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El Manifiesto
Poco después Trancón habló con Federico Jiménez Losantos, un compañero del instituto de
Santa Coloma de Gramanet donde ambos impartían clase, para contarle lo del manifiesto y
pedirle que se apuntase a él. Federico había alcanzado cierta notoriedad tras la publicación
en 1979 de un polémico libro, “Lo que queda de España”, en el que se anticipaban los
planes (mono) lingüísticos del nacionalismo. Como el turolense no era ya esas alturas ni
socialista ni comunista, Trancón le ofreció la posibilidad de retocar el texto para hacerlo
más neutro e interclasista. Losantos introdujo algunos cambios y lo dejó listo para su
publicación. Pero antes de eso hacían falta firmantes. Los tres redactores originales y
Losantos se pusieron manos a la obra. Tirando de contactos y amistades fueron sumando
firmas con sorprendente facilidad.
Como los promotores del manifiesto eran treinteañeros no demasiado conocidos más allá de
los ambientes intelectuales de Barcelona, necesitaban un primer firmante de cierto peso que
sirviese de banderín de enganche. Pensaron en Amando de Miguel. Sahagún y Trancón se
acercaron personalmente hasta su despacho en la universidad para que estudiase unirse a la
iniciativa. El catedrático de Sociología, que se había significado contra el franquismo y no
ahorraba críticas con el incipiente nacionalismo catalán, aceptó en el acto y estampó su
firma allí mismo.
A mediados de febrero el manifiesto estaba listo. Habían conseguido juntar 2.300 firmas,
casi todas de profesores y escritores de izquierda o cercanos a la izquierda. El número fue
accidental. Querían sacar el manifiesto cuanto antes y aquella cifra les pareció lo
suficientemente representativa para el debut en la prensa. Ya habría tiempo después para
que se uniese todo el que estuviese de acuerdo con él.
Superado el escollo de las firmas, faltaba encontrar un periódico de gran tirada que lo
publicase. La prensa de Barcelona no iba a estar por la labor, eso ya lo sabían, así que,
gracias a una gestión de Jiménez Losantos, el manifiesto viajó a Madrid, hasta la rotativa
del Diario 16. Entonces se produjo lo impensable. El 23 de febrero, durante la votación de
investidura de Calvo Sotelo, el teniente Coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero
irrumpió a tiros en el pleno del Congreso de los Diputados. Los autores consideraron que,
dada la situación, lo mejor era esperar un par de semanas para evitar que se relacionase una
cosa y la otra.
A los firmantes les quedaba, como había sucedido dos años antes con la publicación de “Lo
que queda de España”, la prensa de Madrid, más concretamente El País, diario muy
influyente que se había significado en la promoción del libro y había ofrecido sus páginas a
Jiménez Losantos para que pudiese explicarse. Y aquí es donde se produjo la segunda
puñalada. El País reculó y orientó toda su artillería hacia la Ciudad Condal. Pero los obuses
esta vez no fueron contra los nacionalistas, sino contra los autores del manifiesto.
Algún desconocido resorte había sido activado. Una simple chispa que, como ya predecía
Mao Zedong en el Libro Rojo, había incendiado la verde pradera en la que Pujol y los
suyos se disponían a solazarse. Los nacionalistas, que aún no mandaban en la educación, ni
tenían televisión autonómica, ni ninguno de los dispositivos de control mental con los que
contarían años después, redoblaron la campaña denigratoria hasta el histerismo. Nunca
antes ni, por descontado, después se ha producido en Cataluña una campaña tan belicosa y
masiva como la que los protomandarines del pujolismo temprano desataron contra el
manifiesto de los 2.300.
Como sembrar odio tiene consecuencias necesariamente nefastas, como unos señalan y
otros disparan, como las lapidaciones retóricas nunca son gratuitas, como no hemos
terminado de aprender lo que nos pasó en la guerra, el 23 de mayo, en pleno clímax de
reafirmación nacional, dos terroristas secuestraron a Federico Jiménez Losantos junto a una
compañera en la puerta del instituto donde daban clases nocturnas. Los trasladaron a punta
de pistola a las afueras. A ella la amordazaron, a él lo ataron a un árbol, le metieron un tiro
en la pierna y allí los dejaron. La idea de los terroristas era que uno se desangrase hasta
morir mientras su compañera lo veía. Después de aquello podría contar lo que había visto
con sus propios ojos para que los contestatarios aprendiesen en pierna ajena. Todo muy
refinado, muy catalán, muy año 36, con la salvedad de que, en lugar de la tapia de un
cementerio, escogieron un vulgar descampado.
Federico se salvó gracias a que los terroristas maniataron a su compañera tan malamente
que ésta se pudo zafar poco después de que se huyesen del lugar del crimen a toda pastilla a
bordo de un automóvil. El entonces profesor de literatura de un instituto del cinturón
industrial de Barcelona tuvo que pasar semanas en el hospital para que uno de los balazos
cicatrizase. El otro, el moral, tardaría mucho más en hacerlo. La misma prensa que había
caldeado el ambiente detuvo la nave en seco, pero no para desdecirse y hacer una reflexión
sobre los casi tres meses de furia que habían pasado desde la publicación del manifiesto,
sino para recalibrar los cañones y afinar la puntería.
Para entonces Federico Jiménez Losantos y buena parte de los 2.300 habían abandonado
Cataluña para siempre. Esta quizá sea la consecuencia más triste y duradera de aquellos
meses de cólera que sucedieron al manifiesto. El manifiesto de los 2.300 se convirtió en el
éxodo de los 2.300, número que iría creciendo con el tiempo. Barcelona, albergue de los
extranjeros, patria de los valientes, capital oficiosa de España durante más de cien años, se
metió un tiro en el pie y desde entonces cojea. Decenas de miles de profesionales jóvenes
muy cualificados tomaron la puerta y se fueron de una tierra que en algunos casos les había
visto nacer y en otros les había acogido con los brazos abiertos sólo unos años antes. Sobre
la pradera incendiada no volvió a crecer la hierba… y así hasta hoy, 30 años y un siglo
después.
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