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Infancias, políticas y

derechos.
Dra. Valeria Llobet

Tabla de contenidos
Presentación
La infancia como construcción social 3. Políticas sociales para la infancia
Ciudadanía infantil
Referencias

Documento original de FLACSO ARGENTINA, Diplomado en Infancias, Educación y Pedagogía

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1. Presentación

Esta clase se propone problematizar en clave históricopolítica el proceso de construcción de la infancia


como categoría social y como institución. No obstante, no se trata de un abordaje historiográfico en
sentido estricto, sino más bien que procura reponer preguntas relativas a los significados que adopta
aquello que nombramos como “infancia” en distintos contextos. El Siglo XX, políticamente
denominado en sus inicios “el Siglo del niño”, fue el tiempo de la construcción de la infancia como
sujeto social, a la luz de preocupaciones relativas al orden social, a la protección moral, y en general a
la creación y legitimación de un tipo de familia como “la” familia. Desde entonces, el lugar de la
infancia en el imaginario social como en las políticas públicas parece hoy haber cambiado nuevamente,
de manera significativa. No obstante, los derechos de los niños y niñas, y la responsabilidad política y
adulta para posibilitar su materialización en la vida cotidiana, son objeto de discusión permanente y
muestran bordes espinosos y controvertidos.

Abordaremos en este texto, entonces, los siguientes ejes: en primer lugar, una presentación de las
discusiones alrededor de los procesos en los que se constituyen los sentidos, valores, moralidades y
afectividades que van a dar forma a la categoría “infancia” en nuestras sociedades. En segundo término,
una especificación de las políticas públicas en clave de edad: ¿qué tendrían de específico las políticas
para la infancia? En tercero, una breve discusión sobre la noción de ciudadanía infantil como
aproximación a otros modos de pensar las políticas de la infancia y al niño en la política, en tanto sujeto
con derecho a formarse un juicio propio, a expresarse en asuntos que le atañen y a opinar.
2. La infancia como construcción social

El estudio de las condiciones de existencia infantiles, las experiencias de infancia, la invención


parafraseando a Ariès y reconstrucción de la infancia y de los procesos, dispositivos y dinámicas de su
gobierno, requiere, desde nuestro punto de vista, de la distinción de cuatro “niños” diferentes. Estos
cuatro clivajes del campo de estudios de infancia (condiciones de vida, experiencias, instituciones e
imaginarios sociales, y gubernamentalidad) no son los únicos, ni tampoco mutuamente excluyentes,
pero nos sirve señalar su especificidad para sostener la tensión entre el “niño” de las condiciones de
vida, el “niño” de la experiencia infantil, el “niño” de la institución infancia, y el “niño” del gobierno de
las poblaciones.

A su vez, requiere del esfuerzo de distinguir los distintos modos y perspectivas de análisis, que muchas
veces se presentan articulados. En primer lugar, una perspectiva que inscribe los problemas del presente
en la media y larga duración, es decir, en las dinámicas de cambio y permanencia. En segundo, la
comprensión de las relaciones sociales y prácticas culturales mediante las cuales la “infancia” es
producida, reproducida y transformada. En tercero, una reflexión sobre las dinámicas de poder
institucionalizadas, los discursos hegemónicos y contrahegemónicos sobre “la infancia” en cada
contexto. El primer tipo vincula con preguntas de corte historiográfico, el segundo despliega preguntas
sostenidas desde perspectivas socioantropológicas, y el tercero se construye a partir de posiciones
posestructuralistas. En general entonces, desde ese conjunto de preguntas se construyó una perspectiva
crítica sobre los procesos contemporáneos de producción y reproducción de “infancia”, que presentó
una discusión general sobre dos supuestos sobre la infancia: su mutismo analítico y su subsunción a las
instituciones de socialización.

Resulta necesario situar con claridad que estamos tratando a tal categoría, “infancia”, como una
construcción social, y no un dato de la naturaleza humana. Es decir, se trata de una categoría variable a
lo largo de la historia, y no una realidad biológica inmutable y ahistórica. En este sentido es una entidad
dotada de diferentes significados en distintos contextos culturales, por lo tanto no es universal ni
homogénea.

La existencia de “la infancia” es resultado de procesos históricos, sociales, económicos, en cuyo marco
distintos poderes y saberes han disputado diferentes nociones acerca de qué es ser niño o niña. Procesos
de larga duración que suponen la visibilización de una parte de la población como “grupo social”
distinguible, la emergencia de un conjunto de saberes que pretenden explicar la especificidad de tal
grupo y sus “individuos”, y la creación de un conjunto de instituciones para su gobierno y
encauzamiento (Ariès, 1987, Gelis, 1990, Donzelot, 1990).

Sandra Carli (2011) formula una pregunta central para la comprensión de estos procesos: ¿cómo cambia
la infancia como categoría social y cómo se vinculan estos cambios con las experiencias de los niños?
Acordando con su planteo en general, se considera aquí que es necesario desdoblar esta pregunta, para
recuperar en este movimiento el desanclaje entre categoría y experiencia en tanto campo de tensiones.

En efecto, la primer parte de la pregunta, respecto del cambio de la infancia en tanto categoría social,
enfoca al mismo tiempo en la construcción de una posición social, el establecimiento de un conjunto de
relaciones sociales y comportamientos, valores y afectos apropiados, y las instituciones mediante las
cuales se atribuyen sujetos concretos a tales categorías. La segunda parte, la vinculación entre los
cambios históricos con las experiencias de los sujetos que son considerados “niños”, requiere avanzar
un cuestionamiento a dos posiciones bastante establecidas en el campo académico y en el ámbito de la
intervención social. Por un lado, el deslizamiento de creer que analizando las significaciones que adopta
la infancia en ciertos discursos institucionales, entenderemos qué es “ser niño”. En segundo lugar, el
equivalente principio errado que lleva a considerar a las experiencias, estrategias e interacciones como
la única fuente para comprender “lo infantil”.

Entre la constitución de la categoría, la producción de subjetividad y la emergencia de la experiencia,


será necesario considerar la plétora de sentimientos, moralidades, valoraciones que constituyen “la
infancia” en la larga duración, la institucionalización de éstos en un campo prescriptivo de dispositivos,
instituciones y actores, en particular la familia, la escuela, los tribunales de menores; y finalmente cómo
se legitiman significaciones específicas en un campo de saberes científicos que las constituyen como las
definiciones de normalidad.

En 1927 el artista inglés L. S. Lowry pintó


Saliendo de la escuela. Se trata de una escena
común en la vida cotidiana de los niños del
norte de Inglaterra, retratados aquí en su
condición de alumnos, categoría social
propia de la institucionalización moderna de
la infancia. El paisaje de fondo delata la
naturaleza industrial del entorno, un rasgo
distintivo de las obras de Lowry.

En nuestros países –es decir, América en general es bien sabido que la creación de distintas categorías de
“infancia” (menores, alumnos, hijos), se dio de la mano y en razón de la creación de la institucionalidad
estatal moderna. Este hecho tiene una consecuencia analítica fuerte. Es necesario considerar el papel
específico del Estado en relación a la significación, alcances y tratamiento de la infancia como institución
social, a la vez que productor de un sistema de categorías que permite la clasificación de miembros de las
nuevas generaciones. Este aspecto será abordado en el siguiente apartado.

Recapitulando, la categoría social “infancia” constituye una estructura compleja y abarca una densidad
de significados con los que todos/as hemos tenido relación una y otra vez (por ello es una institución
social) de modo que es sencillo que se naturalice como un estadio del desarrollo universal propio de la
especie humana. No obstante, su carácter de institución social indica que se trata de una construcción
social mediante la cual se procesa la inmadurez biológica. Es constituida por procedimientos legales,
formas de poder, expresa y crea sentimientos colectivos, acciones morales, encarna y recrea ciertas
sensibilidades, etc. Ello no implica, no obstante, que nuestra posición constructivista se detenga “antes”
de la subjetividad. Por el contrario, las formas de subjetividad creadas alrededor de las distintas
categorías de infancia implicarán específicas formas de negociación, sufrimiento y posicionamiento
subjetivo.

La historización de las intervenciones del Estado hacia “la infancia”, así como la construcción de las
categorías de “menor”, “alumno”, “hijo”, y posteriormente la de niños sujetos de derechos, posibilitan
la exploración de los diversos imaginarios sociales sobre el lugar social y la naturaleza de “la infancia”
presentes en la actualidad. Estas categorías emergen del proceso de establecimiento de los límites entre
lo que será considerado de orden natural o bien social; propio del ámbito y debate público o privado,
íntimo y familiar; de carácter normal, o bien anormal, patológico, amoral.

En el ya clásico planteo de Ariès (1987), estos límites –que conforman el concepto moderno de
infancia surgen del proceso de moralización de la sociedad, la cristianización de las costumbres, el
surgimiento de la familia conyugal, la especialización de la escuela basada en una división entre la cultura
y la lectoescritura, y en el surgimiento de la disciplina en vez del castigo. Es decir, la infancia – el
conjunto de sentimientos, valores, moralidades, subjetividades a ella asociadas surge de manera imbricada
con la institución familiar, la institución escolar, la secularización de la vida, de la temporalidad, de las
costumbres, en el contexto europeo de inicios de la modernidad.

En la historia del arte los niños han sido


frecuentemente retratados ocupando un lugar
socialmente subordinado al de la posición dominante
de los adultos. Esto es así sobre todo en escenas que
evocan el ámbito familiar burgués. En este retrato de
Alice Neel vemos a la pintora Jane Wilson, a su
esposo, John Gruen, crítico de arte y fotógrafo, y a
su hija, Julia. En la Tate Gallery de Londres, donde
se expone la pintura, se lee que el título del cuadro,
La familia (1970), sugiere una consciencia de la
poderosa dinámica de la vida familiar: la imponente
postura de los cuerpos de los padres contrasta
fuertemente con la posición encorvada de la figura
de la hija.

Para Viviana Zelizer (1985) la emergencia de un tipo particular de niño, aquel cuyo valor económico es
visualizado como nulo en el presente, y su valor emocional es concebido como máximo, se asocia a tres
procesos: el establecimiento de la familia como una unidad sentimental; la valoración de la
domesticidad y en ella, la constitución de las mujeres como madres fulltime; y los cambios radicales en la
estructura ocupacional determinados por la industrialización y la urbanización de fines del siglo XIX y
principios del siglo XX. Para los países latinoamericanos, por su parte, historiadores locales insisten en
la necesidad de anclar la emergencia de la infancia contemporánea en los procesos de surgimiento de los
Estadosnación hacia fines del siglo XIX y la secularización de la vida pública.

El largo proceso de reemplazo de autoridades divinas o procesos consuetudinarios mediante formas de


regulación estatal dio lugar a debates intensos respecto a los clivajes normativos, diferenciaciones y
especializaciones de “tipos” de niños (Ref: No es posible tomar el punto de vista de la secularización
total de la vida social, en tanto en nuestro contexto tenemos permanentes muestras de la persistencia
de múltiples aspectos de la vida asociados a ideas de divinidad y sacralidad. Tuvimos hace muy poco
la posibilidad de visibilizar el alcance de estos núcleos alrededor de la entronización del nuevo Papa
católico, la cual invadió el espacio público incluso aquél legalmente establecido como laico. Asimismo,
tampoco sería apropiado considerar esas persistencias como “restos arcaicos”, o premodernos. Todo
lo contrario, resta incorporarlos en nuestras investigaciones de manera decidida para comprender
cómo se articulan con los procesos que estamos estudiando.). Por supuesto, tales “tipos” adquieren
sentido en el marco de la regulación estatal, y por ello, suelen ser abordados desde el punto de vista del
gobierno de la infancia. En efecto, los debates respecto a la extensión de la educación escolar brindada
por el Estado se dieron en muchos contextos señalando el carácter de los sujetos a los cuales esta
educación se dirigía. De ese modo, la expansión de la escuela se vinculó con la educabilidad de los
distintos “tipos” de niños: los alumnos, los pobres, las niñas, los indígenas, etc. Por su parte, las
transformaciones de la patria potestad y las formas de familia conyugal coincidieron con el
establecimiento de otros tantos tipos: hijos legítimos, ilegítimos. Finalmente, la conflictividad obrera y
urbana de principios del siglo XX se tramitó también en relación al establecimiento de las categorías de
“menor”, “niño trabajador”, etc. Es decir, distintos conflictos sociales y procesos de especialización de
la institucionalidad estatal cobraron forma anudándose alrededor del debate sobre distintos clivajes de
las nuevas generaciones.

En este sentido, y llevando un poco más lejos las afirmaciones de los estudios históricos, podemos
plantear la hipótesis que si la infancia surge con la familia, su fragmentación en categorías
jerárquicamente diferenciadas es producto de la lógica estatal. En efecto, la acción estatal requiere de la
clasificación de distintos tipos de niños para su interpelación por dispositivos jurídicoinstitucionales
específicos: hijo, alumno, menor, niño trabajador, constituyen ante todo categorías de intervención
diferenciada, tienen puertas de entrada y zonas de visibilidad e invisibilidad diferentes para la
institucionalidad estatal. En otras palabras, son categorías que cobran una densidad específica o
directamente son creadas por la intervención del Estado. Como deja ver Zapiola (2010), “menor” no era
una categoría de clasificación de individuos antes de su inscripción en la mentada institucionalidad
estatal.

En suma, el proceso de establecimiento de la categoría infancia conllevó la sedimentación de


significaciones del concepto; la transformación del tratamiento de niños y niñas; la definición de
relaciones paternofiliales. Tales significaciones son legitimadas en cuerpos y campos de saberes –
pediatría, psicología, pedagogía que las dotan de una renovada fuerza: constituyen la idea de normalidad,
a partir del cual se establecerán las jerarquías entre categorías diferenciadas.

El “niño normal” que emerge de estos procesos es, sobre todo, un niño “psicológico”, desespacializado
y descontextualizado. Es concebido como una disposición universal individual, propia de la especie
humana, y las variaciones contextuales son visualizadas como anormalidades, representaciones de
estadios previos del proceso evolutivo, folklorizadas, o bien directamente invisibilizadas. Como
señalara Qvortrup (2005):

“Históricamente, la formación de la infancia no fue en un principio un esfuerzo para cambiar a los


niños, aún cuando ese terminó siendo el proyecto de las ciencias de la niñez y del movimiento de
salvadores del niño. Fue un proceso en el que un conjunto de parámetros fue inventado, cuya totalidad
constituyó la arquitectura de la infancia en términos estructurales”.

A partir, sobre todo, de la década de 1980, y en un proceso articulado con los debates para el
establecimiento de un texto para la Convención de Derechos del Niño (CDN), fueron puestos en
cuestión los discursos científicos que invocaban un saber sobre la supuesta doble característica de las
necesidades “propiamente infantiles”, a saber: su univocidad y su perentoriedad. Por otro lado, se
criticó doblemente, la diferenciación entre niños (alumnos/hijos) y menores (en riesgo o peligrosos).

Desde la sociología de la infancia, se enfocó en la crítica a las posiciones estructural funcionalistas de la


socialización (James y Prout, 1997). Una lectura simple de la misma supone asumir la existencia de un
número dado de roles socialmente disponibles para los individuos. La socialización es considerada, en
esta perspectiva, como el mecanismo mediante el cual estos roles se reproducen entre generaciones. De
este modo, los estudios, investigaciones e intervenciones se centran en los déficits y problemas de la
reproducción social, dando lugar a las consideraciones sociológicas sobre el desvío o anomia,
psicológicas sobre la anormalidad del desarrollo, y pedagógicas respecto del fracaso escolar.
Convergentemente, se ha criticado el naturalismo individualista que subyace a estos supuestos: las y los
niños que fallan en el proceso de socialización son categorizados en posiciones sociales que resultan
deficitarias respecto de la infancia, tales como fracaso escolar, desvío, en riesgo, etc. Finalmente, se
cuestiona el que las y los niños sean vistos como pasivos receptores de un agente socializador que es el
adulto.

Desde la psicología social crítica y de cuño foucaultiano se acuñó el concepto de “psicopoder” para dar
cuenta de los modos en que los saberes psi establecían formas de regulación y normalización de los
sujetos a partir del establecimiento de ideas sobre la normalidad y la naturaleza infantiles. Ravello de
Castro denominó el telos de la infancia a su direccionalidad hacia la adultez, que constituye uno de los
núcleos de su normalización (Ref: La perspectiva teleológica sobre la infancia es, desde el punto de
vista de la construcción de la categoría y su vinculación con la experiencia infantil, especialmente en el
marco de las políticas para la infancia, un problema adulto. Esto es, niños/as y adolescentes tienen
representaciones históricas específicas y diferentes de su localización en la cultura de los adultos
(Bustelo, 2012).).

De este modo, y como señalamos antes, los acuerdos teóricos que emergen de esta sucinta revisión
señalan que la inmadurez biológica es concebida y articulada en cada sociedad particular mediante
conjuntos de ideas culturalmente específicas, actitudes y prácticas que se combinan para definir la
“naturaleza de la infancia”. La institución de la infancia provee un marco interpretativo para entender
los primeros años de la vida humana. En este sentido, sólo la inmadurez biológica es universal, en tanto
la infancia es una constante sociocultural que varía a través de distintos grupos sociales.

Así, la infancia como institución social es un conjunto de relaciones sociales negociados activamente en
los cuales los primeros años de la vida humana son constituidos. Complementariamente, la infancia
como experiencia es construida y reconstruida por los niños/as en relación con “los adultos” y a la inversa.
Este hecho, no obstante, no debe oscurecer el que niños, niñas y adolescentes carecen de un poder
equivalente al de las y los adultos. Los niños son actores sociales, pero son un grupo minoritario en el
sentido de su falta de poder para influenciar y determinar su propia experiencia. Una dimensión
específica que constituye la institución de la infancia es ese carácter asimétrico, naturalizado como
diferencia del momento del ciclo vital –es natural que los niños dependan de los adultos y no a la
inversa.

Por cierto, al considerar este carácter socialmente construido de “la infancia”, podemos revelar junto a
su homogeneidad como categoría social de clasificación de las edades, su heterogeneidad en relación a
la clase social, al género, la etnia, el carácter urbano o rural, la localización o globalidad de los accesos
culturales, etc. Retener esta cuádruple dimensión de lo que comúnmente entendemos como “infancia”:
su carácter universal abstracto como institución, su variabilidad histórica como categoría social, su
multiplicidad como experiencia, y su heterogeneidad al articularse con otras categorías de
diferenciación social, es de central importancia a nuestro planteamiento.

El documental francés Bebes (2010), de


Thomas Balmes, sigue la vida de cuatro niños
provenientes de distintas partes del mundo y
culturas –Namibia, Mongolia, Japón y Estados
Unidos – desde su nacimiento hasta su primer
cumpleaños. La idea conductora es simple y el
resultado no ofrece mayores sorpresas. No
obstante, el mero registro cinematográfico de
todo tipo de contrastes (sociales, económicos,
culturales) revela con eficacia la naturaleza
heterogénea y variable de aquello que llamamos
“niña/o”.

Resumiendo, en los últimos años se ha revisado el modo en que desde finales del siglo XIX, el
“conocimiento científico” sobre la infancia se constituyó en un campo de articulación de presupuestos
sobre el sujeto, sobre el ser humano, sobre la moralidad, la afectividad y el comportamiento aceptables
cuyo origen es adultocéntrico y “occidental” (Ref: Las comillas en “occidental” procuran señalar la
complejidad de esta categoría en el presente. En tanto los estudios de los países desarrollados tienden
a considerar que “el sur” está excluido de la occidentalidad, es difícil admitir que América Latina no
represente modos de apropiación más o menos sincrética de tal cosmovisión. En este sentido, sería
erróneo convalidar la (auto)exclusión de América Latina de lo occidental, así como usar acríticamente
esta categoría imaginando que “Europa” es el epítome de lo occidental: ¿es igualmente occidental
Inglaterra que Rumania? ¿es igualmente no occidental Argentina que Guatemala?)”.

Como ya se señaló, un aspecto central a esta conformación de un campo de saberes ha sido su


articulación con el surgimiento y especialización del Estadonación en nuestros países. A inicios del siglo
pasado, los Congresos Americanos del Niño iniciados en 1916 y que dieron lugar en 1926 al Instituto
Interamericano del Niño, constituyeron escenarios de debates centrales respecto al bienestar infantil. En
ellos, pediatras y abogados debatieron inicialmente sobre qué es la infancia, cómo debía ser educada,
cuidada, alimentada, y curada, y quiénes debían hacerlo. Desde 1930 los juristas y abogados que
lideraron los Congresos Americanos instalaron una agenda concentrada en la delincuencia juvenil y el
peligro moral (Therborn, 1996). Antes de ello, y alrededor de la creación del Instituto Interamericano
del Niño, en toda América se crearon tribunales de menores y se establecieron formas legislativas que
establecían la relación de patronato entre el Estado y los menores de edad definidos como “en riesgo
moral y material”. El establecimiento de una idea normalizada de “niño” servirá entonces a los efectos
clasificatorios mediante los cuales serán procesadas institucionalmente otras “clases” de niños y niñas.

No debemos olvidar, no obstante, que tales clasificaciones y categorías de segregación no funcionan en


el sentido maquínico que algunas lecturas rígidas de Foucault establecen. Muy por el contrario, estudios
historiográficos y etnográficos señalan el carácter problemático de tal supuesto, en tanto no permite
visibilizar que las categorías siempre presentan una distancia respecto de la realidad a la que se aplican
–la experiencia o trayectoria de un niño concreto, para el caso y esta distancia es “salvada” por las
prácticas e interpretaciones de los agentes sociales. De este modo, las modalidades en que las categorías
son negociadas, contestadas y resistidas son objeto de análisis empírico y no pueden ser tomadas como
un dato dado. El campo semántico y los múltiples lugares y relaciones sociales en los que tiene lugar la
experiencia infantil no se agota, no obstante, en la idea de “infancia”.

En tanto una pregunta central a estas consideraciones es desde qué posiciones se construyeron discursos
sobre la infancia y la minoridad, y cómo éstas se articularon en modalidades de intervención del Estado
sobre la población infantil, pasaremos al eje sobre las políticas sociales.
3. Políticas sociales para la infancia

A partir del recorrido sobre la articulación del papel de la regulación estatal en relación con la creación
de categorías de infancia, podemos pensar que las “políticas para la infancia” no son meramente efecto
de las formas dominantes de concebir la condición infantil y adolescente. En efecto, también son
constructoras de imágenes y discursos sobre los niños, que cobran cuerpo en relaciones
intergeneracionales y en prácticas institucionales, capaces de influir en sus condiciones de existencia.
De este modo, en este apartado abordaremos la institucionalización de saberes e ideologías (entre ellas,
el discurso de derechos de los niños) y el despliegue de tecnologías y prácticas institucionales para
cernir una definición sobre políticas para la infancia.

Las distintas categorías para intervenir sobre niños, niñas, adolescentes y jóvenes, emergen en un
complejo proceso que reúne profesionalización de la intervención social, dinámicas específicas de
influencia mutuas entre el ámbito académico y el de gestión, procesos de construcción de cuestiones
socialmente problematizadas. Varios son los ejemplos disponibles. Para nombrar dos de los más
conocidos: a principios del siglo XX, en la mayoría de nuestros países emergió como categoría
diferenciada –diferenciada por sus características y por el tipo de intervención que requería la de “menor
en riesgo moral y material”, que se escinde formalmente de la categoría de “niño” o “alumno” (Zapiola,
2010). El segundo ejemplo es la creación del “síndrome del niño maltratado” en la década de 1960
trabajado por Hawking (Grinberg, 2010) y su progresiva e intensa expansión en el ámbito de la
intervención estatal, especialmente de salud. Por la cercanía del ejemplo, y sus múltiples consecuencias
–campañas de prevención del maltrato, desarrollo de unidades de atención específica, demandas de
intervención inmediata, etc. vale la pena extendernos un poco más en su desmenuzamiento.

Hace unos pocos meses la fundación española


ANAR (Ayuda a Niños y Adolescentes en Riesgo)
lanzó una campaña en la vía pública dirigida a los
menores víctimas del maltrato infantil. La novedad
de la campaña radica en que tiene un mensaje oculto
que solo puede verse a la altura de un niño. Mientras
el adulto ve el mensaje: “A veces el maltrato infantil
solo es visible para el niño que lo sufre”, aquellos
con una altura menor a 1,35 metros ven la foto de un
niño con moretones y el mensaje: “Si alguien te hace
daño llámanos y te ayudaremos”. Más allá del giro
creativo y tecnológico, este tipo de campañas
permite nombrar como problema social (y no meramente del orden de lo privado) una realidad que no
es, no obstante, nueva.

No se trata de suponer que se trata de creaciones ex nihilo, ni de creer que niños y niñas no son “en
realidad” objeto de un trato violento altamente tolerado. Por el contrario, se trata de señalar que algo
comienza a ser un problema social en un determinado contexto histórico, y ello tiene más que ver con la
emergencia de una categoría para nombrarlo que con su existencia como fenómeno social. En otras
palabras: que se pegue a un niño es un problema social cuando se lo comienza a nombrar como
“maltrato infantil” y se construyen sobre esas conductas reglas específicas que la sancionan como
perversa para un tipo de relaciones sociales. Previamente no tiene existencia como un problema social,
sino eventualmente como un problema de orden privado –al igual que la violencia de género. Incluso
previamente a ser un problema de orden privado, no constituía una conducta que pusiera en cuestión la
naturaleza de las relaciones parentofiliales, sino que constituía un comportamiento que emergía
naturalmente de las relaciones de autoridad y su expansión respecto del cuerpo del niño.

Determinadas tecnologías y saberes, ideologías de género y de clase institucionalizadas en el Estado,


prácticas institucionales (Fraser, 1991; Haney, 1998 y 2002), son el basamento de estas categorías de
clasificación e intervención. Por ejemplo, “necesidad” y “riesgo” son particularmente fructíferas como
un emergente de saberes legitimados y tecnologías de intervención (Fraser, 1991; LLobet, 2009). Su

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carácter central en la definición de los problemas sociales para los cuales el Estado desarrolla políticas,
las dota de una potencialidad simbólica y política de gran importancia. Por ejemplo, respecto de
“maltrato”, es nítido que un conjunto de comportamientos –en el marco de relaciones de cuidado pueden
ser clasificados como tal. No alimentar por decisión propia, no asear teniendo las posibilidades, apalear,
violentar el cuerpo sexualmente, son comportamientos claramente discernibles y que podemos clasificar
como violencia, malos tratos y negligencia, que no satisfacen las necesidades infantiles y ponen al niño
en cuestión “en riesgo”. Ahora bien, llegando hacia las zonas fronterizas de esas categorías, aquellos
comportamientos que reclaman la decisión de un equipo y un proceso diagnóstico para determinar su
existencia, son fácilmente materia de intervención moral. Ello las hace notablemente capaces de
reproducir desigualdades de clase, étnicas, de género, religiosas, en fin, aquellas desigualdades
categoriales presentes en la “forma de ver el mundo” y de actuar en él.

En un segundo sentido, es posible pensar las políticas públicas como laboratorio (Ref: Nos inspiramos
en el trabajo de Carli (2002) que desarrolla la idea de la infancia como “laboratorio”.) en el que se
legitiman los consensos relativos a la función de las nuevas generaciones en el sostenimiento del orden
social. Queremos aquí señalar una tensión: el Estado aborda las políticas sociales desde el doble
objetivo de garantizar la reproducción del orden social y de incluir a las nuevas generaciones. Desde
una perspectiva historiográfica crítica, emerge la hipótesis central de que los problemas que presenta la
inclusión social de la infancia son visibilizados como problemas de intervención estatal alrededor de la
emergencia del conflicto social. Como señalara Cunningham, la historia de la infancia puede ser
pensada como la historia de los intentos de su control.

El análisis de las políticas sociales es muy complejo y reviste múltiples formas posibles. Desde el punto
de vista que estamos aquí señalando, las mismas no sólo constituyen formas de alterar la vida cotidiana
de las personas, sino también se trata de estrategias mediante las cuales se convalidan y legitiman
formas legítimas de interpretación de necesidades, derechos e identidades sociales.

De modo tal que el proceso de diseño y análisis de tales políticas requerirá de la revisión de los valores,
posicionamientos ideológicos, modalidades culturales convalidadas como “normales” (Ref:
Apoyándonos en el planteo de Rose y Miller (1992) los supuestos teóricos que nos permiten este
análisis suponen tres características de las racionalidades políticas: a) confieren poderes morales y
deberes a las autoridades; b) producen su propio conocimiento construyendo representaciones sobre
los que son gobernados; c) se constituyen a través del lenguaje.) respecto a cuestiones nodales: ¿qué
tipo de familia, con qué moralidades y sentimientos, que despliega qué tipos de estrategias de
reproducción, se da por sentada en la política para la infancia? ¿qué concepciones sobre la maternidad
están asumidas y legitimadas en la forma en que las políticas sociales operan? ¿qué supuestos sobre la
infancia “normal”, sobre el desarrollo esperable, sobre el presente y el futuro de los niños, se ponen en
juego en las definiciones de los problemas?

Desde la aparición de la Familia Addams sabemos


que la frase “una familia muy normal” puede tener
infinitas interpretaciones. El relato infantil Coraline
(2002), de Neil Gaiman, adaptado al cine de
animación en 2009 por Henry Selick, director
también de El extraño mundo de Jack (de Tim
Burton), explora las manifestaciones de lo siniestro,
en el sentido freudiano de la palabra, cuando lo
familiar y normal se vuelve extraño. La aventura
comienza cuando Coraline Jones descubre una
puerta secreta en su casa que la lleva a un universo
paralelo donde sus (otros) padres tienen botones en vez de ojos, todo parece más divertido y perfecto
hasta que revela su costado más amenazante. Selick, reconoce como antecesoras de esta adaptación
cinematográfica a Alicia en el País de las Maravillas (aunque tal vez adeude más a Alicia en el País del
Espejo) y a Hansel y Gretel, ambas fábulas que desafían nuestros preconceptos de familias y niños
“normales”.

Estas preguntas no son meros ejercicios de crítica cultural –si es que la crítica cultural fuera meramente
un juego intelectual y no una herramienta política. Por el contrario, su desvelamiento permite analizar
en lo concreto de qué modo los discursos sobre el bienestar y los derechos de niños y niñas se imbrican
con, y legitiman, formas de control social y juicio moral. Burman (1996) por ejemplo, señala cómo las
tecnologías de evaluación e implementación de derechos de los niños en legislaciones y políticas
públicas, puede oscurecer las formas de opresión de los sujetos para los que se legisla, y muestra cómo
así pueden estar creándose problemas adicionales. En este sentido, esta autora señala que las demandas
de universalidad emergen y reflejan experiencias específicas. La pregunta es entonces, las experiencias
de quién son tomadas en cuenta como modelo normativo. En otras palabras, Burman nos alerta respecto
de los chauvinismos de género y culturales que estructuran los procesos de definición de qué es mejor
para los niños.

Ha sido largamente señalado en los estudios feministas sobre el Estado que tales presupuestos
ideológicos y morales tienen efectos materiales en las formas en que se organiza la administración del
bienestar en el Estado. Por ejemplo, ¿qué condiciones se pone a una mujer para que su hijo/a acceda a
cuidados diurnos? ¿se lo considera un derecho de una mujer trabajadora –y entonces cualquier otra
mujer que lo requiera pero carezca de un trabajo formal será considerada desde inelegible hasta
negligente o será considerado un derecho del niño/a? ¿es un “derecho del niño/a” bajo el supuesto de que
los cuidados y la educación temprana contribuyen a la igualdad de oportunidades educativas, o bajo el
supuesto de que las familias pobres no los saben cuidar y será así una buena excusa para controlar y
moralizar a las madres? ¿Se considera que el cuidado infantil es un problema de las madres y de este
modo se invisibiliza a los padres, invisibilizando a su vez múltiples problemas?

Por otro lado, el acceso a derechos y el alcance de los mismos es también un resultado de los
presupuestos ideológicos en el Estado. Quién es ciudadano, bajo qué requisitos y premisas, es una
definición social e histórica y está en el corazón de las luchas sociales. Las características de la infancia
y la adolescencia como momentos de transformación y crecimiento, tensionan muchas de las
aproximaciones filosóficas y teóricas del propio concepto de ciudadanía. Es decir, lejos está de ser
suficiente que los derechos estén garantizados al nivel normativo, si bien esta es una condición
necesaria para su existencia.

En suma, es posible reconstruir cómo las concepciones sobre la infancia y la adolescencia modelan los
contenidos y significados que adquiere el discurso de derechos al institucionalizarse en culturas
institucionales y políticas preexistentes, y en contextos sociales complejos. Plantean un desafío a
concepciones estáticas y despolitizadas de las esferas pública y privada, en tanto la mayoría de los
problemas que expresan la desigualdad intergeneracional y de género tienen relación con ambas. Estas
proposiciones teóricas permiten cernir una contradicción central a este campo: ¿cómo es posible
desarrollar prácticas transformadoras que se dirijan a concretar la ciudadanía infantil? Nos abocaremos
a este planteamiento en el apartado siguiente.
4. Ciudadanía infantil

El proceso de institucionalización de discursos y saberes no agota las dinámicas que se dan en el


contexto de las políticas públicas. Las negociaciones de sentidos constituyen un espacio de
actualización y desestabilización de las diferencias de poder, mediante por ejemplo el establecimiento
de límites y fronteras que legitiman y reactualizan relaciones sociales. Es decir, constituyen un marco
para interacciones institucionalizadas que determinan, mediante estrategias de control, regulación y
resistencia, las trayectorias biográficas de sujetos concretos. Actos, intervenciones, negociaciones,
decisiones administrativas, conforman escenarios institucionalizados en los que se dirime la experiencia
de infancia de los niños y niñas –particularmente de sectores populares. En este nivel, no sólo
encontramos significaciones sino también intereses, intencionalidad, agentes concretos, y por lo tanto
campos de tensiones. Niños, niñas, adolescentes contestan, reinterpretan, resisten, se someten,
despliegan un conjunto de estrategias frente a tales prácticas. Para hacer luz a esta capacidad de agencia
de niños y niñas, es útil discutir el concepto de ciudadanía infantil.

El tratamiento de niños, niñas y adolescentes como ciudadanos, y la problematización teórica del


concepto de ciudadanía alrededor del clivaje etario (en lugar de las clásicas discusiones de género y
etnia o raza) reviste una relativa novedad tanto política como teórica. Para algunos autores, ello ha sido
nombrado como ampliación de ciudadanía (Kabeer, 2005).

La ampliación de ciudadanía tiene que ver con una serie de reconocimientos que permiten posicionar a
los sujetos como ciudadanos plenos. En primer lugar, supone la necesidad de reconocer las desventajas
históricas y las desigualdades en el acceso a la titularidad de derechos (Llobet, 2009). En segundo lugar,
la consideración del sentido que los propios sujetos le atribuyen en su vida cotidiana a la ciudadanía
(Kabeer, 2005). En tercer término, el reconocimiento de las interpretaciones de necesidades por parte de
los sujetos en situación de desventaja (Fraser, 1998). Finalmente, también considerar la pluralidad de
diferentes identidades, étnicas y culturales, reconociendo las diferentes posiciones de los sujetos
(Mouffe, 1998) y su debate público.

El proceso de ampliación de ciudadanía infantil sobreviene a fines del siglo XX de una manera
diferente que para otros colectivos previamente excluidos de la ciudadanía. En efecto, el proceso de
construcción de la infancia moderna se dio de la mano, como vimos, de procesos de segregación y
restricción de su participación en la vida pública. Por ejemplo, según Cockburn (1998), la exclusión de
los niños de la membresía comunitaria y la denegación de su estatus como ciudadanos sólo se
institucionalizó firmemente durante el siglo XIX. A su vez, para Hendrick (1997), el siglo XIX fue el
período de una rápida expansión de las políticas sociales designadas para remover a los niños de la vida
pública y segregarlos en las escuelas. De modo que se trata de un proceso que fue de la mano del
desarrollo de la concepción moderna de infancia y el establecimiento del bienestar infantil. La
definición de “ciudadanía infantil” es en lo absoluto sencilla, dado que mediante el acto de su definición
se distribuyen derechos económicos y políticos valiosos, y estatus sociales valorados (Invernizzi y
Williams, 2008: 31).

En 1951 Juan Domingo Perón inaugura la República


de los Niños, el primer parque temático y educativo
de su estilo en América, hoy todavía en actividad. El
complejo reproduce todas las instituciones de una
ciudad republicana en escala para niños de diez
años: la legislatura, el consejo deliberante y también
bancos, negocios y medios de comunicación. En el
predio se realizan también actividades destinadas a
la educación cívica de los menores para la
instrucción y el fortalecimiento de la democracia y la
formación, en suma, del niño como ciudadano.
Las definiciones de ciudadanía son por lo tanto, altamente contestadas, y reflejan una variedad de
posiciones sociales y políticas en relación con lo que constituye la membresía a una comunidad dada y
qué derechos y obligaciones están asociados con tal membresía. Como consecuencia, estas diferentes
perspectivas determinan asuntos de inclusión y exclusión social. En el clásico planteamiento de
Marshall, las nociones básicas incluidas en el discurso y la teoría de ciudadanía son derechos y
obligaciones, igualdad y diferencia, estatus y práctica, membresía, dignidad, competencia, autonomía,
dependencia, independencia y participación. Incorporadas en la mayoría de las definiciones de
ciudadanía se encuentran nociones de independencia, madurez, competencia y pertenencia, cruciales en
la discusión del alcance de la ciudadanía infantil.

Lister (en Invernizzi y Williams, 2008) señaló que al nivel formal, la ciudadanía denota el estado legal
de membresía a un estadonación, en tanto que al nivel sustantivo, la ciudadanía es un concepto
esencialmente “contestado”, porque refleja tradiciones políticas diferentes y los desafíos de varios
movimientos sociales. Birte Siim (2000) lo describió también como un concepto “contextualizado”. En
síntesis, Lister recuerda que los vocabularios de ciudadanía y sus significados varían según los
contextos sociales, políticos y culturales y reflejan distintos legados históricos.

El argumento central para sostener la ciudadanía infantil, en el marco de los debates promovidos por la
ampliación de derechos humanos y la CDN, es predicado en parte a partir de una igualdad fundamental
e igual valía como seres humanos. Ello se vincula con la promesa de universalidad encarnada en la
ciudadanía. Para Lister es posible caracterizar las tensiones entre modelos de ciudadanía universalistas
y aquellos centrados en la diferencia, a partir de la conceptualización de un “universalismo
diferenciado” (Lister, 2003). Esta noción ayuda a capturar la relación particular de los niños tanto con
la ciudadanía como con los derechos humanos. En efecto, nadie reclama que los niños son idénticos que
los adultos ni que deban acceder a exactamente los mismos derechos. Algunos derechos son
compartidos con los adultos en la forma de derechos humanos, otros son particulares a los niños, y
algunos son denegados a éstos. Por su parte, el universalismo diferenciado permitiría, para Lister,
reconocer las responsabilidades que los niños ejercen y las maneras en que estas reflejan también las
responsabilidades de los adultos. Este punto en particular refleja la importancia de no enmarcar la
participación como una obligación de los niños, en tanto este derecho, para que se cumpla, debe ser en
primer lugar respetado. Por su parte, está el riesgo de caer en la construcción instrumental de los niños
como inversión social que representa el ciudadano trabajador del futuro.

Un concepto útil para refinar la comprensión de la participación infantil en el marco de la teoría de


ciudadanía es el de agencia*, que se inspira en los aportes de Giddens sobre la dualidad de la estructura
social y de Bourdieu sobre reproducción cultural (James y James, 2004) en tanto para ambos autores la
actividad y creatividad permanente de las personas reproduce la sociedad a lo largo del tiempo. De tal
modo, las estructuras e instituciones sociales que las constituyen no son formas rígidas, sino contextos
sociales más fluidos en los que la acción social tiene lugar y adquiere sentido. De tal modo, la infancia
es un fenómeno temporal dual, en tanto la temporalidad experiencial de la infancia como momento de
la vida de los individuos tiene que entenderse en relación con la temporalidad estructurada de la
infancia como espacio social, incorporada en la reproducción de la sociedad (James y James, 2004: 39).
En tal producción y reproducción de la infancia, la naturaleza permanentemente constitutiva de la
acción social y la agencia infantil potencialmente derivada de ella, resulta de gran importancia. De
modo tal que reinterpretaremos participación como la capacidad de niños y niñas de “hacer la
diferencia” en las relaciones sociales de las que participan, señalando la capacidad transformadora de su
acción.

En la serie de pinturas La leyenda del bosque


justicialista (2004), Daniel Santoro imagina el origen
peronista de la madre de Juanito Laguna, una “niña
madre apadrinada por Eva Perón y cobijada por el
ideario y las instituciones peronistas” (Lebenglik).
Los niños, se sabe, tuvieron un lugar destacado en el
imaginario y la política de Perón. Más allá de
afinidades ideológicas y políticas, no puede negarse
que los gobiernos peronistas advirtieron como pocos
que los discursos sobre la niñez y los de la
ciudadanía estaban íntimamente relacionados.
“Verano en la ciudad infantil” (2004) es una de las
notables versiones pictóricas de la República de los
Niños realizadas por Santoro. El escritor argentino
Martín Kohan ofrece una una posible interpretación
de sus imágenes: Podría pensarse que el célebre
apotegma justicialista “los únicos privilegiados son
los niños” se consuma territorialmente en esta
república suburbana. Claro que podría pensarse
también que la República de los Niños como tal da
una clave posible del peronismo en sí. ¿El peronismo
como República de los Niños? Una vez más, Daniel
Santoro demuestra entender mucho el asunto, con
esos cuadros en los que Evita aparece haciendo chas
chas en la cola. Una República de los Niños: un
movimiento sostenido por la evocación mítica de las
respectivas infancias en los años 40 y 50. Y una nueva interpretación posible para la palabra
“imberbes” con que el Viejo descartaría a los jóvenes unos veinte años después (no los vio jóvenes, los
vio niños; y empero no los privilegió).

Por su parte, las relaciones de poder que surgen y se construyen dentro de los propios contextos en los
que se encuentran los niños, influyen en sus percepciones sobre sí mismos y sobre sus capacidades. En
este sentido, las condiciones subjetivas de la pobreza, la vulnerabilidad y la desigualdad afectan de
manera central la ciudadanía infantil. Asimismo, en las posibilidades de agencia de los niños,
intervienen factores que involucran tanto a ellos como a sus padres, que al vivir en contextos de
marginación por género, clase o grupo étnico, pueden ser silenciados. Fernando (2001) advierte que la
tendencia a considerar las relaciones de poder interetarias como una oposición dual, tiende a escindir a
niños y niñas de sus condiciones de existencia social, y provee legitimidad ideológica al aislamiento y
particularización de los derechos de los niños respecto de problemas de clase, raza y género. En tal
sentido, la autora postula un interrogante central: ¿cuán lejos podemos llegar si aislamos a los niños y
niñas de su incorporación en las relaciones de clase y género que ellos experimentan a través de sus
relaciones con adultos? (Fernando, 2001: 12). Adultos, por supuesto, que exceden el núcleo familiar
para incorporar maestros/as, agentes de salud, representantes del poder jurídico, etc.

Desde esta perspectiva se considera crucial un aspecto en la vida de los niños, que es la representación.
Aparece como algo evidente que según su edad los niños necesitan mayor o menor representación para
poder manifestarse, en tanto suponemos que las “capacidades” son algo inherente a las personas
consideradas individualmente en su relación con la especie. Sin embargo, es necesario problematizar
esta relación ya que también está sujeta a los contextos y a las prácticas de los adultos que los
representan. Así, se tornan centrales las condiciones de ciudadanía de los adultos con quienes se
relacionan. Esto puede verse tanto en los ámbitos familiares como en el ámbito de las políticas sociales
donde los adultos que actúan para garantizar los intereses de los niños, por ejemplo, trabajan en
condiciones precarias y de alta vulnerabilidad. Asimismo, toda relación de representación sustantiva
implica una interpretación de los intereses y necesidades del representado. Y en el corazón de los
regímenes de tutela y segregación infantil se encontraba la legitimación del adulto –un tipo de adulto
social y culturalmente especificado como único interprete válido de las necesidades infantiles.

El precepto postestructuralista referido a que en las relaciones de representación el representado está


ausente, es una útil guía para reconsiderar lo que significa “enunciar en nombre de”, y enfoca en una
tensión tanto central como estructural a la ciudadanía infantil.

El Modelo de Naciones Unidas es una experiencia


educativa promovida por la Universidad de Harvard
desde 1948 (año de la Declaración Universal de los
Derechos del Niño) que hace años también se practica
en Latinoamérica. Alumnos de diferentes niveles se
convierten momentáneamente en delegados de países
miembros de la ONU para discutir determinado tópico
decidido de antemano en un simulacro de cumbre inter
escolar. Para ello cada alumno debe interiorizarse sobre
la política exterior, la cultura y economía del país que
representa, invirtiendo así los roles reales de
representación. Siguiendo esta ideamodelo, en
Latinoamérica se organiza también, desde hace poco, el
Modelo de Cumbre de Mandatarios Unasur.

La participación, la representación y la agencia infantil, están sujetas a diversas relaciones que


atraviesan las vidas de las personas, considerando particularmente la clase, la etnia y el género. Éstas se
pueden observar a nivel micro en las interacciones cotidianas y a nivel macro, desde las condiciones
estructurales de una sociedad determinada, teniendo en cuenta sus niveles de desigualdad, pobreza,
relaciones de género y generacionales de dominación.

Una tensión específica en las discusiones sobre ciudadanía infantil y participación emerge al considerar
que la asimetría que constituye las relaciones entre adultos y niños involucra una necesidad especial de
cuidados y protección. La situación de dependencia relativa de niños, niñas y adolescentes, dependencia
que se expresa en necesidades materiales y subjetivas, hace que sea necesario realizar algunas
operaciones que posibiliten la participación. En tal sentido, será necesario revisar los modos en que se
imbriquen protección y necesidad de autonomía. Es un valor central a la participación en el marco de
los derechos, la autodeterminación, es decir, la posibilidad y habilidad de las personas de ejercer algún
grado de control sobre sus vidas (Kabeer, 2005). Es posible pensar que el conflicto expresado en el
cuidado en relación con la dependencia, no supondría negar la intersubjetividad y la interdependencia
como constitutivas de la experiencia humana, sino de construir posibilidades de autodeterminación a
partir de esta particularidad.

Se requiere así de una comprensión de los sentidos mediante los cuales las personas –adultos, niños,
adolescentes definen sus necesidades y derechos en la vida diaria, y de un análisis de las dificultades y
obstáculos concretos que las y los miembros de grupos sometidos encuentran para expresar sus
intereses y necesidades, para participar sin negar diferencia y particularidad, pero sin que ella sea un
límite que no se logra superar. Según Fraser (1989), la interpretación de las necesidades y derechos no
sólo es un problema central de justicia social, sino que se constituye en el lugar central en el que tendrá
lugar la disputa política para establecer los contornos sustantivos de la ciudadanía. Contrariamente con
el reconocimiento de este carácter centralmente político y contestado del establecimiento de las
necesidades prioritarias que especifican la ciudadanía en la vida cotidiana, el discurso de derechos de
los niños rápidamente ha tendido a ser interpretado de manera tecnocrática. Como señaló Fernando
(2001), así como la transversalidad de género transformó las necesidades de las mujeres en periféricas,
la centralidad del discurso de derechos de los niños corre el riesgo de hacer lo mismo con las
necesidades de niños, niñas y adolescentes.

De modo tal que es necesario problematizar los discursos sobre los derechos y la ciudadanía que al
nivel de las políticas públicas excluyen de hecho a grupos marginalizados: ¿bajo qué condiciones y en
qué contextos los derechos y la ciudadanía son emancipadores? ¿Qué requisitos son necesarios para que
las dimensiones performativas de los derechos permitan a las y los niños agenciarse y posicionarse como
sujetos de derechos? ¿En qué contextos o frente a qué problemas, son tratados en efecto como sujetos de
derechos?
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