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Después de los hechos

Los bojayaseños estaban solos. La llegada de la Fuerza Pública días después de lo sucedido
no garantizaba protección efectiva a la gente, ni la ayuda humanitaria anunciada. Los
ametrallamientos indiscriminados, los saqueos, el intercambio complaciente de miembros
del Ejército con algunos de los perpetradores, dejaban a la población civil como único
recurso el desplazamiento forzado a Quibdó o a otras poblaciones para escapar de la
confrontación armada.
El Estado, reconociendo o arguyendo su impotencia, dejó a los bojayaseños a su suerte, o
no se sabe si peor, pareció delegar en grupos armados ilegales la seguridad de los
pobladores que él no estaba en capacidad de garantizar. Bojayá se convirtió, a su manera,
en la expresión de un estado local fallido e ilustra la condición de abandono de muchas
localidades colombianas que se debaten entre la violencia y la miseria. En el 2002 había
158 municipios colombianos sin presencia permanente de la Policía. Bojayá era uno de
ellos. Y entre el año 2000 y el 2003 hubo 160 alcaldes obligados a gobernar desde fuera de
su municipio por la presión de los grupos armados ilegales. Dentro de esos alcaldes a
distancia estaba el de Bojayá.
Todo esto muestra que no se trató de un hecho inesperado. La masacre de Bojayá estuvo
precedida por numerosas alertas que advertían la gravedad de los hechos que se estaban
incubando y que el Estado desatendió. Un “Genocidio anunciado”, editorializó
críticamente un diario nacional. Pese a ello, el Estado no asume su culpabilidad sino que
“se solidariza” con la comunidad de Bojayá, eludiendo su responsabilidad en la ocurrencia
de los hechos y erigiéndose él mismo como víctima de las FARC. Estado y sociedad
víctimas de las FARC, parecía ser el estandarte justificador de la pasividad institucional
frente a la barbarie. La responsabilidad del Estado en Bojayá es en principio una
responsabilidad política derivada del incumplimiento de su deber como garante de
derechos. Pero va más allá. En el plano administrativo, el Estado recibió en el 2008 las dos
primeras condenas por su inacción frente a las alertas tempranas divulgadas con ocho días
de anterioridad.
La eventual culpabilidad criminal, por omisión, de los responsables militares de la zona o
por complicidad de agentes la Fuerza Pública en la masacre, es una materia todavía
pendiente y sobre la cual hay celosa reserva en la Jurisdicción Penal Militar. Se puede
afirmar que la institucionalidad fantasmal del Estado precede la masacre, y que es la
Iglesia católica, la que a través de la Diócesis de Quibdó, suple su ausencia, pese a que ella
también sufre los estragos de la guerra en la región. “Esta tragedia se pudo evitar pero el
Estado sólo entra a un pueblo cuando han matado a un poco de gente”3 , describe con
crudeza y también con resignación un habitante de Bojayá. Y es que la reclamada
presencia del Estado sólo se materializa después de la masacre. Como en tantos otros
lugares de la guerra, el Estado colombiano ha comenzado a instalarse o a hacerse visible
en la zona, cabalgando sobre los acontecimientos, en una especie de reconocimiento de
que el territorio y la población solo cobran existencia real por cuenta del conflicto armado.
Lo sucedido en Bellavista, cabecera municipal de Bojayá, pone en evidencia de manera
dramática el desamparo y la soledad en la que viven la guerra centenares de pequeños
poblados colombianos, alejados de los principales centros administrativos y políticos del
país, y carentes de los recursos más elementales, incluidos los de comunicaciones.
Marginalidad y violencia se encuentran con todos sus efectos perversos en estos rincones
olvidados de la geografía colombiana.
USO Y SENTIDOS DE LA MASACRE
La dimensión de los hechos, y la amplia difusión en los medios de comunicación, hacen de
Bojayá un crimen de guerra difícil de olvidar para la mayoría de los colombianos.
La memoria de la masacre es movilizada, desde el momento mismo de los hechos, con
diferentes sentidos o intencionalidades políticas, en permanente transformación y
competencia.
La memoria de la masacre de Bojayá, ha sido convertida en un lugar significativo de la
historia del conflicto colombiano y en cuanto tal es y seguirá siendo objeto de disputa. Así,
en contraste con la lectura dada desde el Estado, otro registro de menor circulación utiliza
la imagen de la masacre de Bojayá -ocurrida poco tiempo después del final de la zona de
despeje del Caguán- para argumentar la necesidad de un manejo del conflicto por vía del
diálogo, como estrategia más efectiva para evitar la repetición de eventos similares.
Si se piensa en la magnitud de los eventos en términos de muertos, heridos y desplazados,
frente al tamaño de la población, se puede decir que los daños ocasionados por la
masacre fueron catastróficos. Toda familia quedó de alguna manera en duelo, todas las
familias tuvieron que participar en la búsqueda y el conteo de sus víctimas. En los más
diversos parajes de la localidad están presentes las huellas de la guerra: en la iglesia
destruida y el viejo pueblo enmontado; en los espacios vacíos dejados por las antiguas
viviendas sobre el río; en los rostros y a menudo en los cuerpos de muchos habitantes. El
paisaje del recuerdo interpela directa y cotidianamente. Las ostensibles huellas espaciales
y corporales de la violencia no son en este caso creación posterior de alguna organización,
entidad pública o de las propias víctimas, sino que tienen como punto de partida la marca
territorial de la ruina-monumento. Bojayá trastoca las representaciones de la guerra y se
instala en el imaginario y en los hechos como el símbolo de la degradación, la materialidad
de la destrucción y el sufrimiento humano que a su paso va dejando la guerra. Bojayá es la
radiografía de la “guerra sin límites”.
En el plano social y cultural, un sentido de comunidad se hundió, y la configuración de la
nueva comunidad podría decirse que está todavía en suspenso. En algún momento los
habitantes tuvieron que deshacerse de sus viejas viviendas y cambiar el lugar, la forma de
vivir y de habitar. Y luego comenzar a resignificar todo y a buscar modos de congregación
alrededor de lo acontecido y de sus repertorios ancestrales para contar, para escuchar,
para compartir, para activar la memoria en torno a la oración, el canto, la danza, las
peregrinaciones, los alabaos, los tejidos y otras expresiones estéticas de su dolor. A estos
esfuerzos de ritualización del duelo y la resistencia se van sumando la reactivación de
procesos organizativos que sirven como plataforma para la discusión y el diseño de sus
planes de etno-desarrollo. Se trata en últimas, de procesos para la invención de nuevos
rumbos que permitan recomponer la vida comunitaria de la cual algunos han construido
una memoria idealizada. Bojayá es a la vez sitio de guerra, sitio de duelo, pero también
sitio de resistencia. El Cristo fragmentado, despedazado, es el ícono de las víctimas a
través del cual, pese a los hechos sucedidos, mantienen su unidad simbólica. Es un
referente de la trayectoria personal y colectiva de este pueblo en el antes, el durante y el
después de la masacre.
La memoria del pueblo de Bojayá nos pide que recordemos y condenemos la guerra,
venga de quien venga, pero sobre todo nos pide que volvamos la mirada a las
comunidades de las múltiples periferias sociales y geográficas del país y a los complejos
retos que esto supone, para que dejen de existir sólo cuando la guerra nos habla
cruelmente de ellas.
“La noche del primero de mayo dormimos todos en la capilla y en la casa cural; era como
una escena de Roberto Benigni en la película La vida es bella, cuando su personaje Guido
juega con su hijo en medio de la guerra. Se trataba de eso: distraer la mente para que nos
olvidáramos de lo que estaba pasando afuera. Entonces orábamos y tratábamos de estar
activos porque esa noche continuó la balacera”.
En el amanecer del dos de mayo siguieron llegando más personas a la iglesia, y como el
oxígeno escaseaba, llevaron a algunas de ellas a la casa de las monjitas agustinas, donde
también se refugiaba gente.

“Alrededor de las 11 de la mañana, los paramilitares le lanzaron a la guerrilla un rocket, a


lo que la guerrilla respondió con una pipeta. Los paramilitares, como estaban afuera,
vieron cuando la pipeta venía en el aire y corrieron; nosotros, como estábamos adentro de
la parroquia, no nos dimos cuenta. Sin oxígeno, ubicamos a los niños, a las mujeres en
embarazo y a los ancianos en el altar, donde el padre celebra la misa, y fue justo en ese
sitio donde cayó la pipeta”.

Victimas
Leyner Palacios Asprilla perdió a 32 familiares y amigos, el 2 de mayo del 2002, en Bojayá
(Chocó), por un cilindro bomba disparado por las Farc, que cayó dentro de la iglesia que
resguardaba a unos 500 habitantes de los enfrentamientos entre esa guerrilla y un grupo
paramilitar, y que causó la muerte de 79 personas, de las cuales cerca de 48 eran menores
de edad. “Para mí, más que los 32 familiares, los 79 eran mis hermanos, mis compadres”,
señala Leyner.
Macaría Allín. "A mi niña pequeña, que en ese momento tenía dos años, se le fue parte
del cuero de la espalda y aún tiene las cicatrices. A mi otra hija, que tiene problemas de
retraso mental, se le abrió la pierna y perdió tres dedos del pie izquierdo. A mí una
esquirla me abrió la pierna, se me afectó la clavícula y la columna vertebral del mismo
golpe que generó la onda explosiva. A mi hermana se le reventaron los oídos por la
detonación”.
Los santos óleos

El 30 de abril de 2002, hacia las 11:30 a.m., cinco pangas (embarcaciones) trajeron a un
grupo de paramilitares a Bojayá, que no tardó en arengar las normas que iban a imponer
por creerse la nueva autoridad. Con su presencia, que parecía un déjà vu, le quedaban
pocas horas de vida al pueblo: mucho más temprano la guerrilla había hecho las mismas
amenazas.

“Ese día hablé con el comandante de los paramilitares y le dije que por favor se ubicaran
en una zona donde no hubiese población civil. Al otro día, llegó Fredy Rendón Herrera,
comandante paramilitar conocido como “El Alemán”, quien se reunió con nosotros –los
curas– para presentarnos su séquito de subalternos y decirnos que ellos eran los que iban
a manejar esa situación”, aseguró el sacerdote.

El primero de mayo, cerca de las 5:30 a.m., comenzó una balacera para horadar una panga
que transportaba a un comandante paramilitar y dos escoltas que buscaban arrimar a
Vigía del Fuerte; ellos desconocían que desde la noche anterior la guerrilla ya hacía
presencia en Vigía. Con una ráfaga de odio hirieron gravemente al comandante
paramilitar de más alto rango después de “El Alemán”. Velozmente, el motorista de la
panga alcanzó a dar vuelta y regresó a Bojayá, donde corrieron con el herido hacia el
puesto de salud.

“Los paramilitares desesperados buscaron al médico, a quien encontraron y amenazaron


de muerte si no atendía al comandante gravemente herido. Yo acompañé al médico al
puesto de salud. Luego de observar al paramilitar herido, preocupado me dijo que no
había nada que hacer”.

La muerte

Ese día arreciaron los combates entre los paramilitares y la guerrilla, y, poco a poco, la
gente comenzó a poblar la iglesia por dos razones: la inicial, porque era una construcción
en cemento; la principal, entendían que no había otro lugar para sentirse más seguro que
la casa de Dios.
“Éramos cerca de 400 personas en la capilla. Por la cantidad comenzamos a racionar los
alimentos y el agua. Les dimos prioridad a los niños, los ancianos y las mujeres
embarazadas. Empezamos a orar, mientras que los paramilitares le disparaban a la
guerrilla desde atrás de la parroquia. Yo, en un par de ocasiones, salí y les dije que se
fueran de ahí porque estaban poniendo en riesgo a la población civil; incluso una
paramilitar de rango medio dijo: ‘Si ese cura marica sigue jodiendo mucho pues denle
plomo’”.

Pero los paramilitares no se movieron de ahí, porque la guerrilla los triplicaba en número
y, además, porque según el padre esos combatientes eran jóvenes e inexpertos.

“La noche del primero de mayo dormimos todos en la capilla y en la casa cural; era como
una escena de Roberto Benigni en la película La vida es bella, cuando su personaje Guido
juega con su hijo en medio de la guerra. Se trataba de eso: distraer la mente para que nos
olvidáramos de lo que estaba pasando afuera. Entonces orábamos y tratábamos de estar
activos porque esa noche continuó la balacera”.

En el amanecer del dos de mayo siguieron llegando más personas a la iglesia, y como el
oxígeno escaseaba, llevaron a algunas de ellas a la casa de las monjitas agustinas, donde
también se refugiaba gente.

“Alrededor de las 11 de la mañana, los paramilitares le lanzaron a la guerrilla un rocket, a


lo que la guerrilla respondió con una pipeta. Los paramilitares, como estaban afuera,
vieron cuando la pipeta venía en el aire y corrieron; nosotros, como estábamos adentro de
la parroquia, no nos dimos cuenta. Sin oxígeno, ubicamos a los niños, a las mujeres en
embarazo y a los ancianos en el altar, donde el padre celebra la misa, y fue justo en ese
sitio donde cayó la pipeta”.

Era todo caos. Antún fue herido en la frente y en el pie, y perdió el conocimiento por un
rato.

“Mucha gente corrió hacia atrás de la iglesia, donde hay una ciénaga, y otros huyeron
hacia un corregimiento de nombre La Loma. Decidí quedarme porque era mi deber como
sacerdote y, además, porque tenía que ayudar a salvar vidas”.

Hubo un hecho un poco anecdótico: la primera persona que le habló para que lo auxiliara
fue un joven de la comunidad que estaba muy mal herido y que al rato murió. Era
hermano de un guerrillero; irónicamente, su madre también murió producto de la
explosión de la pipeta.

“Llevamos heridos a la casa de las monjitas, porque ellas tenían conocimientos básicos de
medicina. Las hermanas ponían torniquetes, evitaban hemorragias, entre otras ayudas. Un
dato curioso: los paramilitares nos ayudaron a llevar heridos, pero después se ubicaron
detrás de la casa de las hermanitas; es decir, continuamos siendo los escudos humanos de
ellos. Por eso, volvimos y les dijimos que se fueran de ahí, y en ese momento la guerrilla
mandó otra pipeta, por lo que le dije a la comunidad que nos fuéramos de allí, que nos
iban a matar a todos”.

“Tengo una imagen clara de algo que pasó luego del estallido de la pipeta y de que los
paramilitares huyeran. Llegaron unas guerrilleras que se pusieron a llorar diciendo:
`jueputa, ¿qué hicimos? Matamos civiles’. Varias de ellas, cuando vieron la magnitud de
los hechos, se pusieron a vomitar y a llorar maldiciendo la guerra; intuyo que varias de
ellas eran madres y al ver tantos niños muertos y heridos les afectó”.

Tomaron la decisión de irse con los heridos para Vigía del Fuerte. Antún cogió un remo al
que le amarró un trapo blanco, y como al flautista de Hamelin alrededor de 300 personas
lo siguieron en fila india, mientras las balas como si fueran una descarga de timbal
cruzaban cerca de sus temores.

“Yo gritaba: ‘¿quiénes somos’? Y la comunidad respondía: ‘la población civil’. Yo


preguntaba: ‘¿qué exigimos?’ Y la gente respondía: ‘que se nos respete la vida’. Me
inventé esos estribillos para que los actores armados supieran que la bulla era de la
población civil. Yo siento que Dios nos protegió demasiado a nosotros porque las balas nos
pasaban cerca, pero no hirieron a nadie.”

Llegaron al río. Abordaron las embarcaciones, y el tortuoso Atrato se convirtió en una


ambulancia que transportaba más de 100 heridos. En Vigía del Fuerte, los sacerdotes, las
monjas y la comunidad ayudaron con los alojamientos y la alimentación de varias
personas, mientras que los heridos eran atendidos en un hospital que ni el mejor guionista
de ER lo hubiera imaginado en una urgencia similar. Bojayá había quedado atrás
convertido en un rompecabezas de cuerpos inertes

Las honras fúnebres

“El 3 de mayo regresamos a Bojayá con bolsas de basura para sacar los muertos. Con
sorpresa vimos que Minelia, la loquita del pueblo, había decidido no abandonar el pueblo
para quedarse con los muertos y organizarlos a su manera: la cabeza de un niño con el
cuerpo de un adulto y con dos pies izquierdos, y así el resto; de todos modos, esa noche
ella ayudó a varios heridos que se quedaron ahí, suministrándoles agua y haciéndoles
torniquetes”.

“Ese día un médico de Vigía me dijo que había que enterrar los cuerpos cuanto antes por
temor a una epidemia. Yo no entendía el tema de la fosa común, porque para nosotros los
afrodescendientes los muertos son tan importantes como los vivos. A cada muerto, si es
mayor de 15 años, hay que hacerle un velorio y nueves días de rezo; si es menor de 11
años, un gualí o chigualo, que es una tradición que tenemos aquí, africana, y que la iglesia
la cristianiza, en la que no se llora sino se danza y se cantan arrullos”.
Fue un problema hacer entender a la gente que sus tradiciones se iban a enterrar en una
fosa común. Para los bojayaseños ese tema no es negociable. Antún debió explicarles que
había que abrir un hueco de 3x3x3 para tirar los muertos en bolsas. Además, el
comandante de la guerrilla amenazó con desaparecer los cuerpos, seguramente pensando
en la llegada de los medios de comunicación.

“En ese momento nadie quería llevar los cuerpos a una fosa. Finalmente, el alcalde
encargado les dio 4 millones de pesos a varias personas y les encimó unas botellas de
aguardiente y unos tapabocas para que se llevaran los cadáveres, que ya estaban en
proceso de descomposición. Yo fui en el primer viaje para dejar a los muertos en la fosa.
Cuando regresamos nos pasamos a Vigía y nos ubicamos en la casa de las monjitas, lugar
en el que habían varios bojayaseños hospedados”.

Durante esos momentos, Antún buscó mantener los pies en la tierra. Le pidió a Dios que le
diera luz para determinar el paso a seguir, porque una mala palabra o un mal
direccionamiento de él podría agravar las cosas, porque como lo dice un principio
evangélico “un ciego no puede guiar a otro ciego”.

“Varios sacerdotes y misioneros de diferentes lugares de Colombia llegaron a Bojayá.


Alrededor de 12 sacerdotes comenzamos casa por casa a echar agua bendita porque la
gente sentía que su hogar había sido contaminado. Hicimos oraciones de liberación en las
viviendas y entierros simbólicos, gualí, novenas y mucha pedagogía; todo eso desde el
punto de vista espiritual”.

La desesperanza

“Para la gente la situación no fue fácil porque ellos entendían que era la casa de Dios, que
se iba a respetar, y que Dios debía hacer respetar su casa. Al final quedó claro que Dios
crea hombres libres que pueden atacarlo a él atacando a seres humanos como los que
estábamos en la iglesia”.

“Hubo mucha gente que no volvió a la iglesia. Me preguntaban: ‘¿Padre, Dios dónde
estaba?’ ‘¿Padre, por qué nos pasó esto si yo colaboraba siempre con todas las causas de
la iglesia, y hoy murieron cuatro de mis hijos?’ Digamos que eso tiene una explicación en
el sentido de que los que tiraron esa pipeta es gente cargada de un odio y una rabia que
no les permitió pensar en el daño que podían causar.

“La gente cuestionó mucho su fe, pero yo no, ya que gracias a Él estoy vivo, porque en el
momento en que estalló la pipeta una persona que se puso de pie para ir al baño recibió
toda la onda explosiva que lo despedazó. Su cuerpo me protegió: Ese recuerdo me duele,
pero así fue. De todos modos, pese a las circunstancias, creo que la mayoría de la gente
conservó la fe en Dios y sentían que Él estaba con ellos”.
Hoy, con 43 años de edad, Antún no sabe si actuaría de la misma manera. Seguro dudaría.
Ahora piensa en otro tipo de cosas, pero sí tiene claro que ayudaría a mucha más gente,
especialmente, cuando recuerda que por culpa de la intensidad del combate no pudieron
sacar más heridos.

“Yo tenía mucha rabia, porque cuando atravesamos el río y llegamos con todo esa
cantidad de heridos a Vigía, el comandante de la guerrilla cuando me vio sangrando me
preguntó: ‘¿Padre que le pasó?’ Y yo lo insulté, le dije muchas cosas, pero a la vez me
acordé de una frase de Gandhi que decía: ‘tú no puedes rebajarte al nivel de tu opresor’, y
también de aquel pasaje que decía Cristo: ‘perdónalos porque no saben lo que hacen’;
después hablé más calmado con ese comandante. Creo que desde ahí comenzó mi
proceso de perdón. Además, uno debe controlar el odio en esos momentos porque eso se
vuelve también un espiral de violencia

El perdón

El perdón de diciembre del 2015, por parte de las Farc, fue el resultado del viaje a Cuba de
11 víctimas de Bojayá, toda vez que ese grupo guerrillero expresó su intención de pedir
perdón.

“Inicialmente, la reunión estaba prevista para unas cuantas horas y duró dos días porque
fue desgarradora. Una señora que perdió 22 familiares le habló a las Farc. Varios
miembros de la cúpula de ese grupo lloraron escuchando a las víctimas. Eso nunca se vio
porque la reunión fue privada.

“Yo arranqué mi intervención diciéndoles que tenía todas las razones para odiar, debido a
que ellos habían matado a mi mamá y habían atacado a mi parroquia repleta de mi gente,
pero que yo partía de un principio cristiano según el cual quien guarda rencor y odia está
enfermo. Yo quería vivir sano, sin agregarle más preocupaciones a mi vida. Entonces en
diciembre del 2015, luego de consultar con la comunidad, se hizo el acto de perdón. Yo,
contrario a lo que puedan pensar los detractores de esa guerrilla, vi en las Farc sinceridad
y dolor en su acto de perdón y en su expresión al lamentar lo sucedido, así lo sentí”.

“Para nosotros es claro que la mayor responsabilidad la tienen las Farc, ya que ellos
fueron quienes lanzaron la pipeta, pero también hay una gran responsabilidad de parte
del Estado, porque debieron proteger la vida, honra y bienes de sus ciudadanos, y está
claro que no lo hizo; especialmente, al saber que para llegar a la zona, los paramilitares
atravesaron varios retenes de la Armada y no los vieron”.

No obstante, Antún tiene un sentimiento que se balancea entre el dolor y la decepción:


tiene entendido que el Ejército ha previsto pedir perdón, pero porque lo obliga una
sentencia judicial y no porque surja del corazón.
“En la guerra no hay ni vencedores ni vencidos, todos perdemos. La guerra es una
canallada que se inventaron unos cuantos y que golpea a los más débiles como lo es la
gente del campo. Yo soy feliz después de la masacre de Bojayá, porque aprendí que pocas
cosas me angustian y me molestan. Es que frente a un problema uno tiene dos
posibilidades: o se coge un lazo y se ahorca, o se comienza a caminar, y yo decidí seguir
caminando a pesar de los problemas y las dificultades”.

LA COMUNIDAD CONTABA CON 12 HORAS DE LUZ, LLEGABA A LAS 6 AM HASTA LAS 6AM.
GRACIAS A LEYNR LA COMUNIDAD PUDO CONTAR CON 24 HORAS DE LUZ

La sentencia

“Ha sido una guerra de 17 años sin cobrar nada”, comenta Leónidas Palacios, quien ya cumplió
los 75. Pero sabe que todavía le queda librar otras batallas judiciales antes de cantar victoria. En su
modesta y vetusta oficina del centro de Quibdó, da las últimas puntadas al recurso que presentará
ante el Consejo de Estado.

No está de acuerdo con el fallo, comenzando porque de las 8.999 víctimas que reconoció la
sentencia en primera instancia, del 2015, los magistrados solo le aceptaron 5.771. Pero ahí no
acaba su disgusto.

El Tribunal emitió un listado con los nombres de 1.125 beneficiarios de desplazamiento y otros 25
por fallecimiento. Pero no especifican las identidades del resto, lo que agrega mayor confusión.

Uno de sus hermanos le ayuda a chequear el listado con las víctimas que acuden a la oficina para
conocer su situación. “Mi abuela estaba segura que estaría en la lista, pero ahora no aparece” ,
afirma Carmen Yolanda. Otro lugareño también observa con sorpresa que “solo hay dos de mi
familia y éramos como treinta. Estábamos contentos pensando que por fin nos pagarían después
de tantos años”.

El que respira tranquilo es Orlando Chamín, líder embera. Ve escrito su nombre y el de su


compañera. “Solo nos metimos en la demanda unos 80 indígenas, aunque somos más de seis mil
en Bojayá, porque las comunidades están muy dispersas, la información llegó tarde y muchos no
hablan español ni entienden esos trámites”, afirma.

Calcula que a él, que perdió sus bienes y debió desplazarse, le corresponden unos 80 millones.
Cuando le entrevisto, está convencido de que los recibirá en un par de meses. Planea poner en
marcha unos proyectos productivos con su comunidad y necesita el dinero para arrancar. Pero a
medida que va conociendo detalles de la sentencia, le invade el desaliento.

“El fallo todavía no es firme. Leónidas presentará la apelación y pongamos que son otros cinco
años para resolverla y un tiempo parecido para el turno de pago”, pronostica un letrado
chocoano de larga trayectoria que pide anonimato. Su consejo, y el de otros consultados, es pagar
coimas para acelerar el proceso.
“Si no, dilatarán al infinito el fallo. O le hacen un filtro exigente para rechazarle víctimas y rebajarle
su 30 %. Es mejor ceder que esperar. Y está obligando a un poco de víctimas a que corran la misma
suerte que él”, augura. “En diez años tendrá 85. Será multimillonario, pero le van a poner la plata
encima del cajón”.

Hay empresas que compran la indemnización, como ya han hecho con algunos clientes de James
Mosquera. “Pero solo cuando está en firme la sentencia”, cuenta uno que trabajó para una de
ellas. “El Estado otorga a cada beneficiario un turno de pago y pueden demorar años en cancelar.
Esas empresas te dan lo que te corresponda y cobran el 6 % por el pago anticipado, un porcentaje
moderado, porque la verdadera ganancia son los intereses de mora”.

Y hay tanta desesperación en Bojayá que sueñan con que aparezca alguien con un fajo de
billetes. “Si ahora ofrece que paga ya mismo la mitad, rápido lo agarras. Si estuvieras bien
económicamente, esperas. Pero ya esperamos mucho. Yo tenía 14 años cuando la masacre y ahora
tengo 31”.

Merlyn Mena, dueña de uno de los dos únicos y diminutos restaurantes en Bellavista, opina lo
mismo. “A mí me da igual lo que me den, no quiero esperar más, tengo 57 años”. Incansable
trabajadora, necesitaría los 50 o 70 millones que dicen le puedan corresponder en la demanda
colectiva para ampliar su negocio. “Pero si alguien me da veinte millones ahora, lo acepto y que se
quede con lo demás”, asegura.

“Hay mucho embolate, mucha confusión, la gente ni sabe”, expone John Fredy en su
peluquería. “Aquí la gente no gana ni un salario mínimo, no hay trabajo, y lo que sea que te den
es un mundo de plata”.

Jacob Rengifo, guía turístico de Bojayá, que construye poco a poco una residencia, cree que su
pueblo “está de capa caída, va de mal en peor”. Y lo que requieren, “en lugar de asistencialismo,
es recibir planes de vida, asesoría emocional, asistencia técnica. Si a la gente la empujan, cambia”.

Y por si fuera poco…

Este 31 de Diciembre los pobladores del corregimiento de Pogue en Bojaya denunciaron que hacía
las 11 d la mañana alrededor de 20 hombres armados llegaron a ese lugar a amedrentar y los
confinaron incluso de acuerdo con la defensoría del pueblo ellos han restringido las
comunicaciones que aun hoy es difícil saber cuál es la situación de allá, a pesar que el ejército ya
denuncia que se enviaran 150 hombres para reforzar la seguridad, de acuerdo con el reporte de la
defensoría todavía ninguna institución ha podido llegar allá ni comunicarse nuevamente con estos
pobladores.

Esta nueva advertencia y este riesgo y este confinamiento ya habían sido advertidos tanto por la
defensoría como por la comisión integral de justicia y paz por la misma comunidad y por diversas
organizaciones sociales. De hecho, el 24 de diciembre pasado una carta fue enviado al alto
gobierno en el que advertencia de posible riesgo, de confinamiento, reclutamiento forzado de
menores, de minas antipersonales y generando varios riesgo ante la población civil de Bojayá y de
choco por parte de enfrentamientos de grupos armados específicamente entre el ELN y el plan del
Golfo, incluso en el mes de noviembre durante el sepelio colectivo de las víctimas de la masacre de
Bojayá del 2 de mayo de 2002, las propias víctimas desde el comité de derechos humanos de las
víctimas de Bojayá advirtieron los riesgos que se estaban presentando para la población civil y le
pidieron al estado hacer presencia y que no los dejaran solo puesto que estaban en constante
riesgo con las amenazas de grupos armados.

La razón por la que Bojayá y el choco se encuentra en constante riesgo frente a las amenazas de
grupos armados ilegales es porque esta región se considera un importante paso del tráfico de
estupefacientes hacia centro américa, estado unidos y otros lugares del mundo, es por eso que
grupos armados se disputan el control territorial de esta zona, no solo para controlar las renta
licitaciones, tráfico de estupefacientes sino también para controlar la minería ilegal, el tráfico de
madera y las extorsiones.

En la actualidad la disputa es entre el ELN y las denominadas auto defensas gaitanistas de


Colombia que hacen parte del plan del Golfo, estos dos grupos comenzaron a habitar la zona tras
la salida de las Farc que era la que dominaba este territorio pero con el acuerdo de Paz este grupo
salió y en la actualidad están no solo disputándose entre ellos el control territorial poniendo en
riesgo la población civil sino minando el territorio para evitar que los pobladores crucen o
transiten por ciertas zonas y además hayan luces de reclutamiento forzados de menores para
engrosar sus fines

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