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LA FRAGILIDAD DE LA VIDA

Por Rafael Rodríguez Cruz

A Lolo, que tanto yo quería…

¡Qué distinto sería nuestro existir si la muerte fuera tan frágil como la vida! Si

pudiéramos en un instante, con la rapidez del vuelo de una estrella fugaz, romper los

maleficios de lo eterno. Pero no es así, la vida es frágil; la muerte, es bien dura. Lo peor

quizás es que no pensamos en la fragilidad de la vida a menos que perdamos a un ser

querido, a un gran amigo o a un animal que de cerca nos toca en la querencia.

La muerte parece a veces estar venciendo sobre la vida, entre otras cosas, porque

hemos perdido el hábito de darle a la separación del cuerpo y el alma el fuerte mensaje de

rechazo que se merece. Recuerdo que cuando yo era apenas un jovencito en Guayama, la

gente tenía el uso de hacer de cada velorio una ocasión para espantar la muerte. Ningún

muerto era sólo un muerto, sino un pedazo de vida que se le arrancaba a la comunidad

entera. Ahora se ha individualizado la muerte o, lo que es lo mismo, se ha particularizado

la vida.

Nadie creía más en reprocharle los caprichos a la muerte que mi tía Ramona.

Heredera de una rica tradición de valorar la vida, se atacaba en todos los entierros. El

muerto no tenía que ser de la familia. Bastaba con que la muerte se empeñara en cegar

una vida, para que a mi tía Ramona le diera un ataque de nervios. Todo comenzaba con

un suspiro alargado. Entonces, sin que mediara otra cosa que la triste pena de un

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fallecimiento, le recriminada a la vida ―en un desgarrador grito de ¡Ay, Dios mío!― el que

no hubiera defendido a la persona que ahora yacía muerta. Acto seguido comenzaba el

trance. Mamá Geña, mi abuela, siempre nos prevenía: Nadie le hable a Ramona de la

muerte, a menos que ustedes tengan una botella de alcoholado y un cepillo en la mano.

Así sucedía siempre. Tan pronto tía Ramona escuchaba sobre el muerto, empezaba el

desahogo de nervios que sólo lograba curarse con un embadurne de malagueta en las

sienes y con cepillarle a ella el cuerpo entero. Si el muerto era cercano, un familiar o

vecino, mi tía Ramona se iba imaginariamente lejos en habladurías de lenguas extrañas.

Se necesitaban entonces tres o cuatro personas para controlar los agites y convulsiones

del cuerpo.

Desde los tiempos del Gran Sempié, los velorios de Guayama eran actividades

sociales, intensamente emocionales, en las cuales se expresaba el rechazo a la muerte y se

celebraba la vida. Por eso se hacían siempre en la sala del hogar, con las luces bien

encendidas y se invitaba a todo el mundo, hasta a quienes no conocieran al difunto o

difunta. El velorio típico duraba tres días, y no se cerraba al público ni la casa ni la

cocina.

Pero entonces llegó el 22 de noviembre de 1963. Lo que entonces parecía otro día

común en Estados Unidos y en Puerto Rico, se alteró exactamente a las 1:40 PM, cuando

el periodista Walter Cronkite de CBS interrumpió la transmisión de la telenovela As the

World Turns, para anunciar la siguiente noticia: “En Dallas, Texas, se hicieron tres

disparos a la caravana del presidente Kennedy. Los primeros reportes indican que el

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presidente ha sido seriamente herido”. En muchos lugares, como en Guayama, la gente se

enteró por la radio. Mas lo que siguió por los próximos tres días transformaría para

siempre el lugar de la televisión como medio de difusión de la cultura imperial

estadounidense. Además, a nivel local, cambiaría el modo en que la clase media

puertorriqueña se relacionaría en adelante con sus muertos.

La transmisión televisiva del velatorio y entierro de Kennedy, dicen los expertos,

fue un evento tecnológica y culturalmente gigantesco en la historia de la comunicación,

particularmente en lo que toca al periodismo. Durante cuatro días, del 22 al 25 de

noviembre, las tres grandes cadenas estadounidenses ―ABC, CBS y NBC― se

combinaron para dar atención continua, y en vivo, a los reportajes noticiosos vinculados

al homicidio. Nunca antes se había hecho una cosa así, entre otras cosas, por razones

tecnológicas. Las señales visuales se transmitían a larga distancia en esa época a través de

cables pesados y por antenas repetidoras de onda corta. La mayor parte de los reportajes

noticiosos se grababan primero con cámaras de 16 milímetros, y luego se procesaban y

editaban para la televisión. Las cámaras estándares de televisión tomaban dos horas en

calentarse y requerían de varios técnicos para operarlas. Tan sólo para cubrir la caravana

del entierro de Kennedy, por ejemplo, se necesitaron 50 ingenieros y 60 cámaras

estacionarias. Las escenas se hicieron llegar en vivo al mundo (a 23 países en total) a

través del sistema de repetición por satélite, acabado de inaugurar. Todo el asunto costó

40 millones de dólares. No hubo ni un solo anuncio, lo que representó una merma de

ingresos de 22 millones para ABC, CBS y NBC. A nivel cultural, este esfuerzo se tradujo

en una pieza maestra de coreografía televisiva, que proyectó al mundo una visión

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estandarizada y pulcra (es decir, falsa) de la sociedad estadounidense. Además, significó

la preeminencia de la televisión como medio supuestamente confiable para las noticias.

Lo que transmitiera en adelante por la televisión se tomaría como dogma.

En 1963 en Guayama las cosas eran más simples. La televisión llegaba gracias a

una antena que había frente a la casa de veraneo de los Cautiño en la carretera de Cayey a

Guayama. De lo que yo más me acuerdo es de que la señal a veces fallaba y, como en

muchos otros lugares, la televisión no funcionaba todo el tiempo. Aparecía entonces la

imagen inusual de un aborigen de América del Norte con rostro severo y rasgos de

Europa, acompañada de un pitido largo y ensordecedor.

Sea como sea, Guayama se unió al evento cultural del entierro de John F.

Kennedy. Los guayameses, naturalmente, no éramos completamente ajenos a las

costumbres de los que llamábamos “los americanos”. No sólo las veíamos en el cine y en

los programas de televisión de la época, sino que en el pueblo siempre hubo una “colonia

de gringos” vinculados a la administración de las centrales azucareras y de las fábricas de

Operación Manos a la Obra. Incluso había un estadounidense, conocido por el mote de

Tutti Frutti, que había llegado a Guayama para escapar, decían las malas lenguas, a la

maldición de ser heredero de una gran fortuna en Estados Unidos. De la cultura colonial,

tanto española como estadounidense, había adquirido mucha gente rica en mi pueblo la

hiriente manía de burlarse de toda conducta humana que no estuviera sustentada en el

consumo exagerado y la riqueza material y visible. Todas las mañana se veía a Tutti

Frutti caminar descalzo de Guamaní a Guayama sin asearse, completamente despeinado

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y harapiento. Tenía el pelo largo como Cristo y ojos que, aunque medio apagados, se

mostraban aún azules. Su familia supuestamente lo había echado al olvido, pues éste sólo

se interesaba en coser y tejer a mano. Sus obras eran de una belleza sutil. Nunca se le

escuchó decir una palabra, lo que concordaba con nuestra visión estereotipada de que los

gringos de todos modos no hablaban mucho. Mas lo que nunca habíamos visto nosotros

los guayameses, y ahora estaba ahí ante nuestros ojos en la televisión con el entierro de

Kennedy, era un verdadero sepelio de gringos, muchos menos de un presidente.

Dos escenas brotan a la mente al rememorar la transmisión en televisión y radio

del entierro de Kennedy. Primero, la imagen de John F. Kennedy Jr., pequeñito y

abrigado, dando el saludo militar a la carroza humilde que llevaba el cuerpo de su padre.

Segundo, la viuda, Jacqueline Kennedy, con su rostro entristecido, pero conteniendo con

aplomo las expresiones descontroladas de dolor y amargura. Ambas cosas, recuerdo bien,

tuvieron un gran impacto emocional sobre todos los adultos que me rodeaban. No sólo

los hogares, sino incluso las calles de Guayama en 1963 se hundieron en un silencio de

luto, que apenas se rompía salvo para comentar sobre la dignidad y el temple de la

familia del presidente. El mutismo debe haber durado horas, quizás hasta días. No se

pensaba en otra cosa.

El 25 de noviembre de 1963 el comentarista político de la estación WXRF de

Guayama, Panchito Meléndez, dedicó su programa La Hora Radial de las Seis a los

detalles del entierro de Kennedy y a la imagen de la viuda del presidente. Mi padre, que

en 1963 llevaba ya en sus espaldas la participación en dos guerras con el ejército de

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Estados Unidos, se encargó de quebrar el espíritu de pena prevaleciente en mi casa en un

estilo muy peculiar y anexionista. Sentado en la mesa, mientras comíamos habichuelas

sin condimentos, como alegadamente hacían los “americanos”, pronunció las siguientes

palabras que aún retumban en mi mente: A Jacqueline Kennedy hay que admirarla. Si

hubiera sido una mujer puertorriqueña, se habría caído al suelo en medio de un ataque,

igual que Ramona. Mi madre permaneció en silencio; sólo su rostro reflejó una cierta

expresión de rechazo.

Habría que estudiar el asunto más a fondo, pero el entierro de Kennedy

probablemente cambió de manera radical la cultura de los velorios en Guayama,

particularmente entre la clase media. Al igual que hizo Jacqueline, ahora había que ser

reservado con los sentimientos. Los residentes de las recién inauguradas urbanizaciones

de Guayama descartaron enseguida los velorios de tres noches en la residencia del

fallecido, optando en su lugar por la capilla ardiente de las nuevas funerarias. Los ataques

de nervios, que tantos machucones dieron a las mujeres de mi familia, se convirtieron en

una cosa considerada de chusma. La muerte se trataría en adelante fríamente, como una

cuestión o faena más de la vida. Además, los muertos serían ahora cosa privada. Tú con

el tuyo y yo con el mío. Nada de eso de venir al velorio a medianoche buscando un

asopao para llenarse la barriga. A los velorios con invitación, siguió la idea de eliminar

los entierros a pie y bajo el sol ardiente de Guayama.

¡Qué mucha dificultad, pienso yo, tendría mi tía Ramona para vivir en el Puerto

Rico moderno, donde las imágenes de muertos en la televisión son la orden del día!

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Andaría, de seguro, atacada todo el tiempo. En la irrealidad de este pensamiento, sin

embargo, se esconden interrogantes profundas: ¿Adónde se fueron culturalmente nuestros

ataques de nervios? ¿Qué nos ocurre que no nos convulsionamos en lo más íntimo al ver

tantos muertos? ¿Por qué dejamos que los medios de prensa nos los vendan comos

ajenos, así con sangre y todo, desgarrados en el pavimento? ¿Cómo es posible que haya

corazones que no sientan el dolor de los niños y niñas de Irak y de Gaza? Son preguntas

sobre las cuales bien vale reflexionar mucho en este principio de año, cuando demasiados

boricuas, incluso niños y niñas, están optando por el suicido como respuesta a la profunda

crisis que se vive bajo el coloniaje. Yo, por lo menos, estoy cansado de que no nos dé un

ataque de rabia y de nervios cada vez que vemos marcharse una vida, de que no

espantemos con más fuerza a la muerte; como hacían los griegos en su mitología, que

ubicaban la morada de Hades en un lugar casi inaccesible y separado de la vida por

grandes ríos e impetuosas corrientes. O, para decirlo en las palabras de El Gran Sempié

de Guayama: Zape, zape, zape, / espíritu malo; / vuélvete a la sombra / de donde has

llegado.

* El autor es miembro de las juntas directivas de Claridad y de la Fundación Rosenberg.

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