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Domingo II T. O.

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II Domingo del tiempo ordinario (ciclo A)

La personalidad de Jesús constituyó un enigma para sus contemporáneos. Jesús no


encajaba en ninguno de los modelos de su tiempo y de su país: no era un fariseo, ni un
escriba, ni un celote, ni un romano, ni un monje de Qumran, ni un sacerdote del templo.
La libertad con la que Él actuaba rompía los moldes tradicionales y no terminaba de
encajar en ninguno de ellos. Para conocer a Jesús, para saber quién es Él de verdad, era
necesario el testimonio, es decir, la aportación de alguien que “lo interpretara”, ofreciendo
las claves desde las cuales es posible captar la verdad de su persona y de su obra. Y
esto que ocurría a los contemporáneos de Jesús nos ocurre también a nosotros. Por eso
la Iglesia nos ofrece hoy el testimonio de Juan el Bautista como un testimonio correcto,
autorizado, digno de fe, para comprender quién es verdaderamente Jesús, a quien
llamamos Cristo. Y el testimonio de Juan nos entrega dos claves para comprenderlo:
Jesús es (1) el Cordero de Dios y Jesús es (2) el Hijo de Dios.
El CORDERO DE DIOS evoca el cordero pascual, por cuya sangre fueron liberados
de la muerte los israelitas en la noche de Pascua, cuando el ángel exterminador mató a
todos los primogénitos de Egipto, tanto de los hombres como del ganado (Ex 11,4-5).
Evoca también al misterioso “servidor sufriente” del que habla Isaías, que carga con los
pecados de todos y ofrece su vida en expiación, y al que Isaías compara con un
“cordero llevado al matadero” (Is 53, 7). “Cordero” significa también que Él viene a
nosotros como cordero en medio de lobos, puesto que los hombres bajo la ley del
pecado somos como lobos feroces. “Cordero” significa también su dulzura, su
mansedumbre, su aparecer como “uno más” del rebaño de Dios y, por ello mismo, la
posibilidad de ser ignorado , de que nadie se fije en él, de pasar junto a él son darse
cuenta de que Él es el fundamento de todo (“todo se mantiene en él” Col 1,17) y el
término de todo, la clave de bóveda, la piedra angular que remata el edificio (Sal 118,22;
Ef 2,20; 1Pe 2,6-7). Por eso hace falta el testimonio de alguien que permita evitar esta
posibilidad de error, que permita comprender quién es, en verdad, este hombre.
El HIJO DE DIOS indica el fundamento último del ser y del obrar de Jesús.
¿Por qué la entrega amorosa de la vida de este hombre –Jesús de Nazaret- va a
servir para “quitar el pecado del mundo”, reconciliando a los hombres con Dios.
¿Qué tiene de “especial” esta vida y este hombre para que Dios le otorgue tanto
valor a esta entrega? La respuesta es que Él es el Hijo de Dios; no “un” hijo de Dios,
sino el Hijo de Dios, el único, el amado, el predilecto, la Imagen visible del Dios

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invisible (Col 1,15; 2Co 4,4). Porque Él ha sido “engendrado, no creado, de la misma
naturaleza del Padre, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero”.
Por eso lo que este hombre hace, al entregarse a la muerte por nosotros, es un
misterio tremendo en el que Dios “se pone contra Sí mismo” para mostrarnos su
amor, lo cual es, como explica Benedicto XVI, la forma más radical del amor (Deus
charitas est nº 12). Todo lo cual tiene como consecuencia que la salvación es “pura
gracia”, es un don, un regalo de Dios, y nadie puede presumir de ella como de algo
que ha obtenido por su capacidad, su esfuerzo, su inteligencia o su industria: “Pues
habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino
que es don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe” (Ef 2,8-9).
Si nosotros estamos ahora aquí, celebrando la Eucaristía, es porque una larga
serie de cristianos nos han dado testimonio de quién es Jesús: nuestros padres, que
nos hicieron bautizar, los sacerdotes y los catequistas que nos prepararon para la
primera comunión y para los demás sacramentos, y todos aquellos cristianos con los
que coincidimos en la celebración de la Eucaristía, que, con su sola presencia, nos
están diciendo que creen que Jesús es nuestro Redentor, es Aquel que quita el
pecado del mundo, porque es el Hijo de Dios venido en la carne (1Jn 4,2). Nosotros,
al recibir este testimonio, lo sometemos a verificación; y el Padre del cielo ilumina los
ojos de nuestro corazón para que comprendamos que este testimonio es verdadero.
Pues el testimonio exterior tiene que ser completado por la luz interior que nos
permite comprender su verdad. Por eso cuando Pedro confesó que Jesús era “el
Cristo, el Hijo de Dios vivo”, el Señor le replicó: “Bienaventurado eres Simón, hijo de
Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está
en los cielos” (Mt 16,17). Pues “nadie conoce bien al Hijo sino el Padre” (Mt 11,27).
También fue el Padre del cielo quien iluminó interiormente a Juan el Bautista
diciéndole: “Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ése es el
que ha de bautizar con Espíritu Santo”. El Señor espera de cada uno de nosotros
que demos testimonio para que Jesús pueda seguir siendo conocido y amado por lo
que Él es en verdad: el Cordero y el Hijo de Dios. El resto, la iluminación interior, es
cosa Suya. Que no falte nuestro testimonio.

Rvdo. Fernando Colomer Ferrándiz

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