H i s t IV .69).
En la lucha final contra Roma en 146 a.C. en particular vemos que se hace
mucho hincapié en la participación de las clases bajas en el movimiento antirro-
mano: en concreto, Polibio dice que a la reunión crucial de la Liga Aquea cele
brada en Corinto en la primavera de 146, en la que se produjo la declaración de
guerra, asistió «tan gran muchedumbre de obreros y artesanos [éQ<yyao7£QLax<hv
x a i (3q l v c í v o l ú v á v Ó Q Ú i r ü J v ] como no se había visto nunca» (XXXVIII.xii.5).
El primer ejemplo que conocemos de interferencia romana en las constitucio
616 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
nes de las ciudades de ia propia Grecia data de 196 a 194 a .C .; cuando T. Quintio
Flaminino, en su arreglo de los asuntos de Tesalia al término de la Segunda
Guerra Macedónica, impuso la creación de requisitos de propiedades para los
consejeros (probablemente federales) y los jueces, haciendo todo lo posible por
reforzar el control de las ciudades (como dice Livio) «por parte de aquel sector de
la población ciudadana al que más conveniente resultaba tenerlo todo seguro y
tranquilo» (XXXIV. Ii, 4-6; cf. Plut., F l a m i n 12.4), esto es, po r supuesto, laclase
propietaria (no se nos dice que Flaminino impuso una total oligarquía al insistir
en la limitación al derecho a asistir a las asambleas). Hacia 192, según nos cuenta
Livio, entre los etolios y sus aliados había plena conciencia de que los hombres de
viso de las ciudades eran prerrom anos y se hallaban encantados con 1a actual
situación, mientras que la muchedumbre deseaba la revolución (XXXV.xxxiv.3).
Según Justino, XXXIII.ii. 7, Macedonia recibió de L. Emilio Paulo en 168 «las
leyes que todavía sigue utilizando» (cf. Livio, XLV.xviii. y xix-xxx, esp. xviii.6:
«ne improbas vulgi adsentator aliquando iibertatem salubri moderaíione datam
ad Ucentiam pestilentem traheret»), Tras aplastar la revuelta de la Liga Aquea y
de sus aliados en 146 a.C ., L. Mummio (quien, de paso, arrasó Corinto y vendió
como esclavos a sus habitantes), según dice Pausanias, «derrocó las democracias
y estableció requisitos de propiedades para la ostentación de los cargos» (VII.xvi.9).
Poiibio, XXXIX.5, habla de la póliíeia y los nomoi que se dieron a las ciudades
griegas (en 146 a.C.; y cf. Paus,, YIÍLxxx.9). En V.iii aludí ya a la carta de
Q. Fabio Máximo dirigida a Dime, en Acaya, tras un estallido revolucionario que
se produjo en ella hacia finales del siglo o a.C.: se hace referencia dos veces a la
politeia dada a los aqueos por Roma (SIG :\ 684 - A /J 9, líneas 9-10, 19-20). No
obstante, hemos de entender la frase de Pausanias que acabo de citar en un
sentido muy restringido, en la medida en que se refiere a la abolición de la
democracia, pues tenemos sobrados testimonios de la continuidad de constitucio
nes, por lo menos nominalmente, democráticas en las ciudades: véase, e.g., Tou-
loumakos, op. cií., 11 ss. En muchas ciudades de todo el mundo griego se había
generalizado ya bastante, con anterioridad a la conquista rom ana, un sistema en
virtud del cual las propuestas tenían que ser aprobadas por cierto grupo de magis
trados, incluso antes de someterse al voto del consejo y la asamblea: véase Jones,
GCAJ,, 166 (junto con 337, n. 22), 168-169 (junto con 338, n. 26). Esta práctica
tal vez fuera generalizada (y por lo menos debió de ser impulsada) por los roma
nos: véase ibidem, 170 (con 338, n. 28), 178-179 (junto con 340-341, notas 43-44),
en donde la mayoría de los ejemplos, como suele ocurrir, procede de Asia.
Por todas las ciudades de la Grecia continental y de las islas del Egeo, a
comienzos del período rom ano, tenemos sorprendentemente muy pocas cosas que
podamos atribuir con certeza a la acción deliberada de Rom a en el sentido de la
realización de cambios constitucionales claramente identificabas. Cuando, por
ejemplo, yernos en una famosa inscripción de M esenedel último siglo a.C. (IG,
V.i. 1.433, líneas 1L 38) que algunos de los llamados rexvlrc¿i y todos los que son
llamados x^Qorkxvoíi se hallaban fuera de las tribus que conformaban e. cuerpo
de ciudadanos, y por consiguiente'no podían ser ciudadanos en sentido estricto,
no tenemos por qué suponer que la privación de derechos de ciudadanía que
padecían estos artesanos se debiera a ninguna presión del exterior (sobre esta
inscripción y sobre id., 1.432, véase eí comentario exhaustivo de A. Wilhelm,
APÉNDICES 617
n. 3) y acaso fuera éste el régimen que restaurara Siia tras aplastar la revuelta de
88-86, pues se dice que hizo unas leyes para Atenas qué eran «sustancialmente las
mismas que las que previamente habían implantado los romanos» (Apiano, M ith
39: véase Bowersock, A G W , 106, n. 2). Hubo otros cambios constitucionales en
Atenas a finales de la república y comienzos del principado (véase Geagan, /1CS);
pero se conservó cierta fachada democrática, y la asamblea siguió reuniéndose y
aprobando decretos hasta por lo menos finales del período de los Severos: uno de
los últimos que conocemos data de c. 230: es un decreto honorífico en favor de
M; Ülpio Éubíóto Leuro(véase V.iii y su n. 25). Sin embargo, el Areópago se
había convertido en la principal fuerza política, sin que quede rastro alguno
durante el principado de que la asamblea realizara ninguna actividad verdadera
mente política, lo mismo qué en los demás estados griegos. En Atenas, al igual que
en los demás sitios, encontramos muchos testimonios de interferencias directas
efectuadas por el poder imperial, a través del gobernador provincial o incluso del
propio em perador, si bien podemos ver a veces que se sigue permitiendo que
funcionen las instituciones democráticas, como cuando leemos un decreto de Adria
no relativo a la producción de aceite en el Ática, en el que se prescribe que ciertos
incumplimientos de los reglamentos establecidos tendrán que ser juzgados, en
primera instancia por el consejo, si no pasan de 50 ánforas, y si no, por la
asamblea (SEG, XV. 108 = IG. 31-.1.100 = A /J, 90, líneas 46-49: véase Oliver,
RP, 960-963; D á y ; £ ^ M 5 , 189-192); cf: Á /J 91^ ¿ '^ 'il^ I V l G S ^qúizá también
de Adriano), líneas 7-8, en el que se prescriben juicios en el Areópago por los
delitos contra ciertos reglamentos comerciales. Un interesante espécimen de una
directiva imperial (tanto si se trata de un edicto como si es una carta), esta vez del
emperador Marco Aurelio, a la ciudad de Atenas (y que ha de datarse entre 169 y
176), se publicó en 1970, con traducción y comentario de JVH. Oliver, Marcus
Aurelius: Aspects o f Civil and Cultural Policy in the Easí (= H esp.. Suppl. 13).
Ha levantado una fuerte discusión y diversas reinterpretaciones. No mencionaré
más que las restauraciones y la traducción, mucho mejores, de C. P. Jones, en
ZPE, 8 (1971), 161-183, de la lastra más grande de la inscripción (II = E), que
trata principalmente de materias judiciales, y dos artículos posteriores: uno de
Wynne Williams, en ZPE, 17 (1975), en 37-56 (cf. JR S . 66 [1976], 78-79), y otro
de Simone Follet, en Rev. de p h i l 53 (1979), 29-43, con el texto completo y
traducción francesa del mismo pasaje. Marco expresa su gran «interés por la
reputación de Atenas, para que pueda recuperar su anterior dignidad» (o «gran
deza», aeiLvórr]s). Aunque se siente obligado a permitir que los hijos de los liber
tos nacidos después de la manumisión de sus padres —pero no los propios liber
tos— puedan llegar a ser consejeros ordinarios (líneas 79-81, 97-102), insiste en
que los miembros del Areópago han de tener unos padres libres ambos de naci
miento (líneas 61-66); y expresa su profundo deseo de que ojalá fuera posible
introducir de nuevo la «vieja usanza» por la cual ios areopagitas tenían que tener
no sólo padres, sino también abuelos libres de nacimiento (líneas 57-61), Este tipo
de obsesión por el status de los miembros de 1a clase de gobierno ateniense acaso
nos mueva a risa, cuando se confiesa abiertamente que la finalidad es permitir que
Atenas «recupere su antigua aefivórrjs».
La constitución de Atenas durante el principado romano presenta varios rom
pecabezas, y hay varias cuestiones que me veo obligado a dejar sin respuesta,
w
APÉNDICES 619
En la sección de este apéndice que trata de A sia Menor (§ 3/?) tendré ocasión
de referirme a una distinción existente durante el período romano, entre ciudada
nos que tenían derecho a participar plenamente en la asamblea general de una
ciudad, y que, por lo menos en dos casos. Pogla y Sillio de Pisidia, se llaman
ixxXyoioioTaí (cf. acaso oí éxx\y]a¿áovres x a ra ra. iwfi[L^ófieva] en Atenas, men
cionados anteriormente), y otra categoría inferior, que evidentemente no gozaba
de todos ios derechos en la asamblea, aunque en las dos ciudades pisidias se les
llama Trokelrca. La existencia en Asia de estos dos grados tal vez nos ayude a
entender una in scripción del período antoniniano pro cedente de His tria, en eí
Dobrudja, donde Aba, una ilustre benefactora de la ciudad (que acaso nos recuer
de a M enodora de Sillio: véase el texto general de III.vi, justo después de su n. 35,
así como § 3¿>), concede una serie de donaciones a las diversas categorías de sus
habitantes. La lista de Aba la encabezan los consejeros, los miembros de la
gerusia y algunos otros grupos: reciben dos denarios cada uno y debieron de
participar también en el reparto de vino (oI vottóglop) que había de hacerse entre
las diversas categorías menos dignas, incluidos «los de las tribus (p v \a í) que están
organizados en grupos de cincuenta (ítevrexovraQxícéL)». En las siguientes líneas
de la inscripción (37-43) que no puede reconstruirse con seguridad aparecen refe
rencias a ó órjfios y a^r i jrky&ps* La inscripciónfue publicada por Em. Popescu, en
Dada, n. s. 4 (1960), 273-296; pero se la puede leer mejor en la edición ligeramen
te revisada de Hv W . Pleket, EpigmphiW iM ;:{~ Leiden,
1969), n.° 21, haciendo uso de las observaciones de J. y L. Robert en REG, 75
(1962), 190-191, n .0 239. Me inclino a aceptar las agudas observaciones de Pleket,
en su reseña de Duncan-Jones, EREOS, aparecida en Gnomon, 49 (1977), 55-63,
en las págs. 62-63, según las cuales «los que están organizados en phylai en
grupos de 50» tal vez haya que identificarlos con la categoría de los ciudadanos
privilegiados que tienen derecho a participar plenamente en la asamblea de Tarso,
de Pogla y de Sillio, y posiblemente en Atenas, y que se distinguen, en las dos
ciudades pisidias, de los simples iroXiral (Pleket llega a comparar a las phylai de
Histria con las curiae de África estudiadas por Duncan-Jones y otros).
3. Asia M enor
Un episodio del mayor interés para el historiador es una revuelta que tuvo
lugar en el Asia Menor occidental al propio tiempo que empezaba a pasar a ser
gobernada por Roma. Átalo ÍÍI, el último rey de Pérgamo* murió en 133 a.C.,
dejando en herencia su reino a Roma. El senado romano aceptó el regalo. Aristo-
nico, hijo bastardo del rey Eúmenes II, pretendió que él era el heredero de Átalo
y encabezó una revuelta que no fue aplastada hasta el año 129. Se trata de un
tema que ha sido muy discutido en los últimos años, exponiéndose puntos de vista
muy distintos acerca dei carácter de la revuelta. Todavía no reina un acuerdo
general sobre hasta qué punto h a b r í a que considerarla primordíaimente un movi
miento de los pobres, junto con ios esclavos y los siervos, una protesta contra el
orden de cosas reinante (e incluso una «revuelta de esclavos»), hasta qué punto
constituyó un levantamiento «nacionalista» o antirromano, y cuál fue exactamen
te el papel del propio Aristonico. Y o no tengo nada nuevo que decir al respecto.
622 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
los funcionarios que Plinio llama censores (su verdadero título en griego era
TLpiTjTQií); y que los ex magistrados quedaban matriculados automáticamente, si
bien no se limitaba a ellos solos la elegibilidad. Augusto redujo la edad para
ciertas magistraturas menores a los 22 años. Plinio comunica a Trajano una
opinión local, que al parecer él com parte (debía de ser la opinión de las familias
de viso, con las que él habría estado asociado), según la cual era «imprescindible»
continuar con la práctica que había venido usándose de incluir entre los conseje
ros a algunos jóvenes de entre 22 y 30 años, aunque no hubieran ostentando
ninguna m agistratura previa. Y añade un comentario de sumo interés, en el que
da los motivos en los que se basa esta opinión: «es mucho mejor elegir para el
consejo a los hijos de los integrantes de las clases altas que a hombres de órdenes
más bajos» (honestorum hominum liberos quam e plebe, Ep., X.79.3). De esta
frase, se desprenden inevitablemente tres consecuencias: 1) los jóvenes a quienes
se consideraba deseable elegir consejeros eran ya miembros de lo que podemos
empezar a llam ar «familias curiales» (aquellas que contaban con algún miembro
suyo participando en el consejo); 2) pero, sin embargo, estos jóvenes se habrían
mostrado reacios a desempeñar cualquiera de las magistraturas que automática
mente les habrían dado un escaño en el consejo, seguramente debido a los gastos
que implicaban; y 3) había hombres fuera del círculo de las familias curiales con
medios suficientes y que habrían podido desempeñar una magistratura, cumplien
do así los requisitos para acceder al consejo, si las familias curiales no hubieran
puesto objeciones a la ampliación de su círculo (Trajano, dicho sea de paso, le
dijo a Plinio que nadie debía llegar al consejo local con menos de 30 años, a no
ser que hubiera desempeñado previamente alguna magistratura). En relación a
esto, debo mencionar otra carta de Plinio, en la que se hace referencia al reparto
de invitaciones para ciertos festejos entre «todo el consejo e incluso no pocos
miembros de las clases bajas» (totam bulen atque etiam e plebe non exiguum
numerum): de nuevo aquí vemos la aparición de un grupo de familias de status
curial, que se distinguen de la plebs (Ep., X .l 16.1), estadio primitivo en el desarro
llo de una división fundamental a la que pronto se daría un reconocimiento
constitucional por diversos conductos (véase .Víll.i-ii);
No hay pruebas de que hubiera requisitos de propiedad para los consejeros (o
magistrados) en la Lex Pómpela, pero algunos tal vez deducirían su existencia por
Plinio, E p ., X .l 10.2; cf. 58.5 y 1.19.2 (véase Sherwin-White, L P , 720).
Los censores ( n ^ r m ) encargados de la tarea de hacer la lista de consejeros de
las ciudades de Bitinia-Ponto (Plinio, E p . . X.79.3; 312.1, 2; 114.1) son funciona
rios que al parecer no se dieron en otros sitios de Asia Menor, excepto los tl^ t]tc¿í
de Afroaisias y Pérgamo y los PouXoygáípoi de Áncira (véase la sección b). En
Bitinia encontramos rt/xr/raí en Prusa (LB/W , 1.111), Prusias del Hipio (SEG,
XIV.773.13-14 y 774.8; IGRR, IIL60.13; 64.6, 66.7; B C H , 25 [1901], 61-65, n.°
207.10), Día (BCH, 25 [1901], 54-55, n.° 198.6), y un fiovkoyQá<pos en Nicea
III. 1.397.11, de 288-289 d.C ., tal cofñó la ha reconstruido L. Robert en
BCH, 52 [1928], 410-4!!).
Como siempre, debemos estar dispuestos a encontrarnos con procedimientos
excepcionales, como cuando Trajano permitió a Prusa elegir no menos de 100
consejeros, al parecer en la asamblea (Dión Cris., XLV.3, 7, 9-10).
No conocemos ningún artículo especial de la Lex Pómpela que se refiera a las
624 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
asambleas o a los tribunales de las ciudades griegas; este tema se tratará para el
conjunto de Asia Menor en b), donde ocasionalmente trataré también de asuntos
que afectan a toda la región, tales como la obtención de autorizaciones del gober
nador provincial para ciertos decretos, y el poder que éste tenía para suspender las
asambleas.
122 = IG R R , I ti .409) y Sillio, los h ombres a los que se con ocia como los
hix\v}oiaoTaí se distinguen de los ttokeirca corrientes (así como de los (3ov\evraí),
y en Sillio reciben unas cantidades mucho mayores que ios TroXeirac en el donativo
de MenodoraX/Gi?/?, I I I .800-801, cf. 802). Presumiblemente, los funcionarios a
los que se llama 'KÓknoyQáoi en las inscripciones tenían el cometido de llevar los
registros necesarios (véanse ejemplos en Magie. R R A M , II. 1.503, n. 26). De nue
vo aquí (véanse las partes del § 2 de este apéndice que tratan de Atenas e Histria)
tenemos ejemplos de la división existente entre los residentes habituales de una
ciudad griega en diversas categorías escalonadas, habiendo sólo un número limita
do de ellos que goce incluso del derecho a participar plenamente en la asamblea
general.
A veces vemos que los decretos no los aprueban sólo el consejo y la asamblea,
sino también el grupo de ciudadanos romanos residentes. En Apam ea de Frigia
(en la provincia de Asia), por ejemplo, una serie de decretos honoríficos empiezan
con las palabras r¡ fjov\r¡ xa i 6 orj/ios xal oí xaroLxovpTes ‘Pcj/¿mot htífi^oav
CIG R R , IV.779, 785-786, 788-791, 793-794); en un caso se añaden las palabras
áyofiéi’ris Ta.vbriiiov lxx\r¡oÍ 0L,i (id., 791.5-6). También en otras ciudades vemos
que al br¡fios se añaden oí 7rQayjiaT€vópL€POL ‘"Püúiiaioi, e.g. en Asso (IG R R, IV.248),
Cíbira (Ídem, 903-905,913, 916-919), y en otras partes.
En cualquier caso, a mediados del siglo n, la asamblea había dejado de tener
la menor importancia política. Se la convoca entonces por designio de los magis
trados, que además la presiden, sin que pueda proponerse nada sin su consenti
miento, y apareciendo además habí Analmente como autores de las mociones, me
diante frases como t q v s j q l v ' ^ v ( o o 7 Q c ¿ T r ¡ y Í ¿ r ) y v ú f n ] , contando además con la
colaboración del consejo. Estoy de acuerdo cón Isidore Lévy en que tenemos que
reconocer
4. Chipre
. 5. Cirenaica (y Creta)
Swob o da^ G V y 176,. empieza el n oven o capítulo de su ii bro acerca de los decretos
de las asambleas griegas: «Veránderungeñ unter dem Einflusse der Rómer»).
6. Masalia
del siglo ii a.C ., Seleucía estuvo casi siempre más bajo el área de dom inio de los
partos, que bajo 1a égida seléucida o romana, aunque, al parecer, se 1e concedió
una considerable medida de independencia y autogobierno. Oímos decir que estu
vo gobernada por un tirano, Hímero, probablemente hacia 120 a.C, (Pósidonio,
FGrH, 87 F, 13). Según Plutarco, al escribir acerca de la campaña de Craso
contra los paros en 54-53, Seleucía estuvo siempre mal dispuesta con los partos
iC m ss,, 17.8).
En relación con el año 36 d.C.. Tácito habla de que en Seleucía había dos
facciones, la de la plebe (el populus o plebs) y la de los trescientos miembros del
consejo, definidos enigmáticamente como «elegidos por su riqueza o por su sabi
duría para que fueran el senado» {opibus aut sapientia delecti ut senaius), expre
sión que tal vez indique que los miembros del consejo tenían su escaño de por
vida. Es de suponer que se dieran en esta ciudad particularmente desórdenes
partidistas, pues ninguna facción de la stasis habría llamado a los partos, como
señala Tácito en el mismo pasaje (Ann.\ Vl.xlii.1-3, 5). Antes del año 36, el rey
parto Artábano 111 puso a la plebe bajo el dominio de los primores (presumible
mente el consejo de ios 300); ese año dio la vuelta a la situación el pretendiente
Tirídates, que contaba con el respaldó del emperador Tiberio y fue aclamado por
el populacho de Seleucía, aunque pronto tuvo que volver a refugiarse en la Siria
romana. El sucesor de Artábano, Var danés, redujo a Seleucía en el año 42 (A n n .,
XI.viii.4 hasta ix.6), y bien pudo ser éste el final del gobierno propular de esta
ciudad, final que, nótese bien, no fue provocado por los romanos, sino por los
partos. Seleucía se orientalizó cada vez más desde entonces, y no oímos hablar
más de ella, excepto en relación con las guerras de Roma contra los partos: fue
reconquistada brevemente por los romanos al final del reinado de Trajano, y
saqueada y en parte destruida por Avidio Casio, el general de Lucio Vero, en 165
(véase Magie, R R A M , II. 1.531, n. 5). Dión Casio, en dos pasajes de su relato de
las campañas de Craso de 54-53 hace hincapié en el carácter helénico de Seleucía
(XL.xvi.3; xx.3), en el primero de los cuales habla de la ciudad diciendo que es
una polis totalmente helénica todavía en sus tiempos ( tc\ eloTov r'o ‘E W tjvlx'op xa l
vvv ^xovoa); pero esta afirmación tal vez tenga poco fundamento: desde luego no
hay pruebas de que el propio Dión estuviera nunca en Mesopotamia, ni siquiera
en sus aledaños (véase Millar, SCD, 13-27).
Sobre la historia de la ciudad, véase OCD2, 971 (con la bibliografía); asimis
mo M. Streck en R E i II.i.(l921), 1.149-1.184.
los archivos públicos de Edesa, § 5). Los edesenses creían firmemente que Jesús
había hecho a Abgar la promesa de que su ciudad 110 sería nunca conquistada por
ningún enemigo (Jos. EstiL, Chron., 5, 58, 60, ed. en el original siríaco con
traducción inglesa, de W. Wright, Cambridge, 1882). De hecho los sasánidas la
conquistaron en más de una ocasión, y en 638 lo fue por los árabes.
1. R esulta sorprendente constatar qué pocos m apas m uestran esta im portantísim a división lingüís-
tica. A parece, p o r ejem plo, en ei W esterm anns A tl a s z u r Weltgeschichte (Berlín, etc., 1965), 42. Sobre
la situación d u ran te el im perio tardío, véase Jones, L R E , 11.986. En apoyo de la división que yo hago
del norte de Á frica entre los m undos griego y latino, yo citaría la página 9 del lib ro de Louis Robert
sobre los gladiadores en eí oriente griego (véase V II, 1 , n. 3): «L a Cirenaica f o r m a p a r t e d e l Oriente
griego y he d e ja d o al Occidente la Tripolitana ».
2. Sobre las ciudades recién fundadas, o que consiguieron ei status de, ciudad sólo a p artir de la
época de A lejan d ro , véase, por ejem plo, W esterm an n s A tl a s (cf. la anterior n. 1), 22-23; C A H , VII,
m apa 4; Bengtson, G G - , m apa 9.
3. N orm an Baynes, que dijo en 1930 que «el reinado de H eraclio m arca el com ienzo de ia historia
de B izancio», llegó luego a pensar que «la historia de Bizancio em pieza con C o n stan tin o el G rande»
(.B S O E , 78 y n. 2). P ara el historiador de Bizancio O strogorski era en «tiem pos de H eraclio» (610-641)
cuando « acab ab a el período rom ano y em pezaba la historia de Bizancio propiam ente dicha» (H B S 2,
106). P ara A rnold Toynbee, «el pensam iento histórico griego antiguo o helénico llegó a su fin cuando
H om ero cedió la precedencia a la Biblia com o líbro sagrado en la consideración d e la intelligentzia que
hablaba o escribía en griego. E n la serie de autores históricos [dicho] acontecim iento tuvo lugar entre las
fechas en las que T eofüacto Sim ocatta y Jorge de P isidia pro d u jero n sus respectivas o b ras» , es decir,
durante el reinado de H eraclio (G reek H istorical T h ou gh t f r o m H o m e r to the A g e o f Heraclius, 1952 y
reim pr., Introducción, pág. ix).
4. P a ra los lectores de habla inglesa, la exposición más convincente de esta o p in ió n es la de
Baynes, B S O E , 1-82. Con lo diferente que es mi po stu ra de la suya en algunos aspectos, en cuentro que
es totalm ente convincente en este asunto en concreto.
5. N icolás [I], papa, E p ., 8 , en J. D. M ansí, Sacr. Conc. no va et ampi. coil., XV (1770), 186-216,
en 191, presentada com o E p ., 86 en M P L , C X IX .926-962, en 932.
1. Véase Jones, L R E , 11.841-845 (con sus notas, 111.283); Brunt, I M , 703-706 (quien señala que
«jones tiene eí concepto más claro que ha conseguido nadie acerca de las condiciones generales del
aprovisionam iento de víveres»).
2. Véanse esp. las referencias que siguen en el texto a Jones, L R E y R E . E n tre o tros muchos
análisis del tran sp o rte en la A ntigüedad, véase, e.g., D uncan-Jones, E R E O S , 366-369; así com o C. A.
Yeo, «L and and sea transportatio n in Im perial Italy», en T A P A , 77 (1946), 221-244; y p o r supuesto los
índices de R ostovtzeíí. S E Í1 H W y S E H R E 1, s. v. « T ra n sp o n e » , etc. Sobre cualquier cuestión acerca de
la navegación o la del transporte m arítim o, véase Lionel Ca.sson. Ships and S ea m áh ship in the Ancient
World, (P rinceton, 1971), H ay una enorm e cantidad de inform ación miscelánea acerca de ios viajes y
los desplazam ientos por tierra y m ar d u ran te los dos prim eros siglos de la era cristiana en ia obra
exhaustiva de Ludw ig Friedlánder, Darstelhmgen aus de r Sitiengeschichte R o m s ir, d e r Z e ií von August
bis zuñí / i usgang der A m o n i n e 9 (Leipzig, 1939-1921), 1.316-388, esp. 331-357.
3. Los fragm entos de) edicto de precios de D iocieciano conocidos hasta 1938-1939 fueron publi
cados (con traducción inglesa) por Elsa R. G raser, en F rank, E S A R , V (3940), 305-421; hay más
fragm entos relevantes en su artículo. «The significance o f íw o new fragments o f the Edici of Diocle-
NOTAS (1.11-111, PP. 2 0 - 2 8 ) 635
tian», en T A P A , 71 (1940), 157-174. Se com pletó la edición h asta 1970 en la obra de Siegfried L au ffer,
Diokletians P re is e d ik t (Berlín, 1971); otra edición (con trad u cció n italiana) de-M arta G iacchero, E dic-
tum D io d e iia n i el C otlegaru m d e p r e ü is rerum venalium (G énova, 1974), incluye varios fragm entos
hallados posteriorm ente, y constituye ah o ra el texto aislado m ás útil al respecto? U na serie de fragm en
tos del edicto descubiertos en Aezani, en Frigia, en la cuenca su p erio r deí Ríndaco, constituye la versión
latina más com pleta que. se puede conseguir en una sola fuente. E stos fragm entos (que incluyen clara
mente el precio de 72.000 denarios para la libra de oro y de 6.000 p ara la de plata) h an sido in c o rp o ra
dos a la edición de G iacchero. Sobre la publicación de los fragm entos de Aezani p o r R. y F. N au m an n
en 1973, véase Joyce R eynolds, en JRS, 66 Í1976), 251-252 (con H ugh Piom m er) y 183, ju n to con ias
otaras citadas en el anterior pasaje, notas 117-119. Doy aq u í, por su utilidad, unos cuantos precios
im portantes del edicto (en denarios), que no pueden tenerse p o r seguros: 1) ¡a libra de oro: 72.000
(Giacchero, 28.1a, 2); 2} la libra de plata: 6.000 (G.28, 9); 3) u n esclavo corriente de 16-40 años: varó n ,
30.000, hem bra, 25.000 (G .29.1a, 2; L auffer, 31.1a, 2); 4) el jo rn al de un obrero agrícola: 25 más la
comida (G. y L ., 7.1a; cf. IV.iii y su n . 1); 5) el casirensis m odiu s: de trigo, 100, de cebada, 60 (G. y
L., 1.1a, 2). La ú ltim a sección dei edicto, que trata de las cargas del tran sp o rte p o r m ar y por río , es el
n.° 35 en G. y 37 en L.; la sección que tra ta de las cargas del tran sp o rte por tierra es el n / ' 17 en cada
uno. El m ejor in ten to de resolver el com plicado problem a del ta m añ o del castrensis m o d iu s (p ro b ab le
mente 1,5 m odios corrientes) es o bra de R. P . D uncan-Jones, «T he size of the m o d i u s castrensis», en
ZPE, 21 (1976), 53-62, c f . 43-52.
4. Sobre el alto grado de alfabetización que tenían los atenienses del período clásico, véase el
admirable artículo d e F . D . H arvey, «Literacv in the A thenian Dem ocracy», en R E G , 79 (1966),
585-635. A tenas resultaba, desde luego, excepcional, en esto lo m ism o que en otras cosas. El a n a lfab e
tismo era de lo m ás corriente en el Egipto helenístico y ro m an o , especialm ente entre las m ujeres: véase
H . C. Y outie, S cripiiunculae (A m sterdam , 1973), 11.611-627. 629-651 (n.w 29 y 30), en d o n d e se
reimprimen (con añadidos de m enor im portancia), dos artícu lo s, « ’A ^eá/uiros: an aspect o í G reek
society in E gypt», en H S C P , 75 (1971), 161-176; y «BQa&e^s yQá^cúv: between literacv and illiteracy».
en GRBS, 12 (1971), 239-261. Se hallará en ellos bastante bibliografía. Incluso un cu ra de aldea, un
xwtLQyQcttifiaTcvs, que, naturalm ente, se supone que sabría leer y escribir, tal vez pudiera no saber o
hacerlo sólo de m an era im perfecta. Se m encionan dos casos en P. Peraus, 11 y 31: véanse los artículos
de Youtrie m encionados, y su n.° 34 en Scripiiunculae, 11.677-695, reim presión de « P étau s. fils de
Pétaus, ou le scribe q u i ne savait pas écrire», en CE, 41 (1966), 127-143.
5. La m ejor exposición de esta oposición fundam ental entre ciudad y campo en el oriente griego
es Jones, G C A J , 259-304 (p arte V, «The achievem ent o f the cíties»), esp. 285 ss. O tra o b ra im p o rtan te
de Jones, C E R P (citada frecuentem ente en G C A J ), h a reaparecido en u na segunda edición, C E R P 1
(1971), con añadidos, algunos de los cuales son fundam entales. U na o b ra reciente, lim itada sólo a ia
república tardía y al p rincipado, es R S R de M acM ullen: sus prim eros capítulos (I. «R ural» y II. «R ural-
Urban», págs. 1-56) contienen bastante m aterial ilustrativo m uy bien escogido (de carácter anticuarísta
más que histórico, pues el libro, como las restantes obras de M acM ullen, no se apoya en n inguna
estructura consistente de teo ría o m étodo, p o r lo que le falta to d o principio organizativo y casi n u nca
es capaz de darnos explicaciones). En cuanto a las opiniones de un gran especialista que conocía
particularm ente bien ta n to ios testim onios arqueológicos com o los literarios, véase R ostovtzeff, S E H -
R E \ e.g . 1.255-278 (ju n to con 11.654-677), 344-352, 378-380, 505. A cerca de la situación sim ilar rein an
te en occidente, véase 1.33, 59-63, 203-206 (Italia); 252 (Tracia). Yo añadiría tal vez que no conozco
paralelo alguno a la clasificación que hace E strabón en ag ro iko i, mesagroikoi y p o l i ü k o i (X IIL i.25,
pág. 592): tal vez no sea más que un reñejo de P lató n , L e y e s , 111.677-681, que citab a él m ism o.
6 . G aleno, H e g l jícü xaxoxufiícis, 1.1-7 = D e bo n is malisque su cis, ed. G. H elm reich,
en Corp. Medie. G raec., V .iv.2, G alenus (Leipzig/Berlín, 1923), 389-91 = D e p r ó b is p ra v isq u e alimen-
íorum succis, ed. C. G . K ühn, en Galenus VI (Leipzig, 1823), 749-752, con trad. ¡atina.
7. Com o dice B runt {IM, 703), «se requiere todavía un exam en ex h au stiv o s de las ham bres en la
Antigüedad. El breve tratam iento del tem a que él hace es adm irable y da unas^cuantas referencias a
otras obras, entre- ia.s que yo destacaría ia de M acM ullen, E R O , 249-254 (apéndice dedicado p o r entero
a las hambres), y H . P . K ohns, Versorgungskrisen und H u ng errevo lten im spaiántiken R o m ( ~ A n a -
quilas, 1.6, Bonn, 1961).
8 . Véase esp. D. Sperber, «A ngaria in Rabbinic iiteratu re» , en A C , 38 (1969), 164-168, en 166,
que cita a R. H an in a b. H am a. Com o indica Sperber. « an g aria» , en el uso que d e la p alab ra hace el
rabino en cuestión, tiene el significado general de extorsión y opresión. Y véase P. Fiebtg, en Z N W . 18
(1917-1918), 64-72. En cuanto a las angariae en general en el m undo griego (y rom ano), véase R osto vi-
zeff, «A ngariae», en K lio, 6 (1906), 249-258; S E H R E \ 1.381-384 (con 11.703, notas 35-37). 519-520,
636 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
11,723, n. 46; r . Oertei, Die Liturgie (Leipzig. 1917), 24-26, 88-90. Sobre ia incidencia de las angarias
que recaían sobre jos campesinos y no sobre el terrateniente acom odado, véase Liebeschuetz. Ara., 69
(sobre Libanio, Orat. L, De angariis), citado en el texto. Sobre ia amplia incidencia de los servicios de
transporte de varia índole en el imperio romano, organizado por ei gobierno rom ano como vehiculatio,
y luego cursas publicus, véase Stephen Mitchell, «Requisitioned transpon in the Román Empire: a new
inscription from Pisidia» [Sagalaso], en JRS, 66 (1976). 306-131, esp. la lista de 21 documentos (111-112).
Un texto del Digesto citado pocas veces menciona un rescripto en el sentido de que los barcos pertene-
ciernes a veteranos angariari posse (XLlX.xviii.4, 1, Ulpiano). En un papiro vemos incluso ia pala
bra ái'ei-'yáQtvTos ($£, 1.4226).
9. Hay una bibliografía anticuada sobre el tema, tanto para la parte occidental como para ia
oriental del imperio rom ano, en P. A. Brunt, RLRCRE = «The Romanisation of the local ruiíng
classes in the Román em pire», en Assimilation eí résistence a la culture gréco-romaine dans le monde
anden ~ Travaux du V l e [Madrid. 1974] Congres International d ’Études Ciassiques Bucarest/París,
1976), 163-173, en 170-172. Añadiría acaso Jones, C E R P \ 228-230.y GCAJ, 288-295 (en parte, aunque
no enteramente sustituido por IL966, 968-969, 991-997); Rostovtzeff, SEHRE'% 11.626-627, n. 1,
666, n. 36. J. C. M ann, «Spoken Latin in Britain as evidenced in the inscriptions», en Britannia, 2
(1971), 218-224, aunque trata principalmente de Britania, tai vez sugiera una manera de orientar la
investigación en otros;campos.
10. Sobre Listra, véase Barbara Levick, RC SAM , 51-53, 153-156, 195-197.
11. Los ingresos del Ptolom eo reinante que nos dan las fuentes antiguas respetables ascienden a
14.800 talentos de plata y 1,5 millones de arlabas de trigo en el segundo cuarto del siglo m a.C.
(Jerónimo, In Daniel., XL5), y en el siglo i a.C. a 12.500 talentos (Cic., apud Estrabón, XVlLi.13, pág.
798) o 6.000 talentos (Diod., XVH.52.6): véase Rostovtzeff, SE H H W , 11.1150-1153. junto con III,1607,
n. 86. 1.a población total del Egipto piolemaico tardío (c. 60 a.C.) que nos da Diod., 1.31.8 (tai como
resulta de ia emendatio generalmente aceptada hoy día: tovtüip por tquxkooíj:}’) era de 7 millones de
habitantes. La del Egipto rom ano durante el período flavio que nos da Jos., BJ, 11. 385. era de 7,5
millones, sin contar Alejandría. Estas cifras tal vez sean correctas aproximadamente. Podríamos aceptar
la cantidad de un millón más o menos para Alejandría: cf. Fraser, P A , 1.90-91; 11.171-172, n. 358.
12. Cf. Rostovtzeff, S E H H W , 11.878.934: Jones. C E R P 2, 302-311.
13. Por ejemplo, Claude Vandersleyen, «Le mot Xaós dans la langue des papyrus grecs». en CE,
48 (1973), 339-349, aduce que las expresiones Xaós, \a o í, cuando aparecen en los papiros en relación a
Egipto, deberían entenderse como descripción de un sector particular de la población egipcia nativa,
naturalmente superior, «estrato superior de la población egipcia, que existía tanto en la época faraónica
como en la ptolemaica» (cf. otra obra de Vandersleyen, que no he podido leer: Les guerres d ’Am osis
[3971], esp. 182-384 sobre 1a piedra Rosetta), y no de la masa general de la población nativa. Rostovt
zeff, al igual que otros muchos especialistas, habría interpretado mal, por lo tanto, las palabras kaol,
Xaós en documentos como la piedra Roseíta (OGIS, 90.12: véase SE H H W , 11.713-735) y los papiros
que menciona en SE H H W , 11.883-884 sin dar la referencia, que en BG U , VIII (1933), 1768 (W.
Schubart y D. Scháfer, Spatptolemaische Papyri aus amllichen Buros des Herakleopolit.es = Aegyptis-
che Urkunden aus den siaatlichen M useum zu Berlín, Griechische Urkunden, VIII, Berlín [1933], n.°
1768, págs. 47-49). Sin embargo, Vandersleyen no saca unas conclusiones que parezcan muy estables: en
contra W. Clarysse, en A nc. Soc\, 7 (1976), 385 ss., en 195 y notas 22-26 (indicando que Vandersleyen
tiene sólo en cuenta el sustantivo Xcuós y no el adjetivo Xoaxós, sobre el que véase e.g., Préaux, ERL,
224 y n. 2); y Heinz Heínen ibidem, 327 ss., en 344 n. 32, que se declara convencido; cf. Heinen en
Anc. Soc.. 8 (1977), 130, n. 21.
14. Euríp.( E k c tr., 31-53, 207-209, 247-257, 302-309, 362-363, 404-405. A r., Nubes, 46*72, no
tiene nada que ver aquí, pues Estrepsíades, aunque sea de origen-palurdo, se supone que es un hombre
acomodado y no entra en mi definición de campesino (véase IV.ii).
15. Cf. IGRR, IV. 1087, procedente de Cos, sobre la distinción entre rol xaTOLxevvres ¿v j Zí ocí/aoj
t¡x>v ‘AXciníuiP xal 7£>[t] éi>e?(7T¡pt,c~voL x a l rol yeuipyc-ui’Ttls] ¿v ‘'AXevTt xai riéXr/, rüv re Tokctrár
xaí!Pw/io;ía)j¿jíaL/iáxa¿j£(^i^(iio logro encontrar jusuficación alguna para eonjugar paraleiamente ambos
tipos de habitantes y hacer de los xaTOLxevpre1; ciudadanos, de los évexmitiévot. romanos y de los
ytiDQyeúvres metecos, con Rostovtzeff, SE H R E 2. 11.654, n. 4). Yo añadiría que se tienen algunos
testimonios procedentes del occidente latino acerca de la extensión de ios repartos hasta incluir a los
habitantes de ia ciudad que no fueran ciudadanos {municipes o coloni), sino inca la e (véase más adelan
te, y Duncan-Jones, EREOS, 259, n. 3, 279, n. 5). Desgraciadamente ello suscita una espinosa cuestión
acerca deí significado de la expresión incolae. Se trata claramente de gente que no tiene derechos de
ciudadanía en la civiias o tto\ ls en la que (o en cuyo territorio) reside. Pero, ¿(3) son simplemente
NOTAS (I.IIl-IV , P P . 2 8 - 3 5 ) 637
as residentes con domiciíium en la ciudad, pero que tienen su ongo en otra parte, o (2) son pnmordiaimen-
69 te ia población del territorio sometido a ia ciudad, sin los derechos de ciudadanía locales, tanto si
de oficialmente son sus attributi (o comributi) como si no? La prim era de estas opiniones es la generalizada
'o, {véase, Berger, en RE, IX.ii. 1249-1256), y ia segunda la de Rostovtzeff, S E H R E 2, 11.632, n. 33,
2w cf. 687, n. 97. Estoy de acuerdo con Brunt, IM , 249: «Aunque, en mi opinión, eí término incolae no
2). denota más que “ residentes sin derechos de ciudadanía locales” , y no constituye un término técnico que
íe- designa a los miembros integrantes de una población sometida, es lo suficientemente amplio como para
la- abarcar a esa ciase». A mí me parece que dos textos legales muestran una evolución entre los siglos n y
ni. Pomponio, en D ig., L. xvi.239.2, que escribía aproximadamente en el segundo cuarto dei siglo n,
la equipára los incolae a los TíáQoixoi griegos e incluye en su definición de incolae no sólo a Jos que
ing residen in o p p id o , sino también a los que poseen un campo de labranza (agrum) dentro de los límites
¡de de la ciudad, que, en cierto modo, es su patria (este es el sentido en el que yo entiendo la frase ut in
rís, eum se quasi in aliquam sedem recipiant). Pero aproximadamente en el segundo cuarto del siglo m.
juc Modestino no cuenta como incolae a ó h crye¿ xocTOifikvwi', aduciendo que un hombre que no utiliza
1, los ¿IjaÍQéTa (com m oda, utilidades, beneficios) de una ciudad, no puede ser considerado su Íncola (Dig.,
, 2 L.Í.35, en griego). E n todo caso, por entonces parece que los attributi y las personas de ese tipo no se
la consideraban ya incolae, exclusión importante, pues, desde aproximadamente el tercer cuarto del siglo ji,
los incolae se habían equiparado con los cives locales a la hora de recibir los muñera publica (Gayo, en
Dig., L.i.29). Yo encuentro interesante que en ILS, 6818 (del tercer cuarto del siglo ii ), procedente de
]a Sicca Veneria, en Numidia, los incolae, que junto con los municipes, tienen que beneficiarse de ia
C. fundación allí establecida se limitan ía losque;?viven «en los edificios incluidos dentro de nuestra
íg. colonia». Y en las ciudades italianas, muchas fundaciones, cuando se extienden hasta las clases bajas,
)~, se limitan específicamente a la población urbana: véase, e.g., Duncan-Jones, EREO S, n.ni 638, 644
no (= 1165), 697, 947 , 962, 976, 990, 1023, 1066, 1079m.
de 16. Queda bien corroborado por Libanio. Oral., X I.230: las «aldeas muy populosas» en el
\5 territorio de A ntioquía intercámbiabán:sus productos entre sí en sus ferias v «utilizaban
.ar muy poco la ciudad debido a los trueques que hacían entre ellas».
¡8. 17. Cf. Rostovtzeff, S E H H W , II. i 106-1107.
18. Compárese con la opinión oficial, expresada por Ulpiano en Dig.. L.i.30, segú
E, patria de un hom bre originario de la aldea es la ciudad i res publica) a la que su aldea pertenezca,
a 19. Estoy seguro de que Jones quería decir lo misino que yo cuando utilizaba ia expresión «una
a, fundación de clase demasiado estrecha»; pero para él, «clase» —término que utilizaba con bastante
ca frecuencia— no era aigo que tuviera que definirse o. ni siquiera, en ese campo, en lo que se tuviera que
sis pensar. No sé si dar la misma importancia a la última frase del párrafo en cuestión («la gran masa de
n- la población, ei proletariado de las ciudades, y aún más los campesinos del campo, seguían siendo
ú, bárbaros»), pues no sólo utiliza de nuevo la expresión inadecuada «proletariado», sino que además
os termina con una palabra que el «lector corriente» probablemente malinterprete a menos que se dé
\7. cuenta de que se trata de un término cuasitécníco de especialista en Clásicas, casi equivalente de ia
palabra griega barbaroi , que no tiene por qué significar otra cosa que «no griego».
D
ÍI1
;n [1.iv] (pp. 34-45}
r
:n 1. Hay muy pocas excepciones, la principal de las cuales es E. A. Thompson: véase e.g. su A
Rom án R eform er a n d in ven to r (edición del .A non y m us De rebus bellicis, 1952), esp. págs. 31-34, 85-89;
io y otras obras, incluida A H isíory o f A tüla and the H u n s (1948), The Early G erm ans (1965} y The
re Visigoths in the T im e o f Ulfila (1966). Benjamín Far ring ton ha utilizado también conceptos marxistas,
e.g. en su G reek Science (Pelican, 1953 y reimpr.) y en su colección de ensayos. H ea d and H a n d in
w Ancient Greece (Londres, 1947). Sobre George Thomson y Margare! O. Wason, véase II.i y sus
•i- notas 19-20.
>s 2. Mencionaré simplemente la «Seiect bíbiiqgraphy on MarxisnT and the stüdy o f Antíquity);. de
>s R. A. Padgug, págs. 199-225. Si en este libro he repetido gran parte de io que aparece en mi artículo de
>s Arethusa, ello se debe a que no hay mucha gente en G ran Bretaña que tenga fá c il acceso a una
>s biblioteca que tenga la revísta en cuestión.
i- 3. Me gustaría señalar en particular Maurice Dobb, On E conom ic Theory and Socialism (1955 y
n reimpr.); y Political E co n o m y and Capitalism (1937 y reimpr.); Ronald L. Meek, Slu d ies in the L a b o u r
e Theory o f Valué 2 (1973); y el «Penguin Speciai» de Andrew Glyn y Bob Sutcliffe, Br'nish Capitalism.
e Workers and the p r o fiis Squecze (1972).
638 l a l u c h a d e c l a s e s e n e l m u n d o g r i e g o a n t ig u o
ux, un repaso general a las obras soviéticas acerca de historia antigua desde ia revolución hasta 1950 es el
und artículo de H. F. G raham , «The significan! role of the study o f Ancient History in the Soviet Union»,
i; y en Class. W orld, 61.3 (1967), 85-97. Lamento mucho no haber podido hasta ahora examinar atentam en
, en te más que una pequeña cantidad del material marxista italiano acerca de la historia antigua (principal
s in mente de Roma), que sé que existe. Lo único que puedo hacer es mencionar algunas obras que no he
rice hecho más que ojear hasta que tenía prácticamente acabado el presente libro; e3 valioso artículo de
v en Mario Mazza «M arxismo e storia antica. Note sulla storiografia marxista in Italia», en Studi storici,
iStás 17.2 (1976), 95-124, con mucha bibliografía: el libro del mismo Mazza, Lotie sociali e restaurazione
auioriíaria nel I I I sec. d. C. (Roma, 1975); y una traducción itaiiana, La schiavitü nelVItalia imperiale
’73), I-III sec. (Roma, 1975), de un libro publicado en ruso en 1971 por E. M. Staerman y M. K. Tro fimo va,
a de con un útilísimo prefacio de 37 páginas de Mazza en el que se analizan las obras modernas rusas v de
otros marxistas acerca de historia antigua (principalmente de Roma). Desgraciadamente no he podido
,5 8 leer Analisi marxista e societa antiche { - Nuova biblioteca d i cultura, 178, A i ti deU’lsüiuto Gramsci),
and ed. Luigi Capogrossi y otros (Roma. 3978). Se han publicado en Italia muchas obras interesantes desde
ei punto de vista m arxista acerca de literatura antigua y arqueología, temas que no me interesan
d in directamente ahora, así que mencionaré sólo el más relevante que conozco: Vittorio Citti, Tragedia e
ibii- lona di classe in Grecia (Nápoles, 1978). Entre las obras francesas recientes sobre historia antigua
Itan escritas por m arxistas, destacaré ias de Fierre Briantj- mencionaiias en ;las nótas 26, 33 a III.Ív.
que 8. M EC W , I I .584-585; 572-574 (junto con 620, n. 248) = M E G A , I.ii.480-481, 478-479. Y véase
mis- Johannes Irmscher, «Friedrich Engels studiert Alteríumswissenschaft», en Eirene, 2 (1964), 7-42.
74);
9. M ESC, 495-497, 498-500, 500-507 (esp. 503, 504-505, 507), 540-544, 548-551 (se sabe ahora
ntrc que la última carta fue escrita a W. Borgius, no a H. Starkenburg. como se creía antes).
alen 10. Véanse las Selected W orks o f M ao Tse-tungen cinco volúmenes (en inglés), I (Pekín. 1965 y
. Z. reimpr.), 311-347, 3n 336; o en uno solo las Selected Readings from the W orks o f M ao Tse-tung (Pekín,
las 1967), 70-108, en 94.
ien- 11. Katharine y C, H . George, «Román Catholic sainthood and social status», en Bendix-Lipset,
ndo CSP2, 394-401, reimpresión corregida de un artículo aparecido en Jn¡ o f Religión. 5 (1953-1955). 33 ss.
sien Sobre los efectos del status económico a la hora de votar en las democracias occidentales, véase S. M.
lo a Lipset, en Bendix-Lipset, C S P 2, 413-428 (cf. IIJv, n. 12).
> in 12. El único artículo reciente de valor sobre este tema que vo haya podido ver es E. J. Hobsbawm,
aja, «Karl M arx’s contribution to historiograpby», en Ideology in Social Science, ed. Robín Blackburn
inte (Fontana paperback, 1972), 265-283.
ogt 13. La distinción (que, como digo en el texto, no pretendo discutir en este libro), existente entre
inte la «base» económica de la sociedad y su «superestructura» ideológica fue ya formulada en la parte i de
;s a la Ideología alemana, escrita conjuntamente por Marx y Engels en 1845-1846 (véase M ECW , V.89) y
dis- queda claramente expresada por eí propio Marx en un famoso pasaje del Prefacio a la contribución a
des la crítica de economía política de 1859 (M E S W , 181), sobre lo cual véase II.ii. Aunque esta idea subyace
Die en mucho de lo que escribiera Marx (buen ejemplo es ía crítica de sir Frederíc Edén, en Cap., 1.615-616.
ris¡, esp. 615, n. 2; pero hay decenas de pasajes parecidos), he encontrado otras cuantas referencias explíci
ues tas a ella por parte del propio Marx. Véase, sin embargo, la tem prana carta a P. V. Annenkov, de 28
¡tas de diciembre de 1846 (M ESC, 39-5!, esp. 40-41, 45), y el pasaje del tercer capítulo del Dieciocho
ien brumario de Louis Bonaparte. en el que escribe Marx: «sobre las distintas formas de propiedad, sobre
73), las condiciones de vida sociales, se levanta una superestructura entera de sentimientos clara y distinta
nte mente formados, de ilusiones, de modos de pensamiento y de visiones de la vida. La ciase toda los crea
: la y los forma de sus fundam entos materiales y de las correspondientes relaciones sociales» (M ECW ,
ites X I.128). Parece que cuando al final de su vida estaba Marx revisando ia traducción francesa dei
.ios Prefacio de 1859 suavizó un poco su afirmación de que «e'i modo de producción de vida material
mo bedingt ... überhaupt el proceso de vida social, política e intelectual», prefiriendo sustituir las palabras
s», alemanas que he citado por domine en géneral»: véase Praw er, K M W L, 400-40L al parecer de acuerdo
en con ReubeL Los otros análisis típicos de este tema son de Engels, en particular los de las cartas citadas
en la n. 9 y en su discurso ante ia tumba de Marx ci 18 de marzo ae 188?- (MESW. 429~430¡. Poco:- tk
lás los análisis recientes sobre el tema de los que he podido ver han resultado esclarecedores. excepto das
'do artículos muy útiies en ios que Geraid A. Conen logra echar por tierra tas objeciones suscitadas por H.
’ai) B. Acton y John Plam enatz a la noción que tiene Marx de base y superestructura: «On some criricísm;
Le of histórica! materialism», en Proceedings o f the Aristotelian Society (Suppl. Vol.), 44 (1970), 121-141;
es- y «Being, consciousness and roles: on the foundations of historical materialism», en Essays in H onour
les o f E. H. C a n , ed. Chimen Abramsky (1974), 82-97, Y véase el libro de Cohén, Karl M arx's Theory o f
dé History, A defence (1978, reimpr. 1979).
640 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
}4. V é^e H obsbaw ra, en su excelente introducción a su K M PC EF, esp. 11, 17 y n. 2, 19-21,
27-38, 49-59. 61-65.
15. Considero que Perry Anderson, L A S, 462-549, resulta decisivo frente a la idea de mantener
el concepto de un m odo de producción asiático-oriental. Hace buen uso de otras obras recientes,
especialmente de un excelente artículo de Daniel Thorner (MAIMP), que demuestra en particular que la
traducción inglesa de Dos Kapital 1 de 1887. que fue revisada por Engels, se aleja en un determinado
momento del texto alemán (que ahora puede leerse perfectamente en M E W , X X III.354, n. 24), que
habla de una agricultura campesina en pequeña escala y de los artesanos independientes diciendo que
forman la base no sólo del «modo de producción feudal», sino también de «las comunidades clásicas en
su mejor momento, después que desapareció la primitiva forma oriental de posesión de la tierra
en común, y antes de que el esclavismo se apoderara verdaderamente de la producción», omitiendo la
palabra «oriental» (M A IM P, 60). V en su Origen de la fam ilia, publicado en 1884 (un año después de
la muerte de Marx), no hace referencia nunca a un modo de producción asiático-oriental; cf. esp.
M ESW , 581. Marx m ostró poco interés en sus últimos años por un modo de producción específicamen
te asi ático-oriental (véase esp. Thorner, MAIMP, 63-66), aunque ocasionalmente haga referencias de
paso a éi: véase Cap.. 1.77-78. n. 1, 79: cf. 334, n. 3, 357-358; y véase también 7"Sí, 111.417, 434, 435.
Cf. asimismo, acerca de ia cuestión del modo asiático-oriental. Hobsbawm, KMPCEF, 11, 17, n, 2, 19,
25, 32-38, 51, 58, 61, 64. Los que puedan tener más interés que vo por los análisis presuntamente
marxistas del modo de producción asiático y de las relaciones bibliográficas de esos análisis (especial
mente en la URSS), pueden consultar una serie de artículos aparecidos en Eirene: J. Chesneaux, en 3
(1964), 131-146; J. P eiirk a, en ibidem, 147-169; A. M. Bailey y J. R. Llobera «The Asiatic mode of
production. An annotated bibliographv», aparecido en cuatro partes en Critique o f Anthropology. Yo
he leído sólo dos partes: «1. Principal Wrítíngs of Marx and Engels», en n.° 2 de esa revista (otoño
1974), 95-103; y «11. The Adventures o í the Concept from Plekhanov to Stalin», en n.° 4-5 (otoño
1975), 165-176.
16. Estas críticas a Marx suelen estar tan mal fundamentadas como la ridiculez de D ahrendorf
(CCC1S, 22), cuando critica un pasaje aislado de Cap., III. 436-438, qué se refiere a las sociedades
anónimas. Resulta que es uno de los lugares en los que Marx tal vez se pase en su gusto por la paradoja
(e.g. «la abolición del capital como propiedad privada en el marco de la propia producción capitalis
ta»). El pasaje resulta totalm ente comprensible sólo si lo leemos junto ál precedente: Cap., III. 382-390
(aludo a ello para refutar una serie de objeciones que pone D ahrendorf a la teoría de la clase de Marx).
1. «La historia del concepto de ciase en sociología constituye seguramente uno de los ejemplos
más extremos de la incapacidad de los sociólogos a la hora de conseguir un consenso mínimo incluso en
ei modestísimo asunto de las decisiones terminológicas», dice D ahrendorf, CCCJS, 74. Menciona luego
a nueve autores que han dado sus «versiones y perversiones del concepto de clase» durante ei último
medio siglo, incluido Pitirim Sorokin, quien en su Contemporary Sociologica/ Theories (1928) «contaba
treinta y dos variaciones del concepto». Pasa luego a dar media docena de definiciones recientes, pero
ninguna de ellas se parece en absoluto a la que yo adopto en este libro.
2. He visto bastantes intentos muy poco entusiastas de poner orden en la confusión creada por el
variado uso que hace Marx del término clase, pero ninguno de ellos me parece a mí que sea adecuado.
Un ejemplo caracterisico, útil en su medida, pero ni exhaustivo ni profundo, es Bertell O liman, «Marx
use of “ class5’», en A m er. Jr¡¡ o f SocioL, 73 (1968), 573-580. Yo no he visto que sea más esclarecedor
Ossowski, CSSC, ni su artículo «Les difierents aspeets de la classe sociale chez Marx», en Cahiers
iniernationaux de sociologie, 24 (1958), 65-79.
3. Este pasaje lo reproducen muchas de las antologías que recogen los escritos de Marx, las más
útiles de las cuales quizá sean la de Bottom ore/Rubel, KM, y la de Jordán, KM ECSR.
4. Lo mismo que en el inundo capitalista, con su evólucionadísimo derecho de propiedades,
también en el mundo griego (y romano) se ejercía ei control sobre las condiciones de producción, sobre
todo mediante la posesión de propiedades, y no me hace falta examinar otros métodos posibles a través
de los cuales se pudiera ejercer dicho control. El pasaje que aparece en el texto deja abierta la
posibilidad de que existan esos otros métodos: por ejemplo, en una sociedad sin una ley de propiedades
muy evolucionada, en la que la propia posesión de los medios de producción (especialmente 1a tierra)
constituiría el factor decisivo; cf. Claude Meillassoux. «Are there castes in India?», en Econom y and
Society, 2 (1973), 89-111, en la pág. 100.
NOTAS (I. IV-II .1, PP. 44-54) 641
2, 19-21,
5. G. W. Bowersock, en Daedalus ( 1974), 15-23, en 17-18. Sobre una valoración muy interesante
y aguda de Rostovtzeff como historiador (la mejor que yo conozco), véase Meyer Reinhold, «Historian
mantener
of the Classic world: a critique of Rostovtzeff», en Science and Society, 10 (1946), 361-391. Existe una
recientes,
gran bibliografía de Rostovtzeff (con 444 entradas), realizada por C. B. Welles en Historia, 5 (1956),
iar que la
358-381; y hay tam bién una biografía suya de Welles en Architecis and Craftsmen in History. Feslschr.
armiñado fü r A b b o tt Payson Usher (Tübingen, 1956), 55-73.
24), que
6. Véase esp. la sección con la que se abren los Grundrisse (T. 1., 83-100); cf. la traducción de
endo que
David McLellan, M a rx ’s Grundrisse (1971), 16-33.
iásicas en
7. Hay algunas notas útiles sobre las maneras diversas en ias que pueden utilizarse estas expresio
la tierra
nes en Marx y Engels, en Ronald L. Meek, Studies in the L abour Theory o f Valué2 (1973), 19, n. 2,
tiendo la
151-152. Si no es injusto coger al azar unos cuantos ejemplos de la gran cantidad de pasajes que hay.
íspués de
yo quizá mencionaría Cap., 1.509; 111.776, 814-816, 831, 881; y el Prefacio de 1859 (M E S W , 181).
cf. esp.
Véase asimismo la sección iii de este mismo capítulo.
ficamen-
8. Utilizo el térm ino «sociedad primitiva» en el sentido económico y, de hecho, principalmente
íncias de
tecnológico. En lo que yo llam o «sociedades primitivas» puede darse una elaborada y complicada
*34, 435.
estructura de parentesco y una ideología bastante sofisticada; p ero ello queda naturalmente fuera de
n. 2, 19,
lugar aquí.
namente
9. Hago esta reserva para tener en cuenta observaciones como las de los Siane de Nueva Guinea
especial-
que hace R. F. Salisbury, From Stone to Steel (1962); cf. Godelier, R IE , 273 ss.
ux. en 3
10. «La creación de plusvalía (incluida la renta) tiene siempre su base en la productividad relativa
mode of
de la agricultura; la prim era form a auténtica de plusvalía es el excedente de producto agrícola (comida),
ogy. Yo
y la primera form a auténtica de plustrabajo surge cuando una persona puede producir comida para
i (otoño dos» (Marx, TSV, 11.360: «la verdadera base física de la fisiocracia», según Adam Smith).
■ (otoño 11. H. W. Pearson, en Polanyi, TMEE, 320-341 (esp. 322-323), capítulo (xvi) titulado «The
economy has no surplus: critique of a theory of development» (sería vano citar más bibliografía en este
rendorf terreno: ya analiza bastante Godelier, RIE, 249-319). Pearson ve sentido a que «un concepto institucio
dedades
nal [opuesto a uno *‘biológicamente determinado” ] de excedentes específicos —de su creación y em-
aradoja
pleo— pueda aplicarse con utilidad al análisis de desarrollo económico» (ibidem, 322). Pero en su
apitalis-
argumentación, no piensa en la verdadera división á t los productos del trabajó hum ano, sino en las
382-390 necesidades de la sociedad. A l criticar el uso que hacen otros del térm ino «excedente», dice: «hay un
Marx). nivel de subsistencia que, una vez alcanzado, nos da una medida, por así decir, un tope por encima del
cual se desborda ei excedente. Este excedente que está p o r encima de las necesidades, cualesquiera que
sean éstas [las cursivas son mías], es, en cierto sentido, asequible: puede exportarse, o utilizarse para
apoyar la existencia de artesanos, de una ciase ociosa o de otros miembros de ia sociedad que no sean
productivos» (ibidem). Tras declararse a favor de esta desafortunada definición, Pearson analiza si «las
emplos necesidades de subsistencia» se hallan «determinadas biológicamente» o sí están «socialmente definidas».
luso en
Tras rechazar la prim era alternativa, concluye que «si se m antiene que las necesidades de subsistencia
i luego
no se hallan biológicamente definidas, sino socialmente, no queda lugar para el concepto de excedente
último
absoluto, pues entonces ei reparto de los recursos económicos entre la subsistencia y demás requisitos,
untaba
se halla determinado solamente dentro del contexto total de necesidades definidas de esa forma ... Si
pero
hay que emplear de todas formas el concepto de excedente, tendrá que hacerse en un sentido relativo o
constructivo. En resumen: una determinada cantidad de bienes o de prestaciones será excedente sólo si
por el
la sociedad aparta de aiguna manera estas cantidades y las declara aprovechables para una finalidad
mado. específica (ibidem, 323). MÍ «excedente» no es el que <<la sociedadaparta en cierto modo» como una
<Marx especie de excedente para «sus necesidades», sino el que ceden los obreros, en beneficio de otros, quizá
jcedor
voluntariamente al principio, a cambio de algún servicio útil, pero luego (en el estadio en el que
‘ahiers
comienza la explotación), sin que haya una correspondencia adecuada, e influidos por la persuasión o
la fuerza.
s más 12. Godelier, R IE , 275-276. Véase también Lévi-Strauss, S A , 338-340.
13. Vease IV.iv, especialmente la referencia a Hilton, BM M F, 131.
iades, 14. No hace falta docum entar aquí los grandísimos avances de la tecnología en el mundo m oder
sobre no; pero mencionaré dos pasajes con ios que me he topado y que hacen hincapié en ei inmenso aumento
:ravés de la producción agrícola: Jerome Bium, The End o f the Oíd Order in Rural Europe (Princeton, 1978),
'ta la
136 y n. 56; y V. Gordon Childe, Progress and Archaelogy (1944), que cita (pág. 24) eí informe del
iades American National Committee on TechnologicaJ Trends and National Policy, de 1937, en el sentido de
ierra) que «en 1787 se necesitaba el excedente producido por diecinueve labradores para mantener a un
; and habitante de la ciudad; hoy día diecinueve labradores producen, como media, lo bastante como para
mentener a cincuenta y seis habitantes de una ciudad y a diez extranjeros». No puedo dar aquí una
bibliografía detallada sobre ia tecnología griega y romana. Para estudios generales, véase H . W. Pleket,
«Technology in the Greco-Román world: a general report», en Talanta, 5 (1973), 6-47; M. I, Finley,
«Technical innovation and economic progress in the ancient world», en Econ. Hit. Rev2, 18 (1965),
29-45; el articulo reseña de Finley «Technology in the ancient world», en ídem, 12 (1959), 120-125; R.
J. Forbes, Sludies in A nc. Technology, especialmente (sobre las fuentes de energía) II2 (1965). 80-130, o
el capítulo xvii de Forbes en History o f Technology, II, ed. Chas. Singer y otros (1956). Sobre los
avances durante la Edad M edia, véase esp. el brillante artículo de Lynn White, TIMA (1940), que,
aunque no sea totalmente correcto en algunos detalles y se haya visto superado en algunos puntos por
otras obras más recientes y cuidadosas (algunas de las cuales se deben a su propia pluma), sigue
valiendo la pena que se lea, como uno de los mejores resúmenes de los avances tecnológicos efectuados
durante la Edad Media. No se halla expuesto a tantas críticas arrasadoras como su libro más reciente,
M T S C (1962): para algunas de estas críticas, véase el articulo-reseña de R. H . Hilton y P. H. Sawver,
«Technical determinism: the stirrup and the plough», en Past <£ Presem, 24 (1963), 90-100. Véase
asimismo la aportación de W hite a Scientific Change, ed. A. C. Crombie (1963), 272-291, cf. 311-314,
327-332; y más recientemente el capitulo del propio White titulado «The expansión o f technology
500-1500», en FEHE: M A = la F ontana Econ. Hist. o f Europe, 1. The Middle Ages, ed. Cario M .
Cipolla (1972), 143-174, incluida una bibliografía muy útil (172-174). Todavía no he mencionado la
exposición reciente más completa que conozco aparecida en un solo libro acerca de los desarrollos en el
campo de la tecnología durante el imperio romano: Franz Kiechle, Sklavenarbeit u, technischer Fonsch-
rití im romischen Refcfr (Forsch. zu r ant. Sklaverei, 3, W iesbaden, 1969). Se trata de una colección de
información útilísima, organizada de m anera muy conveniente en diversos epígrafes; pero desgraciada
mente se presenta como una polémica frente a la postura «marxista», que supone que consiste en creer
que la existencia del escíavismo era la causante de la falta de progreso tecnológico en la Antigüedad.
Algunos historiadores que escribieron desde un punto de vista marxista sostuvieron esta opinión, pero
también lo hicieron otros historiadores no marxistas; y si el jaco que pretende espolear Kiechle no está
ya muerto, tampoco es, desde luego, auténticamente marxista. En su introducción, Kiechle empieza
citando una famosa carta de Engels (que, dicho sea de paso, cita de segunda mano y fecha el 15 de
enero de 1895, en vez del 25 de enero de 1894; tampoco es consciente de que se la m andaba a W.
Borgius y no a H. Starkenburg), aunque en ella no se mencione el esclavismo (véase M EW , XXXIX.
205-207 - M ESC, 548-551). Kiechle sigue con una cita de una fam osa nota a pie de página de Das
Kapital {MEW, XXI1L210, n. 17 Cap., I, 196, n. 1), que, efectivamente, hace hincapié en los
factores que hicieron que «la producción medíante el trabajo esclavo resultara un proceso tan costoso»,
como los pesados aperos de labranza que, por lo demás, son imprescindibles, pero no dice que el
esclavismo fuera una traba para la inventiva. Marx está hablando del esclavismo norteamericano y
utiliza las mejores fuentes de las que podía disponer: F. L. Olmsted, A Journey in the Seaboard Slave
States (1856), y I. E. Cairnes, The Slave Power (1862). Yo tam poco conozco que haya nada en Marx
que pueda justificar la opinión de que pensaba que el esclavismo constituyera un obstáculo insalvable
para e] progreso técnico. Y tampoco lo hace Engels en su Origen de la fam ilia, aunque en las notas
preparatorias del Anti-Dühring llama al esclavismo «impedimento para una producción más desarrolla
da» y dice que Grecia «pereció también por causa del esclavismo» (trad. ingL, 413-414, Moscú, 1947 y
reimpr.; Londres, 1975); y en el texto de 1a obra vemos la afirmación que reza que el esclavismo fue
«una de las principales causas de la decadencia» de los pueblos entre los que constituía «la forma
dominante de producción» (ibidem , 216). Con todo, Engels pasa a destacar el importante papel progre
sista que tuvo el esclavismo en el mundo griego y en el rom ano: «sin el esclavismo, no habría habido
estado griego, ni arte griego ni ciencia; sin eí esclavismo, no habría habido imperio romano. Y sin los
cimientos que pusieron la cultura griega y el imperio rom ano, tam poco habría habido la Europa
moderna». Naturalmente la obra de Kiechle ha sido saludada con entusiasmo por los antimarxistas. Por
ejemplo, W, Beringer, al reseñarla (o, más bien, al resumir su contenido) en Gnomon, 44 (1972),
313-316, considera que constituye una amplia refutación a lo que él llama «la afirmación marxista que
reza que la institución de la esclavitud obstaculizó el progreso científico-técnico en el imperio romano»
(313); cf. «la opinión marxista de que e] disponer de esclavos hizo innecesarias las innovaciones técni
cas», y «frente a las afirmaciones marxistas de que los esclavos fueron siempre nefastos» (314; las
cursivas son mías: Cairnes y Olmsted se habrían quedado sorprendidos ante tales afirmaciones). Una
nota mucho más crítica con el libro de Kiechle, escrita desde un punto de vista marxista, pero en la que
se señalan otros aspectos distintos de los míos, es la de K.-P. Johne, en Klio, 54 (1972), 379-383. Creo
que debería añadir que en un obiter dictum de un artículo bastante temprano, publicado en 1847
formando parte de su polémica con Karl Heinzen, Marx utilizaba estas palabras: «la economía esclavis
ta, que provocó la caída de las repúblicas de la Antigüedad»; pero no estaba pensando, a todas luces,
■-wr~
en términos tecnológicos, pues en ia siguiente frase dice: «la economía esclavista, que provocará los
íet, conflictos más terribles en los estados del sur de ia Norteamérica repubiicana» (AÍECíf’, VI.325, parte
•ley, de «Crítica moralizante y moral crítica» = «Die moralisierende Kritik und die kritisierende M oral»),
55), 15. Véase Joseph Needham, Science and Civilisation in China, IV.ii (1965), 258-274; Lynn White,
R. TIMA, 147 y n. 4.
), o 16. Véase Kiechle, op. c ií.t 155-162, y demás obras citadas en la anterior nota 14, En cuanto a
los China, véase Needham, op. cit,, 304-330.
jue, 17. Sobre todos los aspectos de los barcos antiguos y de la navegación, véase Lionel Casson,
por Ships and Seamanship in the A nc. World (Princeton, 1971).
gue 18. Véase Kiechle, op. cit. (en la n. 14), 115-130, y Forbes, como fue citado en ia n. 14.
dos 19. George Thom pson, Stud. in Anc. Greek Society, II. The First Philosophers (1955), 249 ss., en
ate,
252.
yer, 20. M argaret O. W ason, Class Struggles in Anc. Greece (1947), 82, 36 n. 1, 143; cf. 95, 96, 98,
jase
99, 134, 144, etc.
04,
21. Ernst Badian, Publicans and Sihners (Duendin, 1972), 42; véanse además muchos otros
ogy
pasajes, e.g. 49, 50, 51, 84-85, 91, 93, 98, 116 (un «compañerismo en la explotación» entre la élite
M.
gobernante y los caballeros). Las obras más esclarecedoras sobre los caballeros son: a) P. A. Brunt,
) la
«The Equites un the Late Republic», en Deuxiéme Conférence Internat. d ’kist. écon. [Aix-en-Provence,
n el
1962], vol. I. Trade and Politics in the A ncient World (París, 1965), 117-149, con comentario de T .R .
sch-
S. Broughton, ibidem, 150-162, reimpresos ambos en The Crisis o f the Román Republic, ed. Robin
\ de
Seager (1969), 83-115, 118-130; y tí) Claude Nicolet, L ’Ordre équestre a Vépoque républicaine (312-43
ida-
av. J.-C.) = B E F A R , 207. esp. v o ll. D éfim tions juridiques et structures sociales (París, 1966), sobre el
reer
cual véase Brunt, en Annales, 22 (1967), 1090-1098; el vol. II es Prosopographie des chevaliers romains
iad.
>ero (París, 1974). Cf. asimismo Benjamín Cohén, «La notion d ’“ o rd o ” dans la Rome antique», en fíull. de
está l’Assoc. G. Budé, 4e Série, 2 (1975), 259-282, en 264-265; Finley, A E , 49-50, Parece, por una nota
ieza incidental que vemos en C ap., IIL596-597, que, en opinión de M arx, el caballero típico era «el usurero,
> de que se convierte a su vez en propietario de bienes raíces o en esclavista». Bien pudiera ser que algunos
W. caballeros hicieran fortuna de esta manera, pero la mayoría de ellos debieron de ser siempre primordial
:ix. mente terratenientes. Y véase Vl.iii.
Das 22. Tal vez hubiera que limitar el empleo de ia palabra «casta» a la India. Para una reciente
ios introducción realizada por un sociólogo destacado, con una breve bibliografía, véase Bottomore, Socio-
>0», logy:, 189-194. Un libro que ha sido acogido con un coro casi general de beneplácito en occidente es
e el Louis Dumont, H om o Hierarchicus. que apareció primero publicado en francés en 1966 y en traducción
¡o y inglesa en 1970; pero resulta de lo más insatisfactorio para el historiador. Para una visión marxista de
lave la casta en la India, obra de un antropólogo francés con experiencia en África, véase Meillassoux, op.
iarx cit., en la anterior n. 4.
able
otas
)lla~ [II.ii] (pp. 59-67)
47 y
fue 1. Marx deja claro en varios sitios que el capital tam poco es «una cosa, sino más bien una
rma determinada relación de producción social» {Cap., III.814); es «esencialmente e! poder que se tiene
igre- sobre el trabajo no rem unerado» (Cap., 1.534).
Dido 2. Véase Cap., III.385 («explotación, la apropiación del trabajo no remunerado de otros») y
i los muchos pasajes parecidos.
•opa 3. Adopto aguí un punto de vista básicamente distinto del de Dahrendorf, que desea entender la
Por clase más en términos políticos que económicos, y para quien «el control sobre los medios de produc
>72), ción no es más que un caso especial de producción» {CCCIS, esp. 136); cf. la sección v de este mismo
que capitulo. ...............
ino» 4. «Por regla general», pero no siempre: mi definición tiene en cuentas e.g., que eí control ¡o
;cni- ejerzan los directores de una sociedad anónima, que no son tam poco 1a mayoría de los accionistas. Cf.
; las Marx, Cap., IIL382-390 (y I.iv, n. 16).
Una 5. E.g., e! trato que da a los bárbaros Amm. M arc., X VI.xi.9; XVII.viií.3-4; xiii.13-20;
que XIX.xi.14-15; X X IV .iv.25; XXVIlI.v.4-7; XXX.v',14; vii.8; y sobre todo X X X Í.xvi.8; asimismo el
> eo asesinato en X X V II.x.3-4, junto con XXX.vii.7. Ammiano describe sin espantarse ias atrocidades
1847 (mutilaciones o quema en la hoguera) repetidamente realizadas por el conde Teodosio (padre del
7VÍS- emperador Teodosio I, y al que se describe como particularmente capacitado en Amm., XX IX .v.4) con
644 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
los traidores y rebeldes de África: XXIX. v.22-24 (en donde Ammiano aprueba calurosamente su proce
der, con una cita de Cicerón acerca de la «severidad saludable»), 31, 43, 48-49. 50.
6. Se dice que la m atanza de no menos de 700 integrantes del dem os de Egina al término de la
revolución dirigida por Nicódromo a comienzos del siglo v (H dt., V I.88-91) fue obra de «los ricos» ( oí
iraxées, 91) y fue, sin duda alguna, producto de un conflicto de clase entre ricos y pobres. En Corcira,
el año 427 (Tuc., 111.70-81) oímos hablar una y otra vez del dem os por un iado, algunos de cuyos
miembros se hallaban cargados de deudas (81.4), y por otro de los óX¿70¿ (74.2), algunos de ios cuales
eran «muy ricos» (70.4); en 410 (Diod., X III.48) tenemos al demos contra «la gente mas influyente»
(48.5), de nuevo un conflicto de clase (mi opinión difiere aquí de la de A. Fuks, en A JP , 92 (1971], 48-55).
1. Véase esp. la carta de Marx a Wevdemeyer de 5 de marzo de 1852: «No me cabe ningún mérito
por haber descubierto 3a existencia de clases en 1a sociedad m oderna o la de 1a lucha existente entre
ellas. Mucho antes que yo los historiadores burgueses definieron el desarrollo histórico de esta lucha de
clases y los economistas burgueses hicieron lo propio con la anatom ía económica de las clases» (MESC,
86; la continuación resulta de 3o más interesante). Resulta difícil dar los nombres de los «historiadores
burgueses» en cuestión: desde luego incluyen a Augustin Thierry, al que Marx llama «padre de la
“ lucha de clases” en 1a historiografía francesa» (AÍ£SC\ 105, 27 de julio de 1854), y que aparece
mencionado también en una carta del 5 de marzo de 1852 a la que ya hemos hecho referencia, junto con
Guizot y John W ade; probablemente.•también a Mignet,; mencionado^ ju n tó cón Thierry, Guizot «y
todos los historiadores ingleses hasta 1850», en una carta de Engels de 25 de enero de 1894 (M ESC,
550). Además de Thierry, Guizot, Wade y Mignet, deberíamos añadir quizá también a Saint-Símon; y
he visto mencionados tam bién en relación a esto a Linguet (sobre el cual véase la carta de Marx a
Schweitzer de 24 de enero de 1865, M ESC, 192), Sismondív Thiers, e incluso;: Macaulay, a quien Marx
despreciaba por «falsificador sistemático de la historia» > 1,717, itv H -cf, 273-274, n, 2). Sobre la
aparición de la terminología de clase en Inglaterra, véase A sa Briggs, «The language o f “ class” in early
nineteenth-ceníurv England», en Essays in Labour History, 1, ed. Asa Briggs y John Saville (edición
revisada, 1967), 43-73. Las expresiones clases «alta» y «media» se sabe que aparecieron en el siglo xvm,
pero «las clases trabajadoras» sólo en 1813. W A, M ackinnon definía en 1828 sus clases «alta», «me
dia» y «baja» en términos dé ingresos.
2. Por conveniencia, citaré sólo una obra para cada uno de los tres grupos: a) Cap., III.249-250,
257, 263-264, 884; b) 266, 440; c) 832.
3. Véase Liv y su n. 10, Mao, en su ensayo «Sobre la contradicción», que data de agosto de 1937
(véase I.iv, n. 10), habla de «lá contradicción entre las clases explotadora y explotada» (descubierta,
según dice, por Marx y Engels): considera que tiene que desarrollarse hasta un determinado estadio
antes de que «asuma la form a de un antagonismo abierto». En este ensayo hay un agudísimo estudio de
los principios que debieran guiar a un marxista que se enfrente con un tipo de situación revolucionaria
como la que vivió el propio Mao en 1937,
4. Los originales alemanes son M E G A , l.v.410 = M E W , III.417, y M E W , XXV.399.
5 . Véase M E G A , I.iii.73, 72, 77 = M EC W , IIÍ.262, 263, 267.
6. Véase, e.g., M E G A , I.v. 386-392 (= M EW , 111.393-399) = M E C W , V.408-413; M E W ,
XXI1I.309, 419, 743 = Cap., 1.292, 397, 715; M EW , XXIV.299-300, 306 - Cap., 11.300, 308; M E W ,
XXV.51, 147, 151, 207, 232, 243 = Cap., 111,41, 139, 142, 196-197, 220-232.
7. M E G A , I.i.i.565 = M E C W , I I I .141; y véase esp. M E W , XXI11.743 = Cap., 1.715. (A usbeu-
Jung, ausbeuten, y kapitalistische Exploitation, que aparecen todas a la vez): M E W . X X IV .42 = Cap.,
11.37 (Ausbeutung der Arbeitskrafi); M E W , XXV.623 =¿ Cap., III,609 (eme sekundare Ausbeutung).
8. Mi traducción es muy literal. Para otra más inteligible, véase Bottom ore/Rubei, K M , 99-100.
Me he visto obligado a convertir una expresión abstracta alemana, Herrschafts- und Knechtschaftsver-
haiinis {‘relación de dom inación y sometimiento’) en otra inglesa más concreta, ‘relación entre domina
dos y sometidos’.
9. Cari N. Degíer, «Starr on slavery», en JEH, 19 (1959), 271-277, criticando a C, G, Starr, «An
overdose of slavery», eu JE H , 18 (1958), 17-32. Desgraciadamente, el excelente artículo de Degler ha
sido omitido en la exhaustiva Bibíiographie zur antiken Sklaverei., ed. Joseph Vogt (Bochum, 1971).
Para otra crítica ai artículo de Starr, menos eficaz que ei de Degler, véase P. Oliva, «Die Bedeutung der
antiken Sklaverei», en A c ta A n t., 8 (1960), 309-319, en 310-315.
10. En A E , 386, notas 30-31, Finley revela su dependencia de lo que erróneamente llama el
notas ( I I .ii- iií, pp , 6 5 -8 8 ) 645
«brillante análisis» de OssGwski, CSSC; y en n. 32 hace referencia asimismo con su aplauso a una obra
de Vidal-Nacquet que ya critico en el texto,
11. Estoy de acuerdo con ia mayor parte de lo que dice J. A. Banks en M arxisí Sócioiógy in
Aciion {1970), 25-28, excepto en que yo no trataría «las relaciones que mantienen los trabajadores con
otros trabajadores en un sistema de cooperativa» como una parte de «las fuerzas materiales de produc
ción», sino como parte de «las relaciones de producción». No estoy satisfecho con la forma en la que
se expresa el primer párrafo de M S A , 21, pero de nuevo estoy totalm ente de acuerdo con Banks en que
las luchas de clase hay «que verlas no simplemente como una historia de conflictos entre ios dueños de
la propiedad y los que carecen de ella, en cuanto tales, sino como una consecuencia inevitable de la
división de la sociedad según unas líneas de relación en ias que una clase se apropia, en parte ai menos,
de los productos de otra. E n resumen, sea cual sea la manera en la que se realice la explotación, bien a
la fuerza o bien por m étodos de justificación legal socialmente aprobados, la distinción entre las ciases
sociales ha de trazarse según las líneas marcadas por la manera en la que se distribuyen, los productos
del trabajo».
12. Arist., Eth. N ic., V III.13, 1161 b4; Pol., 1.4, 1253b32, junto con 27 ss.; cf. Eth> E u d V II.8,
1241 b23~24. Y véase V arrón, R R , Lxvii. 1: instrumentum vocale.
13. Véanse las págs. 9-10 de 1a edición en rústica de Pelican, 1968 (y reimpr.). reedición de la
original de 1963 (un «PostScript», págs. 916-939, replica a las críticas).
14. E. J. Hobsbawm , «Class consciousness in history», en A sp e a s q f History and Class Cons-
ciousness, ed. Istvan Mészaros (1971), 5-21, en 6. Las cursivas son mías.
15. Por R. Archer y S. C. Humphreys, como «Remarks on the class struggle in Ancient Greece»,
en Critique o f A nthropoiogy, 7 (1976), 67-81.
16. Charles Parain, «Les caracteres spécifiques de la lutte de classes dans TAntiquité classique»,
en La Pensée, 108 (abril, 1963), 3-25. Parece que la distinción es un rasgo del pensamiento neomarxista
francés.
17. Compárese O PW , 90: ahora me expresaría de modo diverso.
18. Recomiendo aquí el tercer capítulo de Stampp, /V (86-140), titulado «A troublesom eproperty»,
que proporciona unos testimonios muy interesantes procedentes del Viejo Sur norteamericano. R. W.
Fogel y S. L. Engerman, Time on íhe Cross (1974), sostienen, con razón o sin ella, que Stampp
sobrevalora el papel desempeñado por el castigo en el trato dado a los esclavos norteamericanos, y que
no ha tenido suficientemente en cuenta las recompensas; pero véase el capítulo (II) de H . Gutman y R.
Sutch en Reckoning with Slavery, ed. Paul A. David y otros (Nueva York, 1976), 55-93. Naturalmente,
en la Antigüedad se disponía de una recompensa mucho más valiosa que cualquiera que estuvieran
dispuestos nunca a dar ios propietarios de esclavos sureños, a saber: la manumisión, cuya perspectiva
debió de constituir un poderoso incentivo para el esclavo a la hora de congraciarse con su amo. Cf. Ili.v.
19. Este pasaje en concreto (M ECW , V,432) forma parte de las relativamente pocas secciones
importantes y señeras de las partes II y III del volumen de la Ideología alemana (M ECW , V.97-452),
sobre las cuales véase McLellan, K M L T , 148-151, que se muestra crítico con razón. Pero estoy total
mente de acuerdo con su veredicto completamente distinto sobre la parte I de esa misma obra, que él
llama «una de las obras más fundamentales de Marx ... un logro importantísimo ... Posteriormente
nunca expresó Marx su concepción materialista de la historia con tan ta extensión y detalle. Continúa
siendo hoy día una obra maestra».
20. Entre otros ejemplos del empleo de la expresión «hombres libres» haciendo referencia a una
situación de lucha de ciases contra los esclavos, en los que habría sido mejor utilizar «propietarios de
esclavos», véase el artículo de Engels en la Neue Rheinische Zeitung de 1 de julio de 1848, M ECW ,
V il.153.
■21. Resulta interesante comparar una afirmación hecha en un libro publicado en 1836 por Eduard
Gans, hegeliano progresista a cuyas clases de derecho asistió Marx a finales de la década de 1830 en la
Universidad de Berlín, y que se vio influido por Saint-Simon y sus seguidores. «Antes —dice Gans— ,
se daba la oposición entre amo y esclavo, luego entre patricio y plebeyo y todavía más tarde entre señor
ieudai y vasallo: ahora tenemos ai rico ocioso y al obrero» (estoy citando ae Werner Blumennerg, Kari
Marx ítrad. de Douglas Scott, Londres. 19721. 44-46).
22. Apareció una excelente reseña de este libro en ei Times Literary Supplemem, n.° 3.729 (24 de
agosto de 1973), 965-966.
23. No he podido leer un libro recientemente aparecido: Frederick A. jo'nnstone, Class, Race and
Gold, A Study o f Class Relations and Racial Discrimino i ion in South Africa (Londres. 1976).
24. En concreto, sería imposible, según los principios adoptados por Castles y Kosack, tratar a
un esclavo oIx Zív (véase IILiv y su n. 9) como si perteneciera a una clase distinta de ta de los
646 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
artesanos libres pobres, a los que debía de parecerse en todos los aspectos relevantes menos en que no
era libre, siendo su status, relativamente privilegiado (para un esclavo), infinitamente precario.
«constitución mixta», desde su primera aparición en Tuc., V III.97.1-2 hasta el periodo romano. Las
obras más recientes que he visto son la de Kurí von Fritz, The Theory o f the M ixed Constituiion in
Aniiquity (Nueva York, 1954), que se centra en Polibio, y la de G. J. D. Aalders, Die Theorie der
gemischten Verfassung im A ltertum (Amsterdam, 1968), que analiza las primeras apariciones del con
cepto, pero no capta lo bastante el hecho, que tan patente queda ante todo en Aristóteles, de que la
oligarquía era el gobierno de ia clase propietaria. Un breve repaso muy útil es el de W aibank, HCP,
lesa 1.639-641.
ñas 14. Véase mi artículo CFT. Como explicaré en otro momento (y véase V.ii con sus notas 30-31),
ímo no veo nada que me haga alterar mis opiniones acerca del artículo de P. J. Rhodes. aparecido en JHS,
le te
92 (1972), 115-127, que no contiene ni un solo argumento nuevo que sea válido.
15. Véase e.g, von Fritz, op. cit. (en la n. 13), 78-81.
iris- 16. Arist., Pol., IV .8-9, 1293b31-I294b41; cf. 11, 1295b 1-I296a40; 13, Í297a38-bl.
-ials 17. Véase e.g. Cic., De rep., 1.45, 54, 69; 11.41, 57, etc.
que
18. Jones, A D , 50-54; M. H. Hansen, «N om os and Psephisma in fourth century Athens», en
e et GRBS, 19 (1978), 315-330; y «Did the Athenian Ecclesia legislate after 403/2 B .C .?», en ibidem, 20
(1979), 25-73. Me gustaría mencionar aquí algunos otros artículos publicados por Hansen que hacen
; cf. una aportación útilísima a nuestro conocimiento del funcionamiento de la democracia griega: «How
íü)¡', many Athenians attended íhe Ecclesia?». en idem, 17 (1976), 115-134; «How did the Athenian Ecclesia
e su voie?», en idem, 18 (1977), 123-137; «How often did the Ecclesia meet?», en idem, 43-70; «.Demos,
381. Ecclesia and Dicasierion in Classical Athens», en idem, 19 (1978), 127-146; y «The duration of a
culo meeting of íhe Athenian Ecclesiay>, ^ (1979), 43-49; cf. asimismo Thé Sovereighty o f the
People's Court in A th en s in íhe Fourth Century B .C . and the Public Action against Unconstitutional
>n el
Proposals — Odense Univ. Class* S tu d ., 4 (1974).
,, 10 19. Véase e.g Pol., 111.4, 1277b3; IV .II, 1296a 1-2; 12, 1296b29-30; 14, 1298a31; V. 10, 1312b5-6
(en donde tj 5t¡pioxQaTÍa tj TeXturaía es una ru^av^ts), 35-36; 11, 1313b32-33; V I.5, 1320al7. La
; era
palabra TeXturaía se utiliza en parte porque la forma «extrema» de democracia es también la última que
sajes se desarrolla, 77 TeXevraía roís xqóvois, IV .6, 1293al.
ís de
20. Sobre el concepto que tiene Aristóteles de la relación existente entre vófios y véase
>69), su EN, V.10, 1137bl3-32 (esp. 13-14, 27-32); cf. Pol., IV.4, 1292a4-l3, 23-25, 30-37. * ’
2 1 . Los principales pasajes que da Hansen en la'pág. 44 de su artículo de 1979 (cf. la anterior n.
itón, 18) son Pol., IV.4, 1292a4-13 (esp. 5-7, 10), 23-25, 32-34, 35-37; 6, I292b41 ss., 1293a9-10; 14,
1298b 13-15; V.5, 1305a32; 9, 1310a2-4; cf. VI.2. 13l7b28-29.
i que
22. Cf. los dos artículos de Hansen ;{n. 18). Yo tam poco estoy seguro de que Aristóteles pensara
; que
que la constitución ateniense hubiera: alcanzado la forma de u n a «democracia extrema» en 462-461, ni
tras ia muerte de Pericles, ni siquiera tras la introducción del pago en la asamblea después de 403.
), da 23. Arist., Pol., IV .3, I289b27-I290al3.
a oí
24. Para la distinción entre rogot. y vccvxXtjqoi, véase M. L Finkelstein [Finley], en CP, 30
(1935), 320-326.
;in la
25. Cf. PoL, IV .12, 1296b24-31; y VI.4, 1318b6-1319b4; asimismo ÍV.4, !291bl7-28, en donde
ncaje
las categorías resultan confusas: se superponen. Otros dos pasajes, IV.4, I293b30~1292al3. y 6,
íes el
1292b23-1293al0, son técnicos, como los que se citan en la siguiente nota acerca de los tipos de
a mí
oligarquía. Otro pasaje mencionado en el texto, viz. IV .4, I290b38-1291a8 junto con 1291a33-bl3, es
"■acia)
demasiado general y se aplica tanto a la oligarquía como a la democracia, aunque resulta más pertinente
7-20. para la democracia.
or n o
26. Pol., IV .5, 1292a39-bl0; 6, 1293a 12-34; VI.6, 1320b 18-132la4. Pueden compararse estos
io de
textos con los dos citados en ia nota anterior (1291b30~1292al3, 1292b23-1293al0), referidos a la
i m ás
democracia.
TIO si
27. Creo que debo hacer hincapié aquí en que he dicho «no ciudadanos» y 110 «metecos», pues
haya
aunque mi postura queda bien clara en mis O PW , 265 4 y su n. 59 y 393 ss., dos de mis colegas de
Oxford, al reseñar el libro, me acusaroii de creer que «el comercio griego se hatiaba en gran parte en
manos de metecos» (G. L. CawkweIL en CP, 89 = n. s. 25 [1975]. en 259) o de «depender demasiado
)P W ,
de la teorís moderna según ia cual el comercio se hallaba en gran medida en manos de metecos» (Gswvn
Murray, en Greece & R o m e2, 20 [1973], en 205).
ich o s
28. D. J. McCargar, «The relative date of Kieisthenes: íegisiation», en Historia, 25 (1976),
>f th e
385-395, 2n 394-395. Hace referencia a varias de las obras que tengo in m ente; podríamos añadir e.g.
de la
R. Sealey, «The origins of D em okraiia», en CSC A , 6 (1973), 253-295; y A History o f the Greek Ciry
Stares c. 700-338 B.C. (Berkeley, etc., 1977), cuya naturaleza realmente insatisfactoria queda bien
to de patente en la reseña que hace Paul Cartledge, en JH S, 98 (1978), 193-194.
648 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
29. «A rístotle’s analysis of trie nature of política! struggie», en A JP , 72 (1951), 145-161, repr. en
A n id e s on Aristotie 2. Ethics and Politics, ed. Jonathan Barnes y otros (1977), 159-369.
30. Prácticam ente todas las veces que aparece la palabra tlh?} en Aristóteles se dividen en dos
grupos, según, en casi todos los casos, que la palabra se utilice en singular o plural. 1} En plural, jifia í,
los ejemplos proceden casi por entero de la Políticu, en donde nucci = á g y a í = cargos, magistraturas:
ello queda especificado en III.10, I281a31-32. Entre otros pasajes están II.8, J268a20-23 {en donde
Tifiaí de 21 = áQ xaí de 23; en cambio 1268a8 donde está en singular: cf. más adelante); 1II.5,
1278a37-38; 13, 1283b 14; IV A 1290bl 1-14; 13, 1297b6-8 (en donde ri^aí = ro ¿exei*'de V.S,1308b35);
V.6, 1305b2-6 (donde rifiaí de 4 = a g x a í de 3); 8, 1308b 10-3 4. 2} En singular, tl^ít] es honor, estima,
algo muy subjetivo, en el sentido que 1a mayoría de ia gente lo entenderá de maneras muy distintas:
constituye el elemento vital del de W eber/Finiey («soziale Einschatzung der Ehre>y. Weber, citado
traducido en el texto). Los ejemplos proceden casi en su integridad dé las obras de ética, e.g. (además
de los pasajes citados en el texto, y algunos otros) EN. VIII.34, 1163b 1-11; EE, III.5, 1232bl0-19.
Véase asimismo R het., 1.5, 1361 a27~b2.En la Política hay sólo una o dos alusiones casuales a rifir¡ en
singular, e.g. 11.8, 1268a8 (en cambio 21 en plural: véase más arriba); I I I .12, 1283al4 (atletismo); y V.2,
1302a32-b2, junto con 3, 1302bl0-14 (tijítj como causa de arácus). Naturalmente hay unos cuantos
empleos peculiares, e.g. Pol.. 1.7, 1255b36 (= casi «deber»), y V II.16, 1335b 16 (= función de estar
encargado de algo); y en otras pocas ocasiones la palabra significa algo así como «valoración» (e.g.
R het., 11.2, 1377b30-31; 16, 1391al-2).
31. Em est Baker. From Alexander to Constantine (1956), da una selección bastante buena en
traducción, que deja patente la superficialidad e inconsistencia de casi todo lo suyo. Poco en él me
parece a mí que llegue ni siquiera ai nivel medio del De república de Cicerón. Tal vez otros logren ver
más valor que yo en la otra antología de Ernest Baker, publicada un ano después: Social and Political
Thought in B yza n tiu m fro m Justinian I to the Lasi Paieologus (1957).
1. Sobre el «funcionalismo», véase e.g. Bottomore, Sociology-, 42-45, 57-59, 62,201-202, 299-300;
Bendix/Lipset, CSP-, 47-72 (extractos de ensayos de Kirigsléy Davis y Wilbert Moore, Meivin M.
Tumin, Wlodzimierz Wesofwski, y A rthur L. Stinchcombe); la lección inaugural de Ralf D ahrendorf en
Tübingen, «On the origin of inequality among men», en Essays irt the Theory o f Society (1968),
151-178, reimpr. en Social Inequality, ed. André Béteille (1969 y reimpr.), 16-44, en las págs. 28 ss.;
Leonard Reissman, en Sociology: A n Introduciion, ed. Neil J. Smelser (1967), 225-229. Para una
elocuente protesta hecha por un distinguido antropólogo contra lo que él llamaría en la M arett Lecture
de 1950 «ia teoría funcional dominante en la antropología inglesa de hoy día» (la situación es bastante
distinta ahora), véase E. E. Evans-Pritchard, Essays in Social A nthropology (1962, rústica 1969), 18-28
(la frase citada está en la pág. 20), 46-65.
2. El pasaje citado procede de «The rise and fall of the m anorial systeme: a theoreticai model»,
en JE H , 31 (1971), 777-803, en la pág. 778. El primer artículo de North y Thomas es «An ecónomic
theory of the growth of the western worid», en Econ. Hist. R ev.2, 23 (1970), 1-17, y el último libro es
The Rise o f the Western World (Cambridge, 1973).
2a. El artículo de Brenner ha sido criticado de maneras muy distintas, e.g. en una serie de escritos
de valor muy desigual aparecidos en Past & Present, 78 (1978), 24-37. 37-47, 47-55, de M. M, Postan y
John Hatcher, Patricia Croot y David Parker, Heide W under, y 79 (también de 1978), 55-59, 60-69, de
E. Le Roy Ladurie, y Guy Bois; pero ni allí ni en ninguna otra parte he visto nada que debilite los
argumentos de Brenner frente a la postura adoptada por N orth y Thomas.
3. Véase la pág. 5, n. 1, de su artículo de 1970, citado en la anterior n. 2.
4. Véase «The trend of modern economícs», en Política! Econom y and Capitalism de Dobbs,
(1937, reimpr. 1940) , 127-184^(esp. 170-180), que ha sido convenientemente reeditado en A Critique of
Economic Theory, ed. E. Iv. Hunt y J. G. Schwartz (Penguin, 1972), 39-82. esp. 71-78 (debo mi
conocimiento de esta obra de Dobbs a Jeffrey James).
5. Existe un Schrifienverzeichnis de las publicaciones de Weber en alemán en las págs. 755-760 de
la biografía de W eber realizada por su viuda, Marianne W eber, M ax Weber. Ein Lebensbild (reimpr.
1950). La más reciente «Max Weber Bibiiographie», de Dirk Kásler, asistido por HelmutFogí, puede
hallarse en la Kolner Zeitschr. fü r Soziologie u. Sozialpsychologie, 27 (1975), 703-730, que viene tras un
artículo de Friedrich H . Tenbruck, «Das Werk Max Webers», en las págs. 663-702. La oleada de
escritos contemporáneos acerca de Weber no muestra indicios de remitir. La Hist. Ztschr..f 201 (1965),
NOTAS (II. IV-V, PP. 101 -110) 649
; d e d ic a cien páginas (529-630) va tres artículos sobre YVeber , de A lfred H euss, Woifgang J . Mommsen y
Karl Bosi, ei primero de los cuales se refiere específicamente al mundo antiguo: Heuss, «Max Webers
Bedeutung für die Geschichte des griechisch-romischen Altertums», págs. 529-556. Bendix, M W IP ,
vii-x, da una breve, pero útil lista de las principales obras de Weber en alemán, con traducción inglesa.
Weber, CIE, 311-313, tiene una lista de traducciones inglesas de sus obras, con algunos iibros acerca de
él escritos en inglés; existe también una bibliografía de las obras importantes de Weber y de otros
autores en inglés en Elridge, M W IS R , 291-295. Más reciente que cualquiera de ias ediciones y traduc
ciones inglesas mencionadas en esta obra es la insatisfactoria traducción de R. I. Frank, que lleva el
inadecuado titulo de The Agrarian Sociology o f Ancient Civiiisations (1976), las Á A (véase mi biblio
grafía) de Weber. Aludiría también a ias críticas a Weber que hay en Poianyi, P A M E , 135-138, cf. 124.
6. Max Weber, Die rómísche Agrargeschichte in ihrer Bedeutung fü r das Staatsund Privatrecht
(Stuttgarl, 1891).
7. Véase Rostovtzeff, S E H R E 2, 11.751, n. 9.
8. «Die sozialen Griinde des Untergangs der antiken Kuitur» de W eber, pronunciada en Freiburg
el año 1896 y publicada originalmente en la revísta Die Wahrheit (Stuttgarl, 1896), se reimprimió en la
recopilación de ensayos de Weber titulada Gesammelte A ufsátze zur Sozial- und Wirtschaftsgeschichte
^^(Tubirigen,: 1924), 289-311 ;vSe publicó vnna traducción inglesa de Christian Mackauer, bajó el título
citado en el texto, en The Journal o f General Educar ion, 5 (1950). 75-88, y fue reimpreso en Eldridge,
M W ISR , 254-275, y en The Slave Economies, vol. I. Histórical and TheoreiicalPerspectives, ed.
Eugene P* vGenoyese:(Nueva York-Lóndres,vete,,1973), 45-67; hay otra distinta en Weber, A SA C ,
389-411 . Véase XV;iii, § 13(a).
9. El hecho de que escribiera en sus A A , 151 acerca de die kaufmannische fOUgárchie] von Chios
y de die kaufmánnischen Oligarchien K orinihs und Kerkyras (véase en cambio mis O PW , 266-267; 396)
tal vez no demuestre sino que admitía ciertas «opiniones generales» corrientes, por muy poco fundamen
tadas que puedan estar; pero en general no revela una familiaridad muy grande con las fuentes origina
les de la historia de Grecia ni en esta obra :ni e n W G n ie n n in g u n a otra parte.
10. Para algunas observaciones interesantes y justificadas acerca de la dificultad dei alemán de
Weber, así como de lo arduo que es traducirlo ai inglés, véase el prólogo a Gerth/M ills, FM W, vi-vii.
11. De la m ayor u tilid a d s o n - Weber,: E S (3 vols.), T S £ O y G E H (la que está menos bien
traducida); Gerth/M ills, FM W ; Eldridge, M W ISR .
12. Véase Guenther Roth, «The historícal relationship to Marxism», en Scholarship and Partisan-
ship: Essays on M ax Weber, ed. Reinhard Bendix y Roth (rústica 1971), 227-252, en pág. 228; y véase
Gerth/Mills, FM W , 46-50, 63.
13. Véase por ejemplo Weber, M SS, 103, reimpreso en Eldridge, M W IS R , 228. Cf. el ensayo
citado en la última nota, pág. 240.
14. Véase Eldridge, M W IS R s 205 (he alterado ligeramente la traducción). La conferencia de
Weber, «Der Sozialismus» está editada en sus Gesammelte Aufsárze zur Soziologie und Sozialpolitik
(1924), 492-518: véase 504-505.
15. Los dos pasajes son: 1) W u G \ L 177-180 (= ES, L302-307 = TSEO, 424-429); y 2) W u G \
11.531-540 (= ES, 11.926-939, reimpreso en general de G erth/M üis, F M W , 180-195). Y véanse los
pasajes citados en las próximas dos notas. Pero estoy de acuerdo con W. G .R u n c im an , Relative
Deprivation and Social Justice (1966), 37, reimpreso en eí volumen de Penguin Social Inequality (ed.
André Béteille, 1969 y reimpr.), 46, en que no queda del todo claro lo que Weber entiende por «clase,
status y poder».
16. Véase Gerth/M ills, FM W , 300-301, traducción á t Archiv fü r Sozialwiss., 41 (1915), reimpre
so en Weber, Gesammelte A ufsátze zur Religionssoziologie, l.237 ss., en 273-275.
17. Véase Gerth/M ills, FM W , 405, traducción de nuevo :de un artículo de Archiv (1916), y
reimpreso en Weber, G A zR S, 11.41-42.
18. Según Runciman, R D S J (cf. la anterior n. 15), 37-38, reimpreso en SI (cf, anterior n. 15), 47,
«la situación de “ clase” de una persona, en el sentido que le da Weber, es el lugar que comparte con
ios que se hallan situados de manera parecida en ios procesos de producción, distribución e intercam
bio»; y añade, «está muy cerca de ia definición marxista de clase». A mí no me parece que sea una
definición dei todo correcta de la postura ae Weber.
19. Weber, WuGK 1.180 (= E S , 1.306 = TSEO, 428): cf. W u G \ 11.535 (= ES, 11.932 = FMW,
187).
20. Weber, W uG \ 11.534 (= ES, 11.932 = FMW, 186-187); cf. FM W , 405.
21. Weber, W u G \ 11.537 (= ES. 11.935-936 = FMW, 191).
22. Weber, W uG 5, 11.538 (= ES, 11.937 = FM W , 193).
650 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
23. Esta obra procede de dos artículos, «Die protéstanos che Ethik und der “ G e isf' des Kapita-
lismus», en Archiv f ü r Sozialwiss., 20 (1904) y 21 (1905), reimpreso en-W eber, Gesammelie Aufsatze
zu r Religionssoziologie, 1.17-206. Hay una buena traducción inglesa de Talcott Parsons. con prólogo de
R. H. Tawnev (1930 y reim pr.). P ara la controversia suscitada por esta obra, véase Proiestamism and
Capitalism. The Weber Thesis and its Crines, ed. Robert W. Green (Boston, 1959), que incluye extrac
tos de una serie de autores, incluido Ephraim Fischoff, Albert Hyma y H . M. Robertson {una segunda
edición de la traducción de Parson (1976) lieva una Utilísima introducción de A nthony Ciiddens y más
bibliografía].
23a. Un colega mío alemán (que dista mucho de ser marxista) identificaba correctamente un
elemento básico de ios puntos de vista de Finley, cuando decía, en una carta que me escribió, que «en
Ancient Economy Finley parte de las estructuras de ia conciencia».
24. Weber, W uGs, I I .534-535 ( = £5,11.932).
25. Parece que el «espectro» o coniinuum de status de Finley apareció por primera vez en su
artículo WGCBSL, conferencia pronunciada en 1958 y publicada en 1959 y desde entonces reeditada
más de una vez, e. g. en SC A , ed. Finley, 53-72 (véase esp. pág. 55). Puede verse asimismo en varias
obras suyas posteriores, e.g. A E , 67-68, 87; SSAG, 186; BSF, 247, 248. Y véase J. Pe¿írka, «Von der
asiatischen Produktionsweise zu einer marxistischen Anaiyse der frühen Klassengelischaften», enEirene,
6 (1967), 141-174, en la pág. 172.
26. Lis., XII. 19: 120 esclavos, que probablemente incluyen los domésticos junto con los que
trabajaban en la fábrica de escudos de su hermano. Oímos hablar de tres atenienses que supuestamente
poseían cantidades aún mayores de esclavos: Nicias, 1.000, Hiponico, 600, y Filemónides, 300 (Jen., De
vecl., IV .14-15); pero estas cifras son bastante poco de fiar: véase Westermann, ASA, 461 = SCA (ed.
Finley), 83.
27. Véase J. P eíírk a, The Formulae fo r the Grant o f E n ktesisin U tiic Inscriptions (Actae Univ.
Carolinae, Philos. et Histo. M onographia, XV, Praga, 1966). Las «Conclusiones» se hallan en las págs.
137-149. Véase asimismo P eíírka. «Land tenure and the development of the Athenian Polis», en
TEPAE. Studies Pres. to George Thomson, ed. L. Varcl y R. F. Willetts (Praga, 1963), 183-201.
28. Admito que no he investigado del todo la cuestión, sobre ia cual no he visto que haya ningún
tratado exhaustivo, y por eso haré referencia simplemente a dos obras muy recientes: I. S. Svencickaja,
en Eirene, 15 (1977), 27-54, en 28-29, 30-31; y M. H . Crawford, en JmpériaUsrn in the Ancient World,
ed. P. D. A. Garnsey y C. R. W híttaker (1978), en 195-196 y 332, n. 4.
29. Hay una bibliografía muy extensa acerca de los metecos, de ia que bastará mencionar H.
Hommei, en RE, XV.ii (1932), 1413-1458; Busolt-Swoboda, GS, 1.292-303; M. Cierc, Les météques
athéniens (París, 1893, limitado a Atenas); A, R. W. Harrison, The Law o f Athens, 1 (1968), 187-199;
y, más recientemente, Philippe Gauthier, Symbola, Les étrangers eí la justice dans les cités grecques
(Nancy, 1972), libro innecesariamente farragoso, de calidad muy desigual, con un largo capítulo (iii,
págs. 107-156) dedicado en gran medida a los metecos en Atenas (no sé si habrá sido descuido o una
falta de familiaridad de Gauthier con la lengua inglesa lo que le ha llevado, op. d i. 180, a dar un burdo
resumen, totalmente equivocado, de las ideas que expresaba en NJAE. Su afirmación de que yo «veía
por todos lados en los oíxai ¿ t o ou^fio'Kió}! litigios de orden comercial que recaían sobre los bienes»
pretende que yo mantengo unas opiniones que, de hecho, me tomé la molestia de refutar por extenso:
véase esp. NJAE, L95-96. 101-103, 108-110). Véase también David W hiiehead, The Jdeo/ogy o f the
Athenian Metic Camb. Philol. Soc., Suppl. VoL 4. 1977).
30. Así en Dig., L.xvi.239.2, Pom ponio llega a equiparar al íncola rom ano con el irágoixos
griego. Sobre irágoLxos (o xárotxos) como típica palabra helenística para lo que habitualmente llama
mos «meteco», véase Welles, R C H P , págs. 353, 345.
31. Véase la anterior n. 1: el pasaje en cuestión está en n. 20. ETS. 173 = SI, 37, en donde
Dahrendorf explica la «fundamental revisión» que ha hecho de las opiniones que había publicado
anteriormente. Cf. D ahrendorf, CCCIS, 204, donde dice que por «ciase» entiende aquí los «grupos
complejos generados por la distribución desigual de la autoridad en asociaciones coordinadas de forma
autoritaria» (cf. id., 138, etc.). Su «asociación coordinada de forma autoritaria» es eí Berrschajisver-
hand de Weber {id. Í67).
32. Bastará hacer referencia a ias objeciones a ia postura de D ahrendorf que ha hecho Frank
Parkin, Class Inequaliiy and Pohücal Order (1971); ed. rústica Paladín. 1972), 44-46. Estoy de acuerdo
con Parkin en que «hasta cierto pum o ... concebir ia estratificación en términos de poder tai vez no sea
simplemente más que otra m anera de conceptualizar la distribución de las ventajas de clase y de status.
Es decir, hablar del reparto del poder puede entenderse como otra manera de definir el caudal de
recompensa ... En otras palabras, el poder ... puede pensarse que es un concepto o m etáfora que se
.
pita-
utiliza para representar el caudal de recursos» (ibidem, 46). Y P arkin, interesado como está en particu
>átze
lar por la «estratificación social», no tiene ocasión de señalar que los argumentos de Dahrendorf en
o de
contra de Marx se basan en parte en la presunción errónea de que Marx intentaba explicar la estratifi
and
cación (cf. el texto de esta sección).
trac-
33. Véase George Sarton, en Isis, 24 (1935), 107-109, citando una carta de Newton a Robert
anda
Hooke (de 5 de febrero de 1675-6), y también a Bernard de Chartres, citado por Juan de Salisbury,
más
Metalogicon, III.iv, 900c (véase 1a edición de C. C. I. Webb, 1929); y cf. Raymond Kiibansky, en Isis,
26 (1936), 147Í-149).
£ un
«en
llí.vij (pp. 122-136)
n su
1. Para sorpresa mía, algunos amigos a los que mostré un esbozo de esta sección me pusieron
nada
objeciones al empleo de la palabra «producción» refiriéndose a los seres humanos, y afirmaron que
arias
utilizar «reproducción» como una form a de «producción» constituye una especie de calambur. De
i der
hecho, ninguna de estas palabras es imprescindible, por supuesto, para mi argumentación. Por «produc
rene,
ción» (véase el segundo de los cinco punios que establezco en II.i) entiendo todas las actividades básicas
que se necesitan tanto para s u s te n ta r ia v id a humana, proporcionándole ios bienes que requiere (y,
que
naturalmente^ también lujos, si es posible), como p a ra m antener viva la especie pariendo criaturas y
lente
criándolas hasta su madurez. Resulta que «producción» es la única palabra que da cabida de forma
„ De
conveniente a estos dos tipos de actividades esenciales. No veo nada objetable en decir que los labrado
(ed.
res producen comida, que en Cowley producen coches, que yo y mi editor (aunque en diferentes
sentidos) producimos libros, y que las mujeres, con cierta cooperación por parte de los hombres,
Jniv.
producen hijos.
3ágs.
la. E! libro, publicado después de que e! presente capítulo estuviera ya terminado, es David
*, en
Schaps, Economic R ights o f Women in Ancient Greece (Edimburgo, 1979), obra muy erudita.
-2 0 2 .
2. En ei mundo griego antiguo no importa mucho si consideramos clase a las mujeres en general
ngún
o a las casadas, pues prácticam ente todas las griegas se casaban (véanse otras afirmaciones que vienen a
kaja,
continuación en el texto). Sin embargo, esta cuestión tiene que ser elucidada, por supuesto, en relación
orld,
a otras sociedades.
3. La obra general fundam ental es L. Mitteis, Reichsrecht und Volksrecht in den ósilichen Pro-
r H.
vinzen des rómischen Kaiserreichs (1891, reeditada con un prólogo de L. Wenger, Leipzig, 1935). Véase
)ques
también Crook, L L R , 336, n. 173; Jolowicz y Nicholas, H I S R V , 74, 346-347 , 469-473 (esp. 470).
- J 99;
4. Véase A. R. H arrison, The Law o f Athens, I. The Family and Property (1968), 1 y ss. Sobre
.Ques
el tema del matrimonio ateniense en general, véase el admirable artículo de E. J. Bickerman, «La
> (iii,
conception du mariage á A thénes»s en BID R, 78 (1975), 1-28.
i una
5. Véase H arrison, op. cit.t 30-32, 43, 123, n. 2 (en ia pág. 124); Glaire Préaux, en Récueils de la
urdo
Soc. Jean Bodin X L La Femme (Bruselas, 1959), 121-115, en 128. 163-164.
«veía
6. Véase H arrison, op. cil., 10-12, 132-138, 309-311.
:nes»
7. Véase la bibliografía de Rostovtzeff, SEHHW , 11.623-624 (junto con 111.1465, notas 23-25),
ínso:
892 (con I I I .í547, n. 170); SE H R E2, 11.738, n. 15. La referencia a Posídipo que viene a continuación
f the
en el texto es su fr. H , en Kock, CAF, III.339-339, apud Estob., A n th o L , IV.xxiv.c.40 (ed. O. Hense,
IV. 614). Véase asimismo (principalmente para Italia) Brunt, IM , 148-154. (Solo una vez acabado este
xos
libro me llegó noticias del artículo de Donald Engels, «The problem of female infanticide in the
ama-
Greco-Román World», en CP, 15 (1980), 112-120, que se basa obviamente en un mayor conocimiento
de la demografía m oderna que la que pudieran tener los historiadores de la Antigüedad. La conclusión
Dnde
de Engels es que «la cifra del 10 por 100 de niñas m atadas-al nacer cada año resultaría bastante
cado
improbable, y casi con toda seguridad esa cifra nunca superó más que [sic] un pequeño porcentaje de
upos
las niñas nacidas en cualquier época» (120). Naturalmente yo creo que no puede calcularse ningún
irma
porcentaje. Mi único interés era dem ostrar que una recién nacida tenía menos posibilidades de ser
9ver~
criada por sus padres de las que habría tenido un niño.)
8. E3 único estudio de este estilo que conozco y que en cualquier caso resulte algo adecuado es
rank
Herbert Preisker, C hñsientw n und Ehe in den ersten drei Jahrhunderten (~ Neue Studien zur Gesck,
erdo
der Theol. und Kirche, 23, Berlín, 1927).
> sea
9. Entre los judíos piadosos había una fuerte tendencia a limitar el comercio carnal, incluso entre
ñus.
marido y mujer, exclusivamente a ia procreación: véase Jos., C. A pion., 11.199; Barón, SRHJ,
.1 de
IÍ-.2I8-219, junto con 408, n. 2. Me resulta bastante sorprendente que Pablo no establezca específica
le se
mente esa restricción.
652 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
10. Entre los Testantes pasajes «paulinos» que son relevantes en este contexto (a 1a mayoría délos
cuales se hará posteriormente referencia en el texto) son 1 C or.xi.3-15; xiv.34-35, 37; II Cor., xi.3;
C oíos., III. 18-19; E fes., V.22-33 (esp. 22-24, 33); 1 T im .ii. 11-15; v . l l - 12; T it.. 11-4-5. Véase asimismo
I Pe., iii.1-7.
11. Supongo que podría decirse que pasajes como I Tim ., ii. 15 y v.14 reconocen que la finalidad
primordial del matrimonio, para la m ujer, es producir hijos.
12. Véase Robin Scroggs. «Paul and the eschatologícal woman», en Jnl o f the Am er. Acad. o f
Religión, 40 (1972), 283-303; y «Paul and the eschatological woman: revisited», idem, 42 (1974),
532-537. El concepto se ve rechazado, con razón, como una contradictio in terminis por Élaine H.
Pagels, «Paul and women: a response to recent discussion», idem, 538-549, quien, en mi opinión, es
muy indulgente tanto con Pablo como con Scroggs.
13. Creo que la virgen del versículo 25, al igual que la virgen de los versículos 36-37, tal vez sea
una subimroducla: pero el tema es demasiado complicado para tratarlo aquí (entre los diversos textos
de los Primeros Padres de la Iglesia que tratan de subintroductae, véase Juan Crisóstomo, Adversus eos
qui apud se habeni virgines subintroductas, en MPG, XLVII.495-514).
14. Todo el que pretenda que k-noTá.ooíof)m es menos fuerte que tva xo veiv (utilizado e.g. para
ios niños que obedecen a sus padres en Efes , VL1; Coios., 111.20) debería leer I Pe., iii.5-6, en donde
se equiparan ambas palabras en relación con la mujer, y compárese Efes., V I.5 y Coios., 111.22, en
donde ia palabra que se utiliza para la obediencia de los esclavos a sus amos es i-irctxovciv, junto con
T it., II.9 y I Pe., ii. 18, donde es ¿TroTáaotaOat. Debería añadir aquí que sólo en un aspecto menor
podría adm itir que san Pablo supuso una mejora en las actitudes ante él m atrimonio que se daban en
su época: véase David Daube, «Biblical landmarks in the struggle for women’s rights», en Juridical
Review, 23 (1978), 177 ss.. en 184-187 (esp. 185-186): Pero lo que Daube llama «un enorme paso
adelante» (una exageración, desde mi punto de vísta) lo es sólo si lo comparamos con las ideas judías
acerca del matrimonio (nótese, dicho sea de paso, la corrección de Daube al artículo «Pauline privile-
ge», en ODCC-, 1054). Naturalmente autores griegos paganos utilizan formas de H o rá ca tiv para las
casadas, e.g. Plut., Praec. coniug., 33 = M or., 342e (i;iroTQTTovaai), quien aplica al papel del marido
no sólo expresiones como ijytfiovíat x a l TrgoaÍQfois (139d), sino tam bién xQart'ip (como el alma al
cuerpo) y (142e). El ideal que Plutarco tiene del comportamiento de una mujer es oixoueía xal
oilcttv (142d).
15. En I Cor., vii.lO (-ll), en donde probablemente tenía Pablo in mente frases de Jesús como las
que se contienen en nuestros Evangelios Sinópticos (Me.,X.2-12, esp. 11-12; M t., V .31-32 y X IX .3-12,
esp. 9; Le., XVI. 18), se creía con derecho a decir específicamente «En cuanto a los casados precepto
doy [7ra,£ür77É\Xíi>}, [aunque] no yo, sino el Señor». Sin embargo en el versículo 12 «A los demás les
digo yo, no el Señor»; en el versículo 6 dice «Esto os lo digo condescendiendo, no m andando» {necra.
avyyvüpiTiv, oh x a r ¿Tnrajiju), queriendo decir que permite, por su propia autoridad, una excepción a
lo que considera una regla general de Dios; y en el versículo 25 señala «acerca de las vírgenes no tengo
precepto [(inTuyi}} del Señor», pasaje que ya he comentado en el texto. Sin embargo, ¿h eí versículo 40,
al final del capítulo, dice (replicando tal vez ^. quienes pretendían tener inspiración divina en una línea
distinta), «pues también creo tener yo el esp^.tu de Dios». Y al final de otro capítulo, inmediatamente
después de dar instrucciones a ¡as mujeres para que estén calladas en la iglesia, dice (replicando otra vez
específicamente a algún otro que pretendiera estar hablando con dotes proféticas o espirituales especia
les), «esto que os escribo es precepto [évTo\r¡] del Señor» (xiv.37).
16. Por ejemplo, I Cor., xiv.34-36; Coios., III. 18; 1 Tim .} ii.lj-1 4 ; Tit,, II.5; y sobre todo, por
supuesto, Efes., V.22-24, 33.
17. Stephen Bedale, «The meaning of xe4>u\ t) in the Pauline Epistles», en JTS, n. s. 5 (1954),
211-215. Buenos ejemplos que ilustran su tesis son Coios., 1.18; 11.10, 19; Efes., IV. 15.
18. En el Antiguo Testamento, la palabra hebrea rosk, primordíalmeme «cabeza» en sentido
anatómico, puede emplearse también referido a un gobernante, caudillo, capitán, comandante, etc. En
ese sentido los L X X traducen normalmente &qx ^ v> 0 úqxwyós (también yyob^evos, áQy;i<t)v\o$,
áexL7rí*7-giL¿T77s), pero ocasionalmente utilizan xéóaKrj:e.g. en Sai., X V III.43; Is.",' V il.8-9; Jueces,
XI.M ; y cf. ía metáfora de la cabeza y la cola en Deui... XXVHI.13 y 44. e Is., I X .í4. Tengo la
sospecha de que Sal., CXVIÍI (CXVII en los L X X ).22, eh xc-tyciAiqv yu>vím (que traduce asimismo rosh),
tal vez fuera un pasaje particularmente influyente en los cristianos primitivos que (como san Pablo)
conocían ei texto hebreo tan bien como el de los L X X , pues se le cita nada menos que cinco veces en ei
Nuevo Testamento: M t., X X I.42 = M e., X II.10 = Le.. X X .17; Hechos, IV .11; I P e .? ií.7; cf. I Pe.,
ii.6 (y Efes., 11.20), donde áxQoyüiinalo1; procede de los L X X , ls., XXVIII. 16. Scroggs, op. cii. (en la
anterior n. 12), se centra en el hecho de que rosh, en el sentido de gobierno o dominio, se traduce rara
n o ta s (II. v i , pp. 128-135) 653
_os vez por xeóaX-q en los ¿JOT: piensa que, en ese caso, el traductor estaría «obnubilado o dormido» {op.
cit., [1974], 534-535, n. 8). No se da cuenta de lo significativo que es el hecho de que rosh, la palabra
mo hebrea que generalmente designa la «cabeza», se utiliza con mucha frecuencia en un sentido que en
griego exige ser traducido por las palabras indicadas que significan gobierno y autoridad, y que ello,
■*ac* para quienes estuvieran familiarizados con el A. T. hebreo y tam bién con los L X X , hubiera bastado por
sí soio para hacer que la palabra griega que designa la «cabeza», xeéahr), se contagiara del sentido
°f autoritario con el que la vemos utilizada unas cuantas veces en los L X X y en san Pablo.
19. Bedale, op. cit. (en la nota 17), 214-215, en 215.
20, Op. cit., 214. Incluso «incluye el carácter de hijo del propio Cristo»: en I Cor., xí.3. Dios es
■es la «cabeza» de Cristo. Y llega perfectamente a explicar la relación de Cristo con la Iglesia en Efes.,
V.23-24. Pero, desde luego, en Efes., 1.22, xe<j>ocki]v tnreg irávTa -ñ? éxxXrioía, es puramente la autori-
sea dad de Cristo, su «supremacía», la que queda resaltada, como admite a medias Bedale (214).
105 21. Como por ejemplo ha hecho Scroggs, op. cit. (en la anterior n. 12), esp. (1972), 298-299, n.
eos 41, donde llega incluso a citar mal a Bedale, como si interpretara que xe4>a\ij «se refiere a la fuente u
origen, y no al dom inio» (las cursivas son mías). Scroggs hace unas afirmaciones lamentables, en el
ara sentido de que Pablo es «el único portavoz seguro y coherente en defensa de la liberación e igualdad de
[)(^e las mujeres en el Nuevo Testam ento», y «la única voz clara del Nuevo Testamento que afirma la
en libertad e igualdad de las mujeres en la comunidad escatológica» (op . cit. [1972], 283 y 302).
:on 22. No conozco nada parecido en la literatura pagana, excepto el motivo religioso (el prestigio de
nor Isis) que da Diod. Síc., 1.27.1-2 para el supuesto hecho de que en Egipto la reina «tiene un poder y un
en honor mayores que el rey, y que entre los particulares la mujer tiene autoridad sobre su marido», donde
tcaf Diodoro emplea el mismo verbo, xt;pí.ÉÚet^ que Ia versión de G én., 111.17 (16) que dan los L X X de la
as0 autoridad del marido sobre la mujer.
^as 22a. El artículo de Averil Cam eron, «Neither male nor female», ha sido publicado en Greece á
ile' Rome-, 27 (1980), 60-68.
*as 23. Es cierto que ninguna mujer podía convertirse en paterfa millas, cuyo dominio alcanzaba a
toda 1a familia, incluso a ios hijos adultos, mientras que la esposa, a menos que se hubiera casado con
'• la condición de pasar a su manus, seguiría estando bajo la potestas de su propio padre mientras viviera.
*at Todos los sistemas jurídicos han hecho que los niños tengan incapacidades legales para muchas cosas
hasta cierta edad, e.g. la de firm ar contratos o la de hacer testamento. El derecho romano lo único que
*as hacía era llevar esta situación mucho más lejos que otros sistemas, a falta de emancipatio, a la muerte
del padre (o abuelo).
Pto 24. Cf. Lev,, X V III. 19. La palabra hebrea que se utiliza en XX, 18 significa normalmente ejecu-
^es ción o expulsión de 1a com unidad, y es representada en los L X X por la griega éZoXodQtvd-qaopTai. Lev.,
xra XV.24 (al igual que todo el contexto) no tiene ocasión de especificar ningún castigo, aparte de la
na «impureza».
18° 25. Véase mi artículo «H erodotus», en Greece & R om e2, 24 (1977), 130-148, en 146-147 y 148, n.
40, 24.
[iea 26. Para Dionisio «el Grande» de Alejandría, véase el segundo canon de su C arta a Basiíides de
nte Pentápolis (Cirenaica), en ia edición estándar de su obra, C. L. Feltoe, The Letters and other Remains
vez o f Dionysius o f Alexandria (1904), 102-103; y MPG, X.1281. La traducción inglesa de Feltoe, St.
:ia" Dionysius o f Alexandria. Letters and Treatises (1918), 81, omite delicadamente esta parte de la carta y
las secciones siguientes, diciendo: «siguen tres reglas sobre unos puntos que no hace falta exponer
30r aquí». Sin embargo, hay una traducción inglesa completa de S. D. F. Salmond, en el vol. XX de ia
Ante-Nicene Christian Library (Edimburgo, 1871), 196-201. Posteriorm ente esta carta fue incluida en
4)’ las colecciones bizantinas estándar de derecho canónico: véase G. A. Rallis y M. Potlis, E vvraytia tícv
tfeíüjy xai. tepwi' xolvóvlúv ..., IV (Atenas, 1854), 7, donde se hallan impresos también los comentarios
de Zonaras y Bálsamon (7-9). Sobre la carta de Timoteo, Respuesta 7, véase Rallis y Potlis, op. cil.,
IV.335; y M P G , X X X III.I300. Sobre el canon 2 del concilio in Trullo, que mantiene los cánones de
0s> Dionisio, véase llefek-Leciercq. N C \ III.i (1909), 563: J. D. Mansi, Sacrorum Conciliorum Nova et
es' Amplissíma Collectio, XI (1765), 939-942 (expreso mi agradecimiento a mi antiguo alumno de historia
antigua, Dr. Kallistos W are, por la ayuda que me ha prestado en algunas de las referencias de estañóla):
27. Jerónimo, Contra H elvid., (esp. 2, 21, 24); Contra Vigilant. (junto con Epist
1°) 2); Contra Jovinian., I (esp. 40); cf. XIV. 10 («El que se lavara una vez en Cristo no uecesita lavarse
otra vez», una interpretación muy forzada de Jn., XIII. 10); CVIIL15; CXXIII; CXXVIII; CLXVII.
e-' Resulta muy interesante constatar, por la alusión casual que aparece en Cap., 1.3 03, n. 1, que Marx
había ieido Jerónimo, Epist., XXII. 7, 30. Quienes quieran leer un estudio erudito, realizado por un
tra cristiano, de la actitud de Jerónimo ante ia sexualidad, el m atrimonio y la virginidad, deberían empezar
654 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
por J. N. D. Kelly. Jerome. His L ife, Wriiings, and Coniroversies (1975), 98-99, 100-103, 104-107,
171-172, 180-191, 273-275, 312-313. El com entario de la pág. 183 resulta particularm ente interesante:
«Fue de san Pablo de quien hizo [Jerónimo] su principal oráculo, retorciendo los famosos textos de I
Corintios, 7 y I Timoteo para sacar de ellos una aversión aún mayor ai m atrim onio y a ias segundas
nupcias de las que ya contenían»,
28. Además de la introducción de Hense a su texto y del artículo de Lutz, véase A. C. van
Geytenbeek, M usonius R u fu s and Greek Diatribe, ed. rev., traducida por B. L. Hijmans (Assen. 1963),
esp. cap. iii. págs. 51-77; y M. P. Charlesworth, Five Men (= M artin Classical Lectures, vol. VI,
Cambridge, Mass., 1936), 33-62.
29. Las referencias a los pasajes de Musonio que he citado son las siguientes (según la edición de
Lutz): i) fr. XIIIA, págs. 88-89; 1) fr. XIV, págs. 94-95; 3) fragmentos IV, págs. 44-45, y XII, págs.
86-87 y 88-89; 4) fr. XIV, págs. 90-97; 5) fragmentos IV, págs. 42-49, y III, págs. 38-43. Es bien cierto
que en fr. XII, pág. 86.4-8, Musonio opina que la única finalidad del comercio carnal es ia procreación,
y considera que es «injusto e ilegal cuando sólo busca el placer, incluso dentro del matrimonio»; pero
ésta era una actitud adoptada p o r muchos cristianos, y a muchos de nosotros nos parece hoy día menos
-objetable que la concepción paulina del m atrim onio como algo menos bueno que la completa virginidad
y una manera desgraciadamente necesaria de santificar lo que, si no, sería m era lascivia pecaminosa.
30. No he creído que fuera necesario dar mucha bibliografía en esta sección. Hay una «Selected
bibliógraphy on women in antiquity», en Arethusa, 6 (primavera de 1973), 125-157, realizada 0or Sarah
B . Pomeroy, cuyo libro Goddesses, Whores, Wives, and Siaves. Women in Classical Antiquity (Nueva
Y ork, 1975), da también, en las págs. 251-259, una larga bibliografía a la que podrían añadirse ya
muchos títulos nuevos, e.g. dos artículos importantes de E. Bickerman: el mencionado en la n. 4, y
«Love story in the Homeric Hymn to A phrodite», en Athenaeum, n. s. 54 (1976), 229-254. Los que
caig a n en la tentación de aceptar la ridicula idea de que Platón, ta l como defienden recientemente
algunos admiradores suyos, era «feminista», deberían leer el excelente artículo de Julia Annas, «Plato’s
Republic and feminism», en Philosphy, 51 (1976), 307-321, que, a pesar de su tituló, no se limita a la
República, sino que contempla otras obras de Platón, incluido Timeo (en ei que particularmente 42bc y
90e-91a suelen señalarse muy pocas veces en este sentido: véase ibidem, 316) y las Leyes {esp.
VI.780d-781b; X1.917a: véase ibidem , 317). La principal restricción que podría hacer es que la situación
verdaderamente mala en la que deja P latón a las mujeres en las Leven es muy probable que fuera la
condición en la que se hallaban en Atenas, pero no se la podría definir como «la situación de la mujer
griega del siglo iv» (ibidem , 317, las cursivas son mías), pues incluso entonces había estados griegos que
concedían a las mujeres un status mucho mejor que el que les daba Atenas en lo referente a la
propiedad, etc.: véase la n. la y mi ¡artículo OPRA W\ A nadie le sorprendería que Platón optara por
una alternativa desagradable y represiva cuando en el mundo que lo rodeaba había otras más progresis
tas. [Cuando este libro estaba ya en prensa apareció el mejor artículo que conozco sobre la situación de
ias mujeres en la Atenas clásica: John G ould, «Law, custom and myth: aspects o f the social positíon of
women in Classical Athens», en JH S, 100 (1980), 38-59.]
1. Tengo escrito un análisis completamente técnico acerca de los réXt? solonianos, que espero
publicar en breve.
2. Véase Ulrich Wilcken, Griechische Ostraka aus Aegypien und Nubien (Leipzig-Beriín, 1899), I.
506-509; Grundzüge und Chrestomathie der Papyruskunde (Leipzig, 1912), I (Hist. Teil), i.342-343.
3. La teoría es la de Rudi Thom sen, Eisphora. A Study o f direct Taxation in Ancient Athens
(Copenhague, 1964), del que hice una reseña en CR, 80 = n. s. 16 (1966), 90-93. Cf. Jones, R E , 154,
n. 21, en el que llama al libro de Thomsen «una fantasía sin fundam ento». Mis opiniones sobre la
eisphora están en «Deinosíhene.s’ -ífír^a- and the Atheniaii eisphora in the fourth century B .C .», en
Class. et M e d 14 (1953), 30-70. Acepto encantado la ligera modificación que me ha sugerido Davies,
APF, 126-133, en 131.
1. Entre los múltiples escritos modernos acerca del deporte en la Antigüedad, véase esp. H. W.
Pleket, «Zur Soziologie des antiken Sports», en Mededelingen van het Nederlands insütuut te R om e, 36
n o ta s (II.vi;, IILi-n, pp. 135-146) 655
(1974), 57-87; y «G am es, prizes, athietes and ideology. Some aspects o f the history of sport in the
Greco-Roman world», en Stadion, 1 (1976), 49-89, esp. 71-74.
2. Heracl. P o n t., fr. 55, en Fritz Wehrli, Herakleides P ontikos1 (= Die Schule des Aristóteles,
VII, 2 .a ed., Basilea, 1969), procedente de Aten., X II.5 12b.
3. En la Atenas clásica sólo me he encontrado con un hom bre del que se diga que poseía más de
un barco: Formión, el ex esclavo de Pasión (Ps.-Dem., XLV.64).
4. A E , 40-41. O tra mala traducción semejante de 7rgos $r}v («que no viva bajo el control
de otro») aparece también en otros dos artículos de Finley, WGCBSL, 148 = £ 0 4 , 56; y BSF, 239.
5. Véase e.g. Arist., E N , IV.3, 1124b31-1125a2 (pasaje fascinante); EE, III.7. 1233b34-38. Aristóte
les utiliza una forma ligeramente distinta de esas palabras para expresar exactamente la misma idea en
Metaph., A .2, 982b24-28, donde define al 6cvúqwito$ ¿ktvdcgos como 6 abrol ivex<x xai túi &XXoi; ¿jv*
Véase asimismo Pol., '111.4, 1277b3-7; VIIL2, 1337bl7-21.
o 6. Ya he tratado por extenso de la Liga del Peloponeso en mis OPW , cap. iv (esp. 101-124),
1, asimismo 333-342. En cuanto a la Liga de Délos y el imperio ateniense, véase V.ii y sus notas 26-27; cf.
o mis OPW, esp. 34-49, 298-307, 310-314, 315-317. En cuanto a la Segunda Confederación ateniense,
>S véase V.ii y su n. 35.
d 7. Jenofonte (HG, III.i.28) nos cuenta que las riquezas acumuladas en ei tesoro de la familia
i. bastaban para pagar un ejército de 8.000 hombres durante «casi un año», frase que a mi juicio es un
d auténtico intento de dar una estimación del valor real del tesoro. Pues bien, podemos aceptar que 1a
.h paga de un mercenario de tropas de infantería habría sido en esa época de unas 25 dracmas al mes o un
’a poco más para el soldado corriente; el doble de esa suma es lo que se pagaría a un oficial novato y
Ta cuatro veces más cobraría un capitán veterano (véase e.g. Jen., A nab., VII.ii.36; iii.10; vi.l). Si
y entendemos por «casi un año» unos diez u once meses, podemos estimar que las riquezas acumuladas
ie en el tesoro rondaban los 350 talentos.
te 8. Véase M. Dandamavev, «Achaemenid Babylonia» en A ncient Mesopotamia, Socio-Economic
’s History, ed. I. M. D iakonoff (Moscú, 1969), 296-311, esp. 302.
ía 9. Sobre los «amigos del Rey», véase E. Bikerman, Institutions des Séleucides (París, 1938),
y 40-46, C. Habícht, «Díe herrschende Gesellschaft in den heüenístischen M onarchien», en Vierieljahrsch-
5. rift fü r Sozial- und Wirtschaftsgeschichte, 45 (1958), 1-6; Rostovtzeff, SE H H W , 1.517-518; II.l 155-1156,
m etc. Las riquezas de estos hombres habrían sido principalmente en tierras, por supuesto, pero Dionisio,
ia el secretario de Antíoco IV, habría podido aportar no menos de 1.000 esclavos que llevaban bandejas
ir de plata como contribución a la magnífica procesión organizada por Antíoco en Dafne, cerca de
ie Antioquía, en 166: véase A ten., V.194c-195f, en 195b = Polib., XXX.xxv.16.
ia 10. Véase, e.g., Rostovtzeff, SE H H W , 11.805-806 ( j u n t o con I I I .1521-1522, n. 76); 819-826 (con
)r 111.1527-1528, n. 98); 1143-1149, etc.; SEHRE-, 1.149-151, junto cor. 11.601-602. n. 13; 563, n. 20: etc.;
s- Tarn, H C \ 108-113. P o r lo que yo sé, la fortuna más grande atribuida a un griego a finales de la
ie república y comienzos del principado asciende a 100 millones de HS (bastante más de 4.000 talentos),
atribuida por Suetonio, Vesp., 13 a Ti. Claudio Hiparco (el abuelo de Herodes Ático). Entre los
restantes están Piíodoro de Tralies, el amigo de Pompeyo, de quien dice Estrabón (XIV.i.42, pág. 649}
que tenía más de 2,000 talentos (= 48 millones de HS); y H ierón de Laodice dei Lico. de quien también
dice Estrabón (Xll.viii.16, pág. 578) que había legado a su ciudad más de 2.000 talentos,
11. Christian H abicht, «Zwei neue lnschriften aus Pergam on», en Istanbuler Mitteilungen, 9/10
(Deutsches Archaologisches Instituí, Abteilung Istanbui, 1960), 109-127, en págs. 120-125. Véase tam
•o bién Levick, R C SA M , 103-120.
12. Véase C, S. V/alton, «Oriental senators in the Service of Rome: a study of Imperial policy
I. down to the death of Marcus Aurelius», en JRS, 19 (1929), 38-66; P. Lambrechts, «Trajan et ie
3. recrutement du Sénat», en A n t. CL, 5 (1936), 105-114; Masón Ham m ond, «The Composition of the
is Senate, A. D. 68-235», en JRS, 47 (1957), 74-81: The A nionine M onarchy (Roma, 1959), 249 ss., esp.
4, 251-254; y los manuales de prosopografía (algunos de los cuales se hallan un tanto obsoletos) de S. J.
ia de Laet (28 a.C .-68 d.C .), B. Stech (69-117). P. Lambrechts (117-192) y G. Barbieri (193-285), en las
;n que se describe la composición dei orden senatorial romano durante el principado, que (junto con. el
s, libro de P. Williams sobre el senado republicano, 1883-1885) está convenientemente recogido en OCD1.
975, en el artículo «Senatus» de A. Momigliano.
13. Levick, R C S A M , 111-119, hace una valoración excelente de las principales familiassenatoria
les de Antioquía de Pisidia, esp. los Caristanios y los Flavonios. Sobre Attalía, etc., véase esp. R C SA M ,
127 y sus notas 3-4.
14. Véase Jones, L R E , 11.554-557, 781-788; cf. 710-711.
15. Tario Rufo hace el n .c 15 en la lista que da Duncan-Jones de las grandes fortunas partícula-
656 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
res durante ei principado {E R E Q S , 343-344, apéndice 7). y ias riquezas que se le atribuyen son las
mismas que se dan para ei griego más rico de la lista, Ti. Claudio H iparco, sobre el cu ai véase la
anterior n. 10.
16. Se dice que Justiniano gastó 4.000 libras de oro en los juegos que dio en Constantinopla
cuando fue cónsul por primera vez en 521, durante el reinado de Justino (Chron. M in., H. 101-102, que
señala la sensación que produjo, pues la cifra resultaba extraordinaria para Constantinopla!. Olimpio
doro, fr. 44, dice que Probo, hijo de Olibrio, gastó 1.200 libras de oro en sus juegos pretorianos (ello
debió de ocurrir en Roma, c. 424), y Símmaco 2.000 Ib. de oro en los juegos pretorianos de su hijo (en
Roma en 401); hace también mención al gasto de 4.000 Ib. de oro en juegos pretorianos, que debieron
de ser ios que se dieron en Rom a durante la pretura (en 410 o un año o dos después) de Petronio
Máximo, qué fue em perador de occidente durante unas semanas en 455: véase Chastagnol, FPRBE,
283. Sobre los «juegos» en general, véase Jones, LRE, 11.1016-1021.
17. J. O. M aenchen-Helíen, The World o f the Huns (1973), 459, considera que las afirmaciones
de Olimpiodoro son de «valor cuestionable». Opina que «la mayoría de las cifras de Olimpiodoro son
dudosas y algunas totalm ente fantásticas». Pero a mi juicio las cifras de ia n. 16 (incluida la primera,
de la Crónica del siglo vi de M arcelino Comes), algunas de las cuales, por lo menos, habrían sido del
dominio publico» resultan coherentes con las que se dan en el texto, aunque naturalm ente no pueden ser
tom adas como confirmación. Sobre Olimpiodoro, véase también E. A. Thom pson, «Olympiodorus of
Thebes», en CQ, 38 (1944), 43-52; J. F. Matthews, «Olympiodorus o f Thebes and the history of the
West», en JRS, 60 (1970), 79-97.
1. Anfis, fr. 17.2-3, en Kock, CAF, 11.241, procedente de Estobeo, A n ih o l., IV.ii, cap. xv.4, ed.
O. Hense (Berlín, 1909), IV .377, Cf. otros pásajes incluidos en el mismo capítulo (xv, págs. 376-388).
2. El mejor estudio breve escrito en inglés de la vida y escritos de Jenofonte es el de G. L.
Cawkwell en su introducción (págs. 9-48) a la reedición de la traducción de Penguin Classics de la
Andbasis de Jenofonte, por Rex W arner: Xenophon. The Persian Expediíion (1972).
3. El último pasaje es Jen., Oecon., V I.8-9. Otras partes relevantes de esta misma obra son
IV.4-17, 20-25; V .l-20 (esp. 1); VI. 1-11; XII. 19-20; XV.3-12 (esp. 4, 10, 12); XVIII. 10; XIX. 17;
X X .1,22; X X I.1. Y véase iV.ív, n .5 .
4. Frontón, Episi. ad M . Caes,, ÍV.vi.I (carta de Marco a Frontón), pág. 63, ed. M. P. J. van
den H out, 1954; cf. Hisi. A ug., A n t. Pius, 11.2. En § 2 de la misma carta, Marco le dice a Frontón
cómo se habían divertido él y su padre, al oír a los «patanes (rustid ) gastándose bromas unos a otros»
en la almazara.
5. Para estos dos pasajes, véase Cicerón, en la cita que viene a continuación en el texto; asimismo
e.g. Plinio, NH, X V III.38-20; Val. M áx., IV.iii.5 (Curio); iv.7 y Livio, 1IL26-6-10 (Cincinato). Según
Livio, IIÍ.26.8, Cincinato poseía sólo 4 iugera (aproximadamente una hectárea); cf. Val. M áx., IV.iv.7,
donde posea 7 iugera (menos de tres hectáreas), pero pierde tres que cede como garantía a un amigo y
se las arrebatan, lo que le da un típico toque moralizante; cf. P lut., Sol., 2.1, citado en ei texto. M.
Atilio Régulo (cónsul en 267 y 256) constituye otra de estas figuras: en la versión más detallada que
tenemos de su historia, la de Val. M áx., IV.iv.6, se dice que en 256-255 escribió al senado, pidiendo que
se le relevara de su mando en África, aduciendo que el superintendente (vilicus; cf. Plinio, NH ,
X V III.39) de su finca de 7 iugera había muerto y que un jornalero (mercennarius; cf. Sénec., Dial., XII
= A d H e l v xii.5; y los mercennarii de Livio, Per., XVIII) se había llevado lo que tenía almacenado,
de modo que su familia corría el riesgo de verse en ia indigencia a menos que él volviera (en Col., RR ,
I.iv.2, Régulo definido como cultivador de un pestilentis simul eí exilis agri en Pupinia, sobre lo cual cf.
Varrón, RR, Lix.5). Estoy de acuerdo con Brunt: la historia de Régulo «difícilmente podría ser cierta,
tratándose de un noble y un m agistrado como él era, incluso en el siglo ¡n, aunque demuestra cuál debía
de ser la situaciór: de tantos y tantos soldados rasos que lucharan en el extranjero» (IM , 642-643).
6. Véase ia edición de Penguin Classics de Bernard Crick, Machiavelli: The Discourses (1970),
245-246, 247. La traducción es una revisión de la de Leslie J. W alker, The Discourses o f Niccoló
Machiavelli, 2 vols. (Londres, 1950), de Tutte le opere storiche e letterarie di Niccoló Machiavelli, ed.
Guido Mazzoni y Mario Casella (Florencia, 1929), 127.
7. En la edición de Lurz de Í947 (en yCS, 10: véase II.vi), es ei fr. XI, págs. 80-85, procedente
de Estobeo. La traducción de Lutz es: «sin violentar la propia dignidad o el respeto de sí mismo». Debe
notas (Ill.ii-m , pp . 146-156) 657
s de haber algún reflejo de la actitud de M usonio ante ios labradores en Dión Crisóstomo, de quien se
i dice que se vio influido por él: véase Brunt» ASTDCS, esp. 13.
8. El pasaje en cuestión forma parte del «Nuevo fragmento 21», publicado por
a Thirieen N ew Fragments o f Diogenes de Oenoanda = Ósterreich. Akad. der Wiss., Philos.-hist. Klasse.
D enkschr., 117 (Ergánzungsbánde zu den Tituli Asiae Minoris, 6, Viena, 1974), 21-25; y véase la pág. 8
para una bibliografía completa, incluyendo C. W , Chilton, Diogenis Oenoand. Fragmenta (Leipzig,
1967); y Diogenes o f Oenoanda. The Fragments, a Trans. and Comm. (Londres, etc., 1971).
9. Véase P. G raíndor, Un milliardaire antigüe, Hérode A tticus et sa fam ille (El Cairo, 1930);
John Day, A n E conom ic H istory o f A th en s under Román Domination (Nueva York, 1942), 235-236; K.
Münscher, en R E , VIII.i (1912), 923; Rostovtzeff, SE H R E 2, 1.151.
10. Frank, E SA R , V.208-209, en 209; cf. su Economic H istory o f R om e1, (1921)^ Z2H-231, en
230-231; y Helen 3. Loane, Industry and Commerce o f the City o f R om e (50 B.C.-200 A . D.) = Johns
Hopkins Univ. Stud. in Hist, and Pol. Science, LVI.2 (Baltimore, 1938), 101-105; asimismo T. P.
Wiseman. «The potteries o f Vibienus and Rufrenus at Arretium», en M n em o s.\ 16 (1963), 275-283.
11. Hasta ahora sólo he leído Tapio Helen, Organisation o f Rom án Brick Production in the First
and Second Centuríes A.D . A n Interpretation o f Román Brick Stamps = Anuales Academ ice Scientia-
rum Fennicae Dissertationes H um anarw n Litterarum , 5 (Helsinki, 1975); y Páivi Setala, Prívate Domini
in Rom án Brick Stam ps o f the Empire. A Historical and Prosopographical Study o f Landowners in the
Districí o f R om e = ídem, 10 (Helsinki, 1977). Parece que sus opiniones van ganando general acepta
ción: cf. e.g. la reseña a la m onografía de Setala realizada por A. M. Small, en Phoenix, 33 (1979),
369-372, quien dice que Helen le ha convencido de que «las figlinae son zonas arcillosas y no fábricas
de la d T Í\lo s,U n d o m in u sJ íg lin a ru m ,se g ú n e sta .d e fim tió n , no tendría por qué estar metido en la
producción de ladrillos, aunque explotara sus tierras arrendándoselas a officinatores de orden inferior.
Esta interpretación afecta de form a radical a algunas ideas muy corrientes acerca de la naturaleza de ia
intromisión de ia aristocracia rom ana en la industria» (370).
12. Hay un buen análisis del significado original de 1a palabra latina negotiator \ del posterior
cambio de su significado en Rougé, R O C M M , 274-291, 293-294, 302-319. Para la prim era fase, véase
Jaén Hatzfeld, Les trafiquants Italiens dans VOrient Hellénique (París, 1919), Part II, págs. Iv3 ss.
(esp. 193-196, 234-237).
13. Mesia Inferior, pues la ley va dirigida a ploro, que era prefecto del pretorio de oriente, y
Mesia Inferior, en la diócesis de Tracia, se hallaba en esa prefectura, mientras que Mesia Superior se
hallaba en la diócesis de Dacia y pertenecía a la prefectura de] pretorio de Iliria.
14. En latín dice «nobiliores natalibus et honorum luce conspicuos et patrim onio ditiores perni-
ciosum urbibus mercimonium exercere prohibemus, ut inter plebeium et negotiatores facilius sit emendí
vendendique commercium». He adoptado la traducción de Jones, L R E , 11.871, intentando simplemente
dar más fuerza a los adjetivos comparativos (nobiliores, ditiores) que en ios textos de este periodo
suelen usarse como formas suavizadas de superlativo, tanto en los textos legales como en autores
literarios del tipo de Ammiano.
15. SIG -, 11.880 = IG R R , 1.766 = A /J , 131. Hay una trad. ingl. en A R S , 224, n.° 274. Véase
Jones, C E R P \ 22-23 (rev. G. Mihailov).
16. Sobre los navicularii, véase Jones, RE, 57-59, 399-401 ¡ L R E , 11.827-829 (junto con III.272-274);
Rougé, ROCM M , 233-234, 239-243, 245-249, 263-265, 471-472, 480-483.
17. Cardascia, A D CH H , 329; seguido de Garnsey. SSLP R E , 258, n. í (el empleo de la palabra
negótiantes en el sentido de negotiatores es en todo caso único en el Digesto, X LV Il.xi.6.pr.). Yo
señalaría que C Th, X IlI.v.16.2 hace especial hincapié en que no se perm ita a otros negotiatores obtener
ia immunitas con la falsa pretensión de ser navicularii. Cf. más arriba y Dig., L.vi.l./?r.
18. Hay un breve esbozo, aunque muy útil en Jones, R E , 54-55, con referencias,
^ E SA R , V.236-252; F. H. Wilson; y R, Meiggs, Rornan Ostia (existe ahora una 2 .a edición de 1973), uno
f- de los mejores libros de los que disponemos sobre cualquier ciudad rom ana. Sobre Puteoli, véase J. H.
D ’Arms, «Puteoli in the second century of the Román Empire: a social and economic study», en J R S ,
ta 64 (1974), 104-124, con muchas referencias a ia bibliografía anterior.
).19. Sobre Lugdunum y Arelate, véase Jones, RE, 52-54. La situación era la misma en Narbona.
}, Elio no queda lo bastante claro en la exposición que hace Rostovtzeff en SE H R E 2, e.g. 1.166-167, 21Í.
'b 223, 225; 11.607, n. 21, 611-613, n. 27. Cf. Broughton, en Seager (ed.)5 CRR. 127-128, 129-130.
1.20. Sobre Palm ira, véase Jones, C E R P 2, 219, 231, 265-266 (junto con 458-459, notas 51-52),
563-564; R E, 55-57, 145; Rostovtzeff, S E H R E 1, 1.95 (junto con 11.575, nota 15), 157 (con 11.604-607,
:e notas 19-20), 171-172 (con 11.614-615, n. 34), 267-269 (con 11.662-663. notas 28, 31); The Caravan
te Cities (1932); «Les inscriptions caravaniéres de Palmyre», en Mél. G. Glotz (París, 1932), 11.793-811; I.
658 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
1. Cf. Finley, que habla de «trabajo dependiente o involuntario», expresión que utiliza para
incluir a «todos los que trabajaban para otro, no porque fueran integrantes de la casa de éste, como en
la familia campesina, ni porque se hubiera establecido un acuerdo voluntario, contractual (ya fuera por
un salario, honorarios o cuotas), sino porque se hallaban obligados a hacerlo debido a cierta condición
previa, como el haber nacido en una clase de dependientes, o por deudas, por captura o por cualquier
otra situación que, ya fuera por ley o por costumbre, les privaba autom áticam ente de cierta parte de su
libertad de opción y de acción, habítualmente a largo plazo o de por vida» (AE, 69).
2. Véase A rist.. A th . PoL, 2.2, 6.1, 9.1: Plut., Sol., 15.2, y otros textos; y cf. V.i. No puedo
admitir la interpretación de Finley, en SD, 168-171, a la situación de deudas soloniana, sobre la cual
espero poder publicar en breve un análisis (el artículo conjunto de A. Andrewes y él, que promete
Finley en SD, 169, n. 39, no ha sido publicado-todavía).
3. Sobre todas estas poblaciones «no libres», véase el índice a Lotze, M E D , s. vv. En cuanto a los
ilotas espartanos y los penestas tesalios, véase el texto de esta sección bajo el epígrafe «II. Servidum
bre», y las notas 18-19 (ilotas) y 20 (pienestas). Para los clarotas y mno'ítas de Creta, véase Lotze, MED,
4-25, 79; sobre los mariandinos de Heraclea Póntica, idem, 56-57, 74-75, 79; Magie, R R A M , 11.1192,
n. 24; Vidal-Naquet, RHGE, 37-38: asimismo las siguientes notas 3? y 52; y respecto a los ciliríos, cf.
Dunbabín, WG, 111, 414. Sobre los bitinios en el territorio de Bizancio, véase el texto de esta sección y
la n, 17. Para ciertas previsiones que prohibían la venta de algunos de estos siervos, véase el texto y las
notas 35-36.
4. Sobre la condición de los «penestas» de Etruria. véase esp. W. V. Harris, REU, ¡14-129 (esp.
121-122), cf. 31-40, 142. Para una exposición más reciente de los desarrollos socioeconómicos que hubo
en Etruria, con una numerosa bibliografía, véase M. Torelli, «Pour une histoire de Pesclavage en
Eírurie», en Actes du Colloque 1973 sur Vesclavage = Annales litiéraires de ¡’Univ. de Besan con, 182
(París, 1975), 99-113. Y véase Arnold Toynbee, HannibaVs Legacy (1965), 11.541-544, Para ejemplificar
la variedad de terminología que encontramos cada vez que salen a relucir siervos o gentes en situación
cuasiservil, tai vez valga la pena mencionar el hecho de que Diodoro, cuando trata de los etruscos en
V.40 (utilizando acaso a Posidonio), llega a hablar de oí deQaTevovres (§ 1), de ríbp ÓLaxovovvTuv
NOTAS (III. 1 0 -IV, PP. 156-171) 659
ais,
oi.’ícrwf ovx d'kíyos áQL&fíbs que se visten de forma más arreglada de lo que corresponde r¡ xcctcc
óouXtxt}v (§ 3), y de ol degá^evovres que naturalmente son distintos de ol ¿\evO((jot (§ 4).
43,
5. Juv., Sal. , X IV .145-151; cf. P. M erton, 92 (de 324 d. C.); Plut., M or., 170a ( = De Superstit.,
van
«A 10); Séneca, Epist., XC.39. En su Oral., XLVI.7 (que acaso date de comienzo de los ochenta), Dión
Crisóstomo cree que vale la pena jactarse de que ninguno de sus vecinos puede quejarse de haber sido
iros
desahuciado por él, ya fuera ju sta o injustamente. Cicerón achaca a M. Craso» en Parad., VI.46. de
; en
expulsiones vicinorum, probablemente una acusación corriente. Para una colección de pasajes que
ulta
'Ote,, ejemplifican la violencia que soiían inferir los ricos y poderosos a los pobres y humildes en el inundo
antiguo, véase el primer capítulo de MacMullen, R S R , esp. 1-12 (con sus notas, págs. 147 ss.). MacMu
s a!
xto,
llen habla de «la existencia de unos tipos de poder extralegales que alcanzaban un grado bastante
sorprendente» (idem, 7). Y véase VI.v y su n. 22.
del
6. El único ejemplo que he podido encontrar de un hombre influyente que ejerciera su patronaz
lero
go en Atenas, hasta el punto de interferir en el curso normal de la justicia, es la historia de Alcibíades
)ero
y Hegemón de Tasos, el parodista, en A ten., IX.407bc, procedente del escritor, para nada crítico, de jos
Y de
siglos iv-jii Camaleonte de Heraclea Póntica {Tuc., VIH.48-6 resulta aquí de lo más pertinente). Com
párese, en cambio, para el mundo rom ano, mi SVP, esp. 42-45.
3ara
7. Entre otras muchas obras, véase esp. Gunnar Landtman, The Origin o f the Inequality o f the
n la
esp.
Social Classes (1938), 227-286, esp. 228-229; y también H . J. Nieboer, Slavery as an Industrial System
(1900). En mi opinión, W. L. W estermann insistía con demasiado vigor en cienos «derechos» que él
creía que tenían los esclavos antiguos: véase sus SSG RA y la bibliografía que aparece en sus obras, idem
tory
i = 172-173.
8. Tenemos cierta información, generalmente en pequeños fragmentos, acerca de los esclavos de
las minas de plata (y plomo) del Laurion en el Ática: véase la exhaustiva obra de Siegfried Lauffer,
.186
Die Bergwerkssklayen yon Lqureion, l y II = Abhandl, der Akad;der.■'■Wiss:u. der Lit. In Mainz,
, de
Geistes-v. sozialwiss. Klasse, 1955, n.° 12, págs. 1101-1217 = 1-117, y 1956, n .f> 11, págs. 883-1018, y
que
l*-20* = 119-274 (para las revueltas que se produjeron en ellas en 7135-133 y en 7104-100 a.C ., véase
idem, 11.912-914 = 148-150 y 991-1015 = 227-251. Las principales fuentes para la primera revuelta son
Diod., XXXIV.2.19 y p ro s ^ y .9 ^ ^ y p a ra la segunda, PosÍd., fí3^í/v S7 F, 35v flpwrf A ten., VI.272ef).
Lucre;, VI.806-815, describe con simpatía el destino de los esclavos de las minas de oro de ia comarca
del Pangeo («Escapténsula», la Skapté Hule de Hdt, VI.46.3). Una horripilante descripción de los
p ara
efectos letales de la minería, en este caso en las minas de mercurio de Pimolisa, cerca de Pompeyópolis,
0 en
en Paflagonia (al oeste del río Halis, al norte de Asia Menor), nos la da Estrabón, 'X II.iii.40, pág. 562.
1p o r
Diodoro tiene dos relatos particularmente solidarios, acerca de las terribles condiciones reinantes en las
minas de oro de Egipto (111.12.1 hasta 14.5) y de plata de Hispania (V.35.Í hasta 38.3): véase Benjamín
ición
Farrington, Diodo rus Siculus (conferencia inaugura! en Swansea, 1936, publicada en 1937) = Head and
lu ier
Hand in Ancient Greece (1947), 69-70; asimismo I. G. Davies, en J H S , 75 (1955), 153, que aduce una
je su
serie de argumentos en favor de la validez del cuadro que reproduce D iodoro, incluyendo ciertos pasajes
uedo
paralelos dé las Cartas de san Cipriano. L a fuente para el primero de estos dos pasajes de Diodoro (el
cual
que se refiere a las minas de oro de Egipto) es Agatárquides de Cnido. que escribió una obra Sobre el
mete
mar Rojo a finales del siglo u a.C .: para el texto de los excerpic (realizados independientemente de ia
versión de Diodoro) dé Fócíó, véase Geogr. Graeci Minores, ed. C. Müller, í (París, 1855), 123-129,
frags. 23-29. Sobre Agatárquides, véase Fraser, PA, 1.173-174, 539-550 (esp, 543). Según Estrabón
a los
lll.ii.10, págs. 147-148, Poiibio escribió de las minas de plata situadas cerca de Nova Cartago, en
dum-
Hispania, diciendo que se empleaban en ellas 40.000 hombres y que el estado romano sacaba unos
IED,
ingresos de 25.000 dracmas (más de 4 talentos) diarias. Según Plinio, N H , X X X III.97, las minas de
1192,
plata hispanas en tiempos de Aníbal (finales del siglo m a.C.) producían 300 Ib. de plata diarias.
5, Cf.
9. Entre los pasajes literarios que hacen referencia a ios x ^ qis olxovvTes están Andóc., 1.38;
ión y
y i as
Esquin., 1.97: Teofr., Charact., XXX. 15; M znznd., Epitrep., 378-380, ed. F. H. Sandbach = 202-204
ed. A. Koerte (todos referidos a la áirotpoQá pagada a sus amos); y presumiblemente Ps.-Jen., Ath.
pol., 1.11 (en donde los amos se convierten en «esclavos de sus esclavos»); cf. Teles, fr. IVb (págs.
(esp.
46-47, ed. O. Hense. 1909), apud Estob., AnthoL, V. pág. 786 (ed. Hense. 1912). En Ps.-Dem.,
hubo
XLV1I.72, la esclava que x^Q^' es una liberta; Dem., IV .36 debe de referirse sobre todo, si no
;e en
enteramente, a libertos; y Anecd. Gr., i . 316.11-13 (ed. I. Bekker) define a los x ^ qI-'olxovvres como
, 182
líbenos o esclavos. A Lampis, mencionado una y otra vez en Ps.-Dem ., XXXIV, se le llama «dueño de
¡fícar
un barco» unas veces ( vc¿vx\ t)qos, § 6) y otras «esclavo» de Dión { o í x e r i en § 5; § 10 lo pone entre los
ición
)s en
Traloes de Dión); sí era esclavo, podría considerársele un x<^Q^ olxür, pero yo creo que es más probable
que fuera liberto, como creía Sandys (véase su nota a F. A. Paiey y J. E. Sandys, Select Prívate
VTO )V
Orations o f Demosthenes, P [1898], 5n). De los xíúqls oíxovi'Tes tenemos que distinguir en principio s
660 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
los esclavos alquilados a otros (y a los que se hace referencia con expresiones tales como dvóyá7ro¿¡a
¡LLadofpoQovvTo), como en Ps.-Jen., A th . po l., 1.17; Jen., De vect., IV ,14-15, 19, 23; ise.. VIII.35;
Ps.-Dem ., LIIL20-21; Dem., XXVIL20-21, junto con XXVIII. 12; T eofr., Char., XXX. 17; Anecd.
Gr., 1-212.12-13 (ed. Bekker); cf. Plaut., A sin., 441-443. No conozco ningún estudio satisfactorio del
tema. Véase como más reciente Elena Perotti, «Esclaves xwyls oixovvres», en A ctes du Colloque 1972
su r Vesclavage (Centre de Recherches d ’histoire ancienne, vol. 11) = Annales littéraires de FUniversité
de Besancon, 163 (París, 1974), 47-56; y «Contribution á l’étude d ’une autre catégorie desclaves
attiques: les áv&Qáiroóa /¿todo<poQovvTa», en Actes ... 1973 ... (..., vol.18) = vlnna/eí 182 (París,
1976), 179-191, cf. 192-194. Véase asimismo, para el Egipto grecorrom ano, I. Biezuñska-Maíowist, «Les
esclaves payant F úTrotpoQá dans l’Égipte gréco-romaine», en JJP, 15 (1965), 65-72; «Quelques formes
non typiques de Pesclavage dans le monde aneien», en A ntichnoe Obshchestvo [ — Sociedad antigua]
(Moscú, 1967), 91-96, el último de ellos con una referencia (92 y n. 1) a un artículo, al parecer muy útil,
escrito en ruso (lengua en la que no sé leer), de Emiiy Grace Kazakevitch, publicado en VDI (1960, n.°
3), 23-42.
10. Entre los diversos pasajes que recomiendan el cuidado de los esclavos enfermos, véase e.g.
Jen., M em ., IIiv .3 ; x.2; Oecón., VI 1.37. El despiadado consejo de Catón está en De Agrie., ii.4, 7.
11. Varrón, R R , Lxvii.2-3; cf. P lut., Crass., 2.7, donde se dice que Craso se preocupaba de sus
esclavos como si fueran herramientas vivas de la economía de su casa, eco de A rist., EN, VIII. 11,
H 6 \b A ( c f ,Pol., 1.4; 1253b32). Los pasajes de Columela son R R , Lvii.4 (tierras con un clima demasia
do riguroso o suelo árido), 6-7 (fincás alejadas).,
12. F. L. Olmsted, Journey in the Seaboard Slave States (1856, reeditado en 1904), 11.192-193;
The Cotton Kingdom (1861; ed. A. M. Schlesinger, 1953), 214-215.
13. Los dispensatores imperiales del principado, aunque de status siempre esclavos (ni siquiera
libertos), son considerados por P. R. C. Weaver (1a principal autoridad en la fam ilia Caesaris) como
funcionarios «de grado medio» dentro de ia burocracia imperial: véase su escrito en &4S (ed. Finley),
129-132; cf. su artículo « Vicarius and vicarianus in the Familia Caesaris», en JRS, 54 (1964), 117 ss.,
en 118-120; y su Familia Caesaris (1972), 201-206, 251-252, etc.
13a. En un interesante y útil artículo, aunque muy parcial y a veces descuidado, aparecido cuando
este libro estaba ya en prensa («Rural labour in three Román provinces», en Non-Slave Labour in the
Greco-Román W orld, ed. Peter Garnsey = Camb. Philol. Soc., SuppL Vol. 6 [1980], 73-99, en 77), C.
R. W hittaker comete precisamente este error: llega a hablar de esclavos mencionados en inscripciones
ocupando puestos adm inistrativos, como si estuvieran «ocupados de la supervisión de la Finca, en la
recaudación de la renta [“ o del servicio doméstico” , irrelevante ahora], pero no en la producción» (las
cursivas son mías), como si la «producción» aconteciera sólo en los niveles más bajos del trabajo. En la
siguiente página llega a decir, con cierta exageración (haciendo referencia a Gsell, ERAR, mencionado
un poco antes en nuestro texto), que el «celebrado catálogo de esclavos rurales del Africa romana
realizado por Gsell puede reducirse casi por entero, sin mucha violencia, a un personal supervisor y
doméstico». Se ignora así, por ejemplo, la gran finca trabajada por esclavos de Pudentila, cerca de Ea,
en Tripolitania. a mediados dei siglo n. que casualmente sólo conocemos por la existencia de un texto
literario único como es la Apología de Apuleyo. W hittaker hace la referencia más breve posible a ApoL,
93 en su n. 27, pero sin mencionar e! gran número de esclavos (400 o más) ni otro pasaje del mismo
discurso, § 87, que demuestra que por lo menos gran parte de la finca era explotada mediante el trabajo
de esclavos. No hay nada que dé a entender que esta situación fuera excepcional, y puede que existiera
una cantidad bastante numerosa de fincas trabajadas por esclavos en el norte de África, por mucho que
la mayoría de 1a población agrícola fuera como W hittaker dice que era. Constituye un serio error de
método forzar siempre ios pocos testimonios de los que disponemos en una sola dirección, y pretender
que podemos saber que el trabajo de los esclavos era casi inexistente en zonas en las que los testimonios
son escasos y en gran medida epigráficos. Y e! manejo que hace W hittaker de los textos es a veces
equívoco. Llega a decir, por ejemplo, que en Diod., XIV.77.3, «los 200.000 libios que se rebelaron
contra Cartago en 396 a.C . son llamados “ esclavos” » equivocadamente (78; cf. «200.000 esclavos y
otros», en la pág. 338 de su artículo aparecido en Klio, 60, 1978). De hecho, Diodoro, lejos de hablar
de 200.000 «esclavos», dice que ios aliados de Cartago formaron un ejército y que luego se les unieron
«hombres Ubres y esclavos»; no se hace mayor hincapié en los esclavos, a quienes no se vuelve a
mencionar. Evidentemente W hittaker sabe más de África y ia Galia que de Asia. N o hubiera hablado
con tanta seguridad del supuesto «predominio clarísimo de los laoi en ias tierras de los reinos helenísti
cos» (77) si hubiera recogido todas las referencias que se han conservado en torno a los laoi, que, de
hecho, son pocas, y por lo general limitadas a localidades específicas, sin que suelan permitirnos sacar
ninguna conclusión acerca de la condición que tenían, excepto que se trataba de «nativos» no heleniza-
NOTAS (III .IV , PP. 171-180) 661
¿a dos carentes de derechos políticos. Se equivoca asimismo W hittaker al suponer que los términos parob
)5; koi y katoikountes «puede admitirse por lo general que se refieren ... a campesinos que tienen diversas
-d form as de dependencia» (77, las cursivas son mías): sobre el significado de paroikos, equiparado en el
j ej período romano a Íncola (que no im plicaba ningún matiz de «dependencia»), véase Liii, n, 15, y II.v,
)j2 n. 30, incluida la referencia a Welles, RC H P, págs. 353, 345. Resulta equívoco afirm ar que en la
:ité inscripción de Éfeso, SIG \ 742, los paroikoi son «colocados al lado de ios criados del templo y los
ves libertos» (83), sin mencionar también a los isoteleis (categoría privilegiada de no ciudadanos), al lado de
quienes son igualmente «colocados» (en ia línea 44). Y de nuevo se equivoca W hittaker al negar (frente
_,¿s a J . Strubbe, «A group of Imperial estates in central Phrygía», en A nc. Soc., 6 [1975], 229-250, en 235)
nes que Soa (los soenos) se hubiera convertido en una polis en tiempos de IG R R , IV.605: el decreto procede
ua] de la @ov\j) y el orjfios, claro indicio de que es una polis, pues esta terminología no tiene parangón (por
til lo que yo sé) con la de una simple aldea, desde luego no en Siria ni en Asia M enor; cf. Jones, CERP1,
69, 393, n. 64, y, sobre toda la cuestión en general, IV.ii y su n. 36.
14. Véase Jones, L R E , 11.788-791, esp. 790 (junto con III.254, n. 48). Jerónim o
>g, E pist . ad Tit., L7 (M P L , XXVL566), presume que ei vilicus de su época sería esclavo.
7. - . y : 15. La bibliografía en torno a-las: revueltas de los Esclavos en la Antigüedad es muy amplia. El
sus mejor estudio por separado es, para los lectores ingleses, Vogt, A S IM (en traducción inglesa), 39-92,
■jl junto con 213-214, que hace suficientes referencias a otras obras. Véase tam bién, e.g., Toynbee, H L,
3ia_ 11.313-331. Sobre las revueltas en las minas de plata de Atenas durante la segunda mitad del siglo n,
véase la anterior n. 8; y para la guerra de Aristonico en Asia Menor en 133-129 a.C ., véase el apéndice
93; IV, § 3 ad init. y su n. 8. No tengo por qué perder más tiempo con la «revuelta de Sáumaco» en la
región del Bosforo a finales del siglo ü a.C ., pues no hay motivos para suponer que Sáumaco fuera
era esclavo. [En apoyo de esta opinión puedo citar ahora a Zeev Wolfgang Rubinsohn, «Saumakos: ancient
m0 history, modern politics», en Historia, 29 (1980), 50-70, artículo que apareció cuando el libro ya estaba
terminado. Incluye una traducción inglesa de la inscripción de D iofanto. procedente del Quersoneso,
¡s .’ SIG '\ 709 = IOSPE, F.352J.
16, Para la identificación de originarii/originales y adscripticii /iva-roy qgíóoi, véa
ado &4S (ed. Finley), 298-299 ss, = i?£v 302'303 ss.; y 7?£', 417. La ley de Valentiniano I y sus coempera-
¡he dores de c. 370, es CJ, Xl.xlviii.7./?r.: «Ouemadmodum originarios absque térra, ita rústicos censitos-
q que servos vendí omnifariam non licet» (hay que datarla entre el nom bram iento de Graciano como
ines augusto en 367 y 1a muerte de Valentiniano I en 375). La medida fue abrogada (probablemente por
1 ja Teodorico II entre 450-460, para la Galia visigoda: véase Jolowicz y Nicholas, H I S R L \ 468) en virtud
(las de § 142 dei Edictum Theodorici (en F1RA-, 11.683-710), que al parecer derogaba tam bién una prohibi-
n ja ción aún más restrictiva de los derechos que los amos tenían a comerciar con sus esclavos que la
ado constitución arriba mencionada: véase M arc Bloch, en CEHE, P.252. En 327 C onstantino había orde-
ana nado que los esclavos incluidos en las listas del censo (mancipía ascripta censibus) se pudieran vender
)r y sólo dentro de la propia provincia: CTh, X I.iii.2, dirigida al Comes Macedoniae (¿se entendía acaso que
£a la ley era válida sólo para la diócesis de M acedonia?)¿ En C773, II.xxv.l (tal vez de 334) Constantino
ÍXto protestaba de la ruptura innecesaria de las familias esclavas cuando se dividieron entre propietarios
f£)/_ particulares las fincas que la familia imperial tenía en Cerdeña, prohibiendo tales prácticas para el
smo futuro (en la versión de CJ, III.xxxviiL ll, se han interpolado referencias a los coloni adscripticii e
)ajo inquilini). Pero aunque Constantino habla en términos generales de lo poco aconsejable que es romper
jera las familias, los términos reales de la ley, incluso en su forma más amplia de CJ, se aplicarían sólo a la
qUe división de fincas. En 349, Constancio II, teniendo en cuenta que, en determinadas (pero no especifica-
r de das) circunstancias, los soldados en servicio podrían obtener permiso imperial para tener consigo a sus
lcjer familias (familiae), limita la medida específicamente a sus «esposas, hijos y esclavos comprados con su
njo s pecuiium castrense», excluyendo a sus «esclavos incluidos en las listas del censo» (servos ... ascriptos
eces censibus): CTh, VILi.3 = CJ, XII.xxxv.10.
ir0n 17. Cf. Poíib., IVJii.7, donde los Xaoí devueltos a los bizantinos por Prusias í son, sin duda, tos
3S y siervos bitinios. Véase W albank, H C P , 1.507.
¿lar Tuc., 1.101.2 (cf. II.v, en la pág. XX). Tucídides dice que la mayoría de ios ilotas eran
iror¡ mesenios, y que por eso llegaron todos a llamarse «mesenios». Habla dos veces de «mesenios e ilotas»
/e a (V.35.6; 56.2), y una de «los mesenios y los demás ilotas» (35.7), que se juntaron con «desertores de.
ado Laconia» (quizá algunos periecos, así como ilotas laconios), pero en 56.3 son simplemente «los ilotas de
Cranlos». Sin embargo hace referencia más de veinte veces a todos los que se fueron a Naupacto
de llamándolos «mesenios», y así es como se llamaban a sí mismos los que se asentaron allí (M /L, 74.1).
icar Sin duda alguna, los que sobrevivieron a ia revuelta de 465-464 y ss. eran principalmente mesenios.
jza. Diod., XL63-64, 84.7-8, es muy poco de fiar (nótense esp. las exageraciones de 63.1, 4). Aunque el
662 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
terremoto se produjo en Laconia, de hecho en la propia Esparta, y habría cabido esperar, por tanto,
que los ilotas laconios aprovecharan la oportunidad para rebelarse (como, de hecho, debieron de hacer
algunos), Diodoro atribuye el papel principal a los mesenios (64.1, 2), sin hablar hasta más tarde de que
«los ilotas [laconios]» se rebelaron «todos a la vez» lo que debe ser una exageración) y se
unieron a los «mesenios» (64.4). O tra vez, en 84.7-8, es sólo a ios mesenios a los que se permitió ir de
Itome a Naupacto; los espartanos, dice Diodoro, castigaron (con la pena de m uerte, desde luego) a
aquellos «ilotas» que habían sido autores de la revuelta, y «esclavizaron» a ios demás, quizá una mala
m anera de entender Éforo (casi sin duda alguna la fuente que utiliza aquí Diodoro) la lengua de
Tucídides, que llama a todos ios que se establecieron en Naupacto «mesenios» (véase más arriba).
19. Arrian o. Ind., 10.9 (escrito a mediados del siglo ii), habla de ios ilotas espártanos como si
todavía existieran en su época; pero no tienen por qué causarnos ningún problem a, pues Arriano
simplemente transcribe aquí su fuente, Megástenes, que escribió alrededor de 300 a.C . (P. A. Brunt,
cuyo conocimiento de A rriano no ha sido superado, y que está preparando una nueva edición del
segundo volumen de Arriano para Loeb, me comunica que él considera que ése tipo de descuidos
constituye una característica de este au to r). Quizá alguno s de los ilotas que qú ed aro n después de la
época de Nabis lograran la libertad y otros se convirtieran en esclavos totales. P ara una refutación
suficiente de Las teorías propuestas por Chrimes y Robins, véase B. Shimron, «Nabis o f Sparta and the
Hélots», en CP, 61 (1966), 1-7. ,,
20. Entre los textos más interesantes sobre los penestas de Tesalia están Dem., X X III. 199, junto
con X III,23 (Menón el Tesalio lleva a 200 o 300 de sus penestas a Atenas, para que sirvieran en la
caballería a sus órdenes); A rquém aco. FG rH, 424 F, 1, apud Aten., VI.264ab; Jen.. HG, V I.i.11;
Teopomp., FGrH, 115 F, 81, apud A ten., VI.259f-260a. No conozco ninguna referencia más a los
penestas en ningún contexto histórico creíble con posterioridad al siglo ¡\ a.C. Véase asimismo Lotze,
M E D , 48-53, 79. Sobre el hecho de que los penestas no pudieran ser vendidos al margen de la tierra,
véase la siguiente n. 35.
21. Véase Eleanór Searle, L ordship and Community: B a n k A bbey and its Banlieu, 1066-1538
(Toromo, 1974), 167, 174-175, 183, 194, 267-337 (esp: 268-269; 272-286).
22. Sobre algunos de esos regalos hechos por los reyes de Persia e incluso por los sátrapas, véanse
mis OPW , 38-40. No debemos añadir a ellos e! regalo que le hizo Farnabazo a Alcibíades, según cuenta
Nepote, A lcib ., 9.3, tremendo error de Nepote o de su fuente: véase Hatzfeld, Ah:.2., 342, n. 3.
23. Sobre el injusto trato que recibe Ajab, como cabría esperar, de los autores dei libro de los
Reyes, véase mi «Herodotus», en Greece <£ R o m e , 24 (1977), 130-148, en 132-133 y n. 3. En su forma
actual, Reyes I y II son, por supuesto, bastante posteriores a) remado de Ajab (c. 850); pero yo creo que
el cuadro que se traza en la historia de N abot sobre el modo de ocupación de la tierra que tenían los
israelitas es verosímilmente histórico.
24. Sólo tengo que citar a Tod. SGH1, 11.185. esp. línea 11, donde pretende que la es suya,
con la importante consecuencia de que quedaba sujeta a ¡pógoL. como demuestra la siguiente frase.
Podemos ver anunciada dicha pretensión en Jas Helénicas de Jenofonte, en donde las propiedades de la
subsátrapa Mania (III.i. 12) son tratadas como si lucran las propiedades de su amo Farnabazo, por lo
que se considera que han pasado a manos de los vencedores de éste (§ 26). N aturalm ente, a juicio de los
griegos, hasta un sátrapa no era más que un «esclavo» del Gran Rey (véase Jen., H G , IV.i.36:
6fi5ov\ovs); cf. la supuesta carta de Darío I, M /L , 12, dirigida a Vabárca j óoúXüh (líneas 3-4), en la que
el rey habla de [t]t/v -é^qv ... [■y]^;-'. Los griegos y macedonios del siglo tv no distinguían con tanta
claridad como nosotros entre soberanía y propiedad, y no estoy seguro de cuál era realmente la
situación en la Persia aqueménida.
25. A ese año se le llama «el año 59.°» (de la era seléucida: es.decir, 254-253 a.C . Véase Welles,
R C H P , págs. 95-96 (comentario a n.° 18.8-10).
26. Estoy pensando, en particular, en los recientes artículos de Pierre Briant, esp. RLER =
«Remarques sur les “ Laoi” et esclaves ruraux en Asie Mineure héliénistique», en A ctes du Colloque
1971 sur l ’esclavage = Anuales litiéraires de ¡’Uníversité de Besan con, 140 (París, 1972), 93-133, en
103-105. Briant cree que es «seguro» que los \a o i de la inscripción de Laodice (Welles, RCHP, 18.8,
12, 26) no podían venderse con las tierras: cree que Laodice recibía sólo las rentas de las tierras. Tal
error se hasa, al parccer, en dos premisas equivocadas. En primer lugar, Briant pone gran énfasis en el
hecho, señalado por Bikerman (y que yo también acepto), de que los campesinos se hallan vinculados a
su aldea y no a sus parcelas concretas: son más adscripti vico que adscripti glebac (así se encontraban
también algunos campesinos tardorrom anos: véase TV.iii, § § 20-21). Pero a menos que pretendamos,
gratuitamente, que el griego no quiere decir lo q u e dice, hemos de adm itir que la propia aldea era
traspasada con toda seguridad a Laodice; y ello no da pie a negar que sus campesinos pasaran también
NOTAS (III. IV, PP. 180-184) 663
a l a ex reina, como nuestro documento dice explícitamente. En segundo lugar, Briant no ha entendido
correctamente, al parecer, las líneas 7-13 de la inscripción (que han sido bien traducidas por Welles). Me
imagino que se habría visto inducido a error por la referencia que se hace en las lineas 9-10 a «las rentas
del año [seléucida] 59.°» (cf. la anterior n. 25), y tal vez no se haya dado cuenta de que se especifica
este punto simplemente para dejar patente con exactitud en qué momento tiene que hacerse cargo
Laódice de las rentas: aquí resulta de lo más pertinente RCHP, 70.9.
27. Reeditado ahora como C. Ord. P to l., 21-22. Este documento ha sido analizado una y otra vez
desde su primera publicación hace más de 40 años por obra de H. Liebesny, «Ein Eriass des Kónigs
Ftolom aios í Philadelphos über die Deklaration von Vieh u. Sklaven in Svrien u. Phónikien», er. Aeg.,
16 (1936), 257-291. Bastaría con citar a Rostovtzeff, SEH H W , L240-246 (jum o con III. 1400. n. 135), y
el estudio más reciente, que es excepcionaimente claro y perspicaz, de Biezunska-Mafowist, E E G R , í
(3974), 20 ss., esp. 24-25, 29-31.
28. Biezuñska-Malowist, EEG R, 1.25; Rostovtzeff, SEH H W , 1.342-343.
29. Véase Pippidi, PMOA, en P TG A (ed. M. I. Finley), en 75-76. Hace referencia a «paysans
dépendants» y los compara con los ychagCdrai o á^a^M Tai cretenses.
30. Sobre otros testimonios, que, si no, no se discutirían aquí, y que tal vez den indicio de la
presencia de siervos nativos, véase e.g. A ten., XV.697d, en donde Átalo 1 de Pérgamo nombra un
ótxaoTTjs ... pauiXtxwv tüiv ttí^i 77)v AioXíóa: (a menos que leamos oixocurrís ^a a iktxó s, con Atkinson,
SGCWAM, 39, n . 32); P iut,, E u m e n 8.9 (acibara en el territorio de Celenas, c. 321 a.C.); SIG',
282.14-15 y Welles, R C H P , 8 B.3 ss. (pedieis en Priene); OGIS, 215 y 351 (= Inschr. von Priene, 18 y
39: aúpara); SIGK 279.4-5 y Michel, RJG, 531.27 = SGDI, III.ii.5533 e.6 (Zelea); Estrabón, XILii.9,
pág. 539 {Jos reyes de Capadocia habían poseído aúnara en la región de Mazaca). Agatárq. Cnid.,
FGrH, 86 F, 17, apud Aten., VI.272d, se menciona ya en el texto. Un término no técnico que, por lo
general, lo mejor e.s traducir por «dependientes» (su equivalente latino es clientes), es irtkárai: véase
e.g. CIRB, 976 = IOSPE, 11.353, línea 5 (inscripción de Remetalces, 15 d.C ., procedente del «reino del
Bosforo»); P lut., Crass., 2VS1 (partos); cf. los TtQoarekároa de los «árdiebs» ilirios, que seguramente
eran siervos y llegaban a ser com parados por Teopompo con los ilotas de Esparta (véase el texto,
inmediatamente después de dar la n. 17).
31. La inscripción de Mnesímaco fue publicada por primera vez por W. H . Buckler y D. M.
Robinson, en A J A , 16 (1912), 11-82. y posteriormente en su edición de las inscripciones de Sardes,
Sardis, VII.i (Leiden, 1932), n .‘: 1. H a vuelto a ser reeditada recientemente con traducción inglesa y una
reinterpretación, obra de ü . M. T. Atkinsoñ, «A Helienistic land conveyance: the éstate of Mnesima-
chus in the plain of Sardis», en Historia, 21 (1972), 45-74, cuyo análisis acepto en términos generales
(las líneas relevantes aquí son 1.11, 14-15, 16; 11.5): Su conclusión más im portante (que, desde luego, es
correcta) es que la transacción primitiva era lo qué los juristas ingleses llaman una «traspaso» y no una
«hipoteca». Véase asimismo el articulo anterior de esta misma autora, SGCWAM, esp. (acerca de la
finca de Mnesímaco) 37, 40. Estoy también de acuerdo con ella en que Mnesímaco no debía de poseer
la hacienda en propiedad franca: su ocupación es totalmente diferente de la que se concede e.g. a
Laódice v Arsitodícides (Welles, R C H P , 18-20 y 10-13). Debo decir que no me satisface tratar aquí a los
olxeTCti. como esclavos, pues la palabra xa ro txo vvT ^, que seles aplica en 1.16 no se utiliza, por lo que
he venido viendo, para los esclavos.
32. El mejor análisis general breve que conozco es el de Rostovtzeff, SE H H W , 1.277 y ss. (esp.
277-280); IL 3196-1200, etc. Me ha parecido también muy instructiva la monografía completa realizada
por Iza Biezuriska-Maíowist, E E G R . I, acerca del período ptolemaico; no he leído el volumen II,
dedicado al período rom ano, hasta que había acabado esta sección. Se h a mostrado mucho interés por
este tema en Sos últimos años por parte de los especialistas soviéticos, pero como no sé leer en ruso no
he podido examinar ninguna de las obras que voy a mencionar ahora hasta que se acabe prácticamente
esta parte del libro. Las principales obras que han llegado a mi conocimiento son las siguientes:
1) La monografía de 36 páginas en ruso realizada por N. N. Pikus (pikous), cuyo título en francés
seria Agriculteurs rovaux [producteurs immédiats] et ariisans dans VEgypie du 3e siécle av. n. é.
(Moscú, -1969)v con la reseña de Heinz Heinen en CE, 45 (1970), 186-188.
2) La aportación de Pikus a las A cíes du X e Congres imernat. de Papyrologues (Varsovia/Craco-
via, 1961), ed. J. Woiski (Varsovia, etc.. 1964), 97-107, titulada «L’esciavags dans PEgypte heí!énistique>..
3) Un libro en ruso de 244 págs., obra de K. K. Zelvvn (y M. K. Trofímova), cuyo título en francés
sería Les fo rm es de dépendance dans ia Méditerranée orieniaie e l ’époque Héllémsiique (Moscú, 1969).
Consta de tres estudios distintos, el primero de los cuaies. obra de Zelvin, «Les formes de dépendance
á Tépoque héllénistique» (págs. 11-119). suena particularmente interesante, según la reseña que hace I.
F. Fikhman en CE, 45 (1970), 182-186, en 183-584.
664 LA LUCHA. DE CLASES ÍEN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
4) El artículo de Zelyin en VDI (1967, n .c 2), 7-31, en ruso con resumen en inglés, cuyo título en
inglés es «Principies o í morphological ciassification of i'orms of dependence».
5) Un libro originalmente publicado en ruso por T. V. Blavatskaia, E. S. Golubtsova y A. 1.
Pavolovskaia (Moscú, 1969), y posteriormente traducido al alemán con el título Die Ski a ven in hellenis
tischen Staaten im 3.-1. Jh. v. C hr., W iesbaden, 1972, cuya tercera parte original, de Pavlovskaia,
obtuvo una reseña de Biezuriska-Malowist en francés en CE, 46 (1971), 206-209.
6) Un artículo de Pavlovskaia en VDI (1976, n.° 2), 73-84, en ruso con resumen en inglés, cuyo
título en esta última lengua es «Slaves in agrículture in Román Egypt».
En mi opinión tal vez se haya hecho demasiado hincapié por parte de ciertos especialistas en el
hecho de que los arrendamientos conocidos (en unas zonas muy limitadas), a comienzos del período
ptolemaico especialmente, parecen ser «contratos libres». Los campesinos sé hallaban estrictamente
controlados en muchas de sus actividades agrícolas (véase e.g. Rostovtzeff, SE H H W , 1.279-280, 317,
320). Los que se ocupaban de la producción de aceites vegetales se hallaban vigilados y -regulados hasta
unos extremos increíbles: véase id., 302-305, basado especialmente en P. Rev. Laws, en pane reeditado
en W. Chr., 258 (cois. 1-22), 249 (36-37), 299 (38-58), 181 (73-78); y en H unt y Edgar, SP, 11.10-35, n.°
203 (cois. 38-56). Considero que la cuestión del papel desempeñado por los esclavos en la vida econó
mica de Egipto sigue estando todavía abierta. En cuanto al empleo de esclavos en la agricultura durante
el período ptolemaico, com parto la opinión recientemente expresada por Biezuñska-Maíowist (en contra
de Claire Préaux), según la cual «el problem a no puede quedar resuelto definitivam ente según el estado
actual de las fuentes» (E E G R , 1.59). Aunque en la misma obra llega a decir más adelante que parece
justificado concluir que la esclavitud «tenía bien poca importancia, sólo como form a de trabajo en los
ámbitos básicos de ia producción» {idem, 139, cf. 82), sin embargo afirm a también «al menos tuvo
incidencia en las ciudades griegas, donde la esclavitud de tipo clásico tenía bastante importancia, y
donde el número de esclavos debió de sobrepasar las modestas cifras que a veces se admiten en la
literatura sobre este lema» (idem, 105). Incluso para la xúqoí egipcia ha dem ostrado muy bien que la
posesión de esclavos en el Egipto ptolemaico no se limitaba en absoluto a ios ricos, sino que bajaba
bastante en la escala social: resultó «muy difundida en las casas de personas, poco acomodadas»
(ENMM, 159, cf. 158 y esp. el primer párrafo de 161, acerca de «el papel desempeñado por esclavos en
las modestas casas egipcias»). Véase también sobre este tema su E E G R , 1.134-136, 138-139, y dos
artículos (ya citados en la anterior n. 9): «Les esclaves payant FaTrocopá dans l’Égypte gréco-romaine»,
en JJP, 15 (1965), en 70-72; y «Quelques formes non typiques deTésclavage dans le monde ancien», en
Antichnoe Obshchestvo [= A ncient Society] (Moscú, 1967), en 92-94, 96. Si hasta ia gente de fortuna
mediana utilizaba esclavos, seguramente ios que fueran verdaderamente ricos probablemente hubieran
utilizado más. Si la clase propietaria en general no utilizaba en gran m edida el trabajo de esclavos en
Egipto, excepto para las tareas domésticas y en ios talleres de las escasas ciudades (véase esp. Bell.
Alexandr., 2.2), yo supongo que, entonces, la condición de los hombres libres pobres (campesinos,
artesanos, jornaleros y otros) estaba tan sometida que hacía superfluo el esclavismo legal. Sin embargo,
tengo la sospecha de que el trabajo no libre tal vez desempeñara un pape! más grande a la hora de
proporcionar su excedente a la clase de los propietarios de lo que la m ayoría de los egiptólogos se han
tomado interés en dem ostrar, interesados principalmente como han estado en asuntos como la aporta
ción de los esclavos a la vida económica en general, y no en el papel que tuvieron a la hora de
proporcionar su excedente a una clase bastante reducida de propietarios. En particular, tal vez fueran
más importantes de lo que se ha querido reconocer por lo general ciertas formas de servidumbre por
deudas, incluidas las variedades más onerosas de paramoné (véase la siguiente n. 73). Y también puede
que contara mucho más de lo que parece en muchas obras modernas la esclavitud mercancía, si la
contemplamos de la manera que yo defiendo, como medio de proporcionar a la clase de los propietarios
su excedente, y si estamos, por lo tanto, dispuestos a no desanimarnos por el hecho de que los egipcios
libres corrientes no poseyeran ningún esclavo, ni más ni menos que los hombres libres pobres del resto
del mundo griego y rom ano, que poseían como máximo uno o dos esclavos que, normalmente, trabaja
ban con él, como (por ejemplo) los atenienses pobres (véase Jen., M em ., ÍLiii.3). También pudiera ser,
no obstante, que ias presiones, de índole económica y no económica, a las que se veían .sometidos los
egipcios de clase humilde, y el hecho de que parezca que costara menos mantenerse allí que en cualquier
otro sitio del mundo grecorromano (véase Diod. Síc.. 1.80.5-6), fueran tan eficaces que pudiera extraer
se en Egipto un excedente m ayor de la población libre que el que se les podía extorsionar en el resto del
mundo mediterráneo, por lo que habría habido menos necesidad allí de tener esclavos.
33. No ha sido muy apreciada su significación ni siquiera por los dos especialistas marxistas que
más recientemente han hecho unos análisis interesantes de la ocupación de la tierra en oriente: Heinz
Kreissig y Pierre Briant. Sobre sus principales obras en este campo, véase esp. Briant, RLER (en
n o ta s (III. i v , pp. 184-185) 665
) en
francés) y DDAHA (en alemán), y Kreissig. LPH O (en inglés): las notas que aparecen en estos tres
. 1, artículos citan todo el material de im portancia restante, excepto las obras de A. H. M. Jones, que son
nís- curiosamente ignoradas. Como ya no tendré ocasión de hacer más referencia a ello, mencionaré ahora
aia, un reciente y útilísimo artículo de una especialista soviética, I. S. Svencickaja, «Some problems of
agradan relations in the province of Asia», en Eirene, 15 (1977), 27-54, que naturalm ente trata del
uyo período romano. Cita muchos testimonios epigráficos y trata con mucha agudeza ios problemas en los
que se centra. Otros dos artículos anteriores de esta misma autora, escritos en ruso, los conozco sólo
i el por sus resúmenes en inglés, «The condiíion of the kaoi in the Seleucid kingdom», en VDI (1971. n .‘
odo 1). 16, y «The condition of the agricultural workers on the imperial domains in the province of Asia»,
inte m VDI, (1973. n .c 3), 55, donde el nom bre de ia autora aparece en su form a anglizada «Sventsitskaya»
117, en ambos casos. [Sólo cuando ya estaba en prensa el libro conocí el de Kreissig, Wirtschaft und
ista Gesellschaft im Seieukidenreich: Die Eigentums- und die Abhangigkaitsverhaíinisse (Berlín, 1978), que
ado contiene una útilísima lista de los artículos y monografías relevantes de Kreissig hasta 1975 en su pág.
n .° 129; añádase el articulo de Klio, 1977, mencionado en la siguiente nota].
■nó- 34. Los que no estén familiarizados con el tema de la te^oóoiAio: pueden empezar por leer ei
tnte excelente articulito de F. R. W aitón, «H ierodouloi», en OCD'\ 514. Véase asimismo Pierre Debord,
itra «L’esclavage sacré: É tat de 1a question», en Actes du Colloque 1971 sur Vesciavage = Ármales lití. de
ado rU niw de Besangon, 140 (París, 1972), 135-150, con una extensa bibliografía; H epding, «Hierodouloi»,
:eCe en R E , VIH.ii (1913), 1459-1468; Bbmer, U RSG R, 11,149-189; III.457-470 ( « 215-228). Sobre los
los hierodulos de Asia M enor, véase Broughton, en ES.4K (ed. Frank), IV.636, 641-645, 684. Para Asia
□vo M enor y Siria, véase H. Kreissig, «Tempelland, Katoikeni Hierodulen im Seleukidenreich>>, en Klio, 59
v (1977), 375-380. Para Egipto, véase esp. Rostovtzeff, SEH H W , 1.280-284 (junto con III.13S3-13S4, n.
i ja 90), 321-323; y W. Otto, Beitrage zur Hierodoulie im hellenistischen Á gypien ( = Abhandl.. Bayer.
e }a Akad. d. Wiss.. Philos.-hist. KIasse, M uních, n. F. 29, 1950). [Una vez acabado ya este capítulo,
aba cuando se estaban corrigiendo las pruebas, leí el artículo de K.-W. Welwei, «Abhángige Landbevólke-
£s» rungen auf Tempelterritorien imheHenistischen Kleínasien und Syrien», en A nc, Soc., 10 (1979), 97-118.]
■jen 35. Sobre los ilotas de Esparta, véase Éforo, ^FGrH, 70 F , 117, apud E strab., VIII.v.4, pág. 365;
dos Mirón de Priene, FGrH, 106 F, 2 Aieneo, XIV,657cd; P lu t.y Inst. Lac., 41 = M or,, 239e (donde
ie», habría que comparai ¿ i r á g a T o v con t v m- & yet l v k \ e u ( } a i de H dt., VI.56; cf. mis O PW , 149-150). Sobre
, en los penestas de Tesalia, véase Arquémaco de Eubea, FGrH, 424 F, 1, apud A ten., VI.264ab. Para los
una mariandinos de Heraclea-Póntica, véase Posidonio, FGrH, 87 F, 8, apud Aten., VI.263d; Estrabón,
ran XII.iii. 4, pág: 542.
: en 36. Como mejor texto y más completo de todas las inscripciones relevantes de Commagene, véase
\ell. Helmut Waldmann, Die kommagenischen Kultreformen unter Konig M ithridates 1, Kallinikos und
ios, seinem Sohne Antiochos I ~ Études Préliminaires aux Religions Orientales dans l ’Empire Romain, 34
g0) (Leiden, 1973), en el que son relevantes las siguientes páginas: 1} págs. 59-79 (IG L S , 1.383 = Laum,
de S tifí., 11.148-153 = Michel, RIG , 735)f esp. 68 (líneas 171-186); 2) págs. 123-141 (IG LS, 1.47), esp. 125
ian (líneas 30-32) y 127 (líneas 89-101; 3) págs. 33-42 (IGLS, 1.51), esp. 34 (líneas 10-24); 4) págs. 80-122,
-ta- esp. 84 (lineas 66-69) y 87 (líneas 151-165).
de 37. to s dos mejores ejemplos de la forma de Í£qo6ov\ í a que a mí me interesa, aparte de los seis
ran mencionados ya en el texto (y en la nota anterior), son 1) la ;cw/¿ótoX¿í de Ameria, en el territorio de
5or Cabira del Ponto (Estrabón, XIII.iii.31, páf. 557); y 2) Albania - Azerbaiján (Estrabón, XI.iv.7, pág.
üde 503).
la 38, E .g. 1) Péssino de Galacia (Estrabón, X II.v.3, pág. 567); 2) Ezanos de Frigia (IGRR, IV.571
ios ~ OGIS, 11.502 y A E [1940], 44); 3) el templo de Zeus Abreteno en Misia (Estrabón, XII.viii.9, pág.
jos 574); 4) el templo de Zeus en Olba de Cilicia (XIViv.10, pág, 672); 5) el templo de Auaítis en Acisilene,
5to Y en otros lugares de Armenia (XI.xiv. 16, pág. 532); y 6) el templo de Zeus (Baal) en Betocece de
ja- Fenicia septentrional, tema de una serie de documentos (conocidos desde más de 200 años) inscritos en
er, la puerta norte de su períbolos, cuya publicación en IGLS, VII (1970), 4028 (con un buen comentario)
ios ha reemplazado a todas las demás (e.g. A /J , 147; OGIS* 262; IG RR, III. 1020; Welles, RCHP, 70). La
ier entrega que hicieron los Seléucidas «para siempre» de la xúfir) r¡ ’&caroxoLÚxr^vi} al dios, avv toI s
?r- ouiníVQovGí x a l xaO-qxovot. debía de incluir a sus campesinos. Parece que la aldea se hallaba en ei
jej territorio de Arado y no en e] de Apamea: véase H. Seyrig, «Antiquités syriennes 48. Arados er
Baetocaecé», en Syria, 28 (1951), 391-206. Estoy de acuerdo con Kreissig, L PO H , 20, en que esta
ue concesión le dio al templo la total posesión de las tierras. Más bibliografía sobre el tema de las tierras
nz de. los templos en Asia puede encontrarse en Magie, R R A M , 11.1016-1021, notas 62-66.
sn 39. Los ejemplos son: 1) el tempio de las Madres en Engio, Sicilia (Diod., IV .80.4-5; cf. 79.6-7};
y 2) el templo de A frodita en Erice, en Sicilia también: Estrabón menciona sólo ía presencia de gran
666 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
cantidad de prostitutas en tiempos pretéritos (íégo;' ... IegoooúXw ywai'xíby vkrjges t o ttocaouóv,
VI.ii.6, pág. 272); pero en los años setenta a.C. había pennulíi Venerii en él ( C i c Pro Cíuent., 43; y
véase Scramuzza, WVSS, y en Frank, E S A R , 111.317-318). Véase asimismo la anterior n, 34 para la
bibliografía sobre el tema de la teeoóouXía.
40. Sobre Comana Póntica, véase E strabón, XIIl.iii.36, pág. 559; sobre Corinto, VIII.vi .20, pág.
378 («más de mil uqóoov\ ol tra ig a i), cf, XII. iii. 36, pág. 559: sobre Erice, véase la nota anterior. Las
muchachas de H dt., 1.93.4; 94.1; 199, y Estrabón, XI.xiv.16, pág. 532, son de distinta categoría; su
status era temporal.
41. Véase e.g. Kreissig, L PH O , esp. 6, 26 («Oriental»); Briant, RLER, esp. 118 («asiático»), y
DDAHA; junto con sus muchas obras y las de Otros que citan en sus tres artículos. El énfasis que pone
Briant es distinto del de Kreissig: se centra en la aldea de campesinos, y se niega a emplear el término
«siervo», evidentemente por el prejuicio erróneo de que 1a servidumbre implica «feudalismo» y «modo
de producción feudal» (véase esp. RLER, 105-107. 118); por ello prefiere utilizar un térm ino tan vago
como dépendants (idem, 106),
42. Sobre los pedieis de Priene, véase SJG:, 282 (= JP, 3).14-15; Welles, R C H P . 8 (= iP ,
16).B.2, 3; OG1S, 11 (= IP, 14).5-6. Me parece a mí que Rostovtzeff tiene dem asiada seguridad en
SE H H W , 1.178-179, junto con I I I .1355, n. 44 (en donde la referencia que se hace a Rostovtzeff, SGRK
[«Kolonat») debe de ser probablemente a la pág. 260). Cf, la siguiente n, 46. Los avogáTroda de los que
se jactaba ante Jeries en 480 Pitio el Lidio de Celenas, tai vez fueran siervos (H dt,. V II.28.3 : cf. Plut.,
E um ., 8.9, citado en la anterior n. 30).
42a. Resulta aquí particularmente instructivo un texto analizado en el apéndice II: Jen., A nab.s
VU.viii.8-j9, esp. 12, 16, 19. Nos muestra a un rico persa, Asídates, en pleno año 400 a.C ., que emplea
en su finca de la llanura que circunda Pérgam o gran número de esclavos, de los que, después de que se
hubieran fugado muchos (§12), capturó Jenofonte unos 200 (§ 19). Los grandes personajes «bárbaros»
solían estar de io m ás dispuestos a adoptar lo que era la práctica de ¡os griegos.
43. Sobre estos dos procesos, véase ante todo Jones, G C AJ y CERP2: y V. TsCherikower [en
otras partes citado normalmente TcherikoverJ, Die helienisiischen Stádxegründungen von A lexander
dem Grossen bis a u f der Róm érzeit = Philológus, Suppl. XIX. i (1927).
44. Estos dos ejemplos lo son de traspasos a Aristodícides (RCH P, 10-13 = OGIS, 221) y
Laódice (RCHP, 18-20 = OGIS, 225 + ). Ei mejor análisis de estas transacciones es el de Atkinson,
SGCWAM. Acepto 1a opinión de Kreissig, LPHO, 19-20 (cf. 18-19), de que los reyes helenísticos
estaban dispuestos a hacer concesiones hereditarias de tierras en Asia, en lo que podríamos llamar
propiedad franca, no sólo a) a ciudades (véanse los dos ejemplos citados en el texto, inmediatamente
después de la referencia a esta nota) b) a templos (véase el n.° 6 en la anterior n. 38), y c) a individuos
particulares, acompañadas del derecho a adjuntar las tierras al territorio de una ciudad reconocida
(como en los dos ejemplos que se dan al comienzo de esta misma nota), sino también d) a individuos
particulares, sin que se les adjuntara ese derecho: véanse 1) la inscripción procedente de las proximida
des de Escitópolís, en Palestina, publicada por Y. H Landau, «A Greek inscr. found near Hefzibah»,
en IEJ, 16 (1966), 54-70, líneas 22-23 (§ IVa), que ha sido reeditada, con bibliografía, por T. Fischer,
en ZP£V33 (1979), 13M 38 (§ /=); v 2) Welles, RCHP. 51. líneas 20-21; cf. SIG ', 332 (esp. líneas 9-15,
18-23) y SEG, X X .411 (esp. línea 33). No puedo seguir a Kreissig (LPHO, 17, 20), no obstante, a la
hora de incluir IG R R , III.422, pues es de fecha romana. Sin embargo, tal vez estas concesiones, las de
mi tipo d), a pesar de ser «hereditarias» en el sentido de que no revertían autom áticam ente a manos del
rey una vez muerto el destinatario, como las tierras de los clerücos, podían ser derogadas si el rey
encontraba que el destinatario era culpable de algún delito, cosa que no podría ocurrir (o habría sido
mucho menos verosímil que ocurriera) en el caso de mí tipo c); de aquí procedía una de las ventajas de
este tipo de concesiones.
45. Véase Rostovtzeff, S E H H W , 1.509 (junto con III.1441, n. 285 y las referencias que allí se
dan, esp. Rostovtzeff, SG R K , 261-263), y en CAH , VIL 182-183: Welles, R C H P , págs. 96-97; Tam,
H C , 134-138.....................
46. Welles (RCHP, pág. 53), afirm a que ía «interpretación unánime» de RCH P. 8 es que el rey
en cuestión «había permitido que los pedieis que se presentaran en ei plazo de 30 días se convirtieran en
TváQoiHot ... de Priene, lo que para ellos suponía una gran ventaja, por cuanto, en su. condición de
fíaoiKixol Xctoí eran poco más que siervos, mientras que mediante su relación con una ciudad griega
conseguían bastante libertad». Kreissig admite esta opinión, haciendo simplemente hincapié en que ios
que no se presentaran «seguirían siendo \a o í. Existían las dos posibilidades» (LPHO, 24). Frente a ello,
yo destacaría no sólo que no existe referencia alguna en la inscripción a los Xctoí ící. Atkinson,
n o ta s (111.iv , pp. 185-195) 667
SGCWAM, 38), sino quepenemos que tom ar la palabra iraem xelr en un sentido (e ld e «convertirse en
7r¿í)Ofxos»), que nunca he visto en ningún otro contexto.
47. Atkinson, SGCWAM, 38-39, se equivoca ai llamar a este documento «el testamento de Átalo
III»; pero tiene muchas cosas útiles que decir acerca de esta inscripción y sobre la cuestión que estoy
tratando ahora en general {idem, 37-42, 53-57).
48. El caso más claro, a mi juicio, es el de Hasta en Hispania, donde una inscripción de 189 a.C .,
ts
ILS, 15 = F IR A , F.51, recoge una decisión de Emilio Paulo, según la cual «quei Hastensium servei in
u
turri Lascutana habitarent leiberei essent», y podrían seguir poseyendo y ocupando, con el beneplácito
del «populas senatusque R om anus», su «agrum oppidum qu.». Creo que probablem ente tiene razón
y Haywood (TSCD, 146-147) al hacer hincapié en que la posesión de la tierra que tenían los llamados
ie
servi (aunque no llegara a la propiedad) demuestra que es más probable que fueran siervos que no
o esclavos; y a este respecto los com pararía con la condición del servus quasi colonus (si se me permite
o llamarlo así) germano, del que nos habla Tác., G e r m 25.1 {véase IV.iii, § 12). El empleo de la palabra
;o técnica servi me parece a mí que demuestra que los lascutanos no eran hechos liberi simplemente en el
sentido de que se les «sustraía al control de los hastenses» (como dice A /J , pág. 250, nota a su n .c 2).
Mi segundo ejemplo resulta particularm ente interesante, por ser «el único ejemplo de siervos del templo
;n que hay en Italia» {Frank, E S A R , 1.293-294): Cicerón, Pro Cleunt., 43-45, acusa a Opiánico de tratar
^ como si fueran «libres y ciudadanos rom anos» a los Marciales de Larinum, en Italia, a quienes llama
le ministri publici Martis e in M ariis fam ilia , comparándolos a los Venerios de Érice, en Sicilia (mi tercer
•’ ejemplo, más adelante), y añade que Opiánico provocó con su actuación un gran resentimiento entre
«los decuriones y todos los ciudadanos de Larinum», que pusieron un pleito a Opiánico en Roma. No
se nos dice quién lo ganó, pero parece verosímil que fuera Opiánico, porque a Cicerón le habría
interesado mencionar su condena {véase Haywood, TSCD, 145-146) y no lo hace. Mi tercer ejemplo son
se los Venerios de la ciudad siciliana de Erice, sobre cuyo status en tiempos de Verres parece que hubo
5>> ciertas disputas: véase esp. Cíe,, Div. in C a e c 55-57, acerca del curioso caso de Agónide de Lilibeo, a
quien Cicerón llama liberta Veneris Erycinae, diciendo que se había hecho copiosa plañe ei locuples,
ín quien declaró bajo presiones que se et sua Veneris esse, a consecuencia de lo cual se vio de nuevo
er reducida a la esclavitud por el cuestor de Verres, Q. Cecilio Níger, si bien parece que le devolvió la
libertad el propio Verres {véase Scramuzza, WVSS, y Frank, E S A R , 111*317-318).
y 49. V éanselos índices de esta obras y, en Newman, PA , esp. IIL394; IV.304. Aristóteles hace
r‘> referencia a ttlqíoixoi en Pol., 11.9, 1269b3; 10, 1271b30, 1272al, 18; V.3, 1303a8 (cf. Plut., Mor.,
3s 245f) V IL6 ,1327b 11: 9, 1329a26; 10, 1330a29. Hay unas anotaciones muy buenas al empleo que Aristó-
3r teles hace de la palabra ireQÍoixoi en Finley, SSAG, 176; y véase Lotze, M E D , 8-9.
te 50. Sobre los ■nrQÍoixoi de Esparta, véanse también mis OPW , 93, 331-332, 372. Para tratados
)s generales, véase Busolí-[Swoboda], GS, 11.663-666; J. A. O. Larsen, s. v. Perioikoi en RE. XIX.i
la (1937), 816-833, en la.s cois. 816-822: Pavel Oliva, Sparta and her Social Problems (Praga. 1971). 55-62.
)s 51. Véase Larsen, op. cit., 822-824, 825-832. Para Argos, véase W. G. Forrest, «Themistocles
a- and Argos», en CO, 54 = n. s. 10 (1960). 221-241. en 221-229; Lotze, M ED , 53-54; K. W. Welwei.
>>, Unfreie im antiken Kriegsdienst, l. A th en und Sparta ( - Forsch. zur ant. Sklaverei, 5, Wiesbaden,
r, 1974), 182-192. En cuanto a los iréQÍoixoi de Cirene (HDT., IV. 161.3), véase el apéndice ÍV, § 5.
5, Todavía no he sido capaz de hallar sentido a la complicadísima estructura .socieconómica de Creta y por
la ello haré simplemente referencia a Lotze, M ED , esp. 4-25, 79.
le 52. Véase e.g. Arist., Pol., V.6, 1305b5, 11, 36. También Platón hace referencia a los mariandi-
“] nos en Leyes, VL776cd, en donde se Íes com para a los ilotas y a los penestas.
:y 53. El empleo en alemán de estas palabras varía un poco. Según Busolt-[Swoboda], GS, 11.670,
o n. 4, «Hórigkeit y Leibeigenschaft son conceptos claramente distintos, aunque generalmente se entiende
le por Leibeigenschaft el máximo grado de Hórigkeit fias cursivas son mías], que as? se distingue de la
esclavitud, ya que el siervo no se considera simplemente como objeto sino que se reconoce su carácter
,e de persona hasta cierto grado». Acaba de terminar su análisis de los ilotas, a quienes llama «Hórige»,
, añadiendo «Dentro del concepto general de Hórigkeit hay que incluir a los siervos de la gleba y
precisamente a ios campesinos ieibeigenen que tenían restringida su libertad individual, estaban someti-
v dos a la gleba y obligados a satisfacer las cargas domaniales, así como a la prestación de servicios
personales {idem, 670). Todo el párrafo es excelente.
54, Hay un análisis completamente insatisfactorio de M en and., Hero, 30-40 (y de su H ypoth.,
3-4) en A. W. Gomme y F. H. Sandbach, Menander. A Comniéntary (1973), 385, 390-392.
55. Gomme y Sandbach, op. cit., 390, se equivocan sin duda al pensar que isócr., XIV (Plat.), 48
hace referencia a que los plateenses de A tenas veían a sus hijos esclavizados por una pequeña deuda
(etc.). Se presenta a los oradores de Platea como si acabaran de llegar a Atenas como suplicantes (§ 1,
668 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
etc.): todavía no se les había acogido en Atenas como en 427 (cf. § 51) y de hecho están todavía
«errantes y van de mendigos» {§ 46), con sus familias destrozadas (§ 49). Y ello, tanto si se piensa que
el discurso fue escrito en una ocasión determ inada en 371 como si se le considera un ejercicio de retórica
posterior.
56. Sobre los textos de Mateo a los que hago referencia, y sobre las materias de las que tratan,
véase principalmente el excelente artículo de Dieter Nórr, «Die Evangelien des Neuen Testaments u.
die sogenannte Hellenistische Rechtskoine», en ZSS, 78 (1961), 92-141, en 135-138 («Vollstreckung»),
140-141 («Zusammenfassung»), Cf. «Griechisches und orientalisches Recht im Neuen Testament», apor
tación de Nórr a las A ctes du X e Congrés imernat. de Papyrologues (Varsovia, etc. 1964), 109-115.
57. Véase Bíezunska-Maíowist, E E G R , 1.29-49 (análisis muy claro), 99-100; Préaux, E R L , 312-317,
537-543, y cf. 308-312. En interés de la administración real, se ponían restricciones a la «ejecución en la
propia persona» que pudiera hacerse e.g. sobre los ü'cxínXivot ye^y-yoí y óruTeXcls: véase P. Tebt.,
5.221-230 ( = M. Chr., 36).
58. Para esta frase y la que está al final de la frase anterior del texto, basta hacer referencia a
Weiss, GP, 510 ss. (esp. 514-519); N órr, op. cit,. 137; y (para Egipto), Biezuiíska-Maíowíst, loe. cii. (en
la anterior n. 57). Esta última lo expresa perfectamente: «Es cierto que la política dei Estado tendía
visiblemente a restringir e, incluso, a abolir la esclavitud definitiva sancionando a los deudores privados
insolventes. El PS1, 549 [sobre el cual, véase idem, 28-29, 47] parece temer que a finales de la época
ptoiemaica la servidumbre de hombres libres estuviera prohibida, mientras que la esclavitud temporal
[que yo llamaría “ servidumbre por deudas” ] era, verosímilmente, aceptada» (idem, 48). Sobre la
servidumbre por deudas en la Cortina de Creta del siglo v, véanse Inscr. Creí., IV .72 - R. F. Willetts,
The Law Code o f Gortyn (= Kadmos, Suppl. J, Berlín, 1967), 39-40: Col. 1.56 a 11.2 (con traducción
ingl.); y véase también Willetts, Aristocratic Society in Ancient Creie (1955), 36, 54-56. Tengo que
mencionar también a este respecto a Dión Cris., XV.20, quien dice que x a g a xoXXms x a i opooQa
cvvofiovutvios los padres pueden vender a sus hijos: no se mencionan ias deudas, y añade Dión que ios
padres pueden m atar a sus hijos. Probablem ente esto se refiere a¡ derecho rom ano; pero sobre ía venta
dé lo s hijos, véase un pasaje que viene:;más adelánte: én hiiestrís texto y sus notas 74-75.
59. Entre los múltiples tratam ientos del nexum , véase el brevísimo que hacen Jolowicz y Nicho-
las, H IS R L \ 164-166 (cf. 189-190), que dan alguna bibliografía y el texto de V arrón, L L , VII. 105.
60. En contra Frederiksen, quien piensa que «en tiempos del Imperio resulta bien claro que se
intentó realmente poner en vigor en las provincias el principio romano de que no se podía convertir en
siervo ni meter en la cárcel a nadie si no era con una orden de los tribunales» (CCPD, 129-130), y que
el gobierno imperial «introdujo para las deudas unas formas y procedimientos más suaves y leves que
los que se conocían en las provincias» (CCPD, 143), No veo por qué iba a estar justificada su
invocación explícita (CCPD, 130, n. 14) a la autoridad de Mitteis: no tengo más que citar, acerca del
principado, el párrafo de R uV , 450 que term ina diciendo: «Puede, pues, suponerse que en el primer
siglo del Imperio la ejecución personal se transform ó en una institución práctica común»; se halla
atestiguado en la propia Italia. Cf. asimismo la L ex Rubria. FIRA, P. 174-175, n .0í 19, xxi.19; xxii.46
(el derecho romano aplicado en la Galia Cisalpina durantelos años cuarenta a.C .); L ex Ursonensis, id.
179, n .B 21, lxi. 1-3, 6 (colonia de ciudadanos de César, Colonia Genetiva Julia, 44, a.C .). Sólo durante
el Imperio tardío, dice Mitteis (RuV, 451) vemos que «ei emperador de la Roma tardía condena
terminantemente ía ejecución personal», de hecho desde 388 d.C. (CTh, IX .xi.í); y en la siguiente
página opone «el estado de derecho» a «ía situación de hecho», demostrando a continuación que la
«ejecución personal» seguía viva en tiempos de Justiniano. Resultaría apropiado ahora citar a Schultz,
C R L, 214: ia cessio bonorum (sobre la cual véase el siguiente tercer párrafo del texto y las siguientes
cuatro notas) «era considerada un privilegio excepcional y no el punto de partida de una nueva
evolución en el derecho de ejecución. La ejecución en la persona seguía siendo, al parecer, demasiado
importante para permitir que se ia restringiera aún más».
61. Sobre la bonorum vendiiio, cessio y distradio, véase Buckland, TBRL'\ 402-403, 643-645,
672-673; Jolowicz y Nicholas, H ISRL-, 217-218, 445; Crook, L L R , 172-178. Me gustaría recomendar
asimismo un ingenioso y entreienido artículo que trata de un teme (ia decociio) intimamente relaciona
do con la cessio bonorum: J. A. Crook, «A study in decoction», en Latomus, 26 (1967), 363-376; cf.
su L L R , 176-177.
62. Véase Frederiksen, CCPD, 137-141, que atina bastante al atribuir la ley a César y no a Augusto.
63. Sobre la cessio bonorum en general sigue sin haber sido superado von Woess, PCBRR (pero
véase la siguiente n. 64): da las referencias a las primeras obras de Luden Guénoun, La cessio bono
rum, y M. Wlassak, en RE, 111.ii (1899), 1995-2000. Ei me.ior resumen en inglés que yo conozco lo da
en un solo párrafo de Zulueta, Inst. o f Gaius, 11.136. Una obra muy conveniente que utiliza los
n o ta s (III.iv, pp. 195-203) 669
(Caracalia, 211-217), 10 (293); ÍV.xliii.l (294); VII.xvi.39 (294): Fr. Val., 33 (313); C T h , IV.viü.6 (323);
cf. P aul., S e n t ., V .i.l; D ig., XL.xii.33. Se dice que se produjeron esclavizaciones de provinciales libres
a consecuencia de las exacciones de ios rom anos a finales de la república y comienzos del principado:
véase e.g. Plut., L ucull., 20.1-4; Apiano, B C , IV.64; Tác., A n n ., IV.lxxii.4-5. Para las fuentes literarias
y los papiros del Imperio romano tardío, véase Jones, L R E , 11.853-854 (junto con III.287, n. 71): los
más claros son Zós., 11.38.1-3; Liban., O ra l., XLV I.22-23; Rufino, Hisí. M o n a c h 16 (cf. ÍV.vi) =
Hisí. M o n a c h . in A e g ., 14.5-7, ed. A. J. Festugiére (Bruselas, 1961); Casiod., Var., V III.33 (véase el
texto, inmediatamente después de la n. 73); P. Cairo, 67023; asimismo Evagr., H E , 111.39 (cf. IV.vi).
Debería decir algo de cierto tipo de liber h o m o bo n a f i d e serviens (condición que podía aparecer de
varias maneras distintas: véase por ejemplo Berger, E D R L , 562), a saber, el hom bre que se había
dejado vender voluntariamente como esclavo p a r a repartirse el p recio . Hay tantos textos jurídicos que
tratan de esta situación que debió de ser algo bastante corriente, y no sólo durante el Imperio tardío o
incluso durante el período severiano, especialmente si la referencia a la reglamentación de Adriano
sobre este asunto que encontramos en D ig . , X L.xiv.2.pr. no es una interpolación. Yo diría que ei
hombre que consintiera en venderse a sí mismo para hacerse con parte del precio de su persona, lo haría
normalmente con la finalidad de salvar a su familia, si no a sí mismo, del hambre (no he leído nada más
reciente que Buckland, R L S [1908], 427-433. P ara más bibliografía, véase e .g . Kaser, R P , P [1971],
241, n. 49, 302, n. 8). [Una vez term inado este capítulo reparé en el artículo de Theo Mayer-Maly, «Das
Notverkaufsrecht des Hausvaters», en Z S S , 75 (1958), 116-155.]
76. Se hace un buen tratamiento de este tema en Isaac Mendelsohn, S lavery in the A n c ie n t Near
E ast (Nueva York, 1949). Me gustaría asimismo llamar la atención sobre las breves notas en torno a
este asunto que hace Finley, SD, 178, y el artículo de J, Bottéro, «Désordre économique et annulation
des dettes en Mésopotamie á Tépoque paiéo-babylonienne», en J E S H O , 4 (1961), 113-164, que trata
principalmente del famoso edicto del rey A m m i-saduqa de Babilonia (el cuarto sucesor de Hammurabi),
77. Véase Th. Mommsen, R o m . S tr a f r ., 949-955. Dos ejemplos de suma im portancia de tiempos
del reinado de Nerón son: a) Suet., Ñ e r o , 31.3, en donde el emperador ordena que los presos de todo
el imperio sean enviados a Italia a participar en las obras de construcción del canal que había proyecta
do para unir el lago Averno y Ostia, y b) Jos., BJ, III.540, junto con Suet., Ñ e r o , 19.2, en donde
Vespasiano envía a 6.000 jóvenes de los judíos capturados en Tariqueas en septiembre de 67, para que
trabajaran en el canal que atravesaba el istmo de Corinto, cuyas obras había empezado ei propio Nerón.
78. Sobre los confesores enviados a las minas de cobre de Fenón, véase Euseb., H E , V III.13.5;
M art. P a l., 5.2; 7.2-4; 8.1, 13; para los de las minas de pórfido situadas enfrente de ia Tebaida, Mari.
P a l., 8.1; 9.1; p aralo s que fueron enviados a la s minas de Cilicia, M a r t . Pal., 11.6, junto con 8.13; 9.10.
79. Véase Fulvio Canciani, «Lydos, der Sklave?», en A n tik e K u n s t , 21 (1978), 17-20; G. Neu-
mann, «Zur Beischrifí auf dem Kyaíhos», ibidem , 21-22. Este pintor no puede ser el mismo que el
famoso Lido, que. firm a o Auoos.
80. El epitafio se halla reproducido en A n th o l . L a t., II.ii = Carm. L a t . E p ig r ., ed. F. Bücheler
(Leipzig, 1897), 468, n.° 1015.
1. Dionisio añade que él había conocido romanos que habían liberado a todos sus esclavos a su
muerte, haciéndose así con unos cortejos fúnebres enormemente grandes: deplora amargamente esta
costumbre (/li?, IV.24.6); fue restringida por Augusto (véase Buckland, R L S , cap. xxüi, esp. 546-548).
2. De la extensísima bibliografía existente citaré sólo a Max Kaser, R P , P (1971). 298-301 (§ 70:
«Freigeíassene und Patronal»), junto con II2. (1975), 585, y el artículo de Kaser, «Die Geschichte der
Patronatsgewalt über Freigeíassene», en Z S S , 58 (1938), 88-135; y una obra que no he leído, J.
Lambert, L e s operae liberti. C ontribution a J’hisioire des d roits de p a tr o n a l (París, 1934).
3. Véase la bibliografía en ei artículo de Finley, «Freedmen», en O C D 447-448; y en Berger,
E D R L , 564 (s. v. /¡bertas ) y 609 (s. v. o p era e liberti). Además P. R. C. Weaver, Familia Caesaris: a
Social S tu d y o f the E m p e r o r ’s Freedmen a n d Slaves (1972); y véase e) artículo de Weaver reproducido
en S A S (ed. Finley), 121-540. Se trata por extenso de ia manumisión romana en ie mayor parte de la
segunda mitad de Buckland, R L S {437 ss.). El principiante podría empezar por una obra tan animada
como Crook, L L R , esp. 41, 50-55, 60, 191-192. Creo que 12 mayoría de ios historiadores estarían de
acuerdo en que la manumisión era mucho más corriente entre los romanos que entre los griegos; véase
e.g. Géza Alfoldy, «Die Freilassung von Sklaven u. die Struktur der Sklaverei in der rómischen Kaiser-
zeit», en Riv. stor. d e l ! A n t . , 2 (3 972), 97-129, en 97 ss.
notas ( I I I.iv - v , pp . 2 0 3 -2 1 2 ) 671
3);
4. Sobre las incapacidades del propio liberto, véase Duff, F E R E . caps, iii, iv, vii; y 1a bibliografía
res
de Berger, E D R L , 609, s.v. operas liberti. Hay un breve resumen en Crook, L L R , 51.
io:
5. La única autoridad explícita para ello es Hist. A u g ., P ertin a x , 1.1; cf. P I R 2, IV.63-67, H,
i as
n.° 73.
los
6. Véase en particular Mary L. G ordon, «The freedman’s son in municipal life», en JRS, 21
(1931), 65-77; y más recientemente Garnsey, DFLP (sobre todo, aunque, desde luego, no enteramente,
.* el
sobre Benevenlo); asimismo e.g. J. H. D ’Arms, «Puteoli in the second century of the Román Empire;
vi),
a social and economic study», en JR S , 64 (1974), 104-124. esp. 111-113.
de
7. Sobre Licinio, véase P I R :, IV.iii (1966), 228-229, I, n.° 381. Sobre su mal comportamiento en
bía
la Galia, véase esp. Dión Cas., LÍV.21.2-8; Suet., D iv. A u g ., 67.1; Sénec., A p o c o l . , 6. Se habla de su
que
riqueza como si fuera comparable a la de Palante (Juv., 1.109; cf. más adelante y n. 9) y hasta en 470
oo
se le menciona en compañía de otros siete libertos imperiales famosos (incluidos Palante y Narciso) en
ano
Sidonio Apolinar, E p ., V.vii.3, Aparece en el n.° 7 en Duncan-Jones, E R E Q S , 343-344, App. 7: «The
t el
size of private fortunes under the Principate».
aria
8. P lut., Crass., 2.3, dice que Craso tasaba sus propiedades en 55 a.C. (después de que había
más
hecho enormes regalos) en 7.100 talentos (poco más de 170 millones de HS); y según Plinio, N H ,
71), XXXIII. 134, tenía tierras por valor de 200 millones de HS (más de 8.000 talentos). Su famoso comen
Das
tario es citado por Plinio, loe. cit., refiriéndose aí mantenimiento de una legión durante un año (que
Frank, E S A R , 1.327, estima en casi 1 millón de denarios y Crawford en 1,5 millones para esa época:
Jear
véase VIII.ív y su n. 10); pero en Cic., D e o ff ic ., 1.25, se hace referencia a un e x ercitu s , y en Cic.,
io a
Parad., V I.45, se hace aún más explícito: Craso llegó a hablar de un exercitus de seis legiones con
lion
caballería e infantería auxiliares, que habría costado cerca de 30-60 millones de HS al año mantener.
rata
9. Sobre Narciso, véase Dión Cas., LX(LXI).34~4 (100 millones de dracmas = 400 millones de
ibi).
HS); en cuanto a Palante, Tác., A n n . , XII-53.5 (300 millones de HS), y Dión, L X II.I4.3 (100 millones
ipos
de dracmas).
iodo
10. Baso esta cifra en el hecho de que en 43 a.C. Cicerón (X III Phil., 12, cf. 10, y II Phii., 93)
ícta-
llegaba a decir que el senado había prometido a Sexto Pompeyo 700 millones de HS, en compensación
3nde
por la confiscación de las propiedades de su padre. Cf. Apiano, B C , III.4: en 44 a.C . se le habían
que
ofrecido a Sexto 50 millones de dracmas = denarios (200 millones de HS). En 39 a.C . la cifra ascendía,
irón.
al parecer, a 70 millones de HS (Dión, XLVII1.36.5: 17.500.000 de dracmas).
13.5;
11. La opinión habitual de que ello aconteció sólo o principalmente a partir del reinado de
4art.
Adriano ha sido rebatida por Weaver, en las obras mencionadas en la anterior n, 3: véase brevemente
9.10.
S A S (ed. Finley), 137-139.
Neu-
12. Véase Jones, L R E , II.567-570; M. K. Hopkins, «Eunuchs in politics in the Later Román
ue el
Empire», en P C P S , 189 = n. s. 9 (1963), 62-80 (se ha reeditado este artículo, con unas cuantas
correcciones, como el cap. iv, titulado «The política! power of eunuchs», en el libro de Hopkins
heler
mencionado en la siguiente n. 18).
13. Sobre la carta de Epifanio, véase A c t a Conc. O e c ed. E. Schwartz, L iv.3.222-225. §§
293-294. Este tema lo trata también Pierre Battifol, «Les présents de Saint Cyrille á la cour de Constan-
tinople», en sus É iu de s de Uturgie et d ’archéol. chrét. (París, 1919), 154-179. La lista de sobornos
pagados a Críseros se encuentra en la pág. 224 de los A c t a , líneas 14-20. Mansi, V (1761), 987-989,
reproduce la carta de Epifanio, pero omite la cédula de los sobornos de Cirilos que está al final (§ 294
; a su
de los A c ta Conc. Oec.). Véase asimismo Nestorio, The Bazar o f Heracieides, trad. ingl. del siríaco
; esta
realizada por G. R. Driver y L. Hodgson (Oxford, 1925), 272, 279-282, 286 y esp. 349-351; cf.
•548).
xxii-xxiii, xxx (sólo se ha conservado la traducción siríaca del original griego: fue editada por Paul
í§ 70:
Bedjan en 1910). No queda claro, al parecer, si Críseros (cuyo nombre suele reproducirse como Crisó-
:e der
reto o Crisóretes) era p ra ep o situ s del em perador Teodosio II o de la piadosa emperatriz Pulquería. Para
io, J.
un resumen de las principales b en ediction es o eulogiae dadas por san Cirilo, véase Jones, L R E , 1.346.
erger, Los regalos fueron tan costosos que según dice el archidiácono de Cirilo, éste tuvo que pedir prestadas
1.500 libras de oro ai Comes Ammonio después que había despojado a su iglesia de todo (eccíesia
iris: a
A lexandrina n u d a ia : véase los A c ia , pág. 223, líneas 31-33, § 293.6). San Cirilo fue un personaje ae io
lucido
de la más, notable: e! gran historiador Ernst Stein (también, él católico romano) io describe de la formíj<más
imada cáustica en su HBE, P.i.276.
ian de 14. Véase, e .g ., Stein, H B E , 11.356-360, 381, 454, 597-617, etc.
véase 15. Westermann, A S A , 457, n. 2 = S C A /ed. Finley), 79, n. 2, rechaza esas cifras de esclavos y
laiser- animales pequeños; pero P. A. Brunt, «Two great Román landowners», en L a to mus, 34 (1975), 619-635.
argumenta que no es muy verosímil que Isidoro sobrepasara los límites d t io creíble, aunque admite
también que las cifras de los MS tal vez no se nos hayan transmitido con mucho cuidado.
672 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
1. Esta sección se centra, naturalm ente, en el trabajo asalariado griego, más que en el romano;
pero, como no tendré ya oportunidad de dar más que unas referencias bibliográficas ocasionales a los
mercennarii romanos (así como a las leyes que se refieren a ellos, y que tendré que tocar más adelante),
mencionaré aquí unos cuantos manuales que tratan, de forma general, del trabajo asalariado romano y
de las leyes a él referentes: k^mo M artin!, «M ercen nariu s ». C on tribu to alio stu d io d e i rapporti di
lavoro in diritro ro m a n o (Milán, 1958); y una serie de obras de F, M. De Robertis: las dos mencionadas
luego en la n. 36 y también II diritto a sso cia tivo ro m a n o (Bari, 1938); II f e n o m e n o associativo nel
m o n d o rom an o, d ai collegi della R ep u b b lic a alie co rp o ra zio n i d el Basso Im pero (Nápoles, 1955); Storia
delle co rp o ra zio n i e del regime associativo nel m o n d o rom an o (2 volúmenes, Bari, 1971). Véanse
asimismo las siguientes notas 36 y 39-40. [Hasta que no estaba corrigiendo las pruebas de este capítulo
no leí el artículo de P. A. Brunt, «Free labour and public works at Rome», en JR S , 70 (1980), 81-100,
del que el autor tuvo la gentileza de m ostrarm e un esbozo; pero nótese su afirmación (pág. 84) de que
«no pretende que lo que es cierto de Rom a pueda aplicarse también a las demás ciudades del imperio».]
2. Cf. Esquin., 1.105, donde ias formas de propiedad que se contemplan son casas de vecindad y
casas particulares (synoikia y oik ia : sobre esa distinción, véase § 124), tierras, esclavos y dinero inverti
do en préstamos.
3. Véase L. A. Moritz, «Alphita - a note», en C O , 43 (1949), 113-117; G rain -M ills a n d Flour in
Classical A n ti q u it y (1958). esp. 149-150.
4. Los decuriones se saltaban la ley cogiendo a un adjudicatario de arriendos de las propiedades
que fueran a gestionar, de modo que legalmente podían aducir que eran co n du ctores, no p ro cu r a to res ;
pero también esta práctica la prohibieron Teodosio II y Valentiniano III en 439, en virtud de Nov.
T heo d., IX. 1, que llega incluso a prohibir que ios decuriones actúen como garantes de los arrendatarios
(§ 4).
5. Aristóteles habla dei trabajo a jornal como de una forma de fíLoúagvía (Pol., 1.11, 1258b25-27),
o fiLoúaQPLXT} ¿gyaaía o rex^V (VIH.2, 1337b 13-14; Eth. Eud., 1.4, 1215a31; cf. Ps.-A rist., Oecon
1.2, 1343a29), y utiliza el verbo jito&aQvéiv (Pol., IV. 12, l296b28-30). Nunca utiliza Xargeía para
designar el trabajo a jornal.
6. Los seis pasajes principales de Aristóteles son P o l., 1.11, 1258b25-27; 13, 1260a36-bl; ÍII.5,
1278a21-25; IV.4, 1290b39-1291a8; V I.7, 1321a5-6; R h e í., 1.9, 1367a28-32. Para otros pasajes sobre el
thés y sus actividades, véase Arist., Eth. E u d ., VII. 12, 1245b31; fr. 485; los textos citados en la anterior
n. 5 en los que aparecen fuaéaQveiv y las palabras con ella emparentadas; y P o l., III.5, 1278all-13,
17-18, 20-21; V I.L Í3í7a24-2ó; 4, 1319a26-28: V IL 9, 1329a35-38 (que ha de entenderse a la luz de 8,
1326a2!*25, !328b2-4); VIH.2.. I337bl9-2i; ó, 1341M3-Í4; 7, 1342a 18-21; Eth. Nte., IV.3, 1125al-2.
7. Entre otros pasajes, véase A rist., P o L , II.S. 1269a34-36 (rqv tüv ávayxaiu¡v ... axoXr\v)\ IV.4,
1291b25~26; V II,9, I329al-2; 14, 1333a33-36; 15, 1334al4-16; junto con el admirable escrito de J. L.
Stocks, «EXOAH», en CQ, 30 (1936), 177-187. Sobre orium fia palabra latina que más de cerca
—aunque a veces no tanio— corresponde a ctxoXtj), existe un libro reciente bastante voluminoso (nada
menos que 576 páginas), de Jean-Marie Ándré. L 'orium dans la vie morale et inieUectuelle ro m ain e des
notas (IIL v -v i, pp . 213-222) 673
22. — STE. C R O ÍX
674 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
47-50), a saber, la declaración de! colectivo de trab ajad o res de la construcción de Sardes, fechada en 27
de abril de 459, no tiene nada que ver con el trab a jo a jornal en sentido técnico (véase IV.vi). Me parece
que podem os generalizar la afirm ación de R ostovtzeff acerca de Egipto (P.471) que dice: «N o podemos
presum ir bonitam ente que existiera una ciase específica de trab ajad o res asalariados en Egipto, La
m ayoría de los asalariados trab ajab an de form a ocasional y tenían otra ocupación perm anente (la
m ayoría eran cam pesinos); adem ás, las m ujeres y los niños trab ajab an con los hom bres- La situación
dei trab a jo en la industria nos es casi desconocida». Seguramente puede pensarse.que, a grandes rasgos,
esto valia para todo el im perio. Desde lueeo había bastante trab ajo a jo rn al en la agricultura, de
naturaleza puram ente estacional (cf. M acM uIien. R S R , 42 y 362. notas 43-48; W hite, RF, 347-350,
ju n to con ia reseña de Bruñí en J R S , 62 [1972], en 158; iones, L R E , 11.792-793). Un program a de
construcciones, totalm ente excepcional, que ofrecía adem ás unas pagas muy altas, com o la construcción
a toda velocidad que ordenó A nastasio en 505-507 de una nueva ciudad fo rtificad a fronteriza en Dara
(llam ada A nastasiópoüs), cerca de N ísíbis, en M esopotam ia, ta! vez atrajera a grandes contingentes de
obreros durante el tiem po que d urara, y tai vez muchos de ellos fueran fn aú ^ T oi/m ercen n arii (véase
Jones, L R E , 11.858); cf. P ro c o p ., Bell., III fV an d ., I).xxiii. 19-20 acerca de Belisario en C artag o en 533,
donde ofreció unas pagas muy generosas rols r t ttcqI t' tjv oíxobofiícív x a i tu.' akko: ófiíXu, para
que rep araran ias m urallas de la ciudad y las rodearan de un foso y una em palizada de m adera. Creo
que la distinción que hace Procopio entre ios re x v ir a i y los &XXos ’ójuXos es auténtica: estos últimos
habrían sido principalm ente asalariados n o cualificados.
20. Sobre E pidauro, véase B urford, G T B E , 57-59, 88-11.8, 131, 138-158, 159-166, 184-191, 191-206;
EG TB , esp. 24-25, 27-30, 31. Sobre D élos, véase P , H. Davis, «The Délos builaing co n tracts» , en B C H ,
61 (1937), 109-135; todavía útil es tam bién G. G lotz, «Les salaires á D élos», en Jnl. d e s Savants, 11
(1913), 206-215, 251-260. [H asta que no había acabado este libro no pude echar una o jead a a Gabríella
Bodei G iglioni, L a v o ri pu bb lici e occu p azio n e n e lí’aniichita classica (Bolonia, 1974).]
21. IG, IP. 1672-1673. Sobre los iiloúwtoí que aparecen en estos docum entos, véase ia anterior n.
13; sobre los ót^ócuoí., n. 14; sobre el diezm o del grano, 1672.263-288, cf. 292-293. E ntre otras diversas
cuentas procedentes de A tenas, tengo que m encionar las del Erecíeon, de la últim a década del siglo v;
véase IG , P .372-374 y IP. 1654-1655, adem ás de S E G , esp. X .268-301; y L. D. Caskey, en The Erecht-
heum (1927), ed. J. M. P atón y otros, cap. iv. Estas últim as cuentas han sido analizadas de form a muy
útil, aunque no con m ucha agudeza, por R. H . R andall. «The E rechtheum w orkm en», en ,47.4, 57
(1953), 199-210. Ya he hecho referencia a los salarios diarios: por lo m enos una vez se Íes llama
xadruitQ Íoia (IG, P .373-245-246; cf. [xadífieQ lcattías reconstruido en IG , F .363.32, 29: véase SEG,
I II .39); pero suele aclararse que la paga es al día, e incluso el salario del arquitecto en A ten as, Epidauro
y demás sitios suele ser a tanto por día. Los sueldos pagados (si uo calculados) p o r meses, x a T a ^ v ia .
se m encionan varias veces en las inscripciones atenienses ael siglo v, e.g. IG , P .339.30; 346.67 (donde
tal vez sean distintos de los fitaúúfioíTCí de la línea 63); 352.37; 363.48-49, donde creo que será difícil
separar xaTa^.e[vioy} de ^¿aí5o/iá[roj/],
22. Mi postura es muy distinta de la de B u rfo rd , G T B E , 109 ss., esp, 112, donde su afirmación
de que «las cuentas de la reparación del E recteon recogen “ salarios por d ía ” (¿u a^ú u ara} pagados a
“ jo rn alero s1' (puaduToí)», dista m ucho de verse ju stificad a por los testim onios: ia p a la b ra p.iot W ó s no
aparece nunca en las iuscripciones atenienses del siglo v, que yo sep?. • desde luego no es el caso en IG,
P, y adem ás la palabra ^w§á¡fi,(xTa aparece sólo en un único co n tu v o en la p arte conservada de las
cuentas del Erecteon, en I G , P .373.245 (cf. 261), citada en el texto, al final del p á rra fo que contiene la
referencia a esta n o ta (22). Los «hom bres» cuyo nom bre no se da, que ocupan los núm eros 19 y 33, y
a los que en las cuentas del Erecteon de 407/6 (IG, P .374,404-417) se les p ag ab a 1 dr. a cada uno por
diversos días y posiblem ente estaban co n tratad o s «al día» (Randall, op. cit., 200), eran probablem ente
fiioÚLóToí en sentido estricto, pero no reciben ese apelativo en las líneas que se han conservado, ni su
paga se llam a ¡nadái, térm ino que en las cuentas del Erecteon parece estar reservado p a ra la paga del
arquitecto y el subsecretario (374.108-112), adem ás de una posible aparición en 1a línea 122. Adem ás, yo
haría hincapié en que en IG , P .352.34-35 se pagaba [¿uJct#ó? en 434-433 a.C . a los escultores de los
relieves del frontón del P artenón, que serían cualquier cosa menos simples iuadú¡Toí. En las cuentas de
‘‘í u s i s s e d a b a t a m b i é n utaiSós a o t r o s h o m b r e s q u e d a n l a i m D r e s i ó n d e s e r a r t e s a n o s c u a l i f i c a d o s .
"aristas: véase e.g. IG, IP. 1672.67-68, 110-111, 144-145, 189-190; 1673.14, 22-23. 36 y esp. 65, casi
S donde aparece una y otra vez /u o óo s com o pago por ei uso de yuntas de bueyes empleadas
isp o rta r los tam bores de las colum nas, habitualm ente en cantidades que ascienden a unos
ntos de dracm as cada vez. Y de nuevo aquí, naturalm ente, ei arq u itecto , ai. igual que otros
statu s respetable reciben ¿ucttJos. C uando ie paga e) estado, el /u<r?9ós incuestionable. No
!ar detalles de ias peculiaridades de las inscripciones de construcciones que he menciona-
1
v. p u b lic works)-, cf. B ruñí, en S A S (ed. Finley), 87-91. [Véase tam bién el artículo de B runt de 198o
m encionado al final de la n. 1.]
30. Véase W albank, H C P , 1.692-694 sobre este asunto en general. C ita (692) a T ito Livios
X XIV. 18.13 acerca del empleo del térm ino latino plebs en el mismo sentido en el que P olibio utiliza la
palabra griega }6os en VI. 17.3.
31. Teniendo en cuenta e¡ contexto y P o lib ., íV .50.3. creo que W albank (idem, 694) tiene razón
al tom ar r a l i ¿ g y a a ía r : rals ér. t o v t u v en e! sentido de «Jas ganancias p rocedentes de los contratos» y
no de «los negocios a consecuencia de los contratos» (B runt, como lo cito en la anterior n. 29).
32. H asta que no acabé este capítulo no vi el interesante artículo de Lione! C asson, «linemploy-
m ent, the building trade, and Suetonius, Vesp., 18», en B A S P , 15 (1978), 43-51, que da otra interpre
tación del texto. No diré ahora n ad a sobre ello, pues P . A. Brunt tra ta rá en breve de to d o este tem a por
extenso. [Véase de nuevo su articulo de 1980.]
33. Ramsey M acM uiien, «R om án Im perial builaing in the provinces», en H S C P , 64 (1959)t
207-235, constituye una m ina de info rm ació n sobre ei tem a. Sobre el papel dei ejército, véase esp. idem,
214-222.
34. Véase Denis van Berchem , L e s disiributions de blé ei d 'urgen! a la p leb e rom aine sous
Vempire (G inebra, 1939); y ahora véase J. R. Rea, P, O xy., XL (1972), págs. 8-15.
35. Los testim onios son de lo más ab undante para Italia y Á frica: han sido recogidos y bien
analizados por D uncan-Jones, E R E O S , 80-82 (África) y 132-144 (Italia); véase esp. 139. 141-143 acerca
de la discrim inación social. La única excepción con la que me he encontrado a la regla según ¡a cual en
los sitios en los que se hace u na escala en los repartos, esta escala sigue rigurosam ente el rango social,
es el caso de un liberto de O stia que da m ás a los augusíales (que, n atu ralm en te, tam bién son libertos)
que a los decuriones {CIL, X IV .431 =■ D u n can -jo n es, E R E O S , n . ü 674 ~ 772, págs. 176-177, 187),
Véase en general A. R. H ands, Charities a n d Social A id in Greece and R o m e (1968), esp, 89-92 y, entre
los docum entos que traduce, D 41 (M enodora) y D 40, 42-43 (Italia).
36. C rook, L L R , 191-198, con am plias referencias, 320-321, notas 59-96. Yo añadiría T h. Mayer-
M aly, Locatio Conductio ( = W iener rechtsgeschichiliche A rbeiíen, IV, 1956), esp. 123-127; y Dieter
N órr, SRBFAR = «Z ur sozialen und rechtlichen Bewertung der freien A rbeit in R om », en Z S S , 82
(1965), 67-105; cf. De Robertis, / rap p o rti di lavoro nel diriíto rom ano (M ilán, 1946). Mi única objeción
al m aterial de Crook es su cita de Cic., A d A tt., X JV .iii.l (44 a.C .), como prueba de que «los obreros
de un contrato de obras hecho por Cicerón en Túsculo ... se fueron a hacer la siega en abril» (LLR,
195). U na lectura semejante dei pasaje aparece en W hite, R F , 513, n. 33. Esta interpretación de las
palabras ad fru m e n tu m en esa carta q u ed a absolutam ente excluida, sin em bargo, tan to p o r la época de]
año (ios hom bres estaban de vuelta a com ienzos de abril) y por lo que sigue a la frase de C icerón, en e!
sentido de que los hom bres habían «vuelto con las m anos vacías, esparciendo el ru m o r de que todo e)
grano de R om a se lo estaban llevando a casa de A ntonio», La frase ad fr u m e n tu m debe de querer decir
‘a com prar g ran o '. Debo señalar que la interpretación que da Brunt a este m ism o p asaje (en S A S, ed.
Finley, 90) requeriría ad frum entationem ., no ad fr u m e n tu m ; y además no pega con ia continuación de
la frase.
37. Sobre el uso de ias expresiones «aram eo» y «siríaco» en los siglos pasad o s, véase F. Millar,
en J R S , ól (1971), í ss.. en págs. 2-8.
38. Sin em bargo no debemos llegar a im aginarnos que el trab ajo asalariado estab a jurídicam ente
asim ilado al del esclavo er¡ el derecho ro m an o , como algunos especialistas han estado tentados de
afirm ar. El mercennarius no form ab a p arte, desde luego, de la fa m ilia , por ejem plo: n ad a en Dig.,
X L I II.x v i. 1.16-20 ni en ninguna o tra p arte ju stifica sem ejante suposición. Y en D ig., X L III.ii.90 y
X L V III.x ix .il.l ia relación dei m ercennarius con quien le paga no puede equipararse más con la del
esclavo y su am o que con la del liberto o cliente con su p a tro n u s; ni tam povo puede entenderse loco
servorum de D ig., VILviii.4./?/\ y X L III.x v i.1.18 aplicado a ios m ercennarii corrientes: respecto a todo
ello, véase R, M artini, op. cit, (en la an terio r n. í), 62 ss., esp. 69-72. [M ejor aún es B runt, en § 5,
págs. 99-100, de su artículo de 1980 citado ai fina] de la anterior n. 1.]
39. P ara Ie bibliografía, véase la anterior n. 36, y tam bién C rook > L L R , 192-198 y u n to con
320-321, notas 59-96). Creo que me h a prop o rcio n ad o m uchísim a claridad el articulo de j . A. C.
Thom as, «Locatio and operae», en B ID R , 64 (1961), 231-247. Estoy de acuerdo con C rook en que
Schulz, C R L . 542-544, es excesivamente legalista a! dar dem asiada poca im p o rtan cia a ía distinción que
estoy analizando. Entre los pasajes más antiguos en latín que hacen referencia a io ioem io conductio
operarían ye seleccionaría. Piaut., T rm u m m ., 843-844, 853-854,
40. Véase brevemente Berger. ED RL. 567 ( s . v . locatio conductio operarum):. B uckiand, TB R L\
n o ta s ( I I I . v i , p p . 230-242) 677
503-504. Estoy de acuerdo con ia exposición que hace Crook, L L R , 203-205, siguiendo a Thomas, op.
cit., 240-247.
4 J. Excepto en una lectura de un MS inferior de Dig., X X XVIII.i.26. p r.
42. Thomas, op. cit. (en n. 39), 239, dice que no encuentra «ningún empieo legal de operas
locare /co n du cere antes de la época de A driano»; pero Petronio, S at., 117.11-12, citado anteriormente
en ei texto, demuestra que era bien conocido en et hablo corriente a mediados dei siglo i.
43. Véase esp. Dión Cris., XL.5-9; XLV. 12-16; XLVI.9; X L V II.12-21; X LV II1.11-12.
44. Bastaría hacer referencia a Finley, A E , 81, junto con 194, n. 58.
45. Supongo que en su frase «los tutores de Demóstenes no pretendían que habían liquidado ios
productos de su fábrica a bajo precio, debido al supuesto exceso, sino que no lo vendieron enabsoluto,
o por el contrario que suspendieron el trabajo de los esclavos», Jones se refiere a Dem., X X VII.20-22.
Pero sus conclusiones no están justificadas; Demóstenes da una serie de alternativas posibles que, a su
juicio, Afobo probablemente va a presentar, y no podemos tener mucha idea de cuál fue la verdadera
situación: véase Davies, A P F , 126-133, para una exposición admirablemente escéptica de los asertos de
Demóstenes.
46. Davies, A P F , 127-133, está estupendamente en lo referente a ios bienes del padre de Demós
tenes. Acepto su modificación, pág. 131, de la teoría que propuse en Class. et Mecí., 14 (1953), 30-70:
claramente supone una mejora.
47. Jones, SAW, 190-191 = S C A , 6-7, empieza su sección III con un loable intento de distinguir
entre artesanos y jornaleros. Pero después, cuando ostensiblemente trata de los jornaleros, tras argu
mentar que «no sabemos cuál era la práctica de los patronos particulares, pero eí estado ateniense,
como prueban las cuentas de construcción de los templos, pagaba los mismo ... a los obreros libres y a
los esclavos alquilados», hace una referencia a las cuentas del Erecteon, en donde no hay ningún
jornalero específicamente semejante a los ¿uoiW ot de IG , IP. 1672-1673 (véase la anterior n. 13), sino
que ei pago por obra realizada se hace (en mi opinión) a los que yo llamo «contratistas», aparte de ios
grupos de «hombres» no especificados de IG , P .374.404-417, mencionados en la anterior n. 22, y que
yo entiendo que son de hecho hioQdtoí, aunque no se les llame así.
48. Me cuesta trabajo decidirme entre la postura adoptada por Keith Thomas, «The Levellers and
the francbise», en The Interregnum. The Q u est o f Settíem ent 1646-1660, ed. G. E. Aylmer (1972),
57-78, y la de C. B. Macpherson, The P o litica l Theory o f Possessive In d ivid u alism , H o b b e s io Loche
(1962), e.g. 107, 282-286; y D e m o cra tic T h e o ry . E ssays in R etrieval (1973), 207-223, cuyas opiniones
son compartidas en parte por Cnristopher Hill, Puritanism a n d Revolution (1958), 307, y por Pauline
Gregg, en su delicioso libro sobre eí más im portante de los Niveladores, Free-born John. A B iography
o f John L ilbu rn e (1961), 215, 221-222, 257, 353-354. Desde luego Thomas tiene razón al hacer hincapié
en las enormes diferencias de opinión que existían entre los Niveladores, y en general me parece a mí
que tiene más razón en sus argumentos.
49. Ha habido cierta discusión acerca de hasta qué punto habría que distinguir a ios «perceptores
de limosnas» de los «mendigos», así como en torno a la cuestión de cuán amplia era la categoría de los
«criados», y hasta qué punto se incluían en ella los asalariados que no eran criados domésticos. Véanse
las obras citadas en la nota anterior.
50. Para la primera definición, véase a) The Océano o f James Harrington a n d his O ih er Works..
ed. John Toland (1700), 83, procedente de O cean a (de 1656), y b) i d e m , 436, procedente de The A n o f
L awgiving (1659), libro III, capítulo i (los criados no tienen «conquibus para vivir por su cuenta»); y
para ía segunda, véase id e m , 496, de A S y s te m o f Politics (1661), 1.13-14 (las referencias a las páginas
son ¡as mismas que antes en las dos ediciones de 1737, publicadas por separado en Londres y Dublín).
Sobre H arrington, me parece que 1a obra más reciente es la de Charles Blitzer, A n I m m o r t a l C o m m o n -
wealth. The Política! Thought o f Jam es H arrin gton {— Yole Stud. in Pol. Science, 2, New Ha ven,
1960). La última edición de Oceana (con notas) es ia de 3. B. Liljegren, Jam es H a r n n g io n ’s Océano.
(Heidelberg, 3924). Véase asimismo Hill, op. cu. (en la-n. 48), esp. 299-313; R.. H. Tawney, «Harring-
ton’s interpretation of his age», en P E A , 27 (1941), 199-223; y su lección inaugural como Harmsworth
Professor de Oxford pronunciada (y publicada allí mismo) en 1976 por Jack P. Greene, AII Meri Are
Created Equal, esp. 17-23. jumo con 37-39. notas 66-68. [Hasta que no acabe esta sección no tuve
conocimiento de The Political W orks o f J a m e s H arrington, ed. J. G. A. Peacock (1977}.j
51. Mis citas proceden dei estupendo resumen de ideas políticas de Ívaní en K a n t ’s Potincai
Writings, ed. (con introducción y notas) de Hans Reiss y traducido por H. B. Nisbet (1970), 78 y nota.
139-140. Las referencias al texto aiemán en cada caso se encontrarán en las págs. 193 y 197 de! libro.
52. Mt. XX. 1-16 (en donde los ¿QyáToa dei áyooa. contratados como jornaleros para trabajar en
una viña por el propietario de ésta, reciben ¿ucflóv de un c'ttítootto!,-); M e., 1.20 (tiLoBuiTol en un barco i:
678 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
Le., X.7 (el éQ'/aTTjs vale su uto 0ós), XV. 17, 19 \n'ioGioi)\ in ., IV .36 (un segador recibe /uotfój), X .12-13
(un {ilo8ü) tós que no es el ¿uafiós h abitu al no vigila a las ovejas como es debido); Santiago, V.4
(retención fraudulenta del (iioObs de los égyÚTai que han estado segando o cosechando). Cf. Le., I I I .14
(ó\pú)tna de los soldados); II C or., xi.S (Pablo recibía óú ú viu de las iglesias); II P e ., ii. 15 y R om .. VI.23
íjiLodós y ¿ip ú v i a usados m etafóricam ente).
1. H . I. BelL en JHS, 64 (1944), en la pág. 36. Las m etáforas, n aturalm ente proceden de I Reyes,
xii.14.
2. Véase Jones, RE, 151-186, «T axation in antiquity», correctam ente definido por el editor del
volum en, P . A. B runt, como «una valiosa y de hecho única introducción al tem a».
3. H ay un resum en, breve y muy útil, en Jones, R E , 153. La relación más extensa en inglés acerca
de los im puestos en A tenas es la de A . M. A ndreades. ,4 history o f Greek P u blic Fin anee, I (traducción
inglesa de Carroll N . Brown, Cam bridge, M ass., 1933), 268-391, pero no está bien escrita y está ya
anticuada en muchos aspectos. Sigue valiendo la pena rem ontarse a la gran o b ra de A ugust Bóckh, Die
Staatshaushaltung d e r Alheñe/* (1886).
4. Véase R ostovtzeff, S E H H W , 1.241-243 Gunto con III, 1374-1375, notas 71-72); A ndreades, op,
cit. 150-154.
5. Véase S. L. W aüace, Taxaúon in E g y p i f r o m A u g ustus io D iocleiian (1938), libro innecesaria
m ente difícil en to rn o a un tem a que por todos es reconocido que es difícil. H . C. Y outie, Scriptiuncu-
lae, 11.749, n. I (= A J P , 62 [1941], 93, n. 1), al reseñar el libro de W aüace, da de form a muy
conveniente las referencias a otras reseñas, de Bell, Enssiin, N aphtali Lewis, P réau x , R ostovtzeff y
W esterm ann. Estoy de acuerdo con la n o ta de Bruñí adjunta a Jones, R E , 158, n. 34: «la exposición
m aravillosam ente lúcida que hace U . W ilcken, Gr. Ostraka, I (1899) de los im puestos en el Egipto
ptolem aico y rom ano, aunque en ciertas partes haya quedado anticuada, sigue siendo quizá la mejor
introducción». Claire Préaux, E R L , logra la coherencia que cabría esperar hacer del sistem a de impues
tos ptoíem aicos.
6. Cf. V.iii y su n. 26; y el apéndice IV, § 2 a d fin e m . Las palabras rals aúfiaoi r o h ¿Xeuflégots
parecen razonablem ente seguras. Los que entre ellos tenían que pagar capitación son llam ados sólo &
[ o i .] q ' xq ó j'o u ó o q o v bióoaüLi'.
rom anista, la exposición más útil que conozco es ia de Jones. L R E ., 1.417-419; 11.788-798, 791.
13 8. Y véase ia referencia ai articulo de B ottéro en IILiv, n. 76.
!A 9. Sobre las m últiples exposiciones que hay de esta práctica, véase e.g. R ostovtzeff, S E H H W ,
,14 11.898-899 (junto con III. 1549, n. 179); asim ism o 1.291, 339, 41 í (junio con 111.1419, n. 208); 11.647;
,23 S E H R E 1, 1.274, 298 (jum o con 11.677, n. 52), 405-406 (con 11.712-713, n. 15), 409: Préaux, E R L .
492-493, 500-503, 508-509, 511, 519-520, 544; M acM ullen, R S R , 34 (jum o con 358, n. 24). Esta
práctica puede rem ontarse hasta el periodo faraónico: véase Georges P o sn er, «UáPcxxÚQyoi'; dans
l’Égypte pharaonique», en L e M on d e grec. H om m ages a Claire Préaux (Bruselas, 1975), 663-669. El
térm ino ¿xxúqtiols se emplea tam bién, pero más en el sentido de «m igración» a o tra comarca,
10. Conozco sólo una única colección de (A) que coniiene los textos de las cu atro inscripciones
/es, en un sólo volum en: A /J (en el orden en el que aparecen en ei texto) n .‘: 111, 141, 139, 142; y de (B)
sólo un libro que contenga traducciones ingiesas de las cuatro: Lewis y R einhold, R C , II (en el mismo
del Gr a e n ) , 183-184, 453-454, 439-440, 452-453. E ntre otras inscripciones que no puedo entretenerm e en
analizar aquí está A /J , 343 (=■ Keil y P rem erstein, op. cit. en la siguiente n. 14, págs. 24-29, n.° 28),
irca procedente de M endecora, en el territorio de Filadelfia de Lidia, de com ienzos del siglo m (probable
;ión m ente 198-231).
i ya 11. C f. la anterior n. 10. Esta inscripción (A /J, 111) corresponde tam bién a FIRA'% 1.495-498,
Die n.° 103 = C IL , VIII (ii), 10570 y (SuppL) 34464. H ay otras traducciones ingiesas, e.g. A R S , 219-220,
n.° 265. Respecto a oíros testim onios referentes a las fincas imperiales en Á frica, véanse las obras
op. citadas por M iliar, E R W , 379, n. 20.
12. Cf. la anterior n. 10. El texto de E S A R , IV ,659-661, reproduce el m ejor: el de Rostovzeff.
iria- S E H R E 2, 11.741-742, n. 26. Esta inscripción ( A /J , 143) es tam bién O G IS , 519 I G R R , IV .598 =
ncu- CIL, Í1I {Suppi. 2), 1491; cf. F I R A \ 1.509-510, n . cl 107.
m uy 13. Cf. la anterior n. 10. Esta inscripción (A /J 139) es tam bién S IG r- 888 = IG R R Í.674 = CIL
:ff y 111 (Suppl. 2) 12336; cf. F IR A Al.507-509 n .° 106.
ción 34. Cf. la anterior n. 10: la inscripción es A /J , 142. La publicación original es la de Josef Keii
>ipt° y A. von Prem erstein, «Bericht über eine dritte Reise in Lydien ...» , en D enkschr. der Kais. A kad.
íejor der Wiss. in W ien, Pililos.-hist. Klasse, 57.1 (1914). 37-47, n.° 55. Véase tam bién M agie, R R A M ,
3ues- L678-681, jun to con 11.1547-1549, notas 34-35,
15. Penuria significa siempre ‘escasez' m ás que ‘pobreza’, en iodo caso en el latín clásico: véase
ois ei nuevo O xford Latín D ictionary, fase. VI (1977), 1326. Eí paralelo más próxim o que conozco de
3a Plinio, E p ., I I í . 19.7 es Cic., 11 Verr., iii.125-128, donde la ar&iorum penuria que aparece cuatro
veces en §§ 126-127 significa desde luego ‘escasez’; cf. «incoium is num erus m anebat dom inorum
atque arenorum» y « m ine aiiiem ne ... quisquam reperireíur qui sine volúntate ararei, pauci essent
.iv. reliqui», de § 125; el hincapié que se hace en reliquos aratores en § 126: y reiiquos arenares colligii en
ara § 128,
un- 36. E! principal artículo de John Percival es «Seigneurial aspeets o f Late R om án estáte mana-
.ace gem em », en Eng. H ist. Iiev.. 84 (1969). 449-473. Véase asimismo «P. lia/. 3 and Rom án estáte
os). m anagem ent», en H om m ages a M areel R e n a rd , II ( = Col!. L a to m u s, 102, Bruselas, 1969). 607-615.
Uno de los pocos m edievalistas que se han interesado por este problem a es P . J. Jones: véase su
valioso artículo «L T talia agraria neU’alto m edioevo: problemi di cronología e di continuitá», en
Settim ane di studio de! Centro italiano d i stu d i su 11'alto m edioevo, X III. A g rico h u ra e m ondo rumie
in O ccidente neW alto m edioevo (Spoieto, 1966), 57-92, en 83-84; y la discusión con Vercauteren.
Idem, 227-229.
17. P o r ejem plo, CoSum., R R , I.v ii.l («avarius opus exigai quam p en sio n es»), en cuya interpre
_;¡az tación estoy de acuerdo con Finley, Studi.es in R o m á n Property (1916), 119-120.
18. Las inscripciones son: 3) F I R A 2, 1.484-490, n .ü 300 - A /J , 74 = C I L , V III (Suppl. 4),
nai. 25902 (H enchir M ettich, Villa M agna V arían a. M ap palia- Siga), de 136-117 d .C ,; 2) F I R A 2, 1,495-498,
<uer- n .° 103 = A /J , 13 1 = ILS, 6870 - C I L , VIII (ii), 10570 + (Suppl. I), 14464 (Souk eí-Khmis, Saltus
B urunitanus), de 180-183 d.C . (sobre el cual véase tam bién la anterior n. 31); 3) C I L . VIII (Suppl. 1).
104). 14428.A. (Gasi-M ezuar), de 181 d.C. Los 12 días que aparecen en ia tercera inscripción tai vez sean
iría s algo que se im pusiera a ios coloni, y de io que se quejan, y no realm ente u n a exacción legítima. No
tengo ocasión ahora de com entar otras dos inscripciones, que. ju m o con tas tres citadas, constiiuyer,
l esa un im portante grupo de cinco: son 4) F I R A 2. 1.490-492, n.° 101 = A/ J . 93 =• C I L , V I I I (Suppl. 4,
25943 (Ain el-Jem ala, Saltus Biandianus et U densis), de 117-138 a.C .; 5) F I R A 2, 1.493-495, n.° 302 =
•501; CIL, VIII (Suppl. 4), 26416 (Ain WasseL ei mismo Saltus). de 398-212 d .C .: am bas hacen referencia
(como el n.° 1) a «tenias partes fr u c tu u m » , n / ' 4 (como ia n.° 1) a ia L e x M anciana., y n . ü 5 (como
i a L e x Hadriana. Sobre los n .‘ h ia y w o o a , en Franj;. i/:.
680 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
IV.89-10) (textos, traducción inglesa y coment.); y para otras traducciones inglesas (aparte de las
mencionadas en las anteriores notas 10-11), véase A R S , 221, n.° 268 (mi n.° 5); Lewis y Remhold,
R C . 11.179-183 (mis n .“ 1 y 4-5).
19. Hay un posible ejemplo en el agellus sabino de Horacio, si realmente tenemos que tomar al
pie de la letra su E p ist., I. xiv. 1-3, ju n to con Sai... 11.vii .1 17-11 8 (cf. sus O d ., III.xvi. 29-30). Véase
Heitiand, Agrícola , 215 -21 7, 23 5, y ei prim er artículo de Percival citado en la anterior n. 36, pág. 451
y n. 1 (con una referencia a Fuste! de Coulanges).
20. Naturalmente, ya lo han solido ver. No puedo empezar a dar una bibliografía, que, si
tuviera que ser verdaderamente útil, tendría que especificar las aportaciones individuales hechas a
determinadas obras colectivas de valor muy desigual, como los dos volúmenes editados por M. I.
Finley. Stuú. in R om án P roperty (1976) y P roblém es de ía ierre en Gréce ancienne ( = Civilisaiions et
Sociétés, 33, París, 1973). A unque p udie ra parecer injusto que destaque unas cuantas obras en
particular, me gustaría m encionar a V. N. Andreyev, «Some aspects of agrarian conditions in Attica
in the fifth to third centuries B.C.», en E iren e , 12 (1974), 5-46, que resume, con algunas correcciones
y añadidos, el contenido de otros ocho artículos anteriores publicados por Andreyev entre 1958 y
1972, y recogidos en su n. 1; y una serie de cuatro artículos de R. T. P ritcha rd acerca de temas
agrarios relacionados con la Sicilia del siglo i a.C'., aparecidos en H isto ria , 18 (1969), 545-556; 19
(1970), 352-368; 20 (1971), 224-238; y 21 (1972), 646-660. En A n tiq u ités a frica in es, 1 (1967) hay dos
artículos particularmente útiles que tratan casi por entero del norte de África: H enriette d ’Escurac-
Doisy, «Notes sur le phénoméne associatif dans le monde pavsan á l ’époque du Haut-Empire»
(59*71), y Claude Lapelley, «Déclin ou stabilité de Tagriculture africaine au Bas-Empire? Á propos
d ’une loi de l ’empereur H onorius [CTh, XLxxviii. 13]» (135-144).
21. El pasaje más importante es uno de 200 páginas del C ap., I I I .614-813 (parte VI, cap.
xxxvii-xlvii = M E W , X X V .627-821); cf. T S V , 11.15-360, í 61-163, 2 3 6 -3 7 2 ;I I I . 399-405, 472, 515-516,
etc.; M E C W , III.259-270 (los M S S econ,-filos.) 427-430; VI. 197-206.
22. Se ha pensado a veces que esta hambre fue ía famosa de A p., VI.ó, durante la cual los
precios que se dan llegan a casi 8 denarios/dracm as por modio (un sexto de medimno) de trigo o tres
de cebada. Véase e.g, Magie, R R A M , 1,581, junto con II. 1443-1444, notas 38-39; Rostovtzeff,
S E H R E 2, 11.599-600 (parte de la útilísima nota 9 acerca del aprovisionamiento de comida y las
hambres).
23. No conozco ningún trabajo que sea enteramente satisfactorio o completo del hambre de
362-363; pero véase Downey, H A S , 383-384. 386-391, y «The economic crisis at Aniioch under
Julián», en Studies in R om án E co n o m ic and Social H istory in H o n o r o f A . C. Jo h n so n , ed. P. R.
Coleman-Norton (Princeton, 1951), 312-321; Paul Petit, L V M A , 109-118; P . de Jongs, «Scarcity of
corn and cornprices ín A m m ianus Marcellinus», en M n em o s.4, 1 (1948), 23S-245.
24. Soz., H E , III.xvi.15; cf. P aíad., H ist. Laus., 40, ed. C. Butler (1904), pág. 126. Que la
escasez de alimentos se debía en gran medida a la avaricia de ios ricos de Edesa no queda para nada
claro en el estudio de este incidente que hace Peter Brown, «The rise and function o f the Holy Man
in Late Antiquity», en J R S , 61 (1971), 80-101, en 92: se interesa sóic por el hecho de ane (como él
dice) «en calidad de “ forastero” tuvo E fra im que administrar los aprovisionamientos de comida de
Edesa durante un hambre, pues ninguno de los de la localidad se fiaba del vecino». No es así como
lo explican nuestras fuentes (por inadecuadas que puedan ser): hablan de desconfianza mutua no por
parte de «los de la localidad», sino específicamente de «los ricos»; y la flojísima excusa que dan
(dócilmente aceptada por Brown) es la misma que la de los ricos. En una n ota (143) de esa misma
página, Brown alude a la h am b ru n a de A spendo, mencionada por Filóstrato, Vil a A p o lla n ., 1.15
(véase I.iii), y de nuevo se interesa sólo p o r el hecho de que «Apolonio de T iana hizo lo mismo [que
Efraim], y, por tanto, también en calidad de “ forastero” , “ disociado” en virtud del voto de silencio
pitagórico». Ello resulta típicamente sutil, pero de nuevo oculta eí hecho más im portante con mucho,
esto es, que los que se habían apod erado del grano eran oí, óvpoitol (se tra ta claramente de ios ricos
terratenientes, pues habían escondido ej grano en sus fincas dei campo, si bien en su mensaje escrito
Apolonio se dirige a ellos llamándolos crtroKáTTjXoi, seguramente una ironía deliberada).
25. Esta fecha ia ha propuesto J. R. Paianque, «Famines á Rorne á ia fin du iv* siecie», en
R E A , 33 (1931), 346-356; cf. Chastagnol, F P R B E , 198.
26. Admito la cronología de P aia n q u e (véase ía nota anterior) y Chastagnol, F P R B E , 223,
frente a ia datación de Secck de Símm., I I .7 en 383 (véase ia introd. de Seeck. págs. cxix-cxx y n. 601,
a- su edición de Símm., en M G H , A u ci. A m iq u iss., VI.i, 1883). Con tra ciertas interpretaciones de De
Robertis y Ruggini (igualmente inaceptables para mí), véase Edgar Faure, «Saini Arrsbroise ei í’expui-
notas (IV .ii, pp. 258-263) 681
Mas , .
0jcj sion des pérégrins de Rome» , en E lu d e s d l u s l . du droii. canonique dédiées a G a b riel L e Bras (París,
1965). 1. 523-540, esp. 526, 530, 536-539.
aj 27. Cf. Liban., Oral., 1.226 ss.; X.25. Véase Norm an, L A , 213-214 (sobre O ra l., 1.225 y ss.);
Down&y, H A S , 4-20-42L U na guardia apostada a las puertas de la ciudad impedía que los campesinos
ease
(jo v ytiíiQyóv) sacaran más de dos hogazas (Liban., Oral., XXVII. 14; cf. L.29).
451
28. La edición estándar de Josué, realizada por el mejor especialista en siríaco de su época, V/,
Wright (Cambridge, 1882), lleva una traducción en inglés.
i, si
29. Sobre ia durísima ham bre que asoló en 538 gran parte de la Italia central y septentrional,
as a
desde Venetia y Aemiiia a Tuscia y P icenum , véase esp. P rocop., Bell., VI (G o th .. II). x x .15-33: fue
í. I.
testigo ocular en Picenum (§ 22), y habla de informes sobre las decenas de miliares de personas que
2s et
morían de hambre.
en
30. Cf. Procop., Bell., Vil {G oth., III). xvii.l ss., esp. 9-19; xix.13-14; x x .l, 26. Sobre ei precio
:tica
del grano en este período, véase Stein, H B E , 11.582-583, n. 1.
3nes
31. Véase ia edición de H . Delehaye, L es Saim s Stylites ( = Subsidia H agiographica, 14, Bruse
58 y
las-París, 1923, reimpr. 1962), 195-237, en 201-202.
mas
32. Sobre algunos otros términos p a ra «aldea», véase A / J , pág. 22; B. Broughton, en E S A R ,
; 19 IV.628-629.
dos 33. Véase H. Swoboda, x ú w , en R E , Suppl. ÍV (1924), 950-976; Jones, G C A J, 272-274,
rac" 286-287; y véase 391, índice, s. v.; C E R P 2, 137-146, 281-294, y véase índice s. v. (además e.g. 67-68,
ire>> 80, 233); L R E , III.447, índice, s. v.; G. M. Harper, «Village administration in the Román province
}P ° S of Syria», en YCS, 1 (1928), 103-168; Broughton, en E S A R , IV .628-647, 671-672, 737-739; y véase
950, índice, s.v.; Rostovtzeff, S E H H W , III. 1747, índice, s.v.; S E H R E \ 11.821, s.v. (esp. 656-657,
^P- notas 6-7, 661-666, notas 23-35); Magie, R R A M , 11.1660, índice s.v. (esp. 1.143-146, junto con
11.1022-1032, notas 69-77, y los pasajes citados en la anterior n. 14; asimismo 1.64, junto con
11.862-863, n. 41). Algunos voluminosos libros recientemente publicados en francés, por Tchaienko y
}°s otros, nos han proporcionado una inform ación muy valiosa acerca de las aldeas de la Siria romana:
tres véase la n. 50 a la sección iii de esie mismo capítulo; y cf, Liebeschuetz, A n t . , 68-73.
34. Se trata de un tema que seguramente merecería una investigación detallada. N
¡as la vida de aldea de los siglos v y vi se había desarrollado, aí parecer, según unas coordenadas aún más
jerárquicas, lo mismo que en las ciudades; pero ios testimonios parecen casi inexistentes, salvo para
í de Egipto.
ider 35. Véanse e.g. las obras citadas en la anterior n. 33, esp. Jones, G C A J , 272-274 (jumo con
• R. 364, n. 18); C E R P 1, 284-287; asimismo «The urbanisation of the Itnraean principality», en JRS, 21
y of (1931), 265-275, esp. 270; Harper, op. c i t (en la anterior n. 33), 142-143 (contra 143-145, véase jones,
C E R P \ 286-287). El ’óxXoí como asamblea de la aldea es seguro en IG R R , III. 1192 = L B /W , 1236
e la [no 2138, como en IG R R ], procedente de Seccea de Siria (más tarde, M aximianópolis, de c. 300:
lada véase jones, C E R P 2, 285, jun to con 465, n. 82), en donde tenemos ’ó^Xod yevofiévov rrjs x¿¡ii-qr, Iv
»4an OeÚTQLúi. En algunas aldeas de Asia M enor, e.g. en los territorios de Cíbira y O rm ela, encontramos
0 él inscripciones en las que fulano de tal hace una donación «en honor del ’óxXos» (habitualmente e r í ^ o e
1 de to v ’óx'Áoí'): véase e.g. CIG, III.4.367o; y E, J. S. Sterrett, «An epigraphícal jo u rn ey [1883-18841 in
)mo Asia Minor», en Papers o f the A m e r. S c h o o i o f Class. Stud. at A th e n s, 2 (1888), n.° 47-50 <- I G R R ,
por IV.892). 72-75. Pero no he visto nada en estas inscripciones que justifique deducir la existencia de una
dan auténtica asamblea llamada el oxXos. Se señalan unas cuantas aldeas que tenían éxxXyoío! (contra
sma Jones, R E . 31-32), e.g. Castolo, ju nto a Filadelfia (O GIS, 488); los Panamareis, u n a federación de
1.15 aldeas de Caria (Micnel, R I G , 479); y Orcisto, en los confines de Asia y Galacia, que tenía una
qUe [¿xjxXTjatQ.' ... TráuoTj^as (véase W. H . Buckler, en J H S , 57 [1937], 1-10, esp. 9 sobre B.3; y cf. Jones,
:ici0 C E R P K 67-68 Y 392, n. 63).
:h 0;36. Véase Jones, C E R P 2, 286-287; R E , 32; y las págs. 272-273 de su artículo (de 1931) citado
icos en la n ota anterior.
:rno 37. E.g. en Orcisto y Castolo: véase IG R R , IV .550; OGIS, 488.
38. Sobre la £xi)7-07rpemGr véase Stein, H B E , F.i.246, 278-279 (junto con ii.563-564. n. 135):
Bell, E A G A C , 119-125; Geizer, S B VA, 89-96. y en A rchiv f . Pan.. 5 (1913), 188-189, 370-377:..
Rouillard, A C E B 2. 13-15, 58-60, 202-203: H ard y, L E B E , 54-59. Prácticamente todo s ios testimonio-;
proceden de Egipto; pero C Th, X i.v ii.!2 (de 383 d.C.. e] primer testimonio que conozco de ia
íOl, existencia de lo que luego se llamaría auiopragio) se dirige al vicario de la diócesis del P om o ; y
£,e XI.vii. 15 (que seguramente hay que entender a 1a luz de XI.xxii.4) va dirigida a Mésala, que en
DUi
399-400 era prefecto de] pretorio de Italia (que incluía, desde luego, África y P anonia: véase esp.
Lv.I2). Parece que aiiTowa'yLa y las palabras con ella emparentadas aparezcan antes del siglo v; pero
682 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
véase IG , IX.i: .137, línea 20, sobre el empleo de avTOTTQcx^ía en el siglo n a.C ., en Caiidón. Etolia, al
parecer para designar el derecho a cobrar personalmente una multa.
39. Nuestra información sobre A froditón procede de un voluminoso grupo de papiros que se
han ido repartiendo entre El Cairo, Londres. Florencia. Ginebra y Gante: véase esp. R. G. Salomon,
«A papyrus from Constantinople (H am burg inv. no. 410)», en J E Ai, 34 (3948), 98-108. Afroditón
tuvo la suerte de que Dioscoro (mencionado más adelante en el texto) estaba dispuesto a preocuparse
por la aldea e incluso a viajar a Constantino pla para solicitar ayuda de ciertos burócratas muy bien
situados allí. La aldea había obtenido ei estatuto de autopracta durante el tercer cuarto del siglo v,
durante ei reinado de León I, 457-474 (P. Cairo M a s p ., 1.67.019, lineas 1-6). pero constantemente
sufrió un trato arbitrario por parte de los sucesivos pagarcas de Anteópoiis, y, p ara obtener la
protección imperial, se había inscrito com o parte de la casa (oixos, obácv) de la mujer de Justiniano,
la emperatriz Teodora (i d e m , líneas 11-12: cf, idem , 67.283), cuya casa se adjuntó, a su muerte en
548, al resto de la casa imperial («sagrada o sagradísima»), la del propio em perador (véase Salomon,
o p . cit,, 102, n. 6). Sobre los disturbios de A froditón c. 548-551, véase Bell. E V A j; Salomon, op. cit
y el resumen en Jones, L R E , 1.407-408. Sobre Afroditón, véase también H ardy, L E B E , 55, 57-58,
137-138, 146-147. Los documentos más im portantes son P. Cairo M a s p ., 1.67.002 (parte del cual
damos en ei texto), 67.029, 67.024; P. H a m b . Inv., n.° 410 (cuyo texto da S alom on), y P. Genev.
Inv., n.° 210 (véase Salomon, op. cit., 98 y notas 1-2). Entre otros papiros relevantes procedentes de
Afroditón están P. Cairo M a s p ., 1.67.238; P. L o n d ., V .I . 674, 1.677, 1.679. Sobre ios pagarcas, véase
W. Liebeschuetz, «The pagarch: cit y and imperial adm inistraron in Byzantine E gypt», en JJP, 18
(1974), 163-168; «The origin of the office o f the pagarch», en Byz. Z t s c h r 66 (1973), 38-46.
40. Sobre Dioscoro, véase esp. .1. M aspero, «Un dernier poéte grec d ’Égypte: Dioscore, fils
d ’Apollós», en R E G . 24 (1911), 426-481.
41. Como indica I. F. Fikhm an, «en los papiros de la Oxirrinco bizantina, se empleaba casi
exclusivamente “ doulos” por la gente de condición iibre para referirse a sí mismos cuando se dirigían
a gente de rango más alto, y con muy poca frecuencia para designar a los esclavos» («Slaves in
Byzantine Oxyrhvnchus», en A ¡cien des X III. [1971} Internen. P a p y r o lo g e n k o n g r . , ed. E. Kiessling y
K .-A. Rupprechí [1974], 117-124, en 119). •
42. Ya he dado la bibliografía esencial en mi SVP, 45, n. 2. Añádase ahora ía edición de
Liban., O rat., XLV1I, con una excelente traducción inglesa de A. F. Norm an, en el vol. II de Libanio
en Loeb (1977); y dos obras de Louis H arm a n d , sobre las cuales daré los detalles en ía nota 50 a la
sección iii de este mismo capítulo: la edición completa de ese mismo discurso, con texto, trad.
francesa y comentario, L ib a m u s, D isc o u r s sur les pa tron ag es (1955), y Le p a ir o n a í sur les colíectivités
pu bliqu es des origines au B as-E mpire (París, 1957), esp. 421-487 acerca del Imperio tardío. Un cuadro
del papel que tuvo el patronazgo rural en Siria durante ei Imperio tardío, totalm ente distinto al mío,
puede encontrarse en ei artículo de Peter Brown acerca del «Hoíy Man» (véase ía anterior n. 24), en
85-87. Lrown, que no ha captado nunca las realidades cié la lucha de clases en el m undo antiguo, no
logra ver mas que el lado bueno del patronazgo, y ía blanda exposición que hace de esa institución no
da más que una fracción de So que era la realidad, a pesar de ios destellos de perspicacia de los que
intermitentemente hace gala Brown, como siempre. Desde luego, para los aldeanos era una ventaja
tener alguien que actuara de árbitro en las disputas que tuvieran entre sí, especialmente cuando los
procesos legales del m undo rom ano eran tan insatisfactorios y estaban tan expuestos a abusos. Pero
no era eso lo que principalmente se esperaba de los patronos a los que yo me refería: se veían
inducidos por los campesinos a que los defendieran de la opresión, en particular de aquella a la que
los sometían los terratenientes y los recaudadores de impuestos, y naturalmente los patronos cobraban
siempre un precio por los servicios de esa índole (véase C T h , X l.x xiv.2; CJ, Xl.liv. 1,pr., 2 .pr.),
probablemente un precio muy alto con frecuencia. Incluso ia historia de cóm o el «santo» Abraham se
convirtió en patrono de una aldea (al parecer en las cercanías de Emesa) parece bastante distinta,
sobre iodo cuando descubrimos que la frase «cuando llegó el recaudador de impuestos» de Brown
sustituye a 1a de Teodoreío «entonces llegaron ios prakiores, que ies [a los aldeanos] obligaron a
pagar sus impuestos y empezaron a meter a unos en. la cárcel y a maltratar a otros» (H i s í . relig., 17,
en M F G . L X X X ÍIJ421A }.
43. Véase la trad. ingl. de Eiizabeth Dawes y N. H . Baynes, Three B y z a m m e S a i n ts (1948),
139-140 (cap. 76). La edición estándar de la Vida (o Vidas) de san Teodoro es ahora ia de A. J.
Festugiére, Vie de Theódore de Sykéóti ( = S ubsidia Hagiographica, 48, 2 vois., Bruselas, 1970): véase
esp. 1.63-64; 11.66-67. Y véase también Derek Baker. «Theodore o í Sykeon and the historians», en
S C H , 13 (3976), 83-96.
44. Ei pasaje traducido por Stevens es de Juan Crisóstomo, H o m . in M o t ín ., 61.3 (M P G ,
v
En las fuentes jurídicas señaladas en el párrafo anterior, ha solido pensarse (como han hecho
M ommsen y Duncan-Jones) que el sólido representa 100 HS, de m odo que 20 áureos serían 2.000
sestercios. Sin embargo, ei artículo de Kübler publicado en 1900 (SCRK, 566-579), que he elogiado en §
13 (c) del texto de esta sección, me parece a mí que modifica este cuadro. Sacaré dos conclusiones muy
pertinentes: 1) excepto en un caso particular, en ei que tal vez pueda demostrarse lo contrario, una cifra
que ei C orpus de Justiniano dé en áureos o sólidos, en sustitución de una suma expresada en sestercios
por los libros clásicos de derecho ha de pensarse que pone ei áureo o sólido a 1.000 H S, no a Í00; y 2)
esto, ju nto con ei examen de unos cuantos precios y tasaciones de esclavos en sestercios que se han
conservado, en los juristas clásicos parece justificar 1a conclusión de que ia tasación estándar de un
esclavo en los escritores de derecho era de 10.000 HS. Desde luego Inst. J ., III.vii.3, equipara explícita
mente el áureo (que para entonces, como el sestercio desde hacía muchísimo tiem po, se había converti
do en mero término de cálculo) a 1.000 HS, y ello queda subrayado en cuatro pasajes de esa obra que
se corresponden muy de cerca con otros pasajes paralelos de los In stitu ía de Gayo, de mediados del
siglo íi. Tres de ellos (Inst. J., ILxx.36; IILxix.5; y III.xxvi.8, derivados respectivamente de Gay., Inst.,
11.235; I I I . 102; y III. 161) nada tienen que ver con esclavos; pero Inst. J . t IV.vi.33d, sustituye la
tasación de un esclavo que hace Gayo, In st., IV.53d de 10.000 HS por 10 áureos, equiparando, pues, el
áureo con 1.000 HS. Los únicos precios seguros de esclavos que sepa yo que da eí D igesto en sestercios
son los 10.000 y 5.000 HS que aparecen en X X I .i.57.1 (Paulo), y — a menos que debam os leer mihi y
no m ilia— los quinqué milia (HS, naturalmente) de X.iii,25 (Juliano), que poco antes, en ese mismo
pasaje, nos presentan como si fuera la mitad del valor del esclavo en «aureorum decem». U na compila
ción postclásica, la E pit. U l p II.4 (F IR A 2, I I .266), trata de la manumisión de un esclavo que paga por
tal privilegio decem m ilia : es decir, 10.000 H S. Vale la pena señalar aquí que D ig., X X IX .v .25.2 (de
Gayo) recoge una multa de 100 áureos correspondiendo a otra de 100.000 HS en P aulo, Ser.t., III.v.12a;
y que en otros dos textos del Digesto en los que se establecen multas (L.xvi.88, Celso; XX XII.97,
Paulo) la curiosa frase centiens (o cent íes) aureorum debe de sustituir seguramente a centies sestertium
(10 millones de HS), tan corriente en los textos originales. En muchísimos pasajes del D igesto , la
tasación de un esclavo, o el precio que éste tiene que pagar por su manumisión, se dice simplemente
decem , lo que sin duda significa 10 áureos (a veces se especifica este nombre): véase e.g. XL.vii, donde
por lo menos salen en 26 secciones distintas expresiones como si decem dederit, líber esto (cf. denos
áureos en 3.13). Tal vez cupiera esperar que la mayoría de los textos jurídicos que contienen precios o
tasaciones de esclavos fuera a dar unas cifras excepcionalmente altas, puesto que norm alm ente tratan de
esclavos que compran su libertad o que se pensaba que valía la pena liberar por te stam ento, como por
ej. D ig., XL.vii, y que (como ocurre en to d o este título en particular, que se refiere a los statuliberi)
esas cifras fueran, en todo caso, casi siempre imaginarias. Sólo en algunas pocas constituciones prescrip-
tivas como CJ, VI.xliii.3.1; V II.vii.L5 tenemos derecho a pensar que se trata de cifras completamente
realistas. Yo añadiría que el «valor en oro» de un esclavo varón adulto no cualificado ascendía según el
edicto de Diocleciauo a 5/12 Ib. de oro, un poco por debajo de los 30 áureos de Diocleciano o
exactamente 30 sóiidos de Constantino.
2. No he visto que se haya dado la lista completa de estas inscripciones en ninguna parte, así que
daré las que he podido identificar, incluidas algunas publicadas demasiado tarde p ara que las pudiera
tener en cuenta el análisis de Westermann, al que hice refereucia en el texto: F D , III.i (1929), 565-572;
ii (1909-1913), 212-247; iii (1932-1943), L60, 130-141, 174-176, 205-206, 208-211, 258, 262-296/7, 300-337,
339-341, 346-349, 351-358, 362-377, 385-4ÍÍ; iv (1930-1976), 70-73, 78, 479-509; vi (1939), 5-58, 62-95,
97-110, 112-140/2; y cf. la selección de S G D I , ILiii-v (1892-1896), 1684-2342; vi (1899), 2343. Algunas
de ellas hacen referencia a unas fechas posteriores a c. 53 a.C., donde acaban ios análisis de Wester
mann y mío.
2a. Véase ICeith Hopkins, C onquerors a n d Slaves. Sociologica / Studies in R o m á n H istory , 1
(1978). 133-171, publicado después de que acabara este capítulo. Sus cifras tienen en cueuta bastantes
más inscripciones de las que conocía W esterm ann, si bien ios resultados no son muy dispares, para lo
que a mí me interesa (véase esp. 141, n. 15: las cifras de Westermann son «muy ligeramente distintas»
de las de Hopkins).
3. Véase mi reseña ai libro de W esterm ann, .en CR, 71 = n. s. 7 (1957), 54-59, y ia reseña de
Brunt. citada en IILiv. n. 65. Véase asimismo la próxima nota 5.
4. No he ieído acerca de esta cuestión nada más reciente que G, Daux, D elphes an IF el au
I er siécie (París, 1936), 490-496.
5. Pueden no tenerse en consideración las objeciones de Westermann, S S G R A , 32, n. 52. Como
suele ocurrir con demasiada frecuencia en su libro, ha interpretado equivocadamente ei texto: no dice
que los hombres fueran alistados efectivamente, sino sólo que Dieo los solicitó. Ello no produce
notas (IV . i i i , pp . 268-277) 685
ninguna incoherencia con ias tropas totales cíe 14.000 hombres de infantería y 600 de cabaliena que da
P au s., V IL xv.7. Westermann creía realmente que este pasaje (en griego) se nos había transm itido por e!
historiador latino Orosio, véase S S G R A , 32 (creo que debió entender mal ei epígrafe de ia edición Loeb
de Polibio, vol. VI, pág. 423, que, desde luego, hace sólo referencia ai cap. xiv.3).
6. Livio, Per., 96-97; Apiano, BC, 1.117-120.
7. Más de 400.000, según Vel. P a t., 11.47.1. Plutarco, Caes., 15.5, y A piano, Ce'ii.. 2, dicen que
César hizo un miüón de prisioneros.
8. Bastará hacer referencia a Fogei y E ngerman, TC\ i . 15-16, 20-22, 41-43, 89-94, y 245-246 («la
mayor parte dei algodón de ios Estados IJnidos se consumía no en este país, sino allende sus fronteras);
c. 1850). Pero Gavin Wright ha dem ostrado que Fogel y Engerman no han tenido suficientemente en
cuenta los efectos de la dem anda mundial de algodón en la economía sureña de c. 1820-1850: véase su
cap. vii (págs. 302-336) en R eckoning with Slavery, de P aul A. David y oíros (1976).
9 . H opkins añade que este «límite por arriba de las esperanzas de vida, resulta, sin embargo,
provisional, en el sentido de que ios determinantes de la revolución demográfica de la E u r o p a occidental
se conocen sólo, incluso hoy día, de m anera confusa. No obstante, me parece que a quienes Íes toca
probar firm emente sus asertos es a quienes afirman que ia población rom ana en genera! tenía un índice
de mortalidad menor que otras poblaciones preindustriaies dotadas de unos desarrollos técnicos o de
unas ciudades semejantes; tienen que dem ostrar que en el imperio romano se daban unos factores que
condujeran a una disminución generalizada de la m ortalidad» (PASRP, 263-264), Brunt se muestra de
acuerdo con H opkins en que las esperanzas de vida romanas debían de situarse «por debajo de ios 30,
con una mortalidad infantil superior ai 200 por 1.000»; pero expresa sus dudas acerca del límite inferior
de esperanza de vida que sitúa H opkins en los 20, en la medida en ía que tenga que ver con la población
libre de la Italia republicana (IM , 133). [Y véase ahora el artículo de Donald Engels citado al final de
Il.vi, n. 7.]
10. Los r}Q(7TToi constituyen un tema difícil, así que mencionaré sólo eí buen análisis de Plinio,
E p ., X.lxv-lxvi, Ixxii, que hace Sherwin-White. L P , 650-651, 653-654, 659, en donde se hacen referen
cias a otras obras recientes, incluida ia de Cameron (1939).
11. Véase brevemente Jones. L R E , 11.853, ju n to con las referencias que se hacen en III.286,
n. 70. si bien, a mi juicio, la ley visigoda no trata específicamente de niños vendidos por sus padres,
como es eí caso e.g. de CJ. ÍV.xliii.2.
12. Leg. V isigoth. > IV.iv.3, está editada en K, Zeumer. en M G H , L eges, I.i (1902), 194. No
encuentro ninguna cifra específica en las prim eras leves, como la constantiniana C T h, V .x .í.p r . (pretium
qu o d po iesí valere exsoivafy, cf. CJ, IV.xiíii.2.1; L e g . V isigoth ., IV.iv.í-2.
13. El asunto es tremendamente complicado: véase Jones, LRE., 1.30-31, 64-65, 448-449 ss., con
sus notas; asimismo RE , 8-9, 169-170 (esp. n. 96). Sobre la im m unitas y ei ius Ita lic u m , véase también
E. K ornemann, en R E . IV.i (1900), 578-583; H. M. Last, en C.AH, X I .450-451, 454-456.
14. E. J. Jonkers, Econom ische en so cíale toest anden in het rom einsche R ijk b lijken d e uii hei
Corpus Inris (Wageningen, 1933), 113 elenca 152 textos jurídicos que hacen referencia ai p a r tus ancillo-
rum o a los vernae, de los cuales sólo de cuatro se dice que citan a juristas republicanos o augústeos:
véase Brunt, IM , 707-708. De Sos cuatro que cita Bruñí, sóio tres cumplen sin lugar a dudas este
requisito: VILi. 68./>/■.: IX.ii.9./?r.; XXIV.iii.66.3 (X LLx.4.p/\ parece proceder más de Neracio que de
Trebacio); pero añádase X X III.iii.18. Véase también Brunt, IM , 143-144 (esp. 144, n . 1). Tai vez
debiera añadir, llegados a este punto, que parece que no hay mucha información o incluso que ésta es
nula en torno a la división de sexos de los esclavos en ningún momento y en ningún lugar de ía
A ntigüedad (no considero que la relativa frecuencia de manumisiones pueda sernos de información a
este respecto). Como ya digo en el texto, § 10, Catón no alude nunca a esclavas, fuera de la vilica, y yo
diría que lo mismo puede decirse de Varrón, quien, fuera de ios pasajes citados ya en el texto (entre las
notas 14 y 15), sólo hace referencia a esclavas (según creo) e n -RR, I.xviii.L 3 (ia viiica), y en II.x.2, en
donde hace notar a Cosinio que «in fu n d ís non m odo p ueri sed etiaiv puellae p a sc a n i». P o r otro lado,
en Columela, aparecen con frecuencia las esclavas, y no sólo llega a encontrar ocupación a los mucha
chos esclavos (Il.ii.I3; IV.xxvii.6: XI.ii.44), sino también a ios niños de ambos sexos (X II.iv .3) y a una
antis sed u ia vel puer (VIILii.7). M. L Finley ta) vez tenga razón al defender 1a tesis de que habría que
«evitar hacer deducciones» de tos cambios sufridos en ias prácticas o en ias instituciones que reflejan
Catón, Varrón y Columela, o er; las compilaciones del Di gesto de época Severa com paradas con los
juristas republicanos o de comienzos dei im perio; y admite eí hecho de que las diferencias que se dan
entre ellos «ta ' vez reflejen unos cambios institucionales». Pero exagera de m odo ab su rd o al decir que
«es d em a sia d o fu e rte la presunción de que tras eiios no hay m á s que ‘'historia literaria'’» ’SR P , 4: las
686 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
cursivas son mías; cf. 104). No hay ninguna de esas «presunciones». Los ejemplos que be utilizado no
son ¡a base de ninguna «deducción», sino que constituyen unos testimonios concluyentes.
34a. Cuando ya había acabado este capitulo leí ei interesante artículo de David Daube, «Fashions
and idiosvncrasies in the exposition of the Román law of property», en Theories o f P r o p e r t y , ed. A.
Pare! y T. Flanagan (Waterloo, Ont., Canadá, 1979), 35-50, en 35-37, en el que se estudia la regla según
la cual un usufructuario romano no obtenía derecho alguno sobre los retoños de una esclava, pues no
se los consideraba fructus.
15. El destacado jurista de época A ntonina Q. Cervidio Escévola empleaba ia palabra uxor para
la que seguramente era la consorte de un ac tor esclavo, D ig., XXXIII.vii.20.4; y se utiliza de forma
parecida en Paulo, S e n t ., III.vi.38; compárese con II.xix.6; UIp., R e g V.5. Véase asimismo la ley de
Constantino C T h , l l . x x v A p r . Y como dice Paulo en D ig., XXXVHI.x.10.5, los términos técnicos de la
cognaiio (como p á r e n l e s , filii, fraires) se utilizaban a veces en relación a los esclavos, aunque las serviles
cognaíiones no estaban reconocidas legalmente (sed ad leges serviles cognationes non p eriin ent).
16. Gelasio, fr. 28, en Epist. R o m á n . P o ntif. genuin., ed. Andreas Thiei (1867-1868), 499-500.
17. Pelagio I, E p., 84, ed. P. M. Gassó y C. M. Batlle, Pelagii I P a p a e E pist. q u a e supersunt
(M ontserrat, 1956), 205-206.
18. M. 1. Finley, A E , 83 ss., me parece a mi que no entiende bien la postura de W eber. En un
intento de explicar la «decadencia» del esclavismo, comentado ya en VIILi, se pregunta: «¿Qué es lo
que pasó y por qué? ... ¿Qué es lo que motivó que las clases altas, en particular los latifundistas,
cambiaran sus cuadrillas de esclavos por colonos vinculados?» La única explicación a la que alude,
antes de presentar la suya, es la que él llama —sin atribuírsela a nadie en particular— «una simple
explicación de cálculo de costes», esto es, que cuando pasó la gran época de conquistas romanas, no
fueron suficientes los esclavos que llegaron al mercado en sustitución de los que antes había. El mejor
tratam iento, con mucho, dei problema según estas coordenadas que me viene a la cabeza es el de
Weber, en el ensayo que acabo de señalar en eí texto. Finley lo desprecia injustamente, acusando a
Weber (junto con oíros autores) de afirm ar que «el trabajo de los esclavos es ineficaz, ai menos en la
agricultura, y en último término no rentable» {A E , 83, junto con 195, n. 64), cosa que, de hecho, no
hace Weber en ninguna de las obras que he leído, y desde luego no en el pasaje ai que hace referencia
Finley en su nota. Aun admitiendo «un elemento obvio de verdad» en la interpretación que critica,
Finley lo ataca con tres argumentos, ninguno de los cuales tiene verdadera fuerza, pues 1) se necesitan
muchos más íestimonios que los que pueda dar una sola finca (AE, 196. n. 74); 2) no hay por qué
presumir obligaíoriamente el carácter insalisfacrorio de los germanos como esclavos; y 3) que no hay
por qué presumir necesariamente que «una reducción de las cantidades de esclavos cautivos o importa
dos no pueda suplirse mediante la cría»; la única premisa correcta es que para los esclavistas es en
general m ás co stosa la cría que la apropiación masiva de cautivos o 1a compra a precios muy bajos de
los esclavos producidos fuera del marco de la propia economía (cf. el texto de esta sección).
19. Véase Plinio, Ep., V.xiv.8; VILxxx.3; V IH .ii.1-8; IX .xvi.í; xx.2; xxxvi.6; xxxvii.1-3; X.viii.5-6.
Tal vez fuera conveniente que diera aquí una lista con los demás pasajes de las cartas de Plinio que se
refieren a sus fincas (y a las de otros). El más importante es líLxix.1-3, 4, 5-7. 8; véase también
1. xx. 1-4; II.ív.3; xv.J~2; V.vi, e.g. 2-4, 9-12; VLiii.3-2; V ÍLxi.I, 5-7; xiv.1-2; VÍÍI.xv.1-2. Por X.víii.5
parece que Plinio sacaba unos ingresos anuales de más de 400.000 HS de sus fincas de Tiferno Tiberino,
todas las cuales, al parecer, estaban arrendadas a colonos. Yo añadiría que no me hace muy buena
impresión la opinión de M. 1. Finley según la cual no hay «ninguna diferencia administrativa de
importancia, para el absentista, entre las fincas arrendadas a colonos y las que son explotadas por
esclavos bajo la supervisión de un vilicus » (S R P . 117). De las carias de Plinio a las que recurre,
X.viii.5-6 hace referencia a ciertos nuevos arrendamientos (sin duda por 5 años) y a la posibilidad de
una reducción de las rentas debido a una serie excepcional de malas cosechas; en íX.xxxvií.3, otra vez,
son necesarios nuevos arriendos (por los habituales 5 años, § 2); y en Iíl.xix.2 Plinio pide simplemente
consejo a un amigo sobre si debe o no com prar una finca que le linda. Cuando Cecina r a d o n e s a colono
a c c e p il , estaba haciendo una gira por sus fincas (Cic., Pro C a ec ., 94). Se consideraba, sin duda, que las
fincas arrendadas a colonos requerían menos supervisión, como queda paíente en Col., R R , 1.vii.5-7. Y
véase la continuación dei texio.
20. Véase e.g. Jen., Oecon., XII.20: XXLS-11; Coium... R R . l.praef. 12-15. 20. etc.: I.vii.3-5, 6;
X l l . p r a e f . Í - \ 0 ‘ Plinio, N H . XVII 1.35 (Magón), 43.
21. Un pasaje muy anliguc que no he visio nunca ciíado en relación a este tema es Terencio,
A d e lp h ., 949 (escriio en 160 a.C.). en donde Demea le recuerda a Mición que tiene una tierrecita cerca
de la ciudad, que tiene la costumbre de arrendar (agellisi hic su b urbe p a u lu m q u o d loch as foras);
Mición parece sólo sorprenderse de que la üame «tierreciia>; (paulum id a uiem sí?). A unque proceda
':W
ía tierra. De hecho, dejar en herencia a un colono libre, junto con la tierra que. ocupe o sin ella,
resultaba nulo y no ajustado a derecho, como muy bien veia Fustel (véase ía primera parre de esa misma
nota). T am poco explica Fustel cómo es que M arciano podía emplear un término tan sorprendentemente
fuerte como adhaerent para referirse a ios inquilini. Sobre otro modo en el que puede resultar útil la
nota de Fustel, véase ei texto de este libro, casi a! final del § 18.
29. Sobre la supuesta relación entre ios laeti (y gentiles) y ia llamada reih en grab erku ítu r , me han
convencido totalmente los argumentos de Rigobert Günther, «Laeti, Foederati und Geniiien in Nordund
Noraostgaíiíen im Zusammenhang mií der sogenannten Laetenzivilisation», en Ztschr. f ü r A r c h á o l., 5
(1971), 39-59; «Die soziaíen Tráger der frünen Reihengraberkuítur in Belgien u n a N ordfrankreich im
4 ./5 . Ja hrh.», en Heiinium, 12 (1972), 268-272; y U L G G = «Einige neue Untersuch, zu den Laeten u,
Genülen in Gallien im 4. Jahrh. u. zu ihrer hisí. Bedeutung», en Klio, 58 (1976), 311-321. Sobre los
laeii y gentiles, además de las obras a las que se ha hecho referencia en §§ 18-19 dei texto de esta misma
sección, en el apéndice III y en ia anterior n. 28, véase e.g. Emilienne D emougeot, «Á p ro p o s des létes
gaulois du IV" siécie», en Beiiráge zu r A lte n Gesch. u. deren Nachichen. Festschr. f ü r F. Aitheirn
(Beriin, 1970), 11.101-113: «Laeíi et Gentiles dans la Gaule du IVe siécie», en A c t e s du C o llo a u e d ’hist.
sociale 1970 - A n n a le s liti. de ¡’Univ. d e B esa n g o n , 128 (París, 1972), 101-112; M EFB = «Modalités
d'établissement des fédérés barbares de Gratien eí de Théodose», en Me'langes d ’hist. anc. o ffertes á
WiUiam Sesión (París. 1974), 143-160; cf. D e T u n d e a la división de l ’E m p ire ro m a in 395-410. Essai sur
le g o u vern em en i im péríal (París, 1951), 23, 200-201. 223-225, cf. 80; Jones, L R E , 11.620, junto con
111.186-187, n. 26. Algunos de los asentamientos bárbaros los señala también Ramsey MacMullen,
«Barbarían enclaves in the northern R om án Empire», en A n t. Class., 32 (1963), 552-561. E ntre otras
obras recientes de interés, que he ojeado, pero sin tener tiempo de digerir como es debido, están László
Várady, D a s leizte Jahrh. Pannoniens, 3 76 -47 6 (Amsterdam, 1969). e.g. 154-159, 384-391, 462-467; y
Dietrich H o ffm a n n, D a s spárróm. B ew egun gsh eer u. die N oiitia D ig nitalu m = E pigraph . S tu d., 7
(Düsseldorf), 1 (1969), Ii (1970), esp. e . g . 1.139-141, 148-155; 11.48-54. No he leído Pavel Oliva,
Pannonia and the O nsei o f Crisis in the R o m á n E m p . (Praga, 1962, traducción inglesa de 1a versión
original en checo de 1957), hasta que no había acabado el' presente capítulo. P a r a otras adiciones a la
bibliografía, véanse sus págs. 86-87, 303-305 (esp. 304-305. n. 139, que menciona diversas obras en
checo, ruso, húngaro, etc.). [Cuando el texto de este capítulo se hallaba ya en ía corrección de pruebas
leí dos importantes artículos de E. A. T h o m p so n que acrecientan sustanci'aimente nuestra comprensión
de las relaciones existentes entre los gobernantes rom anos y los «bárbaros», en particular los visigodos:
«The settlement of the barbarians in S o u t h e r n G auí», e n JRS, 46 (1956), 65-75; y «The Visigoths f r o m
Fritigern to Euric», en H istoria . 12 (1963), 105-126. O tro artículo interesante de T h om pson que acaba
de aparecer e s «Barbarían invaders and R om án collaborators». en Floriiegium [Carleton Univ., Otta-
wa], 2 (1980), 71-88, en el que se analiza parte del material del que tratam os e n VIII.iii.]
30. Véase P. I t a l , , 1, págs. 472-473, n. 1, 474, n. 7 (del comentario a P. Ital., 24), donde se
hallarán más referencias. Uno de estos textos es C IL, V.ii.7771, de 591 d.C., procedente de Génova:
véase la restauración corregida de P. IiaL. í, pág. 473, n. i.
31. Creo que esta distinción tal vez se refleje, p or ejemplo, en CTh, VII.xiii.3 6 (H onorio, 406),
que contempla e! reclutamiento de esclavos de los f o e d e r a t i y de los dediiicii.
32. E .g ., en particular, en el apéndice III, n .“ 4, 10, 17, 21 (a) y (£>), 2o, 27.
33. E .g. en eí apéndice III, n.‘>5 14 (a) y (6), 19(a), y 32. Yo entendería que C Th, X III.x i.10
(n.° 22 de dicho apéndice) hace referencia a concesiones imperiales o a ventas de terrae laeticae a
rom anos acomodados que se habrían convertido en propietarios francos de esas tierras, beneficiándose
del colonato de sus laeti.
34. Véase en el apéndice III los n.ot 5 (o) y (6), 1.6(6), 18.
34a. En este libro no he tratado del sistema de h o sp u im nfho spitalítas, térm inos que durante el
siglo v llegaron a aplicarse a la división de ias propiedades rústicas de determ inados ro m ano s con los
«bárbaros» según unos términos fijos, como evolución de la práctica rom ana corriente de alojamiento
de los soldados (sobre la cual véase C T h , VII.viii.5 = CJ, XII.xl.2, de 398 d.C .). El principal motivo
que he tenido para descuidar este tema, aparte de su extrema complejidad, es el hecho de que conoce
mos su existencia sólo en occidente ten Italia, Galia. Hispania.. entre los visigodos, ostrogodos,, burgun
dios y quizá los alanos), y sólo en fecha tardía: ias referencias seguras más antiguas datan cíe 440 a 443.
aunque puede que eí sistema se hubiera aplicado ya en e; asentamiento de visigodos en Aquitania de
418, mencionado en el apéndice III, § 24(6). N o tengo sino que hacer referencia al tratam iento estándar
de este tema, que es F. Lot, «Du régime de r h o sp ita ik é » , en R B P H , 7 (1928), 975-1.011; y a Jones,
L R E , 1.248-253, jun to con 111.45-47, notas 26-37 (así como 29. n. 46, 39, n. 66) y los dos artículos de
T hom pson, de 1956 y 1963, mencionados al final de ia anterior nota 29.
notas (IV.ni, pp. 289-299} 689
la, 35. Véase esp. Thompson, E G , 3-9, 15-18, 25-28, 51-53, 57; i T í \ 25-28. 32-33.
ma 36. Tácito escribió la Germ ania en el año 98 d.C. o poco después, las H is to r ia s presumiblemente
me en ia prim era década del siglo n y ios A n a le s a finales de ia segunda o a principios de ia tercera decada
la de ese mismo siglo.
37. Pueden encontrarse ¡as opiniones de Jones acerca dei colonato ta r d o r r o m a n c
ian distintas principalmente: !) «The Román coloríate», en Pas & Presen i, 13 (1958), '1-13, que puede leerse
¡nd también en Jones. RE. 293-307 o (todavía mejor) en S A S {ed. Finieyh 288-303., con mejoras en las
. 5 notas de D oroíhy Crawford (véase su pág. x); 2) L R E , 11.767-823, esp. 795-812 (junto con sus notas,
im III.247-270, esp. 257-264, notas 62-99); y 3) R E , 86-88, 232-233, y esp. 405-408 y 416-417. Buena parte
u. de ias obras anteriores acerca de! colonato tardorrom ano puede considerarse desfasada debido al
los estudio magistral que Jones ha hecho del tema. P ara una bibliografía selecta de libros y artículos
ma publicados hasta 1923, véase Clausing, R C (1925), 318-323. De ellos ei lector m oderno encontrará
ites ' particularmente útiles H. Bolkestein, C R O = D e colonatu R o m a n o eiusaue origine (Am sterdam , 1906),
ñm y Rostovtzeff, S G R K (1910). Una obra im portante no señalada por Clausing es M atthías Gelzer, SBVA
isí. (1909), cuya parte más pertinente son las págs. 64 ss. (esp. 69-77). El principal valor del libro de
ités Clausing radica en la exposición que hace de las opiniones anteriores; a mí me parece que no tiene nada
's a im portante que decir y que sea nuevo o válido. Entre las obras que tratan del colonato tardorrom ano y
sur 1 que se publicaron después de 1923 están Ch. Saumagne, ROC = «Du role de L o r ig a et du census dans
con la formation du coionaí romain», en B y z 12 (1937), 487-581: F. L. G anshof, S P C B E - «Le statut
¡en, personnel du colon au Bas-Empire. Observations en marge d ’une théoríe nouvelle», en A n i. Class., 14
;ras (1945), 261-277 (criticando muy bien parte del artículo de Saumagne); Angelo Segré, «The Byzantine
;zló colonate», en Tradiiio, 5 (1947), 103-133; Maurice Pailasse, Orienl ei Occiclen¡ á p r o p o s du Coionaí
7; y R o m a in au Bas-E mpire ( = Biblia. de la Fac. de D ro il de l ’Univ. d ’A lger, 10, Lyon, 1950, 93 ss.);
7 Claire Préaux, «Les modalités de Pattache á ia glébe dans l’Égypte grecque eí rom aine», en Recueiís de
iva, lo Soc. Jean Bodin IP. L a Servage (2.2 ed. rev.. Bruselas, 1959), 33-65; Paul Coliinet. «Le coionat dans
;ión l’Empire romain», en i d e m , 85-120, junto con una N o te com plém em a ire de M. Paüasse, 121-128; F. M.
a la De Robertis, L a vo ro e la voraiori nel m o n d o r o m a n o (Bari, 1963), 339-417; M arc Biocn, capítulo VI,
. en «The rise of dependen! cultivation and seignorial institutions», de C EH E , I- (1 966), 235-290 (reimpr. de
:bas iá 1.a edición de 1941). Añadiré también una referencia al segundo capítulo de CEHE., P (1966), 52-124,
sión «Agriculture and rural Ufe in the Later R om án Empire», que tan inform ativo es, o b r a de C. E. Stevens.
los: junto con 755-761, versión revisada por J. R. Morris de la bibliografía que daba C E H E , I1.
rom 38. De sus tierras o de una casa, tal vez, para tener en cuenta al in qu ilin u s , que en algunos
:aba pasajes de ios códices parece que es el ocupante de una casa, como suele ser en la m ayoría de los pasajes
itta- del D igesto (cf. § 18 deí texto de esta sección).
39. Véase esp. CTh. X.xii.2.4 (c. 370); XLxxiv.6.3 (de 415, referente a Egipto);
e se citados en la siguiente n. 40.
;>va: 40. Véase esp. P. Cairo I s i d 126 (de 308-309), así como e! 128 (de 314) y el P. Thead., 16-17 (de
332), junto con Jones. RE,, 406; véase ei artículo de Jones en S A S (tá . Finley), 293-295. Parece que
06), queda justificada ía conclusión de que ios campesinos que poseían sus tierras en propiedad franca no
aparecerían en ningún caso en los ingresos de ios terratenientes cuyas tierras arren d a ra n ; con todo, ei
único testimonio específico de ello que conozco es CTh, XI.i.14 = CJ, X I . 48. 4 .p r., ] (de 371).
:i. 10 41. La primera vez que aparece esta palabra es en un discurso dei em perador Marciano dirigido
7e a ai concilio de Calcedonia en 451: A c t a Conc. Oecunr., etí, E. Schwartz, II.i.2 (1933), 157, § i 7
José {évairóyQcxéos). P a r a una lista de las veces que aparece en ios papiros, a partir de 479, véase Jones.
L R E , III.260, n. 74.
42. He ignorado textos que emplean palabras como inservire, que no se refieren ne
Le el ninguna forma de esclavitud en absoluto, aunque en algunos casos puedan referirse a ellas. Por ejem-
i ios pío, en 371 Valentiniano I, Váleme y Graciano decían que i o s coloni e inquilini d e i l i r i a inserviam te n is
sntc ••• n om in e eí Ululo colon o r u m , añadiendo que si se daban a la fuga, se Ies p o d ría traer de vuelta
itivo encadenados para ser castigados (CJ. X l . l i i i . U ) . P o r sí sólo, en el latín tardío (como ocurre siempre en
oce- el latín clásico) inservire significa norm alm ente ‘servir a ios intereses de’, ‘preocuparse p o r ’, ‘atender a'
jun- (véase e.g. CJ, IILxii.2; C Th. V III.v.I, y más de otras d o s decenas de textos jurídicos): e incluso en
443, C Tk, XIV.xvn.6 ( d e 370) l a s p a l a b r a s sub vinculis h a n d e a ñ a d i r s e p a r a d e j a r claro q u é e s i o q u e q u i e r e
a de d e c i r ahí prístino ... inserviat ; s ó l o en C T h . X.V.xiiJ (de 325) l a s p a l a b r a s m e ta l i o ... inservire nos
idar recuerdan por sí solas l a frase tradicional servi p o en ae.
nes. 43. Véase Jones, L R E , 11.798 ss., esp. 802-803. 'Una larga serie de este tipo de arrendamientos,
s de datados entre 285 y 633, aparece en A. C. Johnson y L. C. West, B yza n iin e E g v p t : Econ. Stud.
(Princeton, 1949), 80-93.
690 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
de K. D. White, «Román agricultura! writers 1: Varro and bis predecessors», en A N R .W , I.iv (1973),
439-497.
1. La opinión de que se recurría muchísim o al reclutamiento forzoso durante ei principado tal vez
no constituya todavía la «visión dom inante»; pero véase P. A. Brum. «Conscription and volunteering
in the R om án Imperial armv», en Scripía classica Israeiica , 1 (1974). 90-115.
2. E! mejor estudio general sobre el Irán antiguo es ei de R. N. Frve, The H eriiage o f Persia2
(1976). Frye es especialista en ei período sasánida, pero trata muy bien las épocas aqueménída y parta.
3. Véase Jones, L R E , 11.668*670 (compárese con 634-619). Frente a ciertas objeciones más recien
tes, véase John F. H aidon. R ecru itm en t a n d Conscription in íhe B yza n tin e A r m y c. 550-950. A Study
on the Origins o f the Stratiotika K ie m a ia ( = S b , 357, ósterreichische A kad. der Wiss., Phiios.-hist.
Klasse, Viena, 1979), 20-28.
4. Las opiniones de Ostrogorsky acerca de este asunto, que se pueden encontrar con todo detalle
en su H B S 2 (e.g. 133-137, 272-276, 280-282, 286-288, 294-295, 305-307, 320-323, 329-331, 331-332,
371-372, 393-394, 481-483), se hallan resumidas en su excelente capítulo de la C E H E , P (1966), 205-234
(esp. 207-208, 215-23 8, 219, 220-222). Véase también su articulo «The peasant's pre-emption right», en
J R S , 37 (1947), 117-126. Como el reinado de Heraclio se incluye dentro del período que cubre la
presente obra, debo señalar el hecho de que se ha criticado mucho la atribución que hace Ostrogorsky
a Heraclio de unas reformas radicales en 1a administración, que incluirían en particular ia creación del
sistema de «temas» que puede verse en épocas posteriores. En este terreno, el cuadro que traza Ostro
gorsky resulta claramente sin fundam ento, aunque parece probable que Heraclio em pezara una reorga
nización militar que alcanzaría su pleno desarrollo en el siglo x. En mi opinión eí m ejor estudio es el
más reciente: el de Haidon, op. cit,, 28-40. En cuanto ai periodo bizantina medio, hago referencia a él
sólo a modo de ilustración, por lo que no haré sino citar a Haidon, op. cit., 17-19, 43 ss., y un artículo
de Rosemary Morris, «The powerfu] and the poor in tenth-century Byzantium: law and realitv», en Past
& Present, 73 (1976), 3-27, ambos con una bibliografía completa. Lo que a mí me parece fundamental
en el conflicto entre los «poderosos» y los «pobres» (que, por supuesto, veo como una lucha de clases)
es que, ante todo, los «poderosos» eran esencialmente grandes terratenientes, fuera cual fuera la
manera en la que se los caracterizara en los documentos jurídicos, e.g. la famosa N ovela V de 934 (935)
de Rom ano Lecapeno, que aparece en J. y P . Zepos, Jus G raecorom anum (Atenas, 1931; reed., Aalen,
1962), 1.205-214 (esp. 209.3-9, que se centra en ei rango y la ostentación de cargos: véase Morris, op.
cit., 34). Al estudiar los motivos de la legislación imperial promulgada en favor de «ios pobres» contra
«los poderosos», algunos historiadores tal vez prefieran centrarse en los deseos que tenían ios empera
dores de poner coto a las actividades de la mayoría de sus «poderosísimos súbditos», por lo peligrosa
mente subversivas y centrifugas que resultaban. Casi al término de VIILiv, a] destacar ei hecho de que
fueron pocos — si es que hubo alguno— los emperadores romanos que se interesaron por ios pobres y
carentes de privilegios en cuanto tales, hacía hincapié en dos de los motivos que tuvo la legislación del
Imperio rom ano tardío dirigida a proteger ai campesinado, motivos que, a largo plazo, me parecen a mí
cada vez más importantes: el conservar la capacidad de pagar impuestos de los campesinos, y el que
pudieran servir de reclutas en ei ejército (no hace falta añadir que el mayor gasto del dinero obtenido
de los impuestos iba a parar precisamente al ejército).
4a. Ni qué decir tiene que ello no le pasó desapercibido a Marx —o a Francis Bacon, de cuya The
H isto ry o f the Reign o f King Hen ry VII (3622). hace Marx citas en C a p ., 1.719-720: véase esp. 720, n.
2, que empieza «Bacon demuestra ia relación existente entre un campesinado libre y acom odado y una
buena infantería».
4b. He alterado un poco ia traducción de Frank H. Kníght, para aproxim arla más al texto alemán.
5. Jen., O eco n ., V.4-5. 13-15; V I.9-10, etc.; Ps.-Arist., O econ., 1.2, 1343b2-ó; Catón, D e agrie.,
P r a e f ., 4; Plinio, NH., XVU1.26; Vegec., D e re m ilit., 1.3.
6. Doy ahora varios ejemplos de ello, a) A comienzos de la década d e 260, O den ato, magnate de
Palmira, organizó un gran grupo d e gentes del campo, a m o d o d e ejército, que derrotó a tos persas:
véase Festo, B re v., 23, y otras fuentes dadas en la edición de .1. W, Eadie (1967),, págs. 144-145. b) En
el año 399, Valentino de Seige, en P a n filia, logro que se levantaran grandes contingentes de esclavos y
campesinos (o ix trü i' xcxi y&¿Qy(áv) contra el ostrogodo Tribigiido y su ejército, que andaba
merodeando por allí (Zós.. V.xv-xvi, esp. xv.5). Zósimo. dándose, sin duda, cuenta de que ese tipo de
hazañas era rarísimo, señáis ei hecho de que iodos los hombres en cuestión estaban ya a c o s tu m b ra d o s
notas (IV .iií-sv, pp . 305-313) 693
a tales choques por ia iarga experiencia con la que contaban en Sa resistencia arm ada a los merodeado
res de ios aiedaños. c) Los hombres que en 408 fueron armados en Hispania, sin que se lograran sus
propósitos, por Dídimo y Veriniano (parientes del emperador Honorio) contra el ejército invasor de
Constante, hijo del usurpador Constantino, estaban sin duda formados principalmente por sus propios
coloni y esclavos: véase Zós., VI.iv.3 (irXrjflos oíxeTuv x.a'i yewpTÜ»■>), junto con V.xiiii.2; V L i.l, iv.L
v J-2 ; Soz., H E, IX. 114 (ttAí^os á y g o íxu v x a i olxtTÜv): Oros., VIL40.5-8 («sérvalos ranrum suos ex
propriis colligemes ac vernacuiis alentes sum ptibus»). d) Sobre Cirenaica, véase Sines., Ep., 107. 108,
122 (en las que vemos que a comienzos dei siglo v los sacerdotes de ¡a aldea de Áxomis organizan a ios
campesinos para que resistan las incursiones de ios nómadas), 125; Caiast., en M P G , LXVL1568d
(también ¡as mujeres empuñan ¡as armas); De regno, 14 (me gustaría llamar la atención sobre Ep., 78,
por cuanto muestra que, en algunas ocasiones, en todo caso, el número de ¡os invasores bárbaros debía
de ser bastante pequeño: sólo unos 40 hunos de tropas auxiliares habían obtenido ya algunas victorias,
y Sinesio confiaba en que los restantes 160, hasta alcanzar la cifra total de 200, acabarían con la
amenaza de los ausurios. Cf. Ep., 62. sobre la rápida y decisiva victoria del dux Marcelino). Sobre ¡os
indicios conservados de la defensa del campo de Cirenaica, véase K. G. Goodchild, «M apping Román
Libya», en Geog. Jn l, 118 (1952), 142-Í52, en 147-148, 150, 151. e) Por la breve noticia que da Hidac.,
91 (en Chron. M in., 11.21), parece que cuando los suevos asolaron parte de Gailaecia (en la Hispania
noroccidental) en 430, el pueblo llano (la plebs), quae castella tuiiora retinebaí, los resistió casi siempre
con éxito. Cf. H idac., 186 (en Chron. M in., IL30) acerca de la misma loable resistencia en una sola
plaza fuerte a los godos en c. 457. j) Según Sidon. Apol.. Ep., IlI.iii.3-8 (esp. 7), Ecdicio, cuñado de
Sidonio, reunió unas pequeñas tropas a comienzos de la década de 470 en Auvernia, privaiis viribus,
para defender Clermont-Ferrand de las incursiones de ios visigodos: véase Stein. H B E , P.i.393; C, E.
Stevens, Sidonius Apollinaris and his A ge (1933), 141-149. g) Procop., Bell., III ( Vand., I).x.22-24,
menciona el hecho de que Pudendo de Ea juntó en 532 unas tropas que echaron a los vándalos de su
provincia, Tripolitana. No he hecho aquí uso de Jerónimo, Ep., 123.15.4 (CSEL, LVÍ = 123.16, MPL,
XXII), porque creo que a io que se atribuye la salvación de Toulouse es probablemente a ¡os «méritos»
espirituales de Exuperio. A veces los amos organizaban a sus colonos y esclavos en bandas armadas con
unos fines menos patrióticos; véase e.g. H erodiano, VIL iv. 3-4 (junto con Hist. A ug., G ord,, 7.3-4), cf.
v.3 y ix.4 (la proclamación dei ya anciano G ordiano como emperador en 238: oímos hablar de la
participación de hombres del campo, armados de porras y hachas, que obedecían «las órdenes de sus
amos», btOTbmi: véase VIILiii, n. 4); asimismo Hist. Aug., Firm., etc. 12.2 («se dice» que cuando
Próculo se nombró emperador hacia 270 armó a unos 2.000 esclavos suyos); y Procop., Bell., V (G otk.,
I).xii.50-51 (el ostrogodo Teudis organizó una tropa de cerca de 2.000 hombres en la finca que su rica
esposa romana poseía en Hispania, en c. 525). No puedo más que citar a Procop., A necd., 21.28: no
hay manera de asegurar lo que de verdad pueda haber. En VIII.iii y su n. 42, doy ejemplos de la
defensa de ciudades llevada a cabo por sus habitantes. Sobre las defecciones al bando de ios bárbaros,
las revueltas campesinas, etc., véase VIILiii y su.s uotas.
7. Tuliano, destacado terrateniente de Lucania-Bruttium, organizó unas tropas muy numerosas
de campesinos contra Tótila en 545-546 (Procop., Bell., VII ¡G oth., III].xviii.20-22; xxií.1-5). También
Tótila levantó un ejército de gentes del campo, que fue derrotado (idem, xxii.4-5). Pero Tótila logró que
se produjera ia deserción de los campesinos de Tuliano, haciendo que sus amos (que se hallaban
entonces en su poder) les ordenaran que volvieran a sus tierras (idem, xxii.20-21). Sobre Tótila, véase
también VIILiii y sus notas 27-30.
8. Los argumentos de Brunt van específicamente dirigidos contra MacMullen, R S R , 35 (.junto con
158-159, n. 26). Me siento en general de acuerdo con la opinión que expresa Brunt en torno a D ig e sío ,
X L V Ill.vi.l ss. (DIRDS, 262-264), más que, por ejemplo, con la de Jones, ERE., III.343, n. 54.
9. Véase M. T. [sic] Rostovtzeff, «Lvi>Tekei.a riQÚvüyv» en JRS, 8 (1918), 26-33, esp. 29-30.
10. Fergus Millar, S C D , 109, sugiere que la referencia que se hace a ios bandidos es «una ciara
referencia a lo que sobrevino cuando Septimio Severo acabó con ei reclutamiento de italianos en las
cohortes pretorianas»; el propio Dión dice luego que los italianos jóvenes se veían obligados a hacerse
bandoleros (LXXIV.ii.5-6).
11. En virtud de CTh, VÍLxiii. 13-14, de 397, sólo a los senadores se tes permitía cambiar por oro
los reclutas que habrían tenido que proporcionar; y cf. Vegec., De re m i til., 1.7.
12. Sobre ei ejército romano, véase 1a bibliografía de O C D -, 121; añádase jones. L R E , 11.607-68o.
13. Todo aquel al que el brillante colorido cor; ei que expresa Táciio el discurso de Percennio le
hiciera suponer que este autor tenía alguna simpatía por los amotina dos debería leer las incisivas notas
que hace Erich Auerbacb en e! segundo capítulo de su M im esis, 1946 (esp, 36-37, as? como 39-40. 41. y
cf. 52.. en la trad. inglesa de W. R. Trask. Princeion, 1953 y reimpr.j.
694 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
1. Jones, C E R P 2, 38-39 («io que de forma útil, aunque inadecuada, se podría llamar un sistema
feudal», ai parecer porque «las aldeas las poseían los señores, ios aldeanos eran siervos, vinculados a la
gleba». Luego tenemos una «aristocracia feudal», «ei- sistema feudal)/ y templos com o «señores feuda
les»). Una ojeada al índice de materias de S E H H W de Rostovtzeff dejara ver ias múltiples referencias
que contiene a supuestas estructuras «feudales», aristocracias, etc.; y véase su S G R K , 377. Respecto a
Syme, véase su R R , 11-12 (ia república rom ana como «un orden de sociedad feudal»). Véase asimismo
D . W. S. H unt, «Feudal survivals in ionia», en JH S, 67 (1947), 68-75; Tarn, / / f . 134-135, y muchas
otras obras. Bikerman, en sus ¡nstiiuiions des Séieucides por lo menos, parece que reserva expresiones
tales como la siruciure féo d a le, chefs fé o d a u x , y serfs a la Haute-Asie: es decir, a Asia, sin contar con
Asia Menor (véase sus IS, 372-3 76).
2. A este respecto haré referencia tan sólo a F, L. Ganshoí, Feudalism (3.a ed, de la trad, ingl.
de Philip Grierson, 1964, de la obra publicada originalmente en francés en 1944 con el título O u ’est-ce
qu e la féodaliié?): Marc Bjoch, Feudal S o c ie ty 2 (trad. ingl. en 2 vols. de L. A. M anvon, 2 . a ed., 1962,
de L a sociéié fé o d a le , 2 vols., París, 1939-1940); asimismo el capitulo de Bloch en C E H E , I-, citada
posteriormente en el texto: y el estudio de Lynn White, M ed ieval Technology a n d Social C hange (1962),
2-14, 135-136, de las teorías de H. Brunner y J. R. Straver acerca de los comienzos del feudalismo.
3. Eiizabeth A. R. Brown, «The tyrannv o f a construct: feudalism and historians o f Medieval
Europe», en A m er. Hist. R ev., 79 (1974), 1.063-1.088. La cita está en ía última página.
4. Feudalism in H is to r y , ed. Rushton Coulborn (1956). El ensayo del editor se encuentra en la
pág. 185 ss. Existe un artículo-reseña de este libro, obra de Owen Lattimore, «Feudalism in history», en
P a st & P reseni, 12 (nov. 1957), 47-57,
5. Como hacen Jones y Rostovtzeff: véase la anterior n. 1, Rostovtzeff en su S G R K , y Wiicken,
Chrest., I.i.280-284, habían de L ehnsland.
6. Frederíck Polloek y F. W. M aiüand, H isto ry o f English L a w , P . 66-67 (ed. S. F. C. Milsom,
1968).
7. G anshof, Feudalism'' (véase ia anterior n. 2), xv, n. 1.
8. R. A. Crossiand, «Hittite society and its economic basis», en B1CS, 14 (1967), 106-108, en
106. Crossiand da las referencias a la bibliografía opo rtu na, incluido Sedaí Alp, «Die soziale Klasse der
N A M .R A -L eute und ihre hethitische Bezeichnung», en Jahrb. f ü r kleinasiai. Forsch., 1 (1951), 1 13-135;
y K. Fabricius, «The Hittite system oí land tenure in the second millenium B. C.», en A c i a Orientalia ,
7 (1929), 275-292.
1. El único libro inglés reciente acerca de los artesanos en ia Antigüedad, Alison Burford, CGRS
= Crafismen in G reek and R om á n S ociety (1972), tiene algunos méritos verdaderam ente importantes,
pero no es totalmente digno de confianza. Entre otras muchas obras que todavía vale la pena consultar
están Henrs Francotte, IGA ~ L 'industrie dan s la Gréce ancienne , 2 vols. (Bruselas. 1900-1901); Paul
Guiraud, L a m ain -d'oeu vre industrielle da n s la Gréce ancienne (París, 1900); Gustave Gloíz, Le iravail
dan s la Gréce ancienne (París, 1920), trad. ingl. con ei título A ncient Greece ai W o r k (1926); y
«Industrie u. H andel», en R E , IX (1916), 1381-1439 (griegos, de H. Francotte) y 1439-1535 (romanos,
de H. Gummerus).
2. Parece que el ser un arquitecto im portante en la Atenas de los siglos v-iv no com portaba unas
compensaciones financieras muy grandes. Oímos hablar por lo menos de un h om bre de estas caracterís
ticas, Filón, hijo de Ejecéstides, que durante el siglo iv era miembro de 1a ciase de ios trierarcos (véase
Davies, A P F , 555-556). Y otro arquitecto, Demómeies, de finales del siglo v, tai vez fuera el padre de
dos ricos atenienses de la primera mitad del siglo iv: Demóstenes (el padre del estadista) y Demón
(idem , 113-114). Pero no hay la menor prueba, ni la menor verosimilitud d t que dichos hombres
consiguieran sus riqueza;; ejerciendo su profesión. Los salarios que el estado pagaba a los arquitectos
son, desde luego, en todos ios casos que se han conservado, pequeños, e.g. 1 dracm a al dia para el
Erecteon, a finales del sigio v (76', F.374, líneas 2-3. 109-110, 256-258) y 2 dr. en Eieusis en 329-328
(IG, IP. 1672.11-12); cf. ias 350-353 dr. anuales pagadas a Teódote, el arquitecto del tem plo de Asclepio
en Epidauro c. 370 a.C. (IG, FV'.i,102: véase Burford, G TB E . 212-217; y cf. !38-145, con las re fe re n
cias a Delí'os y Dei os; estoy aquí de acuerdo- con ella, frente a Glotz y La croix). Según Vitruvio, para
notas (IV.v-vi, pp. 314-323) 695
llegar a ser un arquitecto de primera fila se requería una esmerada educación desde ia infancia (I.i, esp.
i -4, 7, 10-15), como la que él había recibido (VI, p r a e f ., 4). aunque con todo llega a adm itir que no era
tai el caso de m uchos arquitectos que ejercían su profesión en sus tiempos (idem , 6-7). Vitruvio se
jactaba de que sus objetivos no eran ganar dinero ejerciendo su profesión (idem, 5).
3. La más reciente monografía que hay en inglés, Louis Cohn-Haii, The P u blic Physicians o f
A n d e n ? Greece Smith Col!. Stud, in H isí.. 42, N ortham.pton, Mass., 1956), se limita a «las ciuda-
des-estado griegas dei periodo comprendido hasta ia fundación del imperio rom ano», p or io que se ve
obligado a dejar de lado el enorme volumen de testimonios referidos a períodos posteriores; pero es
completa hasta donde llega (aunque se diría que eí autor pierde mucho tiempo lamentándose de las
deficiencias de ios autores que ie precedieron). P ara ei período helenístico, véase esp. Rosíovízefi,
S E H H W , 11.1088-1094 (junto con 111.1597-1600, notas 45-48). Se hallará más bibliografía en O C D \
664. A demás Thomas, LO (1961), 241-243. acerca de los médicos y el derecho rom ano.
4. U na buena bibliografía sobre Galeno la da el brevísimo artículo de L. Edeisiein que sobre este
autor se publicó en O C D 2, 454-455. George Sarton, Galen o f Pergamon (Lawrence, Kansas, 1954),
incluye una lista de textos de Galeno que pueden leerse en traducción inglesa (apéndice III, págs. 101-107).
5. Véase M. 1. Fínkelsteir, fFinlev], «''EpTrogos, and K<Í7n?X<n: a proiegomena to the
study o f Athenian trade», en C P, 30 (1935), 320-336. No estoy hablando casi nad a en este libro de ios
mercaderes griegos; pero mi discípulo Charles M. Reed, espera escribir un libro acerca de ios comercian
tes marítimos griegos en un futuro próximo.
6. Soy reacio (cf. ¡II.v) a utilizar p ara nada las cifras diseminadas por el Satiricón de Petronio,
pues a veces son enormemente exageradas (por ejemplo, véase Duncan-Jones, E R E O S , 239, n. 4, in it.).
Pues bien, en S ai., 76, Petronio atribuye a Trim alquión unas ganancias de 10 millones de HS en un solo
viaje, realizado a continuación de otro, que resultó desastroso, pues en é! se perdió tres veces esa cifra;
y ef. 117, para otra pérdida por naufragio de más de 2 millones de HS. Pero me parece que es
significativo ei hecho de que una vez que Trim alquión hace sus «diez millones» deja de navegar éi y se
dedica a enviar a sus libertos (76); a partir de entonces piensa en términos de propiedad inmobiliaria
(76, 77; cf. 53).
7. Véase Jones, RE, 35-36; L R E , 1.110, J48 (junto con I I I .27, n. 28). 431-4-32 (junto con
III. 108-109, notas 52-53), 464-465; 11.853-854, 871-872 (junto con III.292, notas 116-118). Véase esp.
Liban., O rat., XLVI.22-23; Zós., 11.38.3-3; Evagr., H E , I II .39, para la miseria supuestam ente produci
da por el impuesto.
8. Sobre los coiiegia del m undo r o m an o y sus equivalentes griegos, véase la obra exhaustiva de
J.-P . Waltzing, É tu d e historique sur íes c o r p o r a ü o n s professionnelles chez les R o m a in s, 1-IV (Lovaina,
1895-1900). P a ra otras obras acerca de los Vereinswesen griegos, realizadas por Ziebarth (1896), Oehier
(1905), P oland (1909) y otros, véase la bibliografía de M, N. Tod, «Clubs, Greek», en O C D 1, 254-255.
Cf. asimismo Rostovtzeff, S E H R E \ 1.178-179, junto con 11.619-620 («el tratamiento que se da a las
corporaciones en las obras que hay hoy día es totalmente inadecuado, pues tan sólo es sistemático y no
histórico», n. 43).
9. E .g. avvéoQLOi’, avvrexvíeí-. a w é Q y i o v , (TVUTrjfia, <7v/j.$Íú)(7ls, ovveQyaouz, ¿Qyaaía., óiiotéx1'01’-
oTa.TÍü}i‘, cttóXos, TrXa'TetG.', xot.voiy oíjcoí, incluso r¡ l e g a <pu\ij. tx is te una colección muy manejable de
los testimonios que hay de esas organizaciones en Asia M enor durante el período r o m a n o , realizada por
Broughton, en Frank, E S A R , IV.841-846. Respecto a «los gremios» del Imperio ro m a n o tardío, véase
Jones, L R E , 11.858-864.
10. P ara 1a continuación de este pasaje, en donde se menciona a An aereóme, Fiiemón y Arquilo-
co, así como para mucho más materia! interesante, véase la excelente nota de Brunt, A ST D CS. 15, n.
1; Anacreonte y Arquíloco, por lo menos, «eran considerados hombres de mal carácter», y se dice que
Arquíloco, añadiría yo, era hijo de una esclava. Debo decir también aquí que tenemos que tener
cuidado al interpretar las frecuentes referencias que hace Plutarco a io dados que eran los grandes
hombres a las tareas artísticas, pues no siempre resulta obvio lo que quieren decir. P o r ejemplo, en una
historia, que Plutarco hallaba tan ilustrativa que la utilizaba nada menos que en cuatro tratados
distintos, oímos hablar de un arpista al que criticó Filipo de Maeedonia por su m anera de tocar; se nos
dice que replicó manifestando su esperanza de que el rey no cayera nunca ran bajo eme tuviera que
adquirir unos conocimientos del arte de tañer el arpa superiores £ ios suyos {Mor... 67í-o8a, I?9b,
334cd, 634d). Pero sólo en dos (67í-68a, y esp. 634d) nos revela Plutarco ia lección que a él ie gustaría
que extrajéramos de este incidente: a saber, que el arpista refutaba sagaz y encubiertamente la imperti
nencia real de imaginar que sabía más que un profesional.
11. Véase, brevemente. Burford, C G R S , 164-183, 207-2IB, junto con sus notas, 243-245, 249-250,
que da una selección de ios testimonios. Rostovtzeff, SEHRE'-, í. 166-167, y esp. 11.61 ¡-612. n. 2r .
696 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
ta m po co deberían descuidarse, aunque traten de) occidente latino, concretamente de ia región del
Mosela. Véase también Crook, L L R , 393. jun to con 320, notas 65-67. P ara una útilísima colección de
material epigráfico, véase ida Calabi Lnnem ani. S iud i del/a sacie(u romana: ¡¡ la vo r o a rtístico ( ~ Bi
blioteca storica universitaria* Serie ii Monografíe, Voi. IX, Milán, 1958), 151-180 («Iscrizioni», en
núm ero de 224, principalmente en latín, pero algunas también en griego). [Una vez term inad a esta
sección, ¡eí el artículo de .1. F. Drinkwater, «The rise and íail of the Gallic iulii: aspecís of the
developmeni o f the aristocracy o f the three Gauls under the Early Empire», en L a i o m u s , 37 (1978),
817-850: véase esp. 835-846].
12. Cf. los bataneros de IG, P. 436, 642 + 491 ( ~ D A A , 49). y 751 ( = D A A , 342).
13. P a ra otra familia de leñadores, orgullosos de llevar ese nombre, véase ei encantador epitafio
de A n th , P a l., VIL445.
14. P ara IG , I P .3 0051, véase Sieefried Lauffer, Die Bergwerksskiaven von L a u r e io n , Ii {= Abh.
der Akad. der Wjss. u. der Lk. in Mainz, Geistsund soziaiwisse. Klasse, 1956, n.° I I ) , 198-205
{ — 962-969), cf. 132-133 ( = 896-897). Puede que Atoras llegara al Ática como esclavo o puede que no;
cuando murió casi con seguridad no era esclavo y seguramente tampoco un obrero clandestino (véase
Lauffer, op. cit., 132-133. 199-200): yo diría que tal vez estuviera al cargo de las operaciones de
fundición en un égycxorriQiov, actividad en la que habría habido bastante campo para desarrollar una
Tfxi'T?- Aprovecho esta oportunidad para m encionar más bibliografía sobre el S elbstb ew u sstsein de los
menestrales, en ei artículo de H. W. Pleket publicado en Taianta, 5 (1973), 6-47, en 9-10, notas 16-18
(véase II.i, n. 14). Y véase también MacMullen, R S R , 119-120.
15. I G R R , 1.810 = G. K ai bel, E p ig ra m m a ta Graeca ex lapidibus conlecta (Berlín, 1878), 841
= Calabi Limentani, op. cil. (en 1a anterior n, 11), 165, n.° 107.
16. IG , V.i.823 = jeffery, L S A G , 200, n.° 32.
17. Puede bailarse un brevísimo resumen, aunque magistral, en J, D. Beazley, « P o tte r and
painier in Ancient Athens», en Proc. Br. A c a d ., 30 (1944), 87-125, en 107 ss. (publicado también por
separado, en 25 ss.), en donde se da ta m bién información acerca de las inscripciones en piedra realiza
das por alfareros, principalmente procedentes de ia Acrópolis de Atenas (idem, 103-107 = 21-25), así
como en torno a las representaciones que se hacen en los vasos y en las lastras votivas de los alfareros
trab ajan do o descansando (ídem, 87-103 =■ 5-21).
1. La edición más reciente de ios T ra b a jo s y ios días de Hesíodo es la de M. L. West, Works and
D a y s (1978).
2. Hes., O D , esp. 176-177f 302-319, 376-380, 381-382; cf. 637-640, 717-718.
3. Que en lo que Hesíodo pensaba era en el propietario franco y no en el colono agrícola queda
claro por O D , 341.
4. Hes-, O D , 459., 470, 502-503, 559-560, 573, 597 ss., 602-603, 607-608, 765-766,
5. I d e m , 602.
6. Baste con hacer referencia a Brunt, IM , 340-141, quien no sólo cita los versos de H esíodo a los
que he hecho referencia {OD, 376 ss.) y un fascinante pasaje del siglo xvin, obra de G ae tan o Filangieri
de Nápoles, sino también a Poiibio, XXXVI.xvíi.5-8. El célebre texto atribuye ia despoblación de
Grecia que tuvo lugar durante el siglo n a.C. a lo poco aficionados que eran a tener niños, y, en
particular, al deseo generalizado de no desintegrar una finca entre más de uno o dos hijos (véase
esp. § 7 fin .), a resultas de lo cual se extinguieron muchas familias. Musonio Rufo se lam enta de que
tales o parecidos eran ios motivos de la frecuente exposición de niños, hijos de ricos, a comienzos del
principado: véase su fr. XV, ed. Hense o Lutz (cf. II.vi y sus notas 28-29): r a ¿■Kiyevb^eva re x v a pj¡
T£)é©éa\ h>& ró -KQoyevbiitva. dntoQy fiáXkov. Yo añadiría que hay un material extraordinariamente
bueno en Brunt. IM , 131-155 (cap. xi, «Reproductivity in ancient Italv»), gran parte del cual es
aplicable al m undo griego. [Cf. el añadido a II.vi, n. 7],
7. Witold K u l a , An E conom ic T h eory o f the Feudal S yste m 0976)., c a p . 3.3. e s p . p á g . 72 y n . 66,
en donde se citan algunos materiales interesantes dei siglo x v m . E s curioso lo bien que se lee este libro,
aunque se trata de u n a traducción a l inglés (realizada por Lawrence Garner) de una traducción italiana
del original polaco de 1962. Un destacado historiador francés, Fernand Braudel, en su introducción,
llama al libro «un ejemplo d e u n a problem ática marxista dom inada, asimilada y elevada al nivel de un
humanismo lúcido e inteligente, y una amplia explicación de la evolución dei destino colectivo de los
hombres», y i o define c o m o « u n esfuerzo de reflexión o b j e t i v a y paciente, de insólita honradez intelec-
notas (IV.vi, V.i, pp . 323-331) 697
tu al ... un hito im pórtame para los historiadores ... un acontecimiento de im portancia en nuestra
investigación» (idem, 8).
8. Hes., O D , 38-39, 220-221, 248-251. 263-264.
9. En apoyo de una fecha tem prana (por ia que yo me inclino)., véase M. L. West, en Studies in
Greek E legy a n d Jambus = Umersuch. zu r antiken Ln. u n d Gesch.. 14, ed. H. D o m e y P. Moraux
{Berlín/Nueva York, 1974), cap. iv, «The life and times of Theognis», págs. 65-71. Véase esp. 70: «la
carrera política de Teognis empezó com o muy tarde en la década de 630. y a! parecer se prolongó
durante varias décadas. Tai vez llegara al sigio v¡, coincidiendo con ia de Solón». He utilizado ia
edición T eubner de Teognis realizada por E. Diehl, en A m h o l. Lyrica G ra sca , ÍP (1950); tenemos un
texto más reciente establecido por M. L. West, en ia m b i eí Elegí Graeci , I (1973). Existe también un
texto (mucho menos digno de confianza), con traducción inglesa, en la edición Loeb E leg y a n d Jambus
(1931 y reim pr.), realizada por J. M. E d m onds. Sobre Teognis, véase ei artículo de C. M. Bowra, en
O C D 2, 3056-1057 (con su bibliografía) y el libro de! propio Bowra, Early G rek E legists (1935, reimpr.
1960), 139-170.
10. Teogn., 341-350, cf. 1197-1202.
11. Véase mi artículo ECA PS, 9-11 (con sus notas 29-32); véanse mis O P W , 358 ss., esp. 371-376.
12. Cf. Solón, frags. 1.33; 4.9; 23.21; 24.18. Para Solón he utilizado la edición Teubner de E.
Diehl, en A n th o l. Lyrica Graeca, P (1949). Existe una edición más reciente (desgraciadamente con otra
numeración de los fragmentos), obra de M, L. West, en l a m b í ei Eiegi G ra eci , II (1972). Existe
asimismo otro texto (mucho menos de fiar) con traducción inglesa en la edición de Loeb Elegy and
Jambus, I (véase 1a anterior n. 9).
13. Cf. Teogn., 193-396, 1.1 12, etc.
14. Alceo, fr. Z 24, en E. Lobel y D. Page. P oeiarum L esb io ru m F rag m en ta (1955); y véase
Denys Page, Sappho and Alcaeus (1955), 169 ss., 235-240. Cf. 1a xc¿kóttc¡tqls en T eogn., 193.
15. Véase el comentario de N ewman, P A , ¡V.432-433.
16. Cf. Teogn., 53-60, 233-234, etc,
17. Existe una bibliografía enorme sobre eí tema. La mejor introducción para «el lector corrien
te» sigue siendo 1a de Andrewes, G T. Vale la pena Forresí, E G D en donde continúa narrando la
historia hasta después de 1a época en que se queda Andrewes (aproximadamente 500 a.C.), mostrando
la evolución siguiente de las formas políticas griegas hasta llegar a la democracia de ia Atenas de finales
del siglo v. H. W, Pleket, «The Archaic tyrannis», en Talan ta , 1 (1969), 19-61 (para especialistas), se
limita en general a los tiranos de Atenas, C orinto y Lesbos, con referencias muy completas a obras
modernas. La obra más completa acerca de los tiranos griegos en general (que llega hasta el sigio iv) es
la de H elm ut Berve, Die Tyrannis bei den Griechen (Munich, 1967, dos volúmenes, unas 800 páginas en
total).
18. La tiranía más larga que se conoce es la de los Ortagóridas (incluido Clístenes) de Sición, que,
según dice Aristóteles, Po!., V.I2, 1315b 11-14, duró un sigio.
19. Cf. el papel desempeñado por los plebeyos ricos en ei «conflicto de los órdenes» romanos,
brevemente analizado en VI.ii.
20. E.g. Pisístrato de Atenas. Se dice que Cípseio de Corinto tuvo una m adre que pertenecía a la
aristocracia gobernante de los Baquíadas, y que, por ser coja, tuvo que casarse con un plebeyo: véase
Andrewes, G T, 45-49 (junto con 154, n, 34),
21. Polieno, V.i. I : véase e.g. D unbabin, W G, 315 (existe una traducción inglesa del pasaje de
Poiieno en las págs. 274-275 de! libro de P . N. Ure mencionado en la siguiente nota).
22. P. N, Ure, The Origin o f T vran n y (1922).
23. Cf. mis O P W , 360. Pero en la Atenas de finales del siglo v había, en un determinado
m om ento, por lo menos 1.000 hippeis, habiéndom e sugerido alguien que hubiera debido hablar más
bien de «dueños de Jaguar» y no de «dueños de Rolis-Royce» como equivalentes de los hippeis de la
época.
24. Eí original francés de este libro, La C ité grecque (París, 1928).. fue reeditado hace unos años
en una nueva edición (París, 1968), con notas y bibliografía suplementaria,
25. Utilizo la edición de Diehl y su numeración de ios fragmentos: véase ia anterior n. 12. Lo;;
fragmentos más oportunos son 1. 8. 10, 27. y esp. 3-5 y 23-25, No conozco ninguna relación completa
de los puntos de vista de Solón y de sus actividades, que me parezca verdaderamente satisfactoria; pero
véase Andrewes, G T, 78-91; Forrest, E G D , 143-174.
26. Véase esp. Solón, frags. 5.1-6: 23.1-21; 24,18-25: 25.1-9 Diehi.
27. Las principales fuentes acerca de ias leyes de Solón sobre ias deudas sor:, naturalmente.
698 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
Arist.. A th . Pol., 6.1 (cf. 9.L 10.i. 11.2); Plut., S ol., 15.2, 5-6 (la exposición que hace Androción,
15.3, ha de ser rechazada sin duda alguna).
28. Véase esp. Tuc., VL54.5-6: cf. H dt., 1.59.6; Arist., A th . Pol., 16.2-9.
29. Espero explicarlo brevemente en otro mom ento.
30. Véanse mis O P W . 37-40.
31. incluso Pisistrato utilizó mercenarios en 546 (véase Hdt., L 64.L etc.), pero tenía también
bastante apoyo de los ciudadanos: véase esp. H dt., 1.62.1.
32. Cf. Arist., P o l., VI.7, 1321 a l 1-21, esp. 19-21, citado en ia sección ii de este mismo capítulo,
al final de § 5. Estoy seguro de que ello no habría sido asi antes de finales de] siglo v.
33. Cartiedge da una bibliografía bastante completa. E¡ artículo de A. M. Snodgrass, «The
Hoplites reform and history» está en J H S , 85 (1965), 110-122. No veo por que las conclusiones a las
que llega Cartiedge se habrían de ver debilitadas p ara nada por el artículo de i . Salmón, «Political
hoplites?», en JHS, 97 (1977), 84-101, que. a pesar de todo, añade unos detalles arqueológicos muy
interesantes. Me veo tentado a apuntar que, tanto aquí como en otros punios, se podrían obtener unos
resultados muy útiles de ios estudios com parativos de fenómenos comparables de otras sociedades (se
requeriría, naturalmente, muchísima precaución, como ocurre siempre en tales casos). Eí paralelo más
obvio es el de ia ascensión de las diversas signorie en las ciudades italianas de la E dad Media (siglos xm
a xiv); pero allí la situación era totalmente distinta: véase esp. P. J. jones, «Com m unes and despots:
the city state in Late Medieval Italy», en T R H S (1965), 71-96. Sin embargo, la historia de las ciudades
italianas puede esclarecer en ciertos aspectos la historia del mundo clásico: véase en particular el
admirable artículo de E. J. Bickerman, «Some reflections on early Román history», en R F I C , 97
(1969), 393-408, esp. 402-405, Me gusta especialmente su sabia nota de i a pág. 406: «ei valor de las
analogías no es probatorio, sino ilustrativo, y, por lo tanto, heurístico. Pueden hacernos reconocer
ciertos aspectos de los hechos que, si no, habrían permanecido ocultos para nosotros».
34. Tengo in mente pasajes como H d t., L59.4; 60.3-5 (y paralelos en fuentes posteriores).
L El rey Darío I de Persia abandonó el apoyo que prestaba a ios tiranos griegos en 494, en
teoría, pero siguieron apareciendo en las ciudades griegas de Asia y de las islas dei Egeo: véanse mis
O P W . 37 ss.
2. Tal vez el mejor libro general acerca de la Grecia del siglo v sea ahora E d o u ard Will, Le
M o n d e grec et POrient, I. L e Ve siécie, 510-403 (París, 1972),
3. No he podido leer eí reciente libro de J. K. Davies, D em o c ra c y and Class i cal G reece (1978).
Los que no hayan estudiado todavía a fondo el tema, saldrán ganando si empiezan leyendo a Jones,
A D , capítulos III (esp. págs. 41-62) y V, en ios que se estudian respectivamente la ideología de la
democracia y su funcionamiento práctico. Véase asimismo Forrest, E G D (cf. V.i. n. 17).
4. El que busque una definición antigua de los objetivos de la b^p.oxQa.na griega clásica debería
empezar por Arist., P o l., V.9, 1310a28-36 (nótese su final hostil) y V1.2, I317a40-bl7, que hacen
hincapié en la libertad y en ia posibilidad de «vivir como se quiera»; cf. VI.4, 1319527-32 (de nuevo
hostil); asimismo R h e t I.S, 1366a4, en donde la finalidad, el réXoí, de la democracia es la ¿MvdtQÍa,
lo mismo que la riqueza lo es de la oligarquía, etc. Véase también, por supuesto, Tuc., 11.37-40 (esp.
37.2-3; 39.1; 40.2). «Vivir como se quiera», como definición de libertad personal, se convirtió luego en
un lugar común, que encontramos frecuentemente en la literatura, e.g. Cic., D e offic ., L70 (vivere ut
velis ); P arad., V.i.34 (potestas vivendi ut veiis, que aparece en un pasaje que tom a como lema la
máxima estoica que dice que «e¡ único hombre libre es el sabio»), y Epíct., D iss., IV.i. I; Dióg. Laere.,
VIL 121 (¿¿OLK7Í.Q.' m)T0T£G!7í.C«).
5. Jones, A D , cap. V (págs. 99-133, jun to con sus notas, y 153-160), sigue siendo una b re v e
descripción, aún no superada, de cómo funcionaba en la práctica la democracia ateniense: es una obra
maestra de condensación.
6. De hecho, parece que los esclavos serian mejor tratados en una dem ocracia (en cualquier caso
en Atenas) que en cualquier otro régimen: véase ia cita de Platón, Rep.. v il! , en e) siguiente p árrafo dei
texto; y cf. P s.-Jen.. A th . Pol.. í. 10-12 (un pasaje sorprendente): Jen.. H G , II.iii.48 (en donde, según
creo, o i. úQu\ot tai vez sean un eco de la concesión de la ciudadanía a algunos esclavos que lucharon por
la democracia ateniense en 403); y otros textos, e.g. los que demuestran que cualquier ateniense (no sólo
ei amo) podía presentar una y o a ó b contra cualquiera que maltratara a u.n esciavo (Esquin.,
1.15-17; Dem., X X I.45-49: Aten., VL266f-a67a, que cita también a Hiperides y Licurgo), y que ei
notas (V . i - i i , pp . 331-337) 699
esclavo podía lograr en Atenas cieña protección contra los malos tratos refugiándose en un templo ¡eí
Teseon, y acaso también el altar de ias Semnas) y solicitando que se ie vendiera a otro amo t.véase
Busolt-Swoboda, G S . I I .982-983).
7. Véase, además de ios pasajes citados en el texto y en la anterior n. 4, Tuc., VL39; V II.69.2:
Eur., Supp!., 349*353, 404-408, 438-441; Ion, 670-675; H ippoL , 421-423; Ps.-Lis., II. 18-19. 55-57.
64-66, 68; D e m .. XX. 106 (com rasie con E s p a ñ a ) ; y muchos otros hostiles en Isócrates, P latón y demás,
e.g. lsócr., V il.20; X I I . 331; Platón, R e p ., VIII.557ab, 560e; IX.572e; Leyes, IÍI.701ab, etc.
8. El estudio más reciente que he leído sobre 1a t cxQQyoía es G. Scarpat, Parrhesia. Sioria dei
termine e delie sue iraduzioni in Latino ÍBrescia, 1964). La palabra aparece por prim era vez a finales del
siglo v, e.g. en Eur., H ipp oL . 422, Ion, 672, 675, P h o e n ., 391; se encuentra también en Demócr.. DK,
68 B, 226 (cf. la sección iii de este mismo capítulo y su n. 57). No puedo rastrear aquí la historia
posterior de la palabra y haré simplemente referencia a las obras citadas por Feter Brown en J R S , 61
(3971), en 94 y sus notas 173-372.
9. Aristóteles reconoce con frecuencia u n a relación entre la democracia y la igualdad política. Da
por descontado que ot ótj^otixoí buscan rb laov para t o trXij(?os (Po!., V.8, 1308a 11-12; cf. V.I,
1301a26-3 3). En un pasaje crítico para con la dem ocracia que he citado ya en ia anterior n. 4 (Po!., V.9,
I310a28-36) considera que los demócratas suponen que la igualdad es justa y la identifican con la
soberanía de t o ttXt?0os. Señala la opinión que algunos tenían, según la cual tanto la I í t ó t t j s como la
l\ev 0 tQ Ía pueden atribuirse ante todo a la democracia (IV.4. 1291b34-35). En varios pasajes, el más
interesante de los cuales es VL2-3, 1317a40-1318b5, demuestra que su propio interés p or la minoría de
los propietarios le impide admitir la igualdad exigida por los demócratas.
10. Véanse muchos de los pasajes citados en ías notas 4 y 7. No estoy del todo satisfecho con los
estudios que he leído acerca de la ioovfiíct, los más recientes de ios cuales son eí de Borivoj Borecky,
«De politische Isonomie», en Eirene, 9 (1971), 5-24; y el de H. W. Pleket, «Isonom ia and Cleisthenes:
A Note», en T alan ta , 4 (1972), 63-81. Existe una admirable discusión a fondo de ios orígenes y
significado de ía palabra realizada por M artin Ostwald, N o m o s a n d the Beginnings o f the Athenian
D e m o cra cy (1969), 96-136 (cf. 137 ss.), que, sin em bargo, me parece que pretende una precisión mayor
de 1a que a mí me parece posible. A dm ito la opinión de Ostwald, según ei cual la is o n o m ia es «no una
forma de gobierno, sino un principio político (111. cf. 97, 316), «ei principio de igualdad política ... no
una form a constitucional» (113), y, por ello, yo he definido en el texto la dem ocracia diciendo que «se
caracterizaba p o r la ioovo^ía». Ostwald señala con perspicacia que «la io ovo fita se acerca más que
ninguna otra palabra griega a la expresión de la m oderna noción de “ derechos” , en el sentido en el que
hablamos de “ derechos del h o m b re” , “ derechos del ciudadano” , “ carta de ios d erechos” , etc.» (113,
n. 3). Los empleos tardíos interesantes de ioóvoilos incluyen Apiano, B C , 1.15-63; Marco Aurei.,
M e d ii., 1.34; para íoovoiiia e iootwiQÍa , véase e.g. Dión Cas., XLI.17.3; X L ÍV .2 .I. El mejor estudio
que conozco sobre la lo ^ yo o la es el de G. T. Griffith, «Isegoria in the Assembly at A thens», en A ncient
Society and Instiiutions: Studies p re s e n te d io Victor Ehrenbberg (1966), 115-138; y véase A. G. Wood-
head, «Tcrr/yogía and the Council of 500», en H i s to r ia , 16 (1967), 129-140.
11. Es un rasgo de ia democracia que no les: gustaba mucho destacar a. quienes criticaban este
régimen. Aristóteles no utiliza el término üirevdvvos, aunque hace referencia a las t'vfivvcu en (por
ejemplo) PoL, 11.12, 1274a35-18; 1II.1L 1281b32-34, 12S2&12-14, 26-27; VI.4. 1318b2)-22. Hdt., I'II.80.6
dice que la inreúOwos- ag^íj constituye un rasgo característico del 7rXr)íJos a o x o p que lleva «el nombre
más equitativo que existe», ia ioovofÚTj (se tra ta de parte dei llamado «debate persa», la discusión más
antigua que se ha conservado en lengua alguna de ias distintas formas de constitución política, y que
debe de ser una ficción literaria, originada, a mi juicio, a finales del siglo vi y comienzos del v). Cf.
VI.vi, a d m it., para las reflexiones que hace Dión Crisóstomo sobre el hecho de que un m onarca (como
el emperador de Roma) sea ávvrd>6i)vos.
12. Este tema lo trata con brevedad muy bien jones, A D , 50-54, y mas m odernam ente ha sido
examinado a fondo por H ansen, en los valiosos artículos citados en ILiv, n. 18. P a r a el complicado
procedimiento que había que seguir en la Atenas de! siglo iv para alterar las leves fundamentales, véase
C. Higneít, /; H isto ry o f the A thenian Constitutior: to íhe Entí o f the Fifih C e n tu r y B.C. (1952).
299-305. P ara Atenas, frente a pasajes como lo;, citados en II.iv. n. 21, véase E squin., Í.4 - III.6:
Lic., C. L e o c r., 3-4: Dem., X X IV .5, 75-76, etc. (citado por jones, A D , 50-53;. Sobre la importancia de
ias leyes escritas, que permitían al pobre tra ta r en. pie de igualdad con el n eo, véase esp. Eur., Supp i..
433-437. No veo ningún motivo, dicho sea de paso, para que cualquier dem ócrata griego no hubiera
suscrito la apasionada defensa de ia supremacía de las leyes que aparece en Cic., P r o Clueni., 3.46,
13. Quizá tuviera que mencionar simplemente aquí Pol.. V.6, 1306a 12-19, en donde Aristóteles
contempla una situación en i a que, dentro de un p o liteu m c oligárquico, existe un circulo interno, a
700 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
cuyos miembros les están reservados ciertos cargos. Un buen ejemplo de ello es ía constitución ptole-
m aica de Cirene, sobre la cual véase la sección iii de este mismo capíiulo y su n. 8.
14. Véase Arist., Pol., ÍII.9, 1280a22-32; V II .8, 1328a33 ss.
15. El mejor libro que conozco, con mucho, acerca de la historia de las ideas sobre la propiedad
es el de Richard Schiatter, P rívale P ro p e rty. The H isto ry o f cm Idea (1951). [ A d A tí., Lxix.4 es la que
m ejor reveía la actitud de Cicerón.]
16. El manual en inglés acerca de ¡os mercenarios griegos es H. W. P ark e, G M S - Greek
M e rcen a ry Soldiers f r o m the Earliesi T im es io the B attle o f ípsus (1933); y véase tam bién G. T.
Griffith, The Mercenaries o f the Hellenistic W o rld (1935).
17. Véase el texto de ILiv, esp. la primera parte del párrafo que connene la n. 10 (págs. 93-94).
18. Véanse mis OPW, 37-43, 98-99, 144, 157, 160*161. Aprovecho la ocasión que se me brinda
para mencionar una fuente a la que se hace muy poco caso, pero que proporciona un intrigante cuadro
de ia estasis en algunas islas del Egeo —en esre caso, Paros y Siínos— en 394 y los años subsiguientes:
se trata de ísócr., X IX (Aegin.) 18-20, 38-39 (este discurso es el único auténtico de la época clásica que
se escribió p ara ser pronunciado en un tribunal o asamblea fuera de Atenas, además del Ps.-Herodes,
Peri politeias, mencionado en mis OPW, 35, n. 65, si es que efectivamente dicho discurso n o es más que
una composición literaria).
19. Véase esp. Tod, S G H L 11,300, junto con sus notas, que da el material literario y mucha
bibliografía (existe una traducción inglesa de M. Austin y Vidal-Naquet, E S H A G , 271-273, n.° 70).
A demás IG , I P . 2-403: v S E G , XII (1955), 84 = D aphne Hereward, «New Fragments o f IG , IP.10», en
B S A , 47 (1952), 102-117.
20. Lis., VIL 10 (de los años 390) nos presenta una parcela situada en el Ática que se arrienda a
un liberto, Aic-ias, justo con el cambio de siglo, En Lis., X IL 8 ss. (esp. 38-39). Lisias y su hermano
Polem arco, ambos metecos, se hallan en posesión de tres casas, una de Sas cuales contenía u n im portan
te taller. El diálogo que vemos en ía República de P latón se desarrolla en la casa que P olem arco tenía
en el Pireo: véase R ep., L328b.
21. Un motivo importante de ello (quizá, de hecho, el más importante, aunque raram ente lo
señalan los especialistas modernos) era que, cuando un ciudadano desempeñaba un cargo que implicaba
que pasaran por sus manos fondos estatales (como ocurría en muchos casos), se consideraba deseable
que poseyera unas propiedades lo bastante cuantiosas como para permitirle cubrir los fondos que
pudiera llegar a malversar. La única m agistratura p ara la que sabemos que exigían unos requisitos
consistentes en la pertenencia a la ciase más alta de propietarios, los pentacosiomedim nos de Solón, era
la de los Tesoreros de Atenea (Arist., A th . P o l., 8.1), que estaban encargados de todas las ofrendas que
se hicieran a la diosa, muchas de las cuales eran de oro y plata.
22. Tenemos una excelente y ciara descripción de la organización democrática del demo en la
lección inaugural pronunciada por R. L H o p p e r en la Universidad de Sheffield. en 1957, The Basis o f
th e A thenian D e m o c ra c y (Sheffield, 1957), 14-19, junto con 23-24, notas 86-152. P a r 2 el especialista, se
da una completa relación de íos demos, tribus, etc., en J, S. TraÜl, The P olítica! Q rganisaiion o f
A.ttica. A S iu d y o f the Demes, Tritryea a n d P h y la i, a n d íheir Representarían in the A th e n ia n Councii =
H e s p ., Suppl. XIV (1975).
23. Se nos da bastante inform ación, junto con las referencias necesarias, en Jones, A D , 5-6
(junto con 136-137, notas 3-14), 17-18. 49-50 (junto con 145, notas 36-44), 80-81 (junto con 150, notas
19-23). Sobre el pago de los magistrados, véase M . H . Hansen, «Misthos for magistrales in Classical
Athens», en S y m b o la e Osloenses , 54 (1979), 5-22.
24. Contra ¡a afirmación de FinSey, quien dice que sólo se pagaba en Atenas p or la participación
en ía vida política, y ello a consecuencia del imperio con el que contaba, ya aduje en mi.artículo P PO A
toda una serie cié pasajes d e la Política de Aristóteles, q u e prueban, sin lugar a duda, que durante el
siglo iv a.C. no sólo se daban pagas políticas en Rodas (mencionada específicamente en P o l., V.5,
1304b27-3I)> sino q u e ello constituía una característica de las democracias griegas; y dem ostraba tam
bién que las remuneraciones a la actividad política siguieron dándose en Rodas hasta ia época romana,
Y existían en el período helenístico por lo menos en otra ciudad, a saber, en íaso. En e l capíiulo que se
dedica al imperio ateniense en Im perialism in i he A n cien t World, e d . P . D. A. Garnsey v C. R.
W hittaker (1978). 103-126, 306-310, Finley no e n t i e n d e bien este testimonio e intenta dejarlo de lado.
«El que Rodas pagara ocasionalmente algunos cargos a finales deí siglo iv y quizá d urante el período
helenístico [sic: Dión Crisósíomo difícilmente pertenecerá ai período helenístico], al igual que también
la íasos helenística, y el q u e Aristóteles haga c ie n o s com entarios generales acerca del tem a de las
remuneraciones en la Política , son cosas que n o afectan para nada a ía contundencia d e mis arsú m en
lo s » , dice (310, n. 53, las cursivas son mías}. Los argumentos que se ven rebatidos claramente por ios
notas (V .ii, pp . 337-341) 701
testimonios no tienen ningún efecto, p or m ucha «contundencia» que se imaginen sus autores que
puedan tener. Que Aristóteles «hace ciertos comentarios generales acerca del tema de las remuneracio
nes» es una forma muy ingeniosa de entender lo que dice Aristóteles, rayana ya. en la falsificación. En
d concreto, como demostré en P P O A , Aristóteles deja perfectamente claro en to da una serie de pasajes
íe que, en su ¿poca, las remuneraciones políticas, p o r la asistencia a ia asamblea y la particip ac ión en ios
tribu nales . constituían una característica de io que a veces llama democracias «extremas» (cf. II.iv y su
n. 19): «m u ch as» , dice, se habían visto ya naufragar debido a ios métodos desafortunados que se
habían visto obligadas a adoptar para obtener los fondos necesarios, etc.; dos pasajes por lo menos no
reflejan lo que era la situación de Atenas (mi aserto sigue siendo válido, aunque pensemos que «mu-
j chas» es probablemente una exageración y prefiramos pensar como sí de «algunas» se tratara). Además,
ja como en P P O A intentaba no ser demasiado severo con el error de Finlev, no hice hincapié, como quizá
•q hubiera debido hacer, en que uno de ios dos tipos m ás im p orta n tes de remuneración política que había
s. en Atenas, la que se cobraba por asistir a la asamblea, fue introducida p o r prim era v ez cuando ya había
caído el imperio, y se vio aumentada posteriorm ente en varias ocasiones. Atacando a Jones (AD, 5-10),
£ Finley dice que «intentaba falsificar» la propuesta que el propio Finley sostiene «aduciendo el manteni-
m ien to de las pagas de los cargos una vez caído el imperio, y así ha sido citado por decenas de autores»
(idem , 310, n. 54; las cursivas son mías). Ello es imperdonablemente equívoco. Finley echa por tierra la
la fuerza de los argumentos de Jones diciendo que aduce e l m antenim iento de tas remuneraciones cuando
ya había perdido el imperio: en realidad, ías palabras de Jones (AD, 5) hacen referencia no al «mante
an nimiento», sino a «una nueva e im p o rta n te fo r m a de remuneración, ia de la asistencia a ia asamblea»
(cf. M. H. H ansen, en G R B S , 17 [.1976], en 133). Decir que Jones habla de «m antenim iento» es un
a poco alevoso, pero, de hecho, resulta fundam ental para sostener el argumento que expone Finley en la
)0 segunda mitad de su n. 54, argumento que dice que debía de ser un simple «m antenim iento». Dicho sea
n_ de paso. Finley habla una y otra vez de «remuneración de los cargos » (cuatro veces, ídem 122 y 310,
,^a notas 53-54) y nada más. Pero el pago de io que habitualmente se entiende por «cargos» tenía relativa
mente poca importancia (véase Hansen, tal como io hemos citado en ia anterior n. 23): io que importa-
]0 ba era el pago por participar en los tribunales, y por asistir a ía asamblea y al consejo. Tal vez fuera
Atenas la prim era democracia griega que hizo esta innovación, y ios ingresos que le proporcionaba su
>¡& imperio habrían hecho que la introducción de la paga por los tribunales y el consejo resultara menos
ue onerosa de lo que lo hubiera sido de no contar con ellos; pero también es cierto que. incluso tras la
os caída de ese imperio (cuando su situación financiera habría sido mucho peor), se mantuvieron ias
;ra formas existentes de remuneración política y se introdujo una nueva (la paga por la asistencia a la
ue asamblea), y que otras democracias siguieron su ejemplo, por lo menos durante el sigio rv.
25. Una obra reciente sobre este tem a es ta de W. R. Connor, The N ew P oliticia ns o
]a tury A th e n s (1971). Resulta chocante ver que Ciaude Mossé repite ios prejuicios de la época que decían
0f que «Cleón es curtidor, Hiperholos, fabricante de lamparas, CSeofonie fabricante de instrumentos de
se cuerda», sin contradecirlos para nada (en É douard WilL Ciaude Mossé y Paul G oukow sky, Le M on de
of grec et / ’O riení, II. L e I V e siécie el T é p o q u e helíénisüque [París, 1975], 105).
= 26. No tengo que analizar en este libro ei imperio ateniense, pues ve he expresado mis opiniones
al respecto en O P W , 34-39 (así como en 298-307, 308, 60 junto con 315-317); cf. mis artículos CAE y
5_6 N JA E . El «manual» sobre el imperio es hoy día Russell Meiggs, AJI = The A th e n ia n E m p ire (3 972),
tas un libro importante de más de 600 páginas. Sólo conozco un libro más reciente sobre eí rema: Woiígang
ca] Schulier, D ie Herrschaft der A th e n e r im Ersten Attischen Seebund (Berlín-Nueva Y ork, 1974). Tal vez
debiera recordar el juicio que sobre él expresara D. M . Lewis en su reseña publicada en C R , 91 - n. s.
ón 27 (1977), 299-300: «no me he enterado en él prácticamente de nada nuevo, y en m uy pocas ocasiones
llega a unas conclusiones distintas de las que ya' hubiera podido sacar Meiggs en cualquier punto
• ej concreto^. La siguiente monografía (bastante breve) de Schueller, Die Stadt ais T'ynmn — Athens
5 H errschafí über seine Bundesgenossen (Constanza, 1978), tiene a mi juicio un valor principalmente
n> bibliográfico. Gran parte de lo que se ha escrito contra la postura que he ado ptado o bien se basa er¡
ria> falsificaciones (habitualmente bastante inocentes) de ios escasos testimonios de los que disponen.-: o
se bien pretende desautorizarlos o suprimirlos. Tenemos un buen ejemplo de la prim era de estas tender;das
k. en un reciente articulo, «The commom; a.! ivlyiüene». en Historie. 25 H976), 429-440. obra de L L
jo. Westiake. erudito que ha hecho varias aportaciones muy útiles a ia historia del siglo v. En O P W . 40-4;..
,¿0 ya hacía yo hincapié en que en ei caso de Mitiiene en 427, lo mismo que en muchos otros, podemos ver
ién «una m arcada diferencia en ías actitudes que mantenían ante ia ciudad imperialista ia minoría g o h e r-
¡as naníe y la masa de ios ciudadanos de clase baja». Al comentar e! amotinamiento del demos cíe ¡o;
un- mitilenios (en Tuc.. III.27.2 hasta 28.1), señalaba que «seria muy ingenuo interpretar que su únten
los dem anda inmediata (a saber. ía cíe un reparto general de la poca comida que quedaba) era el total cu. i;
702 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
que querían. El hecho de que a los oligarcas mitilenios no les pareciera conveniente acceder a una
demanda tan razonable, sino que antes bien se rindieran sin condiciones ... es un indicio suficiente de
que tomaron la primera demanda del demos como algo más de lo que a primera vista parecía, y de que
se dieron cuenta de que no podían fiarse de las clases bajas en la lucha, aun cuando se les concediera
esa primera petición». Westlake, que por lo demás ignora lo que yo había escrito acerca de ia revuelta,
hace una breve referencia en un determinado momento a la primera de las frases que acabo de citar de
mis O P W acerca deí motín (pero suprime la segunda, que explica y justifica la anterior); la rechaza
blandamente con las siguientes palabras: «.Según Tucídides, se levantaron porque tenían hambre» (432
y n. 12; Sas cursivas son mías). En realidad, 1o que no dice Tucídides es precisamente que el demos dio
ei paso que dio porque lenía hambre, aunque, desde luego, bien podría haberlo hecho, si iaí hubiera
sido la situación (cf. simplemente 111.27.1). Lo que dice es que el demos dijo a los que ostentaban el
poder que quería que el grano que quedaba se repartiera entre todos, o que si no se pondrían de
acuerdo con Atenas y entregarían la ciudad. La cita equivocada de Tucídides que hace W estlake (pues
de eso se trata) constituye una petición de principio fundamental: supone gratuitamente que, lo que yo
diría que habría constituido una primera jugada perfectamente natural por parte del demos, representa
ba su único objetivo. Pues bien, el demos, que no habría tenido antes ninguna ocasión de organizarse,
había podido actuar de común acuerdo (nótese el xa ra avWóyovs de 27.3) por primera vez. Presentó
muy agudamente dos demandas alternativas, que seguramente representaban los principales objetivos de
los dos grupos: los de quienes principalmente se preocupaban de su hambre, y los de quienes en realidad
deseaban rendirse a Atenas. El relato de Tucídides da claros indicios de que era eí segundo grupo el que
realmente im portaba. Podemos estar seguros de ello, por dos razones distintas. En primer lugar, el
ultimátum del demos no rezaba, como habría cabido esperar: «repartid la comida, o no lucharemos»;
la alternativa era mucho más fuerte: «o traicionaremos ia ciudad». Y en segundo lugar, los oligarcas
habrían podido solucionar perfectamente el problema inmediato accediendo a la prim era alternativa
(bastante razonable en sí, cuando se le pedía al demos que luchara), si no se hubieran dado cuenta,
como evidentemente ocurrió, de que ía dem anda inicial no era más que la primera jugada, y de que lo
único que habría satisfecho al sector dom inante del demos habría sido la segunda alternativa. Al
enfrentarse con estas dos alternativas, no accedieron, como habrían podido hacer, a la m enos desagra
dable de ias dos, es decir a ia primera; se dieron cuenta de que tenían que aceptar la segunda alternati
va, que era terrible para los miembros destacados de su grupo (28,1). Me parece «ingenuo» no recono
cer que era esto precisamente 1o que Tucídides quería decir: no veo la menor ambigüedad en ello. En
O P W me interesaba por hacer valer el argum ento de que en esta ocasión (al igual que en otras muchas
que conocemos) «había dos grupos distintos, con dos actitudes bien distintas ante 1a rebelión: uno era
decididamente hostil a Atenas, mientras que el otro no tenía el menor interés en luchar por una
“ libertad” que no les habría beneficiado a ellos, sino a sus gobernantes» (cf. ILiv). Westlake ha
subrayado el hecho de que Tucídides en muchas ocasiones «omite darnos un hilo conductor claro en
cuestiones de cierta importancia»: la explicación que se le ocurre es una falta de inform ación por parte
de Tucídides. Tal vez sea así en muchos casos, y tal vez sea así incluso en el caso que ahora nos ocupa.
Pero a veces los silencios de Tucídides se deben a su suposición justificada de que los lectores de su
época tendrían unos conocimientos que no quedarían siempre tan claros hoy día a cualquiera (un
ejemplo excelente de ello es el de no especificar la ruta que siguieron los peloponesios hasta el Ática en
431, sobre lo cual véanse mis O P W , 7, n. 7). Tucídides demuestra a lo largo de toda su obra que era
consciente de que en el seno de muchas ciudades del imperio ateniense había una escisión entre las clases
altas, profundamente contrarias aJ dominio ateniense, y los demás, que, o bien lo preferían (debido
principalmente, creo yo, a que ello les permitía disponer de una democracia) o bien se mostraban
indiferentes ante el asunto y no tenían eí más mínimo interés en oponerle resistencia. Tucídides sabía
perfectamente que los griegos cultivados de su época tenían conocimiento de ello, por lo que no habrían
necesitado que se les especificara la situación en cada ocasión. Habría podido, por consiguiente, hacer
que Cleón diera lo que sus lectores habrían entendido como una falsificación de los hechos ocurridos en
Y¡: ene (111.39.6), pues previamente ya se había opuesto bastante a los argumentos de Cleón (27.2
ha • 28.1) y tenía que reforzar su relato con un pasaje aún más explícito en el discurso de Diódoto
Í47/2-3L Debo añadir que el artículo de Westlake es por lo menos mucho mejor que los de Bradeen,
Legón y Quinn, a los que hace referencia en sus notas L 12, etc. Eí mejor estudio de ia revuelta de
Mírame sigue siendo el de Gillis, citado en O P W . 34, n. 64, 40, n. 77 [me parece conveniente mencionar
aquí un artículo muy valiente y sugerente de Gillis, que no leí hasta que acabé esta sección: «Murder on
Melos», en Jsthuio Lombardo (R ená. L e u .), 112 (1978), 185-211].
27. Sir Meses Finley. en su decepcionante capítulo (5), titulado «The fifth-ceniury Athenian
Empire: a baíance-sheet». de ¡mperialism in the Ancient World, ed. F. D. A . Garnsey y C. R. Whitta-
notas (V .ii, pp . 341-342} 703
ker (1978), 103-126, dice: «el rompecabezas estriba en que no podemos especificar cómo es que las
ciases aitas pudieron ser ios principales beneficiarios. Fuera de ia adquisición de bienes en ios territorios
sometidos no puedo imaginarme más que beneficios negativos» (123): parece que en io que principal
mente piensa es en la exención de impuestos muy elevados. Pero de nuevo aquí, como suele ocurrir, una
oieada a ios testimonios del siglo ív puede resultar esclarecedora. P or ejemplo, 1) E squin., 1.107. aduce
a> que Tim arco se aseguró el puesto de arconte en A ndros (sin duda durante la «guerra sociai» de 357-355)
mediante un soborno de 30 minas, cantidad que había tom ado prestada a un interés del 18 N atural
ía mente, bien pudiera ser que se tratara solamente de una calumnia sin fundam ento, pero nos da a
32 entender que el arconte ateniense de una isla grande, incluso a mediados del siglo ív (época en que a ios
io atenienses Ies hubiera costado más trabajo «echar ia casa por ia ventana» que en ei v), habría esperado
ra
obtener sustanciosas ganancias, y que un jurad o no habría encontrado cosa de fantasía el que se
■el estimaran dichas ganancias en más de medio talento. Y 2), en Tod, S G H 1 , II.152, A ndroción (el
de attidógrafo y político), Que había sido arconte ateniense de Arcesine, en A morgos, d u rante esa misma
¡es guerra, obtiene, según vemos, el valioso privilegio de convertirse en próxeno ateniense hereditario de
y° Arcesine, puesto que financieramente debía de ser muy lucrativo y políticamente ventajoso: véase esp.
L£l~ S. Perlman, «A note on the political implications o f Proxenia in the Fourth century B. C\», en CG, 52
5e> = n. s. 8 (1958), 185-191. Esa fue la recompensa que recibió por prestar dinero a Arcesine, sin
tto
intereses, para pagar a la guarnición (votada casi con toda seguridad, dicho sea de paso, por eí
de
synedrion aliado: véanse las líneas 24-25, jun to con 156, líneas 9-12). Otros gobernadores o frurarcos
ad atenienses, tanto en eí siglo v como en el iv, tai vez aprovecharan ia ocasión para prestar dinero a ias
^ ciudades que gobernaban, a un interés bastante alto. Androción tampoco «se hizo molesto a ios
el
ciudadanos ni a ios visitantes extranjeros»: ello resultaba lo bastante insólito como para merecer un
s»; comentario, y encima ganarse una recompensa. Debo añadir que en lo que piensa Tucídides en V IH .48.6
cas
es, al parecer (debido al empleo de la frase 'jtoqiotcx'í 'óvras x a i rüv x a x ü v q^ulú) particu
iva
larmente en las mociones presentadas y defendidas en la asamblea p or los x ak ol xá-yadol a quienes hace
11f ’ que haga referencia Frínico, que incluirían seguramente medidas como los nom bram ientos entre eiios de
; lo
ios cargos de arcontes, frurarcas, em bajadores, etc. Ello hace que sea bastante inverosímil que en lo que
Al
pensaba Tucídides cuando escribió V IH .48.6 fuera «la adquisición de tierras en ios territorios someti
¡ra- dos», a la que se refiere Finley (véase el comienzo de esta misma nota). Pero estas adquisiciones
ati- debieron de producir, no obstante, muchísimas ganancias, por supuesto, a determ inados atenienses (a
no- este respecto me atengo a ias sugerencias que hacía en O P W , a pesar de los comentarios de Finiey. op.
En
cil., 308, n. 37, que da una referencia a una página falsa de dicho libro: 245 en vez de 43-44). Como ia
:has
lista que aparece en «Tabie B: property abroad soid by Poletai», de W. K. P ritchett, en P l e s p 25
era
(1956), 271 es necesariamente incompleta, doy ahora, para mayor conveniencia, una lista de todos los
una
pasajes en cuestión que he podido identificar en el articulo «Attic Stelaí», publicado por Pritchett en
ha
H esp eria , 22 (1953), 240-292: estelas 11.177-179, 313-314; IV. 17-21-22; V i.53-56, 133: VIÍ.7S:
> en
VIII.3-5, 5-7 y probablemente 8-9; X . 30-13 y es de suponer que también 33-36. La cantidad de bienes
arte
que poseían en Eubea atenienses proscritos, en Lelanton, Diros, y Geraistos (11.177-179, 3 11-334;
ípa.
IV. 17-21/2), sobre to d o por Enias, hijo de Enócares de Aíene, tal vez se deba a ia epigainia existente
e su
entre Atenas y Eubea, a la que alude Lisias, X X X IV .3. Otras propiedades fuera de! Ática, pertenecien
(un
tes a proscritos, estaban situadas en Ábidos, Ofriníon, Tasos y Oropo.
a en
28. Véase Piut., Arisi., 13 (480-479); Tuc., 1.107.4 (458 o 457); Arist., A th . P o l . , 25.4 y otras
i era
fuentes (462-461). L a conspiración de 480-479 será tratada por David Harvev en «T he conspiracy of
¡ases
Agasias and Aíschines», artículo que se publicará en breve en P h o en ix (ie agradezco ia amabilidad que
bido
tuvo al dejarme leer un esbozo de su estudio antes de su publicación}.
iban
29. A.SÍ queda patente en Arist., P o l., V.4, 1304b7 ss., esp. 11-15, pasaje im portantísimo por
;abía
cuanto que la exposición que se hace en A th . p o l. , 29-33, de! propio Aristóteles es totalm ente distinta.
)rian
Eí pasaje de ia P o tin c a , que trata el caso de. los Cuatrocientos como si fuera un ejemplo clásico de
íacer
revolución efectuada mediante engaños y m antenida a ia fuerza, se basa seguramente en Tucídides (ai
>s en
que Aristóteles nunca cita por su nom bre, pero al que sin duda había leído; véase mí artículo A H P;.
(27.2
pues aunque Tucídides no dice en tantas palabras que Pisandro y cía. no revelaron, cuando volvieron 2
idoto
Atenas en la prim avera de 431, que sabían que ya no había esperanza alguna de obtener dinero para ia
.ieen,
guerra de) Rey y de Farnabazo y Tisafernes, tras probarse que Aicibíacies no era ae nai , claramente k.
ta de
da por descontado, así como que no se conocía en Atenas la existencia del traiad o espartano-persa
ionar
firmado aproxim adam ente en abril de 431 (VTÍI.58). El relato de A th . p o l. , por o tro íado, hace sólo
er on
una breve alusión (en 29.1) a ias esperanzas que tenían los atenienses de que «el Rey luchara a su lado,
en vez de [al de los espartanos], si dejaban su constitución en manos de unos pocos». Yo supongo que
en ian
io que cambió la opinión de Aristóteles acerca de la ascensión ai poder de los Cuatrocientos; fue íe
h itta -
704 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
le c tu r a d el d is c u r s o d e A n tifó n en d e fe n s a p r o p ia (q u e ta n a d m ir a d o e ra p o r T u c íd id e s : v éase- V I I I .6 8 .1 -2 )
v / o e i Álthis d e A n d r o c i ó n ( h i j o d e A n d r o n . m i e m b r o d e s t a c a d o d e i o s C u a t r o c i e n t o s } . L a c r e e n c i a e n
q u e A ie ib ía d e s ib a a p o d e r d e s v ia r ia a s is te n c ia f i n a n c i e r a p e r s a h a c ia el la c io d e io s a t e n i e n s e s n o e r a
p o r lo q u e p a r e c e , ta n d e s c a b e lla d a en su é p o c a c o m o n o s lo p o d r ía p a r e c e r a n o s o t r o s a h o r a , p u es
h a s t a e í i n t e l i g e n t í s i m o T r a s í b u l o l a s o s t e n í a : v é a s e T u c . , V I I L 8 1 . 1 ; y c f . 5 2 , l í n e a s 2 9 - 3 0 OCT, e n
d o n d e T u c íd id e s n o s p re se n ta a T is a fe rn e s d isp u e s tís im o a d e ja rs e c o n v e n c e r p o r A ie ib ía d e s a c o n v e rtir
se en a m ig o d e A te n a s).
3 0 . S e tr a ta e fe c tiv a m e n te d e u n h e c h o c a p ita l. N o lo d e s ta q u é lo b a s ta n te e n m i a r tíc u lo C F T ,
c u y a a r g u m e n t a c i ó n a y u d a a s o s t e n e r í r e s u l t a t a m b i é n b a s t a n t e d e s a s t r o s o p a r a l a t e o r í a d e Rhodes,
m e n c io n a d a m á s a d e la n te , c o m o lu e g o e x p lic a r é ). H a y d o s p a s a je s d e v ita l im p o r ta n c ia en ía a d m ira b le
e x p o s i c i ó n q u e se h a c e e n T u c ., V I 1 I .5 3 - 5 4 , d e la a s a m b l e a e n ia q u e P i s a n d r o p r e s e n t ó s u s p r o p u e s ta s
d u r a n t e la p r im e r a d e s u s d o s v is ita s a A t e n a s e n 4 1 2 - 4 1 1 : la q u e s e c e le b r ó ( p r o b a b l e m e n t e ) e n e n e r o
d e 4 1 1 . E n 5 3 .3 T u c íd id e s h a ce q u e P is a n d ro h a b le d e « u n a fo rm a de co n s titu c ió n m á s m o d e r a d a » y de
q u e « s e e n tr e g u e n lo s c a r g o s (la s á g x a 'O a u n o s p o c o s » , p e r o n o , s u b r a y a r ía y o , la c iu d a d a n ía .
T u c í d i d e s n o s p r e s e n t a l u e g o a P i s a n d r o d i c i e n d o q u e « l u e g o n o s s e r á p o sib le ca m biarla o ir á vez p o r la
a n te r io r , s i n o n o s s a t i s f a c e c o m p l e t a m e n t e ) » ( o t r a v e z 5 3 . 3 ) : y e n 5 4 . L h a b l a n d o e n p r i m e r a p e r s o n a ,
T u c íd id e s d ic e q u e el d e m o s , a u n q u e n o se m o s t r ó m u y e n tu s ia s m a d o ai p r in c ip io c o n ia o lig a r q u ía q u e
s e ie p r o p o n í a , l l e g ó a c e d e r a p e s a r d e t o d o , c u a n d o P i s a n d r o le a s e g u r ó q u e n o h a b í a o t r o m e d i o d e
s a l v a c i ó n , « y d e b i d o a q u e e s t a b a a t e m o r i z a d o y a q u e e s p e r a b a a d e m á s q u e s e p r o d u j e r a un cambio a
ia situación an terior ». L a s p a l a b r a s ¡itradeuden d e 5 3 . 3 y fieraft a b r i r á t. d e 5 4 . í d e m u e s t r a n q u e l a s
m a s a s d e A t e n a s s e i m a g i n a b a n q u e si la s c o s a s i b a n m a l , p o d r í a n v o t a r d e n u e v o e l r e s t a b l e c i m i e n t o d e
ia d e m o c r a c ia : n o se d ie r o n c u e n ta d e q u e el p la n d e io s o lig a r c a s c o n s is tía en p r iv a r le s p o r c o m p le to de
l o s d e r e c h o s d e c i u d a d a n í a , c o m o o c u r r i ó e n C o l o n o : T u c , , V í I I . 6 7 . 3 , j u n t o c o n A r i s t . . A t h . p o l., 2 9 . 5 .
D e h e c h o se n e c e s itó o t r a r e v o lu c ió n p a r a d e s e m b a r a z a r s e d e lo s C u a t r o c ie n to s , e n la q u e « m u c h o s de
lo s d el P ir e o » d e s e m p e ñ a r o n u n im p o r t a n t e p a p e l, ju n t o c o n el g r u e s o d e io s h o p lita s : v é a s e m i a rtíc u lo
C F T , 9 . P . J . R h o d e s . « T h e F i v e T h o u s a n d i n t h e A t h e n i a n R e v o í u t i o n s o f 4 1 1 B . C . » , e n JHS, 9 2
(1 9 7 2 ), 1 1 5 -1 2 7 , e n 121 y en 3 2 3 -1 2 4 , p re fie re su s p r o p ia s fa n ta s ía s al re ja to d e T u c íd id e s : d a a e n te n d e r
q u e a T u c íd id e s « n o h a y p o r q u é c o n s id e ra rlo in fa lib le » , q u e T u c íd id e s « ta i v ez se e q u iv o q u e » ; y d esd e
l u e g o m u c h o tiene q u e e q u i v o c a r s e T u c í d i d e s p a r a q u e s e s o s t e n g a e n p i e e l c u a d r o q u e n o s p i n t a
R h o d e s . S i h a y q u e e le g ir e n tr e T u c íd id e s y R h o d e s . o p t a r e m o s sin v a c ila r p o r T u c íd id e s . E s u n a p e n a
q u e R h o d e s n o p r e s t a r a a t e n c ió n a lo s p a s a je s q u e a c a b o d e d e s t a c a r d e T u c ., V I Í L 5 3 - 5 4 , e n lo s q u e se
d e m u e s t r a c la r a m e n te c u á í e r a el á n im o d e l d e m o s al c o m e n z a r lo s a c o n t e c im ie n t o s d e 4 1 L q u e v o lv e
m o s a v e r e n V I I I . 9 2 . 4 - 1 I , 9 3 , 9 7 . 1 . Y o s u b r a y a r í a d e n u e v o q u e e n el e p i s o d i o d e f i n i t i v o p a r a la lu c h a
c o n t r a lo s o l i g a r c a s d e la d e s t r u c c i ó n d e la s m u r a l l a s d e S e s i o n e s ., « i o s h o p i i t a s y m u c h o s d e lo s d el
P i r e o » e x p r e s a r o n c o n t o d a n a tu r a lid a d q u e su o b je t iv o e r a q u e se h ic ie r a n c o n ei p o d e r io s C in c o M il,
y q u e n o fu e r a o t r a v e z u n a d e m o c r a c ia c o m p le t a , s im p le m e n te p o r p r u d e n c ia y p o r t e m o r a q u e « lo s
C i n c o M il» ( t o d a v ía d e s c o n o c id o s y e n r e a lid a d in e x is te n te s ) lo g r a r a n h a c e r s e c o n e i p o d e r y fr u s tr a r sus
e s p e r a n z a s ( 9 2 . 1 0 - 1 1 ) . E s t a b a n « a t e m o r i z a d o s » , d i c e T u c í d i d e s ( 9 2 . 3 1 , l í n e a 7 d e OCT). « n o f u e r a a s e r
q u e lo s C in c o M il e x is tie ra n r e a lm e n te » y q u e c u a lq u ie r a d e lo s h o m b r e s c o n lo s q u e h a b la r a n fu e r a u n
m i e m b r o d e d i c h a o r g a n iz a c ió n . A l p a r e c e r a T u c íd id e s n o ie c a b ía ía m e n o r d u d a d e q u e lo s q u e
re s istía n a io s C u a tr o c ie n to s , o en to d o c a s o ia in m e n s a m a y o r ía d e e llo s, n o e c h a b a n p a r a n a d a de
m e n o s o t r a o l i g a r q u í a , a u n q u e e s t u v i e r a f o r m a d a p o r 5.000 y t u v i e r a , p o r l o t a n t o , u n a b a s e m á s
a m p lia q u e la o lig a rq u ía e x isten te p o r e n to n c e s d e lo s C u a tro c ie n to s .
3 1 . V é a s e m i a r tíc u lo C F T . E n la n o t a a n t e r i o r h e m e n c i o n a d o u n m o tiv o p o r el q u e c o n s id e r o
q u e e s u n a e q u iv o c a c ió n in t e n t a r c o n R h o d e s s u s titu ir el c u a d r o q u e n o s d a T u c íd id e s p o r o t r o . T a l vez
p u e d a tr a ta r este te m a c o n m á s p r o fu n d id a d en o tr a p a rte . A h o r a n o q u ie ro sin o a ñ a d ir q u e co n stitu y e
u n a fa la c ia d e s c a r a d a el in te n to q u e h a c e R h o d e s d e e x p lic a r a su m o d o T u c ., V I I 1 .9 7 .2 . A ,d m ite (1 2 2 )
q u e te n g o r a z ó n al a f ir m a r q u e « e n c o n t e x t o s d e e s ta ín d o le , la m a y o r ía n o e s n in g ú n t ip o d e m a y o r ía
n u m é r i c a , s i n o e s p e c í f i c a m e n t e l a s c i a s e s b a j a s » ( c f . I I . i v ) ; p e r o e n t o n c e s i n t e n t a d e p r o n t o s a l t a r s e las
c o n s e c u e n c i a s d e s a s t r o s a s d e a d m i t i r e s t o . A u n q u e r e c h a z a e n g e n e r a l nú 'interpretación, s e g u a r d a m u y
m u c h o d e d a r u n a t r a d u c c ió n p ro p ia , d e V I I 1 .9 7 .2 ; y a c a b a c o n u n c u r io s o r e t r a t o d e u n a c o n s titu c ió n
q u e t i e n e « u n a c a r a c t e r í s t i c a p r o p i a d e l a s c o n s t i t u c i o n e s q u e o t o r g a n e ] p o d e r a i a minoría» (por
c u a n t o h a b í a , s e g ú n c r e e , « u n r e q u i s i t o d e p r o p i e d a d e s p a r a t e n e r L c i u d a d a n í a a c t i v a » . t¡ s a b e r : e i
c e n s o d e lo s h o p l ita s ) , y « u n a d e la s c a r a c t e r ís t ic a s p r o p ia s d e ia s c o n s titu c io n e s q u e o t o r g a n el p o d e r a
i a m a y o r í a » , q u e p a s a a i d e n t i f i c a r c o m o l a «auténtica soberanía p u e s t a e n m a n o s d e i a a s a m b l e a y n o
e n l a s d e i a boulé » ( 1 2 3 ; l a s c u r s i v a s s o n m í a s ) . E s t o r e v e l a c u á l e s e l p u n t o d é b i l f a t a l d e í a p o s t u r a d e
R h o d e s . L a p r i m e r a c a r a c t e r í s t i c a , i a « p r o p i a d e i a s c o n s t i t u c i o n e s q u e o t o r g a n e l p o d e r a ia m i n o r í a »
íe s d e c ir, lo s s u p u e s to s re q u is ito s d e p r o p ie d a d e s e x ig id o s p a ra el e je r c ic io d e io s d e r e c h o s p o lític o s),
notas (V .ii, pp . 342-345) 705
-2) estaría perfectamente bien, si realmente existiera (desde luego, yo no creo que hubiera unos requisitos
de propiedades para los propios derechos de ciudadanía., para el ejercicio de los derechos políticos.
ra i aunque estoy de acuerdo en que, por lo menos, ser hoplita constituía el requisito para el ejercicio de!
ues control efectivo diario del funcionamiento del sistema político, de ra 7rpüí7fiG:TQ': Tuc., VIIL97.1). Pero
ia «característica propia de las constituciones que otorgan el poder a la mayoría» de Rhodes es comple
ti tamente falsa en este contexto. El hecho capital, que hunde toda su interpretación (pero que puede
pasarle desapercibido a quien no analice cuidadosamente su argumentación), es que la asamblea, en
T, cuya «auténtica soberanía» hace tanto hincapié, es, según el cuadro que nos da, una asamblea rígida-
mente oligárquica, que excluye po r completo a iodos los l he íes, quienes, en cualquier otra interpreta
.bl ción (incluso en la suya) deberían constituir por io menos el grueso de la mayoría. En realidad, pues,
¡tas según su interpretación, la mayoría (o en todo caso el grueso de la mayoría) no cuenta para nada. Por
ero supuesto, podría decirse que una oligarquía que permite que todos los oligarcas tengan alguna voz es
«más democrática», aí menos en sentido pickwickíano, que oír a que imponga una boulé (como la de los
na. Cuatrocientos) que resulte una minoría todopoderosa que gobierna dentro del politeum a. Pero ello
r la implica negarse a pensar según los criterios de mayoría y minoría de Tucídides, y una decisión de
na. sustituir unas categorías distintas por otras: es decir, oligarquía y democracia, términos que habría
^ue podido utilizar Tucídides en 97.2, pero que no utilizó. Sobre este tema hay mucho más que decir, en
ae panicular acerca del significado de la palabra ovjxquoisi pero habrá que esperar a otra oportunidad.
0a 32. Véanse mis O PW , 144, 157, 343. El pasaje decisivo, que demuestra que Lisandro podía
las obligar a los atenienses a establecer en el poder a los Treinta amenazándoles con castigarlos (sin duda
1de
con la esclavización en masa) por romper los términos en los que se firmara la paz, al no demoler los
>de
Muros Largos y los muros del Píreo a tiempo, es Lis., XIL71-76, esp. 74; y cf. O P W , 157, n. 180.
?.5.
33. Paul Cloché, La resiauration démocratique a Alheñes en 403 avani J.-C. (París, 1915).
:• de
34. Véase Arist., Ath, pol., 40.3; Lis., XII.59; Jen., H G , II.iv.28; Isócr., V IL68; D em ., XX. 11 -12 .
:ulo
El asunto lo trata Cloché, op, cil. 379-383.
92
35. Cuando ya había acabado este capítulo apareció un estudio sobre Filipo II que debe tenerse
,der
hoy día por el mejor y más útil de los existentes, obra de G. T. Griffith, en N. G. L. Hammond y
:sde
Griffith, A H istory o f Macedonia, 11.550-336 B. C. (1979), 201-646, 675 ss. Griffith no pudo tener en
ima
cuenta dos libros anteriores: i. R. Ellis, Philip II and Macedonian Imperialism (1976), que sigue
en a
e se teniendo cierto valor, y G. L. Cawkwell, Philip o f Macedón (1978), que representa un punto de vista
1ve- muy distinto del mío. El mejoT libro sobre la Segunda confederación ateniense es el de Silvio Accame,
cha La lega ateniese del sec. IV a.C. (Roma, 1941). El estudio más reciente con mucho acerca de la
del Confederación es el artículo de G. T. Griffith, «Athens in tbe fourth century», en «Imperialism in the
vlil, Ancient World (sobre eí cual véase la anterior n. 27), 127-144 (junto con sus notas, 310-314): tiende
;<jos menos que otros tratados modernos a juzgar a Atenas con unos parámetros más estrictos que los que se
sus utilizan para otros estados griegos (cf. mis OPW \ 33-34). Para los acontecimientos que se produjeron
ser durante este período, F. H. Marshall, The Second Athenian Confederacy (1905), aunque esté un poco
¡ un trasnochado, sigue siendo de cierta utilidad, especialmente si se lee junto con Tod, SG H L II.
qUe 36. No puedo analizarlo ahora pero debo decir que creo que fue la aparición de Filipo en octubre
t de 352 en el Heraion Teichos (Dem., III.4) lo que hizo que Demóstenes se diera cuenta de cuán
peligroso podía resultar para Atenas, pues entonces se había ido más al este de lo que hasta entonces se
había llevado a un ejército, que nosotros sepamos, y porque podía verse que constituía una amenaza
iero Para l ° s ri°s cuellos de botella que había en la ruta dei grano que recibía Atenas de Crimea: los
vez Dardanelos y el Bosforo (véanse mis O P W , 48). Que Demóstenes no había percibido antes el peligro
:uyc que suponía Filipo es evidente por su discurso X X III, que en su forma actual data, aí parecer, de 353-352.
122) 37. Damos a continuación la lista de los pasajes en cuestión. Unos pocos de entre los más
cría im portantes se dan en cursiva. 1) 389-388 a.C. (Trasibulo en el Egeo oriental): je n ., H G , IV.viii.27-31;
: las Diod., X IV .94.2; 99.4; Lis., XXVIII. 1-8, 1 1 , 12, 17; cf. XXIX. 1-2, 4, 9; X ÍX .ll; y cf. Tod., SGHI,
nuy 11.114.7-8; 7G, IF.24A.3-5; Dem., X X .60. 2) 375-374 a.C. (Timoteo en Coreirá): Jen., H G , V.iv.66 (cf.
:ión V Lii.l); Isócr,, X \' .108-109; Ps.-Arist., Oecon., Il.ii.23b, 1350a30-b4. 3) 373 a.C . (segundo periplo de
[por Timoteo): Jen., HG, VLii.l 1-12; Ps.-Dem ., X LÍX .6-8, 9-21 (esp. 9-12, 13. 14-15). 4) 373-372 a.C.
:: el (Ifícrates en C orara): 3er.., H G. VI.ii.37 (a pesar del botín de 60 talentos: Diod., X V ,47.7; cf. jen.,
er a H G , VI.ii.36); cf. Polien., III.ix.55 (y 30?). 5) 366-364 a.C. (Timoteo en Samos, el Helesponto y et
s; no Egeo septentrional): Isócr., XV. 111-113; Ps.-A rist., Oecon., II.ii.23a, 1350a23-30; Polien., III.x .9, 10
a de (Samos), 14 y quizá 1 (Olinto); Nepote, T im o th ., 1-2. 6) Septiembre de 362 a.C . a febrero de 360
ría» (trierarquía de Apolodoro): Ps.-Dem., L .7-18, 23-25, 35-36, 53, 55-56. 1) 356-355 a.C. (Cares y A rla
dos), bazo): D iod., XV1.22.7~2, junto con Plut.. A rat., 16.3; FGrH, 105.4: Schol. Dem., IV. 19 y 111.31;
2 1 — ST E. C R O I X
706 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
Dem., IV.24; 11.28; Esquin., 11.70-73; Isócr., VII.8-10; cf. Dem., XIX.332. 8) 342-341 a.C. (Diopites en
ei Helesponto): Dem., V III.8-9, 19, 21-28, 46-47; Ps.-Dem ., X II.3 9) En general: Dem., III.20;
X V III.114; XXIÍI.61, 171; Esquin., 11.71; Jen., M em ., IILiv.5.
38. Véase Rostovtzeff, S E H H W , cap. ii, i, esp. 92-94, junto con sus notas, III. 1327-1328, no
tas 23-26.
39. Véase Rostovtzeff, S E H H W , 1.94 ss., esp. 104-125, y sus notas, III. 1328-1337, notas 27 ss.
40. Claude Mossé, La fin de la démocraiie athénienne (París, 1962), 123-132, esp. 127-128. La
teoría recibe las críticas de Austin y Vidal-Naquet, ESH A G , 141, pero no con demasiada justicia, pues
los testimonios de Rostovtzeff no se limitan casi por completo, como estos dos autores presuponen, a
ia cerámica: incluyen también monedas, joyas, metalurgia, baldosas, telas, vino y aceite de oliva.
41. Véase Parke, GMS, 227, quien de forma bastante plausible estima que «entre 399 y 375 a.C.
no hubo nunca menos de 25.000 mercenarios en activo, y posteriormente la cifra m edia debió situarse
en torno a los 50.000».
42. Véase esp. Isócr., ÍV.146, 168; V. 120-123; VIII.24; y cf. ia nota anterior.
43. Platón, Leyes, I.630b; cf. la siguiente nota (44),
44. Isócr., VIH.43-46; cf. V. 120-121; Epist., IX (A d Archid.), 8- 10;Dem., IV .24; XXIII, 139.
45. Para las raíces sociales de la actitud de Isócrates en general, véase más adelante en el texto y
la próxima n. 53.
46. En primer lugar, el Discurso Olímpico de Gorgias, acerca de Homonoía: véase Diels-Kranz,
F V S 5(, II, n.° 82, A, 1, § 4 (procedente de Filóstr., VS, 1.9), y B, 8a. Este discurso ha de datarse
probablemente en 392: véase Beloch, GG , IIP .i.521 y n. 3, En un Epitaphios pronunciado en Atenas,
Gorgias afirm aba también que «las victorias sobre los bárbaros requieren himnos, pero las que se hacen
sobre los griegos, endechas», haciendo hincapié en las victorias de Atenas sobre los persas: FVSy\ II.
n.° 82, A, 1, § 5 (procedente de Filóstr., ibidem), y B, 5b. En segundo lugar, Lis., XXX III (esp. §§ 6,
8-9) que Diod., XIV. 109.3 data en 388, pero que es más probable que sea de 384: véase Grote, HG,
V III.70, 72, n. 2; IX .34, n. 1. Isócrates se ocupó dei tema en 380, y volvió a tratarlo una y otra vez
hasta su muerte en 338. Al principio, en 380, quería que Atenas y Esparta dirigieran conjuntamente la
cruzada (IV, esp, 3, 15-16, 173-174, 182, 185). A finales de la década de 370 tai vez cifrara sus
esperanzas en Jasón de Feras (véase V.I 19; cf. Jen., HG, VI.i.12). En c. 368 apeló a Dionisio I de
Siracusa (Epist., I, esp. 7), y en c. 356 al rey Arquidamo III de Esparta (Epist., IX, esp. 8-10, 17-19).
A partir de 346 se centró en e! rey Filipo II de Maeedonia: de ese año procede su Orat., V (véase esp.
9, 12-16, 30-31, 95-97, 120-123, 126, 130); en 342 escribió su Epist. II (véase esp. 11), y en 338 su Epist.
III (véase esp. 5). Cf. Isócr., X II.163.
47. El mejor tratamiento de estos sucesos sigue siendo G. T . Griffith, «The unión of Corinth and
Argos (392-386 B.C.)», en Historia, 1 (1950), 236-256. Otros artículos más recientes no han aportado
nada que sea auténticamente de valor.
47a. A finales de 1979, cuando ya había acabado este capítulo, apareció el que hoy día constituye
el mejor libro sobre la Esparta primitiva: Paul, Cartledge, Sports and Lakonia. A Regional History
1300-362 B. C.
48. Véase e.g. Jen., H G , ÍV.viü.20; VI.iii.1.4; VII.i.44; cf. Diod., XV.45.1, etc. Para ejemplos
particulares, véase e.g. Jen., HG, IIL iv.7; V .i.34; ii.7; 36; Ív.56; V I.iii.8; iv. 18; Vll.i.43; Diod.,
X V.40.1-5; 45.2-4; 46.1-3, etc.
49. R. P. Legón, «Phliasian politics and poíicy in the eariv fourth century», en Historia, 16
(1967), 324-337, en 335-337. Legón presupone simplemente, sin la menor justificación, que «los ciuda
danos» (ot iroXtrm) mencionados tres veces por Jenofonte (HG, VII.ii.7-8), diciendo que lograron
repeler un ataque de los demócratas exilados y sus aliados en 369, constituían la totalidad de los
fliasios, mientra que no hay por qué suponer, desde luego, que fueran más que el grupo de oligarcas
que por entonces eran los únicos «ciudadanos» que disfrutaban de ia totalidad de los derechos (ei
politeuma), establecido a consecuencia de ta intervención del rey de Esparta Agesüao unos diez años
antes (cf. Legón, op. cit., 332-334). Sóio los oligarcas habrían estado armados como hoplitas, y debían
de sumar unos 1.000 o más (véase Jen., H G , V.iii. 17), más que suficientes para enfrentarse con las
pequeñas tropas invasoras de unos 600 hombres, aunque éstas contaran cor¡ la ayuda (VII.ií.5) de
algunos «traidores» dentro de ia ciudad. Tengo que añadir que eí estudio más reciente que he leído
acerca de la política de Fliunte, a saber, L. Piccirílli, «Fiiunte e i! presunto colpo di sí ato democrático»,
en A S N P \ 4 (1974), 57-70, no trata de los acontecimientos de 369, pero contiene una útilísima biblio
grafía acerca de la Fliunte de comienzos del siglo iv.
50. Sobre los testimonios acerca de Clearco, véase S. M. Burstem, Q uiposi o f Hellenism: The
Emergence o f Heraclea on the Black Sea = Univ. o f California Publicaiions: Class. Stud, 14 (1976), 47
notas (V .ii, pp. 345-351) 707
is en ss., esp. 49-65 (junto con 127-134). Entre otros estudios anteriores, véase T. Lenschau, en RE, XI.i
1.20; (1921), 577-579; Helmut Berve, Die Tyrannis bel den Griechen (Munich, 1967). L3I5-318; 11.679-681;
Glotz-Cohen, H G , IV.i. 17-19. Véase tam bién Jácoby, FG rH , ílí b (Kommentar, 1955), sobre ios
, no- fragmentos de Memnón, su n.° 434.
51. Jen., HG, VlI.i.44-46; ii.11-15; iii.2-12; Diod., XV.70.3.
.7 ss. 52. IG , IP.448 = S IG \ 310 (323-322 a.C .) + 317 (318-317 a.C.): véase esp. S I G \ 310, n. 7.
i. La 53. Isócrates fue trierarca por lo menos tres veces, al parecer junto con su hijo en cada una de
pues ellas: Isócr., XV. 145. Véase Davies, A P F , 245-248. Los dos mejores estudios de isócrates en cualquier
en, a lengua son los ae Baynes. BSO E, 144-167; y Minor M. Markle, «Support of Athenian intellecmais for
>Hva. Philip», en J H S , 96 (1976), 80-99. Véase asimismo Fuks, ISESG.
a.C. 54. Véase, sin embargo, Tuc., V.4.2-3 (Leontinos c. 422 a.C.).
uarse 55. No conozco ningún estudio general de este tema que sea realmente satisfactorio. A. Passerini,
«Riforme sociaii e dívisioni di beni nella Grecia del IV sec. av. C.», en A then., 8 (1930), 273-298, es útil
sólo como colección de materiales; cf. su «1 moti politico-sociali della Grecia e i R om ani», en Athen.., 11
(1933), 309-335, donde de nuevo la interpretación que da a muchas de las fuentes utilizadas liega a ser
.139. bastante defectuosa. Tenemos dos buenas colecciones generales de materiales realizadas por David
:XtO y Asneri: LG PD y Distríbuzioni di ierre nelVantica Grecia (= Mem. delTAccad. delle Scienze di Torino,
ser. IV. 10, Turín, 1966). Entre los textos del siglo iv que nos resultan interesantes porque mencionar, las
xanz, redistribuciones de tierras y las cancelaciones de deudas tenemos Dem., XXIV. 149 (el juram ento ate
atarse niense de la Heliea); Platón, R ep., VIII.565e'566a, 566e; Leyes, IIL684de; V.736cd; Isócr., X II.258-259;
tenas, y Ps.-Dem., XVII. 15 (citado ya en ei texto, al final del párrafo que sigue al que contiene esta nota). No
hacen debo salir de los límites y dar una lista de las fuentes posteriores, pero me gustaría m encionar a Justino,
II. XVI.iv.2 ss. (véase más arriba y la n. 50), y el «juram ento de ítanos» en Creta, S I G \ 526 - /C, IILiv.8
§§6, (véanse las líneas 21-24), de comienzos de! siglo in. En pleno período flavio, Dión Crisóstomo llegaba a
, HG, felicitar a los rodios por las leyes que habían promulgado para castigar de la form a más severa las dos
ra vez prácticas que he venido mencionando (X X X I.70). Sobre la redistribución de tierras, véase para el
nte la siglo ív a A rist., Pol., V.8, 1309al4-I7; cf. III. 10, 128Ial4~24; V.5, 1305a5-7; V I.3, 1318a24-26; Ath.
ra sus pol., 40.3; Ps.-A rist., Rhet. ad A iex (= Anaxímenes, Ars Rhet.), 2.17, 1424a31-35; S IG \ 141.10-11
) I de (procedente de Corcíra Melena/Nigra). La cancelación de deudas mejor atestiguada desde la época de
7-19). Solón es la que se produjo en 243 a.C. a instancias del rey Agis IV de Esparta, y que h a sido estudiada
ie esp. recientemente por Benjamín Shimron, Late Sparta. The Spartan Revolution 243-146 B.C . ( - Arethusa
Epist. Monographs, 3, Buffalo, N. Y., 1972), esp. 9-26. Plut., Cleom., 17.5, resulta particularm ente significa
tivo por la alusión que hace a las esperanzas de repartos de tierras y cancelación de deudas que
th and surgieron (y se vieron frustradas) en otros lugares del Peioponeso debido a las cam pañas realizadas por
criado eí sucesor de Agis, Cleómenes III, durante la década de 220. Y véase la sección iii de este capítulo y su
n. 14, para la revolución que se produjo en Dime de Acaya a finales del siglo ¡i, así como ios dos o tres
stituye intentos de destruir los testimonios de los endeudamientos incendiando los archivos públicos.
íistory 56. Jen., H G , VII.iii.1. Existe una trad. ingl. bastante buena en ía edición Loeb (1923) y una
edición crítica, Aeneas on Siegecraft, obra de L. W. Hunter, rev. S. A. H andford (1927, con texto y
impíos comentario; y véase la introducción, págs. ix-xxxvii). Véase también H. Bengíson, «Die griechische
Diod., Polis bei Aeneas Tacticus», en Historia, 11 (1962), 458-468. En mi opinión lo más probable es que se
escribiera 1a obra a comienzos de la década de 350.
ría , 16 57. En Táct., 1.3, 6-7; IL I, 7-8; III.3; V .l, 2; X.3, 5-6, 15, 20, 25-26; X LI-2 (junto con 3-6, 7-10,
ciuda- lO a-ll, 13-15); X IV .1-2; XVIL1-2 (junto con 2-4, 5); XVIII.2 ss., 8, ss.; XXII.5-7, 10, 15-18, 19, 20,
igraron 21; X X III.6, 7-11; X X V III.5; X X IX .3-4 ss.; X X X .1-2. Entre otras obras que nos proporcionan testimo
de los nios de situaciones similares acontecidas durante el siglo iv, véase Isócr,, VI (A rchid .), 64-68, esp. 67
igarcas (que data de c. 366).
hos (el 58. Demóstenes suele atacar a sus oponentes de Atenas o de fuera acusándoles, unas veces con
:z años razón y otras sin ella, de haber sido sobornados por Fiiipo II. Entre los pasajes en cuestión, véanseL5;
debían V.6-8; VI.29-36; X IX. 10-13, 94, 114, 139, 145, 167-168, 207, 222-223, 229-233, 259-262, 265-268,
con ¡as 294-295, 305-306, 329, etc.; IX .54, 56; X V III.21. 33-36, 41. 45-48, 50-52. 61, 132-133. 136-137, 295, ere.
ii.5) de La réplica de Poiibio XVIII.xiii.l a xv.4 resulta particularmente interesante.
¡e ieído 59. Véase e.g. Hell. Oxy.. VII [II]. 2, 5.
•ático», 60. P ara ias relaciones existentes, véase Davies, APF, 332-334.
biblio- 61. Se excluyó deliberadamente a Esparta. Véase Arr., A nah ., Li.2, y las palabras tan significa
tivas de 1a dedicatoria que hizo Alejandro a Atenea de los despojos de la batalla de Gránico en idem,
m: The xvi.7; y véanse mis O P W , 164-166.
>76), 47 62. Cf. lo que ocurrió en Ambracia (Dio., XVIII.3. 3, etc.), Élide (Dem., X IX .260, 294; IX .27:
708 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
P aus., IV .28.4-6; V.4.9; Diod., XVI.63.4-5), y en Eretria y Oreo, en Eubea (Dem., IX. 12, 33, 57-62,
65-66; X V III.71, 79; Diod., XVI.74.1). En Dem., IX .61, no debe tomarse ó oíj^os ó to>v ’Qpeircüj' como
si se refiriera al «partido demócrata» de Oreo: es la expresión técnica para designar el estado {democrá
tico] de Oreo.
[V.iii] ( p p . 352-382)
1 . Véase e.g. isócr., VIL 12, 14-15, 16-18, 20-28, 31-35, 37-42, 44-45, 48-49, 51-55, 57, 60-61, 70,
83; V III. 13-14, 36-37, 50-56, 64, 75-76, 122-131, 133. Entre otros muchos pasajes de Isócrates, véase
e.g. X V .159-160 (citado ya en V.ii), así como 232-235, 313-319.
2. No conozco ningún estudio de la «guerra Lamia» que esté al día y resuite esclarecedor, así
como de sns consecuencias inmediatas. Pueden verse exposiciones de ella en Ferguson, H A , 14-28;
Glotz-Cohen, HG, IV.i. 266-275; A. W. Pickard-Cam bridge, Demosthenes (1914), 473-486; Grote, HG,
X .247-266; y véase Piero Treves, Demostene e la liberta greca (Barí, 1933), 173-198. Otros estudios más.
recientes, e.g. de Wili, H P M H , 1.27-30, y Claude Mossé, Athens in Decline 404-86 B.C . (tra. ingl. de
Jean Stewart, Londres-Boston, 1973), 96-101, son breves, y el último ni siquiera piensa que valga la
pena aludir a ia importantísima división de ciases existente en Atenas, en donde la clase de los propietarios
(oí xTTjfioíTixoí) estaba en contra de la guerra, mientras que rá tXtjGij (que, según todos, era la inmensa
mayoría, pero a los que, naturalmente, nos presentan necesitados de la animación que les dieran los
demagogos, ot o^fiáxoiroi) estaban fuertemente a favor de ella: véase esp. Diod., XVIIL1Q.1; cf. §§ 2-4
para el decreto «que daba efecto a ios impulsos de oi Ót//¿otíxo¿», pero que se consideró «inconveniente))
por parte de oí o v v k o e i StatpéQovTes, y que habla de la libertad y seguridad comunes de toda la Hélade.
Véase también D iod., XVIII. 18.4 (en particular la frase en la que se dice que fueron ios pobres, a
quienes Antípatro había privado de sus derechos de ciudadanía, ios que habían sido los xoti
■Koae^ixoí); 18-5, ju n to con Plut., P h o c 27-5; 28.7 (la constitución oligárquica: en general suele
preferirse, probablemente con razón, la cantidad que da Plutarco de 12.000 hombres privados de los
derechos de ciudadanía a ios 22.000 que da D iodoro, cifra que suele enmendarse convenientemente); y
66.5 hasta 67.6 para el amargo resentimiento que guardaba t'o ttXt)#os, ó oxXos, t o rXijAos nov 8-qp.o-
71XWV a Foción y sus asociados de 318, durante la restauración temporal de la democracia, bajo los
auspicios de Polipercon, mientras que ttoXXo! tü¡v oirovoaíüiv ávÓQÜv simpatizaban abiertamente con
Foción (esa especie de Pétain) durante la oligarquía de 322-318 y el odio que suscitó entre las clases
bajas, véase Plut., Phoc., 27.6.7 (a lo único a lo que se oponía Foción era a la guarnición maeedonia);
30.4, 8; 32,1-3; 34.1 hasta 35.4. Algunas de ías principales fuentes que tenemos de la guerra Lamia las
da Wil!, H PM H , 1.30: añádase en particular Suid., s.v. Démaaes (ooros waréXuae ra oLKaar-qQLa), e IG,
II2.448. esp. líneas 43-45, 47-52-56.. 60-61, 62-64 = S1G \ 317, líneas 9-11, 13, 18-22, 26-27, 28-30 (y cf.
SIGK 310, lineas 8-13 = IG, IP.448, líneas 7-12). No hay nada interesante en Dexipo, FGrH, 100 F,
32-36. No parece muy verosímil que muchos de los atenienses privados de la ciudadanía en 322 acepta
ran la oferta de Antípatro de establecerse en Tracia (Diod., XVIII. 18.4; P lut., P hoc., 28.7, cf. 29.4; y
véase Ferguson, H A , 26-27); pero oímos decir que muchos atenienses, probablem ente de los que de
nuevo fueron privados de sus derechos en 317, marcharon a Cirenaica para unirse a la abortada
expedición de Ofelas en 309-308 (Diod., X X .40.6-7). Por mi parte yo no creo (junto con e.g. Jones,
A D , 31 y 142, n. 50) que 2.000 dr. fuera el requisito técnico para ser hoplita/zeugita ateniense:
argumentaré en otra parte que no se expresaba en términos cuantitativos fijos, en dinero. La opinión de
Busolt-Swoboda, GS, 11.928, n. 1, junto con 837-838, de que el requisito tradicional exigido a los
hoplitas/zeugitas atenienses era de 1.000 dr. se basa en un serio error de comprensión de Pol., VIII. 130.
3. Véase Ferguson, H A , 36-94 (esp.. acerca de la postura de Demetrio, 47 y n. 3); Will, HPMH,
1.43-45. Una inscripción de 186 a.C. procedente de Seieucia de Pieria (SEG, V II.62 = Welles, RCHP,
45) nos proporciona el ejemplo más antiguo conocido de que hubiera un gobernador real, llamado
¿irl o tó í t ji s en una ciudad griega de la zona seléucidá (línea 24): véase esp. M. Holleaux, en BCH , 57
(1933), 6-67, reimpr. en sus Études d fépigr. et d'hist. grecques, 111 (París, 1942), 199-254, en 216-220 y
253-254.
4. ES mejor estudio es el que brevemente hace Jones en GCAJ, 95-112. Hay una bibliografía
enorme en Magie, R R A M , 11.822 (n. 10) ss. Lina obra muy útil sobre ias nuevas ciudades que se
fundaron es la de V. Tscherikower (en oirás partes citado habitualmente Tcherikover), citada ya en
IILiv, n. 43.
5. Para ei «decreto de los exiliados», véase E. Bikerman (en otras partes citado h a b it u a lm e n t e
Bickerman), «La ietire d ’Alexandre ie Grand aux bannis grecs», en Mél. Radei — R E A , 42 (1940),
w
y de Antioquía en 70 (VII.55, 60-61: estoy de acuerdo con Downey, H A S, 204-205, 586-587, frente a
Kraeling).
15. Michael Woloch, «Four ieaoing families in Román Athens (A.D. 96-161)», en Historia, ]8
(1969), 503-510; C. P. Jones, «A leading familv of Román Thespiae», en H SC P , 74 (1968), 223-255.
Me gustaría conocer la identidad de los ttqcútoi que aparecen junto a los Ixq-xovt^ y ia íSouXtj en la línea
12 de la inscripción de Tespias de 170-171 d.C ., publicada por A. Plassart, en Méi. G lotz, Ii (1932),
731-738 (véase 737-738).
16. Entre otros muchos pasajes similares, véase esp. Cic., De rep., L.44, 67-68 (que reproduce a
Platón); 111.23. Los miembros de la ciase propietaria se quejaban en la Antigüedad de que la «libertad»
de que tanto se jactaban las democracias plenas, en las que las clases bajas participaban en la política,
com porta una tendencia natural a degenerar en libertinaje: la /iberias se conviene en licenüa (cf. Ví.v),
y la bt]ftoxQaTÍa se vueive óx^oxgaTÍa. Este argumento, uno de cuyos antepasados era naturalmente
Platón, se desarrolló plenamente en eí período helenístico, cuando se acuñó el térm ino óxXoxeano::
aparece en Polib., V I.iv.6, 10; lvii.9; cf. Estob., A n th o l., II.vii.26, ed. C. Wachsmuth (1884), 11.150,
línea 23 (y véase W albank, H CP, 1.640-641, y la siguiente n. 50). Me figuro que una actitud semejante
ante 1a democracia es la que subyace a las opiniones expresadas en el último párrafo de una serie de seis
artículos publicados en Atheneum , n. s. 9-11 (1931-1933), con el título genérico de «Studi di storia
ellenistico-romana», obra de un fascista italiano, Alfredo Passerini. Véase 11 (1933), 334-335 (las
últimas frases de ia serie): «Pero ahora, Italia y la misma Roma renunciaban a la libertad democrática
para someterse a la superior idea imperial. De modo parecido, Grecia no tenia nada en su pasado: así,
fue muy justo que también ella se aviniera a obedecer.»
17. P ara la cronología de las obras de Plutarco, véase C. P. Jones, «Towards a Chronology of
Plutarch’s works», en J R S , 56 (1966), 61-74; y la tabla cronológica de Jones, PR, 135-137, La fecha
que da Jones para los Praec. ger. reip. es «después de 96, antes de 114». Hay una reciente edición con
comentario de esta obra (aunque no he podido consultarla): Plutarco, Praecepta gerendae reipublicaet
obra de E. Valgiglio ( = Tes ti e docum enti per ¡o studi o del! Antichita, 52; Milán, 1976).
18. Los xáX noi de Mor., 813e son los zapatos senatoriales del procónsul, no las botas militares,
como a veces se supone que son: véase Oliver, R P , 958 y n,27; y C. P. Jones, PR, 133.
19. Expresión de ias opiniones de Plutarco en torno a ía «igualdad», ligadas ala teoría de la
«proporción geométrica» (sobre la cual véase VII.i y sus notas 10-11), puede encontrarse en M or., 719c,
presentada en parte en VII.i.
20. Sobre la actitud de Plutarco ante Roma, véase esp. C. P. Jones, P R , con quien estoy
básicamente de acuerdo. Los lectores de tales pasajes en Polibio como XXIV.xi.xiii tal vez crean que
hay un parecido entre ia actitud de Plutarco y la ae Polibio, principalmente en la-preferencia de este
último por la política defendida por Fiiopemen frente a la de Aristeno, sin criticar demasiado al
primero: véase xiii.2, 4 (con ia protesta que presenta para no comportarse «como prisioneros de
guerra», xaúiix eg ot ooQiá'küHot), 5-6, y esp. 8.
21. Rostovtzeff, SE H R E 2, 11.586-587, n. 18, junto con las múltiples referencias que da.
22. Dión Cris., XXXII (Alejandría: para la fecha, véase Vlíl.iii, n. 1); X X X IILJV (Tarso);
XLV-VÍ y XLVIII (Prusa); y me gustaría añadir XXXI (Rodas). Véase esp. X X X I. 105-106, 111-114,
125, 149-151, 159-160; XXXIV.46, 51 (citado en el texto); X X XII.7L72 (ia reciente raQaxv- véase
VIII.iii, n. 1 de nuevo); XX X III. 37 (que atestigua ía continuidad del voto a mano alzada en las
asambleas y de la votación por balotas en los tribunales); X X X IV .7-8 (el patronazgo de Augusto; cf. §
25 y X X X III.48), 9 (acusaciones contra gobernadores provinciales; cf. § 42), 16-21 (discordia entre
asamblea, consejo, gerusia, etc.), 21-23 (privación parcial de ios derechos de ciudadanía de ios tejedores
de lino; cifra de 500 dr. como cuota para inscribirse como ciudadano). 31 (importancia política de los
que realizan liturgias), 33 (actitud hostil de la plebe, cf. § 39). 35-36 (cargos ostentados sólo durante seis
meses), 38 (situación delicada ante Roma, cf. §§ 40, 48, 51), 39 (riesgo de perder el derecho a la libertad
de expresión, -xcxqqt¡(tl(x; cf. X LV III.2-3, 15); XL.22, junto con XLÍ.9 (véase el texto); X LV .6 (orden
del gobernador provincial relativa a las finanzas de ía ciudad), 7 (100 consejeros en Prusa), 15 (el
gobernador provincia! convoca 1a asamblea): X LV L6 (el pueblo amenaza con lapidar a D ión e incendiar
sus bienes; cf. §§ 1, 4, 11-13), 8 (Dión pretende que no ha ae culpársele z él por las ham bres reinantes;
cf. §§ 9-10), 14 (amenazas de! gobernador provincial de intervenir); XLVIII. 1 {el gobernador provincial
había devuelto el derecho a tener asambleas, evidentemente porque se io habían quitado a consecuencia
de los disturbios habidos; cf. §§ 2-3, 9-10, 14-15, etc.), 11 (cuotas para inscribirse en eí consejo,
jSoiAeimxá); LVI.10 (1a mayoría de los demagogos pretenden introducir áirQofiovAevTo: ^rjlufiaja ...
elS TO?-1 07)ILOP).
23. Véase e.g. Magie, R R A M . 1.474 (junto con 477) y 503 (Cizico, dos veces); 530 (los licios); 548
'T
y 569 (Rodas, dos veces); 569 (probablemente Samos); 570 (probablemente Cos); con ias referencias,
11.1337, n. 21, 1339-1340, n. 27, 1387, n. 50, 1406-1407, n. 24; 1427-1429, notas 9-10. Y véase VlII.i,
8
n. I. Para Cos» véase Susan M. Sherwin-White, Ancient Cos (= Hypom nem ata, 51, 1978), 145-152.
5.
24. Tenemos una buena colección de testimonios en ia tesis B. Litt. de Oxford de J. R. Marcin-
:a
dale. Public Disorders in the Late Román Empire, Their Causes and Character (196Í).
25. La inscripción es IG , IP.J064, con añadidos (cf. SEG, XXL506, y 505): véase J. H. Oliver,
),
The Sacred Gerousic - H esp., Suppl. 6 (1941), 125-14L n.° 3! (texto, trad. y comentario), junto con
a
542, n .p 32; Oliver, «On the Athenian decrees for Ulpius Eubiotus», en Hesp., 20 (1951), 350-354.
corregida por B. D. Meritt, en Hesp., 32 (1963). 26-30, n.° 27.
1»
26. Véase también SEG , XIV.479; cf. XV I.408; X X IV.619 (y cf. § 2 del apéndice IV, ad fin .).
a,
27. Hay un estudio muy al día de la gerusia, con una bibliografía inmensa, en Magie, R R A M ,
0, 1.63 (junto con 11.855-860, n. 38). Sobre ios e-febos y neos, véase idem, 1.62 (junto con 11,852-855, notas
te
o:: 36-37); además H. W. Pleket, «Collegium luvenum Numesiorum. A note ancient youtb-organisations»,
en M n e m o s.\ 22 (1969), 281-298.
O,
ite 28. No conozco ningún testimonio firme de remuneraciones políticas en Atenas durante el perío
2ÍS
do helenístico. Sin realizar una investigación exhaustiva de ¡as inscripciones, el último testimonio que
;ia
puedo citar acerca de cualquier tipo de recompensa im portante por ios servicios prestados al estado, es
ias e! llamado xaOtaifiov pagado a ios integrantes del consejo en los años en torno a mediados del siglo ii
¡ca
a.C., y al parecer se trataba de un reparto especial efectuado por ia fiesta de los Tesea, por lo que no
.sí, se le ha de considerar una remuneración política del tipo antiguo: IG, IP .956.14-15 (161-160 a.C.),
957.9-10 (c. 158-157), 958-12-13 (c. 155-154), 959.11-12 (c. 150 o un poco después).
of
29. Existe un estudio muy útil del significado exacto de las palabras de Cicerón peregrini iudices
:ha en J. A. O. Larsen, « “ Foreign judges” , in Cicero A d Atticum , vi.i.15», en CP, 43 (1948), 187-190.
:on 30. Asclepíades, etc.: Sherk, RDGE, 22 — IG R R, 1.138 — CIL, P.588. H ay trad. ingl. en Lewis
ae,
y Reinhoid, R C , 1.267-269, y en Remains o f Oíd Latín, IV.444-451, de Loeb. Seleuco: Sherk, RD G E,
58 = E /P , 301 [= IGLS, IILL718], ii, § 8. Hay trad. inglesa en Lewis y Reinhoid, R C , 1.389-391. Y
■es, véase el artículo en dos partes de F. De Visscher, «Le statut juridique des nouveaux citoyens romains et
l’inscription de Rhosos», en A nt. Class., 13 (1944), 11-35; 14 (1945), 29-59.
: la
31. E.g. 1) A /J , 36 = Sherk, R D G E , 67 = E /P , 312 = S IG \ 780 - IG R R , IV. 1031 (Cnido);
9c,
2) A /J , 121 = IG, V.i.21 (Esparta); 3) A /J, 90 - IG, I P . i l 00, líneas 54-55 (Atenas); 4) A /J, 119 —
IGRR, IV. 1044 (Cos). Los testimonios literarios incluyen, por supuesto, el caso de san Pablo (cf.
toy
VlII.i). Se exigiría una fianza por ía apelación ai tribunal de! emperador, incluso cuando quien apelaba
que
era una ciudad: véase e.g. J. H. Oliver, en Hesp., Suppl. 13 (1970), en pág. 38 y n. 20.
2Ste
32. La existencia deí tribunal dei gobernador provincial (establecido en las principales ciudades de
) al
la provincia) es io suficientemente conocida como para requerir que se citen testimonios que la justifi
de
quen. y mencionaré simplemente a modo de ejemplo algunas cartas de Plinio, E p., X: n .os 29-32, 56-60,
72, 81, 84, 96-97, 110-111.
33. Como, por ejemplo, en 1) Rodas (véase mi artículo PPOA; además Epíct., D iss., II.ii.17 para
so);
un juicio privado celebrado en Rodas ante ¿uxaoTaí, probablemente alrededor de la prim era década dei
¡ 14,
siglo n); 2) Quíos: SEG, XXÜ.507 = Sherk, RDGE, 70 (= A /J, 40 = E /J 2, 317 = SIG-, 785 =
éase IG R R , IV.943); las líneas 17-18 son particularmente interesantes, pues someten £ los rom anos que viven
las en Quíos a las leyes de ia ciudad (véase A. j. Marshall, «Romans under Chian Law», en GRBS, 10
[1969], 255-271): y 3) IGBuíg., IV.2263, inscripción muy interesante, recientemente descubierta (cf. la
:f. §
ntre amerior nota 26); en ella, probablemente, los casos que suponían más de 250 denarios (líneas 12-14)
ores
iban al tribunal del gobernador provincial.
; los 34. Pero véase, por ejemplo, para Atenas, 1) SEG, XV. 108 = IG, IP. 1100 = A /J , 90: ia ley del
seis aceite de A driano (mencionada un poco más adelante en el texto y en el apéndice IV, § 2). donde las
¡rtad líneas 45-50 prevén los juicios celebrados en el consejo o (en algunos casos) en ía asambiea; 2) A /J, 91
rden =■ IG, IP.I103, líneas 7-8: el Areópagc; 3) ei edicto de Marco Aurelio, de 169-176 (véase el apéndice
5 (el IV, § 2), lastra II — E. lineas 8, 68, 75, en donde seguramente las dos últimas referencias hay que
idiar hacerlas al Areópago: véase Oliver, en Hesp., Suppl. 13 (1970). en la pág. 65.
ntes; 35. Como (con toda probabilidad) er; Sicilia durante h república y (sin ia m enor duda) er-
ncial Cirenaica a finales de la república y comienzos del principado (véase ei apéndice IV. §§ I, 5), y sin duda
íncia en muchos otros sitios. Se ha sugerido que en ia Atenas romana los oinaaTcaí se nom braban sólo entre
sejo. los que cumplían los requisitos para ser consejeros (véase el apéndice IV. §2), y hacia el segundo cuarto
CX . . .
dei siglo n quizá sólo entre ios areopagkas: véase Oliver, op, cit., (en ia anterior n. 34), 64-65.
36. E.g. 1) Plut., Mor., 815a; y 2) A /J , 122 = IG RR, III.409) (Pogía de Pisidia: para ia
: 548 interpretación de To-raxa hiK(xoTriQi.o: treoLv xqli' ü)[vígcs], véase Jones, CE R P 2, 142-143).
712 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
37. Véase e.g. Magie, R R A M ', L113 (junto con II.963-964. n. 81), 525 (junto con II. 1382-1383,
n. 36), 648 (junto con 11.1517-1518. n. 49). Cf. Larsen, según lo citamos en la anterior n. 29.
38. A comienzos del principado, Apamea era ei centro de uno de ios conventus de la provincia de
Asia: véase Jones, C E R P 2, 64-91, en 69-73; cf. Magie, R R A M , 1.171-172 y su Index, s. v. «Dioceses
(judiciary districts)». El principal aserto que hace Dión, XXXV. 14-17, es que la existencia de tribunales
«atrae a unas cantidades ingentes de personas» a Apamea (§ 15 inii.'y, y por consiguiente ios b ixá forres
no debían de ser gente de ia localidad, o, en todo caso, no todos. Además de las dos interpretaciones
alternativas de ía palabra oixá to vT ^ que presentamos en ei texto, hay una tercera que supongo que es
posible: a saber, que existía en Apamea, en tiempos de Dión, un sistema de tribunales de jurados como
los que vemos en los edictos 1 y IV de Cirene promulgados por Augusto (véase el apéndice IV, § 5). No
conozco ni rastro de tai sistema en ningún lugar de Asía Menor durante ia época rom ana, y considero
que, en último término, esta alternativa es inverosímil.
39. Véase J. Touloumakos, «ALxaaraí. - ludices'l», en Historia, i 8 (1969), 407-421.
40. En MacMullen, ERO , hay unos ataques, en el texto y en las notas, a presuntos estudios
marxistas, en parte justificados, pero en parte también mal interpretados. Como en otras partes,
MacMullen cita muchísimos materiales buenos, pero falla a 1a hora de utilizarlos, debido a lo seriamen
te defectuoso que es su bagaje conceptual. A. Momigliano, al reseñar el libro de MacMullen, RSR, en
Riv. sior. ital., 86 (1974), 405-407, termina diciendo las signientes palabras: «pero la estratificación de
una sociedad compleja como io era la deí imperio romano no puede estudiarse con categorías pre-webe-
rianas». Me gustaría saber cuáles son las categorías weberianas en las que piensa Momigliano. No
puedo creer que simplemente unos análisis como ios de Weber hubieran ayudado materialmente a
MacMullen a explicar los fenómenos que tan bien describe. Eí artículo de Léa Flam-Zuckermann, «Á
propos d ’une inscripción de Suisse (CIL, XIIL 5010): étude du phénoméne du brigandage dans l’Empire
romain», en L ato m u s, 29 (1970), 453-473 . que contiene gran cantidad de fuentes de referencia y mucha
bibliografía moderna, pretende dar «la contribución fértil que puede aportar un análisis sociológico del
fenómeno del bandolerismo» (idem, 451); pero las págs. 470-472 no afinan mucho la cuestión de si los
actos de bandolerismo tienen que considerarse luchas de clases o no, y en la pág. 471 hay un intento
bastante mal orientado de caracterizar la jerarquía social romana diciendo que consistía no en «clases
sociales», sino en «grupos sociales» (donde mejor conviene consultar ía inscripción mencionada en el
título es en IL S , 7007).
41. Jean Collin, Les villes libres de POrient gréco-romain ei L'envoi au supplice par acclamations
populalres (= Coll. Latom us, 82, Bruselas, 1965), contiene una colección de testimonios en este campa,
pero es bastante poco de fiar, especialmente en las cuestiones constitucionales. Véase también Millar,
E R W , 369-375. No he podido estudiarme Traugott Bollinger, Theatralis Licentic. Die Publikumsdemons-
irationen an den offentllchen Spie ¡en im Rom der jrüheren Kaiserzeit une ihre Bedeutung im politischen
Leben (Diss., Basilea, 1969), que, como su título indica, se limita a Roma.
41 a. Hay una reseña muy favorable de W. Liebeschuetz al Jibro Circus Factions. de Cameron, en
JRS, 68 (1978), 198-199, y otra en C R, 93 = n. s. 29 (1979), 128-129, obra de Cyrii Mango. Yo sólo
puedo estar de acuerdo con casi toda ía parte negativa de las tesis de Cameron. cuando se niega con
toda la razón a identificar a las facciones con los representantes a la larga de unos determinados grupos
económicos o religiosos, y a afirmar que poseían, de hecho, algunas de ías características de los
«partidos» políticos, Este aspecto de su libro resulta de io más valioso y es enteramente convincente.
Pero no me convence en absoluto cuando prácticamente niega (véase esp. su CF, 271-296. cap. x) tado
significado político a dichas facciones. Cf. la reseña que hace Robert Browníng en TLS, 3902 (24 de
diciembre de 1976), 1606. Creo que sobre este tema me han sido muy beneficiosas las discusiones que
he mantenido con Michaeí Whitby.
42. Sobre la política romana contra las asociaciones, etc., véase (muy brevemente) Sherwin-Whi-
te, LP, 607, 608-609. 688-689.
43. Para una larga lista de las ocasiones en las que oímos hablar de lapidaciones de personajes
prominentes o del incendio de sus casas (o de amenazas de cometer estos actos), véase MacMullen,
R SR , 171, notas 30, 32.
44. Sobre ei aprovisionamiento de comida de Antioquía, véase Petií, L VMA,, 105-122; Liebes
chuetz, A n t., 126-132.
45. Véase Thom pson, H W A M , 60-71; Petií, L V M Á , 107-109; Downey, H A S , 365-367.
46. Cf. la críptica frase, de Amm. M arc., XV.xiii.2: tras la subsiguiente investigación llevada a
cabo por el prefecto deí pretorio de oriente, ciertos divites implicados en el asesinato de Teófilo vieron
simplemente confiscados sus bienes, mientras unos cuantos pauperes se vieron condenados (a muerte,
sin duda), aunque ni siquiera habían estado presentes.
notas ( V .iii, pp . 372-379} 713
47. Sobre 6T]iioxQaTÍc¿ en el período helenístico, véase Jones, G C A J, 157 ss.; J. A. O. Larsen,
m. «Representación and democracy in Relien i stic federalism», en CP, 40 (1945), 65-97. en 88-91: W albank,
HCP, 1.221-222 (sobre Pol., II.38.6), 230, 478. Para el período romano, véase Jones, G CAJ. 170 ss.
i de 48. IG R R , 1.61 = IG, XIV.986 = OG1S, 551 = ILS, 31. Para ia fecha, véase, por ejemplo.
eses Magie, R R A M , 11.954-955, n. 67. Entre otras inscripciones que podrían citarse, véase ia de Pérgamo de
aies 46-44 a.C.. en la que ei óí^os saiuda al procónsul de Asía, P. Servilio ísáurico, llam ándolo «salvador y
/ ’T Í s
benefactor» y recuerda que había devuelto a 1a ciudad rous xargíom vb^iovs r a l rr¡v brjfioxgarlap
unes áoovhcúToj’: A /J , 23 = OGIS, 449 - IG R R , IV.433 = ILS, 8779.
ie es 49. Como en 1) Piui., Sobre la monarquía, ¡a democracia v la oligarquía (véase esp. M or.,
amo 826ef). en donde se prefiere la m onarquía (827bc. cf. 790a, etc.); 2) Dión Cris., íII.45-49 (que tai vez
. No date de los primeros años del sigio ii), en donde se desprecia a la b-rjfiox garla, opuesta a la ágiarox-
dero qcxtÍQ¡, a favor de la monarquía (la democracia, dice Dión, en realidad espera que el tenga
atxXpQoovvt) y áger-q, para obtener una x a rá m a o iv l■Kuixr¡ x a l vópufiov., como si elle fuera posible} 3)
Apiano, B C , IV. 133, donde son los soldados rasos, que habían estado antes en el ejército de Julio
¡dios César, los que sirven a Bruto y Casio ÓTrtg orjfiox garlas, y (para demostrar qué clase de democracia se
rtes, quiere decir en este caso), sigue el siguiente comentario displicente: ói-'ó/iccros etfeiooüs fikv, á\vai7e\ov<>
Tien- bi a l é ; 4) Filóstr., VA, V.34, en donde brjfiox g c xrla debe de tener su sentido original, pues se ia
en distingue no sólo de las T v g a v v l b t s , sino también de las ó\i7 aex¿at y de las tipicr-ro*g a r í a t (en V.33,
m de sin embargo, a quien hacen referencia bTm.oxQaTa.a6ai y to toí>biifiov x^áros es a la república romana;
v'ebe- y V.35 es uno de los tres pasajes que doy más adelante en ei texto, en los que ai propio principado se ie
. No llama democracia, un ótj/ads: los tres capítulos, V .33-35, ilustran, desde luego, ías posibles variaciones
lie a que puede tener el significado de b^^ioxgarla y de las palabras con ella emparentadas en un solo autor,
„ «Á incluso dentro de un mismo pasaje).
npire 50. Como en Dión Casio, XLIV.2.3; L U I.8.4; cf. ’óxXov éktv&egla en L IL I4.5; y tal vez bfxiko'i
mcha en 14.3 y posiblemente 5.4. Hay una curiosa referencia al oxXos de Roma en Dión Cas., LXVI.12.2.
;0 del Evagrio, que escribió en las postrimerías deí siglo vi, llega a llamar a ia república rom ana tardía, de la
si los que surgió la fiovagxía de Julio César, una óxkoxQarla: HE, III.41, pág. 142, ed. J. Biaez y L.
tentó Parmentier. Sobre la óx^oxgaría, véase tam bién la anterior n. 16. En una obra retórica de (o atribuida
:lases a) un rétor griego de finales del siglo in, de ía era cristiana, Menandro de Laodicea del Lico, encontra
en el mos óxXoxpcma sustituida por \a o x garla: véase Rhetores Graeci, 111.359*360, ed. L. Spengel (1856).
No conozco otras apariciones de ias palabras Xao^eaTÍo:, \aoxgaréloBai. Hay un empleo tardío de la
itio n s palabra óxXoweaTeía que es bastante bonito en Evagrio, HE, VI.I (pág. 223, ed. Biaez y Parmentier),
tmpo,
para el dominio de las pasiones, que eí em perador Mauricio (582-602) expulsó del trono de su mente,
lillar, para establecer en él ía ágioToxgaTÍa de la razón.
mons- 51. A parte de las decenas de ejemplos posibles, daré sólo Apiano, BC, IV.69, 97, 138, etc. (para
ischen su Praef., 6, véase el texto más adelante, y VI.vi); Dión Cas., XLIV.2.1-4; XLV.31.2; 44.2: XLVII.20.4;
39.1-5; 40.7; (2.3-4; L .1.1-2; LII.1.1; 9.5; 13.3; L U I.1.3; 5.4; LL.2, 4-5; 16.1; 17.1-3; H; 18.2; 19.1;
3n, en LIV.6.1; LV .2I.4; LVI.39,5: 43.4 (en donde sólo el principado es una mezcla de fioifagxí& y otj/iok-
d sólo g a ria ); L X .l.I; 15.3; LXVI.12.2; Herodiano, 1.1,4 (la avvaortla romana se convirtió en una fiovaoxla
'.a con bajo Augusto; cf. bvvaorelai, en Dión Cas., LII.1.1). El verbo ot¡x oaTtlotiai y el adjetivo o^fioxga-
grupos tlxós. (sobre el cual véase esp. Dión Cas., LV.4.2) se utilizan con frecuencia en el mismo sentido que
de los b^^ax g a rla . Dión liega incluso a utilizar ■ór)fioTLxoi7c¿Tos (que significa «republicano en grado sumo») en
ícente. XLIÍI.11.6 para referirse al superreaccionario Catón. No he hablado aquí para nada de Filón, el
:) todo destacado judío alejandrino que escribió (y pensó) en griego durante 1a primera mitad del siglo i, pues
(24 de el empleo que hace de la palabra br}fi.oxQa7Ía en seis obras distintas constituye un clarísimo rompecabe
es que zas: 1) De A braham o, 242, 2) Quod Deus sil im m uí., 176, 3) De spec. leg., IV.237 (ci.§ 9, b^^oxgcí-
tlxós), 4) De virtut., 180, 5) De agrie., 45, 6) De confus. ling., 108. En. tres de estos textos (n.m 4, 5. 6)
n-Whi- bt}fioxgaTÍa es locontrario de óx'hoxgarla, en uno (n.° 1) es lo contrario de tiranía, en dos (n.m 3, 4}
es eüvofiüirárr}, v en cuatro ( n “ 1, 2, 3, 5) es ágicrT). Todo elio nos haría pensar que. para Filón,ei
;onajes término orjfioxgarla resultaría de lo más adecuado para la república romana. Con todo, su br)p.ox garlo;
/lullen, se caracteriza también por la labras (n.os 3, 6). Yo creo que debe de haber algo de verdad enia
sugerencia que se ha hecho de que, en su concepción de la or¡tío x g a n a , Filón se hallaba muy influido
Liebes- por un solo pasaje de Platón, a saber, M enex., 238bc-239a> tomándolo como una alabanza, seria a h.
constitución ateniense, y no una reproducción —en Platón tremendamente irónica— de io que decían
los propios demócratas atenienses (no he ieído un estudio más reciente de esta cuestión que eí de F. K.
;vada a
Colson, en ía edición Loeb de Filón, vol. VIII [1939], 437-439).
vieron 52. Véase, e.g., Dión Cas., XLL17.3; XLVL34.4; XLVII.39.2; LII.1.1; 6.3; 13.2 (también Ói-
Tiuerte.
vaorevaai,); 17.3. Cf. Apiano, Praef.. 6: Gayo [= Julio] César bvvaartvoas. se hizo fióvaQxor.. En
714 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
Dion. de HaL, De aniiq. oraior.. 3 (escrito en tiempos de Augusto). los líderes rom anos son 5u-
VaOTtVOVTt'i.
53. Véase C. G. Starr, «The perfect democracy of the Román Empire» en A H R , 58 (1952- 1953),
1-16. Este artícuio es una colección bastante úii! de material, pero muestra una incomprensión de la
democracia griega durante sus días de gloria o del proceso (descrito ya en el texto) en virtud del cual,
durante e] periodo helenístico, el término «llegó en la práctica a resultar aplicable a cualquier gobierno
que no fuera descaradamente monárquico» (idem, 2).
54. El. A rist., Orat., XXVI (ed. B. Keil), esp. 60, 90; cf. 29, 36, 39, 64. 65, 107, etc. (la frase
clave de § 60 es x a O k o r r j x í x o t v f i T 7 js yys ó i ) i i o x g a r l a i*k¿ 5 hA á g i e r r a ó í q x o v t i x a i x o o f i j ] T r h y en §
mixto; y cuatro (Anfícrates, CUtarco. Hegesias y Matris) reciben duras criticas. Una curiosa omisión es
la de M enandro, que no es mencionado nunca. Quizá debería añadir que nuestro autor es el único
griego con el que me he topado que menciona (con adm iración, en 9.9) ei Génesis, L3, quizá por un
conocimiento directo de ios LXX: cf. ias palabras que se dan allí y las de Gén.. 1.9.
61. Las únicas referencias que puedo ver en Hipólito (o en cualquier otra parte) a estas «demo
cracias» son, de hecho, De Antichr., 27, ed. Hans Acheiis, en GCS, I.ii (1897), 19: x a i 7W)-1 bkxa
óaxTÚXu)v t t / s eixóvos a s órjfLoxQUTÍm x^QVa<ipT^ 1^ y C om m . in Dan., II.xii.7, ed. G. N. Bonwetsch,
en GCS, I.i (1897), 68, y Maurice Lefévre, en Hippolyie Commemaire sur Daniel ~ SC, 14 (París,
1947), 144: eirá óámv'koi ttoouji', íva. óeix&ücni' ai ... ÓTjfioKparían ai fiéXXouaai ytyreer&ai. Llegados a
este punto tenemos que tener en cuenta la «bestia de diez cuernos» de Dan., VII (7.20), interpretada allí
como diez {3aot\á$ (versículo 24), pues HipóL, Comm. in D an., equipara los diez dedos de ios píes de
ia imagen de D an., ÍL4L2, con los diez cuernos de la «bestia» (IV.vii.5) e identifica los diez cuernos
con diez reyes (IV.xtii.3); y de forma parecida, en De A ntichr., 27, había de los diez cuernos de la
«bestia» como de diez reyes. Cf. la «bestia» de A p., XIIL1 ss. y XVII.3 ss., que también tiene diez
cuernos (X III.i; X V II.3, 7), interpretados como diez iSacuXets (XVII.12-17). Las otjfioxQccTÍaL resultan
para mí un verdadero problema. No puedo entender por qué Géza Alfoldy, «The crisis of the third
century, as seen by contemporaries», en GRBS, 15 (1974), 89*111, en 99 y su n. 35, llega a decir que
«Ireneo, Hipólito y Tertuliano se hallaban ya tan impresionados por la crisis política que siguió a ia
muerte de Cóm odo, que predijeron, como luego haría Lactancio, que llegaría un día en que el Imperio
se desintegraría en diez “ democracias” », y llega a citar, para sostener su afirm ación, a Iren., Adv.
haeres., V.26.1; HipóL, Comm. in Dan., IV.vi. y De A ntichr., 28; T en., De resurr., 24.18; y Lact.,
Div. inst., V IL 36.1 ss. Como ya he dicho, los únicos dos textos que a mí me parecen relevantes son ios
dos citados al comienzo de esta nota, y no así ninguno de los que cita Alfoldy. En todos y cada uno de
sus pasajes encontram os, desde luego, los diez cuernos = diez reyes (excepto Com m. in D an., IV.vi;
pero véase, e.g., IV.xiii.3).
62. Véase H. A. Drake, «When was the “ de iaudibus Constantini>! delivered?», en Historia, 24
(1975), 345-356 (esp. 352-356), quien prefiere 336 en vez de 335 y piensa que el día exacto fue probable
mente el 25 de julio de ese mismo año. Cuando acabé esta sección, leí eí siguiente libro de Drake, In
Praise o f Consíantine: A Histórical Study and New Translalian o f Eusebius’ Tricennial Orations (Univ.
o f California Publications: Cíass. Stud., 15. Berkeley-Londres, 1976).
63. Euseb., Triacont, (o Orat. de laúd. Constant.), III.6. ed. 1. A. Heikel, en G C S, 7 (1902). Hay-
una trad. ingl. de este discurso (o discursos) en Eusebius = N P N F , I (1890 y reimpr.), 561-610, revisión
de E. C. Richardson (basándose en una segunda edición del texto griego hecha en 1869 por F. A.
Heinichen) de la trad. ingl. anónima publicada por Samuel Bagster and Sons en Londres en 1845, del
texto griego del siglo xvn editado por Valesio (véase N P N F . 1.52, 405, 466-467, 469). La nueva traduc
ción inglesa de H. A. Drake (véase ía nota anterior) se ha realizado sobre ei texto m ejorado de Heikel,
No tengo por qué entrar aquí en la cuestión de si hay que tratar como una unidad Triacont., 1-10 y
11-18, o bien considerarlo ía conjunción de dos direcciones distintas: esto último parece io más probable
(véase Drake, citado en la nota anterior, y J. Quasten, Patrology, III [1960], 326-328).
64. Los ejemplos más antiguos que he podido encontrar se hallan en ia correspondencia entre ios
dos patriarcas, Ático de Constantinopla y Cirilo de Alejandría, acerca de la rehabilitación de Juan
Crisóstomo, durante la segunda década deí siglo v: véase Cirilo, Ep., 75 (de Ático), en M PG , LXXVII.
349CD y esp. 352A (ojoté /¿tj ... IdioB^pai or¡fioxQc:TÍolv ttjp ttoalp). Hay varios ejemplos en Juan
Malalas (mediados del siglo vi), Chronographia, ed. L. Dindorf {CSHB, Bonn, 1831), e.g. págs.
244.15-17 (Libro X, Caligula: la facción verde, tras recibir dei emperador la concesión de TTaQgyoía,
éorjfioKeárTjaev en Roma y en otras ciudades): 246.10-11 (Libro X, Claudio); y esp. 393.5-6 (Libro XVI,
Anastasio: la facción verde de Antioquía ót)iioxqc¿tovv ¿Trrtgx^o rol? aQxovau») y 416.9-10 y 21 hasta
417.1 (Libro XVII, Justino I: ia facción azul se amotinó en Constantinopla hasta que eí prefecto de ia
ciudad Teódoto xaTedvpáorevae -rijí árjpoKgctTÍas t<¿v &v£(xi'tíü) p: en Antioquía, el Comes Grientis
Efremio tam bién Tj-yomeroiTo x o ra rüv ór¡fioxgu.TovvTu>v Bej'éuuy, etc,). Hay unos ejemplos particular
mente buenos en Teófanes {comienzos del siglo ix), Chronographia, ed. C. de Boor (Leipzig, 1883):
1.166.26 (A. M. 6012: ¿o-qiioxQár-qae tg Bkvcrov pegos). 181.17-18 (A. M. 6023: xa), éyei’ovrc xoop.ixai
órffLOXQCtTÍacL x a i éópoi), y 492.27 (A. M. 6303: v ot}p.ohqcxticxv eyetQczt. KQi.o7i.avoi':), Vease Cameron.
CF, 305-306, que mejora a G. I. Bratianu, «Empire et “ Démocratie” á Byzance», en Byz. Ziscnr.., 37
(1937), 86-111, en 87-91.
65. H abría tenido que hablar más quizó de las staséis en esta sección y de ias revoluciones en ias
ciudades griegas durante ia época helenística; algunas de ellas eran claramente formas de luchas de cíase
en mayor o menor grado. Pero, por lo genera!, nuestras fuentes dejan mucho que desear o son
716 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
tendenciosas, y los movimientos en cuestión rara vez fueron significativos. Haré referencia simplemente
a una serie de artículos globales de A. Fuks: ei principal, «Patterns and types of sociai-economic
revolution in Greece from the 4th to the 2nd century B. C\», en Anc. S o c 5 (1974), 51-81, recoge a los
demás, págs. 53, n. 6.
1. Para un breve resumen que explique lo que hizo del derecho romano (virtualmente del ius
civiie, en el sentido en el que empleo yo el término) «el producto más original def espíritu romano»,
véase Barry Nícholas, IR L = A n Im roduction ¡o Román Law (1962), i -2. Este libro (de xv y 281
páginas) es la mejor introducción elemental a dicho tema que haya en inglés, y constituye un modelo de
claridad. Más extenso, y que trate además de derecho publico, es H. F. Jolowicz, H IS R L } = Histórica!
Introduction lo the Study o f Román Law, 3 ,s ed., revisada por Barry Nicholas (1972). Se hace referen
cia a otras obras en el texto. Los que no estén familiarizados con el derecho romano y deseen saber
cómo funcionaba en realidad en la sociedad rom ana, hallarán el mejor «acceso» al tema en Crook,
L LR (1967), libro que, de la manera más loable, evita los tecnicismos innecesarios que hacen que
muchos de ios escritos de los especialistas modernos en derecho romano sean prácticamente ininteligi
bles a todos menos a los demás especialistas. Crook, sin embargo, tiene una visión más indulgente que
la mía de ia naturaleza de clase del sistema legal romano y del modo en e! que coadyuvó a fortificar la
posición de la clase propietaria romana.
2. Véase mi artículo WWECP, en S A S (ed. Finley), 218-220, con las citas (esp. n. 53), cf. 249,
n. 170.
3. A las referencias que se dan en mi artículo (citado en la anterior n. 2), añádase Jolowicz y
Nicholas, H IS R L \ 175, 397-398; Kaser, R Z (1966), 339-340, § 66: «wesen und Arlen der Kognitionsver-
fahren» (véase 339 para el «Sammelbegriff kogniiionsprozess»); RP, IP (1975), 16-17.
4. No fue en absoluto un desarrollo tardío del derecho rom ano: véase Garnsey, SSL P R E (al que
se hace referencia varias veces en VlII.i); J. M. Kelly, Román Litigation (1966); Rudolf von Ihering,
Scherz und Ernsi in der Jurisprudenz (8. a ed.. Leipzig, 1900), 175-232 (Abí. ILiii: «Reich und Arm im
altrómischen Civilprozess»).
5. Cf. Brunt. LI, 175-178.
6. Véase Brunt, L I , 159.
7. Véase esp. Polib., l.iii.6, 7, 9-10 (y cf. 4); vi.3; lxiii.9; IIL ü .6; ÍX .x .ll; XV.ix.2 (cf. 4-5); x.2
Cf. asimismo L vi.6; x.5 ss.; xx.1-2; ILxxi.9; xxxi.8; III.iii.9; V,civ.3; VLii.3; 1.6 (cf. la n.6 a la sección
iv de este mismo capítulo).
8. Brunt, LI. 162. La prueba de lo que viene a continuación es LI, 162-172.
9. El brutal salvajismo de Yahvé, según nos lo pintan sus adoradores, se extendía no sólo a los
pueblos extranjeros, sino también a los israelistas desobedientes. Como mi interés se limita ahora a los
primeros, no doy más que una referencia al destino que se le suponía a estos últimos: Deuteronomio,
XXVIII, en donde, tras 34 versículos en los que se nos describen cuáles son las bendiciones del
obediente, hay otros 54 que contienen una aterradora lista de maldiciones dirigidas a los transgresores,
incluida la única referencia bíblica que conozco a la placeníofagia (versículo 57).
10. El registro arqueológico no es todavía absolutamente claro; pero á) aunque Hazor era una
ciudad bastante im portante, que pudo ser destruida por los israelitas al mando de Josué» a finales del
siglo xin a.C ., b) parece casi seguro que la destrucción de la importantísima ciudad de Ai tuvo lugar
más de mil años antes y que Ai posiblemente no pudiera ser un lugar de gran ramaño ni de mucha
importancia en tiempos de «Josué»; además c) ios buenos tiempos de Jerícó fueron también mucho
antes, y esta plaza se hallaba muy empobrecida desde mediados del siglo xvi, y en tiempos de «Josué»
era ya muy pequeña y sin importancia, y además probablemente no tenía murallas. Pero aquí no me
interesa tanto lo que ocurrió exactamente, sino lo que los israelitas querían creer de su propio pasado y
del papel que desempeñara su Dios.
11. Entiendo por lo que dice Zvi Yavetz que e! pasaje más antiguo que se ha conservado en el que
se mencione la defensa del genocidio de ios judíos es Diod., XXXIV/X.XXV.Í .1. 4 (ios amigos de
Antíoco VII).
12. Véase en particular Núm., X XV.8-9, 10-13; 1 Crón., ix.2Q; Sal., CVL30. En Eclesiástico,
XLV.23-25, se celebra a Fincas junto a Moisés y Aarón. Se le cita también con admiración por algunos
autores cristianos que buscaban en el Antiguo Testamento una justificación a la persecución, e.g.
Optat., ¡II.5, 7; V il.6.
notas ( V . iii , V í.i-m , pp . 382-399) 717
1. E. J. Bickerman, «Some reflections on early Román history», en Riv. di filo l., 97 (1969),
393-408.
2. Enire las muchas obras recientes que tratan de) problema de las seccessiones, véase esp. Kurt
von Fritz, «The reorganisation of the Román government in 366 B.C. and the so-calied Licinio-Sextian
iaws», en Historia, I (1950), 3-44, en 21-25.
3. Véase Lily Ross Tayior, «Forerunners of the Gracchi», en JR S, 52 (1962), 19-27, junto con ias
notas 11-12.
4. Hago esta restricción, porque es de suponer que los que tom aran parte efectiva en las secces
siones (mencionadas ya en ei texto) no habrían incluido probablemente a los ciudadanos más pobres,
que en esa época no habrían servido en el ejército propiam ente dicho.
5. A. W. Lintott, «The tradition of violence in the annais of the Early Román Republic», en
Historia, 19 (1970), 12-29; cf. el libro de Lintott, Violence in Republican Rome (1968), 55-57, etc. Hay
por lo menos cuatro pasajes de Cicerón que mencionan a estos tres hombres (Casio, Meiio y Maniio):
Pro domo ad p o n t i f 101; II Phil., 87 y 114; De rep., 11.49. Entre otros textos de Cicerón que hagan
referencia a uno o más de ellos se cuentan Lael., 28 y 36; De senecí., 56; Pro M IL, 72; I Car., 3; I Phil.,
32. A Casio y a Maniio nos ios presentan como patricios y consulares, y a Melio como a un rico
plebeyo que había repartido grano entre ios pobres. Livio dice que Maniio era prim us omnium ex
patribus popularis fa ctu s (VI. 11.7); y nótese su comentario inconscientemente irónico (VI.20.4), en eí
que dice que Maniio habría sido memorabilis si no hubiera nacido in libera civitate, Cf. 11.41.2 (sobre
Casio). Entre otros relatos, me gustaría llamar la atención sobre ei de Cn. Genucio, tribuno de la plebe
en 473: Livio, 11.54-55 (esp. 54.9-10); Dion. H ai., A R , IX.37-38 (esp. 38.2-3); X .38.4-5.
artículo de M. Rothstein (1903) citado en mis OPW\ 348, n. 2, del que no tuve conocimiento hasta que
no se habia publicado mi articulo SVP.
11. Entre ias diversas ediciones, véase FIRA'% 1.62. Otra sección, V .8 (FIRA-, 1.41), se refiere al
patronazgo, pero sóio sobre ios libertos.
12. Cf. Livio, V I.I8.6; Piut., R om ., 13.3 fin ., 5.7-8. [Sobre ios orígenes y primeras evoluciones
de ía clientela, véanse ias recientes obras citadas por H. Srrasburger, Zum antiken Gesellschafisideal =
Abhandl. der Heidelberger Akad. der Wiss., Phiios.-hist. Kiasse (1976. n.° 4), 304, n. 731, que no leí
hasta que no había acabado el presente capítulo. En mi opinión, ias discrepancias que expresa P. a .
Bruñí en ia reseña que hizo a esta obra, en Gnomon, 51 (1979), 443 ss., en 447-448, se justifican sólo si
se adopta una interpretación demasiado estricta, y pensamos sóio según ios casos en los que ia relación
de Cliens/paironus existía formalmente y se hacía explícita.]
13. W. V. H arris, War and Imperialism in Republican Rom e 327-70 B.C, (1979), que no ieí hasta
que no había acabado esta sección, contiene una nota excelente, 135, n. 2, en la que se señala que
«Massilienses nostrí clientes» de Cic., De rep., 1.43, es una referencia a la ciienteia de Escipión Emilia
no, no de Roma, y también que el primer empleo claro de la metáfora dei «cliente» que hace un escritor
romano para designar las relaciones mantenidas por Roma con algunos de sus súbditos aparece en Dig.,
XLIX.xv.7.3 (Próculo, mediados dei siglo i de ia era cristiana).
14. Véase Gelzer, The Román Nobility (anterior n. 1), 63 y notas 55-59; y sobre el tema en
general, E, Badian, Foreign Clienielae 264-70 B.C. (1958).
14a. He utilizado la edición Loeb, de J. W. y A. M. D uff (1934).
15. En mi artículo RRW hago referencia en una nota (69, n. 26) a Agustín, De civ. Dei, IV.31-32;
cf. 27 (contra Escévola) y VI. 10 (contra Séneca); asimismo Cic., De leg,, IL32-33 (en cambio De div
esp. II.28-150); Livio, LI9.4-5; y Dión Cas., LII.36.I-3. Como se ha dudado con frecuencia (y resulta
difícil afirm ar con cuánta razón) de la sinceridad de las opiniones religiosas expresadas por los miem
bros de la clase gobernante romana, y en particular del propio Cicerón, debo añadir aquí Cic., De
leg., 11.16, donde se hace hincapié en la utilidad práctica que tiene el inculcar en la gente la adhesión a
la religión: asegura el respeto a ios juram entos, y «eí temor al castigo divino ha impedido que muchos
cometieran delitos» (cf. 11.30). Sin pietas para con ios dioses, dice Cicerón en otra ocasión (De nal.
deorum, 1.4), «fides etiam et societas generis human i et una excellentissima virtus, iustitia» tal vez
desaparecerían. Para la actitud general ante ia religión que había en el mundo romano, especialmente la
de las ciases dirigentes, véase también mi artículo W W ECP, 24-31, reed. en SA S (ed. Finley), 238-248;
y véase ahora Brunt, LI, 165-168.
16. Como cuando los augures declararon inválido en 327 a.C, ei nombramiento de dictador de
M.Claudio Marcelo: véase Livio, VIH.23.14-17. Véanse ahora los ejemplos (que no incluyen el que
hemos dado) que aparecen en J. H. W. G, Liebeschuetz, Cominuity and Change in Román Religión
(1979), 309 (apéndice).
17. Como cuando el senado canceló en 91 a.C . las leyes de M. Livio Druso, aduciendo, entre
otras cosas, que no se había hechocaso a ios auspicios (Cic., De leg., 11.31, pasaje fascinante; Ascon.,
61, in Cornelian., ed. A. C. Clark, pág. 69.6-7). Cf. tal vez la utilización de predicciones ominosas por
parte de los arúspices para detener la ley agraria de Sex. Ticío, tribuno de 99 a.C. (Cic., De leg., 11.14,
31, y otras fuentes que aparecen en Greenidge y Clay, Sources-, 313, y en Broughton, M R R , II.2):
podría decirse que ias leyes de Ticio eran con tro auspicia latae. Y véase A. W. Líntott, Vioience in
Republican R om e (1968), 134-135.
18. Las referencias a los seis pasajes que he citado son Cic., In Val., 23; De har. resp., 58; In
P i s 9; Post red. in sen., 1 1 ; In Vaí.f 18; Pro Sest., 33. Suficiente bibliografía sobre estas leyes da H.
H. Scuüard en O C D \ 603, s. v. «Leges: Aelia (1): Aelia et Fufia»; y Lintott, op. cit., 146-147.
1. El estudio más completo que conozco es el de Gastón Coün, Rom e ei ia Gréce de. 200 a 146 av.
J.-C. (París, 1905). U na obra reciente particularmente interesante, que hace un repaso crítico genera! a
ia bibliografía anterior, es E. Badian. Tnus Quinctius Flamininus. Philheíienism and Realpolitik (Louise
T aft Semple Lecture, Cincinnati, 3970). Una obra general reciente, bastante erudita, y que contiene
buena bibliografía, es Wiü, H P M H , I y II (1966-1967). Y véase ia siguiente n. 5.
2. Véase e .g . L. Homo, Primitive Italy and the Beginnings o f Román Imperialism (trad. ingl,,
1927), 264-270, para éste y otros ejemplos semejantes de ia brutalidad de Roma ante los pueblos
conquistados. Badian, op. cit., 56, n. 50, da las fuentes del episodio epirota en su totalidad, y hace
notas (Vl.m-iv, pp . 399-408) 719
ue referencia en relación con ello a la aprobación que dio Paulo a una matanza efectuada en Etolia (Livio.
XLV.xxviii.6 ss.; xxxi.l ss.), y añade: «Flaminino aparece resplandeciente en comparación». H. H.
al Scullard, «Charops and Román policy in Epirus», en JRS, 35 (1945), 58-64, hace lo que puede por
defender a Paulo, en mi opinión sin lograrlo. Para «el m étodo romano de llevar ia guerra», véase
!es también Rostovtzeff, SE H H W , 11.606.
~ 3. Los hechos y las fuentes los da muy completos Magie, R R A M , I.I 99 ss. (esp. 2 J6-217), con ias
*ei notas en 11.1095 ss. (esp. 1303, notas 36-37). Véase también Brunt, IM , 224-227.
4. T. R. S. Broughton, en E SA R (ed. Frank), IV .590. Para los detalles, véase idem, 516-519,
si 525-526, 562-568, 571-578, 579-587 (y 535 ss.). Cf. Jones, RE, 114-124.
ón 5. Véase W. V. Harris, «On war and greed in the second century B.C.», en A H R , 76 (1971),
1371-1385, y M. H . Crawford, «Rome and the Greek world: economic relatíbnships», en Econ. Hisí.
>ta Rev.2, 30 (1977), 42-52, modificando ambos el cuadro que da Badian en RILR~; mina de información en
ue forma de bloque que lo más probable es que consulten los estudiosos que empiezan a familiarizarse con
ia- la expansión rom ana durante los dos siglos últimos de la república. Y véase Brunt, LI, 170-175.
or [Cuando ya había acabado esta sección, leí los interesantes libros de Harris (mencionado en la n. 13 a
la sección iii de este mismo capítulo) y Michaei Crawford, The Román Republic (Fontana Hist. of the
Anc. World, 1978).] ¿
en 6. Debo añadir que no puedo seguir a ios autores que han supuesto que la política de Augusto y
de la mayoría de sus sucesores era fundamentalmente defensiva y tendente a evitar nuevas conquistas.
Mis opiniones son las mismas que las de P. A, Brunt, en su reseña a H. D. Mever, Die Aussenpohtik
des Augusius und die augusteische Dichtung (Colonia, 1961), en JRS, 53 0963), 170-176, y A. R.
y*5 Birley, «Román frontiers and Román frontier policy: some reflections on Román imperiaiism», en
Ita Trans. o f the Archit. and Archaeol. Soc. o f Durham and Northumberland, n. s. 3 (1974), 13-25. La
m- existencia durante el principado de una fuerte corriente de opinión a favor de continuar la expansión es
De algo que no se debería ignorar por completo cuando estudiamos el imperialismo romano de finales de
\a la república (cf. la sección i de este mismo capítulo y sus notas 5-7). Para una crítica mordaz de la
ios «política de fronteras» romana durante el principado, véase el voluminoso'artículo de J. C. Mann,
at. «The frontiers of the Principate», en A N R W , II.i (1974), 508-533 (con bibliografía).
>ez 7. Cf. M. P. Nüsson, Gesch. der griech. Religión, IP (1961), 377: Dieser Kult hat denselben Sinn
la und Zweck wie der Herrscherkult». Hay dos recientes estudios por extenso del culto griego a Roma,
*8; uno de Ronald Mellor; Bea ‘Poj/at?, The Worship o f the Goddess Roma in the Greek World ( = Hypom-
nemata, 42, Gottingen, 1975); y otro, una obra que no he leído: C ada Faver, II culto delta Dea Roma.
de Origine e diffusione nelllm pero (Collano di Saggi e Ricerche, 9, Pescara, 1976): véase ia reseña a
|ue ambas obras realizada por 1. C. Davis, en JR S , 67 (1977), 204-206. Estoy de acuerdo con Mellor (21 y
on n. 50) en la falta de toda «dimensión religiosa» (en sentido moderno) en los cultos a los gobernantes y
a Roma.
tre 8. J. A. O. Larsen, «Some early Anatolian cults of Rome», en Mélanges d ’archéol. ei d ’hist.
n' J offerts a A naré Piganiol (París, 1966), IIL 1635-1643, La lista de cultos a Roma en Asia Menor que se
,or conocía hasta 1940, como aparece en Magie, R R A M , 11.1613-1614, se ha visto abora superada por la
lista mucho más larga de todos los cultos griegos a Roma conocidos que da Mellor, op. cit., 207-228.
2): 9. Seguía celebrándose e] culto a Flaminino en Giteo, en Laconia, durante el reinado de Tiberio
(véase E /J 2, 102.11-12) y en Calcis de Eubea en tiempos de Plutarco (Plut., Flarn., 16.5-7; cf. IG,
XII.ix.931.5-6), Sobre todo este asunto, véase Nilsson, op. cit. (en ia anterior n. 7), 178-180; Kurt
In Latte, Rómische Religionsgesch. (1960), 312-313.
H. 10. El m ejor libro que conozco sobre la antigua Persia es R. N. F'ye. The Heritage o f Persia2
47. (1976). Véase tam bién R. Ghirshman, Irán (1951; trad. ingl., 1954),
11. Para la historia de Edesa, véase J. B. Segal, Edessa, «The Blessed City» (1970); E. Kirsten,
«Edessa», en R A C , 4 (1959), 552-597. :;v;/
12. Véase esp. C. B. Welles, «The Population of Román Dura», en Stud. in Román Econ. and
Soc. Hist. in H onor o f A . C. Johnson, ed. P. R. Coleman-Norton (Prínceton, 1951). 251-274; y J. B.
7V.
Ward-Perkins, «The Román West and the Parthian East», en P B A , 53 (1965), 175-199 (con láminas).
1a
Para más bibliografía (incluidos ios informes de ias excavaciones), véase OCD% 422. s. v. «Europus».
ise
13. Sherwin-White, R O , 38-58 (cf. 200-214), 245, 271-272, 293, 295-306, 311-312, 334-336, 322
ne
(junto con 336), citando ia mayor parte de ia bibliografía moderna. Véase también Jolowicz y Nicholas,
H IS R L \ 71-74.
os
720 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
dos el decreto de los jurados de los Gracos y la importante ley de César de 59, fueron promovidos por
personalidades claram ente «populares».
5. Me gustaría aprovechar esta oportunidad para recomendar el libro de E. S. Beesly, Catiline.
Clodius and Tibeñus (1878; reed., Nueva York, 1924), una serie de cuatro conferencias admirablemente
escritas y además muy entretenidas, que fueron pronunciadas en el Working M en’s Coilege at St.
Paneras. Beesly (1831-1915) fue profesor de historia de la University College de Londres. No era
simplemente un historiador de la Antigüedad, sino que publicó también un libro acerca de la reina
Isabel, y escribió muchos artículos sobre asuntos contemporáneos. Si bien era un positivista comtiano y
no un marxista, Beesly fue presidente de la reunión inaugural celebrada en St. M artin’s Hall, Londres,
del 28 de septiembre de 1864 de la Asociación Internacional de Obreros (la «Primera Internacional»). Se
han publicado en M E W , XXXIII varias cartas de Marx a Beesly de 1870-1871. Véase Royden H arrison,
«E. S. Beesly and Karl Marx», en IR S H , 4 (1959), 22-58, 208-238; y «Professor Beesly and the
working-class movement», en Essays in Labour Hist., ed. Asa Briggs y John Saville (ed. rev., 1967),
205-241. Marx, en carta a Kugelmann de 13 de diciembre de 1870, llamaba a Beesly «hombre muy
capacitado y valiente», a pesar de ciertas «pecas» procedentes de su adhesión a Comte; y en una carta
a Beesly, de 12 de junio de 1871, le decía que, aunque él era muy hostil a ias ideas de Comte,
consideraba a Beesly «el único comtiano de Inglaterra y de Francia que trataba las “ crisis” históricas
no como un sectario, sino un historiador en el mejor sentido de la palabra» (M EW , X X X III.228-230).
Harrison (véase más arriba), menciona varias canas de Beesly a Marx que aún no han sido publicadas.
Ambos siguieron manteniendo una buena amistad; véase ía frase de Beesly citada por Harrison, op. cit.
(1959), 32 y n. 3.
6. Una acción particularmente notable de Ti. Graco fue proponer la destitución por obra dei
concilium plebis de su colega el tribuno M. Octavio, quien, en 133, amenazaba, al interponer su veto,
con derrotar la voluntad popular (Plut., Ti. Gr., 11.4 hasta 12.6, etc.). Respecto a Saturnino y Gíaucia,
se ha sostenido a veces la idea de que fueron importantes algunas leyes aprobadas por la asamblea
popular, que prescribían que se tom ara juram ento a ios magistrados y/o senadores de que se les
obedeciera (véanse los n .tíí 1 y 4-6); y me gustaría añadir las leyes agrarias de César del año 59 (n.ot 2 y
3). Desgraciadamente, las fechas de algunas de éstas leyes (n.ot 4-6) son inseguras. Se ha pretendido
además que los juram entos prestados por los magistrados de obedecer las leyes no constituían unas
medidas nuevas o necesariamente «populares»; creo que es verdad, aunque establezcamos (como es
debido) una firme distinción —no suficientemente reconocida por G. V. Sumner, en G RB S, 19 (1978),
21J-225, en 222-223, n. 52, o A. N. Sherwin-White, en J R S , 62 (1972), 83-99, en 92— entre a) e¡
juramento general de obligarse a cumplir las leyes, que, al parecer, se tomaba a todos los magistrados
dentro de los primeros cinco días después de su toma de posesión del cargo, y que se conoce desde 200
a.C. (Livio, X X X I.50.6-9), y b) juram entos de obedecer determinadas leyes, como los que se mencionan
en n.“ 1-6. A pesar de las opiniones expresadas por A. Passerini, en A then., n. s. 12 (1934), esp.
139-143 y 271-278, y G. Tibüetti, en idem, 31 (1953), 5-100, en 57-66, yo admitiría 1) que el juram ento
prestado por todos los senadores que prescribía la ley agraria de Saturnino (Apiano, B C , 1.29-31; Plut.,
Mar., 29.2-IJ; cf. Cíe., Pro Sest., 37, 101, etc.) resultaba objetable para los senadores no sólo porque
pensaban que esta ley había sido aprobada de forma ilegal. Cf. 2) la primera ley agraria de César
durante su consulado de 59 (Apiano, B C , 11.12/42; Plut., Cat. min., 32.5-11; Dión Cas., XXXVI1I.7.1;
cf. Cic., Pro Sest., 61, etc.), que imponía también un juram ento a los senadores, y 3) la siguiente ley
de César sobre el A ger Campanus, que contenía un nuevo tipo de juramento, para los candidatos a las
magistraturas (Cic., A d A t t ÍI.xviii.2): hay motivos para pensar que estas dos medidas resultaban
detestables para los optim ates, dejando aparte el hecho de que se acusaba a estas leyes de haber sido
aprobadas de forma ilegal. Otra ley 4), por la que se ordenaba que se tomara juramento a los magistra
dos y senadores, corresponde, con toda probabilidad (aunque no con seguridad), al último o a los dos
últimos años d e l siglo i i : se trata de la Lex Latina tabulae Bantinae, F I R A 1.82-84, n.° 6 , § § 3-4, líneas
14-23 y 23 ss. 5) El Fragmentum Tatentinum , publicado por primera vez por R. Bartoccini en Epigra-
phica, 9 (1947, publicado en 1949), 3-31, y reeditado por G. Tibilettí, op. cit., 38-57 (cf, 57-66, 73-75),
contiene en las líneas 20-23 un juramento prestado por los magistrados; pero no puede fecharse con
seguridad (en cambio Tibiletti, op. cit., 73-75; H. B. M attingly, en JRS, 59 [1969], 129-143. y 60 {1970].
154-168; Sherwin-White, op. cu., y Sumner, op. d i.). El último de estos textos ó) es: i a «ley á t i o s
piratas», de la cual se descubrió en Delfos una versión en la década de 1890, y se ha encontrado
recientemente otra en Cnido: véase el artículo de M. Hassall, M. Crawford y J. Reynolds, en J R S , 64
(1974), 195-220, donde aparecen mezclados textos y traducciones (201-207, 207-209). Pero incluso la
versión de Delfos, que contiene un juram ento que tienen que prestar determinados magistrados (F IR A 2,
1.121-131, n.° 9, C.8-19), no nos proporciona ningún testimonio de que la ley fuera popularis o, er¡
722 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
todo caso, antisenatorial; véase (esp. para la cuestión clave de la fecha, para la cual yo acepto el año 99
o los últimos días de 300, mejor que 101-100) A. Giovanniní y E. Grzvbek, en Mus. H e i v 35 (1978),
33-47; Sumner, op. cit. Resumiendo, yo creo que sólo los juramentos de n.OÍ L 2 y 4 (los de los
senadores y quizá los de los magistrados de n .p 4) y el de n.° 3 son «populares» de modo significativo;
en este sentido, el n .° 6 es casi con toda seguridad irrelevante, y el n.° 5 posiblemente también lo es.
7. Véanse más en el texto y en ias próximas notas 8-10, para los sentimientos de la plebe y los
honores rendidos a ias memorias de Ti. y C. Graco, Saturnino, Mario Gratidiano, Catilina, Clodio y
César. Resulta de lo más interesante ver que Cicerón se sentía obligado a hacer una hipócrita alabanza
de los Gracos cuando se dirigió al pueblo en una contio, como en De lege agr., 11.10, 31, 81 (en cambio,
L21, en el senado) y Pro Rabir. perd. reo, 14-15. Sus verdaderas opiniones de los Gracos eran muy
distintas: véanse e.g. De o f f i c 1.76, 109; 11.43; Lael., 40; De rep., 1.31; De leg., IÍL20; Tuse, disp.,
10.48; ÍV.51; De fin ., IV .65; De nat. deor., 1.106; Brut., 212 (cf. 103, 125-126, 128, 224); De o r 1.38;
Pan. or., 104, 306; I Caí., 29 (cf. 3); I V Caí., 13; Pro dom o sua ad pontif., 82; De har. resp., 41; Pro
S e s t 340 (cf. 301, 103); De prov. cons., 38; Pro Plañe., 88; Pro M i i o n 14, 72; In V a t 23 ; V III Phil.,
13-34, Algunos de estos pasajes demuestran que Cicerón aprobaba completamente la muerte de ambos
Gracos. El estudio más reciente que he leído sobre eí tema, obra de Jean Béranger, «Les jugements de
Cicérons sur les Gracques» en A N R W , I.i.732-763, llega aí final a unas conclusiones acerca de 1a actitud
de Cicerón que, a mi juicio, son gravemente erróneas y se contradicen con muchos de los testimonios
que Béranger cita. No comprendo cómo alguien puede decir, como éi hace, que «nunca hay exceso,
denigración sistemática ni acritud, incluso si deplora su acción, Cicerón hace justicia a los Gracos»
(762). Incluso a Cicerón le costaría trabajo negar que ios Gracos fueron grandes oradores y hombres
distinguidos. En cuanto a Catilina, véase también Sal., C a í 35.3; y esp. 36.5, 37.1-2 (en cambio
48.3-2); 61.1-6. Sería interesante saber si Marco Antonio se jactaba realmente de parecerse a Catilina,
como supone Cicerón (IV Phil., 15).
8. Cicerón debía de pensar particularmente en el hombre al que nuestras fuentes (que le son
uniformemente hostiles) llaman L. Equicio, que en los últimos años del siglo n a.C. produjo gran
excitación entre las clases bajas de Roma al presentarse como hijo de Tiberio Graco, y que fue
asesinado en 100, inmediatamente después de ser elegido tribuno. Las principales fuentes las da sólo en
parte Greenidge y Clay, Sources2, 96-97, 302, 108; además Cic., Pro Rab. perd., 20; Val. Máx.,
III.viii.6; IX.vii.2 (incompleto en Sources-}', xv.i; Apiano, B C , Í.32, 33. Particularmente interesante
acerca del entusiasmo popular que suscitó Equicio son ios pasajes que acabamos de citar de Val. Máx.
(para quien Equicio era un p o n en tu m , an monstrum), y Apiano, B C , 1.32.
9. Cic., De o ffic ., IIL80; Séneca, De ira, IIL3 8.Í; Plinio, N H , XXXIII. 132; XXXIV.27.
10. Para toda la cuestión de la gran popularidad de la que gozaba César entre ias masas, véase
Z. Yavetz, Plebs and Principes (1969), esp. 38-82. Resulta fascinante observar cómo Augusto, a pesar
de titularse divifilius y hacer todo el uso que pudo del predicamento que tenia entre las masas por ser el
heredero de César, llegó a disociarse de César. Ello ha sido perfectamente señalado por Syme, RPM,
32-14, mostrando cómo la propaganda augústea gustaba de poner en segundo término y, en la medida
de lo posible, olvidar a César. En Horacio, como dice Syme, «Julio César no es muy citado como
persona» (véase sóio el «íulium sidus» de O d.t Lxii.47 y el «Caesar ultor» de Lii.4). En la Eneida,
Virgilio ignora a C ésar, excepto en V I.832-835, en donde al primero que se le pide que deponga sus
armas es a César y no a Pompeyo. Livio, como sabemos por Séneca (NO, V.xviii.4), aseguraba no estar
seguro de si el nacimiento de César había beneficiado al estado o si tal vez no le habría valido más que
aquél no hubiera nacido; y según Tácito (A nn., ¡V.34.4) Augusto solía llamar a Livio «Pompeianus».
Como comenta Syme, «estos hombres se entendían muy bien mutuamente. Livio era bastante sincero; y
la exaltación que hacía de Pompeyo, lejos de ofender a César Augusto, se acomodaba admirablemente
a su política» (RPM , 13), Finalmente, aunque se sacó la imagen de Pompeyo en la procesión fúnebre
de Augusto, junto con 1a de otros grandes generales, la de César no estuvo presente. Naturalmente,
podría muy bien decirse que César había sido divinizado y que, por lo tanto, no debía de ser considera
do un simple mortal (véase Dión Cas., LV I.34.2-3): pero ve, lo mismo que Syme, tomaría la omisión
como un testimonio más de que (como dice Syme) «a Augusto le convenía disociarse de César ...
Explotaba ia divinidad de su pariente y se adjudicaba el título de “divi fitiu s '\ Pero para todo lo
demás, io mejor era olvidar al César procónsul y dictador» (RPM, 13-34). [RPM de Syme se ha
reeditado recientemente en sus Román Papers (1979), 1.205-217: véase esp, 213-234.]
11. Se describen estos acontecimientos, y se dan las fuentes, en varias obras modernas, entre las
que me gustaría mencionar tan sólo T. Rice Holmes, The Rom án Republic (1923), 11.3 66 y n. 1. Pero
véase el libro de E. S. Beeslv, citado en la anterior n. 5.
12. Cicerón {Ad A lt., IV .i.3-5) señala que. a su regreso del exilio (decretado por una reunión
notas (VI. v , pp. 412-420) 723
extraordinaria de ios comiüa centuríaía) en agosto-septiembre de 57, fue saludado con un entusiasmo
unánime, tanto en su viaje de Brundisium a Roma, como en la propia ciudad. Ello habría sido una
excepción a la regia general de lo más sorprendente, si es que es cierto. Desde luego, es fácil pensar que
«todos los miembros de todos los órdenes» cuyo nombre conocía el nomenclátor de Cicerón salieran a
recibirle, cuando llegara a Roma (§ 5), y que todos los boni y honesüssimi lo aclamaran (§§ 3. 4). Pero
cabe esperar que Cicerón exagere, especialmente en esa época, y de hecho en § 6 de esa misma carta
menciona a los agitadores «incitados por Clodio», que se manifestaron contra él tres días después de su
llegada a Roma. Hay varios rastros de la impopularidad que tenia Cicerón entre la plebe urbana: Véase
e.g. Dión Cas., X X X V II.38.1-2. Él mismo era bien consciente de ello: véase e.g, A d A t i .. V III.iii.5;
xiD.7 (ambas de 49 a.C.); y VII Phil., 4 (43 a.C.), en donde Cicerón se jacta de «haberse opuesto
siempre a la tem eridad de la multitud»; cf. Ascon., In M ilonian., 33 (pág. 37, ed. A. C. Clark, OCT).
13. Yavetz, en la bibliografía de su libro citado en la anterior n. 2, menciona a George Rudé, The
C'rowd in the French Revolution (1959; existe ahora una edición en rústica, 1967), y The Crowd in
History. A Study o f Popular Disturbances in Frunce and England 1730-1848 (1964). Véase también,
Rudé, Paris and London in the Eighteenth Century. Studies in Popular Protest (1970, colección de
ensayos publicados entre 1952 y 1969); E. J. Hobsbawm y G. Rudé, Captain Swing (1969, Penguin
1973); Hobsbawm, B andits (1969); Pñmitive Rebels3 (1971).
14. Un excelente ensayo, quizá no tan bien conocido como debería, es Z. Yavetz, «Levitas
popularis», en A tene e Rom a, n. s. 10 (1965), 97-110; y véase Yavetz, «Plebs sórdida», en Athenaeum ,
n. s. 43 (1965), 295-311; y «The living condítions of the urban plebs in Republican Rome», en L atom us,
17 (1958), 500-517, reimpr. en CRR (ed. Seager), 162-179. Y véase la anterior n. 3. Resulta interesante
ver cómo Cicerón, en un discurso pronunciado ante el populacho en una contio, llegaba a querer
sentirse sorprendido al recordar que su oponente, Rulo, se había referido a la plebe urbana como si
hablara de aliqua sentina, ac non de optimorum civium genere (De iege a g r 11.70).
15. Para las cifras del censo romano, la obra de mayor autoridad es Brunt, IM.
16. Los hechos y las cifras se nos presentan en su mayoría (aunque no de un modo muy asimila
ble) en Frank, E S A R , I. Podrá hallarse una selección muy útil en A. H. M. Jones, «Ancient empires
and the economy: Rome», aportación que hizo a los escritos de la Third International Conf. o f Econ.
Hist. celebrada en Munich en 1965, Vol. III (1969), 81-104, en 81-90, reed. en Jones, HE, 114-124.
17. Véase Benjamín Farrington, Diodorus Sicúíus: Universal Historian (Inaugural Lection, Swan-
sea 1936, publicada en 1937) = Head and Hand in Ancient Greece (1947), 55-87.
1.8. En pasajes como Varrón, RR, III.iii.10; xvii.2, 3, 5-8, 8-9; Plinio, N H , IX .167-172, encontra
mos entre los dueños de famosas piscinas a Q. Hortensio, M. y L. Licinio Luculo, un Licinio Murena
y un Marcio Filipo. Respecto a Vedio Poíión, véase Syme, R R , 410 y n. 3.
19. Véase e.g. Cic., A d fa m ., XV .i.5 (despacho oficial a!. senado, desde la provincia de Cicerón.
Cilicia); Pro lege M anil., 65; Div. in C a e c 7; II Verr., iii.207; v.126 (cf. De o f f i c 11.73); A d A ti.,
V.xvi.2.
20. Las manubiae o manibiae: véase P. Treves, en OCD2, 644, con una breve bibliografía. Cf.
Jones, RE, 116-117, junto con tas notas 16-17 (ia referencia al donativo de Pompeyo de ía n. 16 debería
ser a la pág. 115, n. 6). Y véase la referencia a Brunt, IM , 394, en el texto, unas pocas lineas más adelante.
21. La interrupción temporal de las provisiones de grano procedentes de Sicilia, a consecuencia
de la Primera guerra de los esclavos de Sicilia (de 135 ss. a.C .) debió de tener unos efectos muy serios
en los pobres urbanos de Roma, ai aumentar ei precio del pan, que constituía su dieta básica; y tai vez
ello coadyuvara a precipitar ia ley agraria de Ti. Graco: véase H, C. Boren, «The urban side of the
Gracchan economic crisis», en A H R , 63 (1957-1958), 890-902, reed. en CRR (ed. Seager), 54-66.
22. Y véase IILiv, con su n. 5.
23. Véase B runt, ALRR, 69 (el excelente párrafo inicial), 79-80, 83, 84: y cf. su IM.
24. Lo más conveniente sería que hiciera referencia principalmente a Syme, R R . Los casos en los
que estoy pensando son a.C. 44 (RR, 118), 43 (RR, 178-179, y véase esp. 180-181), 41 (R R , 209, y
Apiano, BC, V .20/79-80), y 40 (RR, 217).
25. E.g. en 39 a.C. (Syme, RR, 221), cuando logró obligar a sus líderes a firmar la «Paz de
Puteoli» o «Tratado de Miseno»; y en 38 (RR, 230: véase Apiano, BC, V.92/384).
26. Véase e.g. Lily Ross Tayior, «Forerunners oí the Gracchi», en JRS. 52 (1962),. 19-27. Yo creo
por mi parte que la aprobación de las leves de ias votaciones, leges labeliariae (que tan duramente
criticaba Cicerón), merece más énfasis dei que normalmente se pone en ella, pues ía votación por
balotas hace mucho más difícil, desde luego, y quizá imposible, que ios hombres de viso tengan ia
seguridad de que sus clientes, o ias personas a ias que habían sobornado, votaran «como era debido^.
De las leges tabellariae, las dos más importantes eran anteriores a 133: la Lex Gabinia, de 139, sobre ías
722 CHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
todo caso'c. *37, sobre los juicios, excepto los de perduellio. Las principales fuentes
o los úl*£ % 'o 3 ’e£" Hí-33-39 (esp. 34, 35, 39); Lael., 41; Pro Sest., 103: Pro Plañe.,
33. 47* & \ ,IL 4 ; Pro Cornel., apud Ascon., pág. 78-2-3, 5-8 (ed. A. C. Clark,
senar^ ^ ^ "RR, 65-66; E. S. Staveley, Greek and Román Voting and Elections
en ¿ & s i, n. 302. Sobre C. Flam inic, que al parecer fue el popularis más
^ tribuno en 232 y cónsul en 223 y 217, véase Z. Yavetz, «The policy o f C.
^>jitum Claudianum. A reconsideraron», en Athenaeum, n. s. 40 ( i 962), 325-344.
,_.iera leer un estudio de los Gracos, y dei período que les siguió, totalmente distinto
«ios aquí, puede intentar leer R. E. Smith, The Failure o f the Román Republic (1955):
.jy bien resumido en ias primeras palabras de ia reseña que hace G. E. F. Chilver en JRS, 46
„o), 167: «la historia que cuenta el profesor Smith es la de ia destrucción de una sociedad muy bien
cohesionada y arm oniosa por obra de la irresponsabilidad de dos hermanos, jóvenes precipitados, que
intentaron aplicar una doctrina filosófica al funcionamiento de una estructura política particularmente
mal preparada para absorberla. El resultado de ello fue la desintegración, no sólo de la política, sino
también de la moral, la religión, el gusto; y lo que los Gracos hicieron no se deshizo hasta que Augusto
impuso ia arm onía que Roma habría alcanzado mediante un cambio pacífico, de no haber sido por
eiios». Otro estudio de Ti. Graco, de nuevo totalmente distinto del mío y que muestra una obsesión por
la prosopografía de las familias dirigentes romanas, tan corrientes en los últimos años, es D. C. Earl,
Tiberius Gracchus (1963), sobre el cual véase la reseña de P . A. Brunt, aparecida en Gnomon, 37
(1965), 189-192, atacado, en vano por regla general, por Badian, TGBRR, 674-678, etc. (ei artículo de
Badian, sin embargo, constituye una mina de información bibliográfica, que complementa su «From
the Gracchi to Sulla (1940-1959)», en Historia, 11 [1962], 197-245). Otro estudio reciente de la caída de
la república que, a mi juicio, está profundamente equivocado en su concepción de la actitud de las
clases bajas de Roma, pero que ha tenido una influencia considerable, especialmente en Alemania, es
Christian Meier, Res Publica Amissa (Wiesbaden, 1966): véase ia reseña de Brunt, en JRS, 58 (1968),
229-232, con el que estoy totalmente de acuerdo. La mejor parte del libro de Meier es quizá su crítica
al excesivo hincapié que modernamente se ha puesto en las facciones políticas supuestamente permanen
tes, basadas en una m edida bastante grande en los lazos de parentesco, matrimonios y amicitia. Sobre
esta y otras cuestiones, véase también Brunt, «Amicitia» (1965), citado en la anterior n. 2; y el
brevísimo articulo de T. P. Wiseman, «Factions and family trees», en Liverpool Classical M onthly, I
(1976), 1-3.
28. Véase la reseña de Brunt (1968) al libro de Meier, mencionada en la nota anterior, en
231-232, que da muchas referencias, esp. de Salustio. De ellas, me gustaría destacar en particular Hist.,
1.12; Cat., 38-39.1; B J , 40.3; 41.2-8 (esp. 5); 42.1 Yo añadiría también Hist., 111.48 (Oratio Macri),
27-28; Cat., 20.11-14; 28.4, junto con 33.1; 35.3; 37.1-4 (en cambio 48.1); 37.7; 48.2; B J, 16.2; 31.7-8,
20; 73.6-7; 84.1.
29. Véanse las obras citadas en VI. i v , n. 2.
30. Los pasajes más interesantes de lasfuentes son A piano, BC , III.86/353-356 y 88/361-362
(tanto si se refiere a dos embajadas sucesivas o se repite sólo una); Dión Cas., XLVL.42.4 hasta 43.5.
Las palabras TraQQTjoía y ■KaQQ’rjoLáttoBaL aparecen en A piano, BC, III.88/362. Se atribuye alguna
iniciativa a las legiones en Apiano, BC, III.86/353, 356; 88/361, 363; compárese con Dión Cas.,
XLVI.42.4, junto con 43.1; cf. 43.5, en donde un senador pregunta si los hombres los han enviado las
propias legiones u Octaviano.
31. Para comienzos de 43 a.C., véase Cic., Ep. ad Brut., I.xviii,5 (ganancias fraudulentas de los
boni viri recalcitrantes); cf. Dión Cas., XLVI.31.3 hasta 32.1. Para más impuestos sobre las tierras y las
casas a finales de 43, véase Dión Cas., X L V IIJ4.2: el dueño de una casa en Roma o en Italia tenía que
pagar una suma igual a la cantidad de ia renta recibida, en caso de haber sido arrendada, y la mitad de
esa suma, si la ocupaba él; los dueños de tierras tenían que pagar en impuestos la mitad de sus
productos. Para los impuestos sobre las tierras y los esclavos en 42 a.C ,, véase Dión Cas., XLVI1.16.1
hasta 17.1, esp. 16.5 sobre la infravaloración. Para 39 a.C ., véase Apiano, BC, V.67; Dión Cas.,
XLVUL34.2, 4. Para 32 a.C .. véase Dión Cas., L. 10.4-6; Plut., A nt., 58.2.
32. Apiano, BC, IV .32-34; Val. Máx., VIILiii.3.
33. Birley, TVVRE, 263, n. 2, rastrea los cambios producidos en ios impuestos que alim entaban
a! aerarium militare, hasta 38 d.C.
34. Para ios intentos llevados a cabo en 22 a.C. de inducir a Augusto a hacerse dictador, cónsul
cada año, y una especie de censor vitalicio, véase Aug., RG, 5.1, 3; Vel. Pat., 11.89.5; Suet., Aug., 52;
Dión Cas., LIV. 1.2-5 (esp. 3) y 2.1; cf. 6.2 (21 a.C.) y 10.1 (19 a.C.).
notas (V I; v , pp . 420-431) 725
es 35. Creo que tal es sin duda el significado de ró re tov oijfjLov o<píotv 'ovofia tqotcívovtos en Dión
Cas., LX.15.3. Para el nombre, véase PIR~, A, n.° 1.140.
^ 36. Se afirm a por lo general que durante el principado las provincias fueron mucho mejor
n gobernadas. Algo de verdad hay en ello, pero siguieron produciéndose graves abusos: véase esp. Brunt,
£g CPMEP = «Charges of provincial maladministration under íhe Early Principate», en Historia, 10
q (1961), J87-227, y la sección vi de este mismo capitulo.
14 37. Obscuro loco natus, fue naturalmente una pulla que se hizo familiar a finales de ia república.
Véase esp. e! capítulo cuarto de T. P. Wiseman, N ew 'M en in the Román Señare 139 B. C.-A. D. 14
(1971), 65-94. Tal vez podría mencionar también aquí de nuevo el útilísimo artículo de Wiseman, citado
^ al final de ía anterior n. 27; y eí extenso libro de Israel Shatzman, Senatoria! Weatth and Román
len Politics (Coll. Latom us, 142, Bruselas, 1975), que, sin embargo, se ve afeado por una gran cantidad de
errores, ya señalados por los que han escrito reseñas sobre él. Véase también María Jacynowska, «The
*Ue economic differentiation of the Román nobility at the end o f the Republic», en Historia, 11 (1962),
nte 486-499.
’n° 38. Véase la lista que da Millar, en JRS, 63 (1973), en 63, n. 92.
St0 39. Plinio, Paneg., 63.2; 77.7; 92.1, 2, 3; 93.1: cf. 77.1; 93.2.
30r 40. Sobre el patronazgo, véase también Lily Ross Tayior, Party Poiitics in the Age o f Caesar
^or
j (Berkeiey, etc., 1949, reimpr. 1961), 41-49, 174-175 y passim. Más bibliografía se podrá encontrar en los
r ’ artículos de A. M omigliano, «Cliens» y «Patronus», en OCD-, 252, 791.
^ 41. Se ha prestado menos atención a este tema de la que merece, incluso en dos libros recientes y
muy útiles, J. M. Kelly, Rom án Litigation (1966), y Peter Garnsey, SSLPRE (1970).
oin 42. Para un buen estudio breve del tema en general (incluidas la destinatio, 1a commendaíio y la
nominatio, así como la Tabula Hebana), véase Staveley, op. cit. (en la anterior n. 26), 217-223, junto
^as con 261-263, notas 423-448, donde podrá hallarse bastante bibliografía. [Cuando ya había term inado
’ es esta sección, apareció un interesante ensayo de A, J, Holladay, «The elections of magistrales in the
Early Principate», en Latom us, 37 (1978), 874-893.]
tlca 43. E unap., VS, V II.iii.9 hasta iv .i, págs. 476-477 (Boissonade), ed. Joseph Giangrande, Roma,
ien~ 1956. También puede encontrarse el pasaje en las págs. 440-443 de la edición Loeb de Filóstrato y
fbre Eunapio, realizada por W. C. Wright, 1921 y reimpr. Para Máximo, véase P L R E , 1.583-584.
^ 44. Existe un estudio excelente sobre la amicitia a finales de ia república, realizado por P. A.
}'> I Brunt: véase ía anterior n. 2. Vatinio bromeaba, desde luego, cuando afirmaba que escribía a Cicerón
(Ad fa m ., V .ix.l), como un cliens a su patronus. En cuanto al término amicus, podía utilizarse a veces
en de manera bastante sorprendente, como cuando Quinto Cicerón le dice a su hermano que se alegra de
*sí-> que vayan a m anum itir a Tirón, porque podrá ser un amicus y no un servus (A d fa m ., XV I.xvi.l).
cri), 45. Cf. Dión Cas., LVII.vii.6.
7-8, 46. Otro historiador de Roma destacado, que tuvo la amabilidad de leer el borrador de esta
sección, objetó a mi afirmación de que la presencia de Tiberio «evitó» que se pronunciaran sentencias
injustas diciendo: «No, esa era la intención». Pero de nuevo e¡ latín es perfectamente claro al respecto:
-362 consulitur pertenece a la siguiente frase; multa ... constituía no puede querer decir más que se diciaban
i3.5. efectivamente sentencias adversus ambitum eí potentium preces.
?una 47. Este pasaje tampoco lo señala W alter Jens, «Libertas bei Tacitus», en Hermes, 84 (1956).
:as., 331-353.
Dlas 48. Desde luego, Momigliano tiene razón respecto a la teoría de Wirszubski: véase su L P IR , 3-4,
4-5, 7-9, 14 y passim. Pero, frente a una identificación demasiado estricta de libertas con civitas, véase
2 los Ernst Lev y, «Libertas und Civitas», en Z S S , 78 (1961), 142-172.
y las 49. Wirszubski habla del «idealismo moral» de Cicerón (LP IR , 87), y sus simpatías van ciaramen-
que te por la postura profundam ente oligárquica de Cicerón: véase e.g. su L P IR , 71-74 (con el segundo
d de párrafo de 52) y otros pasajes. Llega incluso a decir, «Tácito sabía que en sus mejores momentos la
sus constitución republicana daba una auténtica libertad política» (LPIR, 163).
16.1 50. Cf. V.iii y su nota 16.
> s.. 51. Para los principales hechos, véase Walter Alien, «Cicero \s house and libertas», en T A P A , 75
(1944), 1-9. Wirszubski hace referencia a Cic., De dom ., 110 y 131, pero sólo en una nota a pie de
página, para justificar su aserto de que «Clodio debió también de tom ar ia pose de libertador» (LPIR.
aban 103, n - 4)* siquiera menciona el templo de Libertas.
52. No tengo por qué continuar tratando más de este tem a, pues no es io bastante relev
>nsul que principalmente me interesa. Baste citar especialmente a un solo autor, Salustio: véase su Caí.,
52; 20.14 (del discurso de Catilina a sus compañeros; cf. 58.8, 1 1 , y para el espíritu que animaba a íoí;
rebeldes. 61); 33.4 (del discurso de C. Maniio); Hisí., 111.48.1.4, 12-13, 19, 26-28 (del discurso de C.
726 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
Licinio Macro, en 73 a.C .). Wirszubski presta poca atención a estos textos, aunque hace referencia a
aigunos en las notas a pie de página y presenta Sal., Hisi.. 111.48.22, irónicamente como ejemplo del
«empleo equivocado» de la expresión libertas (L P IR , 103). Me gustaría también llamar la atención
sobre un par de expresiones que aparecen en Livio (mencionadas ya en la n. 5 a la sección ii de este
mismo capítulo), que subrayan particularmente bien el sentido enormemente oligárquico de libertas (en
Cicerón y de la ¡iberias de Wirszubski): Livio, I I .41.2, donde Espurio Casio, según se dice, «pericu losas
liberta ti ipes si rué re», al conceder a la plebeias tierras que tan acuciantemente necesitaban (cf. § 5;
servituiem); y VI.20.J4, en donde se subraya que M. M anlio, que fue ejecutado acusado en falso del
cargo (véase la n. 5 a la sección ii de este mismo capítulo) de pretender el regnum, habría sido
memorabilis, de no haber nacido in libera civitate.
53. La frase aparece, e.g., en Pro Sest., 98; A d fa m ., Líx.2I.
54. Tal vez e) estudio erudito más reciente y que además sea accesible para el lector inglés, sea el
ae Wirszubski, «Cicero’s cum dignitate otium: a consideraron», en JR S, 44 (1954), 1-13, reeditado en
CRR (ed. Seager), 183-195. El pasaje más importante de ios de Cicerón que aquí vienen al caso tal vez
sea Pro Sest., 98.
55. Véase eí reciente artículo de K. E. Peizold, «Romische Revolution oder Krise der rómischen
Republik?», en Riv. stor. d e llA n i., 2 (J972), 229-243, cuyos puntos de vista son muy distintos de los
míos. Discute una serie de teorías diversas.
56. Cf. Frontón, Princíp. hist., 17 (págs. 199-200, ed. M. P. J. van den H out, Leiden, 1954): «ut
qui scirei populum R om anum duabus praecipue rebus, annona et speciaculis, tener i-», etc.
57. La carta (que en realidad no se envió nunca) se escribió en francés, a finales de 1877, dirigida
al editor de un periódico ruso: véase M ESC, 379; M E W , XIX. 111-112. Las palabras mob (chusma) y
poor whiies (blancos pobres) se hallan en inglés en el original. Cf. ia referencia que hace Marx a «la
plebe de Rom a en tiempos del pan y los circenses» (Grundrisse, trad. ingl., 500 = Hobsbawm, KMPCEF,
102).
58. J. P. V. D. Balsdon, «Panem et circenses», en Hommages á Mareel Renard, II (~ Col!.
Latom us, 12, Bruselas, 1969), 57-60; L ife and L eisurein Anc. Rome (1969), 267-270.
59. Incluso a finales de la república podía decir Cicerón que eí pueblo rom ano dejaba patente
cuáles eran sus puntos de vista (su iudicium ac voluntas) no sólo en las contiones v los comitia (para las
diferencias entre unos y otras, véase la sección ii de este mismo capitulo), sino también en los juegos y
en los espectáculos de gladiadores (Pro Sest., 106-127: para los juegos, etc., véase 115 ss., esp. 115, 124).
60. Sal., BJ, 73.4-7, da más bien a entender que la elección de Mario como cónsul se debió a los
opifices agresiesque; pero difícilmente habría podido ser asi, pues las elecciones a cónsul tenían lugar en
los comitia centuriata\ y, sin duda, lo que fue decisivo fue el apoyo de los caballeros y de los hombres
ricos no nobles (cf. idem , 65.4-5).
1. Aparece ya como el «Debate persa», en H dt., III.80.6, sobre lo cual, véase V.ii y su n. 11.
2. Véase esp. J. A. O. Larsen, Represeniative Government in Greek and Román History ( - Sa-
ther Classical Lectures, 28, Berkeiey, etc., 1955); y Greek Federa/ States. Their Jnsúiutions and History
(1968); también W. W albank, «Were there Greek federal states?», en Ser. Class. Israelica, 3 (1976/7),
27-51, que con toda razón sostiene el carácter auténticamente federal de algunas confederaciones grie
gas, frente a A.. Giovannini, Untersuchungen über die N atur u. die Anfange der bundesstaatlichen
Sympolitie in Griechenland = Hypomnemata, 33 (Góitingen), 1971, quien argumenta que eran estados
unitarios, no «Bunaesstaaten» o «Staatenbúnde».
3. A hora se sabe que e] dies imperii de Diocleciano fue ei 20 de noviembre de 284:véase P.
Beatty Panop. (1964), 2, lineas 362-163, etc. (junto con la pág. 145).
4. Véase brevemente J. P. V. D. Balsdon, en O CD 2, 877-878, s. v. «Princeps». El tratado más
extenso que yo he leído es el artículo de Lothar W icken, «Princeps (civitatis)», en R E , XXII.ii (1954),
1998-2296. Véase también el repaso que hace Wickert a las obras recientes sobre ei principado, en
A N R W , II.i (1974), 3-76; su útilísimo articulo P: ••• «Der Pnnzipai und die Freiheit», en Symbola
Coloniensia losepho Kroil Sexagenario ... óblala (Colonia, 1949), 11-141; y su menos interesante
«Princeps und f í a o t \ e v s » , en Klio, 36 - n. F. 18 (1944), 1-25; también De M artina, S C R 1, IV .i.263-308.
El artículo de W icken en RE, y .lean Béranger, Recherches sur Vaspect idéologique du Principal
(~ Schweizer Beitr. z. Altertumswiss., 6, Basilea,.1953}, han sido reseñados por extenso por W.
Kunkel, en su tercer «Bericht über neuere Arbeiten zur rómischen Verfassungsgesch.», en ZSS, 75
NOTAS (V I.v-vi, P P . 431-441) 727
a (1958), 302-352. Me ha costado bastante trabajo encontrar algo que resulte a la vez nuevo y esciarecedor
íl en el reciente artículo de D. C. A. Shotter, «Principatus ac libertas», en Anc. Soc., 9 (1978). 235-255.
n 5. No tengo que estudiar aquí ios títulos oficiales del Príncipe, ni siquiera el más importante, ei
:e de «Augusto», que «no connota ningún tipo de poderes de magistrado, y sin embargo es el más alto que
n lleva eí príncipe» (Jolowci-cz y Nicholas, H IS R L \ 343). Aunque solía aplicarse eí título de Augusto a
is Tiberio, nunca lo asumió oficialmente, ni tampoco Vitelic en 69.
5: 6. Aug., R G , 13; 30.1; 32.3; y en Suet., A ug,, 31.5; cf. e.g. Ovid., Fasti, II.142; Tác., Ann.,.
el I.i.3; 9.6. La traducción griega habitual de princeps es riytfiúv, palabra que puede aparecer también en
io vez de dux (cf. A ug., RG . 25.2; 31.1). Entre las diversas ediciones de ías Res Gestae, ía mejor y más
completa es ia de Jear¡ Gagé, Res Gestae Divi AugusfP París, 1950). Los no especialistas encontrarán
útil e! texto latino (que sigue, con algunos «cambios de puntuación de menor importancia», ei de E /J-.
el cap. I, en donde puede hallarse también el texto griego), con traducción inglesa, introducción y comen
;n tario, de P. A. Brunt y J. M. Moore, Res Gestae Divi Augusii. The Achievemenis o f the Divine
ez Augustus (1967).
7. Los que usen cualquiera de las ediciones más antiguas de ias Res Gestae, como la de Loeb
2n (1924, editadas al fina] de la historia de Veleyo Patércuío), tendrán que tener cuidado con la versión
os latina de 34.3: dignitate (traducido “ en rango” ), en lugar de auctoriiate, en relación con el griego
á£iúfLc¿Ti, conocido por la versión descubierta en Áncira, en la que no puede leerse la palabra latina. Se
lit pensó que ía palabra griega justificaba restaurar (no de form a descabellada) dignitate, hasta que se
descubrió la versión de A ntioquía de Pisidia (publicada en 1927). que pone [ajuctoritate.
da 8. Véase, e.g., De M artino, SC R :, IV.i.278-285 (sobre aucioriías), 285-289 (sobre po testas).
y 9. Séneca, De cíem., utiliza rex en eí buen sentido de la palabra, o empareja rex y princeps (en
da singular o plural) en I.iii.3; iv,3; II.i.3; v.2; utiliza rejrcom o sinónimo de princeps en e.g. I.vii.4; xiii.I,
T, junto con 5; xvi.1-2; xvii.3, junto con 2, y de imperaior en I.iv.2, junto con 3; cf. iii.4; y utiliza rex
para designar al propio emperador, e.g., en I.vni.l, 6, 7, junto con ix.1-3, 5-6.
i//. 30. Ocasionalmente pueden emplearse rex y regnum en tratados «filosóficos» para designar al
buen rey y su gobierno, como hace Cicerón, De rep., 1.42-43, 69; 11.43, 48-49.
lie 31. Miriam G riffin, Seneca (3 976), 133 ss., esp. 141-348, cf. 194-201.
las 12. Quizá valga la pena mencionar aquí el hecho de que Tácito no se refiere nunca al emperador
sy llamándolo rex ni (creo yo) utiliza regnos regius ni siquiera regó para referirse a un emperador, aunque
4). habla de hombres que llam aban a la casa de Augusto do mus regnatrix (Ann., 1.4.4). Cuando describe a
ios Antonio Félix, procurador de Judea, diciendo que ejercía el ius regium (Hist., V.9), probablemente nos
en lo esté presentando como si gobernara a] igual que cualquiera de ios pequeños reyes orientales (con
res alguno de los cuales había emparentado Félix por matrimonio); y cuando dice que ios prefectos de
Egipto actuaban 'toco regum (1.11), tal vez sólo esté pensando en los Ptolomeos. aunque los prefectos
de Egipto, al igual que ios procuradores de Judea, eran, naturalmente, subordinados del emperador.
Sin embargo, en un cuarto pasaje de éstos, Tácito llega a decir que Palante, el liberto a rafionibus de
Claudio y Nerón, veluí arbiirium regni agebat (A nn., XIII. 14.]): y, naturalmente, Palante nc ere más
que un mero funcionario imperial de Roma. Si bien se contiene y no aplica la terminología monárquica
11. ni siquiera para los «malos emperadores», evidentemente Tácito, al parecer, tenis menos vacilaciones a
Sa- la hora de zaherir abiertam ente a sus subordinados, por el modo en el que ejercían los poderes casi
ory reales que recibían directamente de sus amos imperiales. Regó (especialmente en su forma de participio
■ni de presente) se utilizaba ocasionalmente para referirse a ios emperadores a partir de comienzos del
rie- principado, como cuando Valerio Máximo (que escribía en los años treinta) había del divi quidem
hen Augusti eüam nunc térras regeniis excellent¡ssimu;ti numen (IX.xv.2); y creó que sería posible encontrar
dos
otros paralelos anteriores incluso a frases como ia de M am enino, Paneg. lat., II.xi.2-3 (289 d.C), er¡
donde felicita a Diocleciano y Maximiano porque «rigen el estado con una soía mente» (rem publicam
P. una mente regitis), refiriéndose a su maiestas regia, aumentada por su geminatutn num en ,mientras que
al mismo tiempo m antienen, gracias a su unidad, ías ventajas dei mando único (imperium sin guiare).
más
Ignoro aquí a Estacio y Marcial: para ellos véase la siguiente n. 68. Ejemplos de empleos de las palabras
54), mencionadas en esta nota y otras similares —rex, regóf regno. regnum, regnator, regius. regaiis y
, en
regina, para designar a la emperatriz— ios da Wiclcert. en las cois 2108-2118 de su artículo de RE,
yola
citado en ia anterior n. 4.
inte
1 3 . Esta frase de Claudio se citaba con grandes muestras de aprobación durante ei sigio x v j l
308.
especialmente por parte de Ben Jonson, como recientemente ha demostrado Aian Cameron (G andían,
ipat 434-437).
W. 34. La fecha de A n th . Pal., X.25, depende de un proconsuiado de L, Caipurnic? Pisón en Asia
, 75 (eos. 15 a.C.), probablemente en 9-8 a.C.: véase ei brillante artículo de sir Ronald Syme. «The tituiuí:
728 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
Tibuninus», en A kten des VI. Infernal. Kongr. fü r Griech. u. Laíein. Epigraphik. M ünchen 1972 ~
Vestigio, 17 (1973), 585-601, en 597.
15. E.g. H. .1. Masón, Greek Terms fo r Rom án Insiituiions. A Lexicón and A na!ysis = Amer
Stud. in Papyrology, 13 (Toronto, 1974), 117-121. en 120.
16. Josefo habla de los emperadores de Roma como de fictoihüs en B J, 111.351; IV .596; V.5(¡3
En V.58 llama incluso a Tito ó fictoikevs (cf. § 60), aunque éste para entonces sóio era César (y,
naturalmente, Vespasiano estaba todavía vivo cuando escribía Josefo). Habla también de la jSo'o-iXeía de
Vespasiano (V.409) y utiliza ei verbo fiaoikeiáv en L5 y IV .546 para designar a ios aspirantes ai trono
imperial en 68-69 d.C . Por io que yo puedo ver, Josefo no utiliza un lenguaje semejante en sus demás
obras. ¿Tal vez se deba ello a que la Guerra de los judíos fue escrita originalmente en arameo? (Véase
BJ, 1.3; pero naturalm ente el BJ es mucho más que una mera traducción y probablemente incluya una
gran parte de pasajes reescritos.)
17. De ios discursos de Dión Crisóstomo, los n .cls í-íV se titulan Sobre el rey, y el n.° LVI
Agamenón, o Sobre el rey; el n.° LXII es Sobre la realeza y la tiranía; y cf. Diogenes, o Sobre la
tiranía. En varios de ellos se considera claramente que ei gobierno del emperador romano es una forma
de fiaoiXtía, y en e.g. LXIL1 se dirigen concretamente al emperador, seguramente Trajano, las pala
bras fiaoikeveiv ... &oirtQ av. En VIL 12 (el «Discurso euboico»), se nos hace ver que el campesino se
refiere al emperador llamándolo 6 fiaoikevs.
18. Para la fecha de Dión Cris., XXXI, véase A. Momigliano, en JRS, 4i (1951), 149-153. La
referencia de XXXI. 150 es a Nerón (compárase el § 110: tüv aÜToxQctTÓQuv rts), lo mismo que la de
LXXI.9.
19. E.g. Jn ., XIX. 15; I Tim,, ii.2; I Ped., ii. 13 (cf. 14); y esp. Rev., XV1L10.
20. Dión Casio (la mayor parte de cuya Historia se escribió en el primer cuarto de] siglo m)
utiliza habitualmente aÚToxQáruQ para designar al emperador; pero Herodiano (que escribió aproxima
damente a mediados dei siglo ni) y Dexipo (FG rH , IIA, 100, que escribió sobre todo entre los años 260
y 270) llaman regularmente aí emperador fiaaiktvs. Particularmente interesante resulta Dión, LUI. 17.
21. Tal vez valga la pena añadir una referencia a IG, V.i.572, procedente de Esparta, en donde
Gordiano III es tov Beoetoéorctrov fiaaikéa aÓTongáToga K aiaago: (239-244 d.C.).
22. Véase Ostrogorsky, H BS\ 106-107; Averil Cameron, «Images of authority [etc.]», en Pasr &
Present, 84 (1979), 3-35, en 16 y su n. 58.
23. Sobre Juan de Lidia, véase brevemente, A. Momigliano, en OCDL 630, s. v. «Lydus»; y
Jones, SRG L, 172-174; LRE, 11.601-602, etc. La edición estándar es la de Teubner, de R. Wuensch
(Leipzig, 1903). Existe una traducción inglesa de T, F. Carney (Lawrence, Kansas, 1971).
24. El relato más largo que tenemos del asesinato de Gayo y de la subida al trono de Claudio es
Jos., A J , X IX .37-273 (véase esp. 115, 158, 162, 187-189, 224-225, 227-228, 229-233, 235, 249-250, 255,
259-261, 263); cf. BJ, 11.204-214 (esp. 205); Suet., Claud,, 10.3-4; Dión Cas., LX á, esp. §§ 1, 4. Jos.,
A J, XIX. 187-188, había de la república como de una b-qfioxQaría (cf. 162, y compárese BJ, 11.205:
cíqlotoxQctTice), y dei principado como de una Tvgavvís (desde el punto de vista de ios senadores), y de
su contrario como de to áfiaoi\evTov: en id. 227-228 ios emperadores son tvqcuppol y su gobierno
bovXtía, de nuevo en opinión del senado (el pasaje que sigue, y que trata de la actitud del otj/íoí, es
citado en el texto de la sección de este mismo capítulo, inmediatamente después de ia referencia a su n.
34).
25. E.g. xeXevai, línea 58 (del edicto III); x u \v a j, líneas 54-55 (del edictc II); ágéoxei (líneas 67,
70 dei edicto IV). Los edictos están traducidos al inglés por Lewis y Reinhoid, R C , 11.36-42, n.° 9.
26. Líneas 13-14, cf. 36-37 (del edicto I). Yo diría que habría que considerar como una simple
muestra más de tacto, calculada con la intención de agradar a todos los miembros de] senado, ei que
todos (o casi todos) los emperadores, de Nerva a Septimio Severo, juraran, en e3 momento de acceder
al trono, no m atar a ningún senador: véase A. R. Birley, «The oath not to put senators to death», en
CR, 76 - n. s. 12 (1962), 197-199.
27. Véase Jones, L R E , 1.132-134, 144, 331-332; 11.527-528, 554-556.
28. Véase Jones, L R E , 1.24-25, 48-49. No he podido leer Lukas de Biois, The Policy o f the
Emperor Galüenus (Leiden, 1976).
29. Compárese H. W. Pieket, «Domitian, the Senate and the provmces», er¡ M n e m o n 14
(1961), 296-315, esp. 301-303, 314-315. Una visión menos hostil del reinado de Domiciano que ia que ha
solido ser la habitual, la han adoptado otros autores recientes, e.g. T. A. Dorey, «Agrícola and
Domitian», en G&R, 7 (1960), 66-71: K. Christ, «Zur Herrscherauffassung. u. Politik Domítians.
Aspekte des modernen Domitianbildes», en Schweizer Ztschr. fü r Gesch. [Zürich], 12 (1962), 187-213;
B. W. jones, «D om itian's attitudes to the Senate», en A JP , 94 (1973), 79-91.
n o ta s (V I. v i , p p . 4 4 1 - 4 5 1) 729
30. Véase e.g. Jones, L R E . Index, s. v., «defensor civitatis», especialmente I .] 44-145, 279-280
(junto con III.55, n. 25), 479-480 (junto con III.134, n. 20), 517 (con IIL148, n* 308); 11.726-727 (con
III.229, notas 31-32), 758-759 (con 111.2-42, notas 104-105). Véase también, más brevemente, Stein,
H BE, P.i.180 (junto con ii.512, n. 123), 224-225, 376-377. Los textos más interesantes son C Th ,
Lxxix.1-8; XI.viií.3; X III.x i.30; Nov. M a j o r III; CJ, I.iv .1-11 (los vindices introducidos por Anastasio
I probablemente representen una política similar). Debo añadir que poco tiempo antes de que Valenti
niano y Vájente hicieran que el cargo de defensor civitaüs fuera general, se encuentran defensores en
algunas provincias orientales; y da la casualidad de que poseemos un registro notablemente detallado de
algunos procedimientos presentados ante ei defensor civitaiis de Arsínoe en Egipto, en 340 d.C.: SB , V
(1955), 8246 = P. Coi. Inv., 381-182; el texto completo, con trad. ingl. y no taslo da C. J. Kraemer y
N. Lewis, «A referee’s hearing on ownership», en T A P A , 68 (1937), 357-387.
31. Así Cardascia, A D CH H , 3 30, n. 1. ^
32. Con Sal., B J, 41.8; cf. César. BG, VI.22.3 (los germanos intentan evitar que los potentiores
echen a los humiliores de sus tierras). Y véase Horacio, Epod., IL7-8 (los superba civium poientiorum
¡imina); Livio, III.65.8 (humiliores/potentiores); Vel. Pat., II. 126.3 (potens/hum ilis o humiíior, durante
el reinado de Tiberio); Tác., A n n ., X V.20.1 (ut solent praevalidi provincialium et opibus nimiis ad
iniurias minorum elati); Plinio, Ep., IX .v.2-3 (gratiae potentivm ); D ig., I.xviii.6.2, para las Opiniones
(probablemente de los años 220-230) atribuidas a Ulpiano (para el gobernador provincial debía de ser
una cuestión de conciencia velar por ello, ne potentiores viri humiliores imuriis adficianty, cf. también
ios dvvaroí en EL Aris., A R om a, 65, y Dión Cas., LII.37.6~7.
33. Uno de los textos griegos más antiguos que estudian la m onarquía, a saber, el Económico
(XXL 12) de Jenofonte, dice que para que un hombre se gane la obediencia voluntaria de los demás,
deberá tener cualidades divinas: es 6¿Íoi> r'o l6ekóvTí¿v mientras que r'o áxóvTup rvQávvtiv
acaba en una vida como la de Tántalo, de quien se decía que pasó en eí Hades la eternidad, ansioso de
una segunda muerte.
34. La teoría de Mommsen queda bien resumida en Jolowicz y Nicholas, H IS R L \ 342-344, con
ias citas. Los especialistas en derecho constitucional se inclinan, naturalmente, más que los historiadores
a tomar en serio los principios declarados de una constitución, por mucho que-en la práctica resulten
falsos. De ese modo, un destacado especialista en derecho rom ano, Fritz Schulz, llegaba a decir que la
restauración que hizo Augusto dei «estado libre, la ¿ibera res publica (en contraposición con ia m onar
quía absoluta, ia dom inatio) ... no era ningún intento estúpido de engañar al pueblo, sino que, conside
rada desde un punto de vista jurídico, era la pura verdad» (P R L , 87-88). Según Schulz, de nuevo, «el
estado romano durante eí principado constituía un cuerpo colectivo libre, pues el principado no era
ningún dominado» (PRL, 341); pero para dar apoyo a esta teoría, Schulz pasa a citar unos pasajes
aislados de Plinio en su Panegírico (141, n. 2), si bien señala que «Plinio en sus cartas se dirige siempre
a Trajano llamándolo simplemente dom inus», término que «se cuida mucho de evitar» en eí Panegirice.
Cf. también la frase de Schuiz en la que dice «para el que no se sepa apreciar las distinciones jurídicas,
ios romanos tendrán que seguir siendo incomprensibles; ias exposiciones romanas, bastante honradas*
pero limitadas a su significado en derecho, no podrán parecerle más que solapada hipocresía» (PRL,
144). Aunque yo hava sido abogado antes, no puedo apreciar los puntos de vista de Schuiz.
35. Para quienes quieran examinar el pensamiento m onárquico tardío en el occidente latino existe
una vasta bibliografía. A. J. Carlvle, A History o f Medioeval Political Theory in the West, F (1927)
sigue siendo una mina de información útilísima. Un libro reciente que trata brevemente, pero muy bien
de los comienzos de! período medieval es W alter Ulímann, A History o f Political Thoughi in the Middle
Ages (Pelican Hisí. o f PoL Thought, Vol. 2, 1965, reedición aumentada de 1970).
36. Ello mismo vale, como indica Brunt, para ia llamada «Tabula Rebana» (E /J2, 94a),que is
llama una rogatio (línea 14, etc.), pero se presenta también en form a de senatus consultum .
37. Cf. Inst. J., í.ii.5; Ulpiano, en Dig., I.iii.9. Pomponio (¿solemnemente o de form a irónica?)
atribuye también 1a institución del propio principado a la dificultad que tenía ei senado de atender como
es debido a todo: nam senatus non perinde omnes provincias probe gerere patera: (Dig., I.ii.2.ÍI).
38. Esto levanta muchas disputas, sobre las cuales véase e.g. Jolowicz y Nicnoias, HISRL ,
359-363; Zulueta, Inst. o f Gaius, IL20-23; Berger, EDRL, 681.
39. En Dión Cas., LUI. 18.1, el historiador pienss claramente en las palabras latinas ¿egious
solutus est. Y añade que los emperadores tienen todo lo que corresponde a los reves menos ia vaciedad
del título.
40. Dión Cas., LX V Iíl.2.1, no se molesta en citar ninguna lex.
41. Para la aparición de hipódromos en el oriente griego, más tarde de lo que se ha solido decir,
véase Cameron, CF, 207-213.
730 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
42. Debemos señalar, por supuesto, que Baynes se refiere no a la «elección» por el pueblo, sino
sóio a su «aclamación». H abia, sin embargo, de «pueblo» —término difícil mente adecuado para la se q>
impe
fracción insignificante del «pueblo» que pudiera reunirse, acaso en el circo, en determinadas ocasiones
habr
{un investigador de mercado del siglo xx no se preocuparía ni de llamarlos «muestra seleccionada al
azar» del «pueblo»}.
stor.
43. Baste citar a Amm. M arc., XVI.xii.64; X X .iv.14-18; XXV.v. 1-6; XXVI.i.ii; XXVILvi. 10-16-
XXX.x.4-5; cf. XV.viii.1-18; asimismo v .15-16; X X V I.vi.12-18; vii.17.
temí
44. «Senientiam m iiilum secuta patrum consulta», Cf. XL25.1, en donde una decisión senatorial
deve
seguía obedientemente «la oraüo principis».
481'
45. R. Syme, Em perors and Biography (1971), 242-243, piensa que esta invitación es ficticia.
K ur
46. Me parece a mí que el mejor estudio es el de Bury, H L R E -, I I . 16-18, seguido por Jones, p~r
L R E , L267-268. Véase también Stein, H B E , 11.219-220; A. A* Vasiíiev, Jusiin the First (Cambridge, j^¡
Mass., 1950). 68-82. El poder de! senado de Constantinopla tal vez empezara a revivir durante el
siglo v i i , como demuestra especialmente su destitución de Heraclonas y M artina en 641 (véase Ostro- te c
gorsky, H BS1, 114-115); pero para entonces se acaba ya el período del que se ocupa este libro. Vale la 96 (
pena señalar aquí la fuerza que tuvo el papel de los senadores, ya en 560, a la subida al trono de Justino
II, según nos cuenta el poema de Corippo que trata de ese tema (y que luego mencionaremos en el texto pru
y al comienzo de la próxim a n. 79), 11.165-277; véase el excelente comentario que viene en ía edición de
Averil Cameron (siguiente n. 79), 165-170. con todas las citas a la bibliografía moderna.
47. Véase e.g. Jolowicz y Nicholas, H ISR L 3, 341-344. Hay mucho material útil en el capítulo
sobre la sucesión en el principado de De Martino, S C R ÍV.i.403-431. em-
48. Cf. Tác., H ist., 11.55 (Vitelio). ple
49. Cf. Liban., O rat., X XV.57, en donde la fiaoikúa, aunque constituye el cargo máselevado, se uú!
halla sometida a la ley; y otros pasajes.
50. Entre otros muchos ejemplos del tema de los emperadores que se habían sometido (o se iban
a someter) a las leyes está Claudiano, De IV Cons. Honor. A u g ., 296-302, de un panegírico pronuncia- tóí
do en 398, sobre el cual véase Cameron, Claudian„ 380 ss.
51. Entre otras constituciones imperiales que anatematizan ia desobediencia a la voluntad impe- qu
rial llamándola sacrilegium están CTh. Vl.v.2 (= CJ, XIi.vui.I-); xxiv.4 (= CJ, XILxvii.l): VÍLiv.30 je;
(= CJ, XILxxxvii.13); y otros ejemplos que da Jones, L R E , IIL60, n. 1 . en
52. Así Robert Browning, Justinian and Theodora (1971), 69, parte de un pasaje (65-69) que
constituye ia mejor introducción que conozco para los no especialistas en Bizancio a la extraordinaria Es
historia de Teodora. Pero Gibbon está en su mejor momento en DFRE, IV.212 ss., esp. n. 26. [Véase Ai
ahora también Alan Cam eron, «The house of Anastasms», en G R B S, 19 (1978), en 271, que hace unos re
comentarios muy interesantes a CJ, V.iv.23, y que hace referencia (en la n, 30) a un artículo de David er)
Daube, en donde se destaca cómo «todos los detalles de la ley se adaptan al dilema particular de ce
justiniano y Teodora».] de
53. Dig., Lili.31; XXXÍ1.23; Inst. J., Il.xvíi.S; CJ, VLxxiií.23, se incluyen todas en eí contexto II
de las leyes matrimoniales y testam entarias. fí
54. Cf. otras partes del mismo articulo: NH, 14, 32*33 = RE, 62, 80. ]No me extraña ía réplica
que hace a Jones C. H . V. Sutheríand, «The inteiligibility of Román imperial coin types», en JRS, 49 G
(1959), 46-55, sobre ei cual véase M. H, Crawford, en Jones. RE, 81 (primer párrafo). fi
55. Juan de Éfeso, H E , IIL14: véase The Thirá Fart o f the Eccl. Hist. o f John, Bishop o f ir
Ephesus (trad. ingl. del siríaco realizada por R. Payne Smith, 1860), 192, y la transcripción latina de la
misma obra, loannis Ephesini Hist. Eccl.. Pars Tenia = Corp. Script. Christ. Orient., Ser. Syri, 55, ed. 1;
E. W. Brooks (Lovaina, 1936, reimpr. 1952), 104. l'í
56. P. M. Bruun, The Rom án Imperial Coinage (ed. C. H. V. Sutheríand y R. A. G. Carson), r
VII, Constantine and Licinius A . D. 313-337 (1966), 33, n. 3. v
57. Véase ei Catalogue o f the Byzamine Coins in the Dumbarxon Oaks CoUection and in the c
Whittemore Collection, ILi, de Philip Grierson (Washington. D. C., 1968), 95. Las monedas quedan
ilustradas en ei mismo Catalogue, I (1966), de A. R. Beliinger, lámina XLIX, n.° l-8b (véanse las e
páginas 198*200), y lámina LX, n.° 2-7. 4 (véanse págs. 266-269). Entre los múltiples pasajes literarios 1
que dan testimonio dei interés de ios gobernantes de ía Antigüedad por acuñar moneda con sus nombres
y /o retratos, tenemos a Procopio, Bell., Vii (Goth., III).xxxiii.5-6. Tal vez sóio tendría que mencionar
un pasaje bastante ridículo de la Crónica (exvi.3} de Juan de Niciu (sobre ei cual véase VIILiii, y su n. 1
32). Según éste, algunos decían que la muerte del emperador Heraciio, acontecida en 641, se debió a
que había acuñado monedas de oro con ias figuras de ios tres emperadores, él y sus dos hijos (cosa que,
en efecto, hizo), sin dejar así espacio para «ei nombre del imperio romano»: [ras la muerte de Heraciio,
notas (V I.vi, pp . 451-462)
se quitaron las tres figuras. "Yo lo encuentro absurdo e ininteligible: efectivamente, «ei nombre ae!
imperio romano» no aparece en los cuños romanos, pero en el reverso de las monedas de Heraclio
habría habido todo el espacio que se quisiera, aunque el anverso estuviera totalmente ocupado.
58. Véase N. J. E. Austin, «A usurper’s ciaim to legitimacy: Procopius in A. D. 365/6», en Riv.
síor. dell’A n t., 2 (1972), 187-194, en 193, con todas las referencias necesarias.
59. No puedo dar aquí una bibliografía adecuada. Todo el que no esté ya familiarizado con el
tema, podrá empezar leyendo ia obra maestra que constituye el capítulo de A. D. Nock, «Religious
developments from the cióse of the Republic to the death of Ñero», en C A H , X (1934), 465-511. esp.
481-503. Se trata del culto imperial, por supuesto, en los manuales de religión griega y romana, e.g.
Kurt Latte, Rómische Religionsgeschichte (Munich, 1960), 312-326; M. P. Niisson, Gesch. der grieck.
Religión, IP (Munich, 1961), 384-395, junto con 132-185, sobre ei trasfondo griego. Hay mucho mate
rial en L. Cerfaux y J. Tondriau, Le cuite des souverains dans la civilisaiion gréco-romaine (Tournai.
1957). La obra más reciente es L e cuite des souverains dans l ’Empire romain - Eniretiens sur ¡’antiqui-
té ciassique, 19 Fondation H ardt (Vand oeuvr es/Ginebra, 1973); cf. la reseña de T. D. Bames, en AJP..
96 (1975), 443-445.
60. Sería buena cosa determinar hasta dónde llegaban las «familias» en este terreno. Véase e.g. el
prudente edicto de Germánico, SP, II, n.° 211, líneas 31-42.
61. Christian H abicht, en Eniretiens H ardt, 19 (1973), 33 (véase el final de la anterior n. 59).
62. No conozco ningún texto que resalte suficientemente esta diferencia, aunque un autor griego
habría utilizado una terminología ligeramente distinta para designar las apelaciones a ios dioses y a los
emperadores respectivamente: e.g. El. Arist., XIX (Ep. de Sm yrn.), 5, que utiliza e ú x ó f i r fa : para ias
plegarias a los dioses y Beófiedcx para las peticiones a ios 6élc>to¡tül i x g x o v T e s , aunque de pronto pasa a
utilizar óñadai para ias peticiones de favores «de los dioses y los hombres».
63. Tác., H ist., IV .81, cf. 82; Suet., Vesp., 7.2-3; Dión Cas., LXVL8.1.
64. Cf. Nock, D J , 118, n. 28 = ERA W, 11.838, n. 28: «Los milagros de Serapis constituían un
tópico en Alejandría».
65. En Luciano, Philops., 11 (probablemente escrito a finales de la década de 160), el enfermo
que fue curado milagrosamente recoge su jergón y se lo lleva: también nos recuerda a los milagros de
Jesús que aparecen en Me., II.3-12 ~ Mt., IX .2-7 = Le., V .I8-25 (Galilea), y Jn., V.2-16 (Jerusalén),
en donde, en cada caso, el hombre curado se va con su xQÓíPPaQa1; / x XÍvtj/ xXivíóiai’.
66. Yo llamaría la atención sobre Dión Cas., LV.10.9, en donde ios «Juegos» (¿7 üh< tepós:
Estrabón, V.iv.7, pág. 246) establecidos en Neápoiis de Campania en 2 a.C. (o 2 d.C.) en honor de
Augusto, celebrados cada cuatro años, dice Dión que se establecieron nominaimente en gratitud a 1a
restauración de la ciudad que hizo Augusto tras un terrem oto, pero en realidad porque «intentaban
emular, en cierto m odo, las costumbres griegas» (cf. LX.6.2). Se incluían en ellos certámenes dram áti
cos: Suet., Claud., 11.2, recoge el hecho de que el emperador Claudio produjo en ellos una obra. Uno
de los últimos actos del propio Augusto fue presidir estos Juegos (Dión Cas.. LVL29.2; Vel. Pat.,
ÍL 123.1; Suet., A u g ., 98.5). Conocidos como los 'IraKtxh ‘P maala "Lefiara ícíoaviltíic:, fueron muy
famosos, y, desde luego, muy influyentes en la expansión de estas costumbres por occidente: véase G.
Wissowa, Religión u. K ultus der RÓmer2 (Munich, 1912), 341-342, n. 10, 465, n. 1; R. M. Geer. «The
Greek games at Naples», en T A P A , 66 (1935), 208-221 (en donde se defiende 2 d.C. como fecha de su
fundación). Me gustaría mencionar también aquí el útilísimo capítulo, titulado «Provincial assembiies
in the western provinces of the Román Empire», en Larsen, R G G R H . 126-144, que se suele pasar por alto.
67. Bastaría hacer simplemente referencia a W. Ensslin, en C A H , X II.358-359, donde se hallarán
las citas. Tal vez podría mencionar también ILS\ 629, en donde se dirigen a Diocleciano y Maximíano
llamándoles «Diis genitis eí deorum creatoribus dd. nn.». Las inscripciones latinas y ias leyendas de ias
monedas municipales llaman a veces a los emperadores deus sin más: para algunos ejemplos tempranos,
véase e.g. E /J 2, 106 (= IL S, 9495), 107 (el municipium rom ano de Stobi), 107a (una moneda de ia
colonia romana de Tarraco).
67a. Cuando ya había acabado este capítulo, leí ei animado y ameno capítulo de Keith Hopkins,
en sus -Conquerors and Slaves (1978), titulado «Divine Emperors or the svmbolic unity of the Román
Empire» (págs. 197-242). No está bastante bien informado y io afean varios; errores y conceptos
equivocados. Hopkins contradice (pág. 227) la opinión que yo he expresado en el texto: hace referencia
al artículo de Millar (ÍCP), pero demuestra su incapacidad para refutarlo. En is, misma página cus.
también a Tertuliano, A p o l., 10.1, ayudando así a echar por tierra sus propios argumentos, pues eí
cargo que menciona Tertuliano no tiene que ver directamente con el «cuito a! emperador»: se presenta
a ios romanos como si les dijeran a ios cristianos «no adoráis a los dioses: no ofrecéis sacrificios a ios
emperadores». P or ello la siguiente frase de Hopkins es un non sequiwr. Y su falta de familiaridad con
732 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
110*111, donde Jones llam a al pasaje, parte dei cual he citado en, el texto, «clave de ia postura religiosa
de Constantino en su totalidad».
77. Léase al menos Euseb., T r i a k o n t 1.6; II.4, 6; III.4, 6; V.4; VI. 1-2; VIL 12; X .6, 7; X L l;
XVI.4-6. Los pasajes más importantes son tal vez 1.6 fin; III.6; X.7. La obra más provechosa que hay
en inglés acerca del Triakontaeterikos es Baynes, BSO E, 48, 168-172. Y véase e) último párrafo de V.iii
y sus notas 62-63. En el texto me he centrado sólo en Eusebio y no he intentado recoger más material
de comienzos del sigio iv, aportado recientemente por haber influido en sus puntos de vista o ai menos
por presentar paralelos cor ellos, como es el caso de A tan., Contra Gentes, 38.2-4; 43.3-4 (probable
mente escrito ya en 318), a partir del cual la existencia y necesidad de la monarquía en este mundo, que
comporta la armonía universal (pues «el gobierno de más de uno» sería «ei gobierno de ninguno»), se
utiliza como argumento para postular un solo dios, y viceversa.
78. La constitución Deo auctore está editada en la edición estándar dei Digesio (= Corpus Juris
Civilis, I.ii.8-9), y con ella ias constituciones conocidas como Omnium y Tanta. Todas ellas están bien
traducidas al inglés por C. H. M unro, The Digest o f Justinian, 1 (1904), xiii ss. Mi propia versión
aparecerá en breve en la traducción completa del Digesto, editada por Alan W atson, que está a punto
de ser publicada por la H arvard University Press. El estudio del Corpus Iuris Civilis ha avanzado
mucho gracias a la publicación del libro de Tony Honoré, Tribonian, en ei año 1978.
79. Fiavío Cresconio Corippo, In laudem lustini Augusti m inoris, ed. Averil Cameron (1976). El
comentario contiene mucho material de interés para todos los que estén interesados por el principado
romano y el Imperio tardío. No puedo ahora más que mencionar brevemente algunos otros textos
relevantes, tales como I) la Ekthesis de Agapito (Expositio capitum admonitoriorum, en MPG,
LXXXVL1164-1185), sobre la cuai véase Patrick Henry, «A m irror for Justinian: The Ekthesis of
Agapetus Diaconus», en GRBS, 8 (1967), 281-308; y brevemente Dvornik, ECBPP, II (1966), 712-715;
hay extractos en trad. ingl. de Ernest Barker, Social and Política! Thought in Byzantium from Justinian
I to the Last Palaeologus (1957), 54-63; y 2) la obra anónim a, Ileet ToXmxTjs (De scientia
política), ed. A. Mai, Scriptorum Veterum nova collectio, II (Roma, 1827), 590-609 (con un nuevo
fragmento, ed. C. Behr, «A new fragment of Ciceró’s De república», en A JP , 95 [Í974], 141-149); y
véase Barker, op. cit., 63-75, para un resumen en inglés: esta obra puede ser o puede que no sea a) el
tratado perdido, ü e g l 7roXireím (o FIe(H ttoXmxíjs), mencionado por Focio, Bib!., 37, en M P G ,
CII1.69, y/o tí) el tratado perdido, Üéqí irokiririxT]^ x arciará otus, de Pedro e! Patricio, mencionado en
el Lexicón Suda, s. v. üérgos 6 qtjtüjq, 6 Máylargos (ed. A. Adler, IV [3935], 117): véase V.
Valdenberg, «Les idées politiques dans les fragments attribués á Pierre ie Patrice», en Byzaniion, 2
(1925), 55-76 (que sigue a Mai al atribuir la obra anónim a a Pedro, probablemente sin ninguna
justificación); y brevemente Dvornik, ECBPP, 11.706-711. Me habría gustado encontrar algún parangón
a una obra escrita inmediatamente antes de mediados del siglo vi por Juan Filópono, De opific. m und¡,
VI. 16 (pág. 263, ed. W. Reichardt, Leipzig, 1897): este pasaje brevísimo es único (por lo que yo he
podido ver) en la literatura que se conserva de los escritores cristianos del imperio rom ano tardío por
cuanto rechaza la extraña, pero corrientísima glorificación de la realeza y por decir explícitamente que
tiene orígenes humanos y que es algo que no es óvoixoiy sino sólo fíeaet. El historiador pagano Zósimo,
que escribió en las dos décadas siguientes a 498 (véase esp. ia introd. a la edición Budé, obra de
Frangois Paschoutí, de los libros I-II, págs, XII-XX [esp. XVII], 132-133, n. i 3), contiene, desde iuego,
una clara denuncia contra el principado a partir dei propio Augusto —pues para él constituía, por
supuesto, una m onarquía absoluta— como forma de gobierno (Lv.2-4): se opone, sobre todo, a io
inmenso de su autoridad (su &Xoyos ¿^ouaía', § 3 fin .). «Te desafío a encontrar una condena tan fuerte
de la m onarquía en sí como forma constitucional en cualquier otro escritor antiguo», dice Lellia Cracco
Ruggini, «The Ecclesiastical Historíans and the Pagan Historiography: Providence and Miracles», en
A thenaeum , n. s. 55 (1977), 107-126, esp. 118-124, en 120. Eí mejor estudio reciente que he podido leer
de Zós., Lv.2-4, es ei de Fr. Paschoud, «La aigression antim onarchiaue du préambule de 1’Histoire
nouvelle», en Cinq études sur Zosime (París, 1975). 1-23. El m ejor estudio general de Zósimo es hoy día
el de Paschoud, «Zosimus (8)», en R E :, X .a (1972), 795-841, y su introd. al vol. í de su edición Budé,
citada anteriormente.
80. Véase Cam eron. op. en. íen ia anterior n ."79), 18£.
81. En io que sigue, limitaré, por conveniencia, mis citas principalmente a dos importantes
artículos publicados (con una bibliografía muy completa) en 1978 y 1979, cuyos puntos de vista encuen
tro afines a los míos: Averil Cameron, «The Theotokos in six-century Constantinople», en JTS, n. s. 29
(1978), 79-108; e «Images of authority: elites and icones in late six-century Byzantium», en Fas i &
Present, 84 ("agosto 1979), 3-35.
734 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
82. Ei papel de la Virgen tal vez nos recuerde a Atenea Próm acos en Atenas durante el siglo v
a.C.: Véase Cameron, art. cit., (1978), 103, n. 4.
83. Véase Cameron, art. cit. (1978), 84, 96-103, 104; y (1979), 11, 18 (y notas 70-73), 19-24,
32-35. Naturalmente, «el em perador bizantino fue siempre visto en un contexto religioso»; pero se ha
argumentado que el reinado de Justino II representa «una especie de punto de flexión en la ideología
imperial», y que a partir de entonces, por lo menos, resulta difícil separar 3o «imperial» de io «religio
so» (idem [1979], 15 y n. 54).
84. Cameron, art. cit. (1978), 81-82, cf. 99-105, 108; asimismo (1979), 4-5, 22-28, 30-31.
85. Véase Averíl Cameron, art. cit. en la anterior n. 81 (1979), 15, con su n. 53.
86. A veril Cameron, art. cit. (1978), 99, con sus notas 2-3 (cf. 106-107), 108.
87. Cito de un análisis (en general, excesivamente generoso, creo yo) del pensamiento político de
san Agustín, realizado por Norman H. Baynes, The Political Ideas o f Si. Augustine’s De Civitate Dei
( - Histórica! Assocn. Pamphleí, n ,0 104, Londres, 1936), 9: «En la intención original de Dios, no fue
creado el hombre para ejercer dominio sobre el hombre: éste es el punto de partida de san Agustín: pero
esa intención original fue frustrada por el pecado del hombre: con este cambio de condición es con lo
que Dios se encara, y para enfrentarse al pecado el gobierno coercitivo tiene a la vez un puesto punitivo
y terapéutico. Como reacción ante el pecado, hasta eí estado terrenal tiene una relativa justificación; no
empuña la espada en vano. En último término, los caminos del Señor van más allá de nuestro entendi
miento: elige los gobernantes que el hombre como hombre merece. Así, un tirano, como Nerón,
ejemplo tradicional del gobernante del peor tipo imaginable, es nom brado por la divina Providencia,
Como los gobernantes han sido elegidos por la divina Providencia, los siervos de Cristo están forzados
a tolerar el estado más maio y más cruel, y podrán hacerlo dándose cuenta de que en la tierra no son
más que peregrinos, y que su casa no está aquí, sino en el Cielo» (este pasaje ha sido reeditado en
Baynes, BSOE, 295-296). Es una pena que no podamos pedirle a Agustín que nos explique, dado que la
divina Providencia eligió a Hiiler como gobernante, si hay algún punto, fuera de la esfera ae la religión,
más allá del cual esté justificada ía resistencia a sus órdenes más crueles (e.g. el exterminio de los judíos).
88. El primer especialista, que yo sepa, que le dio im portancia a ia idea de pópot Ifiij/vxos como
elemento de las teorías helenísticas de ía monarquía fue E. R. Goodenough, «The political philosophy
of Hellenistic kingship», en YCS, í (1928), 55-102, esp. 59-61. Su teoría de que los tratados sobre la
realeza de Diotógenes y de un par más de pitagóricos fueron compuestos a comienzos de! período
helenístico ha sido aceptada por algunos otros especialistas, incluido, e.g., Tam; Francis Dvornik,
ECBPP, passim . esp. L245-252; y Holger Thesieff, A n Introduciion to the Pythagorean Writings o f the
Hellenistic Period (Abo, 1961), 50 ss., esp. 65-71. Pero no conozco ningún testimonio seguro de la
existencia de estos tratados ames de ias citas que a ellos hace Estobeo (probablemente a comienzos del
siglo v): para «Diotógenes», a este respecto, véase Estob., A n th o l., IV.vii.61 (ed, Hense, IV.263, 265).
Además de Diotógenes, Filón y Justiniano (citados ya en el texto), las principales referencias son
Musonio Rufo, fr. 8 Hense (y Lutz: véase ILvi y sus notas 28-29), apud Estob., A n th o l., IV.vii.67 (ed.
Hense, ÍV.283); P lut., M or., 780c; Temist., Orat., V (Ad Jovian.), 64b; XVI (C h a r i s í 212d. Fritz
Taeger, Charisma, 1 (Stuttgart, 1957), 80 y n. 114, 398-401; II. (1960), 622-625; y «Zur Gesch. der
spátkaiserzeitlichen Herrscherauffassung», en Saeculum, 7 (1956), 182-195, er¿ 189 ss., dataria a Diotó
genes y los demás como muy tarde a mediados de! siglo Iíí; Louis Delatte, Les Traites de ia Royauté
dEcphante, Diotogéne ei Sthénidas (Lieja, 1942), da bastantes argumentos a favor del siglo ¡ o quizá el
n (para un buen resumen de las conclusiones a las que liega Delatte, escrito en inglés, véase M. P.
Charlesworth, reseña en C R , 63 [1949], 22-23). Para la teoría de que la noción de vó^os ^ v x o s cobró
importancia en e! pensamiento político, como ¡ex animata, sólo durante ía Edad Media, véase Arthur
Steinwenter, «Nó^or ífi^vxos: Zur Gesch. einer poiií. Theorie», en A nz- A k . Wien, Phil-hist. Klasse, 83
(1946), 250-268.
89. No hay nada comparable en el Digesto. Compárese, e.g.., ia declaración de Marciano acerca
de la ley pretoriana: «Mam et ipsum ius honorarium viva vox est iuris civilis» (í.i.8),
90. Véase esp. Millar, E R W , 594-595, que acaba admitiendo que «es claro que un tercer partido
Je informó de la situación». Hay algunos errores y omisiones en el relato que hace Miliar: e.g. no señala
el pape! —enormemente significativo, sin duda— del funcionario imperial Filúmeno (presumiblemente
magister officiorum) en ei concilio de Ni cea. revelado por un fragmento (no descubierto hasta este siglo)
de) historiador arriano Filostorgic, HE, I.9a; y dice que «en Nicea ... Eusebio de Nicomedia, Teognis
de Nicea y sus seguidores, así como el propio Arrio, fueron.desterrados por mandato imperial» (ERW,
598), mientras que está bastante claro no sólo por Filostorgio (HE, 1.9, 9c, 10), sino también por la
carta de Constantino a los njeomedios (en Gelas., HE, III, App. LIS y ss., esp. 16 = Teod., HE, Lxx.5
ss., esp. 9), y por Teodoreto (HE, I.vii. 15-16; víii.17-18), Sozómenc (HE, Lxxi.3, cf. 5; ÍII.xix.2), e
notas (V I.vi, pp. 467-473) 735
incluso Sócrates (HE, I.ix, esp. 4, contra viii.33-34), que el exilio de Eusebio y Teognis tuvo lugar más
tarde, probablemente tres sigíos más tarde, según declara Filostorgio, HE, LIO. El hecho de que
Constantino desterrara efectivamente a estos obispos algún tiempo después dei concilio de Nicea, en eí
que se habían salvado de la condena al suscribir formalmente el credo aprobado por ei concilio, es algo
que, naturalmente, desconcierta a algunos historiadores modernos de la Iglesia, que son «ortodoxos»:
véase e.g. I. Ortiz de Urbina, Hist. des Concites Oecuméniques (ed. Gervais Dumeige}, Nicée et Cons
tan linopie (trad. francesa, París, 1963), 118.
91. Cf. ía adecuada nota de Gibbson, «el nombre de Cirilo de Alejandría es famoso en la historia
de ias controversias, y ei título de sanio es señal de que sus opiniones y su partido acabaron prevalecien
do» (DFRE, V.107).
91a. Das obras admirables de Klaus M. Girardet, que no leí hasta que había mandado a las
pruebas este capítulo, expresan unos puntos de vista bastante distintos, y que parecen muy cercanos a
los míos: «Kaiser Konstantius II. ais “ Episcopus Episcoporum” und das Herrscherbiid des kirchlichen
Widerstandes», en Historia, 26 (1977), 95-128; y esp. Kaisergericht und Bischofsgericht ( — Antiquitas,
1.21, Bonn, 1975}.
92. El propio Constantino dice, en su carta a los nicomedios, mencionada en la anterior n. 90,
que en Nicea lo único que le preocupaba era conseguir el objetivo de asegurar la ófióvoLa de todos
(Gelas., HE, App. L13 = Teod., HE, í.xx.5), Hay muchos más testimonios en este mismo sentido, e.g.
el final de la carta de Constantino a Eiafio, de 313-314, mencionada en la anterior n. 76; ei final de su
carta a Domicio Celso, de 315-316 (G ptat., Append. Vil ~ UED 2, n.° 23); y, naturalmente, muchos
pasajes de la carta al obispo Alejandro y a Arrio (Euseb,, Vita Constantini, 11.64-72), mencionada ya
en el texto.
93. Para los que todavía no están familiarizados con las fuentes, la mejor exposición de ias
relaciones de Constantino con las iglesias cristianas es ei libro de A. K. M. Jones sobre Constantino
(sobre el cual véase 1a anterior n. 76). Una obra fundamental es Norman H. Baynes, Constantine the
Great and The Christian Church (Raleigh Lecture on Hisrorv 1930, publicada en 1931), que puede leerse
ahora en su segunda edición, con prólogo de Henry Cbadwick (1972).
94. Véase B. Altaner, Patrology (1960, trad. ingl. de la quinta edición alemana, de 1958), 418;
ODCO, 797, s. v. «St. Leo I», corregido en ia segunda edición (1970) en «sus [dei papa] legados
hablaron primero en el concilio de Calcedonia» (pág. 811). Cf. G. Bardy, en Histoire de ¡’Égiise, ed. A.
Fliche y V. Martin, IV (París, 1948), 228 («se decidió, en definitiva, que Pascasino de Lilibea presidiría
el concilio, como había pedido el papa»), junto con 229, n. L
95. El texto latino puede enconirarse en CSEL, XXXV.ii.715-716. Hay trad. ingl. en Colé man -
Norton, RSCC, 111.987-988, n .ü 561.
96. Hay una buena traducción inglesa de ias obras de A ianasio en NPNF, 2nd Series, ÍV (1982),
ed. Archibald Robertson, donde podrá encontrarse ia carta de Osio en las págs. 285-286.
. 9 7 . La carta del papa Gelasio I aí emperador Anastasio í. de 494, es Ep., XII (véase esp. § 2). ed.
A. Thiei, Epist. Rom án. Pontif. G e n u i n LI (1867), 349-358; está también editada en E. Schwanz,
Publizistische Sammiungen zum Acacianischen Schima — A bhandl. der baver. Ákad. der Wiss., Pniios-
hist. Abt., n. F. 10 (Munich. 1934), en donde Ep., Xll es eí n .í: 8, págs. 19-24, en 20. Para ía teoría de
que la carta de Gelasio no es el nuevo punto de partida que muchos eruditos modernos creían, véase F.
Dvornik, «Pope Gelasius and Emperor Anastasias 1», en Byz. Ztschr., 44 (1951), 111-116. Vease
también Gaudemet, EER, 498-506.
98. Los que no tengan muchas ganas de perder el tiempo con Lucífero, hallarán un resumen muy
útil a sus ataques a C onstantino II en Setton, op. cit. (en la anterior n. 74), 92-97.
99. Véase T. D. Barnes, «Who were the nobilitv of the Román Empire?», en Phoenix, 28 (1974),
444-449. La teoría de Gelzer (que predominó durante tanto tiempo), de que en el principado sólo eran
los descendientes de ios cónsules republicanos los que se llamaban nobiles, ha sido finalmente refutada
por H. Hill, «Nobilitas in the Imperial period», en Historia, 18 (1969), 230-250.
100. Así Dión Cas., LIV.26.3; Suet., A u g ., 4L L da 1.200.000 HS.
101.Entre ios ejemplos conocidos se cuentan Tác., A n n ., I í . 37-38 (esp. 37-2, en donde Augusto
da un misión de HS £ M. Hortensio B o rtaic: y 3C.E. en donde Tiberio da 200.000 H S a cada uno de
ios cuatro hijos de un hombre): 1.75.5-7 (Tiberio da un millón de sestercios a Propercio Céler);
XIIL34.2-3 (Nerón da una pensión de 500.000 H S. ai año a M. Valerio Mésala Corvino, auibus
paupertatem innoxiam sustentaret, y del mismo modo da pensiones, cuyo valor no se nos dice, a
Aurelio Cotta y Haterio Antonino, quamvis per iuxum avilas opes dissipasseni); cf. X V .53.2. Véase
también Vel. Pat., II. 129.3; Suet., Ñ ero, 10.1; f■■'esp., 17; Dión Cas., LVI 1.10.3-4; Hist. A u g H a d r ..
736 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
7.9. incluso de Caracalla se dice que dio a junio Paulino un millón de sestercios: Dión Cas. J
L X X X V II.II.lM ed. Boissevain, III.384-385). ’’«M
102. Véanse los textos citados en VI.iii, n. 2. Para ei principado, véase IL S , 1317,, en donde a un me:
difunto de tres años io llama su padre en su inscripción funeraria eq(uiti) R(omano)\ e ILS, 1318, en im^
donde un hombre que erige una inscripción funeraria por su hijo se define a si mismo nalus eques
Romanus. II.i
103. Véase sobre todo este asunto Jones, L R E , 11.525-530. La frase de Hopkins (SyíS, ed. Finley,
105) de que «bajo Constantino ... los órdenes ecuestre y senatoria! se fundieron» en un «nuevo orden ^
det
ampliado (los clarissimi)» debería decir «empezó a fundirse». Es cierto que algunos puestos ocupados a
esc!
finales del siglo ni por caballeros empezaron a comportar rango senaioriaí (con el título dé darissimus),
OCI j
pero el principal grado ecuestre, ei de perfectissimus, siguió siendo bastante corriente hasta, por io
nar
menos, ía última década del siglo iv (en que se dividió en tres grados: CJ, XIII.xxiii.7, de 384). Para los
detalles, véase Jones, L R E , IL 525-528, con sus notas, esp. III. 150, n. 9, y 151, n. 12.
rea
104. Para esta fecha, véase Alan Cameron, «Rutilíus Nam atianus, St. Augustine, and the date of xa
the De reditu», en JR S, 57 (1967), 31-39.
cor
«Materialism and idealísm in the history of Negro slavery in the Americas», que debería ser particular
mente instructivo para todo aquei que se sienta inclinado a creer que el enfoque marxista de la historia
implica un «determinismo económico».
8. Véase e.g. A rist., P o l., V .l, i 301 a 3 1-33; 12. 1316b 1-3; y esp. VI.3, I.3í8al8-2G (citado ya en
II.ív).
9. Por ia R epú blica se conoce tan bien que casi no hace falta dar ningún ejemplo, pero véase e.g.
R ep., ÍI.369bc-371e, para la composición dei cuerpo de ciudadanos, y IIL412b-4I5d sobre quiénes
deberán mandar (y nada más). En ias L eyes, los ciudadanos tienen sus propias fincas (trabajadas por
esclavos, VII.806d), pero tienen prohibido dedicarse a ias artes, a ia artesanía, o a cualquier otra
ocupación: véase esp. V.74ie, 742a: VIL806d; VIIL842d, 846d-847a; XI.919c. Resuita difícil seleccio
nar pasajes concretos de ios argumentos que implica el P o lí ti c o , pero véanse ínter alia 259cd, 267abc,
267de-268d, 292b-293c, 294-abc, 298b-302a, 302a-303c, y esp. 289e-290a, 308c-309a. La ridicula falta de
reaiísmo de buena parte de este diálogo resalta sobre todo, acaso, en ia noción dei verdadero 6WtXíús
xot'i iro\iTLxb$, que gobierna con ei beneplácito de todos sus súbditos (276de).
10. F. D. Harvey, «Two kinds of equality», en Class. ei M e d ., 26 (1965), 103-146, con ias
correcciones y addenda en id ., 27 (1966), 99-100. Todas las fuentes importantes se citan allí por entero.
11. Eiaine Fantham, « A e q u a b iliia s in Cicero’s political theory, and the Greek tradiiion of propor-
tional justice», en C Q , 67 = n. s. 23 (1973), 285-290, en pág. 288 (al parecer este artículo se escribió
sin conocimiento de la obra de Harvey, citada en la anterior nota 10). Y véase C. Nicoiet, «Cicerón,
Platón, et le vote secret», en H istoria, 19 (1970), 39-66, citado por Fantham .
1 2 . Cf. Platón, P o lit,, 291e-292a: con la democracia, rb irXrf&os gobierna sobre ios dueños de ias
propiedades ya sea o éxovoíuis.
1. Véase esp. Platón, R e p ., V.469bc, 470bcd (nótese irokefiiovs ó ú a a ) ; cf. L e y e s , VL777cd (en
donde el consejo que se da de tener esclavos de distintas nacionalidades y que hablen diferentes lenguas
implica que la mayoría, si no ia totalidad, serán bárbaros); M e n ó n , 82ab (donde el esclavo que «es
griego y habla griego» ha nacido en casa, es obíoyeWjs. En P o lí ti c o , 262cde, Platón plantea el argumen
to puramente teórico de que no resulta provechoso separar una pequeñísima categoría de humanos,
llamándoles «helenos», y ju n tar a todos ios demás llamándolos «bárbaros», pues también se distinguen
unos de otros; y Schlaifer (GTSHA, 170 = Finley, [ed.]. S C A , 98) va mucho más allá ai decir que
Piatón «da aquí ia vuelta a la postura que había adoptado anteriormente en ia R epública y acoge ia
teoría de Antifón» (que niega cualquier diferencia de roíxm entre griegos y bárbaros).
2. Platón, P o lític o , 309a; cf. L e y e s , VL777e-778a, y otros pasajes. Y véase Morrov,’, P L S , 35, etc.
3. Vlastos, SPT, reed. en Finley (ed.), S C A , 133-148, cf. 148-149.
4. Como dice Vlastos (SPT, 289 = S C A , 133), «no hay ningún sitio en donde podamos encontrar
en Piatón una discusión formal de la esclavitud. Tenemos que reconstruir su opinión a partir de unas
cuantas frases casuales». Particu i ármente interesante es la manera en la que, tras hacer hincapié en que
en L e y e s , VL776b-777c, ia esclavitud constituye un problema muy escabroso. Platón se asusta del tema,
tras hacer unos cuantos comentarios bastante obvios (777c-778a). Y véase Vlastos,. «Does slavery exist
in Plato’s R epu blic1} », en C P , 63 (1968), 291-295, quien decide que «habrá que tener por concluyente la
respuesta afirmativa».
5. Véase esp. A rist., P o l. , 1.2, 1252a30~34, 1252b5-9; 4, 1254a]4-15; 5„ 1254al7-1255a3; VIL 14,
1333b38-1334a2, etc. Schlaifer, GTSHA, 196 ( = S C A , 124), pretende dar ia opinión de Aristóteles,
libre ya de sus incoherencias. Pero véase más adelante v la próxima n. 10.
6. Arist., P o l., 1.4, I255al4-15; 5, 1254a37-20, 1254bl6-1255a3 (esp. 1254b 19-21, !255al-3): 6.
1255b6-9, 12-14; IIL 6, 1278b33-34; cf. VII.}4, I333b38-1334a2.
7. Aris., P o l., 1.6, 1255a-5-ll, 1255b5 (aceptando ia adjunción de ác-í que hace Susemihl).
8. Arist., P o l., 1.5, 1254b39-20; 1255a3; 6, 1255b6-7.
9. Arist., Pol., 1.2, 1252b7-9 (citando a E uríp., Iph. A i d . . 1.400);6, T255a29-35 (seguramente
subyace la misma opinión en Platón, Rep., V. 469bc).
10. Arist., Gen. A n . , 1.19, 727b29-30. Véase mi articulo a H P , donde ne estudiado por extenso ei
empleo que hace Aristóteles del concepto de to ¿s éiiL-rb'ñohv (tema importante, descuidado por ios
filósofos) y he aducido muchos ejemplos de su empleo, incluido ei que acabamos de mencionar.
11.Arist., P o l., VIL 10. 1330a25-3l; cf. 9. !329a24-26, en donde no se expresa ninguna preferen
cia entre las dos alternativas.
12. George Fitzhugh, S o cioíog y f o r the South, or the Faiiure o f Free Society ÍRichmond. Va..
738 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
1854), 179. Sobre Fitzhugh, véase Harvey, Wish, George Fitzhugh, Propagandisí o f the Oíd South
en tor
(Baton Rouge, La., 1943). Fitzhugh vivió de 1806 a 1881.
II de
13. «Estoy seguro de que nadie nació marcado por Dios para estar por encima de otro; pues
es la c
nadie viene ai mundo con una silla puesta a sus espaldas, ni otros lo hacen con botas y espuelas con que
boniu
montarlos» (Richard Rumboid). Véase The Good Oíd Cause. The Engiish Revoluiion o f 1640-J660. Its
comie
Causes, Course and Consequences1. Extractos de fuentes contemporáneas, ed. Christopher Hill y Ed~
relativ
mund Del!, 2 .a ed., revisada (Londres, 1969), 474.
luego
14. Arist., Pol., V II.10, 1330a32-33; si no, no hay más que Ps.-A rist., Oecon., 1.5, i344b 14-17.
por Ie
Cf. Jen., Oecon., V.16.
liturgi
15. Arist., Pol., 1.13, I260a3ó-b6.
con a
16. Arist., Pol., 1.6, I255a25-26, y otros pasajes.
17. Véanse mis O P W , 45. Para declaraciones de forma más negativa, de que la esclavitud «no es conce»
catóiii
por naturaleza» (ov xcltoi 4>í>tlv), véase, e.g., Crisipo, Fragm. moral., 351-352. en H. von Armin, Stoic.
6
Veter. Fragm., 111.86: el esclavo es un perpetuus mercennarius (fr. 351, procedente de Séneca, De
esclav
benef, 3.22.1), y nadie es esclavo Iv, cpúreus, antes bien, ios amos deberían tratar a los esclavos que han
7
comprado no como tales, sino como ^lloOuitoÍ (fr. 352, procedente de Filón). Probablemente tanto la
Estoa media, al igual que ia antigua rechazaba ia teoría de la «esclavitud natural»: véase Griffin, Diod.
Seneca, 251, 459-460. Posid
18. Este tema no tiene que ver directamente con mis premisas, por lo que bastará citar a Guthrie, i
HGP, III. 153. notas
19. Hay un buen texto reciente, con traducción francesa, del Contra Symmachum, en el vol. III tarnbi
c
de la edición Budé de Prudencio, ed. M, Lavarenne, 43.a ed., 1963): véase su pág. 186 y la introduc
ción, 85 ss., esp. 104. Nadie se extrañaría de la persistencia de semejante actitud, a pesar de Coios., esclav
III.II y Gái., 111.28: véase la sección iii de este mismo capítulo. porqi
20. Véase Hanke, A A í, 14. Hanke es la principal fuente de ía que dispongo para cuanto viene a aeque
continuación.
H. S.
en torno a ia esclavitud», hasta ia época en la que fue «oficialmente corregida por ei concilio Vaticano
II de 1965» fue un «desastre» (10-12), y acaba señalando con tristeza «cuán escasa y poco voluminosa
es la documentación católica antiesclavista hasta 1a época del concilio Vaticano II» (125). Contiene una
bonita nota señalando el hecho de que «ios pocos miembros de la Sociedad de Amigos (cuáqueros) de
comienzos del siglo xvin que, al parecer, estaban abiertos a las directrices deí Espíritu Santo en lo
relativo a ia esclavitud, ejercieron una influencia enorme, primero sobre sus compañeros cuáqueros, y
luego sobre todos ios protestantes norteamericanos», mientras que «por otro lado, las gracias recibidas
por la mayoría de los laicos católicos de los siglos xvn¡ y xíx de ía prédica latina tradicional y de la
liturgia resultaron, al parecer, insuficientes para despertar sus conciencias [etc.]» (20). Uno se pregunta
con admiración cómo es que el autor tiene en cuenta el hecho de que el Espíritu Santo prefiriera
conceder sus directrices con más generosidad entre los que su iglesia considera herejes, que entre ios
católicos. ¿Tal vez será que «Dios hace que sus milagros se produzcan por caminos misteriosos»?
6. Suet., Claud., 25.2; CJ, VII.vi. 1.3; Dig., XL.viii.2. Más legislación imperial a favor de los
esclavos la da Buckland, R L S, 36-38; Griffin, Seneca, 268-274.
7. Véase Inst. J., I.vííi.2; Dig., 1.v i.1.2, y vi.2; M os. et R om . leg. coli, III.üi.1-2, cf. 5-6. Cf.
Diod., XXXíV/XXXV.2.33; también los pasajes de Séneca citados por Griffin, Seneca, 263, y los de
Posidonio y Séneca, en idem, 264-265. [Cf., supra, la anterior pág. 447, primer párrafo.]
8. Para esto y lo que viene a continuación, véase Jones, L R E , 11.920-922 (jumo con ÍII.315,
notas 126-130), que menciona una modificación de menor im portancia hecha por Justiniano. Véase
también Gaudemet, E E R , 136-140.
9. Dig., L.xvii.32, es un texto extraordinario si se le tom a demasiado al pie de la letra. A los
esclavos se les considera pro nullis para lo que concierne al ius civile, «pero no así en el ius naturale,
porque, en la medida que corresponde al ius naturale, todos los hombres son iguales» (omnes homines
aequales sunf).
10. Entre ¡as múltiples publicaciones de este texto, véase D ocum em s o f American H isw ry\ ed.
H. S. Commager (Nueva York, 1949), 37-38, n.° 26, Y véase Davis, P SW C , 308-309.
11. Véase la carta del misionero jesuíta Franciso de Gouveia aí rey de Portugal en 1563, citada
por Boxer, PSE , 102-103: afirm aba «que la experiencia ha demostrado que estos bantúes eran bárbaros
salvajes, que no podían convertirse con los métodos de la persuasión pacífica ... El cristianismo ha de
imponerse en Angola por la fuerza de ias armas». Y Boxer continúa, «esta fue la opinión general, y así
siguió siéndolo durante largo tiempo, que reinaba entre los misioneros portugueses, así como entre los
seglares». Y esta actitud no era en absoluto peculiar de ios portugueses: «la inmensa mayoría de ios
europeos, si es que pensaban ni siquiera en ello, no encontraba ninguna incoherencia en bautizar y
¡ de esclavizar a la vez a los negros, pues lo primero solía ponerse como excusa para lo otro» (Boxer, PSE ,
aut 265).
y el 12. Véase Davis, P S W C , 63-64, 97-98, 217, 316-317, 451-453 (Cam y Canaán); 171, 236, 326, 459
IZ0S (Caín): también Boxer, PSE, 265.
)1E.
n el
ndo [VII.iv] (pp. 496-514)
CL,
no 1- Cf, Cic., De rep., III.22/23, 6.2 ed.. por K. Ziegler (Leipzig, 1964). págs. 96-97,
(en la. Para ia postura, totalmente distinta, de los cristianos en su mejor formulación, véase eí
rm. consejo que da a ía rica viuda Olimpíade san Juan Crisóstomo, apud Soz., HE, VIII.ix. 1-3 (esp. 3).
36). 2. Para la historia de Palestina a finales del período helenístico y comienzos de la época romana,
>ten véase la nueva versión inglesa, realizada por Geza Vermes y Fergus Millar, titulada The History o f the
Jewish People in the A ge o f Jesús Christ (175 B.C. - A.D . 135), del original de Emil Schürer Geschichte
:e y des jüdischen Volkes im Zeitalter Jesu Christi (3.“- 4 / ed., 1901-1909), cuyo volumen I (Edimburgo,
dad 1973) ha aparecido ya. Los sucesos ocurridos entre 63 a.C. y 44 d.C. se tratan en ias págs. 237-454. [El
3 el volumen II apareció a finales de 1979.]
?ec- 3. Ei último estudio que he visto sobre esta cuestión es J. A . Bmerton. «The probiem of verns-
72. cular Hebrew in the first century A.D. and the ianguage of lesus», en JTS, n. s. 24 (1973). 1-23 (con. ia
the bibliografía, 21-23).
4. A la bibliografía de ECAPS, 4, r¡. 8, añádase Shimon Applebaum, «Hellenistic
irry Judaea and its vicinity —some new aspects», en The Ancient Historian and his Materials (Essays in
1 Honour of C. C. Stevens), ed. Barbara Levick (1975), 59-73. [Véase ahora Schürer (cf. anterior n. 2).
:nte T. í . : IL 1979.]
740 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
5. Véase mi ECAPS, 4, n. 10, y añádase el mejor estudio moderno de] rema: V. A. Tcherikover,
«Was Jerusalem a “ P olis” », en JEJ, 14 (1964), 61-78.
6. Se han realizado muchos intentos de probar que el propio Jesús era de hecho un iider de un
movimiento político antirrom ano, pero casi todos ellos se quedan en meras conjeturas. Los Evangelios,
prácticamente nuestra única fuente sobre la vida de Jesús, resultan de lo más insatisfactorios como
documentos históricos (cosa que, naturalmente, no pretendían ser); pero si suponemos que Jesús fue un
activista político, un «zelote», entonces hemos de considerarlos una falsificación tan total y deliberada,
que sus testimonios pasan entonces a no tener ningún valor: véase mi reseña, en Eng, Hisi. Rev.. 86
(1971), 149-150, de S. G. F. Brandon, The Trial o f Jesús o f Nazareth (1968), una de las obras recientes
más eruditas que adoptan la línea que yo critico. Por otro lado, los resultados de los estudios deí N. T.
son de tai índole, que el valor real de los Evangelios como fuente histórica de la vida de Jesús (dejando
a un lado su doctrina) no puede más que ser tenido por muy limitado. El intento realizado por
Sherwin-White, R S R L N T , 192, n. 2 (en la pág. 93), de añadir los A cia M artyrum como un paralelo útil
a los Evangelios y como motivo para tomarlos en serio en cuanto fuentes históricas, se va a pique ante
el hecho de que todos los mejores especialistas que han estudiado las actas de los mártires han empeza
do por excluir de ellas, por considerarlos marca de inautenticidad hagiográfica, todos los elementos
milagrosos, procedimiento que, si se aplica a los Evangelios, los reduciría a algo muy distinto de lo que
quiere hacer de ellos Sherwin-White.
7. Véase Schúrer (Vermes/Millar), op. cit., L358 y su n. 22.
7a. Sólo se menciona dos veces en los Evangelios a ¡os «griegos» en relación con Jesús, como si
el contacto con ellos fuese algo fuera de lo normal. En Me. VÍL26 una «sirofenicia», a la que se llama
‘EXX77i/¿s, se acerca a Jesús cuando está en «los confines [‘ógttt] de Tiro [y Sidón]»; y en Jn. X II.20 se le
acercan —aun cuando no sabemos con qué resultados-— ‘'E W ^ és Tives, a través de Felipe el apóstol,
sin duda judíos helenizados venidos a Jerusalén para celebrar la Pascua.
8. De particular interés es el artículo de C, H. Roberts, «The Kingdom of Heaven (Lk. XVII.21)»,
en H T R , 41 (1948), 1-8, en donde se demuestra que la aiscutidísima expresión ei'-ros- que aparece
en Le. XVII.21 lo más probable es que signifique que eí reino de los cielos está «en vuestro poder» («es
una realidad auténtica si queréis que así sea», pág. 8), y no «en vosotros» o «entre vosotros».
9. Para un enfoque distinto del mío, véase Joseph Vogí, A S I M (en trad. ingl.), cap. viii (págs.
346-169): «Ecce Ancilla domini: los aspectos sociales de ias representaciones de la Virgen María en la
Antigüedad» (para el original alemán, véase ECAPS, 14, n. 39).
10. Véase B. Lifschitz, «The Greek documenta from Nahal Seelim and Nahal Mishmar», en IEJ,
11 (1961), 53-62, en 55, papiro n.° 1, línea 7: To'ireti'óí á\6(ikóós].
11. Véase, para una breve bibliografía, ECAPS, 24, n. 78. La obra más extensa es Paul Christo-
phe, L ’usage chrétien du droii de p r o p r ié té dans Téeriture er ia tradition pair istique - Collection
Théologie, Pasíorale e t S piritu a íité , n.° 14 (París, 1964).
12. Véase esp. ECAPS, 30, n. 104, sobre Ambr., De offic. m in istr . f I. 130-132 (junto con Cic.,
De offic., 1.20-22).
13. Para una breve bibliografía sobre ía alegoría, véase ECAPS, 35, n. 128. Añadiré aquí una
cita del artículo de Henry Chadwick, «Origen, Celsus, and the Stoa», en JTS, 48 (1947), 34-49, en pág.
43: «el método alegórico de interpretación era ... una herencia de la tradición alejandrina. Dicho sea de
paso, resulta de lo más instructivo señalar que Orígenes, alegorista p a r excellence , no aprobará ei valor
del método cuando se aplica a Homero (C. Cels., 3.23); y Celso y Porfirio niegan el derecho que tienen
los cristianos a alegorizar el Antiguo Testamento, aunque ellos utilicen el método con toda libertad para
interpretar a Homero».
14. Véase Agust., Epist., 93.5; 173.10; 185.24; 208.7; C. G audení., 1.28. Ya he tratado este
asunto en el artículo acerca de la persecución que llevaron a cabo las iglesias cristianas mencionado casi
ai final de la sección v de este mismo capítulo.
15. Véase Duncan-Jones, E R E O S , 17-32 (esp. 18, n. 4, 32, 11. ó); y ap. 7 a la pág. 343, en donde
Plinio ocupa el lugar n.° 21.
16. Se trata del himno «All tnings brighí and beautiful», de Mrs. Cecil Francés Alexander
(1818-1895), née Humphreys. que se casó en 1850 con William Alexander, obispo de Derry (juego de
Armagh).
17. Para John Ball, véanse las Crónicas de Froissarl, 73-74 (ECAPS, 37. n. 132). Para Torres,
véase Revolu tionary Priers. The C o m p le te Wrhings an d Messages o f Camilo T orres , ed. John Gerassí
(1971, rústica de la Pelican Latín A m erica n L ibrar y., 1973).
n o t a s (V II.iv -v , pp. 499-5 1 6) 741
1 . Woodhouse, P L 2, I - 124, da un texto moderno de ios debates (seguidos de ios debates White-
hall y mucho más m aterial), procedente de los MSS Clarke, Vol. 67 (que están en el Worcester College,
Oxford), publicados por prim era vez en una edición de C. H. Firth, The C larke P apers, voi. I (1891),
por obra de la Camden Society, Vv'estminster {vol. 155 f354) = n. s. 49). Ya he hecho referencia a los
niveladores en III.vi y sus notas 48-49.
2. Cf. W oodhouse, P L 2, 26-27, 50, 52-55, 57-58, 60, 62-63, 69, para oirás opiniones de ireton
acerca deí importantísimo tem a de ia propiedad.
3. Véase K. W . Welwei, U nfreie im am iken K riegsdien st, I. A th en und S parta (= Forsch. zu r
ant. S klaverei , 5, W iesbaden, 1974). No he podido hacer uso del vol. II de esta obra (1977).
4. Sobre el Libro de Daniel, basta hacer referencia a Otto Eissfeidt, The O íd T estam em , A n
jn tro d u ciio n (trad. ingL, 1965, de ¡a tercera ed. alemana, 1964), 512-529, esp. 520-522. No hay hoy día
ningún especialista honesto y de fama que niegue que la mayoría, por lo menos, de Daniel data ae ía
persecución del yavehismo en Judea por obra de Antíoco IV Epífanes, que empezó a finaies de 167 a.C.
La persecución ha sido admirablemente aclarada en las últimas décadas, esp. por obra de E. J. Bicker-
man y V. Tcherikover: véase WÜ1, H P M H , 11.275-289, con la bibliografía esencial; asimismo págs.
35-44 de Pierre Vidal-Naquet, en la introducción (de más de 100 páginas) a ia traducción francesa de
Pierre Savinel de Flavius- Joséph e, L a guerre d es Ju ifs (París, 1977). Es interesante y bien conocido el
hecho de que la datación correcta de Daniel se estableció en el libro XII de la obra mayor de Porfirio,
C ontra los cristian os, escrita en griego a finales del siglo in o comienzos del iv (véase el artículo de
T. D. Barnes, «Porphyry A g a in st th e C h risiia n s : date and the attribution of fragments», en J T S , n. s.
24 [1973], 424-442, con una bibliografía muy completa). Para la durísima reacción de Jerónimo ante
Porfirio, en su C o m e n ta rio a D a n iel , publicado en 407, véase J. N. D. Kelly, J ero m e . H is L ife ,
Writings, and C o n tro versia s (1975), 298-302. Hay un punto que debo añadir ahora, y que tiene también
que ver con gran parte de la bibliografía que voy a mencionar en lo que queda de párrafo en el texto.
Como con frecuencia han subrayado los especialistas, ei Libro de Daniel, con todo su atractivo inme
diato para las gentes sencillas, era, en realidad, producto del tipo más característico de doctrina judía:
ia saturación de textos de las Sagradas Escrituras que le precedieron: Se representa al propio Daniel
como un hombre sabio y erudito, lo mismo que se hace con otros autores o héroes de ia literatura
pseudoepigráfica judía. Daniel y compañía, pues, no tenían nada que ver con los campesinos humildes,
pero ello no impide que constituyeran fuente de inspiración para ese tipo de gentes (y véase, supra,
pág. 381).
5. Véase esp. P. A. Brunt, «Josephus on social conflicts in Román Judaea», en K lio , 59 (1977),
149-153. Cf. Shimon Applebaum , «The Zealots: the case for revaluation», en JR S, 6J (1973), 155-170;
Heinz Kreissig, D ie so zk ü e n Z u sam m en h án ge d es judaisc'nen K rieges. K lassen u. K la ss e n k a m p f im
Palastina de 1. Jahrh. y. u. Z. = Schriften zur Gesch. u. Kultur der A.ntike, n.° 1 (Berlín, 1970); junto
con Vidal-Naquet, o p . cit. (en ia anterior n. 4), 65-73 y 86 ss. (esp. 95-109), que da una buena
bibliografía puesta al día, aunque seleccionada. Me he visto obligado a. no prestar prácticamente
ninguna atención en todo este libro ni a ias guerras exteriores ni a las rebeliones internas que se
produjeron en el interior del imperio, y que tuvieron lugar antes de mediados deí siglo n de ia era
cristiana aproximadamente (véase VIILiii-iv: cf. el último párrafo de VIH.ií y su n. 24). He tenido que
ignorar, por io tanto, no sólo la revuelta judía de 66-70 (o más bien de 66-73-74), sino también las otras
dos grandes rebeliones judías: la de Egipto. Cirenaica y Chipre, e incluso, aunque en menor grado, en
Palestina, a finales del reinado de Trajano (115-117); así como el gran levantamiento de Palestina en
tiempos de Adriano (132-3 35), No puedo más que hacer referencia ai voi. 1.529-557 de ia versión inglesa
revisada de la gran obra de Schürer, citada en VII.iv, n. 2. que tiene bastante bibliografía.
6. Píay una edición de todos los papiros de interés que se conocían hasta hace unos 25 años, con
trad. ingl. y comentario, obra de K. A. Ivlusurillo, The A c ts o f the P agan M a rtyrs. A c ia A iex a n á rin o-
rurn (1954). Véase asimismo C. P . Ju d., II. 154-159 para ios A c ta que tienen que ver directamente con
judíos.
7. Para estas obras, véase esp. S. K. E d d y , . T h e K in g is D ea d . S tu d ies in th e N e a r E asiern
Resistance to H eü en ism 334-31 B .C . (Lincoln, Nebraska, 1961), Index, s. v,; también J. J. ColUns,
«jewish apocaiyptic against its Hellenistic Near Eastern environnient», en B A S O R , 220 (dic, 1975),
27-36; Herald Fuchs, D e r g eisiige W iderstan d gegen R om in d er a n tiken W eh (Berlín, 1938, reimpr.
1964); y MacMullen E R O . MacMullen niega, ia existencia de lo que él está dispuesto a llamar «lucha
de clases» (199-200, etc.), porque utiliza Ja expresión en el sentido más restringido posible, iimitándoia
742 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
a las ocasiones en las que se da un sentimiento de conciencia de clase en cuanto tal; y cf. la reseña de
Oswvn Murray en J R S , 59 (1969), 261-265. En cuanto a los «oráculos sibilinos», véase esp. Fuchs, op.
cit. 7-8, junto con 30-36; y Fraser, P A , 1.708-713 {sobre O ra c . S ib y ll., III); II.989-1.000, notas 217-249
(con la nota 217 que da una bibliografía completa sobre los O rá cu lo s ), junto con ei Addendum a ia pág.
1.116; véase también la siguiente n. 8. En cuanto al «oráculo del alfarero», véase L. Koenen, «The
prophecies of a potter: a prophecy of world renewal becomes an apocalypse», en P roc. X I I [Michigan]
Internai. Congr. o f P a p y ro lo g y = A m er. Siud. in P a p y r o l. , 7 (Toronto, 1970), 249-254; p a ra la edición
más reciente del oráculo, véase Koenen, «Die Prophezeiungen des “ Topfers,!», en Z P E , 2 (1968), 178
ss.; el texto está en las págs. 195-209. Y véase Fraser, P A , 1.683-684. P ara la «Crónica demótica», véase
Fraser, P A , L682; 11.951-952, notas 31-34; C. C. McCown, «Hebrew and Egyptian Apocalypsic litera-
ture», en H T R , 18 (1925), 357-411, en las págs. 387-392 (con algunas traducciones, págs. 388-389). En
cuanto al «oráculo de Histaspes», véase H. Winaisch, D ie O ra k el d es H ysta sp es (Amsterdam, 1929);
MacMullen, E R O , 147-148, junto con 329-330, n. 19. Lactancio llama a Histaspes «antiquísimo rey de
los medos» y cree que su nombre está en el origen del rio Hidaspes (D iv. In st ., VII.xv.19; cf. xviii.2;
E pit. D iv. In st., 68 [73]). En cuanto al «Bahman Yasht», véase Eddy, op. cit., esp. 15-32, y la
traducción que aparece en el apéndice, págs. 343-349.
8. Existe una buena traducción inglesa, muy erudita de Orac. S ib ylL , III-V, realizada por H. N,
Bate, The SibyUine O racles B o o k s III-V (S.P.C.K., 1918), y otra de H. C. O. Lanchester, en A pocryph a
and P seudepigrapha o f the O. T ., ed. R. H. Charles, II (1913), 358(377)-406. Las tres ediciones más
recientes de los O rá cu lo s sib ilin o s que yo he visto (ios tres vale la pena que se los consulte) son las de
A. Kurfess, S ibyllin isch e W eissagungen (1951, con trad. alemana); J. Geffcken, O racu la Sibyllina
( = G C S , 8, 1902); y A. Rzach, O racula Sibyllina (Viena, etc., 1891). Y véase J. Schwartz, «L’historio-
graphie impériale des O racula S ib yllin a », en D ialogu es d 'h ist. anc. 1976 ( — Centre de recherches d’hist.
anc., 21 = A n n a les litiéra ires de l ’U niv. d e B esan con , 188, París, 1976), 413-420. Sobre los tres «falsos
Nerones», véase MacMullen, E R O , 143-146, junto con 328-329, notas 15-17; Levick, R C S A M , 166-168;
R. Syme, T acitus (1958), IL538. El último escrito que he leído sobre los «falsos Nerones» es P. A. Ga-
llivan, «The False Ñeros: a re-examination», en H isto ria , 22 (1973), 364-365. Entre los cristianos que
escribieron del Ñ ero re d ivivu s se encuentra Comodiano, autor latino de la década de 260 o poco más
tarde (se ha discutido mucho su datación). Para sus fantasías milenaristas, véase su C arm . A p o l .,
791-1.060, esp. (para Nerón), 823-936, y (para los desastres que le sobrevengan a Roma) 809-822,
891-926 (ed. B. D om bart, en C S E L , XV, 1887; existe un texto de Teubner menos bueno, realizado por
E. Ludwig, 1877). La actitud de Comodiano ante Roma puede ser de feroz hostilidad, no sólo en el
Carmen A p o io g e ü c u m , sino también en las In stm ctio n es: véase e.g. In stru ct., I.xli (esp. 12: « Tune
B abylon m eretrix “e r i t” in cin efacta fo v illa » ). Tal vez Lactancio tuviera in m en te a Comodiano entre
otros cuando en D e m o rí. P e rs., 2.8, rechazaba la noción de la vuelta de Nerón como precursor del
Anticristo: véase la edición de Jacaues Moreau, L acian ce. D e la m o r í d es p ersécu teu rs (= SC, 39,
París, 1954), 11.201-204. Véase también Frend, M P E C , 561, 567-568, notas 146-349 (con referencias a
J. P. Brisson, A u to n o m ism e et C hristianism e dans VA fr iq u e ro m a in e . París, 1958). Puede hallarse un
buen estudio de las obras de Comodiano en P. Monceaux, H ist. litt. de T A friq u e c h ré í., III (1905),
451-489.
9. César, B G , VII.77, esp. §§ 9, 15-16 (Critognato de Galia, 52 a.C.); Táct., A n n ., 1.59.2-7 (el
germano Arminio, 15 d.C.); 11.9.3 a 10.3 (diálogo, Arminio y Flavo, 16 d.C.), y 15.2-4 (Arminio);
X II.34.2-3, 37.1-4 (Carataco el Britón, 50 d.C.); X IV .35, y Dión Cas., LXIL3-6 (Boudicca el Britón, 61
d.C.); Tác., H ist., IV. 14, 17, 32 (el germano Julio Civil, 69 d.C .) y 64 (Tencteros, 70 d.C.). Debería
mencionar también aquí lo que se ha llamado «quizá ia más famosa justificación del imperialismo
romano» (Birley, TCCRE, 264): el discurso que pone Tácito en labios de Perillo Cerial en 70, ante los
tréveros y lingones (H ist., IV . 73-74).
10. Sobre Fedro y sus obras, véase Perry, B P — volumen Loeb de Perry, B abriu s an d Phaedrus
(Cambridge, Mass., 1965), Ixxiii-cii.
11. Véase Perry, B P , xxxv-xlvi. Sobre las colecciones antiguas de fábulas de Esopo, véase Perry,
B P, xi-xix: y sobre ia fábula en general, xix-xxxiv. El estudio reciente más eselarecedor de la fábula
esópica que yo he leído es el dei marxista italiano Antonio La Penna, « L a Morale aelia íavola esópica
come morale delle classi subalterne neU’antichitá», en Sacíela, 17.2 (1961), 459-537, que no pude leer
hasta que no había acabado este capítulo. Para el propio Esopo, véase Johannes Sarícady, «Aísopos der
Samier, Ein Beitrag zur archaischen Geschichte Samos», en A c ta C lassica (Univ. Scient. Debrecen,), 4
(1968), 7-12. Meuli, H W F , hace un interesante repaso general, con bibliografía (esp. 5, n. 1 ; 9, n. 1; 11,
n. 1). y menciona muchos pasajes literarios de interés, e.g. H dt., 1.141.1-3: Arist.. R h et., 11.20,
I393b23-1394a2, !394a2-9; P o l. , III. 13, 1284aí5-17 (sobre esta última, véase Perry, B P, 512-513,
n o ta s (V IL v , p p . 516-523) 743
n.° 450; Newman, P A , Iil.243). Resulta interesante constatar que la colección de fábulas de Esopo más
; antigua que conocemos se realizó a finales del siglo rv a.C. por obra de Demetrio de Fálero: véase Dióg.
Larc., V.83 (junto con Meuli, H W F , 11). Naturalmente, no podemos identificar ninguna fábula que
^ fuera compuesta, ni por Esopo ni por ningún otro, mientras su autor era todavía esclavo, por io que ei
lamento de David Daube es perfectamente correcto: «no poseemos ninguna obra compuesta por un
- esclavo mientras todavía era esclavo. Si se considera el elevado porcentaje de esclavos que había en ei
) mundo antiguo y ios talentos que debió de haber entre ellos, empieza uno a darse cuenta de ia tragedia,
1 del horror de este dato» («Three Footnotes on Civil Disobedience in Antiquity», en Humanities in
8 Society, 2 [1979], 69-82, en 69). Para las fábulas hebreas, véase Daube, A nciem Hebrew' Fables (1973,
e Inaugural Lecture of Oxford Centre for Postgraduate Hebrew Studies).
i- 12. Esta fábula queda resumida en la edición Loeb de Babrío y Fedro hecha por Perry (véase la
nanterior n. 10), 456-457, n.° 185, en donde se dan las referencias a los diversos textos, especificados en
U 420-422.
¡e 13. Para Tarn, véase su H C \ 164; compárese E. V. Hansen, The Attalids o f Pergamon2 (= Cor-
í; nell Siud. in Class. PhiloL, 36, 1971), 144: H. L. Jones en el vol. VI.251 de ia edición Loeb de
ia Estrabón; Joseph Fontenrose, «The crucified Daphidas», en T A P A , 91 (1960), 83-99, en pág. 85.
14. Para un interesante estudio general del «nacionalismo» en el mundo romano, véase F. W. Wal~
i. bank, «Nationalism as a factor in Román history», en H SC P, 76 (1972), 145-168; cf. W albank, «The
ia probiem of Greek nationality», en Phoenix, 5 (1951), 41-60.
ás 15. Véanse las págs. 294-295 del artículo de Jones (= RE, 324-325), y LR E , IL969-970. Cf.
ie W. H. C. Frend, The Donatist Church (reimpr. 1971), esp. 172-176, 190-192, 208-210, 222, 226, 233-235,
257-258, 260, 265, 272, 291-292, 298-299, 326-332. En su artículo, pág. 282, n. 1 (= RE, 310, n. 3),
o- Jones dice que difiere «sólo en algunos puntos de énfasis e interpretación» del libro de Frend. Hay
;t. también unos comentarios muy interesantes sobre el donatista que llevaba profundamente arraigado
os dentro de sí «algo que decía no al Imperio», en Counois, VA, 135-152 (mi cita está en ia pág. 148, que
merece especial atención). El mejor repaso breve del problema del donatismo y las soluciones ofrecidas
,a- que he podido leer es el de R. A. Markus, «Christianiiy and Dissent in Román North Africa: changing
ue perspectives in recent work», en SCH, 9 (1972), 21-36.
,¿s 16. John Bams, SHS (1964) es muy breve. Para la bibliografía sobre Sinuiio, véase Otto Barden-
,/ 5 hewer, Gesch. der altkirchíichen L it., IV2 (1924), 98-100; y esp. J. Quasten, Patrology, III (1960),
12 185-187. Ei «manual» sobre Sinutio es Johannes Leipoldt, Schenute von Atripe und die Entstehung des
(0r national agyptischen Chrisientums = Texte u. Untersuch., XXV.i =■ n. F. X .l (Leipzig, 1903). Para
e] los que no saben leer en copio, hay una traducción latina de Herm ann Wiesmann de ios tres volúmenes
me en copto editados por Leipoldt y W. E. Crum, CSCO, Ser. C o p i serie 2, vois. II, IV y V ( =
tre Sinuthius, i. iii y iv): estas traducciones son (en el orden correspondiente) CSCO, 129 = Ser. copi., 16
jgj (Lovaina, 1951), que contiene la interesante vida de Sinutio escrita por su discípulo Besa; asimismo
29 CSCO, 96 - Ser. Copt., 8 (París, 1931, reimpr. Lovaina, 1965), y CSCO, 108 - Ser. Copi., 12 (París,
sa 1936, reimpr. Lovaina, 1952), que contienen las obras de Sinutio. La cana de Sinutio traducida por
un Barns, SHS, 156-Í59, puede encontrarse también en la versión latina de Wiesmann (casi completa) en
CSCO, 96 = Ser. Copt., 8 (véase más arriba), 43-47. Los textos y traducciones de E. Améíineau, Les
>5), Oeuvres de Shenoudi (2 vols. por panes, París, 1907-1914) son, según se dice, mucho menos de fiar. Se
(el mencionan una o dos ediciones más en Barns, SHS, 352; Quasten, op. cit., 186. A ia bibliografía de
-o-j. Quasten no tengo más que añadir Stein, H B E, P ,298-300; R. Rémondon, «L'Egypte et la supréme
/, résistance au Christianisme (v‘-viis siécles)», en Bull. de ITnst. franjáis d'archéol. orienta le, 51 (1952),
63-78.
una
17. Tendré mucho que decir del concilio de Calcedonia y de sus consecuencias en mi análisis de
¡mo
las persecuciones llevadas a cabo por las iglesias cristianas, a las que se hace referencia casi al final de
ios
la presente sección.
18. He preferido la versión de Sócr., HE, IV.6.3 a 7.11, y Soz., HE, VI.8.3-8 (cf. 26.1, 6-7) a ia
irus
de Teod., HE, II.27.4, 20-21; 29.1-10 (en donde la sustitución de Eleusio por Eunomio tiene iugar
durante el reinado de Constancio II). Véase también Filostorg., H E, ÍX.13.
rry, 19. Sócr., HE, 11.38-28 (compárese con IIi. 11.3); Soz., H E, IV .21.1; V.5.30. Por Soz.s HE.,
?ula
V.xv.4-7, parece que, mientras que la embajada de los cizicenos enviada a Juliano pidiendo ia restaura
pica
ción de ios templos paganos debió de emanar del consejo y, por lo tanto, de la ciase curial, Eieusio
leer
consiguió su apoyo para sus actividades antipaganas principalmente entre ios grandes contingentes de
der
obreros humildes de las fábricas estatales de lanificio y de 1a casa de la moneda.
■). 4 20. Sócr., HE, 11.38.28; Soz., H E, IV.20.2-3. Pero Eleusio no se dedicó a ias brutalidades
11, descritas por Sócr., HE, II.38.6-13, como características de Macedonio.
5 21. Los fragmentos de Thalia han sido reunidos v analizados por G. Bardv. Reche rehes sur Saint
744 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
L u d en d 'A n tio c h e et so n éco le (París, 1936), 246*274, prácticamente una reimpresión de su articulo «La
Thalie d’Arius» en R e v . d é p h ilo l., 53 = 3e série, } (1927), 211-233. E! último estudio de la Thalia que
he ieído es de G. C. Stead, «The Thalia of Arius and the testimony of Athanasius». en JT S, n. s. 29
(1978), 20-52, con una reconstrucción parcial en verso (48-50): 7 versos de A tan., Orat. c. A rían., 1.5
y 42 versos del D e s v n o d ., 15, con comentario. Véase también Aimé Puech, H ist. d e ia litt. grecque
chrét., III (1930), 59-63. Los principales fragmentos proceden de A tan., D e sy n o d ., 15; Orat. c. Arlan.
1.5-6, 9 (cf. 2 y esp. 4); E p. a d episc. A e g y p t. et L ib ., 12 (el mejor texto de! D e sy n o d ., 15, es hoy por
hoy el de H. G. Opitz, A th a n a siu s W erke, Ií.i [1941], 242-243).
21a. Por Filostorg., H E . , 11.15, parece que Teognis. obispo arriano de Nicea durante el reinado
de Constantino e inmediatamente después, tuvo unas ideas semejantes medio siglo ames: adoptó las
mismas opiniones que Marino. Y cf. Sócr., H E . I.vi.9.
22. Soz., H E.V IH . 1.9 ss., repite a grandes rasgos el mismo materia! que Sócrates. También
Sozómeno admiraba a Sisinio: véase el pasaje que acabamos de citar, y V II.12.3-6.
23. Eudoxio, en cuanto personaje arriano de importancia, es execrado, naturalmente, por los
escritores católicos, e.g . Teod., H E , 11.25.1, que lo define diciendo que asoló la viña de] Señor como un
jabalí salvaje durante el tiempo en que ostentó el obispado de A ntioquía.
24. C oll, A v e ll . , 1, § 7, en C S E L , XXXV.i.3, ed. O. Guenther, 1895. El estudio más reciente que
he visto de la lucha entre Dámaso y Ursino es el admirable, aunque breve artículo de M. R. Oreen,
«The supporters of the Antipope-Ursinus», en J T S , n. s. 22 (1971), 531-538. Hay una trad. ingl. de la
parte correspondiente de la Coll. A v e ll. , realizada por S. L. Greenslade, Schism in the E a riy Church-
(1964), 15-16. La actitud de Greenslade ante «la Iglesia» y ante el cisma y ía herejía debería compararse
con la que aquí adoptam os. Es muy teológica y, en mi opinión, no tiene suficientemente en cuenta la
realidad histórica, en particular el hecho (sobre el que hago hincapié en el siguiente párrafo del texto)
de que los cristianos primitivos negaban normalmente el propio nombre de cristianos a quienes ellos
consideraban herejes o cismáticos.
25. Sócrates dice que conoció la historia por un campesino (a g ro ik o s ) pafiagonio que afirmaba
haber estado presente en la batalla (ocurrida hacía mucho tiempo), y que su relato fue confirmado par
muchos otros paflagonios (H E , IL38.30).
26. Entre los pasajes del Nuevo Testamento que hacen referencia a ía aparición de la herejía o el
cisma, o bien la anuncian, véase esp. Act. Apost., X X ,29-30 (nótense los \v x o i fiagCií); Rom., XVL17-18
(los que causan ras óixoaTatoías xcet ra ajcOírÓ£iXar 7rapa' tt}v óioaxvv}' 1 Cor., i. 10 (cxíofiaTOc)- 12; iii.3-4,
xí.18 (oxío{LC(TQt), 19 (xtQé^ttí); GáL, 1.6-9 (áváóefia, contra todo aquel que predique ‘eregov et^ayyéXiop);
V.20 (ólxootoísíocl, aí.Qéaets); Tit., I I I .30-1! (rechaza al c áp en lo s SívOq^ ttos tras dos admoniciones); II
Pet., ii. 1-3 (\j/(vóoóioáa)(a.\oL, que traen atpéoetí (ÍTrwXeía's); A p., 11.6 y 15 (los odiosos £gya y 6¡.<5q,xí¡
de los nicolaítas), asi como 14 (ía oioaxv de Baiaam, 20-24). Cf. asimismo Ací., XV (esp. 1-2, 5, 24); II
Cor., xi.3-4, 12-13, 14-15; Gál., IL11-14; I Tim., í.3-7, 19-20; IV.i ss.; vi.3-5, 20-21: II Tim,, ii.16-18;
111.5-9: iv,3-4; Tit. 1.9-34 (esp. 10-11); II Jn, 7-11.
1. El manual sobre ciudadanía romana es Sherwin-White, R C - (1973). Resultará evidente que mis
opiniones son muy diferentes de las suyas en algunos aspectos.
2. Para la situación reinante en general en las ciudades griegas, véase Jones, CL1E; GCAJ.,
117-120, 131-132; y V.iii, junto con el apéndice IV. La «libertad» era precaria y podía ser suprimida
alegando cualquier falta de comportamiento: véase V.iii y su n. 23, así como la próxima nota 11.
3. Aquí es donde me encuentro en desacuerdo con Garnsey (S S L P R E y LPRE): véase más adelante.
4. Si no es 212, ia fecha debe de ser 213 {tal como defienden E. Bickermann en 1926 y Z. Rubin,
en L atom u s [1975], 430-436), y al parecer a comienzos de año (véase D. Hagedorn, en Z P E , 1 [1967],
140-141). Pero Simone Follet. A lh e ñ e s au I P et av. I I P siécle. É tu d e s ch ro n o lo g iq u es et prosopographi-
ques (París, 1976), 64-72, aporta buenos argumentos a favor de la fecha tradicional de publicación en
Roma, entre marzo y julio de 212. El principal estudio-de ia CA es e! de Chr. Sasse, D ie Constitutio
A ntoniniana (Wiesbaden, 1958), que expone todos los testimonios pertinentes y concluye con tres
bibliografías, sólo la tercera de ias cuales, que contiene 1a «Spezialliteratur» acerca de ía C A , liega a las
10 páginas y las 145 entradas. A partir de esa fecha han aparecido algunos títulos de importancia sobre
el tema, algunos de los cuales los recoge Sherwin-White en su artículo «The Tabula of Banasa and the
C A », en J R S , 63 (1973). 86-98; cf. Sherwin-White, R C 2 312, 382. y esp. 336 y 393-394 (para un
comentario m u y útil acerca de la importancia de esa inscripción para la C A , véase también ei addendum
notas ( V I L y ., V I I I . i , pp . 523-532) 745
a de Brunt a Jones, R E , 5, n. 11). Para ios detalles completos de la bibliografía hasta 1965, véase Sasse.
«Literaturübersicht zur Constitutio Antoniniana», en JJP, 14 (1962), 109-149; 15 (1965). 329-366. Yo
29 diría que admito que P. Giss., 40.1 = F IR A 2, 1.445-449, n.° 88 = M. Chr. , 426, n . c 377, representa
5 muy probablemente el texto de la CA. No he podido leer ia disertación de 536 páginas en dos voiúme-
ue nes realizada por H artm ut W olff, Die Constitutio Anioniniana und Papyrus Gissensis 40. í (Colonia,
i 1976). Mis conocimientos en torno a ios papiros bizantinos no son io suficientemente buenos como para
or permitirme formarme una opinión definida sobre hasta qué punto la íegisíación imperial romana era,
efectivamente. ía ley vigente en el Egipto tardorromano, problema que ha sido objeto de mucha
do discusión desde tiempos de Mitteis, R u V (1891); por io tanto me limitaré a dar una referencia a una
jas obra reciente (que contiene una bibliografía muy completa): A. A rthur Schilíer, «The fate of Imperial
íegisiation in Late Byzantine Egypt», en Legal Thought in the U. S. A . Under Contemporary Pressures,
ién ed. John N. Hazard y Wenceslas J. Wagner (Bruselas, 1970). Sobre eí tema más amplio de la vigencia
del derecho romano en el imperio en genera!, cf. hoy en día V. N utton, en Imperialista in the Anc.
ios World, ed. P. D. A. Garnsey y C. R. W hittaker (1978), en 213-215 y 340-341, notas 33-41.
un 5. H a habido siempre discusión sobre si ciertas palabras de P. Giss., 40.1, a saber «excepto los
dediticii», constituyen una excepción a ía cláusula principal o la oración subordinada (genitivo absoluto)
jue que le sigue. Yo me inclino a favor de la segunda hipótesis, teniendo en cuenta el uso que hacen los
en, papiros, tai como establece Sasse: véase Sherwin-White, R C 381-382, y págs. 97-98 de su artícuio
: la citado en lanota anterior. Compárese, en cambio, el addendum de Brunt a Jones, RE, 5, n. 11. Tal vez
?h2 debiéramos dejar abierta la cuestión. Pero sea cual sea nuestra decisión en torno a este punto, los
rse dediticii serían una parte tan pequeña del total de la población del imperio que será correcto pensar que
t la Ja CA concede la ciudadanía (como he dicho en el texto) a «todos, o prácticamente a todos los
*o) habitantes libres de! imperio».
Hos 6. La vicésima liberiatis era otro impuesto de ésos, pero e! de las herencias era seguramente
mucho más im portante. Algunas, si no todas las ampliaciones que bizo Caracalla de esos impuestos,
aba incluida la duplicación de la cifra del 10 por ciento, fueron suprimidas unos cinco años más tarde por
P°r Macrino: véase Dión Cas., LXXVH[LXXVIII].ix.4-5; LXXVIH{LXXÍX].xii.2.
7. Véase J. F. Gilliam, «The minimum subject to the vicésima hereditaiium», en A J P , 73 (1952),
o el 397-405. Eí límite más bajo de 100.000 HS que suele aceptarse parece enormemente exagerado: Gilliam
M8 demuestra por los testimonios de P. M ich., 435 + 440 que probablem ente el impuesto bajaba incluso a
menos de las 2.000 dracm as. Si está en lo cierto, afirmar que «es bastante probable que en tiempos de
Caracalla ia mayoría de las grandes fortunas deí imperio estuvieran ya dentro deí redil» (Sherwin-Whi-
i; II te, RCK 281) es un argum ento bastante flojo para negarse a aceptar ia frase de Dión. Gilliam se incíina
axr¡ por aceptar ía opinión de Dión, como han hecho también otros destacados eruditos: véase recientemen
); II te Jones, SR G L , 540.
-18;
8. Garnsey, SS L P R E , 75-76; y en J R S , 56 (1966), JÓ7-3 89, y 184-185; cf. JRS, 58 (1968), 51-59.
9. Véase para esto Sherwin-White, R SR LN T, 64, 67.
10. Las referencias completas a ios textos y a ias traducciones inglesas de esta famosa inscripción
se dan en IV.ii, n. 11 (F IR A 2, i, n .£! 103, etc.). Los pasajes específicos a los que aquí se hace referencia
son col. iii, líneas 1-2, 19-20; y col. ii, iíneas 13-54.
11. A Rodas se le privó de su libertad en 44 d.C. por decisión de Claudio, por haber ejecutado a
mis
unos ciudadanos romanos (Dión Cas., LX.24.4); Cízico en 21 a.C. por Augusto, por la misma razón
(Dión Cas., LIV.7.6). Cuando se le privó a Cízico de su libertad por segunda vez, por obra de Tiberio,
:a j ,
uno de los cargos en su contra fue el haber maltratado a los ciudadanos romanos (Tác., A nn.,
nida
IV.36.2-3; Suet., Tib., 37; Dión Cas., LVII.24.6). Según Dión Cas., LX .I7.3 (43 d.C.), la razón por la
„ 'aue Claudio privó a los litios de su libertad fue que habían estado oToicnáoai’Tes y habían matado a
inte. .
ciertos romanos; pero en cambio, Suet., Clauú., 25. Cf. V.iii, n. 23.
>67], 12 . Hablar de «familias» en todos estos casos es una simplificación excesiva y burda; pero no
iphi- tengo por qué pasar a dar detalles. En general estoy de acuerdo con Garnsey, SSL P R E , 235-251, Le
n en pertenencia al orden senatorial se prolongaba hasta la tercera generación de descendientes agnados y a
tul io sus esposas (idem, 237 y n. 2). Para el status ecuestre, véase VI.vi, ad fin .: no era hereditario en ei
tres mismo sentido que el de ios senadores; pero véase CJ. IX .xli.l i .p r., para un caso específico de
a ías privilegio de los eminentissimi y perfeclissimi que se amplía hasta la tercera generación. Tal vez tenga
obre razón Garnsey al decir que ios caballeros de! grado más bajo se hallaban «quizá sólo protegidos hasü
i the la primera generación», como era e! caso de las familias curiales (idem, 242).
i un 13. La situación de ios soldados es peculiar y muy discutida: véanse Garnsey, SSL P R E , 246-25 í:
Cardascia, ADCHFI, 328.
746 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
(1961), 225-251, que advierte, con toda razón, que no hay que exagerar sus dimensiones y efectos, cosa
que es de io más corriente en el caso de las pestes de ia Antigüedad (buen ejemplo de ello es el reciente
libro de W. H. McNeiil, Plagues and Peoples, 1977). Véase también A. R. Birley, M A (1966), 202-205,
212, 217-218. Dión Cas., LXXII[LXXIII]. 14.3-4, es particularmente interesante: menciona una enferme
dad aproximadamente en i 89, de la cual «m urieron en Roma 2.000 personas en un solo día»; y Dión la
llama «la enfermedad más grave» de ia que hubiera tenido noticia: sin embargo, probablemente nació
en 163-164 (véase F. Millar, SCD, 13), justo antes del estallido de ia gran peste que se produjo durante
el reinado de Marco Aurelio. Uno de los argumentos de Gilliam en contra de exagerar ía plaga de los
años 160, basado en el pasaje de Dión que acabamos de citar, lo rechaza Millar (idem, n. 4, apoyado
por Birley, IIRMA. 217, n. 8), aduciendo que el niño Dión «sin duda no se enteró» del paso dei ejército
de Vero, diezmado por la peste, por su ciudad natal de Nicea en 166. Pero Millar traduce mal a Dión,
que se refiere a la peste de ¡os años 160 llamándola la «mayor de la que tuviera noticia», no la mayor
«que él hubiera conocido».
11. Véase ei estudio, estupendamente bien informado, de la cronología realizado por A. R.
Birley, IIRMA (con toda la bibliografía, esp. en 214, notas 1-3).
12 . B ovxoKol significaría ‘boyeros', pero el nombre tal vez viniera de la comarca en la que
operaban los rebeldes, conocida por t c x @ovxó'kia (W. Chr. , 21.6, 19-20), donde se había producido un
levantamiento unos veinte años antes, durante el reinado de Antonino Pío, como demuestra W. Chr.,
19 = A /J, 175; Hist. A ug., A nt. P ., 5.5; Maialas, XI, pág. 280.16-17, ed. W. Dindorf; véase el
completísimo análisis de Alexander Schenk, Graf von Stauffenberg, Die rómische Kaisergesch. bei
Maialas (Stuttgart, 1931), 307-309, 312-313. [Véase también Pavel Oliva, Pannonia and the Onset o f
Crisis in the Román Empire (Praga, 1962), 119-120; y J. C. Shelton, en Anc. Soc., 7 (1976), 209-213,
obras que no leí hasta que había acabado de redactar este capítulo.]
13. Hist. A ug., Marc., 17.4-5; 21.9; E utrop., VIII. 13.2 (la subasta duró dos meses). Véase el
probable fragmento de Dión Casio conservado en Zonaras, XII. 1 y los Excerpta Salmasiana, 117,
editados en la edición estándar de Dión, obra de Boissevain, vol. III, pág. 280, y en el vol. IX de la
edición Loeb, pág. 70. Véase Birley, M A , 218-219.
14. Compárese, en cambio, últimamente, con M. H. Crawford, «Finance, coinage and money
from the Severans to Constantine», en A N R W , II.ii (1975), 560-593, en 591-592, junto con Birley,
TCCRE, 260, n. 1, quien señala, con toda razón, que «se necesitarían enormes sumas para equipamien
tos (armas, armaduras, matériel de todo tipo) durante ias campañas, así como para la construcción de
vías y puentes, reparación de los destrozos del enemigo, remonta, etc.». Sin duda hay algo de cierto en
el argumento de Crawford de que había con frecuencia unidades del ejército que se hallaban en estado
de alerta en tiempos de paz; aunque tal fuera el caso, el aumento de los gastos en tiempos de guerra
habría sido todavía mayor.
15. Hay un resumen útilísimo de G. R. Watson, en OCD\ 1014, con bibliografía, al que puede
añadirse M. Speidel, «The pay of the Auxilia», en JRS, 63 (1973), 141-147, y otras obras citadas por
Birley, TCCRE, 267 y sus notas 6-7.
}6. No tengo en cuenta el famoso pasaje de Plinio, Ep., X.113, porque creo que ei texto es
demasiado inseguro para aguantar el peso de ios argumentos que habitualmente se apoyan en él: a
saber, que tenemos en él el testimonio más antiguo de hombres a los que se obliga a hacerse consejeros
(véase Jones, GCAJ, 343-344, n. 64; cf. Garnsey, ADUAE. 232 y sus notas 11-12; F. A. Lepper, en
Gnomon, 42 [1970], en 570-571). Bien pudiera ser que tuviéramos que leer inviiati en vez de inviti,
como hace Mvnors (en OCT, 1963) y también Sherwin-White, LP, 722-724; pero creo que la cuestión
está abierta todavía.
17. La distinción entre muñera personaba (o personae) y patrimonii no se explica claramente en
los juristas de la época severa (cf. Rostovtzeff, SEH RE1. 11.714-715, n. 18), aunque aparece con
frecuencia en los escritos suyos que se han conservado (como en Ulpiano, Dig., L.vi.4, y Papiniano,
L.v.7); pero Hermogeniano lo expone con claridad (Dig., L .iv.l). probablemente a finales del siglo in.
La única definición formal de los muñera mixta es ia de Arcadio Cansío, un poco más tarde (probable
mente últimos años del siglo ni o primeros de! iv), en Dig., L.iv.lS, esp. pr. y 26-28. Una obra reciente
muy útil es Nephtali Lewis, Inveniory o f Compulsory Services in Ptolemaic and Román Egypt (= Amer,
Stud. in Papyroíogy, 3, 1968), suplemento imprescindible F, Oeriel, Dic Eiturgie. Studíen zur pioie-
maischen und kaiserlichen Verwahung Ágyptens (Leipzig, 193 7).
18. Véase el interesante capítulo de V. Nutton, «The"beneficia] ideology», en Imperialism in the
Ancient World, ed. P. D. A. Garnsey y C. R. Whittaker (1978), 209-221, en 219-220, junto con 342,
notas 64-68, que utiliza esp. L. Robert, «Epigrammes reiatives á des gouverneurs», en Hellenica, 4
(1948), 35-114.
n o ta s (VIII. ií- iii, pp. 545-554) 749
¡ 19. Hay un buen ejemplo en Símm., Reí., XXXVII 1.2, 5: Venancio, decurión en Apulia, se las
; había arreglado para obtener el puesto secundario de sírawr en el departam ento del magisier officiorum
, (§ 4), de forma ilegal, pues se demostró que era decurión. El posible conflicto de autoridad entre el
gobernador provincia! y el vicarius urbis Romae por un lado, y el magisier officiorum por otro, hizo
i que a Símmaco le pareciera necesario remitir el caso al propio emperador. Véase Jones, L R E , 1.518.
> 20. En ei texto y en las notas que vienen a continuación he sido muy parco en las referencias a
; obras modernas y sólo he citado a Jones (L R E y GCAJ), Norman (GLMS), Rostovtzeff (SEH RE1), y
s Turner (siguiente n. 21). Norm an, GLMS, constituye un resumen particularmente bueno, pero debo
5 mencionar aquí también su útilísima y larga reseña en JRS, 47 (1957), 236-240, a dos libros importantes
3 de Paul Petií (uno de los cuales especialmente. L V M A , constituye una mina de información), que
contiene muchas cosas que tienen que ver con la clase curial, especialmente, por supuesto, en Antioquía.
r 21. Véase E. G. Turner, «Egypt and the Román Empire: the óexáwQUToi», en JE A , 22 (1936),
7-19; Jones, G CAJ, 139 (junto con 327, n. 85), 153 (con 333, n. 106); Rostovtzeff, SEH RE 1, 1.390-391
(junto con 11.706-707, notas 45 y 47), 407 (junto con 11.715, n. 19).
22. Véase Jones, L R E , 11.544, y 750 (junto con 111.240, n. 88). Lo más interesante es Liban.,
e Oral., XXVIII.4 ss., esp. 21-22 (véase jones, L R E , II.750). Véase también Nov,. Theod., XV.2.1. para
n e! comportamiento rarísimo de un decurión de Emesa, que había conseguido el rango honorífico de
•> iliustris; y nótese el levísimo castigo que recibe.
23. Véase Liban., Orat., XI. 133 y ss. para el consejo, 150 ss. para el demos. En § 150 el demos
~l tiene que seguir al consejo como el coro sigue a su director (koryphaios).
24. Stephen L. Dyson, «Native revolts in the Román Empire», en Historia, 20 (1971), 239-274; y
«Native revolt patterns in the Román Empire», en A N R W , II,iii (1975), 138-175.
fr. 1, analizado por Downey, H A S , 256. Contra la teoría, adelantada por Jean Gagé, de que Maríades
era un líder de una facción de) circo, véase Cameron, CF, 200-201.
6. Sobre la revuelta de Firmo, véase Thompson, H W A M , 90-92, 129-130, y Frend, D C, 72-73,
197-199; en contra compárese Matthews, «M auretania in Ammianus and the NOtilia», en Aspecis o f the
N otitia Digniiatum, ed. R. G oodburn y P. Bartholomew ( - Briiish Archaeological Reporrs, Suppl.
Series, 15, Oxford, 1976), 157-186, en 177-178. Seguramente tiene razón Matthews al negar que la
rebelión de Firmo fuera en realidad «uno de los órdenes inferiores de la ciudad o del campo contra la
aristocracia hacendada de las ciudades rom anas», y que «el cisma donatista contribuyera en absoluto de
modo significativo a la rebelión». A mí me parece cierto que algunas otras revueltas africanas eran
principalmente movimientos tribales, incluso alzamientos tan notables como el de Faraxeno y los
«fraxinenses» y quincuagentáneos a finales de la década ae 250, y el de los quincuagentáneos en la
última década del siglo m, sofocado por Maximiano. Para estas y otras rebeliones del norte de África,
véase Seston, D T , 1.115-128; Rostovtzeff, SE H R E 2, 1.474 (junto con 11.737, n. 12); Mazza, LSRA-,
659. n. 4; y el artículo de J. F. Matthews mencionado anteriormente.
7. Cf., para los desertores, Dión Cas., LXVHI.x.3; xi.3; y véase Pedro P atr., fr. 5. Los romanos
se mostraban particularmente celosos de parar las deserciones de artesanos: véase, e.g,, para ios cons-
tructores de barcos, CTh, IX.xI.24 = CJ, IX.xlvii.25 (419 d.C.).
8. Véase Géza Alfoldy, Noricum (1974), 168-169, junto con 335, notas 58-64; Fasti Hispanienses
(Wiesbaden, 1969), 43-45.
9. Greg. Taumaturgo, Epist. Canon., 7, en MPG, X, 1.040. La mejor edición que conozco es la
de J. Dráseke, «Der kanonische Brief des Gregorios von Neocásarea», en Jhrb. fü r prot. Theol. , 7
(1881), 724-756, en 729-736. La fecha que da Dráseke es 254, y bien puede estar en lo cierto. Hubo una
invasión de godos aún más grande, en c. 256, pero no conozco ningún testimonio de que llegara hasta
unas zonas tan orientales (en la cronología de las invasiones godas de Asia Menor en ias décadas de 250
y 260 reina claramente una gran confusión).
10. No hay motivo para ver una referencia a los bacaudas en Paneg. L at., V .iv.l, ed. E. Galletier
( = IX[ÍV].iv. 1, ed. Baehrens o Mvnors), relativo a 406-410 d.C.: véase Thom pson, PRLRGS, en SA S
(ed. Finley), 315, n. 41; asimismo «Britain, A.D. 406-410», en Britannia, 8 (1977), 303-318, en 312,n.
36. La emendación sin motivo que hizo Lipsius «Bagaudicae» aparece en las ediciones del Panegírico al
que hemos hecho referencia, realizadas por Baehrens y Mynors, pero no en la de Galletier.
11. El principal pasaje de A*mmÍano, X X V II.ii.ll, puede compararse con A nón., De rebus belli-
eis, II.3, ed. Thompson, y el evasivo lenguaje de Paneg. Lat., ILiv (esp. 4); vi.l; IIí.v.3; Ví.viii.3, ed.
Galletier.
12. Para todos los detalles conocidos y las fuentes, véase Thompson, en ¿L4S, 312-313, 316-318;
y en su articulo de 1977 (mencionado en la anterior n. 10), esp. 310-313 (véase también el artículo de
Thompson en JR S, 1956, mencionado a! final de la n. 29 de IV.iii).
13. He utilizado la edición Teubner, Auíularia sive Ouerolus, realizada por Rudolf Peiper (1875).
Podrá hallarse mucha bibliografía reciente en el artículo de Luigi Alfonsi, «II “ Queroio” e il “ Dysko-
los” », en Aeg., 44 (1964), 200-205, esp. 200, n. 1, en donde se dan las referencias a las ediciones más
recientes de la obra, realizadas por G. Ranstrand (Góteborg, 1951) y F. Corsaro (Bolonia, 1965).
14. En Collingwood y Myres (R B E S2, 304, cf. 284-285, 302; en cambio, Applebaum, en A H E W ,
I.ii.236. Tampoco vo creo que haya muchos motivos para suponer (con Applebaum, loe. cit., y 32) que
una insurrección acontecida en Britania unos ochenta años antes, c. 284, durante el reinado de Carino,
implicara un alzamiento de ios campesinos comparable al de los bacaudas (de los que se oye hablar por
primera vez en Galia), aunque Carino (283-285 d.C.) recibiera el título de Britannicus M aximus {ILS,
608), basado sin duda en las actividades llevadas a cabo por sus generales en Britania. Applebaum, al
parecer (idem, 32, n. 2), piensa que E utrop., IX .20.3, se refiere a Carino: de hecho Eutropio está
hablando de Diocleciano,
15. Thompson, «Britain A.D. 406-410» (citado ya en las anteriores notas 10 y 12), esp. 304-309,
para la cronología.
16. Véase, e.g. Mommsen, Rom . Strafr., 981-983: Gstrogorsky.' HBS-, 159-160. En idem, 114, se
nos dice que cuando en 641 se ie cortó la nariz a Heraclonas fue «la. primera vez que encontramos en
suelo bizantino la costumbre orienta! de mutilación de la nariz» (también se cortó esa vez ia lengua de
la emperatriz Martina). Pero ya he mencionado que en Miguel el Sirio, Chron., IX .3 {ed. j. B. Chabot,
II.412: véase la siguiente nota 34), el emperador Heraciio ordenó, según se dice, que todo aquel que no
aceptara en Siria la ortodoxia de Calcedonia vería cortadas sus orejas y su nariz, y sus propiedades
confiscadas: ello era probablemente en 621 d.C., cuando Heraciio estuvo en M abboug/Hierápolis. No
n o ta s (VIII. n i , pp. 554-563) 751
tanto, si la leemos en inglés (o en ei francés de Zotenberg, 1883), la tendremos de cuarta mano. Aunque SOSp
la Crónica constituye una fuente valiosa de la conquista de Egipto por los árabes, contiene muchas con(
supersticiones y demás tonterías, y m uestra una hostilidad a Hipatia (una de las víctimas más eminentes prjn
de la sed de sangre de los cristianos), que resulta sin par entre todas ias fuentes conservadas que hacen
referencia al asesinato de este filósofo (Ixxxív.87-102, esp. 87-88, ]00-103). I
33. No conozco ni un único estudio completo y digno de confianza de la totalidad de la guerra íud-;
entre Roma y Persia, de veinticinco años de duración. Uno de los esbozos más útiles que he leído es el jnir
de Louis Bréhier, en Hisioire de ¡’Église, ed. A. Flicne y V. Martin, V (París, 1947), 72-75, 80-85, £.nI
88- 10 1, con muchas citas de fuentes originales y bibliografía moderna (para las fuentes, etc., véase 8-10, 16-^
14-16, 55-56, 79-88). Para ia ocupación persa de Egipto, véase el libro de A. .1. Butler (en su segunda cíót
edición, de P. M. Fraser), citado más abajo en 1a n. 37, 69-92, 498-507, con parte de la «bibliografía de
adicional», xlv ss., esp. Iviii-lix. Para Asia M enor, Clive Foss, «The Persians in Asia Minor and the end reb<
of Antiquiíy», en Eng. Hist. Rev., 90 (1975), 721-747, cita la obra m oderna esencial de N. H. Baynes Con
(1912-1913), A. Síratos (ya 3 vols.), así como las de los numismáticos y arqueólogos. Hay sólo unos un
estudios muy breves de las guerras con Persia en manuales como los de A rthur Christensen, L ’Iran sous 602
les Sassanides2 (Copenhague, 3944), 447-448, 492-498: Ostrogorsky, H B S 2, 85, 95, 100-104; y Ch. Diehl, HE
Hist. genérale, Hisioire du Moyen Age III. L e Monde oriental de 395 á 10812 (París, 1944), 140-150. No
me he tropezado con ningún ejemplo de este período (en cambio, véase para el siglo iv el texto y las (co
siguientes notas 46-47, 49) de que se prestara ayuda a los persas (o de que se pasaran a su lado), excepto pal
por parte de los judíos (véase el texto y la próxima n. 39). En cuanto al oscurísimo tema de las toe
conquistas árabes, existe de nuevo un útilísimo esbozo de Louis Bréhier, op. cit., V. 127-130, 134-141, «b;
151-160. La segunda edición de Fraser del libro de Butler (próxima n. 37) es fundamental, con su coi
«bibliografía adicional», esp. Ixiii-lxiv, Ixviii-íxx, Ixxii-lxiii. Para obras modernas en inglés acerca de las do
conquistas árabes en general, véase Philip K. Hitti, Hist. o f the Arabs fro m the Earliest Times to the
Presen tU) (1970), 142-S75; Francesco Gabrieli, Muhammad and the Conquests o f Islam, trad. ingl. de V.
Luling y R. Lineli (1968), 103 ss., esp. 143-180, con la bibliografía, 242-248. pr<
34. Véase la eruditísima traducción francesa de J, B. Chaboí, Chronique de Michel le Syrien, ge
Patriarche Jacobiie d ’Antioche (1166-1199), vol. II.iii (París, 1904), 412-413. De todos los clérigos de m;
Calcedonia que protagonizaran persecuciones, el que con más dolor recordaban los cristianos sirios era a :
Domeciano de Meiitene, durante los últimos años dei siglo vi, durante el reinado de Mauricio (también ne
él celoso calcedoniano): véase e.g. Miguel el Sirio, Chron., X.23, 25 (ed. Chaboí, 11.372-373, 379, 381); (q
cf. R. Paret, «Dometianus de Méliténe eí ía politique religieuse de Tempereur Maurice». en REB, 15 m
(1957), 42-72, que demuestra que la persecución de Domeciano tuvo lugar desde finales de 598 hasta fe
bien entrado 601. Para 1o que, aí parecer, fue una persecución sangrienta de los monofisitas (más que de
de los judíos) en Antioquía en 608-609, en tiempos de Focas, por obra del comes Orientis Bonoso, véase ti]
Louis Bréhier, op. cit. (en ia anterior n. 33), V .73-75. v;
35. Gregorii Barhebraei Chronicon Ecclesiaticum, ed. J. B. Abbeloos y T. i, Lamy (3 vols., la
Lovaina, 1872[4J7). vol. 1, col. 274; siríaco con trad, latina. Esta obra es 1a II parte de la Cronología ai
de Bar Hebreo. La parte 1 ha sido traducida al inglés por E* A. Wallis Budge, The Chronoiogy o f U
Gregory A b ü ’l Faraj ... commonly known as Bar Hebraeus, 1 (1932), que ofrece también una biografía C
de Bar Hebreo y un estudio de sus obras (págs. xv-xxxi, xxxiii-xxxvi; y véase xliv-lii). Para Miguel como ir
principal fuente de Bar Hebreo, véase idem , 1, pág. 1. J. Pargoire, L ’Éghse byzamine de 527 á 847 V
(París, 1905), 147-149, contiene una pequeña, pero buena sección (cap, II, § 4) titulada «Cause politi- a
co-religieuse des succés de ITslam», en la que se cita a Bar Hebreo tan sólo, pues escribió esta obra p
antes de que se publicara definitivamente la Crónica de Miguel por Chabot (véase la nota anterior). (
Para Egipto, Pargoire utiliza a Juan de Niciu. -
36. L, Ducnesne, L ’Église au VIC siécle (París, 1925), 423. Cf. Bréhier, op. cit. (en la anterior c
n. 33), 134-141, 151-155. ^
37. A. J. Butler, The Arab Conques! o f Egypt and the Lasi Thiriy Years o f the Román Domi- í
nion, 2 .“ edición de P. M. Fraser (1978), no es sólo una mera reimpresión de la edición original de <
1902, sino que contiene además dos ensayos publicados como panfletos por Butler y una valiosísima !
«Additional Bibliography» de 39 páginas (xiv-lxxxiii) del propio Fraser. Para la ayuda de los coptos a •
los árabes o su no resistencia a ellos, véase esp. 278-279, 285, 318-319, 337-338. 355-357, 443, 445-446,
471, 474, 478-480; en cambio. 211-212, 295-296, n. 1, 357, 363-364, 442, 472. La cita que viene a
continuación en ei texto procede de 158, n. 2 (en 159). Para la persecución de los coptos por Ciro (Al
Mukaukas), véase Butler, A C E 2, 183-193, 252, 273-274, 317, 443-446.
38. Vol, 1, col. 264-268, en la edición citada er, la n . 35.
39. Para un estudio moderno de ia persecución de Heraciio contra los judíos que no resulte
sas
n o ta s (V III.n i, p p . 563-565) 753
sospechoso de tendencias anticristianas, véase Bréhier, op. cit. (en la anterior n. 33), 108-111. No
conozco suficientemente bien ias fuentes de ia hostilidad judía contra el gobierno bizantino durante ia
primera mitad del siglo vii; pero véase (para ia toma de Jerusalén por los persas en 614), idem, Si*82,
88-89; Butler, ACE-, 59-61, 133-134; y (para ias actitudes judías ante ios árabes), Bréhier, op. cit.,
110- 1 1 1 . lin a fuente contemporánea particularmente interesante y que desvela muy bien las actitudes
judías durante el segundo cuarto de! siglo vn. es la Doctrina Jacobi nuper baptizan, publicada (con
introducción) por N. Bonwetsch, en A bh. Góttingen, Philol.-hist. Klasse, n. F. XII.3 (Berlin, 1910).
Entre los pasajes que ilustran la hostilidad de ios judíos ante ei imperio bizantino están IV.7; V.12,
16-17 (págs. 69, 8!-82, 86-88). Debo mencionar también en este momento e! hecho de que la persecu
ción de los samaritanos de Palestina a partir de 527 (CJ, l.v .I2 , 13, 17-19), y que culminó con eí edicto
de Justiniano en el que se ordenaba ia destrucción de sus sinagogas, los llevó a levantarse en una fiera
rebelión en 529, que pronto fue aplastada sin piedad, con la matanza y ía esclavización de grandes
contingentes de samaritanos (Procopio y Malalas hablan de varias decenas de miliares), tras las cuales,
un grupo de supervivientes, según se dice, unos 50.000 (así Malalas, pág. 455.14-15; cf. Teof.. A. M.
6021, pág. 179.1-4), huyó a Persia y ofreció su ayuda al rey Cavadh si atacaba Paiestina: véase Stein,
H B E , 11.287-288, cf. 373-374, sobre otra revuelta de samaritanos (y judíos) en Cesarea en 555.
40. Amm. M arc., XXIX.iv.7. Se sospechaba la traición, en 354, de otros tres alamanes: Latino
(.comes domesiicorum), Agilón (tribunus siabuü), y Escudilón (comandante de los escutarios, schoia
palatina de la guardia imperial); pero, al parecer, no pudo probarse nada (véase Amm., XIV.x.7-8). En
toda la historia de Ammiano no conozco más ejemplos de traición por parte de soldados de origen
«bárbaro», incluso hombres muy humildes, a menos que se Ies pudiera castigar por algún deiito
cometido, como los hombres de XVLxii.2 y X V III.vi.16. Véase acaso también Evagr., HE, VL14,
donde se dice que Sitias entregó M artirópolis a los persas en c. 589.
41. Para las otras fuentes sobre Silvano, véase P L R E , 1.840-841.
42. Una reciente afirmación, según la cua! «a partir del siglo in ... existen abundantes testimonios
procedentes de todos los rincones dei imperio (aunque sobre todo de las provincias orientales) de que la
gente corriente defendía sus ciudades y pueblos de los invasores y bandidos» (Cameron, CF, 110) no es
más que una exageración, como echará de ver todo aquel que se mire las referencias que dan ios autores
a los que allí se cita. Desde luego hay muchos testimonios de la construcción de murallas y fortificacio
nes; pero podemos pensar que ello se hacía principalmente en beneficio de las guarniciones militares
(que se instalarían, verosímilmente, en ciudades fortificadas), o simplemente como medida disuasoria
natura! contra los atacantes (véase el texto, para lo reacios que eran los bárbaros a asaltar ciudades
fortificadas); tan raros son los testimonios de la participación abnegada de ios ciudadanos corrientes en
defensa de sus ciudades. No negaré, desde luego, que debieron de darse muchos más ejemplos de este
tipo de actividades que los casos de los que casualmente se han conservado noticias; pero yo creo que
vale la pena subrayar cuán pocos son los casos de los que disponemos (la lista que yo doy es todo lo
larga que he podido hacerla: pero vo diría que dista mucho de estar completa). Ei testimonia mas
antiguo que conozco trata de la organización de un grupo de hombres armados en ELATEA de Fócide
(en la Grecia central), a instancias del vencedor olímpico Mnesibulo, contra ios costobocos que asolaron
Grecia en 170-171 (Paus., X.34.5). Otro episodio de ia resistencia a estos costobocos nos lo revela una
inscripción procedente de TESPÍAS, en Beocia, estudiada por A. Plassart, en un artículo citado en
V.iii, n. 15. Se dice que los habitantes de unas cuantas ciudades opusieron uua fuerte resistencia a ios
asedios de ios godos durante ías invasiones de 250-260 (la cronología precisa es muy dudosa): en
particular TESALÓNICA, quizá en 254 y (junto con CASANDREA/POTIDEA: Zós., 1.43.1} 268
(Zós., 1.29.2; 43.1; Euseb., FGrH, II A, 101 F, 1 y quizá 2; Amm. Marc., X X X I.5.16; Zonar., X II.23,
26; Sincel., pág. 715); MARC1ANÓPGLIS, tal vez en 248 (Dexipo, FG rH , II A, 100 F, 25; pero en
cambio Jordanes, Get., 16/92, 17/94, en donde se soborna ai enemigo para que se retire) y, junto con
TOMOS, en c. 268 (Zós., 1.42.1), si bien ta! vez Marcianópolis fuera saqueada por los godos en 250-25!
(véase A. Alfóldi, en CAH, XII. 145-146); FILIPÓPGLIS. en 250-251 (Dexipo, F, 26; pero luego la
ciudad fue tomada: Dexipo, F, 22; Amm. Marc., XXXI.5.17; Zós., 1.24.2; Jordanes, Get., J8/]01-103),
y probablemente en c. 268 (Dexipo, F, 27: para la fecha, véase Alfoldi en C A H , X II.144, n. 7, 149);
SÍDE, acaso en 268-269 (Dexipo, F, 29). Tal vez habría que añadir una o dos ciudades más: NICOPO-
LIS y ANQUÍ ALO en 268-269 (H A , C.laud., 12-14; pero en cambio Amm. Marc., XXXI. 5. i 6; Jora..
Get., 20/108-309), y quizá por la misma época CIZICO (Amm. M arc., X X X I.5.16; Zós., 1.43.í;
Sincel., pág. 717; cf. H A , Gallien., 13.8}. Pero en algunos casos de estos, dista mucho de estar ciaro
cuál fuera el papel desempeñado por los civiles, a diferencia del de los miembros de la guarnición. Para
la bibliografía reciente sobre este tema, véase F. Millar, en JRS, 59 (1969), 12-29, esp. 24-29, que aúade
un par de ejemplos procedentes del occidente latino (AUTLJN, 269 d.C ., y SALDAS, en África,
754 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
pág. 29). Luego parece que se produce una larga laguna en los testimonios. El principal magistrado de
ADRIANÓPOL1S, en 376, organizó unas tropas de entre «io más bajo del pueblo», con los obreros de
la fábrica imperial de armas (fabricenses}, para que ejercieran su presión sobre los visigodos y les
obligaran a abandonar la ciudad, con unas consecuencias desastrosas (Amm. M arc., X X X I.6.2-3). En
399, según Zósimo (V.xvj-xvii, esp. xvi.4), gran cantidad de los habitantes de PAN FILIA y FRIGIA (oí
t ü i v tróXtwi-' o I x í j t o q c s , xvi.4), inspirados por el ejemplo de Valentín de Selge (sobre el cual véase IV.iv,
n. 6), presentó resistencia arm ada a Tribigildo el godo y su ejército de merodeadores; pero fueron
traicionados por las maquinaciones de Gainas. Por Paulino de Pella, Eucharist. , 311-314, queda claro
que BURDÍGALA (Burdeos) se rindió, sin ofrecer resistencia (línea 312), a Ataúlfo y sus visigodos en
414; compárese, en cambio, con la resistencia de la cercana VASATES (Bazas: véase más arriba y la n.
18). Los habitantes de ASEMUS (si tal es su nombre correcto), según dice Prisco, fr. 5 (Dindorf o
Mueller), tomaron parte activamente en ia defensa contra los ataques de los hunos en c. 443. Sólo entre
las ciudades de Auvernia (Sidon. Apol., E p ., VII.v.3), los hombres de CLERMONT-FERRAND (civi
tas Arvernorum ; durante el principado, Augustonetum), ayudada, al parecer, por una pequeña guarni
ción de burgundios, resistieron firmemente ias expediciones anuales de saqueo y ciertos intentos bastan
te poco esforzados de bloqueos, llevados a cabo por bandas de visigodos a comienzos de la década de
470, hasta que la plaza se abandonó a manos de Eurico y sus visigodos en virtud de un tratado firmado
por Nepote en 475: véase Sidon. A pol., E p . , IILi-iv; VII.vii.3-5, etc.: y nótese 1a referencia de Ep.,
III. ii. 2, a disensiones internas (civitatem non minus cívica simuliate quam barbarica incurstone vaca larri).
En este caso, el general romano Ecdicio les prestó algún auxilio y les dio ánimos (véase IV.iv y su n. 6),
pero, al parecer, sus fuerzas eran muy pequeñas (véase Sidon. Apol., E p., III.iii, esp. 3); y quizá el
propio Sidonio, así como el sacerdote Constancio (Ep., III.ii), desempeñara un papel destacado. Mu
chos jóvenes de ANTIOQUÍA, «acostumbrados como estaban a hacer alborotos entre ellos en los
hipódromos», se unieron valerosamente a ía guarnición, pero en vano, en defensa de su ciudad frente
al rey de Persia Cosroes I, en 540 (Procop., Bell., II = Pers., íl.v ü i.Il, 17, 28-34; ix.5: véase Alan
Cameron, CF, 108, 110, 125, 273). Cuando JERUSALÉN cayó en manos de los persas en 614, oímos
hablar en Sebeos de que los «jóvenes de la ciudad» organizaron una revuelta que se vio frustrada
(Sebeos. XXIV, pág. 68, en la traducción francesa de Frédéric Macler, París, 1904). Como ha dicho
Cameron, la analogía con los «jóvenes» de Antioquía de 540 ta! vez dé a entender que también en
Jerusalén las personas en cuestión fueran acaso hinchas dei circo (CF, 109). Con demasiada frecuencia,
a lo que parece, todo dependía de las guarniciones. Ante lo que ocurrió en un ataque que sufrió
DAMASCO en 636, yo sospecho que tal vez eso fuera lo característico: «abandonada por la guarnición
bizantina, la población civil de Damasco capituló» (P. K. Hitti, Hist. o f the A rabsu‘, 150). Y la actitud
de la guarnición dependería de ¡as cualidades de su comandante: por ejemplo, oímos decir en Zósimo
(1.32-33.1) que en PITIO , en ia orilla oriental de! mar Negro, la guarnición repelió primero a los godos
(al parecer en 254), m andada por un comandante muy capacitado, Sucesiano; pero poco después,
cuando Sucesiano ascendió a la prefectura del pretorio a instancias de Valeriano, la guarnición no
opuso resistencia a un nuevo ataque de los godos, por lo que la ciudad cayó en manos de éstos (cf. el
comportamiento de Geroncio en TOMOS, c. 386, en Zós., IV.40). Sólo de manera ocasional habría
habido una cantidad im portante de veteranos asentados en las cercanías, que se habrían apresurado a
correr en defensa de la ciudad amenazada, como ocurrió en AUTUN en 356 (Amm. Marc., XVI.2.1).
Sin duda habrá más ejemplos que habría debido citar, pero, en los demás casos que yo he visto, las
fuentes son demasiado pobres para que valga la pena utilizarlas. Un buen ejemplo de el!o es NÍSIBIS,
donde los habitantes mostraron tanta pena cuando se les traspasó a los persas en virtud de un tratado
firmado por el emperador Joviano en 363 (véase, entre otras fuentes, Amm. M arc., XXV.vií-ix, esp.
viii.13 y íx.2-8; Zós., III.33-34), que no es difícil creer que tomaran parte, junto con ia guarnición, en
1a defensa de la ciudad durante alguno, cuando menos, de los asedios de los que fueron objeto desde
que se convirtieron en colonia romana bajo Septimio Severo (c. 195), en especia! tres asedios infructuo
sos realizados por Shapur II, en 337 o 338, 346, y 350. Demasiados relatos de los que se han conserva
do, incluso cuando reproducen un buen material, lo mezclan a créduías estupideces: véase e.g. Teodo-
reto, HE, 11.30. Fuera de unos cuantos fragmentos, como Juliano, Orat., II.64C (no he podido
consultar Efraim Siró), no conozco ningún testimonio útii de la participación general de ciudadanos en
las tareas de defensa; y véase J. Sturm, en RE, XVII.i (1936), 741 ss., esp. 744-746. De nuevo, tal vez
nos veamos confundidos por el deseo de un autor de glorificar a su ciudad natal concediendo a su
población un papel en ia defensa de su ciudad más importante que el que en realidad tuvo. Creo que tal
es el caso, por ejemplo, de dos pasajes del ardiente constantinopolita, e! historiador de la iglesia
Sócrates (HE, IV.xxxviii.3-5; V .i.2-5; cf. Soz., HE, VI.xxxix.3; VII.i.1-2), en los que se otorga a los
habitantes de CONSTANTINOPLA un importante papel en la resistencia presentada a los visigodos en
n o ta s (V IIL iii , p p . 565-566) 755
el verano de 378, detalle que no aparece en Amm. Marc., X X X Í.xi.l; xvi.4-7, y que bien pudiera ser
sólo una exageración.
Un incidente que parece haber sido aceptado por todos en ia época moderna, al menos desde
Gibbon (DFRE, 1.265-266), lo rechazaría vo sin ia menor vacilación por tratarse de una posible ficción:
a saber, la supuesta hazaña realizada por eí historiador ateniense Dexipo en 267, ai organizar ur¡
victorioso ataque contra los hérulos (a los que en las fuentes se sueie llamar «godos» o «escitas»),
después que saquearon ATENAS (el estudio reciente más completo, que da por supuesto que la hazaña
existió realmente y que puede atribuirse a Dexipo, es el de F. Miliar, en J R S , 59 {1969], 12-29, esp.
26-28; cf. P IR 2, IV.72-73, H, 104, etc.). Las razones de mi escepticismo son las siguientes; 1) Se supone
por lo general que el discurso, FG rH , II A, 100 F, 28a, §§ 1-6 (traducido por Millar, 27-28) son ios
apuntes de un discurso dei propio historiador. Sin embargo, aunque en F 2%d se ie llama a Dexipo
orador («ante los helenos»), no veo ningún tipo de testimonio en los fragmentos (o testimonia) de
Dexipo ni en ninguna otra parte que den a entender que el orador de 28c es el propio historiador:
simplemente es algo que se ha supuesto. 2) La única fuente que nos presenta a Dexipo como caudillo de
unas tropas atenienses que llegaron a derrotar a los hérulos es muy poco digna de confianza, a saber:
H A , Gallien., 13.8. Las únicas otras referencias a un ataque victorioso ateniense contra los hérulos son
a) del escritor de comienzos del siglo ix Jorge Sincelo, Chronograph., ed. W. Dindorf, 1 (Bonn, 1829),
717.15-20, en la que no se dice ni una palabra de Dexipo, y b) del historiador del siglo xn Zonaras,
Epist. hist., X II.26, ed. Dindorf, III (1870), 150.23-151.5, que nos cuenta una historia totalmente
distinta, ignorando de nuevo a Dexipo, y atribuyendo la derrota de los héruios a «Cleodemo, atenien
se» , que atacó con éxito a los hérulos «desde el mar con sus naves»; cf. «Cleodamo y Ateneo,
bizantinos», nombrados por Galieno para restaurar y fortificar las ciudades de la zona de los Balcanes,
que vencieron a los «escitas» en una batalla circa Pontum (HA, Gallien., 13.6), al parecer aproximada
mente en la misma época que la victoria naval de Veneriano (idem, 13.7) y la supuesta hazaña de
Dexipo (13.8). 3) En la inscripción erigida en honor de Dexipo por sus hijos, IG , IP.3669 = FGrH ,
100, T 4 (que, como dice Millar, op . cit,, 2 í, «podemos tener ia seguridad de que ... es posterior a la
invasión de los héruios»), no hay ni el menor rastro de la supuesta hazaña de Dexipo (la primera
palabra, dXxij, justamente homérica, forma parte, simplemente, de una descripción de los hombres
famosos de la tierra de Cécrope), 4) El hecho de que ningún otro escritor griego posterior mencione la
brillante hazaña de Dexipo es extraordinario, a menos que (según creo) no sea más que un mito
moderno, derivado de ia Historia A ugusta, y una mala comprensión de Dexipo, F 28a. En particular
Zósimo, aunque recoge el saco de Atenas en la ocasión a la que nos estamos refiriendo, no menciona a
Dexipo (ni ningún contraataque ateniense); y Eunapío (principal fuente de los primeros libros de
Zósimo), que tenía la suficiente buena consideración de Dexipo como para empezar su historia donde
éste la había dejado (y c. Eunap., fr. 1, Dindorf o Mueller), habla de Dexipo exclusivamente como de
un hombre de cultura y de gran capacidad retórica ( Vitae Sophist., IV .üi.l [457 Didot], pág. 10.14-16,
ed. J. Giangrande, Roma, 1956). Tampoco la Suda tiene nada que decir acerca de Dexipo, excepto
^ como qt^tlúq (FGrH, 100, T 1). No se gana nada consultando ia fuente de F 28, a saber: Constantino
Porfirogénito, Excerpta hist., ed. U. P. Boissevain, etc., IV. Excerpta de sentent. (1906), 234-236
'ia
(Dexipo, 24). 5) El discurso de F 28a se refiere a Atenas diciendo que está «en manos del enemigo»
ia
(§ 3), y añade una misteriosa referencia a «aquellos a quienes se ha obligado contra su voluntad a
I).
luchar al lado del enemigo», cf. ei -Tricñapo: de la ciudad en § 5, Si se trata, efectivamente, de 267,
las
entonces los hérulos habían tom ado ya Atenas. Ello habría hecho, pues, que la hazaña de Dexipo fuera
IS,
todavía más notable: las ciudades echaban a veces a sus ocupantes, pero prácticamente no conozco ni
do
una sola ocasión en la que se diga, y podamos creerlo, que persiguieron a sus atacantes tras quitárselos
sp.
de encima. Vo exigiría más pruebas de las que tenemos, para aceptar, sin más apoyo que el de la
en
Historia Augusta, un ejemplo tan brillante y atrevido de acción militar llevada a cabo contra unos
soldados profesionales de lo más fiero, y dirigida por un hombre de letras que debía rondar los sesenta
ao-
añas y no había temuo, casi con toda seguridad, mayor relación con la guerra en toda su vida.
va-
En IV.iv y su n. 6, he dado va ejemplos de resistencia a ios «bárbaros», etc., en el campo. La
do-
actitud del campesinado, creo vo, debió de depender con frecuencia de ía ciudad ae cuyo territorio
ido
formaran parte. Me resulta fácil creer que ei historiador árabe Abu Yiisuí diga que las aldeas y zonas
. en
rurales de Edesa y H artan (en 637-638), cuando se rindieron ias ciudades, no intentaron oponer ia
vez;
menor resistencia. «En todas las comarcas, cuando se conquistaba la sede del gobierno, ia gente dei
su
campo se decía: ‘'somos lo mismo que ia gente de nuestra ciudad y nuestros jefes” » (Kitáb ai-Kharáj.
tal
39-41, traducido por Bernard Lewis, en su Islam from the Propher M uham m ad to the Capture o f
ísia
Constan tinople, I [1974], 230-231).
los
43. La valiosa Vita Severini de Eugipio ha aparecido (desde M P L , L X II.l 167-1200) en varías
; en
756 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
ediciones modernas de H. Sauppe (M G H , 1877), P. Knoell (CSEL, 1886), Th. Mommsen (Ser. Rerum
Germán., 1898), y más recientemente R. Noli. Eugippius, Das Leben des heiiigen Severin (Berlín, 1963),
con traducción alemana y comentario. H a y traducciones inglesas de Ludwig Bieler y Ludmilla Krestan
(Washington, D. C., 1965), y de G. W. Robinson (Harvard Translations, Cambridge, Mass., 1914).
Géza Alfóldy, Noricum (1974), 347, n. 36, hace referencia a varios estudios recientes de Eugipio y S.
Severino, y da mucha información sobre el Nórico durante ios siglos v y vi (idem, 213-227).
44. Thompson debe de referirse a H idac., 91, señalado en IV.iv, n. 6 § (e).
45. Mi cita procede del artículo de Thompson de 1977 (véase la anterior n. 10), 313-314.
46. Jones, L R E , IL1059. Para A rvando, véase Sidon. Apol., Ep., I.vii (esp. 5, 10-12); Stevens,
S A A , 103-3 07. Para Seronato, véase Sidon. Apol., Ep., 11.i (esp. 3); V II;vii.2: Stevens, S A A , 112-113
(para el odio exagerado de Sidonio a Seronato, véase también su Ep., V.xiii).
47. Amm. Marc., XVÍÍl.x.1-3; X IX .ix.3-8; XX .vi.l.
48. Debía de ser ilegal, seguram ente, desde 422, en todo caso en occidente, por CTh,
ILxin.l = CJ, II.xiii.2 .
49. Prisco, fr. 8 Dindorf (HGM , 1.305-309) y Mueller (FHG, IV .86-88). Existe una traducción
inglesa de C. D. Gordon, The Age o f A ttila (Ann Arbor, 3960). Véase esp. Thom pson, H A H , 184-187,
con el cap. v.
50. FIRA-, III.510-513, n.° 165; y Maialas, XV, pág. 384, ed. D indorf (CHSB, 1831).
51. Cf. Jones, LR E , 1.472-477, 484-494, 494-499, 502-504, 518-520.
52. F IR A \ 1.331-332, n .D 64. Hay una traducción inglesa en A R S , 242-243, n .c 307.
53. En cualquier caso, habría sido e! equivalente de 9 sólidos en el mismo departam ento (ab actis)
de la prefectura del pretorio de África: véase C J, I.xxvii.3.26.
incluso ai margen de que ios auxilia y otras tropas no legionarias desempeñaran por entonces un pape!
todavía más importante.
11. Jones, L R E , III.341, n. 44, contiene 113 + 3=116 provincias; pero su lista de las págs.
382-389 tiene 119, y creo que esa es la verdadera cifra, si tenemos en cuenta uno o dos errores en ía
Noiitia, por ejemplo, la supresión por parte de un clérigo de 1a provincia panonia de Valeria en vez de
¡a italiana dei mismo nombre (véase Jones, LR E , 111.351). Cf. la lista de provincias en J. W. Eadie, The
Breviarium o f Festus (Londres, 1967), 154-171: se dan 126 nombres, pero tenemos que restarle 7 (n.DS 8,
23, 35, 62, 78, 119, 123). No he podido estudiar de forma adecuada la eruditísima y reciente obra de
Dietrich Hoffmann, Das spatrómische Bewegungsheer u. die N ot. Dign. — Epigr. Studien, 7 (2 vols.,
Düsseldorf, 1969-1970): contiene el m apa más útil que he visto de ias provincias rom anas en tiempos de
la Not. Dign. (suelto, en el vol. 2), y véanse los tres mapas ae c. 400 que siguen a 11.326-327.
12. Jones, LRE, 11.1057; y véase 111.343-342, n. 44, que concluye con una tabla. Jones omite a
todo «el persona] doméstico de palacio (cubicularii y castrensiani)»,
13. Véase Jones, LR E , 1.396-399; RE, 209-211.
14. Véase CJ, Lxxvii. 1.22-39, junto con Jones, LRE, 11.590-591. Como dice Jones, tres cuartos
del persona! no recibía más de 9 sólidos o su equivalente en especie (1 annona — - 5 sólidos, 1 capitus
- 4 sólidos). Y los 16 clérigos más bajos de los 40 que había en los cuatro scrinia financieros recibían
sólo 7 sólidos cada uno (CJ, Lxxvii. 1).
15. Véase Jones, L R E , 11.571 (castrensiani, con supernumerarios de distintos grados), 585 (largi-
tionales), 597-598 (magistriani), 604.
16. Para la collado giebalis, gleba o fo llis, véase Jones, L R E , 1.110, 219, 431 (junto con
111.106-108, n. 51), 465. Como ia nueva cifra más baja de impuestos introducida por Teodosio I en 393
era sólo de 7 sólidos (CTh, VI.ii.15), no veo ia menor dificultad en aceptar las cifras de Jones de (en
realidad) c. 40 , 20 y 10 sólidos para las cantidades originales (LRE, 1.431; el artículo de Jones sobre el
follis se halla ahora reeditado en su R E , 330-338; pero véase R. P. Duncan-Jones, en JRS, 66 (1976], 235).
17. Tales eran Flavío Valerio Severo (augusto en 306-307) y Maximino Daya (augusto en
c. 309-313), procedentes, ambos de iliria, lo mismo que Licinio, dado de origen campesino.
18. En Amm. Marc., X X X .vii.2, es ignobili stirpe, en Epit. de Caes., 45.2, mediocri stirpe.
19. Marciano (451-457) era, al parecer, de origen humilde: véase Evagr., H E, II. 1. León I
(457-474), soldado dacio, bien pudiera haber sido de linaje campesino. Zenón (474-491) era originaria
mente un isaurio llamado Taracodisa; pero parece que era un jefe local.
20. Para agresiis, véase Víctor, Caes., 40.17, 41.26; para semíagrestis, 39.17 (de Maximiano).
Para subagrestis, véase Amm. M arc., X lV .x i.lí; XV.v.10; XV IILiii.6; X X l.x .8; X X X .iv.2; XXXLxiv.5,
donde el úitimo pasaje se refiere a Valente, que también es subrusticus en XXIX.i. 11.
21. Para la teoría de que la familia de los tres Gordianos (238-244) procedía de Asia Menor,
véase Birley, TCCRE, 277 y su n. 1. Tal vez sea verdad, pero no hay nada específicamente «griego» en
lo que sabernos ae los Gordianos 1, II y III: estaban totalmente occiqentalizados.
22. Migue! el Sirio, Chron., X.xi (init.), ed. Chabot. 11.316; y Bar Hebreo, Chronograph., Lix,
ed. Charles, pág. 81 (para ias ediciones en cuestión, véase VIILiii. notas 34-35).
64. 23. Acia Conc. Gec., III, ed. E. Schwartz (Berlín, 1940), 260-261 (536 d.C .).
24.Véase e.g. Jones, L R E , 11.931-932, junio con 111.318, n. 154.
the 25. Ei mejor estudio de todo e] tem a de. las finanzas de la iglesia es el de Jones, LR E , 11.894-910,
junto con 111.301-311, notas 51-95; y «Church finan ce in íhe fifth and sixth centuries», es JTS, n. s. 11
ara (1960), 84-94 - RE, 339-349.
rtos 26. El Líber Pontificalis Ecclesiae Romanae da unos detalles completísimos. La edición más útil
de esta obra es la de L. Duchesne, Le Líber Pontificalis, segunda edición (París), í y II (1955), III
nos (1957); la primera edición, en dos volúmenes, fue publicada en 1886-1892. Existe también un texto de
Eric Theodor Mommsen, en MGH, Gest. Pontif. Rom án., I (1898). Y véase la siguiente n. 28.
/ da 26a. Debo añadir una referencia a una obra que no leí hasta que había acabado este capítulo:
Alan Cameron, «Paganism and literatura in late fourth-century Rome», en Entretiens sur i'am. class.,
nor- 23 (Fondation Hardt, Vandoeuvres-Ginebra, 1977), \ ss., en 16-17, donde se argumenta que Pretextar o
-380 era el verdadero «peso pesado de los rom anos paganos tardíos ... líder dé la inieUigeñtsía pagana de la
oste Roma de finales de! siglo iv ... Resulta fácil ver por qué ia muerte d e Pretextare supuso un goipe tan
7age grande para el partido pagano. No sólo era un hombre ae una autoridad enorme y de una determma-
..C\, ción grandísima; era además su único intelectual. Era.un filósofo;,
den. 27. Jerónimo, C. Johann. Flierosol., 8; cf. Amm. Marc., XXVILiii.14-15,
uras 28. Las principales fuentes son el Líber Pontificalis (véase la anterior n. 26), xxxiv (Silvestre,,
¡ble, 314-335), xxxv (Marco. 336), xxxix (Dámaso, 366-384). xlii (inocente, 401-417), xlvi (Sixto, 432-440).
758 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
todos en el vol. I de la ed. Duchesne; y ias cartas de Gregorio Magno, citadas en IV.iii, n. 47 (con la
bibliografía).
29. El obispo era Musonio de Méloe: Severo Ant., E p., 1.4 (junto con 23), ed. E. W. Brooks,
The Select Lelters o f Severus o f A ntioch, II.i (Londres, 1903), 25. Véase Jones, L R E , 11.905-906.
30. Vila S. Theod. Syk., 78: véase 1a excelente trad. ingl. de Elizabeth Dawes y N. H. Baynes,
Three Byzantine Saínts (1948), 141 (cf. IV.ii, n. 43).
31. Véase ei Líber Pontificalis Eccles. Ravenn., 60, en MGH, Ser. Rer. L a n g o b a r d 265-391, en
319, ed. O. Holder-Egger (1878), para el Constitutum Felicis (el papa Félix IV, 526-530 d.C.), también
en M P L , LXV. 12-16, en 12C, en donde se revela que un cuarto del patrimonium de la iglesia de Ravena
era de 3.000 sólidos (en Italia, un cuarto de las rentas de una iglesia iba a parar normalmente a su
obispo; cf. para Ravena Jones, R E , 346-347; L R E , 11.902-905).
32. La lista de salarios la reproduce convenientemente Jones, L R E , III.89-90, n. 65.
33. Gertrude Maíz, «The date of Justínian’s Edict X III», en B yz., 16 (1942-1943), 135-141, da
argumentos a favor de 554 d.C .; pero yo aceptaría la fecha tradicional de 538-539: véase Roger
Rémondon, «L’Édit XIII de Justinien a-t-il été promulgué en 5397», en Chr. d ’É g., 30 (1955), 112-121.
34. M GH, Ser. Rer. M eroving., F.533, ed. B. Krusch y W. Levison (1951). Existe una traducción
inglesa excelente de esta obra (con com entario), realizada por O. M . Dalton, The Hist, o f the Franks by
Gregory o f Tours (2 vols., 1927); para este pasaje, véase 11.475. Según Gregorio (loe. cit.), el siguiente
obispo, Baudin, repartió los 20.000 sólidos entre los pobres.
35. Vila S. Ioann. E l e e m o s 45, ed. H. Delehaye, en A B , 45 (1927), 5-74, en65-66. VéaseDawes
y Baynes, op. cit. (en la anterior n. 30), 256.
36. Véase Jones, RE, 340-349; L R E , 11.899-902.
37. Véase Jones, L R E , 11.898-899, junto con IIL304, n. 66 (cf. 11.697, junto con III.216, n. 20
fin .). El pasaje más interesante es Teodoreto, H E, Lxi.2-3, junto con IV.iv.1-2,
38. Ducas, Hist. Turcobyzantina, XXXVII. 10, pág. 329.11-12, ed. V. Grecu (Bucarest, 1958) =
CHSB, ed. I. Bekker (Bonn, 1834), pág. 264.14-16: xqutt Ó7€qóv ¿otiv eíoévai év n¿ar¡ rf¡ tó\ h <pc¿-
xl Ó\idv fiaoi\tvov T ovqxíúv r¡ xo¿kvTTTQ(xv Aarivtxrjv.
39. Vita S. Ioann. Eleemos., 41; véase Dawes y Baynes, op. cit., (en 1a anterior n. 30), 248, 249.
40. E.g. Nephtali Lewis, «Mepta^bs ávaxtxMQyxórüiv», en JEA, 23 (1937), 63-75, en 64-65 y su
n. 6; Bell, EAG AC , 77-78; MacMullen, R SR , 36-37.
41. Las palabras de Filón son ttqútiv m <j>ógüj>v T acéis Trac’ thj.I v (§ 159),Las dos
últimas palabras deberían de querer decir «en nuestra región». MacMullen (véase la nota anterior),
supone que se trata de Judea. Desde luego parece que el texto excluye a Alejandría (véase § 162). Pero
creo que tenemos que pensar que Filón habla de alguna comarca deí Bajo Egipto.
42. Véase Jones, L R E . 11.781, junto con 667-668. Me parece obvio que la mayoría de estos
campesinos, si no todos, eran propietarios francos, pues, si no, no habrían sido echados de sus tierras,
como cada una de las tres leyes dicen que ocurrió.
43. Una obra valiosa (y, a mi juicio, bastante descuidada) acerca de los «superpoderosos» puede
encontrarse entre las «Études de droit byzantin» (cuyo subtítulo ias convierte en una méditation sobre
CJ, IV.lxv.34), publicada por H. M onnier en Nouvelie revue historique de droit frangais et étranger, 24
(1900) en tres partes, siendo la parte de interés para nosotros ías págs. 62-107 (cap. vi: «Généralités sur
les Puissants»; vii: «Des Puissants á Pépoaue classique»; viii: «Queiques exemples des entreprises des
Puissants au Bas-Empire»; y ix: «Le patrocinium potentiorum'»). Se trata de la colección más rica de
material sobre este tem a que vo he encontrado.
44. Cf. Símm., Ep., VI.58, 62, 64, sobre la cual véase J o n e s,L R E , 1.365.
45. Para la novela en cuestión, véase J, y P. Zepos, Jus Graecoromanum (8 vols., Atenas, 1931;
reed., Aalen, 1962), L240-242, en 242. La traducción es la de G. Ostrogorsky, «The peasant’s pre-emp-
tion right: an abortive reform of the Macedonian emperors», en JRS, 37 (1947), 117-126, en 122. El
griego dice xa l XQV &i£v\a0elo6oa rjuas, iii) \ifiov fitoiLÓTeDav uváyxr¡t> kqitov tols cWXtoí.s' ¿TuoTTjoofiev
Trei'T)ai (§ 2).
46. La conquista de Siria, M esopotamia, Egipto y e! norte de África por los árabes fue extraordi
nariamente rápida. Particularm ente sorprendente es la virtual desaparición del cristianismo de grandes
zonas de estas regiones, especialmente las tierras situadas a! oeste de Siria y Egipto. Ello resulta tanto
más curioso, como dijo Mommsen (aunque con cierta exageración), por cuanto «en el desarrollo del
cristianismo África desempeña el papel de protagonista; aunque nació en Siria, fue en África y a través
de África donde se convirtió en religión del mundo» (Provinces o f the Rom án Empire [1886], 11.343).
47. En el caso de la conquista árabe de Egipto, esta situación se dio también en la gran ciudad de
Alejandría. Véase e.g. Butler, A C E 2, 337-338, para la teoría de que en el sometimiento de los alejandri-
n o ta s (VIII.iv, a p é n d i c e iv, pp. 577-611) 759
nos a ios árabes en 641 tal vez constituyeran un elemento importante las esperanzas de unos impuestos
más blandos. Sigue diciendo que «estas promesas de reducir los impuestos ta! vez contaran mucho en
todas ias conquistas de los musulmanes. En el caso de Alejandría tal vez fuera eí factor determinante,
aunque sabemos que esas esperanzas de alivio fiscal se vieron lamentablemente frustradas» (cf. también
idem , 349, 365, 451-456; pero véase lxxxiii). Para el trabajo forzado que también exigieron luego ios
n árabes, véase idem, 347-348, 363. Yo añadiría que no conozco ningún estudio erudito de los problemas
n de los impuestos árabes en ias provincias romanas que conquistaron que sea más reciente que ei de D.
a C. Denneit, Conversión and the Poíl-Tax in Eariy Isiam (Harvard Hisioricai Monographs, 22, 1950}: y
u Frede L0kkergaard, Isiamic Taxaüon in the Ciassic Period (Copenhague, 1950). Dennett especialmente
logra destacar las diferencias en e! trato que dieron ios árabes a las diversas regiones.
48. Véase IV.i y su n. 1.
ía
2!'
j [Apéndice IV] (pp. 606-633)
ios estados libres se inclinaban por Perseo», lo mismo que hacían algunos nombres de viso (cf. Livio,
XLILxxx.1-8, esp. 1, 4), y de que, aunque al principio su simpatía por Perseo fue pasiva, cuando ganó
una batalla empezaron a albergar grandes esperanzas en él (véase Polib,, X X V II.ix.l; x .l, 4, citado ya
en el texto; también Diod., X X X .8; Livio, XLII.lxiii.1.2), que naturalmente se vieron frustradas,
3. Cicerón utiliza también cooptare/cooptaiio para hombres de ios que puede decirse que deben
su posición a los esfuerzos de un individuo, los senadores romanos (De d i v 11.23: [Caesar] ipse
coopiasset} o ios miembros de un colegio sacerdotal (e.g. Brut., 1; X III Phi!., 12; A d fa m ., III.x.9;
L ael., 96). >
4. Véase otra vez la n. 2. Aunque Gruen cita a Tito Livio, XLILxxx.J~7 y copia frases del pasaje
(op. cit., 31 y 49, notas 17-18) no menciona el hecho de que de los dos grupos en los que divide Livio
a los que tomaron eí bando de Perseo, el primero es «quos aes alienum et desperado rerum suarum,
eodem manen te statu, praecipites ad novando omnia agebat» (xxx.4; cf. v.7 sobre Etoüa, Tesalia y
Perrebia). Minimizaría la importancia de la «antítesis existente entre ia plebs y los principes, la una
antirrom ana, y los oíros prorrom anos», por tratarse de «un recurso corriente en Livio»; pero véase la
anterior n. 2. Y en relación a Livio, XLILv.7, intenta incluso oscurecer la naturaleza básicamente
clasista del endeudamiento (op. cit., 35), de! modo que tan corriente solía ser (antes de que se publicara
el artículo de Brunt, ALRR) respecto a la exigencia de unas novae tabulae en el asunto de Catilina de
63 a.C. Respecto a Sherk, RDGE, 40 (= S IG 3, 643 — FD, IIi.iv .75), líneas 22-24, Gruen pretende que
no hay ninguna garantía para insertar, con Colín y Pomtow, rb ttXtj0os- o ra OegaTrevo¡i> (línea 22
o 23). Pero el documento (una carta oficia] de Roma a Delfos) contiene óia(p6etQuv rou? TrQoeoTr¡xó{Tas]
en la línea 23, [x]al veoiTegiOfiovs exoíet en la línea 24, y ’óXof to & vo$ eis ra e a íx á s ] en la línea 21; y
estas palabras seguramente dan a entender acciones contra ciertos grupos gobernantes a favor de otros
que no tenían derechos de ciudadanía o carecían de privilegios, y no un mero soporte a las facciones de
los principes contra otras facciones similares en ias luchas de partido que sin duda alguna abundaban en
ese período en algunas regiones de Grecia, incluida Etoüa (en contra Gruen, op. cit., 36 y 53, notas
66-67). Incluso una «lucha de partidos», que Gruen admitiría como tai y nada más (n. 67), tal vez
tuviera unos claros determinantes de ciase: ia extrema dureza de la que nos ocupa (Livio, XLi.xxv.3-4)
tal vez se debiera a que tenía ese carácter (sin embargo, desde que leí el artículo de Mendels citado al
final de la anterior n. 2, estaría de acuerdo con él en que ías frases de ía inscripción que he citado
habría que tratarlas con enorme desconfianza, como propaganda romana, que tal vez puede que no
tenga ninguna base real o muy poca),
5. Ei relato más largo de ello que hay en inglés es todavía eí de Ferguson, H A , 440-459; pero el
lector debería empezar por 435 ss.. que definen a ia oligarquía que precedió al levantamiento. Véase, sin
embargo, Day, E H A R D , 109-110, esp. n. 346 para una modificación de la cronología de Ferguson. Cf.
también Silvio Accame, II dominio romano in Grecia dalia guerra acalca ad A ugusto (Roma, 1946),
163-171, y ía bibliografía de Magie, R R A M , 0.1106, n. 42. Las principales fuentes son Posidonio,
FG rH, 87, F 36 (apud Aten., V.211d-215b); Apiano, M ith., 28-39; Plut., Sulla, 11-14. Otras fuentes las
dan Greenidge y Clay, S o u r c e s 169-170, 178, IB 1-182. Resulta interesante constatar que Plutarco
destaca a Aristión, junto con Nabis y Catilina, como el más repugnante tipo de político (Praec. ger.
reip., 809e),
6. Para los destrozos hechos en Atenas {y en e! Ática en general) por Sil a, véase el material
convenientemente recogido por A. J. Pappalas, en lEW rjvtxá, 28 (1975), 49(-50), n. 3.
7. Cf. Josef Delz, Lukians Kenntnis der athenischen A nüquiiaten (Diss., Basiiea, 5950).
8. En la obra monumental de F. Bómer, en cuatro partes que tratan de la religión de ios esclavos
griegos y romanos, URSGR, la parte relevante es III (1961), 396 (154) a 415 (173). El libro de Fr.
C arrata Tbomes es La rivolta di Aristonico e te origmi della provincia romana d A s ia (Turín, 1968):
véase la reseña de John Briscoe, en CR, 86 = n. s. 22 (1972), 132-133. El artículo de J. C. Dumont, «Á
propos d ’Aristonicos», está en Eirene, 5 (1966), 189-196. Ei estudio de Joseph Vogt deí tema apareció
originalmente en su Struktur der antiken Skiavenkriege ( = A bh. d. Akad. d. Wiss. u. d. Lit. in Mainz,
Geistes- u. sozialwiss. Klasse, 1957, n.° 1), y ha sido reeditado en su Sklaverei und H um anitáf (= His
toria Einzelscnr., 8, 1972), en 20-60, con su breve comunicación «Pergamon und Aristonikos» (61-68),
publicada por primera vez en los A tti del terzo congresso internaz. di epigrafía greca e latina (Roma,
1959), 45-54, Véase ahora Vogt, A S IM (en trad. ingl.), 39-92, 93-102 (junto con 213-214). Para otras
discusiones y bibliografía véase Magie, R R A M , 1.144, 148-154, junte con 11.1034-1042, notas 2-25;
Will, H P M H , 11.352-356.
9. Son quizá la misma categoría qne e.g. a) los Xa oí de SE G . XVII.8I7 (segundo cuarto del
siglo ni a.C.), procedente de Apolonia, mencionada junto a los irToXíeOga en el verso 4 de! poema (cf.
Joyce Reynolds, en Apollonia, Supp!. Vol de Libya Anüqua [1977], 295-296, n. 2); y tí) tcx xara rav
NOTAS (APÉNDICE IV, PP. 611 -631) 761
> t Qvm mencionados enSEG , X X .729, linea 4, junto a ia propia Cirene x a i ras ¿iXXas iróktm.
}10. SEG , XVI.931 (cf. IG R R , I. 1024), dei siglo ¡ a.C ., es un decrete de los f&elxfH'm y el
a Tro\ÍTtvpcc de la comunidad judía de Berenice (líneas 12-13), antes Euhespérides y ahora Bengasi. Al
parecer algunos judíos se convirtieron en ciudadanos de pleno derecho d eX irene: véase e.g. SEG .
n X X .737 {60-61 d.C.), lista de uofioóv'Xaxts de Cirene (línea 5), que incluye a Elazar, hijo de jasón (línea
e 8), e idem, 741 (3-4 d.C.), lista de efebos que incluye algunos nombres judíos, e.g. Elaszar. hijo de
Elazar {a.II.48), Julio, hijo de Jesús (a.1.57; cf. 740.a .II.8); y véase Atkinson, TC EA , 24.
11. La obra más reciente que da un estudio completo de ía constitución prerrom ana
e artículo de Monique Cíavel-Lévéque. «Das griechiscne Marseiíle. Entwicklungsstufen u. Dvnamik einer
o Handelsmacht», en Helíenische Poleis, ed. E. Ch. Welskopf (Berlín, 1974), 11.855-969, en 893, 9 0 2 -9 0 7
i, (junto con 957-959, notas 446-482), 915 (junto con 963, notas 555-557). El artículo en cuestión se ha
y ampliado mientras tanto hasta convertirse en una monografía de 209 páginas- (con mapas y láminas):
a Marseiíle grecque. La dynamique d !un impérialisme marchand (Marsella, 1977). Las partes pertinentes
a son 93, 115-124, 128-129 (junto con 146), 137 (junto con 149). Véase también Michel Cierc, Massalia, \
« (Marsella, 1927), 424-443; Camüle Jullian, Hisí. de la Gaule, P.433-437; HHG. Wackernagel, en RE,
a XIV.ii (1930), 2.139-2.141; Busolt, GS, 1.357-358.
ie12. Véase Cierc, Massalia, II (1929), 292-298; Jullian, op. cit., V I.314-319.
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CfV
BIBLIOGRAFÍA (Y ABREVIATURAS)
En la parte 1, tanto las obras como las publicaciones periódicas y las colecciones de
inscripciones o papiros, se citan normalmente por la letra inicial del título o por otra
abreviatura habitual, generalmente sin nombre del autor o el editor.
La parte II es una relación muy selectiva de obras indicadas bajo el nombre de los
autores o editores. Algunas de ellas están citadas por la letra inicial del título (véase
prefacio, pp. 9-12), ios libros van en cursiva y los artículos, en redonda; aparecen entradas
siempre por el apellido de los respectivos autores o editores (en orden alfabético), y a
continuación figura el título de la obra citada sin abreviar.
Las abreviaturas de las obras modernas (incluyendo las publicaciones periódicas) que
no aparecen aquí pueden ser identificadas fácilmente con ayuda de la relación de abreviatu
ras de LSJ 9 I.xli-xlviii, OCD2 ix-xxii, ODCC1 xix-xxv, o de algún número reciente de
L ’A nnée philologique.
La identificación de fuentes antiguas por lo general resultará evidente a aquellos que
sean capaces de consultarlas. En caso de duda, se puede recurrir a LSJ - I.xvi-xli o (para los
autores latinos) al Latín Dictionary , de Lewis y Short vii~xi. He utilizado ias mejores
ediciones disponibles. Quienes conozcan menos las fuentes del cristianismo más antiguo
(citadas si es posible de ediciones de GCS, CSEL o SC, o generalmente de MPG o MPL) o
del período romano tardío encontrarán listas especialmente útiles en Jones, LR E III.392-406;
Stein, HBE / 2.ii.607-620 y II, 847-86Í; y naturalmente las Patrologías, de B. Altaner, J.
Quasten y O. Bardenhewer, a que nos referimos en ia parte II.
En unos pocos casos he citado libros bajo el apellido de un critico cuyas opiniones me
han parecido valiosas, en lugar de hacerlo por el del autor. (En todos estos casos se dan
suficientes detalles de los libros referidos.) En ocasiones, no vuelvo a referirme a ios libros
y artículos que creo que están reseñados adecuadamente con anterioridad. También he
omitido algunas obras que me parecen inútiles o irrelevantes; pero la inclusión de un libro
o un artículo en esta bibliografía no debe interpretarse necesariamente como una recomen
dación. He traducido aquí los títulos griegos, aunque no (como norma) en ias notas an
teriores.
Espero que las entradas para Karl Marx y Max Weber serán particul ámente útiles.
P a rte 1
Un asterisco señala que las referencias indican los números de las inscripciones o
papiros, en lugar de las páginas, excepto cuando se afirma io contrario, Las referencias a
los papiros se limitan principalmente a las citas, del texto principal antes que a las notas. He
utilizado abreviaturas corrientes: todas pueden identificarse con ayuda de una obra de
referencia como Orsoiina Montevecchi, La Papiroiogia (Turín, 1973), o en la muy útil breve
relación al final de Bell, EAG AC , para su uso véase la parte lí.
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volúmenes alemanes tienen buenos índices. El vol. I de la última edición inglesa, citado
aquí, carece de índice. Por tanto, para los lectores será útil la primera edición inglesa,
Londres, 1946, la cual tiene muy buenos índices, pp. 863-886.) (Hay trad. cast.: El
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Aalders, G. J. D„. 647 n 13 264, 433, 455, 536, 546, 547, 619, 625; ley
Abdera, Pitón de, 270, 592 sobre el aceite de oliva, en eí Ática, 303,
abelitas/abelonios, 522-523 372. 618
Abgar, dinasta de Edesa, 632 Adrianópolis, 559, 754 n. 42
Ábidos, 507 adscripticii (enapographoi, tam bién originara,
Abreteno. véase Zeus originales, tributarü), 178 (con 661 n. 16),
Abruzzo, 300, 310 191, 295, 297-298, 300, 301
Abthugni de Bizacena, 544 Aecio, Flavio, 560
Abu Simbei, 217 aerarium militare («e! erario militar»), 419,
Abulfaragio (Gregorio A b ü ’I Faraj, historia 423
dor sirio jacobita), véase Bar Hebreo A erobindo, 31 i
Acab (o A jab), rey de Israel, 182 (con 662 n. Á f r ic a (no rte de) r o m a n a , 19, 121. 146,
23); nom bre usado como un término de a b u 152-153, 160. 174 (con 660 n. 13a), 255 y
so» 472 258 (con 679 n. 18), 283, 285. 286. 312,
Acán, suerte de, 388 368, 417, 433, 445, 456-457, 470, 506. 519,
A carnania, 591 533-534. 561, 562, 571, 573. 577, 585. 680
Accame, Silvio, 705 n. 35, 760 n. 5 n. 20
Accio, batalla de. 21, 421, 422, 424 A fricano, Cecilio, véase Cecilio A fricano, Sex
Acisilene (en A rm enia), véase Anaiús to
aclamación (epihoesis, succlamatum est, etc.), Afrodisías, 623, 625
medidas aprob adas por, 369, 627 A frodita, 32, 458, 459: «Kallipvgoi», 32: tem
Acragante, 329. 613; véase también Agrigento plo de, en Erice, en Sicilia, 185 (con 665-666
«Actas de ios mártires paganos de A lejan nn. 39-40)
dría», 515. 519 A frod itón (aldea egipcia), 252, 263, 264
actio dolí o de dolo malo, 536 A ga Bey Kóv (aldea de Lidia), 256
actor (pragmateutes), 160 Agag. rey de los amaiecitas, 389
acueductos» 229; romanos, 230 Agatárquides de Cnido, 180, 659 n. 8
Adaarmanes. genera! persa, 375 Agenio Úrbico. 286
Adams, Bertrand, 668 n. 73 Agesilao II, rey de Esparta, 226, 347
Adán y Eva, mito de, como bastión de la A g im ó n . 613
«superioridad» del varón, 132 Agis IV, rey de Esparta, 144, 145 , 254 , 707
administrador o superintendente (de esclavos: n. 55
epitropo i. vi lid, actores}. véase esclavos agogimoi, 195
adoratio, 448 Agónide de Lilibeo, 667 n. 48
Adriano, em perad or rom ane, 31, 145, 233, «agotam iento hasta el fo nd o» , m e táfo ra del.
806 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
Argos, 168, 192, 347; skyialisinos (en 370), 34 B A rvand o, prefecto del pretorio, 566
Aristarco, personaje ficiicio (diálogo, por Je A rretium , 608
nofonte), 215-2] 6 arrendatarios, véase tierra, posesión de
Arisiides, Eíio, 363, 379 (con 714 n. 54), 451; arriana, herejía, arríanos (incluyendo ios se-
démokratia ideal de R om a, 379 miarrianos), 470, 522-525 (esp. 524)
Aristión, «tirano» ateniense (c. 87 a.C .), 617 A rriano , 145, 222, 662 n. 19
(con 760 n. 5) Arrio, heresiarca, 470; véase también arriana,
Aristión, Claudio (de Éfeso), 366 herejía; Thalia
aristocracia hereditaria, 328 asalariados, véase trabajo asalariado
«aristocracias comerciales», en la Grecia anti Asclepíades de Ciazómenas, 371
gua, concepción equivocada, 57-58 Asemus (?), 754 n. 42
Aristodícides de Assos (RCHP, 10-13), 188 asentamientos de «bárbaros» en ei im perio ro
(con 666 n. 44) m ano , véase «bárbaros», asentam ientos de
Aristófanes, com ediógrafo ático, 58, 129, 151, Asheri, David, 162, 707 n. 55
173, 195, 221, 245,"341, 343, 482, 514, 589 Asia (continente), 20, 22-23, 177, 184, 192.
Aristófanes de Bízancio, 167, 168 205, 351, 352
Aristonico de Pérgam o, 403, 621 Asia (provincia romana), 363, 371, 373. 406,
Aristóteles (y Ps.-A rist.), 16, 39, 51, 71, 124, 416, 427, 433
138, 141, 142-143, 157, 158, 169, 171, 176, A.sia M enor (la m oderna Turquía), 20, 24, 25,
179, 179-180, 192 , 224 , 225 , 226-227 , 235, 143-145, 181-190, 206. 223, 233, 262.
271, 328, 332-333,335, 336-339, 340, 341, 269-270, 295, 333, 352, 403-404, 427, 521,
359, 379, 413, 420, 469, 482, 485-487,492, 556, 563, 592-594, 621-628; a s iá tic o /o rie n
493, 494, 509, 513, 514, 631, 673 n. 11, tal, m o do de producción, véase producción;
698-699 nn. 4, 9, 700-701 n. 24, 703 n. 29; riqueza en, 143-146
su análisis del tra b a jo asalariado o a jornal, Asidates, agricultor persa (en 400 a .C ., cerca
217-220; su influencia sobre (y a través de) de Pérgamo), 592, 666 n. 42a
Marx, 74, 89-102 (esp. 95, 98-102); su insis Asiría (provincia romana), 404
tencia en la necesidad de unos derechos p o A spend o, 28 (con 680 n. 24)
líticos mínimos, 95-99 A sturio, Fíavio, magisier militum , 557
Aristóxeno de T á re n te , 479 Atalia de Panfilia, 145
armadas, véase ejércitos A láíidas de Pérgamo, 145, 403, 518; Atalo
Armenia, armenios, 404, 563, 605; monofisi- III, 403, 621; epigrama de Dáfitas, 518
tismo en, 522; provincia rom ana, 404 A ianarico, caudillo visigodo, 601
Armórica (er, Galia), 557, 558 A tanasio, Flavio..., patricio y prefecto de T e
Arpi, 609 baida, petición de los aldeanos de Afrodi-
Arquelao, rey de Capadocia, 145 tón a. 264-265
Arquelao, sacerdote de Ma, en C om ana del A tan asio , sacerdote de Alejandría. 175-176
Ponto, 185 A tanasio, san, obispo de Alejandría, 471, 472,
Arquelao de Q uersoneso, 32 522, 523, 550-551, 565, 733 n. 77
Arquitas de Tarento, proporciones aritmética A taú lfo, jefe visigodo, 560
y geométrica, 482-483 A tenas, atenienses. Ática, 24, 91, 97, 99, 115,
arquitectos griegos, 694-695 n. 2 124-127, 143-144, 165, 173, 176, 177, 194,
Arquíteles de C o rinto, 159 195, 221, 224-225, 230. 233, 238. 245, 252,
Arsaces, rey de P a rtia , carta de Mitrídates Vi 25 4, 268, 273, 303. 319, 323. 334-335, 339.
del P o n to a (en Salustio), 416, 516 340-345, 347-352. 353-355. 363. 364, 368,
Arsames, sátrapa persa, 144 572, 621, 626, 655 n. 3, 659 n. 8, 673 n. 16,
Artábano III, rey de Pariia, 632 711 n. 35, 755 n. 42; actividades navales,
Ártemis, templo y culto, en Éfeso, 196, 318, dificultades para financiarlas, 344-345 (con
367 705 r. 37); adquisición de bienes en ios terri
artesanos, artífices ( technhai, cheiroíechnai), torios sometidos fuera del imperio (Tuc.
17, 48, 70, 99, 140, 1.41, 143, 154, 158, 161. V I H .48.6), 703 n. 27; A erópago, en eí prin
216, 217-220, 221, 226-230, 234-236, 237, cipado rom ana, 209, 618; esclavitud, se de
239, 240, 241, 243, 317-323, 434, 615, 616; sarrollaba más en la democrática Atenas.
artistas (pintores, escultores), 318. 322 ( véa 171; imperialismo naval para asegurar las
se también Poiignoto; Praxíteles: y espec., rutas de aprovisionamiento, 3 4 4 : «imperio»
Fidias; Policleto); «bienes y crédito estaban ateniense (en el siglo v): 341 (con 701 n. 26),
encarnados en sus m anos» (Salustio), 319, 344, 345, 404, el único de los imperios dei
434; distinción básica entre artesano inde pasado que recibía el apoyo de las clases
pendiente o menestral (techniiés) y tra b a ja bajas, 341; leyes atenienses, m inimizaban
dor asalariado, 217-220, 234-236; no eran los derechos de propiedades de las mujeres,
despreciados p or los «antiguos griegos», 323 y sus efectos. 126: Segunda Confederación
ÍNDICE ALFABÉTICO 809
feudales, 306; desarrollo en Inglaterra, 309; Celenas (en Frigia), véase Apamea
un avance, en contraste con los primitivos censo, listas de, 303
sistemas de tra b a jo no libre, 137-138 censores (tim etai), 612, 623, 625, 628
capite censi o pro leia rii, en Roma, 418 C e ra m ó n (ateniense), 215
Capitolino, M. Maniio, 394 (con 717 n. 5, en Cércidas de Megalópolis, 32
Vi-ii) C erdeña, 416, 577
Capitón, escultor de P e rin to , 323 Certo, -Pubíicio (senador rom ano), 446
C a p u a (en C a m p a n i a ) , c a m p a n o s , 233, Cervidio Escévola. Q., véase Digesto
607-608 César, C. Julio, 199, 252, 272, 413, 414, 418,
Caracalla, em perador rom ano : M. Aurelio 419, 422, 424, 432, 433; actitud de Augusto
Antonino, 444, 453, 454, 529-530 hacia su memoria, 722 n. 1Q; esclavizacio
Carajo, hijo de E sc am an drón im o (y herm ano nes en masa en Galia, 272
de Safo), de Lesbos, 159 Cesárea P anéade (Cesárea de Fiiipo), 499-502
cárcel (en el período rom ano ), 536, 568 «cesaropapism o», 470
Cardascia, G ., 155, 530, 532, 533, 534, 536 Cíbira, 361, 626, 628
caridad, véase beneficencia y limosnas Cicerón, M. Tulio. 25. 91, 95, 96 (con 647
Carino, emperador ro m a n o , 556 n. 17), 147-149, 176, 196, 199, 235-236, 278,
Caristo de Eubea, 619 285, 363, 367, 371, 378, 380, 383, 392, 394,
Cariomagno, 281 395-408 (esp. 402, 405-406), 411-417 , 420,
Carlos V, em perador, 487 427-428, 430-432, 434, 439, 483, 487, 497,
Caronte (en Aristófanes), 514 512, 536, 611-613, 624, 628, 631, 710 n. 16,
carpos, 598, 600 717 n. 5 (en VI.ii); actitud hacia los Gracos,
Cartago, 228, 233, 318-319, 421, 523, 553, 722 n. 7; burla de las asambleas griegas, en
610, 674 n. 19 Pro Flacco, 364; conciencia de los abusos
Cartledge, P. A ., 332, 647 n. 28, 706 n. 47a del imperiarismo romano, 387-388 (con 723
carretilla, 54 n. 19), 416; creencia en que los estados exis
Casandrea (Potidea), 753 n. 42 ten básicamente para proteger los derechos
Casandro, hijo de A n típ a tro (general macedo- de propiedad privada, 357; ingresos de P t o
nio), 354, 357 lomeo (apud Estrabón), 636 n. 11; su tr a
casarii (y servi casa ti), 281 ducción latina del E conóm ico de J e n o f o n
casatus, 281 te, 277
Casio Dión, véase Dión Casio Cicerón, Quinto Tulio (herm ano de Marco),
Casio, Espurio, 394 (con 717 n. 5, en Vl.ii). 363
726 n. 52 Cilícia (provincia ro m a n a ), 25, 204, 371,
Casio. Cavo (senador ro m a n o y jurista), 477 404-405, 417, 559, 577
Casiodoro' 202, 261, 300, 310,'583-584, 604, cilirios, de S ira cusa, véase killyrioi
690 n. 46, 691 n. 51 Ciión (ateniense); 332
Casson, Líonel, 634 n. 2 (en I.iii), 676 n. 32 Cincinato, L. Q u in d e , 148 (con 656 n. 5)
casta, 59, 114, 640 n. 4, 643 n. 22 «Cinco Mil», los, 704- n. 30; véase También
castigos (o penas), en R o m a, 535; aumenio de «Cuatrocientos»
la s e v e r id a d , en el im p e r io c ristia n o , Cipriano, san, 283
511-512; vése tam bién azotes; «doble siste circo (hipó drom o), 373-374, 376, 525; en
m a penal»; mutilación; to rtura R o m a, 525
Castino, C. Julio Septimio (IL S, 1.153), 556 circo, facciones del (espec. «azules» y «ver
Castles, Stephen, y G odu ia Kosack, 36, 87-88 des»), 374 (con 712 n. 41a), 467-468
(con 645 n. 22) circunceliones (donatistas), 561 (con 75/ n. 22)
castrense p e c u liu m , véase peculium (castrense) Cirebo (ateniense), 215
categorías, véase conceptos y materialismo his Cirene, Cirenaica, 20, 192, 312, 357, 371, 404,
tórico 405, 408, 444, 571. 613, 629-630, 693 n. 6 ,
Catilina ÍL. Sergio Catilina), 112, 411-412. 708 n. 2
413, 431, 478, 721 n. 5, 722 n. 7, 725 n. 52 Cireneo, Simón el, 28
Catón (‘el C e n so r5), 171, 221, 277-278, 279, Cirilo, sar¡ (obispo, patriarca de Alejandría),
310, 403, 691 n. 59 211. 522, 715 n. 64 (con 382): comentario
catonacóforos; de Sición, véase corinéforos de Gibson sobre su .santidad, 735 n. 91; lis
Cawkwell, G. L., 647 n. 27, 656 n. 2 ta de los sobornos a los oficiales de la corte
Ceciliano, duovir (m agistrado) de Abthugm, de Teodosio Ii, 211 (con 671 n. .13)
544 Ciro (principe persa). 147
Cecilio Africano, Sexto (jurista romano), 198 Cirro (en Siria), 577
Cecilio Clásico, véase Clásico Cecilio C itü, Vittorio, 639 n. 7
Cecilio Isidoro, C., véase Isidoro, C. Cecilio ciudadanía/ciudadanos: a n r i b u i í , 637 n. 15;
Cefisódoto, hijo de Praxíteles, 318 c i v i ta s sin e su f fr a g io , 408: «doble d u d a d a -
ÍNDICE ALFABÉTICO 813
nía», 407-408; en las ciudades griegas, 23, 92; tres importantes evoluciones en el impe
26-27, 33-34, 84, 118, 170, 225-226”: efecto rio rom ano , 45
sobre la «clase», 118-119, incluía el acceso «clase propietaria», clase (o clases) de los p r o
exclusivo a la posesión de tierra, en el pe pietarios, véase propietarios
ríodo helenístico, 118, 339; incolae, 636, 637 Clásico, Cecilio (gobernador de la Bélica), 44ó
n. 15, 650 n. 30; isopoliieia (intercambio Claudia Bassa, 160
mutuo de la ciudadanía entre distintas ciu Claudiano (poeta latino tardío), 440, 602
dades) en el período rom ano (y legislación Claudio I, emperador rom ano, 172, 210, 378,
rom ana), 118', metecos (residentes extranje 424, 435, 457
ros: m e to ik o i, p a ro iko i), 115, 119 (con 650 Claudio Ií el Gótico, emperador ro m a n o , 447
n. 29). 170, 225-226, 234, 339-340, 647 Claudio, Apio, 357
n. 27, 650 n. 30; R echisslellung como un Claudio Pulcher, C., 613
factor que puede ayudarnos a determinar Clausing, Roth, 283, 287, 595, 689 n. 37
una clase, 59, 60-62, 88; romana, 80-81, Clavel-Lévéque, Monique, 761 n. 11
118, 119, 409, 529-532, 537-538, distinción Ciazómenas, 371, 547
innecesaria (como algo superfluo) que desa Clearco, tirano de Heraclea Póntica, 348-350
pareció, 538; véase tam bién p aroikoi Clemente, epístola de ( = Clem ente I), 203
«ciudades comerciales» (las llamadas), 155- Clemente de Alejandría, Ouis dives s a lv e tu r l,
156 506, 507, 509
Civil, C, Julio, revuelta de (69-70), 545 Cleofonte («demagogo» ateniense), 151, 701
Cízico, 522 (con 743 n. 79), 532, 591, 753 n. 42 n. 25
Clarencio (hijo de un a esclava de la iglesia de Cleómenes III, rey de Esparta, 338
Roma), 299 Cleomis, tirano de Mitilene, 349
clarissimi, 474, 551 Cleón («demagogo» ateniense), 58, 151, 341
Clarke, G. W ., 746 n. 22, 756 n. 7 (con 701 n. 25), 702 n. 26
clarotas (de Creta), 168 Cleón de Gordioucome, 553
clase, clases, lu c ha/conflicto de clases, socie Cierc, Michel, 650 n. 29
dad de clases, conciencia de clase: definicio Clerm ont-Ferrand, 693 n. 6, 754 n. 42
nes, 59-62, cf. 46-48, 53, 57-59; y véase a clerucos , servicio militar y tierras, 253, § 2
continuación (con 678 n. 6, en IV.ii). 316, 666 n. 44
clase: «carácter explosivo» del concepto, y su clientela, clientes (romanos), 399; aum ento en
naturaleza «am enazado ra», 46, 63, cf. 37; im portancia durante el principado, 400-401,
como un a relación, 47-48, 60, como también 426; «estados clientes» de R om a, 399-400,
lo es el capital, 643 n, 1; el concepto de 631; relación del liberto con su antiguo amo,
M a r x , no d i s c u t i d o p o r Max W e b e r, 399; y patronazgo, 209, 391, 399-401, 423,
110-112: ias mujeres (o las mujeres casadas) 425, 426-429
como una ciase, 122-127; ios esclavos como Clístenes (legislador ateniense), 340
miembros de una ciase, 83-85; Marx no dio Cloché, Paul, 343 (con 705 nn. 33-34)
una definición completa o formal de clase, Clodio (P. Clodio Pulcher). 402, 412-414, 431
47, 63. 78, y el P refacio de 1859 no contie cognitio (extraordinaria). 385
ne ninguna referencia a ía lucha de clases, Cohén, Benjamín, 643 n. 21
64; se puede ser m iembro de más de una C ohén, G. A., l i , 639 n. 13
clase, 61-62; y status, distinciones contras cohoriales (taxeotai). 552, 574
tadas, 82-86, 108-118, a veces confundidas, Colm , Jean, 627 (con 712 n. 41)
incluso por M arx y Engels, 86 C o lofón, 646 n. 9
clase, conciencia de, no es necesariamente un colonato y coloni (siervos) en el imperio ro m a
elemento en la clase, 16, 61, 75-76, 82 no tardío: adscripticii (enapographoi, ta m
clases: com portam iento (y moralidad), co m p a bién originarii, originales, trib u ta ra }, 178
rado con los estados y los individuos, 65-67; (con 661 n. 16), 191, 295, 297-298, 301' 312;
distinciones entre problem as históricos y so colonato tardorrom an o, 190-192. 206-207,
ciológicos en la definición de clases, 57-59 294-300, 436, una forma de servidumbre,
clases, lucha de: emergencia del concepto, en 17. 105, 164, 179, 186-187 (y véase coloni
el pensamiento de M arx, 74-75; en el piano tardorrom anos); coloni.. diferentes significa
ideológico. 18-19, 86, 44--527: importancia dos dei término, 190-191: el térm ino cofo-
dei control del estado, 336-338 (cf. 120-121), naius a partir deí segundo c u a n o dei si
329-330, 389-390, 393; puede estar incluido glo ív» 190, 206-207, 296-297
o no el plano político, 16. 61, 64, 76, 77 coloni hom ologi, 296
clases, sociedad de, 3, 46-59 coloni tardorrom anos. vinculados a su aldea,
«clase media», de ejecutivos modernos, 44; a su finca o a sus parcelas, 190, aunque
no es una buena traducción de hoi meso i , técnicam ente seguían siendo libres, 190,
814 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
Corinto, 57, 146, 159, 185. 226, 338, 347, 351, sias com o terratenientes, 266-267, 447-448.
403, 615, 616, 649 n. 9 (con 107) 576-577, riquezas inmensas de estas y otras
Corippo, Flavio Cresconio (poeta latino ta r iglesias, 576-577; iglesia católica, papel de
dío), su poem a en alabanza de Justino II, Ir., en el norte de Africa, 283, 561: «la igle
466 sia/iglesias cristianas», 19. 490. 576: m o n
Cornificio (retórico romano): licentia es equi jes y movimiento monástico, 427, 576; per
valente ai griego parrhésia, 430 secuciones: de cristianos, 204, 462, p o r ios
Cos, 245, 358, 711, n. 23 cristianos (de paganos, judíos; m aniqueos),
Cosroes I, rey de Persia, saqueo de Antioquía 470-473, 518, 522-526 (espec. 526'y, posesión
(en 540), 566-567 de propiedades, de Jesús, 502-505, de ias
Cosroes II, rey de Persia. 563, 564; su toleran' iglesias primitivas, 505-511; véase tam bién
cia hacia los jaco bitas sirios perseguidos por A rrio; concilios de las iglesias cristianas; do-
Domeciano de Melitene, 564 (con 752 n. 34) natismo; herejía arriana; Jesús, Jesucristo;
costobocos, 545, 753 n. 42 limosnas; Pablo, san, doctrina de; p a rá b o
cotinos (celtas), 596, 597 las de Jesús
cotrigures (pueblo huno), 294, 604 C risto, véase Jesús
Corta M áxim o, M. Aurelio, cónsul en 20 d.C'., C rom weil, Oliver, 514
213 Crónica demóiica.. 516 (con 742 n. 7)
Coulborn, R u sh to n, ed., 694 n. 4 C ro ok , John, 234, 668-669 nn. 61, 65, 73,
Courby, Institut Fernand, 607 670 n. 3, 716 n. 1
Courtois, Christian, 561 Crossland, R. A., 317
Craso, M. Licinío, 210 (con 671 n. 8), 231 C ro tó n, 58, 608
Crates (comediante ático), 139 Cruzada, cuarta, 21
Craugasio de Nísibís, 566 cuados, 294, 307. 545, 596, 597
C raw ford, D o rothy , 303 «cuasisiervos», cuasiservidumbre, véase servi
Crawford, Michael H ., 272, 404, 650 n. 21, dum bre, siervos
709 n. 14, 719 n. 5, 748 n. 14 , 756 n. 10 «Cuatrociento», los. y los «Cinco Mil», en
Cremes (personaje de comedia), 149 A tenas (411-410 a.C.), 342-343 (con 703-705
Crémiio (personaje en eí P luio de A ristófa nn. 29-34)
nes), 173 cubicuiarii, 173, 211 (con 671 ri. 13), 573
Creta, cretenses, 168. 180, 192 (con 667 n. 5 /), cuentas, rendición de, de ios magistrados bajo
404, 630 ía democracia, véase euthvna
criados y aprendices, 241 culto al emperador, 460-465
Crimea (reino del Ponto), 157, 343, 346, 705 cultos a hombres en vida: a generales y p r o
n. 36. cónsules romanos, con el de Flaminino en
Crísero o Críseros (gran camarlengo de Teo primer lugar, 407; a Lisandro de Samos (en
dosio II), 211 (con 671 n. 13) 404 a.C .) (el más antiguo que se conoce) y
Crisipo, 488 a A lejandro Magno, 94-95; a Verres, en Si
Crisóstomo, san Juan, 267, 286, 376, 652 racusa (las Verria), 407; a los reyes helenís
n. 13, 682 n. 44, 715 n. 64 ticos y demás benefactores, 407; en Esrmr-
cristianismo, Cristiandad, iglesias cristianas, na en 195 a.C., 407
cristianos, 16, 19, 248, 462-473, 488-496, cuneiformes, documentos, 203 (con 670 n. 76}
4 9 6 -5 1 4 , 5 1 8 -5 2 7 , 556, 561, 562-563, curiales, orden/clase curial, decuriones (conse
576-579; actitud ante Ía esclavitud, 488-496; jeros de ia ciudad). 19, 153-154. 299-300,
actitud ante las mujeres, el m atrimonio, el 362, 368, 427. 529, 532-533, 533-536. 538,
sexo, la virginidad, 128-135; clero, clérigos, 542-552,-623-628, 658 n. 21, 690 n. 46, 743
45, 576: diáconos y clérigos menores, 576, n. 19, 747 n. 2; azotes (y exenciones). 550;
ob ispos y sa c e rd o te s , 427, 552 y 574, decuriones analfabetos, 544; fundaciones de
576-577, salarios (elevados) de algunos obis b e n e f i c i e n c í a : r e c ib ía n b a s t a n t e m á s ,
pos, 577; «cristianismo paulino», 130, 505, 233-234; lucha, de ciases entre ios. 549: m a
512, 513; herejía y cisma, 470-472, 518-527, los tratos, por los gobernadores provincia
526. 578-579; aparición en el N .T ., ~4¿ les y funcionarios imperiales, 550: num ero
r . 26, un n u e v o f e n ó m e n o c r i s t i a n o , y valor (census) de ios decuriones, 543; p o
526-527; «hom bres santos», 427, 521: ideo dían tener esclavos urbanos y rústicos, se
logía cristiana, reforzando ia autoridad im gún suponía C onstantino, 303; presión so
perial, 462-469, y procurando la sumisión bre-ios, en eí periodo de ios A nioninos, 545
de los esclavos y clases bajas, 248, 465, 468, ss.; prohibición por Justiniano de hacerse
489 (y véase Pablo, san, doctrina de); igle obispos o sacerdotes, 552, 574
sia: de R om a, 5/7 , 578-579, gran iglesia de Curio Dentato, M., 148
Constantinopla, 576-577, 578-579, las igle cursas pubücus, véase posta, im perial/pública
í
816 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
C habot, i . B.. tradu ctor de Miguel el Sirio, «debate persa» (en H d i., III. 80-83). 699 n. 11,
605, 752 n. 34, 757 n. 22 726 n. 1
Chadwick, Henry, 473, 501, 735 n. 93, 740 debellare superbos, 383-384
n. 13, 751 n. 32 D ebord, Pierre, 665 n. 34
Chalón, Gérard, 669 n. 68 «decadencia v caída» del imperio rom ano, 19,
Chamoux, F., 629 312-313, 528-579, 579-586
Chapot» Víctor, 607 Decápolis (en Palestina), 499-500
Charanis, Peter, 605 «decarquía» de 404 a.C. ss., en Samos, 95
Charlesworth, M. P ., 437, 458, 464 Decébalo (caudillo de los dacios), 554
Chastagnol, A., 680 nn. 25-26 Decelía, 177, 342, 590
Chayanov, A, V., 122 decem prim i (decuriones principales, en las ciu
Childe, V. Gordon, 36, 541 (con 747 n. 33)), dades italianas y sicilianas, a finales de ía
641 n. 14 república), 549; distinción de los decem pri
China (moderna), República P o p u la r de: cam m i curiales (probablemente = principales) de
pesinos, 251; carretilla en, 54; Ley de refor la segunda mitad del siglo iv, 549, 550
ma agraria, 251; los comunistas chinos de D e d o (em perador romano), 283
nom inados «bandidos» por el gobierno, decuriones, véase curiales
373; reunión de campesinos en el Barranco Dédaio, 139, 169
de la aldea Li, 251 d efensor (civitatis o plebis; ekdikos, svndikos),
Chipre (provincia ro m an a), 404, 417, 628 '3 72, 447
choris oikounies (esclavos y libertos), 171 (con Degler, Cari N., 72-73
659 n. 9), 205, 215, 645 n. 24 Deininger, Jürgen, 614
Chroñica M inora (ed. Momirisen, M G H ), in dekaprotoi (eikosaprótoi), decuriones respo n
cluyendo Cons. C o n s t a n t H idacio, ísid., sables de algunas liturgias, desde el siglo i a
Hist. G oth., Marcelino Comes, Próspero comienzos del iv, 549
Tiro, etc., 600, 601, 603, 604 Delfos, 271, 388, 626; inscripciones de m a n u
chrysagyron, véase impuestos: collado lustralis misión (de 201 a.C.), 271 (con 684 nn. 2 y
2a)
Délos, 25, 189, 224, 270, 276, 461
Dacia, dacios, 554, 596-598 Démades (ateniense), 708, n. 2; teórico como
Dáfitas (o Dáfidas) de Telmeso, 518 la «cola de la democracia», 675 n. 26
Dafne, cerca de A ntioquía, 655 n. 9 «dem agogos», 151-152, 341 (con 701 n. 25),
Dahrendorf, Ralf, 46 (con 640 n. 1), 78-81, 348
104, 120, 640 n. 16, 650 n. 31: funcionalis De M artino, Francesco, 683 n. 1, 714 n. 54
mo, y el «primer funcionalista» de Platón D em arátidas, 144
y Sócrates, 104 D em arato, rey exilado de Esparta, 143
Dalmacia (provincia rom an a), 285, 424, 577 Demeas (ateniense), 215
Damasco, 754 n. 42 Demetrio, liberto de Pom peyo, 210
Dámaso, papa, 525, 577 Demetrio de Fálero, 354
dam natio m em orias, 460 Demetrio Poliorcetes, 208
Daniel, Libro de, 381-382 (con 715 n. 61), 515 Democedes de C rotón (médico), 319
(con 741 n. 4) democracia, 18, 61, 91, 93-99, 102, 120, 170,
Danilova, L. V., 121-122 329, 333-335 (con 698-699 nn. 1-12); carac
Danubio, río (y su cuenca), 20, 272, 294, 304, terísticas esenciales e instituciones, 334-335;
313, 559, 566, 567; m onedas republicanas, definiciones antiguas de, 698 n. 4; destruc
halladas en tesoros en R um ania, 272 ción, 121, 345, 352-382, 606-633; euthyna,
Daos (personaje en M e n a n d ro , H eros), 195 im portancia fundamental, 95, 335 (con 699
Dara (Anastasiópolis), en M esopotam ia, 674 n. 11, contrástese con 435), su creencia en
n. 19 ei imperio de la ley, 335 (con 699 n. 12);
Dárdano (en la Tróade), 144 lib e r ta d (e le u th e ria ), su gran o bjetivo,
dárdanos (de Iliria y Tracia), ISO 334-335 (con 698 n. 4)s incluyendo la liber
Darío I, rey de Persia, 245 tad de palabra, parrhesia, 335, cf. 379, su
D ’Arms, J. H., 671 n. 6 isonom ia e iségoria, 335 (con 699 nn. 9-10),
Daube. David, 652 n. 14, 686 n. i 4 a . 743 n. 11 cf. 379; nom bram iento por sorteo, sólo p ara
David, Paul A.. 685 n. 8 los cargos menores, 335; originalidad, 334;
Davies. i . G., 659, n. 8 papel (importante) en la protección de los
Davies, J. K., 209, 318, 654 n. 3... 694 n. 2 (en pobres frente a ia explotación y opresión,
IV.vi), 698 n. 3, 707 n. 53 44, 93-94, 120, 170, 244, 252, 334, 338-339,
Davis, P. H., 674 n. 20 3 50, 367 , 3 70, 373; posición de mujeres y
Dawes, Elisabeíh, y N. H. Baynes 520, 682, esclavos. 334, 339; véase también d ém o
n. 43 kratia
INDICE ALFABÉTICO 817
Demócrito, 38, 39, (cf. 277); tesis doctora! de Dieo, 272 (con 684 n. 5), 592
Marx, sobre D em ócrito y Epicuro, 38-39 D igesto (de Justiniano), 174, 283, 683-684
dém okratia: devaluación del término, en los n. 1, incluyendo (entre otros) los siguientes
períodos helenístico y romano, 377-379, juristas: Alfeno Varo, 237; Arcadio Carisio,
382; el p r i n c i p a d o ro m a n o com o una 535; Calístrato, 153, 155, 201, 284, 534,
dém okratia, 379; para designar la constitu 536; Escévola, Q. Cervidio, 280; F lorenti
ción de la república romana» 378-379 (con no, 492; Gayo, 199, 256; H erm ogeniano,
713 nn. 51-52); puede significar violencia de 285, 364; Javoleno Prisco, 532; L ab eó n, M.
ia muchedum bre, motín, insurrección, 382 A ntistio, 280; Macro, Emilio, 534; M arcia
(con 715 n. 64) no. 441; Marciano, Elio, 280, 288-291 (con
demos, 93 con 334, 94, 95, 99, 328, 329-330, 687-688 nn. 26a 28), 533; M odestino, 637
332, 336, 707 n. 62 n. 15; Paulo, 201, 279, 280, 281, 285, 362,
«demos», como unidad política, especialmen 746 n. 21; Pegaso, 280; P o m p o n io , 449,
te en Atenas, 340 (con 700 n. 22) 450, 637 n. 15 con 650 n. 30; Pró cu lo , 718
D em ó ste ne s (y P s . - D e m .) , 173. 220-221, n. 13; Salvio Juliano, 201, 278, 279-280;
237-238, 239’, 344 {con 705 n. 36), 351 (con Trifonino, 492; Ulpiano, 134. 163, 201. 236,
707 n. 58), 355, 589, 705-706 n. 37 276, 279, 280-281, 321, 362, 373, 449 (lex
Demougeot, Émilienne, 601, 602, 688 n. 29 reg ia ,../), 492, 531, 535, 556, 636 n. 8, 637
Dennett, D. C., 759 n. 47 n. 18, 746 n. 21; Venuleyo Saturnino, 201
D e rebus bellicis (anónim o), 459, 569 «dignidad dei trabajo», idea ausente en la A n
derecho, leyes, juristas: derecho rom ano de tigüedad, 238
sucesión y ley de testamentos, 386; en A ris d ig nitas, 425, 432
tóteles, la ley puede ser «oligárquica o de Dime, 361 , 403, 616, 709 n. 14
mocrática», 97; «ley y orden» de los ro m a «dinastas» del M agníficat v Thom as H ardy,
nos, 428; los ro m ano s no conocían lo que 504, 513
llamamos «eí im perio de la ley», 384-385; Dinócrates de Rodas (arquitecto), 26
juristas rom anos, 386-387; Marx y Engels e Diocleciano, em perador rom ano, 21, 24, 25,
historia del derecho, 386: primera publica 201, 2-65, 277, 289, 294-296, 298. 307, 311,
ción de las leyes en R o m a (c. 450), 391-392; 368, 421, 436, 445, 448, 450, 474, 540, 541,
respeto de los dem ócratas griegos p or ias 544, 554, 569, 570, 571-572, 574, 585; edic
leyes, 335 (con 699 n. 12); véase también to de precios, 635 n. 3 (con 25), 683-684
C onstitutio A n to n in ia n a ; ius civile; ius gen- n. 1, 756 n. 2
tium e ius naiurale; jurisdicción; fex/leges D iodoro (Sículo), 39, 145, 195, 270, 348, 349,
De Robertis, F. M ., 672 n. 1, 689 n. 37 355, 708 n. 2; actitud crítica hacia los italia
Derow, P. S., 709 n. 13, 759 n. 2 nos y rom anos, 416; construcciones públi
«descripción» y «explicación», 62-63 cas en Siracusa, 228, 318; Egipto: autorid ad
desempleo, véase empleo o desempleo (supuesta) de ia mujer sobre el m arid o, 653
« d e te r m i n is m o e c o n ó m ic o » , su pu esto en n. 22, coste (bajo) de la vida, 664 n. 32.
Marx, 41-44 ingresos de] Ptolom eo reinante, 636 n. 1,1,
deud as y d e u d o r e s , e n d e u d a m ie n to , 165, población del Egipto ptolemaico tardío. 636
194-196, 331, 392; cancelación de deudas n. 11; igualdad de propiedad, su opinión
(chreon a p o k o p e , novae tabulae) 165, 227, sobre la, 100; legislación sobre las deudas,
254, 339, 350 (con 707 n. 55); venta de los de Solón, 194; restricciones (322-321 y 317
hijos, para saldar, 195 a.C .) a la constitución ateniense, 353-354;
deudas, ley ro m a n a sobre, acervo, 195-203: revueltas de esclavos en Sicilia y en las mi
addictus, addiciio, 196, 199-201, 202, 207, nas de oro en Egipto y de plata en H isp a
284, b o n o ru m ven d itio /c e ssio /d isira c íio , nia, 659 n. 8; siervos etruscos, 658 n. 4;
198-199; el acreedor que arrestaba a su deu «territorio ganado con la espada», 151
dor convicto perdía su derecho legal explí D iodoro Pásparo de Pérgam o, 622
cito, 201; iudicatus, actio iudicati, 199-201, D 'ó d o to (orador ateniense, en Tucídides), 702
284, 291; m a n u s iniectio, 198, 199; obaera- n. 26
rü, obaeraii, 199 (con 669 nn. 66-67), 223 D iofanto (S1G \ 709), 661 n. 15
De Visscher, F., 630 Diogenes de E noanda, 150 (con 657 n. 8)
Dexipo, 753-755 n. 42; su supuesta hazaña Diogenes Laercio, 157, 158
frente a los hérulos en 267, comúnmente Dión Casio (Cassius Dio Cocceianus), 198,
aceptada sóio p or la H istoria A u g u sta , 755 231 233 312. 361*362 373 37í- 4^"*
n. 42 423-425, 429. 435, 450! 517, 530, 546,
Develare, rey de Gaíacia, 145 554-555, 556, 597-598, 610, 632, 715-714
De Zulueta, F., véase Zulueta nn. 57-52, y espec. 714 n. 56
Didaque, 489 D¡ón Crisóstomo, de Prusa. 33. 56, 131, 171,,
Dídimo (pariente del em perador Honorio), 693 176, 202, 223, 230, 237-238, 279, 359, 364,
n. 6 367 (con 710 n. 22), 368, 372 (con 712
818 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
n. 38), 374, 3 7 5. 435, 441 (con 728 Drake, H . A., 715 nn. 62-63
nn. 17-18), 463, 488, 553, 623, 625, 628. Dresde, bo m b ardeo de, 65
707 n. 55, 713 n. 49: influido (se dice) por Ducas (historiador bizantino tardío), 579
Musonio, 657 n. 7 Duchesne, Louis, 564 (con 752 n. 36), 757
Dionisio, esclavo de Cicerón, 176 n. 26
Dionisio, obispo de A lejandría, 134 (con 653 Duff, A. M ., 671 n. 4
n. 26) D u m o nt, Louis, 643 n. 22
Dionisio, secretario de A ntíoco IV, 655 n. 9 D unbabin, T. L . 658 n. 3
Dionisio I, tirano de Siracusa, 143. 145, 228, D uncan-Jones, R. P., 85, 115, 210, 634 n. 2
318 (en I.iii), 635 n. 3, 672 n. 16, 676 n. 35,
Dionisio de Halicarnaso, 39. 168, 209, 380, 683 n. 1
381, 393-394, 399 D upré, G., y P .- P . Rey, 36, 53
Dioscoro, obispo de A lejandría, 175-176, 471. Dura E u ro p o , 407 (con 719 n. 12)
522 D urkheim , E ., 37, 60, J04
Dioscoro, poeta griego en Egipto, 264 dux, duces, 265
Dioscoro, p rytanis de Oxirrinco, 369 Dvornik, Francis, 437, 466, 733 n. 79
dióscuros, 462 dynasteia, véase oligarquía
Dirraquio (Epidamno, Durazzo), 20 dynatoi, véase «poderosos, los»
dispensa!ores (esclavos imperiales), 172 (con Dyson, Stephen L., 552
660 n. 13); véase tam bién Músico Escurra-
no; Rotundo Drusiliano
Disraeli, Benjamín, Sybil, 91 Ea (en Tripolitania), 660 n. 13a, 693 n. 6
divi fra íres (emperadores ro m anos M arco A u Eadie, J. W ., 757 n. 11
relio y Lucio Vero, años 161-169), 546-547 E berhard, W o lfram , 316
Dobb, Maurice, 35, 107 Ecdicio (cuñado de Sidonio Apolinar) 693
«doble ciudadanía», véase ciudadanía n. 6, 754 n. 42
«doble sistema penal», 533-536; su emergencia Eclesiástico, libro de (Edo.), 482, 507
en tiempo de los A nto nino s (y los Severos), econom ism o, véase determinismo económico
534 Edesa (Edessa) 311, 407, 658 n. 21; correspon
Dobrudja, 621 dencia (falsa) entre su dinasta y Jesús,
«Doce tablas», Leves de ías, 197-198, 391-392 632-633; chrysargyron (a finales del siglo v),
D octrina Jacobi nuper baptízate 753 n. 39 320; h a m b ru n a s en (c. 373 y 500-501), 260,
Domeciano, obispo de Meiitene, 564 (con 752 261
n. 34) E dicium T heodorici, 291, 661 n. 16
Domiciano (emperador ro m an o), 29, 150, 432, Eetionea (en Ática), 704 n. 30
444, 445-446, 457, 463 efebos, efebía, 369. 619
Domicio Afro (y los Domicios), 153 (con 657 Éfeso, efesios, 145, 196, 226, 318, 321, 366,
nn. JO-]]) 367, 427, 625, 627; concilios de la iglesia de
Domicio A henobarbo, véase A henobarbo (431 y 469 d.C.), véase concilios de las igle
«dominado» opuesto a «principado», no es sias cristianas
una opinión acertada, 296 Efialtes (ateniense), 340, 342
donatism o, d on a tista s, 470, 519 (con 743 Efraim (asceta siríaco), 260
n. 15). 549. 561; coloni convertidos por sus E frem io, obispo de Antioquía, 566
terratenientes al catolicismo o viceversa, Egeo, islas deí, en ei censo dei imperio ro m a
283; ingeniosa idea de los católicos para no tardío, 295
considerarlos heréticos, 519; véase tam bién Egíale (en A morgos), 620
circunceiiones Egina. 57. 147. 319, 644 n. 6
Donato, obispo de Burea en Epiro, su mila Egipcio, 19, 20. 22-23, 31, 139, 144, 145, 157,
gro. 476 159. 184 (con 663-664 n. 32), 185, 196, 197,
Dórica (o Rodopis), 159 199-200, 202, 204, 223. 255, 260, 262,
Doroteo, teólogo arriano, 524 263-265, 285, 295, 296, 352, 377, 404, 467,
dotes (de ias mujeres), 125, 127 519-520, 545, 563, 564, 571, 576, 577, 580,
Douglass. Frederich (ex esclavo norteamerica 585. 674 n. 19: coste (bajo) de la vida, 664
no), Í73,' 478' ' "n. 32; judíos en, 515-516; monoñsitisrno en,
douios (palabra estándar para «esclavo»), usa 522; esclavitud, su papel (relativamente pe
da en el imperio ro m a n o tardío por los h o m queño) en ia producción. 270, 303: pirám i
bres humildes libres cuando se dirigen a sus des de, despreciadas por Frontino, 230; p to
superiores, 584 lemaico, población e ingresos del reinante.
Dover, (sir) K e n n e th , 22, 590 (en Tuc... 636 n. ¡ I ; romano, población, 636 n. I I
VI 1.27.5) E gospótam os, batalla de, 95
Downey, Glanvilie, 680-681 nn. 23. 27 egregii, eg regius, 474, 533
ÍNDICE ALFABETICO 819
estructuras de ia conciencia (de Finley), 650 tación, 18, 436; el tributo pagado a Roma
n. 23 a incrementó la tasa de explotación, 269; es
etolios, 616 cala de, para evaluar la clase, 142; «indivi
Etruria, etruscos (Toscana, toscanos), 168, dual directa» y «colectiva indirecta», 17,
190, 282, 608; p en esta i (Dion. Hal.) de, 168 48, 61, 163, 242, 243-246, 252, 268, distin
Eubea, 33, 703 n. 27, 708 n. 62 ción reconocida por Marx, 244: maneras de
Eubíoto Leuro, M. Ulpio (ateniense), 368, 618 extraer el excedente, 77, 242; metáforas en
Eubulo (de A n tioquía), 377 cubiertas, 585; origen en el control de las
Eudoxio (médico), 567 condiciones de producción, 61
Eudoxio, obispo arria n o de Constantinopla, ex po rtacio nes en el m undo grecorrom ano,
522; su chiste, 524-525 274, 346; pérdidas del tesoro, especialmen
Éufrates, río, 20 te en oro, en el periodo rom an o, 274
Eufrón de Sición (el Viejo), 349, 350 exposición de niños, 127; menos corriente en
Eufrón de Sición (nieto del anterior), 349 niñas que en niños, 127, 657 n. 7
eugeneía, véase noble cuna E xpositio iotius m undi et gentium , 304
Eugipio, Vida de S everino, 566 E xuperancio, 557
Eunapio, 427, 579, 601 Exuperio (de Toulouse), 693 n. 6
Eunomio, obispo a rriano de Cízico, 522 EzequieJ, 134
eunucos imperiales, véase cubicularii
Eupátridas (aristocracia ateniense), 332
Eurico (rey visigodo), 566 Fabio Máximo, Q. (procónsul de Acaya), 361,
Eurimedonte, rio, batalla de, 365 616
Eurípides, 32, 94, 220, 699 n. 12; A uge de, 374 Fabricio Luscino, 400
Eusebia (emperatriz ro m a na , esposa de C ons fábulas, 19, 221, 517-518; de Babrio, 32, 517;
tancio II), 211 de E sopo, 517, 518; de Fedro, 517; de Me-
Eusebio (eunuco, liberto imperial de C o nstan nenio Agripa, 518; Fabulae A v ia n i, 517; gé
cio II), 211, 473 nero criptográfico de los esclavos (Fedro),
Eusebio (historiador cristiano y obispo), 204, 577; menospreciadas por Quintiliano, 518
232, 459, 469 , 470, 558 , 600, 632; su Tria- Fálaris, tirano de Acragante, 329
kontaétérikos, 382 (con 715 nn, 62-63), 465 Faleas de Calcedonia, 100
Eutero (personaje, en u n diálogo de Je n o fo n familia, responsabilidad criminal, en las escri
te), 216, 219 ' turas hebreas» 134
e u th y n a ( r e n d i c i ó n de c u e n ta s ; ta m b ié n F a n th a m , Elaine. 483
hypeuthynos, a nhypeuthvnos), 95,335, 435, Farn ab azo (sátrapa persa), 144, 703 n. 29
612 r a r r in g to n , Benjamín, 659 n. 8
Eutifrón (personaje, en Platón), 220-221 Fáselis (en Lidia), 624
Eutiquiano, «santo» novaciano, 427 Faure, Edgar, 680 n. 26
Eutropio (epitom ador latino tardío), 600 Favorino de Arles, 455
Eva, véase A dán y Eva Fears, J. Rufus, 732 n. 72a
Evagrio (historiador cristiano), 233, 304, 320. Fébidas (general espartano), 347
375, 472, 605, 713 n. 50, 753 n. 40 Fedro (poeta latino, de fábulas), 517
Evangelios, 196-197, 498-505 Félix o Bula, véase Bula
Evángeio (esclavo de Pericles), 160 Félix, p apa (o antípapa), 525
Evespérides, Berenice (Bengasi), 358, 629; ju Félix (procurador de Judea. liberto imnerialh
díos de, 358 211
excedente, 51-54 (con 641 n. 10), 56, 61, 70-72, feminismo, feministas, 130, 136
161, 205-206, 207, 248, 252, 267, 293, 574; Fenicia, fenicios, 185, 222, 416, 559
y explotación, 53 (véase tam bién explota Fenón (en Palestina), minas de cobre de, 204
ción) Ferguson, W. S.. 354 (con 708 nn. 2-3), 760
«explicación» y «descripción», 62-63 n. 5
explotación, 15-16, 19, 27-28, 59-89 (espec. Festo (epitom ador latino tardío). 606, 692 n. 6
60-61, 69-70, 71), 242, 243-244, 250-251, Festo (procurador de Judea}, 530, 531
259-261, 267, 268. 273, 274, 317-320, 358, Festugiére, A. J., 682 n. 43
373, 384, 404-405, 436, 528-529, 573-574, feudalism o; 17, ¡64, 314-317; como u na « f o r
579-586; A u s b e u tu n g y E xpiaba i ion., en ma política» (Marx y Engels). 316; en J a
Marx, 69; cambio en ias formas de, d u ra n pón, China, Mesopotamia e Irán antiguos,
te los tres primeros siglos de ia era cristia antiguo Egipto, India, imperio bizantino y
na, 268-305 (espec. 273-274); definición de, Rusia. 314 (con 694 n. 4): hitita, 317 (con
16, 53, 60; el cambio (supuesto) entre « p rin 694 n. 8); mal empleo dei térm ino en rela
cipado» y « d o m in a d o » fue esencialmente ción a la sociedad grecorrom ana, 314-315
una intensificación de las formas de explo (con 694 n. 7, en IV.v¡; M arx y «organiza-
822 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
ción de ia propiedad inmobiliaria puram en Flaco, L. Valerio (gobernador de Asia), 364
te feudal» del J a p ó n , 317; «m odo de pro Flam inino, T. Quincio, 360, 616
ducción feudal», 17, 316-317, 640 n. 15; F lam -Z uckerm ann, Léa, 373
usos del término, por soviéticos y occiden F la,ritta, Flavio (godo, m agisier mili tu m ), 559
tales, 315-316; y servidumbre o H órigkeit Fliunte, 348 (con 706 n. 49)
(vasallaje), 167, 194, 315 Florencia, concilio de (1439), véase concilios
Feuerbach, Ludwig, 74 de las iglesias cristianas
Fibion (acreedor egipcio), 200 Florencio (prefecto del pretorio), 321
Fidias (escultor ateniense), «ningún noble j o Flusser, David, 504
ven hubiera querido ser Fidias», 322; Zeus Focas (emperador romano tardío), 21. 752
de, en Olimpia, 322 n. 34
Fikhman, í. F., 682 n. 41 Focea, focenses, 610, 658 n. 22
Filadelfia (en Lidia), 256 Fócide, focidios, 202
Filagro, véase Veranio Filagro, Q. Foción (ateniense), 708 n. 2
Filarco (historiador griego), 179 fo e d e ra ti, 291, 602, 688 n. 31
Filipo II, rey de M aeedonia, 179, 192, 307, Fogel, R. W ., y S. L. Engerm an, 275, 479,
343-344, 350, 355; Liga de Corinto, 351; 645 n. 18
profesaba sus mayores simpatías por A te Foliet, Simone, 618, 744 n. 4
nas, 351; «quinta colum na» en los estados Forbes, R. J., 642 n. 14
griegos, 351 (con 707 n. 58) Fo rm ión (ateniense, antiguo esclavo de P a
Filipo V, rey de M aeedonia, 208 sión), 208, 655 n. 3
Filipo (emperador ro m ano : M. Julio Severo Forni, C ., 613
Filipo), 255, 284, 575 «fornicación», actitud cristiana ante la, 128,
Filipópolis (Plovdiv), 20, 753 n. 42 134
Filista (de Tricornia, en el Fayum), 264 Forrest, W. Georges, 667 n. 51, 697 n. 17
Filón Hebreo (de Alejandría), 131, 203, 374, Foríu n a cia n o (retórico romano). A rs R hetori-
469 , 492-493 , 494 , 509 . 580-581, 713 n. 51 ca, 200
Filópono, Juan, 733 n. 79 Foss, CHve, 752 n. 33
Filostorgio (historiador eclesiástico arriano), Francia, franceses: influencia del estudio de
524 , 600 , 601, 603 , 734-735 n. 90 la Revolución francesa en el desarrollo del
Filóstrato (biógrafo griego), 28. 151, 156, 195, pensamiento de Marx, 74; influencia en
259, 379, 455, 713 n. 49 Marx deí movimiento de ia clase obrera
fincas, de los templos, y servidumbre (en francesa, 74-75; Marx v el campesinado
Asia), véase templos francés, 77-78, 79-80
Fineas (nieto de A arón), sus asesinatos a p r o francos, 565, 576, 599-605; su actitud ante
bados por Yahvé, y usado para justificar la Silvano (en 355), 565; término usado por
persecución, 389 (con 716 n. 12) los historiadores siríacos en el sentido de
Finkelstein [Finley], M. L, 695 n. 5 «germ anos». 576
Finlev, sir Moses L, 16 . 76-78 , 81, 101-102 Francotte, Henri, 224, 694 n. 1 (en IV.vi)
(con 648 n. 30). 109, 114-118, 143 (con 655 F ra n k , Tenney, 153, 657 n. 10, 723 n. 16, 756
nn. 4-5), 149, 165, 166, 195, 197, 212, n. 10
298-299, 340 (con 700-701 n. 24, 702-703 Fraser, P eier M., 636 n. 11, 659 n. 8, 709 n. 9
n. 27), 370, 539, 642 n. 14, 658 n. 2, 667 Frederiksen, M. W.. 668-669 nn. 60-65
n. 49, 685-686 nn. 14, 18, 19, 690 n. 50; Frend, W. H. C., 472, 743 n. 15, 751 n. 22
concepto «vago» de status, 116; dilema res Friedlander, Ludwig, 634 n. 2 (en I.iii)
pecto a la im portancia de la esclavitud en Frier, B. W ., 675 n. 27
la civilización griega, 117, 171; error de Frigia, frigios, 195, 255, 262, 559. 754 n. 42
comprensión del concepto de «clase» de frisios, 293, 599
Marx, 77, 114; estructuras de la conciencia, Fritigerno (jefe visigodo), 559, 566
como punto de partid a, 650 n. 23a; su «es- Fritz. K urt von, 647 nn. 13, 15, 717 n, 2 (en
pectro/continuum de sta tu s (y órdenes)», VI. ii)
76, 116, 117, 166 F ro ntin o, Sexto Julio, 229, 286, 383
Firmo (jefe africano, rebelde), 555, 571 F ro n tó n , 373, 656 n. 4
Firmo (pretendido aspirante al trono impe fr u c tu s de una finca, en la ley rom a n a , 279
rial), 156 Frye, R. N.. 692 n, 2
Firth, sir Ravmond, 37, 63 F u k s , A iexander. 90, 100,221 (con 673 n. 15),
fisc u s, como e! vientre del cuerpo político, en 614, 646 n. 4a, 707 n. 53, 709 n. 14, 716
Corippo, 466 n. 65
Fitzhugh, George (apologista virginiano de la «funcionalism o». 104 (con 648 n . /), 105
esclavitud), 107, 486 «funcio nariad o» civil, en ei imperio ro m ano ,
Flaco, Calpurnio, véase Calpurnio Flaco su núm ero y su carga sobre ia economía
ÍNDICE ALFABÉTICO 823
Grecia continental, país pobrísimo, 143-i 44 Harris, W. V., 404. 608, 658 n. 4, 718 n. 13.
Greenidge, C. W. W ., 162, 177 719 n. 5
Gregorio I (papa Gregorio Magno), san 448. H arrison, A. R. W., 650 n. 29, 651 nn. 4-6
494, 521, 562; su adm inistración del patri- Harvey, F. David, 482-483, 635 n. 4 , 703 n. 28
m onium Petri en Italia, Sicilia, Galia, ..., H asta (en Hispania), 667 n. 48
266-267, 300 (con 690 nn. 47-48), 577, 605; H atzfeld, Jean, 611, 657 n. 12
su propuesta para convertir a los judíos al H a u ra n , 33
cristianismo ofreciéndoles reducción en sus H ayw o od , R. M., 255, 667 n. 48
rentas, 300 H azor (en Palestina), reivindicación israelita
Gregorio de Nisa, 508, 523 de ia masacre de, 388 (con 716 n. 10)
Gregorio de Tours, 577, 758 n. 34 hebrea, lengua, y hebreos 203, 498, 640 n. 3;
Gregorio Nacianceno, 24, 511 profetas hebreos, 513
Gregorio T aum aturgo (el «H aced or de mila «hechos» históricos, 46.. 49-50; A. D. Nock
gros»), de Neocesárea dei P o n to , su E p ísto respecto a los, 46
la canónica, 556, 559 Hefeie, C. JL, y H. Leclercq, 653 n. 26, 738
greutungos, 598, 602 n. 2
Griffin, Miriam, 440, 477, 489 H efesto, 139, 169
Griffith, G. T., 699-700 nn. 10, 16, 705 n. 35, Hegel, G. W. F., estudio ae Marx, 74, 75; su
706 n. 47 dialéctica boca abajo apoyada en la cabeza
Grote, George, 708, n. 2 (Marx), 41
Gruen, E. S., 611 (con 759-760 nn. 2, 4), H egem enón de Tasos (parodista del siglo v),
6 14 - 6 1 5 659 n. 6
Gsell, Stéphane, 174 Helen, T ap io , 657 n. 11
«guerra justa» y bellum iu stu m , doctrinas, 512 Heliogábalo (emperador romano), véase Eía-
guerra Lamia, véase Lam ia, guerra gábaío
guerras civiles en eí m u n d o grecorromano, Heívídio (literato cristiano), 135
313, 554, 569-570; en eí siglo ni, las dispu Helvidio Prisco (estoico romano), 432
tas por el trono imperial no fueron luchas H em im o nto (provincia tracia), 583
de clases, 554, 569, cf. 313 Heraclea M ínoa, 611-613
guerrillas (actuales), 556 Heraclea Pón tica (en la costa meridional del
Guiraud, Paul, 694 n. 1 (en ÍV. vi) m ar Negro), 164, 181, 187, 192, 348-350,
Guizot, F., 644 n. 1 592; véase tam bién mariandinos
Gummerus, H ., 694 n. I (en IV.vi) Heraclides de T em no, 196
Günther, Rigobert, 598, 602, 605, 688 n. 29 Fíeraclides del P o n to , 141
H eraclio (em perador ro m an o -b izan tin o ,
610-641), 21 (con 634 n. 3, en í.ii), 374,
Habicht, Christian, 145, 462, 655 n. 9 441, 467, 692 n. 4, 730-731 n. 57 , 750 n. 16,
h a b iía io r, esclavo, o cu pan te de una casa, 751 n. 32; su persecución de judíos, y sus
280-281 consecuencias, 564 (con 752-753 n. 39)
Haidon, John F., 692 n. 3 Heraion Teichos, 705 n. 36
Halesa (en Sicilia), 611-613 Hércules, 165
Haliarto, 615 «heredad» o «finca personal» de un terrate
Halicarnaso, 358 niente, 258; cf. 181
Haloneso, 355 herencia, deseabilidad (o no) de un solo here
hambrunas, hambres, años de escasez, 27-28, dero, 327
260-262 (con 680-681 nn. 23-31), 368; y ios H ermaisco (alejandrino). 515
campesinos acudían en trope! a las ciudades, H erm ipo (biógrafo helenístico), 158
28, 260-262; véase tam bién alimentos, sumi H erm ípo (en Cicerón), 196
nistro de H erm ogeniano (jurista romano), véase D igesto
Kands, A. R., 676 n. 35 Herm ópoiis (en Egipto), 232
Hanke, Lewis, 487 Herodes, rey de Judea, y su dinastía, 145,
H a n s e n , M o g e n s H e r m á n , 97 (con 647 196. 499: Herodes Antipas, el «tetrarca»..
nn. 18-22), 700 n. 25, 701 n. 24 498, 502
Hardy, E. R., 202, 681-682 nn. 38-39 Herodes Atico, 150
harenarius, 535 H erodiano (historiador griego), 379 451, 457,
Harm and, Louis, 690 n. 50, con 682 n. 42 555, 598, 693 n. 6, 749 n.~4
Harper, G. M., 681 n. 35 H eró do to . 39, 94, 143 (con 345), 157, 158,
Harpócrate (masajista egipcio de Plinio), 401 195, 319, 333, 358. 388, 699 n. 11
Harrington, James, 241 hérulos, 604
Harris, Marvin, 36 Hesíodo, 39, 158, 220, 262, 273, 327-328
INDICE ALFABÉTICO 825
{con 678 nn. 2-7, en IV.i), 263, 265-266, Israel, israelitas, antiguos, 182, 388-389 (con
270, 276, 292, 293, 359, 404-405, 419. 716 nn. 9-12); véase tam bién jerusalén; j e
422-423, 425. 436, 551, 553, 554, 560, 561, sús; Judea, judíos; Palestina
568, 570-571, 574, 579 ss.; arrendatarios de Italia (rom ana), italianos, 19, 22. 70. 121. 149,
la recaudación de im puestos (telonai, p u bli 161, 196, 246, 261, 271, 272, 273, 276, 277,
cani), 139, 155, 189, 197, 244-245, 269, 282, 284, 285, 286, 300, 304, 310, 311, 318,
284, 396-397, 405, 502, y otros recaudado 346, 373, 410, 416, 422, 423, 432-433, 435,
res de impuestos, 156, 265, 551, 579-580, 560, 583-584, 585, 607-610; obras italianas
581-582; collatio glebalis (follis), 574; colla- marxistas sobre historia antigua, 639 n. 7,
lio lustraüs = chrysargyron, 154, 320, 574, 742 n . 11
abolido en 498 en oriente, 574, 658 n. 21 Itálica (en Hispania), 433
(en Edesa); en la A ntigüedad, no se tasaban ius civile («derecho civil»), romano, 384-387,
sobre los ingresos en dinero, 139-140; euse- 497
beis p h o ro i, 583; exención parcial para los ius gentium e ius naturale. 492
veteranos, 257; extraordinaria o ñera, supe-
rindicüiii tituli, 581; im m u n ita s e ius ltali-
cum , 276 (con 685 n. 13); iugatio/capitolio, Jacob (patriarca israelita), 510
257; requisiciones en especie (indiciiones, jacobita, iglesia (sirios, monofisitas), 563
etc.), 276; sobre ías herencias (vicésim a he- Jam eson, Michaeí H ., 591
reditatium ), 423, 530 (con 745 nn. 6-7); iri- Jan to , 624
butum , ir i bu tu m so l i/c apítis, 139, 276; véa Janu ario (ayudante de escultor), 323
se también contribuciones; eisphora; tribu Jeffery, L. H ., 629
tos Jenofonte (y Ps.-Jen.), 22, 39, 85, 144 (con
incolae, véase ciudadanía 665 n. 7), 147, 149, 177, 180, 204, 214-217,
India, 113, 114; M arx y el papel de los britá 220, 226, 227, 262, 273, 277, 310, 347-350
nicos en la, 406 (esp. 348). 469, 480, 483-484, 488, 589-591,
Indias Orientales, C om pañ ía de ías, 406 592, 705 n. 37; Ps-Jen., A th . Pol. (el «vie
individuos, «ei individuo», 64-65, 512 jo oligarca»), 94 (con 646 n. 11); su brillan
inercia de ia población civil en e! imperio ro te y antidem ocrática muestra de panfietismc
mano ante ias incursiones « bárb aras», 311 en M e m .s 483-484; traducción a! latín de
(con 693 n. 6), 565 ss. (con 753 n. 42), Cicerón del E c o n ó m ic o , 277
584-586 jerarquía, en eí imperio rom ano tardío, pro-
inflación en los siglos ni y ¡v, 573 vectada en las esferas celestial y demoníaca,
Inglaterra, Reforma en, 329; única depresión 475-476
del campesinado en el siglo xvi (Weber), Jericó, reivindicación israelita de la masacre
309 de, 388 (con 716 n. 10)
Injurioso, obispo de T o urs, 577 J e r ó n i m o , s a n , 135, 501-502, 505, 506,
inmigrantes, trabajadores u obreros (m oder 559-560, 577, 693, n. 6; aversión hacia el
nos), 76, 87-88 sexo, 135 (con 653-654 n. 27, que demues
inquilini, 288-291 (pero véase 687 n. 26a), 298 tra que Marx conocía su Epist. XXII); in
Instituí Fernand Courby, 607 gresos del Ptolom eo reinante, 636, n. 11;
instrum entum de una finca, 174, 256-257, 290, su exégesis al Libro de Daniel, inferior a la
291. 302; cum instrum ento e instructus, de P orfirio, 741 n. 4 (con 381)
302-303 (con 691 n. 52) Jerusalén, 384, 499, 564, 709 n. 14, 740 n. 5,
Irán (moderno), 181 754 n. 42; construcción del segundo Templo
Ireneo, san, 508 de, 228
Ireton, Henry, 514 jesús, Jesucristo, 19, 28, 129-133, 136, 196,
Isaac ie dice a Esaú que te n d rá que douleuein 428, 462, 489, 498-505, 632-633; actitud ante
a Jacob (en Génesis, L X X ), 493 la riqueza. 501-505; Bienaventuranzas, dife
Isacar. 510 rencias entre el «Sermón de ia m o ntaña»
iségoria, véase democracia (en M t.) y eí «del rellano» (en Le.), 503-504;
lseo, 220 contactos mínimos con los griegos y la cul
Isidoro (alejandrino), 515 tura griega, 502 (con 740 n. 7a); ejecutado
Isidoro, C. Cecilio (liberto rico), 212 (con 671 bajo el falso cargo de «jefe de la resisten
n. 15) cia», 502 (con 740 n. 6); e¡ territorio (Ja
Isócrates, 39, i 40, 151, 157, 179, 192, 220, chora) de su predicación (no hay evidencia
221, 226, 227, 337, 341. 347, 349-350 (con de que entrara nunca en una polis), 498-503 ;
707 n. 53), 351, 352, 353, 482, 667 n. 55 milagros, 462; parábolas, véase parábolas
isonomia, isonom os, véase democracia; add. de Jesús; predicaciones públicas en N aza
714 n. 56 reth, 503; principal elemento de sus predi
isoiés, 335 (con 699 n. 9), 363, 379, 713 n. 51 caciones; el «Reino de los cielos, o de Dios»,
ín d ic e a l f a b é t ic o 827
502: problemas de los «orígenes del cristia «juegos», los, 146 (con 656 nn. 16-17}
nismo», 505 Julia Semias, véase Semias. Julia
Jezabel, reina de Israel, 182 Juliano (em perador romano), 25, 154, 155,
Johne, K. P., 642 n. 14 211, 260, 376-377, 427. 442, 452, 455, 456,
Jolowicz, H. F., y Barry Nicholas, 201, 384, 505-506, 522, 525, 560, 568, 570, 571, 515,
492, 668 nn. 56, 61, 669 n. 65 580
Jones, A. H. M., 21, 22, 26-27, 33-34, 133, ju lia n o , obispo de Cíngulü, 281
153, 257, 262, (con 681 nn. 33-36), 266, 294 Juliano, Saivio (jurista romano), véase Digesto
(con 689 n. 37), 296, 298, 299, 303 , 310, Julio César, C ., véase César, C. Julio
312, 354, 356-358, 361, 384, 387, 417, 448 Júpiter, 463, 464; Capitoiino, 378
ss., 454, 458-459, 519, 522, 543 548-551, jurisdicción, jueces, magistrados, tribunales,
561, 562, 571, 572-574 (con 757 n. 11), 577- 97, 120, 340, 553, 359-360, 365, 370-373,
578, 602, 603, 626-627, 629, 635 n. 5, 678 377, 395-396, 426, 428-429,_568-569, 613,
n. 2 (en IV.i), 69# n. 5 , 747 n. 1, 757 n. 25 616, 618-619; control del dem os sobre ios
Jones, C. P., 363, 617, 618, 622, 710 nn. 17, tribunales, origen del control sobre la cons
20, 749 n. 1 titución (Aristóteles), 341, y protección,
Jones, Philip J., 28, 679 n. 16, 698 n. 33 337-340; transferencia de casos a los tribu
Jonkers, E. J., 277 nales del g ob ernad or provincial o del empe
Jordán, valle dei, 33 ra d o r, 371-372, 630; véase tam bién derecho,
Jordán, Z. A., 640 n. 3 leyes; juristas; pagas políticas; requisitos de
Jordanes (historiador latino tardío), 291, 600, propied ad
601, 603 justin iano I, em perador romano, 21, 24, 25,
Jorge de Pisidia (poeta bizantino), 469, 634 178, 191, 199, 202, 207, 265, 275-276, 298,
n. 3 (en Lii) 307, 310, 311, 375. 377, 456, 465-466, 469,
jornaleros, véase trabajo asalariado; trabajo 471, 477, 560, 562, 573, 575, 576, 577,
como jornalero 582-583, 585, 604, 656 n. 16; sus Institucio
Josefo, 25, 131, 228, 378, 424, 441, 629; cons nes (533 d .C .), 167, 385; su «Pragmática
trucción del segundo T em plo de Jerusalén, Sanción» (544 d.C.). 562
228; población del Egipto rom ano , 636 Justino I (em perador romano), 452, 575, 576
n. 11 Justino II, 375, 459, 466, 576
Josué (líder israelita tradicional), masacres Justino (historiador latino), 343, 348
atribuidas a, 388-389 (con 716 n. 10) Justino, san (mártir), 505
Josué el Estilita, 261, 311, 320, 574, 633 Juvenal, ¡70, 433-434, 446, 536
Juan VIII (emperador bizantino, siglo xv), 578
Juan Crisóstomo, san, véase Crisóstomo
kalos kag a th o s, 147, 349
Juan de Éfeso (historiador eclesiástico, m ono
«Kaüipygoi» de Siracusa. 32
fisita), 458, 459, 605 Kant, Im m anuel, 241
Juan de Lidia (Juan Lido, literato griego tar
Kaser, M ax, 299, 670 nn. 75 y 2, 716 n. 3
dío), 24, 441, 473, 518, 568-569, 572 ka toikoi, katoikounr.es. 189, 661 n. 13a: véase
Juan de Níciu (historiador m onofisita, en grie
tam bién metecos; paroikoi
go y copto), 562-563 (con 751 n. 32)
Kelly, J. M ., 725 n. 41
Juan ei Limosnero, san, obispo y patriarca de
Kelly, J. N. D.. 654 n. 27
Alejandría, 577, 579 kephalé (m etáfo ra paulina, aplicada a las rela
judaismo, véase judíos ciones marido-esposa), 129, 130
Judea, 345. 221, 228. 254, 498-505; véase tam
Kiechle, Franz, 642 n. 14, 643 nn, 16, 18
bién Jesús: judíos; Palestina
killyrioi o ky líy rio i. de Siracusa, 168, 358
judíos, judaismo, 358, 487, 494, 530, 531, 593,
Kolakowski, L . , 11
629 , 752-753 n. 39; actitud ante ias mujeres, Kolonos Agoraios (en Atenas), 221
el sexo y el m atrim onio (com parada con el
Kosack, G o du la, véase Castles, Stephen
cristianismo), 128-132; ayuda prestada a los
Kreissig. Heinz. 182, 186, 187, 189, 638 n. 7,
árabes en el siglo vn , 564; ferocidad atribui
665 nn, 34, 38, 666 n. 44-
da a Yahvé, 388-389; «inmundicia» por el
«Kreuznacher Exzerpie» (de Marx), 74
c o n ta c to con u n a m u j e r m e n stru a n te .
Kroeber, A. L., 1 2 2 ............................................
133-134: intentos del papa Gregorio Magno K ü b ! e r : B e r n h a r d , 283, 684 n. J
para convertir a ios colonos judíos: al cris K u g e t m a n n , L., c a r i a d e M a r x a , 88
tianismo, 300; persecución po r ios cristia
K u i a , W s i o i d , 317. 327. 696 n. 7
nos, 564 (con 752-753 n. 39): prohibición
de tener esclavos cristianos. 301: revueltas
de, contra Roma, 228 , 270 , 5 15 , 741 n. 5 Labeón, M. Antistio (jurista rom ano) véase
véase tam bién israelitas; Jerusalén; mujeres: Digesto
Yahvé Lactancio, 516, 598. 600
828 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
556; status de, p or sóio u na generación, 210, lom bardos, 562, 604
214, 533; véase tam bién cubicularii; m a n u L ongino (o Ps.-L o ng in o), D e lo su b lim e,
misión 380-381 (con 714 nn. 57a-60)
Licaonia y su lengua, 30 Lotze, Detlef, 164, 166-167, 168, 179, 658 n. 3.
licentia, 428, 430 (con 710 n. lo ), 431 662 n. 20, 667 n. 51
Licia, licianos, Liga Licia, 378, 624 Lucania (distrito de 1a Italia romana), 202.
Licinio (procurador de A ugusto en Galia), 210 300, 310, 562, 608
(con 671 n. 7) Lucas el Estilita, 261-262
Licurgo (ateniense), 159, 483 Luciano de Sam osata, 39, 234, 462., 619
Lichtheim, George, 34 Lucífero, obispo de Cálaris, 472
Lidia, 256, 559 Lucilio {cedo aheram ), 313
Lidia, Juan de (Juan Lido), véase Juan de «Lucio», com pilador de Musonio Rufo, 135
Lidia Lucrecio, 488
Lido, esclavo y pintor de vasos en Atenas, Luculo, L. Lucinio, 318, 478, 593
208 (con 670 n. 79) lucha de clases, véase ciase, lucha de
Liebenam, W ., 607, 627 L u gd unu m (Lvon) 155 (con 657 n. 19)
Liebeschuetz, W . / J . H . W. G., 29, 160, 233, L una (en Etruria), 301
427, 682 n. 39, 690 n. 50, 712 n. 44 Lupicino (funcionario romano), 304
Liebknecht, Wilheim, carta de Marx a, 64 lusitanos, 421
Liga aquea, véase aqueos Lutz, C o ra E ., 135
Liguria, lígures, 223, 261, 595
Lilibeo, véase Agónide de Lilibeo
limigantes, 600 M a de C o m a n a , en Capadocia, y Ma (o Enío)
lim itanei, 606 de C o m a n a del Ponto, 185
limosnas, en el cristianismo, 505-508, 510, 577; M acabeos I y II, 593
Ambrosio, 507-508; Clemente de A lejan Macario (emisario de Constante a Africa en
dría, 507; O p tato , 506-507; su carácter ex 347), 506-507
piatorio, 506-507; sus raíces judías, 506-507, Macauly, lord, 644 n. 1
511 M acedón, Larcio (hijo de liberto y pretor), 477
Linguet, S. N. H ., 644 n. 1 M aeedonia, macedonianos, 18, 20, 1.21, 182,
Lintott, A. W., 394 (con 717 n. 5, en VLii) 307, 342, 343-345, 347, 350-352, 353, 354,
Lipset, S. M ., 46, 646 n. 12 363, 368, 403, 408, 422, 559, 620, 661 n. 16;
Lisandro y «Lisandreos», 95, 147, 226, 342 ascenso de, desde comienzos de la década
(con 705 n. 32), 461 de 350, con Filipo II, 343
Lisias (orador ático), 115, 347 (con 706 n. 46), Macedonio, obispo semiarriano de Constami-
705 n. 37 nopla, 522, 525
Lisias, Claudio (tribuno militar en Jerusalén), M ackinnon, W. A ., 644 n. 1
531 MacMullen, Ramsay, 222, 321, 373, 635 nn. 5,
Listra, 30 7, 659 n. 5, 674 n. 19, 676 n. 33, 712 nn. 40,
«literatura de resistencia» (Libro de Daniel, y 43, 741 n,. 7
Revelación, Libro de la, véanse), 19, 381, M acrobio, 422 (con 438)
515-516 Mactar, inscripción de (ILS, 7.457). 222
Littleton, A. C. (ed.), 140 madianitas. esposa Gozbi, relato de Fineas,
liturgias (leiiourgiaí, servicios o deberes públi 389; masacre israelita de, 389
cos), 139; asimilación de las magistraturas Magie. David, 233, 355, 607 (con 759 n. I),
a las, 359; cargas impuestas sobre los curia 622, 665 n. 38, 681 n. 33
les, 544-552; imposición de, a cualquier dios M agnen.de («usurpador» rom ano), 452, 571
o héroe, 360 Magnesia del M eandro, 358
Livio, Tito, 200, 355-356, 357, 360, 392. M ag n ífica t. el, 504, 513
3 9 3 -3 9 4, 400. 402, 425. 595, 607-610. m agn(ficeniissim i, 551
614-616, 669 n. 65 Magón (escritor cartaginés sobre agricultura).
Livio Druso, M., 718 n. 17 277
Loane, Helen J., 675 n. 28 m aiestas (alta traición), una excepción a todas
locatio conductio, locator. conductor: locatio las leyes. 536
c o n d u c tio rei, 235-236, 28 i , 283, 295, M ajorian o (em perador rom ano de occidente),
299-300 (cor; 690 r . 49). 386; locatio con 440. 447, 452. 551. 561; su Segunde N ove
ductio sui. 236; locatio conductio operis/o- la, 581-582
perarum > 225, 235-236 (con 676 nn. 39-40), M alalas, J u a n (historiador bizantino i, 715
241 n. 64
Locke, John, 337 Malaquias (profeta del Antiguo Testamento).
Lócride epicefiria. 168 221
Locros, 609 Malar ico (capitán de ios Gentiles), 565
830 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
Mitteis, L . , 198-203, 651 n. 3, 668 n. 60. 669 na y judía acerca de las, 128-136: contraste
n. 71 de la actitud de Musonio Rufo, 135; suje
Mnasón de Fócide, 240 ción de la esposa al marido, 129-132; carác
Mnesímaco, inscripciones de, ¡84 (con 663 ter hum anístico de 1a ley rom ana del m ari
n. 31) do y la m ujer, 133; consideradas como una
mnoítas (de Creta), 168 «clase», 16, 62, 122-126, aunque su perte
Mócsy, A., 596-600 nencia a ía clase puede variar en im porta n
«moderados», 94 cia, 125; ideas irracionales acerca de la «in
Modestino (jurista rom ano), véase D igesto m undicia» cíclica, en el paganismo, espe
«Moisés y los profetas», 136 cialmente en el judaismo y en el cristianis
molinos; de agua, 39, 55; de viento, 54 mo ortod oxo , 133-134; ideas supersticiosas
Momigliano. A.., 399, 411, 429-430, 712 n. 40, (en Columela y Bolo «Demócrito»), 277;
720 n. la impuesto especial sobre ías mujeres, 423;
Mommsen, Theodor, 39, 385, 430, 452, 478 incapacidades legales de las mujeres griegas
(con 736 n. 4), 670 n. 77 (con 203), 758 (ep ik lero s, kyrios; pa tronchos), 126-127;
n. 46; su concepción del principado r o m a M arx y Engels y las mujeres, 123-124; divi
no, 448 sión del trabajo entre hom bre y m ujer, 123;
monarquía y «tiranía»; Aristóteles y su distin «esclavitud latente en la familia», i 23; ex
ción entre m onarquía (basileia) y tiranía plotación de la mujer, 124; matrilinealidad
iiyrannis), 332-333; m o na rqu ía {basileia), (M u tte rre c h t), 127; «m atrim onio» esclavo,
21, 332-333, 435-445; Dión Crisóstomo y nunca fue reconocido durante el imperio
basileia (específicamente de los e m perado ro m an o cristiano (o en ios estados esclavis
res romanos), 435, 713 n. 49, 728 n. 17; el ta s d e N o r t e a m é r i c a ) , 178, 2 7 9 -2 8 0 ,
principado romano, un a basileia, 435 ss. — 302-303; m atrimonios entre hombres de ciu
tiranía y tiranos, 18, 91, 226-227, 228, dad y m uchachas campesinas eran raros,
329-333, 348-350: «la m ayor parte de tira 32; A fro d ita Calipigia, 32, «Venus Pastora-
nos empezó como dem agogos» (Arist.), lis», 278; niñas en la Antigüedad y sus m e
332-333; la tiranía, una fase necesaria para nores oportunidades de sobrevivir que los
el desarrollo político en Grecia, 330-331; niños, 127 (con 651 n. 7); religión, especial
los tiranos no fueron «principes mercade im portancia en la Antigüedad, 132-133; res
res», 329; tyra n n i/iyra n n o i como u su rp a d o tric c ió n de los derechos de p ro p ie d a d ,
res infructuosos del tro n o imperial rom ano, 125-127; tra b a jo en casa, 215-216, 277; véa
véase usurpadores se tam bién A dán y Eva; cristianismo; forni
monedas, tipos de (y leyendas), 458-460 cación; Jerónim o, san; judíos, judaismo;
Monnier, H., 758 n. 43 Pa blo, san; virginidad
monofisitas, monofisismo, 468, 471, 521, 522, M um m io, L., 361, 403, 616
563, 564; véase tam bién copta, iglesia; jaco- M undo (com andante militar, siglo vi), 374
bita, iglesia m uñera p e rso n a b a /p a trim o n ii/ m ix ta , 547
Montesquieu, C., 74 Münzer. F., 411
moralidad, cristiana, interés exclusivo en las Mursa, batalla de, 571
relaciones entre hombres o en las del h o m M urray, Oswyn, 647 n. 27, 742 n. 7
bre y Dios, 511-514 Músico Escurrano (esclavo imperial), 62, 84,
Moretti, L . , 630 172
Ivlorímene (en Capadocia), 185 M usonio, obispo de Méloe en Isauria, 758
Moritz, L. A.. 672 n. 3 n. 29
Morris, Rosemary, 692 n. 4 M usonio Rufo, ro m an o dei orden ecuestre,
mortalidad en la A ntigüedad, esperanza de filósofo estoico, 134, 135, 150, 469; actitud
vida, baja, y alta m ortalidad infantil, 275; ante el sexo, el m atrim onio y la educación
tasas (altas) de, 273 , 275 , 293 de las muchachas, 135 (con 654 nn. 28-29);
m os m aiorum (tradición de los antepasados), influencia en Dión Crisóstomo, 657 n. 7;
438 lam enta la exposición de niños para preser
Mosco, Juan, 222, 223, 751 n. 32 var la herencia, 696 n. 6
Mossé, Claude, 346, 701 n. 25, 708 n. 2 musulmanes, véase Arabia, árabes
Motia (en Sicilia), 145 mutilación, como fo rm a de castigo. 511, 558
motines o tumultos en las ciudades, 367, 368, (con 750 n. 16); era rara antes de C onstan
373-377, 417; «motín de Nika (en 532), 374 tino y muy frecuente en ei imperio cristia
Mousnier, Roland, 89 no, 558
l'vlouterde, R., y A. Poidebard, 690 n. 50
mujer, «superioridad» de la, véase Adán y Eva
mujeres (y sexo, m atrim onio, divorcio, virgi Nabis (rev de Esparta}, 180 (con 662 n. 1.9),
nidad), 16, 62, 122-136, 178, 233-234, 360, 760 n. 5
277-278, 279-280, 302, 423; actitudes cristia Nabo* y su viña, 182
ÍNDICE ALFABÉTICO 833
«nacionalismo», nacionalidad, griego y ro m a nobi litas (la «nobleza»), véase noble cuna
no, 519-520, 743 n. 14 noble cuna íeugeneia, nobHitas), idea griega
Nagasaki, 65 (eugeneia) de, 92 (con 646 n. 5), 480; nobi-
Nahal Seelim (en Palestina), secta ju día, co litas: en el imperio ro m an o, 473; en la repú
munidad de, 504 blica rom ana, 395
Namier, Lewis, 41J (con 720 n. la) Nock, A rth u r Darby, 46, 461, 462, 465, 731
Nápoles (Neápolis), 613, 731 n. 66 n. 59
N arbo (Narbona), 155 (con 657 n. 19) Noe, maldición de, sobre Canaán, los negros
Narciso (esclavo de Venafro), 208 como herederos, 495
Narciso (liberto imperial rom ano), 210-211, Ñola, 608
212 Nomo (m agisier o fficio ru m ), 176
naristas, 598 nom os em psvehos (lex anim ata), 469 (con 734
Narses (eunuco y general de Justiniano), 211 nn. 88-89)
n a tu r a /fo r tu n a = N a tu r a le z a /F o r tu n a = Nórico (provincia rom ana), 285, 555, 566
p h ysis/iych e, 488 (con 738 n. 1) N orm an, A. F., 30, 549, 550, 681 n. 27, 749
«naturaleza hum ana», en Tucídides, 42-43 n. 20
Náucratis, 31, 159 noros, 560, 566
Nausícides (ateniense), 215 Nórr, Dieter, 668 nn. 56, 58, 669 n. 73
navicularii, 155 (con 657 n. 16), 160 North, D. C\, y R. P. Thom as, 104-106
Naxos, 221 North, T hom as, tra d u cto r de Plutarco, 414
Nazareth, 499-503 N otitia d ig n ita tu m , 291, 572, 605
Nazario (orador latino), 474 Nova C artago (en Hispania), 659 n. 8
Neera (Ps-Dem., LIX), 124 nuvacianos (secta cristiana), 522, 524, 525
negotiatores, 154 (con 657 n. 12), 160, 320 novi hom ines, véase «nuevos hombres»
(con 695 n. 7), 574 «nueva historia económ ica», 105
Nehemías (profeta hebreo), 197, 254 Nuevo T estam ento, véase Testamento, Nuevo
Neocesárea, en el P o nto, 556 Numidia (la actual Argelia), 470, 522-523, 561.
neos (neoi), 369 568
Nepote, Cornelio, 234, 278, 408, 662 n. 22 N utíon, V., 745 n. 4, 748 n. 18
Nerón (emperador romano), 210. 432. 439,
444, 452, 457, 554; los «falsos Nerones»,
516 objetividad e imparcialidad, 46
Nerva (emperador romano), 450, 453 obras (o construcciones) públicas, 224-232
Nestorio, el heresiarca, 211, 671 n. 13 (con 674-676 nn. 20-33), 237-238, 239: en
Newman, .1. FI. (cardenal). 495 las provincias rom anas, 232 (con 676 n. 33)
Newman, W. L., 192, 646 nn. 1, 8 ocio (schole) véase tiempo libre
Newton, Isaac. 122 Octaviano, véase A ug usto /O ctavian o
Nicanor (general seleúcida), 593 ochlokraiiü, 378 (con 713 n. 50), 710 n. 16
Nicea (en Bitinia), 623; concilio de, véase con ochas, como asamblea de la aldea, 262 (con
cilios de las iglesias cristianas 681 n. 35), cf. 629-630
Nielas de Enginon (en Sicilia), 610 Odenato de P alm ira, 692 n. 6
Nicódromo, eginata, 634 n. 6 (en II.ii) Odiseo, 328, 481
Nicolás 1, papa. 21-22 Oertel, F., 465
Nicolás V, papa, 494 Orelas, 708 n. 2
Nicolaus, Martin, 218 Ofelo (colonus, en H oracio), 285
Nicoiet. Claude, 58 (con 643 n. 21), 397 o fficium (como favor), 400
Nicomedes III, rey de Bitinia, 197 Ó ’H agan, T im othy, 68, 81
Nicomedía (en Bitinia), 375 oiketai (oiketeia, oiketica), 183-184 (con 663
Nicópolis (en Tracia), 559, 753, n. 42 nn. 27,29-31)
Ni cholas, Barry, 201, 385, 716 n. 1; véase iaw - Olba (en Cilicia), véase Zeus
bién jolowicz, H. F., y Nicbolas oligarquía, griega, 18, 90, 93-94, 98, 99, 118,
Nieboer, H. j., 659 n. 7 252, 329," 337-339, 342-343, 357-358, 363;
Niebuhr, B. G., 39 dependencia del requisito de propiedad (oli
Nigro, Pescenio (contendiente por el tron o im garquías de ricos), 62, 93-94, 330, 333, 337:
perial), 555, 556 Esparta, papel como defensora de la, 338.
«Nika, motín de» (en 532. en C onstantinopla), 339. 347-348; hereditaria = dynasieia. 333,
374 379: justicia oligárquica, 338
Nim rud Dagh (al sureste de Turquía), inscrip Olimpiodoro (de Tebas de Egipto, historiador
ción de Antíoco 1 de Com m agene, 785 griego), 146 (con 656 n. 17)
Nísibis (en Mesopotamia), 566, 754 n. 42 Olimpo, m onte, de Misia, 427, 603
Niveladores ingleses, 241, 514 Osmio, 35!
Oliva, Pavei, 667 n. 50, 688 n. 29, 748 n. 12 «deuteropaulinas», 130; insistencia en que
Oliver, J. H., 618, 619, 627, 714 n. 54 sus directrices estaban inspiradas por Dios,
Olmsted, F. L „ 171-172 (con 660 n. 12), 642 )30 (con 652 n. 75); «los poderes que exis
n. 14 tían han sido puestos po r Dios», 465, 466,
Ónfaie, 165 504, 512, 513, 521, 527
operae liberales, 235 Pablo, san, vida de, 530-531, 534, 538, 580
Opiánico, 667 n. 48 Pablo el Simple (eremita primitivo), 475
O pram oas, de Rodiápolis de Licia, 627 Pacom io (abad egipcio), regla de san, 576
O ptaciano Porfirio, Publilio, 600 Paflagonia, 189, 525
O ptato, san (autor africano, cristiano), 465, paganismo, 32, 519: paganos como hellenes,
544, 562; citado p or Fineas (véase) como 21
justificación a la persecución, 716 n. 12 pagarcas, 265, 682 n. 39; Menas y Teodosio
o p tim a tes, en Roma, 412-413, 420, 430-431, de Anteópolis, 265
432, 497; definidos por Cicerón, 413 pagas a los jornaleros (paga por piezas y paga
O ráculo de Histaspes, 516 (con 741 n. 7) por tiempo), 224, 237, 239
Oráculo del alfarero, 516 (con 741 n. 7} pagas, o remuneraciones, políticas, 340 (con
«Oráculos sibilinos», 516 (con 742 nn. 7-8) 700 n. 23), 340 y 370 (con 777 n. 28): no
oradores áticos, 220 confinadas a Atenas, 340 (con 701 n. 24)
«órdenes», y conflicto de los, véase sta tu s Page, Denys L., 159
Oreo (en Eubea), 708 n. 62 Pagels, Elaine H ., 652 n. 12
Orestes (personaje, en Eurípides), 220 paidagogos, 237
oriental/asiático, m odo de producción, véase Paladio (autor griego, cristiano), 260, 305, 475
producción Palanque, J. R., 680 n. 25
«orientalización» del m undo grecorrom ano, Palante (liberto imperial romano), 210-211,
21 (con 634 n. 4) 212
Orígenes, 134, 496 Palatino, en R om a, m ansión de Cicerón en
originales, originarii, véase adscripticii el, 431
Orosio (historiador cristiano latino tardío), P a le s tin a , 145, 183, 196, 204, 295, 296,
560, 561, 595, 597, 600, 603, 693 n. 6 498-505, 515, 559, 563; véase tam bién decá-
Osio (Hosio), obispo de C órd ob a, 471-472 pohs; Galilea; Jerusalén; Judea, judíos
osos (celtas), 596 Paley, F. A ., y J. E. Sandys, 659 n. 9
Osroene (provincia rom ana), 404, 658 n. 21 Palmira, 156 (con 657 n. 20), 544, 692 n. 6
Ossowski, S., 63, 92, 640 n. 2, 645 n. 10 Pallasse, Maurice. 689 n. 37
Osiia, 155 (con 657 n. 18), 544 «pan y circo», 433-434
ostrogodos, 261, 294, 310, 31 1, 559-562, 583, Panacio o Panecio de Rodas (filósofo estoico),
602-604; véase tam bién Teodorico; Tótila 148, 235
Ostrogorskv, Georg, 308 (con 692 n. 4), 471, panaderos, panaderías, 204, 321
634 n. 3 (en I.ii), 758 n. 45 Panegyrici L atini (Panegíricos latinos), 289,
Ostwald, Martin, 699 n. JO 293, 599, 602
otium (ocio, schole), 141, 672 n. 7; véase ta m panem el circenses, 433-434
bién tiempo libre Pan filia, 692 n. 6, 754 n. 42
otomanos, turcos, 21, 579 Pangeo, comarca del (en Tracia), 659 n. 8
Otranto, 25 Pangloss, Dr., 105
O tto, W., 665 n. 34 P a n n o u k o m e (o aldea de Pannos), 183
Ovidio, 496 Pan on ia (región ro m a n a de los Balcanes} y
«Oxirrinco, el historiador de» {Hell. O xy), 94, panonios, 304, 313, 560, 596-601, 604
343, 707 n. 59 Panopeo (en Fócide), 22
Oxirrinco y sus papiros (P. O xy.), 32, 127-128, Pantaieón, notario de ia iglesia ro m a n a en el
159 , 202, 232-233, 263 (con 682 n. 41), 369 estado de Sicilia, reprendido por usar una
(con 627), 584 medida de m odio excesiva, 266-267
Papiniano (jurista ro m a n o y prefecto de! p re
torio), su interrogatorio al rebelde Bula,
Pablo, san, doctrina de, 30, 119, 128-133 (con 556; véase también D igesío
651-653 nn. 9-12, 14-18, 21), 135. 21 1, 367, Papiro Carbón, Cn., 405
468. 512, 513, 521; actitud ante la esclavi papiros IP.), 183, 199. 296, 635 n. 4 , 636
tud, 489; actitud hacia el sexo, la virginidad, n. 13, 689 n. 40, 690 n. 44; véase tam bién
el matrim onio, el segundo m atrim o n io , Oxirrinco y sus papiros; Ravena. papiros
128-135, com parada con 1a de Musonio latinos
Rufo, 135; Coios., 111.11 y Gál.. II 1.28. Paquio Esceva, P. (procónsul de Chipre), 628
comparación, 132-133, 489; «cristianismo parábolas: de jesú s, 518; de Lázaro, 136, 503,
paulino», 130, 505; epístolas paulinas y 508; dei siervo sin compasión, 196, 197;
ÍNDICE ALFABÉTICO 835
del viñador, 221, 242; de ia gran cena, 510 modio que contenía más de 18 sextarios,
Parain, Charles, 83 para la exacción de rentas de ia iglesia ro
p a ra m o n é (param enein), 163, 202, 203 mana, 267
Paret, R., 752 n. 34 Pedro Damián, san (siglo x¡), 472
Paretonio, 31 Pegaso (jurista ro m ano ), véase Digesto
Pargoire, J., 752 n. 35 Pelagio I, papa, 281, 299
Parke, H. W., 700 n. 16, 706 n. 41 Pelagio, heresiarca (y autores pelagianos), 509
Parkin, Frank, 650 n. 32 pelotes (dependiente, cliente), 221
paroikoi, ¡19 (con 650 n. 30 y 636-637 n. 15), Pelham, H . F., 268
189, 213, 234, 661 n. 13a Peloponeso, guerra del, fin, 342
Paros, 700 n. 18 penestas (de Tesalia), 168, 176, 180 (con 662
parrhesia, 335 (con 699 n. 8), 379 (con 7¡4 n. 20), 185 (con 665 n. 35), 194, 268; térmi
n. 57), 422, 430 no aplicado tam b ién a los siervos {penestai)
Parsons, Talcott, 60, 104. 107, 108 en Etruria, 168
Partencm, 230; pagos en su construcción, 674 penétes, véase «pobres»
n. 22 Penia y P to q u ía , en Aristófanes, 503
Partícópolis (?) (en la provincia ro m a n a de «pensamiento político, griego, en ios períodos
Macedonia; ía m oderna Sandanski, en Bul helenístico y ro m a n o , 102, 648 n. 31
garia), caria de A ntonino Pío a (JG Bulg pentacosiomedim nos, véase Solón
IV. 2.263), 368, 620 Pentélidas de Mitilene, 328
partos, 307, 407, 545, 555, 571, 632, 719 n. 12 penuria colonorum , 257 (con 679 n. 15), 303
Pasión (ex esclavo, ateniense), 208, 655 n. 3 «peñón de Sogdos», 145
Passerini, Alfredo, 710 n. 16 Pcrcenio (jefe de los am otinados de Panonia).
Patavium (en Venetía), 610 313, 516
paterfam ilias, 653 n. 23 (con 133) Percival, Jo hn , 258
Patrás, 25 perfectissim i, 474, 535
patria poiesias, 133 (con 653 n. 23) Pérgamo (Pergam um ), 145, 181, 259, 403,
p a tñ m o n iu m Petri, véase Iglesia rom ana 621-622, 623, 625; Galeno y el número de
Patrón , superintendente de policía egipcio, 264 ciudadanos, con viudas y esclavos, 286; ins
patronazgo y patrocinio, véase clientela cripción de 133 a.C. p a ra mejorar el estado
patronazgo rural, en el imperio rom ano tar civil de varias categorías, 189-190, 213
dío, 265, 401 (véase tam bién su ffra gium): Pericles, 159, 484-485
diferentes tipos de, usados como una form a periecos de E sparta, véase perioikoi
de lucha de clases po r los campesinos o Perinto, 323, 559
colonos, 265-266; legislación contra el, en p erio iko i, 180, 192 (con 667 nn. 49-52), 486.
oriente aunque no en occidente, 266 629; periecos de Esparta, 192 (con 667 n. 50)
Paulino de Ñola, san, 507 Perim an, S., 703
Paulino de Pella, 751 n. 21; su E ucharisticos Perotti, Elena, 660 n. 9
(459 d.C.), 560, 754 n. 42 «persa, debate», véase «debate persa»
Paulo, hijo de Vibiano, 473 Perseo, rey de M acedonia, 610, 614 (con
Paulo, jurista rom ano, véase D igesío (La Sen- 759-760 nn. 2-4), 617
tentiae Pauli, citada en este libro como Senl. Persia, persas (período aqueménida), 143-144,
Pauli o Paulo, S e n t son una compilación 145, 181-182, 306-307, 330, 332. 339, 342,
de c. 300 d.C.) 346-347, 350, 388, 662 n. 24, 699 n. 11,
Paulo, L. Emilio, 403, 421 703-704 n. 29
Pausanias («el Baedeker griego»), 22, 354, Persia, persas (período sasánida), 295, 307,
616, 619 375, 407, 467, 558, 563 (con 752 n. 33),
F a x A ugusta, 270, 419 564, 571, 598, 605, 633, 692 n. 6; defecio-
paz, en la época de A ugusto, véase P ax A u res/desertores a la Persia sasánida, 155, 566,
gusta 5 6 7; los persas nunca fueron llamados bar
Paz de Antálcidas («Paz del Rey»), 347 bari por A m m ian o , 307; véase también par
Pearse, comisión (Rhodesia, 1972), 251 tos
Pearson, H. W., 53 (con 641 n. 11) Persico, golfo, 222
Pecírca, 650 n. 27 Pertinax, P, Meivio (emperador romano). 210
peculium {castrense), 40 (castrense: Marx), 61. P es ce ni o Nigro, véase Nigro, P es cení o
299 Péssino (en Gaíacia), 665 n. 38
Pedanio Secundo, ejecución en masa de sus peste negra, 249. 257
400 esclavos urbanos (en 61 d.C.), 435, 477 Petilio Cereal (general rom ano), 570
pedieis (de Priene), 187 (con 666 n. 42) P e t’t, Paul, 638 n. 7. 680 n. 23. 712 nn. 44-45
Pedro, subdiácono en Sicilia, am onestado por Petra, 156 (con 658 n. 21)
el papa Gregorio por usar una medida de P itreo (de Tesalia), 617, 628
836 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
Petron io (satírico romano), 212, 237, 279, 695 Plinio el Joven. 118, 257, 282. 364, 366, 375,
n. 6 401, 425, 445-446, 463, 477, 5 i'1, 529, 535,
Petronio (suegro del emperador Valente), 570 544, 622-623, 624; dotación a su vieja niñe
Petronio Probo, Sexto (prefecto del pretorio), ra, 213; no en cadenaba a sus esclavos, 282;
399 su Panegírico de T ra ja n o , 425, 431-432,
Petty, Maximüian (Niveladores ingleses), 241 440, 453-454; sus fincas, esclavos y colonos,
P h a rr, Clyde, 154, 581 257, 283 , 284 , 303 , 686 n. 19: texto de su
ph ilo d esp o to s («amante del am o»), com o a d E p ., X .l 13 , 748 n. 16
jetivo, 328, 479; Filodéspoto, como nom bre Plinio el Viejo, 146. 172. 210, 212, 257, 274,
propio, 479 282. 310, 318. 387, 597, 631, 659 n. 8
Piceno (distrito italiano), 24, 146, 405 Plinta (m agisier m iiitum ), 560
Piganiol, A., 290, 565, 600, 602 Ploti.no, 150
Pilatos, Poncio, 428; usado como un térm ino ulousios, p io u sio i, 115
de abuso, 473 Plutarco (L. Mestrius Plutarcbus), 39, 50. 66,
Pilomisa (en Paflagonia), minas de mercurio 90, 144, 145, 157-158, 159, 779, 196, 225
en, 659 n. 8 (con 675 n. 24), 230, 231, 237. 278, 522,
Pinara (en Licia), 624 354, 360, 555-555, 371, 378, 380, 40L 403,
Pínd aro , 39, 40 4¡S, 414, 420, 421, 469, 483, 608, 609, 610,
Piniano, marido de santa Melania la Joven, 628, 632, 652 n. 14, 707 n. 14, 708 n. 2,
305 710 nn. 17-20, 713 n. 49, 760 n. 5
Pío XI. píipa, su encíclica O uadragesim o armo «pobres» y «ricos», vocabulario de los griegos,
496-497; contraste con el usado por los he
( 1931), 513
breos, 503; penétes y aporoi, 71, 173
Pío, Antonino (emperador rom ano), 147, 155,
«poderosos», los (en griego, dynatoi; en latín,
368, 535, 546-547, 553, 617, 748 n. 12
p o t e n t i o r e s , p o tio r e s , p o te n te s ) , 154,
P íp p id i, D. M.. 663 n. 29
266-267. 309, 429, 447 (con 729 n. 32), 567,
piratería, con raptos e incursiones en busca de
569, 582, 583, 659 n. 5, 680 n. 24, 692 n. 4,
esclavos, suprimida por P o m p eyo (67 a.C.),
758 n. 43; contraste, 171
272
Pogra (en Pisidia), 621, 625, 711 n. 36
Pirenne, Henri, 105
Poitiers, batalla de (1356), 313-314
Pireo, el, 25, 215
Polemarco (hermano del o ra d o r Lisias), 115
Pisandro (ateniense), 703-704 nn. 29-30
Poiem on, rey del P o n to , 345
piscinarii, 416
poleías, polétai (funcionarios atenienses). 225
Pisidia, 368; véase tam bién A ntioquía, pisiaios
Polibio, 95, 144, 169, 196, 204, 230, 272, 355,
Pisístrato, 226, 319, 332, 333, 413 360, 387 (con 716 n. 7), 400, 401-402,
Pisón, Julio (de Ámiso), 364 591-592, 615, 616, 631, 659 n. 8, 661 n. 17,
Pitaco de Mitilene, kakopatridés en Alceo, 328 710 nn. 16, 20
pitagóricos, 58, 479; véase tam bién Aristóxe- Poiícrates, tirano de Samos, 226, 319
no de Tarento Poücreto de Argos (escultor), 322; «ningún
Pitane, 389 noble joven hubiera querido ser Poíicreto»
Pítio (en la orilla orienta! del m ar Negro), 754 (Plut.), 522
n. 42 PoLgnoto (de Tasos, y pintor ateniense) deco
Pitón de Abdera, 270. 592 ró gratis, ía Stoa Poikile de Atenas, 322
Pízo (emporion tracio), 154 Poiipercon (general inacedonio), 354, 708 n. 2
píacentofagia, en el D euteronom ío, 716 n. 9 polis y chora, 15, 19, 22-34 (esp. 22-23),
plagas, véase epidemias 498-501
Platea, batalla de (479 a.C.), 341, 306, 330, poliíarca, 620
365 p o lito g r a p h o i626
plateenses, de Atenas, 667 n. 55 Polonia, 327
Platón, 90-92, 93-94, 97. 100, 104. 127, 157. Pólux. Julio (de Náucratis), 167, 221; Ono-
176, 7 77, 179, 218-219, 220-221, 227, 319, masticon: 111.83, 167. 167-168; VIII. 130,
337-338, 347, 349, 351, 378, 420. 480-483, 708 n. 2
485-486, 493, 513; archienemigo de la liber Pollock, Frederick, y F. W. Maítland. 315
tad y In democracia, 535 (con 91). 481; su Pom eroy, Sarah B., 654 n. 30
«calderero calvo y bajito». 481 (co n 92): y Pom peyo (Cn. Pom peyo Magno), 40. 185,
«feminismo», 654 n. 30 211, 272, 622-623; ía m ayor fortuna cono
plebeyos, piebs urbana, véase R om a, rom anos cida en la república rom ana, 211 (con 671
Pleket, H. W.. 160, 621, 642 n. 14, 654 n. I n. 50)
(en III.ii), 658 n. 23, 696 n. 14, 679 n. 17, Pompevópolis, en Paflago nia, 659 n. 8
711 n. 27 Pom p on io (jurista ro m ano ), véase Digesto
Plekhanov, C?.. 41, 640 n. 15 Ponto (en e! nordeste de Asia Menor), 54,
INDICE ALFABÉTICO 837
Teodorico I («el Grande»), rev ostrogodo, theles (plural de (hes), como lelos de Solon,
568, 583 en Atenas, 246, 330, 342, 705 n. 31; reclu
Teodorico Ii, rey ostrogodo, 661 n. 16 tamiento de, 246; véase tam bién trabajo asa
T eodoro, padre de Isócrates, 757 lariado (para thetes — m isthoioi)
T eodoro, san (de Sición, obispo de A n asta sió Thierry, A ugustin, el «padre de la “ lucha de
polis), 257, 520, 577 c la s e s ” en la h i s t o r i o g r a f í a francesa»
Teodosio í (em perador romano), 178. 191, (Marx), 644 n. 1
204, 296. 297, 455, 574, 575, 585 Thomas, J. A. C., 283, 695 n. 3
Teodosio II (em perador rom ano de oriente), Thomas, R. P., véase N orth, D. C., y Thomas
176, 211, 297, 320, 445 Thom pson, E. A .,2 8 1 , 293, 294, 553, 555-558,
Teodosio, adjudicatario de ios arriendos de la 566, 570, 637 n. 1, 688 nn. 29, 34a
iglesia rom ana en Sicilia, 580 Thompson, E. P ., 36, 82
Teodosio, conde (m agister equitum , p ad re del Thomsen, Rudi, 654 n. 3
em perador Teodosio I), 558, 601; 643 n. 5 Thomson, George, 58
Teodosio (pagarco de A ntioquia en Egipto, Thorner, Daniel, 122, 186. 247, 640 n. 15, 678
siglo vi), 265, 377 n. 2 (en IV.ii)
Teodosio de Anastasiópolis (adm inistrador de threptos, definición, 275; Leges Visigolhorum
las tierras de la Iglesia), 267 y dos leyes de Justiniano sobre los, 275
T eódote (hetaira en Atenas, personaje en un Tíberiades (en Galilea), 499, 500-501
diálogo de Jenofonte, 124, 214 Tiberio (em perador rom ano ), 172, 231, 270,
Teófanes (historiador bizantino), 715 n. 64 384, 419, 422, 425, 428, 429, 432, 437, 449,
Teofilacto Simocatta (historiador bizantino, 453, 457, 580, 595, 632; motines de ios ejér
siglo vu), 605 , 634 n. 3 (en I.ii) citos del Danubio y del Rin a comienzos de
Teófilo (gobernador de Siria), 377 su reinado (14 d.C .), 313
Teofrasto. 90, 169 Tiberio C onstantino (em perador rom ano ta r
Teognis y los Theognidea, 100, 328 (con 697 dío), 459, 576, 605
n. 9), 480 Ticio, Sexto (tribuno rom ano), 718 n. ¡7
Teop om po (historiador griego), 159, 179 tiempo libre u ocio (schóle), 52, 101, 141. 142,
teoría de la constitución mixta, véase «consti 149, 151, 219 (con 672 n. 7), 267
tución mixta» tierras, arrendamiento de, 71-72, 138-139, 142.
T e re n c io , 127, 149; /o d io {A d e i p ., 949), 284-285, 301-305; véase, abajo, tierras, p o
686-687 n. 21 sesión de: arrendatarios
Termesso Minor, 624 tiernas, posesión de: arrendatarios, colonos,
T e r s ite s . « a g i t a d o r » (en H o m e r o ) . 328, contratistas: 17, 61, 205. 206, 251-258,
481-482 265-267, 281, 282-285, 294, 295, «contratis
«tertulianistas» (en Cártago), 523 tas de arriendos» (conductores, que a m e
Tertuliano, 198, 384, 505 nudo subarrendaban a coloni), 255, 295,
Terracina (en el Lacio italiano), 233 298-301, tipos de colonos, 253; campesinos
terrae laeticae, 289, 602; véase tam bién laeti propietarios (libres o autónom os), 17, 77,
Terray, Em m anuel, 36 164, 186, 253, 254-255, 265-266, 294, 295.
«territorio ganado con la espada», 182 298, 300; co lonatus. en la segunda mitad
territorium (chora), 23, 24 del siglo iv. 297; co lonus (coloni), uso pri
Tesalia, 164, 168, 192, 194, 559, 616, 617, mitivo por colonos Ubres, 17, 252, 255, 256;
véase tam bién p en est as después de la república tardía ias fincas de
Tesanólinca, 753 n. 42 los latifundistas ricos estaban más y más
Teseo (en Eurípides, las Suplicantes), 94 dispersas, 285; distribución y reparto de
Tespias (en Boecia), 363, 710 n. 15, 753 n. 42 tierras (ges anadasm os) 277. 331, 339, 350
Testamento, Antiguo, 197, 221-222, 465, 472, (con 707 n. 55), 351, 392, 412, 418-419; el
489, 493, 503-504; véase tam bién Israel, is terrateniente poderoso podía proporcionar
raelitas, judíos; Yahvé protección (no factible de otra manera) a
Testamento, Nuevo, 128, 242 (con 677-678 los colonos, 255, 256; ei trabajo agrícola
n. 52), 441, 525 (con 744 n. 26); véase ta m considerado como un sordidum opus, 149;
bién Jesú s; Pable, san; parábolas de Jesús en el colonato ta r d o rro m a n o (una forma de
testimonios, valoración de los, de acuerdo con servidumbre}, 29¿ ss.: esclavos quasi colo
sus bienes, 536 nus, 62, 166. 249. 250. 280-281, 286; im p or
«tetrarquía» (295 d.C. ss.), 574, 575 tancia de la tierra (o campo} como el prin
Thalia, de Arrio, 523-524 (con 743 n. 21) cipal medio de producción en 1a Antigüe
Thamugadi (Timgad), 568 dad, 57, 137, cf. 147-160: los esclavos, £
therapeutai (en Filón), 492 menudo involucrados c uando se a rre n d a b ar
Thesaurus Linguae Lannae. 297 tierras a ios colonos, 302-305; ios «placeres»
844 LA LUCHA DE CLASES EN EL ML NDO GRIEGO ANTIGUO
de los labradores, 148; maneras de obtener 154, 158, 175, 203, 205, 214-242 (trabajo a
un excedente de la tierra, 71; rentas, véase jornal), 243, 251, 257, 321-322, 327, 330,
rem as de la tierra 336, 338, 488, 514; análisis de Aristóteles
«tierras del rey», 182 del jornalero, 217-220, cf. 235; en Platón y
Tiferno Tiberio, finca de Plinio en, 282 Aristóteles, los jornaleros están colocados
Tigris, río, 20, 404 en el punto más bajo de la escala social de
T im a nd o (en Pisidia), 368 los hombres libres, 218-219; en el período
Tim arco (ateniense), 703 n. 27 rom ano (agricultura y construcción), 171,
lim é (palabra griega para ‘h o n o r ’, ‘prestigio’) 221-222. 229-232, 305; en la agricultura ate
101-102 (con 648 n. 30) niense, en ia época clásica, 673 n. 16 (con
Timeo de Tauromenio (hisioriador griego, si 221); en las obras públicas: en eí periodo
ciliano), 240 clásico, 224-228, en ei período rom ano,
lim eta i, véase censores 229-232; jornaleros generalmente no cualifi
Tim gad, véase Thamugadi cados, 217-219, 221, 237, y sus pagas muy
Tim oteo, obispo de Alejandría, 134 (con 653 bajas, 221, 222-224; M arx y el servicio m er
n. 26) cenario como ia prim era aparición de un
lim o u c h o i, en Masalia, 631 sistema extensivo de trabajo asalariado,
«tipo ideal» (Weber), 60, 95, 109 39-40, 217, y su contraste entre trabajo asa
tiranía, tiranos, véase m onarquía y «tiranía» lariado, esclavitud y servidumbre, 138; ter
Tirídates (pretendiente parto), 632 minología: en griego, m isth ó to i o thetes,
Tiro, 498-500, 577, 627 214, 217 (con 672 nn. 5-6), 224, ergalai,
Tisafernes (sátrapa persa), 703-704 n. 29 223, erithos, 237, 673 n. 12, en latín, m er
Tito (emperador romano), 384 cennarii, 214, 234-235, para el trabajo a
Tobías, Libro de, 507 jornal, 672 nn. 5-6
Tocra (Tauquira, Teuquira) = Arsínoe, en trabajo como jornalero (incluso en funciones
Cirenaica, 629 de responsabilidad, e.g. como administra
T olstoy, príncipe Andrei (en L a guerra y dor o mayordomo) considerado «de escla
la paz) y el mayor mal de la servidumbre, vo», 216, 219, 220-221, 236; su condición
495 era g e n e ra lm e n te d e sp rec ia d a, 220-221,
Tom os, 753, 754 n, 42 222-223, excepto por Solón, 220, y cuando
toparcas, 154 eran al servicio del estado, 234
topógrafos (m ensores, agrim ensores), 235 «irabajo forzado», definición m oderna, 162;
Toranio, C'., 210 véase también trabajo por condena
Tórax, monte (cerca de Magnesia del M e a n trabajo por condena, o de los presidiarios
dro), 518 («trabajo forzado» en las convenciones so
tordos (¡urcli), cria de, por los ro m anos, 223 bre esclavitud de 1926 y 1956), 162-163,
Torelli, M., 658 n. 4 203-204
Torres, Camilo, 513 trabajos serviles, tra b a jo fo rz o so /in v o lu n ta
tortura, en Roma, 529, 535-536; m ayor preva- rio, 28-30, 61, 71, 137, 162-163, 244-246,
lencia en el imperio cristiano, 511; pro h ib i 252, 270, 338, 520; véase tam bién rentas de
ción de torturar a los esclavos para obtener trabajo
pruebas contra sus amos, 536; véase tam Tracia, tracios, 154, 256, 295, 346. 556, 559
bién azotes; castigos; «doble sistema penal»; (con 556), 598-601, 603, 604, 708 n. 2; p ro
mutilación porcionó ía inmensa m ayoría de esclavos
Toscana, véase Etruria en la Grecia clásica, 195. 269; Quersoneso
Tótila, rey ostrogodo de Italia, 261, 311 (con tracio, 343
693 n . 7), 562 (con 751 n. 30) Traconítide, 575
Touioum akos, Johannes, 613-614, 636 Tracy, Destutt de, 74
Toulouse, 693 n. 6 traición, alta, véase m aiestas
Tours (turonenses), véase Gregorio de Tours; Traill, .1. S., 700 n. 22
Injurioso de Tours T rajan o, emperador ro m a n o , 364, 365, 375,
Toynbee, Arnold, 304, 634 n. 3 (en l.ii), 658 401, 425, 431-432, 433, 437, 446, 453-
n. 4, 661 n. 15 454, 463, 464, 545, 622-623, 632; arco de,
tra b aja d o r por jornada y tra b a jad o r por pie en Bena.vento. 463-464; véase También Pii-
za, véase pagas a los jornaleros nio el Joven, para ei panegírico de T r a
trabajo a jornal, 214-242; véase tam bién tr a ían o
bajo asalariado; trabajo como jornalero transporte, 159, 160, 228, 229, 236. 239, 636
trabajo asalariado, trabajo a jornal, asalaria n. 8; por vía acuática (río o mar), mucho
dos. jornaleros, 16, 40, 45, 47, 48, 56, 62, más barato que p o r tierra, 25; véase ta m
71 72, 76, 77-78, 85, 88, 98, Í12-Í13, 143, bién angariae: posta im perial/pública
ÍNDICE ALFABÉTICO 845
Veyne, P „ 149, 672 n. 16 648 n. 30), 107-114, 115-116, 273, 282, 306,
Víctor, Aurelio (epítomátor latino tardío), 308-309; cf, 712 n. 40; actitud hacia Marx,
575, 598, 600 108-109; cambio social, su incapacidad para
Vidal-Naquet, Pierre, 38, 83-84, 99, 166, 169, explicarlo, 114; com p aración con Marx,
658 n. 3, 741 n. 4; véase tam bién Austin, 112-114\ concepto de clase de Marx, om i
M. M., y Vidal-Naquet sión en su discusión, 109, 113; definiciones
«viejo oligarca», véase Jenofonte de «clase», y su vaguedad, 111-112, 773;
Viejo Sur norteamericano (de antes de la esclavos, un grupo de status, no una clase,
guerra), 148, 171-172, 173, 238, 271, 277, 11 i , 114; oscuridad de, 107; relación orgá
491.» 645 n. 18; cristianismo como un m é to nica entre sus clases y sus grupos de status,
do de control social en el, 494-495; esclavos 113-114; S tand y síándische Lage, uso de,
y libres en el, 72-73; inversiones en esclavos, 107-109; sta tu s, categoría esencial, 109-110;
alcanzar el punto de «salir a flote» en las, véase tam bién «tipo ideai»
274-275\ matrimonios entre esclavos, no se Weiss, Egon, 668, n. 58
reconocieron nunca legalmente, 178; m e rc a Welles, C, Bradford, 183, 188, 189, 632, 641
dos en expansión: del algodón, 269 (con n. 5, 650 n. 30, 662 n. 26, 666 n,n. 44-46,
274 y 685 n. 8), del tabaco y azúcar, 274; 719 n. 12
precios de los esclavos en el, 269; tr a b a ja Welwei, K.~W., 665 n. 34, 667 n. 51
dores asalariados libres en el, 238; tra b a jo West, M. L., 697 n. 9
asalariado de esclavos en el, 269; vida fam i W estermann, WJ. L., 271-272, 650 n. 26, 659
liar (incluyendo la ruptura) de los esclavos n. 7, 669 nn. 65, 73, 671 n. 15, 683 n. 1,
en el, 178 684 nn. 2-5
viento (para propulsar barcos), 54; molinos Wesílake, H. D., 701-702 n. 26
de, 54 Wheeler, Marcus, 101
Vietnam (actual), 65 Whitby, Michael, 605, 712 n. 41a
Vigiíancio (sacerdote cristiano, atacado por White, K. D., 674 n» 19, 687 n. 23, 691-692
san Jerónimo), 135 n. 59
vilicus (y viiica), 175 (con 660 n. 13a), 277, W^hite, Lynn, 23-24, 28, 542, 642 n. 14
303-304 Whitehead, David, 650 n. 29
Viminacium, 567 Whittaker, C, R., 660-661, n. 13a, 749 n. 4
vir egregius, 533 Wilchen, Ulrich, 654 n. 2, 678 n. 5 (en IV.i)
Virgilio, 383 Wilhelm, Adolf. 616-617
virginidad (femenina y masculina), actitud Wilkes, J. J., 285, 598
cristiana ante la, 128-129, 134-135; Virgen Will, É do uard, 698 n . 2, 708, n. 2
María, véase María, Virgen Willets, R. F., 668 n. 58
v irw s de ios romanos, 387 Williams, G ordon, 714 n. 57a
visigodos, 294, 304, 558, 559, 566, 600-601, Williams, Wynne, 618
603, 693 n. 6; Leges V isigothorum , 275; rei Win Stanley, Gerrard, 517
no en España y sudoeste de Galia, 275 W interbottom, Michael, 200
Vitelio (emperador romano), 378 Wirszubski, Ch., 428-431, 726 n. 54
Vitrubio, 25-26, 694-695 n. 2, 720 n. 1 Wiseman, T. P. 724, 725 nn. 27, 37
Vlastos, Gregory, 485 (con 737 nn. 3-4) Woess, Friedrich von, 198-199, 387, 668-669
Vogt, A., 88^ nn. 63-64, 68
Vogt, Joseph, 176, 66) n. 15 woiciatas de Lócride epicefiria, 168
Volsinii (en Etruria), 608 Woloch, Michael, 363 (con 710 n. 15)
Vulci, 208 W oodhouse, A. S. P., 241, 514
W oodward, A. M., 620, 628
Wright, Gavin, 685, n. 8
W ade. John, 644 n. 1 Wright Mills, C., véase G erth, H. H.
W albank, F. W.. 647 n. 13, 676 nn. 30-31,
743 n. 14
W aldm ann, Helmut, 665 n. 36
Xifilino, 231
Wallace, S. L., 678 n. 1 (en IV.i)
W aitón, C. S-, 655 n. 12
Waltzing, J.-P ., 695 n. 8
W arm ington, B, H ., 756 n, 5 yáciges (sármatas), 545. 555, 597
W ason, Margaret O., 58 Yahvé, ferocidad de, y complicidad de los cris
Weaver, P. R. C., 173, 660 n. 13, 670 n. 3, tia n o s en ig n o r a rla , 388-389 (con 716
671 n. 11 (con 211) nn. 9-12)
Weber, Marianne, 648 n. 5 Yavetz, Zvi, 415, 675 n. 27, 716 n. 11, 723
Weber, Max, 16, 37, 58, 60. 95. 101-102 (con n. 14
ÍNDICE ALFABÉTICO 847
P r e f a c i o ...................................................................................................................... 9
PR IM E R A PARTE
I. In tr o d u c c ió n ............................................................................................... 15
i. Plan de la o b r a ....................................................................................... 15
ii. «El mundo griego antiguo»: su extensión en el espacio y en
el t i e m p o ............................................................... ....... 20
iii. P o lis y c h o r a ............................................................................... 00
28. — STE. C RO IX
i
1
850 LA LUCHA DE CLASES EN EL MUNDO GRIEGO ANTIGUO
v. 12 I «feudalismo» (y ia s e rv id u m b re )...........................................314
vi. Otros productores i n d e p e n d i e n t e s ...........................................317
SEGUNDA P \R T E
APÉNDICES