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¡Qué distinto sería nuestro existir si la muerte fuera tan frágil como la vida! Si
pudiéramos en un instante, con la rapidez del vuelo de una estrella fugaz, romper los
maleficios de lo eterno. Pero no es así, la vida es frágil; la muerte, es bien dura. Lo peor
La muerte parece a veces estar venciendo sobre la vida, entre otras cosas, porque
hemos perdido el hábito de darle a la separación del cuerpo y el alma el fuerte mensaje de
rechazo que se merece. Recuerdo que cuando yo era apenas un jovencito en Guayama, la
gente tenía el uso de hacer de cada velorio una ocasión para espantar la muerte. Ningún
muerto era sólo un muerto, sino un pedazo de vida que se le arrancaba a la comunidad
la vida.
Nadie creía más en reprocharle los caprichos a la muerte que mi tía Ramona.
Heredera de una rica tradición de valorar la vida, se atacaba en todos los entierros. El
muerto no tenía que ser de la familia. Bastaba con que la muerte se empeñara en cegar
una vida, para que a mi tía Ramona le diera un ataque de nervios. Todo comenzaba con
un suspiro alargado. Entonces, sin que mediara otra cosa que la triste pena de un
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fallecimiento, le recriminada a la vida ―en un desgarrador grito de ¡Ay, Dios mío!― el que
no hubiera defendido a la persona que ahora yacía muerta. Acto seguido comenzaba el
trance. Mamá Geña, mi abuela, siempre nos prevenía: Nadie le hable a Ramona de la
muerte, a menos que ustedes tengan una botella de alcoholado y un cepillo en la mano.
Así sucedía siempre. Tan pronto tía Ramona escuchaba sobre el muerto, empezaba el
desahogo de nervios que sólo lograba curarse con un embadurne de malagueta en las
sienes y con cepillarle a ella el cuerpo entero. Si el muerto era cercano, un familiar o
Se necesitaban entonces tres o cuatro personas para controlar los agites y convulsiones
del cuerpo.
Desde los tiempos del Gran Sempié, los velorios de Guayama eran actividades
celebraba la vida. Por eso se hacían siempre en la sala del hogar, con las luces bien
cocina.
Pero entonces llegó el 22 de noviembre de 1963. Lo que entonces parecía otro día
común en Estados Unidos y en Puerto Rico, se alteró exactamente a las 1:40 PM, cuando
World Turns, para anunciar la siguiente noticia: “En Dallas, Texas, se hicieron tres
disparos a la caravana del presidente Kennedy. Los primeros reportes indican que el
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presidente ha sido seriamente herido”. En muchos lugares, como en Guayama, la gente se
enteró por la radio. Mas lo que siguió por los próximos tres días transformaría para
combinaron para dar atención continua, y en vivo, a los reportajes noticiosos vinculados
al homicidio. Nunca antes se había hecho una cosa así, entre otras cosas, por razones
tecnológicas. Las señales visuales se transmitían a larga distancia en esa época a través de
cables pesados y por antenas repetidoras de onda corta. La mayor parte de los reportajes
editaban para la televisión. Las cámaras estándares de televisión tomaban dos horas en
calentarse y requerían de varios técnicos para operarlas. Tan sólo para cubrir la caravana
través del sistema de repetición por satélite, acabado de inaugurar. Todo el asunto costó
ingresos de 22 millones para ABC, CBS y NBC. A nivel cultural, este esfuerzo se tradujo
en una pieza maestra de coreografía televisiva, que proyectó al mundo una visión
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estandarizada y pulcra (es decir, falsa) de la sociedad estadounidense. Además, significó
En 1963 en Guayama las cosas eran más simples. La televisión llegaba gracias a
una antena que había frente a la casa de veraneo de los Cautiño en la carretera de Cayey a
imagen inusual de un aborigen de América del Norte con rostro severo y rasgos de
Sea como sea, Guayama se unió al evento cultural del entierro de John F.
costumbres de los que llamábamos “los americanos”. No sólo las veíamos en el cine y en
los programas de televisión de la época, sino que en el pueblo siempre hubo una “colonia
Tutti Frutti, que había llegado a Guayama para escapar, decían las malas lenguas, a la
maldición de ser heredero de una gran fortuna en Estados Unidos. De la cultura colonial,
tanto española como estadounidense, había adquirido mucha gente rica en mi pueblo la
consumo exagerado y la riqueza material y visible. Todas las mañana se veía a Tutti
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y harapiento. Tenía el pelo largo como Cristo y ojos que, aunque medio apagados, se
mostraban aún azules. Su familia supuestamente lo había echado al olvido, pues éste sólo
se interesaba en coser y tejer a mano. Sus obras eran de una belleza sutil. Nunca se le
escuchó decir una palabra, lo que concordaba con nuestra visión estereotipada de que los
gringos de todos modos no hablaban mucho. Mas lo que nunca habíamos visto nosotros
los guayameses, y ahora estaba ahí ante nuestros ojos en la televisión con el entierro de
abrigado, dando el saludo militar a la carroza humilde que llevaba el cuerpo de su padre.
Segundo, la viuda, Jacqueline Kennedy, con su rostro entristecido, pero conteniendo con
aplomo las expresiones descontroladas de dolor y amargura. Ambas cosas, recuerdo bien,
tuvieron un gran impacto emocional sobre todos los adultos que me rodeaban. No sólo
los hogares, sino incluso las calles de Guayama en 1963 se hundieron en un silencio de
luto, que apenas se rompía salvo para comentar sobre la dignidad y el temple de la
familia del presidente. El mutismo debe haber durado horas, quizás hasta días. No se
Guayama, Panchito Meléndez, dedicó su programa La Hora Radial de las Seis a los
detalles del entierro de Kennedy y a la imagen de la viuda del presidente. Mi padre, que
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Estados Unidos, se encargó de quebrar el espíritu de pena prevaleciente en mi casa en un
sin condimentos, como alegadamente hacían los “americanos”, pronunció las siguientes
palabras que aún retumban en mi mente: A Jacqueline Kennedy hay que admirarla. Si
hubiera sido una mujer puertorriqueña, se habría caído al suelo en medio de un ataque,
igual que Ramona. Mi madre permaneció en silencio; sólo su rostro reflejó una cierta
expresión de rechazo.
particularmente entre la clase media. Al igual que hizo Jacqueline, ahora había que ser
reservado con los sentimientos. Los residentes de las recién inauguradas urbanizaciones
fallecido, optando en su lugar por la capilla ardiente de las nuevas funerarias. Los ataques
una cosa considerada de chusma. La muerte se trataría en adelante fríamente, como una
cuestión o faena más de la vida. Además, los muertos serían ahora cosa privada. Tú con
asopao para llenarse la barriga. A los velorios con invitación, siguió la idea de eliminar
¡Qué mucha dificultad, pienso yo, tendría mi tía Ramona para vivir en el Puerto
Rico moderno, donde las imágenes de muertos en la televisión son la orden del día!
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Andaría, de seguro, atacada todo el tiempo. En la irrealidad de este pensamiento, sin
ataques de nervios? ¿Qué nos ocurre que no nos convulsionamos en lo más íntimo al ver
tantos muertos? ¿Por qué dejamos que los medios de prensa nos los vendan comos
ajenos, así con sangre y todo, desgarrados en el pavimento? ¿Cómo es posible que haya
corazones que no sientan el dolor de los niños y niñas de Irak y de Gaza? Son preguntas
sobre las cuales bien vale reflexionar mucho en este principio de año, cuando demasiados
boricuas, incluso niños y niñas, están optando por el suicido como respuesta a la profunda
crisis que se vive bajo el coloniaje. Yo, por lo menos, estoy cansado de que no nos dé un
ataque de rabia y de nervios cada vez que vemos marcharse una vida, de que no
espantemos con más fuerza a la muerte; como hacían los griegos en su mitología, que
grandes ríos e impetuosas corrientes. O, para decirlo en las palabras de El Gran Sempié
de Guayama: Zape, zape, zape, / espíritu malo; / vuélvete a la sombra / de donde has
llegado.