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RODELINDA, POR CLAUS GUTH

LA DANZA DE LOS MONSTRUOS

Rodelinda
Teatro Real de Madrid
del 24 de Marzo al 5 de abril

Ópera en tres actos


Música de Georg Friedrich Händel (1685-1759)
Libreto de Nicola Francesco Haym, adaptación del libreto Rodelinda, regina de
'longobardi, basado a su vez en la obra Pertharite, roi des Lombards de Pierre Corneille
Estrenada en el King's Theatre de Londres, el 13 de febrero de 1725
Estreno en el Teatro Real

Nueva producción del Teatro Real, en coproducción de la Ópera de Fránkfurt, el Gran


Teatre del Liceu de Barcelona y la Opéra de Lyon

Orquesta Titular del Teatro Real


(Orquesta Sinfónica de Madrid)

Ficha Artística
Dirección musical:Ivor Bolton
Dirección de escena:Claus Guth
Escenografía y figurines:Christian Schmidt
Iluminación:Joachim Klein
Diseño de vídeo:Andi A. Müller
Dramaturgia:Konrad Kuhn

Reparto
Rodelinda:Lucy Crowe (Mar. 24, 26, 29, 31 · Abr. 2, 5) Sabina Puértolas
(Mar. 25, 30 · Abr. 1)
Bertarido:Bejun Mehta (Mar. 24, 26, 29, 31 · Abr. 2, 5) Xavier Sabata
(Mar. 25, 30 · Abr. 1)
Grimoaldo:Jeremy Ovenden (Mar. 24, 26, 29, 31 · Abr. 2, 5) Juan
Sancho (Mar. 25, 30 · Abr. 1)
Eduige:Sonia Prina (Mar. 24, 26, 29, 31 · Abr. 2, 5) Lidia Vinyes Curtis
(Mar. 25, 30 · Abr. 1) Unulfo:Lawrence Zazzo (Mar. 24, 26, 29, 31 · Abr. 2, 5)
Christopher Ainslie (Mar. 25, 30 · Abr. 1)
Garibaldo:Umberto Chiummo (Mar. 24, 26, 29, 31 · Abr. 2, 5) José
Antonio López (Mar. 25, 30 · Abr. 1)

Rodelinda se considera una ópera innovadora, porque en ella la mujer es un personaje


positivo, entendiendo por ello alguien que acata la ley impuesta. En este caso, la
fidelidad frente al marido muerto, Bertarido, rey de los lombardos, resistiéndose a los
intentos por conseguir su aceptación a un enlace de Grimoaldo, que ocupa ahora el
reino, aunque no el trono. Porque el trono sólo lo dará la posesión de la reina, y esta
debe producirse por su entrega voluntaria. Como prueba de fidelidad, Rodelinda
aceptaría el requerimiento de Grimoaldo (su mano y el reino, y lo que no le requiere
Grimoaldo, pero está en el justo cruce de ambos: su sexo) sólo si éste sacrifica al
pequeño Flavio, el hijo que Rodelinda tuvo con su marido Bertarido.
Pero aunque el mismo Claus Guth defienda en sus declaraciones esta visión de
Rodelinda, aunque se afirme el carácter también positivo de Bertarido, desde el mismo
comienzo de la ópera (desde antes) su trabajo lo desmiente.
A mitad de obertura, el telón negro que cubre la escena se convierte en una pantalla (en
una pizarra de escuela) en la que una tiza escribe unos nombres que conforman un
cuadro genealógico. Un padre, dos hermanos y una hermana, el segundo hermano
casado con Rodelinda, la descendencia de ambos, Flavio.
Y el telón se abre para enseñarnos lo que es la escenografía principal de este montaje.
Siguiendo en mucho trabajos previos de Claus Guth y Cristian Schmidt, un decorado a
dos plantas de una vivienda en la que la cuarta pared e incluso el techo han sido
arrancados, vaciados y expuestos no sólo a la mirada del espectador, sino a la ausencia
de confidencia y a la seguridad. Son espacios precarios, agujereados, que marcan su
vacío como lugar de vivienda, como hogar, aunque lo pretendan. Con los blancos
impresionantes habituales en estos creadores, que aciertan siempre cuanto más estilizan
sus creaciones, aunque en ellas se concite no sólo lo trágico, sino lo patético y lo más
sanguinario, vemos arriba y abajo dos espacios idénticos. Arriba, un dormitorio
presidido por una cama blanca, vacía. Abajo, una sala, ocupada por una gran mesa. A la
derecha, en ambos espacios, un pasillo con profundidad en el que no vemos el fin.
Arriba la cama ocupa, como el Grial lo hacía en el montaje de Parsifal de ambos,
representado en este mismo teatro el año pasado, el lugar del poder, el trono, aunque de
una forma no evidente: una cama es el lugar del cuál dimana el poder. Una cama que
quizá marque la del padre muerto. Posiblemente, por lo que deducimos de lo que vamos
a ver, el lugar donde el padre ha sido muerto por sus propios hijos. Abajo, alrededor de
la mesa, los sucesores, los hombres vestidos de blanco, la mujer de negro. En el centro
de la mesa, la corona sin cabeza (¿la cabeza a la que ésta ceñía ha sido cercenada?), la
corona que debe ser recibida, pero que no tiene ningún nombre, porque nadie ha
designado el sucesor, quizá por ese parricidio suscitado por la lucha del poder. El que es
el primogénito la va a tomar, pero su misma hermana hace ademán de arrebatársela
antes. Pero es el otro hermano, Bertarido, el que lucha con él por ella. Un cuchillo en
manos de éste acaba con la vida de su mismo hermano. Una puerta que da a ese pasillo
a la nada (la de la derecha) se abre de improviso, entra Rodelinda que apenas puede
impedir a Flavio, su hijo pequeño, la visión del crimen de su padre, ni impedir que el
pequeño corra hacia a él. Betarindo, insensible a su hijo, insensible a lo que éste ha visto
(porque Flavio se caracteriza por unas gafas que no sólo marcan su debilidad, sino su
capacidad de ver lo que los otros no ven o creen que no se ve), huye por otra puerta, la
de la izquierda. Se esconde tras ella. Y su traje blanco hace que se funda con el
decorado. Su ausencia cubre la casa como una segunda piel. O una tercera, si
consideramos la del padre muerto y no visto. O una cuarta si además pensamos en el
hermano muerto, tendido en el suelo, desaparecido. Un padre que mata y se esconde,
que no tiene palabra para sostener su acto. Un hijo que observa todo y no habla. Una
madre que no sabe contener al hijo.
El telón se cierra. No ha acabado aún la obertura. No ha empezado aún la ópera
propiamente dicha. Pero ya están dados todos los elementos que hace que esta
Rodelinda no se guíe por los clichés marcados. El telón, otra vez pizarra, dibuja con
garabatos de niño (luego veremos que son los dibujos de Flavio, su escritura, su canto)
una escena similar a la que hemos visto. Pero con una sustitución brutal. El nombre del
asesino no es el del padre, sino el del que viene en el lugar del padre, Grimoaldo.
Y el telón se abre y entra Grimoaldo, llevando una pequeña caja que regala al niño, un
entretenimiento vacío mientras él sube al dormitorio de la madre, al trono que es el
lugar del sexo que no tiene lugar, el lugar donde se da el deseo negado por la mujer y el
deseo por todos ambicionado del poder. Él le regala un ramo de flores y no puede
decirse que su actitud sea la de un bárbaro. Pero ella tira al suelo una y otra vez las
rosas, por mucho que él intente rehacer el ramo, cada vez más reducido. Mientras él las
disemina en la cama, ofreciendo la opción de unir el deseo y el poder, de instaurar de
nuevo un lugar para el padre que trae el regalo, ella deshace las rosas, las pisotea. Si el
gesto del usurpador puede ser considerado una osadía, el de ella, sobre la cama,
pisoteando las flores, es un ultraje a la misma cama, al mismo trono, al lugar del padre,
al lugar donde el hijo de Rodelinda fue concebido y nació, al lugar de la estirpe y de la
legalidad.
Padre y madre borran el lugar del hijo. Ciertamente, esta Rodelinda no es la que nos
han enseñado, sino un ser salvaje que se impone a todos en cuanto a que nadie pone en
duda du lugar, el de la reina, el de diosa de la casa/la cama. Un lugar que nadie excepto
ella va a ocupar, o más bien, va a impedir que nadie lo ocupe.
El escenario, un giratorio que se mueve en sentido positivo (de izquierda a derecha)
nos revela lo que no habíamos visto. Como en Parsifal, una escalera une el espacio del
abajo, el de la conspiración, con el del poder, el de la cama. Pero esa escalera divide
más que une. Arriba con abajo, y los dos pasillos que dan al dormitorio. Una puerta que
lleva al abismo. A la izquierda, el pasillo que no lleva a ninguna parte si no se tiene
posibilidad de acceso a la escalera. Abajo, el suelo del vestíbulo está medio cubierto con
el barro del exterior, pese a que la puerta está cerrada. Nadie hace nada por evitarlo, si
siquiera lo advierten.
El giratorio se cierra con la fachada de la mansión. Un solemne y blanco palacete de
estilo georgiano. Una referencia al palacio de la tragedia griega, que escondía al público
el lugar de la catástrofe. Aquí, la fachada apenas cubre nada. Las ventanas nos dejan ver
el deambular de Rodelinda por su espacio, por el piso superior. El lugar de la hecatombe
volverá estar a nuestra vista, y a la del pobre Flavio. Sobre la fachada, la lápida que
conmemora la muerte falsa del padre, Betarindo. Una lápida sin sentido, vacía, que
quita a todas las muestras de dolor de Rodalinda cualquier credibilidad: esconde
simplemente el lugar de la huida cobarde. A la derecha, en la pared vacía, Flavio sueña
y dibuja estrellas. Las estrellas, los dibujos de Flavio, llenan la fachada de una
esperanza nunca cumplida y de una evidencia por nadie vista: la del niño encogido ante
el juego de agresiones de los adultos. Las estrellas rodean la casa, pero sólo sirven para
aislar al niño y marcar la futilidad de sus esperanzas, de sus tan ilusas ilusiones. No hay
posibilidad de una estrella para Flavio.
La aparición sorpresiva del no muerto (pero tampoco no vivo) Betarindo trae dos notas
características del personaje. La primera, su aparición siempre está ligada a que la
fachada de casa se cubra de sombras. La otra, su tesitura: la de alto, castrón en su
estreno, contratenor en esta representación. Y también es la de alto la tesitura del
personaje que le reconoce y ayuda, e intenta que la familia, el reino, el orden, vuelvan a
regir. Héroes sin virilidad, que poco pueden hacer frente a los otros personajes
masculinos, sus enemigos, el usurpador Garibaldo, el intrigante Grimoaldo.
A lo largo de este montaje, el dramaturgo Konrad Khun, colaborador habitual de
Guth, así como el trabajo de direcció n, exasperan las intrigas entre los personajes
de la ó pera, al tiempo que sin desatender este trabajo de dramaturgia fiel al
original, marcan y sobre escriben por encima de éste el contrapunto que cuenta
realmente el montaje. El punto de vista del niñ o Flavio, el que finalmente será
ofrecido en sacrificio por su madre como precio de su cuerpo, de su cama, en una
escena desmedida, salvaje, llena de violencia y de metamorfosis desmedidas. La
madre tras ofrecer su bestial trato a su pretendiente: que será suya como esposa o
como sirvienta (no se esconde la obscenidad sexual) si el pretendido novio acaba
con el hijo de ella ante sus ojos, desmembra una langosta, maltrata a todos los
personajes ante la vista de su hijo (nada dice que su oferta sea una trampa, excepto
la voz meliflua de su marido fuera de escena, hasta ahora dudoso de su fidelidad) y
las manos de la madre, que en una tierna crueldad han sido posadas sobre la
cabeza a cercenar de su hijo, se prologan en las monstruosas pinzas de la langosta.
Los dibujos que expresan la opresió n de niñ o llenan la casa, en su pequeñ o
cuaderno y en las proyecciones que no dejan ningú n lugar de la casa incó lume. Los
fantasmas empiezan a rondarle. Son los adultos, deformados segú n el dibujo del
niñ o maltratado. Finalmente, la madre es una virgen monstruosa y sanguinaria, se
refleja en su fantasma pero no es menos temible ella en su determinació n real que
la fantasmagoría que aprecia el niñ o y que nadie má s sabe ver, porque só lo ven el
juego del poder al que se entregan en un goce sadiano. Quizá el ú nico que lo vea,
con lucidez, y sacando rendimiento de ello, sea el "yaguesco" Grimoaldo. Un parche
cubre su ojo: lo negro es parte de su visió n y por eso sabe ver lo siniestro, y jugarlo
a su favor, trabajando las debilidades a las que les lleva la ambició n de los otros
personajes. Un bastó n marca esa capacidad de manipular, pero también su
impotencia, que le hará finalmente caer en su carrera, siendo él la ú nica víctima de
este desfile de monstruos.
Hay muchas escenas a destacar en este lú cido montaje. El enfrentamiento de las
dos mujeres en la escalera, Eduige vestida de negro con guantes rojos. Rodelinda,
con un vestido similar pero blanco y unos guantes negros que marcan la
ambigü edad de su personaje, que le llevará a deleitarse en el infanticidio. En la
escalera también, la cruel escena de Rodelinda humillando a Grimoaldo. Todo el
juego de los monstruos. El de los cuchillos, que van pasando de mano en mano,
hasta al final ser elemento castrante para Flavio. Especialmente, la escena del dú o
de final de acto tercero. El espacio roto del vestíbulo hace que el dú o (el ú nico de la
obra) separe má s que una. Pero ademá s, marca la exclusió n de Garibaldo,
abandonado en la escalera que divide a los esposos... La de él y la de Flavio, que
con un pequeñ o cuchillo se llega a proponerse a acabar con el usurpador del lugar
del padre, para finalmente desistir, reconociéndose e identificá ndose con él en la
exclusió n.
Flavio desaparece de la visió n de los demá s. Vive el doble delirio de la lucha del
poder y del cerco de los fantasmas. Su mirada se congela en un grito de angustia.
Su mano tacha el gran retrato garabateado que ha hecho de su padre y se extiende
a la casa entera.
El final es un final feliz. No importa que el bonachó n padre haya matado a su
hermano para acceder al poder, que haya herido al amigo que le ayuda a salir de
prisió n, que haya matado a Grimolado. Que su camisa esté sucia con la sangre de
los otros. Flavio cree que por fin va a sonreír, que va a dibujar la figura de un padre
que por fin le dé esa palabra que nunca ha emitido. Que va a recomponer en su
cuaderno una familia, no un grupo de conspiradores que atentan contra ellos. Pero
aparecen los fantasmas, de nuevo, los dobles de todos los personajes cuyos
desmanes él ha presenciado. Y en contraste con ese cerco siniestro, pero no menos
inquietante, el baile ridículo de su familia, su nueva familia, constituida sobre la
mesa restablecida de la muerte de su tío y bajo la de su abuelo. El debate entre el
baile grotesco de los asesinos y el cerco de los fantasmas con sus cuchillos
castradores marca la cruel diatriba a la que se enfrenta Flavio. Convertirse él en un
monstruo má s del grupo, o abandonarse a la psicosis má s horrenda.
Por favor, má s Claus Guth y su gran equipo. Tras tantos añ os esperá ndole, estas
dos producciones, "Parsifal" y "Rodelinda", espero que sea una promesa de
pró ximos montajes en Madrid.

RAÚL HERNÁNDEZ GARRIDO

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