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Los viejos que acompañaban al muchachito y decían o aparentaban ser sus padres aunque

pareciesen sus abuelos, cuchicheaban las pausas del concierto contando la historia del instrumento que
tocaba el chico, y la del chico mismo allá en el norte, donde ellos nunca habían querido tener hijos por
temor a las enfermedades endémicas, la pobreza y otras plagas que en las estadísticas se llaman
mortalidad infantil. Tenían un vecino que se había pasado veinte años viendo crecer un árbol muy
hermoso en el fondo de la casa. Se alimentaba con la leche de unas cabritas que se criaban a la buena de
Dios. Vendía el excedente sólo a quien quisiese ir a ordeñarlas, recibía el dinero sin mirar lo que le daban,
sin distraerse de la contemplación del árbol. Como ellos no tenían hijos, trataban al vecino como si lo
fuese, alcanzándole un plato de comida cuando las cabras ariscas pasaban días sin bajar del cerro,
invitándolo a conversar un poco por las noches para que descansase del árbol. Y queriendo ayudarlo le
dijeron un día: Federico, ¿no le convendría hacer algo de queso con la leche antes que se pierda? No
puedo, dijo Fede, estoy pensando. ¿Y se puede saber qué es lo que piensa usted? Estoy pensando un
instrumento músico.
Pensar es un modo de decir. Lo que Federico realmente hacía era mirar, tratando de ver. En su
larga relación con el árbol sentía que pasaban, en un giro lentísimo, formas que no llegaban a cuajar,
seguramente por un simple problema de coincidencia entre el tiempo y el deseo. Por lo que puede decirse
que en vez de pensar o mirar, Federico esperaba una coincidencia. Cuando ésta se produjo, en madurez de
deseo por un lado y de vida vegetal por el otro, tomó del árbol la madera necesaria y después de hacerla
pasar por lluvias y calores le dejó caer encima la nieve que el viento traía de la cordillera, la paseó por el
pueblo en los carnavales cuando la gente salía a dar serenatas y la dejó acariciar por todos los músicos de
la región. Le gustaba llevar su madera a las fiestas de bautismo, y en las procesiones que hacía la gente en
tiempos de sequía con un santo a cuestas pidiendo al cielo que lloviera, se lo veía pasar a Federico pegado
a sus tablitas. A lomo de mula los cerros más altos cruzó con su madera; la mojó en los ríos espasmódicos
que sólo existen durante las pocas horas que llueve en la montaña; en la cordillera la hizo mirar
largamente por guanacos y vicuñas, y finalmente la dejó reposar al sol, ante el cual la madera, cansada,
aceptó un destino definitivo de sonidos.
El árbol y el deseo de Fede, al coincidir, no cuajaron exactamente en una guitarra. La guitarra era
nada más que una emoción de Fede, y el árbol, por su escaso poder de comunicación, apenas alcanzaba a
sugerir un instrumento musical. Hasta que no llegó a la mitad de su trabajo no supo que el resultado iba a
ser una guitarra. En las maderas andaba entreverada también una vihuela. Anduvo sufriendo unos días y
unas noches, en averiguaciones profundas a ver si su emoción por una guitarra era verdadera. Daba
vueltas alrededor de la mesa de trabajo, y la vihuela parecía que también quería nacer, era como si se lo
pidieran las maderas, desordenadas y a medio cortar. Una mañana, cuando una luz muy pura entraba al
cuarto deslumbrando maderista y maderamen, Federico deslizó la cuchilla en el sentido de la guitarra
dejando morir a la vihuela. Con un poco de lástima, claro. Pero serenamente. Sólo pensó: Dios mío, cómo
dejé pasar tanto tiempo sin ponerme a hacer una guitarra; en una de ésas me pasaba cualquier cosa y me
quedaba sin hacerla. Toda la vida me estuvo esperando esta guitarra.
Al Fede nunca se le dio bien eso del amor. Dulce y asustadizo, se acercaba poco a las personas. Se
sabía vulnerable y les tenía un poco de miedo. Un hombrecito tembloroso y tímido, fluctuante y siempre
por las orillas de las cosas, solitario por elección consciente, acostumbrado a una soledad adormecida que
no le producía ni dicha ni pena. El descubrimiento de la emoción por un instrumento musical fue como
encontrar por fin un fundamento. Entonces construir la guitarra era vivir en plenitud, entre asombros y
alegrías. Y esos fueron los únicos placeres que tuvo él, Federico. No, se decía Fede, si yo sabía que una cosa
así tenía que pasarme alguna vez, tengo que hacerla durar todo lo que pueda. Y estaba también el miedo a
lo que antecedió y seguiría al acabar la construcción del instrumento. ¿Qué podría hacer el Fede después
de terminarlo? Mientras tanto la guitarra, con la caja terminada y su único brazo en posición definitiva, iba
rápidamente hacia su fin. Podía repasar lo hecho, despegar alguna madera para verificar su resistencia,
ralentizarlo todo. Simples distracciones. Ganar un tiempo que luego volvería a perderse. Y la guitarra
debía terminarse para que la emoción de construirla se cumpliera, de lo contrario ni siquiera habría
emoción y todo quedaría en el deseo. Hasta que una mañana la luz más pura del día entró en el cuarto
cantándole a Federico que la guitarra estaba terminada, apenas le faltaba el lustre.
Dedicó muchos días a retocar detalles, observando porosidades de la madera que se iban
pareciendo a las de sus huesos, para llegar a la evidencia de que tendría que elegir un día cualquiera de los
que le quedaban para lustrar el instrumento, con lo que la guitarra rompería los velos y entraría en el
mundo, se le iría de las manos, se quedaría sola y él también. Los instrumentos musicales, una vez
lanzados en el tiempo, duran mucho más que el hombre que los hizo y pueden contener generaciones.
Buscando algo que demorase un poco más el momento final del lustre, descubrió el Fede que
todavía podía hacer unos dibujos alrededor de la boca del instrumento. ¿Motivos de los indios diaguitas,
tan dulces y sacrificados? ¿Variaciones sobre el sol a cuyo contacto desmesurado se ha crecido? ¿Trazos
que sean como miradas de corzuelas? ¿Perfiles de vicuñas en la cordillera? ¿Tumultos momentáneos de
ríos espasmódicos? Nada, todo eso ya lo tenían las maderas. Que el dibujo sea algo regalado a la guitarra.
Con un buril finísimo desparramó en redondo, allí donde se acaba sin solución el cuerpo del
instrumento, sus últimos pasos Federico. Al borde mismo del espacio encerrado por las maderas para que
habite la música, donde poros y vetas hacen sus últimos esfuerzos cohesivos, acabaron los trabajos y la
emoción de Fede, comprendiendo que había llegado la hora de decirle adiós a la guitarra.
Anduvo unas semanas vagando por el pueblo, saludando gente, mirando las nubes y los cerros,
curvas de caminos, lunas crecientes, piedras del río seco, oyendo cantar en la siesta a las ulpishas o
palomas del monte, mientras esperaba un momento propicio para lustrarla, que llegó con el invierno.
El día más frío de agosto Fede salió de su cuarto, cruzó la calle bajo el viento y se presentó en la
casa de sus vecinos con la guitarra acabada. Medio desmoronado les dijo: miren, aquí está la guitarra, creo
que no existe ninguna otra cosa que pueda hacer con gusto. Ha sido una felicidad. Me parece que me
queda poco hilo en el carretel, así que se las dejo para que busquen alguien que la toque. Mientras tanto,
por favor cuídenla mucho. Y el Fede se murió.
Como nadie la tocaba, la guitarra estaba sufriendo siempre. Envuelta en trapos rotaba por la casa,
al matrimonio ningún lugar le parecía suficientemente seguro. Ahí se amontona mucho el polvo, aquí hace
demasiado calor, de ahí puede caerse. Según las instrucciones de Federico, de vez en cuando la sacaban al
patio a tomar sol o le pasaban un trapito embebido en aceite de nueces machacadas. Y de noche trancaban
las puertas por temor a los ladrones.
Recorrieron la región buscando un buen ejecutante que estuviese a la altura del instrumento, y era
una tristeza ver que casi no quedaban músicos, la pobreza los había ido corriendo hacia la capital y casi
todos ellos eran prósperos peones en las grandes fábricas de Buenos Aires, la música se les iba borrando
poco a poco de los dedos y también de la memoria. Por fin tuvieron noticias del último guitarrista que
quedaba en el oeste de la provincia, muy ponderado en otros tiempos. La punteó engolosinado y ensayó
los rasguidos que sabía. Se quedó mirándola largamente, acariciando el clavijero, espiándola por dentro.
La devolvió con miedo, cuidadosamente. Ni pensarlo, dijo. Ni pensar que yo pueda aceptar esta guitarra.
Todavía no ha nacido el que pueda tocar este instrumento, que es un puro milagro.
¿Oíste lo que dijo? ¿Y si tuviéramos un hijo?, propuso el marido. ¿Un hijo para la guitarra? Sí, eso
mismo, por qué no. La mujer lo pensó cuidadosamente, y cambiando sus temores por otros dijo está bien,
aunque corramos el riesgo de entregarle un hijo a los microbios.
El muchachito que tocaba en el barco fue engendrado durante un otoño lluvioso como pocos,
lluvias que atemperaron el aire librándolo de cuerpos extraños y de insectos. Como la emoción de Fede
coincidió con el árbol, así la de tener un hijo tuvo un encuentro perfecto con los aires limpios, que son
cíclicos, propicios a los nacimientos y labores de crianza sin temibles sobresaltos. Creció en ausencia de
falta de leche y de microbios, enfermedades endémicas, diarreas estivales y sequías, y escapándose
alegremente de los abultados números de la morbilidad un día se plantó ante la guitarra de Fede y le dijo:
aquí estoy.
El muchacho, que conocía al dedillo la historia de su guitarra y la propia, tocaba preocupado por la
brisa marina que humedecía el instrumento, concebido por Fede, que no conocía el mar, para las
cordilleras y las pampas. Acabada la historia, los viejos, que aparentaban ser turistas normales sin
conseguirlo, se fueron despacito para su camarote apoyándose el uno en el otro.
Adormilándose en la música, la uruguaya se olvidó de las luces de Montevideo, el Gordito
despreocupó sus cejas, al masoca se le borró de la mente la brújula y el rumbo, los ragazzi se mecieron en
sueños transoceánicos, y allá abajo Contardi abrió como pudo la puerta de su camarote para que entrasen
los sonidos.

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