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INTRODUCCIÓN
Desde los primeros años de la exploración y conquista de América empezaron a circular
historias acerca de las enormes riquezas del Nuevo Mundo y esas historias despertaron las
codicias de otros monarcas europeos y de un sinnúmero de aventureros siempre listos para
arrebatar una parte de esos caudales a los españoles. Por esta causa la corona española
estableció un sistema de navegación y comercio muy restringido que tuvo características muy
especiales. Para el comercio con América la Corona impuso un sistema de flotas y ciertos
puertos como los puntos de llegada y arribo. Asimismo, no abandono la idea de encontrar una
ruta marítima para comerciar con Asia. Tras varios intentos, se encontró esa ansiada ruta a
través de los puertos de Acapulco y Filipinas como enclaves del comercio entre Oriente y
Occidente.
Para el comercio con América la Corona española autorizó un solo puerto en la península
ibérica, el de Sevilla. La elección fue muy acertada, al menos en principio, ya que se trataba
de un puerto interior al que sólo se podía llegar después de navegar un buen trecho del río
Guadalviquir y que, por lo mismo, estaba bien resguardado para evitar ataques extranjeros.
Sevilla tenía además la ventaja de ser el centro político y administrativo de una de las
regiones más ricas de España y aún, cuando no ofrecía muchas ventajas para la reparación
y mantenimiento de los barcos, era un sitio en el que se podía encontrar todo lo necesario
para el comercio trasatlántico.
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La Casa de Contratación se ocupaba también de disputas judiciales, pues intervenía
tanto en causas civiles como criminales. Sin embargo, en 1543 la Corona aprobó la creación
de un consulado de comerciantes de Sevilla y, desde entonces, este Tribunal tomó bajo su
cargo las causas civiles.
La organización de las flotas no fue rápida para España. Pero el sistema quedó al fin
completamente establecido en 1564. Cada año salían de Sevilla dos flotas: una destinada a
Veracruz y otra a tierra firme, es decir, a las tierras continentales al sur del Caribe. La
primera debía partir de San Lúcar de Barrameda en el mes de mayo y llegar tres meses
después a Veracruz, lugar donde se celebraba una feria a la que acudían a comprar las
mercancías los comerciantes de México. La flota de Tierra Firme debía salir de San Lúcar en
agosto y dirigirse al sur rumbo a Cartagena, que era un puerto resguardado. Como el
destino final de las mercancías de esta flota era Lima, los barcos pasaban a descargarlas en
el istmo de Panamá en un lugar llamado Nombre de Dios (o Portobelo desde 1598) y desde
ahí pasaban en balsas y mulas hasta la Ciudad de Panamá, en la Costa del Pacífico. En una
feria que ahí se celebraba, los comerciantes de Lima intercambiaban la plata que
previamente habían traído de Perú por las mercancías de la flota y después embarcaban
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estas para llevarlas a su destino último en Lima. Pasados varios meses, tanto una flota como
la otra se dirigían a la Habana y ahí ambas se preparaban para regresar juntas a España en
la primavera.
El sistema de flotas fue diseñado con la idea de lograr una rotación cada catorce o
quince meses. Eso significaba que el viaje de una se traslapaba con el de la siguiente. La
navegación de Sevilla a Veracruz era de unos 6,000 kilómetros y se hacía en tres meses. La
de Veracruz a Sevilla, en cambio era mucho más larga y requería como cuatro o cinco
meses. Para salir del Caribe los barcos debían navegar lo más al norte posible, tratando de
evitar los vientos alisios, hasta encontrar un viento occidental que los impulsara por el
Atlántico hasta el rumbo de las Azores, para de ahí, pasar a Cádiz. La distancia que
recorrían los barcos entre Cádiz y Perú era de unos 12,000 kilómetros de ida y 16,000 de
regreso. En condiciones óptimas el viaje redondo podía hacerse en un año y medio, pero
casi siempre el clima y las circunstancias contribuían a que se alargara y no era raro que
llegara a tomar hasta tres o cuatro años.
El sistema de flotas permitía que grandes convoyes, a veces hasta de sesenta navíos,
cruzaran el Atlántico con seguridad; sin embargo, era muy costoso e ineficiente, pues el
intercambio comercial se efectuaba solo una vez al año. Por esta causa, las mercancías
europeas en América siempre eran escasas y los precios muy altos, más aún si agregaban
impuestos.
En Nueva España el único puerto autorizado para comerciar con Sevilla era Veracruz.
Este puerto primero estuvo en la boca del río de la Antigua, pero como la barra del río
dificultaba las maniobras de los barcos, los más grandes casi siempre preferían anclar en el
arrecife de San Juan de Ulúa, lo que complicaba mucho las operaciones de carga y descarga
de las mercancías ya que tenían que ser llevadas en lanchas hasta la aduana de Veracruz de
tal forma que estas maniobras eran muy lentas. A pesar de ello no se hizo ningún cambio
hasta 1600, cuando la ciudad fue trasladada a su lugar actual frente de San Juan de Ulúa. El
nuevo Puerto de Veracruz tampoco ofrecía mucha seguridad a los barcos. Ubicado en un
sitio muy expuesto a huracanes y nortes ya que cuando estos soplaban las naves corrían el
riesgo de estrellarse contra el arrecife. Las autoridades españolas no se estaban interesadas
en mejorar las condiciones del puerto porque consideraban que el destino final de la carrera
de Indias no era ése, sino la ciudad de México1.
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En Nueva España el comercio del Atlántico creció mucho a partir de 1550, cuando se
empezaron a explotar las minas de Zacatecas y Guanajuato, y más aún cuando se introdujo
el método de patio para la amalgamación de la plata en las minas que revolucionó a la
minería pues permitió revolucionar al mineral de más baja ley. Las exportaciones de plata
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El sistema de flotas fue el mecanismo como operó el monopolio comercial español en
América y constituye la esencia de la denominada carrera de Indias que englobaba todo el comercio
y navegación de España con sus colonias. Se configuraron en 1561 y subsistieron hasta 1778, año
en que se suprimieron definitivamente. A la desaparición del sistema de flotas, la monarquía
española intentó mantener el monopolio comercial con el llamado Reglamento de Libre Comercio,
que nació también con más de un siglo de retraso, y que fue incapaz de hacer frente a la realidad
comercial americana motivada por la presencia de artículos procedentes de la revolución industrial.
Las flotas murieron tarde y la reglamentación que las sustituyó fue también anacrónica, lo que
acentuó el descontento general de los criollos y fue el preludio de la independencia.
Como todo cuanto se inventó en América, el sistema de flotas fue resultado de un proceso
experimental a lo largo de muchos años. La necesidad de defender los mercados españoles que
iban o venían de Indias se evidenció ya en 1522, cuando Juan Florin, corsario italiano al servicio de
Francia, se apoderó de dos de las tres naves que Cortés enviaba a España con los tesoros aztecas.
Se recomendó que a partir de entonces los buques procurasen viajar reunidos para defenderse
mejor de un posible ataque.
La advertencia sirvió de poco, dada la tendencia española a hacer caso omiso a las prédicas
gubernamentales, y en 1543 se ordenó que los mercantes que hacían la Carrera de las Indias
fueran siempre juntos, reunidos en dos flotas, que saldrían de España, siempre escoltados por un
buque de guerra, armado. Cada una de dichas flotas tendría al menos 10 bajeles de 100 o más
toneladas. Una vez en el Caribe cada mercante marcharía a su puerto respectivo, mientras que el
buque de guerra se dedicaría a perseguir a los piratas, tomando La Habana como base.
En 1552 hubo un intento por suprimir la custodia de los buques de guerra y se ordenó que
cada mercante fuese armado para poder repeler la agresión corsaria. Al mismo tiempo se crearon
dos agrupaciones navales para defender el tráfico marítimo. Una tenía su base en Sevilla y
defendería la zona de recalada; la otra, en Santo Domingo y atendería a la defensa del Caribe. Al
año siguiente se volvió a la idea de las flotas, asignándose cuatro buques de guerra a cada una de
ellas. Una vez en el Caribe uno de ellos acompañaría a los mercantes destinados a tierra firme, otro
a los que iban a Santo Domingo, y los dos restantes custodiarían la flota que iba a México.
Resultaba así que por primera vez en la Historia, la Armada se ponía al servicio de los intereses
comerciales. El asunto es explicable por cuanto el Rey era el propietario de la mayor parte del
tesoro que se transportaba en el tornaviaje, y el beneficiario, a través de los impuestos, de los
artículos que se llevaban. No en vano el comercio indiano era la parte sustancial de la llamada Real
Hacienda.
En períodos bélicos había que aumentar la defensa naval y el impuesto era mayor. Esta
situación fue una constante para España y trajo muchos problemas a los comerciantes. Desde 1660
la Corona impuso a los comerciantes un canon fijo de 790.000 ducados en concepto de tal avería.
La razón de designar buques de la Armada para proteger a los mercantes, responde a que
éstos últimos llevaban el cargamento más valioso para los españoles: grandes remesas de plata de
las minas de la Nueva España y del Perú. Pero su rentabilidad se volvió contra la potencia que lo
controlaba, pues además de los riegos que representaba la navegación atlántica por los fenómenos
naturales, surgió el de la piratería, que cayó rápidamente sobre los barcos peninsulares. España se
decidió entonces a organizar bien el sistema. Una de sus preocupaciones fundamentales fue el
tornaviaje o regreso de los barcos mercantes que traían la plata, sin embargo, el viaje de ida
también fue aprovechado por la serie de productos que demandaban los pobladores de América,
que resulto un negocio lucrativo ya que la demanda indiana se centró en artículos de lujo, que
fueron gravados fuertemente. Se configuró así un circuito comercial completo, de ida y vuelta, que
consistía en llevar a América las manufacturas extranjeras y algunos productos alimenticios usados
en la dieta urbana (vino, aceite, pasas, etc.) y traer de ellas la plata. Artículos suntuarios por
numerario, en definitiva, y todo bajo el estricto control de la Corona, que tomaba a su cuidado la
protección de dichos envíos. Apenas tres años después del descubrimiento de las minas de
Guanajuato se reglamentó el sistema de las flotas.
La organización de este sistema contempló a los buques de guerra y los mercantes. Los primeros
formaban la Armada de Guardia y eran respectivamente la Capitana, donde embarcaba el General,
y la Almiranta, donde iba el Almirante. Cada uno de ellos tenía que llevar 100 marineros y 100
mosquetes (orden de 1581). En 1564 se ordenó que ambas naves tuvieran un porte de al menos
300 toneladas y estuvieran armadas con ocho cañones de bronce, cuatro de hierro y veinticuatro
piezas menores. Durante el siglo XVII fue frecuente que la flota llevara sólo el acompañamiento de
estos dos únicos buques de guerra, mientras que los galeones acostumbraban a ir custodiados por
ocho, aunque tampoco esto fue muy rígido.
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En toda embarcación de guerra había un capitán de mar y otro de guerra y debía haber
dotaciones de armamentos e infantería. Tenían prohibido llevar mercancías, a menos que se tratase
de cargamentos rescatados de bajeles perdidos, pero la realidad es que iban repletos de
contrabando y algunas veces no pudieron maniobrar con rapidez frente al enemigo precisamente
por el peso que llevaban en las bodegas. Los pasajeros que viajaban en las flotas solían ir a bordo
de estos buques, que ofrecían mejores condiciones de comodidad que los mercantes.
Respecto a los buques mercantes debían ser nuevos (menos de dos años de botados) y con
más de 300 toneladas (en el siglo XVI tuvieron usualmente 400 toneladas de arqueo). En 1587 se
reglamentó que no se admitiera ninguno de menos porte, pero la normativa fue ampliamente
violada. Hay que tener en cuenta que los navíos debían subir a su regreso por el río Guadalquivir
hasta Sevilla, remontando la barra de San Lúcar de Barrameda, y esto imponía de por sí una
limitación de tonelaje. Por otra parte, no era fácil conseguir buques nuevos y fue frecuente emplear
los viejos en un par de viajes, al cabo de los cuales eran desguazados en América. Cada mercante
debía llevar dos piezas de artillería de bronce -según orden de 1605- que devolvía al regreso.
Los buques de la carrera de Indias se construían por lo regular en el Cantábrico o en los astilleros
americanos de Cuba, Panamá o Veracruz. Durante la segunda mitad del siglo XVII era americana la
tercera parte de los que hacían la Carrera de las Indias. No se admitían embarcaciones construidas
en el extranjero, salvo excepciones, que siempre las hubo. La flota se complementaba con los
llamados navíos de aviso, que eran unas embarcaciones muy ligeras, de menos de 60 toneladas,
encargadas de llevar a América la noticia de que la flota estaba a punto de salir, para que se
preparará toda la negociación.
Legaspi sabía que el éxito de la empresa dependía de que se encontrara una ruta de regreso
a la Nueva España, es decir, encontrar un camino que uniera a ambos continente. Un año después,
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en 1565 Andrés de Urdaneta descubrió el tornaviaje, una nueva ruta por el norte que escapaba de
los temibles alisios. Este descubrimiento permitió la existencia de una comunicación regular entre
Filipinas y la Nueva España3. El 24 de junio de 1571 Miguel López de Legazpi funda la ciudad-puerto
de Manila que va a cumplir un papel esencial como punto de intercambio de mercancías entre
Occidente y Oriente.
La navegación de Nueva España a las Filipinas requería alrededor de tres meses, pero el
tornaviaje fue mucho más complicado ya que tomó de cuatro a siete meses. Las naves debían salir
de las Filipinas en dirección al noroeste y luchar varias semanas con vientos contrarios hasta
alcanzar los 35 o 40 grados de latitud y, más o menos a la altura de Japón, en una zona de tifones,
encontrar los vientos alisios que podían impulsar a las naves a través del Pacífico hasta la costa de
California, para virar al sur rumbo a Nueva España.
El tornaviaje era mucho más peligroso que la venida, pues aparte del riesgo de huracanes y
temporales estaba el peligro de la piratería, que aumentaba en consonancia con el valor de la carga
que se transportaba; el tesoro real (plata procedente de impuestos: y tributos cobrados) y las
remesas de los comerciantes.
La plata llegó a representar entre el 85 por 100 y el 95 por 100 de los cargamentos
novohispanos a la Península hasta que se produjo la contracción de tales envíos a partir de la
segunda década del siglo XVII. La ruta de regreso terminaba además en un embudo, que era la
boca del río Guadalviquir que era la ruta más accesible.
Cuando todo estaba listo se hacía aguada, se cargaban los víveres para la travesía y se daba la
orden de partida. Los buques volvían a colocarse en posición de travesía. No se enviaba ningún
navío de aviso a la península, para no alertar a los piratas. En la metrópoli no se sabía nunca la
fecha de regreso de las flotas. La primera noticia de su arribo era verlas llegar a San Lúcar.
Desde La Habana se dirigían al Canal de la Bahama, siempre amenazante. Era la vieja ruta del
piloto Alaminos entre Cuba y La Florida. En su fondo yacían multitud de galeones cuyos
hundimientos se contaban siempre por la marinería. Pasando el Canal se enrumbaba hacia Europa.
El peligro corsario y pirata aumentaba al llegar a las Azores.
A veces se enviaban buques de guerra de refuerzo a estas islas, para esperar la llegada de
las flotas. Desde las Azores se dirigían a Portugal. No era rara una recalada en el Algarve para
descargar el contrabando. Finalmente se alcanzaba el suroeste español y por último a San Lúcar,
desde donde los galeones comenzaban a remontar con dificultad el Guadalquivir para llegar al
2
Urdaneta prefirió seguir más al norte hacia la isla de Luzón, que le interesó por su cercanía a
China.
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Manila 1571-1898. Occidente en Oriente. Ministerio de Fomento. Madrid, 1998. p.50.
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puerto fluvial de Sevilla, ciudad que tuvo el monopolio comercial de Indias hasta entrado el siglo
XVIII ya que la Corona tuvo siempre miedo de que se perdiera plata americana si se abrían otros
puertos peninsulares a la Carrera de las Indias y además le resultaba más cómodo controlar ésta
desde un solo terminal, motivos por los cuales favoreció los intereses de la ciudad andaluza, que se
convirtió gracias a las flotas en una de las más importantes de Europa.
EL GALEÓN DE MANILA
Este comercio fue muy redituable por dos razones: por un lado, en China la plata era muy
escasa y su valor más alto que en Nueva España y, por otro, en China la seda era abundante y su
costo tan bajo que su venta en Nueva España generaba grandes utilidades. De esta forma, los
españoles cumplieron al fin su deseo de encontrar una ruta propia para el comercio con Asia,
estableciendo a través del pacífico una nueva ruta de la seda. En la actualidad, cuando se habla del
comercio de las Filipinas, es común referirse al galeón o la nao de Manila porque en el siglo XVIII
únicamente llegaba a Acapulco un navío. Sin embargo, en los siglos XVI y XVII las naves eran más
pequeñas y no tenían capacidad para transportar tanta carga, por lo que se acostumbraba mandar
dos galeones juntos, con la ventaja de que se podían ayudar en la navegación. Cuando se
reglamentó el comercio con Filipinas en 1593, el decreto especificaba que los comerciantes de
Manila podían enviar a Acapulco cada año dos galeones de 300 toneladas con mercancías cuyo
valor no pasara de 250,000 pesos y llevar como retorno a Manila no más de 500, 000, pesos de
plata. Sin embargo, los límites de plata y tonelaje fijados en este decreto casi nunca se respetaron.
El Galeón de Manila fue en realidad esto, un galeón de unas 500 a 1.500 toneladas. Su
primer viaje se realizó el año 1565 y el último en 1821, cuando fue incautado por Agustín de
Iturbide. La embarcación se construía usualmente en Filipinas (Bagatao) o en México (Autlán,
Jalisco). Iba mandada por el comandante o general y llevaba una dotación de soldados. La ruta era
larga y compleja. Desde Acapulco ponía rumbo al sur y navegaba entre los paralelos 10 y 11, subía
luego hacia el oeste y seguía entre los 13 y 14 hasta las Islas Marianas, de aquí a Cavite, en
Filipinas. En total cubría 2.200 leguas a lo largo de 50 a 60 días.
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El tornaviaje se hacía rumbo al Japón, para tomar la corriente del Kuro Shivo, pero en el
año 1596 los japoneses capturaron dicho galeón y se aconsejó un cambio de itinerario. Partía
entonces al sureste hasta los 11 grados, subiendo luego a los 22 y de allí a los 17. Arribaba a
América a la altura del cabo Mendocino, desde donde bajaba costeando hasta Acapulco.
Lo peligroso de la ruta aconsejaba salir de Manila en julio, si bien podía demorarse hasta
agosto. Después de este mes era imposible realizar la travesía, que había que postergar durante un
año. El tornaviaje demoraba de cuatro a siete meses y por ello el arribo a Acapulco se efectuaba en
diciembre o enero. Aunque se intentó sostener una periodicidad anual, fue imposible de lograr.
El éxito del Galeón de Manila era la plata mexicana, que tenía un precio muy alto en Asia, ya que
era más escasa que en Europa. Esto permitía comprar con ella casi todos los artículos suntuosos
fabricados en Asia, a un precio muy barato y venderlos luego en América y en Europa con un gran
margen de ganancia (del 300 en vez del 100). Las terminales de Manila y Acapulco constituyeron
en su tiempo los emporios comerciales de los artículos exóticos y sus ferias fueron más pintorescas
que ninguna. Mediante barcos como El Galeón de Manila o Nao de China, la “Santísima Trinidad” y
“Nuestra Señora de Covadonga” se enlazaron Acapulco y Manila, y en ellos se transportó desde
plata mexicana hasta sedas bordadas, marfil, ricos metales (como los que trajeron para el coro de
la catedral de México), muebles y biombos chinescos, vajillas y porcelanas, y un sinfín de
mercaderías que poco a poco permearon la vida cotidiana del México colonial. El puerto de Acapulco
cobró importancia creciente a partir de 1565 cuando el agustino Andrés de Urdaneta descubrió el
tornaviaje o viaje de regreso a Filipinas.
La llegada del Galeón de Manila o Nao de China, constituía todo un acontecimiento que
daba además una nueva vida a Acapulco. La bahía adquiría entonces una riqueza descomunal
basada en su estratégica ubicación comercial. Desde el Perú, Guayaquil y otros lugares llegaban a
comerciar oro, plata y cacao con los tesoros de Oriente. La llegada del galeón de Manila a Acapulco
era un acontecimiento relevante que abría la feria y transformaba a la tranquila población de
Acapulco en una ciudad bulliciosa y animada. Asienta Humboldt al respecto:
“luego que llega a México la noticia de haberse avistado el Galeón en las costas
se cubren de gente los caminos de Chilpancingo y Acapulco y los comerciantes
se dan prisa para ser los primeros a tratar con los sobrecargos que llegan de
Manila. Ordinariamente se reúnen algunas casas poderosas de México para
comprar todos los géneros juntos…Esta compra se hace casi sin abrir los bultos,
y aunque en Acapulco acusan a los comerciantes de Manila de lo que llaman
trampas de la China, es menester confesar que este comercio entre dos países,
tres mil leguas distantes uno de otro, se hace con bastante buena fe; y tal vez
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aun con más honradez que algunas naciones de la Europa civilizada, que nunca
han tenido la menor relación con los comerciantes chinos”.
En 1565, la hazaña marítima de los Legazpi y de Urdaneta había vencido los peligros de la ruta
comercial más larga en la historia de la navegación: esa ruta por fin había unido a Occidente con
Oriente. Así se iniciaron los viajes del “Galeón de Manila o Nao de China”. Durante más de dos siglos y
medio, las embarcaciones que salían de la Nueva España surcaron el Pacífico realizando el sueño
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europeo de comunicarse por mar con las fantásticas tierras de Oriente. El rico tránsito por el Pacífico
atrajo a otros países que a toda costa deseaban participar de esa riqueza, y se originó con ello la edad
de oro de la piratería de ingleses, franceses y holandeses. Durante la Independencia de la Nueva
España el puerto de Acapulco dejó de ser el enlace con Oriente. Brevemente ese comercio se mudó al
puerto de San Blas, pero hacia 1815 cesó el tráfico marítimo y término toda una época de la vida de
México. La nao de Acapulco fue suprimida en ese año y fue el Magallanes el último galeón que salió de
Acapulco para Manila. Una travesía que no habría de tener un tornaviaje. El comercio con las Filipinas,
junto con el estableciendo de la línea de navegación resultante, fue la consecuencia de unir los dos
ciclos, atlántico y pacífico, con lo que el imperio español había abierto un nuevo ámbito económico
apoyado en las costas mexicanas.
BIBLIOGRAFIA:
1. Castro y Bravo, Federico de, Las naos españolas en la carrera de las Indias. Armadas y
2. Fernández Duro, Cesáreo, La Armada española desde la unión de los Reinos de Castilla y
3. Haring, Clarence H., El comercio y la navegación entre España y las Indias en la época de
4. Lorenzo Sanz, Eufemio, Comercio de España con América en la época de Felipe 11,
6. Moreira Paz-Soldán, Manuel, Estudios sobre el tráfico marítimo en la época colonial, Lima,
1944.
8. Sudo Shimamura, Takako, Navegación y Comercio en Nueva España. Siglos XVI y XVII.
9. Walker, Geoffrey J., Política española y comercio colonial, 1700-1789, Barcelona, Ariel,
1979
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