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JULIÁN HERBERT

CORAZÓN DE BOINA VERDE


(prosas mercenarias 1999-2007)

1
para Jesús de León y Antonio Malacara,

que me enseñaron la prosa

2
That ain´t working:

that´s the way you do it

Dire Straits, Money for nothing

3
Éste es el plan:

Los siguientes son escritos de ocasión que me fueron comisionados por amigos, colegas,

editores y funcionarios públicos en el transcurso de los últimos ocho años 1. Se trata de una

selección; deseché unas cien páginas y extravié algunas más antes de concebir la

posibilidad de aliar materiales tan disímiles. No hay unidad temática o estilística que

justifique el conjunto. Son artefactos con los que aún me entiendo, que en algunos casos –

puesto que fueron compuestos para un auditorio– permanecieron mucho tiempo inéditos, y

a los que no he sabido dar un concilio mejor.

Difícilmente habría elegido por mi cuenta los asuntos que aquí trato. Los abordé

cuando alguien más me lo pidió. Por eso digo que son prosas mercenarias

(franciscanamente mercenarias: nada más cuatro o cinco traían un cheque dentro), de donde

se desprende el título que he dado a su reunión. El orden que les impuse se asemeja a lo

casual. Apenas si procuré que los artículos más breves aparecieran al principio. Seleccioné

cada texto sopesando la permanencia pública de la cosa que trata y curando que mi opinión

respecto a ella no hubiera variado mucho desde que el pliego original se redactó. Pero a

veces renuncié a estos dos criterios en aras de una presa más taimada: la tesitura de la

prosa.

En un capítulo final, y a contrapelo del subtítulo que anuncia la portada (como ya se


1
Cfr.Queneau, Raymond, Orillas. Matemáticos, precursores, enciclopedistas, Cuadernos de la Gaceta, FCE,
México, 1989, p. 7: “Nadie creería en la actualidad a un escritor su pretensión de que no ha publicado sino por
insistencia de sus amigos”.

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verá, tiro por viaje –rust never sleeps– busco ponerme en entredicho), he incorporado

cuatro traducciones en verso. Ninguna fue hecha por “encargo”, pero se trata de –digamos–

“entrenamientos en un campo de tiro”.

Desde joven mantengo la siguiente divisa –música de la banda El Recodo como

fondo–: “A qué le tiras conmigo, si soy más fácil que la tabla del uno”. Antes se lo decía a

las mujeres. Últimamente me lo reprocho a mí entre dientes cada que me comprometo a

escribir sobre pedido. Perpetré los pasajes que prosiguen por una causa triste: no sé decir

que no. Pero también por una alegre: por escribir –único herraje que reconozco. Confío en

que estas páginas serán, si bien no útiles, al menos leves al hipotético lector.

JH

Valle de Zapalinamé, invierno de 2006/2007

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Autorretrato en sepia*

Nací en Acapulco el 20 de enero de 1971. Mi padre desciende de un ingeniero civil alemán

que iba de paso y de campesinos costeños dedicados al cultivo de la copra. Mi madre es una

chichimeca potosina y regiomontana hija de ferrocarrileros que emigró a la playa con la

intención de hacerse jipi. A los cuatro años conocí a mi primer muerto: un ahogado. A los

cinco a mi primer guerrillero: Kito, el hermano menor de mi madrina Jesu, que cumplía

sentencia por el asalto a un banco. Al principio la familia vivía cómodamente; papá llegó a

ejecutivo hotelero siendo joven. Pero resultó un mujeriego y mamá lo abandonó. Desde

entonces me he visto con él siete u ocho veces. Casi todas siendo yo adulto. Casi siempre

ebrios los dos.

Llegué a Monterrey a los seis años. Mi amor por el modo de vida de esta región fue

inmediato, incondicional, absoluto: ontológicamente, soy un bato norteño. La familia (dos

hermanos, mi madre y yo) se mantuvo en la ciudad por poco tiempo. Era difícil conseguir

empleo. Emigramos a Frontera, Coahuila, un pueblo semirural a donde vino a golpearnos la

recesión del 82. Sufrimos un desahucio y tuvimos que mudarnos a una choza afincada en

terrenos ejidales en conflicto. Sembrábamos maíz sobre tierras tan áridas que apenas

producían diez mazorcas al año.

Por esa época comencé mi “formación literaria” leyendo poesía militante en casa de

Juan Santos La Vela, un mocoso compañero de la escuela cuya única gracia era ser hijo de

un sindicalista medianamente culto. Al poco tiempo descubrí mi primer gran amor: la


*
Comisionado por Lolita Bosch, escritora catalana, para la antología Hecho en México (Random House
Mondadori), de próxima aparición en España. Enero de 2007.

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Biblioteca Harold R. Pape, en el centro de Monclova. Ahí fui al menos dos veces por

semana durante mi adolescencia, caminando unos 4 kilómetros en cada visita porque jamás

tenía para el camión. Aprendí, de manera casi autodidacta, a leer en inglés. Descubrí a Eliot

y a Allen Ginsberg, una mezcla muy curiosa que me ha acompañado siempre, y también a

Cortázar, Goytisolo (Juan), Paco Ignacio Taibo II.

Entendí en esos años lo que era la amistad, el sentimiento que más valoro, gracias a

mi compadre Adrián Contreras Briseño.

Todos en la casa debimos buscar trabajo: Jorge emigró al extranjero (vive en Japón

desde hace años), Saíd y yo empezamos cantando en camiones de pasajeros a cambio de

monedas y continuamos luego como ayudantes de albañilería. Saíd montó además una

banda infantil de ladrones de productos de belleza: operaban en farmacias y supermercados;

vendían la mercancía robada (a mitad de precio) a la legión de peluqueras que nunca falta

en los barrios pobres. Algunas veces intenté disuadir a mi hermano de estas prácticas, pero

me sobornaba con cartones de cigarros y revistas porno que Adrián y yo consumíamos con

estoicismo rocambolesco. Por ese entonces cumplí los 15 años.

Temerosa de que sus hijos acabaran en delincuentes (lo que sin duda habría

ocurrido), mamá se empleó como costurera en Saltillo, donde la familia vive desde 1988. A

los 17 conseguí mi primer trabajo estable: corrector de estilo en una revista (en ese tiempo

leía mucho sobre ortografía y gramática, un vicio que por fortuna conseguí dejar luego).

También ingresé a la universidad. Previsiblemente, estudié literatura.

Tuve la fortuna de graduarme de una escuela anticuada cuyo programa de estudios

aún no era víctima de la modernización: en vez de aprender post-estructuralismo, ciencia

cognitiva o teoría de la recepción, hice cuatro cursos de latín, traduje fragmentos de Ovidio

y escribí sobre el oxímoron en la prosa de Cervantes. Esto, mientras memorizaba en la

7
guitarra canciones de The Cure y de Nirvana. Si es que tengo un estilo de escritura, estoy

seguro de que se derivó de semejante combinación, a mi juicio sublime.

A los 18 me volví maestro de bachillerato (lloraba: mis alumnos eran más altos que

yo). A los 20 me instalé con una novia que me llevaba cinco años. A los 21 fui papá por

primera vez (mi hijo mayor se llama Jorge Omar y nació en 1992, para conmemorar el V

centenario). También entonces publiqué mi primer libro: Claves de Alejandría, cuyos

ejemplares intento destruir últimamente. En 1993 me separé de aquella novia. En 1994 me

casé con otra chica y tuve con ella un segundo hijo: Arturo. Lástima que a los pocos meses

nos divorciamos. A los 23 años era, pues, padre de dos hijos, profesor divorciado y

flamante editor y promotor literario al servicio del gobierno coahuilense, empleo que he

conservado hasta ahora –no sin altibajos.

Desde entonces life is peachy: soy un hombre de pueblo, un burócrata más o menos

discreto. Salvo en dos o tres ámbitos:

Escribo compulsivamente. Publiqué en 1998 el poemario El nombre de esta casa,

luego La resistencia (2003), la novela Un mundo infiel (Joaquín Mortiz, 2004), Kubla

Khan (poemas, Era, 2005) y Cocaína (manual de usuario) (cuentos; Almuzara, España,

2006), y aún así tengo en mi compu otros dos libros inéditos. Gané el Premio Nacional de

Literatura Gilberto Owen, la Presea Manuel Acuña y el Premio Nacional de Cuento Juan

José Arreola, y hace poquito recibí la beca del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

Escribo locamente, a la menor provocación (me temo que este texto es un ejemplo de lo

que digo), y publico casi en cualquier parte: revistas académicas o de modas, Letras libres

o fanzines contraculturales. Escribo artículos sobre pedido acerca de cualquier tema: futbol,

política cultural, jazz latino, hábitos culinarios, poesía mexicana del siglo XIX… La mayor

parte de las veces ni siquiera me pagan.

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En 1998-99 y en 2004-05 tuve sendos agarrones con la droga. Siempre he

experimentado con sustancias no procesadas (hongos, peyote; cosas así), pero en esas dos

temporadas, específicamente, mi relación con la cocaína desbordó mis expectativas y

culminó en adicción. No tuve que internarme, pero sí me recluí unos meses en mi casa,

hablando solo y dando de puñetazos a los muros.

Mi gran amor clandestino es la música. Pasé la juventud pensando que era un

rocanrolero frustrado, hasta que decidí revertir esa situación y, a los 30 años (una edad a la

que la mayoría de los aficionados se retira) monté mi primera banda: Los Tigres de Borges.

El ensamble se desintegró al poco tiempo, pero de sus cenizas surgió otro proyecto:

Madrastras, grupo de funk del que soy vocalista y con el que hice en 2006 un primer disco:

El diablo es un jardín. No somos ni con mucho una banda famosa, pero tenemos unos

cuantos escuchas fieles en tres o cuatro ciudades de México.

***

Voy a cumplir 36 el sábado próximo. Vivo con Mónica Álvarez Herrasti (dibujante y

animadora de cuyo club de fans soy presidente) y con Maruca (una perra irish wolfhound

de dos años y medio) en una tercera planta frente a la Alameda de mi pueblo; es un

departamento amplio desde cuyo balcón puede verse una postal de la Catedral recortada

contra la Sierra de Zapalinamé. Supongo que, benditamente, me he vuelto lo que en México

se conoce como “un pinche intelectualillo burgués”.

Soy un hombre feliz. Pero, como dice mi compadre José Eugenio Sánchez, “nadie

queda ileso después de escuchar el blues”.

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Ayuno de gambeta*

Igual que todos esos magnates brasileños que nos endilga Nike, yo nací en el esfuerzo:

norteño y provinciano, hijo de madre pobre, albañil a los quince, inculto y zurdo. Jugué

desde mirruña en prados que, a fuer de escasa hierba y mefíticos baches, dibujaron la gloria

de mis descamiseos. Blanquirrojos esféricos que a punta de patadas se fueron destiñendo.

Zafarrancho de tenis en tiendas de descuento: tacos tan chafos que apenas una cáscara y se

te lesionaban definitivamente, vistas azules y amarillas en jirones, cadáveres atados por las

cintas y arrojados sin victoria a un cable de la luz. Porterías hechas de laja y block

echándose el rebane de la nostalgia en las rodillas. Y nombres de batalla cinchados por la

burla: el Chivolín, la Víctima, la Guacha, la Muñeca.

Pero en todo ese desdoro de sudor y manoseos seudoviriles, y mentadas de madre

con gargajo, retratitos, fintas, ropas desgarradas, yo jamás salí ganando. Siempre fui el peor

de la cancha. Corría por la pelota tras el resto. Si me enviaban a la media, daba pases a los

techos. Si adelante, me aplicaban a Vallejo: me pegaban todos (inclusive los míos).

Sensatamente, nunca nadie me dio chance de portero. Sólo de vez en cuando, mandón en la

central recordando las consignas de la Sección 147 –rancios nopasarán del sindicato del

acero–, logré la hazaña de casi fracturar a mis amigos por ganar una caricia de fugaz cuero

ponchado; vendí barato el odio. De nada me sirvió ser presumido, intoxicado, barrigón,

bajito y chueco: igual a Maradona. A mí sólo me dieron, en la repartición de los talentos de

la bola, un banderín de aficionado.

*
Comisionado por Mayra Inzunza para la revista Complot. Marzo de 2006.

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Con ese banderín me fui a la marcha en Monterrey, por todo Pino Suárez, que

recibía laureados a los Tigres de la U de Nuevo León. Era 1982. Cabalísticamente, yo había

cumplido once. Recuerdo no muy clara la epifanía que tuve entre el gentío al ver pasar

campeón a nuestro equipo (Osvaldo y Tomás, Mateo, don Carlos Miloc): era la sensación

de que la niña de mis sueños se podía ir a la mierda con su tal Heriberto, y tener una madre

que compraba juguetes era casi mejor que tener Reyes Magos, y los vidrios de mi escuela –

tan a tiro de piedra– siempre iban a quebrarse más fácilmente que yo. Preví que mis once

años y los once jugadores sumaban una suerte de mensaje cifrado: a partir de esa noche mis

felinos y yo nos volvíamos invencibles.

Pero, para fortuna de la turba sarcástica, el desengaño viene siempre en dosis de

caguama. Acabo de cumplir los 35 y es hora que no he vuelto a ver triunfante a tan

avejentada caterva de haraganes. Yo que fui tormenta por la calle Pino Suárez. Yo que

pagué mi boleto en el Volcán –tan apagado.

Desde entonces me estoy desdibujando en esta foto. De la enjundia llanera pasé a

ocupar las gradas. Luego vino la modorra de una buena cantina: repetición, ángulo inverso

y comentario a ras de cancha (total, para que a uno lo arrastren como res…).

Tengo secreta envidia de los hombres en calzones. La Tecate en una mano, el

control en la otra, la mística basura que sahúma su fervor. Puritanos del domingo a pesar de

Orvañanos atrincherados en un televisor de 28 pulgadas, desgañitándose en mantras de los

que, de vez en cuando, emergen instrucciones cuya luz el imbécil del técnico no ha de oír ni

saber, no habrá de seguir nunca. Apóstoles. Ascetas. Fracasados del tobillo para abajo.

Últimos santos ciertos que le quedan al ritual. Me avergüenzo de no ser uno de ellos. Si

tuviera las agallas, me habría dado ese destino.

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Pero no. Elegí la molicie de ser un aficionado. La defección de ver la tabla de goleo

en un periódico. La humillante coartada del que llora sin estadio. Desmemoriado, como

insulso perredista, del privilegio de haber nacido con un beso del mundo en la mitad

izquierda. Deshecho en el terreno, borracho en la tribuna, huérfano vía satélite: ayuno de

gambeta.

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Premática del resentimiento*

Tomamos prestadas las flechas de nuestros enemigos.

Inscripción en una barca decorada con saetas

He llegado a la conclusión de que los resentidos (esos sicarios de semblante lúcido y

andares frígidos, esos fenomenólogos de la desaprobación, esos expertos en control de

calidad que confunden con moscas todas las pasas del arroz con leche, esos incombustibles

que en las fiestas son fáciles de distinguir porque no bailan) pertenecen a una de las más

ilustres estirpes de nuestra especie: son unos santos.

Para empezar carecen de existencia. Si eres el recipiente de su sagrado ministerio, tu

vida se convierte en la de ellos. Son capaces de fracasar en toda empresa con tal de

aborrecer y censurar tus logros; de convertir un desacuerdo en una fechoría; de invalidar tu

buena suerte paso a paso: exhiben su sitio en el mundo como una prueba irrefutable de tu

injusticia personal.

Suelen llevar una vida recta, incólume, beatificada en el impoluto lecho de la moral

pequeñoburguesa –una vida soberanamente gris y triste. Pero no por pudor o dignidad. Más

bien velando por que nadie les reproche el arrojarse como lobos sobre tus pequeños

pecados y euforias.

*
Comisionado por Alfredo García Valdez y Alejandro Pérez Cervantes para el periódico Vanguardia de
Saltillo. 2001.

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Hay en sus corazones una excéntrica nostalgia. Tomás de Torquemada es su patrono

y su guía, y nada toca con más vivo ardor su ánima que lo que no es asunto suyo. Hacen

colecta de tus deslices y tus banales opiniones con el deleite de un académico que se pasea

entre vetustos anaqueles. Pueden hablar sin transición y con igual esmero de tu reciente

maldad o bien de la ocasión en que, por la época en que cursabas la primaria, se te rasgó el

pantalón a la hora de recreo.

Uno de sus más conmovedores sacrificios es el del humor. Te hacen objeto de sus

chistes, primero con ingenio (no hay que negar que el resentido suele tener ese talento: su

postración no se origina en la falta de aptitudes sino en disciplinada vocación purgativa).

Luego la broma se transforma en una farsa, la farsa en ira y ésta en obsesión: ácidamente,

sordamente, igual que una resaca, como una indigestión. Como si un mecanismo articulara

hueca risa por conducto de una úlcera. Uno siente ternura cuando el humor del resentido

pierde plaza y derrapa en el fango de la mueca. Dan ganas de tomarlo de la mano y pedirle

que, sólo unos días, los roles se inviertan. Que vea que hay vida en este lado de la calle.

Alguna vez, si el resentido que te ha tocado en suerte es muy creativo, su grave

éxtasis cosechará delirium tremens. Cuando escribas un cuento en primera persona cuya

trama proponga una serie de homicidios, el adalid de tu desdoro acudirá a la autoridad,

denunciará el delito, ofrecerá la prueba (una revista literaria, un libro de relatos), fustigará a

los jueces en contra de tu crimen.

Pero, más que a través de exigencias protomísticas y devoción a una experiencia sin

futuro, el espíritu eremita de este odio es quebrantado por el cruel mundo exterior. Sus

tentaciones menos serias son el éxito, el dinero, el afecto: un resentido puede esmerarse y

escapar de estas tres fieras que lo acechan en una selva oscura, o bien tomarlas y

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corromperlas, o decidir (y con razón) que resultan poca cosa comparadas con el filón de su

amargura.

Hay sin embargo una postrera treta que siempre le hace sucumbir: la voz de aquel a

quien presume su enemigo. Cuando recibe del objeto de su rabia una respuesta puntual ante

invectivas, maledicencias o disturbios, el descontento corre el riesgo de entablar un debate,

una liza ideológica, una guerra de insultos. Pierde así su curul de impecable siniestro y se

transforma en uno más de los mortales: alguien que oscuramente difunde su opinión.

Por eso, caro lector, si nobleza hay en ti, no establezcas conflicto con ningún

rencoroso. Estarías obligándolo a abolir su santidad. Estarías confinándolo a una vida sin

sentido.

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Instrucciones para usar un tenedor*

Hay que pensar en él como esqueleto: sostén de la carne, maquinaria sutil y al mismo

tiempo obscena.

No conviene desatar la fantasía teniéndolo en la mano: su parentesco con

herramientas infernales acabaría por convertirnos en el vampiro apócrifo que asalta, cuatro

colmillos de acero inoxidable, el cuello de una hermosa comensal –y esto, ya se sabe, es

totalmente ajeno a la etiqueta.

De acuerdo a las costumbres infantiles, su utilidad es la de catapulta en arduas

guerras de chícharos y pedazos de pan. Este destino es suyo tanto como de la cuchara. Sin

embargo el tenedor lleva ventaja. Primero porque su condición masculina vuelve más

virulentos los ataques. Y segundo porque su diseño resulta desconcertante para el enemigo.

Con todo y ser tan adaptable, tan útil y concreto, hay en él una parte que se

aprovecha poco: los diseños troquelados en el mango. Uno podría pasar la tarde entera

descifrando las cursis florecillas, los roleos, burbujas, grietas, razón social, número de serie

y fecha de fabricación.

Esas diminutas galaxias plateadas son el verdadero tenedor: sirven para estacar la

mente en el vacío mientras llega a su fin la estúpida charla de sobremesa.

*
Comisionado por Nacho Valdez para la carpeta colectiva de gráfica La gula, de la que se imprimieron 60
ejemplares. 2001.

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Edward Gorey, ilustrador*

para Mónica

Poco o nada, en la cultura contemporánea, se aprecia el genio del ilustrador. Si acaso se le

ve como arrimado de los libros infantiles, portadista y viñetista multiusos, derrotado

sucedáneo de pintor. No obstante, el arte de la ilustración posee cualidades narrativas,

descriptivas y poéticas especiales, cualidades que –más allá de vanguardismos escleróticos

y fronteras gremiales– resplandecen en manos de maestros como Frank Miller (autor de

Sin City y 300), Tim Burton (The Melancholy Death of Oyster Boy) Paul Karasik (quien,

junto a David Mazzuchelli, adaptó a novela gráfica la Ciudad de cristal de Paul Auster) o,

en el mejor de los casos, Edward Gorey, antecedente indiscutible del propio Burton y

creador de un universo en el que Edgar Allan Poe, Lewis Carroll y Jack the Ripper parecen

haber fundado una secreta cofradía de la risa y la crueldad.

Nacido en Chicago en 1925 y muerto en una finca campestre de su propiedad en el

2001, Gorey sintetiza dos de los paradigmas de “creador” preferidos por la cultura

anglosajona: el del excéntrico aristócrata y el del transgresor outsider. La elegancia y

arcaísmo de sus personajes (trazos detalladísimos y a la vez indiscernibles, como de niebla

londinense y eduardiana) tiene un contrapunto exacto pero extraño en el misterio, la

brutalidad y el humor negro transformado en horror metafísico que pueblan sus relatos,

encuadres y versos.
*
Comisionado por Rodrigo Flores para la revista Oráculo. Verano 2006.

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Doy algunos ejemplos: en “The beastly baby”, Gorey nos habla de un recién nacido

tan repugnante que sus padres deciden salir de picnic y dejarlo por ahí, en las

inmediaciones de un acantilado, para ver si por ventura se despeña o algún ave de rapiña

quiere hurtarlo. En “Les pasementeries horribles” los personajes más rozagantes son

acechados por gigantescos y fantasmales adornos de cortina. En “The epiplectic bicycle”

dos hermanos juegan el inocente juego de golpearse mutuamente la cabeza con mazos de

cricket. Y en “The gashlycrumb tinies” (verdadera pieza maestra de horror y humor y

gráfica y poesía rimada al modo de las canciones infantiles) el autor nos propone un

catálogo de niños muertos cuyas tragedias se ordenan alfabéticamente, en versos pareados

al calce de dibujos que representan al personaje congelado en el instante exacto que

antecede a su muerte: “A es de Amy, que cayó por las escaleras, / B es de Basil, atacado

por osos” (“A is for Amy who fell down the stairs / B is for Basil assaulted by bears”).

La obra de Edward Gorey empezó a publicarse en los 50 (él mismo editaba y

distribuía sus libros), pero no fue sino hasta décadas más tarde que adquirió resonancia en

el medio cultural estadounidense. Su peculiaridad no pasó desapercibida para espíritus

atentos –entre los cuales habrá que mencionar de nuevo a Burton, cuya fama reciente sin

duda ha influido en la mayor divulgación del trabajo de Gorey. Así, el ilustrador se

convirtió entre los años 70 y principios de los 80 en artista de culto para toda una

generación, lo que se tradujo en la edición de tres vastas recopilaciones: Amphigorey

(1972), Amphigorey too (1976) y Amphigorey also (1983); obras que, en años posteriores,

han sido publicadas para el lector de lengua española por la editorial Valdemar.

Edward Gorey es un pasaje de vuelta a la absurda y sabrosa versificación infantil,

una jocosa visita al Museo de la Tortura, una encrucijada donde Sherlock Holmes y André

Breton, desde sus respectivos trenes, se saludan: un milagro gótico, una epifanía nacida de

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la farsa. Pero, sobre todo, Edward Gorey es un maestro de la ilustración, ese arte humilde y

luminoso que tan escasamente se celebra en nuestros días.

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La música de Babel*

En su Arte poética, Borges nos encandila con este simple pensamiento: “he llegado a la

conclusión […] de que ya no creo en la expresión. Sólo creo en la alusión. Después de todo,

¿qué son las palabras? Las palabras son símbolos para recuerdos compartidos. Si yo uso

una palabra, ustedes deben tener alguna experiencia de lo que representa [….]”1

Tal vez sin notarlo del todo (como ocurre a los sabios, que viven rebasados hasta

por sus más leves intuiciones), Borges prefiguraba o atestiguaba el paulatino arruinamiento

de la enseñanza de la literatura y, junto con él, el de la lingüística: un maremágnum de

terminajos contradictorios, de nimios pero irreconciliables desacuerdos, de datos o

singularidades cuya estadística y catálogo rebasa en ocasiones los famélicos recursos de la

simple sensatez. La enseñanza estructural de los idiomas, y por ende la enseñanza de la

historia del lenguaje, ha venido convirtiéndose en una nueva torre de Babel, esta vez

académica; una zona verbal donde no se entiende a nadie.

Es en este contexto donde quiero ubicar, para mejor hacer aprecio de sus logros,

Cinco mil años de palabras: el ensayo de divulgación que, en su faceta de escritor, nos

ofrece el chelista Carlos Prieto.

Cinco mil años de palabras consta de una breve introducción, trece capítulos

dedicados al origen y la historia de las lenguas, uno más consagrado a los números y su

*
Comisionado por Armando J. Guerra para la presentación de Cinco mil años de palabras, de Carlos Prieto
(FCE, 2006). Publicado posteriormente en Letras libres, mayo de 2006.
1
Borges, Jorge Luis, Arte poética, Letras de Humanidad, Editorial Crítica, España, 2001.

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influencia en conceptos cotidianos, y un epílogo que intenta equiparar la belleza armónica

del lenguaje con la capacidad comunicativa y civilizadora de las artes musicales.

En los primeros dos capítulos de su obra Prieto aborda cuestiones que, por

antropológicas, lindan con la poesía y el misterio: los ancianos orígenes africanos del

hombre, la posibilidad de que todas las lenguas del mundo provengan de apenas diecisiete

(o incluso doce) familias lingüísticas dispersas, la sorpresa del idioma tocario (una isla de la

rama indoeuropea que floreció en el Turkestán chino), los lazos familiares entre el japonés

y el turco, la peculiaridad de idiomas como el vasco –que ha hecho pensar a algunos

científicos en la permanencia en nuestra especie de resabios del hombre de Cromañón– y

la maravilla de la escritura ideogramática, tan antigua y tan moderna que permite que una

novela china contemporánea pueda leerse en muchas lenguas sin necesidad de traducción.

Los capítulos que van del tres al nueve, y que conforman el núcleo de este libro, se

alimentan de un tema que nos es muy cercano: el latín y sus hijos, los idiomas romances.

Carlos Prieto posee en estos pasajes la habilidad de involucrar lo mundano con lo erudito y

sorpresivo: de la solemne entereza del latín clásico a la vivaz holgura del lunfardo argentino

el autor nos introduce en un viaje gozoso, cazando aquí y allá etimologías ocultas,

anécdotas autobiográficas, procacidades inconscientes, intrigas cortesanas y pasiones

políticas que hace siglos arrasaron la vida de los hombres y de cuyo fragor sólo perdura hoy

un emblema, un fantasma de tinta y de sonido: las palabras.

Los capítulos siguientes (antes de que el autor decida abordar los números y la

música) se dedican al inglés, el ruso, las lenguas semíticas –con particular énfasis en el

hebreo– y las familias lingüísticas de la América precolombina.

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Pero esto es sólo una sucinta descripción de lo que narra Cinco mil años de

palabras. ¿Qué argumentos verdaderos, es decir personales, podría yo dar a un lector para

que busque, para que agote, para que incorpore a su experiencia vital este libro?...

Lo primero, y que ya casi nadie dice en México a título de elogio, tal vez porque nos

acomplejó el estructuralismo francés o porque estamos volviéndonos soberanamente

aburridos, es que se trata de un texto ameno, accesible para lectores no especializados,

salpicado aquí y allá de datos curiosos, reflexiones alegres, tránsitos autobiográficos, sutiles

bromas. Imposible evitar la referencia a Los 1001 años de la lengua española de don

Antonio Alatorre, obra sin duda emparentada con esta que comento y que a mí me reveló,

hace años, que uno podía amar la filología y la lingüística sin necesidad de convertirse en

una persona horrible.

Cinco mil años de palabras puede leerse de muchas formas: como obra teórica,

erudita y compilatoria, por ejemplo. Sin embargo, y bordando hacia la ruta que me es más

querida, prefiero verlo como una pieza literaria: un relato de indagaciones y misterios, un

compendio de viajes, un (y esta es la descripción que me parece más precisa) “ensayo de

aventuras”.

Como relato de misterio nos asoma al mundo celta, nos permite entrever los

enigmas de lenguas extintas y sin filiación discernible (por ejemplo el etrusco), nos

proporciona la felicidad de saber que el más antiguo testimonio conocido de una lengua

protorromance –encontrado en Italia y escrito hacia el siglo IX– no es ni un comentario

político ni un texto religioso ni la descripción de una batalla, sino una adivinanza: el

hermosísimo Indovinello Veronese2. Lo que equivale, al menos como metáfora, a decir que

2
“Se pareva boves / alba pratalia araba / albo versorio teneba / nero semen seminaba” (parecían bueyes
/araban un campo blanco / tenían una carreta blanca / sembraban una semilla negra): la mano que escribe.

22
nuestra escritura no se origina ni en la sangre militar ni en las instituciones políticas y

religiosas; sino en la poesía, el juego y el azar.

Como libro de viajes, Cinco mil años de palabras nos traslada a la Anatolia y al país

de los hititas; nos permite recorrer una parte del camino que llevó a los gitanos desde tierras

de la India al confín europeo; nos revela que por un error de cálculo, y ajustándonos a la

cronología vigente, Cristo nació en realidad el año 6 Antes de Cristo.

Cinco mil años de palabras es, por último, un “ensayo de aventuras” en el sentido

en que llamamos “novelas de aventuras” a las escritas por Stevenson o Conrad: a la

emoción, a la sorpresa y el peligro sucede siempre la bergsoniana felicidad de lo cumplido,

de lo que se descubre, de la transformación. La peripecia del lenguaje termina, como en la

historia de todos los héroes que vale la pena recordar, en mí mismo: yo soy ese hombre que

salió hace miles de años de los confines de África. Yo soy, y conmigo cada uno de ustedes

–de nosotros– el heredero de estos gloriosos y trágicos y cómicos y lúcidos milenios de

lenguaje.

Carlos Prieto escribe de cara a esta sencilla epifanía: de cara a la felicidad de su

lector. Escribe, diría Borges, pensando que “las palabras son símbolos para recuerdos

compartidos”. Un muy antiguo pero también sólido puente a través del cual nos visitamos

en el tiempo.

23
Balas sobre Medellín*

He leído una novela hermosa y terrible como los ángeles que la pueblan: La Virgen de los

Sicarios1 de Fernando Vallejo. Narra la historia de amor entre Fernando, un gramático

envejecido y misántropo, y Alexis –o Wílmar–, un sicario adolescente que, al perder su

empleo como asesino a sueldo del narcotráfico, decide salir cada tarde a la calle

acompañado de su anciano amante y acometer una laboriosa obra de caridad: “cascar” a

balazos a la población de Medellín, Colombia.

La prosa de Vallejo (o mejor: la voz de Fernando, el narrador) es precisa y prolija.

Su ritmo zumba en la cabeza como las balas, como el odio, como el denostado vallenato

que salta en cada página de la radio de un taxi o de una casetera lanzada desde el balcón y

cuya más preciada joya es este lacónico verso —divisa de los sicarios niños: “me lleva él o

me lo llevo yo pa que se acabe esta vaina”.

Una lengua española tan retorcida y veloz como los abismos de corrupción,

violencia y miseria que gobiernan las grandes ciudades de Latinoamérica. Una sabiduría

narrativa cifrada en la postergación y la digresión: casi nada sucede en el relato central,

pero hasta el mínimo detalle es buen pretexto para recordar toda una historia patria de

humillaciones.

*
Comisionado por Javier Rodríguez Marcos para el suplemento “Babelia” del diario español El País. 2001.
1
Vallejo, Fernando, La virgen de los sicarios, Alfaguara, España, 1994.

24
Desde una perspectiva filológica, el idioma de la novela transita en dos sentidos. Por

una parte es erudito y hasta didáctico: construye epigramas latinos y parafrasea lo mismo a

Cervantes que a los lingüistas criollos o la jerga (absolutamente literaria dada su fársica

dimensión) de lo burocrático y lo forense. Por otra, establece un cuasi diccionario-de-la-

lengua-colombiana-ruin; “basuco”, “chumbimba”, “parcero”, “gonorrea”, “comuna”,

“comer pollo”: éstas y muchas otras expresiones del slang callejero son traducidas al

español de uso corriente con una justificación que hace tal ejercicio verosímil: la delirante y

arquetípica vocación verbal del personaje Fernando, que trata de explicarse y explicarnos

todo hasta el último detalle a fin de que ninguna confusión aminore o desvíe el flujo de su

desprecio a nuestra especie.

Aunque el tema de La Virgen de los Sicarios es la violencia –y la angustia que ésta

genera en nuestra percepción cotidiana, al punto de convertir un simple paseo por calles

céntricas en una excursión a los círculos del Purgatorio– tiene el relato un tópico

subsidiario: el amor homosexual.

Debido a la impericia de muchos autores que lo tocan, el amor homosexual ha sido

un ámbito difícil para la narrativa hispanoamericana. Aunque no nos han faltado

excelencias (como la prosa de Puig, Piñera o Sarduy) y obras gratificantes (como las

primeras dos novelas de Luis Zapata), la mayoría de los autores se conforma con un

erotismo repetitivo y solemne, o bien una farsa melodramática que a estas alturas ni

siquiera nos hace sonreír.

Fernando Vallejo evita ambos escollos obrando con eminencia intelectual: su novela

no es erótica sino tanática. Su campo de batalla es la mente, no la piel. Por ejemplo: casi no

hay figuras femeninas o reflexiones acerca de mujeres. Sólo una en que el narrador las

25
considera una especie distinta al macho; prefiere no fornicar con ellas para abstenerse de

eso que la religión llama “pecado de bestialidad”.

Por lo que atañe a las probables escenas de erotismo homosexual, éstas han sido

pospuestas sistemáticamente, como si el narrador no quisiera que su presencia negara o

atemperara la perspectiva de que el mundo fue y será una porquería. La homosexualidad

aparece en La Virgen de los Sicarios como una actitud moral, incluso idealista de los

personajes. También como un recurso estilístico, un catalizador de la misantropía y el

horror ante la capacidad de engendrar. (Borges escribió que los espejos y la cópula son

abominables porque reproducen el número de los hombres; cardinalmente, el narrador de

Vallejo declara hacia el final de la novela su incapacidad para mirarse al espejo.)

La crítica francesa ha comparado a Vallejo con el Conde de Lautréamont y ha

descrito su prosa como “furibunda, imprecatoria, mágica, apocalíptica”. No puedo agregar

mucho más. La Virgen de los Sicarios es, por otra parte, lo que yo calificaría como un

deporte literario extremo: hay que estar más o menos curtido en el trato con el mal, la

desesperación y la hermosura para apreciar cabalmente la pureza de su enfermo resplandor.

26
Demasiado joven para cantar Satisfaction*

Un día compras una hermosa guitarra rojinegra: veloz, preamplificada, lujosa como una

llama de laca y ancha de caderas como una puta de Tijuana. Al día siguiente conectas un

ocho y te pones hasta el tubo. Al tercero te divorcias. Al cuarto desayunas vodka y jugo de

naranja, y le bajas la mujer a tu amigo del alma, y te quieres suicidar oliendo el fondo de la

alberca, y aspiras polvo hasta que llega la mañana y dices sí, claro que sí, por supuesto que

sí: soy una estrella de rock.

Pero no; todo eso es pura paranoia. Al verdadero talento no le basta la depravación.

Hay que ver lo que a estas alturas (en estas cumbres borrascosas) hacen seres como Bob

Dylan o Bo Diddley o Neil Young. Lo mejor es no quemarse ni oxidarse sino seguir

tripeando en este paraíso, este murmullo, este barullo, esto que es tuyo: el delicioso

rocanrol. Uno siempre será demasiado joven para cantar victoria. Demasiado joven para

cantar Satisfaction.

***

Hace casi 40 años, y de seguro sin ser muy consciente de ello, José Agustín se embarcó en

dos aventuras: desestabilizar la prosa narrativa mexicana y hacerla de Virgilio Nacional en

*
Comisionado por Pedro Moreno para la presentación de Los grandes discos de rock, de José Agustín
(Planeta, México, 2001) en abril de 2002. Posteriormente publicado en el periódico El Universal.

27
las aguas procelosas de lo que él mismo bautizó como “la nueva música clásica”: el rock.

Sólo que, igual que pasa con el personaje de Borges en El jardín de senderos que se

bifurcan, su doble labor ha sido una sola: hacer un corpus bibliográfico que es también un

laberinto estilístico y melódico.

Juan Villoro escribe que, para su generación, crecida y regada en un país donde el

rock era prohibido, prohibitivo, intolerable o de plano inexistente, leer una novela de

Agustín era un sucedáneo al adrenalinazo de estar, así fuera en gayopa, en un concierto de

The Who o Jimi Hendrix. A mí la globalización y el consiguiente (magro) beneficio de

contar con el Metropólitan, la Arena Monterrey y el Auditorio Coca Cola me impiden

opinar en este punto. Sin embargo, he notado en los libros de Agustín un transcurso

estilístico que, sin forzar la estereofónica metáfora, podría equipararse al devenir melódico

del mundo.

La primera estación sería La tumba: un rockabilly seco, ni trágico ni extasiado, cuyo

final es una percusión ensimismada, desmadrosa, premonitoria. Enseguida, y tras un

tránsito De perfil, la ejecución se vuelve conceptual, progresiva en Inventando que sueño,

un disco (I mean, un libro) cuyos cambios constantes de humor y de frecuencias espejean al

temprano Pink Floyd; y en Se está haciendo tarde (final en laguna), que posee de Frank

Zappa lo que de Franz Kafka le falta: greguerías seriadas, esoterismo sin cábala,

neorrealismo agazapado en la farsa. Luego emerge una leve fase pop con Ciudades

desiertas, donde Brian Ferry y Queen juegan un rato a la triste baraja del amor. Más tarde

el autor decide que se puede poner en los zapatos de los punks o de los los darks o de Nick

Cave, o en los de Brian Eno sampleando cítaras y aparatos de aire acondicionado –a través

de una novela señera: Cerca del fuego. En fechas posteriores, con sus tres tomos de

28
Tragicomedia mexicana, José Agustín se ha conectado al registro musical de sociopatías

off-Wall Street un poco en el filin´ de Manu Chao, Restos Humanos y la música mestiza.

¿Qué podría hacer en estos tiempos un hipotético rockstar cuya carrera inició en los

60 y que ya ha transitado los estilos y los géneros?... Pensemos en Bob Dylan, surfeando en

olas de emoción más altas y veloces que las nítidas y azules de Chacahua. Pensemos en

Neil Young, más rudo y más ranchero y más ponchado cada día. O en David Bowie, cuyo

Earthling ya quisiera U2 para su Pop.

Análogamente, o dirán los Dj´s: sin Vegas ni Fruit Loops, Los grandes discos de

rock (la nueva obra miscelánea que José Agustín nos presenta) es un libro gozoso porque

no condesciende. Los críticos musicales se hallarán desestimados; los puritanos del

desmadre reprobarán algunas inclusiones; y, pese a las relampagueantes piezas narrativas

que el libro incluye, los reseñistas de literatura de ficción decidirán ningunear al autor con

su silencio.

Voces y géneros van y vienen por estas páginas con la (paradójicamente estoica)

virulencia de un baterista mandándose un ska cada vez más veloz. El diseño gráfico de la

obra es también un narrador y un crítico y un cronista independiente, y la tipografía

(variada, colorida, socarrona) conforma, en alianza con el proteico estilo agustiniano, una

armonía pegajosa e inaudita. Tal y como sería una buena tocada.

Si he de hermanar esta obra con algún disco, prefiero From the cradle de Eric

Clapton: un álbum que colecciona los blueses favoritos del guitarrista, piezas de Robert

Johnson, John Lee Hooker y Muddy Waters, entre otros; versiones fin-de-siglo-veinte con

una buena dosis de neoclasicismo, técnicamente impecables pero que están siempre

trazando una tensa fumarola entre la rola primitiva y los debralles del Eric.

29
Los grandes discos de rock hace latir en palabras la esencia de las grabaciones que

José Agustín comenta. Más allá de la mera reseña o la crítica puntillosa, el volumen intenta

traducir lo que el autor considera intraducible (o, mejor: “indecible”, dirían mis Amigos-

Poetas-Tapatíos-Lectores-de-Valente): la música inconsútil1. Por eso en la página 29

aparece una foto de Little Richard aplicándose con fe a unas níveas nalgas masculinas. Por

eso se traducen letras de canciones de Leonard Cohen, Patti Smith y Keith Reid. Por eso

cobran sentido la percutiva prosa que describe a Chuck Berry, la ordenada redacción que da

cuenta de The Cream, el tono de San Juan Bautista metido a periodista que reseña una

milagrosa aparición de Jimi Hendrix en el metro de la ciudad de México o el minimalismo

informativo que introduce a Brian Eno.

Los grandes discos de rock es una amistosa tierra de nadie, una tensa fumarola que

conecta el amperaje de los amplis a las obsesiones y los debralles de José Agustín. Es,

como la “Be-bop-a-lula” de Gene Vincent, una obra de cepa joyceana: todos los géneros

ofrecen tela de donde cortar, el reventón es una zona de lo trágico, el Taj Mahal tiene un

Stetson en la cúpula, It´s a beautiful day, el gran fonqui de las locomotoras es terraplén del

heavy metal hecho hoy, los tristes también cogen, los culos sí van a la fiesta, lo mismo es

ser feliz que desgraciado, todo cabe en un librito sabiéndolo acomodar, nosotros

asesinamos a Andy Warhol, nosotros somos todo: el rock en prosa y la prosa del rock son la

leprosa rocanrolera que canta en esta orilla de un sistema que hace mucho se cayó.

Para acabar pronto: José Agustín escribió este libro desde la cuna.

1
Cfr. Crosthwaite, Luis Humberto, Idos de la mente, Planeta, México, 2002: todos somos ficticios; sólo la
música es real.

30
31 años de un (ejemplo) salto*

Entre las genealogías estilísticas que la historia de la literatura mexicana contemporánea

indefine o posterga cabe citar el nombre de Miguel Donoso Pareja. Avecindado en nuestro

país durante alguna época, este escritor ecuatoriano fundó hacia mediados de los 70 una red

de talleres literarios en ciudades mexicanas de provincia. No sé muy bien cuáles eran sus

preferencias estilísticas; puedo, sin embargo, inferir que entre ellas se contaban la

experimentación lírica y la incorporación de referentes pop al verso, porque en 1975 formó

parte de un jurado que otorgó el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes a José de Jesús

Sampedro –poeta zacatecano que entonces contaba 24 años– por su libro un (ejemplo)

salto de gato pinto.

Es curiosa la memoria de la poesía mexicana: muchos comentaristas y lectores se

sorprenden de lo joven que era Ernesto Lumbreras cuando obtuvo esta distinción; casi

nadie, sin embargo, recuerda lo joven que era también Sampedro al recibirla. Y lo

sorpresivo que resultó su reconocimiento, sobre todo tomando en cuenta que se trataba de

un poeta provinciano, inédito y desconocido; que los espacios para una literatura emergente

eran mucho más reducidos en aquella época (y más ardua por tanto la competencia en torno

a ellos); amén de que el premio tuvo en sus primeras emisiones más prestigio que el que

goza ahora.

*
Comisionado por Rodrigo Flores para la revista Oráculo. Otoño 2006.

31
Años más tarde, a principios de los 80, dos alumnos de Miguel Donoso Pareja –el

propio Sampedro y el potosino David Ojeda– tomaron la estafeta de los talleres literarios

de provincia y llevaron el afán extensivo que el ecuatoriano proponía a dos extremos: por

una parte, difundieron el proyecto (con una voluntad entre evangelizadora y postmoderna)

en ciudades del noreste tan alejadas como Saltillo, Torreón, Monterrey y Ciudad Juárez;

por otra, incorporaron a la disciplina literaria que habían adquirido su particular visión del

mundo, en ambos casos emparentada con la cultura pop. Esto influyó sin duda en la

sedimentación de una literatura norestense cuya distinción entre “lo culto” y “lo coloquial”

es mucho menos marcada que la que suele hacer el discurso crítico al uso (casi siempre

suscrito desde el centro del país); una literatura vinculada a Apollinaire, a Bob Dylan, al

surrealismo, al new jornalism gringo, al coloquialismo experimental de cepa sudamericana

y al performance; una literatura cuyos autores (Jesús de León, Marco Antonio Jiménez,

Luis Humberto Crosthwaite –tijuanense que inició su formación literaria en Torreón y

Zacatecas–, Jorge Humberto Chávez, Joel Plata, José Eugenio Sánchez, por mencionar

algunos) muestran indudablemente la influencia del salto de gato de Sampedro y/o de los

primeros cuentos publicados por Ojeda.

La sedimentación de la que hablo no es, deveras, un mero espejismo chauvinista.

Implica, por ejemplo, que la reciente ola de interés de los poetas mexicanos por lo que se

escribe en Chile o Argentina no siempre es producto de la novedad o la sorpresa: también,

para autores como César Silva Márquez o Luis Jorge Boone, asume la forma del

reconocimiento. Incluso la forma del reproche: he escrito en otra parte que a algunos poetas

norteños nos irrita la glorificación a ciegas de la poesía sudamericana reciente porque lleva

implícito el ninguneo de poetas de nuestros pagos nacidos entre el 50 (Sam) y el 65

(Sánchez), poetas cuya obra –y cuyos proyectos editoriales y modos de leer en público,

32
para ir un paso más allá– tienen una entonación semejante a la de muchos jóvenes autores

argentinos, peruanos y chilenos.

Si preciso todo esto es nada más para ubicar en un contexto histórico y regional lo

que significó la aparición de un (ejemplo) salto de gato pinto. No es mi interés (al menos no

en esta nota) hacer una crítica textual del libro. Me conformo con señalar (y recapitulo)

que:

1.- un (ejemplo) salto de gato pinto sigue de algún modo presente en las letras

mexicanas, pese a que lleva tres décadas prácticamente agotado. Hasta donde sé, nunca se

reeditó de manera independiente y sólo una vez –en 1997, en los tres tomos que

conmemoran los primeros treinta años del premio Aguascalientes publicados por Joaquín

Mortiz– de manera antológica. No me parece mala idea, ahora que hay tantas editoriales de

poesía ganando tantas becas, sugerir su relanzamiento.

2.- El “momento lector” que viven muchos poetas mexicanos es propicio para

regresar a este libro: aunque sospecho que en nuestro país el término crisis estilística está

volviéndose un devenir de la moda, nunca está de más desempolvar libros en busca de lo

que Borges llamaba (y, maquilladamente, Harold Bloom junto con él) “la invención de

nuestros precursores”.

3.- Aunque un (ejemplo) salto de gato pinto es poco leído ahora, su impronta

estilística aparece en algunos poetas mexicanos jóvenes. Este devenir puede rastrearse, a mi

juicio, en por lo menos tres vías: de Sampedro a La división y otros muertos de Joel Plata a

Physical Graffiti de José Eugenio Sánchez; de Sampedro a El libro de los poemas de Jorge

Humberto Chávez a ABCdario de César Silva Márquez; de Sampedro a Arena de hábito

lunar de Marco Antonio Jiménez a Discovery channel de Luis Jorge Boone.

33
Creo que estas pocas premisas bastan para reconocer a José de Jesús Sampedro

como un injustamente olvidado pariente de la poesía mexicana joven.

34
Elogio y elegía del amor infiel*

Partiré del supuesto de que tú también lo has meditado y, en tu fuero interno, sabes que el

invento más apasionado y dulce de la monogamia no es el matrimonio sino la infidelidad.

No me refiero a la ñoñez de que al final de cada pleito conyugal vayas a una fiesta y te

pongas hasta el tubo de coca o jarabe hervido, y boquees al punto de la cachonda

inconciencia, y te escondas en alguien, y despiertes después sin más deseo que palpar, con

alivio y tristeza, la textura del látex. Estoy hablando de personas que se desean tanto que

serían incapaces de tocarse las manos. De presidentas de clubes de jardinería que fornican

sin llegar al orgasmo con tal de ver, media hora más tarde, los ademanes de un muchacho

que se calza las botas. De amorosos-padres-y-madres-de-familia teniendo sexo oral debajo

de un adúltero paso a desnivel una noche antes de que sus hijos reprueben el curso de

Análisis de las Estructuras Sociales. De mujeres hartas de hacer pastel de carne los

domingos. De taxistas cincuentones que van al cine porno abrazando a una vestida. De

comerciantes o funcionarios o traileros que, cuando pasan frente a una mueblería, miran

furtivamente el aparador de los colchones. Yo hablo de ellos. Yo los elogio: son el único

paisaje que nos queda para atestiguar la duración del amor.

*
Comisionado por Carolina Farías para el IV Encuentro Internacional de Escritores de Monterrey, 1999.
Publicado en el volumen colectivo Erotismo y literatura (CONARTE, 2000).

35
2

Para los hombres de la Edad Media (y más para las mujeres, que fueron las propietarias

materiales del concepto), el Amor Infiel no difería gran cosa del Amor Eterno. Dulce

fatalidad y mesianismo femenino, traicionar al esposo, a la castidad y a la iglesia consistió,

desde las más tempranas épocas del occidente romanizado, en una forma agonista y

retorcidamente cristiana del sacrificio.

Autores tan disímiles como Denis de Rougemont, Octavio Paz, Gilbert Highet o C. S.

Lewis reconocen en las formalidades del Amor Cortés (avatar por supuesto del amor infiel,

como veremos) la huella profunda del mito que narro a continuación: el caballero favorito

del rey viaja a tierras lejanas con la misión de custodiar, de vuelta al castillo, a la doncella

que su amo desposará. En el trayecto, y merced a un hechizo empleado a destiempo y por

accidente (suele ser un perfume, una rara sustancia mezclada con afeites), el caballero y su

futura reina quedan enamorados. Así, su pasión es previa a –y por tanto más íntegra que–

el enlace matrimonial.

Durante el siglo XIII esta historia se contó varias veces en francés y alemán bajo el

título de Tristán e Isolda. Pero el relato original es más antiguo, lo mismo que la presencia

de sus datos esenciales en los ciclos artúrico y carolingio.

De acuerdo con los textos y ambientes a los que hago referencia, cualquiera pensaría

que el imaginario del Amor Cortés (o "amor romántico", como también gusta de llamarlo

Highet para darle mayor amplitud al concepto –y es notable cómo los estudiosos huyen de

mencionar explícitamente la infidelidad, cuya presencia sin embargo es fácil de inferir en

los textos medievales que se citan) proviene de las culturas bárbaras. No obstante, es difícil

pasar por alto la influencia de Ovidio en la poesía provenzal, como tampoco hay que

36
desestimar la carga de cristianismo que subyace en el concepto de "fidelidad" (al

matrimonio, a la incorruptibilidad de la carne, a la fe).

Asimismo, contemplamos la presencia románico-cristiana en el vocativo "domnei"

(Señor) con el que los poetas provenzales se dirigían a sus amadas. Igual puede decirse del

largo proceso sacralizador mediante el que se producía el encuentro carnal (o mejor dicho

su esbozo), cuyas etapas o estancias tenían nombres específicos y acciones concretas: una

suerte de “pruebas” caballerescas (por ejemplo velar, apostado a campo abierto en pleno

invierno, el sueño de la amada)1 sin cuyo cumplimiento no era posible aspirar a beneficio

amatorio alguno. Se trata de rituales de cepa ascética: algo así como rezar un rosario –salvo

que, en lugar de una cuenta de vidrio, en ocasiones el creyente podía sostener entre sus

dedos una hendidura fulgurante, un ácido pezón.

Tal vez convenga insertar aquí este paréntesis: para la perspectiva medieval la

infidelidad marital se halla estrechamente relacionada con la pérdida de la doncellez y, por

ende, con la ruptura de los votos religiosos. Quizá es por eso que, cuando leemos el Tristán

e Isolda de Beróul, la historia de Heloísa y Abelardo con toda su violencia y su pasión

carnal y religiosa, o incluso textos posteriores como los sonetos en que Ronsard se queja

porque una joven cortesana no quiere entregarle la “codiciada prenda”, nuestra emoción y

excitación son semejantes: no sólo se trata del registro de exploraciones eróticas

tradicionales, sino que estos tres tópicos implican diversos grados de transgresión

espiritual.

Como una elegía más bien frígida a la belleza del amor infiel, cuya magnificencia

práctica y literaria perdura pobremente en nuestros días, Gilbert Highet ha escrito el

1
Como se describe en “Can Chai la fueilla”, de Arnaut Daniel (Cfr. Pound, Ezra, Ensayos Literarios, Cien
del Mundo, CONACULTA, México, 1993, p. 51 y ss.

37
siguiente párrafo:

Es interesante que este concepto [el amor romántico] haya muerto primero en Francia, que fue donde

nació. En la literatura francesa moderna, vale decir que en la sociedad francesa moderna, no hay casi

huella alguna de él. [...] Hay un gran libro que simboliza su corrupción y su ocaso: Madame Bovary,

cuya heroína destruye su vida buscando el amor y el romanticismo, mientras que su marido la trata de

una manera normal, juiciosa, muy francesa, igual a la de la mayoría de los maridos que hay en este

mundo.2

Para ser un buen infiel hace falta una verdadera actitud vocacional. Hay que renunciar a la

felicidad y el buen juicio, pero también a la tristeza, la locura, el dispendio sexual. Hay que

aprender a hacer el amor al menos de dos formas, pero deveras el amor: cada una de las dos

con sus relatos heroicos, sus posiciones eróticas favoritas, sus chistes cada vez más

privados, más abyectos y más inteligentes. Hay que ejercitarse en la simulación, el

contorsionismo, el cinismo y la corrupción de policías. Hay que comprar un plano de la

ciudad. Hay que saber conseguir sustancias más complejas que el hielo a altas horas de la

noche. Hay que habituarse a leer libros viejos, monótonos, llenos de lugares comunes, pero

que dan un lúcido sentido a la crueldad cotidiana, a la vivacidad con la que nos deshacemos

los nervios y la vida en coches, en privados de bares, en moteles donde las cintas porno son

una percepción más pura que la luna o el lejano rumor de los tráilers. Hay que aprender a

olerse uno mismo, a mirarse detenidamente en el espejo, a palpar hasta el mínimo detalle de

uno mismo aun en la habitación más oscura: hay que volverse narcisista por cuestiones de

2
Highet, Gilbert, La tradición clásica, FCE, México, 1954, p. 101.

38
seguridad. O por altruismo; para no hacer infeliz a otro. Y hay que dejar que el narcisismo

nos venza, que nos tumbe en la cama, que nos hable de amor…

Todo el que ama ha experimentado en carne propia el modo sutil y funesto en que los

ideales de libertad e igualdad quebrantan la práctica del amor. Ser libre es no poseer a

nadie. Ser igualitario es renunciar al vasallaje que los antiguos escandían sonoramente y

que para nosotros no es más que una nostalgia puesta en metros regulares.

En los igualitarios y liberales tiempos de la modernidad, hombres y mujeres nos

hemos abismado en el matrimonio a secas y en la promiscuidad o, en todo caso, en el

cansado jeroglífico del onanismo y los placeres profilácticos. Hemos renunciado a la

belleza carnal y filosófica del amor infiel, y hemos pagado esta renuncia perdiendo nuestra

fe en la eternidad del amor.

Tal vez el gesto más elocuente para ilustrar el fin de esta fe sea el suicidio de

Werther, quien –en una escena gemela e inversa a la de Genievere entregando su cuerpo a

Lancelot– recibe (casi) de manos de la mujer deseada la prenda oscura del desamor: las

pistolas con las que va a matarse.

Desde que la mentalidad burguesa perfeccionó el espejismo del matrimonio, la figura

de la (o el) amante ha perdido toda su dignidad: no más cortesanía, no más literatura, no

más lágrimas de ruego, no más Julien Sorel posando desnudo contra el espejo manchado de

la habitación 311. Es una lástima decirlo pero, para ser infiel, ya ni siquiera hace falta

talento.

39
5

Me han dicho que el sol siempre brilla en las autopistas de la información. Debe ser cierto

porque en todas partes veo a esos nuevos infieles, esos nuevos amantes cortesanos: se

envían e-mails, chatean de madrugada, tienen cibersexo en oficinas públicas y luego

esperan hasta la medianoche para masturbar a solas su diferido orgasmo. Se dejan recaditos

amorosos todo el tiempo y, a veces, hasta son capaces de darse a conocer el uno al otro: se

citan en un café o un aeropuerto sólo para volver del sueño, para compadecerse

mutuamente por su falta de amor.

Hace unos años leí la noticia de que un marido israelí mató a su esposa y a sus dos

hijos porque se enteró de que ella mantenía una relación con otro hombre a través del

internet. Pese a la crueldad y estupidez que supone esta historia, no puedo evitar mi

admiración ante lo sublime de los gestos que puede desencadenar la escritura amorosa.

La ciberinfidelidad es triste: carece de la precisión, del absorbente y penetrante

éxtasis que emana de los olores, las cavidades y los fluidos. Sin embargo, su cuerpo es muy

hermoso: un texto abierto, lleno de orificios, columnas, ángulos agudos y pliegues que sólo

la familiaridad vuelve evidentes. Una sucesión de frases, es decir, de ritmos. Una

armoniosa dispersión que rige la memoria, una persecución y un goce, un vasallaje que nos

reintegra, en tanto que seres discontinuos –diría Bataille–, a nuestra irreal fidelidad, a

nuestra real infidelidad: la de la escritura.

40
Autorretrato con banderita tricolor*

1.- DEL EXILIO COMO UTOPÍA DE LA MEMORIA

¿Alguien recuerda Corona del Mar?... Era una serie de televisión que pasó por canal cinco

en algún momento de los años 70. La trama, con reminiscencias de la clásica El fugitivo,

puede resumirse así: un hombre despierta una mañana en un callejón cercano a los muelles

y, tras frotarse un momento la cabeza, descubre que su memoria está vacía. No recuerda ni

su nombre ni el lugar del que proviene, profesión o hábitos más comunes; ni siquiera unas

facciones familiares. Su mente alberga sólo una frase, tres palabras que poseen la nitidez de

un punto oscuro en la blancura difusa de la amnesia: “Corona del Mar”.

De capítulo en capítulo, el hombre (con su look mitad Jim Dean y mitad Simon

Templar, cual correspondía a los guapos de la época) colectará pequeños fragmentos de su

mente mientras corre las más conspicuas aventuras, guiado a partes iguales por su obsesión

y el azar. Hasta que, en un momento pleno de emoción y de belleza, alcanza su objetivo: se

detiene en los muelles de una ciudad desconocida frente a una suerte de Ítaca migratoria, un

blanquísimo yate con molduras doradas que ostenta el consabido nombre en las cuadernas:

Corona del Mar. El héroe sin memoria sube a la cubierta, entra en la cabina como quien

ingresa a un palacio o al recinto de un oráculo… Y eso es todo: aparecen los créditos del

capítulo final.

¿Lo recuerdan?

*
Comisionado por Isabel Ortega para el VII Encuentro Internacional de Escritores de Monterrey (el tema del
congreso era “Exilio y literatura”). 2003. Inédito hasta ahora.

41
Supongo que no. Y es que desde hace años vengo preguntando lo mismo a cuantas

personas conozco, y no sólo ninguna tiene memoria del programa, sino que las más

irritantemente teleadictas me aseguran que este relato me lo inventé yo, que la serie jamás

fue transmitida. Por desgracia, no tengo ya más prueba de lo contrario que mis recuerdos: el

único otro testigo de que Corona del Mar existió era mi abuela Licha, que lo veía conmigo,

y hace años está muerta.

No sé por qué, ahora que se me antoja escribir sobre el exilio, me vino a la cabeza

este viejo programa. Tal vez por la metáfora subyacente en la historia del peregrino sin

brújula, el amnésico que sólo sabe de sí mismo el nombre del lugar hacia el que se dirige, y

el hecho de que aun ese lugar no sea sino un barco: una isla en flujo permanente, una patria

cuya estabilidad es la belleza de su nombre.

Quizá también he traído a cuento la serie por el horror que me causa ser el único

que la recuerda, como si mi memoria fuera el reverso exacto de la amnesia del protagonista.

Creo que nada se parece tanto al exilio como tener un recuerdo de la infancia que no puedes

compartir con nadie. Y otra vuelta de tuerca, algo irónica: ser el último hombre que

recuerda a un héroe cuya grandeza consiste en haber perdido la memoria.

2.- DEL EXILIO COMO SEÑA PARTICULAR

Una vez escribí un poema para conmemorar las fiestas patrias. Dice así:

24 de febrero

En la plaza, un piquete de soldados

doblaba la bandera. Su rigor

era un ballet de bárbaros flotando

42
en la sorda piscina del crepúsculo.

Pensé en mi madre que, durante años,

plegó pacientemente las cobijas

de mi cama. Una patria distinta:

el corazón de la materia,

imperceptible

en su taimada vocación de filigrana.

Me parece que el mundo (y con él la patria o el hogar) es esta clase de geografía

textil y huidiza a la que alude el poema. Tal vez se trata de un virus autobiográfico que

contamina mi visión histórica (e incluso mi visión metafísica, si es que todavía puede uno

decir que tiene semejante cosa). Me refiero a que, no es que yo sea el judío errante pero

algo sé del tránsito; algo que me desnacionaliza, incluso, del exilio “regular”:

Mi madre viajaba. Casi siempre me llevó con ella. De su amor maternal heredé el

desarraigo. He pasado casi toda mi vida en tierra adentro, al borde del desierto de Mayrán,

pero mi primer recuerdo es la playa de Caleta donde unos hombres sostenían de cabeza,

junto a las olas, a un ahogado. Nunca he visto las huertas de copra de mi familia paterna en

la costa de Guerrero, pero de niño soñaba con ellas a la sombra de un huizache que había

cerca de mi casa. Mis recuerdos infantiles yacen desperdigados entre Acapulco, Lázaro

Cárdenas, Querétaro, Monterrey, Miguel Alemán, Laredo, Monclova, y una fugaz visión de

una vaca a la orilla de la carretera, una madrugada en quién sabe qué lugar. Algunos años

viví en un terreno ejidal famoso por sus tolvaneras. A veces el viento arrancaba las láminas

de cartón de nuestro techo y mis hermanos y yo teníamos que perseguirlas calle abajo,

cegados por el polvo y por el sol.

43
No sé mucho de mis antepasados. Mi padre tiene un apellido distinto al mío, el hijo

de mi hermano menor nació en Estrasburgo, los hijos de mi hermano mayor viven en

Yokohama, no conservo una sola fotografía de mi niñez, tengo 33 años y he vivido en 37

casas distintas: no hay en el mundo un solo barrio de la infancia donde alguien me recuerde

o reconozca.

Para perfeccionar estas formas de la ausencia, o más bien para quitarles su sentido

definitivo y perentorio, para humillarlas hasta el extremo del mito personal, decidí hace

años agregar un detalle: jamás he puesto un pie fuera de México 1. No tengo ni tuve nunca

pasaporte. Como La Hija de la Lágrima, “yo nunca fui a New York, / no sé lo que es París /

vivo bajo la tierra / vivo dentro de mí”: el exilio perfecto me parece una taza de café en la

terraza del hotel Mayestic, frente a Palacio Nacional, de cara a una estúpida bandera

tricolor aparatosa y ténebre como los huesos de un pterodáctilo cocinado con la receta de

los chiles en nogada. Elegí, en plena era de la globalización, mi propio país como lugar de

mi destierro.

3.- DEL EXILIO COMO ABSTRACCIÓN

Hace algún tiempo fui a una exposición de Josef Koudelka. Entre la segunda sala –que

documenta la invasión rusa a Checoslovaquia en el 68– y la tercera –que se títula

“Exilios”–, pensé: místico o no, el arte es el registro del vacío que circunda los eventos.

Las piezas de Koudelka sobre la Praga invadida tienen, junto a la violencia del

fotoperiodismo, la belleza casi animal de un arte crudo, una especie de euforia maligna ante

el desastre. Los rostros y los gestos de los personajes aparecen saturados de vitalidad. Quizá

1
Cambié este rasgo biográfico a finales de octubre de 2006 con un viaje de 15 días a Alemania.

44
lo que más los embellece es la objetivización: el hecho casi inhumano de que alguien se

haya detenido a fotografiarlos.

En contrapartida, muchas de las fotos de “Exilios” parecen nutrirse en un proceso de

vaciamiento de sentido cuya esfera incluye no sólo lo fotografiado, sino también al

fotógrafo. Para Koudelka, a diferencia de otros creadores, el vivir en el exilio (hay que

decir que abandonó Checoslovaquia poco después de la invasión y ahora es ciudadano

francés) es una forma de anti-nostalgia. La limpidez con la que retrata un conjunto de

hombres orinando en Irlanda, o un televisor rodeado de siluetas en Gales, o un haz de luz

en una habitación cúbica con tres personajes de edades distintas en Portugal, proviene no de

la recolección de expresiones humanas, sino del oportunismo ante la composición. No

obstante, no hay frigidez en estas fotos: al contrario, hay una forma profunda de la

subversión, una prosopopeya que habla de algo más hondo que el desarraigo nacional. Creo

que cualquier artista aclara su visón cuando asume la postura de un nómada ecuménico,

cuando se reconoce como desterrado no de un país, sino de los simulacros de significación

a los que por mal hábito llamamos realidad. Porque el asombro es un sentimiento que

instantáneamente nos vuelve extranjeros.

4.- DEL EXILIO COMO EXPERIENCIA POS(MO)APOCALÍPTICA

El décimo octavo libro de la Biblia narra la historia de Job, un hombre al que Yahvé exilió

de su misericordia sin razón alguna –o peor aún, con la razón que podría asistirle a un

carnicero haciendo apuestas en una cantina: la de demostrar a Satanás que el amor de Job

era completamente injustificado y que, ya entrados en gastos, la sutileza de la maldad

divina puede hacer que el infierno parezca un club de boyscouts.

45
Siglos después de la confección de esa obra, el año 8 d. C., el poeta Publio Ovidio

Nasón fue desterrado de Roma por Augusto. El decreto imperial lo condenaba a vivir en el

puerto de Tomis, frente al Ponto Euxino o mar Negro. Según los rumores más difundidos,

se le acusaba de pervertir a la juventud a través de sus versos, pero esto es bastante

improbable: Ovidio había escrito el Ars Amandi en su lejana juventud y casi todas sus obras

de madurez tratan temas graves, amén de que celebran la figura imperial. Así que la

verdadera causa de su castigo es todavía un misterio.

Por años me ha fascinado la desesperanzada simetría que hay entre estos dos

personajes2. Lo primero que hice fue pensar en ellos como coordenadas: la ruina física del

santo Job y la ruina moral del poeta Ovidio no son paralelas, sino x/y que se intersecan en

un ambiguo plano ritual para formar una ecuación de sufrimiento. También intenté leer en

sus historias dos versiones de un mito: la ira injustificada como neurótico atributo

preternatural de Dios. Porque, ¿no fue Augusto elevado por sus súbditos a la categoría de

deidad? ¿No hay una casi ridícula semejanza entre la chismografía satánica que destruye a

Job y las murmuraciones cortesanas del XVIII francés, por poner un ejemplo?…

Lo que más me inquieta del pathos retórico que los dos personajes comparten es su

cercanía con la estética posmoderna. Debajo del acerbo sentido del humor de un yupi que

abandona su escritorio para dedicarse a vender hamburguesas en un Carl´s Jr, detrás de la

heroína y la cocaína y las anfetaminas conseguidas desesperadamente en las calles de Los

Ángeles o Glasgow (o Saltillo), en el deseo post-humano de renunciar a la carne que

traslucen la película The Matrix, el body art del performancero Stelarc o la ideología

arbórea del pensador Hans Moravec3 palpita el desarraigo, la sensación de haber sido
2
Cfr. La resistencia (filodecaballos, México, 2003).
3
Sería oneroso incluir aquí la descripción detallada de lo que estos dos excéntricos personajes proponen.
Baste señalar que ambos niegan la pertinencia del cuerpo tal y como lo conocemos: el primero a través de la
mutilación, el dolor y la ficticia adición de órganos cibernéticos; el segundo planteando que lo más

46
arrojados del mundo sin aviso ni razón. Las utopías de “la nueva carne” (como bautizó

David Cronenberg a esta ideología masoquista y mediática) poseen un doble fondo: la

realidad nos parece ya post-humana, y si sufrimos es porque nosotros todavía no lo somos.

En eso consiste, creo, el último de los exilios.

Ovidio y Job son para mí runas que demarcan el frívolo apocalipsis de lo posmo,

visiones trágicas que nuestra sociedad banaliza: la web y las finanzas nos echaron del

mundo, sólo hallarás lugar en la tribu de los globalifóbicos si costeas tu pasaje de París a

Cancún para asistir a la protesta, el alma es una casa de putas a la que acudimos cada día de

pago, y claro, siempre nos queda este maravilloso, blandengue, este anacrónico país: la

democracia que nos corona a todos a condición de ser un pueblo de reyes jubilados.

Ovidio y Job admiten, finalmente, una lectura autista: vivimos insertos en una

dinámica de individuación casi esquizofrénica, y no hay nada más contundente que la

sensación de un exilio metafísico para hacer del Fin de los Tiempos una pesadilla

personalizada. Gozamos, pues, nuestro aislamiento como un triunfo. Aunque signifique

darle la espalda a nuestros amores, nuestros deseos, nuestras patrias más íntimas.

conveniente para garantizar el pleno desarrollo del cerebro humano sería evolucionar de nuestra condición de
mamíferos a una más simple y extática: la de vegetales pensantes. Cfr. Dery, Mark, Velocidad de escape,
Siruela, España, 1999.

47
Poesía y creatividad*
un acercamiento vinculado a la promoción cultural

Hace poco me pidieron un “arte poética” para acompañar mis textos en una antología.

Como esa nota se relaciona vagamente con mi noción de creatividad, he decidido

transcribirla aquí.

Moscas y dédalo

Martín Lutero dijo una vez que Alguien había creado a las moscas para distraerlo mientras trabajaba

en buenos libros. Sospecho que las poéticas cumplen la misma función. No que nos distraigan; le dan

alas a nuestro ego.

Escribo poemas desde los quince años, y siempre lo he hecho con una intención práctica:
todos decían que era un muchacho bondadoso, así que –por motivos de seguridad personal– puse mi
empeño en arruinarme el carácter. Ya casi lo logro.
Nunca he sabido de dónde salen los versos. Y no hablo de inspiración. Más bien creo que en
el poema no se es un pensador sino un piloto. Es como sufrir una ceguera extravagante, como si uno
leyera de un modo tan absurdo que, de pronto, descubriera que es capaz de descifrar hojas en blanco.
Soy más despistado que Woody Allen. Mi propia casa es un laberinto para mí. Ni qué decir
del deseo, la memoria, la calle. Me acostumbré ya tanto, sin embargo, al vértigo nómada del dédalo,
que procuro percibirlo aun mientras finjo estar inmóvil. Los poemas me son laberintos portátiles,
herramientas para construir atajos y callejones sin salida en la piel de las desapariciones.
Escribo para volver al idioma del que nací.

Humor y fervor aparte, algo que me interesaba plantear en esa página era que el arte

es un fenómeno y no sólo un suceso, un proceso o un producto, como asumen algunos

*
Comisionado Por Rosa del Tepeyac Flores para un Encuentro Regional de Promotores Culturales en Saltillo.
2003. Inédito hasta ahora.

48
poetas y críticos recientes –quizá por influjo de análisis culturales avalados por la

burocracia en turno. Heidegger exploró este conflicto como nadie, pero Heidegger es un

filósofo. Y sé por experiencia que, en estos tiempos, citar en público a un filósofo es casi

casi un delito federal.

Para plantear mi visión fenomenológica de la creatividad en la poesía he preferido

ocuparme aquí de algo mucho más simple, dos conceptos obvios, humildes y terribles:

“expresión” y “comunicación” a través del arte.

En su último libro póstumo1, Borges cita casi con repugnancia la idea de Benedetto

Croce de que la poesía es “expresión”. El rechazo borgiano parte de dos razones evidentes:

en primera, no todo lo escrito en verso merece llamarse poesía; y en segunda, al hablar de

“expresión” nos olvidamos del lector al otro lado de la página, es decir, de la

“comunicación”.

Cuando los aficionados a una disciplina artística abogan en favor de sus productos –

casi siempre embrionarios y faltos de rigor– diciendo que “todos tenemos derecho a

expresarnos”, se olvidan de otra verdad de Pero Grullo: expresión no es sinónimo de

creación. Nadie prohíbe a nadie escribir en verso. Pero la crítica, los editores, los

promotores culturales, la historia de la estética y una reducida y a la vez sólida comunidad

de lectores tienen derecho a rechazar estos productos si los consideran falsos o endebles. Es

curioso que, cuando se plantea una idea como ésta (la de la peculiaridad instrumental de un

reducto de cultura al que solemos llamar “la poesía”) la gente lo acuse a uno de elitista,

excluyente y hasta perverso; pero si cuatro tenores interpretaran a canon una canción de

José Alfredo Jiménez y se presentaran ante el público como artistas cardenches 2, el pleno
1
Borges, Jorge Luis, Arte poética, Letras de Humanidad, Editorial Crítica, España, 2001.
2
El “cardenche” es un tipo de canto rural tradicional de La Laguna, región desértica entre Durango y
Coahuila. Es un arte a punto de desaparecer. Consiste en la ejecución a capella, en canon de tres o cuatro
voces (primera, segunda, marrana y arrequinte) de piezas tradicionales casi siempre relacionadas con el tema

49
de la comunidad coahuilense se les echaría encima acusándolos de impostores,

reduccionistas y oportunistas. Dicho en lenguaje familiar, lo políticamente correcto nos está

partiendo la madre: no tenemos derecho a falsificar especificidades de la cultura popular,

pero cualquiera es libre de defenestrar el patrimonio entero de nuestra civilización.

Por lo que respecta a la poesía en tanto que vehículo de comunicación, dos de los

autores que mejor han indagado sus resortes son T. S. Eliot y, en lengua española, su

traductor Jaime Gil de Biedma.

Gil de Biedma resume las ideas de Eliot diciendo que, si bien el poema ha de ser

fundamental para la “economía interior” (la emotividad privada) de su autor, debe

asimismo contener efectos retóricos que no sólo testimonien sentimientos, sino que –más

importante aun– permitan al lector reproducir la experiencia espiritual del poeta en su

propia conciencia. Es decir: la poesía no nos cuenta una emoción, sino que aplica

estrategias verbales que nos permiten recrearla, percibirla cuantas veces queramos sin que

medie mayor impulso externo que el que nos brinda el texto. Esta sutileza es el principio de

la creatividad aplicada al poema.

Y es esto justamente lo que diferencia a un verdadero poema de las inacabables

reiteraciones e imitaciones del “declamador sin maestro”. Los “poemas” que

machaconamente repiten frases trilladas, sentimientos e ideas aprobados por el canon

intelectual y erótico al uso y temas cómicos y trágicos largamente visitados por la tradición,

son exitosos y aceptados dentro de un cierto círculo de la sociedad porque resultan

confortablemente frígidos: no cuestionan, ni insultan, ni sorprenden, ni horrorizan, ni

embelesan, ni subliman, ni extasían, ni conmueven, ni transforman al lector. Cuando uno

lee, por ejemplo: “Pues bien, yo necesito decirte que te quiero, decirte que te adoro con

amoroso, el paisaje árido y la melancolía.

50
todo el corazón”, uno es testigo de palabras comunes y corrientes que se entienden

fácilmente y que no nos requieren demasiado esfuerzo emocional. Cuando uno lee, en

cambio: “amar es una envidia verde y muda, una sutil y lúcida avaricia”, uno deja de ser

testigo para volverse protagonista del poema: porque la frase debe ser interpretada (es

decir: vivida) por cada uno de nosotros de manera diferente –independientemente de que

nos guste o no. Eso es, a mi juicio, lo que diferencia un poema de una mera versificación:

en el poema los lectores somos fuertes y confiamos en nuestras emociones y nuestro

instinto, incluso cuando el significado de lo escrito no nos parezca absolutamente claro; en

la mera versificación, en cambio, todo es cómodo: aceptamos que nos den de comer

palabras-papilla, emociones previamente digeridas, como si fuéramos bebés o enfermos

mentales o personas emocionalmente seniles.

Hay que decir, no obstante, que “comunicar verbalmente una emoción” representa

sólo un enfoque de la hechura de poemas: el más tradicional. En torno a dicho enfoque han

florecido técnicas más específicas y hondas como el misticismo laico, la noción

mallarmeana de la página como carta astronómica y concepciones que pretenden abolir las

fronteras sonoras y significativas que separan la música de la razón; lo plástico de lo ritual.

Si no me detengo ahora en tales asuntos es porque no estoy hablando ante poetas, sino ante

promotores culturales: potenciales lectores que, asumo, estarán más interesados en los

mecanismos básicos de la creación poética que en melindres estilísticos y cismas culturales

cuya demarcación territorial afecta casi exclusivamente a los poetas –valga decir: al más

estrecho y endoscópico conjunto de la ciudadanía mexicana.

***

51
En resumen, las intenciones poéticas comienzan como “expresión personal” y culminan, al

llegar al lector, como sustancia emotiva e intelectual comunicable. Lo que sucede en el

transcurso de una a otra estancias –llámese retórica, disciplina, filosofía, imaginación o

inteligencia– es a mi juicio el pleno territorio de la creatividad. Crear es jazzear (en el

sentido de ejecutar una técnica depurada que admite la improvisación, la toma de

decisiones instantánea) pulsando las cuerdas del espíritu: entre lo que quiero expresar y lo

que logro comunicar(me)te hay un trapecio de ceguera suspendido sobre un mar de

esplendor y de veneno, hay un puente de tablas muy delgadas que va de lo sagrado a lo

inteligible; hay, en fin, el arte como fenómeno, como experiencia radical.3

Tal vez no se requiera ciencia para estar más o menos de acuerdo con esta

perspectiva: la verdadera creatividad de la poesía es una zona colectiva donde autor y lector

estrechamente se vinculan. Bastan, para afirmarlo, un mínimo conocimiento de los procesos

creativos y otro poco de ese huidizo deporte mental al que llamamos sentido común.

Entonces no me explico porqué es tan difícil encontrar un proyecto cultural burocrático que

no pase por alto esta apreciación.

Los esquemas de apoyo a los creadores implementados por el Estado en años

recientes cuentan con algún beneplácito de los gremios artísticos, pero yo nunca he visto

que opinen bien de ellos los demás sectores de la comunidad. Es indiscutible que dichos

proyectos no siempre contribuyen a elevar la calidad del arte, y mucho menos a su

divulgación en amplias capas sociales. Me temo que esto es marcadamente cierto en lo que

atañe a las nuevas generaciones de creadores: digamos, los menores de 40 años. El Estado

posee avasalladores instrumentos cuantitativos, pero si comparamos sus logros cualitativos

3
Borges lo llamaría “la alusión”, para oponer un concepto más flexible a los entronizados pero escleróticos
términos comunicación y expresividad.

52
con los generados por la zeitgeist del vasconcelismo, o con la calidad de las obras literarias

publicadas en los 50, o con la independencia intelectual gestada en los 70 y los 80 por los

propios artistas, ni la invocación del Todopoderoso ISO-9000 puede salvarnos del fracaso.

Parte de este fracaso cualitativo es, por supuesto, responsabilidad de los creadores

más jóvenes: una beca o un apoyo sucedáneo bastan para no involucrarse en la política

cultural del país. En el gobierno mexicano sólo existen dos carreras con escalafón: la del

Servicio Diplomático y la de becario del FONCA. Pero otra parte del problema se debe,

creo yo, a la ignorancia o sumisión de los propios promotores culturales.

Apuntaré que, en aras de la eficacia y la eficiencia, cada vez es más difícil para un

artista emplearse como promotor cultural. Las instituciones prefieren individuos de otro

talante, con mayor perspicacia administrativa. No niego que, para trabajar como promotor,

un creador deba adquirir nuevas herramientas filosóficas y metodológicas (dicho sea de

paso, esto no sucede viceversa: a un administrador del área rara vez se le pide una sólida

formación antropológica, por ejemplo). En México contamos con estudiosos –menciono

sólo a dos, de enfoques y ámbitos muy distintos: Gilberto Giménez y Sabina Berman– que

han redimensionado la discusión en materia de cultura. Pero el rechazo que la burocracia

sostiene contra los artistas2 está más cerca de la mentalidad empresarial que de una

verdadera renovación sociológica de los conceptos de cultura. Quiero consignar este pasaje

de Ricardo Piglia que, aunque se refiere a los medios académicos, puede aplicarse a los de

la promoción:

La situación actual de la literatura se sintetiza en una opinión de Roman Jakobson. Cuando

le consultaron para darle un puesto de profesor en Harvard a Vladimir Nabokov, dijo: “señores,
2
Muchos de los cuales, esto también hay que decirlo, critican a las instituciones más como criollos ante
peninsulares que como verdaderos interesados en el fenómeno.

53
respeto el talento literario del Señor Nabokov ¿pero a quién se le ocurre invitar a un elefante a dictar

clases de zoología?”

La estúpida y siniestra concepción de Jakobson es la expresión sincera de la conciencia de

un gran crítico y gran lingüista y gran profesor que supone que cualquiera está más capacitado para

hablar del arte de la prosa que el mayor novelista de este siglo. La autoridad de Jakobson le permite

enunciar lo que todos sus colegas piensan y no se animan a decir. Se trata de una reivindicación

gremial: los escritores no deben hablar de literatura para no quitarles el trabajo a los críticos y a los

profesores.”3

Puedo inferir desde ya la desestimación más obvia que puede hacerse de mi

discurso: hablar de un escritor como individuo vinculado a la cultura genera de inmediato

el prejuicio de que uno está defendiendo las anticuadas nociones de Cultura que produjo la

tradición filosófico-literaria4. Nada más lejos de mi intención. Lo que sucede es que el

escritor (y especialmente el poeta; y, más específicamente aún: el poeta mexicano de

principios del siglo XXI cuya edad linda entre los 25 y los 40 años) acostumbra, puesto que

rara vez vive de sus regalías, trabajar en sectores anejos a la industria cultural: periodismo,

casas editoras, divulgación científica, medios audiovisuales, turismo, proyectos

independientes relacionados con el ocio, política, burocracia: escaleras de servicio de la

verbalidad.

***

3
Piglia, Ricardo, [OJO: FALTA FICHA BIBLIOGRÁFICA]
4
Cfr. Jiménez, Gilberto, Teoría y análisis de la cultura, Tomo I, Col. Intersecciones, Conaculta/Icocult,
México, 2005.

54
No es difícil reconocer que nuestra sociedad, a semejanza de las renacentistas, tiene

predilección por el mecenazgo. El principal mecenas en México es, por supuesto, el Estado.

No voy a darme baños de pureza: hace nueve años trabajo en instituciones culturales y,

como escritor, he sido beneficiado cuatro veces por algún programa de “estímulo a la

creatividad”. Aún así tengo serias disensiones con la estructura del proceso. El mecenazgo

renacentista propugnaba como rasgos canónicos, es decir estandarizados, una serie de

valores estrictamente estéticos; por ejemplo la perspectiva, el scorzo, las unidades

aristotélicas o el endecasílabo5. El mecenazgo nacional en cambio aboga por groseras

consideraciones metodológicas completamente ajenas a la forma y el fondo de las obras

artísticas, y procura no el ensanchamiento o diversificación de nuestro patrimonio cultural,

sino su adecuación a formatos y tablitas. Al margen de su ficticia efectividad, cuyos

detentadores serán unos cuantos ratones, un contralor malhumorado y un irónico historiador

de las mentalidades del siglo XXIV, estos documentos expresan una realidad terrible:

debemos contabilizar los activos y pasivos de nuestra cultura porque no poseemos la

creatividad y el conocimiento suficientes para apreciarlos de manera natural: es decir, a

través del intelecto.

***

Cada día escribo poemas. Cada día trabajo, además, en una institución que “promueve la

cultura”. Últimamente me indigna tener que cuadricular mis ideas y proyectos de trabajo

mediante formatos desastrosos, incompatibles con cualquier noción (tradicional o aprendida


5
Nota de diciembre de 2006: Acabo de ver un programa de tele sobre la vida de Leonardo y no puedo sino
censurar lo ingenuo que me suena este pasaje mío: obviamente el mecenazgo europeo era tan impositivo (y
muchas veces más cruel) que el nuestro. Lo cual no habla bien de CONACULTA, sino mal de Cesare Borghia
–magro y burdo beneficio.

55
en Baudrillard) de la cultura. Formatos diseñados por una suerte de Testigos de Jehová de

la Calidad Total: personas incapaces de cuestionar la sapiencia sobrenatural de sus

sistemas, apóstoles que pretenden mejorarnos mediante el saludable método de saber

absolutamente todo acerca del ISO e ignorar hasta los rasgos más elementales del

fenómeno que pretenden evaluar.

Confieso que me caen bien estos Testigos de Jehová: son buenas gentes, así que

trato de seguir fielmente sus instrucciones y llenar los cuadritos con la mejor letra que

puedo. No me indignan porque soy un promotor cultural: yo crecí entre sindicalistas de una

empresa siderúrgica y no conozco más orgullo que el de vender mi fuerza de trabajo. Me

indignan como artista, sí, un poco. Pero, sobre todo, me indignan como ciudadano. Porque

sé, desde el seno mismo de la “planeación”, que yo para ellos como ciudadano no soy nada,

que no soy más que un dato, que lo mismo da cinco productos vendidos, una leyenda rural

del XIX o toda la metafísica de Alvaro de Campos y la muchacha que come chocolates.

Concluyo en este punto. Tal vez parezca que, al hablar de mis penas oficinescas, me

he desviado del tema de la charla, pero confío en que no: primero, porque no está de más

decir en un encuentro como éste que la cultura es una vivencia cotidiana, un espejo, una

fortuna y un cadalso, todo antes de llegar a la sacrosanta hojita de índices de evaluación. Y

segundo, porque la creatividad en el arte sucede, como dije ya, durante el fenómeno que

media entre expresión y comunicación: es decir en los terrenos de la alusión, esa zona

ambigua donde la identidad del hacedor y el espectador se vuelven intercambiables, y

donde los verdaderos promotores culturales mejor se desenvuelven.

Por otra parte, hay que ser bastante creativo para sobrevivir a la mediocridad, la

estandarización, el triunfalismo, el maltrato moral e intelectual, y luego volver a casa con el

56
ánimo de sentarse a escribir unos cuantos versos. No es gran cosa, supongo. Pero esa es, lo

confieso, la verdadera creatividad de los poetas.

57
Apuntes para una filosofía de la descomposición*

1.- EL AUTOR SE NIEGA A CUMPLIR SU ENCOMIENDA

En algún momento del 2002, Hernán Bravo Varela y Ernesto Lumbreras me solicitaron una

breve poética que acompañaría mis textos en El manantial latente1. Acepté redactarla (y es

que entonces me pareció una idea interesante) sin saber que me estaba hipotecando a una

fiebre cultural: la de los “poetas pensadores”. De entonces a la fecha he participado en tres

encuentros (dos de escritores y uno de promotores), un par de publicaciones y al menos

diez o doce charlas de cantina –feroces todas– alrededor del mismo asunto.

Desde el principio mi opinión ha sido ésta: concebir poéticas por encargo, en el

contexto semi-institucional en que venimos haciéndolo y con tanta frecuencia, deviene en

gestos meramente narcisistas. Antes lo dije escuetamente, luego en tono de broma, y sólo

conseguí que me acusaran de no tomar en serio la poesía, de ser perezoso, de no respetar a

mis colegas que sí hacen la tarea (y con letra bonita). Ahora, para evitar mi desafuero y

posterior juicio de amparo, trataré de ser cumplido y de paso abordaré otros asuntos que no

necesariamente son componentes de un “arte poética”, pero sí principios de discernimiento

y sentido común que me ayudan cotidianamente a leer poemas.

Lo reitero: escribir poéticas a destajo me parece narcisista. Expongo mis razones.

*
Comisionado por Jair Cortés y Rogelio Guedea en agosto de 2004 para el volumen colectivo A contraluz
(FETA, México, 2005). Publicado parcialmente en la revista VozOtra, enero-febrero 2006.
1
Cfr. Lumbreras, Ernesto y Bravo Varela, Hernán (selección, prólogo, notas y apéndices), El manantial
latente. Muestra de poesía mexicana desde el ahora: 1986-2002, CONACULTA, México, 2002, p. 248

58
a).- Hasta donde sé, una Poética será un discurso activamente filosófico,

radicalmente personal. Si entendemos aún la poesía como formulación melódica de

pensamiento, como encuentro feliz entre ritmo verbal y percepción sublimada (incluso

extática o balbuciente) de la naturaleza, y establecemos que su base es la poética, entonces

cada autor decidirá (o no) emprender la construcción extra-lírica de esta última a su

albedrío, cuando una confrontación individual con el fenómeno se lo exija, o cuando esté

convencido de que debe actualizar, rectificar, profundizar en sus aspectos esenciales.

Instituir la confección de tales textos como un pasatiempo generacional, y concebir cada

seis meses nueva materia intelectual para este juego me parece una afición cuya banalidad

no tiene orillas.

b).- Un argumento a favor de las poéticas es que contribuyen a romper el cerco

solipsista que aprisiona al autor. Esto puede ser cierto en términos abstractos, pero no

siempre en la práctica (no sin duda si viajamos hacia un país sin lectores), y mucho menos

si el concepto se ritualiza por vía de la presión social.

c).- Hay quien asume que las poéticas son una panacea desde la que puede

abordarse no sólo la problemática psíquica, estética y ética del poeta, sino asuntos tan

puntuales como la falta de lectores, la torpeza de las instituciones culturales o la escasez de

crítica literaria. Ofrezco disculpas por mi tradicionalismo pero, la última vez que miré, la

reflexión intelectual no sucumbía aún a la globalización de los conceptos, imitación inane

de una simpleza político-económica que nos tiene (al menos a la mayoría de quienes

vivimos en este país) arruinados. Me pregunto, ¿por qué no somos más pragmáticos y

tratamos cada uno de estos temas (crisis comunicacional, crisis institucional, crisis de

reflexión en torno a la poesía2) por separado, dando a cada uno un rango de elucubración

2
Como se verá, mi preocupación aquí se circunscribe a este punto.

59
más profundo?... Quizá porque estos temas no nos suenan, por sí solos, lo suficientemente

vistosos. O tal vez porque exigen un rigor y claridad expositivos que no siempre queremos

conceder a nuestra prosa.

d).- Hablar de “poéticas” forma parte de un conjunto al que llamo “discernimientos

mitificados”, mismo que rige muchas de las discusiones que hay actualmente en México en

torno a la poesía, y cuya pasiva aceptación sólo revela, a mi juicio, un gran vacío de crítica.

Enseguida trataré de ampliar esta reflexión.

2.- DISCERNIMIENTOS MITIFICADOS EN LA CRÍTICA DE POESÍA MEXICANA RECIENTE

Es indudable que, gracias a algunos artículos periodísticos 3, muestras poéticas publicadas

en revistas y la aparición de volúmenes antológicos, la reciente poesía mexicana concitó

una básica aunque contradictoria plataforma crítica. Enumero, simplificándolas por razones

de espacio, algunas de estas opiniones: es deseable que los poetas jóvenes reflexionen

sistemáticamente acerca de su quehacer4; a la poesía mexicana “le falta calle”5 y parece no

importarle la problemática del mundo contemporáneo; los jóvenes poetas mexicanos

tienden a cierta uniformidad estilística muy libresca6; es difícil encontrar en América Latina

un corpus poético tan sólido como el de México7, etcétera.

Todas estas opiniones me parecen importantes, y coincido con algunas (las menos

elogiosas). Pero considero que, cuando Eduardo Milán señala que la poesía mexicana joven

3
Pienso fundamentalmente en los escritos por Jorge Fernández Granados, Eduardo Milán y Ernesto
Lumbreras.
4
He tratado ya el origen y devenir de esta noción.
5
Julio Ortega.
6
Lo han señalado algunos críticos de El manantial latente (FETA, México, 2003), y lo retomó Ernesto
Lumbreras (para contradecir la idea) en un texto publicado en el número 2 de la revista peruana Intermezzo
tropical: “Después de el manantial viene otra fiesta”, p. 61.
7
Declaración de un escritor colombiano citado por Vicente Quirarte en la presentación de El manantial
latente.

60
parece ajena a todo conflicto extra-literario del mundo contemporáneo8, no está buscando

nuestra simple adhesión a lo que enuncia: está buscando interlocutores. Y asumir cualquier

idea certera como algo que no puede acotarse, discutirse y ser reelaborado mediante el

propio discernimiento me parece un lamentable error.

Arriesgo este apunte: aunque comparto en términos generales la preocupación de

Milán, no me parece que la poesía de José Eugenio Sánchez y Ángel Ortuño –por citar dos

autores incluidos en El manantial– pueda asimilarse sin mayor discusión al panorama que

él describe. Además, y aun suscribiendo plenamente la idea de Eduardo, habría que

profundizar en ella aportando inquietudes personales; yo me pregunto porqué el

compromiso con la realidad actual es constante en poetas mexicanos jóvenes de escasa

destreza técnica, y se diluye conforme el autor consolida sus recursos formales (lo que no

necesariamente sucede en otras tradiciones).

Las críticas vertidas por Ortega y Milán se han endurecido en la conversación, de

modo que no es raro escuchar (sobre todo en el norte del país) que la poesía mexicana

emergente es solemne, retórica y escapista. No faltan los poetas que suscriben estas

opiniones sin mayor conflicto, quizá con la intención de “desmarcarse” del sector criticado;

otros miran pasar la procesión en silencio, con un gesto de fastidio y hasta menosprecio.

Pero muy pocos (destaco a Ernesto Lumbreras) han opuesto textos reflexivos a tales

consideraciones. No comparto del todo lo declarado por Lumbreras en la revista peruana

Intermezzo tropical (parece decir: pues sí, así es la mejor poesía mexicana: alejada de la

cotidianidad –aunque no tan uniforme–, y no por falta de emoción, sino por oponer a la

ingenuidad del “aquí y ahora” un escepticismo que tiene raíces históricas y culturales, y que

8
También en la presentación de El manantial latente. Texto posteriormente publicado en la revista Parque
Nandino num. 3.

61
resulta más revelador9). Digo que no comparto este criterio porque margina sutilmente

hechos que debieran importarle a la crítica, como los efectos de la presión social sobre

discursos de vocación subversiva (sean vitalistas o escépticos 10), la domesticación

académica de lo excéntrico y la profunda influencia sobre el medio literario de la tradición

clasista nacional. No obstante, la actitud general de Ernesto y su capacidad crítica me hacen

ver nuevamente a un interlocutor, no a un adalid de causa alguna.

Yo también percibo que nuestra poesía no es tan uniforme en esencia; creo que la

repetición de ciertos tics formales (hiperconsciente negación del yo, adjetivos superlativos

relacionados con claridad-blancura-transparencia, descripción metafísico-minimalista de

objetos y espacios familiares, recurrencia temática de “lo inasible / lo indecible”, extracción

quirúrgica de todo lo que tenga un vago tufo a “poesía de la experiencia”, menosprecio de

lo humorístico, etcétera) achata y empobrece la diversidad de registros, lo cual me parece

leve(pero significativa)mente distinto.

Reitero: no estoy contra ninguna de las ideas que resumí antes, sino contra la

pasividad de aceptarlas per se, sin establecer mayores conflictos intelectuales a través de

ellas. No soy un desmitificador a ultranza, pero me resulta perturbadora la renuncia a

confrontar una entidad tan democrática como la opinión, máxime cuando ésta es vertida por

autores (como Milán y Lumbreras) cuya honestidad y gusto por el diálogo son evidentes.

3.- ESTILÍSTICA SIMPATÉTICA

9
La lectura que hago de las ideas de Lumbreras es esquemática; no he querido citar pasajes de su texto
porque resultaría oneroso, así que asumo el riesgo de estar malinterpretándolo.
10
Esto se nota (para dar un ejemplo ajeno a nuestro medio) en la actual poesía argentina, cuyo prestigio
coloquial hace que un poeta como Silvio Mattoni –vigoroso, pero reacio a la floritura callejera– sea poco
apreciado en su propio contexto nacional.

62
Frazer11 define como magia simpatética a la aplicación primitiva del sentido común y el

principio de causa y efecto sobre fenómenos cotidianos, y divide esta forma de pensamiento

en dos vertientes: magia homeopática (“lo semejante engendra lo semejante”) y magia

contaminante (“lo que estuvo en contacto sigue en contacto”). Perdóneseme si declaro que

hay principios simpatéticos en la forma en que a veces nos leemos mutuamente los poetas

mexicanos.

Hace poco, en Juárez, un amigo de allá decidió que los textos de Luigi Amara y

Luis Vicente de Aguinaga se parecían tanto entre sí (opinión que no comparto) porque

ambos autores son poetas “del centro”. Alguien más manifestó su desacuerdo y se quejó de

que “los norteños”, puesto que escribimos distinto, definamos vagamente a Guadalajara y el

D.F. como “el centro”, cuando en realidad se trata de dos lugares muy alejados

geográficamente. Sin embargo, el autor de la declaración incluía en el paquete

indiferenciado de “los norteños” a un tipo de Tijuana y a mí, que vivimos a más de 3 mil

kilómetros de distancia uno del otro.

Hay casos más significativos, dada su especificidad. Cito algunos al vuelo.

a).- Aunque la obra de Luigi Amara mantiene un tono semejante desde el principio,

me parece que Pasmo es un libro menos sólido (se sirve de la metafísica minimalista que

tanto ama y conoce el autor, pero muchas de las reflexiones e imágenes que contiene se

resuelven apresuradamente, con un talante maniersta que las hace más cercanas al cálculo

retórico que a verdaderas epifanías de la materia deleznable12) que El cazador de grietas o

Envés, dos libros cuya precisión formal no está reñida con la persecución de ideas e

11
En La rama dorada, FCE, México, c1994.
12
Lo que vierto no es un juicio definitivo, sino un comentario general (y pendiente de elaboración precisa
mediante citas textuales). Elegí a Luigi Amara como ejemplo de un tipo de discusión que se presenta en
nuestro medio literario porque a).- he planteado personalmente ante él mi apreciación y b).- confío en que
Luigi verá en mi comentario un desacuerdo estilístico, no un acto de mala fe.

63
imágenes reveladoras. Un par de veces he planteado esta apreciación a otros poetas, y en

lugar de disentir de mi opinión con argumentos literarios, me dicen: “es Luigi, güey, no

mames: Luigi siempre escribe igual”. De nuevo estoy en desacuerdo. Y no creo que la

reflexión valga poca cosa, porque significa que, en la lectura de este autor, hay quien sólo

actualiza los componentes más superficiales.

b).- Luis Vicente de Aguinaga es elogiado (merecidamente, me parece) por libros

como El agua circular, el fuego y La cercanía. Esto, aunado a la concesión del premio

Aguascalientes a su libro Reducido a polvo, lo convirtió según ciertas opiniones (más orales

que escritas; y aun: más de actitud que de palabra) en una especie de “intocable”. Por eso

quienes hemos reseñado con alguna dureza sus poemas recientes nos topamos, a veces, con

cualquiera de estas dos desmesuradas reacciones: o se nos felicita sotto voce como a quien

cumple una proeza clandestina, o se nos acusa sotto voce de ejecutar un complot

maledicente contra el autor –por envidia de sus logros. Como si fuera imposible que haya

generosidad alguna cuando uno menciona lo que considera defectos o carencias en una obra

literaria13.

Veo en estas reacciones una subestimación del desacuerdo, una descalificación a

priori del desacuerdo en tanto que fenómeno éticamente deseable. Esta actitud me parece

muchas cosas, pero, sobre todo, me parece una inmoralidad: una especie de autoritarismo

basado en el chantaje sentimental-curricular.

c).- Los primeros comentarios que recibí cuando declaré mi admiración por los

poemas de Luis Felipe Fabre fueron del tipo “pues sí, pero escribe como Milán”. No niego

que percibo algunas semejanzas, como el modo de encabalgar o la repetición de frases con
13
O como si un libro galardonado tuviera la obligación de ser universal e infalible. De paso, diré esto: tengo
la impresión de que las críticas a la obra de Luis Vicente de Aguinaga se deben más al aprecio por sus libros
anteriores –y a la consiguiente expectativa ante los próximos– que a factores tan groseros y mezquinos como
la demeritación de un premio literario.

64
leves deslizamientos de significado; pero el campo temático de Fabre me parece distinto y

original, su sentido del humor es más constante y crucial para la resolución del poema, y el

decurso que lleva de su nacionalismo fársico a su reciente (casi beckettiana) interpretación

de lo provenzal me parece, por decirlo sin demasiado entusiasmo, un trance de ejemplar

curiosidad lírica: suficientes razones para empezar a leer a este autor desde otra perspectiva.

De hecho, yo no lo vinculé a Milán en un primer acercamiento, quizá porque no vivo en el

D.F. y no sabía que fue su alumno.

d).- Aunque la obra de José Eugenio Sánchez ha mantenido siempre un mismo tono,

hay en sus textos recientes un refinamiento en el traslado al poema de teorías estéticas

vinculadas al arte-basura. Sin reflexionar en torno a esto, el autor seguirá siendo denostado

por hacer “chistoretes” o elogiado por ser un poeta “padre”. Y su obra se mantendrá como

nebulosa en nuestro contexto.

El caso José Eugenio me permite abordar el problema mayor de la “estilística

simpatética”: ¿por qué muchos poetas (casi nunca por escrito, otra vez en corrillos) dicen

que Sánchez hace “chistoretes”, o peor, que “eso no es poesía”? Si “lo semejante engendra

lo semejante”, lo que no parece poesía (de acuerdo a nuestra experiencia cotidiana) no lo

será. Y afirmaremos esto sin importar que su poder de subversión, su referencialidad, su

música y su variedad técnica sean originales y cuestionen la noción de yo y de realidad

unívoca (problemas que a todos parecen importarnos), confronten la superficie del poema –

su retórica– mediante la paradoja de intentar profundizar en él a través de discursos que

llamamos “superficiales”, y además ahonden en la poco explorada veta del humor.

De ahí lo que infiero: si aceptamos que “lo semejante engendra lo semejante” y lo

desemejante retórico no es poesía (o es chistorete poético, que equivale casi al mismo

65
menosprecio), entonces nuestra manera de leer poemas constituye más un sistema de

creencias que uno de referencias y discernimientos.

4.- EL “EFECTO TANGO” Y OTRAS CRISIS

Ante un panorama tan peculiar –demanda gregaria de una poética, discernimientos

mitificados en torno a la poesía, estilística simpatética–, no me extraña que algunos autores

se declaren en crisis y hagan de ese gesto su “filosofía de la composición”. Tal es el caso de

León Plascencia Ñol y Julio Trujillo, en quienes admiro el ser consecuentes hasta el

desgarramiento con su hiperconsciente noción estética. Otros –pienso en Sergio Valero,

Rocío Cerón y Hernán Bravo Varela– manifiestan esta crisis no como discurso extra-lírico,

pero sí como incorporación de rasgos diferenciales (casi siempre de extracción coloquial

y/o popular) a sus poemas recientes. El tema es vasto, así que me ocuparé sólo de dos de

sus aspectos: el “efecto tango” (la influencia de la nueva poesía del Cono Sur sobre la

nuestra) y la variedad estilística (a ratos vecina de la indecisión) en un solo poeta: León

Plascencia Ñol.

Entre 2002 y 2004, la relación de los poetas mexicanos con los sudamericanos se

agudizó. A las lecturas y publicaciones hechas en Chile y Argentina por Luigi Amara,

Sergio Valero, Rocío Cerón y Hernán Bravo Varela, entre otros autores, siguió un creciente

interés nacional (aunque –de nuevo– más en corrillos que en publicaciones) por la poesía de

los chilenos Germán Carrasco, Damsi Figueroa y Kurt Folch, o de los argentinos W.

Cucurto, Martín Gambarotta y Alejandro Rubio, por citar algunos.

De los chilenos se admira en particular la plenitud de la obra de Carrasco y, en

general, la vivacidad con que asumen su vocación literaria, elevándola casi al rango de

performance y deporte nacional. De los argentinos, su soltura para “abrir el arco” del

66
discurso poético incorporando coloquialismos, cómics textuales y otras variedades pop del

constructio cultural contemporáneo.14

Creo que la influencia del Cono Sur sobre nuestras poéticas puede ser, en términos

generales, revitalizadora. Pero también me parece que existe el riesgo de asumirla de

manera superficial, incluso injusta.

Superficial, porque algunos poetas (pienso fundamentalmente en Sergio Valero) se

han dejado llevar por el entusiasmo de lo nuevo, y se arriesgan a ver el coloquialismo de

chilenos y argentinos como una suerte de Deus ex machina, lo que contribuye a generar

vacíos de crítica. Si ubicamos en un mismo plano la obra de Germán Carrasco y la de

Damsi Figueroa (poesía la de esta última que me parece sobrevalorada aun en su contexto

nacional) sólo porque sus autores son chilenos, o si endiosamos a cualquier poeta argentino

sólo porque su poesía sí “tiene calle” 15, estaremos sustituyendo un prejuicio por otro. Para

que la poesía sudamericana enriquezca nuestro medio hace falta publicarla acá y hacer de

ella una lectura detenida, crítica (pero si no criticamos ni lo nuestro...).

Injusta, porque ciertos rasgos que se celebran en la poesía sudamericana están

presentes en autores mexicanos (y no sólo jóvenes: recuérdese al primer Ricardo Castillo y

a José de Jesús Sampedro, Joel Plata o Marco Antonio Jiménez) completamente borrados

del mapa de nuestras referencias. Asumir un contexto ajeno fervorosamente, con prisa, y

sin que ello afecte la visión del pasado inmediato de nuestro medio, se parece menos a una

lectura que a una infatuation.

14
Lo que digo en este párrafo proviene de mis conversaciones con, al menos, cuatro de los poetas mexicanos
a quienes hago referencia en este apartado: Plascencia, Bravo Varela, Cerón y Valero.
15
Y hay algunos muy buenos, como W. Cucurto. Pero, como ya dije, creo que el coloquialismo es la retórica
institucionalizada de la reciente poesía argentina, lo que achata y abruma las reales virtudes de algunos
autores.

67
El caso de León Plascencia Ñol me resulta perfecto para ejemplificar cómo un poeta

mexicano de mi generación aplica a la práctica la noción de “crisis creativa”. Es

relativamente fácil notar cómo León sabotea –él estará de acuerdo con que use esta

palabra– ya no digamos la integridad del poema, sino la noción tajante de “estilo”, y con

ello la identidad autoral, valiéndose de los registros más diversos, incluso contradictorios,

en la sucesión de cada uno de sus libros. Personalmente, no todo Enjambres me complace

(aunque aprecio mucho algunos pasajes), y de plano me siento ajeno a La frágil insistencia,

un libro que ha sido celebrado en ciertos medios, creo que por la obviedad un poco

domesticada de sus filias literarias: alguna poesía francesa y mexicana que ve en los

blancos de la página el endecasílabo de lo inasible. Pero El árbol, la orilla me parece un

libro entrañable porque, pese a las deudas con Viel Temperley y Du Bouchet 16, la

imaginación del autor logra conquistar un espacio intermedio de verdadera creación

personal, y, sobre todo, estoy interesado en los poemas recientes que le conozco, textos que

me parecen menos rígidos que los anteriores desde una perspectiva técnica, y cuya auto-

ironía me resulta (no negaré mis afectos estilísticos) muy saludable para nuestra literatura.

Un reproche tengo que hacer a León: los ciclos formales que agitan su escritura

provienen más de la lectura de otros poetas que de cualquier otra clase de experiencia 17

vinculada a la poesía. Otra vez lo libresco se impone a lo vivencial y extra-retórico 18;

incluso, paradójicamente, cuando justo se trata de confeccionar poemas con mayor carga

extra-retórica19. No pretendo desvirtuar, ni mucho menos, la impronta de la lectura de


16
Traté este asunto en una reseña publicada en Letras libres Num. 64, abril de 2004.
17
Supongo que ya es hora de devolverle a esta palabra su amplitud original y rescatarla del secuestro al que
nosotros mismos la condenamos por repudio a unos cuantos malos (y alguno bueno) poetas peninsulares.
18
Creo que todo recurso literario, en su perfeccionamiento y/o desgaste, acaba por convertirse en retórica. Al
usar esta expresión (extra-retórico) intento dar un nombre restringido a un conjunto difícil de caracterizar: el
de aquellos rasgos textuales y semióticos cuya incorporación a nuestro contexto literario o nuestra lengua
intenta hacer menos predecibles, domesticadas o tediosas la creación y la lectura de poemas.
19
Me temo que esta crítica podría aplicarse también a los intentos de contemporización con lo sudamericano

68
poemas en la mente de un autor, y por supuesto que no cometeré la avaricia de plantear con

mi señalamiento la grosera disyuntiva entre vida y literatura. Lo que observo es más simple

(y grave), y opera en el mediano o largo plazo: si es la lectura lo que en forma preeminente

rige la renuncia estilística, la experiencia poética será más azarosa de lo que le es

connatural (también más superficial), y el sentimiento del tiempo, del verbo y del mundo

será más tenue y efímero. Estas condiciones pueden producir buenos libros, pero

difícilmente, creo, una obra coherente (y hablo de coherencia espiritual e intelectual, que no

es poca cosa). Tal es a mi juicio la parte más delgada del hilo que sostiene la poesía de

León Plascencia Ñol.

5.- Las instituciones culturales como trauma generacional

Algunos ven en los apoyos institucionales una conquista del medio cultural nacional20, otros

abogan por que haya menos recursos directos del Estado a los artistas, otros más consideran

que los estímulos debieran democratizarse, a lo que algunos responden que no es justo que

se trate con un mismo rasero a los diletantes y a quienes tienen verdadero curriculum y/o

amplia bibliografía, etcétera. Personalmente he recibido satisfacciones y decepciones (no

tanto como autor: como promotor cultural, que es el oficio del que he mal vivido desde los

dieciocho años; y como ciudadano, que es lo que más importa) de parte de las instituciones

culturales del país. Creo que el tema es vasto y complejo y que, como dije antes, debiera

debatirse en foros destinados a ello de manera específica. No obstante, me parece que nos

quejamos demasiado del contexto socio-político, y muy poco, en cambio, de nosotros

realizados por Rocío Cerón y Hernán Bravo Varela. En cambio, Sergio Valero parece estar más cómodo en el
registro viene viene de sus poemas recientes (aclaro que sólo conozco unos cuantos) que en la encorsetada
transparencia de sus textos inmediatamente posteriores a su primer libro, Cuaderno de Alejandra.
20
Christopher Domínguez lo dice acerca del SNCA en Letras libres (septiembre 2004).

69
mismos: quiero decir, de la posible impericia del corpus literario al que pertenecemos, de

nuestras herramientas intelectuales para juzgar la obra de otros.

A mí, y lo he dicho antes, lo que más me importa es la poesía y los poemas, así que,

¿dónde están las obras maduras de los poetas de mi generación?... Siempre que hago esta

pregunta recibo respuestas como las siguientes (todas son reales): “todavía no tenemos edad

para pensar de ese modo en nuestra obra”; “esa es una actitud romántica y anticuada, la

poesía no opera como fenómeno grupal, generacional y programático”; “por supuesto que

ya hay obras maduras, que no las veas es otra cosa”, “para definir la trascendencia de las

obras hace falta perspectiva histórica”, y “lo que planteas es muy pretencioso”.

Vayamos por partes. ¿Por qué no tendríamos edad para hablar de nuestra obra en

términos de madurez (vaya, ni siquiera esbozando deseos de madurez)?... Me ahorro a

Becerra y a López Velarde por no condescender a la obviedad, pero no puedo ahorrarme

esta paradoja espacio-temporal: todo mundo lamenta que los libros de poesía mexicana

tengan 60 cuartillas promedio porque eso es lo que exigen las convocatorias de los premios,

pero nadie (y, siendo honesto, no tengo más remedio que incluirme) se queja de mantenerse

hasta los 35 en calidad de “joven creador”. Aquí hay un asunto de longevidad que quizá

trasciende lo social y literario, y linda de algún modo con lo psicológico: ser joven hasta los

35 es cool (sobre todo si uno se compara con los futbolistas). Pero una cosa es que

aceptemos la convención social de ser jóvenes para el FONCA, y otra distinta que creamos

que eso nos exime de la plenitud literaria.

En este punto, me interesa enfatizar un hecho que trasciende el asunto de la edad y

la madurez creativa, y atañe también a la crítica, la convivencia en el plano de las ideas, la

“versión cultural” –diría Adorno– que hacemos del imago de escritor: dedicarnos a la

literatura no sólo nos requiere un aprendizaje académico, estético y estilístico, sino también

70
un aprendizaje psicológico que contribuya a hacer menos encarnizadas y amaneradas

nuestras disputas, menos señoriales (o infantiles) nuestros modos de relación textual y

extra-textual, menos egoístas y resentidos nuestros motivos para criticar (tanto en lo

individual como en lo tocante a las instituciones), menos suspicaz y emocional la recepción

de las críticas que se nos hacen. No estoy excluyéndome de estos “defectos”: sólo los

considero como tales, y creo que de ellos participamos casi todos los poetas de este país.

La segunda respuesta (que me parece la más propositiva, así que declaro su autor:

Hernán Bravo Varela) pone el dedo en una gran llaga: sabemos que las valoraciones

tradicionales ya no nos alcanzan para definir un fenómeno cultural tan concreto y a la vez

complejo como la poesía emergente de un país o una lengua. Pero opongo mi réplica: ¿por

qué aceptamos esto en lo que más directamente nos atañe (nuestra escritura), pero en

cambio juzgamos a las instituciones, a las nociones estéticas que no compartimos, a las

antologías, a todo el claustro no-escritural que rodea nuestra poesía (y que puede resumirse

en lectores y promotores) con la misma vara romántica, anticuada y programática de

antaño, como si fuera posible que las ideas tradicionales hubieran muerto para nosotros

pero siguieran vigentes para el resto de los actores vinculados a la literatura?... Hay aquí

una paradoja que refiere sutilmente, creo, nuestro trauma generacional con el paternalismo

de las instituciones públicas y otras figuras de autoridad (como la crítica).

La tercera respuesta (“ya hay obras maduras”) me parece también propositiva, pero

escandalosamente simplista. ¿Cuáles son esas obras? ¿Al juicio de qué lectores se ha puesto

a prueba su vigor? ¿Leemos en ellas dominio técnico, conveniencia con un estándar

estilístico, reivindicación del pasado en el sentido de tradición (o de un hipotético presente

absoluto), humanismo, palimpsesto discursivo, pura belleza melódica, novedad, todo lo

anterior?... Preguntas simples también, pero que no se responden sino mediante el ejercicio

71
cotidiano de la crítica. Y salvo Milán, Fernández Granados y Lumbreras, más la reciente y

esporádica presencia de Fabre y Bravo Varela, los poetas de plano preferimos “explicar

nuestra poética”, o generalizar sobre las constantes formales de un estrecho conjunto-

universo de autores, que ponernos a comentar comprometidamente y mediante ejemplos

textuales la obra de otros.

No desestimo la necesidad de perspectiva histórica para juzgar las obras, siempre y

cuando podamos convenir que dicha perspectiva se construye (así sea en forma vacilante)

desde un temprano momento. ¿Carecemos definitivamente de perspectiva (y lo que es más:

de contexto) para criticar o analizar libros como El cielo de Ernesto Lumbreras, Los

hábitos de la ceniza de Fernández Granados, La cercanía de Luis Vicente de Aguinaga,

Physical graffiti de José Eugenio Sánchez, Vida quieta, de Luis Felipe Fabre?... Me parece

que no.

Finalmente, la idea de que “es pretencioso” estar más interesado por la madurez de

las obras poéticas que por achacar sus carencias a las instituciones o al medio literario me

parece un disparate abismal. Primero, porque hay una contraposición esencial entre el

escepticismo libresco que Lumbreras considera revelador –avatar que no comparto, pero

percibo y respeto– o la noción de crisis creativa –a la que me siento más cercano– y una

visión tan oportunista de la escritura: fuera del aquí y ahora en sus virtudes, pero plena en

un aquí y ahora cuando se trata de justificar sus carencias. Y segundo, porque de inmediato

se infiere que, al hablar de que lo importante es la buena poesía, algunos creen que estoy

asumiendo (y abusando de) el papel de autor.

Y no: yo ante todo me considero un lector de poemas, de poesía. Prefiero el riesgo

de ser juez y parte que el silencio despectivo, el monólogo exquisitoide o el valemadrismo

posmo. Yo reivindico mi posición como lector de poemas porque (lo dije hace años, lo

72
reitero aún) para mí el problema fundamental es qué tan capaces somos de (y que tan

dispuestos estamos a) distinguir un buen poema de otro que no lo es. Y a lo mejor esto sí es

pretencioso. Pero hay que arriesgarse, porque (y cito un pasaje de Milán que me parece

revelador en su sencillez) “Lo único que nos hace sortear la retórica, que siempre está

presente en el lenguaje, es la experiencia individual del habla poética”21.

6.- Colofón

Enlisto tres posibles finales.

a).- Si el lector estuvo de acuerdo con al menos una cuarta parte de lo que he

enunciado, y en desacuerdo con la falta de entusiasmo negativo con que he tratado la

impericia institucional (tema que, insisto, me parece importante pero ajeno al espíritu de

este texto), coincidirá en que tanto llevar y traer la noción de “arte poética” es, por decir lo

menos, una elegante forma de escurrir el bulto.

b).- Notarán que, en varias ocasiones, tuve que recurrir a charlas de café,

conversaciones privadas, mesas de discusión pública y otras cifras orales para catalogar

parte de las ideas en torno a la poesía mexicana reciente de las que tengo conocimiento.

Creo que es importante que la crítica del fenómeno poético tenga una vida oral, pero es

innegable que a nuestro contexto le hace falta poner por escrito muchas de las nociones que

aquí abordé someramente, para trascender el desorden y la tergiversación. Es difícil (y no

ignoro su lado injusto) debatir por escrito con una idea ajena que sólo se ha esbozado en la

conversación. Creo que es un buen momento para posponer brevemente el íntimo macramé

y las marchas contra Sari Bermúdez y sentarnos a discutir por escrito sobre cómo estamos

21
Trata de no ser constructor de ruinas, filodecaballos, 2003, p. 44. De más está decir que esta “experiencia
individual” no sólo atañe (desde mi perspectiva) a los poetas, sino también a los lectores.

73
leyéndonos y por qué. Este texto aspira a dialogar (así sea torpemente) con los pocos

autores que han intentado actualizar nuestro discurso crítico en torno a la nueva poesía

mexicana.

c).- Y último: he recorrido aquí, aprisa, la obra de algunos de mis amigos y colegas;

no he sido lo suficientemente atento con ellos, porque los he criticado sin demorarme en

poemas concretos, y (algo importante para mi manera de leer) sin citar pasajes que

muestren de manera específica lo que afirmo22. Me importaba dar en este ensayo una visión

al mismo tiempo concreta y compendiosa. No obstante, me declaro en deuda con estos

escritores, y me comprometo (es lo menos que puedo hacer, para resultar consecuente con

lo que hasta ahora he dicho) a iniciar la escritura de una serie de artículos sobre los libros y

los poetas de mi generación que cité en estas páginas.

Septiembre de 200423

22
Antes he publicado alguna nota sobre ellos; esto me hace sentir menos injusto.
23
Addenda 2006 (septiembre): Unas cuantas circunstancias de las aquí descritas han cambiado. Me temo que
para mal: el “humor” dejó de ser marginal para volverse un nuevo (y seguramente fugaz) rey lelo; los
ensayistas emergentes –pienso en Alí Calderón y su insistencia en catalogar a los poetas jóvenes de acuerdo a
su mayor o menor “prestigio”– confunden la crítica con el rating; y no falta por desgracia quien no se ha
enterado todavía de que la polémica intelectual es un país independiente del insulto. Supongo que esto será
materia de otro escrito. Consigno la fecha original en que compuse éste porque sé que lo acecha un aura de
caducidad: lo concebí como un texto de periodismo cultural, no como una tesis. No obstante, opino que la
mayor parte de sus observaciones se mantienen vigentes hasta ahora.

74
El norte como fantasma*

1. JET LAG

Últimamente hice tres cosas que me obligaron a destilar cierta visión de “lo norteño”:

Primero fui a Veracruz. Mi colega de viaje, el Díler Niño Héroe (que no es díler ni

mucho menos niño, pero así lo llamaré sólo por ambientar mi historia), se lanzó en taxi a un

mercadito suburbano y, arriesgándose a que la policía portuaria y/o la proverbial gandallez

porteña le metieran un buen susto, nos fixeó varios gramos de una cocaína dizque

guatemalteca que olía a talco del doctor Simi pasado por los pies, pero que pegaba

lindísimo –sobre todo porque al nivel del mar el corazón se vuelve menos enfático en sus

paranoias.

Lo segundo fue treparme en un avión y volver a Saltillo, a presentar La mara, de

Rafael Ramírez Heredia. De la lectura de esa novela obtuve un par de lecciones de historia:

me enteré por ejemplo de que, durante el último año, 250 mujeres han sido violadas y

asesinadas en la frontera sur de México, casi todas en la zona limítrofe de Tecún Umán, la

población más norteña de Guatemala –también conocida por los centroamericanos con el

mote de “Tijuanita”. Todavía no se establece la suma de crímenes de índole semejante

cometidos ahí durante los últimos diez años (y es que es un territorio que a nadie parece

importarle) pero, de acuerdo con las indagaciones de Ramírez Heredia, podrían sumar el

doble de las famosas “Muertas de Juárez”. Supongo que las víctimas del sur no cuentan

*
Comisionado por Margarita Reynosa para el I Encuentro Regional de Escritores “Jóvenes en la Silla”.
Monterrey, mayo de 2005. Publicado posteriormente en las revistas Literal y Hermanocerdo (2006).

75
tanto (salvo las que de alguna inopinada forma se relacionan con el zapatismo), porque

hasta ahora nadie ha visto a Jane Fonda pasearse con una pancarta por las calles de Tecún

Umán.

Lo tercero que hice –como si un Mefistófeles suriano hubiera estado tejiéndome el

itinerario de este texto– fue treparme a otro avión y volar a Tijuana, donde estuve menos de

24 horas: apenas lo justo para hablar 30 minutos en una taciturna feria del libro y beber

respetables raciones de cerveza Mexicali en los téibols del bulevar Revolución, jugando al

juego de adivinanzas típico de los tijuaneros: decidir si esa bailarina de piernas primorosas

y silicona hasta los pezones es o no es un señor.

Se dice que Tijuana es la esquina prístina de nuestra norteñidad, el aleph de

aspiraciones de una “tercera nación”. Se dice que a Tijuana la hizo Dios un sabadito por la

noche para bailar con ella aquerenciada contra el pecho. Sin embargo en este viaje sentí por

primera vez la punzada de una desaparición idiosincrásica, la manera en que una mise en

scene hollywoodense (por ejemplo una fiesta electrónica en el sexto piso de un

estacionamiento donde la seguridad corre a cargo de un pelotón de la Mara Salvatrucha)

empieza a marchitar el guarrito glamour de algunas ciudades norteñas, emparentándolas

más con un ardid publicitario que con el mito de subversión y resistencia y violencia-vista-

como-pasajera-en-tránsito que alguna vez le diera épica nombradía a nuestros desiertos.

Lo que intento ilustrar con estas tres anécdotas (el rush veracruzano, las Muertas del

Soconusco y, en contrapartida, el off-Broadway en que está convirtiéndose Tijuana) es la

engañosa articulación de un discurso que ve al norte como una zona privilegiadamente

abyecta, una suerte de Arcadia de la degradación, la balacera, el consumo de

estupefacientes, el tránsito absoluto, las fiestas hasta el amanecer con mujeres desnudas

76
dando vueltas dentro de tu cabeza y, en general, el estatuto de lo provisorio como identidad

colectiva y la autodestrucción ejercida como un derecho civil hardcore.

Si bien es cierto que muchos de estos rasgos de barbarie postmoderna adquieren en

ciudad Juárez, Culiacán o Tijuana (e incluso en la reciente escalada de ejecutados que

afecta a Monterrey y sus alrededores) un componente mitificador, también es oportuno

apuntar que su raíz no siempre nace en el norte: habría que mencionar al menos la

influencia del deep south mexicano (zonas rurales de Chiapas, Oaxaca y Guerrero que de

vez en cuando nutren la prensa septentrional con su transterrada tradición de la vendetta a

machetazos), el anecdotario “residual” que generan ciertas migraciones (formas de

violencia organizada que se desarrollan desde Centroamérica a lo largo de todo el país y

hasta el sur de Estados Unidos, pero que gozan de mayor publicidad en nuestros pagos), y

el muy nórdico –aunque no necesariamente “norteño”– espíritu librempresarial del

narcotráfico, que a fuer de tanta mitificación popular y tanta “persecución” aduanera suele

escamotearnos el pliegue más significativo de su existencia: se trata de una actividad

transnacional, globalifílica, cuyo único motor es la codicia y cuya leyenda fronteriza

resulta, en gran medida, un subproducto turístico, un accidente fiscal.

Desde una óptica cercana a la historia de las mentalidades, el norte se ha vuelto una

especie de olla podrida de la identidad, un estrato no de “ausencia de cultura” (como han

querido verlo a veces espíritus vigorosos pero obtusos, empezando por Vasconcelos), pero

sí de múltiples simulacros culturales que a través de los medios de comunicación, la

burocracia y nuestra propia complacencia ciudadana desenfocan y trivializan la realidad.

Más que un corpus social o geográfico, “lo norteño” define, a mi juicio, una profesión de

fe: un afán de pertenencia a ciertos mitos, conductas y códigos.

77
2. VEO A MIS RECUERDOS PASANDO DE MOJADOS

Vivo en Saltillo. Valga decir vivo en el norte. Valga: vivo en una ciudad hipócrita,

balsámica, elíptica y –en cierto modo– horrenda. Una ciudad donde, a causa de la ley seca,

los domingos por la tarde resulta más sencillo conseguir drogas ilegales que un six de

cerveza. Una ciudad al pie de la Sierra de Zapalinamé y a dos tiros de piedra del Desierto

de Mayrán. Una suerte de discotec de bajo impacto o arbolito navideño horizontal que linda

al oriente con bosques endémicos y al poniente con plantas de gobernadora que han vivido

más de diez mil años. Saltillo: tierra de nadie, “tarea de todos”, “una ciudad para vivir

mejor”, “la Atenas del Noreste”, “aquí el que no es poeta hace cajeta”: pestíferas rondallas

y mondrianescos espectaculares con la cara de Enrique Martínez Para Presidente

decorando una avenida tan polvosa como un western.

¿Qué comparte mi pueblo con ciudades como Hermosillo, Monterrey, Zacatecas,

Mexicali, por dar algunos nombres?... No siempre una geografía: mi casa está a mil

kilómetros del D.F. y a tres mil de Tijuana. Tal vez sea hora de que empecemos a pensar

también en términos de Este y Oeste, nociones a las que no solemos dar importancia pese a

que afectan algo tan cotidiano como nuestro huso horario.

No comparte tampoco mi ciudad con otras del norte un estricto corpus de hábitos

generados por el entorno natural, social o económico: Coahuila es (o era hasta hace unos

días) un estado con bajos índices de violencia, contrario a otros estados fronterizos.

Durango tiene mayor emigración que inmigración, a diferencia de lo que sucede en Nuevo

León o en la Baja Norte. Y en Zacatecas rifa más el mezcal que la Tecate, con sobrada

razón: aquí a las doce del mediodía nos estamos derritiendo entre sudores, allá casi siempre

hace un chingo de frío.

78
¿Cuál será entonces el eje de nuestra “norteñidad”? Me parece que, de manera

señalada, un conjunto de símbolos: el desierto (que en realidad no es sólo nuestro, porque el

ecosistema llamado Desierto Chihuahuense va desde Arizona hasta el estado de Hidalgo);

la franqueza (a veces más histriónica que real, lo digo francamente aunque se enojen mis

amigos); el rabelesiano ritual de la fiesta que no se acaba nunca; el ancestral nomadismo

comanche traducido en clave postmoderna a los fenómenos de la migración ilegal y la

población flotante; y el subversivo privilegio de haber hecho de la violencia (con todo y

Tigres del Norte, con todo y cuernos de chivo) nuestro patrimonio, nuestra Gran

Aportación al imago nacional.

También nos define un asunto estilístico: quienes creemos en la existencia de este

norte inasible hemos perfeccionado, tanto en la literatura como en la vida cotidiana, un

delicioso corpus de inflexiones del lenguaje, gestos, hablas tribales, gags y slangs que no

siempre coinciden (los del oeste dicen “está bien curado, Ese”, los orientales nos

conformamos con el pétreo “ta con madre, wey”), pero que están dispuestas a contaminarse

en tanto se reconozcan como “hablas norteñas”, es decir, ni del sur ni del centro, what ever

that means. Esto ha dado lugar a un paradójico chauvinismo tránsfuga y pragmático, casi

diría provisional.

Por otra parte, creo que uno de los rasgos mayores de nuestra norteñidad está poco a

poco desapareciendo: me refiero al sentimiento insular. Migrante y anónimo, a cientos (a

miles) de kilómetros del institucionalismo capitalino, el norteño original era un bato

ontológicamente solo, un outsider, un lone ranger intentando construir su identidad

regional a punta de apremios y recuerdos. Hubo, creo, un bello momento cultural donde lo

que nos hermanaba, igual que sucediera siglos atrás con los cientos de naciones apaches

79
que rolaban por estos rumbos, no era la pertenencia sino la extrañeza, la desemejanza, la

distancia.

Ahora, en cambio, la globalización de nuestro chauvinismo (y es que hasta los

chauvinismos se globalizan: basta echarle una mirada a las naciones árabes para

constatarlo) estrangula la mística insularidad del norte mexicano, restándole frescura a su

discurso, aunque dándole por otra parte mucha mayor cohesión, y en consecuencia más

poder frente al tradicional discurso del nacionalismo centralista.

Mitificar la barbarie devino actitud cosmopolita y hasta colonizadora. Se me ocurre

un ejemplo trivial que permite observar de soslayo este fenómeno: recuerdo que cuando yo

era niño y vivía en Monterrey (y a contrapelo de las opiniones defeñas, que siempre fijaron

en San Luis Potosí su frontera con lo chichimeca) Saltillo era vista por los norteños de cepa

como la más cercana ciudad del centro del país; ni qué decir de Zacatecas, incluso de

Durango. Ahora, en cambio, el constructio de “lo norteño” se ha difundido y multiplicado,

en parte porque somos más conscientes de nuestras semejanzas culturales, pero también

porque nuestra resistencia a la tradición ultramontana genera un belicoso “chauvinismo

incluyente” (valga otra vez la paradoja).

Entiendo que hay que celebrar el poderío y la expansión de una serie de costumbres,

expresiones populares, inflexiones lingüísticas y estructuras simbólicas que ha luchado con

éxito por oponerse al acendrado centralismo dominante. Pero, como yo soy negro y estoy

enamorado de mi blues, no dejo de sentir nostalgia por el relajado norte de mi primera

juventud: sus clicas que aún no eran ejércitos, sus asesinatos a tiro limpio y sin escenografía

ni tanta prensa, sus putas casi sin tetas (casi también sin silicón), su música norteña de

verdad y no esta bipolar aguachirle grupera, sus escritores (pienso en Abigael Bohórquez,

Jesús de León, Joel Plata, Joaquín Hurtado, Paco Luna) voluntariamente provincianos y

80
desdeñosos de la fama de su gremio. En fin: su insularidad sumamente ingenua, pero más

radical y sincera que la nuestra.

Estas opiniones no pretenden desestimar las virtudes intelectuales de mi generación:

cualquiera sabe que el norte es actualmente uno de los polos culturales más ricos de

México. Pero, ¿qué es realmente el norte?... ¿Una geografía, una mercancía, una mera

costumbre, un ideario político y verbal? ¿De cuándo acá nos volvimos tan complacientes

con la estandarización del habla, la sacralización de un par de temas obvios, la maquila en

escayola de nuestras chulas fronteras?...

Algunas veces me levanto con la sensación de que yo mismo, lanchero acapulqueño

avecindado en el desierto por vocación personal, por puro amor a su armonía indecisa y sin

fanfarrias, voy otra vez, a causa de la puerca estandarización de unos discursos que se

pretenden subversivos, voy otra vez, chingada madre, camino del exilio.

81
Los panteones son testigos*
cinco viñetas sobre el corrido norteño

1.- A BEER ROAD

Así como Homero fundó el poema épico para demostrar que el mar y el vino son del mismo

color, los aedas modernos inventaron el corrido norteño para que nosotros tuviéramos un

eterno antojo de cerveza. Unos cuantos versos de “Lamberto Quintero” aquilatan la esencia

de esta sed metafísica:

Un día 28 de enero,

cómo me duele esa fecha,

a don Lamberto Quintero

lo seguía una camioneta.

Iban con rumbo a El Salado

nomás a dar una vuelta.

Pasaron El Carrizal.

Iban tomando cerveza.

*
Comisionado por Luis Humberto Crosthwaite para el libro colectivo Puro border (Cinco Puntos Press,
Estados Unidos, 2003), publicado originalmente en inglés. Leído en el VI Encuentro Internacional de
Escritores de Monterrey, 2002. Incluido en el volumen colectivo Territorios de la violencia (Conarte, México,
2003). Publicado también en Elbridge (El Paso, Tx, 2002) y Gazeta del Saltillo (2003).

82
Su compañero le dice:

–Nos sigue una camioneta.

Lamberto sonriendo dice:

–¿Pa qué son las metralletas?

La sonrisa frente a la amenaza, la rima entre “cerveza”, “camioneta” y “metralleta”,

la liviandad de estar dispuesto a morirse con tal de salir “nomás a dar una vuelta”: en estos

pocos trazos se intuye el perfecto bato norteño. Sin embargo, hay que completar sus

atributos.

Sombrero Resistol, troca Cheyenne con las balatas pegadas, estéreo Pioneer

comprado chocolate en una aduana fantasma, un Marlboro entre los dientes y una lata de

Tecate entre los muslos, pegadita a los huevos: así es el anónimo héroe de la norteñidad

que transita las carreteras de Tijuana a Hermosillo, de Chihuahua a Durango, de Coahuila a

Tamaulipas, uniendo en un helado sorbo de espuma el territorio más vasto y solitario de

México. Un hombre que recorre, a 120 kilómetros por hora, el sueño de vivir y de morir en

esta tierra donde la violencia es feliz y próspera y un poquito cursi, y las muchachas sólo

aceptan bailar con los valientes, y se pasa, con acordeón y bajo sexto, mucho más

fácilmente el trago amargo de los dólares perdidos.

2.- ESTO QUE ANDO HACIENDO ES PORQUE NO QUIERO ROBAR

Pasé mi infancia en un pueblo de Coahuila: ciudad Frontera. Mi familia era pobre, así que a

los nueve años tuve que buscar trabajo. Muy pronto lo encontré: cantante de autobús. El

grupo lo integrábamos mi hermano Saíd y yo. El escenario era el pasillo de un Transportes

83
Anáhuac oloroso a sudor y a metal corroído. Cantábamos viejos boleros norteños y, por

supuesto, corridos: “El asesino”, “Pistoleros famosos”, “El polvo maldito”. Cantábamos

con voces agudas pero bragadas, porque cuando uno canta corridos de narcos abaleados no

puede andarse con mariconerías: hay una savia de valor que los personajes de las historias

le contagian a la voz. Luego de dos o tres canciones colectábamos las ganancias y

bajábamos en la siguiente terminal. Buscábamos otro transporte y nueva clientela sin

importar que la deriva nos llevara más lejos o más cerca de nuestra casa.

Ciudad Frontera es el ápice de un archipiélago de pueblos fantasma: San

Buenaventura, Lamadrid, Nadadores, Sacramento… Cada quince o diez minutos aparecía

frente al autobús un caserío encalado, una plaza con un kiosko cacarizo de balazos o una

alameda que servía para guarecerse de las tolvaneras. De ranchería en ranchería, de dos de

la tarde a nueve de la noche, Saíd y yo conocimos el mundo y celebramos la vida y la

muerte de sus héroes. Luego volvíamos a casa con las bolsas del pantalón llenas de

monedas de a uno y de a cinco.

Una vez, en un trasporte para empleados de la siderúrgica, un obrero me dio un

billete de cien pesos y me dijo: “A ver: cántate el corrido de Laurita Garza”. En otra

ocasión nos agarramos a chingazos con dos güercos que intentaron asaltarnos en medio de

un baldío. Supongo que ganamos porque, muy en el fondo, sabíamos que el espíritu de

algún pistolero famoso peleaba de nuestro lado.

3.- LAURITA GARZA

Lalo Mora, el rey de mil coronas, fundador de Los Invasores de Nuevo León y compositor

de canciones alineadas en la tristeza borracha de Cornelio Reyna o Hank Williams, es

84
también autor de “Laurita Garza”, un corrido norteño que puede arrogarse el título de obra

maestra de la narrativa popular mexicana. He aquí el texto íntegro:

A orillas del río Bravo,

en una hacienda escondida,

Laurita mató a su novio

porque ya no la quería

y con otra iba a casarse

nomás porque las podía.

Hallaron dos cuerpos muertos

al fondo de una parcela.

Uno era el de Emilio Guerra,

el prometido de Estela.

El otro el de Laura Garza,

la maestra de la escuela.

La última vez se vieron,

ella lo mandó llamar:

–Cariño del alma mía,

tú no te puedes casar.

¿No decías que me amabas,

que era cuestión de esperar?

85
“Tú no puedes hacerme esto,

qué pensará mi familia.

No puedes abandonarme

después que te di mi vida.

No digas que no me quieres

como antes sí me querías.”

–Sólo vine a despedirme

–Emilio le contestó–.

Tengo a mi novia pedida,

por ti mi amor se acabó.

Que te sirva de experiencia

lo que esta vez te pasó.

No sabía que estaba armada

y su muerte muy cerquita;

de la bolsa de su abrigo

sacó una escuadra cortita.

Con ella le dio seis tiros.

Luego se mató Laurita.

No es difícil encontrar un retintín tradicional en los primeros dos versos: se

aproximan levemente al “En un lugar de la Mancha” con que inicia el Quijote –fórmula que

86
a su vez está basada, como reseña Martín de Riquer, en un oscuro romance recopilado por

Luis de Medina en Toledo, en 15961. También, hay que decirlo, este arranque coincide con

la detallada imprecisión geográfica que caracteriza a casi todos los cuentos de cepa

folklórica.

A la manera de algunos romances históricos y de la nota periodística, pero también

a la manera de novelas contemporáneas que apuestan por el tour de force narrativo, como

Crónica de una muerte anunciada o El barón rampante, lo que relata el corrido se resuelve

de inmediato, aun en la primera estrofa: Laurita mató a su novio porque ya no la quería.

En la segunda estrofa descubrimos algo a simple vista intrascendente, pero que

abona en favor de la tensión y la verosimilitud: Laura Garza era maestra. Se infiere, por la

mise en scene, que la suya era una escuela rural. Este dato, que habla de una hipotética

preeminencia cultural con respecto a su contexto, aunado al diminutivo “Laurita”, explica

por qué Emilio no temió citarse con ella en un lugar escondido sólo para repudiarla. Así, la

economía verbal nos permite imaginar el carácter de ambos personajes, lo que da mayor

dramatismo al diálogo subsiguiente.

Las estrofas tres, cuatro y cinco refieren el doloroso intercambio de amor y

desprecio entre la doncella burlada y el amado inconstante. Esta parte del corrido es

bastante simple y no abundaré en sus rasgos tradicionales/populares.

En contrapartida, la última estrofa resulta fulminante: cada verso describe datos

específicos como la bolsa del abrigo, el tamaño de la pistola o la cantidad de balazos que

recibió Emilio. Esta precisión, que rompe con el tono generalizador del relato, provoca que

1
Cervantes, Miguel de, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Prólogo y notas de Martín de
Riquier. RBA, España, 1994, p.3, nota 1.

87
la escena resulte más veloz. La violencia destaca por su vuelo y se vuelve irónica gracias a

los tres diminutivos: la muerte cerquita, la escuadra cortita y Laurita suicidándose.

Si nos rehusamos a los moldes puritanos, el texto de “Laurita Garza” podría

catalogarse como conceptista: sus virtudes poéticas no radican en la metáfora, sino en la

sugerente combinación de detalles narrativos y accidentes verbales. Por último, creo que

carece de importancia si el autor hizo esta humilde joya a sabiendas o no: basta con verla

detenidamente para apreciar su fulgor.

4.- LOS PANTEONES SON TESTIGOS

En su carácter de sagas o sergas, los corridos norteños representan un tejido cultural

caótico, pero también meticuloso. Todos tienen segundas partes, orígenes remotos,

respuestas broncas y coincidencias históricas. Son como un fuego cruzado, un territorio

donde distintos planos de la realidad se mezclan. Un aleph hecho a balazos.

En los años 70, Ramón Ayala y sus Bravos del Norte grabaron “Gerardo González”,

historia de un pistolero ajusticiado por la policía. Empieza así:

Ya todos sabían que era pistolero,

ya todos sabían que era muy valiente,

por eso las leyes ni tiempo le dieron

el día que a mansalva y cobardemente

le dieron la muerte.

88
Años más tarde, ya en los 80, el propio Ramón grabó “El federal de caminos”,

donde se relata el asesinato de un héroe legal: Javier Peña, agente de la Policía Federal de

Caminos. Ésta es la última estrofa:

Javier su deber cumplía.

Cómo poder olvidarlo

cuando sonriendo decía

(da tristeza recordarlo):

–Que me canten los Bravos del Norte

el corrido de Gerardo.

El corrido norteño ha dado origen al metacorrido: si alguien dice que es “el jefe de

jefes” de los narcotraficantes, no falta quien le responda que es un pollo que se cree gallo;

si Lino Quintana exporta su producto en un carro rojo, Pedro Márquez va de compras a

Acapulco en una camioneta gris; si Emilio Varela recibe siete balazos en Los Ángeles, sus

hijos y sus nietos y sus bisnietos volverán a Tijuana y San Ysidro a cogerse o a matar o ya

de perdis a sacar a bailar a las hijas y las nietas de Camelia la Texana. La realidad histórica

de algunos (muy pocos) de los personajes ha dejado su sitio a la avidez de los escuchas por

las segundas y terceras partes del relato.

La cantidad de nombres y sucesos relacionados con el género provoca que, como

sucede con mucha literatura fantástica posterior a Tolkien, sea necesario establecer

catálogos, resúmenes y guías; es decir, corridos que son compendios de corridos. Tal vez el

primero –y hasta la fecha el mejor– de estos catálogos sea “Pistoleros famosos”:

89
Cayeron Dimas de León,

Generoso Garza Cano

y los hermanos Del Fierro

y uno que otro americano.

(…)

Lucio cayó en Monterrey,

Silvano en el Río Grande

(…)

Liquidaron a Ezequiel

por el año del 40

José López en Linares

siguió aumentando la cuenta

y Arturo Garza Treviño

allá en el once sesenta.

“Pistoleros famosos” da cuenta de la mayor aspiración de toda épica: totalizar el

mundo en el nombre de un héroe.

Sólo que para el corrido norteño no existe heroísmo más grande que morir. Un

hombre puede ser juzgado bueno y cabal porque burla a las autoridades gringas en una

avioneta, porque intenta una y otra vez cruzar de mojado, porque bebe su cerveza

acompañado de una rubia, mata judiciales, es buen amigo, no perdona las ofensas, exporta

90
pacas de a kilo o, así de simple, mantiene vigente la tradición mexicana de vivir para

chingar. Pero no hay heroísmo mayor que dejarse quebrar a balazos. Y si es en la línea

fronteriza, mucho que mejor. La penúltima estrofa de “Pistoleros famosos” lo dice a las

claras:

Los pistoleros de fama

una ofensa no la olvidan

y se mueren en la raya;

no les importa la vida.

Los panteones son testigos,

es cierto, no son mentiras.

Esta vocación autodestructiva, lo mismo que el afecto que despiertan los antihéroes,

los narcotraficantes, los enemigos de la norma, es la raíz del sentimiento épico. Jorge Luis

Borges ha dicho que los verdaderos héroes de La Ilíada son, para casi cualquier lector, los

troyanos; porque hay más dignidad y belleza en la derrota que en la victoria.

Análogamente, en la guerra cultural que se libra en la frontera norte de México los escuchas

del corrido sabemos que nos toca jugar el rol de los troyanos.

“Pistoleros famosos” termina con dos versos dignos del clasicismo épico: “murieron

porque eran hombres / no porque fueran bandidos”. Claro que estoy haciendo lo que

Harold Bloom llama misreading; una lectura equivocada. Seguramente lo que el autor

quiere decir es que murieron por valientes y no por vivir fuera de la ley. Pero yo prefiero

entender que la causa de su muerte no es la vida que escogieron, sino su inmanente

91
condición de seres destinados a extinguirse: “murieron porque eran hombres / no porque

fueran bandidos”.

5.- Ya con ésta me despido

Una buena cantina se reconoce por tres rasgos esenciales: hay aserrín en el piso, la cerveza

se enfría en hielo y la radiola contiene los mejores discos de Los Tigres del Norte, Los

Invasores de Nuevo León y Los Cadetes de Linares.

Lo mismo que los celtas y los legionarios romanos, lo mismo que los tres

mosqueteros o el vulgo isabelino, lo mismo que los compadritos argentinos, los cowboys

de Colorado y los basuqueros de Medellín, el habitante del norte de México consume su

lenta cerveza al amparo de espíritus letales y simpáticos. Burreros suicidas, capitanes

incorruptibles, polleros caritativos, guardaespaldas neuróticos e hijos-policías que matan a

sus narcopadres en edípicos operativos judiciales: ellos son nuestra mitología.

La cantina es la plaza del juglar, la reunión en torno de la hoguera antigua, el

territorio semilegendario al que descienden, de vez en cuando, los héroes. Al calor de los

tragos, los acordeones y las voces arrequintadas de una buena radiola, el norteño restaura la

barbarie que le es tan cara y que, en la era post-salinista, es diezmada por la proliferación

de las escépticas flores del Mall, las asépticas franquicias y una exótica sucesión de nuevas

leyes de tránsito inaplicables en un país lleno de baches y policías. Hay una esencia pétrea,

entre sórdida y mineral, que hace que una buena cantina se asemeje a una cueva o una

gruta.

Si la cerveza y los corridos se disfrutan mejor en las carreteras desérticas y las

cantinas como cuevas, es porque en la confluencia de estos dos ámbitos hay una felicidad

92
casi apache. Y aunque nada o casi nada de la sangre de los indios nómadas sobreviva en la

nuestra, hemos hecho del paisaje una forma de destino.

Wallace Stevens escribió una vez que “Ningún hombre es un héroe para quien lo

conozca”. Nosotros, que vemos cada mañana nuestra cara en el espejo, y nos enteramos de

las noticias vía satélite o por internet, y hemos contemplado nuestras propias vísceras a

través de filamentos de fibra óptica, nos conocemos demasiado como para resultar heroicos

ante nuestros propios ojos. Pero bastan los tres minutos que dura un corrido para restaurar

en nuestra mente una pasión antigua: la de haber sido –en la infancia, en la borrosa película

de una parranda, en la memoria comunitaria, en la cama de una prieta muy hermosa– un

pistolero famoso, un guerrero que con su espada atraviesa un blando siglo de hamburguesas

y refrescos de lata.

Y es este sueño distante lo que nos hace cantar.

93
Bonus tracks

Entrenamientos en un campo de tiro

94
Blues para un funeral

Detengan los relojes, descuelguen el teléfono;

denle un hueso jugoso al perro: que no ladre;

silencien los pianos y, con un tañido sordo,

saquen el ataúd. Hagan sitio a los dolientes.

Que aeroplanos quejumbrosos sobrevuelen en círculos

escribiendo en el cielo la noticia: “Está Muerto”.

Pongan moños lúgubres en los cuellos blancos de las palomas públicas

y que lleven los agentes de tránsito negros guantes de algodón.

Era mi norte, mi sur, mi este y mi oeste,

mi semana laboral y mi domingo de descanso,

mi mediodía y medianoche, mi charla, mi canción;

pensé que el amor duraba para siempre: estaba equivocado.

Ya no importan las estrellas, que las apaguen todas.

Envuelvan la luna, desarmen el sol,

vacíen el océano y arrasen el bosque,

pues nada ya tendrá belleza ni bondad.

Wystan Hugh Auden

95
Café Trieste: San Francisco

Volví a esta calle como

a los labios vuelve un eco

buscando un beso en vez de una palabra.

No cambia nada aquí. Ni el clima

ni las fachadas. En nuestra ausencia,

las cosas ganan –mancha a mancha–

permanencia.

Helado,

detrás del vaho de los escaparates,

veo a los inflamados sargos (locos

gesticuladores) entibiando sus peceras.

Pasado que se expande. Un río

es una lágrima. Lo real

es memoria que pellizca

con la punta de los dedos

algo de lagartija: el ápice

de la cola. Y en un desierto ansioso

de que el viajero se tope con la esfinge,

96
la lagartija se oscurece hasta la invisibilidad.

(Tu crin dorada, tu enigma.

Los frágiles tobillos, la falda

color lila. El oído perfecto,

entendiendo “mi amor” donde dice “labor”.)

¿Bajo cuál palidez de nubes late ahora,

inclinando su mástil,

el navío tricolor de tu futuro,

tu presente y tu pasado?

¿Sobre qué aguas de lino

flotas gallarda con rumbo a nuevas playas,

empuñando tus ojos o tus perlas

en alivio a la demanda más salvaje?

Mas si hubiera perdón –quiero decir,

si es que las almas van

a romper con la carne en algún lado–,

entonces esta unión será gozada, también,

como un dulce parloteo de trasmundo.

Donde –borrasca o lino: nubes–

97
valen medio centavo los santos y la ausencia.

Donde siempre el primero en llegar

voy a ser yo.

Joseph Brodsky

98
La sorpresa

Nizam el pederasta –cuyo amor

por los chicos Bagdad bien conocía–

halló una tarde, en un claro apartado,

el resplandor de un cuerpo tendido junto a un seto.

Acercándose, vio: contornos de un mancebo

más gentil que cualquiera promesa de sus sueños.

A la sombra dormía –largo, esbelto–

apoyada en los brazos la cabeza,

ofreciendo unas nalgas descubiertas y firmes.

Nizam saltó veloz como la garra de un chacal

sobre el mozo, enrollando su manto a la cintura,

y en menos que lo cuento penetró

aquel trasero con su verga vigorosa. Pero luego,

cuando quiso abrazarlo, descubrió

que no era él, sino ella. La sorpresa incrementó

su deleite, pues creyó haber hallado un manantial

de placer que otros amores no le daban.

¿Se convirtió Nizam? Jamás. En cambio la doncella

99
ahora brinda un servicio peculiar a sus amantes.

Anónimo árabe del siglo IX


(sobre una versión al inglés de Derek Parker)

100
Un sueño de caballos

Nacidos caballerangos; aún dormimos en las caballerizas.

Fortuna nuestra, estiércol y pelambre de caballos.

Sólo sabemos conversar sobre dolencias equinas.

Bajo la noche derramada tras las puertas del palacio

batían pisadas y pisadas y pisadas de caballos:

ojos en blanco nuestras bestias pataleaban sus pesebres.

Y nosotros, aprisa (ratón en un bolsillo, paja entre los

cabellos), salimos al oscuro despeñarse de caballos:

temblor en herraduras. La llamita naranja

del quinqué vertió máscaras atónitas en rostros

dormidos; rostros sin otro cuerpo que caballos

relinchando y atronando y coceando desde un establo al mundo.

El palacio lucía tan alto y albo, la luna bien redonda.

Lo demás eran estas cabriolas de caballos

frente a párpados chapados en sonido.

101
Bajamos nuestras lámparas (el cuerpo borracho ya de ruido)

y anhelamos morir bajo pezuñas de infinitos caballos

–cada confín del polvo imaginado como cascos y una crin.

Y es seguro que caímos –ebrios fardos– en un sueño

de oídas, bajo el trueno arrullador de los caballos.

La claridad del sol nos despertó más duros.

Más allá del palacio se extendía el desierto virgen

pleno de piedra y escorpión. Nuestros caballos

yacían sobre la paja, indiferentes y desdichados.

Ahora dejen que, mediante sogas, nos descuarticen estas

pobres monturas. Que las llamas del Juicio sean enormes caballos.

Que caballos pateando sea, ciega, la propia Eternidad.

Ted Hughes

102
Índice

Éste es el plan:

Autorretrato en sepia,

Ayuno de gambeta,

Premática del resentimiento,

Instrucciones para usar un tenedor,

Edward Gorey, ilustrador,

La música de Babel,

Balas sobre Medellín,

Demasiado joven para cantar Satisfaction,

Treinta años de un (ejemplo) salto,

Elogio y elegía del amor infiel,

Autorretrato con banderita tricolor,

Poesía y creatividad,

Apuntes para una filosofía de la descomposición,

El norte como fantasma,

Los panteones son testigos,

103
Bonus tracks:

Entrenamientos en un campo de tiro

Blues para un funeral (W. H. Auden),

Café Trieste: San Francisco (J. Brodsky),

La sorpresa (anónimo árabe),

Un sueño de caballos (T. Hughes),

104

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