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El Manifiesto

MANIFIESTO DE LOS 2300


La chispa que incendió la pradera
Fernando Díaz Villanueva

A finales de 1980 tres jóvenes profesores barceloneses: el socialista Santiago Trancón, el


sindicalista José Luis Reinoso y el comunista Carlos Sahagún, se reunieron en una pizzería
de Las Ramblas para poner en común ideas que venían debatiendo desde hacía tiempo
sobre la situación del español en Cataluña y redactar sobre ellas un manifiesto de denuncia.
El documento salió de un tirón. Era largo y contundente, aunque no especialmente pesado
de leer.

Poco después Trancón habló con Federico Jiménez Losantos, un compañero del instituto de
Santa Coloma de Gramanet donde ambos impartían clase, para contarle lo del manifiesto y
pedirle que se apuntase a él. Federico había alcanzado cierta notoriedad tras la publicación
en 1979 de un polémico libro, “Lo que queda de España”, en el que se anticipaban los
planes (mono) lingüísticos del nacionalismo. Como el turolense no era ya esas alturas ni
socialista ni comunista, Trancón le ofreció la posibilidad de retocar el texto para hacerlo
más neutro e interclasista. Losantos introdujo algunos cambios y lo dejó listo para su
publicación. Pero antes de eso hacían falta firmantes. Los tres redactores originales y
Losantos se pusieron manos a la obra. Tirando de contactos y amistades fueron sumando
firmas con sorprendente facilidad.

Como los promotores del manifiesto eran treinteañeros no demasiado conocidos más allá de
los ambientes intelectuales de Barcelona, necesitaban un primer firmante de cierto peso que
sirviese de banderín de enganche. Pensaron en Amando de Miguel. Sahagún y Trancón se
acercaron personalmente hasta su despacho en la universidad para que estudiase unirse a la
iniciativa. El catedrático de Sociología, que se había significado contra el franquismo y no
ahorraba críticas con el incipiente nacionalismo catalán, aceptó en el acto y estampó su
firma allí mismo.

A mediados de febrero el manifiesto estaba listo. Habían conseguido juntar 2.300 firmas,
casi todas de profesores y escritores de izquierda o cercanos a la izquierda. El número fue
accidental. Querían sacar el manifiesto cuanto antes y aquella cifra les pareció lo
suficientemente representativa para el debut en la prensa. Ya habría tiempo después para
que se uniese todo el que estuviese de acuerdo con él.

Superado el escollo de las firmas, faltaba encontrar un periódico de gran tirada que lo
publicase. La prensa de Barcelona no iba a estar por la labor, eso ya lo sabían, así que,
gracias a una gestión de Jiménez Losantos, el manifiesto viajó a Madrid, hasta la rotativa
del Diario 16. Entonces se produjo lo impensable. El 23 de febrero, durante la votación de
investidura de Calvo Sotelo, el teniente Coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero
irrumpió a tiros en el pleno del Congreso de los Diputados. Los autores consideraron que,
dada la situación, lo mejor era esperar un par de semanas para evitar que se relacionase una
cosa y la otra.

Se publicó finalmente el 12 de marzo de 1981 en la edición nacional de Diario 16 que, por


aquel entonces, dirigía un jovencísimo Pedro J. Ramírez. El manifiesto, uno de los muchos
que se publicaban por aquellos años en los periódicos, tuvo una repercusión inmediata. Y
no precisamente en Madrid, ciudad donde había sido publicado, sino en Barcelona. Esta
era, obviamente, la intención de los firmantes, que se habían visto obligados a publicar su
manifiesto a 600 kilómetros de distancia por la censura oficiosa que ya entonces era norma
común en la prensa catalana.

El nacionalismo actuó rápido y violentamente, como un virus que reacciona ante la


administración de un antibiótico. La directora de política lingüística, la menorquina Aina
Moll, llamó a los promotores del manifiesto para que se personasen en su despacho de la
Generalidad a dar explicaciones. Algo inédito en una democracia y hasta en algo parecido a
una democracia como era –y es– la Cataluña nacionalista. Moll, metida aquel día a agente
de la condicional, exigió a los promotores que le entregasen las 2.300 firmas y que todos
acudiesen a verla…. ¡en su despacho! Como tanta gente no cabe en un espacio tan pequeño
sólo acudieron Trancón, Reinoso, Sahagún y De Miguel. Tras la reunión Moll anunció
ufana a la prensa que mientras no viera uno a uno a todos los que lo suscribían con su
firma, consideraba que aquel era un asuntillo privado de cuatro personas. Los famosos
cuatro gatos con los que la prensa enganchada ya sin remedio al Palacio de la Generalidad
contraatacó desde editoriales, columnas de opinión y tribunas libres.

A los firmantes les quedaba, como había sucedido dos años antes con la publicación de “Lo
que queda de España”, la prensa de Madrid, más concretamente El País, diario muy
influyente que se había significado en la promoción del libro y había ofrecido sus páginas a
Jiménez Losantos para que pudiese explicarse. Y aquí es donde se produjo la segunda
puñalada. El País reculó y orientó toda su artillería hacia la Ciudad Condal. Pero los obuses
esta vez no fueron contra los nacionalistas, sino contra los autores del manifiesto.

El corresponsal de El País en Barcelona, un tal Francesc Vallverdú, hizo “trabajo de


investigación” y descubrió que el manifiesto estaba fechado el 25 de enero, el mismo día en
el que, en 1939, el General Yagüe entró en Barcelona. Eso según él, claro. Yagüe entró el
día 26, a las 10 de la mañana exactamente. Pero un insignificante detalle como aquel
importaba poco en comparación con el altísimo fin que perseguía la comparación. Se
trataba de vincular, aunque fuese mintiendo, el manifiesto y el franquismo. Otros no tan
exhaustivos como Vallverdú se conformaron con la “sospechosa” coincidencia en el tiempo
del manifiesto y la asonada golpista del 23-F. La intelligentsia prisaica se cebó a modo con
las caras más visibles del manifiesto, en su mayoría simples profesores sin una mala
columna que echarse a la boca, sin un micrófono para defenderse, sin un mal minuto de
televisión.

La temperatura fue subiendo durante el mes de abril. El catalanismo gobernante,


envalentonado con la inesperada traición de los hispanohablantes de Madrid, crecido como
no lo había estado ni en la República, patrocinó la creación de una especie de movimiento
ciudadano al que se llamo “Crida a la solidaritat” (llamada a la solidaridad), un invento
siniestro cuyo único fin era amedrentar a los que se atreviesen a defender el manifiesto en
público. Ante los insultos y las intimidaciones a los que eran sometidos los firmantes más
destacados, la letra impresa enmudeció.

Sucedió entonces algo que nadie, ni Trancón, ni Sahagún, ni Reinoso, ni Losantos ni


ninguno de los 2.300 esperaba. El pueblo empezó a hablar estampando silenciosamente su
firma en el manifiesto. Los obreros de la Seat enviaron 1.500 firmas. A finales de marzo ya
se habían juntado 6.000 firmas, en las semanas sucesivas llegaron 15.000 más. Nadie lo
había previsto, y menos que nadie los “conspiradores” de la pizzería.

Algún desconocido resorte había sido activado. Una simple chispa que, como ya predecía
Mao Zedong en el Libro Rojo, había incendiado la verde pradera en la que Pujol y los
suyos se disponían a solazarse. Los nacionalistas, que aún no mandaban en la educación, ni
tenían televisión autonómica, ni ninguno de los dispositivos de control mental con los que
contarían años después, redoblaron la campaña denigratoria hasta el histerismo. Nunca
antes ni, por descontado, después se ha producido en Cataluña una campaña tan belicosa y
masiva como la que los protomandarines del pujolismo temprano desataron contra el
manifiesto de los 2.300.

Como sembrar odio tiene consecuencias necesariamente nefastas, como unos señalan y
otros disparan, como las lapidaciones retóricas nunca son gratuitas, como no hemos
terminado de aprender lo que nos pasó en la guerra, el 23 de mayo, en pleno clímax de
reafirmación nacional, dos terroristas secuestraron a Federico Jiménez Losantos junto a una
compañera en la puerta del instituto donde daban clases nocturnas. Los trasladaron a punta
de pistola a las afueras. A ella la amordazaron, a él lo ataron a un árbol, le metieron un tiro
en la pierna y allí los dejaron. La idea de los terroristas era que uno se desangrase hasta
morir mientras su compañera lo veía. Después de aquello podría contar lo que había visto
con sus propios ojos para que los contestatarios aprendiesen en pierna ajena. Todo muy
refinado, muy catalán, muy año 36, con la salvedad de que, en lugar de la tapia de un
cementerio, escogieron un vulgar descampado.

Federico se salvó gracias a que los terroristas maniataron a su compañera tan malamente
que ésta se pudo zafar poco después de que se huyesen del lugar del crimen a toda pastilla a
bordo de un automóvil. El entonces profesor de literatura de un instituto del cinturón
industrial de Barcelona tuvo que pasar semanas en el hospital para que uno de los balazos
cicatrizase. El otro, el moral, tardaría mucho más en hacerlo. La misma prensa que había
caldeado el ambiente detuvo la nave en seco, pero no para desdecirse y hacer una reflexión
sobre los casi tres meses de furia que habían pasado desde la publicación del manifiesto,
sino para recalibrar los cañones y afinar la puntería.

Hechas las oportunas comprobaciones, el sanedrín habló. Si no lo había preparado el propio


Losantos, ya se lo habrían preparado para que pudiese seguir yendo de víctima. Los
partidos nacionalistas, entretanto, hicieron mutis por el foro negándose a condenar el
atentado. Los otros, es decir, la izquierda catalana cuyos líderes burgueses vivían –y muy
bien– del voto charnego del cinturón, lo condenaron de boquilla. Hablaban de un “oscuro
atentado” perpetrado por un “grupo desconocido”. Cuatro años más tarde, cuando los
pistoleros fueron detenidos, se supo que el grupo de oscuro no tenía nada y de desconocido
menos. Se trataba de Terra Lliure, una banda criminal creada a imagen y semejanza de la
ETA y que estaba a partir un piñón con el nacionalismo radical, muy cercano en fines, que
no en medios, con el llamado nacionalismo moderado.

Para entonces Federico Jiménez Losantos y buena parte de los 2.300 habían abandonado
Cataluña para siempre. Esta quizá sea la consecuencia más triste y duradera de aquellos
meses de cólera que sucedieron al manifiesto. El manifiesto de los 2.300 se convirtió en el
éxodo de los 2.300, número que iría creciendo con el tiempo. Barcelona, albergue de los
extranjeros, patria de los valientes, capital oficiosa de España durante más de cien años, se
metió un tiro en el pie y desde entonces cojea. Decenas de miles de profesionales jóvenes
muy cualificados tomaron la puerta y se fueron de una tierra que en algunos casos les había
visto nacer y en otros les había acogido con los brazos abiertos sólo unos años antes. Sobre
la pradera incendiada no volvió a crecer la hierba… y así hasta hoy, 30 años y un siglo
después.

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