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Tras superar una enfermedad no definida, el narrador pasa el tiempo en un café londinense.

Fascinado por
la multitud que observa pasar a través de la ventana, imagina y deduce por detalles como sus ropas, sus
rasgos faciales o sus maneras y actos: su oficio y al grupo al que pertenecen dentro de la sociedad así
como el lugar donde viven e incluso se atreve a imaginar y deducir temas más sombríos de sus vidas;
considera los distintos tipos y personajes (nobles, amanuenses, comerciantes, abogados...) y se siente bien
observando e imaginando las vidas de esas personas que pasean por esa calle en ese momento; razonando
que están en absoluto aislamiento, a pesar de vivir apiñados en la gran ciudad. Al caer la tarde, el narrador
se fija en un anciano decrépito de unos sesenta y cinco o setenta años, de escasa estatura, flaco y
aparentemente muy débil. Vestía ropas tan sucias como harapienta. El narrador, lleno de curiosidad, decide
dejar el café y seguir a este hombre. Éste conduce al narrador por tiendas y comercios, sin comprar nunca
nada, hasta acabar en una zona muy pobre de la ciudad, para regresar otra vez al corazón de la misma. La
persecución se prolonga a lo largo de toda la noche y todo el día siguiente. Finalmente, exhausto, el
narrador se enfrenta cara a cara al extraño anciano, quien, sin darse cuenta de haber sido seguido, pasa de
largo. El narrador sospecha, al verlo perderse de nuevo entre la multitud, que debe de ser un terrible
criminal, llamándolo “el hombre de la multitud”

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