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LA FILOSOFIA

EN COLOMBIA
SIGLO XX

Compilación
RUBEN S IE R R A M EJ1A

pkSultum s.a
P R E S ID E N C IA D E LA R E P U B L IC A

NUEVA BIBLIOTECA CO LOM BIAN A DE CULTURA


© Procultura S.a.

1985
Prim era Edición
PRO CU LTU RA
Bogotá - Colombia
INDICE

Página

R u b é n S i e r r a M e j i a : P rólog o.......................................................................9
R a f a e l C a r r i l l o : Filosofía del derecho como filosofía de la
persona (1945)............................................................................................. 15
C a y e t a n o B e t a n c u r : Im perativo y norm a en el derecho (1968)......51
Luis E. N ieto A r teta : Ontología de lo social (1953).............................67
J a i m e V e l e z S a e n z : La función de las categorías en la
ontología (1978)......................................................................................... 85
D a n i l o C r u z V e l e z : Nihilismo e inmoralismo (1972)..........................101
R a f a e l G u t i e r r e z G i r a r d o t : Hegel. Notas heterodoxas para
su lectura (1968)....................................................................................... 125
D a n i e l H e r r e r a R e s t r e p o : H o m b r e y f i lo s o f ía (1970)..................... 139
F r a n c i s c o P o s a d a : Vanguardia y arte realista (1969)......................... 175
E s t a n i s l a o Z u l e t a : M arxismo y psicoanálisis (1964).........................203
G u i l l e r m o H o y o s V a s q u e z : Fenomenología como
e p i s t e m o l o g í a (1978)................................................................................229
Notas bibliográficas......................................................................................... 249

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PROLOGO

R ubén S ie r r a M e jia

Vale la pena, como introducción a una selección de textos filosóficos


contem poráneos escritos en Colombia, hacer algunas observaciones sobre
las circunstancias que han determ inado la actividad filosófica en nuestro
país y señalar la ruptura que la separa de lo hecho en este campo en épocas
anteriores. No se trata con esto de indicar las causas de un determinado
pensamiento o de la popularización en nuestro medio de una determ inada
filosofía: es algo más general y, aun podríam os decir, más vago.
Empecemos por reconocer que apenas sí habría posibilidad de reseñar
una actividad que en gran parte ha permanecido marginada del desarrollo
cultural colom biano1, y que en la mayoría de las veces es inferior en calidad
a sus demás manifestaciones intelectuales. Es cierto que en la Colonia
estuvo en el centro de la enseñanza superior, pero no pasó de ser una
actividad pedagógica sin ningún asom o de originalidad o siquiera de una
expresión personal en el tratam iento de los temas. Y tam bién es cierto que
durante el siglo XIX, sobre todo en el m om ento de la form ación de los dos
partidos políticos tradicionales, la argumentación filosófica, en ocasiones
sobre temas eminentemente académicos, ejerció un papel ideológico deter­
minante en la delimitación de los program as de esos mismos partidos. Pero
también allí la filosofía en cuanto tal perdía su naturaleza teórica para
adquirir una función pragmática inmediata.
Puede decirse que algo nuevo surge a partir de la década de 1940 con
la aparición en nuestro medio del cultivo universitario de la filosofía y de
cierta producción filosófica que se enm arca dentro de corrientes contem ­
poráneas como la fenomenología o la teoría pura del derecho. Si se nos
permite hablar con alguna ligereza de ruptura, debemos situar ésta en el
trabajo que se realiza en esos años. Pero esa ruptura no hay que entenderla
únicamente com o un cambio de doctrina, com o una renovación en los
temas de interés filosófico, sino fundamentalmente com o un cambio de
actitud.

1 P a ra u n a reseña histórica de la p ráctica filosófica en C o lo m b ia d u ra n te el p erío d o que


co b ija este volum en, véase nuestro estu d io “T em as y co rrien tes de la filoso fía co lo m b ian a en
el siglo X X ”, en E nsayos filo só fic o s, B ogotá (C o lcultura), 1978.

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Un cambio de actitud, pues ahora se entiende que la filosofía es un
cam po del saber que requiere del estudio de su historia, del dominio de sus
categorías y conceptos, de un manejo de su metodología o metodologías, y
sobre todo que es una disciplina a la que hay que llegar desprovisto del
tem or a perder la fe. Recordemos que durante las primeras décadas de este
siglo, mientras en otros países latinoamericanos se empezaba a hacer
filosofía, en especial filosofía moderna, con base en una crítica al positi­
vismo decimonónico, en Colombia se hacía un tomismo elemental y
cerrero. La filosofía no debía ser sino un instrum ento racional de la fe. Así
que la reacción antipositivista fue entre nosotros una reacción frente al
pensamiento moderno, y tuvo más un carácter religioso que auténtica­
mente filosófico. Rafael M aría Carrasquilla, que llegó a ser la figura
dom inante durante las primeras décadas de este siglo, condenaba a la
física, por ejemplo, a someterse a las verdades teológicas. Y si M arco Fidel
Suárez refutaba al positivismo, utilizando en ocasiones argumentos que
hoy han cobrado, desde otros ángulos, nueva vigencia, lo hacía sin
em bargo porque según él aquella filosofía se identificaba con el “m ateria­
lismo ateo”. Fueron por lo demás épocas de una supina ignorancia
filosófica. Aun escritores como Luis López de Mesa, a quien debemos
algunos impulsos renovadores de la cultura colombiana, en sus incur­
siones por terrenos filosóficos deja percibir sus escasos conocimientos en la
m ateria y su ingenuidad en la apreciación de doctrinas filosóficas contem­
poráneas: la tesis heideggeriana de que el hombre es un ser para la muerte,
se convierte, por ejemplo, en su interpretación en una versión innece­
saria del lamento popular de que todos estamos condenados a morir. Por
otra parte, un falso anhelo de darle estirpe a nuestro pasado cultural, llevó
al profesor López de Mesa a apreciaciones exageradas de modestas obras
escritas en nuestro país, como cuando ve un anticipo de la teoría del
infinito m atemático de C antor, en las consideraciones sobre el infinito de
José de Urbina, fraile de la colonia colombiana que al respecto seguía
doctrinas ortodoxas del pensamiento escolástico2.
Esa ruptura que nos ocupa fue más bien un empezar de nuevo antes
que una reacción violenta frente a lo existente. Los filósofos colombianos
que iniciaron el proceso del pensamiento contem poráneo simplemente
dejaron de lado lo que encontraron en nuestra tradición. Por lo demás,
puede decirse que el neotomismo impuesto por Carrasquilla ya era cosa
muerta, aunque todavía se manifestaba en la defensa de ciertas doctrinas
como la del derecho natural. Las circunstancias favorecieron a la nueva
actitud del filósofo colombiano. En primer lugar, el auge de la industria

2 E n ese clim a tra b a ja en B a rran q u illa, m arg in ad o de la vida n acional, Julio- E nrique
B lanco, q uien se h a b ía ed u cad o en E u ro p a lo g ran d o un a sólida fo rm ació n filosófica. Su obra,
de escasa rep ercusión en el país, se a p a rta p o r sus tem as y p o r el rig o r con que los tra ta , del
resto de tra b a jo filosófico realizado en C o lo m b ia an tes del p erío d o que cubre esta selección.

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editorial en los países hispanoamericanos que inició la divulgación masiva
del pensamiento europeo contem poráneo, y en segundo lugar, el impacto
que ejerció entre nosotros la figura de José Ortega y Gasset, crearon un
clima propicio para la recepción de la ñlosofía del siglo XX. A estas
coordenadas externas, habría que agregar que en el interior las reformas
educativas, ejecutadas por el liberalismo, en el poder desde 1930, permi­
tieron un ám bito favorable para el estudio universitario de nuevas formas
de pensamiento distintas al neotomismo. En el caso de Ortega y Gasset, su
contribución al cambio de mentalidad filosófica hay que entenderla no
sólo por la influencia de su pensamiento sino sobre todo por las incita­
ciones que provocó y por la apertura hacia la filosofía contem poránea, en
especial alemana, que significó su obra filosófica y su tarea de publicista
desde la Revista de Occidente. El filósofo español constituyó el puente
para el conocimiento de la fenomenología de Husserl y en especial del
pensamiento axiológico de Scheler, quienes fueron los filósofos, junto con
Hans Kelsen, que más influyeron en nuestro medio en los primeros años de
la actividad filosófica que se recoge en este volumen. En cuanto a Kelsen,
merece especial atención por lo que significa su influencia en esos orígenes,
pues la teoría pura del derecho representó un eficaz instrum ento con el cual
la ideología liberal se opusiera a la concepción del estado y del origen del
derecho que había inspirado a la tradición jurídica del país. El pensa­
miento kelseniano se oficializó prontam ente en la nueva universidad
colom biana, pero hay que advertir que con cierta resistencia por parte de
los representantes del jusnatunalism o.
Aquel cambio de actitud que caracteriza a la ruptura de la práctica
filosófica en Colombia, ha permitido tom ar a la filosofía de una manera
autónom a, con problemas propios y sin una función pragmática
inmediata. Se trata ahora de un trabajo profesional y académico que se
manifiesta ante todo com o actividad eminentemente profesoral, ya que ha
sido en la vida universitaria donde ha encontrado su prim era motivación
nuestra producción filosófica. Es ello la consecuencia de la carencia de
fuentes de trabajo intelectual distintas a la que ofrece la cátedra: ausencia
de editoriales, de periodismo cultural y científico, de institutos de
investigación, etc. Quizás tam bién debamos ver en esta circunstancia la
causa principal del m arginamiento del trabajo filosófico colom biano del
resto de manifestaciones culturales y de su escasa influencia en la vida
nacional.
Aunque no hay que considerar esa limitación de su campo de trabajo
del todo negativa para el filósofo colombiano, pues ha sido su desempeño
como profesor lo que le ha permitido asum ir su oñcio como una profesión,
hay que considerarla sin embargo como el origen de su inestabilidad
laboral. Sometida como ha estado la universidad colom biana, en
particular la oficial, al control político de los gobiernos de turno, no se le
ha permitido la autonom ía suficiente como para que el filósofo se pueda

11
sustraer a una eventual acción arbitraria del gobierno. En la década de
1950, ese control político descontinuó el trabajo filosófico en la universi­
dad colombiana por razones eminentemente ideológicas. Se propuso
entonces regresar al pensamiento escolástico, alegándose que en él estaban
las raíces de nuestra identidad cultural.
La situación afortunadam ente varió en la siguiente década, cuando
pudo recuperarse el impulso universitario a los estudios filosóficos. Hoy
no podemos desconocer el interés que, en los últimos años, se ha
despertado en Colombia por la filosofía: es éste un fenómeno de indudable
significación en nuestra vida cultural y en especial académica. Es cierto que
esta disciplina aun no ha logrado la aceptación pública que ha alcanzado
dentro de las élites intelectuales de otras sociedades con una trayectoria
científica y literaria de las cuales nuestro país no es térm ino para ninguna
comparación. Pero ya no es la ocupación de las horas de ocio de aficio­
nados sin adiestram iento en el manejo riguroso de los conceptos y sin unos
conocimientos básicos de la historia de la filosofía. Puede decirse que
ahora es un oficio normal de nuestra vida civil. Al decir que es un oficio,
queremos referirnos justam ente a la actitud del filósofo frente a su
disciplina: se trata de una actitud de responsabilidad profesional, que no se
permite concesiones relativas a la información y al rigor metodológico en
el tratam iento de los temas, lo cual quiere decir que se procura al menos
elim inar la improvisación en el trabajo filosófico. No se busca prim ordial­
mente la originalidad, pues se sabe que ésta no es cuestión de voluntad sino
de talento, y que aun estamos en una fase que tiene como tarea
fundamental echar bases para una tradición que quizás genere algún día
obras verdaderam ente revolucionarias.
Dentro de este nuevo clima favorable al cultivo de la filosofía, llama la
atención el amplio espectro de corrientes filosóficas representadas en
Colombia. El interés profesional de la filosofía no se limita ahora a unos
cuantos pensadores, promovidos por editoriales latinoamericanas como
sucedía en el pasado, sino que va desde la fenomenología, cuyo cultivo
lleva varias décadas, hasta la filosofía anglosajona, tradicionalmente
ignorada o m irada despectivamente entre nosotros. Este am plio espectro
está permitiendo una convivencia de pensamientos contrapuestos, lo que
favorece por lo demás la discusión académica entre las escuelas. El juego
campal de las ideas tendrá irremediablemente como resultado la necesaria
desdogmatización del pensamiento, que es una condición para que la
cultura, y en especial la filosofía, puedan dar el fruto crítico que les ha sido
peculiar en sus épocas de m ayor esplendor.
Hubiéramos podido, en concordancia con lo anterior, am pliar esta
antología con otros textos que m ostraran al lector lo que en la actua­
lidad se está haciendo en el campo de la filosofía: hubiésemos podido
incluir entonces representantes de otras corrientes filosóficas como la
filosofía analítica, la hermenéutica, el estructuralismo o la teoría crítica.

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Preferimos sin embargo una selección más estricta, esperando la suerte que
esas corrientes vayan a tener en Colombia. Pero es un acto elemental de
justicia reconocer que algunos textos excluidos poseen todos los méritos
que les hemos reconocido a los que conform an este volumen.

R.S.M .

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R a f a e l C a r r il l o

FILOSOFIA DEL DERECHO


COMO FILOSOFIA DE LA PERSONA

El punto de partida de toda investigación filosófica del derecho es la


ignorancia radical acerca de lo que esencialmente significa este término.
No cabe otra suposición preliminar, porque la filosofía, si es verdadera
filosofía, principia por ignorar la esencia de lo que busca, y principia
también ignorando los procedimientos metódicos con que es posible hallar
esta esencia. Así nos situamos en la línea de conducta que recomienda
Hegel en la introducción a sus disquisiciones lógicas, si queremos hacer
verdadera y auténtica filosofía y no ciencia particular, o sea, si no
queremos caer en el error metódico de salir al encuentro de lo que hemos
encontrado con anticipación. Es ésta una conducta tan fácil de com pren­
der como difícil de seguir, y duele ver cómo a cada momento se le ha
desatendido en el curso de la investigación jurídica.
Dejamos presupuesto, pues, únicamente que no presuponemos nada
acerca del conocimiento del derecho. Del mismo modo, presuponemos
que no estamos en posición de un método idóneo para lograr el ser del
derecho, y que no nos adherimos, en consecuencia, a esta o aquella
metodología, mientras no surja esta metodología del seno mismo de
nuestra investigación acerca del ser del derecho. Pero, si en verdad no
presuponemos ni el ser del derecho ni el método idóneo para la adquisición
de tal ser, presuponemos en cambio que toda filosofía jurídica tiene por
objeto la determinación del ser del derecho y del m étodo de esta determi­
nación. En realidad, presuponer el objeto de la filosofía jurídica en la
forma que acabamos de hacerlo, no es sino afirm ar que vamos a hacer
filosofía. Lo que indica que, hablando con rigor, no existe aquí
presuposición de ninguna clase.
La meditación filosófica sigue en este punto el destino de toda su vida,
desde que nace, con el problema del ser primordial, hasta el último
extremo de su desarrollo, o sea, hasta la hora actual de la investigación. El
carácter de la filosofía general como disciplina que indaga el ser esencial de
los objetos se hace más firme y exclusivo a medida que diversifica su
actividad, atendiendo a la prolífici ramificación de sus objetos. Si observa­
mos el curso de la meditación filosófica, siquiera superficialmente, salta a
la vista la continua aparición de objetos a que tiene que enfrentarse esta
investigación, preguntando de m odo uniforme por el ser esencial de cada

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clase de objetos. Ni un solo momento descuida la filosofía en sus varias
ramificaciones la tarea que le fue asignada desde los primeros días de su
existencia, como ciencia determ inadora del ser esencial de las cosas. Y hoy
mismo, cuando la filosofía se ha extendido a dominios nunca sospechados
de regiones de objetos, obtenemos clara idea de lo que ella significa si
definimos cada una de sus ramas integrantes como una disciplina que
indaga la esencia de esta o de aquella clase de objetos.
La investigación filosófica empieza por ser una investigación unitaria.
Se trata de precisar la esencia, no de esta determinada clase de objetos, sino
de los objetos en general. No hay un propósito dirigido hacia el pensa­
miento, ni hacia la moralidad, ni hacia la belleza, entre otros objetos
posibles. Exclusivamente, por razones que sabe todo iniciado en filosofía,
se planteó el problema del ser de todo lo existente. Pero el carácter de la
investigación filosófica fue aquí tan marcado y tan puro como lo siguió
siendo posteriormente, y como lo sigue siendo en la actualidad. Porque se
sigue persiguiendo por todas partes y en todo tiempo las esencias de los
objetos, por lo menos como tarea central y prim aria de la filosofía. Más
ahora que nunca, la filosofía se precipita sobre el mundo de las esencias
con voracidad insaciable, lo que acentúa fuertemente el carácter antes
señalado.
De este carácter se desprende una misión de la investigación filosó­
fica, que no viene a ser otra cosa que un mero aspecto de él. Al proponerse
como misión fundamental la determinación del ser esencial de cierta clase
de objetos, cumple también la filosofía con el destino de unificar la
totalidad de los objetos pertenecientes a la región donde actúa. No es sino
un seguir teniendo la índole con que empezó a existir. La filosofía, que
comienza por determ inar o querer determ inar el ser de lo que era dado a la
percepción, comenzó, en form a coetánea a lo anterior, por unificar o
querer unificar todos estos datos sensibles, entronizándose así a la vez
como una disciplina que indaga el principio de determinación de lo real y
su principio unificador. Este segundo aspecto de la filosofía tiene suma
im portancia, e interesa especialmente a nuestro caso. Porque si la filosofía
es, esencialmente, una actividad unificadora, una actividad que establece
en toda región de objetos un principio de unificación, es claro que estos
objetos no se pueden estudiar sino partiendo de la investigación filosófica,
base de toda investigación ulterior. Y así, resultarán m alogrados, en el caso
del estudio del derecho, todos los esfuerzos del empirismo gnoseológico
para encontrar una noción esencial de su objeto. La filosofía es la única
ciencia capaz de encontrar un principio unificador, que, a su vez, tiene que
ser un principio de determinación. Va apareciendo lo que antes no
quisimos suponer, la metodología idónea en el estudio del derecho. Pero
no es este el momento para entrar en materia.
Quede constancia apenas, en los comienzos de este trabajo, que la
filosofía jurídica, por lo que es primero que todo filosofía, tiene por objeto

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la determinación óntica del derecho. Del mismo modo, a ella le está
asignada la tarea de encontrar el método idóneo para llegar a una
determinación. En segundo lugar, aunque no se habla aquí de segundo
lugar porque se trate de segunda importancia, la filosofía jurídica indaga el
m odo de ser del derecho y la naturaleza esencial de las categorías jurídicas.
¿Puede alguna otra ciencia pretender hacer lo mismo, y suplantar así la
filosofía? Por ejemplo, ¿puede la teoría general del derecho ocupar el
puesto de la filosofía jurídica? ¿Pueden hacerlo las ciencias particulares del
derecho, o la ciencia jurídica comprensiva de todas estas disciplinas
jurídicas particulares?
Los intentos de suplantación, producidos ya en las ciencias particu­
lares jurídicas, ya en la ciencia general de estas disciplinas o en la teoría
general del derecho, tienen que ser, necesariamente, intentos frustrados.
Lo dice la índole propia de estas disciplinas, que proceden por los métodos
ya derrocados y hoy superados de la inducción empírica. La inducción
empírica sigue el camino de la selección del material. Pero, ¿es posible que
haya una selección donde antes no ha habido unificación? A toda selección
de un material antecede lógicamente un criterio, sin el cual se hace
imposible llevar a cabo la selección. Ocurre en esto lo que en cualquier otro
cam po donde se aplique el procedimiento de la inducción para llegar a la
noción del algo. Cuando Dilthey se propuso la tarea de determ inar la
esencia de la filosofía, no vio nada mejor que apelar a la inducción
histórica, partiendo de los fenómenos que en el desarrollo de la historia del
pensamiento habían llevado el nombre de filosofía. Quiso, pues, atenerse
estrictamente al más pulcro empirismo. Pero, a la postre, y tal vez contra
su mejor voluntad, necesitó de un criterio inicial que regulara la realidad, y
tal criterio no era otra cosa que un criterio de selección. No es fácil que
haya una selección de la multiplicidad de los fenómenos donde no hay
criterio de selección de esos fenómenos. Las tres disciplinas anteriores
están, sin remedio, abocadas a un fracaso completo por muy amplio que
supongamos el radio de acción del procedimiento inductivo, y por mucho
que sea el rigor y la cautela con que se muevan dentro de él. Además,
siendo las categorías o conceptos jurídicos fundamentales m ateria de la
filosofía del derecho, es decir, habiendo que determ inar la esencia de las
categorías jurídicas para determ inar completamente el derecho, y partien­
do las tres disciplinas antes mencionadas de estas categorías, puesto que las
presuponen, no pueden ellas lograr una determinación de la esencia del
derecbo. Para adquirir plenamente la noción esencial de lo jurídico precisa
llenar el requisito de encontrar también la esencia de las categorías
jurídicas. A hora bien, al partir las ciencias particulares del derecho, por
ejemplo, de estas categorías, presuponen lo que buscan, porque en ellas
está tam bién dado el concepto del derecho. Hay que reconocer que la
teoría general del derecho, que no da por conocidas las categorías
jurídicas, puesto que tam bién las categorías son fenómenos para ejercitar

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sobre ellos la inducción abstractiva, significa ya, como veremos más tarde,
un tránsito hacia la superación de un m étodo nada idóneo para el conoci­
miento del derecho.
Por lo que se refiere a la especie de procedimiento adecuado en la
investigación jurídica, estamos más cerca del m étodo propugnado por la
axiología jurídica que del adoptado o defendido por la posición form a­
lista, sostenida representativamente por Stammler. Claro que en lo
fundamental de tal posición, es decir, en su rotunda negación de la eficacia
de la inducción abstractiva, no hay nada que reprochar, y precisa aceptar
con ella que la inducción abstractiva deja atrás lo que sale a buscar. Sin
darse cuenta, y precisamente por no darse cuenta, salen al encuentro de lo
que no se les ha perdido, para emplear una expresión del dominio común.
En relación a los rasgos fundamentales del derecho del formalismo
representativo de esta dirección marburguesa, creemos que pueden ser
encontrados mediante un análisis reflexivo de fisonomía distinta a la
existente allí, según podrá mostrarse a lo largo de estas consideraciones.
El concepto del derecho, que es el objeto último de toda investigación
filosófico-jurídica, tiene que poseer rasgos esenciales determinantes de este
concepto. Esto no lo niega ni siquiera el más crudo empirismo, que disputa
apenas sobre los modos para llegar a este concepto. Pero una investigación
del ser del derecho no puede dejar a un lado la determinación de su modo
de ser. La form a de realidad de un objeto no es la única manera para
encontrar el ser de este objeto, pero es un factor irrecusable. M etódica­
mente, pero sólo metódicamente, hay que empezar por aquí. Y por aquí
iremos encontrando otros rasgos fundamentales del derecho, quien sabe si
los mismos hallados por el formalismo. De esto no es necesario decir nada
por el momento. Sólo cabe anunciar que allá llegaremos, puesto que en esa
dirección hemos partido.
La clásica división de la filosofía jurídica en una parte de ella que
estudia lógicamente el derecho, y otra que lo indaga valorativamente, no
parece ser acertada desde el punto de vista que hemos adoptado aquí. La
lógica del derecho, nom bre que nosotros sustituiremos, siguiendo un
tecnicismo filosófico más riguroso, por el de ontología jurídica, no nos
deja satisfechos en ningún grado, por dejar en claro muchos sitios donde
precisamente surgen los interrogantes más inquietantes. No podemos
pensar en una ontología jurídica separada de cuestiones sin cuya aclara­
ción es inútil pretender aclarar el derecho. Por ello creemos indispensable
una reintegración de todos los temas jurídicos en una filosofía del derecho
universal, esto es, en una filosofía del derecho que, en un solo conjunto de
cuestiones, pregunte a la vez por lo que preguntan, cada una por su lado, la
ontología y la axiología jurídicas. Es una reintegración, expresémoslo de
una vez, en una filosofía de la persona, a donde hay que retrotraer en
última instancia la investigación del ser del derecho. Queda abolida la
diferenciación de las dos problemáticas, mediante la unificación de las

18
cuestiones en la pregunta única por el ser del derecho, de su ser en total. No
se comprende por qué, al darse una filosofía jurídica, se producía
consecuentemente la separación de los problemas. La determinación de la
esencia del derecho es un problema único, donde se funden los interro­
gantes ontológicos y axiológicos para siempre.
Al usar el análisis reflexivo sobre la persona se supera la división de la
problemática, y es ya posible descubrir una definición del derecho por
género próximo. Pero el género próxim o deberá surgir espontánea y
naturalmente de esta analítica de la persona, y consecuentemente,
siguiendo el proceso de reflexión analítica, irán apareciendo las caracte­
rísticas esenciales que constituyen la dimensión específica del derecho.
Puede dem ostrar toda filosofía del derecho que a su turno se apoye en una
filosofía de la persona como base para la aclaración de lo jurídico, que la
noción de derecho es inseparable de la noción de norm a, lo cual, por haber
sido hallado a través de un análisis reflexivo partiendo de la existencia, y
sólo por medio de este análisis, tiene un valor relevante y originario para la
continuación del análisis.
Aunque es cierto, por otra parte, que no parece haber m ayor discre­
pancia en cuanto al carácter normativo del derecho. Porque, hay una gran
diferencia entre aceptar o no que el derecho está constituido esencialmente
por un conjunto de norm as —lo que no parece haber sido negado nunca—
y aceptar una u otra m odalidad para estas normas. La discrepancia existe •
aquí, al tratarse de saber cuál es la naturaleza esencial de las normas que
integran el derecho. Preguntar por si las norm as jurídicas tienen fuerza
obligatoria, o interrogar por la fuente de esta obligatoriedad; querer
averiguar si la validez de la norm a depende de esta o de esta otra
circunstancia, es cosa separable del carácter normativo del derecho. Más
aún, estos puntos no son controvertibles si antes no se ha aceptado que lo
jurídico es inseparable de los prescrito por normas. La posibilidad de
hallar el concepto del derecho no se da sin responder, ciertamente, a esta
serie de cuestiones que plantean el problem a general de la esencia de la
norma. Pero el problem a de la norm a misma como algo ónticamente
coetáneo con el derecho ha quedado resuelto afirmativamente, o por lo
menos se ha puesto como resuelto, al emprender la solución de aquellas
primeras cuestiones. Sucede en esto lo mismo que en la teoría del conoci­
miento. Si nos damos a plantear el problem a del m étodo por el cual cono­
cemos, es porque se ha aceptado la solución afirmativa del prim er interro­
gante acerca de la posibilidad del conocer. No tendría sentido ocuparnos
con la segunda clase de problemas si se hubiera respondido negativamente
al interrogante que preguntaba por la posibilidad del conocimiento.
Dentro de un escepticismo consecuente, era inexplicable adoptar posicio­
nes de cualquiera especie. Igualmente, para un escepticismo filósofico-
jurídico —llamémoslo así— con relación al carácter norm ativo del
derecho, carecería de explicación y de sentido toda empresa de determ inar

19
la esencia de las normas jurídicas cuando estas normas no se han aceptado
previamente como coetáneas ónticamente al derecho.
¿Por qué, entonces, se ha negado la posibilidad de definir el derecho
per genus proxim um ? ¿Se entiende, al negar esta posibilidad, que no
aparece en la noción del derecho la noción de norma? ¿O se entiende más
bien que no es dable encontrar el ser esencial de la norma? P or el hecho de
que haya discrepancias en cuanto al ser de la norm a, se puede entender que
quienes sostienen la imposibilidad de dar una definición del derecho per
genus proxim um se refieren al desacuerdo sobre el ser de la norma. ¿Será
razón de peso la mera existencia de un desacuerdo para ser pesimistas
acerca de la definición del derecho según la tradicional y permanente
definición mediante un género supremo? No es ello aceptable por ningún
motivo serio, menos cuando no se deduce de los textos expresos de quienes
sostienen la tesis de la imposibilidad de definir el derecho acudiendo a la
definición tradicional. Si la duda se cierne, en cambio, sobre el carácter
norm ativo del derecho, o sobre cualquier otro rasgo fundamental con
respecto al cual quepa realizar un acto de subsunción para definir el
derecho, entonces confesamos que no entendemos nada el por qué del
haberse negado aquella posibilidad.
La filosofía jurídica no presupone, fiel al postulado que ella, como
filosofía al fin y al cabo, tiene siempre a la vista, el carácter de norm ado del
derecho. Lo encuntra en el camino, valiéndose de una analítica de la
existencia. O, para hablar con más amplitud, de una filosofía de la
persona. Al llegar allí, expondremos lo que se ha llamado una concepción
antinorm ativa del derecho, concépción que no es tan antinorm ativa como
se ha pretendido por parte de los criticas de ella, y que, bien entendida,
tiene en el fondo mucha razón. La filosofía jurídica, que fija ella misma su
objeto y sus procedimientos, parten de donde menos debían partir, al
em prender una investigación de la noción del derecho. Quede en este lugar
una salvedad a favor de las disciplinas jurídicas que, presupuesto el
derecho, dirigen el interés hacia su contenido.
La determinación óntica del derecho, el ser determ inado de éste, será
la definición del derecho. En esta definición se encontrarán las notas o
rasgos esenciales del derecho, en unidad de significación. Tendremos así
adquirido lo que persigue toda definición, toda determ inación del ser
esencial de algo. Tendremos un m odo de pensar el derecho sin la represen­
tación de ningún derecho. Podremos separar fácilmente, separación
perseguida por toda auténtica filosofía, el derecho en cuanto concepto de
las manifestaciones fácticas de él, el derecho in genere del derecho positivo.
Para lograr esta finalidad, la filosofía jurídica tiene que pasar por la
etapa de un análisis de la persona, como hemos dicho reiteradamente, es
decir, tiene que dejar de ser ella y convertirse en filosofía de la persona.
Además, y como una consecuencia de esta conversión, debe fundir en un
solo haz de problemas los que hasta ahora se tratan separadamente, los de

20
la ontología y la axiología jurídicas. Tarea ineludible de la filosofía jurídica
es también la determinación del modo de ser, o de la forma de realidad del
derecho, como etapa coordinada fundamentalmente a las otras, y no
menos im portante que ellas. Tanto por la finalidad que persigue esta
filosofía jurídica como por el camino que tom a para llegar al cumpli­
miento definitivo de su misión, se hace irreemplazable por cualquier otra
disciplina entre las que recaen sobre el objeto del derecho.

II

Es irreemplazable por la teoría general del derecho, tanto en los


métodos como en el fin último a que tiende esta teoría. En efecto, la teoría
general del derecho queda circunscrita al hallazgo de un grupo de rasgos
comunes entre los distintos ordenamientos concretos, sin tom ar en cuenta
la esencia misma del derecho. Al querer reunir los datos comunes de los
distintos ordenamientos, se cuida muy poco, además, de la idoneidad de
sus procedimientos, e incurre en el error de tratar de adquirir los conceptos
fundamentales del derecho por inducción abstractiva meramente. La
filosofía jurídica, en el sentido anteriorm ente expuesto, por el contrario, se
cuida de no dejar sentado ningún supuesto que perturbe la idoneidad de
sus procedimientos, ni siquiera el supuesto general de norma, pues
también este concepto de norma debe ser encontrado mediante un análisis
del concepto de persona. La filosofía jurídica no se daría a razonar en los
términos en que lo hace la tendencia que propugna una teoría general del
derecho, porque al razonar así presupondría ya algunos juicios o
afirmaciones que invalidan la corrección de su conducta. Por ejemplo, al
decir la teoría general del derecho que no existe motivo para dudar de la
igualdad de los elementos fundamentales del orden jurídico, deja afirmada
de antem ano la unificación del derecho dado fácticamente, y en conse­
cuencia ha sentado ya el concepto universal de lo jurídico. Estamos en
presencia de un criterio ordenador, prim ario a toda clasificación, y aun a
todo intento de clasificación.
Al tom ar prestado de la ciencia jurídica el material desde donde se va a
construir la noción del derecho, comete la teoría general jurídica otro error
metódico no menos grave que el precedente. En efecto, al recoger de una
elaboración del material llevada a cabo por la ciencia jurídica los instru­
mentos de clasificación que son imprescindibles para la inducción abstrac­
tiva y la construcción del concepto del derecho, descuida la teoría general
de éste que la ciencia jurídica, a su turno, no ha llevado a cabo tal
elaboración sino en tanto se ha valido de conceptos jurídicos previos, que
ella misma no está en capacidad de esclarecer. Los conceptos genéricos de
la ciencia del derecho es la cosa que más interesa a la teoría general de lo
jurídico. Y, para llegar a la determ inación de estos conceptos fundam en­

21
tales, la ciencia del derecho se vale de sí misma, siendo así que a ella está
encomendado el papel de la elaboración del material. El material, de
donde la inducción abstractiva se desprende, es proporcionado por la
ciencia jurídica, en una palabra, y sobre este material va a trabajar la
misma ciencia jurídica para obtener los conceptos jurídicos genéricos,
inclusive el concepto del derecho. La ciencia jurídica no elabora ni
suministra material alguno de carácter jurídico, si antes no se ha valido de
conceptos jurídicos. De manera que los conceptos genéricos que se buscan
existen prefijados al comienzo del camino de la investigación, y en primer
lugar el concepto fundam ental del derecho. Por deficiencia de método
principalmente, la teoría general del derecho no nos proporciona un
concepto universalmente válido y ordenador de su objeto. Aunque, en
verdad y en abono de esta teoría, ella no posee las intenciones de inquirir la
esencia de lo jurídico, significando apenas un estado cercano de la filosofía
jurídica, que absorbe por completo esta misión. Y por esto, por lo que
significa un estado de transición entre el empirismo intransigente y una
filosofía que rechazará no menos intransigentemente el método de la
inducción empírica, la teoría general del derecho constituye un adelanto
definitivo en la historia de esta rama de la filosofía general.

Frente a las disciplinas jurídicas especiales, significa la teoría general


del derecho una superación en todo sentido. No se atiene a un campo
particular de su objeto, sino que actúa dentro de la totalidad del ordena­
miento jurídico. El ordenam iento jurídico comprende un radio de
existencia que va desde cada una de las disciplinas jurídicas particulares
hasta las manifestaciones fácticas del derecho en toda la extensión tempo-
especial. Por circunscribirse las ciencias jurídicas particulares al campo
especial de cada clase de ordenamiento, a cada clase de derecho, fenómeno
que produjo a su vez las diferencias de sentido para cada uno de estos
conceptos. Se produjo una anarquía que, no por constituir un grave
inconveniente fue menos provechosa. En ella vemos uno de los puntos que
incitaron luego a la elaboración de una teoría general del derecho, donde
debía aparecer la unificación de los conceptos. Ya no sería posible —al
menos era esta la intención de sus expositores— que se diera un concepto
jurídico con una determ inada significación dentro de esta disciplina, y que
en aquella otra ciencia especial tuviera una distinta. Nada perturba tanto la
noción del derecho como el estado anárquico que reinaba en las disciplinas
jurídicas particulares, anarquía que podía repercutir desfavorablemente
sobre el lado práctico del mismo. Cuando los conceptos fundamentales de
una ciencia están viciados de anarquía y de malentendidos, no es dudoso
que lo demás marche también en la misma forma. La propia técnica
científico-natural necesita de la unificación de los conceptos fundamen­
tales que rigen, desde muy arriba, pero sin cesar un momento, sus vías de
acción y sus resultados.

22
No es, pues, para sorprenderse mucho de que a fines del siglo pasado
un grupo de teóricos del derecho hubiera reaccionado contra tal estado de
cosas. Así es como Bergbonn, Bierling y Merkel en Alemania, y Austin y
sus discípulos en Inglaterra, ponen los primeros fundamentos en lo que,
pasado un poco de tiempo, va a dar lugar a una auténtica filosofía del
derecho. En este ambiente mismo de los teóricos generales, y posible­
mente a pesar del ám bito todavía limitado de sus concepciones, aparecen
puntos de vista de un completo formalismo jurídico, sin diferir nada
esencialmente del formalismo de Stammler. Por ejemplo, Bierling, que
parece ser el teórico del derecho en quien más se acentúa la necesidad de la
reacción, afirma expresamente la existencia de requisitos absolutos para la
determinación de los conceptos y juicios de carácter jurídico. El punto de
partida de Bierling —no im porta que no lo sea en cuanto al m étodo— es
pronunciadamente el mismo del formalismo, pues, se establece que hay
conceptos jurídicos formales, independientes de cualquier derecho posi­
tivo. Con sus méritos y todo, la teoría general del derecho elude la cuestión
más importante, que es la com probación de la idoneidad de su método.
Por tal razón, no consigue determinar pulcramente esa unidad de signifi­
cación jurídica que está a la base de las ciencias particulares del derecho,
como patrim onio común a todas. La filosofía del derecho asume la misión
que la teoría general no podía desempeñar cumplidamente, reemplazán­
dola en el papel capital de toda filosofía, en la determinación del ser
esencial de los objetos.
No quedaría muy bien hablar de una similar actitud reemplazatoria
en relación con la ciencia jurídica propiamente dicha, en su parte teórica y
técnica. A la ciencia jurídica no le está dado el derecho en su aspecto
óntico, como a la teoría general del derecho y, más directamente, a la
filosofía. El aspecto óntico, el ser del derecho, abre paso ahora al sentido o
significación de la norm a, que está en ella como correlato de su estructura
verbal. También abre paso el aspecto óntico a la forma de norm a habida
entre la variedad mayor o menor de prescripciones, como elemento
apropiado a una sistematización de la totalidad de las reglas jurídicas. En
estos dos aspectos radica su separación de lajurisprudencia, pero ni por su
lado teórico ni por su lado práctico tiene que ver ella con el ser esencial del
derecho. Más todavía, la ciencia jurídica teórico-práctica encuentra
justificación para su existencia en la disciplina que la nutre mediante una
previa elaboración de los conceptos. Depende, pues, como ninguna otra,
de la filosofía del derecho. Sus fundamentos le están dados con anticipa­
ción, y no es factible pasar adelante si éstos no están bien determinados.
Unicamente la filosofía está en posibilidad de revisar sus propias bases
fundam entadoras, por ser la única ram a del saber que puede volverse sobre
sí misma. Ninguna ciencia particular ejercita esta torsión sobre sí que sería
imprescindible en un estudio de la propia fundamentación. No sólo las
disciplinas jurídicas particulares se ven obligadas a someter a la filosofía

23
sus últimas cuestiones, sino todas las ciencias especiales, o mejor, todo
saber que no sea un saber filosófico. De esta tutela no puede librarse ni
siquiera la misma ciencia de Dios. En rigor, toda sabiduría es ancilla
philosophiae.
La ciencia jurídica, en su primera tarea, pregunta por la forma de
prescripción. Le interesa exclusivamente qué clase de normas son éstas, y
qué clase de reglas son estas otras. Es una pregunta inicial de toda posterior
clasificación. Pero como lo que va a clasificar son norm as jurídicas, el
criterio orientador será el conocimiento de lo que es una norm a jurídica.
Ahora bien, la norm a jurídica en un concepto fundamental, que ha sido
supuesto en este momento de la actividad de la jurisprudencia teórico-
técnica. No es exagerado sostener que la filosofía jurídica existe porque
existe también este momento de la jurisprudencia. P ara form ar un sistema
coherente de normas, labor de toda jurisprudencia teórica, nos valemos, es
claro, de los elementos que van a integrar el sistema. Pero decir que nos
valemos de ellos es afirm ar que no son determinados por la ciencia
sistematizadora, sino tan sólo dejados puestos por ella como criterio
orientador. La jurisprudencia teórica pide aquí la opinión de la filosofía
jurídica, como última e inapelable autoridad. Y por medio de la opinión
filosófica se orienta en el caos de datos que están frente a ella, en demasnda
de orden, de arm onía, de coherencia. El campo de observación de la
ciencia jurídica, en su estrechez inmodificable, le ofrece a esta ciencia el
conjunto de normas de un derecho positivo que vale aquí y ahora, que tiene
una vigencia. La jurisprudencia teórico-técnica se mueve dentro de estas
fronteras, sistematizando e interpretando las normas. Como ninguna otra
disciplina jurídica, supone ella la noción del derecho y de los conceptos
jurídicos.
La filosofía jurídica, en la significación integral que le hemos dado
nosotros, y sólo en su significación integral, interviene y orienta en las dos
circunstancias en que la ciencia jurídica actúa. Está allí, en el momento en
que la jurisprudencia técnica se pregunta por lo que el derecho dice, y está
igualmente presente cuando aquella disciplina se interroga por lo que el
derecho no dice. Es improbable que su presencia sea más necesaria en la
segunda circunstancia que en la primera, como, vistas las cosas ligera­
mente, pudiera creerse. El jurisprudente está obligado, no sólo cuando a él
está adherida una representación estatal, sino aún como particular, a
integrar el orden jurídico, en el momento y lugar en que el orden jurídico
esté desintegrado. Las instancias a que acude para llevar a cabo tal
integración no son positivas, porque, precisamente hay desintegración en
tanto que no hay instancias positivas a qué acudir. Las instancias a que
acude serán, pues, transpositivas. La realización de una integración que
apele a razonam ientos de analogía, o a reglas consetudinarias del
com portamiento, está inscrita en la serie de instancias positivas, y la

24
filosofía jurídica no tiene por qué aparecer aquí. Pero no siendo este el
caso, o sea, cuando no se dan tales instancias a qué acudir, entonces es
imprescindible la intervención de la filosofía jurídica para que aclare esta
zona oscura de la jurisprudencia y colabore en la integración del orden
jurídico. Si se sabe lo que el derecho es esencialmente, se está ya en
posesión de un criterio orientador en el caso aludido. Pero no puede
saberse lo que el derecho es, si no se conoce antes el sentido implícito en él.
Y sólo la filosofía jurídica que enlace con una filosofía de la persona com o
fase primera, está en capacidad de ponem os a la vista de este sentido. El
aspecto teleológico del derecho debe ser encontrado realizando una
integración de la ontología y la axiología jurídicas. Esperar una
determinación de la esencia del derecho tratando por un lado las formas
puras de él, y por otro su fisonomía valorativa, nos parece una tarea
condenada al fracaso. No es indagar los rasgos esenciales del derecho
buscar sus caracteres formales, com o se ha creído. Y además, ¿para qué
seguir palnteándose el problema valorativo cuando ya se han conseguido
los rasgos esenciales del derecho? No era esto acaso lo que se deseó hallar.
¿A qué continuar buscando caracteres propios del derecho, si su esencia
nos ha sido descubierta? Los propósitos de la filosofía jurídica se reducen,
en rigor, a la determ inación óntica del derecho, y, lograda ésta, no tiene
interés seguir preguntando. Mucho es lo que se ha preguntado a lo largo de
la investigación filosófíco-jurídica; tanto, que no puede quedar pregunta
por hacer, si deseamos no seguir ignorando lo que el derecho es en esencia.
La filosofía jurídica sabrá preguntar, si, a la vez, pregunta exhaustiva­
mente, si al preguntar por la esencia del derecho pregunta aquí mismo por
el sentido del derecho.
La noción clara del derecho, decíamos, arroja luz sobre la zona oscura
en que, a veces, se encuentra la jurisprudencia técnica. O sea, cuando la
jurisprudencia se pregunta por lo que el orden jurídico no dice. El
intérprete del derecho, que en todo momento atiende a lo que el derecho
dice y sólo a lo que dice —pues para la jurisprudencia el derecho es la cosa
más verbosa del m undo— se encuentra ahora conque el derecho no dice
nada. Pero si el derecho no dice nada, si no habla, el jurisprudente deberá
hablar por él. Y, en los casos difíciles, apelar a las filosofía jurídica, que le
enseña lo que el derecho es. Junto a este hecho, se presenta otra
circunstancia, tanto más grave si origina una situación conflictiva en la
conciencia del intérprete. El derecho dice expresamente esto, pero no
debiera decirlo. El derecho habla, y es una gran cosa que hable para que
nos oriente en nuestra función interpretativa. Pero no debiera hablar así.
¿Qué camino tomar?
La filosofía jurídica propugnada y defendida por nosotros com o la
única auténtica investigación acerca del ser del derecho, no tiene inconve­
niente en ponerse de parte de una interpretación del derecho con indife­

25
rencia absoluta de todas las circunstancias que lo rodearon en el momento
de su aparición. A estos resultados ha de llegar la filosofía jurídica a través
de una confrontación entre el derecho y el Estado, y sin descuidar un
instante el aspecto del sentido del derecho. A estos resultados, por otra
parte, es preciso llegar, si se ha verificado el enlace que creemos
irrechazable entre la filosofía jurídica y la filosofía de la persona.
Con todo, es conveniente poner en claro nuestra opinión anterior. La
interpretación de la ley, si en verdad debe desatender todas las circuns­
tancias que rodearon su llegar a tener existencia, incluyendo la voluntad
positiva que la originó en el tiempo, no por ello es una interpretación
completamente solitaria. El ser del derecho es inherente a toda posible
interpretación suya. También en la práctica salimos favorecidos. Al
atenernos a las circunstancias, se complica de manera alarm ante la faena
interpretativa.

III

El ser del derecho, el conjunto de sus rasgos esenciales, que descubre


una filosofía jurídica integrada en una filosofía de la persona, no está en
oposición a la autoafirm ación del derecho mismo. El derecho es cada vez
más derecho, es algo que tom a en cada una de sus etapas de formación más
conciencia de sí, en paralelo com portam iento al autoafirm arse del Estado.
La naturaleza del derecho com o objeto que se autoafirm a, es tom ada en
cuenta cuando se trata del acto interpretativo de él, o debe ser al menos
tom ada en cuenta, pues sólo así se remedia la cuestión suscitada en torno a
los factores que es indispensable atender para descubrir el sentido de la
regla jurídica. Sea cuales fueren los resultados a que arríbe la indagación
filosófico-jurídica sobre el ser esencial del derecho, tales resultados no se
contraponen a una inte-lección de éste como una creación hum ana que día
por día, y en provecho de su misma existencia, se autoafirm a. Esto es, que
siempre se estará haciendo más derecho de lo que antes era, que momento
por momento tom a más conciencia de sí, y que, en el proceso de auto-
afirmación, lleva implícita también una progresiva despersonalización con
respecto a la actividad volitiva temporal de donde genéticamente procede.
La jurisprudencia técncia tiene, pues, que atendera esta característica
del derecho para su interpretación, lo que no la obliga a desatender, según
lo indicado antes, los resultados de la filosofía jurídica acerca de su ser
esencial. A su tiempo se verá cuáles son esos resultados, cuáles son los
rasgos esenciales que integran el concepto del derecho, cuando este
concepto ha sido determ inado por una filosofía jurídica que a su vez se
apoya, como fase preliminar, en una filosofía de la persona.
Si se observa el curso evolutivo del derecho, siguiendo muy de cerca
los pasos a Radbruch, iremos confirmando, a medida que nos detengamos

26
en cada una de sus etapas de desarrollo, aquellas autoafirm aciones de que
hablamos. La autoafirm ación del derecho, el imponerse cada vez más
como derecho, o el tom ar a lo largo de su evolución más conciencia de sí,
coincide con los modos de expresarse. Siempre que el derecho abandona el
modo de expresarse que antes traía, nos proporciona un síntoma seguro
para conocer que se ha operado un acto de autoafirmación. Así, desde sus
expresiones admonitorias, hasta su tono enérgicamente imperativo y duro
de la actualidad, el proceso de autoafirm ación es visible. El derecho tiene
que ver menos, a medida que se desarrolla, con la voluntad de donde
proviene empíricamente. Se despersonaliza a m enudo, y, al despersonali­
zarse, se hace objetivo. La aplicación interpretativa de la regla jurídica
tiene a la vista, a causa de la fase última a que ha llegado el derecho en su
proceso de autoafirm ación, sólo el sentido objetivo. Si el sentido subjetivo
ha sido abandonado o, mejor, no tenido nunca en cuenta por el derecho
mismo, que siempre tendió a ser derecho por sí y no por cuanto proviene de
la voluntad empírica legislativa, es claro que el intérprete de él debe
también abandonar la posibilidad de recurrir a instancias distintas del
derecho mismo, y atenerse a su sentido objetivo únicamente. El intérprete
pregunta por lo que dice, sin más, la regla jurídica, o por lo que no dice,
para integrar, en este último caso, el orden jurídico. En caso de contra­
posición conflictiva entre lo que el derecho dice y lo que debe decir, se
atenderá a lo primero. Ahora bien, atender a lo primero es atender a lo que,
a su vez, dice la filosofía jurídica. En efecto, y aunque parezca a primera
vista inexplicable, la filosofía jurídica no puede contradecir al derecho. La
filosofía jurídica dice lo que el derecho dice. La oscuridad o inseguridad
que un determinado momento puede rodear la regla jurídica, se desvanece
ante los resultados de la filosofía del derecho. En nada afecta, pues, a la
concepción filosófica del derecho, en el sentido asignado por nosotros a
esta disciplina, que el derecho presente como una de sus modalidades más
interesantes su progresiva autoafirmación.
El primer momento en que, muy ostensiblemente, se nos aparece esta
autoafirm ación del derecho, lo encontramos al abandonar el derecho su
m odo persuasivo de manifestarse a los miembros de la com unidad1. La
manera persuasiva significa que el derecho, que aún no tiene conciencia de
sí como derecho, y por lo tanto de algo que debe imponerse por el solo
hecho de ser derecho, tom a en cuenta, antes que a sí mismo, al posible
observador de él. Y quién sabe si, más que tom ar en cuenta a su posible
observador, está pendiente de su posible violador. Cuando el derecho
tiende, por especiales maneras de expresarse, a prever una posible
violación de él, o una posible observación, entonces ello significa que el

1 Ver so bre los diversos estilos u sad o s p o r el D erecho: R a d b ru ch , In tro d u cció n a la


ciencia del derecho. T rad u cc ió n de Luis R ecasens Siches. M adrid, 1930-Págs. 54 y ss.

27
derecho no tiene confianza en sí mismo, como ordenam iento que debe
respetarse y obedecerse en consideración exclusiva a su existencia. Usar
expresiones conmovedoras para, a través de la conmoción, hacer que el
derecho no sea violado, o dejar en el ánimo de los miembros de la comu­
nidad la impresión de que el legislador o com pilador del derecho no tiene
com o posible la comisión de tales o cuales hechos delictuosos, es
manifestar a todas luces que la existencia del derecho no tiene valor por sí
misma. Al dejar el lenguaje jurídico este modo de manifestarse en su
contenido, ha sobrepasado una etapa de debilidad, para alcanzar un
estado de autoafírm ación. Pero en modo alguno cabe hablar de una
autoafirm ación definitiva, pues el derecho tiende ahora a convencer, lo
que no está muy distante de su tendencia a persuadir.
Si en el modo de expresarse anterior del derecho, cuando éste habla
para evitar una posible violación de él, usando palabras adm onitorias
dirigidas al posible violador, se teñía presente el ánim o o la sensibilidad de
los miembros de la com uniad, ahora, cuando se trata primero que todo de
convencer, el legislador pone su vista en la inteligencia de los asociados. El
derecho se procura una observancia en atención a que ha sido constituido
en razón deuna finalidad, y no arbitrariam ente. Así lo dice, sin rodeos, a
las personas para quien se estatuye. Su modo de manifestarse tiene una
modalidad convincente, y persuade, no ya acudiendo al ánimo de nadie,
sino exponiendo las razones de su existencia. Yo existo, dice el derecho,
porque sin mí no sería posible el logro de tales finalidades. En vista de ello,
debo ser obedecido. El derecho presenta a los miembros de la comunidad
su razón de ser para evitar sus transgresiones.
Salta a la vista la diferencia de esta fase con respecto a la persuasiva.
El derecho teme ser violado, y, para no serlo, explota el lado sensible de sus
posibles transgresores, mediante palabras y giros adm onitorios. En la fase
que pudiéram os llamar expositiva —pues en ella se acostumbra a exponer
los fundamentos en atención a los cuales se han formulado tales prescrip­
ciones— el derecho, más que temer ser violado, desea ser obedecido, que es
cosa muy diferente. El derecho, en este caso, sabe que debe ser obedecido, y
confía en que se le obedecerá. Pero sabe que se le obedecerá en virtud de los
fundamentos de su existencia. Lo que se hace en la fase expositiva es hacer
más segura la obediencia. En la fase persuasiva se desea hacer insegura
toda posible desobediencia, porque el derecho no ha adquirido conciencia
todavía de su debe ser obedecido, aunque este debe ser obedecido sea en
razón de los fundamentos por los cuales se estatuye. A pesar de que en la
segunda fase de autoafirm ación del derecho, éste se hace más objetivo, y
adquiere m ayor fuerza y más seguridad de su propio valor, queda por
superar este estadio de su evolución, pasar a otro que tendrá igualmente
carácter de tránsito en el proceso autoafirmativo.
Superada la fase expositiva, se llega a la fase adoctrinadora. Mientras
el derecho está aquí, el carácter de las obras donde se recogen las reglas
28
jurídicas es, en gran parte, teórico. Esto es, el legislador o com pilador se
esmera frecuentemente porque los miembros de la com unidad para
quienes se estatuye el derecho no tengan obstáculos en su interpretación.
El legislador o com pilador es el mismo intérprete, hasta cierto punto.
Existe lo que llamamos hoy una interpretación auténtica. La tarea de la
jurisprudencia se reduce en gran parte a seguir las huellas interpretativas
del legislador o compilador. Radbruch hace notar cómo en esta fase
adoctrinadora, en el ordenam iento jurídico se sum inistran exposiciones
que instruyen acerca de lo que, con anterioridad, se ha dispuesto en otra
parte del mismo ordenam iento, o se traen ejemplos para facilitar la
adaptación de la norm a al caso concreto, o se aclaran las conexiones entre
las diversas reglas jurídicas, o, también, se llama la atención, mediante
ciertos caracteres, sobre la im portancia que tal palabra pueda tener en el
contexto de la norm a. Aquí no existe ya, como es fácil de observar, la
presentación de los fundam entos de la ley, pero el derecho sigue posibi­
litando su observancia. Teme no ser entendido, que es como temer
no ser obedecido. Se alejan las dificultades de la interpretación, o al menos
desean alejarse, viendo el jurisprudente que se aligera su labor en forma
considerable.
Cuando el derecho sale de este momento, entra en una plena fase de
autoafirmación. La salida de su última fase adoctrinadora suele situarse,
con razón, hacia finales del siglo XV111, coetáneamente a los comienzos de
autoafirm ación del Estado. Se ha dejado muy atrás la época en que el
derecho procuraba llevar persuasión a las personas para quienes hablaba,
y, por medio de la persuasión, disuadir de su posible violación. También
queda atrás la presentación de los fundamentos de la existencia del
derecho, y ahora no im porta que el miembro de la com unidad se convenza
o no de su razón de ser, porque su razón de ser es su propia existencia. Por
su propia existencia, sin miras a su contenido, el derecho consigue la
estabilidad del orden. Ahora bien, la estabilidad del orden, de la paz de la
comunidad, es razón seria de la existencia del derecho, aunque tal razón no
se exprese. No es necesario exponer ni este ni ningún otro fundam ento de
la existencia del derecho. Tal fundamento —no discutamos por el
momento cuál fundam ento es el que mejor justifica el derecho— es tenido
en cuenta al estatuir el derecho. Pero no es necesario expresarlo. El pro­
greso autoafirm ativo del derecho no abandona los fundam entos que lo
originaron, porque puede autoafirm arse permaneciendo siempre atado o
referido a estos fundamentos.
Todo demuestra, pues, que el contenido del derecho es contenido
objetivo simplemente. La jurisprudencia se pregunta por este contenido, al
desempeñar su función interpretativa. Decíamos que al atenerse al sentido
objetivo se obvian, además, dificultades casi insuperables. Porque a
cuántas cosas no hay que atender cuando se quiere desentrañar el sentido
subjetivo de derecho, si se es partidario de que tal sentido subjetivo

29
existe? Entre muchísimas circunstancias que rodean el sentido subjetivo
de la ley, si este sentido existe, están los detalles más leves de
posible aparición en el momento en que la ley nace. Diríamos con Reichel
que era preciso interpretar hasta la sonrisa de un miembro de la Comisión
en cuyo ambiente se preparó la ley. Hay que atenerse al sentido objetivo de
la regla jurídica, por más extrañeza que esta afirmación pueda causar, aun
en el caso de que no sea claro ese sentido objetivo. Además, a él hay que
circunscribirse cuando se crea que aparece contradicción entre lo que allí
se dice y lo que debe decirse. P or lo tanto, la filosofía jurídica al ponernos
en posesión de la naturaleza esencial del derecho, nos pone al mismo
tiempo en posibilidad de interpretar correctamente el sentido objetivo de
la norma. Por ello, es esta rama de la filosofía un criterio de la
jurisprudencia, como vimos lo era de la teoría general del derecho. No son
nada convincentes los consejos de interpretación dados por la Escuela
Exegética. No sólo no son convincentes por las dificultades insalvables que
se presentan al querer ponerlos en práctica, sino también porque esa
actitud exegética contradice abiertam ente el ser del derecho, y con su ser, la
realidad de un proceso continuo de autoafirmación. El derecho no está
originado en la voluntad del legislador sino en la voluntad del Estado, que
es la voluntad general de la comunidad. Esto excluye toda ocasión de
arbitrariedad legislativa, toda voluntad del Estado que no redunde en bien
de la com unidad, pues es la com unidad misma, según veremos, la que crea
el derecho, y lo da al Estado para que provea a su mantenimiento.
El el momento en que el derecho tom a conciencia definitivamente de
sí mismo, que es el momento en que se objetiviza y adquiere un grado de
despersonalización desconocido antes, se hace insustituible la misión de la
jurisprudencia técnica, sobre todo en su segundo aspecto interpretativo.
Hemos llegado igualmente a un período de autoafirm ación del Estado, o a
una subida de tono de la voz de la com unidad, que es, bien consideradas las
cosas, la voz o sentido objetivo de todo derecho positivo. La jurispru­
dencia tiene que habérselas con este sentido objetivo, tanto más difícil de
entender cuanto más imperativo es el tono de voz con que se expresa el
derecho, es decir, cuanto más se han dejado atrás y se han superado los
estilos de la persuasión, de la convicción y del adoctrinam iento. Deten­
gámonos por breves minutos en la consideración del proceso autoafirm a-
tivo del Estado, proceso en que va latente la aparición a su tiempo de la
ciencia jurídica en su papel interpretativo. El proceso autoafirm ativo del
Estado está en consonancia con su intervención en la vida de los miembros
de la com unidad, siempre que se trata de regular la conducta de estos
miembros. Al lograr una intervención absoluta, el Estado se ha autoafir-
mado, el derecho ha conquistado una fase en que su contenido se ha hecho
objetivo completamente, y la jurisprudencia técnica aparece como
necesaria en vista de las dificultades interpuestas en el camino de una
correcta interpretación de la regla jurídica. Los miembros de la comuni­

30
dad, el hombre, en una palabra, hace el derecho porque, según lo va a
m ostrar la filosofía jurídica apoyada en una filosofía de la persona, sin él es
imposible adquirir la realización de los valores a que tiende por naturaleza.
Por tanto, el Estado es un medio apenas, como lo es el derecho, y ambos
están o deben estar al servicio de la realización de estos valores. El Estado
no puede ser nunca absoluto, ni el derecho arbitrario, en el sentido de
perturbar la realización de los valores a que el hom bre tiende natural­
mente. Pero ello no se opone a que el Estado se autoafirm e, ni a que el
derecho valga por su mera existencia, despersonalizándose y viviendo sólo
de su contenido objetivo.
El Estado empieza por no intervenir en la regulación de la conducta de
los individuos, dejando a ellos la libertad de regularse por sí solos. Es el
período de la venganza privada, o personal. Los individuos, que no tienen
a quién acudir ni quién acuda a ellos de oficio, acuden a su propio valer
para poner térm ino a una descomposición suscitada dentro de la
normalidad de la vida acostum brada. La situación concreta surgida entre
dos individuos, o entre varios miembros de la organización jurídica rudi­
mentaria, no se subsume aquí bajo el sentido de la norm a objetiva, sino
bajo el estado de ánim o vengativo del individuo agraviado, o de la familia a
quien este individuo pertence. El Estado no interviene porque no ha
empezado aún su vida como regulador de la conducta de los miembros de
la organización. Quien se encarga de la misión reguladora dentro del
régimen de autodefensa es el propio titular del derecho, titular que puede
ser una sola persona o un grupo de individuos al que ella se vincula,
conforme a la estructuración de la familia o de la gens.
El Estado sale de su nulidad, digamos así, al intervenir débilmente
siquiera en la regulación de la conducta de los asociados. Esta primera
intervención acaece para poner límite al sietema de autodefensa, aunque
ésta siga ejercitándose como restablecimiento del derecho. Aparece la
medida de limitación que todos conocemos con el nom bre de Ley del
Talión, y que significa un estadio inicial en el proceso autoafirm ativo del
Estado. Con un sentido para lo justo no poseído anteriorm ente, el Estado
interviene para adaptar las situaciones concretas del hecho, si no a una
regla jurídica perfeccionada, por lo menos a un deseo justo de la entidad
estatal, y por medio de él, a la voluntad general de la agrupación.
Cualquiera que sea el pensamiento acerca de la Ley del Talión, por más
que se considere como una medida bárbara, es lo cierto que esa ley indica
un progreso apreciable en el establecimiento del orden jurídico, por cuanto
representa la atenuación de otro estado más atrasado todavía, como es el
estado de la autodefensa en sentido lato. La ley del Talión implica un
avance en el proceso de autoafirm ación del Estado y en el desarrollo del
orden jurídico. Desde este punto de vista, es aquella ley muy aceptable y
nwy poco bárbara. Así tiene que ser considerada, si se repara en la
distancia que va de la venganza privada a una form a atenuada de ella, de la

31
negación absoluta del orden jurídico a una iniciación en el estableci­
miento de ese orden.
Pero todavía queda por dar un paso más, casi decisivo, en la vida de
intervención del Estado, para llegar a suplantar levemente la voluntad de
los asociados. Se llega, partiendo de la fase en que se instituyó la ley del
Taitón, a la fase en que el Estado propone una composición o arreglo
amigable. Todavía no hay una intervención directa y autoafirm ativa, pero
no falta nada para lograrla, pues está alcanzada la meta más importante
para una intervención definitiva, que desplace por completo la voluntad de
los particulares. Esta intervención definitiva se adquiere al adm itir y
ordenar el Estado que nadie puede hacerse justicia por sí mismo,
principio regulador de una evidencia jurídica deslum bradora, y que ha
continuado inform ando desde entonces la vida toda de todos los derechos
positivos2.
Puesto que el Estado interviene definitivamente, suplantando la
voluntad de los particulares, se hace indispensable la creación de órganos
eficaces para realizar la suplantación. Al existir tales órganos, existe
tam bién la actividad jurisdiccional, que, en resumidas cuentas, es la
actividad del Estado. Llegamos a una fase, pues, en que tanto el Estado
com o el derecho se han autoafirm ado. La actividad jurisdiccional no
parece ser otra cosa que una consecuencia de la tom a de conciencia de sí
operada en ambos ordenamientos. Como el derecho, al valer por su sola
existencia, ha empleado una manera de expresarse más difícil de entender,
tiene que aparecer la jurisprudencia técnico-interpretativa, que descubre,
hasta donde es posible, el sentido objetivo de la regla jurídica. Cuando la
actividad del Estado interviene con decisión, esta atividad es ya actividad
jurisdiccional. Existe, por tanto, la jurisprudencia oficial, que ejercitan los
órganos jurisdiccionales del Estado.
La jurisprudencia no es toda la actividad jurisdiccional, sino su
prim era parte. Hay jurisprudencia porque hay jurisdicción. La jurispru­
dencia es la aplicación interpretativa de una regla jurídica a una situación
concreta producida entre los particulares, o entre los particulares y el
Estado. La jurisprudencia se hace más necesaria cuando así el derecho
com o el Estado, han adquirido un estadio bastante definitivo en el proceso
de autoafirmación. Y esta necesidad proviene, com o se ha advertido
en otros lugares, del m odo de expresarse del derecho. La filosofía jurídica
es una disciplina auxiliar de la jurisprudencia técnico-interpretativa. No es
dable prescindir de la pregunta por la finalidad del derecho, cuando se
confronta un caso de interpretación. Y todavía es mayor el auxilio que la

2 U na síntesis acerca de la actividad in terv en to ra del E stad o en los intereses de los


p articu lares, y de la natu raleza de la fu n ció n ju risd iccio n al, la trae el P rofeso r José A lberto
D o s R íos en u n breve estu d io sobre: Teoría de ¡a acción. T rad u cc ió n del portugués p o r
G uillerm o G arcía M aynez. M éxico, D . F. 1944.-Págs. 25 y ss.

32
filosofía jurídica puede prestar a la jurisprudencia técnica en la circuns­
tancia de que no haya nada que interpretar, pero donde la actividad juris­
diccional no puede paralizarse. Esta circunstancia aparece, como todo el
m undo sabe, al encontrarse el jurisprudente con espacios vacíos en el
orden jurídico. El para qué del derecho, que sólo una filosofía jurídica
sostenida a la vez en una filosofía de la persona está en capacidad de
esclarecer, es una cuestión que precisa afrontar siempre que se produzcan
aquellas circunstancias. La vida del derecho y del Estado, que consiste de
todos modos en un progreso autoafirm ativo, ha producido ella misma las
dificultades latentes en el proceso de realización de orden jurídico que
entorpecen su correcta interpretación. Pero la filosofía jurídica, al indagar
el ser del derecho, contribuye eficazmente a facilitar la tarea interpretativa
de la jurisprudencia.

IV

No puede negarse la existencia de una correlación necesaria entre la


estructura de la esfera de la realidad que se va a estudiar y el método
aplicable a esa esfera. Partiendo de esta existencia de una correlación
estructural, que no puede ser desatendida, es fácil tarea la determinación
consecuente del método. Pues, no sólo existe una correlación, sino que la
clase de m étodo adoptable en esta o aquella investigación está regida
fatalmente por la clase de objetos que integran la esfera de la realidad sobre
que va a recaer la investigación. Si se atiende a esto, podrán evitarse las
controversias acerca de los métodos adecuados o los procedimientos más
valiosos dentro del cam po de la indagación filosófica o científica.
Podría objetarse que, en nuestro caso, en la filosofía jurídica, esto
equivaldría a preconceptuar sobre la estructura del Derecho, antes de
lanzarnos a una investigación de su esencia. Sería dejar establecida su
estructura, cuando apenas nos proponemos ir al conocimiento de tal
estructura. Y, en efecto, así parece ser. Pero nada impide que la estructura
general del Derecho se presuponga, para luego, sin haberle dado una
im portancia definitiva a la anterior presuposición, constatar esta estruc­
tura a través de una investigación rigurosa, exenta, bien vistas las cosas, de
prejuicios. El suponer la m anera de ser del Derecho no es nunca un
prejuicio, sino una mera postura inicial sujeta a ulterior corrección. Si
dejamos presupuesto que el Derecho es una elaboración del hombre, con
un sentido peculiar, habrá que rechazar los caminos seguidos usualmente
en la determ inación de su esencia, y aceptar únicamente el seguido por una
filosofía de la existencia personal.
P ara referirnos a las maneras de tratar el Derecho más destacadas, e ir
viendo las ventajas e inconvenientes de las diversas posturas, podemos
considerar com o primera medida la actitud de la Teoría Crítica, de tipo

33
reconocidamente formalista, y etapa quizá si imprescindible en la
problem ática jurídica. Es una teoría im pugnadora y constructiva a la vez,
pero que no resuelve la cuestión acerca del concepto del Derecho.
Entre sus méritos está principalmente el haber rechazado rotunda­
mente algunos procedimientos que en cierto momento se creyeron adecua­
dos e inevitables de ser seguidos por la filosofía jurídica. Así, por ejemplo,
se rechaza el método descriptivo, que tom a las reglas jurídicas para sobre
ellas realizar una descripción más o menos afortunada. Este método queda
viciado de lo mismo que, según vimos en un capítulo anterior, quedaba el
método del proceso abstractivo, pues deja sentada con anterioridad la
noción del Derecho, que es, precisamente, la que se busca determinar. Ni
una descripción de las reglas jurídicas, ni un caso de Derecho, como cree
Merkel, son suficientes en grado alguno para determ inar el concepto del
Derecho. Si empezamos a trabajar, en la persecución de este concepto,
sobre un caso jurídico, para llegar a través de un análisis de este caso a la
noción esencial del Derecho, nos pasa lo mismo que cuando intentamos
describir una regla jurídica o llevar a cabo una inducción abstractiva,
partiendo de un derecho dado a la observación. Trabajar sobre un caso
jurídico es presuponer un fenómeno que cae dentro de la categoría del
Derecho, y, por tanto, presuponer lo que éste sea. Por eso no puede
estimarse mucho el procedimiento adoptado por Merkel, que, a simple
vista, es equiparable a los dos anteriores3.
Con mayor severidad queda excluida del campo de las posibilidades
metódicas para determ inar el concepto del derecho el procedimiento
inductivo, contra el cual polemiza abiertamente la Teoría Crítica, ya que el
punto de partida de ésta y la razón de su nacimiento residen en una franca
hostilidad contra él, sea cual fuere la forma que tome y los matices con que
intente disfrazarse. La multiplicidad de experiencias, de las cuales se
pretende extraer el concepto del Derecho, realizadas en el tiempo y en el
espacio, son o deben ser experiencias jurídicas, y esto lleva ya adscrita la
determ inación del derecho. Las experiencias jurídicas se realizan sobre
fenómenos jurídicos de un m odo definitivo e irrevocable. Es decir, que no
nos es dado echar pie atrás, luego de iniciada una consecución del concepto
del derecho por el procedimiento abstractivo, sino que tenemos que llegar
hasta las últimas consecuencias a que nos lleve este procedimiento. Si
negamos que no utilizamos el concepto del derecho previamente, nos
vemos obligados a ceptar que, en muchos casos posibles, y sin que nada lo
impida, reunimos experiencias hechas sobre fenómenos que no son
jurídicos. Nadie, en tales circunstancias, sería capaz de garantizar lo
contrario. O tra cosa sucede cuando se parte de experiencias jurídicas con
carácter de mera confrontación, pues aquí la investigación del concepto

3 V er M erkel, E nciclopedia Jurídica. V ersión de W. Roces. E ditorial Reus. M adrid.

34
del derecho va por caminos distintos a los seguidos por el procedimiento
abstractivo, que consiste en inducirel concepto del derecho de un conjunto
más o menos amplio de experiencias jurídicas. Veremos cómo el método
confrontativo, si en rigor puede llamarse método, tiene una ilustre
ascendencia filosófica, y cómo aún contem poráneamente se le concede no
escasa importancia. Lo que no quiere decir que dirija en m odo alguno la
investigación, ni que llegue a lograr algún día un papel tan relevante como
para erigirse en un procedimiento plenamente adecuado para determ inar
la esencia de tal o cual esfera de objetos.
No menos méritos ha ganado para sí la Teoría Crítica con haber
desalojado también la posibilidad de alcanzar el concepto del derecho
haciendo un recuento de los fenómenos que originan las formas jurídicas.
Ya sea que el derecho aparezca por alteración de un determ inado orden
jurídico, dice esta teoría, ya con sujeción a las normas que rigen las
alteraciones de un derecho, ya porque un orden jurídico haya surgido ex
novo, no puede adquirirse la esencia de lo jurídico adquiriendo a la vez los
factores causales que lo hacen aparecer en un determinado tiempo y lugar.
También aquí cabe hacer la observación que hicimos con relación a los dos
procedimientos vistos anteriorm ente, y también aquí con la misma fuerza
impuganadora y el mismo sin lugar a dudas con que allí apareció.
El m étodo genético tiene valor, a lo sumo, cuando se le emplea tam bién
con carácter confrontativo. Entonces no viene a ser, como en Del Vecchio,
sino una subespecie del m étodo inductivo, que aporta una ayuda digna de
tenerse en cuenta, pero que no puede constituirse en procedimiento último,
a los fines de determ inar la esencia del derecho. No posee el m étodo
genético m ayor relevancia que el comparativo, otra subespecie del
procedimento inductivo. Integran estos dos procedimientos la parte
menos interesante de la filosofía jurídica, la parte fenomenológica, palabra
que no tiene todavía nada que ver con su acepción actual. Se va detrás de la
evolución del derecho, com parando sus varias manifestaciones en los
tiempos y los pueblos, y observando sus procesos genéticos. Es una tercera
parte auxiliar, pero nada más. Son dos subespecies del m étodo inductivo,
desalojado por la Teoría Crítica.
Ya que esta teoría ha logrado para sí el mérito de haber vuelto a
instaurar un m étodo a priori en la filosofía jurídica, a la vez que el de haber
com batido con buena suerte los procedimientos contrarios, es tiempo de
preguntar si es aceptable totalmente. ¿Ha resuelto esta teoría, en pocas
palabras, el problema filosófico del derecho? Expongamos brevemente su
método, que es lo único que ahora nos interesa.
Se parte, como primera medida, del hecho de que las nociones de
derecho son nociones posibles de desintegrar, puesto que en cada una de
ellas hay una síntesis. Que toda noción jurídica es, por un lado, una noción
sintética, y, por otro, consecuentemente, desintegrable en dos clases de
elementos, es un presupuesto de esta teoría. Si efectuamos la desintegra-

35
ción, hallamos dos órdenes de factores, actuando en cada una de estas
nociones jurídicas. Los factores comunes a todo derecho, que son a la vez
factores de unificación, previos no genéticamente sino lógicamente a todo
conocimiento en el campo del derecho, y los factores particulares,
concretos, sin carácter de universalidad. Son como la m ateria ordenada
mediante los factores condicionantes universales, y que hacen referencia
tan sólo a un derecho determinado. Los primeros factores condicionantes,
que son, en expresión propia de esta teoría, modalidades unitarias de
ordenación, se recaban estudiando la posibilidad de llevar a cabo una
unificación de las varias materias jurídicas que se puedan presentar a la
observación4.
Pero a todo esto se llega solamente cuando se ha utilizado un método
apropiado. Y está muy claro por lo dicho hasta aquí que este método no
puede ser otro que el método de la introspección crítica. Es decir, un
método nada empírico. P ara poner en movimiento este método crítico
instrospectivo, se parte, como ya antes se partió del presupuesto de que las
nociones de derecho son nociones sintéticas, de un derecho dado. Lo que
no significa que se parta de la experiencia en el sentido del método
inductivo, procediendo por generalizaciones de las diversas observaciones
de los derechos habidos a lo largo de la historia. En este último caso no hay
análisis crítico de las experiencias, que es lo que individualiza el método
inspirado en el formalismo kantiano. Hay que empezar, pues, por
reconocer que, de hecho, tenemos conocimiento del derecho, como Kant
reconoció que teníamos conocimientos científico-naturales. Otra cosa es el
fundar tales conocimientos sobre una base segura, sin lo cual la ciencia
carecería de apoyo sólido sobre qué sustentarse. Por eso dice Stammler
que no cabe, en ningún caso, una investigación no histórica. Como en
Kant, no se trata en Stammler de adquirir conocimientos sobre la mera
existencia de la razón pura, sino sobre la base de la experiencia histórica de
un derecho dado, la que luego se analizará críticamente.
Al practicar tal análisis, que es realizar el método de la introspección
crítica, damos con las dos clases de factores citadas, siendo los primeros,
los que se erigen en modalidades unitarias de ordenación, los únicos que va
a ser objeto de la investigación filosófico-jurídica. Sobra en nuestro caso
una consideración detallada de estas dos clases de factores, porque nos
basta por ahora uno que otro reparo al camino seguido por el formalismo
stammleriano.
Desde nuestro punto de vista, advertiríamos o denunciaríamos la
afirmación de esta teoría al decir que no cabe una investigación no
histórica, y que, por tanto, hay que partir de la experiencia de un derecho

4 Ver: S t a m m l e r . F ilosofía de! derecho. “ M éto d o de la filosofía del d erecho” . A dem ás,
"E l co n cep to del d erech o ”, en la m ism a o bra. T rad u cc ió n de W. Roces, E d ito rial Reus.
M adrid.

36
dado al conocimiento. Y no hacemos esta advertencia porque veamos en la
dirección formalista el m enor vestigio de un procedimiento inductivo.
Antes debemos recalcar una y otra vez que el mayor mérito de la posición
formalista consiste en haber nacido en franca hostilidad a todo intento de
determ inar el concepto del derecho haciendo uso de un medio que puede
considerarse como el más inadecuado entre todos. Pero, con ser esto
indudable, y mirando las cosas desde nuestro punto de vista, ya varias
veces expresado, o, por lo menos, patentemente sugerido, no es fácilmente
aceptable una investigación que no deje el conocimiento del derecho y toda
experiencia histórica acerca de él para recabarlo después de un análisis sin
supuestos de ninguna clase. Rechazamos, pues, el intento de partir de un
derecho históricamente dado, cosa distinta a suponer de antem ano, como
ya advertimos, la noción común, no filosófica, del derecho. Pues en nada
puede verse en esta suposición confrontativa una experiencia histórica, a
partir de la cual se va a llevar a cabo una consecución definitiva del
concepto del derecho. Así procede Kant al indagar, en sus disquisiciones
metafísicas sobre las costumbres, el fundam ento de la m oralidad. Con
tenaz insistencia, nos lo hace ver al principio de sus meditaciones, antes de
profundizar la cuestión. El derecho va a ser algo que se nos entregará como
consecuencia del análisis de la existencia hum ana, algo que se despren­
derá de poner en práctica como m étodo un estudio filosófico de la
existencia personal.
A un objeción de no menor im portancia da lugar la desintegración
formalista de las nociones de derechos de factores o modalidades unitarias de
ordenación y factores concretos pertenecientes a un derecho determinado.
En virtud de esta separación, y debido a que sólo se hace objeto de la
investigación filosófica las modalidades unitarias de ordenación, se
abandona un elemento tan im portante para la determinación del concepto
del derecho, como son las aspiraciones hum anas, que ya será en vano
proseguir por aquí para lograr la finalidad perseguida. La filosofía del
derecho, basada a su vez en una filosofía de la persona, como la propug­
nada por nosotros, no puede desatender la segunda clase de factores que
deja a un lado la filosofía crítica. El derecho no será nunca determ inado en
su esencia si no se le trata como interm ediario entre la persona y los
valores, lo que implica ya un papel preponderante de las aspiraciones
humanas.
Por com portarse de tal modo la teoría crítica del derecho, al
emprender como prim era medida una desintegración de los factores
contenidos en las nociones jurídicas, entregando a la filosofía exlcusiva-
mente aquellos factores de ordenación, y que constituyen el prius lógico de
todo conocimiento jurídico, desintegra a la vez la problem ática del
derecho. Ya se ha puesto de presente por nosotros en capítulos anteriores
cómo el problem a del derecho debe mirarse desde el ángulo de una
integración de los dos temas que se han venido tratando por separado. No

37
com prenderlo así ha sido el error de casi todas las teorías, tanto las de tipo
em pirista como las de índole jusnaturalista. Lo que debiera abonársele a
los métodos apriorísticos en la investigación del derecho, así al formalismo
como al jusnaturalism o, entre otros, va aparejado desgraciadamente al
reparo de aquella desintegración. El problem a lógico, que nosotros
preferimos llam ar ontológico, no es separable en la filosofía jurídica del
problema axiológico. Separarlos, ha sido uno de los grandes descuidos de
la teoría crítica de Stammler y del jusnaturalism o de Del Vecchio,
igualmente inspirado en el formalismo kantiano.
Aunque Del Vecchio manifieste inspirarse en dos métodos que para él
se complementan, el método de la deducción, o analítico, y el método de la
inducción, es evidente que este último juega un papel algo menos que
secundario, y toda la tarea de encontrar una definición general del derecho
se deja bajo la responsabilidad, podemos decir, del procedimiento
analítico. Quede esto como una modalidad abonable al jusnaturalism o de
su autor, por las mismas razones expuestas en relación con la teoría crítica.
Por medio del análisis racional se encuentra una definición genérica o
lógica, haciendo recaer aquel análisis sobre un criterio que está inserto en
nuestra mente. Nos ponemos, pues, como de espaldas a toda experiencia
histórica dada, y hacemos uso únicamente del análisis racional, que nos
entregará la definición del derecho. Así, analíticamente, volveremos a
proceder en otra fase de la investigación, esto es, al tratar de hallar el ideal
del derecho. Porque, además de indagar la definición lógica del derecho,
precisa averiguar su criterio deontológico. De otro modo, la investigación
quedaría en buena parte incompleta.
El criterio deontológico se obtiene tam bién analíticamente, sin consi­
deración a un determ inado derecho histórico o, inclusive, a todos los
derechos históricos. No hay más que considerar, en forma a priori, la
existencia de la autonom ía del sujeto, y ésta, a su vez, extraerla de un
análisis trascendental de la naturaleza hum ana5. Luégo viene la ayuda de
una fenomenología del derecho, que comprende las dos subespecies de la
com paración histórica del proceso genético. En las fases primeras de la
investigación, el análisis deductivo para hallar una definición lógica y un
criterio deontológico, radica empero la mayor importancia de esta teoría
jusnaturalista, y forman como el centro de gravitación de toda ella.
Ya hablar de un criterio inserto en la mente hum ana es algo bastante
arriesgado. Pierde mucho esta teoría en capacidad de convicción. Si nos
adentram os en la causa por la cual se habla de un criterio inserto en la
naturaleza hum ana, descubriremos que esta causa está situada al lado de
un tem or al relativismo jurídico. Y, además, a un tem or referente al

5 Ver. D e l V e c c h i o . F ilosofía de! derecho. In tro d u cció n y “ M éto do d e la F ilosofía del


d e re c h o ” . T rad u cc ió n de L. R ecaséns Siches. E d ito rial Bosch. Barcelona.

38
método inductivo, en cuanto método que tiende a hacerse exclusivo en la
investigación del derecho. Aún más resalta este tem or al poner al lado del
problema lógico el problema deontológico. Desde este criterio deontoló-
gico estamos en capacidad de enjuiciar las manifestaciones empíricas del
derecho y sentenciar sobre su ser o no ser estrictamente derecho. Hay la
creencia en el jusnaturalism o de que lo que no es derecho justo no es
derecho. Tal creencia procede de la separación de la tem ática jurídica en
los problemas ontológico y axiológico. Pero no hay razón, encarada la
cuestión desde una filosofía jurídica en el sentido nuestro, para que lo que
sea no deba ser, aunque lo que es deje de realizar un valor. A veces, lo que
es no debe ser, dice la concepción jusnaturalista. Y esto tiene que ser así
cuando se confronta el problema del derecho desde dos temas separados,
como lo son el tema ontológico y el tema axiológico. Al refundirlos, al
integrarlos, de nuevo lo que es debe ser siempre, como veremos después.
Junto a esto, y del mismo modo que en la teoría crítica, el derecho positivo
se deja como atrás del análisis. Dentro del jusnaturalism o, el derecho
positivo queda mucho más acá del análisis trascendental de la naturaleza
humana, en vista a una posible confrotación con el derecho ideal. Ya
hemos dicho cómo todo derecho —y todo derecho es únicamente el
derecho positivo— tiene que salir de una filosofía de la existencia personal.
A nustro parecer, es el método o camino adecuado a su investigación.
Ningún derecho positivo es separable del sentido implícito en él. Si
nos proponemos, como hace Kelsen, estudiar cómo es el derecho, y no
cómo debe ser, para nada tenemos que privar por ello al derecho positivo
del sentido que inseparablemente le acompaña. Nada se opone a que le
reconozcamos su sentido y que, a la vez, preguntemos únicamente por
cómo es el derecho. En Kelsen se pierden las esperanzas de toda idea de
derecho. No solo no separó la problemática jurídica sino que la redujo a
una, aunque en un sentido distinto al de la integración de los temas
ontológico y axiológico. Esta últim a fase de la investigación queda
expulsada por toda la vida de su estudio, con perjuicio de una aproxim a­
ción a la esencia del derecho.
Estaba reservado a la fenomenología ensayar la postura m etodoló­
gica que hasta el momento se ha revelado como la más certera para
resolver el problema del derecho. Sólo desde una posición semejante es
posible conseguir una integración de los temas, porque sólo desde aquí
cabe enfocar el derecho como un objeto que, además, posee una significa­
ción. Ya contamos con admirables ensayos en donde tal integración se
consuma, así en las lenguas extrañas como en la nuestra. Por medio de una
reducción fenomenológica del objeto derecho, según todas las advertencias
y requisitos recomendados por este método, se alcanza una descripción del
derecho de una manera total, describiéndolo como un objeto que el
hombre hace y que tiene un sentido bien definido. Un ensayo de aplicación

39
de los procedimientos fenomenológicos tenemos, entre otros, en la obra de
Schreier. Nos detenemos un instante a observar cómo se com porta este
autor ante el problem a del derecho, a fin de ir de su com portamiento al
asumido por la filosofía existencial, para nosotros el más adecuado de
todos. Nos guía la convicción de que la pregunta por el ser del derecho se
resuelve mejor cuando a su base se coloca el interrogante por la existencia
personal. De igual manera, en el existencialismo es la pregunta por el ser en
total un problem a que gira sobre la pregunta primaria por el ser de la
existencia. Hay un venir desde Husserl hacia Heidegger.

La vía fenomenológica, yendo tras los pasos de Schreier, a quien


elegimos por modelo para exponer esta dirección metodológica, se sinte­
tiza teniendo presentes las palabras de su propio autor, en los capítulos
iniciales de su obra fundamental sobre la materia. Empieza por reconocer
la dificultad de la exposición de este método. Y a continuación afirma,
de conformidad estricta con el creador de la fenomenología, la correfe­
rencia entre el mundo y la conciencia en que ese mundo se da. Ni la
conciencia se da sino como referencia a objetos, ni éstos se dan, a su turno,
sino en la conciencia. Conciencia es conciencia de objetos, y objetos no es
otra cosa que objetos para una conciencia. En ninguna parte tiene el
vocablo objeto una acepción más ceñida a su estructura etimológica que en
la fenomenología. Objeto es, etimológica y significativamente a la vez,
objeto para el sujeto, lo contrapuesto a una conciencia.

El estar la conciencia referida a un objeto constituye un acto de


referencia, en el cúal, al mismo tiempo, se constituye el objeto. Tal acto se
denomina vivencia, y la vivencia es siempre y esencialmente vivencia
intencional. Como cada objeto intencionado en la vivencia posee una
peculiaridad, que está en relación de correspondencia con la peculiaridad
del acto, podemos hablar de un modo de representarse el objeto en el acto,
o sea, de una constitución del objeto. Ahora es innegable la posibilidad de
hallar las leyes esenciales de objeto dado en la conciencia. En nuestro caso,
del objeto derecho. Para hallar las leyes esenciales del objeto, precisa una
conversión del acto en objeto, supuesta ya la correferencia de uno y otro.
El acto de que se parte en la determinación de la esencia del derecho
siguiendo la vía de la reflexión fenomenológica es el acto jurídico.
Schreier nos pone en guardia contra una posible confusión del acto
jurídico, en que el derecho se constituye fenomenológicamente, con el acto
jurídico en que el derecho se constituye legislativamente. Es preferible
hablar, para este último caso, de un acto creador del derecho, y dejar el
término de acto jurídico para el acto en que aquél se constituye. En rigor
fenomenológico, el derecho no se constituye sino en el acto jurídico, en el
sentido aclarado antes. Sin mayor esfuerzo, verá el lector aquí una estricta

40
observancia de las reglas metodológicas de la fenomenología en la direc­
ción también estricta de Husserl6.
Sin negar los aportes de este método, más aún, atendiéndolo, pero en
forma de una especie de desvío, ensayamos una determinación de la
esencia del derecho partiendo de una filosofía de la existencia personal.
Nos acercamos así a Heidegger y a Scheler. Nos acercamos también a la
posibilidad de realizar lo que creemos de imprescindible necesidad, a la
integración de la ontología y la axiología jurídicas. El ser del derecho debe
ser indagado a través del ser de la existencia personal, como el ser en total,
en Heidegger, no podrá sacarse a luz si previamente no lo es la existencia
misma.
El volverse hacia lo primario en nosotros tiene antecedentes ilustres
en la historia del pensamiento. P ara ser parcos, observemos un momento
la actitud de Fichte. Para él, la investigación filosófica debe detenerse, de
acuerdo con su sentido esencial, en la averiguación del fundamento
unitario que está a la base de la totalidad de lo dado en la conciencia. A este
fundamento lo llama el sistema de la experiencia integral . Aunque es
cierto que Fichte, usando el mismo modo de expresarse de la fenomeno­
logía, dice que lo dado, los objetos, es dado a una conciencia, no lo es
menos que parece dilatar este término hasta la existencia integral. La
especulación de Fichte, dice Heimsoeth, está siempre y en todo referida a la
vida, a la existencia hum ana y a todo lo que interesa al hombre y acontece
al hombre. La naturaleza, agrega, fuera del hombre, así como todo ser, no
la conoce ni quiere conocerla absolutamente más que por cuanto realizan
vivencias hum anas7.
Más cerca a nosotros, y precisamente influyendo sobre Heidegger,
está Dilthey. Como Fichte, parece ampliar el término conciencia. No
podemos oír o leer este término en ninguno de estos dos autores sin sentir
que nuestra conciencia se expande, como queriendo abarcar la vida toda.
Esta característica del término conciencia no la hallamos en la filosofía
fenomenológica de Husserl. Fichte y Dilthey hablan de nuestra conciencia,
y, como para hacerlo comprender mejor, agregan una expresión que dilata
aquel término, que lo equipara a la vida entera. Al referirse a la conciencia,
se les oye agregar un esto es, la totalidad de nuestra naturaleza.
De la conciencia en correferencia con los objetos, donde se sitúa la
filosofía jurídica inspirada en la fenomenología de Husserl, descendemos
nosotros al análisis de la existencia, siguiendo la actitud de retrotraim iento

6 Ver en su o b ra sobre C oncep to y fo r m a s fu n d a m e n ta le s del derecho. "E l análisis


fenom enológico. Págs. 32 y siguientes. T rad u cció n del alem án po r E d u ard o G arcía M ayne/.
E dito rial L osada. A rgentina.

7 S obre las ideas de Fichte a l respecto, véase el libro de 11. H eim socht: Fichte. "cap ítu lo
11. La d octrina de la ciencia en sus F u n d a m en to s Generales", págs. 03 y siguientes. Revista de
O ccidente. M adrid.

41
de Heidegger. Continuam os por el mismo camino por donde han dirigido
la investigación filosófica del derecho, entre otros, Gerhart Husserl y Erik
Wolf. P or la vía que hemos preferido creemos obviar las dificultades con
que han tropezado las restantes posiciones metodológicas.

Entre la pregunta acerca del ente en total y la pregunta por el derecho,


hay una diferencia notable. Consiste ella en que, mientras la primera se di­
rige al sentido del ente, la segunda va directa a averiguar, entre otras cosas,
si el derecho tiene o no un sentido. Allí se da por sabido que el ente tiene un
sentido, mientras aquí se ignora que el objeto derecho posee significación.
El participar de un sentido hace precisamente, antes de saber cuál sea este
sentido, que el derecho posea una entre tantas notas atributivas. El poseer
un sentido y poseer, consecuentemente, un determinado sentido, serán dos
de las cualidades que debe descubrir la investigación acerca del ser del
derecho.
El sentido del derecho, el que el derecho lleve, entre sus diversas notas,
un sentido en general, no es algo implícito en la noción común del derecho.
Ni siquiera lo es, claro que no, en muchas concepciones filosófico-jurídi-
cas. Si así no fuera, no habría discrepancias de m ayor im portancia en las
corrientes históricas de la filosofía del derecho. Pero si la idea del derecho
va desprovista de sentido en la concepción común y corriente de él, si por lo
general no se le concibe como algo que, entre otras cualidades, posee
sentido, no cabe negar, en cambio, que en la conciencia común está
adscrita la idea misma del derecho. El derecho, como el ser para
Heidegger, es algo que cada uno sobreentiende. Sólo que, ni el ser sobre­
entendido por todo el mundo, ni la idea del derecho arraigada en la
conciencia común tienen nada que ver con una sobreintelección filosófica.
En esto, pues, vemos una paridad entre ser y derecho. Mas, a poco
momento, al tratar de determ inar el concepto del ser y la esencia del
derecho, tropezamos con una disparidad. Pues, mientras la determinación
del concepto filosófico del ser parte del conocimiento sobreentendido de
él, la pesquisa del concepto filosófico del ser parte del conocimiento
sobreentendido como un punto de confrontación solamente. Que este
conservar el conocimiento sobreentendido del Derecho como instancia
confrontativa tenga también su interés, es otra cosa distinta. Y tal interés
resalta, mucho, si observamos que cualquiera investigación filosófica, por
muy desposeída de preconceptos que la supongamos, tiene que dejar tras sí
un conocimiento sobreentendido de su objeto.
P ara lograr una determinación de la existencia humana, dentro de los
límites en que nosotros nos vamos a mover ahora, es decir, para lograr las
peculiaridades de la existencia estrictamente necesaria a nuestros fines, es

42
más que suficiente trazar un rápido esbozo de las consideraciones de la
filosofía existencial.
Como lo que hay que conocer es el hombre, aunque no es el último fin
de la investigación existencial, ya que el objetivo a que ésta se dirige es el
ente en total, se abandona lo que constituyó para la fenomenología de
Husserl algo así como la últim a palabra de esta dirección filosófica. En
Heidegger no es ya la conciencia la m ateria de indagación que es en
Husserl, sino la existencia humana, como tema intermedio para responder
a la pregunta prim aria acerca del sentido del ser. Nada de esto quiere decir
que la conciencia se postergue en la filosofía existencial, porque tal
postergación significaría m utilar la totalidad de la existencia, y, por tanto,
una renuncia a afrontar el problem a del hombre en su integridad. Sólo,
pues, la conciencia ha dejado de ser en Heidegger lo que era privativamente
en Husserl, un paso obligado, una fase metódicamente fundam ental para
la exposición de la fenomenología.
Al principio de la determ inación ontológica de la existencia hum ana
está el apriori de la conciencia de sí que tiene la existencia hum ana “como
algo que es”. Pero, con haber sentado el a priori de esta conciencia de sí
“como algo que es” no hemos ganado m ayor cosa. Parece que nos hace
falta —mucho más según nuestros propósitos— otro a priori, que saque la
existencia de su reclusión en sí misma. Que la haga pasar, de su captarse a sí
misma “como algo que es”, a un captarse de otra manera que siendo un
ente y nada más. Heidegger saca a luz, como para sacarnos, a su vez, de este
trance, una estructura fundamental del Daseim. Esta estructura funda­
mental es otro a priori, como el de la autopercatación de ser un ente. La
estructura fundamental del Dasein consiste en su In der Welt sein, en su
estar en el mundo. El In der Welt sein se nos da en la autocaptación del
Dasein, en el captarse la existencia a sí misma. No interesa m encionar aquí
el medio por el cual la existencia hum ana, el Dasein, se capta a sí misma
“como algo que es” y capta su estructura fundamental de existencia como
estar en el mundo. Basta dejar establecido que am bas estructuras son
estructuras que poseen una realidad a priori. Sobre la base del análisis de
esta estructura fundamental, dice Heidegger, resulta posible indicar
provisionalmente en qué consiste el ser del Dasein. Véase cómo en
Heidegger la estrutura fundam ental del estar en el m undo de la existencia
hum ana viene a constituir como el postulado de la posterior indicación
de la conciencia del ser del Dasein. P or aquí se va com o por una vía de fácil
acceso, a la determinación del ser del derecho. Antes de hacerlo, conviene
detenerse en algunas otras consideraciones, que son como estancias
obligadas a lo largo del camino8.

8 En castellano puede leerse u n a a d m ira b le co m p aració n , a u n q u e sintética, en tre


H usserl y H eidegger, gracias a la trad u cció n q u e hizo de la tesis d o cto ral de F ra n z M u th el
p ro feso r R a im u n d o L ida -R evista V erbum ; feb rero , 1933; B uenos A ires.

43
Partiendo ahora de los dos modos de ser de la existencia, de la
existencia propia y la existencia impropia, llegamos a otro punto de
considerable interés. La existencia —en virtud del fenómeno de la
angustia, análisis del cual no es necesario que nos detengamos— se hace la
más de las veces existencia impropia. Al hacerse existencia im propia, está
ya perdida en el mundo. No sólo, pues, consiste, en tal situación, el existir
en estar en el mundo, sino que existir im propiamente es estar perdido en el
mundo. Esta existencia perdida en el mundo, precipitada en su fuga de sí
misma, es para Heidegger tan existencia como la propia. En nuestro caso,
nos sirve quizá más que la existencia auténtica, puesto que, por medio de
ella, alcanzamos otro elemento constitutivo del existir y posibilitador de
nuestro objetivo.
Al ir a perderse en el m undo la existencia impropia, y por perderse en
el mundo, encuentra que, junto a su existencia, hay las existencias de los
otros. La existencia, pues, gracias al fenómeno de la angustia, y acusiada
por la im propiedad de su existir, descubre, al perderse en el mundo, la
existencia ajena. La existencia ajena es una evidencia dada a la existencia
im propia con la fuerza y propiedad con que a esa existencia se le da su ser
un ente ella misma, y también con la fuerza y propiedad con que percata su
estar en el mundo. El resultado de todo esto es, en total, que la existencia,
percatada a sí misma como algo que es, es existencia en el mundo. Y
además, que la existencia, que está en el mundo, está en él con otras
existencias. P or eso, una conclusión indubitable de la filosofía existencial
es la interpretación del existir como un existir con los demás, como un
coexistir. Existencia es, no cabe duda, existencia con otros que existen
también en el mundo. Existencia es coexistencia.
Una interpretación de la existencia que dejara aquí las cosas, habría
sido, aun refiriéndome a la interpretación que deba conducir a la
determ inación del concepto del derecho, casi sin utilidad alguna. Además
de la conclusión a que hemos arribado, que existir es coexistir, queda por
saber todavía si la existencia hum ana, el Dasein, posee otra determinación
fundamental.
La existencia que se percata como existencia en el m undo circundante
y en el m undo de los demás hombres, para emplear dos denominaciones de
Franz M uth, se percata a la vez como existencia que tiene ante sí un
horizonte de posibilidades. Este horizonte de posibilidades deriva su
realidad de otra dimensión esencial de la existencia humana. La vida del
hombre, que tiene ante sí ese horizonte de posibilidades, no es algo que
existe de una vez para siempre. La vida del hom bre consiste, además de
consistir en vivir con los demás hombres, en un incesante estar llegando a
ser. Y aquello a que está siempre llegando a ser la existencia hum ana es una
de tantas posibilidades de que está cubierto su horizonte. Ser es, para la
vida del hom bre, realizarse. O, más bien, estar realizándose, estar dando
realidad concreta a las posibilidades que se le ofrecen.

44
Hemos ganado mucho con lo dicho. Sabemos, por percataciones
sucesivas que la existencia hace de si misma, que existir es ser algo.
Además, que existir es coexistir con el m undo circundante y con el m undo
de los demás hombres. Sabemos tam bién que la existencia hum ana
consiste en estar realizándose permanentemente, trayendo a realidad
concreta las posibilidades que tiene ante sí.
En hermosa expresión dice Heidegger que el hom bre es un ser de la
lejanía. Esta frase pudo haber sido el prim er pensamiento para el análisis
que acabam os de hacer. Sólo indicamos que pudo haber sido, porque es
una idea que en Heidegger presenta otro sentido, y que viene a quedar
como un pensamiento resultante de sus investigaciones sobre la esencia del
fundamento. P ara nosotros significa la síntesis de una dimensión esencial
de la vida, aquella en que se nos aparece como un estar haciéndose, como
un vivir realizando sus posibilidades. El hombre es un ser de la lejanía
quiere decir, en nuestro caso, que está arrojado hacia el futuro, hacia un
ideal o posibilidad de un determ inado modo de existir.
Ahora bien, en gran parte consiste la persona en este estar haciéndose.
La existencia hum ana, m irada desde este lado de su vivir realizándose, es
existencia personal. No hay otro ser cuya vida radique esencialmente en
esta peculiaridad. El hom bre no podría vivir haciendo su existencia, si ésta
no fuera existencia personal. En ningún caso equivale tal afirmación a
considerar la naturaleza de la persona por esta sola propiedad de ella. No
vale la pena repetir las múltiples notas constitutivas de su esencia. Sólo
precisaba sentar que, dada esta condición de la existencia hum ana como
algo que vive haciéndose a sí misma, era forzoso adm itir el ser del hom bre
como un ser personal. El hombre, porque es persona, es un ser de la lejanía.
Y así, agregamos una idea más a los anteriores resultados. El hom bre es
una persona que convive con las demás personas, y que está, dentro de esta
coexistencia, realizándose a sí misma.
La existencia de las demás personas no se nos da sólo mediante el
análisis anterior, que hemos llevado a cabo a partir de los postulados
establecidos más arriba. La existencia de las otras personas, y con ella el
hecho de la coexistencia, se nos ofrece tam bién por otros medios. Pero no
se nos ofrece en ningún caso por otros medios en el sentido de ofrecérsenos
mediante un conocimiento previo, sino que se nos da inmediatamente.
La persona, en la concepción scheleriana de ella, encuentra que cada
una de sus viviendas existe sobre el fondo general de la corriente psíquica,
que es la misma de las vivencias. En relación al m undo exterior, tam bién
cada persona percibe los objetos de ese m undo exterior sobre el fondo de la
naturaleza espacio-temporal. Pues bien, del mismo m odo cada persona se
percata a sí misma, según la expresión literal de Scheler, en el vivirse a sí en
cada una de las realizaciones de sus actos como miembro de una
com unidad abarcadora personal de cualquier especie, en cuya comunidad

45
está aún por de pronto diferenciada9. La persona, pues, se da a sí misma, y
este darse a sí misma se lleva a cabo en el vivirse a sí. A la vez, la persona se
vive a sí —lo que tiene para nosotros una gran significación— en el vivirse
como miem bro de una com unidad ahorcadora personal. La manera de
darse cada persona es, por tanto, una m anera inmediata. Lo mismo que
cada existencia hum ana se percata a sí misma como algo que es, y como
existencia abierta a las cosas en una form a inm ediata, se percata o se vive a
sí misma, sin interm ediación de conocimiento previo, como miembro de
una com unidad personal. La existencia de las demás personas es percibida
directamente, en el acto de vivirse. P or dos vías se nos da, sin lugar a
discusión, la existencia personal de los otros.
Volviendo a recapitular todo lo dicho, tenemos entonces las conclu­
siones siguientes: Que el hombre, la existencia hum ana, es coexistencia.
Que esta coexistencia no es sólo coexistencia con el m undo circundante,
con las cosas, sino con los otros hombres, con las demás existencias. Si
toda existencia hum ana —Dasein— e&existencia personal, la coexistencia
significará, en últim a instancia, coexistencia con las otras personas. Ser
persona quiere decir, por otra parte, estar realizándose en el mundo,
realizando a la vez las posibilidades que cada persona tiene ante sí. El
hom bre vive lanzado hacia ese horizonte cubierto de posibilidades que se le
da como parte integrante de su ser. El hom bre es un ser de la lejanía. Si
dejamos bien definido que el hom bre es una persona conviviente con las
demás personas, y que ser persona es, por esencia, estar realizándose, nos
faltará poco para llegar a un punto muy decisivo.
El hombre trasciende de sí mismo hacia lo que él quiere hacer de sí
mismo, hacia una de tantas posibilidades que él puede realizar. Previo a
este trascender está, empero, el haberse decidido a ser esto, y no lo otro, a
realizar en sí esta posibilidad, y no aquélla. Y previo al haberse decidido
por esta o aquella posibilidad está, en últim o grado, el acto volitivo en el
cual preferimos. El hom bre, si quiere ser hom bre, si quiere ser existencia
hum ana, tendrá, pues, que estar en posibilidad de elegir la posibilidad que
quiere realizar en sí mismo. Pero no se trata de que el hombre decida sobre
ser hom bre o no serlo. La existencia hum ana no puede renunciar a ser lo
que es, una existencia que posee realidad en cuanto y sólo en cuanto vive
realizándose a sí misma. Renunciar a la existencia es renunciar a este vivir
haciéndose, y renunciar a vivir haciéndose es renunciar a la existencia. El
hombre, pues, tiene, irremediablemente, que vivir haciéndose, y, en
consecuencia, debe poder elegir la posibilidad que va a realizar en sí
mismo. Vivir, después de lo dicho, es tam bién elegir. Así surge el concepto
de libertad como un elemento fundam ental adjunto a la existencia.

9 V er: M . S c h e l e r : Etica. T o m o II, pág. 329. T rad u cc ió n de H. R odrígu ez Sanz.


R evista de O ccidente. M ad rid .

46
El valor de la persona es un valor fundam ental porque, entre otras
razones, es el valor al que está encomendado el realizar los otros valores.
Hay un im perativo de realización tras el valor de la persona que debe ser
atendido, so pena de que la persona deje de ser lo que es, algo cuyo ser
consiste en auto-realizarse. Inseparable, esencialmente inseparable de la
persona está el deber de vivir realizándola. No se pierda de vista este deber
ineludible de existir conforme a la esencia de la persona, esto es, de vivir
trayendo a realidad las posibilidades que el hom bre tiene ante sí,
prefiriendo unas, posponiendo otras. Pues, sobre este deber va a
destacarse otra instancia de nuestra investigación no menos im portante
que las ya establecidas.
Teniendo cada persona el deber de ser fiel a su esencia propia, que es
realizarse perpetuamente, y teniendo asimismo, para poder realizarse, que
preferir una entre varías posibilidades, tiene tam bién consecuentemente el
derecho a la preferencia. Sobre este deber prim ordial se funda un derecho.
Si puede hablarse de un derecho prejuridico, este derecho es únicamente el
que cada cual tiene de ser fiel a la esencia de su persona, y por tanto de
ejercitar una actividad de preferencia en vista de esa fidelidad10.
Pero el hombre, que coexiste con los otros hombres, no está seguro de
que, así no más, se le posibilitará la realización de su persona. D ada una
coexistencia con los demás hombres, conviene que mi actividad encam ina­
da a cumplir con aquel deber fundam ental no sea interferida por ninguna
de las personas que coexisten conmigo. Ya no sería nadie libre de llevar a
cabo aquel acto de preferencia que está a la base de la realización de la
persona. No se concibe, empero, una com unidad personal donde se dejen
de presentar interferencias dirigidas contra el cumplimiento de aquel
deber, porque sería negar la existencia de la libertad natural, que va hasta
donde va el poder de cada persona. La libertad natural impide el que se dé
una com unidad personal sin iterferencias, sin obstáculos en la libre
realización de la personalidad.
P or ello, hay que hacer algo que garantice el cumplimiento del deber
fundamental sobre el cual se base el derecho prejuridico a la auto- realiza­
ción. El hom bre tiene que limitar la libertad natural de las personas con
quienes convive para lograr el cumplimiento de aquel derecho, y, a través
de él, poder ejercitar los actos de preferencia en que cada uno desarrolla su
persona. Posibilitarse la realización de la persona significa, pues,

10 N o es m uy o p o rtu n o el térm in o p rejuridico, p a ra m e n ta r un derech o a n te rio r a to d o


derecho positivo. E ntre o tra s c o s is , no ad m itim o s o tro derecho q u e el p ositivo, pues el
derech o fu n d a d o sobre el d e b e r de au to -rea liza ció n d e la p erso n a es c o n c o m ita n te co n el
derecho positivo. Al h a b la r de derech o p reju rid ico , m en tan d o así u n d erech o a n te rio r a to d a
o rd en ació n ju ríd ic o positiva, se p en saría ta l vez en d o s d erechos, y, p o r ta n to , en u n a recaída
en el ju sn a tu ra lism o . A dem ás, no cabe h a b la r, en rigor, d e d erech o , p reju rid ico , si p o r
p reju ridico n o se entiende u n a p reju ricid ad positiva. E ntiéndase así p o r lo p ro n to .

47
intervenir en los demás para poner límites a su libertad natural. Ahora es
cada cual libre de poner en ejercicio su derecho, y esta libertad de poner en
ejercicio su derecho fundamental sin estorbar la actividad de las demás
personas no es una libertad espontánea, sino artificial. No puedo obrar,
para realizar mi persona, para ejercitar este derecho de realizar mi persona,
sino hasta donde no coarte la posibilidad de la auto-realización de las otras
personas. Mi libertad no llega hasta donde llega mi poder, sino hasta
donde sea necesario para cumplir con mi derecho fundamental de
realizarme a mí mismo. Así cumple la com unidad con la práctica de
aquella idea nítidamente expuesta por Scheler, y que dice que tanto la
historia como la comunidad deben “ofrecer al puro valor óntico del
máximum de personas valiosas una base de existencia y de vida”. La idea
acerca de la misión de la com unidad y de la historia de Scheler, a primera
vista parecida a la teoría de los “grandes hombres”, se funda, sin embargo,
en una concepción de la persona como el valor de todos los valores, según
él mismo se expresa11.
La persona, o mejor, el valor de la persona, que coexiste con los otros
valores personales, necesita, para la realización de ese valor suyo, que no
sea interferida por las otras coexistencias. Hay que buscar el modo de que
cada cual actúe, no hasta donde llegue su poder, sino hasta donde no
interrum pa la realización del valor de todos los valores que es la persona.
Hay aquí también una glorificación de la persona, que por ahora no es
necesario poner en relación con un valor personal más alto, como
procedería Scheler. Para que la com unidad ofrezca a las personas la
posibilidad de la realización de ese valor de todos los valores que son ellas
mismas, tiene que crear algo que rija la conducta de cada una de las
personas. Toda persona debe saber hasta dónde llega el radio de sus actos.
Su conducta quedará reglamentada, normada, con relación a las personas
con quienes necesariamente convive. La libertad natural se ha restringido
por otra libertad que ahora aparece, la libertad jurídica. La libertad
jurídica es el campo propicio para cumplir con el imperativo supremo de
realización del valor de todos los valores.
El hombre crea así una serie de normas a que cada persona debe
atenerse, para actuar adecuadamente dentro de la coexistencia de la
totalidad de las personas. Estas norm as son normas jurídicas, son normas
de derecho. Constituyen el medio único por el cual cada uno está en
capacidad de ejercitar el derecho al cumplimiento de su deber fundamen­
tal, que es la realización del valor de su persona. El derecho es, pues, en
última instancia, algo que el hombre hace para poder hacerse a sí mismo.
Como el hombre está, de hecho, en el mundo; como una dimensión ontoló-
gica de la existencia es estar en el m undo circundante y en el mundo de las

11 M a x S c h e l e r : o b r a c i t ., p á g . 312; t o m o II.

48
otras personas; y como, por otra parte, la persona no puede realizarse sino
en el mundo, el derecho, medio sin el cual la persona tam poco puede
realizarse, es un resultado del estar en el mundo. El derecho es un inter­
mediario entre la persona y su propia realización. Es esta la interm edia­
ción más directa. La intermediación entre el hom bre y otros valores, los
llamados valore jurídicos, es apenas una intermediación indirecta. Pues, la
justicia, el orden, la libertad, son, consideradas bien las cosas, valores cuya
realización posibilita la realización del valor de la persona.
No se niega con esto que los valores mencionados no deben realizarse,
además, por sí mismos. Son valores, y los valores se nos dan con
exigibilidad de realización. Se entiende que nos referimos a valores
positivos, como son los nom brados. Pero en relación con el derecho, el
único valor sobre el cual recae directamente éste es el valor de la persona.
El derecho es la posibilitación de la realización del valor de todos los
valores, en lo cual se vale de los valores indirectamente intermediarios.
Aún no se ha visto aparecer el concepto filosófico del derecho en toda
su extensión. Hemos ganado apenas una consideración preliminar. Esta
etapa preliminar consiste en haber sabido que el derecho es algo que el
hombre hace para hacerse a sí mismo, y que el hacerse a sí mismo
constituye la realización del valor supremo de una persona. El derecho no
es solamente una entre tántas formas de existencia, sino la única forma
posible de vida. La forma de vida que es el derecho pertenece, como dice
Erik Wolf, al equipo originario del hombre. Jun to a las otras formas de
vida en que el hombre vive, o, mucho mejor, en que convive, el derecho es
la forma fundamental y primaria.

(1945)
C ayetano Betancur

IM PERATIVO
Y
NORM A EN EL DERECHO

H o m e n a je J u b il a r a H ans K elsen

Existe acuerdo y casi unánime, en que la Teoría general del derecho y


del Estado que Hans Kelsen publicó en inglés, en 1944, representa la fase
definitiva del pensamiento del genial filósofo y jurista, que tan tremendo
vuelco dio a la teoría jurídica desde el primer decenio de este siglo1.
Uno de los temas que con más delectación trata Kelsen y desde sus
primeras obras, es el del derecho como imperativo. Y a este propósito se
considera que la refutación de Kelsen del imperativismo jurídico, es una de
las mayores hazañas de su investigación filosófica, con la cual dejó
definitivamente sepultada la concepción imperativista.
Circunscribiéndonos a este tema, traigamos aquí unos lugares en que
Kelsen estudia la teoría imperativista:
Al examinar la afimación de Austin: “Toda ley o regla... es un
mandato. O mejor dicho, las leyes o reglas en sentido propio son especies
de m andatos”, Kelsen observa que “no todo m andato es una norm a válida.
Un m andato es una norm a únicamente cuando obliga al individuo a quien
se dirige, o sea, cuando este debe hacer lo que el m andato reclama. Cuando
un adulto ordena a un chiquillo hacer alguna cosa, no es este un caso de
m andato obligatorio, por grande que sea la superioridad del poder del
adulto o por imperativa que resulte la forma del m andato. Pero si el adulto
es el padre o el maestro del niño, entonces el m andato obliga a este. El que
el m andato sea o no obligatorio depende de que el m andante esté o no
autorizado para form ular el m andato”2.
Ahora bien, esta autorización no puede provenir del m andato en sí, ya
que no todo m andanto está autorizado, de donde debe concluirse que el
derecho no es el m andato, sino a lo sumo un m andato autorizado, en
donde el concepto de “autorización” resalta con mayor fuerza que el
m andato mismo, y hasta llega a eliminarlo, como lo veremos en otros
lugares.

1 Teoría g eneral del derecho y Je ! Estado, trad u cció n del inglés p o r E d u a rd o G arcía
M áynez. E dit. Im p ren ta U niversitaria, M éxico, 1950. (A esta edición n os seguirem os
refiriendo).
2 Op. cit., ps. 31-32.

51
Por de pronto, el propio Kelsen, refuntando un pasaje de Austin
según el cual el m andado se distingue de un deseo en que la persona a
quien se dirige está expuesta a recibir un daño si no cumple lo ordenado,
observa que un m andato de un bandido no es obligatorio, aunque este se
encuentre en condiciones de im poner su voluntad. Y por eso añade Kelsen:
“Reiterémoslo: un m andato es obligatorio no porque el individuo que
manda tenga realmente una superioridad de poder, sino porque está
autorizado o facultado para form ular m andatos de naturaleza obligatoria.
Y está autorizado o facultado únicamente si un orden normativo, que se
presume obligatorio, le concede tal capacidad, es decir, la competencia
para expedir mandamientos obligatorios”3.
Pero la crítica que en un análisis posterior hace de la teoría
imperativista, lleva a Kelsen a desentrañar los elementos sicologistas de esa
doctrina, los cuales le permiten objetar asi:
“En el sentido propio de la palabra, un m andato existe únicamente
cuando un determ inado individuo realiza y expresa un acto de voluntad.
En el sentido propio del vocablo, la existencia de un m andato presupone
dos elementos. Un acto de voluntad que tiene como objeto la conducta de
otra persona, y la expresión del mismo acto por medio de palabras, gestos
y otros signos. Un m andato solo existe en cuanto ambos elementos
concurren. Si alguien me m anda algo y, antes de ejecutar la orden, tengo
una prueba satisfactoria de que el acto de voluntad subyacente ha dejado
de existir —la prueba puede ser la muerte del m andante—, entonces ya no
me encuentro colocado frente a ningún mandato, aunque la expresión de
este subsista —como ocurriría, por ejemplo, tratándose de un m andato
escrito—”4.
Advierte así Kelsen que no es el m andato fuente de obligación, loque
se ve más claro todavía en el testamento como acto de última voluntad de
una persona, m andato que obliga a sus sucesores, no por ser m andato de la
voluntad, sino por la fuerza obligatoria que la ley le confiere. El contrato, a
su vez, es un intercam bio de voluntades, pero su obligatoriedad le proviene
no de las voluntades mismas, ya que aquella subsiste inclusive cuando uno
de los contratantes declara no querer ya lo prometido. El contrato,
entonces, como declaración de voluntad, queda a mitadrde camino si no se
añade a ella la fuerza obligatoria que le otorga la ley.
Examina, igualmente, Kelsen la llamada voluntad del legislador, para
decir que el denom inado m andato en que se hace consistiría ley, es apenas
un concepto metafórico, en el que un examen detenido hace ver claramente
cómo la ley apenas tiene que ver con lo que es un auténtico mandato:
“Como la ley solo adquiere existencia al com pletar su procedimiento
legislativo, esa existencia no puede consistir en la voluntad real de los

3 Op. cit., p. 32.


4 Op. cit., p. 33.

52
individuos pertenecientes a la Asamblea Legisladora. El jurista que desea
establecer la existencia de una ley, en m odo alguno pretende probar la de
fenómenos sicológicos. La existencia de una norm a jurídica no es un
fenómeno síquico”5.
Aduce a este propósito el jurista vienés, una serie de consideraciones
que hacen enteramente fundada su crítica a este tipo de imperatividad. Así,
dice Kelsen, una ley subsiste cuando todos los individuos que la crearon
han dejado de quererla como tal, o ya no pueden quererla como tal porque
hayan muerto. Todo acto de voluntad, sicológicamente considerado,
implica un previo conocimiento de aquello que se quiere. Ahora bien, la ley
puede ser legalmente expedida porque vote la mayoría del parlam ento, y
entonces es el voto y no el conocimiento que cada uno de los parlam en­
tarios tenga del proyecto de ley, lo que le da a aquella su carácter de tal. No
hubo conocimiento, no hubo por lo tanto voluntad, pero la ley fue votada
en la forma en que la Constitución lo establece, y por consiguiente es
verdadera ley; luego la ley no es un acto de voluntad. Por otra parte, la ley
se considera como decisión de todo el parlam ento, incluyendo la minoría
disidente, es decir, la que no la quiso votar. Pero en este caso es obvio que la
ley no ha sido querida por esa minoría, y, sin embargo, jurídicamente, se
toma como decisión también de ella. Esto prueba una vez más que el
concepto de voluntad y, por lo tanto, de imperatividad, es apenas una vaga
analogía.
Todavía parece más inaceptable el que la norm a de derecho sea un
m andato, cuando se tiene en cuenta la costumbre como ley: una regla
establecida a través de la costumbre comercial, entre nosotros, tiene
carácter de ley, pero por ninguna parte aparece “que es voluntad o
mandato de las personas cuya conducta real constituye la costum bre”6.
Concluye Kelsen que cuando la ley es descrita como m andato o
expresión de la voluntad del legislador, se habla solo en sentido
metafórico. Esta m etáfora se apoya, desde luego, en una analogía entre el
m andato sicológicamente considerado y la ley. “La situación que se da
cuando una regla de derecho estipula, determina o prescribe una cierta
conducta humana, es de hecho enteramente análoga a la que existe cuando
un individuo quiere que otro se conduzca de tal o cual m anera y expresa su
voluntad en la form a de un m andato. La única diferencia está en que
cuando decimos que una cierta conducta se halla estipulada, establecida o
prescrita por una regla de derecho, empleamos una abstracción que eli­
mina el acto sicológico de voluntad que se expresa en todo m andato. Si
la regla de derecho es un m andato, entonces se trata, por decirlo así, de un
m andato no sicológico, de un m andato que no implica una voluntad en el

5 Op. cit., p. 34.


6 Op. cit., p. 35.

53
sentido sicológico del térm ino.La conducta prescrita por la regla de
derecho es exigida, sin que haya ninguna voluntad hum ana que quiera tal
conducta en un sentido sicológico. Esto se expresa diciendo que uno «está
obligado a» o «debe» observar la conducta prescrita por el derecho. Una
norma es una regla que expresa el hecho de que alguien debe proceder de
cierta m anera, sin que esto implique que otro realmente quiera que el
primero se comporte de tal m odo”7.
Y los dos párrafos siguientes son decisivos para la comprensión del
pensamiento de Kelsen:
“La com paración entre el «deber ser» de una norm a y un mandato
solo se justifica en un sentido muy limitado. De acuerdo con Austin, lo que
convierte a un ley en mandato es su fuerza obligatoria. Es decir, cuando
llamamos ley a un m andato expresamos únicamente el hecho de que
constituye una norma. No hay diferencia, en este sentido, entre una ley
expedida por un parlam ento, un contrato celebrado por dos partes, o un
testam ento hecho por un individuo. El contrato es también obligatorio, es
decir, es una norm a que liga a las partes contratantes. El testamento es
igualmente obligatorio. Es una norm a que obliga al ejecutor testamentario
y a los herederos. Es dudoso que un testam ento pueda, inclusive por
analogía, ser descrito como mandato; y resulta absolutamente imposible
describirlo como contrato. En el último supuesto, un mismo individuo
sería el autor del m andato y encontraríase ligado por él. Ello es imposible,
pues nadie puede, hablando propiam ente, mandarse a sí mismo. Sí es en
cambio posible que una norm a sea creada por los mismos individuos que
están sujetos a ella”.
“En este punto puede surgir la objeción siguiente: el contrato no liga
por sí mismo a las partes; es la ley del Estado lo que las obliga a conducirse
de acuerdo con el contrato. Es de la esencia de la democracia el que las
leyes sean creadas por los mismos individuos que resultan obligados por
ellas. Como una identidad del que m anda con el m andato resulta
incompatible con la naturaleza del m andato, las leyes creadas por la vía
dem ocrática no pueden ser reconocidas como m andatos. Si las com para­
mos a m andatos, tendremos que eliminar por abstracción el hecho de que
tales mandatos son expedidos por aquellos a quienes se dirigen.
Unicamente es posible caracterizar las leyes democráticas como m andatos
si se ignora la relación existente entre los individuos que expiden el
m andato y aquellos a quienes el m andato se dirige, y solo se acepta una
relación entre los últimos y el m andato considerado como autoridad
im personal y anónim a. Es la autoridad de la ley la que m anda sobre las
personas individuales a quienes la misma se refiere. Esta idea de que la
fuerza obligatoria emana, no de un ser hum ano m andante, sino de un

7 Op. cit., p. 36.

54
mandato impersonal y anónim o, está expresada en las famosas palabras
non sub homine, sed sub lege. Si una relación de superioridad e inferio­
ridad se incluye en el concepto de m andato, entonces las reglas de la ley
sólo son m andatos si consideramos al individuo ligado a ellas como
destinatario de las mismas. El mandato impersonal y anónim o es precisa­
mente la norm a”8.
De lo anterior cabe destacar el concepto de Kelsen según el cual la
norm a de derecho prescribe una cierta conducta hum ana, es decir, que el
derecho no es un m andato en el sentido sicológico, pero si una pres­
cripción.
La teoría de la imperatividad del derecho es rechazada por kelsen en
cuanto él mismo la circunscribe al m andato en el sentido sicológico, sin
adm itir que pueda existir un m andato no sicológico, una imperación no
sicológica, a pesar de que ya el mismo autor apunta a este concepto al
hablar de prescripción.
En las conferencias dictadas por Kelsen en la Universidad de Buenos
Aires, en el año de 1949, se acentúa en el pensamiento del filósofo austríaco
la idea de la prescripción como característica de la norm a jurídica. Volvió
entonces sobre la distinción establecida por él en el libro que acabamos de
citar, entre reglas de derecho y normas jurídicas. Las primeras son las que
establece el jurista, el científico del derecho, en su meditación sobre el
derecho mismo. Las segundas, las normas jurídicas, son los reglamentos
emanados de la autoridad y dirigios a la “conducta de los individuos
supeditados al derecho”9.
“La diferencia entre la norm a jurídica creada por la autoridad jurídica
—dijo entonces Kelsen— y la regla de derecho mediante la cual la ciencia
del derecho describe su objeto, se manifiesta en el hecho de que la norm a
jurídica impone obligaciones y confiere derechos a los súbditos, mientras
que una regla de derecho form ulada por un jurista no puede tener una
consecuencia semejante” 10.
Todo esto implicaba ya para Kelsen una modificación de su doctrina
sobre la cual se edificaron otras muchas teorías, es a saber, la de que la
norm a jurídica es un juicio hipotético. Kelsen escribe ahora: “La tesis que
he defendido en mí Haupt-probleme... de que el Rechtssatz no es un
imperativo, sino que es un juicio hipotético, se refiere a la regla de derecho
form ulada por la ciencia del derecho, y no a las normas creadas por las
autoridades jurídicas” 1

*Op. cit., ps. 36-37.


9 E stas conferencias fueron publicadas bajo el títu lo P roblem as escogidos de la teoría
p u ra d e l derecho, trad u cid as del francés p o r C arlos C ossio (E dit. G uillerm o K raft, Buenos
A ires, 1952).
10 P roblem as..., p. 46.
11 P roblem as..., p. 47.

55
De lo anterior se concluye otra vez de manera mucho más clara, que
Kelsen acepta ahora que la norm a de derecho es un verdadero imperativo,
si bien después del párrafo trascrito escribe, como mermándole fuerza a
lo expresado, lo siguiente: “Estas normas jurídicas pueden expresarse muy
bien bajo la forma gramatical del imperativo”. Lo que interesa no es saber
si las formas jurídicas pueden expresarse en esta forma gramatical, pues ya
es de obvia ocurrencia que el derecho adopte mil formas de expresión,
inclusive no gramaticales, tales como el pitazo de un policía de tránsito, o
el golpe de un magistrado sobre la mesa de audiencias. Lo que verdadera­
mente se busca en el hilo de la evolución kelseniana, es la aceptación por
este del carácter prescriptivo de la norm a, o lo que es lo mismo, del carácter
imperativo del derecho.
En el tom o que contiene las conferencias de Buenos Aires, aparece
una segunda parte, obra de Carlos Cossio, en que hace prolijas acotacio­
nes a los textos del maestro vienés, incluyendo unos diálogos de entre los
cuales quiero destacar lo siguiente:
A la afirmación de Carlos Cossio sobre que la distinción kelseniana
entre norm a y regla de derecho “gira sobre un punto falso, porque esconde
resucitada la concepción del imperativismo jurídico, dando marcha atrás
en una de las cosas más fecundas aportadas por la Teoría Pura”, Kelsen
responde:
“ Mi crítica al imperativismo subsiste intacta. No se puede decir, sin
falsificar mi pensamiento, que la prescripción contenida en la norma sea un
m andato en sentido propio, es decir, una orden o un imperativo”. Y cita en
su apoyo el maestro vienés, varios lugares que atrás hemos copiado de la
Teoría genera1del derecho r del Estado, es decir, todos aquellos conceptos
según los cuales el derecho es solo un imperativo o m andato si se tom an
estas palabras en sentido figurado, y concluye: “ He aclarado que si la regla
de derecho es un m andato, es, por decirlo así, un m andato despsicologi-
zado, ya que se emplea una abstracción (pág. 35). Y he tenido el cuidado,
para evitar toda confusión, de poner siempre entre comillas las palabras
m andato, orden o imperativo, cada vez que con ellas me he referido a las
prescripciones del derecho” 12.
Este texto nos revela todavía con más claridad que otro ninguno de
los ya citados, cómo el pensamiento critico de Kelsen se refiere al imperati­
vismo sicológico y dentro de él gira toda su tesis de que el derecho no es un
imperativo de este orden.
Pero ¿es que hay otra clase de imperativos? Fritz Schreier analiza a la
luz de la fenomenología, las teorías voluntaristas sobre el acto jurídico, y la
enlaza desde luego, dentro de su punto de vista, con la teoría imperati-
vista, haciendo de esta una sección de aquellas.

12 P roblem as..., p. 46.

56
Apoyado en Husserl, sostiene que las proposiciones de interrogación,
deseo, etc., “son enunciaciones, es decir, juicios que solo se distinguen de
los demás en que en ellos se juzga sobre actos de interrogación, etc.”. Así,
por ejemplo, la expresión “ Dios nos ayude” sería un juicio en que se
juzgaría sobre la vivencia del deseo de que Dios nos ayude, siendo entonces
esta vivencia interna el objeto de la enunciación13.
“De este modo —sigue Schreier— la concepción del acto jurídico
como imperativo conduce en línea recta al empirismo. Resulta entonces
necesario señalar ciertos hechos naturales con los que los preceptos
jurídicos tendrán que coincidir. Pues no son otra cosa que enunciaciones
sobre vivencias humanas, es decir, sobre hechos de la naturaleza”14.
“Por esto Bierling escribe, con toda razón, que «el juicio es siempre la
expresión de un convencimiento o un saber acerca de algo, en tanto que el
imperativo es, en todo caso, la expresión de una voluntad... Este último
expresa, pues, el contenido de querer. De aquí que tenga pleno sentido
preguntar si alguien quiere el contenido de un imperativo, y carezca
de todo sentido inquirir si el imperativo es verdadero. Relativamente a
este, lo único que se puede preguntar es si el mismo corresponde a la
voluntad del sujeto que lo formula...». Después de esta correcta deter­
minación, resulta sumamente extraño e inexplicable que Bierling haya
podido llegar a la conclusión de que las norm as jurídicas son imperativos.
Esto podría entenderse sólo en cuanto la voluntad acerca de la cual se
enuncia algo no es voluntad sicológica, sino jurídica, lo que equivale a
declarar que no es voluntad real. Pero de este modo se hace imposible la
concepción del precepto de derecho como imperativo, ya que de
imperativos solamente puede hablarse en relación con la voluntad
sicológica” 15.
Una cosa es el acto concreto llamado imperativo, al cual no cabe duda
que le corresponde ser un fenómeno de la voluntad, y otra cosa muy
distinta es el pensamiento imperativo al que la crítica de Schreier parece no
alcanzar. Sin entrar en el examen de todas las teorías imperativistas, cuyos
principales autores cita Schreier, reconociendo, sin embargo, que la
literatura sobre el tema es inabarcable, me ocuparé en el asunto fijando la
atención especialmente en las formas del pensamiento, y en el pensamiento
imperativo concretamente, para deslindar la teoría imperativista de la
teoría voluntarista.
Tradicionalmente se ha hablado de cuatro clases de pensamiento: el
pensamiento enunciativo, el pensamiento imperativo, el pensamiento
optativo y el pesamiento interrogativo. Pfaender enumera, además de los

11 C o n cepto v fo r m a s fu n d a m e n ta le s d el derecho, tra d u c c ió n del alem án p o r E d u a rd o


G arcía M áynez, E dit. L osada, B uenos A ires, 1942, p. 56.
14 Op. cit., p. 56.
” S c h r e i e r . op. cit., p s. 5 6 - 5 7 .

57
anteriores, otra serie de pensamientos como las suposiciones, las
sospechas, valoraciones, críticas, aplausos, ruegos, etc.16. Pero nada de
esto interesa ahora, sino el destacar claramente que tanto la lógica
tradicional como la gramática, ha hablado de los cuatro primeros, la lógica
llamándolos “pensamientos”, y la gram ática diciendo que esos pensamien­
tos se expresan en “proposiciones”.
Nadie puede confundir el juico con la proposición, pues el primero es
un hecho lógico y la segunda un hecho de lenguaje, o un hecho lingüístico.
Pero tampoco la proposición es la expresión del juicio, porque la
proposición puede expresar pensamientos que no sean juicios, tales como
los mandatos, los deseos y las preguntas.
Claro está que una pregunta, un m andato o un deseo como actos
síquicos, no sólo revisten un pensamiento peculiar cada uno de ellos, de
igual m anera que el acto síquico de juzgar se reviste con el pensamiento
llamado juicio, sino que también esos mismos actos pueden ser objetos de
un juicio, como cuando digo “tengo un deseo”, “he dado una orden”, “he
hecho una pregunta”, “he enunciado que el oro es amarillo”.
Sin embargo, no sólo la peculiaridad de los actos, sino la de los
pensamientos de juzgar, m andar, desear, o preguntar, se mantiene
independientemente una de otra, por más que puedan ser objetos todos de
un acto de juzgar.
Siguiendo una larga tradición lógica, Alejandro Pfaender define el
juicio como “un producto mental enunciativo”17. De esta suerte resulta del
todo imposible confundir el juicio con el imperativo, pues el pensamiento
im perativo es aquel producto mental que ordena que algo ocurra, que algo
se lleve a cabo, que algo se realice. El texto de Bierling, citado por Schreier,
precisa muy cumplidamente la diferencia entre el pensamiento denomi­
nado juicio y el pensamiento denominado imperación. En el primero se
enuncia; en el segundo se da una orden, se prescribe algo.
Pero detengámonos en lo que es enunciar. La función enunciativa,
como todo mundo lo sabe, corresponde en el jucio a la cópula, expresada
generalmente por la palabra “es”. La cópula, además de su función
enunciativa que es característica del juicio, tiene una función de referencia
que es prim aria y que sólo pertenece al juicio, sino a la pregunta o al
simple pensamiento. Pero la función enunciativa de la cópula es la que, con
las palabras de Pfaender, “estatuye y hace subsitir por sí mismo el conjunto
constituido” por el concepto-sujeto, el concepto-predicado y la función
referencial de la cópula18.

16 P f a e n d e r . Lógica, trad u cció n del alem án p o r J. Pérez Bances, Edit. Revista de


O ccidente, M a d rid , 1928, p. 31.
17 Op. cit., p. 56.
18 Op. cit., p. 56.

58
La cópula, por la función enunciativa, es un concepto de los que
Pfaender denomina relacionantes, aunque en varios lugares diga con error
que la cópula, en sus dos funciones, la referencial y la enunciativa, es un
concepto funcional puro. Los conceptos relacionantes no son conceptos
de objeto, sino que postulan relaciones objetivas entre ellos19. No son
conceptos de objeto porque no se refieren a ningunún objeto; tal el
concepto “en” en el concepto compuesto “el pez en el agua”. Los conceptos
de objeto los llamó Pfaender en la primera parte de su obra, “conceptos
que hacen referencia”, y los conceptos relacionantes los designó “concep­
tos que hacen posición”20. Desafortunadamente, esta exacta terminología
no la m antuvo el autor cuando habló de los conceptos relacionantes,
aunque allí se advierte claramente este sentido.
Y cuando refuta la teoría de Franz Brentano sobre que todo juicio es
un juicio existencial y consta de dos miembros, escribe el citado autor:
“La función enunciativa del juicio no se refiere al «descansaren sí» del
contenido objetivo, sino que además del objeto-sujeto hace referencia al
existir, como determinación predicada, y sólo una vez que esta ha sido
referida al objeto-sujeto, realiza la enunciación. En la teoría de los
conceptos volveremos sobre la diferencia necesaria entre los conceptos que
hacen referencia y los que hacen posición”21.
La cópula en el juicio, por su función enunciativa, pone el contenido
objetivo, es decir, de acuerdo con otra expresión de Pfaender, “lo hace
subsistir por sí”. Y hacerlo subsistir por sí no es otra cosa que la pretensión
del juicio “de ser conforme o adecuado al com portam iento del objeto-
sujeto a que se refiere el juicio”22. Esta es la pretensión de verdad que tiene
el juicio, y por ello solo del juicio y nada más que del juicio puede decirse
que es verdadero o que es falso.
¿Qué proposición jurídica, com o acto de autoridad, puede caer por la
significación en ella expresada, dentro de los marcos que dejamos
acotados para el juicio? El propio Kelsen lo reconoce cuando habla de que
las normas de derecho tienen por abierto prescribir una conducta. Y
prescribir es totalmente distinto de enunciar. Es claro que por medio del
juicio conocemos, porque conocer es saber de algo y ese saber se nos da
plenamente en el juicio, cuando el juicio es verdadero. Pero ¿qué acto de
derecho, qué acto de autoridad puede tener por objeto conocer?
Aceptamos, por de pronto, que al derecho no sólo le quepa imperar, sino
también facultar, conceder derechos subjetivos. Pero ni el imperar, ni en el
prohibir, m andar o permitir, actos específicos del derecho, cabe hablar de
enunciación ninguna.

19 Op. cit., p. 206.


20 Op. cit., p. 77.
21 Op. cit., p. 77.
22 Op. cit., p. 100.

59
El acto jurídico, si prescindimos ahora de las permisiones, es una
especie de exigencia. Hay exigencias morales, exigencias religiosas,
exigencias jurídicas, etc. Pfaender, en una luminosa página, pone en
contraste la exigencia frente al juicio, del m odo que sigue:
“La cópula no realiza sólo la función dé referir la determinación
predicada al objeto-sujeto, sino que se encarga al propio tiempo de la
función enunciativa. La singularidad de esta segunda función de la cópula
se percibe claramente, cuando se com para al juicio con una exigencia
correspondiente. Cuando se exige que un objeto esté constituido de tal o
cual m anera, esta constitución es coordinada también al objeto-sujeto;
pero al propio tiempo le es impuesta. La aposición que se verifica entre el
objeto y su estructura, es aquí una aposición exigida. P or el contrario, en el
juicio se dice que la coordinación de la determ inación predicada al objeto-
sujeto, coincide con una exigencia del objeto mismo. El juicio no formula
imperativo alguno sobre el objeto; es contrario a su esencia íntima el hacer
violencia al objeto-sujeto y coordenarle algo que el objeto-sujeto no exija
por sí. El juicio, que primeramente es por completo libre, en cuanto a la
elección de su objeto-sujeto y que por lo tanto determ ina por sí mismo su
objeto, se convierte luego en el intérprete fiel del objeto elegido, some­
tiéndose a él en todos sentidos. Todo gesto dictatorial, la más leve opresión
del objeto por el juicio, es un pecado contra el espíritu del juicio e
impurifica la conciencia intelectual. Por consiguiente, del sentido que
reside en el elemento enunciativo es menester excluir hasta la menor
sospecha de contraposición propia. La enunciación es entendida aquí en el
sentido de que no se opone terca ni enfrente de objeto del juicio, ni contra
una persona adversaria”23.
Una de las preocupaciones mayores de Kelsen al repudiar la teoría
imperativista, está en la imposibilidad de m antener el imperativo sin un
acto de voluntad concreto y actual que lo realice. Sus objeciones al
imperativismo tienen cierta analogía con las que Hunserl y Pfaender hacen
al sicologismo lógico. Ya hemos visto en lugar citado atrás, cómo Kelsen
llega a adm itir que el derecho sea un imperativo siempre que ese impera­
tivo se despoje de toda realidad sicológica.
Pues, evidentemente, lo que aquí tratam os de exponer es que el
derecho es un imperativo, pero no un imperativo sicológico, sino un
pensamiento imperativo. Sería posible m ostrar cómo este imperativo
subsiste inclusive cuando no exista una voluntad que lo mantenga. El
derecho es un pensamiento imperativo, como el juicio es un pensamiento
enunciativo.
El pensamiento, como lo ha visto Pfaender, puede ser separado en
cierto modo, del pensar que lo ha producido. “Exactamente el mismo

:l Op. cit., ps. 58-59.

60
pensamiento pensado por un sujeto pensante, puede ser trasm itido por
medio de la comunicación, a un segundo y a un tercer sujeto y ser pensado
también por él. Además, los pensamientos pueden ser fijados en la
escritura por el sujeto que los ha pensado, adquiriendo así una existencia
en apariencia independiente de todo sujeto pensante”24.
Lo dicho sobre el pensamiento en general, es obviamente aplicable al
pensamiento imperativo, de igual manera que al juicio o a la pregunta. Ese
pensamiento así fijado, claro está que no existe realmente si no tiene un
sujeto que lo piense de nuevo. A este propósito escribe Pfaender: “ Esto no
obstante, los pensamientos así trasmitidos y los fijados por escrito, sólo
existen realmente cuando son pensados por un sujeto pensante”25.
Pfaender, siguiendo a Husserl, delimitó muy claramente la autono­
mía del pensamiento com o objeto lógico frente a la expresión gramatical y
a las realidades ontológicas a que el pensamiento se refiere. Cuando
Pfaender habla de la pretensión de verdad que tiene el juicio, sitúa esta
pretensión de verdad en el juicio mismo, y no en la persona que lo enuncia:
“Por su esencia, todo juicio tiene necesariamente esa pretensión (de
verdad). Por consiguiente, un producto de pensamiento, sea el que fuere,
que no contenga esencialmente esta pretensión de verdad, no será un
juicio. Pero esta pretensión no es una determinación exterior al juicio,
aunque ligada a este necesariamente, sino que es esencialmente inherente
al juicio. Por consiguiente, todo juicio afirma implícitamente ser
verdadero”26.
Lo transcrito es de por sí inteligible, pero cualquiera podría llegar a
pensar que la pretensión de verdad es la del sujeto que enuncia el juicio.
Más Pfaender añade con toda razón: “Y esto es completamente indepen­
diente de que el hombre, que verifica y emite el juicio, crea en la verdad
de este y reconozca o no esta pretensión”27.
Paralelamente, podemos decir que el derecho es un pensamiento
imperativo, aun en el caso de que la persona que lo piense no tenga
voluntad ninguna de hacer ejecutar dicho imperativo o no quiera m irar en
él una orden o un acto de voluntad imperativo. Así como la pretensión de
verdad es inherente al juicio, el m andato o imperativo es inherente al
derecho.
Otro paralelismo podemos destacar entre esta autonom ía del pensa­
miento imperativo frente a cualquiera voluntad que lo quiera o no, con el
llamado juicio problem ático o con el juicio apodíctico en la forma lógica
en que Pfaender los describe. Como todo m undo recuerda, la lógica tradi­
cional hace consistir la problemática del juicio en la simple posibilidad. Un

24 Op.cit., ps. 13-14.


:5 Op.cit., p. 14.
2t Op.cit., p. 87.
-7 Op.cit., p. 87.

61
juicio problemático, para la lógica tradicional es, por ejemplo, “es posible
que ahora llueva”. Pero un juicio verdaderamente problemático, desde el
punto de vista lógico, es el que tiene atenuado el peso lógico de la
enunciación cualquiera que sea el pensar real de la persona que lo
enuncie28. Esto se destaca muy claro en la siguiente reflexión: Un marido
acaba de salir de una fiesta social en donde ha estado con una mujer que no
es la suya y a quien corteja. En la puerta tropieza con su propia mujer, que
penetra a la fiesta. Ella, con la suspicacia propia de toda mujer, le
pregunta: “¿Está allí Alicia?” El m arido responde: “Tal vez esté". En
seguida la esposa celosa entra al recinto y encuentra que efectivamente
Alicia está alU y esta misma confiesa a la celosa, que su marido acaba de
dejarla. Bien claro se ve que el m arido ha expresado un pensamiento
problem ático, cuando lo que en realidad pensaba era otra cosa. Su mujer
podría reñirlo diciéndole: “¿Cómo me has dicho que tal vez estaba allí si
acabas de dejarla?” La problematicidad del pensamiento enunciado por el
m arido infiel, resalta aquí independientemente de lo que efectivamente
este tenía en la mente.
Lo mismo acontece con el juicio llamado apodíctico. El peso
potenciado de la enunciación es lo que constituye como tal, no la nece­
sidad ontológica a que el juicio se refiere. Yo puedo enunciar el juicio
apodíctico: “Mis llaves están necesariamente en la gaveta”, aunque bien
claro se ve que las llaves no tienen necesidad ni física ni metafísica de estar
en la gaveta. Es más, puedo hablar de una necesidad objetiva en un juicio
problem ático, por ejemplo: “Tal vez dos y dos son necesariamente
cuatro”19.
Esta independencia y autonom ía de lo lógico la destaca Pfaender a
cada paso y todavía se ve aún m ejor en las deducciones inmediatas a que
dan lugar los juicios por razón de su m odalidad, contrariam ente a lo
estatuido por la lógica tradicional. Igual autonom ía se adiverte en el
manejo lógico que Pfaender hace del juicio hipotético, despojado de toda
relación objetiva de causa y efecto, o del juicio disyuntivo en el que está
ausente toda captación de la oposición ontológica entre el ser y el no ser30.
Siendo esto así, las objeciones a la teoría imperativa del derecho sobre
la base de que esta supone un elemento actual de voluntad, son completa­
mente inoperantes. Kelsen, con su gran inteligencia, así lo ha presentido en
los últimos textos citados, en donde acepta un imperativo despsicolo-
gizado.
Pero ah ora resulta un problema más. Se trata de saber cóm o actúa el
derecho, es decir, cóm o se hace efectivo ese pensamiento imperativo que
cualquiera puede pensar como tal, pero despojado del acto de voluntad

28 Op.cit., ps. 115 y ss.


29 Op.cit., p. 121.
30 Op. cit., ps. 123 y ss., 316 y ss. y 521 y ss.

62
que todo imperativo real conlleva. Hemos de distinguir aquí muy
claramente el acceso al derecho que tiene la persona encargada de hacerlo
cumplir, del acceso al derecho que tiene la persona que simplemente trata de
conocerlo. El primero es el acceso al derecho por el órgano de la autoridad.
El segundo es el acceso al derecho por el científico del derecho. La
distinción hecha por Kelsen entre norm a y regla de derecho se va viendo
aquí a otra luz distinta de la que ilumina la Teoría Pura.
El acceso al derecho por la persona encargada de la autoridad, no es
un simple acto de conocimiento, sino tam bién un acto de voluntad. Así
como la pregunta puede estar objetivada en un pensamiento interrogativo,
sin que el que lo piensa tenga en realidad el acto de preguntar, así el
imperativo en que consiste el derecho, puede permanecer en su pura forma
objetivada de pensamiento, sin que pase a acto. Pero si alguien lo quiere
actualizar como imperativo, y no como simple pensamiento, tendrá que
poner en él fatalmente su voluntad, su propia voluntad, para que el
pensamiento imperativo se convierta en acto de imperación. Yo puedo leer
una pregunta que hice hace un año o que encuentro en un libro, y
reconocer que es una falsa pregunta (no una pregunta falsa, porque las
preguntas no son falsas ni verdaderas), es decir, que hay allí un seudo-
problema, el cual ya no actualizo. De la misma m anera puedo reconocer
una ley com o imperativa, sin otorgarle a ese pensamiento imperativo mi
acto de voluntad. Si soy un órgano de la autoridad, querrá decir que ese
pensamiento como ley es válido pero no vigente. No le confiero mi acto de
voluntad para hacerlo ejecutar, y así la ley ha desaparecido como ley
vigente, aunque no haya desaparecido en mi pensamiento como ley válida.
Esto nos lleva otra vez a la teoría imperativa con su plenitud volitiva,
pero subsanando los inconvenientes que Kelsen, con razón, hallara en el
imperativo tradicional. Reconocemos entonces que el derecho es un pensa­
m iento imperativo al que le adviene, para que sea vigente, una voluntad
imperativa. Esto es de por sí obvio: el cúmulo de leyes que no se hacen
cumplir, no son leyes vigentes, sino leyes simplemente válidas. Valen
dentro del proceso creador del derecho, porque se ajustan a los principios
de su creación en un sistema jurídico dado, pero no rigen porque falta una
voluntad que las imponga actualmente. Esa voluntad puede llegar en
cualquier momento y vaciarse en ese pensamiento imperativo, dándole así
vigencia.
Esta nueva visión con que afrontam os una parte de la teoría jurídica
de Kelsen, coincide, por cierto, con el voluntarismo kelseniano qu hemos
desarrollado en otro trabajo. Kelsen, a pesar de ser un racionalista positi­
vista como científico del derecho, es un voluntarista decidido en lo que
toca a la creación del derecho. Pero este tema desborda los límites del
presente estudio.
Y así llegamos a entender plenamente el sentido del “deber ser”,
que corresponde a la norm a jurídica, manteniéndose siempre desde el

63
punto de vista formal. Justam ente el derecho no es un ser, porque un
im perativo nunca dice lo que es, sino lo que se quiere que sea. Kelsen
habría podido colocar, en lugar de la cópula “deber ser”, la cópula “querer
ser”, si no hubiera estado em barazado para hacerlo por su hostilidad a la
teoría voluntarísta de tipo sicológico, tal com o la esboza él en los párrafos
trascritos. Pero Kelsen prefirió, siguiendo su vieja y parcial adhesión a
Kant, tom ar la cópula “deber ser”, aunque despojada del elemento de valor
que en Kant el deber siempre posee.
Se ha visto con razón en los últim os tiempos, que la teoría de los
valores de Lotze, Scheler, Hartm ann, etc., no es sino un sustituto tímido
del formalism o31. En todo caso, Husserl m ostró muy claramente que toda
proposición norm ativa tiene en su base un juicio teorético. Recuérdese su
famoso ejemplo: “El guerrero debe ser valiente” equivale al juicio teoré­
tico. “Un guerrero valiente es un buen guerrero”32. Se ha anotado a la
teoría de Husserl que el juicio teorético que él señala como equivalente al
pensamiento norm ativo correspondiente, carece del elemento de exigencia
que posee todo valor, en opinión de los axiólogos.
Kelsen, sin embargo, ha podido prescindir perfectamente de este
elemento de valor que conlleva toda proposición normativa, porque el
“deber ser” que él postula no significa lo que teoréticamente quiere
Husserl, sino el imperativo, o la prescripción , como dice Kelsen. Lo que
está prescrito, lo que está m andado, lo que está imperado, debe ser, pero en
un sentido distinto del “deber ser” propio de las proposiciones norm a­
tivas de valor. Y aquí encontram os que la diferencia establecida po r Kelsen
entre norm as y reglas de derecho, radica no en que las primeras puedan
tener o no el “deber ser” como concepto copulativo, y las segundas
necesariamente lo posean. En realidad, cualquiera que sea la form a en que
se exprese el órgano creador de derecho, hay allí subyacente, un pensa­
m iento de “deber ser” en su sentido prescriptivo. La verdadera diferencia
entre la regla y la norm a, como el propio Kelsen lo advierte en algún lugar,
es que la norm a no es ni verdadera ni falsa, sino válida o no válida, vigente
o no vigente, m ientras que la regla de derecho, la conceptualización
científica que hace el jurista cuando dice: “esto es lo m andado”, “esto es lo
que debe ser”, sí puede en realidad ser verdadera o falsa33.
El “deber ser”, por lo tanto, com o lo describe Kelsen, está
perfectamente ajustado a la teoría de la imperatividad, y se ciñe, por otra

31 C fr. J .L . A r a n g u r e n , Etica, ps. 93 y ss., y los te x to s de H eidegger ad u cid o s allí (E dit.


R evista d e O ccidente, M a d rid 1958). C a y etan o B etan cur, La idea de justicia y la teoría
imperativa de! derecho, en “A n u a rio de filosofía del d erech o ", vol. IV, M adrid. 1956.
32 A m b r o s i o L u c a s G i o j a . Estructura lógica de la norm a para E. Hauserl, en revista
“ Ideas y V alores” , núm s. 3-4, B ogotá, 1952, y la b iblio grafía de H usserl, sobre el tem a allí
citad o .
33 Problemas..., p. 46.

64
parte, muy precisamente a su formalismo, pues es un “deber ser” despo­
jado de toda finalidad, no es un “deber hacer” para algo, sino un “deber
ser” porque alguien lo mandó. El “deber ser” propio del imperativo no
implica precisamente una proposición disyuntiva. No se ordena “o esto, o
aquello”. El imperativismo se transa por una disyunción, sólo cuando no
quiere o no puede hacer cumplir lo que m anda. Pero el imperativo esen­
cialmente dice; “o lo hace, o lo hace”, “o entrega el dinero voluntaria­
mente, o lo entrega por la fuerza”.
Kelsen en sus últimas obras parece dudar sobre su vieja tesis, según la
cual el derecho debe ser mirado ajeno a toda consideración teleológica. Los
fines que se persiguen con el derecho son fines de la sociedad, no fines del
derecho mismo, y por lo tanto extraños a una consideración científica del
derecho. En sus últimos libros reconoce que el derecho es un instrumento de
paz, y m ira la sanción que el derecho impone, implicada en la consecuencia
jurídica de la norm a hipotética, como el m otivo que apartará al hom bre de
la conducta hum ana no requerida por el derecho. Se presentan aquí
problemas nuevos que ahora no queremos dilucidar. Pero, en todo caso
mirada la teoría normativista con el sentido que acabam os de describir,
para un punto de vista puram ente formal, es plenamente correcta.
Lo que se trata entonces de saber es con qué razón o con qué funda­
mento ético o de justicia, ese imperativo, ese “debe ser”, impone una
obligación. El que Kelsen diga que el imperativo de un bandido al viajero
para que entregue su bolsa, no es derecho, y sí lo es el del recaudador de
hacienda al ciudadano para que pague sus impuestos, es una afirmación
que no tiene sentido si no se la mira sobre la base de un fundam ento ético o
de justicia. En nuestras zonas dom inadas por la violencia, los bandidos
imponen su autoridad como las norm as que imponen los funcionarios
legalmente constituidos. Y muchas veces los ciudadanos de esas regiones
tienen que obedecer el m andato del bandolero, porque en esa forma,
conservan la vida o mantienen una relativa paz social. Hay pues aquí una
consideración interna de la obediencia al m andato que, dentro de límites
muy restringidos, la legitima como tal obediencia, todo en vista de un bien
que se quiere conseguir o de un valor que se quiere preservar. Rafael
Carrillo vio con m ucha agudeza que la norma fundam ental kelseniana
respira un ambiente axiológico, aunque no sea sino ese que Kelsen quiere
señalar ahora como fin del derecho, es decir, la paz34. En el caso citado de
nuestras zonas azotadas por la violencia, el bandolero manda. Su orden se
ha convertido en derecho porque los ciudadanos han aceptado, para la
conservación de la paz, al menos de la paz con los bandoleros, esa consti­
tución en sentido lógico-jurídico, que expresada en nuestro lenguaje

“ R a f a e l C a r r i l l o , A m b ie n te a xio ló g ico de ¡a teoría p u ra de! derecho, E dit. U niver­


sidad N acio n al de C o lo m b ia, B ogotá, 1947.

65
campesino, podría decir así: “Hay que obedecer lo que manden esas fieras,
porque si no, nos m atan”.
¡Dejamos, pues, de lado el entrar ahora a discutir cuál es el
fundam ento del derecho, com o tantos otros problemas que suscita la
Teoría Pura. Uno de ellos que hemos apenas soslayado, es el de las
permisiones o facultades que el derecho otorga. Ya Del Vecchio destacaba
en las primeras décadas de este siglo, que todo lo que no está jurídica­
mente prohibido, está perm itido35. Sobre esto no se ha trabajado mucho
desde entonces. Una ontología del derecho exige penetrar en este
principio. Pero si se tom a el derecho positivo en sí mismo, inclusive
asignándole un Vfelor de justicia acaparado por éi, es decir, cuando se
afirm a que el derecho positivo debe ser obedecido porque él representa
mejor que ninguna otra institución norm ativa, las garantías de la
seguridad y la justicia sociales, entonces sí, cerrados dentro del m undo del
derecho positivo, podría decirse a la inversa del principio anterior, que
todo lo que no está expresamente permitido por el derecho, está prohibido.
En este sentido, la permisiones o facultades, los derechos subjetivos, etc.,
no serían sino excepciones a la norm a imperativa. Salir de este hermetismo
del derecho positivo en que Kelsen se mueve, por cierto que prescindiendo
de la que acabam os de considerar com o razón de valor, es cuestión que
desborda los límites de este estudio. Pues, en síntesis, lo que hemos querido
m ostrar es que el derecho es un pensamiento imperativo objetivado, el cual
revive com o acto de voluntad cuando la autoridad, una persona hum ana
desde luego, vacía en él otra vez, el acto de voluntad que lo puede hacer
vigente. Se ha querido poder m ostrar tam bién en lo anterior, que la
fórmula copulativa “debe ser” encaja perfectamente con la significación
que tiene todo imperativo.

(1953)

’5 Cfr. S u r les p rin c ip e s g én éra u x d u droit, P arís, 1985, ps. 37 y ss.

66
L u is e . N ie t o A r t e t a

ONTOLOGIA DE LO SOCIAL

La necesidad social tiene su propio y específico m odo de ser. No es


posible que no lo posea. Unos ejemplos nos permitirán descubrirlo. Un
contrato de com praventa es tam bién un hecho social. Com o tal, hay en él
una tensión recíproca de medios y fines. El fin a cuya realización tiende el
com prador es el fundar, en el edificio, un establecimiento de educación, y
el medio para obtener ese fin es, obviamente, gastar una suma inicial de
dinero, el precio del edificio. El vendedor quiere obtener, con la venta del
edificio, una determ inada suma de dinero, el precio del edificio, asegurán­
dose así una relativa tranquilidad económica durante el resto de sus días, y
el medio que ha de aplicar el vendedor es el de facilitarle al com prador la
fundación del colegio que proyecta, permitiéndole hacerse propietario del
edificio. Se muestra objetivamente que en el contrato de com praventa,
como realidad social, hay una conexión reciproca de medios y fines, pues el
fin al cual se inclina el com prador es el medio para el vendedor, y el fin de
éste es el medio para el com prador. O tro ejemplo: cuando abandono mi
domicilio en las horas de m añana, debo dirigirme a la Facultad de
Economía del Gimnasio M oderno, trasladándom e a ella en un omnibús.
El fin que he de realizar es llegar a la facultad y el medio, facilitar a la
correspondiente empresa de transportes la obtención de una ganancia, al
utilizar el ómnibus. Contrariam ante, el fin que debe realizar la empresa es,
justam ente, alcanzar una ganancia, y el medio, trasladarm e a la Facultad
de Economía del Gimnasio M oderno. Una vez más se da la ya conocida
tensión funcional entre medios y fines, pues el fin que persigue la empresa
es el medio que debo utilizar para llegar a la facultad, y el fin a cuya
consecución tiendo es el medio que adopta la empresa: así estamos frente a
la conexión funcional y recíproca de medios y fines, contenido de toda, de
cualquiera realidad social. Stam mler ya había com prendido y aclarado esa
tensión de medios y fines1.
Ese contenido de la realidad social puede definirse com o una interfe­
rencia intersubjetiva positiva. En tal virtud, la vida social es, para recordar
nuevamente a Stammler, una colaboración entre hombres para la
satisfacción de las necesidades hum anas2. La conexión de medios y fines

1 C fr. S t a m m l e r , Tratado de filosofía del derecho, versión de R oces, M a d rid . E dit.


R eus, 1930, p. 89, n o ta 3. P ero S tam m ler hizo, erró n e am en te, d e esa tensión, el c o n te n id o de
la realid ad ju ríd ic a .
2 C fr. S t a m m l e r , Econom ía y derecho, según la concepción materialista de la historia,
trad u c. de R oces, M a d rid . R eus, 1929, ps. 73 y ss.

67
puede, tam bién, considerarse como un condicionamiento, igualmente
recíproco y funcional, de medios y fines. En la esfera de lo social hay una
obvia realización del mencionado condicionamiento, el cual muestra que
se da en esa esfera una peculiar totalidad. En efecto, hay en la realidad
social una gigantesca integración de medios y fines, integración que se
expresa al través de aquel condicionamiento. Ahora bien, ¿qué es una
totalidad? Es un condicionamiento recíproco y funcional. Siendo general,
más aún, gigantesca, aquella tensión de medios y fines en la órbita de lo
social, la totalidad está siempre presente en todo hecho social. Es decir, la
totalidad social es una totalidad abierta. Hay una constante e indestruc­
tible posiblidad de una permanente integración de medios y fines, una
integración a través de las correspondientes decisiones humanas. El
contenido de la sociedad está condicionado por esa tensión funcional de
medios y fines. La sociedad se desarrolla, se realiza, mediante esa
integración dinámica de medios y fines3.
Hay en lo social una unidad de medios y fines y un condiciona­
m iento recíproco y funcional, pero, como ya se dijo, al través de las
respectivas decisiones humanas. Fluye una distinción entre el ser natural y
el ser social. En la esfera de la realidad natural el condicionamiento se da en
la tensión de causas y efectos que se integran sin necesidad de ninguna
decisión hum ana y aun a pesar de las decisiones hum anas que puedan
ingenuamente adoptarse contra esa integración externa de causas y
efectos. En lo natural, la decisión está ausente. Diversamente, en la esfera
de la realidad social, la conexión funcional de medios y fines se da al través
de una decisión humana. He ahí el prim er nuevo contenido específico de la
realidad social; la decisión. Sin una determ inada decisión hum ana no
puede darse lo social. En la esfera de lo natural hay causas y efectos, y en la
de lo social, medios y fines. Claro está que el medio es, como advierte
Stam m ler, una “causa” que se puede elegir4. La teleología es, por eso, una
causalidad invertida. Mas ese adjetivo nos está indicando que en la órbita
de lo social no hay causas y efectos. Sólo hay medios y fines y decisiones
hum anas. Ese sentido de lo social —realización de una decisión hum ana—
obliga a abandonar la sociología positivista o naturalista. Se continuará
haciendo positivismo sociológico o identificando erróneam ente lo social y
lo natural —el materialismo histórico— mientras se hable de las “causas"
de los hechos sociales.
Las realidades sociales se crean espontáneamente. Hay, al respecto,
un proceso incesante. P or eso, en lo social, la conexión es de índole
entitativa. Es inevitable e irrevocable la producción de las realidades
sociales. Hay en la esfera de lo social una dinamicidad fecunda, una

3 A n alizad as desde esta perspectiva, tienen igual co n ten id o la “sociedad” y la “co m u n i­


dad”.
4 S t a m m l e r , F ilosofía d e l derecho, E d. cit., p. 76.

68
dinamicidad dentro de una m utua y recíproca dependencia. Se desprende
de lo anterior una analogía, pero sólo una analogía, no una identidad,
entre el m undo natural y el m undo social. Ambos son la esfera total del
ser3. Las categorías fundamentales de lo social son la conexión entitativa,
la dependencia y lá producción. Hay un modo peculiar de ser de lo social
—el condicionamiento recíproco y funcional de medios y fines— y las
conexiones objetivas que en la realidad social se dan son las indicadas o
descubiertas en las categorías fundamentales mencionadas. Categoría
pura y categorías fundamentales de la esfera de lo social. Aquella se
descubre en el condicionamiento funcional y recíproco de medios y fines.
Volvamos al contenido de lo social como realización de una
determ inada decisión6. Toda decisión debe ser justificada. Exacta­
mente ha escrito Recaséns Siches: ...“para decidir es preciso elegir, para
elegir es necesario preferir y para preferir es ineludible que sepamos
estim ar o valorar”7. El preferir supone la justificación. C ada uno de los
actos en que se realiza la existencia —las decisiones— tiene necesaria­
mente que justificarse. Así ha podido observar Recaséns Siches que la vida
tiene una estructura, una estructura estimativa8. Los valores, al inser­
tarse en las decisiones, condicionan la justificación de las mismas. Se
descubre la objetiva relación entre la existencia y los valores. Puede
asumirse una cierta posición teórica ante el problema que alude a la “ubi­
cación” de los valores: “¿Dónde están o dónde ponemos los valores?”. Los
valores están o se realizan en el existir humano. No son tan sólo “esencias
espectrales”, “eidos platónicos”. Son contenidos materiales que se
insertan, se realizan en la existencia. Siendo el hecho social la realiza­
ción de una decisión hum ana e insertándose en ésta determ inados valores,
la esfera de lo social es tam bién el ambiente, la escena en la cual se realizan
los valores. Kelsen escribe: “El m undo de lo social en su totalidad... es un
m undo del espíritu, un m undo de valores, es precisamente el m undo de los
valores”9. Una consecuencia: la realidad social es una realidad estima­
tiva y valiosa. Muy exacta y afortunadam ente ha afirm ado Mannhéim:
“La ‘existencia social’ es, pues, una zona del ser o una esfera de existencia,
que una ontología ortodoxa, que sólo reconoce un absoluto dualismo
entre el ser desprovisto de sentido, por una parte, y el sentido, p or otra, no

5 “ El hecho social p ertenece a l m u n d o d e l ser” : N IE T O A R T E T A , “ L a lógica ju ríd ic a y


la reflex ió n trascen d e n ta l” , p. 123, ensayo p u b licad o en U niversidad, n úm . 14, ju n io d e 1943,
S a n ta F e, A rg en tin a. El ser tiene u n a d o b le faz: la n a tu ra l y la social. P a ra el p ositivism o y el
m aterialism o h istórico sólo tiene u n a faz: la n atu ral.
6 C fr. N i e t o A r t e t a , estu d io cita d o , ps. 122 y 123.
7 R e c a s e n s S i c h e s . Vida h u m ana, so c ied a d y derecho , 2a. ed ., M éxico, F o n d o de
C u ltu ra E co nóm ica, 1945, p. 65.
8 C fr. R e c a s e n s S i c h e s , o b . cit., p. 66.
9 K e l s e n , Teoría general del Estado, v ersión d e L egaz y L ecam bra, B arcelo na, L ab o r,
1943, p. 20.

69
tom a en cuenta”10. La realidad social es, en tal virtud, una coincidencia del
ser y el deber ser, del hecho y el valor —unidad y división de contratos—.
Es la coincidencia de los opuestos. También la realidad jurídica es una
realidad valiosa y estimativa. Lo jurídico y lo social son análogos, pero
diferentes. La unidad y división del valor y el hecho en las realidades social
y jurídica ha de suscitar una modificación de la inicial filosofía de los
valores. Se había introducido, se había creado un abismo infranqueable,
una separación insuperable entre la realidad y el valor. Debe abandonarse
esa posición. La eliminación de esa dicotom ía entre el ser y el deber ser
conduce a la aprehensión de la unidad y división del valor y la realidad en
las esferas de lo social y lo jurídico. Sólo la dialéctica, la concepción
dialéctica del m undo y de la vida, fenomenológicamente descubierta,
puede modificar la primitiva filosofía de los valores. La “aplicación” del
m étodo fenomenológico y el abandono del sistemático y metafísico
“m étodo dialéctico” —Hegel, M arx y Engels— nos llevan a un descubri­
miento de las antinom ias que se dan en todas las esferas de la realidad. Así,
cada una de las varias posibles ontologías regionales es una dialéctica
regional porque es un descubrimiento y descripción de las contradiccio­
nes que distinguen a cada una de las esferas de la realidad. Se abandonaría,
se superaría la equivocada identificación de una sola órbita o sector de la
realidad con la realidad total —el “monismo dialéctico” de Hegel y sus
discípulos, sin excluir a M arx y Engels—. H abría varías dialécticas regio­
nales y una dialéctica pura, que es una ontología pura, es decir, un
descubrimiento, tam bién fenomenológico, del contenido antinómico de
cualquiera esfera de la realidad. Este pluralismo dialéctico está estrecha­
mente vinculado al m étodo fenomenológico.
Aún cuando lo jurídico y lo social supongan una inserción de los
valores en la realidad, hay varías diferencias entre la experiencia social y la
experiencia jurídica. En ésta hay un condicionamiento de deberes jurídicos
y derechos subjetivos, condicionamiento funcional; y en aquélla, una
tensión recíproca de medios y fines. Una misma realidad es analizada
desde dos distintas perspectivas, desde dos diversas posiciones gnoseoló-
gicas del sujetó cognoscente11. Los ejemplos con cuya explicación se inició
este capítulo lo muestran. Dos contratos, el de com praventa y el de trans­
porte, son descritos como realidades sociales, al través y mediante el
condicionamiento funcional de medios y fines. También son, como es
natural, realidades jurídicas —tensión recíproca de deberes jurídicos y
derechos subjetivos—. El contenido teleológico de la existencia humana
nos lleva a la realidad social. Pero lo jurídico no es lo teológico, como
erróneamente creyó Stammler. El no distinguir la realidad jurídica y la

10 K a r l M a n n h e i m , Ideología y u to p ia , v e rsió n d e M ed in a E ch av arría, M éxico, F o n d o


d e C u ltu ra E conó m ica, 1941, p. 256.
11 C fr. N i e t o A r t e t a , L a lógica y la re fle xió n trascendental, ps. 122, 124 y 125.

70
realidad social conduce o a una confusión de lo jurídico y lo social o a una
ausencia de toda descripción del contenido auténtico de lo social. Aquella
confusión es un error grave, y esta ausencia es un vacío inexplicable e
inaceptable. Prosigamos. En la realidad jurídica el deber ser es la conexión
entre el antecedente y la consecuencia, y en la realidad social es el descu­
brimiento y aprehensión del significado intencional de los hechos sociales
—inserción de los valores en la realidad social— 12.
El contenido estimativo y valioso de la realidad social está vinculado a
la existencia hum ana. No es la relación ya analizada. Es una nueva co­
nexión. Al describir las antinom ias que ofrece el existir descubrimos en él
la unidad y división de lo objetivo intem poral y lo subjetivo histórico. En la
significación del acto o la decisión hay una evasión a la inhistoricidad. El
sentido es la intemporalidad. Es lo que pretende valer fuera de toda condi-
cionalidad histórica. La decisión misma es la subjetividad histórica o la
subjetiva historicidad, es lo que se da y varía en el tiempo. Pero el sentido se
vive o realiza en cada decisión. Hay una subjetivización de la significación
intemporal. Así se realiza la unidad y división de lo objetivo intem poral y
lo subjetivo histórico —contenido de la existencia— en las antinom ias que
encierra la realidad social. En esta se da el hombre. La existencia se vierte,
se realiza en los hechos sociales13. He ahí una nueva analogía entre la
realidad jurídica y la realidad social: am bas son una expresión de la vida
hum ana, de la vida hum ana viviente14. Realizándose en lo social la
existencia, hay un paralelismo entre las variaciones históricas del hom bre y
las transform aciones simultáneas de la realidad social. La condición de ese
paralelismo nos permite descubrir un nuevo sentido de la vinculación entre
la decisión y el hecho social. Aquella condición es la unidad y división del
hom bre y el mundo. No es que el hom bre se oponga al m undo o que éste se
dé en cuanto se distingue el hombre. No hay tam poco una “correlación”
entre el hom bre y el mundo. La realidad es más profunda: una unidad y
división, una coincidencia, dentro de la lucha, entre el hom bre y el mundo.
Lo prim ario es la lucha entre el hom bre y el m undo creado por el mismo
hombre. La nota secundaria es la unidad. La existencia es el estar en el
m undo de que habla Heidegger. Pero es un estar en el m undo —unidad y
división del hom bre y el m undo— que produce la forzosidad óntica de la
decisión. Es un estar en el m undo creándolo. La antinom ia: la unidad

12 R esp ecto a ese d istin to c o n ten id o del d e b e r ser, cfr. N ieto A rteta. La lógica jurídica y
¡a reflexión trascendental, ps. 123, 127 y 128. El d e b e r ser es el m o d o de ser de lo ju ríd ic o .
J u sta m e n te p o r eso la categ o ría ju ríd ic a p u ra es el d e b e r ser.
13 C fr. F r e y e r , La sociología, ciencia de ¡a realidad, v ersión de A y ala, B uenos A ires,
E dit. L o sad a, 1944, ps. 100 y ss., e Introducción a la sociología, trad u c. de G o n zález Vicen,
M ad rid , E dic. N ueva E poca. 1945, ps. 5 y ss.
14 L a te o ría egológica del d erech o sostiene q u e el d erech o es vida h u m a n a viviente. E n
d iversos ensay os p u b licad o s e n M éxico y C o lo m b ia he ex p licad o lo q u e te n ía q u e a e c ir en
to rn o a dich a te o ría . N o es m enester rep etir esa crítica.

71
inescindible del hom bre y el m undo, una unidad dentro de la creación del
m undo por el hombre. Esa reacción tiene un doble contenido: lo individual
intrasferible de cada hom bre y lo colectivo social. La intimidad y la
existencia externa. La creación del m undo es tam bién la creación de la
sociedad. Las variaciones históricas de la vida se realizan dentro del
dualismo “hom bre-m undo’’. Se aprehende la condición del paralelismo
entre las modificaciones históricas de la existencia y las transformaciones,
tam bién históricas, de la realidad social. Son variaciones conexas.
Analicemos más detenidamente esas nuevas significaciones de la unidad y
división del hom bre y el mundo.
La existencia no es solamente un decidir. Si lo fuera, sería pura libertad,
pues ésta es de la esencia del decir. Se da en la existencia el tener que
decidir. He ahí la necesidad . Sería un error hablar, como hace García
M orente, de una “libertad necesaria”. La necesidad no es un adjetivo de la
libertad. Es un dato fundam ental de la existencia, tan objetivo como el de
la libertad. Hay tam bién otra presencia de la necesidad en el existir: el
hom hre tiene que hacerse su propia existencia. Ningún otro hom bre puede
sustituirlo en esa tarea. Esta responde a la óntica del existir. Todo ente
tiene, o más exactam ente, sufre una determ inada forzosidad óntica. Aun
cuando tenga conciencia, carece de autonom ía para eludir la óntica que en
él se realiza y ha de realizarse. Si el triánglo tuviese conciencia, no podría
dejarle de querer el que sus ángulos valieran dos rectos. En el hombre la
óntica se da en la necesidad de tener que hacerse su propia existencia.
Dentro de este terrem oto tener que hacerse su propia existencia, cada
hom bre, ineludiblemente, ha de tener y crearse un mundo. El hom bre no se
realiza sino en un mundo, y éste sólo se da en un hombre. La creación del
m undo se concreta al través de la realización de las correspondientes
decisiones humanas. Dicha creación tiene, pues, un supuesto: la realidad
social. En los hechos sociales el m undo de cada hombre va adquiriendo
consistencia, va emergiendo. Hay, en tal virtud, una triple historicidad: la
del hom bre, la de lo social y la del m undo creado por el hombre. La
prim era se expresa, se realiza en la historicidad de la realidad social y en la
del mundo. Si el hombre no fuera un ente histórico, el m undo y la realidad
social tam poco serían históricos15. El supuesto óntico de la variabilidad
hermosa del m undo y de lo social es la indestructible e innegable historici­
dad del hombre. La decisión se ubica, por eso, en la historia que el hombre
hace y vive.
La cultura se da en el mundo, es decir, en el orbe de las realidades
sociales y sabemos ya que lo social es la realización de una previa decisión
hum ana. Certeram ente dice Francisco Ayala: “...lo social no se limita al

15 S o b re la h isto ricid ad de l o social, cfr. F r e y e r , L a sociología, ciencia d e la realidad, ps.


106 y ss.

72
conjunto de sus formaciones particulares; actúa también com o marco,
base y soporte de todas las demás objetivaciones del espíritu”16. Creación
del m undo y creación de la cultura son creación de una misma realidad por
el hombre, único ente que goza del privilegio óntico de la historicidad.
Cabría aquí una crítica y una superación del dualismo freyeriano “ciencias
de logos-ciencias de la realidad”. Ninguna form a espiritual, como diría
Freyer, aun objetivada, es ajena o puede ser ajena al acto hum ano —la
decisión— en que fue creada. Sigue y seguirá insertada siempre, al través de
la decisión, en el tiempo existencial, cabe decir, histórico, en que adquirió
consistencia, en que emergió. El “logos” no es totalm ente inhistórico. El
presunto “espíritu objetivo” jam ás podrá desligarse de la fecunda vincu­
lación con lo histórico en lo cual surgió. La historia de la cultura no será
una historia del intem poral “logos” sino una historia del hom bre al través
de las expresiones en que ha vertido y realizado su propia individual histo­
ricidad. Así es como actualmente se hace la historia de la cultura. Se
intenta descubrir al hom bre histórico que en ella se ha realizado, que en
ella insertó su irreductible historicidad. El hombre antiguo es el hom bre
que se expresa en la filosofía aristotélica y en los diálogos platónicos. El
hom bre cristiano está presente en las Confesiones, de San Agustín. El
hom bre medioeval vertió su concepción del m undo y de la vida en las
Sum as de Santo Tom ás de Aquino. El hom bre colom biano del siglo XIX
es el que describe, sin desearlo expresamente, su modo de ser en esta
estupenda Historia de un alma, de José M aría Samper.
Hay otra superación del positivismo. Es la concepción de la realidad
social com o una realidad estimativa y valiosa. Hay en toda superación una
conservación de lo irrevocable objetivo y de lo transitorio y erróneo. Si la
verdad se realiza en la historia rica y fecunda de la cultura es una unidad y
división de la verdad absoluta y la verdad relativa, debe rechazarse el
repudio total de cualquiera visión del m undo y del hombre. Una simul­
taneidad del acercarse y del alejamiento. No ofrece dificultades m ostrar la
supresión del positivismo implícita en aquella concepción de la realidad
social. Se dijo anteriorm ente que hay una gigantesca integración de
medios y fines en la realidad social, tensión recíproca y funcional que
suscita irrevocablemente la producción de determ inadas realidades
sociales. Debe, pues, aceptarse una cierta naturalización de los hechos
sociales. Se conservan las adquisiciones irrevocables debidas al positi­
vismo y también al materialismo histórico. Pero hay que abandonar lo
transitorio y lo erróneo de aquél y de éste. Es la inexacta identificación de
lo natural y lo social. Es el rechazo positivista de lo valorativo y lo
axiológico en la esfera de lo social. Es la contradicción implícita en las
mismas palabras “materialismo histórico”. Lo histórico no es lo material,

16 A y a l a , T ratado d e Sociología, T. II, B uenos A ires, E dit. L o sad a 1947, p. 130. H ay,
com o dice el m ism o A yala u n a “ o m nipresencia d e lo social en la vida h u m a n a ” , (p. 37).

73
es justam ente lo que noes material. Debe afirmarse que lo social está pleno
de significaciones, de sentidos y que tiene un contenido espiritual. Lo
fundam ental es no olvidar que el hecho social es la realización de una
decisión humana. Cabe sostener, ante el positivismo y el materialismo
histórico el dualismo “naturaleza-sociedad”. La naturalización de lo social
no conduce a una identificación con lo natural material, digamos así. Es esa
naturalización el supuesto de la posibilidad de descubrir las tendencias
históricas, cuya realización, una vez que se den ciertas decisiones hu­
manas, es necesaria. Hay una oposición, tan fundam ental como el anterior
dualismo, para expresar esa diferencia entre la naturalización afirmada
por el positivismo y el materialismo histórico y la sustentada por el autor.
Para el positivismo y materialismo histórico hay leyes. Para la naturali­
zación de los hechos sociales, una naturalización que no elimina ni podría
eliminar lo valorativo, hay tendencias. La ley es el fatalismo y la
equivocada identificación del hom bre con la materia. La tendencia es el
determinismo. La ley es la errónea naturalización positivista de la realidad
social. La tendencia es la naturalización objetiva y científica. La ley
prescinde de las decisiones humanas. La tendencia supone una decisión
para que se pueda crear la realidad, para que se pueda dar la respectiva
transform ación histórica cuya próxim a aparición esté indicada por la
tendencia misma de la historia. La ley del positivismo sociológico y del
materialismo histórico es la eliminación fatalista de aquella necesaria
decisión. La tendencia es la aceptación de la libertad, pero una libertad que
solamente será eficaz para la producción de las modificaciones históricas si
se adapta a las exigencias que suscita la misma tendencia implícita en el
fluir incesante de la historia la fórm ula para expresar esa vinculación entre
la libertad —recordemos que la existencia no es solamente libertad, sino
tam bién necesidad, el tener que decidir— y las tendencias históricas, sería
o podría ser la siguiente: “Convertir un conocimiento objetivo científica­
mente discernido, en móvil voluntarista y teleológico de nuestras acciones
com o hombres pertenecientes a determ inados grupos sociales”. La afirma­
ción de las tendencias y el repudio de las leyes, leyes imperativas y de
forzoso cumplimiento, son las condiciones de la transform ación de la
sociología en ciencia. Los fines sociales en el hom bre están unidos a la
realización de las tendencias históricas. La sociología se convierte en
ciencia cuando descubre fines en el hombre y cuando ubica objetiva­
mente los supuestos que propician el nacimiento de esos fines, el surgir
de los mismos en el hom bre17. Entre tales supuestos hay que incluir el

17 C fr. P l e j a n o v , C uestiones fu n d a m e n ta le s d e l m a rxism o , M éxico, D. F ., Ediciones


F re n te C u ltu ra l, s. f., p. 102. P e ro el em in en te a u to r n o se p lan teó ni p o d ía plan tearse el
p ro b lem a d e la relación en tre los fines sociales y el h o m b re q u e hace la histo ria, el h om bre con
to d a su in d iv id u alidad. D escu b rir ese p ro b lem a su p o n e un a b a n d o n o de la concepción
m aterialista de la h isto ria. A h o ra b ien, P lejano v era m arx ista.

74
peculiar tipo de hom bre histórico que en esos precisos m om entos esté reali­
zándose —el hom bre es un ente histórico, pero no solamente histórico—.
Los fines sociales están condicionados, obviamente, por la aserción del
hom bre que con sus sentires y sus problem as se haya hecho presente en el
fluir irrevocable de la historia.
Siendo la realidad social una realidad estimativa y valiosa, la
ontología de lo social es una dialéctica de lo social porque ese conte­
nido supone, como ya se dijo, una coincidencia del ser y el deber ser, del
valor y el hecho en la realidad social. Es una unidad y división de
contrarios. Es la antinom ia. Además, la integración recíproca y funcional
de medios y fines en lo social nos m uestra una segunda unidad y división de
contraste. No hay una oposición rígida entre los medios y los fines. Hay
una simultaneidad: cada medio es tam bién un fin, y cada fin es igualmente
un medio. Es la unidad y división de medios y fines. Esas contradicciones
introducen, una vez descubiertas fenomenológicamente, en la filosofía de
lo social, un contenido especial: es esa ontología una dialéctica de lo social.
Tenemos una nueva dialéctica regional.
Son varias las notas distintivas de la realidad social. La individua­
lidad es una de ellas. Hay una irreductible diferencia entre lo natural y lo
social. Aquél es una realidad que responde a una generalidad y a una
constancia. Lo natural se repite siempre. No así lo social; porque es una
realidad individual y peculiar com o individuales y peculiares son las
decisiones hum anas y las existencias que en los hechos sociales se realizan.
Hay una individualidad de la decisión y de la vida y una paralela individua­
lidad de la realidad social. Esta característica de lo social no elimina la
totalidad abierta y dinám ica de medios y fines. Los hechos que se dan en la
esfera de lo social son individualidades que se integran con otras, y que a
ellas se unen dentro de una general tensión funcional de medios y fines.
Hay, al respeto, una analogía y una distinción con la realidad natural. La
analogía: la integración. En la realidad natural hay un gigantesco condi­
cionam iento recíproco y funcional de causas y efectos y de fuerzas
contrarias que se equilibran inestablemente. Todo hecho natural, aun
cuando sea, ónticam ente hablando, m ínimo y dim inuto, está vinculado
con el cosmos y produce en él ciertas m odificaciones18. La distinción: lo
natural es lo que siempre se repite, y lo social es lo inefablemente indi­
vidual, lo irreductible peculiar. Ni total identificación de lo natural y lo
social, ni incondicionada diferenciación. Analogía y distinción.
La realidad social es una realidad variable. He ahí otra nota caracte­
rística: la m utabilidad. Es una realidad que cambia incesantemente. En la
esfera de ella se dan decisiones que se realizan en un torbellino y un

» L e i b n i z fue el prim er d escu b rid o r de ese c o n ten id o de la realid ad n a tu ra l (C fr.


H e l m s o e t h , “ L o s seis g ran d es to m o s de la m etafísica o ccid en tal” , en R evista d e O ccidente,
M a d rid , seg u n d a edición, 1946, p. 215).

75
reverberar de hechos complejos y variados. Es un proceso de transform a­
ciones constantes y creadoras. La vida social no es estable. Se modifica
siempre. La realidad social es siendo.
La historicidad anida en la esfera de lo social. Las variaciones de la
realidad social se dan en el tiempo. Lo social está en el tiempo y en la
historia. No es intemporal. La individualidad, la m utabilidad y la histo­
ricidad son las notas ónticas de la realidad social19. Contrariamente, en
la esfera de lo natural tenemos la generalidad, la m utabilidad y la histori­
cidad —la naturaleza tiene tam bién su propia historia—. Se aclaran, asi,
las diferencias y las analogías entre lo social y lo natural.
Volvamos a la decisión hum ana que se realiza en el hecho social. Dis­
fruta, ya lo sabemos, del don óntico de la justificación teleológica. En las
múltiples decisiones que cada hom bre adopta y realiza en su vida indivi­
dual hay una tácita presencia de un determ inado valor fundamental. Hay
en todo hom bre una escala de valores, la cual ofrece una peculiaridad: hay
en ella un valor fundam ental, cuya vivencia puede llamarse, también,
fundam ental20. Esa vivencia es el supuesto de la unidad que form an las
muy varias decisiones que realiza todo hombre. La coherencia y la unidad
que vinculan entre sí a las decisiones de todo hom bre están condicionadas
p or el valor fundamental. Este establece una conexión de sentido entre
tales decisiones, al través de la respectiva vivencia. Esa conexión de sentido
está unida a la peculiar trascendencia de las significaciones parciales de
cada una de las decisiones que adopta y realiza, dentro del correspon­
diente grupo o clase social, el hom bre. Debe aceptarse esa trascendencia,
porque las mencionadas significaciones tienen un sentido que escapa a su
propio contenido. Esas significaciones trascienden la esfera de las
decisiones dentro de las cuales se realizan y se hacen patentes. Esa trascen­
dencia es la realidad cultural que nos m uestra que, en virtud de la vivencia
del valor fundam ental, las decisiones form an una totalidad. ¿Por qué una
totalidad? Si la totalidad es la trascendencia, aun cuando encierre una
unidad y división de la inmanencia y la trascendencia, no ofrece ninguna
d ud a ni la suscita la afirmación de que las decisiones form an una totalidad.
En lo que respecta a la totalidad cultural integrada por la unidad y la
coherencia que presentan las múltiples decisiones que realiza el hombre, la
trascendencia que en ella se d a está condicionada, ya se dijo, por la vivencia
del valor fundam ental, vivencia que nos permite descubrir que cada
significación de las parciales e individuales decisones trasciende su
contenido propio.

19 C fr. N i e t o A r t e t a . "F e n o m e n o lo g ía , filosofía social y sociología” , ensayo p ublicado


en U niversidad d e A n lio q u ia , num . 64, M edellln, m a y o -ju n io de 1944.___________________
20 El v a lo r fu n d a m e n ta l re c u e rd a aq u el bien su m o , el cual, según D ilthey, se realiza en
cad a ex isten cia ind iv id u al (C fr. D i l t h e y . El m u n d o h istó rico , M éxico, F o n d o de C u ltu ra ps.
225, 227 y 261).

76
El hom bre quiere y decide desde el valor fundam ental que viva o que
se realice en su existir personal. A hora bien, el m encionado valor puede no
coincidir con los muy conocidos y analizados valores religiosos, estéticos,
éticos, jurídicos, económicos o vitales. Quiere decir que no se identifica o
puede no identificarse con la justicia o la utilidad o la santidad, o la belleza,
etc. El valor fundamental, o lo que hemos llam ado tal, podría también
denominarse “aspiración única” o “interés fundam ental”. No se confunde
con el interés económico. Hay otros intereses hum anos de rango más noble
en la existencia. Pero cada vida individual realiza un determ inado
propósito, una cierta aspiración, una peculiar orientación existencial.
Desde ese propósito o aspiración u orientación cada hom bre crea su
mundo. Quedan exlcuidos los restantes propósitos o las aspiraciones y
orientaciones contrarias. Sólo se da en la vida un propósito o una aspira­
ción. Pero a través de esa orientación excluyente o de tal propósito el
hom bre vive determ inados valores, la santidad o la justicia, o la utilidad o
la agradabilidad, etc. Se llega desde “el valor fundam ental”, com pren­
dido en la form a analizada ya, a uno cualquiera de los valores que integran
la tabla jerárquica conocida. E>entro del valor fundamental se realizan to ­
das las posibilidades que quedarán alojadas en la respectiva existencia
individual. Es la riqueza. Empero, las otras posibilidades, es decir, las
incompatibles con el referido valor fundam ental, quedarán excluidas. Es
la privación. El existir hum ano es una unidad y división de la riqueza y la
privación.
La autenticidad de cada vida, personal está vinculada al valor funda­
mental. P ara un hom bre será auténtico el propósito o la aspiración únicos
que para otros no lo serán. Autenticidad, peculiaridad, creación del
mundo, decisiones, todo se da y se inserta en el valor fundamental. La
vivencia de éste (tam bién podría decirse la “vivencia del propósito único”)
es una determ inada interpretación del sentido del m undo y de la vida, del
m undo creado p o r el hombre y de la vida que se realiza en cada hombre.
Así descubrimos la relación entre la totalidad cultural y la concepción del
mundo. M annheim escribe: “C ualquier decisión real... implica un juicio
sobre el bien y el mal, sobre el sentido de la vida y del espíritu”21. La inter­
pretación del sentido del m undo y del significado de la vida debe insertarse
en una concepción del mundo. Suponiendo toda decisión, una interpreta­
ción del m undo y de la existencia, una aprehensión del significado de
am bos y siendo aquella interpretación y esta aprehensión una expresión de
una concepción del m undo, se ha aclarado la vinculación óntica entre la
decisión y la concepción del mundo. Toda decisión es incomprensible sin
una concepción del mundo. La interpretación del sentido del m undo y del
significado de la vida es una tarea individual en cada hombre. En cada ente

21 M a n n h e i m , ob. cit., p . 17.

77
hum ano hay una cierta y determ inada aprehensión del m undo y de la
existencia. El m undo es para el hom bre un conjunto de realidades y cosas
creadas por él y entre las cuales debe existir y a las cuales debe estar inevita­
blemente vinculado. Sólo para el hombre posee un sentido el mundo. La
totalidad cultural es el medio o el am biente —vocablos inadecuados y anfi­
bológicos— en que se desarrolla y se crea la correspondiente concepción
del mundo. Ambas, la totalidad cultural y la concepción del mundo,
producen en el conjunto de las decisiones hum anas y de las vivencias de los
valores individuales que en tales decisiones se insertan, una unidad de
sentido, una conexión de sentido. Si cada hombre vive un cierto valor
fundam ental, la formación de la totalidad cultural, condicionada por ese
valor fundam ental, nos lleva a una descripción de los supuestos de la
constitución de cualquiera concepción del mundo en todo hombre y todo
grupo o clase social. El hom bre vive dentro de una totalidad cultural y de
una concepción del m undo porque com prende desde el propósito único o
la aspiración excluyeme que realice, el m undo y la existencia. Como los
propósitos o las orientaciones que el hom bre puede realizar se contradicen
unos a otros, se excluyen, los hombres no se comprenden objetivamente.
Cada uno m ira con desdén e indiferencia, si no con soterrada cólera, el
propósito o aspiración que los otros realizan. Como cada existencia indivi­
dual quiere valer com o arquetipo o paradigm a, descalifica a las otras. El
industrial, por ejemplo, contem plará con hastío o desdén o con mal
disim ulada com pasión al filósofo o al sacerdote. Creerá que el propósito o
aspiración que lo ha guiado en su vida y que lo ha llevado a crearse un
determ inado m undo, es el único valioso.
En suma, las realidades sociales, expresión de subyacentes decisiones
hum anas, están condicionadas por el valor fundam ental que cada hombre
realiza en su existencia. El propósito único e inefable que se inserta en cada
vida personal lleva a la creación de aquellas realidades sociales que sean las
adecuadas a la respectiva existencia individual.
Hay en el hom bre otro valor fundam ental distinto de aquel a que se
han referido las consideraciones anteriores. P ara com prenderlo son
necesarias unas observaciones previas. El hombre ocupa una determ inada
posición en la sociedad. La vivencia de ese segundo valor fundam ental va
unida a la aludida posición. Todo cambio, toda modificación de ésta
produce una transform ación del valor fundam ental citado. Así podría
interpretarse esta aseveración del Dilthey: “Todo cambio de situación
ap orta consigo una nueva posición de la vida toda”22. La función, digamos
así en un lenguaje biológico, del segundo valor fundamental, es una justifi­
cación de una determ inada regulación de la vida social del hombre. La
política es el menester hum ano vinculado a esa regulación. Veamos. Si

22 D i l t h e y . El mundo histórico, p . 184.

78
toda decisión es inconcebible sin una cualquiera concepción del m undo,
esa conexión es m ás imperiosa en la decisión política. Responde a la
ontología misma de la decisión política su unión con una concepción del
mundo. Siendo la weltanschauung una interpretación del sentido del
m undo y de la vida, una aprehensión del significado de las realidades y de
las cosas, la decisión política supone y lleva dentro de sí una compren­
sión y una aprehensión del sentido del m undo y de la vida. La conducta
política tiene ese significado: una finalidad llena de sentido, una decisión
que se inserta en una determ ina interpretación del mundo. No se le ocultó a
Mannheim ese contenido de la conducta política: “Cualquier punto de
vista político —declara— implica al mismo tiem po algo más que la escueta
afirmación o negación de una indiscutible serie de hechos. Implica tam bién
una amplia concepción del m undo”23.
La concepción del m undo y de la vida se realiza dentro de la respec­
tiva totalidad cultural. Una regulación peculiar de la vida social del
hom bre y un descubrimiento o deducción de todos los conocimientos o
pensamientos implícitos en la correspondiente concepción del m undo y de
la vida, son el contenido de aquella realización, la cual suscita un nuevo
planteam iento del problem a del conocimiento. Hay dos grandes catego­
rías o grupos de conocimientos, los naturales y los históricos. Son cono­
cidas las tradicionales diferencias señaladas entre esos dos grupos de
conocimientos, diferencias que tenían una significación general: una afir­
mación del involuntarismo del conocimiento natural y del voluntarismo
del conocimiento histórico. Aquellas diferencias podrían enumerarse en la
siguiente forma: invariabilidad-variabilidad, exterioridad-interioridad, ra­
cionalidad-irracionalidad y objetividad-subjetividad. A la exterioridad,
por oposición a la interioridad, se le asignaban unas determ inadas conse­
cuencias, entre las cuales la de más elevado rango teórico era la afirm a­
ción de la existencia de verdades inmutables en la esfera de los
conocimientos naturales, y de verdades históricam ente variables en la de
los conocimientos históricos. Desde luego se aceptaba tam bién la inm uta­
bilidad en la esfera de la m atemática y, en general, en las ciencias de objetos
ideales. Recuérdese que Kant añrm ó que la lógica era una ciencia que
“según toda apariencia, parece ya cerrada y acabada”24. Recientemente,
Husserl quiso transform ar a la verdad lógica en una verdad intem poral y
ubicó el problem a de la verdad en la esfera de la lógica pura. La teoría de la
totalidad cultural repudia esas clásicas diferencias entre el conocimiento
natural y el histórico. La existencia misma de la totalidad cultural (en los
dos sentidos que ya conocemos), nos m uestra que no son exactas todas
esas distinciones entre la experiencia externa y la experiencia interna, entre

23 M a n n h e i m , o b. c it., ps. 130 y 131.


24 K a n t , C ritique d e la r a is o n p u ré , versión fran c esa de B arn i, P arís, F la m m a rio n , s.f.p.
17.

79
la experiencia natural y la experiencia histórica. Se conoce histórica y
naturalm ente aquello que debe forzosam ente conocerse dentro de la res­
pectiva totalidad cultural y la correspondiente concepción del m undo y de
la vida. No hay una imperiosidad exterior de lo natural ni una evidencia
interna pero variable y subjetiva, de lo histórico. La teoría de la totalidad
cultural nos sum inistra una dem ostración del error implícito en la distin­
ción que rechazo. Ambas, la experiencia externa y la experiencia interna,
disfrutan de una indudable evidencia, pero es una evidencia que se da en
una determ inada totalidad cultural, no es una evidencia objetiva. La to ta­
lidad cultural y la concepción del mundo que a ella corresponda, se realizan
y, al realizarse, crean una unidad y una identidad gnoseológicas entre la
experiencia natural y la histórica, entre los conocimientos naturales y los
culturales. Esa realización elimina las diferencias entre la aprehensión de
lo histórico y la de lo natural. Se dijo ya que la totalidad cultural y la
concepción del m undo y de la vida son una interpretación del sentido de la
vida y el m undo. Esta interpretación es un supuesto del conocimiento
natural y del conocimiento histórico. La totalidad cultural y la concepción
del m undo son una condición de todos los conocimientos, los naturales y
los históricos. Ya se dio una fórmula: se conoce aquello que dentro de las
respectivas totalidad cultural y concepción del m undo debe inexorable­
mente conocerse. La objetividad intem poral e inmodificable no se puede
descubrir. La objetividad que se nos ofrece en la historia procelosa de la
cultura es la objetividad que corresponde a una determinada visión del
m undo y de la vida insertada en una totalidad cultural. La realización de la
concepción del m undo y de la vida elimina toda diferencia entre el conoci­
miento natural y el histórico. Ambas, la totalidad cultural y la visión de la
vida y del m undo, son un conjunto de conocimientos naturales e histó­
ricos, conocimientos que por eso form an una unidad. Hay un idéntico
grado de certeza y evidencia en cualquiera de esos tipos de conoci­
mientos. La unidad y división de la objetividad y la subjetividad en la
existencia se realiza en la unidad y división de lo objetivo y lo subjetivo en
todo conocimiento. Ya se dijo anteriorm ente que la verdad que se d a en la
historia de la cultura es una coincidencia de la verdad absoluta y la verdad
relativa.
Mas la prim era totalidad cultural que hemos descrito, la totalidad que
se ubica en el propósito o aspiración únicos que realiza todo hombre, no
suscita en éste conocimientos reflexivamente descubiertos. Los hombres y
mujeres prim arios y vegetativos, elementales y simples, tam bién tienen una
interpretación del m undo y de la vida, pero en ellos se da irreflexible-
mente, espontáneam ente. La concepción del m undo es en ellos algo más
vivido que pensado y conocido. Es tan vegetal como sus mismos existires
personales, pero fluye en ellos desde lo más hondo y arraigado de sus vidas
individuales. Pero el valor fundam ental al cual nos hemos referido última­
mente, es decir, el valor fundam ental que vive todo hombre en cuanto

80
ocupa una determ inada posición en la sociedad, lleva al descubrimiento
reflexivo y tenaz de peculiares conocimientos naturales o históricos. Ese
hecho, de índole cultural, hace posible una clasificación de las totalida­
des culturales y de las concepciones del m undo y de la vida en ellas desarro­
lladas y formadas. Aquellas totalidades y estas concepciones del m undo
son cuatro: la católica, la liberal, la m arxista y la nacional-socialista. Me
limito a las que se han realizado históricamente con plenitud. Utilizando
una m etáfora tom ada del m undo natural se podría decir que el valor
fundamental, en la segunda acepción ya aclarada, es el eje en torno al cual
gira la correspondiente totalidad cultural. El mencionado valor es un
rasgo, una característica de toda visión del m undo y de la vida históri­
camente realizada. El valor fundam ental en el prim er sentido ya explicado
—propósito o aspiración únicos que se dan en la existencia de todo
hom bre— es la condición de la concepción del m undo y de la vida indivi­
dualmente realizada en todo hombre. Se descubre una oposición entre la
realización histórica y la realización individual de la visión del m undo y de
la vida. No todo en la existencia hum ana tiene un contenido histórico. No
todo en la realización de la concepción del m undo y de la vida tiene un
sentido histórico. Se comprende aquí por “histórico” lo que tiene
influencia determ inante en el destino colectivo del hombre. En el hombre
se realiza individualmente siempre una cualquiera concepción del m undo y
de la vida, porque en el hom bre se da inexorablemente un propósito único
o una aspiración excluyente —valor fundam ental en el prim er sentido ya
aclarado—. Pero no en todo hom bre se realiza históricamente una visión
de la vida y el mundo. P ara que ese otro hecho se dé es menester que el
hom bre tenga conciencia reflexiva de su dram ático destino histórico.
La realización de la concepción del m undo y de la vida, histórica­
mente hablando, crea una totalidad social. Esta es un conjunto de expre­
siones que tienen idéntico significado. Es un sentido condicionado por una
significación trascendente, la significación que em ana —la palabra es
am bigua— del valor fundamental, en la segunda acepción aclarada, in­
serto en la totalidad cultural y en la visión del m undo y de la vida. Aquella
totalidad social está integrada por un orden jurídico, una moral y una ética,
una religión, unas normas convencionales y unos hábitos sociales. Es el
capítulo de la norm atividad. El orden jurídico supone un determ inado tipo
de Estado y una cierta filosofía y ciencia jurídicas. La m oral y la ética
pueden realizarse con plenitud o simplemente definirse o defenderse en la
esfera de la pura teoría. La religión es una aseveración de lo Absoluto y un
descubrimiento de lo “num inoso”, com o ha m ostrado un eminente teólogo
alemán. El significado de las norm as convencionales está vinculado
axiológicamente al sentido de aquel orden jurídico. Hay unas ciencias
naturales y unas culturales que se desarrollan en el regazo —vocablo
también anfibológico— de la concepción del m undo y de la vida. Son
paralelas de una determ inada filosofía. Una com prensión individual e

81
inconfundible de las relaciones del hom bre con Dios está implícita en toda
visión del m undo y de la vida. Hay un conjunto de bienes culturales
producidos por esa concepción del m undo y de la vida —la técnica, los
objetos manuales, las creaciones artísticas, etc.—. La totalidad cultural y
la visión del m undo y de la vida están presentes en todos esos múltiples
productos culturales. Hay en éstos una orgánica conexión de sentido.
La realización de la concepción del m undo y de la vida, condicionada
por la respectiva totalidad cultural, permite obtener una comprensión de
determ inadas realidades, tam bién culturales. P or ejemplo, las crisis
históricas. Los supuestos de éstas son una carencia de plasticidad y flexi­
bilidad de las correspondientes totalidad cultural y concepción del m undo
y de la vida ante las nuevas circunstancias históricamente creadas. Toda
crisis histórica es también una crisis cultural. Aquella carencia de plasti­
cidad se expresa inevitablemente en la imposibilidad de regular adecuada­
mente una vida social distinta —la vida encerrada en las citadas nuevas
circunstancias históricas— y en un contenido irreal y puramente abstracto
de los conocimientos que fluyen de la totalidad cultural y la concepción del
m undo y de la vida. La mencionada imposibilidad y el aludido contenido
m uestran que la cultura, todavía vigente históricamente, es incapaz de
cum plir las “funciones” que norm alm ente realizaría. Surge una antinom ia
entre la vida, la existencia, tal como objetivamente se haya expresado en la
historia, y la totalidad cultural y la concepción del m undo y de la vida. En
ese m om ento, dram ático y angustioso, determ inadas existencias indivi­
duales se aferran a la vieja y ya inhistórica regulación de la vida social. En
virtud del contenido irreal y abstracto de los conocimientos, hay un refu­
giarse en la negatividad gnoseológica. Esta se expresa, se realiza en algunas
posiciones vitales, las cuales son la afirmación de la irracionalidad, a saber,
el orientalismo, el deseo de regresar a la aldea y hundirse en ella, la creencia
en el absurdo, el repudio o destrucción de todas las anteriores creaciones
culturales, en una palabra, la desesperación infecunda y anarquista. Todas
las decadencias culturales se manifiestan en idénticos fenómenos. ¿Las
“épocas correspondientes” de Spengler? Sí. La realización de la concep­
ción del m undo y de la vida se da en varios y determ inados momentos.
Rom períam os los límites de este ensayo si se hiciera una descripción de
cada uno de ellos.
Ya se declaró que la realización de la concepción del m undo y de la
vida crea una conexión de sentido entre las varias expresiones en las cuales
se da esa realización. Esta permite la formación de la correspondiente
sociedad. La totalidad cultural, la visión del m undo y de la vida y la
sociedad constituyen una realidad integral. No debe olvidarse que cada
sociedad supone un determ inado tipo de hom bre histórico. Es conocido el
paralelismo ya anteriorm ente explicado: las modiñcaciones de la sociedad
están unidas a unas previas transform aciones del hombre y de la
existencia. La ontología de lo social culmina en la aprehensión del

82
contenido de la sociedad —concepción del m undo y de la vida que se
realiza dentro de una cierta totalidad cultural—. Cada época histórica
supone a un hom bre también históricamente individual y una determ inada
concepción del m undo y de la vida, unida a una totalidad cultural. Para
cada hom bre histórico hay una correspondiente época hitórica. Justam en­
te la ciencia histórica ha de m ostrar cómo ha sido anteriorm ente el
hombre. Este es un ente extrañísimo: vive en trance de incesantes modifi­
caciones. Objeto y tema de la ciencia histórica es m ostrar esas transfor­
maciones. La época, el hombre, la concepción del m undo y de la vida y la
totalidad cultural, son una misma realidad contem plada desde distintas
posiciones gnoseológicas del sujeto cognoscente.
Se afirmó ya que son cuatro las visiones del m undo y de la vida que se
han realizado históricamente: la católica, la liberal, la m arxista y la
nacional-socialista. Hay, en tal virtud, cuatro valores fundamentales que
corresponden, cada uno, a una de las mencionadas concepciones del
mundo: la unión personal del hom bre con Dios al través de la Revelación y
de la organización exterior de la Iglesia, el hombre aislado e individual, la
clase social y la comunidad popular. Son valores siempre presentes,
siempre implícitos en todas las expresiones, complejas y diversas expre­
siones, de la respectiva concepción del mundo y de la vida. Es objeto de la
sociología, no de la ontología de lo social, m ostrar cómo se ha realizado el
correspondiente valor fundamental en determ inada concepción del
m undo y de la existencia. Se descubriría una indestructible e íntima
coherencia, una interna unidad en todas las creaciones en que se ha
expresado la respectiva visión del m undo y de la vida. Cada Weltans-
chauung configura totalmente la existencia histórica del hombre. Tiene
una gigantesca fuerza expansiva, dicho sea con un lenguaje tiznado de
inadecuado naturalismo. La sociología ha de descubrir en cada época
histórica la totalidad cultural que en ella se haya realizado y la concepción
del m undo que informe a esa época. La ontología de lo social se limita a
m ostrar que toda weltanschauung arraiga en un determ inado valor funda­
mental y que éste es el supuesto de la coherencia y unidad que vincula entre
sí a las expresiones todas de la correspondiente concepción del m undo y
de la existencia. La sociología como ciencia de hechos ha de estar vincu­
lada a una ontología regional y ésta es la ontología de lo social.
Tal es el muy rico contenido de la ontología de lo social. Es ella una
dialéctica de lo social. Descubre fenomenológicamente la unidad y
división del ser y el deber ser en la realidad social. Describe la tensión
recíproca y funcional de medios y fines en los hechos sociales. Analiza la
significación trascendente, porque apunta al valor fundam ental de cada
una de las expresiones en las cuales se realiza la concepción del m undo y de
la vida. Descubre la totalidad cultural, vivencia de ese valor fundamental.
Hay para ella una peculiar conexión del sentido en cada una y en todas las
mencionadas expresiones. Es la coherencia, la unidad de sentido, la supe­

83
ración cualitativa de las significaciones parciales e individuales de cada
una de las creaciones culturales en que se raliza la visión del m undo y de la
existencia. Es la trascendencia, es la totalidad. P or eso, como reiterada­
mente se ha afirmado, la ontología de lo social es una dialéctica regional de
la realidad social. Es una de las varias dialécticas regionales. Su objeto
últim o es la sociedad. No corresponde a la ontología de lo social calificar
valorativamente la realidad social dada. Su misión es más sencilla, más
humilde: un descubrimiento y una descripción del contenido de los hechos
sociales. Se pregunta qué es la realidad social, pero no se plantea el falso
problem a de cómo deba ser esa realidad, de cuál deba ser el contenido
contingente y variable de la realidad social que se dé en determ inado m o­
m ento o haya de darse en ese momento. La ontología de lo social no es
una política de lo social, ni podría serlo.

(1953)

84
J a im e V e l e z saenz

LA FUNCION DE LAS CATEGORIAS


EN LA ONTOLOGIA*

Se ha esperado siempre de la filosofía que nos suministre un conoci­


miento radical de las cosas, es decir, un conocimiento que descubra las
raíces de donde ellas provienen y que las sustentan y nutren. Hablando sin
metáforas, diré que la filosofía ha tratado de descubrir en las cosas los
aspectos que las constituyen necesariamente y les hacen posible ser lo que
son y actuar como actúan. En su largo y penoso intercambio y enfrenta­
miento con la experiencia qué de ellas nos es dado alcalizar para poner al
desnudo esos momentos últimos, la filosofía ha elaborado ciertos
conceptos de amplia generalidad que en su contenido nos dan presumible­
mente ese saber que se busca. Es lo que los antiguos denom inaban
“primeros principios y causas de las cosas”.
A hora bien, la historia de la filosofía ofrece fundam ento suficiente
para llam ar “categorías” a dichos principios. Si bien es cierto que no en
todas sus grandes corrientes ha logrado prominencia y uso sistemático este
térm ino, el cometido que a las categorías de sus tablas asignaron Aristó­
teles y Kant así como la celebridad e influencia de que ellas han gozado
autorizan para generalizar y aplicar el térm ino a los conceptos que en otra
filosofías desempeñan idéntico o análogo cometido. Además, hay cierta
“continuidad histórica” en el conjunto de problemas a que responden o
aluden las categorías, com o bien dice N. H artm ann1. Conceptos tales
como cantidad, cualidad, sustancia, causalidad, esencia, tem poralidad,
espacialidad, relación, unidad —otros tantos nombres para categorías
tradicionales— reaparecen, una y otra vez en diferentes épocas y
tendencias del pensamiento filosófico.
Desde el punto de vista del conocimiento, lo que se ha requerido de las
categorías es que hagan pensables, es decir, aceptables a la razón y
conmensurados a sus exigencias los momentos necesarios en la constitu­
ción de los entes como tales. Esta función epistemológica de las categorías
se apoya en la identidad de sus contenidos —en la medida en que ella
* P a ra la presente edición de este a rtícu lo a p a re c id o o rig in alm en te en ¡deas y Valores,
he in tro d u c id o im p o rtan tes co rrecciones en la p a rte d ed icad a a las categ o rías en K ant. Las
hice p o r h a b e r ju z g a d o erró n e a la m an era co m o en la v ersión o rig in al ex pu se alg u n as tesis
k an tian as co ncern ientes a aq u el te m a . P ero ello no me obligó a c a m b iar mi in terp retació n de
dichas tesis. A ñ a d í tam b ién un as pocas co rreccio nes m uy breves, co n el p ro p ó sito de m ejo rar
la clarid ad del tex to .
1 O ntología, 111 (T r. de Jo s é G aos), F. C. E ., M éxico. 1959, p. 18.

85
alcance a descubrirse— con los “momentos” fundamentales de las cosas
mismas, es decir, con las categorías en su función ontológica. Dichos “mo­
m entos” son fundamentos últimos, esto es, precisamente, metafísicos u
ontológicos. Ellos son objeto de lo que entenderé aquí por ontología, que
no es exactamente, como se ve, lo mismo que el simple reconocimiento de
“lo que hay” como algo independiente del conocimiento. En adelante
designaré indistintam ente como metafísicos u ontológicos dichos últimos
fundamentos. Cabe aquí advertir que ninguna categoría verdaderamente
ontológica es aspecto constitutivo de un ente dado a título de porción o
parte física o empírica del mismo sino como ese aspecto que, presente en él
jun to con otros que tam bién le son inherentes, le permite ser ente y pensado
com o tal.
Una com probación de este uso puede verse con algunos ejemplos
tom ados de la historia de la filosofía. De las cinco Ideas de que Platón nos
habla en el Sofista nom bra tres que impregnan forzosamente toda otra
Idea y son por consiguiente aspectos constitutivos suyos: el Ser, lo
Idéntico y lo Diferente (o no Ser). (La lista se completa con el Movi­
miento y el Reposo; presente uno de ellos en una Idea el otro necesaria­
mente está ausente de ella)2. Prescíndase ahora de que las Ideas plató­
nicas no sean cosas del m undo físico y que éstas sean apenas sus sombras;
no viene aquí al caso la vieja polémica. Lo que interesa destacar ahora es
que en su filosofía las Ideas son lo que verdaderamente hay, el ser por
excelencia. Pues bien, en toda Idea se dan necesaria y simultáneamente el
Ser; lo Idéntico, en cuanto cada Idea es siempre una e idéntica consigo
misma; y lo Diferente, pues cada Idea es otra que las demás. Aparte de las
paradojas a que llega Platón mediante la diversa predicación de esos
conceptos unos de otros, su intención es m ostrar que sólo adm itiendo esas
tres Ideas como componentes de todas las demás es posible pensarlas todas
satisfactoriamente para la razón. Es esta una muestra notable de análisis
categorial en una época aún tem prana de la formación de la filosofía.
Aristóteles atribuye primeramente a las categorías una función lógica:
ellas son los géneros supremos de todo lo que se puede predicar de las cosas
en las proposiciones. Pero por eso mismo expresan, de acuerdo con la
orientación realista de su filosofía, los diferentes modos supremos de ser
que se hacen reales en todas las cosas del universo, como sus momentos
constituyentes, y por eso mismo objetivos; y esto es lo que ante todo son las
categorías. Para Aristóteles cada uno de los seres que existen en la
Naturaleza es por sí una sustancia (ousia), y por referencia a ella existe y se
predica todo lo dem ás1. Sustancialidad y accidentalidad son categorías
que se completan y sostienen m utuam ente en ella, pues no puede haber
sustancia sin determinaciones accidentales, si alguna form a de cantidad,

2 Sofista, 249 e-259e, passim .


' M etaph., Z, 1028 a , 10-32; y especialm ente 28-32.

86
cualidad, acción, ni que no ocupe algún lugar o no se dé en algún tiempo,
etc. Pero las categorías de que dependen los accidentes no son “acciden­
tales” en ningún sentido sino necesarias para que ellos existan en el ente
sustancial. (También, por supuesto, están constituidas por momentos
categoriales apropiados las “sustancias separadas” de la “teología” de
Aristóteles).
Pero hay tam bién en la Metafísica de Aristóteles nociones muy
im portantes que, si bien no están incluidas en su tabla de categorías, deben
considerarse como tales en virtud de la función que se les atribuye: m ateria
y forma, potencia y acto, por ejemplo; tam bién la causalidad en su
cuádruple forma; la contingencia, la necesidad. Estas tres últimas nociones
figuran, en cambio, en la tabla kantiana de categorías.
En Kant las categorías son form as a priori del sujeto. Pero hay
pasajes de la Crítica de la razón pura que parecen implicar que la
constitución del objeto de conocimiento no es enteram ente obra de las dos
formas de la sensibilidad y de las categorías de la razón aplicadas mediante
sus respectivos “esquemas” a los datos de los sentidos sino que está ya
prefigurada en lo intuido mismo antes de su “información” por las formas
a priori. T oda categoría, nos dice en efecto la Analítica de los principios,
requiere ser sensibilizada, para quedar así determ inada, p or su esquema
correspondiente, que le sum inistra el contenido sensible apropiado para
que ella pueda aplicarse a los datos de la sensibilidad y constituir con ellos
la síntesis cognoscitiva final. Así, por ejemplo, el esquema de la categoría
de causalidad “es lo real que, una vez puesto, necesariamente está siempre
seguido de alguna otra cosa. Consiste, pues, en la sucesión de la diversidad
en tanto que está sujeta a una regla”4. Como se ve, Kant apela aquí a un
conocimiento que nos es dado por la intuición empírica, como es la
sucesión de estados diversos conform e a una regularidad así mismo
observada en ella. Ese conocimiento condiciona y predeterm ina sin duda
la aplicación de la categoría de causalidad, y no de o tra alguna, a una
configuración de origen sensible, así sea todavía muy general: la sucesión
regulada de estados reales. Y ello debe ser así porque de otro m odo no
habría el grado siquiera mínimo de homogeneidad que Kant reconoce
como necesario entre la categoría, el respectivo esquema m ediador y lo
intuido empíricamente para que se produzca el conocimiento objetivo
correspondiente.
Ocurre sin embargo que, según Kant, “los conceptos puros del enten­
dimiento com parados con las intuiciones empíricas (o sensibles en general)
son por completo heterogéneos”5. Con todo, tiene que haber, así mismo,
alguna homogeneidad entre categorías y esquemas, y a su vez entre

4 C rítica de Ia razón p ura, “A n alítica de los p rin cip io s”, cap. 1. (T r. de Jo sé del P erojo).
Ed. S o p eñ a A rg en tin a, Buenos A ires, 1932, T. 1, p. ISO.
5 Ib id em , T. 1, p. 148.

87
esquemas y contenidos sensibles para que éstos puedan ser “informados”
por las categorías a través de los esquemas. P or una parte, pues, Kant no
puede menos de afirm ar que hay heterogeneidad completa entre conceptos
puros e intuiciones empíricas, pues ella es consecuencia lógica de su
concepción de unos y otras a lo largo de la Critica. Y por otra, debe adm itir
algún grado de homogeneidad, incluso mediatizada, entre am bos extre­
mos, sopeña de que, de no adm itirla, no pueda funcionar el esquematismo
ni, sin él, tam poco su entera concepción del conocimiento humano. El
conflicto innegable de esas dos exigencias ha llevado a muchos comen­
taristas críticos de Kant a afirm ar —con razón, creo yo— que la Analítica
adolece de una incoherencia de graves repercusiones en toda su estructura.
Sea lo que fuere de este problem a de interpretación de textos kantianos,
subsiste el hecho, apuntado arriba-,-de que la categoría está insinuada por
lo menos en lo intuido mismo antes de que ella lo informe; y, por
consiguiente, en lo real —según la medida, escasa o no, en que, según Kant,
la intuición empírica nos permite conocerlo.
Algo semejante a lo anterior puede decirse de la categoría de acción
recíproca, o com unidad. En cuanto a la de sustancia, su esquema es “la
permanencia de lo real en el tiempo; es decir, que se representa lo real como
un substrato de la determ inación empírica del tiempo en general, sustrato
que permanece mientras que todo lo real cambia”6. Y más adelante dice
K ant que “la sustancia separada de la determ inación sensible de la
permanencia no significa más que una cosa que puede concebirse como
siendo sujeto (sin ser el predicado de otra cosa). Pero yo nada puedo hacer
con esa representación, porque no me dice las determinaciones que debe
tener la cosa para alcanzar el título de prim er sujeto”7. A hora bien, si antes
de esa determ inación sensible la sustancia “no significa más que una cosa
que puede concebirse como siendo sujeto”, dónde se han de encontrar las
determinaciones que debe tener la cosa para alcanzar tal título sino, en
últim a instancia, en ella misma? Pues el esquema de la permanencia tiene
que ser aplicado a su vez a una síntesis previa de datos sensibles para
determ inar el objeto como sustancia; y no a cualquier síntesis a aquella
que al serle homogénea presenta ya indicios suficientes para que sea pen­
sada bajo el concepto de sustancia y no bajo el de ninguna otra categoría.
Cosa análoga puede decirse de otras categorías, la unidad, por
ejemplo: lo que es uno es la cosa misma en su realidad— con el m odo de
unidad que su índole le permite. Y de la categoría de existencias! que cabe
decirlo: es la cosa misma la que existe, con independencia del entendi­
m iento que la conoce. Los esquemas, pues, se aplican a los fenómenos
gracias a que previamente se reconocen en éstas determinaciones catego-
riales análogas al respectivo esquema. Así, lo categorial es más bien

6 Ib id em , T. 1, p. 150.
7 Ib id em , T. 1, p. 151.

88
descubierto por el conocimiento como ley de lo real inmanente a éste que
puesto allí por el sujeto.
Las observaciones anteriores, que apenas resumen brevemente lo que
ha sido corriente hace largo tiempo entre críticos de la concepción kantiana
de las categorías, dejan con todo a salvo la gran idea kantiana de lo
trascendental. Para Kant, lo trascendental consiste en las condiciones
absolutas y últimas de posibilidad tanto de los objetos como de la expe­
riencia de ellos, y esas condiciones son formas a priori del sujeto trascen­
dental cognoscente. Pero precisamente en virtud de la conclusión
alcanzada arriba debe sustituirse lo trascendental como constitución del
yo que “pone” los objetos por lo trascendental como sistema de los
momentos necesarios y ontológicamente constitutivos de todo lo real
como tal. La determinación trascendental de los objetos no es tal porque
sea puesta —que no lo es— por el yo; es trascendental porque es una
“determinación a priori de aquello en que todos los objetos tienen que
convenir no por ser tales o cuales, sino por ser objetos”8. Lo trascen­
dental kantiano interpreta pues como estructura gnoseológica del sujeto lo
que en realidad es el nivel ontológico a que llega el conocimiento. La
verdad es, empero, que el hecho de ser a priori no le impide a lo trascen­
dental ser al mismo tiempo objetivo.
Repetidas veces se ha hecho notar cuán problemática resulta-en Kant
la coordinación de los dos sujetos que inevitablemente están presentes en
su crítica de la razón: el sujeto empírico y el sujeto trascendental. Mas
como las formas a priori de la sensibilidad y las categorías de la razón son
ante todo formas, subjetivas, sí, pero no empíricas sino lógico-trascenden­
tales, y por consiguiente universales y necesarias, el sujeto cognoscente ya
no es individual y puramente mío sino un sujeto que trasciende a todo
sujeto empírico y viene a identificarse con una estructura objetiva que con
sus determinaciones es pauta para el sujeto empírico en su ejercicio del
conocimiento. Dicha estructura universal y necesaria llevó a algunos
poskantianos a atribuir la trascendencia con todas sus funciones a un
sujeto universal, que en Hegel, por ejemplo, es ya de lleno el sistema
categorial en que tiene su génesis lógico-ontológica todo lo que hay. Este
sujeto universal y único es lo Absoluto o la Idea, que en el desenvol­
vimiento dialéctico de sus categorías se manifiesta como Naturaleza y
como Espíritu. Una vez producidos Naturaleza y Espíritu este idealismo —
metafísico, como se le llam a— se supera o trasciende a sí mismo, pues en el
sistema de categorías inmanentes a la realidad, que queda constituida
gracias al despliegue dialéctico, ha desaparecido todo carácter subjetual y

8 X. Z u b i r i : S o b re la esencia. S o cied ad de E stu d io s y P ublicaciones, M a d rid , 1963, p.


379. D ice en seguida Z ubiri: “ E ste a p rio ri p o d rá ser su bjetivo co m o p reten d e el idealism o,
p ero no es esta subjetividad lo qu e co n stitu y e la trascen d e n ta lid a d , sino el ser alg o co m ú n a
to d o o b jeto en c u a n to objeto... éste es el co n cep to clásico d e lo trascen d e n ta l” .

89
“la metafísica de la subjetividad” ha resultado superada. La filosofía del
sujeto trascendental acaba por ser una metafísica de los entes. Y es así
como en la Ciencia de la lógica reaparecen, desempeñando su clásica
función ontológica, muchas de las categorías que ya figuraban en la
filosofía de Aristóteles y que Kant incluyó también en sus tablas.
En nuestro siglo la noción de categoría fue am pliamente utilizada por
H artm ann en su Ontología , que en la m ayor parte de su contenido es un
complejo sistema de categorías con las cuales está construida, según él, “la
fábrica del mundo real” así como la del “ser ideal”, que es la esfera de las
entidades lógicas y matemáticas y de los valores. En su filosofía recoge y
considera H artm ann como categorías muchas nociones de que se había
hecho “uso copioso”, en sentido categorial, desde la filosofía antigua hasta
la de tiempos recientes, pero que no habían sido denominadas “categorías”.
El sentido que este filósofo les da es plenamente ontológico y objetivo: son
momentos constitutivos del ser de las cosas, no estructuras de ninguna
especie de sujeto cognoscente. Lo cual no excluye el que haya también,
como él reconoce, categorías del conocimiento mismo, no de sus objetos.
Una lista de filósofos más larga que la de los citados aquí mostraría la
insistencia en la aparición de algunas de las categorías clásicas en
diferentes filosofías, no obstante, claro está el diverso modo con que
se hayan tratado allí los problemas implicados en dichas categorías. Pero a
éstas habría que agregar, por supuesto, las que han descubierto la filosofía
m oderna y la contem poránea. El sujeto es una muy destacada entre ellas,
tem atizada ya en Descartes; con Heidegger tenemos los “existenciarios”,
que funcionan a m anera de categorías al hacer posible y constituir esa
realidad humana que es el Ser-ahí, si bien es cierto que él requiere
“distinguirlos rigurosamente de las determinaciones del ser del ente que no
tiene la form a de ‘Ser-ahí’, las cuales llamamos ‘categorías’ ”9. Whitehead,
trabajando en un campo muy diferente, introduce la noción, verdadera
categoría, de "actual entity" (en Process and Reality), la cual hace posible
el “proceso”, figura general en que, según él, se presenta la realidad toda en
su acontecer.
Atrás anoté cómo lo trascendental debe interpretarse no a la manera
kantiana sino más bien como el estrato ontológico de lo real mismo a que el
conocimiento es capaz de llegar. Ese estrato es un a priori objetivo que
constituye la cosa real en su realidad de cosa, es decir que la fundamenta al
dotarla de todo aquello sin lo cual no podría ser en absoluto. Pero la
categoría no existe ni puede existir por sí sola, es siempre un momento de
una cosa y sólo en ésta y en conjunción con las otras categorías de ella es
donde se hace presente y ejerce su propia función. Exactamente por estas

9 M . H e i d e g g e r : E l ser y e l tiem p o (Tr. d e Jo s é G aos), F. C. E., M éxico, 1951, p. 52.


M ás ad elan te dice H eidegger: “ E xisten ciarios y categ orías so n las d o s posibilidades
fu n d am en tales d e caracteres del ser” (p. 53).

90
mismas razones ninguna categoría es parte física de una cosa, a la manera
com o un ladrillo es parte de un muro. Enteram ente diversa es la destruc­
ción física de un ente real de la aniquilación del mismo por la remoción
im aginada de una de sus categorías.
Una somera exposición de algunas de las categorías más tradicionales
—que son quizá sustancia, cantidad, cualidad, relación, tiempo, espacio,
acción-pasión, causalidad— hará ver en concreto su papel en la formación
y constitución de la ontología metafísica.
Aristóteles se preguntó cóm o interpretar del m odo más plausible la
experiencia que hacemos —al nivel del sentido común, diríam os hoy— de
que una cosa del m undo natural cambie de aspectos sin dejar de ser sin
em bargo una misma, es decir, persistiendo idéntica a través del cambio.
(Esto es lo que en el fondo dice el respectivo esquema kantiano). Las
categorías de sustancia y accidente en su m utua complementación explican
satisfactoriamente para la razón esa experiencia, pensó Aristóteles. Kant
hace un análisis enteram ente análogo do la sustancia y su esquema, como
acabo de hacerlo notar, pero desde el punto de vista de la “revolución
copernicana”, o sea el de hacer girar las cosas alrededor del yo.
De todas las categorías tradicionales la sustancia ha sido la más con­
trovertida en épocas recientes. (M ás exacto sería quizá hablar de sustan-
cialidad, que es la categoría que ju nto con la de accidentalidad en sus
diversas formas —cantidad, cualidad, etc.— constituye una sustancia
individual). Aristóteles y la tradición aristotélica concibieron el m undo
com o un universo de sustancias, entre las cuales se dan sin duda múltiples
influjos m utuos, gracias especialmente a la acción de que todas ellas son
categorialmente capaces. Pero la explicación de todo lo que no fuera azar
en el operar de las sustancias y en el contenido de la operación tendía a
buscarse en la “esencia” de cada una de ellas. Ocurrió sin embargo que la
deducción que se creía hacer desde esencias, inasequibles ni con m u c h o en
su plenitud, rendía muy pocos resultados para el conocimiento de la
naturaleza. De este tipo de ciencia, que ya en el siglo XVI y aún antes, y de
lleno ya en el siglo XVII no satisfacía la necesidad de explicación de los
fenómenos naturales, se pasó —y el complejo proceso se ha descrito en
numerosas obras— al estudio de esos fenómenos en cuanto pudieran ser
mensurables en cualquier forma, lo que a su vez permitiría establecer entre
las magnitudes así obtenidas correlaciones formulables matemáticamente.
Esto hacía posible descubrir en la aparición, sucesión y desaparición de los
fenómenos naturales pautas de regularidad, concomitancia, etc. Tan
promisorios métodos hicieron que, dejando a un lado la consideración
de la sustancia individual y sus accidentes, el interés de la nueva física se
dirigiera a los procesos en que se dan los fenómenos. Se hizo así el tránsito
de la sustancia a la función, com o solía decir Cassirer, y la noción de
sustancialidad fue sustituida por nociones tales como las de proceso,
hecho, suceso, adecuadas, ellas sí, al tipo de explicación que buscaba la

91
nueva ciencia. Esta triunfó finalmente y desalojó a la vieja física, debido a
la fecundidad sorprendente que aquella m ostró ya desde entonces tanto
para el conocimiento de la naturaleza como para el aprovechamiento y
manejo utilitario de ella. .
P or otra parte, en el frente filosófico empezaba por entonces con el
empirismo inglés la crítica a la noción de sustancialidad. Buena parte de
esa crítica, sin embargo, es a su vez criticable. Locke, por ejemplo, objeta
que, siendo la sustancia algo que de algún modo está debajo de otra cosa
para sostenerla y requiriendo a su vez el prim er soporte de otro que lo
sostenga, y así sucesivamente hasta el infinito, la sustancia no aparece por
ninguna parte10. Pero el supuesto es falso: equivale a tom ar errónea­
mente a la letra, en sentido puramente físico y empírico, la etimología
metafórica de los términos, griego y latino, con que se designa la sustancia,
y pierde por ello de vista el sentido ontológico de la sustancialidad. Ese
sentido reside más bien, creo yo, en ser ella un continuado acto existen­
cial en que se aúnan para existir en un solo ente natural los elementos que
lo componen. Por eso tam poco es la sustancia el “haz de sensaciones” de
que nos habla Hume. Pues tal haz es algo puramente representado que
saca la sustancia del único ám bito en que tiene sentido que pueda darse, a
saber, el ám bito de la existencia y por consiguiente el de lo real e individual.
Sólo que esta concepción, que pudiera llamarse existencial, presenta a
su vez la dificultad de cómo identificar y delim itar en una cosa, si es que ella
tiene sentido, el sujeto unitario que ejercía el acto de existir sustancial. No
obstante esta dificultad, parece haber en esta categoría un núcleo
problem ático válido, sobre todo si se considera que ella guarda ineludibles
relaciones con categorías tales como la existencia y la individualidad,
cuyos problemas ontológicos son bien reconocidos. P or lo demás, de la
controversia sobre la sustancia surgió el hecho general muy im portante, de
orden epistemológico, de que con categorías ontológicas no se pueden dar
explicaciones de orden científico, como eran las que buscaba la ciencia
natural que nació en el siglo XVII, fiel en eso a su tipo epistemológico.
Tiempo y espacio tam bién pueden considerarse como categorías, y de
hecho así lo han sido. Las realidades del m undo físico no son pensables
sino como temporales y espaciales; los hechos puramente psíquicos, lo son
por lo menos como temporales, aunque en alguna manera de referencia al
espacio físico a través del organismo psico-físico de que son estados. En
este sentido general tiempo y espacio son sin duda categorías. La manera
en que lo tem poral y lo espacial estén relacionados con las cosas, o los
modos de ser espacial y tem poral sean momentos necesarios de ellas,
plantea su auténtico problema ontológico. Hacer tom ar nota de su exis­

10 J. L o c k e : A n E ssa y c o n c e rn in g H u m a n U nderstanding, L , II,c . X X III,e n E. A. B urtt


(ed.): The E nglish P hilosophers fr o m Bacort lo M ili. T he M o d e ra L ibrary, R an d o m H ouse,
N ew Y o rk, 1939, p. 295.

92
tencia es aquí mi sola intención. La historia de la filosofía atestigua su
gran importancia.
El análisis ontológico descubre en las cosas su “ser-así”, su “talidad”,
com o dicen algunos filósofos. A toda cosa corresponde un conjunto de
rasgos característicos suyos que la distinguen de las demás. “N ada puede
ser sin ser determ inado de esta o de la o tra m anera”11. Se dice “talidad”
porque todo ente es de tal m anera más bien que de otra. La talidad es el
rostro, bien podría decirse, con que cada cosa se revela al intelecto hum ano
y se identifica ante él. Pero el hecho de que de todo ente se pueda decir que
es forzosamente tal o cual no implica que el conocimiento sea capaz de
captar el conjunto total de las propiedades de una cosa y la m anera como
estén estructuradas en ella. Pero hasta el conocimiento de que toda cosa es
necesariamente tal o cual p ara com prender que esto es un m om ento de su
constitución com o ente, es decir, una de sus categorías.
En el ente realmente existente —valga el pleonasmo— la existencia es
tam bién un m om ento categorial. P or eso no puede existir por si sola, “la
existencia no existe, es siempre algo lo que e x i s t í , decía la filosofía
medioeval. Com o diferente que es de la talidad, nó se encuentra en la
misma línea de las notas que caracterizan de tal m odo a un ente. De ahí que
desde este últim o punto de vista no haya diferencia entre cien táleros
pensados com o simplemente posibles y cien táleros reales. La diferencia
está sólo en que los prim eros no existen, los segundos sí.
A las categorías de los entes físicos se agregan las de la persona y las de
las cosas hum anas en general. No bastan para caracterizar la persona las
categorías de sustancialidad y accidentalidad; la persona es un sujeto, un
ser que se dice a si mismo “yo soy”, que es capaz de conocer, de actuar por
voluntad, de ponerse fines, etc. La libertad es la categoría fundam ental que
hace posible la conducta ética-m oral o inmoral.
De acuerdo con los criterios que se han venido exponiendo, no parece
que la “posibilidad”, incluida en muchas tablas de categorías, sea
realmente una de tales. Que una cosa sea posible no se debe a que le
sea inherente la categoría “posibilidad” junto con las otras que la consti­
tuyen, sino á que éstas, las únicas verdaderas categorías para el caso, son
las que hacen trascendentalm ente posible que la cosa exista. De manera
análoga a lo dicho sobre la posibilidad cabe tam bién poner en duda que
nociones tales como necesidad, contingencia, imposibilidad, que corres­
ponden a las categorías llamadas “modales”, denoten genuinas categorías
irreductibles a otras.

11 E . H u s s e r l : Investigaciones lógicas {T r .d e M . G a r d a M o re n te y J . G aos). R evista d e


O ccidente, M a d rid . 1929, T . I, p. 233.

93
La causalidad —o causación, como podría también decirse—12,
entendida en general como la actividad por la cual una cosa produce otra,
es una form a del acaecer universal entrañada en las cosas mismas y no en
exigencias de la razón reguladoras de hechos. Pero a diferencia de las
categorías hasta ahora mencionadas, que son condiciones trascendentales
de la posibilidad de todo ente, la causalidad es por lo pronto condición de
la posibilidad fáctica de que una cosa llegue a existir en virtud de la
actividad de otra. La causalidad pertenece al orden del existir; fuera de él
no tiene sentido. Ahora bien, ¿no podría concebirse un universo en que ella
no existiera? Bien podría estar él organizado en su transcurrir y acontecer
conforme a un ocasionalismo total, como pensó M alebranche del universo
actual, o según una perfecta arm onía preestablecida, como pensó Leibniz.
Ambas doctrinas son falsas, pero lo decisivo está en si su falsedad es
meramente fáctica o es una falsedad debida a imposibilidad ontológica de
que no haya causalidad (o causación). En el último caso, ésta sería un
aspecto necesario del universo gracias al cual las cosas, dadas ciertas
circunstancias, no pueden menos de correlacionarse bajo esa forma de
interdependencia. La causalidad sería entonces una categoría.
P or lo demás, el problem a de la causalidad —a saber, si existe o no, en
qué consiste, qué valor tiene el llamado “principio de causalidad”, etc.—
dio origen a controversias semejantes a las que se suscitaron a propósito de
la sustancia. En lo tocante a la explicación, la predecibilidad y otras
funciones del quehacer científico, las ciencias podrían hoy prescindir, y en
parte así lo han hecho, de la noción de causa y reempalzarla para esos
efectos por la de sucesión constante y regular según ley entre un
antecedente suficientemente identificado y un consecuente igualmente tal.
Pero esto no hace desaparecer el problem a para la ontología filosófica
mientras siga habiendo razones abundantes para pensar que la causalidad
es un aspecto real del acontecer universal.
Dicho ya con los ejemplos y comentarios que anteceden qué son en
general las categorías y qué función desempeñan en las cosas, trataré en
seguida de dilucidar un problem a que surge a propósito del diferente grado
de alcance y generalidad que se da entre ellas. En efecto, hay algunas, por
ejemplo la talidad —o piénsese también en las del Sofista, mencionadas
atrás—, que no podrían faltar en la constitución ontológica de ninguna
cosa, sea cual fuere su tipo o m odo de ser; ni tam poco podría pensarse ésta
desprovista de ellas. Esas categorías, que pueden denominarse “univer­
sales”, form arían en su conjunto el objeto propio de esa “ciencia del ser en
cuanto ser” de que nos habla Aristóteles en la Metafísica,J. Además de las

12 A sí p ro p o n e M . Bunge qu e se llam e “ a la co n ex ió n cau sal en general, asi com o a to d o


nex o cau sal p a rtic u la r” ,y q u e se reserve “cau salid ad ” p a ra el en u n ciad o de la ley de causación,
o p rin cip io d e cau salid ad . (M . Bunge: Causalidad, E u d eb a, b u en o s A ires, 1972, pp. 15-16).
13 M etaph ., r, 1003 a, 22.

94
anteriores, hay categorías de m enor alcance, las “regionales”, requeridas
solamente para la constitución de entes de un cierto tipo, como los entes
físicos, los psíquicos, el “ente ideal”, etc. Cada región se constituye por la
inserción de sus categorías propias dentro del ám bito de las universales.
Pero la existencia misma de categorías regionales provoca de
inmediato la pregunta de si se ha de continuar indefinidamente el proceso
de “regionalización” agregando simplemente determinaciones apriorísticas
cada vez más específicas a las que definen regiones más vastas, o si por el
contrario hay algún punto en que este proceso de subdivisiones sucesivas
de ontologías regionales debe forzosamente detenerse. Y en este caso, qué
criterio o principio hay para fijar ese punto. Así, por ejemplo, dentro del
orden de los seres de la naturaleza se podría distinguir lo puramente
químico de lo físico, en la medida en que la ciencia física es contrapuesta a la
química. (Recuérdese que Hegel en la Ciencia de la lógica diferenció catego-
rialmente lo químico de lo mecánico). Así mismo cabría distinguir dentro
de los seres vivos —diferenciados ya a su vez de los inertes en el mundo
natural— vegetalidad y anim alidad y hacer con estas nociones otras tantas
categorías regionales. O dentro de las cosas que son objeto de los sentidos
externos —subdivisión a su vez dentro del orden de las cosas físicas o
naturales, contrapuesta a lo psíquico— distinguir las visibles de las
audibles y encontrar las categorías en que consistan visibilidad y
audibilidad ¿Se llegaría quizá en este proceso de especificación sucesiva de
las regiones categoriales hasta la definición esencial misma de todas las
especies de entes? Es decir, ¿a algo como el ideal aristotélico de una ciencia
de todos los entes por sus esencias? ¿O a una ciencia única universal de
todas las cosas, como soñó Descartes?
No, no se llegaría ni podría llegarse, porque no podemos en absoluto
intuir ninguna determinación a priori específica de canis, o equus, o felis de
donde se sigan con necesidad lógica todas las propiedades que se suelen
observar en los representantes individuales de esas especies animales. Lo
que se puede, en cambio, es form ar empíricamente una noción general con
las características observables en cada especie suficientes para distin­
guirla de las demás. El resultado no es ninguna esencia a priori sino un
concepto elaborado a posteriori. Es lo que Locke llama “esencia nomi­
nal” 14. Este es un procedimiento corriente en las ciencias naturales y en las
sociales. Son también conceptos a posteriori, al menos en lo que tienen de
específico, los de animalidad y vegetabilidad. En cuanto al concepto
“vida”, se debate entre biólogos y entre filósofos sobre aquello en que
consista la vida de los seres dotados de ella; del resultado definitivo de esa
controversia depende qué notas apriorísticas haya en su concepto. Entre
tanto, quizá algo de lo que descriptivamente se sabe de lo que es en sí la

14 J . L o c k e , op. cit., L . IV , c . V I, pp. 354 y 355.

95
vida biológica ofrezca algún aspecto apriorístico que pueda considerarse
como una verdadera categoría regional.
En conclusión, puede decirse que, a lo que parece, el a priori catego-
rial se aprehende más certera y claramente —en el conocimiento prefilosó-
flco y aunque no se tenga conciencia reflexiva de él— en los niveles más
generales de determinación; y a medida que se desciende hacia lo más
específico los datos sensibles se mezclan a lo apriorístico y tienden en
form a creciente a suplantarlo hasta las especies ínfimas, las que sólo
podemos describir en términos de lo conocido a posteriori; como ocurre
así mismo con los niveles inferiores de la escala. De hecho, la idea inspira­
d o ra del proyecto aristotélico de erigir una tabla de categorías era la de
incluir en ella solamente los géneros supremos de predicación. A esa idea se
ha ceñido más o menos el desarrollo del tem a en la historia de la filosofía.
Es interesante com probar que desde el punto de vista de ciertos
análisis corrientes en la filosofía analítica se llega a resultados conver­
gentes, pudiera decirse, con lo implicado por el concepto clásico de
categoría, por lo menos en lo tocante a la referencia de las categorías a lo
real y al problem a de sus diversos niveles de generalidad. Nos dice en efecto
el Análisis que la aclaración del lenguaje natural —uno de sus propósi­
tos— es ontológicamente reveladora “y todo lenguaje natural tiene su
propio esqueleto ontológico, y su ‘ontología’ ”, y la ontología es “la ciencia
de las categorías” 15. En estos enunciados “ontología” y “ontológico” signi­
fican simplemente la realidad que está ahí y se nos ofrece a nuestra expe­
riencia y es objeto de enunciados del lenguaje natural. Aunque no es este
exactamente el concepto de ontología que he venido usando, y a las cate­
gorías les dan los analíticos un tratam iento primordialmente lógico, lo que
por el momento interesa destacar es la afirmación clara y reiterada de que
hay categorías que nos dan información ontológica, es decir, noticia de
diferentes aspectos de la realidad. Según el Análisis pertenecen a una
misma categoría todas las cosas que se agrupen, bajo un predicado que
diga algo de lo real, en una misma “clase”, más las que queden incluidas en
la negación de ésta. Se form a así un “tipo” —referencia a la teoría de los
tipos, de Russell— y a este tipo pertenecen todas las cosas de las cuales
tenga sentido predicar P (con verdad o falsedad, mas no absurdamente). O
sea que cuando quiera que un predicado P es significativamente aplicable a
una osa, también lo es su complemento no-P. Es falso pero no absurdo
decir que la sangre es verde, porque la sangre pertenece a la clase de las
cosas que tienen color. Pero se incurre en absurdo, o sin-sentido, al
cometer una “equivocación categorial”, como al decir, por ejemplo, “la
extensión es triste”, enunciado en el cual —a menos que se trate de una
m etáfora poética— se atribuye una cualidad, anímica en este caso, a algo

15 F . S o m m e r s : “T ypes a n d O ntolo gy ” , en P. F. S tra w so n (ed.): P hilosophical Logic,


O x fo rd U niversity P ress, O x fo rd , 1967, p. 160, N o ta 1; p. 159, N o ta 2.

96
como la extensión, perteneciente a la categoría cantidad y carente total­
mente de cualidades anímicas, por lo menos. El sin-sentido, no consiste
pues en últim a instancia sino en desconocer en un enunciado el sistema de
determinaciones ontológicas de la cosa de que se habla.
Es notorio que lo anterior versa sobre el tem a del a priori categorial,
que no es otro que el de la teoría ontológico-metafísica de las categorías.
Por otra parte, dado que el concepto de “clase”, utilizado por el Análisis,
permite la elaboración de muy diferentes niveles de generalidad en las
clases, el ascenso hasta las más genéricas haría posible entrever desde ellas,
o, más aún, encontrar en ellas las categorías metafísicas. Y, curiosamente,
aquí resurge la cuestión —que arriba traté— planteada por la escala de
categorías, que es la de saber desde qué grado de generalidad en dirección
ascendente está interesado el ontólogo. A este como tal no le interesa saber
que una cosa sea roja o verde ni, un nivel más arriba, que sea coloreada,
sino que tenga el carácter de ser coloreada o incolora. (H asta aquí
Somers)16. Pero tam poco debe detenerse aquí el ontólogo, agrego yo,
sino finalmente en que cualquiera de esos predicados designa una cua­
lidad, y con esto se llega al nivel de las más altas determinaciones
ontológico-apriorísticas. En este punto hay que acudir al criterio
diferenciador a priori-a posteriori para encontrar el nivel desde el cual ha­
cia los superiores se descubran las genuinas categorías más genéricas, que
son las que ofrecen interés ontológicamente. En este momento se trascien­
de el aspecto meramente lógico de las categorías al vislumbrar, por lo
menos, en ellas un sentido ontológico-metafísico.
Con lo que antecede en lo concerniente al juego de lo a priori y lo a
posteriori en los niveles categoriales, etc., se tienen ya los elementos
necesarios para formular, así sea brevemente, un esquema de la relación
entre ontología y ciencias. Lo categorial y todo lo que de allí se deduce
traza pautas inquebrantables a todo lo que hay, pero, conformándose
siempre a ellas, cosas, hechos, com portam ientos difieren entre sí por carac­
terísticas que no se deducen de las categorías y sólo son comprobables a
posteriori. Toda la órbita de lo que es así conocido se rige por “leyes
naturales”, las cuales es tarea de las ciencias descubrir y formular. Dichas
leyes, en la medida en que, conformándose a las categorías, no se deducen
de ellas, podrían ser diferentes de como son y la negación formal de ellas no
sería contradictoria. En tal caso podría decirse a la inversa que esas
categorías permanecerían inm utadas e incólumes aunque el mundo real
constituido por ellas obedeciera a leyes diferentes de las que de hecho lo
rigen. No hay, pues, relación de deductibilidad de las leyes del m undo real
a partir de las categorías ontológicas. Por consiguiente la alegoría carte­
siana que com para la totalidad del conocimiento hum ano a un árbol cuyo

16 ¡b idem , p. 160.

97
tronco es la metafísica, las ramas, las ciencias, etc., es engañosa y desorien­
tad ora si con ella se quiere decir que las leyes cientíñcas se deducen, en el
pleno sentido de esa palabra, de enunciados metafísicos. No hay, pues,
continuidad entre ontología y ciencias, y en este sentido las ciencias no
tienen “fundam ento filosófico”. Es dentro de cada ciencia como los hechos
establecidos por métodos científicos y las leyes que los regulan encuentran
fundamentos en las “teorías” —en el sentido técnico epistemológico de la
palabra— elaboradas por esa misma ciencia.
P or otra parte, y sin perjuicio de lo anterior, el conocimiento
metafísico, como el científico, parte de la experiencia, y ésta puede ser
tanto la precientífica del sentido común como la elaborada por los
métodos científicos más exigentes. La historia de la metafísica muestra que
muchos de sus temas surgieron de los fenómenos mismos, obervados por la
experiencia del sentido común. En general, la manera como la ontología
debe tener en cuenta los resultados de la investigación científica consiste en
descifrar e interpretar el alcance ontológico que puedan tener los informes
que van dando las ciencias sobre el com portam iento inmensamente
complejo y variado de las cosas reales. Así, por ejemplo, de las doctrinas
sobre la relatividad o de las controversias actuales sobre lo que sea la vida
biológica pueden seguirse, y se siguen de hecho, consecuencias que en
ninguna form a interesen al conocimiento ontológico, ya sea por refinarlo o
enriquecerlo, o para modificar alguna tesis suya, o corroborarla o des­
truirla. Pero en casos tales no habría en aquellos informes científicos
solamente ciencia pura sino también contenido de carácter ontológico aún
no discriminado de lo científico, y tanto las ciencias como la ontología
ganarían en claridad, pureza y coherencia con la disociación mutua de lo
que pertenece a la una más bien que a la otra. De este modo se purifican
recíprocamente ontología y ciencia al desprenderse críticamente cada una
de lo que es exclusivo de la otra. Por esta vía queda abierta la posibi­
lidad de que, lejos de tenerse que deducir las categorías de un mismo
principio o según un mismo hilo conductor, como hizo Kant en su “deduc­
ción metafísica”, la experiencia metafísica vaya descubriendo nuevas
categorías, o profundizando en las ya establecidas, gracias al conocimiento
de nuevas formas de la realidad en todas sus manifestaciones. Lo cual
muestra, por cierto, que el reproche de Kant a Aristóteles por no haber
“deducido” sus categorías según un criterio unificado se retuerce contra
Kant, precisamente por haber hecho tal tipo de deducción, y habla en favor
de Aristóteles por no haberlo hecho. No lo hizo así, ciertamente, sino que,
com o es frecuente en su proceder filosófico, acudió al lenguaje para
recoger de él en su uso corriente, en su “ontología” —como diría la filoso­
fía analítica—, lo que con él se dice de las cosas de las maneras más
genéricas a que se pueda llegar.
Surgida, pues, de la experiencia en todas sus formas pero buscando,
en lo que ésta ofrece, los momentos trascendentales que la constituyen, la

98
ontología no tiene por qué merecer la crítica que se le suele hacer de que,
como metafísica, es una ociosa duplicación de un m undo real por un
mundo de ideas separadas del primero. Duplicación semejante se
encuentra en la filosofía de Platón, bien se sabe. Pero no la hay en una
ontología que se proponga descubrir los elementos a priori que configuran
las cosas reales en sí mismas, en su propio ser, no en un más allá de ellas.
“Trascendental” no quiere decir más allá de las cosas sino simplemente de
los aspectos empíricos de lo que nos es dado por la experiencia de las cosas.
A este se refiere la expresión “experiencia metafísica” —que es “expe­
riencia de lo a priori”— usada atrás. Y en cuanto a la palabra “metafí­
sica”, recuérdese que ella proviene de un mero accidente editorial, y su
ulterior interpretación metafórica como nom bre de la ciencia de “lo que
está más allá de la realidad física” ha contribuido a forjar esa falsa imagen
dualista. En vez de metafísica sería mejor hablar de “intrafísica” o algo
parecido, como la doctrina general de lo a priori inmanente a lo físico.
Creo que un saber así concebido se acerca mucho a lo que P. F.
Strawson denom ina “metafísica descriptiva”: “...hay un sólido núcleo
central de pensamiento hum ano que no tiene historia, o ninguna registrada
en las historias del pensamiento; hay categorías y conceptos que, en su
carácter más fundamental, no cambian en absoluto... Son ellos, sus inter­
conexiones y la estructura que forman, aquello en que una metafísica
descriptiva se ocuparía prim ordialm nte”. Y un poco más adelante: “Pero
esto no significa que la tarea de la metafísica descriptiva se haya hecho o
pueda hacerse de una vez por todas... Si no hay nuevas verdades por
descubrir, hay viejas verdades que redescubrir. Porque aunque el tem a
central de la metafísica descriptiva no cambia, el lenguaje crítico y
analítico de la filosofía cambia constantemente” 17.

(1978)

17 P . F . S t r a w s o n : Individuáis, M e th u en & C o., L o ndres, p. 10. (T r. m ía de los tex to s


citados).
D a n il o C r u z V e l e z

N IH ILISM O E INM ORALISM O

U n D ia l o g o c o n N ie t z s c h e

Si no nos estuviera invadiendo una ceguera tenaz para lo que no sea


superficial, epidérmico y de primer plano, la cual nos impide m irar en el
fondo de donde mana todo lo que está ocurriendo en nuestra época, no
habría una ocupación más urgente que la de meditar noche y día sobre el
fenómeno del nihilismo. Este fenómeno está a la vista hace mucho tiempo.
Nietzsche, desde su atalaya solitaria, anunció su aparición con estas
palabras sombrías: “El nihilismo está a la puerta. ¿De dónde nos llega este
el más terrible de los huéspedes?” 1. El anuncio se encuentra al comienzo de
La voluntad del poder, libro publicado por primera vez por los editores del
legado postum o nietzscheano en 1901, un año después de su muerte. Desde
entonces se ha intentado, una y otra vez, ahuyentar a tan desagradable
visitante. Pero en vano. El nihilismo, inexorable, se ha instalado entre
nosotros; y lo único que, por lo pronto, se puede hacer con él es trata r de
filiarlo y de averiguar su origen.
El térm ino nihilismo que comienza a usarse a fines del siglo XVIII en
la filosofía alemana, se difunde en el siglo XIX a través de la obra de
algunos novelitas rusos, sobre todo de la de Dostoievski, quien describe
impresionantes figuras nihilistas y la atm ósfera nihilista que comenzaba a
respirarse en su patria. Antes de Nietzsche, sin embargo, el nihilismo corre,
sin fuerza y como algo exótico y marginal, al lado de las grandes corrientes
de la cultura europea. Nietzsche es el primero que lo coloca en el primer
plano de la atención; el primero que lo vive y lo piensa en todas sus
dimensiones, y el prim ero que lo acepta como una potencia histórica con la
que hay que contar. Por eso se llama a sí mismo “el primer nihilista cabal
de Europa”2. Su nombre está, pues, íntimamente unido al nihilismo, y
cualquier intento de esclarecer este fenómeno debería ponerse en marcha
en un diálogo con él. Esto es lo que se propone el presente ensayo.

1 F. N i e t z s c h e : D er WUle zu r M achí, K roners Taschenausgabe, A lfred K.roner


S tu ttg a rt, p. 7. T o d a s las citas siguientes de N ietzsche rem iten a esta edición de sus Obras
com pletas.
2 Op. cit., p. 4.

101
N ih il is m o T e o r ic o y N ih il is m o P r a c t ic o

El campo de semejante diálogo tiene que ser el de la metafísica, pues


Nietzsche avista y discute en ella el fenómeno del nihilismo. Pero indepen­
dientemente de esta consideración biográfica, el solo sentido de la palabra
nihilismo nos remite al mismo campo. El nihilismo, en efecto, es lo que
tiene que ver con la nada (nihil), que es un tema central de la metafísica.
Es verdad que el tema capital de la metafísica es el ser de las cosas, mas
desde sus comienzos griegos aparece en ella el ser íntimamente unido con la
nada. Esta unión había tenido casi siempre el carácter de una correlación
equilibrada. La metafísica no podía explicar el ser sin referirlo a la nada,
pero la nada sin su referencia al ser resultaba incomprensible. Cuando
entra en escena el nihilismo se rompe dicho equilibrio. Eso ocurre al final
de la historia de la metafísica occidental, cuando, al llegara su plenitud con
Hegel, después de realizar todas sus posibilidades de desarrollo, pierde su
capacidad de transform ación y comienzo a declinar. Los modelos y
esquemas metafísicos con que se venía interpretando el ser de las cosas se
hacen entonces caducos; la nada, saltando al primer plano, desplaza al ser,
y el hom bre comienza a no saber qué son, en el fondo, las cosas, es decir, se
vuelve nihilista.
Lo anterior no significa, claro está, que el nihilismo tenga que ver sólo
con la filosofía profesional. Aunque su origen se encuentra en la metafísica
occidental, su radio de acción va más allá de ella, abarcando todas las
esferas de la vida hum ana. Además, últimamente ha rebasado el mundo
occidental y se ha hecho planetario. De modo que hoy, por doquiera, allí
donde se encuentre un terrícola, y en todas las creaciones específicas del
hombre (en las religiones, en las morales, en las artes, en la política, en las
relaciones sociales) tropezamos con su rostro azorante.
No se puede negar que es urgente describir las múltiples manifesta­
ciones del nihilismo; pero si queremos com prender esta multiplicidad,
primero tenemos que rastrear el origen del nihilismo, averiguar “de dónde
nos llega este el más terrible de los huéspedes”. Como se dijo, este origen
hay que buscarlo en la metafísica. Tal es también el parecer de Nietzsche.
Con todo, como nos podría objetar un conocedor de su obra, él busca el
origen del nihilismo igualmente en la moral. ¿Cayó Nietzsche aquí en una
contradicción? ¿O lo que pasó fue más bien que tuvo que seguir dos
caminos diferentes para poder encontrar la fuente de un fenómeno
sumamente complejo?
Ni lo uno ni lo otro. Lo que ocurre es que Nietzsche une la ipetafísica y
la moral tan inextrincablemente, que casi las confunde. Como se verá más
adelante, am bas son para él dos direcciones de la misma tendencia de la
vida a negarse a sí misma; y cuando tiene a la vista la unidad imperante allí
—que es lo más frecuente—, mezcla lo metafísico y lo moral, y enreda los
temas y los conceptos de am bas esferas unos con otros en tal forma, que se

102
hace dificilísima la intelección de sus textos, ya de por sí embrollados
debido a su carácter aforístico, fragm entario y asistemático. Mas a veces
tiene en cuenta la diferencia entre los dos dominios. Así, por ejemplo,
respecto al nihilismo distingue el “nihilismo teórico” en el campo de la
metafísica del “nihilismo práctico” en el de la moral3. Nietzsche no hace
mucho uso de esta distinción, y con frecuencia la olvida totalmente. Pero
nosotros debemos tenerla muy en cuenta, si queremos desenredar el ovillo
que son sus textos sobre el tema y, sobre todo, para tener siempre presente
que el nihilismo práctico no surge, como el nihilismo teórico, de la
pregunta por el ser de los entes, sino de la pregunta por el deber ser y las
normas rectoras de la conducta hum ana, es decir, en el ám bito de la praxis.
El nihilismo teórico se presenta cuando todo ente nos parece, en el fondo,
nada; y el nihilismo práctico, cuando la norm as que han regido nuestro
com portam iento pierden su validez, y ya no sabemos cómo debemos
obrar.
A esta última form a del nihilismo le da Nietzsche también el nombre
de inmoralismo, que encontramos más exacto, en vista de que la palabra
nihilismo encierra el componente nihil, tan cargado de tradición ontoló­
gica. Pero el término inmoralismo hay que tom arlo como un nombre
meramente descriptivo, como la designación de la ausencia de una moral
vigente, y de ninguna manera como la sanción del desenfreno moral, ni
como la negación expresa de la posibilidad de establecer normas morales.
A pesar de la indistinción en que mantiene casi siempre lo ontológico
y lo moral, Nietzsche fue el primero que vivió y pensó este nihilismo de la
praxis. Entre los moralistas había habido antes polémica y hasta lucha a
muerte en torno a las concepciones fundamentales de lo moral, pero la
moral misma nunca había sido puesta en duda. Pues siempre se había
creído —hasta en las formas más crudas del escepticismo— en alguna de
las instancias valiosas (los dioses, el Estado, la felicidad, la salvación del
alma, la perfección del ser humano, la utilidad, el progreso, etc.) que el
hombre ha colocado a través de su historia por encima de sí mismo como
fuente de validez de los principios que han de guiar su conducta. Mientras
que la experiencia de que parte Nietzsche es precisamente que todas estas
instancias han caducado y que ya nadie cree en ellas. P or eso dice de sí
mismo: “Yo soy el prim er inmoralista”4.

El N ih il is m o R a d ic a l

Lo que nos proponemos en este ensayo es aclarar algunas cuestiones


referentes al inmoralismo. Pero solo podremos lograrlo moviéndonos por

J Op. cit., § 4.
4 Ecce H o m o , p. 357.

103
entre el nihilismo teórico, porque, como queda dicho, en la mayoría de los
textos de Nietzsche sobre el tema ambos aparecen enlazados entre sí. Así,
en La voluntad de poder, al comienzo del capítulo titulado “Nihilismo”, se
encuentra la siguiente definición:
“El nihilismo radical es... la evidencia de que no tenemos el más
mínimo derecho a añadir un más allá o un en-sí de las cosas, que sea
‘divino’, la moral misma”5.
En esta definición pone Nietzsche a la vista el campo histórico-
filosófico en que ve el nihilismo, y exhibe la raíz común del nihilismo
teórico y del inmoralismo.
La expresión “más allá” (Jenseits) nos conduce de un salto a dicho
campo histórico-filosófico. Este es el platonismo (tom ado en un sentido
tan amplio, que no siempre se identifica coh la doctrina de Platón mismo) y
la metafísica occidental, que según Nietzsche es lo mismo que platonismo.
P ara él, metafísica es, sobre todo, la teoría de los dos mundos, que explica
el ser de las cosas de la experiencia refiriéndolo a un fundamento ideal —el
m undo de las ideas y de sus innumerables modificaciones— situado más
allá (meta) de la naturaleza (physis).
La expresión “en sí” (A n sich), también de clara estirpe platónica, no
hace más que explicar la anterior, pues solo designa una nota fundamental
de las ideas: estas son en sí, a diferencia de las cosas intram undanas, que
son en otro, en cuanto tienen su fundam ento en las ideas.
Si lo ideal, que es la dimensión del más allá y de lo en sí, se considera
como el ser propiam ente dicho de las cosas, su ser físico tiene que aparecer
solamente como lo accidental y aparente en ellas. P or eso, cuando alcanza­
mos la evidencia de que esa dimensión trascendente es una arbitraria
creación nuestra que no tiene nada que ver con el núcleo ontológico de las
cosas, estas quedan privadas de su fundam ento. El nihilismo radical es el
resultado de semejante privación. En él tiene su raíz el nihilismo teórico.
Pues es claro que las cosas sin su fundam ento se nos convierten en nada.
Pero allí está también la raíz del inmoralismo. ¿En qué sentido? Al final del
texto que comentamos Nietzsche nos da la clave para responder a esta
pregunta, al caracterizar el ser meta-físico de las cosas, puesto en
entredicho, como “divino” y como “la moral misma”, Pero para entender
la clave tenemos que recordar otro aspecto del platonismo.
El platonismo establece entre las cosas y las ideas una realización de
fundamentación ontológica, según la cual aquellas reciben su ser de estas.
Pero cuando se trata del hombre, que no es solamente una cosa, la relación
se modifica. El hombre es, por una parte, una cosa intram undana y, en
cuanto tal, copia de la idea invarible hombre. Pero también es práxis, un
ente con quehaceres, cuyo ser depende de lo que hace. Desde este punto de
vista, su ser peculiar no lo recibe de las ideas, como recibe su ser animal o

5 D er Wille z u r M acht: “ N ihilism us” , § 3.

104
sicofísico; no es, pues, algo que le haya sido prefigurado de antem ano, sino
más bien una tarea que tiene que llevar a cabo. De aquí que esté siempre
anhelando lejanías. P or esto, referidas al hombre, las ideas no funcionan
solo como moldes, que es lo que ocurre en su relación con las cosas, sino
también como metas del actuar. Pero en este caso las ideas se convierten en
ideales. Y la relación entre el hombre y lo ideal deja de ser una relación de
fundamentación ontológica y se transform a en una relación de fundamen-
tación normativa. Esta es la causa de que las ideas aparezcan en el plato­
nismo como fuentes de validez de las norm as rectoras de la conducta
humana.
Además, para Platón las ideas no son el último fundamento de lo que
hay; ellas también tienen un fundamento, que sí es el último, y al cual le da
los nombres de idéa toú agathoú (Idea del bien) y de lo theion (lo divino).
Ontológicamente, lo theion es la última fuente del ser de las cosas; pero en
la esfera práctica, visto desde el hom bre y sus fines, puede ser conside­
rado también como la fuente de validez de las normas de conducta. Esta es
la razón de que el cristianismo, que es para Nietzsche una form a del plato­
nismo —“el cristianismo, dice, es un platonismo para el pueblo”6—, refiera
las norm as morales a Dios. Lo cual, por lo demás, se justifica si lo divino es
la Idea del Bien. No importa que para Platón y para los griegos lo agathón
no tenga expresamente un sentido moral; pues tal sentido está implícito en
la palabra giega, y la traducción de idéa toú agathoú por sum m um bonum,
expresión con que se designa en la Edad Media también a Dios, no hace
más que explicitarlo.
Según lo anterior, no hay contradicción en el proceder de Nietzsche al
buscar el origen del nihilismo al mismo tiempo en la metafísica y en la
moral; pues la crisis de esta y la irrupción de aquel son lo mismo, en cuanto
el nihilismo es, en último término, la pérdida de la fe en las ideas y en los
ideales, que constituyen la base sobre la cual reposan tanto la metafísica
como la moral. Tampoco se puede decir que Nietzsche haya tenido que
seguir dos caminos diferentes para rastrear la fuente del nihilismo. El
metafísico y el moral son el mismo camino. Ambos conducen al
platonismo y al mundo de las ideas, y permiten contem plar el proceso de
disolución de estos, la cual corresponde a la irrupción del nihilismo.

O r ig e n d e la M e t a f ís ic a y d e l a M o ral

El nihilismo teórico corresponde a la crisis de la metafísica; el


práctico, a la de la moral. Y si la crisis de ambas tiene su origen en el
nihilismo radical, es menester esclarecer la procedencia de éste, para poder
establecer claramente la última causa de dichas formas del nihilismo y de la

6 Jenseits vo n G ul u n d Bose, p. 4.

105
crisis. Pero, metódicamente, el camino conduce a través de la metafísica y
de la m oral; por ello, la investigación tiene que ponerse en m archa como
una pregunta por el origen de am bas disciplinas.
Según Nietzsche, lo que hace posible la metafísica y la moral es la
doctrina de los dos mundos. ¿Cómo surgió esta doctrina? Una primera
pista para responder a esta pregunta nos la d a Nietzsche en las siguientes
palabras de estilo programático: “El ‘m undo verdadero’ y el ‘mundo apa­
rente’ —en buen romance, el m undo ficticio y la realidad”7. Aquí se pone al
revés el orden establecido por el platonismo. Lo que para este es lo
verdadero, es para Nietzsche una ficción; y, viceversa, lo aparente según el
platonismo —“este m undo”—, resulta ahora lo que es en verdad. ¿Cuál es
la actividad que produce esta ficción del “otro m undo”? En un aforismo
recogido en La voluntad de poder, leemos: “El m undo verdadero y el
m undo aparente —yo refiero esta contraposición a relaciones de valor.
N osotros hemos proyectado nuestras condiciones de conservación como
predicados del ser en general. Partiendo del hecho de que para prosperar
tenemos que ser estables en nuestras creencias, hemos decidido que el
m undo ‘verdadero’ no puede ser mudable ni un m undo en devenir, sino un
m undo siempre idéntico a sí mismo”8. Al referir Nietzsche la contraposi­
ción de los dos mundos a relaciones de valor, reduce la ficción del mundo
ideal a una valoración. Y si “las valoraciones expresan condiciones de
conservación y de crecimiento”, como se dice al comienzo del mismo afo­
rismo, la valoración de que surge la ficción del “otro m undo” debería ser
un medio de que se sirve la vida hum ana para conservarse y crecer; pero en
la parte del aforismo citada antes se habla exlcusivamente de “condiciones
de conservación”, no de “condiciones de crecimiento”. Esto indica que en
el surgimiento del m undo de las ideas están en acción únicamente las
valoraciones que son condiciones de conservación de la vida. Tal limita­
ción nos lleva directam ente al terreno donde Nietzsche ve aparecer la
metafísica, a saber; a un tipo de vida hum ana a la que no le interesa más
que no sucumbir. Desde el punto de vista de la voluntad de poder, que es la
esencia de la vida, semejante olvido del crecimiento, para interesarse solo
en la conservación, es un signo inequívoco de anquilosis y decadencia. Y
este es para Nietzsche, en efecto, el carácter de la vida de los griegos a fines
del siglo V a. d. C., cuando para poder afirmarse en este mundo, a pesar de
la mengua de su impulso vital, inventan un transm undo como punto de
apoyo, y comienzan a construir sobre esa base, con ánimo defensivo, el
edificio de la metafísica.
Como se ve, Nietzsche sigue un camino nuevo en la búsqueda del
origen de la metafísica. Este se ha rastreado casi siempre sicológicamente
en los llamados temples de ánimo: en el asom bro ante el ser, en la angustia

7 E cce H o m o , p. 294.
8 D er W ille zu r M a ch i, § 507.

106
frente a la nada, en la adm iración del orden reinante en el m undo o en la
duda respecto a su existencia, etc. Nietzsche lo busca, en cambio, históri­
camente en una forma determinada de la vida hum ana predominante en
una época. De modo que para él la metafísica no es una necesidad esencial
del hombre, como creían Platón y Kant, sino una especie de ideología, en el
sentido que le da a esta palabra el materialismo histórico en el siglo XIX,
esto es, la expresión condicionada históricamente de ciertos intereses de
una clase, un grupo o una época.
Suponiendo que la metafísica surge de una vida decadente del hombre
griego, ¿cómo era la concepción de lo que hay que aquella viene a
reemplazar, es decir, la de la época anterior, desde la cual se cae, época que
hay que suponer caracterizada por una vida ascendente? A esta época
Nietzsche le da el nom bre de “época trágica”. Desafortunadam ente, fuera
de unas indicaciones muy vagas, en sus escritos sobre Grecia (El origen de
la tragedia y La filosofía en la época trágica de los griegos) no encontramos
una caracterización suficiente de ella. Pero tenemos que suplirla, porque,
como térm ino de com paración, es indispensable para ver claramente
la imagen que tiene Nietzsche de la época en que surge la metafísica.
Para ello no nos queda otro recurso que reconstruir su imagen de la
época trágica per viam negationis, es decir negándole los caracteres de la
época de decadencia y atribuyéndole los diametralmente opuestos.
Pues bien: si en la época de decadencia en que surge la metafísica el
m undo se escinde en dos dimensiones contrapuestas —la natural y la
ideal—, constituyendo el ám bito de aparición de todas las cosas,
concebidas por ello ahora como un tejido de relaciones naturales e ideales;
y si el ser también se escinde en un ser natural (temporal, espacial, indivi­
dual, cambiante y perecedero) y un ser ideal (intem poral e inespacial,
universal, invariable y eterno), entre los cuales hay diferencias de rango, en
cuanto el prim ero es relativo al segundo, que aparece com o su fundamento
absoluto —entonces per viam negationis se puede suponer que para el
hombre trágico el ser era uno y homogéneo y que su m undo era
únicamente la physis o naturaleza, único ám bito de aparición de las cosas,
en el cual las veía surgir a la luz y hundirse de nuevo en lo obscuro, siempre
girando en el remolino del devenir, en un proceso incesante de nacimiento
y muerte, de construcción y destrucción, en un movimiento circular y sin
meta. Y si el hombre griego de la decadencia, por su parte, se escindió en un
ser empírico y un ser inteligible, de acuerdo con su pertenencia a los dos
mundos, entre los cuales comienza a moverse tendiendo siempre hacia el
otro “m undo”, donde pretende encontrar su ser pleno, entonces también se
puede suponer que el hombre trágico concebía su ser como homogéneo, y
que no poseía otro ám bito para desplegar su existencia que la naturaleza,
en la cual estaba atrapado sin posible escape hacia otra dimensión.
Se comprende de suyo que la concepción trágica del m undo y de la
vida hum ana exigía una actitud heroica, propia solo de un hombre de vida

107
ascendente, que, sin buscar ningún apoyo fuera de sí, desde el fondo de sí y
por sí, pudiese afirmarse, siempre de nuevo, en el remolino devorador del
devenir. Y es también obvio que el hom bre de vida decadente, que era
según Nietzsche el de fines del siglo V a.d.C. en Grecia, no pudiese asumir
esa actitud y tuviese que escapar mentalmente de ese medio inseguro e
insidioso de la physis hacia un mundo ficticio meta-físico o ideal que le
ofreciera un seguro reposo.
Ahora podemos entender mejor la parte final del último aforismo
citado: “Nosotros hemos proyectado nuestras condiciones de conserva­
ción como predicados del ser en general. Partiendo del hecho de que para
poder prosperar tenemos que ser estables en nuestras creencias, hemos
decidido que el m undo ‘verdadero’ no puede ser mudable ni un mundo en
devenir, sino un m undo siempre idéntico a sí mismo”. Esto es, los carac­
teres indicados arriba del ser ideal son la objetivación y cristalización de las
necesidades subjetivas de una vida decadente. Este tipo de vida sucumbiría
necesariamente si no pudiera estar referida, trascendiendo el m undo físico,
al ser como lo eterno, invariable, ajeno al nacimiento, al dolor, a la muerte,
etc. y por ello decreta que estos son los predicados del ser en general, y que
lo que no sea de este modo es casi un no ser.
El anterior es, pues, según Nietzsche, el origen de la contraposición de
un mundo físico, como lo meramente aparente, a un m undo de las ideas,
como lo que es en verdad (óntos on), la cual constituye el marco en que
surge la metafísica, que, moviéndose entre los dos mundos, comienza a
interpretar el ser de las cosas reduciéndolo a instancias ideales.
El mismo origen le atribuye Nietzsche a la moral. En el plan de El
inmoralista, libro proyectado pero no escrito, dice: “Desde el punto de
vista del origen, la moral es la suma de las condiciones de conser­
vación de una especie lamentable de hombre, malogrado en parte o del
todo”9. La moral es para Nietzsche también un expediente que inventa la
vida decadente para poder subsitir. Aquí lo que im porta es la determina­
ción norm ativa de la conducta humana, que no puede ser la misma para
una especie de hombre malogrado que para un hombre de la época trágica.
Este se da a sí mismo su propia ley, sin recurrir a una instancia
trascendente, y solo teniendo en cuenta su ser peculiar en cada caso. La ley
que lo rige mana, pues, de su existencia concreta. Por ello, esta ley tiene
que ser individual, en cuanto aquella es individual; y tiene que ser
cambiante, pues la existencia hum ana está siempre cambiando con el
cambio de las decisiones del hombre, de las situaciones en que cae y de los
golpes del destino. Pero el hombre de la decadencia no resiste la tremenda
responsabilidad que le exige una existencia trágica, ni la inseguridad e
inestabilidad inhetentes a ella. Entonces idea un sistema de normas válidas
para todo el mondo, invariables y eternas, que le acoten y garanticen un

9 D er A n tich rist, p. 290.

108
refugio seguro en medio de la naturaleza implacable; y, para darle a dicho
sistema un fundamento de validez, crea un m undo de ideas de lo bueno en
sí, lo justo en sí, etc., el cual pertenece, como el de las ideas de las cosas, al
más allá.
A este origen de la moral le atribuye Nietzsche la destrucción de la
unidad y homogeneidad originaria del ser del hombre. Al constituirse la
moral, según él, la vida hum ana se desgarra en dos esferas enemigas,
quedando adscrita a dos órdenes de legalidad diferente: al orden natu­
ral y al orden moral, entre los cuales el hom bre debe ahora conquistar
su ser auténtico —que resulta ser, claro está, el moral— reprimiendo su ser
natural mediante una subordinación de sus impulsos, instintos y
tendencias naturales a la tiranía de las normas.
En suma, Nietzsche encuentra el origen de la metafísica y de la moral
en la necesidad que siente el hom bre griego en decadencia, a fines del siglo
V a. d. C., de un punto de apoyo para poder subsistir en un m undo en el que
ya no puede afirmarse, lo que lo obliga a imaginar, por encima de
la naturaleza, un m undo ideal, que convierte —proyectando sus condi­
ciones de conservación como predicados del ser y del deber ser— en
fundamento ontológico de las cosas y en fundamento norm ativo de las
reglas rectoras de la conducta humana.

La P e r f e c c ió n del N ih il is m o

Por el contrario, la crisis de la metafísica y de la moral, o lo que es lo


mismo, la irrupción del nihilismo en su form a teórica y en su forma
práctica, se produce cuando el m undo ideal, el “otro mundo”, se desenmas­
cara como una ficción. El desenmascaramiento equivale al nihilismo
radical. Nietzsche colaboró en gran medida en esta tarea, pero no la
considera una obra exclusiva suya, sino el resutado de un complejo
proceso histórico. Esto hay que tenerlo muy en cuenta al leer las dos
fórmulas en que se declara nihilista e inmoralista. Dichas fórmulas no
quiere decir que Nietzsche sea el inventor del nihilismo y del inmoralismo,
sino que él es el primero que pone en libertad toda la fuerza, reprimida
hasta entonces, de esos fenómenos, permitiéndoles convertirse definitiva­
mente en las potencias históricas que son. Y esto en grado diferente, como
lo indica la diferencia entre las dos fórmulas. La fórmula sobre el nihi­
lismo teórico —“Yo soy el primer nihilista cabal”— indica, mediante el
adjetivo, que esta forma del nihilismo ya había entrado en acción antes de
Nietzsche, pero que nunca había podido desarrollarse plenarpente. La
fórmula sobre el inmoralismo, en cambio, habla sin ninguna limitación:
“Yo soy el primer inmoralista”. Quiere, pues, decir que la crisis de la moral
viene a declararse por primera vez en Nietzsche, a pesar de que la pérdida
de la fe en el “otro m undo” se había producido antes, determ inando un

109
desm oronamiento del suelo en que reposaba la moral. Esta revela así una
resistencia tenaz a las fuerzas que tendían a aniquilarla. Sobre su poder ha
llamado Nietzsche frecuentemente la atención. “Desde Platón —dice— ha
estado la filosofía bajo el imperio de la m oral”10. Ya explicamos cómo la
pone en juego y en el origen de la metafísica; y ahora, al final de la historia
del platonismo, la ve de nuevo en acción frenando la ruina total de aquel.
De aquí su afirmación: “La moral fue el gran antídoto contra el nihilismo
práctico y el teórico”11. Esto se entiende sin más respecto al primero, es
decir, respecto, al inmoralismo. Pero ¿en qué sentido fue la moral un
medio para frenar el nihilismo ontológico?
Lo que tiene Nietzsche aquí a la vista es la polémica de la filosofía
m oderna con la metafísica tradicional. Iniciada por Descartes, culmina en
la Crítica de la razón pura, donde Kant exhibe la metafísica de origen
platónico como una contrucción engañosa y su fundamento, el m undo de
las ideas, como una ilusión. Así supera el platonismo de su llamado
período pre-crítico, en el cual la doctrina de los dos mundos dom ina aún su
pensamiento, como se ve claramente en el escrito latino De m undo sensi-
bilis atque intelligibilis fo rm a et principiis, donde contrapone platónica­
mente un m undus sensibilis, accesible a los sentidos como algo fenoménico
y apariencial, a un m undus intelligibilis, solo abierto al entendimiento y
sede de las cosas en sí. Pero ahora, en la Crítica de la razón pura, al desapa­
recer el mundo inteligible, esa contraposición también desaparece; ei
fenómeno ya no es mera apariencia, sino la cosa misma, pero como cosa de
la experiencia, en la cual hay ciertamente componentes inteligibles, pero
no las ideas platónicas, sino las categorías que pone el entedimiento en la
constitución de los objetos.
Sin embargo, a pesar de su destrucción sistemática en la Crítica de la
razón pura, el “otro m undo” reaparece en el pensamiento de Kant justa­
mente por motivos morales, a la vista de lo cual hay que darle la razón a
Nietzsche cuando culpa a la moral de la pertinacia de semejante ficción.
Aunque Kant es el primero que libera a la m oral de la metafísica en sentido
platónico, al desligarla de toda instancia trascendente, centrándola en la
autonomía de la voluntad pura, precisamente cuando va a fundamentar esa
autonom ía se le cuela de nuevo el m undo inteligible. Pues encuentra que la
autonom ía de la voluntad, es decir, la libertad, es imposible si el hombre
pertenece exclusivamente a la naturaleza, que, por estar sometida a una
legalidad inquebrantable, no puede tolerar la libertad. Entonces, para que
esta pueda ser explicable, tiene que postular, aunque no pueda dem ostrar
su existencia, un mundo supranatural, referidas al cual son comprensibles
las acciones humanas, inexplicables por la causalidad natural, las cuales
revelan así una especie de “causalidad por libertad”. De esta suerte el

10 D er W ille su r M achí, § 412.


11 Op. cit., § 4.

110
hombre resulta de nuevo un “ciudadano de dos mundos”, dueño de un
“carácter empírico” y de un “carácter inteligible”; y el mundo y la vida
hum ana se vuelven a escindir en dimensiones contrapuestas.
El fracaso de la filosofía m oderna en su empeño de sacudir el yugo
de la tradición platónica paró, sin duda, lífexplosión del nihilismo ontoló­
gico. Pero este ya había entrado en acción en la filosofía anterior a
Nietzsche; por este motivo, él no se llama a sí mismo el primer nihilista
simplemente, sino “el primer nihilista cabal”. Lo que quiere decir
Nietzsche con esta fórmula limitada es que, a pesar de los ensayos de la
filosofía moderna tendientes a destruir el “otro m undo”, él es el primero
que se propone llevar a cabo dicha tarea libre de los supuestos que venían
retardando su ejecución. Como vimos, tales supuestos procedían de la
moral. De aquí que para Nietzsche su tarea previa sea la destrucción de la
moral, cuyo imperio, aunque vacilante en sus fundamentos, no había sido
tocado antes por la filosofía, ni siquiera por Kant. Por ello se llama a sí
mismo simplemente “el prim er inm oralista”: el primero que no se deja
seducir por la moral, esa “Circe de los filósofos”12.
En el prólogo escrito en 1886 para la segunda edición de Aurora,
publicada originariamente en 1881, recuerda Nietzsche como “lo peculiar e
incom parable” (expresión empleada en carta de agosto de aquel año,
dirigida a su editor Fritzsch, en que le propone la nueva edición) de la tarea
de su vida la iniciación de esa empresa destructora: “Entonces descendí a la
profundidad, y hurgué en el fondo; comencé a escudriñar y excavar una
vieja creencia, sobre la cual hemos edificado, desde milenios, nosotros los
filósofos, como si fuera el fundamento más firme —siempre de nuevo, a
pesar de que las contrucciones se venían siempre a tierra; comencé, en
suma, a socavar nuestra fe en la moral” 13. La destrucción de la fe en la
moral, que se pone en marcha en Aurora y continúa en las obras
posteriores, es, efectivamente, la tarea peculiar que le tocó a Nietzsche en el
proceso histórico de la liquidación del platonismo. Pero la destrucción no
ocurre solo por el afán de destruir. La destrucción está al servicio del
nihilismo que estaba ya ahí, y cuyas fuerzas refrenadas quiere poner en
libertad. En una nota programática recogida en La voluntad de poder,
leemos: “El nihilismo imperfecto, sus formas; nosotros vivimos en medio
de él” 14. Lo que se propone Nietzsche es superar esa imperfección del
nihilismo en que le tocó vivir. Pero la perfección del nihilismo no se podía
alcanzar mientras existiera la moral en cualquiera de sus formas. Ya vimos
que hasta en Kant, quien la separa de lo metafísico, de lo teológico, del
más allá, centrándola en el más acá del querer puro, la moral es la tram pa
para deslizarse al otro mundo. Lo mismo ocurre en las corrientes morales

12 M orgenrote, p. 5.
13 Op. cit., p. 4.
14 D er Wilte z u r M achi, § 28.

111
que aparecen en el siglo XIX. A pesar de su carácter positivista, todas van a
parar en el establecimiento de subrogados del más allá: la felicidad del
mayor número, la igualdad de los hombres, etc. cuya allendidad no es la
misma que la de las ideas o la de Dios, pues no tiene un carácter espacial
sino tem poral, en cuanto son concebidas como metas colocadas en un
futuro lejano, que nunca llega. En todas ellas no ve Nietzsche más que el
intento de sacarle el cuerpo a la tarea que le impone al hombre el nihilismo
perfecto: darse la ley de su conducta desde sí mismo y por sí mismo,
asumiendo los riesgos que esto implica, y sin buscar ningún apoyo fuera de
s í15.
• La destrucción de la moral le abre primero el paso a lo que Nietzsche
llama el “nihilismo activo”16. Este no se queda en el estadio de la mera
contemplación de lo que se derrum ba, característica del “nihilismo
pasivo”, sino que aniquila implacablemente todo lo que, gracias a las
argucias de la moral, no acaba de hundirse, sin perdonar máscaras ni
subrogados. Cumplida la tarea del nihilismo activo, sí se podrá entonces
lograr la perfección del nihilismo, que es la condición indispensable para
iniciar la tarea positiva de la construcción de la nueva filosofía supera-
dora del nihilismo. Los momentos indicados aparecen en las siguientes
palabras de Nietzsche: “ Deshagámonos del m undo verdadero. Para
poder lograr esto, tenemos que deshacernos de los valores vigentes hasta
ahora, de la moral... Cuando hayamos roto de esta manera la tiranía de los
valores tradicionales, cuando nos hayamos desembarazado del ‘mundo
verdadero’, tendrá que surgir, de suyo, un nuevo orden de valores” 17.

E l F in D e La M oral

Lo anterior explica la importancia que tiene en la obra de Nietzsche la


crítica a la moral. Desde Humano, demasiado humano (1878), que inicia
su obra propiamente filosófica, hasta La voluntad de poder, compuesta por
sus editores con papeles escritos entre 1882 y 1888, año en que deja de
escribir, encontram os en todos sus libros su extenso apartado dedicado a
la destrucción de la moral, además de los trabajos escritos expresamente
sobre el tema: M ás allá del bien y del m al (1886) y Genealogía de la moral
(1887).
La crítica tiene casi siempre la form a de una geneología, que escu­
driña el origen de la moral en la vida humana. Las instancias trascenden­
tes, consideradas antes como decisivas en el origen de la moral (lo divino,
las ideas, los ideales y los ídolos, los principios prácticos de pretensa

!5 Op. cit.. § 20.


16 Op. cit., § 22.
17 Op. cit., p. 322.

112
validez universal, los valores, etc.), las hace surgir también de la vida. Con
lo cual esta regresa a sí misma, después de haberse perdido en sus propios
productos, convertidos por ella —por una vida cansada decadente— en
sus tiranos y en los negadores de sí misma. De este m odo se restablece la
unidad y la homogeneidad de la existencia hum ana, desgarrada antes en
dos dimensiones contrapuestas. Y como esta “genealogía de la moral”
también muestra el origen “hum ano, demasiado hum ano” del mundo
ideal, este queaa reducido asimismo a la vida, superándose de esta suerte la
doctrina de los dos mundos y despejándose el camino hacia el nihilismo en
su perfección, después de lo cual sí se puede instalar el “nuevo orden”.
La instalación del nuevo orden se lleva a cabo como una transvalora­
ción de los valores. La transvaloración ( Umwertung) es la puesta al revés
del platonismo. Los valores —en el sentido nietzscheano, no solo los
valores morales, sino también las ideas, los conceptos, las categorías, los
principios, etc.— que antes se consideraban como positivos, aparecen
ahora como quimeras de un ficticio mundo ideal; y los valores que tradi­
cionalmente se consideraban como negativos, por tener su asiento en la
naturaleza, resultan ahora positivos. Pero aquí no nos interesa exponer
esta reinstalación de la filosofía en la naturaleza, el único campo de trabajo
que le queda después de la destrucción del más allá. Lo que nos im porta es
ver nuestro problema central desde el punto de vista de la reinstalación.
¿Qué pasa con el nihilismo y el inmoralismo después del establecimiento
del nuevo orden? ¿Qué suerte corren en él la metafísica y la moral?
Es de suponer que en el nuevo orden el nihilismo y el imoralismo
quedan superados. Y esto es lo que afirma Nietzsche. Pues si desde el
nuevo fundamento —la naturaleza— es posible decidir sobre el ser de los
entes y sobre las normas rectoras de la conducta humana, el hombre no
tiene por qué estar flotando en la nada en las esferas de la teoría y de la
praxis.
Pero, en rigor, para la metafísica y la moral no hay campo en el nuevo
orden. Se podría pensar que, gracias a la nueva posibilidad de interpre­
tar el ser de los entes y de fijar leyes prácticas, se podrían reconstruir ambas
disciplinas; pero Nietzsche las une tan indisolublemente al “otro m undo” y
al platonismo, que, al desaparecer estos, se ve obligado a considerarlas
como periclitadas. Desde este punto de vista, el fin del platonismo sería el
fin de la metafísica y de la moral, las cuales se reducirían a fenómenos
históricos con un comienzo y un fin. El comienzo sería Platón, el fin
Nietzsche.
Sobre la metafísica Nietzsche no deja ninguna duda al respecto; en su
opinión, ella es imposible después del aparecimiento del nihilismo. Tal
opinión, sin embargo, contradice su propia filosofía positiva, pues esta es
también una metafísica. A causa de su identificación de la metafísica con el
platonismo, Nietzsche no se da cuenta de que, a pesar de haberse salido de
este, sigue moviéndose en aguas metafísicas. Su doctrina de la voluntad de

113
poder no es, efectivamente, más que una forma de la metafísica de la
subjetividad que, en lugar del ego cogito cartesiano, establece el ego voio
como fundam ento explicativo de todo lo que hay.
Respecto a la moral sí hay alguna ambigüedad en sus textos. Ya
citam os uno de Aurora, obra tem prana, en el cual declara que su inten­
ción es acabar con la moral; en la época de madurez presenta a
Z arathustra com o el “destructor de la m oral” 18, y al final de sus medi­
taciones sobre el tem a en La voluntad de poder, leemos en un
aforismo dirigido contra los intentos de Kant y Hegel de fundam entar filo­
sóficamente una moral: “Nosotros ya no creemos en la m oral como ellos,
y, p or tanto, no tenemos que fundar una filosofía a fm de que la moral se
salga con la suya”19. Pero, por otro lado, Nietzsche intenta establecer una
moral en el nuevo orden, basada exclusivamente en la naturaleza (lo que él
llama la “naturalización de la m oral”). Desde este punto de vista, la
destrucción adquiere el carácter de una faena preparatoria de la nueva
construcción, com o aparece en una anotación del legado póstumo: “Yo
tuve que aniquilar la moral, para poder im poner mi voluntad moral”20.
Pero en nuestra opinión la destrucción de la moral tal como la lleva a
cabo Nietzsche hace imposible una nueva moral. Para convencemos de
ello es suficiente exam inar someramente el resultado de la reducción de la
moral a la vida. Nietzsche parte del siguiente principio: “No hay fenóme­
nos morales, sino una interpretación moral de los fenómenos”21. El
principio niega de antem ano la m oralidad, pues lo que llamamos fenóme­
nos morales, según él, no son tales, sino otra clase de fenómenos:
fenómenos naturales, que, en virtud de una interpretación, reciben un
sentido moral. De m odo que no hay fenómenos morales propiamente
dichos. Y la moral es una falsificación, movida por una necesidad sub­
jetiva de la vida hum ana, que, indiferente respecto a lo que se llama el bien
y el mal en sí, desnaturaliza los fenómenos naturales cubriéndolos de
cualidades ficticias, con el fin de conservarse en ciertas circunstancias que
exigen esa falsificación. La moralidad se origina, pues, en fuerzas de la vida
que no tienen nada que ver con la llam ada moral. En esta dirección hay que
entender la afirmación paradójica de Nietzsche: “La moral es un caso
especial de inm oralidad”22.
P or consiguiente, si a los fenómenos morales les quitamos lo interpre­
tado, solo nos restan fenómenos naturales, es decir, fuerzas vitales situadas
“más allá del bien y del mal” . Así quedan reducidos a lo que son realmente.
Pues lo interpretado es una ficción. Nosotros no nos damos cuenta de ello

18 A ls o s p ty c h Z arathustra, p. 72.
19 D er Wille zu r M acht, § 415.
20 U nsechuld des W erdens, 11, § 744.
21 D er W ille zu r M acht, § 258.
22 Op. cit., § 401.

114
en la actitud natural, porque la vida, a causa de su necesidad de conser­
vación, olvida ese carácter ficticio de los fenómenos morales y los
considera como algo real. En esta confusión ve Nietzsche una semejanza
entre la conciencia moral y la religiosa: “El juicio moral tiene en común con
el religioso que cree en realidades que no lo son. La moral es solo una
interpretación, más exactamente, una falsificación de ciertos fenómenos.
El juicio moral, como el juicio religioso, pertenece a un estadio de la
ignorancia en la cual todavía falta el concepto de lo real y la diferencia
entre lo real y lo imaginario, de tal modo que en dicho estadio de palabra
‘verdad’ designa cosas que nosotros llamamos ‘imaginaciones’ ”23.
Pero la negación de la posibilidad de la moral, implícita en el natura­
lismo de Nietzsche, se pone mejor de relieve si consideramos la suerte que
corren en él algunos conceptos éticos fundamentales, como son los de
deber ser, sujeto moral, libertad y responsabilidad.
El deber ser supone una cierta escisión de la existencia humana. Pues
lo que el hombre debe ser, es lo que no es todavía realmente; pero que, para
que pueda tener una fuerza vinculante, tiene que atañarle como la meta en
que ha de alcanzar la plenitud de su ser. Frente a su carácter fáctico
natural, que com parte el hom bre con la planta y el animal, el deber ser es,
por tanto, otra dimensión del ser humano. Esta dualidad es el fenómeno
que tiene a la vista el platonismo, y que interpreta adscribiendo el deber ser
al carácter ideal o inteligible del hombre, y la facticidad natural a su carácter
empírico. Cuando Nietzsche vuelve al revés el esquema interpretativo
platónico, el deber ser se evapora. Pues si lo que se consideraba allí como la
mera apariencia del hom bre —su ser físico— lo convierte Nietzsche en la
plenitud de su ser, ese “todavía no” que apunta más allá de su condición
natural desaparece, y el deber ser pierde de esta suerte su punto de
referencia, quedando vacío de sentido. Nietzsche lo dice sin ambages: “Un
hom bre como debe ser: esto me suena tan absurdo como esto otro: ‘un
árbol como debe ser’ ”24.
El sujeto moral supone igualmente una escisión del yo. P ara que se
puede hablar de un sujeto de la motivación, la deliberación, la elección y la
decisión, características de un acto específicamente hum ano, es necesario
que, frente al yo empírico de los instintos, impulsos y tendencias naturales,
haya un yo natural que se deje guiar por instancias no naturales. Pero,
como es obvio, semejante yo no tiene cabida en una concepción del
hom bre como mero hom o naturalis; por eso Nietzsche lo considera conse­
cuentemente como una ficción25. “Cuerpo soy solamente, y nada más que
cuerpo”, exclama Z arathustra26. El cuerpo (L eib)cs, pues, el sujeto de los

23 G o tzenda m m erung, p. 117.


24 D er Wille zu r M achi, § 332.
25 G o tzan d am m erung, p. 110.
26 A lso sprach Zarathustra, p. 34.

115
actos humanos. Pero la palabra Leib hay que tom arla en su sentido exacto,
que no aparece en nuestra palabra cuerpo. El Leib no es solamente externo,
sino también intimidad, es decir, yo; pero no el yo que se contrapone a lo
físico, sino una especie de intracuerpo (cuerpo visto desde dentro) o de yo
corporal (el yo fundido con el cuerpo). En el fondo, el Leib es ese yo
fisiológico que pertenece exclusivamente a la physis, y que está sometido a
la rígida legalidad de esta. Por ello, los actos humanos no admiten según
Nietzsche una explicación distinta de la mecánica, en la cual no se tienen en
cuenta la voluntad, los propósitos, las metas, etc. En ellos lo que ocurre es
lo siguiente: “ Una cierta cantidad de fuerza se pone en actividad, y hace
presa en algo en que pueda descargarse. Lo que llamamos ‘meta’, ‘fin’,-no
es en verdad sino el medio de que se sirve este proceso explosivo
involuntario”27. Los actos hum anos no se diferencian, pues, de los
procesos naturales; y así como carece de sentido hablar de un sujeto de
actos morales cuando, por ejemplo, un rio se desborda y destruye una
ciudad, así tam poco podemos hablar de un sujeto moral cuando la
destrucción la lleva a cabo un hombre enfurecido.
La libertad, tom ada en el sentido moral de la facultad del hombre a
determinarse a obrar independientemente de sus instintos, impulsos y
tendencias naturales, es también imposible en una existencia humana
reducida a la mera naturaleza. En esta reina la causalidad natural deter­
minada por leyes inflexibles,y si el hombre no pudiera estar referido a una
instancia no natural determ inante de sus actos, no podría producirse una
excepción en el proceso causal natural, es decir, no podría obrar libre­
mente. •
La responsabilidad es igualmente imposible si el hombre es solo un
ente natural. A un hombre que no es un sujeto moral, sino el escenario de
procesos naturales necesarios, no se le pueden im putar sus actos, ni hacerlo
responsable de ellos. Si sus actos no dependen de su voluntad libre,
im putación y responsabilidad carecen de sentido. Tampoco cabe la
alabanza ni la censura respecto a su conducta, porque, como dice
Nietzsche, “es disparatado alabar o censurar a la naturaleza y a la
necesidad”28.

La M oral En La E po ca D e l n ih il is m o

Nietzsche es consecuente al negar la posibilidad de la metafísica y de la


moral después de la ruina del platonismo; y nosotros tenemos que acompa­
ñarlo en esta negación..., pero solo si aceptamos los supuestos con que él

27 U n schuld des Werdens, II, p. 229.


2* M enschliches, A üzum enschliches, p. 96.

116
opera. Ahora es necesario examinar dichos supuestos, para ver si en el
examen se nos ofrecen unas bases diferentes para discutir el destino de la
metetafísica y la moral en la época del nihilismo en que vivimos.
El primero de estos supuestos es el contenido en la identificación de la
metafísica con el platonismo. Si se acepta tal identificación, la metafísica es
irremediablemente imposible en la época del nihilismo, pues este destruye
el fundamento en que reposaba el platonismo. Pero, como anotamos
antes, el proceder de Nietzsche mismo contradice el supuesto y la
consecuencia. Su doctrina de la voluntad de poder es una form a de la
metafísica de la subjetividad de origen cartesiano, la cual se constituye
sobre un fundamento diferente del de toda metafísica de cuño platónico. La
metafísica, por ende, no es lo mismo que platonismo; y después de la ruina
de este, la metafísica sigue su marcha. Justam ente dicha ruina, producida
por el nihilismo, es lo que hace posible la nueva form a de la metafísica de la
subjetividad que presenta Nietzsche. Esta forma no había podido desa­
rrollarse, porque el platonismo seguía actuando tenazmente en el seno de la
metafísica de origen cartesiano como un cuerpo extraño, como lo vimos en
el caso de Kant, y como se podría m ostrar en toda su historia desde
Descartes hasta Hegel; mas cuando el nihilismo desaloja el platonismo de
ella, nada se opone al desarrollo pleno de su posibilidad extrema, que es
dicha metafísica de la voluntad de poder.
El segundo supuesto está contenido en la definición clásica del
hombre: hom o est anímale rationale. Aunque esta definición expresa la
quintaesencia del platonismo (lo racional en el hombre corresponde al
mundo inteligible o ideal, y la animalidad, al mundo sensible), Nietzsche
sigue moviéndose en el marco que ella traza. Lo único que hace es volverla
al revés. Y como el platonismo había visto al hombre predominantemente
desde la ratio, el espíritu, lo divino, etc., Nietzsche desplaza el centro de
atención hacia la animalitas. Lo que lo mueve a ello es el nihilismo. Si este
aniquila la dimensión de lo inteligible, aquellos conceptos, que pertene­
cen a ella, no pueden seguir siendo utilizados para determ inar la esencia del
hombre. Entonces, de la definición clásica no queda sino un muñón: hom o
est animal. A Nietzsche no le tiembla el pulso, y escribe: “Nosotros hemos
tenido que volver a aprender de nuevo. En todo respecto, nos hemos vuelto
más humildes. Ya no derivamos al hombre del ‘espíritu’, de la ‘divinidad’;
lo hemos vuelto a colocar entre los animales”29.
Claro está que si opera con este supuesto y se acepta el hecho del
nihilismo, la moral se hace imposible. Un animal, aunque sea la “blonde
Bestie”, no tiene nada que ver con el sistema norm ativo que ordena una
conducta por encima de la animalidad. El animal es un trozo de la
naturaleza, y está sometido a la legalidad natural, en la cual no tienen

-9 D er A n tichrist, p. 202.

117
cabida los conceptos del deber ser, sujeto moral, libertad y responsabi­
lidad, que constituyen el eje en torno al cual se constituye la moralidad.
Dicha imposibilidad salta a la vista en los escritos de Nietzsche dedicados a
este tema, no solo en su parte destructiva, sino tam bién en su parte
constructiva, donde intenta fundam entar una nueva moral. Pues la “moral
de los señores” que él proclam a no es una moral en sentido estricto. Y la
descripción que hace de los instintos y virtudes espléndidos de ciertos
ejemplares de hum anidad, su exaltación de la voluntad de dom inación y de
poderío y su apología del más fuerte, tienen más bien el carácter de una
com probación de fenómenos biológicos o históricos, y pertenecen más a
las ciencias naturales o a la historia que a la moral.
Pero si no operamos con dicho supuesto de la antropología
occidental, las consecuencias del nihilismo no tienen que ser necesaria­
mente las indicadas, y el intento de Nietzsche de “socavar nuestra fe en la
m oral” puede considerarse como m alogrado; ni tenemos que renunciar
necesariamente a la posibilidad de una nueva moral. Lo cual no equivale,
sin embargo, a una vuelta a la fe en la moral que liquida Nietzsche; esta fe,
fundada en la creencia en el “ otro m undo”, pertenece irremediablemente al
pasado. Tam poco equivale a una negación del hecho del nihilismo. No­
sotros vivimos, queramos que no, en la época del nihilismo, y sería
extem poráneo y extravagante negar su presencia ostensible. Somos nihi­
listas, si el nihilismo es solamente la negación del “otro m undo” en todas
sus formas y máscaras. Somos inmoralistas, si el inmoralismo es solamente
la negación de un sistema de norm as basado en un “deber ser ideal”
enraizado en las ideas en sí o en los valores en sí, independientes del
hombre, divinos, absolutos y universalmente válidos.
De manea que si en la época del nihilismo se quiere construir una
moral, su fundam ento no pude buscarse en un más allá, al que tendría que
pertenecer de alguna manera el hombre, así como pertenece a la
naturaleza. La naturaleza, por otra parte, tam poco puede ser ese
fundamento, pues si ella no es una quim era como el más allá, sí es
insuficiente para explicar la moralidad de que es capaz el hombre. En la
fundam entación de la moral, el lugar esencial del hom bre no puede
establecerse ni en un transm undo inexistente, ni en una naturaleza insu­
ficiente. En otros términos: la superación del inmoralismo no puede
consistir ni en una “naturalización de la moral”, porque la moral que
resulta de esta operación (la “moral del más fuerte”) es la negación de su
esencia; ni pude consistir en la vuelta a instancias trascendentes (lo divino,
las ideas, los principios prácticos absolutos, los valores, etc.), porque todo
esto fue barrido por el ventarrón del nihilismo.
* * *

Aceptado lo anterior, tenemos que preguntar ahora: ¿Nos deja sin


punto de apoyo, desorientados y perplejos la negación de los supuestos con
118
que opera Nietzsche en la discusión sobre el destino de la metafísica y de la
moral en la época del nihilismo? O con otras palabras: ¿Nos impide dicha
negación superar el nihilismo teórico y el nihilismo prático?
Respecto a la metafísica, la negación de su identidad con el
platonismo nos pone a la vista un nuevo horizonte. Este es el de la
metafísica de la subjetividad, de la cual resulta ser una form a extrema la
doctrina de la voluntad de poder de Nietzsche. En este horizonte habría,
pues, que discutir el destino de la metafísica y la superación del nihilismo
teórico. Pero este no es actualmente nuestro tema. Lo que nos interesa,
como anunciamos al comienzo, es el destino de la m oral y la superación del
inmoralismo.
En este respecto, el rechazo del esquema de la antropología occidental
que ha servido de base a la discusión sobre la moral, no nos permite
considerar al hombre ni corno espíritu o razón, ni como animal, ni como
una mezcla de ambos. Y como Nietzsche sigue operando con este esquema,
aunque vuelto al revés, él no nos pone a la vista otro horizonte, como sí
ocurre en el caso de la metafísica. Por ello tenemos que buscarlo en otra
parte, si no queremos renunciar a la posibilidad de una moral y a la supera­
ción del inmoralismo.
Otro horizonte para ver el ser del hombre, distinto del platónico,
aparece ya en el siglo XIX, gracias justam ente a la acción destructora del
nihilismo. En la llam ada izquierda hegeliana, que había resultado del
desmoronamiento del sistema de Hegel, en el cual había llegado a su
plenitud la metafísica occidental, había comenzado a vislumbrarse dicho
horizonte. Este es el de la praxis. El cual, sin embargo, no era nuevo, sino
muy viejo, pues ya se encuentra en Aristóteles, en quien debemos
reconquistarlo, pues allí está en forma pura, mientras que en el siglo
XIX adquiere un sentido especial y espurio —sociológico, político o
económico—, que, al limitar la praxis a aspectos parciales de la existencia
hum ana, le hace perder su sentido radical, es decir, su referencia a la última
raíz del ser del hombre. Nietzsche no tuvo ningún contacto con los
pensadores de la izquierda hegeliana, varios de ellos contem poráneos
suyos, y casi ninguno con Aristóteles, a quien debería haber prestado
mayor atención en cuanto helenista de profesión. Totalm ente absorbido
por Platón, carecía de ojos para lo que no fuera platonismo. P or ello no
pudo encontrar una salida fuera de este, sino que se enredó cada vez más en
sus mallas.
Con todo, aunque Nietzsche hubiera frecuentado los textos aristoté­
licos, posiblemente tampoco habría encontrado una salida, pues en ellos
no era fácil ver el horizonte de que hablam os, sobre todo para un hombre
como Nietzsche que parecía fascinado dentro del círculo mágico que le
había trazado Platón al pensar.
Ese horizonte estaba en dichos textos, aunque oscurecido por la
sombra de Platón. Pues Aristóteles, como el pensador en quien llega a su

119
plenitud la metafísica griega, arrastra consigo los conceptos cardinales del
platonismo, algunos de los cuales los emplea sin más, sin hacerse cuestión
de ellos, es decir, como supuestos. Pero, a menudo, por entre esos
conceptos recibidos se van entretejiendo sutilmente los conceptos conquis­
tados por él en contacto con las cosas mismas.
Esto puede observarse en la Etica nicomaquea, al investigar Aristó­
teles el ser del hombre. Este aparece allí predominantemente como zoion
logon ekhon, o sea, como animal rationale, de acuerdo con la traducción
latina, que identifica el lógos con la ratio. Tal concepto platónico del
hombre le sirve a Aristóteles de marco de la investigación. Pero, en medio
de ella, cara a cara de los fenómenos de la existencia humana, se le viene a
las manos otro concepto del hombre. El hombre es praxis tis, el hom bre es
una cierta praxis, dice entonces Aristóteles. Este hallazgo debería haber
cambiado totalmente el marco, el método y la meta de la investigación.
Porque viendo al hombre a la luz de la praxis, ya no se trata de moverse
entre su carácter físico y su carácter racional, com parando sus cualidades
específicas con las del animal, para fijar finalmente su racionalidad como
lo peculiar de su ser, sino de averiguar qué clase de praxis es el hombre,
com parándola con otras formas de la praxis. Pero este cambio no se
produjo. Aristóteles mantiene el modelo platónico a través de todo el
tratado, aunque sin poder ocultar del todo lo avistado a pesar suyo.
Aristóteles tuvo que avistar el ser del hombre como praxis, a causa de
su concepción general del ser. El ve el ser en el horizonte del movimiento.
Este horizonte es lo nuevo que él introduce en la filosofía griega. Después
de que durante siglos se había buscado el ser de las cosas en lo inmóvil en
ellas, Aristóteles resuelve que ese ser está precisamente en la movilidad,
que todo ente es, por tanto, esencialmente un ente en movimiento. Pero el
movimiento, la kínesis, tiene numerosas formas, de acuerdo con los
numerosos modos de ser de los entes. De modo que la kinesis no significa
solo la traslación de un cuerpo en el espacio, como en la física moderna,
sino toda clase de cambio, de mutación, de transformación y de acontecer
en que una cosa está en marcha hacia su pleno ser, hacia su dejar de ser y,
en general, hacia cualquier fase de su devenir. Especies del movimiento
son: el cambio cualitativo (alloviosis), como cuando una hoja se vuelve
amarilla, el aumento (haixesis) y la disminución (phthesis), o sea, el
cambio cuantitativo, como cuando un cuerpo crece y decrece; generación
(génesis) y corrupción (phthord), como cuando un animal nace o muere30.
Esta amplia concepción del movimiento le permite a Aristóteles utilizarlo
como hilo conductor en el estudio de los entes físicos, pero cuando tropieza
con el hombre, ninguna de las formas indicadas le basta para explicar su
ser. Pues dicho ente no solo sale a la luz con el nacimiento, y se hunde en lo
oscuro con la muerte; no solo crece, florece y se marchita, desarrollando

30 A ristóteles: Physica, 201a 9 ss.

120
posibilidades que se convierten así en realidades, y no solo se mueve de un
lugar otro, sino que tiene un modo de ser específico irreductible a su ser
vegetal y animal, que no se puede explicar utilizando dichas formas del
movimiento. Sin embargo, Aristóteles tampoco renuncia aquí al movi­
miento como hilo conductor. Y busca en el hombre algo que se pueda
captar como movimiento, como su movimiento específico. Así encuentra
la praxis. Pues el práttein del hombre, su obrar, es también una forma del
movimiento: el movimiento que consiste en el despliegue de una actividad,
después de elegir libremente una posibilidad entre varias y de proyectarse
hacia la meta fijada en la elección, con la decisión de alcanzar esa meta y no
otra.
Si el hombre es, pues, una cierta praxis, la determinación de su ser no
puede consistir en com pararlo con el animal, como ha ocurrido casi en
toda la antropología occidental, sino en confrontarlo con otras formas de
la praxis. Ahora bien, lo que podríamos llamar el orbe pragmático está
constituido por los instrumentos y las obras de arte, que son productos de
lo que los griegos llaman la téhkne. En este campo orienta Aristóteles su
investigación de la esencia del hombre en la Etica nicomaqueaii.
La investigación comienza preguntando por el érgon del hombre, es
decir, por su tarea peculiar, por su obra propia, por su función esencial.
Para esclarecer el sentido de la pregunta, Aristóteles compara al hombre
con el representante de la tékhne, con el tekhnítes, y dice que, así como
este, para ser lo que es, tiene que realizar la obra que le es propia en cada
caso, el hombre también ha menester una obra exclusiva suya, en cuya
realización conquiste su propio ser. “Pues así —dice— como para el flau­
tista y el arquitecto y para todo artesano y artista, y, en general, donde hay
una obra y la actividad correspondiente, el valor y lo bien logrado de la
obra parecen estar presentes en ella, así también hay que suponerlo para el
hombre, si es que hay una tarea y una obra que le sean peculiares. ¿O hay
determinadas tareas y obras para el carpintero y el zapatro, pero ninguna
para el hombre? ¿Ha nacido este estéril y sin tarea? ¿O así como el ojo, la
mano, el pie y, en general, cada uno de los miembros tiene una función, no
tendrá el hombre también una función aparte de todas estas? ¿Cuál
sería?”32. De lo que se trata, pues, es de la tarea y de la obra del hombre en
cuanto hombre, no en cuanto flautista, carpintero o zapatero. El zapatero
cumple su tarea, ejerce su función y termina su obra —los zapatos— bien o
mal; en el ejercicio de su praxis se constituye como zapatero; y del modo
como la lleve a cabo, bien o mal, depende el que sea un zapatero bueno o
malo. Lo mismo debe ocurrir con el hombre. Pero si la obra del zapatero
son los zapatos, ¿cuál es la obra del hombre en cuanto hombre? La
respuesta de Aristóteles es: la vida humana, es decir, el ser mismo del

31 A ristóteles: E thica nicom archea, 1097a 15 ss.


« Op. cit., 1097b 26-35.

121
hombre. En esta tarea, él tam bién puede hacerlo bien o mal: lograr su ser
pleno y auténtico o fallarlo. Esta es precisamente la cuestión central de la
ética aristotélica, la cual gira en torno a la pregunta por la form a suprema
de la praxis, que recibe el nom bre de eupraxía, en la cual há de lograr el
hom bre su ser en la form a de la perfección. Pero, por otra parte, aquí
aparece una diferencia esencial entre la praxis que es el hombre y la praxis
que es el tekhnítes. Cuando el zapatero term ina su obra, esta se independiza
de la praxis, o sea, del movimiento en que ha sido realizada, y este cesa.
Mientras que el hombre, en la ejecución de su obra específica, nunca
term ina al llegar a la meta, sino que vuelve a comenzar. Esto significa que
su érgon nunca está term inado antes de la muerte, cuando se deja de ser, lo
cual obligó a Aristóteles a considerarlo más bien como una enérgeia.

***

Si en la época del nihilismo el fundam ento que le ofrecía el plato­


nismo a la ética ha desaparecido, y el que le ofrece Nietzsche —todavía
enredado en las mallas del platonismo— es insuficiente, no sería aventu­
rado intentar superar el inmoralismo reinante reconstruyéndola sobre el
suelo de la praxis.
Así comenzaría la ética a moverse en su suelo propio. Pues no consi­
deraría al hom bre ni como physis, ni como lógos o ratio, sino como éthos,
que es una palabra griega para designar el ser del hombre como praxis. Ya
en la época de Anstóteles éthos es lo mismo que m orada. Primero designó
el lugar en que permanecen habitualm ente los hombres, pero luego
comenzó a designar una especie de m orada interior de estos. Gracias a esta
m orada el ser hum ano puede asumir una actitud no exclusivamente
natural en medio de la naturaleza; es decir, estar como la planta y el animal
inserto en ella, pero instalado en su propio mundo, que es justam ente el
éthos. Este ám bito no físico de su existencia es, pues, la dimensión que el
hom bre abre en la naturaleza para poder existir en ella humanamente.
Es claro que una ética que se mueva exclusivamente en el campo del
éthos no tendría que buscar su fundam ento en el más allá —ni en las ideas,
ni en lo divino, ni en los valores—, sino en el ser mismo del hombre; no
sería, por tanto, una ética idealista, ni teonómica, ni axiológica. Tampoco
tendría que buscarlo en su ser natural, que com parte el hombre con el
animal; así que tam poco sería una ética teromórfica.
Pero semejante rechazo de los modelos platónicos no tiene que
equivaler a una renuncia al fenómeno de la dualidad de la existencia
hum ana, que vio claramente Platón, pero para interpretarla erróneamente
mediante la teoría de los dos mundos. Se puede negar que el hombre sea un
ciudadano de dos mundos en el sentido platónico, sin renunciar al
dualismo. Pero la dualidad hay que interpretarla en el horizonte de la
praxis. Si el ser del hom bre consiste en una tarea, no es difícil m ostrar que

122
para cumplirla tiene que proyectarse fuera de sí hacia las metas elegidas,
escindiéndose de este modo en lo que es de modo fáctico actualmente y lo
que va a ser. Tal escisión no conlleva la destrucción de la unidad y hom o­
geneidad del ser del hombre, porque no es un desgarramiento en dos
esferas contrapuestas y enemigas, sino el despliegue de los momentos
constitutivos de un todo unitario.
Desde este punto de vista, se puede explicar el deber ser, sin
transponerlo a un mundo ideal. En el cumplimiento de la tarea en que
consiste su ser, lo que va a ser el hombre es su deber ser. Aquí hay un
tascender hacia..., pero no hacia un más allá, porque la dimensión del
trascender no es el espacio sino el tiempo. Tascendiendo hacia su deber ser,
el hombre trasciende hacia el futuro. Pero este momento pertenece a su ser.
El hombre es de tal m odo,que debe llegar a ser lo que no es todavía. Este
“todavía no” es, por ello, un elemento constitutivo de su ser.
Por otra parte, si el hombre en cuanto hombre no recibe un ser prede­
terminado como la planta o el animal, sino que tiene que hacérselo como el
escultor hace la estatua, necesita elegir entre varias posibilidades de ser. La
elección es, por ende, un momento constitutivo de su ser. Lo mismo que la
responsabilidad. El hom bre es responsable de la elección; y, en cuanto la
posibilidad elegida no se realiza “naturalm ente”, como ocurre en los entes
físicos, sino que su realización depende del modo como el hombre la lleve a
cabo, esto es, bien o mal, aquel es también responsable de ella. La elección
y la realización están, pues, en su mano, y le pueden ser imputadas; y la
imputación puede ir acom pañada de censura o alabanza.
Lo anterior significa que el hombre es libre. Pero la libertad hay que
explicarla pragmáticamente, no recurriendo a un hipotético carácter inte­
ligible del hombre o a su pertenencia a un m undo supranatural. Si el ser del
hom bre no es, como el ser en la naturaleza, un ser fijado de antem ano, sino
que algo que se constituye en la elección y realización de posibilidades, este
ente singular tiene que poder estar sometido a una causalidad no natural,
es decir, a una “causalidad por libertad”.
Como se ve, no es difícil salvar los conceptos cardinales de la ética
considerándolos exclusivamente en el horizonte de la praxis. Y esto es
posible, porque dichos conceptos no expresan fenómenos históricos
surgidos con el platonismo y que se evaporaron con el nihilismo, como
cree Nietzsche, sino estructura fundamentales de la existencia humana.
P ara superar el inmoralismo habría que hacer el ensayo de construir
una ética basada en dichos conceptos. Esta ética tendría que ser muy
diferente de las anteriores. Ante todo, no podría estar compuesta de
preceptos universales. La universalidad de las normas éticas solo se puede
bastar en instancias trascendentes (lo divino, las ideas, el Estado, la
felicidad hum ana, el progreso, la razón universal, los valores, etc.). Pero en
la época del nihilismo no se puede recurrir a estas instancias. Lo único que
ha quedado firme después de la pleamar nihilista es el ser del hombre en

123
cada caso, el cual siempre es individual, en cuanto se constituye en un
proyecto existencial único dentro de una situación concreta peculiarísima.
Por otra parte, habría que comenzar con una especie de ética negativa. El
hom bre es un ser histórico, y la tradición, que pertenece a su ser en la forma
de la situación histórica, lo determ ina de tal modo, que las normas éticas
anteriores, aunque hayan perdido su validez, le siguen ofreciendo los
modelos de su conducta. P or ello, sería necesario establecer una serie de
preceptos prohibitivos que vayan alejando al hombre, per viam remotio-
nis, de todo lo que él no es propiam ente, pero en lo cual tiende a perderse.
En el siglo XIX y en el nuestro se ha reunido un material suficiente para ver
con claridad estas alienaciones. Después tendría que venir la tarea positiva
de la fundam entación de una nueva ética, para lo cual hay también,
aunque dispersos, muchos elementos en la filosofía contemporánea.

124
R a f a e l G u t ie r r e z G i r a r d o t

HEGEL

N otas H eterodoxas P ara Su Lectura

“Lutero hizo hablar a la Biblia en alemán, usted a Homero: el más


grande regalo que puede ofrecerse a un pueblo; pues un pueblo es bárbaro
y no ve la excelencia de lo que conoce como algo verdaderamente suyo,
mientras no aprenda a conocerlo en su lengua. Si quiere usted olvidar estos
dos ejemplos, diré de mis esfuerzos que he de intentar enseñar a la filosofía
a que hable en alemán. Y cuando se haya logrado este propósito, resultará
infinitamente más difícil dar a la vulgaridad apariencia de oración pro­
funda”. Estas famosas y m altratadas frases de Hegel, tom adas de un
proyecto de carta a J. H. Voss, dem ayode 1805,son la tácita conclusión de
un párrafo anterior, en el que con inocente inmodestia anuncia al
venerable Voss que, después de tres años de silencio, habrá de presen­
tarse, al fin, con un “sistema de filosofía”, cuya publicación creía poder
prometer para ese otoño. El “sistema” dilató su aparición dos años más, y
cuando en abril de 1807 salió de las prensas de la casa Goebhardt de
Bamberg, el libro mil veces prometido no era todo el “sistema de la
ciencia”, sino solamente su Prim era parte, “la fenomenología del espíritu”.
Esta obra fue, sin embargo, la última lección que Hegel dio a la filosofía
para que ésta aprendiera y siguiera hablando en alemán.
Acusiosos investigadores como Theodor Haering aseguran que Hegel
escribió la obra en muy corto tiempo y bajo la presión de sus propias
promesas hechas al impaciente editor y dadas a conocer repetidamente en
los índices de conferencias semestrales de la Universidad de Jena. Lo cual
explicaría, aunque no con convicción, la apresurada sintaxis, el mal trato
de la gramática, la aparente discontinuidad e imprecisión en el uso de los
conceptos, el desarrollo, igualmente aparente, poco suficiente de las
ideas cuya fundamentación y motivación debió dar Hegel por supuesta,
en una palabra, la irritante dificultad con la que tropezaron, ya entonces,
lectores más familiarizados con las audacias intelectuales de los idealistas.
Hegel, en efecto, discute con sus contemporáneos sin mencionar, delicada­
mente, el nom bre del enemigo. Ya en el memorable prólogo a la
Fenomenología del epíritu, que supera en dificultad a casi toda la obra, no
solamente rompe con Schelling, sino que desafía su orgullo y siembra el
núcleo de la posterior, baja y rencorosa disputa del orgulloso contra su
viejo amigo, sin que el lector de hoy lo adivine. Este, que apenas puede
conocer el entonces mínimo motivo de la querella —porque Schelling

125
mismo construyó en su genial juventud tantos sistemas diferentes y para­
dójicamente uniformes como escritos publicó—, se ve, pues, ante una
polémica, de la que sólo percibe el contenido tono de diferencia y hasta de
irónica acritud. La introducción apunta a Kant, o a la interpretación
fíchtiana del famoso crítico, y ya en la primera grada desde la que el
Espíritu emprende su m archa solemne y laberíntica hacia su propio Reino,
despacha con gesto de incomodidad a los empiristas, a los filósofos de la
“reflexión”, a los del “sentido com ún”, y no se sabría que su desprecio iba
contra el insignificante Krug o el popular Reinhold, si antes, en el Anuario
crítico de filosofía, que publicó años antes (1800-1802) con Schelling, no
hubiera ensayado ya “las armas... bolillas... látigos..., la cauterización”
contra esas egregias figuras. No cabe duda: el lenguaje de la Fenomeno­
logía está lleno de alusiones, y cuando escribe: “Es una opinión natural la
de que antes de ir, en filosofía, a la cosa misma, esto es, al conocimiento
real de lo que es en verdad, sea necesario ponerse de acuerdo primera­
mente sobre el conocer, al que se lo considera como instrumento para
apoderarse de lo Absoluto o como medio a través del cual se lo m ira”;
cuando esto escribe, alude especialmente a la Crítica de la razón pura,
pero de paso, tam bién, a Fichte y a Schelling. A más de alusivo, no carece
de ironía, pues más adelante demuestra que esa opinión “natural” que
considera al conocer como medio, no solamente mediatiza y, por tanto,
desvirtúa el afán de apoderarse de la “cosa misma”, sino que produce lo
contrario de lo que se propone: para ellos, la cosa misma no es la cosa
misma, sino “nubes de error en vez del cielo de la verdad”, y lo que es
“natural” resulta al cabo lo más antinatural del conocimiento. Metáforas
como la de las nubes del error y del cielo de la verdad o como aquella que
com para la diversidad contradictoria de los sistemas filosóficos como
progresivo desarrollo de la verdad con el “contradictorio crecimiento” de
la planta, en el cual el ñorecim iento “refuta” la semilla, y el fruto “declara
falsa la existencia de aquel” —que tanto indignó al antipático serenísimo
Goethe— servirían para probar que es falsa e ilusoria la m ortal seriedad
del sistema y su seca violencia, de lo que acusó a Hegel aquel Kierkegaard
que por su parte también sembraba a la filosofía como “lirios en el campo”
o con sus temores y temblores de frustrado seductor. Hegel también sabía
prodigar metáforas y hasta intentó en varias ocasiones buscar la inm orta­
lidad con algunos largos poemas como “Eleusis”, dedicado a Hoelderlin, o
ciertas metafísicas odas de am or dialéctico, dedicadas a su novia M aría
von Tucher. Pero en él no son, como en Kierkegaard, el llanto de una
subjetividad iracunda que pretende aliviar el peso de los conceptos con la
lubridez de las lágrimas, sino la intensidad del pensamiento que obliga a la
lengua a que alcance los perfiles de la imagen. La m etáfora en Hegel no es
com paración, pues ésta no cabe allí donde los términos comparables son
momentos de un todo o negaciones recíprocas, sino el “salto” de la cosa
misma en el elemento del pensar, al que Hegel, no en vano, llamaba en su

126
época juvenil, el “Eter”. De ahí el que en ese elemento la planta, ya crecida,
“refute” su semilla: la Naturaleza queda traspuesta en la notación
dialéctica del concepto, y el concepto se ilustra con el paisaje natural.
Además de alusivo, metafórico e irónico en su intención, el lenguaje
de Hegel es, si así cabe llamarlo, “etimológico”. Más aún: su singular
manejo de la “etimología”, que los lingüistas inexplicablemente suelen
llamar “etimología popular”, quizá porque no es la suya propia, constituye
el eje de sus ñnas y complejas distinciones dialécticas. En esto lo precedió
Aristóteles y lo ha seguido Heidegger. Una de las etimologías más
ejemplares —y a la vez de las menos famosas, porque ha pasado
inadvertida a los más famosos investigadores hegelianos como Hyppolite y
su com entador Findlay o al mismo devotísimo Glockner— es la que obliga
a la palabra “ejemplo” (Beispiel) a que, separada por un guión, se convierta
en “concomitancia” (Bei-Spiel), sin perder del todo la acepción originaria
de la lengua vulgar y sin ocultar en su novedad la fuente antigua con la que
Hegel en ese momento está discutiendo: el concepto aristotélico de
symbebekós. No sorprenderá, así, pues, el otro ejemplo que sigue: a
“opinar” o “d ar a entender” —palabra clave de los modernos semió-
ticos— la em parenta con “mío” (meinen-mein), de donde “opinión” (u
“opinar”: Meinen, o M einung) resulta, ante el Absoluto y el Espíritu, una
simple ilusión del pobre sujeto, es decir, una irónica versión idealista de la
doxa de Parménides.
Este reducido núm ero de ejemplos podrá sugerir la (falsa) impresión
de un Hegel considerablemente ingenioso y en ocasiones arbitrario, que
daría razón a la frase con que Nietzsche quiso injuriarlo, es decir, que Hegel
era capaz de hablar de las cosas más sobrias en el lenguaje de un ebrio; ante
lo cual cabría preguntar si las lecciones que Hegel dio a la lengua alemana
para que la filosofía pudiera servirse de ella con soltura y profundidad, no
consistieron en algo más que en la habilidad y destreza de su manejo, esto
es, en una oposición, casi jocosa, seguramente burlona, al espíritu
weimariano de la época, tan profundo, sublime y genial como engolado y
grave. Cierto es que, entre las muchas leyendas con las que se quiere
adornar la figura de Hegel, se cuenta aquella que habla de un regalo que
hizo Hegel a Goethe acom pañado de una tarjeta en la que, con increíble
impudicia ridicula, “el Absoluto se recomienda al Protofenóm eno”.
Empero, en el contexto de las relaciones entre Goethe y Hegel, siempre
ambiguas y, com o las que Goethe sostuvo con Schiller, más provechosas
para el alto funcionario de Weimar que para sus explotados correspon-
sables, la frase no deja de tener algo de secreta y muy enmascarada ironía: al
Protofenóm eno no alcanzó a convencer del todo el tratam iento que dio el
Absoluto a la Naturaleza, pese a que los dos hicieron causa común contra
Newton en la disputa sobre la teoría de los colores, y a que, al lado de
respetuosas afirmaciones con que Hegel reconoce a Goethe como a su padre
(“pues cuando doy una m irada panorám ica a la m archa de mi evolución

127
espiritual, lo veo a usted por doquier entretejido en ella y puedo llamarme
uno de sus hijos”), no faltan las obligadas frases como “Vuestra Excelen­
cia”, que, no obstante, en medio del respeto con que se dirige su subordi­
nado al supremo burócrata —el Profesor al Consejero celoso de sus
escritorios— dejan entrever la burlona m irada del dialéctico: en el lenguaje
de Hegel resulta una descalificación, muy cortés por cierto, el llamar al
Protofenóm eno una abstracción, com o lo hace en una carta que comienza
con el consabido “Vuestra Excelencia”, la cual no debió darse cuenta del
todo el rictus burlón con que Hegel miraba a la tarima del fáustico y
genial Titán. Así, resultaría digno de gozosa sonrisa el que el pensador
alemán, que pasa por ser el prototipo de la complejidad alemana, hubiera
llegado a tal extrem o gracias al esfuerzo de hacer flexible su lengua madre
para que la filosofía pudiera hablarla o, si se quiere, de enseñar al alemán a
que hable filosofía, para lo cual trató de darle la serena ingravidez del
pensar griego originario. En parte, este es un hecho evidente que encontra­
ría su com probación secreta y simbólica en la amistad que unió a Hegel
con el genial burlón de esa época, Jean Paul. El Hegel que escribió— y no se
atrevió o no consideró oportuno publicar— la Constitución del Reich, con
su prim era frase contundente: “Alemania ya no es un Estado”, y el que
sabía destrozar con tan deliciosa y sabia energía la vulgaridad de sus
contem poráneos —vulgaridad que, según Lichtenberg, estaba, y está hoy
aún, más difundida que la razón—, fue un polemista contra el espíritu de
su tiempo y en favor de lo nuevo, igual que Jean Paul, como ya se insinuó,
quien, com o Hegel a la filosofía, enseñó al hum or a hablar en alemán, no
tanto en sus Prelecciones de Estética, jacobino breviario de la m oderni­
dad, sino sobre todo en su Titán, la aniquilante novela “fenomenológica”
que cauteriza los humores extendidos en W eimar por el genial abogado
autor del Fausto.
El lenguaje de Hegel es polémico en un doble sentido: en el ya citado
de la alusión y de la crítica y de la ironía, y en el “estilo” o, como él mismo
dice, en el de quitar a la vulgaridad la apariencia de profundidad. Hegel
llega al extrem o de afirm ar que, para el sentido común, la filosofía es el
mundo al revés. Y a juzgar por su prosa cabría agregar que para la
gramática del sentido común, la gram ática de la filosofía es el revés de la
gramática. P or lo menos el lector de Hegel habrá de medir su estilo con
cánones diferentes de los habituales y aceptará que las aparentes contor­
siones, anacolutos, oscuridades de ciertos pasajes de sus obras no son,
como en los muchos seudoprofundos de gram ática enrevesada, la
expresión de un pensamiento confuso, sino de la necesidad de dar forma
escrita adecuada a un pensamiento que no acepta y que refuta el mundo de
la causalidad, es decir, el del sentido común. A Hegel lo han oscurecido
quienes reducen la dialéctica a la profana trinidad “tesis-antítesis-síntesis”,
aunque no hay nada más antihegeliano que este singular trío, tras el que se
enm ascara una causalidad infinita y que encarcela en ella lo que es juego de

128
recíprocas negaciones y, por tanto, negación también de toda concatena­
ción causa-efecto. Hegel diría, de usar este lenguaje común, que el efecto es
la causa, siempre y cuando se lo considere como resultado pon-creciente y
en devenir. Pero el simple enunciado anula la idea de causalidad, que no es
devenir circular, como toda dialéctica, sino sucesión lineal sin contenido
de proceso, es decir, de devenir.
Desde la perspectiva del lenguaje la dialéctica aparece como la
expresión de la negación: el vocablo, cuando es central en la obra, encierra
en sí todo el proceso dialéctico, que inicia su marcha en la negación. Así,
p or ejemplo, concluye Hegel el capítulo sobre la "Certeza sensible” en la
Fenomenología, en el que afirm a —criticando definitivamente todo empi­
rismo, aun el snob de los ñeopositivistas y el burocráticp de los sociólogos
de lo empírico— que el saber inm ediato o saber de lo inmediato no es ej
verdadero (a nivel político, que d a su significación a la crítica del
empirismo, lo dice Ernst Bloch; Pues lp que es no puede ser verdad”; lo
inmediato y establecido no es lo verdadero, lo verdadero es la Utopía): “La
certeza sensible no toma (nehmen) lo verdadero (Wahre), pues su verdad
es lo general. Pero ella quiere tornar (nehmen) el Este (el Aquí y
Ahora inmediatos). Tal Este es algo general: ...yo }o tqm o (nehme)
tal com o es en verdad (Wahrheit), y en vez de saber algo inm ediato,
percibo (nehme ich wahr)... El eje “yerbal” o “nominal” del proceso
mismo descansa en las palabras tom ar y vendad. Tom ar la verdad de
lo inmediato es ya tom arlo como algo general, no, pues, simplemente
inmediato. Como vocablo compuesto y verbo separable (que Hegel
maneja como “etimología popular”), consta de Wahr = verdadero,
nehmen - tom ar o captación, de donde Wahrnehmung es la ¡captación
d é lo verdadero que, en el lenguaje habitual, se conoce com o percepción. El
vocablo tratado en esta forma sirve a.Hegel para m ostrar el proceso o "la
experiencia que hace la conciencia" (la descripción de esa experiencia es lo
que Hegel resume en el título de la obra: Fenomenología del espíritu) al
pasar desde la certeza sensible en la marcha hacia su conocimiento o auto-
conocimiento por los estad ios que ella ya experim entando. El proceso está
implícito en la certeza sensible misma, en su afán de tornar, sin mediación*
lo verdadero; afán que.se niega a sí mismo, porque no hay nada sin
mediación, y al negarse da entrada al otro paso en esa marcha, el de la
percepción, que a su vez es, aparentem ente, zona de lo verdadero, pero que
se niega a sí mismo en su intención. Así, la percepción resulta lo inesencial,
pero los pasos no son causales, ni lineales: en forma circular se encuentran
implícitos en el concepto mismo.
Al lado de estos ejemplos, que pretenden insinuar en qué consiste la
primera dificultad de una lectura de Hegel, cabría mencionar una peculia­
ridad más: el uso del reflexivo, detalle de apariencia simplemente estilística
y formal, que Hegel usa en forma diferente de la habitúa}en la literatura
alemana y en el lenguaje culto de su tiempo y que resalta con tan ta fuerza,

129
que algunos hegelianos de hoy (Theodor Wiesengrund Adorno, por
ejemplo, quien, bien es cierto, lo heredó también de la peculiar sintaxis y
puntuación que quiso introducir en un tiempo W alter Benjamín, el
profundo com entador de Hoelderlin) lo han tom ado como emblema
estilístico de su profesión de fe filosófica. El reflexivo “se” (sich) se coloca,
con los verbos compuestos, al lado del auxiliar; el complemento, al lado
del verbo principal: “er hat sich in seinen Werden aufgehoben”, o “er
hebt sich in seinen Werden a u f \ para citar un ejemplo de un verbo
separable. Este uso tiene —según inform an las gramáticas m odernas—
motivos rítmicos e histérico-gram aticales, que Hegel no respeta. Y aun­
que un estructuralista encontraría hoy motivo diferente al que dan los
gramáticos clásicos y los históricos, el hecho es que Hegel no respeta
la “estructura” del lenguaje alemán. Hegel condena al reflexivo a gozar
de otra compañía, o bien a hacer resaltar el participio (er hat in seinen
W erden sich aufgehoben) o el objeto (er hebt in seinen Werden sich
auf), diferenciación sutil esta últim a en la que no se sabe qué quiere
hacer resaltar el escritor. También aquí, pues, el m undo del sentido
com ún al revés, el desorden de una gramática que, como sus portadores,
sólo quiere el orden. El uso, empero, no es excepcionalmente frecuente o,
al menos, se ve a la som bra de irregularidades mayores, pero es posible que
entre los motivos que lo im pulsaron a hacer tal excepción, aparte de los
puram ente expresivo-filosóficos, se encuentre el que un “Fürsich” y un
“Ansich” —palabras claves tam bién— podría producir con el reflexivo
efectos por lo menos cacofónicos. Más posible es, empero, un motivo que
cabría llam ar dialéctico: el reflexivo es reflexión en sentido literal, y es
tam bién reciprocidad. La colocación hace resaltar, por su irregularidad,
estos dos, principalmente el último de los dos sentidos. El uso del
pronom bre reflexivo en su valor “reflejo-recíproco”, sí así cabe llamarlo,
sería un reflejo gramatical de la idea del Espíritu, que “es el movimiento del
conocer, la transform ación de la substancia en sujeto, el círculo retro-
andante en sí, que presupone su comienzo y sólo al final lo alcanza”. En el
“sich” como reflejo-recíproco cristaliza Hegel sintáctica y gramatical­
mente este círculo que es el Espíritu. Es de notar el hecho de que el reflexivo
con tal función sólo se encuentra en tercera persona. El Yo y el Tú caben en
la tercera persona del plural: la sociedad, un “ellos” más modesto que el
“nosotros” íntimo. Por lo demás, para Hegel sólo hay un Yo, el de Fichte, la
“falsa subjetividad”, m adre de la “conciencia infeliz”; o el Yo de Hegel,
como Napoleón gerente de la Historia Universal, aunque en el filósofo el Yo no
cabalgue por los campos de Europa triunfalm ente, sino se esconda tras la
razón histórica y crítica. Pero esta aparente soberbia no da la razón a las
protestas fervorosas de Kierkegaard. Al individuo no lo salva su
aislamiento; él se constituye como tal en la reciprocidad de su condicio­
nam iento social y de su especificidad singular, o dicho con palabras
favoritas de Hegel, en la dialéctica de lo Singular y lo General. De paso

130
cabe anotar que aquí resuena la paradoja de Rousseau: del soñador solitario
y sentimental que proclama la idea de la voluntad general, si bien es cierto
que Hegel diría, con razón, que el sentimentalismo individual y la voluntad
general son dos simples, ilusorias abstracciones. En sus escritos de
juventud, influido aún por el pietismo de su tierra natal, que es la fuente
teológica del idealismo de Schelling y de Hegel, éste concibió la recipro­
cidad como am or, de manera semejante al pastor Oetinger, edificante
pontífice suabo; más tarde, secularizada y extendida su función al mundo,
la llamó “conciliación”. Uno y otro suponen la escisión que, como hecho
de la vida, constituye el menester o la necesidad de que haya filosofía.
Difícilmente podría suponerse que el am or en su metamorfosis cientí­
fica de “mediación” pudiera constituir un obstáculo tan grande para la
comprensión de un pensamiento que, como el hegeliano, está penetrado de
eros. Lo cierto es, empero, que a las dificultades de su lenguaje y de su estilo
se agregan las que propone la “mediación” in praxi. El lector se siente
navegante en un bravio m ar desconocido, cuyas olas lo elevan, y acto
seguido lo lanzan contra un banco de arena inesperado, del que vuelve a
rescatarlo una ola más, cuando se creía definitivo su naufragio. Esta
imagen —que no hubiera sido imposible en un poema de Hegel juvenil—
sólo quiere d ar a entender que en virtud de la mediación, que es el medio
del pensar, éste se ejerce en el mundo de los conceptos y a la vez en el de la
vulgar realidad, entre las nubes del error (lo inmediato) y el cielo de la
verdad (el cam ino del Absoluto). H abituado al esfuerzo de entender las
cifras lanzadas contra Kant, cuando, al cabo, cree el lector poder continuar
sin tropiezos el hilo, tiene que enfrentarse a una referencia, al terror de la
Revolución Francesa, puesta al pie de página de la sublime discusión sin
aparente continuidad. En frases subordinadas, en un lugar, pues, en que no
se espera más que una modesta aclaración complementaria de la frase
principal, coloca Hegel pura y simplemente el Absoluto y hace que así “esté
entre nosotros, pues si no estuviera entre nosotros, ¿cómo íbamos a
buscarlo?”. El memorable y fundamental capítulo sobre “Señor y Esclavo”
de la Fenomenología (por no citar el de la sociedad burguesa en la
Filosofía del derecho) habla de la dependencia e independencia de la
conciencia en su recíproca y negativa relación, y apenas cabría la sospecha
de que tras los dos coneptos puede asom ar de pronto el par de personajes
de Jacques Le fataliste, de Diderot, los Quijote y Sancho de la Ilustra­
ción francesa (o, mejor: sus dos Sanchos), en quienes Hegel resume las
inconciliables contraposiciones del pensamiento y de la sociedad ilustra­
dos, las que luego vuelven a referir a las contraposiciones inconciliables
que según Hegel atorm entan el pensamiento de Kant. A esta riqueza de
material la llama, con razón, Herm ann Glockner “asimiento problemático
universal” (la única denominación afortunada de este laborioso investi­
gador, por lo demás desafortunado en su sentimental interpretación
irracionalista de Hegel) o “conoción de problemas del universo”. En

131
realidad, con nom bre menos laberíntico, es el tránsito de la “metafísica” a
la “física”, en el sentido literal griego de los términos, y su reciprocar —
para usar aquí un vocablo acuñado por Xavier Zubiri, en otro contexto—.
Este tránsito brusco de la “metafísica” a la “física” y a su vez de la física a la
metafísica es, si cabe decir, su “reciprocación”. En alemán se dice, en
sentido hegeliano, Vermittlung, traducido literalmente: mediación. Physis
y metaphysis están interm ediados o, con otras palabras: con-crecen. De
ahí el que para Hegel, lo que parece más concreto, la physis pura, es en
verdad lo más abstracto, lo más general, porque no está intermediado, no
ha crecido con la metaphysis, porque está abstraído de su concepto.
Concepto en Hegel no proviene sólo de concipere, sino del alem án medio,
que designaba el am bitus urbis y en el Meister Ekardt, alcance, amplitud,
órbita y summum; y para entender el concretum hegeliano podría decirse
que el concepto es el ám bito de la cosa. Lo concreto es lo intermediado; no
hay nada que no sea interm ediado, o todo es dialéctico. De ahí la frase
escandalosa que ha causado hasta una guerra mundial en su interpretación
irracionalista: “lo racional es réal y lo real es racional”. Suponer que el
secreto y ocasional jacobino Hegel pretendió con esta frase del prólogo a
su Filosofía del derecho glorificar el Estado prusiano —como lo supuso y
lo difundió su acre, aunque a veces am able biógrafo Rudolf Haym— es
tanto com o creer que el m ovimiento de reciprocidad “real-racional” no es
movimiento, sino el abrazo conform ista de la razón esencialmente
dinám ica con el Estado de oportunista platonismo. No Hegel, sino Haym,
glorificó el Estado prusiano al convertirlo en arquetipo que supuestamente
se justifica por la razón. Haym pasó por alto que es la racionalidad de lo
real la que impulsa toda transform ación, y que la escandalosa frase
implica, p or eso, la superación de aquel Estado. N ada hubiera sorprendido
más al liberal biógrafo de Hegel que el hecho de que fue M arx, y no sus
liberales copartidarios, quien en una de sus Tesis sobre Feuerbach sacó las
consecuencias de su malentendido. “Los filósofos —concluyó M arx de la
m alinterpretación difundida de Haym — han interpretado diferentemente
al mundo; lo que im porta es transform arlo”. Si lo real es racional y lo
racional es real, la diferente interpretación del m undo es ya su incesante
transform ación, y no sólo la opinión de Hegel en la Filosofía de la historia
da testimonio de ello. ¿No fue acaso la diferente interpretación hegeliana
del m undo la que abrió las puertas a su actual transform ación, no sola­
mente la que se funda en la idea del progreso, sino la que va más allá y se
reconoce seguidora del hegeliano Marx?
Más que ningún filósofo, Hegel exige su lectura total. El es quizás el
único cuya lectura reclama luego el olvido. Hegel no es susceptible de
resúmenes —él mismo fue el prim ero en rechazar decididamente toda
exposición de puntos de vista; rechazo que más tarde Nicolai Hartm ann,
tan acertado por lo demás en su interpretación de Hegel, modifica al
hablar de una filosofía problem ática y una filosofía sistemática, la de

132
puntos de vista, para cuya designación adverbial y adjetiva creó el
horrorosam ente burocrático vocablo “standpunktlich”—. “Lo verdadero
es la totalidad”, dice en el prólogo a la Fenomenología: no solamente la de
sus obras, sino la de todos los minuciosos momentos que la constituyen. Su
pretensión absoluta no proviene del convencimiento, habitual o supuesto
en otros pensadores, de que sus meditaciones son evidentemente la verdad.
Tal no fue su soberbia. El lector de Hegel, que no se entregue a la
dictatorial exposición del Aristóteles de Berlín, se cierra el camino de su
comprensión. Quien, después de su lectura, lo olvida, tendrá que decidir
ante la alternativa de ser hegeliano o simple e irritado doxógrafo o, como
Kierkegaard, de recluirse en los altos de su desesperante y desespe­
rada subjetividad, o, como M arx, de realizar esa filosofía, es decir, de
convertirse en agente revolucionario del Espíritu convertido en su reverso.
Sin orgullo vano por la altura que había logrado, Hegel debió tener
conciencia de ello. “Lo verdadero es el vértigo báquico en el que no hay
miembro que no esté ebrio, y porque todo, al deslindarse, se disuelve
inmediatamente también, es ello la transparente y sencilla quietud”. Nada
más ajeno a estas danzas que la corrección británica de un Bosanquet en su
trinitaria estética, o la idea de un Hegel encubridor de algún secreto, que
pretendió descubrir el fantástico Stirling. Sin renunciar a la exacta lucidez
de la razón, fueron más bien los poetas quienes supieron seguir la huella
vertiginosa de Hegel: el hermético M allarmé, por ejemplo, cuya lectura de
Hegel fue precaria —por no llam ar de otra forma el conocimiento que a
través de Villiers de l’Isle-Adam tuvo el pagano poeta, del filósofo quien se
hubiera revolcado en su tum ba si hubiese sabido que en la veneración de
esos franceces com partía con Richard W agner un lugar de apasionada
adm iración— es más hegeliano que el laborioso holandés Bolland, padre
afam ado del renacimiento de los estudios hegelianos en el umbral del siglo
presente. “La astucia de la razón”, que al decir del idealista se sirve de las
pasiones para lograr sus objetivos nada pasionales, alcanza por el camino
de la poesía lo que le niega el conocimiento filosófico de aspiración
científica: el conocimiento verdadero del Espíritu absoluto Tout au monde
existe p ou r aboutir á un livre, sentenció M allarmé, una frase que con el
mismo gesto dictatorial hubiera podido pronunciar Hegel sin traicionar una
sola línea de sus escritos. Resumiéndolos en este sentido, el joven M arx se
adm iraba en su disertación doctoral que después de una filosofía total
como la de Hegel aún pudieran existir seres humanos. Todo en el mundo
había existido para desembocar en el Absoluto hegeliano. Aunque en su
Estética dice Hegel que la poesía habla en imágenes y la filosofía en
conceptos, e insinúa con ello la fundam ental diferencia entre las dos, la
división entre poesía y prosa, entre el corazón y una realidad ordenada
prosaicamente, la verdad que él anuncia ha de leerse como un poema:
filosofía y poesía descansan en sí mismas.

133
Sin embargo, se ha dicho,y con razón, que no hay filosofía que sea en
grado tan eminente filosofía de la Revolución Francesa como la de Hegel.
Hasta el experto en textiles y comercio. Engels, no tuvo inconveniente en
anunciar, con ademán de provinciano pequeño burgués, que sus aventuras
con la dialéctica podían invocar el involuntario patrocinio (de parte de
los pretendidos patronos) de Kant, Fichte y Hegel, y por un movimiento
tan dialéctico como la dialéctica que él encontró en la Naturaleza, llegó a
identificar sus peripecias con las del movimiento obrero y el socialismo.
Aunque esta afirmación resulta una aventura más de Engels (la “hominiza-
ción del chimpancé”, para decirlo con el título de uno de sus folletos
científicos), lo cierto es que la dialéctica de “Señor y Esclavo”, el concepto
de “enajenación”, la descripción crítica de la sociedad burguesa de Hegel),
sin los que M arx no hubiera podido construir su fenomenología del
Espíritu al revés, esto es, su fenomenología de la cosificación hum ana, bajo
el imperio de las mercaderías y de los mercaderes (en que consiste el primer
tom o de El Capital), son frutos evidentes de esa filosofía de la Revolución
Francesa. Pero la sustancia poemática de su pensamiento no excluye ni se
contradice con el elemento político de su experiencia intelectual. No sola­
mente porque la totalidad que piensa Hegel es una totalidad real, en la que
caben los supuestos extremos contradictorios, sino, sobre todo, porque
poematización y politización de la filosofía constituyen dos aspectos
esenciales y confluyentes de una misma corriente: la que lleva a la filosofía
a su disolución cuando ésta pretende, como lo hizo desde Leibniz y Kant,
ser filosofía como ciencia rigurosa. Richard Kroner aseguró que “entender
a Hegel quiere decir que no se lo puede sobrepasar. Si, sin embargo, hubiera
aún un post-Hegel, sería preciso entonces un nuevo comienzo”. Ese nuevo
comienzo ha sido un paso atrás: el reiterado descubrimiento de los orí­
genes griegos del pensar, que celebran en Hegel su primera y grande
resurrección, aunque Hegel mismo no deja de envolverlos en su vorágine y
no los muestra en su clásica figura, sino pasados por su “viernes santo
especulativo”. Justam ente, su fuerza obliga a la filosofía a una revisión
fundam ental de sus funciones y de su tarea. Lo cual no quiere decir que,
por ejemplo, el pensamiento “repita” desde el presente lo que hace siglos
pensaron Parménides, Heráclito, Platón, o que éste, resuelto a una
rom ántica restauración, se arme con las armas de los griegos para contra­
poner aquellos contenidos arcaicos a las vanas y pedantes pretensiones de
uno o de varios neopositivismos. Hegel mismo fue el primero en advertir la
irrepetibilidad de lo que ha sido. El nuevo comienzo significa más bien una
exigencia: que la filosofía vuelva a hacerse merecedora de su nombre, esto
es, crítica permanente, y que no se reduzca ni se satisfaga con el confor­
mista sofisma según el cual “el m undo es todo aquello de lo que hay caso” y
“el m undo es la totalidad de hechos, no de cosas” (contraposición igual­
mente empírica y conformista), y que consecuentemente concluye con esta

134
frase: “mis oraciones explican por qué aquel que me entiende las
encontrará, al final, insensatas, cuando él las haya superado gracias a ellas
(insensatas o que han perdido el sentido). P or así decir, debe arrojar la
escalera después de haber subido por ella”, y con esta recomendable —y
por esto tan popular y sólo popular— confesión de modestia: “sobre
aquello de lo que no se puede hablar ha de callarse” (Wittgenstein). Este
brillante y peculiar pensador —en m enor grado, es cierto, que sus snobs
partidarios: los que suponen que la exactitud proporcionada por los
números justifica todo conformismo y no reparan en que tras esa
pretendida cientificidad decimonónica se oculta el desaforado irraciona-
lismo místico de los números mezclado con burocrático entusiasmo
clasificador— sería la más ilustre com probación histórica del veredicto de
Hegel sobre el saber inm ediato o saber de lo inmediato, sobre el saber de un
mundo que sólo consiste en hechos, fa cts —información y su consecuente
propaganda—: “de noche todas las vacas son negras”, dice con un refrán
Hegel en su Fenomenología a propósito de los empiristas. Si el mundo es el
conjunto de hechos, el paso siguiente es el de su manipulación, y su saber
correspondiente es, cuando no el entusiasmo prefilosófico de la “lógica” de
las ciencias naturales, el uso de la propaganda. Por el contrario, la filosofía
como crítica permanente es la transform ación del mundo, no su
ornamentación monumental y acomodaticia: como todo es fact, y el
entendimiento lo afirma, la felicidad no ha de consistir en un mundo
mejor, pues la felicidad no cabe en el concepto de facts, sino en unos facts
mejor aderezados, aunque el m undo siga en un permanente status quo. No
cabe duda que la certeza sensible se siente satisfecha en este m undo de
facts, que es el suyo propio: de ahí la permanente glorificación del status
quo como su último y más deseable estadio; de ahí, de su satisfacción, el
gesto absoluto con que rechaza y clasifica de acientífico todo lo que no sea
conformismo tecnocrático. Un Popper, por ejemplo, resucita un “raciona­
lismo ilustrado” —postulado que no es consecuencia de su filosofía— para
poder condenar, intolerantemente, todo pensamiento diferente al suyo.
“ La miseria del historicismo”, “La sociedad abierta y sus enemigos”: los
títulos indican ya la sentencia: el que no está conmigo, está contra mí. Al
cabo, el dictatorial Hegel, con más hum or e ironía, es menos irritado y
menos dogm ático que los abanderados de una libertad y una razón, que
sólo sirve para socavar la libertad y la razón. Hegel no fue suicida.
En Hegel, el nuevo comienzo de inspiración griega enm arca a la
filosofía entre la estética y la política, entendidas en su am plitud más vasta.
Su más significativo símbolo es la interpretación de la Antigona de
Sófocles en la Fenomenología, en la Filosofía del derecho, en la Historia
de la filosofía, en la Estética, en la que la llama “la más noble”, la
“gloriosa”, la más grande figura que haya aparecido sobre la tierra. La
mención entusiasta de Antigona, en cuyo conflicto con el ilustrado y
leguleyo Creón Hegel ejemplifica la dialéctica de la sociedad, de la historia

135
y del Estado y, en dependencia con ella la dialéctica de la tragedia, esto es,
de un fenómeno estético-politico (hoy se diría plebeyo, en el sentido
jacobino de la palabra; Goethe, enfurecido por la victoria que infligió
D an tó n a la principesca alianza en Valmy, llamó “sansculotismo literario”
a los primeros románticos, plebeyos y jacobinos “idealts”) y determina,
además, su propia posición: el proceso de negación reciprocante y la
implícita trascendencia de lo negado en que consiste la dialéctica, corre
paralelo al conflicto de autoescisión y autoconciliación permanentes en
la “naturaleza socíal-moral” (en la sociedad), en que, a su vez, consiste la
tragedia. El odiado “sistema” no es otra cosa que la escenificación trágica
del pensamiento. Nunca sometió Hegel la realidad al yugo de un principio
del cual se deduce violentamente el todo de la misma. P or el contrario, su
idea de lo concreto obligó al pensar a que descendiera de la ciega cosa en sí
a lo que es “en sí” y “para sí”, como Hegel llama la apropiación de sí
mismo, y que en vez de sublimes, pero fugaces ultimidades, escogiera como
punto de partida los “más bajos menesteres del hom bre”. De ningún
filósofo se conoce frase semejante a la que Hegel escribió siendo jefe de
redacción de un periódico: “La lectura del diario por la m añana es una
especie de bendición realista tem prana”. Pero justam ente en ese cotidiano
y m añanero encuentro con la realidad vulgar y común surge para Hegel la
presentación de la tragedia: la conciliación m ediadora (es decir, por la
negación reciprocante) del concepto con la realidad, en que consiste el fin
último y el interés de la filosofía, según se lee en su Historia de lafilosofía.
No se podrá negar, pese a todo, que la lectura de Hegel no sólo es
.'xcepcionalmente difícil, sino torm entosa. Que aunque ha de leerse como
un poema y presenciarse com o una tragedia griega, su obra procura todo,
menos placer estético inmediato. Que, como apunta Theodor Wiesen-
grund Adorno, el único hegeliano que escribe, en este sentido, como Hegel,
“en el ám bito de la gran filosofía es Hegel por cierto el único ante el que
literalmente no se puede saber a veces de qué habla y en el que no hay
garantía de la posibilidad de una decisión sobre ello”. Adorno, cierta­
mente, no pone en la cuenta de las dificultades el hecho de la impureza
filológica de los textos de Hegel, a la que habría que agregar la impureza
filosófica de los hegelianismos tradicionales y aun el de izquierda y muy
tímidamente marxizante de A dorno mismo. Herm ann Nohl, por ejemplo,
quien editó a comienzos de siglo numerosos fragmentos juveniles bajo el
equívoco título de Escritos teológicos de juventud, presentó un texto de
apariencia unitaria compuesto de fragmentos de diferentes épocas; o el
meritorio Hoffmeister, Colón de la filología textual hegeliana, y el pío
Reverendo Lasson, al dar a conocer las lecciones de Hegel en Jena bajo el
título de Filosofía real de Jena, no llenaron las lagunas de lós manus­
critos con discretos puntos suspensivos —los que habría dejado Hegel al
interrum pir la redacción del manuscrito— sino con el salto mortal de una
continuidad inexistente. Peor aún procedieron en este respecto algunos

136
“discípulos del finado”, com o se llaman con am bigua modestia los
primeros editores de la obra completa, quienes en nom bre del “hegelia­
nismo” —que ellos mismos inventaron— com pletaron con interpolaciones
de su propia y de ajenas plumas, siguiendo el presunto Espíritu de Hegel,
un “sistema” de filosofía sobre cuya posibilidad el m aestro mismo no había
tom ado decisión alguna, y que por eso convirtieron el genial esbozo en
presuntuosa plenitud. Tan pertinaz es la permanencia de ese “hegelianis­
mo”, que A dorno no tiene inconveniente en utilizar la Enciclopedia con los
agregados voluminosos de los discípulos: aunque su observación es cierta,
no habrá de sorprender que a veces le parezca que en Hegel es difícil saber
de qué habla en algunos párrafos. Más que en Kant, pues, es preciso
atender a la “filología textual” hegeliana, para no dar por confusión
hegeliana lo que es palidez de algún Gans, M arheinecke, Gustav H otho o
el mismo y fidelísimo Rosenkranz. Pero este cuidado tiene un aspecto
positivo: es preciso poner entre paréntesis, provisionalmente, la lectura
genética de Hegel, como la d u s o de m oda Dilthev, es decir, renunciar a los
Escritos teológicos, a las Lecciones de Jena, a la inflada Enciclopedia
berlinesa que en la edición de los modestos discípulos del finado y en la
usual reimpresión de la misma por Glockner, conocida com o Edición de
jubileo, figura con el adm irable pero inexacto título de Sistema de
filosofía y que abarca hasta tres tomos; y es preciso renunciar tam bién a las
conferencias o lecciones sobre Filosofía de la religión, Filosofía de la
historia y Estética, así como a los escritos editados por Lasson Sobre
filosofía del derecho y política o, al menos, utilizarlos con detallada
precaución. Es preciso, pues, reconstruir el pensam iento hegeliano en la
figura que le dio Hegel con los escritos publicados por él mismo —un
m andam iento elemental de trabajo filológico-histórico que, curiosamente,
en Hegel nadie cumple. Esta serie de trabajos —los no editados por
Hegel— llena lagunas inexistentes en el proyecto intelectual hegeliano, da al
pensamiento una conclusión y un dogm atism o que nunca llegó a tener
realmente. La reconstrucción del pensamiento de Hegel, tal com o él
mismo la trazó, deja al lector un campo abierto y da a este pensamiento un
valor de permanencia, el de lo inconcluso. Los trabajos no publicados por
Hegel sólo conviene utilizarlos después de conocer los que éste consideró
de necesaria publicación. Al revés de Engels, quien recom endaba leer, en
los ratos perdidos quizá, la Estética, de Hegel como adecuada y preciosa
introducción a su pensamiento, es preciso com enzar con los primeros
escritos del Anuario crítico de filosofía, como el de la Diferencia de los
sistemas de filosofía de Fichte y Schelling, en el que Hegel delimita su
posición dentro del pensar contem poráneo, y esboza su concepto de
“escisión” com o hecho fundam ental de la vida y origen del pensamiento, o
el de la Esencia de la crítica filosófica que da a conocer a los interlocu­
tores de su diálogo y su polémica y permite reconocer los problem as a los
que más tarde se refiere sin explicitar su viejo contexto, o el titulado Fe y

137
saber v Sobre los modos de tratamiento del derecho natural, en los que
se podrá conocer la problemática de “entendim iento” y “razón”, filosofía
de la reflexión y su interpretación de la tragedia, así como el germen de la
dialéctica. Todos estos trabajos explican, junto con la Propedéutica
filosófica, escrita muy posteriormente, los tópicos integrados en la
Fenomenología del espíritu, al final de cuya lectura es preciso cursar el
famoso prólogo que resume lo alcanzado en el libro y tiende el puente a la
Lógica. No la Filosofía del derecho, sino la Enciclopedia con sus corres­
pondientes apéndices, debe leerse al final del esfuerzo.
“Lo primero a lo que hay que aprender aquí es a estar erguido”. “Si el
aprendizaje se reduce a mera receptividad, su efecto no sería mucho mayor
que el de si escribiésemos frases sobre el agua”. Hegel exige para su lectura
que el lector se “ponga en el ám bito de su fuerza” y a la vez que aprenda a
estar erguido y a ser contrincante virtuoso. Lo que las dos frases citadas
proponen es, en su conjunta actividad, aquello que Hegel llama Selbst-
denken, pensar por sí mismo. Tal es en último término la rebelde invitación
de toda gran filosofía.

(1968)

138
D a n ie l H e r r e r a R e s t r e p o

HOM BRE Y FILO SOFIA

La Estru ctu ra T e l e o l o g ic a D el H om bre S egún Ed m und


H usserl

I. D e La Ex is t e n c ia a La R azón

En uno de sus últimos escritos Husserl consideraba al Filósofo como


un “funcionario de la hum anidad” 1. Existe realmente en su pensamiento
una relación intrínseca entre el hom bre y la filosofía? El tem a del hombre
es un tema filosófico entre otros temas, o constituye en sí mismo la razón
de ser de la misma filosofía?
Desde un punto de vista histórico, es un hecho el que Husserl llegó a la
filosofía a partir de la ciencia. Sus m aestros Paulsen y Bentrano le habían
enseñado las relaciones existentes entre estos dos saberes. Al encontrarse
frente al problema de fundam entar los conceptos m atemáticos va en
búsqueda del auxilio de la filosofía. En estos primeros pasos no vemos
interés alguno por el tema del hombre.
Si pasamos de este hecho histórico al conjunto de la obra publicada en
vida del filósofo, tam poco salta a la vista una relación especial entre
hom bre y filosofía. Sólo encontram os rápidas alusiones en el famoso
artículo de Logos sobre Lafilosofía com o ciencia rigurosa. Debemos tener
en cuenta, sin embargo, el carácter fragm entario de dicha obra. Sólo a
instancias superiores publicó Husserl en vida parte de su obra. Intim am en­
te juzgaba que un pensamiento sólo debería hacerse público una vez que
estuviese plenamente estructurado. Desgraciadamente, hasta el último
instante de su vida, el Padre de la Fenomenología se consideró un
Anfanger, un principiante, siempre en camino hacia su meta, sin la
satisfacción de poder gustar el m aduro fruto de sus esfuerzos intelectuales.
P ara establecer las relaciones entre el hom bre y la filosofía dentro del
pensamiento husserliano se hace necesario recurrir a la obra inédita del
filósofo, publicada ya en parte gracias a los esfuerzos de los Archivos de
Husserl de Lovaina. A la luz de esta obra inédita, las obras publicadas en
vida del filósofo adquieren un nuevo sentido en relación con nuestro tema.
C om probam os ahora de una m anera más clara que Husserl es la
continuación en la historia —quizás el térm ino— de esa corriente

1 K., p. 15. (C itarem o s las o b ra s de H usserl bajo siglas. E n la b ibliografía final se p o d rá


ver a q u é o b ra s co rre sp o n d en las siglas utilizadas).

139
racionalista para la cual todo el sentido del devenir histórico radicaba en la
lucha del hom bre por su autoliberación mediante la implantación del
señorío de la razón sobre el m undo de nuestra experiencia y sobre la
exDeriencia vivencial de nuestro propio ser humano. La función de la
filosofía —lo dice Husserl en Krisis— “es la de permitir a la hum anidad el
desarrollarse hasta el nivel de la autonom ía personal... La filosofía no es
sino un racionalismo, desde arriba hasta abajo; pero un racionalismo
diferenciado en sí según los diversos grados del movimiento de la intención
y de la consecución; ella es la ratio en el constante movim iento de la
autoaclaración, un movimiento que tuvo inicio en el momento en que la
filosofía se presentó por prim era vez entre los hom bres...”2.
Todo el sentido del filosofar husserliano no es otro que el esfuerzo
titánico de llevar al extremo una racionalización de la experiencia total
com o único medio para la aparición de una auténtica humanidad. El
hombre debe comprenderse a sí mismo como “llamado a realizar la
totalidad de su ser concreto bajo el signo de una libertad apodíctica y a
conducir este ser al nivel de una razón apodíctica... porque es esta razón la
que constituye su hum anidad... El ser hombre entraña un ser-teleológico y
un deber ser y esta teleología dom ina toda acción y todo proyecto
egológico. Este telos apodíctico puede ser reconocido mediante la
com prensión de sí mismo... el conocimiento de la radical autocomprensión
no puede revestir más forma que la de la autocom prensión según
principios a priori, de una autocom prensión en la forma de la filosofía”3.
Sólo mediante la filosofía y una filosofía en sentido racionalista le es lícito
al hom bre llegar a ser plenamente hombre: tal es, en síntesis, el mensaje de
Husserl; tal es, en pocas palabras, la relación intrínseca entre hombre y
filosofía; tal es, finalmente, la explicación del po r qué nuestro filósofo se
consideraba un verdadero “funcionario de la hum anidad”. Si la historia es
teleológica es porque ella es el escenario donde actúa el hombre quien, en
su ser integral, posee una estructura teleológica orientada hacia el telos de
una libertad apodíctica vivida bajo el señorío de una razón apodíctica.
Es este carácter teleológico del ser integral del hombre el tema de
nuestra investigación. Pero antes de entrar de lleno en dicho tema, veamos
rápidam ente la evolución de Husserl de la ciencia a la filosofía.
Husserl obtuvo su doctorado en matemáticas en una época dom inada
por el psicologismode S. Mili, W undt, Sigwart, Spencer y Erdmann. Nada
de extraño que al descubrir él la necesidad de fundam entar la ciencia
m atem ática a partir de una lógica, a su vez filosóficamente fundamenta­
da4, haya intentado hacerlo con la ayuda del psicologismo: “yo partí —nos
dice— de la convicción entonces dom inante de que por medio del

2 K„ p. 273.
3 K„ p. 276.
4 L .U . /, p. 254.

140
psicologismo, tanto la lógica en general como la lógica de las ciencias
deductivas, deben alcanzar su elucidación filosófica”5.
Pronto se encontró Husserl frente a una serie de dificultades todas
ellas, precisasmente, originadas en la concepción psicologista de la lógica6.
El psicologismo podia explicar la conexión de los actos psíquicos, el origen
de las representaciones, la elaboración de métodos prácticos, etc.; pero no
podía aclarar nada acerca del contenido de los actos y de la unidad de una
teoría. P or consiguiente, no estaba en capacidad de justificar la objetividad
de las teorías científicas ni la posibilidad de una verdad absoluta. Antes de
fundam entar las ciencias matemáticas se hacía necesario, para Husserl, el
darle a la lógica una fundam entación diferente de la psicologista. Así se
explica el paso de Husserl de las ciencias a la lógica y el origen inmediato de
sus Investigaciones Lógicas1. '
Los resultados de las Investigaciones Lógicas se reducen al estableci­
miento de las condiciones ideales que posibilitan una teoría y a la
descripción de las vivencias conciencíales en las que se originan las ideas
lógicas. Esto implicaba la reivindicación de conceptos como ser, verdad,
conocimiento que habían sido totalmente falsificados por el psicologismo.
Lo real no se podía concebir, en adelante, como la reunificación de estados
de la conciencia; la ciencia dejaba de ser com prendida como un producto
de la conciencia subjetiva y las leyes lógicas como dependientes
esencialmente de los actos psíquicos del sujeto. De esta m anera, creía
Husserl, se salvaba el valor absoluto de la verdad en cuanto dejaba de ser
relativa a la conciencia empírica. A pesar del éxito de esta obra, Husserl no
se sentía plenamente satisfecho. Faltaba justificar aún la pretendida
validez de la ciencia y de las norm as lógicas; resolver el problem a de la
correlación sujeto-objeto y determ inar el proceso mediante el cual los
ojetos ideales adquieren el carácter de donación. Husserl debería justificar
las significaciones, esclarecer su teoría de la intuición y de la evidencia,
profundizar el sentido de la intencionalidad y de la constitución y extender
esta última teoría de la constitución a otros dominios de objetos diferentes
de los objetos ideales. El problem a del conocimiento conduce necesaria­
mente al problema del ser en su totalidad. A hora bien, toda esta
problem ática desbordaba los límites de la lógica. Ella implicaba toda una
filosofía, pues sólo la filosofía podía dar una explicación del ser en su
totalidad8. Así ingresa Husserl a los dominios de la filosofía.

5 L .U ., 1, p. VI.
6 Cfr. L .U . I, p. V il.
7 Cfr. Ibid.
8 H usserl se refirió de m an era especial a esta p ro b lem átic a e n un curso de 1925. Al
respecto p u ed e co n su ltarse a Biemel M. W. D ie E ntsch ein d en P hasen d er E n fa ltu n g von
H usserts P h iloso phie en Z eitschrift f ü r P hilosophisch e F orschung, X I I I (1959) pp. 189 ss.

141
Pero, qué es, “en sentido estricto”, la filosofía? Esta debió de ser, sin
duda alguna, la pregunta que Husserl se formuló más de una vez por esta
época. Lo podemos com probar al leer algunos de sus escritos anteriores a
la publicación de las Ideas9.
En Die Idee der phaertomertologie10 la filosofía es concebida como el
saber absoluto del ser en cuanto presente de m anera auténtica —“en
persona”— en la inmanencia pura. Este escrito representa un esbozo de lo
que será la fenomenología y sienta las bases para una concepción de la
filosofía como saber que intenta recuperar en la experiencia trascendental
—constituida en la reducción— la experiencia efectivamente vivida; en
otros térm inos ya en este escrito Husserl deja entrever el ideal racionalista
de racionalizar la experiencia.
En Die Philosophie ais strertge Wissertschaft11 Husserl avanza un
paso más en su concepción racionalista de la filosofía. Ella es definida
como la más sublime y rigurosa de las ciencias, como respondiendo a la
“exigencia de la hum anidad” de un conocimiento puro y absoluto12, como
el correlato de “los intereses más nobles de la cultura hum ana” 13. La
filosofía no puede ser una “sabiduría” que responda a las exigencias
prácticas e inmediatas de la vida individual: ella es una ciencia rigurosa que
se coloca no en “el punto de vista de un individuo sino de la hum anidad y
de la historia, es decir, ... de la idea de una hum anidad eterna” 14.
En Die Idee der Philosophiets la concepción racionalista de la
filosofía y del hombre es llevada al límite de un optimismo leibniziano. “La
filosofía —leemos en este escrito— es la ciencia que representa los intereses
más elevados del conocimiento, o la ciencia que, de m anera plenamente
consciente, es puesta en movimiento por la idea del conocimiento perfecto
y absoluto” 16. Y cuál sería este conocimiento? El conocimiento a priori de
la idea del más perfecto de los mundos posibles y correlativamente, de

9 Cfr. Herrera R. Daniel. “El p en sam ien to husserliano an te rio r a las Ideas” en Francis-
canum, VI (1964) p. 207 ss.
10 B ajo este títu lo lo s A rchivos de H usserl (L o v ain a) p u b licaro n las cinco prim eras
lecciones d a d a s p o r H usserl co m o in tro d u c ció n a un c u rso sobre las cosas m ateriales
(D ingv o rlesung ) d ictad o en 1907.
11 Se tr a ta de un artícu lo p u b licad o en el p rim e r sem estre de 1911 en la revista Logos.
Este tra b a jo co n stitu y e un v erd ad ero M anifiesto filosófico.
'2 C fr. Ph. S. W„ en Logos 1 (1911) 290.
'3 C fr. P h.S.W ., en Logos / ( 1 9 1 1) 290.
'« C fr. Ibid., 293.
15 Se t r a ta de u n m an u scrito cuy o títu lo com p leto es "Idee der "philosophischen
Disziplinen", “Idee der Philosophie". V o rgetragen ais E inleitung in die G ru n d p ro b lem e der
E thik. S o m m er 1 9 1 1 .- G o ettin g en ”, L a trascrip ció n del original estenográfico se en cuentra
en los A rchivos de H usserl (L ovaina) com o el Manuscrito F I 14. S o b re este m anuscrito
hem os p u b licad o un estu d io en la revista Ideas y Valores (F a c u lta d de F ilosofía, U niversidad
N al., b ogo tá), IV, (1962) 29-41.
16 F 1 14, p. 16.

142
la personalidad y de la vida más perfecta y de la más perfecta realidad
pensable como campo de los más perfectos actos del conocimiento, de la
volición y del valorar17. La elaboración de la ciencia apriori de este mundo
constituye y define “finalmente y en el sentido más elevado” la filosofía18.
Esta concepción está muy lejos de las ideas hasta entonces sostenidas.
A decir verdad, un tal neoleibnizianismo no lo volveremos a encontrar en
los escritos de Husserl. El filósofo hablará de “mundos posibles” e,
inclusive, “del mejor de los mundos posibles”, pero sólo en este escrito
define la filosofía como la ciencia del mejor de los mundos posibles.
Husserl buscará en la filosofía la recuperación del mundo de la experiencia
vivida, por tanto, del m undo “real”, del m undo de la vida (Lebenswelt). La
aplicación de la reducción al m undo no significa la pérdida del mundo,
puesto que él es recuperado de un modo absoluto. La creencia en el mundo,
la tesis de la actitud natural es “colocada fuera de acción” pero sólo para
ser justificada en su ser pleno. Que tal creencia no pueda ser superada,
poco importa. Lo im portante es que el hom bre supere su “ingenuidad”
natural al tom ar conciencia del verdadero sentido de su subjetividad que,
de manera anónim a, “constituye” el universo. Husserl dirigirá todos sus
esfuerzos a la racionalización de la experiencia. P ara alcanzarla pasará por
la descripción eidética del mundo, por el análisis de la “esencia pura” del
mundo, esencia que es presentada en térm inos de posibilidad. Pero
siempre se tratará de la esencia del m undo real y no de un m undo ideal.
Que el hom bre pueda darse como ideal la realización de una ciencia en
sentido absoluto, que dicha ciencia sea concebida com o medio para la
perfecta realización hum ana, que esta ciencia sea puesta como idea limite,
como un ideal al cual nos aproxim am os en un progreso indefinido, sin que
jam ás lleguemos a realizarlo, todas estas son ideas que Husserl repetirá en
una u otra forma. Pero él no volverá a concebir y a definir la filosofía como
la ciencia a priori del mejor de los mundos posibles.
A pesar de la anterior reserva, estas últimas reflexiones de Husserl
sobre la esencia de la filosofía se dejan sentir en todo su pensar. La filosofía
será entendida siempre a partir de las exigencias de una “hum anidad
auténtica”, exigencias que implican la idea de un hom bre ideal viviendo en
un m undo ideal. Como idea, el hombre es aquel que ha llegado a ser
“verdadero, libre, autónom o”, es aquel que ha realizado “la razón que le es
innata” y que le ha impuesto “al conjunto de su vida personal, la unidad
sintética de una vida colocada bajo la norm a de la responsabilidad
universal de sí mismo”, porque no hay autonom ía sin responsabilidad19.
Como idea, el hombre presupone además un m undo ideal. Si el hombre
concreto se realiza en la medida en que él se aproxim a al hombre ideal,

17 C fr. Ibid., pp. 39-40.


'* C fr. Ibid.. p. 33.
'* C fr. K„ p. 272; E .P h. II, p. 197.

143
necesariamente debe transform ar su m undo en un m undo plenamente
racional. Se trata de una condición necesaria para una vida auténtica, para
una vida entregada a la satisfacción de las tendencias teleológicas que
conform an al ser hum ano20.
Husserl, utilizando la term inología de Fichte, llama a esta “vida
auténtica” en un “m undo auténtico” la vidafeliz. La Seligkeit perfecta sólo
se dará en una existencia ideal en donde no haya lugar, por principio, para
el error, el pecado y el peligro de perderse21. Esta perfección absoluta —
meta hacia la cual se orienta la teleología hum ana— es definida por
Husserl, igualmente, mediante la idea de Dios. P ara Husserl Dios es el
“unendlich ferme Mensch” (el hom bre infinitamente lejano). Dios se
resuelve en la idea de la verdad y en la vida de la verdad. P or esencia, el
hom bre no puede ser ni agotar a Dios, porque la verdad no puede ser
agotada. La verdad es una idea límite. Dios, en cuanto idea, es sinónimo de
“verdad absoluta”, de “ser absoluto”. A hora bien, la teleología que guía el
devenir hum ano no es otra cosa que la tendencia del hom bre hacia lo
“absoluto” en el orden del pensamiento, del querer y del valorar22.

II. L a E s t r u ctu ra T e l e o l o g ic a D el H om bre

El hom bre en su totalidad es un ser teleológico. Su estructura


téleológica se revela ya en sus tendencias más primitivas, a saber, en los
instintos. Husserl habla de un “yo-instinto” (Instintk-Ich), de un sujeto con
fines instintivos. Sus fuerzas ciegas tienden a su propia realización. Sin
em bargo no hay una realización final. Nos encontram os ante un progreso
dinám ico en el cual cada fase realizada constituye simultáneamente un
modo realizado y la aparición de una nueva intención17. Esto significa que
el instinto primitivo se va diferenciando progresivamente para convertirse
finalmente en una “tendencia”, en una intención de orden superior en sí
misma y, por consiguiente, en la realización que le corresponde en este
nivel18. Gracias a este proceso el “yo-instinto” se convierte en un “yo-
persona”. Pero es im portante tener en cuenta que en todo este proceso
dinámico de su realización, el Yo primitivo de los instintos permanece
siempre el mismo. La unidad de la persona no es sino la unidad de sus
múltiples tendencias e instintos que apuntan a una unidad total. En este
torrente que constituye la vida (Stroemendes Leben) el Yo permanece
siempre el mismo, gracias al estilo de movimiento unitario que le es

2° C fr. M s. A V 22, pp. 26, 32.


21 C fr. M s, B I 37, pp. 48, 49; E. Ph. II, p. 201.
” C fr. K., p. 67 y E. Ph. II, pp. 196, 344, 349.
17 C fr. M s. C 13 I, p. 6; M s. F 1 24, p. 116.
18 C fr. M s. C 16 IV , p. 11.

144
propio19. Este movimiento unitario se identifica con la teleología, una
teleología que se realiza y se perfecciona en cada uno de los actos vitales.
Cada meta conquistada de este “instinto total” con todo lo que ella implica
en adquisiciones, intereses y nuevos fines a alcanzar, sólo constituye un
momento en el devenir del ser hacia su telos final, a saber, hacia la unidad
total y universal concretizada en la idea de una hum anidad auténtica20.
La teleología universal que vivifica al ser hum ano desde los actos
instintivos hasta los actos estrictamente personales es de una tal naturaleza
que Husserl se siente autorizado a hablar de un “instinto trascendental”21.
El primer contacto del hombre con el mundo se realiza, en efecto,
mediane las afecciones e impulsos más primitivos de su ser, a saber,
medíate sus instintos. Son ellos los que determ inan la realización del
hom bre22. Husserl los considera com o el “fundam ento teleológico” de la
vida trascendental constituyente ya que el conjunto de los instintos forma
un sistema de disposiciones innatas no sólo necesarias para la realización
del hombre y del m undo que le corresponde a éste, sino tam bién porque
toda constitución presupone este sistema23.
Ahora bien, todo sistema presupone un orden a partir de un
determ inado principio. Si los instintos constituyen un sistema, deben ellos
presentar un orden y en este orden un prim er instinto debe revelarse como
el fundamento de todos los otros. Cuál será este instinto? Husserl lo
denomina el “instinto de la curiosidad” (der Instinkt der Neugier), nombre
que designa la tendencia del hombre a abrirse al mundo, al “goce-de-estar-
cerca-de-la-realidad” (Lust im Dabeisein)24. Este instinto puede ser
comprendido, fundamentalmente, como la experiencia sensible en su
orientación dinámica y en su apertura hacia el m undo de la naturaleza,
hacia el m undo de las cosas, es decir, hacia el “mundo del ser puro y
desposeído de todo valor”25.
La introducción por Husserl de este instinto y, en especial, su manera
de comprenderlo, es ciertamente interesante. Nos revela el cuidado de
Husserl de m ostrarnos que no sólo la conciencia, sino el hom bre en toda su
estructura es “intencional”.
El prim ado del instinto de la curiosidad, su carácter de “fundamento
primitivo” le pertenece a doble título: en prim er lugar, el hombre tiene un
contacto inmediato con el mundo por medio de la experiencia sensible.
Por consiguiente, el instinto de la curiosidad es la fuente de aquella certeza

19 C fr. Ms. E III 9; p. 57.


» C fr. Ms. C 16 IV , p. 11.
21 C fr. Ms. C 13 I, p. 16.
22 C fr. Ms. E III 9, p. 4.
23 Cfr. Ibid.
24 Cfr. Ms. C 16 IV , pp. 7-8.
25 C fr. Ib id y E .U ., pp. 91-93.

145
a m odo de creencia en la existencia del mundo, presupuesto necesario de
toda otra certeza. Habría que añadir, además, que este instinto, una vez
diferenciado y purificado, se convertirá en “voluntad de conocimiento”
(Willen zur Erkenntnis)26 y tendencia de la razón hacia la verdad absoluta.
P or otra parte, el instinto de la curiosidad posee una primacía sobre los
otros instintos ya que por su orientación hacia los otros “cuerpos” funda
los otros dos instintos principales, a saber, el instinto de conservación y el
instinto sexual27.
M ediante el instinto de la conservación (Selbsterhaltungstrieb) el
hom bre tiende hacia las cosas para constituirlas en objetos útiles. Es
necesario tener en cuenta, sin embargo, que éste instinto posee una
teleología propia, gracias a la cual tiende no solamente hacia el mundo,
sino tam bién hacia una superación de sí en un orden más elevado. En
efecto, la satisfacción de la tendencia primitiva mediante la constitución de
objetos en objetos de alimentación o de otra clase, en cuanto necesarios
para la subsistencia, no agota la tendencia; ella asume nuevas formas,
modos más diferenciados, intereses más purificados como lo veremos más
adelante.
Finalmente, mediante el instinto sexual (Geschlechtstrieb)28 el hom­
bre se orienta hacia los otros cuerpos para constituirlos en objetos de
placer y de am or. Así logra conservar la especie. Este instinto, de la misma
manera que los otros, asume teleológicamente formas cada vez más
perfectas, representadas por las “objetividades sociales”. El am or instinti­
vo se presenta más perfecto en las diversas formas de la vida com unitaria y
social: m atrimonio, familia, ciudad, patria, Iglesia, etc. 29.
Podemos ver, por consiguiente, cómo los instintos en un primer
momento se manifiestan como fuerzas ciegas y cómo se superan en cada
una de las formas de su realización. Y en esta realización del hombre a
partir de los instintos se descubre, poco a poco de una manera más clara y
más precisa, el estilo teleológico del desarrollo que nos pertenece en
cuanto hom bres30.
Nuestro com portam iento frente a mundo se determ ina en un primer
momento a partir de intereses prácticos: tenemos ante todo que satisfacer
las necesidades instintivas que se originan en la tendencia a conservar
nuestra vida y la vida de la especie31. En esta fase de su desarrollo, la
teleología de nuestro ser se revela, ante todo, como una “oscura voluntad

C fr. E .U ., p. 92.
v C fr. M s. E I II 9, p. 7.
2» C fr. Ibid., p. 43a y E I I I 10, p. 10.
2’ Cfr. Ibid.
30 C fr. M s. E I I I 9, p. 4.
31 C fr. M s E I I I 10, p. 14 y M s. A V 24, p. 23.

146
de vivir” (Willen zum Leben)32, pero una voluntad de vivir que no puede
ser satisfecha con la simple presencia de objetos que son sólo objetos
alimenticios. El hombre no es exclusivamente un animal. El es prim ordial­
mente un “yo puedo”, un “organismo de facultades” de orden espiritual. De
aquí que sus fuerzas instintivas asum an la forma de actos mediante los
cuales el hombre no sólo puede satisfacer las necesidades inmediatas de la
vida, sino también aquellas que responden a intenciones de orden
espiritual: intenciones cognoscitivas, volitivas y axiológicas. La vida
humana es una vida de inquietud (Sorge) y de desasosiego (Vorsorge);
inquietud frente al presente, desasosiego frente a la incertidumbre del
futuro. El hombre no vive solamente en el presente. El vive en el horizonte
del futuro, él vive su futuro en el presente 33.
Una vez que el hombre tom a conciencia de la vida en su totalidad, el
movimiento teleológico pasa de la oscura “voluntad de vivir” instintiva, a
la voluntad esclarecida que se fija como meta el ideal de una vida libre de
todo cuidado. Y esta vida sólo puede ser concebida como una vida en la
cual el Yo puede vivir en la certeza habitual de una existencia fundada, de
un dominio sobre el mundo y de una posibilidad de transform ar, para sí y
para los otros, el mundo en un m undo que garantice una vida feliz34.
Al hombre le es lícito, gracias a su teleología, convertir su actitud
práctica e instintiva frente al mundo, en actitudes valorativas y cognosciti­
vas. Como “razón estética”, el hom bre tiende teleológicamente hacia el
mundo en cuanto mundo de valores35. La “conciencia-valor” se compone
de un conjunto de vivencias mediante las cuales el hom bre valora los
objetos como humanos, bellos, agradables o sus contrarios36. Estas
vivencias no deben, sin embargo, ser confundidas con los juicios de valor,
los cuales, en sentido estricto, pertenecen a una actitud teórica. “Gozar” y
“vivir” el valor estético de una obra de arte son actos que pertenecen a la
razón estimativa, mientras que “juzgar” y “afirm ar” el valor de esta misma
obra de arte son actos de la razón teorética37. El “goce” del hom bre frente a
32 C fr. M s. E I I I 9, p. 62.
33 C fr. M s. E I I I 4, pp. 2-3 y M s. E I I I 9, p. 18.
34 C fr. M s. E I I I 9, p. 5.
35 C fr. Ibid., p. 59.
C fr. Ideen I!, pp. 29, 186-187 y E. Ph. II, pp. 100-101.
37 Cfr. Ideen II, p. 8. S in d u d a alg u n a q u e u n acto -v alo r p u ed e estar a c o m p a ñ a d o po r
acto s teoréticos y prácticos de la m ism a m an era q u e u n acto teo rético puede esta r aco m ­
p a ñ a d o p o r actos-valor. Las actitu d es e intereses d eb en ser definido s a p a rtir del ob jeto
in ten cio n ad o y del ac to pred o m in an te. T o d o s los o tro s ac to s d eb en ser co n sid erad o s ya sea
c om o m edios p a ra a lcan za r la u n id ad del ac to to ta l o y a com o actos q u e se p ro d u cen
sim u ltán eam e n te sin hacer parte, e n fo rm a de elem en tos de la u n id a d d e la c to to tal. Un a rtis ta
q ue realiza u n c u a d ro co n la finalidad de “gozar” y vivir u n sen tim ien to estético, realiza
sim u ltán eam e n te actos prácticos y teoréticos. El percibe, p o r ejem plo, detalles de su o b ra ,
crític a alg u n o s de ellos, etc. P ero to d o s estos ac to s so n só lo m edios p a ra llegar a l a c to to tal, a
sab er, a l a c to d e g o zar de su obra. El a rtista puede, d u ra n te la realización de su o b ra, reco rd ar
u n a rtista , u n a exposición, etc. E stos ac to s de recuerd o n o son, sin em b arg o , p artes o
elem entos de la u n id ad del ac to total. C fr. £. Ph. II, p. 98 ss.

147
un “m undo-valor”, aunque pertenezca a la dimensión de la persona, se
fundamenta, según Husserl, en el instinto de conservación. La creación y
realización de valores superiores son sólo momentos del movimiento
teleológico del hom bre hacia la unidad total de su “telos”38.
El anim al, viviente en un m undo finito y en un tiempo limitado, es
“feliz” en la satisfacción ae las exigencias prim eras del instinto39. Pero este
no es el caso del hom bre cuya estructura teleológica apunta hacia la
perfección absoluta en todas las diferentes dimensiones de su ser. .El
hom bre puede experim entar el placer actual que le proporciona la
satisfacción de una intención práctica, en cuanto satisfacción inmediata
del instinto. Pero esta satisfacción no es aquella hacia la cual él finalmente
tiende. El placer perfecto —telos de su razón estética— sólo se da allí
donde el bien se m uestra en su esencia de bondad, a saber, en el límite
ilimitado del movimiento teleológico: éies una idea límite. P o r consiguien­
te supone un proceso infinito de aproxim ación, una superación sin límites
de los valores concretos40.

III. T E L E O L O G IA D E LA R A Z O N “ O B J E T IV A D A ”

Hemos visto la estructura teleológica del hom bre tal como ella se
manifiesta en los instintos y en la tendencia hacia la creación y realización
de valores. En cada una de las actitudes fundamentales que constituyen
originariamente la estructura del ser hum ano se hace patente un
movimiento hacia una perfección absoluta. A rrastrado p or el deseo de
realizar en sí mismo una hum anidad auténtica, el hom bre se supera en
cada uno de sus actos.
Si consideramos ahora la orientación innata de la razón, el carácter
teleológico del devenir hum ano se hace aún más visible. El hom bre ha sido
considerado siempre como un anim al racional en cuanto a él le es dado
juzgar y juzgar de m anera verdadera41. El se siente requerido por la verdad
y, en la misma medida en que responde a este llam ado, él se siente
“verdadero”.
Estudiemos por extenso esta orientación teleológica de la razón. Ella
puede ser estudiada en sí misma o bien en el papel que juega en el interior
de la estructura teleológica total del hom bre. Nos interesa estudiarla en sí
misma. Pero antes de hacerlo recordemos algunos textos muy dicientes
acerca del papel de la razón teorética.

3* C fr. M s. E I I I 9, pp. 58-59.


39 C fr. Ibid.
40 Cfr. Ibid.; M s. E I I I 4, pp. 1-2, y E. P h. II, pp. 350 ss.
41 C fr. K„ p p. 421, 13, 270, 275.

148
Según Husserl, la razón teorética le permite al hom bre llegar a una
plena autocomprensión. En esta com prensión de sí mismo, el hom bre se
descubre "como un ser que consiste en sentirse llamado a una vida
colocada bajo el signo de la apodicticidad. Pero no se trata solamente de
aquella apodicticidad abstracta que anim a a la ciencia llam ada com ún­
mente con este nombre: esta vida está llam ada a realizar la totalidad de su
ser concreto bajo el signo de una libertad apodíctica y a conducir este ser al
nivel de una razón apodíctica, de una razón de la cual se debe apoderar a
través de toda su vida activa; porque es esta razón la que constituye su
hum anidad. Se trata, como se ha dicho, de com prender racionalmente,
com prender que ser razonable es querer ser razonable; que todo esto da a
la vida y al esfuerzo hacia la razón una dimensión infinita; que la razón
designa aquello hacia lo cual tiende el hombre en su ser más íntimo,
aquello que sólo lo puede satisfacer y hacerlo “feliz”; que la razón no tolera
el ser dividida en “teórica”, “práctica” y “estética” o en cualquier otra clase
de división; que ser hom bre es serlo en sentido teleológico —es un deber
ser— y que esta teleología dom ina toda acción y todo proyecto
egológico...”42.
Esta última com prensión de sí mismo implica, por consiguiente una
nueva praxis hum ana, praxis fundada “sobre la crítica universal de toda la
vida y de todos sus fines, de todas las formas de estructuras y de todos los
sistemas culturales surgidos de la vida de la hum anidad y, por lo mismo,
fundada sobre una crítica de la misma hum anidad y de los valores que
directa o indirectamente la guían. Una praxis, más exactamente, capaz de
elevar a la hum anidad, por medio de la razón científica universal y según
las norm as de la Verdad en todas sus formas; capaz de elevarla a una nueva
realidad hum ana responsable de sí misma de manera absoluta siguiendo
los principios teoréticos absolutos”43.
Si este es el papel de la razón, ella constituye necesariamente la
función más elevada y noble del hombre: es ella la que posibilita al hombre
la m archa hacia su telos final44. P ara el Husserl racionalista es la “no-
razón”, el vivir ciego en las tinieblas de lo confuso sin el esfuerzo para salir
de allí, lo que realmente hace al hombre un “infeliz”45. T anto en Krisis
como en los escritos inéditos sobre la ética, el pensamiento de Husserl se
revela muy rico en ideas sobre las relaciones entre la razón y el telos final
del hombre. Y bien podríam os nosotros interpretaren el mismo sentido las
relaciones entre juicio y decisión que encontram os en otra de sus obras: la
tendencia hacia la certeza de todo juicio es tan sólo un aspecto de la
tendencia general hacia la propia conservación. En el juicio el hom bre se

42 Ibid., pp. 275-276.


43 Ibid., p. 329.
44 Cfr. Ibid., pp. 273, 336.
45 Cfr. M s. I K, p. 47 y £ Ph. II, p. 230.

149
decide por la validez de algo; esta validez debe ser aceptada siempre y en
todas partes. Podemos decir que el Yo permanece siendo siempre el
mismo, en la medida en que él puede defender aquella validez por la que se
decidió anteriorm ente en su juicio46.
La razón teorética es, pues, decisiva para la realización del ideal de
una hum anidad auténtica. Pero como lo hemos dicho, nos interesa
estudiar la teleología de la razón en ella misma, a saber en su tendencia
hacia un conocimiento absoluto y universal. Analizaremos primero esta
teleología en cuanto “objetivada” en el interés teorético que se revela en la
realización concreta del saber. En el parágrafo siguiente estudiaremos la
inmanencia teleológica de la razón.
La razón, tom ada en sentido amplio, se despliega en actos cognosciti­
vos, volitivos y estimativos. Como actos de una misma razón, ellos se
implican mutuamente. Nos es posible distinguirlos, sin embargo, a partir
del interés especial y de la actitud personal que se encuentran en sus
orígenes.
Si queremos distinguir el interés teotérico diríamos nosotros que él
está determ inado exclusivamente por el valor intrínseco del pensar: él es
aquella tendencia hacia el conocimiento de la realidad total en su ser propio.
P or consiguiente, el interés teorético puro excluye por principio todo
acento afectivo y práctico en el conocer. Este acento puede, sin duda, ser
objeto del interés teorético, pero lo será a título de objeto de conocimiento
sin que por ello sea vivido en su carácter afectivo o práctico. Esta distinción
es la que posibilita, precisamente, la existencia de una sociología, de una
estética, de una historia, etc.47. A partir del interés teorético nos dirigimos
“hacia el verdadero ser”. Como tendencia, este interés se dirige hacia “un
sistema de adquisiciones cognoscitivas, de identidades adquiridas, de seres
a los cuales yo puedo volver siempre y siempre identificarlos como los
mismos...”48.
P or consiguiente, el hom bre que en su actividad es movido por un
interés teorético puro, bien puede ser caracterizado como alguien que no
permite ser dom inado por la “seriedad” y gravedad de una existencia
hum ana angustiada e inquieta. El es un “espectador desinteresado e
imparcial” que no utiliza su conocimiento exclusivamente para compro­
meterse en la vida en cuanto tal. Su misión y su vocación están en el “m irar
hacia las cosas” (Zuschauen) y en el “mirarse a sí mismo” (Sich-schauen)
con la única finalidad de conocerse a sí y de conocer las cosas en su
ser verdadero49.

46 C fr. E. U„ pp. 327, 346, 351, 348 ss.; C .M ., p. 101.


47 C fr. Ideen II, && 1, 2 y p. 25; E. Ph. II, pp. 306.
48 M s. C 16 I, p. 3; K„ p. 328; E. U„ pp. 20 ss., 231 ss., E. Ph. II, p. 358.
49 C fr. K„ pp. 328, 331.

150
Una vez que el interés teorético se haya convertido en un hábito,
podemos entonces hablar de una “actitud teorética”. Nos encontram os
frente al hom bre que se ha decidido vitalmente por la verdad, que ha
convertido a la verdad en vida de su vida. Su única tarea es la búsqueda de
la verdad del ser en su totalidad, de una verdad que él puede a cada instante
verificar y a partir de la cual él puede experim entar el goce de un ideal
realizado50.
Se da, según lo anterior, una tendencia hacia el conocimiento perfecto
del ser en su totalidad en el hom bre que vive en una actitud teorética. Surge
aquí un interrogante. La decisión del hom bre de consagrar sus energías a la
búsqueda de la verdad es un suceso y como todo suceso debe estar
m otivado51. Cuál es la motivación histórica de la actitud teorética?
Es difícil de determ inarlo desde el punto de vista de un individuo
concreto puesto que las motivaciones pueden ser muy diversas. Pero ello es
relativamente fácil desde el punto de vista de la hum anidad. La pasión por
la verdad se da por prim era vez en la historia en los antiguos sabios griegos.
Husserl trató de exponer brevemente la motivación de aquellos sabios en
su conferencia sobre la “Crisis de la hum anidad europea y la filosofía”52.
Nosotros podríam os, sin embargo, indicar tres posibles motivaciones a
partir de diversos textos husserlianos. Estas motivaciones serían: a) una
motivación práctica a partir del instinto de conservación; b) una
motivación a partir del instinto de la “curiosidad”; c) una motivación a
partir de la tom a de conciencia de la teleología de la razón.
Hemos caracterizado al hom bre como un ser atizado por la inquietud
frente al presente y por la angustia frente al futuro. Si el instinto de
conservación nos lleva, ante todo, a buscar la satisfacción de las exigencias
inmediatas de la vida, él se prolonga, sin embargo, en una adaptación del
individuo al curso de los acontecimientos. El hom bre siente la necesidad de
dom inar la naturaleza para asegurar la conservación de su propio ser en el
futuro. De aquí que vitalmente tienda a racionalizar el mundo. Esta
racionalización comienza por la búsqueda de las leyes causales, lo que le
permitirá a partir de hechos actuales reconstruir el pasado y prever el
futuro. La necesidad de llevar a térm ino tales investigaciones da origen a
ciertos métodos de economía de pensamiento que ulteriorm ente han de
convertirse en formas del pensamiento puro. En sus Investigaciones lógicas
Husserl nos m uestra, por ejemplo, cómo a partir de aquellos métodos
ciegos que son las cuatro operaciones de la aritmética, la tabla de los
logaritmos y las funciones trigonométricas, podem os pasar, mediante el
pensamiento significativo y simbólico, a investigaciones y demostraciones
más amplias. Es así como a partir de la aritm ética —ciencia de los números

50 C fr. K„ p. 332; E. Ph. /, p. 311.


51 Cfr. K ., p. 331.
52 Cfr. K„ p. 331 ss.

151
concretos— se constituye la aritm ética general o formal en la cual los
números dejan de ser conceptos de base para convertirse en conceptos de
aplicación y a partir de esta aritm ética formal se constituye la teoría de la
multiplicidad para la cual la prim era sólo es un caso particular53.
Vemos, pues, cómo la necesidad de asegurar la propia existencia pone
en m archa el conocimiento y al hacerlo los dominios del saber se
extienden. Las realidades sometidas a investigación suscitan problemas;
aún más, las propias investigaciones suscitan interrogantes sobre metodo­
logía. Puede suceder, y de hecho así sucede, que en este proceso el
pensamiento se libere y purifique de todo acento práctico para determinar­
se exclusivamente por sí mismo, por su teleología inmanente, cuya
culminación sería el conocimiento perfecto y absoluto del ser en su
totalidad54.
Lo anterior no significa que el instinto de conservación sea el que
funde la teleología de la razón o que ésta pueda ser considerada como una
tendencia biológica. El instinto de conservación tan sólo motiva la
aparición del interés teorético. Avenarius con su principio “del menor
esfuerzo” y M ach con su principio de la “economía del pensamiento”
parece que intentaron algo diferente. Esto explica las críticas de Husserl a
tales autores. La teleología tiende hacia el polo ideal de una racionalidad
absoluta y universal y es esta idealidad la que funda, precisamente, la
economía mental. La conservación propia exige ciertamente una cierta
adaptación del pensamiento a la naturaleza externa para juzgar las cosas,
para prever el futuro, hallar las causas de los fenómenos, etc. Esto debería
ser considerado en un estudio sobre el papel de la teleología de la razón en
el interior de la teleología universal del hom bre hacia una hum anidad ideal
en un m undo ideal. Pero la razón en sí misma está orientada por principios
ideales. Acaso no medimos el pensamiento empírico a partir del
pensamiento ideal?55.
Una segunda motivación del interés teorético la encontramos en el
instinto de la “curiosidad”. Como lo hemos visto, el instinto de la
curiosidad se resuelve fundamentalmente en la experiencia sensible
orientada y abierta al m undo de la naturaleza. En Experiencia y Juicio
Husserl llama a este instinto “el interés de la percepción” y lo considera
como una prim era manifestación del interés teorético. P o r este instinto
tendemos a conducir el objeto de la percepción a su donación total. La
tom a de conciencia sobre la donación subjetiva y relativa del m undo hace
que el hom bre tienda a racionalizar su experiencia. El “encuentro”, el
diálogo, la comprensión mutua nos anim a a querer conocer los objetos, a

53 C fr. L. U. I, & 53.


54 C fr. E. Ph. 1, d. 207.
” C fr. L . U. I, && 56 ss.

152
determinarlos, a fijar su identidad, en otras palabras, a poseerlos verda­
deramente en su totalidad36.
P or consiguiente, el instinto de curiosidad, este “goce-de-estar-cerca-
de-las-cosas” puede ser considerado como una motivación de la actividad
teorética. Husserl nos lo m uestra, por cierto, muy bien, cuando en Crisis, al
querer analizar la constitución genética de las ciencias positivas, se
rem onta hasta el m undo de la vida (Lebenswelt) y cuando en Experiencia y
Juicio", al querer determ inar los presupuestos del juicio predicativo, es
conducido hasta la experiencia pre-predicativa. Esto nos indica que la
predonación del m undo constituye la “satisfacción” de las tendencias del
instinto de la “curiosidad”, es decir, de la experiencia sensible. Y es,
precisamente, la problem ática implicada en esta predonación del m undo la
que puede m otivar el interés científico.
Una modificación de este instinto de curiosidad es la “adm iración”, el
“asom bro”. Recordemos que de ordinario se considera el asom bro como la
primera motivación de la actitud teorética. El propio Husserl encuentra en
el asom bro la raíz de la pasión por las ciencias en los griegos. Cuando los
griegos entraron en contacto con los pueblos de oriente se asom braron
ante la diversidad de cosmovisiones. Cada pueblo poseía “su verdad” y “su
m undo”. El asom bro los condujo a intentar conocer la “verdad en sí”, el
m undo tal cual él es, fuera de toda tradición popular, independientemente
de cualquier mitología, etc. Los griegos se decidieron a buscar la verdad
para vivir en la verdad. A través del tiempo, la experiencia vivida por los
griegos se renueva constantemente. Cada uno de nosotros se debería
asom brar frente a la multiplicidad de “verdades” contradictorias. La
realidad está allí, nos interroga, su relatividad y su identidad dan origen a
toda una problemática. Querer responder a esta problem ática constituye
una posible motivación de la actitud teorética37.
La tercera motivación y la más im portante es la tom a de conciencia de
la teleología de la razón. Arrojados en el m undo y en la historia, tenemos la
experiencia de las ciencias com o formas culturales que se han constituido a
través de generaciones de sabios. Todas estas formas culturales son
portadoras de una intención, de una teleología. Este sentido teleológico se
nos revela al entrar en com unión mediante la “entropatía” con los hombres
de ciencia. “Tomar conciencia no significa otra cosa que intentar
establecer realmente el sentido que en la simple opinión tan sólo es
intentado o presupuesto; se puede decir igualmente que tom ar conciencia
tan sólo significa intentar conducir el ‘sentido que pide la realización’... al
estado de sentido realizado...”58. Tom ar conciencia de la teleología de la
conciencia significa, por consiguiente, no sólo analizar el “sentido”, la

« C fr. E. V.. p p . 9 1 - 9 3 , 2 3 2 .
” C fr. K„ p p . 331-333; E. Ph. I pp. 288-291.
58 F .T .L ., p. 13.

153
intención de la actividad teorética, sino tam bién querer conducir este
sentido, esta intención al estado de intención realizada.
Desde este punto de vista la tom a de conciencia motiva la actitud
teorética. Al hacerlo, el hom bre se coloca bajo la voluntad de realizar el
sentido de la razón, a saber, la posesión del ser verdadero en su totalidad.
Esta decisión por una vida teorética —lo que implica la voluntad de asumir
la responsabilidad de cada uno de los actos cognoscitivos— explica por
qué Husserl consideraba que la reflexión, en cuanto reflexión, se da ante
todo en la voluntad59.
Tales son las posibles motivaciones del interés teorético, interés que
ha dado origen a esa gama de ciencias que constituyen hoy en día el
dominio del saber hum ano. Husserl en diversos lugares se refiere a la
génesis de las diversas ciencias a partir de este interés teorético. Una
síntesis de esta génesis la encontram os en el inédito ya citado sobre La idea
de la filosofía. El interés teorético exige unidad y universalidad en nuestros
conocimientos. Es esta exigencia la que nos hace pasar de conocimientos
particulares a otros más universales: de los hechos a las leyes, de las leyes a
las teorías, de las teorías limitadas a otras más vastas que abrazan a las
anteriores. Es este un movimiento sin límites hacia la universalidad y hacia
la unidad de una sola teoría de la cual se podrían deducir sistemáticamente
todas las correspondientes a un dominio determinado de objetos; leyes
que, a su vez, com prenderían y explicarían toda realidad que pueda
presentarse bajo las mismas condiciones que aquellas que ya hacen parte
de sus dominios. Esta división de objetos en dominios determinados, en
cuanto están regidos por leyes determ inadas, da origen a la constitución de
las diversas ciencias positivas. El movimiento teleológico de la razón no se
agota, sin embargo, en la formación de todas estas diversas ciencias. En
efecto, los objetos de un dom inio determinado guardan relaciones con los
objetos de otros dominios, lo que implica, por consiguiente, relaciones
especiales entre las diversas ciencias. Dichas relaciones deben ser
igualmente sistematizadas. La búsqueda de unidad entre las diversas
ciencias es una exigencia de la razón.
Al lado de este problema de la unificación de las diversas ciencias y
teorías, se encuentran otros problemas que conducen aún más lejos el
movimiento teleológico de la razón. Husserl cita entre otros, el de la
verdad. Nosotros lo hemos experimentado más de una vez; todo juicio
fundado en la experiencia o en conexión con un pensamiento general e
indirecto, se revela frecuentemente como no respondiendo a la realidad. El
es, p o r principio, reformable. P or otra parte, la duda sobre los Aiunciados
“verdaderos” de la ciencia llega a ser siempre posible, como también lo es la

59 C fr. Ibid.; C. M „ p. 50; E. Ph. II. p. 6; K„ p. 73.

154
interrogación sobre la posibilidad del conocimiento, sobre sus diversas
formas y, en fin, sobre el valor de los métodos adoptados. Todo esto
explica por qué nosotros somos impulsados a dirigir nuestra mirada, no ya
sobre las cosas sino más bien, sobre nuestro propio pensamiento en cuanto
tiende hacia las cosas. Estas consideraciones dan origen a nuevas ciencias;
por ejemplo, a la lógica formal. La lógica, elaborada en la “reine
Allgemeinheit”, trata de buscar las normas del juicio verdadero, las formas
del silogismo, etc.

La tendencia de la razón hacia un conocimiento perfecto y absoluto se


realiza, pues, de manera teleológica. Esta teleología partiendo de la
experiencia concreta, singular y práctica, se despliega hacia el conocimien­
to sistemático y teorético de las ciencias positivas para llegar, finalmente, a
una ciencia del conocimiento en cuanto conocimiento. Para Husserl este
conocimiento se realiza sin que el sabio tenga necesariamente conciencia
del ideal hacia el cual tiende, ni sobre el valor ni sobre la realización
concreta de dicho conocimiento. Con otras palabras, la verdad absoluta
no siempre es puesta por el sabio com o el telos final de su actividad
teorética.

Cuando esta tendencia hacia el conocimiento absoluto se convierte en


un ideal concientemente buscado y, por consiguiente, en un fin norm ativo
de la actividad teorética, tenemos entonces la filosofía, la que se define
como la ciencia que tiene por objeto el ideal de un conocimiento
sistemático que abarca el todo —de manera teórica y positiva—, el ideal
de un conocimiento perfecto y plenamente fundam entado60.

Analizada la teleología de la razón en cuanto “objetivada” en el


interés teorético que se revela en la génesis del saber, sólo nos resta estudiar
detenidamente la teleología inmanente de la misma razón.

IV . L a T e l e o l o g ía In m anente D e La Co n c ie n c ia

El gran descubrimiento de Husserl en sus Investigaciones lógicas fue


la idea de la intencionalidad. Husserl conoció la noción tradicional de la
conciencia como la unidad de todas las vivencias psíquicas en la duración
concreta del yo empírico. Conoció, igualmente, aquella concepción de la
conciencia como conocimiento interior de las propias experiencias
psíquicas. Para él, sin embargo, la conciencia es el conjunto de vivencias

60 Cfr. M s. F /. 14, p. 17 ss.

155
caracterizadaspor el hecho de ser intencionales, es decir, por el hecho de
estar dirigidas hacia un objeto61. La conciencia es un acto.
Los actos conciencíales son “fenómenos que en ellos mismos
contienen intencionalmente un objeto”. Esta relación intencional de la
conciencia a un objeto no debe, sin embargo, ser entendida como una
relación real. El objeto, en efecto, no hace parte de la vivencia y ésta no es
un todo cuyos elementos serían la intención y el objeto. En una sensación
de color, por ejemplo, ni el objeto ni el color del objeto son “vividos” y por
consiguiente yo no soy conciente de ellos. Puede suceder, inclusive, que el
objeto no exista y que, por consiguiente, el color tam poco. Sin embargo, el
color está presente a la conciencia como “apariencia”. La vivencia es
precisamente esta apariencia vivida62.
Una segunda característica esencial de la conciencia como acto es el ser
un acto objetivamente o bien, el fundarse sobre un acto objetivante63. En
efecto, todo acto en cuanto intencional implica la presencia del objeto a la
conciencia. Nosotros no podemos juzgar, desear, etc., sin que el objeto
juzgado, deseado, etc. no nos sea presente. Hacer presente al objeto a la
conciencia significa representar u objetivar64. Todo acto debe hacer
presente al objeto poi sí mismo o debe fundarse sobre otro acto que en sí
mismo sea objetivamente. En este caso, el acto objetivamente funda a
aquel que no lo es y nosotros podemos decir que todo acto intencional es
fundam entalm ente una representación, dado que, “en cada acto el objeto
intencional está presente en virtud de un acto de representación, y allí
donde no se trata de una “simple” representación entonces el acto de
representación está ligado de una m anera tan característica y tan íntima a
uno o varios actos, o mejor, a caracteres de actos, que, por lo mismo, el
objeto representado es simultáneam ente el objeto juzgado, deseado,
esperado, etc.”65.
Una tercera característica de la conciencia que define el acto
intencional p or excelencia, a saber el acto cognoscitivo, es la plenitud

61 C fr. L. U. II, I, pp. 346-370. Es cierto q u e H usserl fue influenciado p o r B rentano. P ero
la n o ció n de in ten cio n alid ad de su m aestro fue tra n sfo rm a d a p o r él radicalm ente. B rentano
lim itab a la in ten cio n alid ad a los fenóm enos psíquicos. H usserl n o ad m itió la distinción de
B ren tan o en tre fenóm enos psíquicos y físicos y, p o r o tra p arte, p a ra él to d o s los acto s son
in ten cionales. L a diferencia en tre los acto s d ep en d e de la m an era cóm o ellos son
in tencionales. Es de n o ta r, igualm ente, q u e el flujo de las vivencias es, según H usserl, m ás
am p lio qu e la conciencia: en el flujo hay que d istin g u ir u n a dim ensión hylética (sensaciones,
se n tim ien to s sensuales y afecciones) desp ro v ista e n sí del carácter intencional y la dim ensión
n o ética (los a c to s de significación, de ad ecu ació n , de intuición, etc.) que co rresp o n d e a to d o
a c to q u e a p u n ta a u n sentido. Es esta dim en sió n la q u e co n stitu y e p ro p iam en te la conciencia.
C fr. Ideen, pp. 207-212.
“ C fr. L. V. II. I, p. 365 ss.
63 Cfr. Ibid, pp. 493-494.
64 C fr. Ibid.. p p. 460-461.
65 Cfr. Ibid., p. 427.

156
intuitiva. Un acto de conocimiento es el acto sintético que aprehende la
identidad objetiva de dos intenciones de un mismo objeto: la intención de
significación y la intención intuitiva. En efecto, todo acto intencional es
pensamiento de un sentido, es decir, un acto en el cual una significación se
hace presente a la conciencia. Pero una intención significativa, por sí sola,
no es un conocimiento. Ella es una intención vacía, que sólo se hace
conocimiento si su objeto se hace presente en sí mismo a la conciencia, es
decir, si el objeto es aprehendido intuitivamente y no tan sólo representado
en la significación. P or consiguiente es la aprehensión del “llenar” la
intención vacía mediante la presencia del objeto en persona lo que
constituye propiam ente el acto de conocimiento66. P ara com prender mejor
esto, tomemos un ejemplo del dom inio de la percepción dado que, según
Husserl, la percepción es la intuición donadora original67. He aquí un
cenicero sobre mi mesa. Yo lo percibo y yo lo denomino. Tenemos una
significación y una percepción. Cuáles son sus relaciones? Husserl nos dice
que el acto de significación piensa y expresa el objeto mientras que el acto
de percepción nos lo da determ inando de esta m anera la referencia objetiva
de la significación. En efecto, la significación no reside en la percepción del
cenicero; ella se encuentra en la intención, en la dirección hacia “esto es un
cenicero”. A hora bien, “sin la percepción o un acto que funcione de una
m anera correspondiente, la dirección hacia sería vacía, sin diferenciación
determ inada, simplemente imposible in concreto”6*. La percepción es la
que al determ inar la dirección de la intención la hace posible. Tenemos
aquí dos actos, radicalmente distintos, pero sintetizados por un tercero, a
saber, el acto del conocim iento69.
Podemos considerar el acto del conocimiento ya sea como una unidad
estática o ya como una unidad dinámica del objeto expresado y de la
intención que lo expresa. Com o unidad estática en el caso en que los dos
sean idénticos y su identidad sea simplemente verificada, “vista”, es decir,
cuando el nombre y la cosa se recubren. En este caso el acto de
significación está fundado sobre el acto de la percepción y religado a través
de este últim o al objeto determinado; aquí el acto de expresión y el acto de
percepción tienen el mismo contenido intencional. El acto de conocimien­
to tan sólo reconoce una identidad70. Pero para llegar a esta unidad
estática es necesario realizar la síntesis de dos actos. La identificación entre
significación y percepción no es algo instantáneo. Entre la intención vacía y

66 C fr. L. U. II, 2, p. 30 ss.


67 Se d a, igualm ente, u n a in tu ició n eidética y u n a in tu ició n categ o rial. T o d a intuición
reenvía, sin em b arg o , a la percepción; ella es la p resencia c o rp o ra l, en p erso n a, de u n “ob jeto
ind ividual” y este o b jeto individual viene a ser el su b stra to ú ltim o . C fr. L. U., II, 2, pp. 52,94,
202; Ideen, p. 88.
“ C fr. L .U . II, 2, pp. 18-19.
* Cfr. Ib id., pp. 23-26.
70 C fr. Ibid., p. 25.

157
la intención intuitiva se da un espacio tem poral71. P or consiguiente, el acto
del conocim iento debe ser considerado como un proceso dinámico, un
proceso que pone en relación significación y percepción.
Si esto es así, el conocimiento y la intención intuitiva son la misma
cosa. Hablarem os de un conocimiento pleno y auténtico cuando su
correlato es la plenitud concreta del objeto presente en persona a la
intuición. Esta plenitud intuitiva no siempre es realizable. La percepción,
por ejemplo, nos da un “llenar” auténtico puesto que ella se mide por el
objeto mismo y, sin embargo, no es plenamente auténtico puesto que el
objeto de la percepción se da necesariamente en perfiles. La intención
intuitiva apunta más de lo que ella intuiciona: la percepción externa
apunta un objeto, pero ella aprehende solamente aspectos de dicho objeto.
La intención intuitiva plenamente auténtica es, según esto, una idea límite
y, por consiguiente, el conocimiento absoluto también lo es72.
Tales fueron, en síntesis, las ideas fundamentales de Husserl en sus
Investigaciones lógicas acerca de la intencionalidad y del acto del
conocimiento. En obras posteriores profundizó estas ideas; de manera
especial las relacionadas con la esencia del acto del conocimiento (teoría de
la noesis y el noema), el sentido del “llenar” como el “hacer evidente”, la
distinción de la conciencia como conciencia actual, potencial y atencional;
la introducción, finalmente, de un YO como centro unificador de las
vivencias. Nos interesaba llam ar la atención sobre el dinamismo teleológi-
co de la conciencia que se encuentra ya presente en las Investigaciones
lógicas: el conocimiento absoluto, la adecuación integral entre el apuntar y
el ver, entre la intención y la intuición se da en una perspectiva infinita.
Más allá de cada ver actual se d a siempre un horizonte abierto de
intenciones que deben ser actualizadas. Sin embargo, toda la actividad del
conocimiento se orienta hacia esta actualización.
Y esta orientación de la intención es teleológica porque ella exige
necesaria y esencialmente su actualización. El signo, en cuanto signo, no
posee ninguna relación hacia el objeto significado. La conciencia es la que
proyecta la relación del signo hacia el objeto73. Ahora bien, para justificar
la relación del signo al objeto significado, la significación debe ser
identificada con una intención que alcanza directamente aquello que la
significación tan sólo alcanza indirectamente. Sólo las intenciones
perceptivas o imaginativas alcanzan directam ente las cosas, de m anera que
cada significación exige ser realizada en una intuición74.

71 C fr. Ibid., p. 24.


72 C fr. Ib id ., p. 69 ss. y 202.
73 C fr. Ibid., p p. 58-59.
74 C fr. L a u r e r , Q ., P hén o m én o lo g ie de H usserl. E ssa isu r lagénese de iin ten cio n n a lité,
P U F . , P arís, 1955, p. 124 y L .U . II, 2, pp. 53-54.

158
El sentido teleológico se revela, además, en el hecho de que la
intención está determ inada en ella misma, es decir, que ella incluye la
designación individual. En efecto, los términos singulares, los adjetivos,
los nombres propios, los pronom bres demostrativos tienen, según Husserl,
un sentido independiente de la intuición. Ellos exigen solamente ser
realizados mediante ésta75.

Conciencia potencial y atencional

La concepción de la conciencia en las Investigaciones lógicas


presentaba un cierto carácter subjetivo. La conciencia definida como acto,
como dirección hacia los contenidos que le son efectivamente dados
implica un cierto subjetivismo. Con la introducción del “cam po de
potencialidades” en Ideas, tenemos no sólo una precisión sobre la
estructura de la conciencia sino tam bién una afirmación más clara de su
dinamismo teleológico universal. Cuando yo percibo, es decir, cuando yo
me encuentro dirigido hacia un objeto, hacia el papel sobre el cual yo
escribo, lo aprehendo com o siendo esto, hic et nunc. P ero aprehender es
extraer: “todo aquello que es percibido sobresale sobre un fondo de
experiencia”. Alrededor del papel hay lápices, libros, etc.; “ellos también
son percibidos de una cierta m anera, se ofrecen allí a la percepción, están
situados dentro del cam po de la intuición”, pero m ientras yo esté dirigido
hacia el papel, no lo estoy hacia ellos, ni siquiera indirectamente. Ellos
aparecen sin ser ‘absorbidos’ o puestos por ellos mismos. La conciencia es
explícitamente ‘conciencia de papel’ pero simultáneam ente y de modo
implícito, conciencia de este ‘fondo’. Por consiguiente el “flujo de la
vivencia no puede estar constituido únicamente de actualidades”: la
conciencia no tiene que ser necesariamente acto para ser conciencia
intencional, puesto que ella puede dirigirse potencialmente hacia conteni­
dos heterogéneos76.
Toda conciencia actual posee un horizonte de inactualidades, de
‘posibilidades abiertas’, susceptibles de una actualización progresiva:
basta una conversión de la m irada para que lo implícito se haga explícito,
para que la intención se haga atención.
Por consiguiente, es necesario distinguir tres modos de conciencia
intencional, a saber, la actual, la potencial y la atencional. Y hay que
distinguir, simultáneamente, el contenido dado actualmente y el ‘campo de
percepciones potenciales’77.
Lo anterior nos está diciendo que la conciencia debe ser considerada
com o un haz de luz que se proyecta sobre contenidos que le son

75 C fr. L .U . II. 2, pp. 37-38, 14-21.


76 Cfr. Ideen, & 35 y C .M ., p. 83 ss.
77 C fr. Ideen, & 35 y pp. 205, 273.

159
heterogéneos. Sin esta tendencia hacia aquello que ella no es, la conciencia
dejaría de ser conciencia. El contenido heterogéneo es independiente de
todo acto. Y la m anera de darse de este contenido define los dos modos de
darse la misma realidad a la conciencia, a saber, la inmanencia (donación
actual) y la trascendencia (donación potencial) y simultáneamente define
los dos modos fundamentales de conciencia: conciencia actual y concien­
cia potencial.
Debemos añadir el m odo de conciencia atencional, el cual pone su
contenido como ‘objeto de conocimiento’. Entre los actos actuales,
algunos presentan un carácter especial, a saber, el carácter de aprehender,
de fijar y de poner el contenido como objeto de conocimiento. La dirección
actual de la conciencia hacia un contenido intencional no se identifica con
el conocimiento de este contenido78. La aprehensión de un objeto por la
conciencia implica que ésta lo determine, lo escoja entre otros contenidos
actualmente dados. Aquello que es am ado o deseado, por ejemplo, puede
darse actualmente, sin ser objeto de conocimiento. Sólo gracias a la
atención se hace objeto del conocimiento79. La atención hace que el objeto
potencial se convierta en actual, y que éste, a su vez, se haga objeto de
conocimiento. Además, la atención caracteriza al Cogito en el sentido
exacto de acto y define al ‘yo vigilante’ y a la conciencia que se
compromete, que tom a posición, que vive libremente en sus actos80.
Lo anterior implica una actividad de este modo de conciencia
(actividad de elección y realización de ella), en oposición a la conciencia
actual que, según Husserl, no es activa. Esta actividad supone, finalmente,
el ‘yo puro’ como polo ideal al cual se refieren los actos intencionales, como
el centro activo que realiza el pasaje de la intencionalidad potencial a la
intencionalidad actual81.

La constitución de la objetividad.

Hemos visto las características y los modos de la conciencia. Como


primeras características hemos encontrado la relación intencional a un
objeto. Nos falta analizar la naturaleza de la intencionalidad. El análisis de
la correlación entre noesis (vivencia intencional) y noema (objeto
intencional) y de sus componentes respectivos, nos revelará la naturaleza y
el alcance de la concepción husserliana de la conciencia y su significación

78 C fr. L .V . II, 1. pp. 378-379, 409-410; Ideen, && 92, 37.


79 H ay casos en los cuales la in ten cionalidad actu al se co n fu n d e con el ac to de la
aten ció n . P o r ejem p lo, en el caso de la percepción d e objetos em píricos que se p resentan
siem pre com o ‘fijad o s’ p o r la aten ció n , es decir, co m o ob jetos de conocim iento. Cfr. Ideen, &
37.
80 C fr. Ibid., && 35, 92.
81 Cfr. Ibid., & 80; E .U ., p. 83.

160
para la concepción del hombre como ser teleológicamente estructurado:
“La expresión ‘conciencia de algo’ se comprende muy bien y, sin embargo,
ella es supremamente incomprensible”82 puesto que la intencionalidad
significa no solamente que no hay juicio ni percepción sin cosa juzgada o
percibida sino también que la objetividad es constituida en un proceso
dinámico.
Analicemos en primer lugar el noema u objeto intencional83. Este
pomo en flor percibido en este m om ento, puede ser objeto de la
imaginación. La significación ‘árbol’ de mi acto actual de percepción, será
la misma en mi acto de imaginación. Sin embargo un pom o percibido y un
pomo imaginado no son totalmente la misma cosa. Hay que distinguir, por
consiguiente, en el noema ‘árbol’ elementos de estabilidad y de identidad y
elementos de multiplicidad y de variabilidad, hay que distinguir un quid y
quom odo, un sentido y su m odo de donación (der Sinn in Wie seiner
Gegebenheit). El sentido es, en efecto, aquel núcleo estable, aquella
‘identidad de fondo’, que permanece siempre el mismo a pesar de los
elementos variables que lo determinan cualitativamente. El es el noema en
sentido estricto84.
Los elementos variables que se añaden al núcleo pueden ser de diverso
orden. Tenemos, por ejemplo, las modalidades de presentación del noema
como son el ser percibido, imaginado, juzgado, deseado, etc.85. Se deben
añadir los caracteres ontológicos o caracteres de ser (Seinscharaktere), ya
que el noema puede presentarse como real, posible, cierto, verosímil,
dudoso, etc.86.
De estos caracteres hay que distinguir el carácter afirmativo o
negativo: lo afirmado, por ejemplo, bien puede ser real o posible87.
Finalmente, hay que tener en cuenta los caracteres axiológicos e, inclusive,
las mutaciones atencionales que constituyen, igualmente, modos que
afectan necesariamente la manera de darse del núcleo.
Todos estos elementos variables tienen algo de común: ellos son
caracteres posicionales o téticos; ellos son los correlatos de actos noéticos
mediante los cuales el ser es puesto según un modo determinado.
Según lo anterior, los caracteres de ser y de presentación no son
subjetivos sino que pertenecen objetivamente al noema. Ellos son,
precisamente, los que con el sentido idéntico o núcleo form an el noema
completo o noema en sentido lato. Ellos designan “caracteres del ‘árbol

82 Cfr. Ideen, p. 217.


83 S ó lo en vista de clarid ad hem os se p ara d o el n o em a de la noesis. D e p o r sí, se tra ta de
térm in o s co rrelativo s.
84 Cfr. Ideen, & 91.
85 C fr. Ibid., && 99, 114.
86 Cfr. Ibid., & 103.
87 Cfr. Ibid., & 106.

161
que aparece en cuanto tal’, con los que nos encontram os al dirigir la mirada
al correlato noemático y no a la vivencia y sus ingredientes. No se trata,
pues, de modos de la conciencia en el sentido de elementos noéticos, sino
de modos en que se da aquello mismo que es consciente y en cuanto es
consciente”88.
Al analizar todos los elementos variables del noema se constata la
existencia, en cada una de las series de los elementos, de un carácter
originario, de una form a m adre (Urform), respecto al cual, los otros sólo
son modificaciones secundarias. P ara la serie de modalidades de
presentación esta form a originaria es la percepción. Todas las otras
modalidades sólo vienen a ser representaciones', un árbol representado es
un árbol percibido en el pasado. Recuerdo, retrato, imaginación, etc.
reenvían necesariamente al objeto de una percepción pasada89. En la serie
de los caracteres de ser, lo posible, lo verosímil, etc. son sólo modificacio­
nes de lo ‘real’, del ser puro y simple (Sein schlechthin), el cual constituye el
carácter originario para esta serie90. Finalmente, la negación es un modo
derivado de la afirmación: su función noemática es la de ‘tachar’ el carácter
de ser y el conferirle la m odalidad de no-ser. El no ser es un m odo de ser”91.
La descripción noemática nos revela el sentido inmanente, siempre
idéntico, núcleo que es determ inado cualitativam ente por la serie de los
elementos posicionales.
Hay otro aspecto del noema que debe ser mencionado. A saber, su
aspecto cognoscitivo o trascendente: la relación al objeto “por medio del
sentido”. La conciencia intencional pretende ser objetiva. P or otra parte,
todo sentido, en cuanto tal, designa una orientación, un reenvío
teleológico “a aquello que es”. Preguntém onos por este objeto.
Si excluimos todo aquello que concierne al modo de la donación
(percepción, memoria, etc.) el sentido noemático aparece como una
constante que se encuentra siempre idéntica en medio de las mutaciones. El
contenido de este sentido noemático puede ser explicitado mediante
expresiones propias de la ontología formal o de las ontologías materiales.
A hora bien, los predicados son siempre predicados de algo. P or
consiguiente: “este algo debe pertenecer al núcleo”. De esta manera el
sentido noemático no es solamente un centro unificador sino tam bién el
soporte o substrato de todos los predicados. La multiplicidad de
determinaciones sólo es inteligible mediante una unidad. Esta multiplici­
dad debe unificarse teológicamente mediante la referencia a un polo de
unificación. Este polo de referencia, este sujeto de los predicados es

88 Ideen, p. 250.
89 C fr. Ibid., && 99-101.
90 C fr. Ibid., & 104.
91 C fr. Ib id ., & 106.

162
llamado por Husserl el “puro X” por cuanto, fuera de sus determinaciones
objetivamente propias, no puede ser determ inado92.
Teniendo en cuenta lo anterior, hay que distinguir en el noema:
a) El X u objeto puro y simple, sujeto de las determinaciones y
centro unificador de las vivencias y de sus noemas correspondientes. Es él
el que asegura la objetividad del noema y de su sentido.
b) El contenido del objeto puro, es decir, el conjunto de los
predicados objetivos.
c) El sentido que resulta de la unión del X y de sus determinaciones,
o mejor, el objeto en el cómo de sus determinaciones (In Wie seiner
bestimmentheiten).
Estas distinciones nos permiten com prender la intencionalidad
propia del noema y, por otra parte, la misión infinita del conocimiento.
Aunque el objeto y sus determinaciones se implican teleológicamente
(dado que no hay determinaciones) es, sin embargo, el objeto el que es
objeto en sentido estricto. En cuanto polo unificador de las relaciones
intencionales, el objeto hace posible la intencionalidad de la conciencia y
asegura la objetividad del noema y de su sentido. Pero si él es dado con las
determinaciones objetivas expresadas por el sentido noemático, ello
significa que el noema sólo se refiere al objeto mediante su sentido o
contenido93. El noema no puede, por consiguiente, tener más que un
objeto, puesto que éste juega el papel de polo unificador. Pero el objeto
puede tener varios sentidos. Las determinaciones de un objeto pueden
variar y multiplicarse al infinito: el objeto debe permanecer, sin embargo,
siempre el mismo. A hora bien, fijar todas las determinaciones, todos los
sentidos noemáticos posibles del objeto, implica una misión infinita para el
conocimiento. Esto se com prende mejor si nosotros nos interrogamos
acerca de la manera de concebir este objeto. Si se tratase de un objeto
individual, tendríamos una multiplicidad de noemas correspondientes a la
multiplicidad de objetos individuales. El conocimiento tendría que
determ inar, en este caso, el horizonte interno de cada objeto individual.
Pero resulta que todo objeto individual posee un horizonte externo, a saber,
una infinitud de relaciones con otros objetos y, finalmente, reenvía al
m undo en su totalidad com o horizonte de los horizontes. Nosotros
podemos considerar, por consiguiente, al m undo com o el substracto
absoluto de todas las determinaciones posibles, determinaciones que sólo
pueden ser explicitadas en un progreso indefinido y teleológico del
conocimiento94. De esta manera, el objeto unificador de la conciencia es la
universalidad del ser (All Seiendes), una totalidad que se realiza en y por
medio de la multiplicidad de los sentidos noemáticos.

92 C fr. Ibid., && 128-131.


93 C fr. Ibid., pp. 317-318.
94 C fr. E.U ., pp. 156-159.

163
La noesis y su relación con el noema.

Nuestro interés se dirige ahora no ya sobre el objeto dado


noemáticamente, sino sobre su experiencia, es decir, sobre la multiplicidad
subjetiva en la cual el objeto aparece en la conciencia. Cómo podríamos
explicitar esta correlación entre noesis y noema? Quizá bajo la forma de un
paralelismo. Pero sería necesario tener en cuenta algunas diferencias
esenciales.
En prim er lugar la intencionalidad implica una orientación dinámica
que es extraña a la noción de paralelismo. Por otra parte, noesis y noema
no son homogéneos. En efecto, la noesis en sus diferentes momentos
hyléticos y noemáticos pertenece a la vivencia y a su temporalidad
inmanente; el noema, por el contrario, no es parte integrante de la vivencia.
Finalmente, el paralelismo sugiere una exterioridad recíproca de las series,
mientras que aquí se trata de la constitución del noema por la noesis95.
Al analizar la estructura del noema descubrimos una multiplicidad de
modalidades de presentación y una multiplicidad de caracteres ontológi-
cos. Encontram os, por otra parte, que cada una de estas series implica un
carácter originario respecto al cual los otros sólo son derivaciones
secundarias. Algo ‘paralelo’ encontram os en el análisis de la Cogitatio o
noesis.
En efecto, la espontaneidad del Ego se manifiesta en actos de
percepción, de recuerdo, de imaginación, etc. La noesis, com o vivencia
actual, se caracteriza, por consiguiente, cualitativamente. Entre las*
vivencias se da tam bién una que presenta el carácter de originaria
(Urerlebnis) respecto a la cual las otras sólo son modificaciones. Esta
vivencia originaria es la percepción a la cual reenvían todas las otras
noesis. El recuerdo, por ejemplo, es un ‘haber-percibido’, una percepción
pasada; la anticipación es una percepción en el futuro, la imaginación una
percepción bajo la forma del ‘cuasi’. Todas las vivencias reenvían, de esta
manera, a la percepción como a una vivencia no modificada. Sólo la
percepción es una presentación originaria', las otras vivencias son
representaciones que deben ser definidas en relación intencional a la
percepción96.
A estos caracteres noéticos de presentación se añaden los caracteres
correspondientes a los ontológicos del noema. Nosotros tenemos, por
ejemplo, los caracteres de certeza, de conjetura, de sospecha, etc., los
cuales deben ser considerados com o caracteres dóxicos o téticos o de
creencia, en cuanto ponen el ser según un modo determinado. En esta serie
es la certeza la que posee el carácter de creencia originaria (Urdoxa). A

95 C fr. Ideen, & 98.


96 C fr. Ibid., p. 183, & 99; F .T .L ., p. 141.

164
partir de ella se unifica y se define la multiplicidad de caracteres dóxicos97.
Se debe tener en cuenta, sin embargo, que toda vivencia modificada puede
ser considerada com o creencia originaria, pues la adición de nuevos
caracteres noéticos o la modificación de caracteres antiguos constituyen
no sólo caracteres noemáticos sino que provocan, ipso facto, la
constitución de nuevos objetos que a su turno, pueden ser aprehendidos
como objetos originarios según el modo de la creencia primitiva98.
Tenemos finalmente, las modificaciones de la afirmación y de la
negación, a las cuales se debe añadir la modificación sui géneris de la
‘neutralización’. Siendo así que toda cosa, negada o afirm ada, reenvía
necesariamente a una m odalidad de la creencia, la negación y la afirmación
deben ser consideradas, a su turno como la modificación o confirmación
de una ‘posición’ (Setzung)99. La originalidad de la neutralización consiste
en el hecho de que ella no añade ninguna modificación a los otros
caracteres, mientras que la afirmación y la negación implican un cambio en
la posición del ser. La neutralización suspende toda eficacia determ inante
a los caracteres existentes: ella no afirma, ella no niega, ella no duda. Ella se
abstiene de obrar (sich-des-Leisten-enthalten), ella suspende toda creen­
cia, toda posición, toda proposición100. La neutralización representa, para
Husserl, la condición de posibilidad de la actitud teorética pura y la
posibilidad de la filosofía com o ciencia: gracias a ella, se puede tener una
experiencia del sentido noemático puro, experiencia en la cual el sentido
noemático se da ‘como si’ (ais ob) fuese independiente de todo carácter
posicional. En esta forma es posible realizar el análisis deseado101.
Consideremos ahora los elementos reales de la vivencia correspon­
diente al ‘sentido noemático’102. Tenemos la ‘m ateria’ o la diversidad
hylética, es decir, la multiplicidad de datos de la sensación (color, sonido,
blandura, etc.) mediante los cuales se manifiesta el sentido noemático. En
oposición a la unidad intencional, la hylé es un diverso real. En la medida
en que las determinaciones sensibles del objeto son dadas mediante la hylé,
podemos decir, que esta nos da el objeto. Pero es necesario tener bien
presente que la hylé no se identifica con las determinaciones sensibles y que
ella no es intencional y que, por consiguiente, si ella manifiesta el objeto,

97 Cfr. Ideen, && 103, 104.


98 Cfr. Ibid., & IOS. E sta posibilidad d e tra n sfo rm a r u n a d o x a m o d ificad a en d o x a
orig in aria im plica un proceso indefin id o que H usserl tem atiza eidéticam ente b ajo la fo rm a
del “etc.” (u nd so weiter).
99 C fr. Ideen, & 106.
100 C fr. Ibid., && 109-115.
101 A diferencia de la im aginación , la n eu tralizació n es d efinitiva y p o r consiguiente, no
itinerable. C fr. Ideen, p. 270.
102 R ecordem os que el noem a es u n m o m en to in ten cio n al y no real de la vivencia. La
noesis, p o r el c o n tra rio , es u n m o m en to real. Cfr. Ideen, p. 242.

165
no lo hace por ella misma103. El carácter intencional pertenece sólo al
momento noético, el cual a veces es designado por Husserl con el término
form a. Hay que distinguir en la vivencia intencional, según esto, la hylé(o
m ateria sensorial) y la fo rm a (forma intencional). Su unión constituye la
vivencia.
Al introducir la intencionalidad en la materia, la forma realiza la
donación de sentido intencional. La vivencia es, por consiguiente, noética
solamente cuando la hylé es inform ada por un momento noético y cuando
por medio de este momento recibe un sentido. De esta manera la noesis
tiene una función, la función de constituir la objetividad: ella hace la
síntesis de lo diverso en la unidad de un sentido, dando “a la expresión de
conciencia su sentido específico” y haciendo que “la conciencia indique
precisamente ipso fa c to algo de lo cual ella es conciencia” 104. La
intencionalidad es, por consiguiente, una fu nció n u operación (Leistung) y
no un receptáculo de relaciones objetivas estáticas. El objeto de la
conciencia no es recibido pasivamente, sin ser tam poco activamente
producido: él es vivido105. La intencionalidad es una operación vital
fundada en la esencia pura de la noesis106.
Esta función noética tom a formas muy diversas. En la percepción, por
ejemplo, tom a la forma de una animación mediante la aprehensión
perceptiva: los datos de las sensaciones son anim ados por la aprehensión
significante que ofrece de esta m anera representaciones del objeto
noem ático107.
Se descubre, pues, una correspondencia entre la hylé y la form a
noética, entre las percepciones cambiantes y el objeto tal como aparece en
el noema. Todo cambio en el estatuto hylético implica una modificación
noemática de la percepción e, inversamente, todo cambio en la percepción
entraña una modificación, en la significación del diverso hylético: “el
objeto árbol sólo puede aparecer en una percepción en general como
determ inado objetivamente tal como aparece en ella, cuando los elementos
hyléticos (o en el caso de que se trate de una serie continua de percepciones
—cuando las continuas variaciones hyléticas) sean justo los que son y no
otros. Esto implica, pues, que toda alteración del contenido hylético de la
percepción, si no llega a suprim ir precisamente la conciencia perceptiva,
no puede menos de tener por resultado, como mínimo, el que lo que
aparece se vuelva objetivamente ‘distinto’, sea en sí mismo, sea en la
orientación que corresponde a su manera de aparecer, etc.”108. Los
momentos hyléticos prescriben, por consiguiente, de alguna manera el
103 icxeen^ & 85, p. 81.
104 Ibid., p. 210.
105 C fr. Ideen II, & 3.
106 Cfr. Ideen, & 86.
107 Cfr. Ibid., p. 94.
108 Ibid., p. 243.

166
objeto. Pero no olvidemos que estos momentos son intencionales: es la
noesis la que inform a necesariamente la hylé y determ ina esencialmente
cuál será el objeto constituido.
El noem a objetivo es, según lo anterior, el producto de la unificación
intencional y teleológica de un diverso hylético mediante las funciones
noéticas. Un objeto es objeto para la conciencia en la medida en que él es
p or la conciencia y él lo llega a ser al térm ino de una síntesis de
identificación que unifica en una sola unidad de aprehensión todas las
aprehensiones y momentos hyléticos parciales.
La aprehensión noética orienta te teológicamente el diverso hylético y
constituye en y a través de la m ateria anim ada el noem a objetivo109. De esta
m anera las combinaciones de m ateria y form a noéticas son de naturaleza
determinada. En virtud de una necesidad eidética inmanente, ellas
implican una propiedad extraordinaria, a saber, el de tener conciencia de
tal o cual cosa determ inada110.
P or consiguiente, cada vivencia implica a priori un objeto y este
objeto viene a ser la unidad de una cierta composición noemática, la cual
es, igualmente, prescrita necesariamente por el juego de la noesis.

Razón y realidad.

Los análisis precedentes nos han m ostrado que la objetividad es el


correlato de una multiplicidad de vivencias que se acuerdan en el hecho de
ser conciencia de una misma cosa. T oda trascendencia debe ser constitui­
da. Surge ahora un problema: esta cosa, este objeto es real? Hay una
diferencia y si la hay cuál es, entre la realidad en sentido estricto y el objeto
intencional? Este es el problem a de la racionalidad, es decir, el de la
legitimación del sentido del objeto.
Qué es lo que puede asegurar la racionalidad de una noesis y del noema
correspondiente? Es la percepción en sentido lato, en cuanto ella da el
objeto en persona111. Es cierto que toda evidencia puede llenar una
intuición vacía. Sin embargo, esta función pertenece en propiedad a la
percepción en cuanto ella es el ‘ver originario’. De esta m anera la
percepción es “la primera form a fundam ental de conciencia racional”. Si
consideramos el sentido en cuanto ‘pleno’, diremos que él es el fundam ento
del carácter posicional (carácter de ser) del noem a y que esta plenitud
fu n d a , además, su carácter racional de legitimidad y correlativamente de
realidad.

m C fr. Ib id.. & 41, p. 97.


110 C fr. Ibid., p. 245; Ideen II, & & 35-42.
111 L a percepción en sentido lato co m p ren d e las in tu icio n es ex te rn a s e in tern as, e,
ig u alm ente, las in tu iciones eidéticas: to d a s ellas p resen tan la característica c o m ú n de ser un
“ver d o n a d o r o rig in a rio ” . Cfr. Ideen, & 136.

167
En la experiencia constitutiva primitiva del objeto trascendente, por
ejemplo, nosotros tenemos, en prim er lugar, una intención anticipativa
que determ ina a priori la teleología de la experiencia al determ inar de
m anera ideal el sentido del objeto. Esta intención debe ser sometida a un
proceso que la haga ‘plena’. Puede suceder que la explicitación objetiva
siga en curso que concuerde con el sentido anticipado y que, por
consiguiente, que este se haga ‘pleno’ de una m anera sintética y primitiva.
En caso contrario debe ser corregida la experiencia hasta que se encuentre
la unidad concordante esencial112. El télos de este proceso es el de llegara la
plenitud perfecta de la intención, lo que implica tanto la racionalidad
perfecta de la noesis como la plenitud intuitiva del noema. El carácter
posicional sólo es motivado ‘racionalmente’, es decir, sólo es válido si el
sentido llega a ser intuitivamente pleno. La evidencia o visión intelectual
es, por consiguiente, este proceso de motivación, o más exactamente, la
unidad form ada por la posición racional con aquello que la motiva
esencialmente113. La evidencia no es una form a del sentimiento o de la
subjetividad: ella es un ‘ver’, un m odo de conciencia que se define por la
presencia inm ediata y ‘en persona’ del objeto puesto114.
A la legitimación evidente de la noesis corresponde la verdad del
noema. La verdad absoluta es el correlato de la evidencia perfecta115. La
intuición presenta un proceso de verificación, es decir, que ella se confirma
o no según que el curso de la experiencia sea discordante o concordante.
De esta m anera, en el múltiple manifestarse de los perfiles se constituye
una unidad intencional (idealidad objetiva) a la cual se ordena la
multiplicidad del aparecer noético. En el ‘llenar’ se produce una constante
confrontación que tiende hacia la adecuación total y perfecta. La verdad,
télos de la verificación, expresa la coincidencia definitiva de la intención a
priori y del objeto dado originalmente en todas sus determinaciones116.
A hora bien, si la verdad es el resultado de esta confrontación, entonces hay
que decir que ella es ‘crítica’. Desde un punto de vista apofántico la verdad
es la adecuación reflexiva del juicio y de la donación ‘primitiva’ de las
objetividades categoriales simplemente intentadas en el juicio. La verdad
define la conciencia de ‘justeza’ del juicio. Desde el punto de vista
ontológico, la verdad es la posición dóxica de un objeto plenamente
intuitivo y por consiguiente motivado racionalm entte1,7. Esta observación
vale, igualmente, para la verdad en el dominio predicativo en donde la
verdad del juicio es preconstituída118. En efecto, todo juicio supone la

112 C fr. E .U ., P. 114.


113 C fr. Ideen, p. 336.
114 C fr. C .M ., p. 92.
"5 C fr. Ibid., p. 52; F .T .L ., p. 225.
116 C fr. F .T .L ., && 60-61.
117 C fr. Ibid., p. 113 ss.
1,8 Cfr. E .U ., && 68 y 73.

168
donación primitiva de la cosa percibida, motivada o legitimada racional­
mente en y por la percepción119.
La concepción de la verdad como ser (identidad objetiva) implica una
revolución en la epistemología. El lugar de la verdad no se encuentra
exclusivamente en el juicio como siempre lo afirmó la tradición clásica.
Ciertamente que nuestras relaciones cognoscitivas con la realidad se
explicitan predicativamente en el juicio, pero este reposa sobre la
experiencia prepredicativa, es decir, sobre la donación o presencia de las
cosas al pensamiento que se dirige hacia ella. Es por esto por lo que la
evidencia, en cuanto constatación de la coincidencia entre objeto e
‘intención’ no presenta el carácter de un juicio. T odo acto intencional
puede ser ‘llenado’ por la presencia del objeto. Ahora bien, este objeto no
es siempre una relación o un estado de cosas. La anticipación, por ejemplo,
de los perfiles que faltan en una percepción actual no es un juicio que venga
a añadirse a la percepción120.
De las anteriores consideraciones se siguen las siguientes conse­
cuencias:
aj Hay una equivalencia entre “objeto verdaderam ente existente” y
objeto que debe ser puesto “en una tesis original y perfecta”;
b) a cada región de ser corresponde una evidencia ‘prim itiva’
apropiada: “la categoría de objetividad y la categoría de la evidencia son
correlativas a cada especie fundamental de objetividades... le corresponde
una especie fundam ental de la experiencia, de la evidencia...”121.
c) a todo objeto corresponde, por principio, “una conciencia posible
en la cual el objeto sería así de m anera originaria y perfectamente
adecuado”, lo que quiere decir que el objeto tiene su sentido y su ser de una
constitución subjetiva. Esta adecuación no siempre es realizable. La
percepción externa, por ejemplo, está condenada a la inadecuación. La
adecuación es una Idea límite en sentido kantiano. Sin embargo, la
“donación perfecta de la cosa” es exigida en cuanto idea que prescribe a
priori “el desenvolvimiento infinito de un aparecer continuo” 122.
d) el objeto constituido es un título aplicado a conexiones eidéticas
de la conciencia. Ella se presenta prim ero com o un X noemático, como
sujeto del sentido y de las proposiciones. Sujeto que se presenta, además*
como “objeto real”, es decir, como un título aplicado a ciertas conexiones
en las cuales el X, que introduce la unidad en térm inos de sentido, recibe
“una posición conforme a la razón” 123. Cada objeto constituido, conside­
rado ya sea com o centro de unidad o com o realidad, es el Index de su

119 C fr. Krisis, p. 107; F .T .L ., p. 141; Ideen, p. 161.


120 C fr. F .T .L ., & 60.
121 Ibid, p. 144.
122 C fr. ideen, & 145, 144.
121 C fr. Ibid., & 145.

169
constitución objetiva. El reenvía a una multiplicidad de operaciones y
confirmaciones de la conciencia en las cuales él se constituye.
Todo objeto es doblemente constituido en una serie de “sistemas
perfectamente determinados de configuraciones de la conciencia que
presentan una unidad teleológica” que lo ponen y lo legitiman. Para el
análisis intencional, él se convierte en el hilo conductor (Leitfaden) que
permite alcanzar el quom odo noético de su constitución, lo cual, significa
la revelación de su sentido y de la teleología de la razón124.

La razón télos de la conciencia.

Hemos analizado la estructura intencional de la conciencia y hemos


puesto de manifiesto su sentido teleológico: “ella tiene una disposición a la
‘razón’ e inclusive una tendencia hacia ella, tiene, por consiguiente, una
disposición a ofrecer las pruebas justificativas de la exactitud... y a tachar
las inexactitudes” 125.
La intencionalidad, vida del sujeto, es un proceso dinámico que tiende
teleológicamente a la evidencia, una evidencia que se realiza tanto por la
donación en persona del ser intencionado como por la legitimación
racional en la plenitud intuitiva de la misma evidencia. De esta manera, la
efectuación de la teleología de la conciencia es la revelación de la Verdad
como Ser en el proceso de objetivación y de la Verdad como Razón en el
proceso de legitimación por la evidencia. Gracias a la teleología, la
conciencia puede trascender el flujo infinito de las vivencias para
convertirse en Razón en la constitución del mundo.
La evidencia en cuanto “posesión originaria del ser verdadero y
real”126, se identifica con el acto del conocimiento, puesto que ella es la
aprehensión del ser, en oposición a las intenciones ‘vacías’ del simple
discurso. P or su lado, el ser verdadero es la identidad entre una intención y
una donación127. El acto cognoscitivo explícita, en la “percepción
adecuada” de identificación, este ser verdadero que ya ha sido vivido en la
síntesis de la ‘evidencia’.
La conciencia es intencional no sólo actual sino también potencial­
mente. De aquí que nosotros la podemos definir como conciencia del
mundo, puesto que todo objeto me reenvía finalmente de éste. El ‘llenar’
actual de una intención se inscribe en un proceso infinito que tiende a la
realización de todas las intenciones —actuales y potenciales— de la
conciencia. Ahora bien, siendo así que conocer y ‘llenar’ vienen a ser
finalmente la misma cosa, debemos añadir: el conocimiento es un proceso

124 Cfr. Ibid.. pp. 348-353; C .M .. && 21, 29; F .T .L , p. 237.


125 F .T L ., p. 143.
Cfr. Ibid.. p. 113.
127 Cfr. L.U . I I 2. p. 122.

170
infinito que tiende hacia la posesión absoluta y adecuada del ser en su
totalidad. La conciencia, a causa de su estructura teleológica, “tiene una
disposición a la razón”, puesto que ella no solamente vive en una actividad
cotinua de constitución del m undo sino tam bién en un proceso indefinido
de legitimación. Gracias, igualmente, a esta estructura teleológica, la
conciencia no solamente tiene una disposición sino tam bién “una
tendencia constante hacia la razón”. En efecto la conciencia no puede dejar
de ser intencional y por otra parte cada una de sus intenciones actuales está
acom pañada por un horizonte infinito de intenciones potenciales. A hora
bien, tanto la conciencia intencional potencial como el m undo son hori­
zontes de familiaridad precontenidos en la conciencia actual, lo que
significa que ellos orientan y motivan "naturalmente” el proceso infinito
hacia la adecuación total y, por consiguiente, hacia la racionalidad total.
La conciencia tiende de esta manera hacia una racionalidad total.
Tender hacia una tal racionalidad es tender hacia la verdad absoluta, hacia
la “posesión originaria del ser verdadero y real”, hacia el conocimiento
absoluto de la totalidad del ser real.
Tender hacia este télos es com prenderse y com prender el m undo “en
la forma de la filosofía”, es alcanzar la autoliberación mediante la im plan­
tación del señorío de la razón, es alcanzar una “hum anidad auténtica” y
por lo mismo, una hum anidad “feliz”.

V. D e La R azón A La Ex is t e n c ia

Hemos llegado al térm ino de nuestro trabajo. Creemos que el inte­


rrogante inicial ha recibido una respuesta: para Husserl hay una relación
esencial entre hom bre y filosofía. El hom bre sólo puede realizarse
plenamente a través de un pensar filosófico. El hombre está llamado, según
Husserl, a una vida vivida bajo el señorío de la razón: toda su estructura
manifiesta una teleología hacia la razón. Al límite filosofía y razón se
identifican.
Nos hemos visto obligados a tocar gran parte del rico pensamiento
husserliano. Los límites dentro de los cuales nos tuvimos que mover, no
nos permitieron tratar por extenso ciertos puntos dignos de m ayor
atención. Para llenar en parte este vacío reenviamos a nuestros lectores a
los textos de Husserl en los que podrán conocer más de cerca las ideas del
filósofo. Es este el único sentido de nuestras numerosas citas.
La riqueza del pensamiento husserliano y los límites de nuestro
trabajo nos impiden asum ir una actitud crítica frente a cada una de las
ideas expuestas. Ante esta dificultad, nos hemos decidido por una apre­
ciación general.
Reconocemos, ante todo, el valor incalculable del pensamiento de
Husserl. Creemos no exagerar al afirm ar que la llam ada filosofía

171
existencial sólo ha sido posible gracias a la influencia del Padre de la
Fenomenología. Y no exclusivamente por el m étodo fenomenológico. A la
base de toda filosofía existencial está la teoría de la intencionalidad, la
concepción del Lebenswelt, la invitación a “ir a las cosas mismas”, todo lo
cual ha posibilitado una mejor comprensión del hom bre en su relación con
el m undo y del m undo en su relación con el hombre.
P or otra parte podemos interpretar el mensaje filosófico de Husserl en
el sentido de un llam ado a tom ar una posición frente a la “cultura cien­
tífica”, frente a esa visión del m undo por el hom bre actual, visión
determ inada casi exclusivamente por la ciencia y la técnica y en función de
nuestra tendencia hacia el confort y la prosperidad material. Dentro de
esta visión no hay lugar para el problem a fundam ental de una auténtica
hum anidad, a saber, para el problem a del sentido del ser humano. Hoy
tenemos que decir con Husserl que “las ciencias fácticas sólo producen
hombres fácticos”.
No se trata de condenar ni la conciencia ni la técnica: ellas son formas
en las cuales se pone de presente la grandeza humana. Aún más: se trata de
presupuestos necesarios de nuestra existencia personal e intersubjetiva; de
medios para hum anizar este m undo y de instrumentos para forjar una
estructura social que corresponda a la dignidad de la persona, de una
estructura que perm ita que el reconocimiento del hom bre por el hombre
sea más real, más efectivo, más justo. Lo trágico de la “cultura científica”
está en colocar ciencia y técnica no como medios sino como fines. Para
evitar esto necesitamos ‘filosofar’, necesitamos descubrir el sentido
hum ano de la realidad y el sentido de nuestra existencia.
Pero no creemos que este filosofar tenga que realizarse en la form a de
un racionalismo como lo pretendió Husserl. No creemos que sólo la razón
pueda dar un sentido último a la realidad y que sin fe en la razón no habrá
fe en Dios, ni en la humanidad, ni en la libertad, ni en el valor del hombre, ni
en la capacidad nuestra de llegar a ser “auténticos” y “verdaderos”.
Creemos que este racionalismo ya pertenece a la historia, que la deificación
de la razón tan sólo constituyó una etapa en el desarrollo de la humanidad.
Ha llegado el m om ento de am pliar el concepto de razón para que
queden allí incluidas l^s “astucias” de que se sirve el hombre total
para entrar en contacto con la realidad: lo emotivo, lo intuicional, lo
estético, lo subconsciente, en fin, todo ese m undo interior, tradicionalmen­
te considerado como irracional, que constituye nuestro ser concreto. El
conocimiento racional y deductivo es sólo uno de los modos de nuestro ser-
en-el-mundo-real. Como dice M erleau-Ponty, hasta el mismo cuerpo sabe
de ordinario más del m undo que nuestra propia razón.
La misión del filósofo es la de volver con todo su ser, como espíritu
encarnado, a la realidad concreta para vivirla y viviéndola describirla y
describiéndola, interpretar su sentido y el sentido de la existencia. Esta
manera de concebir nuestra tarea está muy lejos de la pretensión de
172
Husserl de convertir al filósofo en un espectador imparcial de una realidad
constituida en espectáculo para un m irar puro. Husserl nos invita a una
racionalización total de nuestra experiencia total, pero la realización de su
ideal implica una destrucción de la misma experiencia. La experiencia no
se deja racionalizar: ella se explícita, ella se deja revelar por el hombre no
sólo como pensamiento sobre las cosas como lo quisiera Husserl. El
hombre con cada uno de sus comportamientos, con cada uno de sus gestos,
de sus actitudes, de sus palabras expresa su existencia, el sentido de ésta, el
sentido de la realidad. El filósofo no debe pretender arrojar una luz sobre el
hombre y su vida sino llegar a ser esta vida, vivida, eso sí, en plena
conciencia, para que esa vida en cada uno de sus com portam ientos revele el
sentido de la realidad y ‘constituya’ todas las posibilidades fundamentales
que se pueden ofrecer a partir de la experiencia para la edificación de la
historia y de la cultura humana, es decir, para el pleno desarrollo de las
relaciones que el hombre puede sostener con el mundo, con sus semejantes,
consigo mismo y con el Absoluto.
Nuestro filosofar no tiene por misión el racionalizar el m undo de
nuestra experiencia como lo soñó Husserl. Nuestra misión es la de asumir
humanamente este mundo. Al racionalismo le podemos dirigir la misma
crítica que Husserl le dirigó a Galileo. Este, según Husserl, revistió al
mundo de la experiencia con un m anto de ideas y de símbolos y terminó
considerando como el verdadero mundo, no el mundo de la experiencia del
que había partido para su matematización de la naturaleza, sino ese
mundo de símbolos y fórmulas. El filósofo racionalista recubre nuestro ser
y el ser del m undo de nuestra experiencia con un manto de ideas, de
conceptos reduciéndolos a simples contenidos de conciencia.
Sentirnos conscientemente más humanos, si es necesario sacrificando
la razón, he ahí nuestra misión. En la medida en que Husserl con su pasión
por la verdad absoluta facilitó y facilita el que nosotros seamos
humanamente más verdaderos, en esa misma medida debemos considerar­
lo como un noble “funcionario de la hum anidad”.

BIBLIOGRAFIA

1. Obras citadas dentro de nuestra exposición.


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173
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MAYZ, E., Fenomenología del conocimiento, Caracas, 1956.

174
E s t a n is l a o Z u l e t a

M ARXISM O Y PSICOANALISIS

Tratarem os de m ostrar en este trabajo algunos de los problemas que


plantea la integración del psicoanálisis al pensamiento marxista. No hay
nada tan peligroso en este terreno como la construcción de síntesis
apresuradas, de carácter puramente especulativo, que no se apoyen en
investigaciones concretas. Lo más fecundo sin duda es la elaboración de
estudios directos en los que la com prensión real del objeto im ponga por sí
misma la solidaridad profunda de estas dos disciplinas. Allí donde este
doble enfoque logre esclarecer realmente el fenómeno analizado, no
requiere sin duda una justificación teórica, porque después de todo la
prueba final de toda metodología está en los resultados que permite
alcanzar. Nuestra revista publicará varios estudios que se inspiran en esta
perspectiva, sobre la mitología cristiana, la situación histórica de diversos
sectores sociales, sobre ideología y crítica literaria. No sobra sin embargo,
en un ambiente intelectual como el nuestro, lleno de prejuicios dogmáticos
y ortodoxias estériles, iniciar una discusión teórica sobre la necesidad y las
dificultades de esta síntesis que, más que un punto de partida, constituye
para nosotros una meta todavía lejana.
Es muy frecuente en efecto encontrar una oposición de principio al
solo intento de buscar esta integración. Se considera que al abordar un
fenómeno desde el punto de vista de la psicología individual abandonam os
irremediablemente el marxismo y caemos en el idealismo y el individualis­
mo burgués. Se supone que intentam os explicar por la vida personal lo que
sólo encuentra explicación en la vida social y que tratam os de hacer surgir
las categorías sociales del desarrollo de la conciencia privada. En esta
forma se opone la investigación sociológica e histórica a la investigación
psicológica y se mantiene la división entre individuo y sociedad. Es
lamentable que quienes conducen de esta m anera su lucha contra el
individualismo crean poder reclamarse del pensamiento marxista.
La doctrina de M arx no parte de una opción entre los térm inos de esta
falsa oposición, opción que lo hubiera llevado a poner todo el acento en lo
social a costa de lo individual. Al contrario, su obra entera supone la
superación definitiva de esta oposición y contiene una explicación de sus
raíces históricas: “ Hay que evitar ante todo el peligro de fijar de nuevo la
“sociedad” como una abstracción, frente al individuo. El individuo es el ser
social (M anuscritos de 1844). Entiéndase bien que no se trata de subrayar

203
la prioridad de lo social sobre lo individual y su carácter determinante, sino
de introducir una concepción del hom bre radicalmente diferente a la que
rige en la filosofía burguesa. Ese ser aislado que entra a posteriori en
relación con sus semejantes, por contrato, y se adapta por conveniencia a
las condiciones de la “vida en sociedad”, es una abstracción que proviene
de la ideología burguesa y contradice la realidad efectiva de los hombres.
Descartes pensaba que la evidencia primera y la única que jam ás podrá ser
alcanzada por la duda metódica es la conciencia de sí. En realidad, cuando
el niño comienza a identificarse y a diferenciarse de lo que no es él —identi­
ficación y diferenciación que no se estabilizan hasta los tres años—, se trata
a sí mismo como lo tratan los otros, los cuales figuran ya como
intermediarios en la primera imagen que tiene de sí: “Como no viene al
mundo provisto de un espejo ni proclam ando filosóficamente, como
Fichte: yo soy yo, sólo se refleja, de prim era intención, en un semejante.
Para referirse a sí mismo como hombre, el hom bre Pedro tiene que
empezar refiriéndose al hom bre Pablo como a su igual” (El Capital). Por lo
demás, esa conciencia, para ser algo más que una sensación implica la
adquisición del lenguaje, que es comunicación. Un hombre aislado sería un
ser sin lenguaje, sin sexualidad, sin pensamiento, es decir, no sería un
hombre: “El hombre, en el sentido más literal, es un Zoon politikon, no
solamente un anim al social, sino también un animal que sólo puede
aislarse dentro de la sociedad” (Preliminar a una Crítica de la Economía
Política). Pero M arx muestra al mismo tiempo que esta abstracción no es
una simple arbitrariedad sino una consecuencia necesaria de cierto tipo de
relaciones entre los hombres. La oposición entre individuo y sociedad
ocurre cuando el primero se reduce a un sujeto de intereses particulares
opuesto a otros sujetos, y la segunda se convirte en un aparato de
instituciones impersonales incontrolables para él como los fenómenos
naturales. Es por lo tanto completamente absurdo, en la perspectiva de
M arx, optar por uno de los términos, ya que la crítica de su separación está
en el fondo de su crítica del capitalismo. M arx describe profundam ente el
fundam ento histórico y económico de esta separación: “Nuestros produc­
tores de mercancías advierten que este mismo régimen de división del
trabajo que los convierte en productores privados independientes hace que
el proceso social de producción y sus relaciones dentro de este proceso sean
tam bién independientes de ellos mismos, por donde la independencia de
una persona respecto a otras viene a combinarse con un sistema de
dependencia respecto a las cosas” (El Capital). Las cosas son aquí las
relaciones sociales m aterializadas que escapan al control de los hombres:
“En la sociedad burguesa las diferentes formas de las relaciones sociales se
yerguen ante el individuo como un simple medio para sus fines privados,
como una necesidad exterior” (Preliminar a una Crítica de la Economía
Política).

204
Pero el hecho de encontrar una base real a una concepción falsa no
significa validarla. La separación entre individuo y sociedad no hace más
que presentar como un hecho natural lo que es una contradicción histórica
del hombre, que se divide así en individuo egoísta y ciudadano abstracto,
en una vida privada y una vida pública1. M arx no nos dice que el individuo
llegará a ser social, sino que lo es ya hasta en los repliegues más íntimos de
su existencia. Si se ignora esta concepción se recae inevitablemente en la
separación del individuo y sociedad; pero no basta con afirarla, es
necesario m ostrar su fundamento y precisar su contenido. P ara ello M arx
procede a un análisis de las categorías económicas y sociales tan profundo
que permite ver en ellas el elemento de toda interioridad, el campo
histórico en que se form a la subjetividad, cualquiera que sea su desarrollo
particular, personal. Esta fue su manera de tom ar en serio la famosa frase
de Hegel: “lo interior es lo exterior”, que tanto m olestaba el orgullo
pequeñoburgués de Kierkegaard. Es suficiente recordar el análisis de la
form a mercancía para com prender que M arx descubre allí, al mismo
tiempo, las leyes objetivas de una estructura económica y el campo
psicológico más íntim o en que se form a toda individualidad que surge bajo
el dominio de estas leyes. El cambio expresa la igualdad de dos mercancías.
Esta igualdad no está en su cuerpo ni en su utilidad, sino en su valor, cuya
substancia es el tiempo de trabajo socialmente necesario para producirlas.
Detrás de la igualdad: veinte varas de lienzo = una chaqueta, está la
igualdad: ocho horas de trabajo = ocho horas de trabajo. Pero M arx
dem uestra enseguida que el cambio no sólo expresa esa igualdad sino que
la oculta. En efecto, en el acto del cambio, la mercancía no expresa su valor
en el valor de otra mercancía, no dice: yo valgo lo mismo que vale esta. El
contenido de esa igualdad está completamente oculto. La mercancía
expresa su valor en la m aterialidad de la otra mercancía; dice: yo valgo
tanto oro, por ejemplo. La autonom ía que adquiere esta última form a es
tan grande que se llega a creer que la proporción en que se cambian las
mercancías sólo representa una convención, y no es la substitución de
una igualdad. De esta m anera el origen y el fundam ento de todo el proceso
—el trabajo hum ano— se pierden de vista y aparecen como una propiedad
de los objetos: su valor. Las relaciones entre las cosas suplantan las
relaciones entre los hombres y adquieren una suerte de vida propia: el
capital produce interés. Así el trabajo queda relegado al papel de un factor
de producción de un costo, de una mercancía. El objeto pierde la huella de
su origen y también su destinación: ya no se define ante todo como un útil
destinado a satisfacer necesidades hum anas, sino com o un objeto de
cambio; el cambio es su verdadero fin: “La propiedad privada no sólo
aliena la individualidad de los hombres sino tam bién la de* las cosas”

1 Ver: La Sagrada Fam ilia, F. C. E. M éxico págs. 37-38.

205
(Ideología Alemana). En efecto, la cosa, en su individualidad verdadera, se
define por su capacidad de satisfacer una necesidad humana; pero, en el
acto de cambio, se refiere a otra cosa, y el com prador no tiene que estar
necesitado de ella en su instrum entalidad corporal y puede no tener
siquiera la posibilidad de disfrutarla realmente, basta con que tenga
aquella otra cosa. Al contrario, la necesidad o una gran capacidad de
disfrute no fundan por sí mismas ningún derecho a ella mientras el sujeto
carezca de la mercancía equivalente.
En esta forma, los tres aspectos fundamentales, según M arx, de la
realidad hum ana —necesidad, trabajo y disfrute— se separan y se disocian
hasta fijarse en individuos y en clases diferentes2. Existe pues una situación
social en la que se da y tiende a estratificarse el disfrute sin el trabajo, la
necesidad sin el disfrute, etc. Las cosas, convertidas en valores, se niegan a
la necesidad y se ofrecen a la acumulación, no son “productos del trabajo
hum ano destinados al hom bre” sino derecho del propietario sobre otros
hombres. Es un m undo en el que se hace cada vez más profunda la
separación del sujeto y el objeto. M arx señala la necesidad de su
correspondencia: “La más hermosa música no tiene sentido para el oído
que no sea musical, no es un objeto; porque mi objeto no puede ser otra
cosa que la manifestación de una de las fuerzas de mi ser” (Manuscritos de
1844). Pero esta correspondencia se rom pe porque el dinero es el mediador
entre la necesidad y el objeto.
Así se separa, en el hombre, la posibilidad auténtica, correspondiente
a su ser, que se hace irrealizable cuando no hay dinero, y el simple capricho
que se convierte en posibilidad real, cuando lo hay. Y M arx opone una
riqueza hum ana (“El hom bre rico es el que tiene necesidad de una totalidad
de manifestaciones humanas de la vida, el hombre en el que su propia
realización existe como una exigencia interior, como una necesidad” —
Manuscritos de 1844) a una riqueza que sólo consiste en la posibilidad de
poseer las cosas universalmente prostituidas, que se dan sin ninguna
relación interna con su poseedor, las mercancías.
El análisis de la form a mercancía conduce por lo tanto a la descripción
de un campo psicológico: la estructura contradictoria de la posibilidad que
rige aquí condiciona la persona en su ser más íntimo. El hecho de que exista
una distancia enorme y a veces grotesca entre lo que los hombres son
efectivamente y el papel que desempeñan en la sociedad, entre la persona y
el personaje, repercute en todos los niveles de su existencia. El poder, el
valor y la función (sociales) de la persona se constituyen como un ser
exterior a la problemática real de su vida, como algo que no se desprende
de sus cualidades propias y que puede modificarse o perderse en cualquier

2 Ver: Lefebvre, P sicología de las Clases Sociales - T ra ta d o de S ociología, dirigido po r


G u rv itch, t. 2o., pág. 372.

206
momento, al mismo tiempo que la cosa de que depende, el dinero, por azar
o por leyes impersonales tan independientes de su ser real como el azar. De
la misma m anera que en la mercancía el trabajo hum ano se pierde y
adquiere una form a de objetividad fetichizada, el hom bre adquiere
una objetividad institucionalizada, con sus deberes y derechos, su status,
su puesto en la escala de valores, todo lo cual determ ina en exterioridad sus
relaciones con otros hombres. Esta form a de objetividad alienada es el
personaje, profundam ente estudiado por Sartre en El Ser y la Nada y en
Saint Genet. Un hombre real, designado por una significación social que le
es exterior, que trata de interiorizar y a la que llama “Yo”, es una
persona obsesionada por el personaje. En esta form a de existencia se
separa radicalmente lo que es para sí de lo que es para los otros, y procura
adoptar sobre sí mismo el punto de vista de los otros. Esa práctica
indefinida de adaptación del ser real al personaje constituye a este último
como un sistema de consignas y prohibiciones que el hom bre se impone a sí
mismo.
El individuo es un ser social. Esto significa que la categoría más
general de la economía en una sociedad determ inada es al mismo tiempo el
clima de la vida interior. La desintegración manifiesta el carácter de las
estructuras sociales tanto como la adaptación. Porque la desintegración
no significa que el hombre escape al elemento de su vida, las estructuras
sociales, sino que expresa el carácter contradictorio de éstas. M arx y los
grandes novelistas han visto que el individuo más particular expresa las
condiciones generales de la sociedad3. En cambio, quienes consagran la
separación de individuo y sociedad, llegan a tratar la “sociedad” como un
fetiche y convierten todos los conflictos personales en un problem a de
adaptación a las instituciones, normas y valores vigentes, sin ver que toda
desintegración concentra y expresa a su manera la estructura de la
sociedad en que se produce: cada hombre es una form a particular de vivir
la totalidad y conocerlo es conocer la sociedad que él es a su manera.
Naturalm ente, la persona concreta sólo expresa el conjunto histórico a
través de múltiples mediaciones: la clase, la familia, la historia personal, y
sería absurdo derivar inmediatamente sus características de las condicio­
nes generales de la sociedad y explicar por ejemplo su temperam ento a
partir del sistema económico en que se formó.
Porque superó la oposición entre individuo y sociedad, M arx no
protesta contra la sociedad a nombre de una naturaleza hum ana
idealizada, como los románticos y los utopistas, ni justifica la realidad
existente com o producto de una naturaleza hum ana originalmente dañada
y que debe ser corregida por la moral y la policía, como los reaccionarios.
Su crítica del hom bre alienado es directam ente una crítica social.

3 A sí, T h o m a s M a n n eleva la psicología individual a la a ltu ra de u n a an tro p o lo g ía


general de la civilización burguesa.

207
II

Tomamos el ejemplo de la mercancía para m ostrar el absurdo de una


concepción del marxismo que lo afirme por contraposición a la psicología,
pero al hacerlo nos mantuvimos a un nivel muy alejado de la problemática
propia del psicoanálisis, y es en este punto donde se manifiesta una
prevención más crispada de parte de los marxistas vulgares —y, en algunas
ocasiones, de pensadores batante serios.
Nada más fácil en apariencia que sustentar la contraposición entre
M arx y Freud. Basta para ello señalar en la obra de este último las
interpretaciones y los estudios enteros en que predomina el individualismo
burgués, y tom ar algunas declaraciones suyas que son verdaderamente
incompatibles con el pensasmiento de M arx. Pero el problema no está ahí.
Lo que hay que saber es si los descubrimientos de Freud y su exploración
sistemática de una nueva dimensión de la existencia humana, son
incompatibles con la concepción marxista del hombre, o si, al contrario, la
corroboran, la enriquecen y le permiten avanzar cualitativamente, sin
renegarse, en la comprensión de la realidad. La comparación superficial de
las doctrinas es el terreno preferido de los dogmáticos, porque para ellos
toda la crítica consiste en m ostrar que una doctrina difiere de la suya, y
como la suya es cierta, la otra es falsa. La verdadera crítica consiste en
confrontar una doctrina con la realidad que trata de interpretar y señalar
en esta confrontación los errores y los aciertos. Toda crítica del
psicoanálisis que no nos diga por qué el sueño, la neurosis, el desarrollo
psíquico son otra cosa que lo que piensa Freud, será inevitablemente
superficial, ideológica y dogmática. Porque, como pensaba Merleau-
Ponty, no se puede corregir un sistema com parándolo a otro sistema, de la
misma manera que no se puede corregir un mapa con otro mapa; hay que
volver al paisaje a partir del cual se pintaron ambos.
Tratarem os de m ostrar que hay en la visión marxista del mundo una
exigencia insastisfecha de comprensión psicológica, y que hay en Freud
una respuesta a esa exigencia.
Veamos primero el problema en Marx. Son innumerables los textos
en que sustenta la tesis de que el individuo es social. Pero no se trata de
simples afirmaciones sino de un principio que, implícita o explícitamente,
subtiende todos sus análisis. Vimos con un ejemplo que este principio se
expresa en su obra por una investigación de las categorías sociales más
generales, llevada a término en forma tan rigurosa que no sólo logra
descubrir las leyes objetivas de su desarrollo, sino su conformación como
campo vital de todo hombre y su presencia necesaria en cada hecho
particular, subjetivo y objetivo, sentimiento y acontecimiento, ideología y
acción. Así ocurre con sus estudios sobre la propiedad, la mercancía, el
dinero, el estado, la división del trabajo. Incluso a veces llega a señalar
directamente, con gran profundidad psicológica, la manera como existe

208
una de estas categorías al nivel de la vida personal; por ejemplo, cuando
trata el problema del pensamiento y la división del trabajo: “En un
individuo cuya vida abarca una extensa esfera de actividades diversas y de
relaciones prácticas con el mundo circundante, que lleva una vida
multilateral, el pensamiento posee el mismo carácter de universalidad que
las demás manifestaciones de su vida... Por el contrario, un individuo
cuyas relaciones con el m undo están reducidas al mínimo, a causa de una
existencia miserable, siente la necesidad de pensar y su pensamiento
adquiere un carácter tan abstracto (en el sentido de separado, unilateral)
como su vida, como el individuo mismo. Frente a su individualidad
inerme, su pensamiento se fija como una potencia exterior, potencia cuyo
ejercicio le ofrece la posibilidad de evadirse mom entáneamente de un
“m undo malo”, la posibilidad de un goce m omentáneo. Los pocos deseos
que le quedan —y que provienen en él, no de sus relaciones con el mundo,
sino de su hum ana constitución corporal— se manifiestan únicamente por
repercusión. Esos deseos insuficientemente desarrollados tom an entonces
el mismo carácter unilateral y brutal del pensamiento y sólo surgen a la
superficie a largos intervalos, estimulados por el desencadenamiento de la
pasión predominante. Se manifiestan con una violencia inaudita e
implican la represión brutal de los deseos normales, naturales. Así,
term inan por subyugar el pensamiento” (Ideología Alemana). Aquí se
desciende desde la categoría social hasta el estudio psicológico de la vida
personal, pero en la mayor parte de los casos el camino apenas aparece
indicado. Pero la convicción profunda de M arx sobre esta inherencia de la
sociedad a la persona permanece inquebrantable a lo largo de toda su obra.
De otra manera, no podría sostenerse que la obra de un pensador o de un
literato expresa las condiciones generales de la sociedad. Como se trata
casi siempre de una expresión inconsciente y no voluntaria, es preciso que
esas condiciones se encuentren de algún modo en el fondo de su
personalidad y presidan el acto espontáneo de la creación. Pero, de qué
modo?

Cuando se plantea la tarea de estudiar las obras individuales como


expresiones de un período histórico no es tan fácil dejar de lado esta
pregunta, si no se quiere convertir al individuo en un agente pasivo que la
sociedad o la clase personificadas y fetichizadas utilizan para proyectar su
reflejo. Con este procedimiento se regresa a la oposición que M arx
explicó y com batió con tanta profundidad. Las categorías sociales se
convierten en seres autónom os, actuantes y pensantes, que dejan a veces
oir su voz a través de ciertos hombres, como los dioses nos comunican sus
mensajes a través de los profetas. Para escapar a esa mistificación es
necesario tom ar en serio la idea de M arx de que “el individuo particular es,
a cualquier nivel que se le considere, al mismo tiempo la totalidad”, y
averiguar concretamente de qué m anera lo es, es decir, hacer psicología.

209
La ausencia de esta pregunta, el abandono del camino seguido por
M arx y el retorno al fetichismo de los fenómenos sociales personificados,
es una de las características del marxismo vulgar. Se emplean allí, en la
mezcla más indiscriminada, dos sistemas de interpretación de las
ideologías incompatibles e igualmente absurdos: tan pronto se las trata
com o el simple reflejo pasivo de las instituciones económicas, y por
ejemplo resulta que la descomposición de las formas clásicas en la pintura
m oderna “refleja” la descomposición del m undo capitalista; tan pronto se
las trata com o una form a consciente de acción política, y entonces la
religión aparece como una simple m aniobra patronal.
El camino seguido por M arx consiste, com o hemos indicado, en llevar
el análisis de las categorías económicas e históricas hasta un nivel de
profundidad en el que se manifiestan como el campo vital de toda
existencia individual. Y es precisamente en este camino donde surge la
exigencia de una psicología, exigencia que está en relación directa con su
posición materialista. Cuando critica, p or ejemplo, en la cuarta tesis sobre
Feuerbach, el tratam iento que da éste a la religión, m ostrándola como un
desdoblam iento del m undo real, anota lúcidamente que si el m undo real
necesita este reflejo celestial es porque está desgarrado en sí mismo, y que si
la familia terrenal es el secreto de la sagrada familia, ello se debe a las
contradicciones de la primera. Igualmente, cuando nos dice que “la
carencia efectiva de verdad de los lazos familiares es expuesta p or el
cristianismo com o una verdad inquebrantable” (Ideología Alemana),
M arx afirm a la prioridad de la existencia sobre la idea y señala la
necesidad de explicar las características de ésta a partir de las condiciones
de aquella. Pero, en qué consisten concretamente la falta de verdad de los
lazos familiares, su desgarram iento y su contradicción? Para establecerlo,
habría que pasar a una psicología de la familia patriarcal.
M arx estudia, por una parte, las condiciones generales de la religión:
la alienación —es decir, el hecho de que los productos de su trabajo
intelectual y m aterial y de sus relaciones escapen a los hombres, que no se
reconocen en ellos, y se les aparezcan como una fuerza exterior que los
condiciona— la propiedad privada —, que confiere poder sobre el trabajo
y a veces sobre la vida de otros, y convierte a los hombres en medios y a las
cosas en fines introduciendo como m ediador y barrera, entre la necesidad y
la satisfacción, el derecho del propietario—, etc. Estas determinaciones
son esenciales para com prender realmente el fenómeno religioso en su
origen y desarrollo. A veces el análisis m arxista unifica las dependencias
económicas y las familiares, haciendo incluso aparecer la figura del padre
en un sentido típicamente freudiano, com o cuando nos explica la fuerza de
la fe en la “creación”: “Un ser sólo se considera independiente cuando es
dueño de sí, y no es dueño de sí sino cuando es a sí mismo a quien debe su
existencia. Un hom bre que vive por gracia de otro se considera
dependiente. Pero yo vivo completamente por gracia de otro cuando no

210
sólo le debo el mantenimiento de mi vida sino que además es él quien ha
creado m i vida, quien es la fu en te de mi vida, y mi vida tiene
necesariamente su razón fuera de ella cuando no es mi propia creación. La
creación es por lo tanto una representación difícil de eliminar de la
conciencia popular. Esta conciencia no comprende que la naturaleza y el
hom bre existen por sí mismos, porque semejante existencia va contra
todos los datos evidentes de la vida práctica”4.
Esta apertura de M arx a la psicología no se reduce a ciertas
necesidades de explicación precisas y limitadas: está implícita en su
concepción del hombre. El carácter totalizante de los conceptos y del
método marxistas inicia una perspectiva de comprensión que no puede
detenerse arbitrariam ente en ningún nivel de la realidad ni reducir lo
significante a las grandes estructuras históricas y tratar lo particular como
contingente y carente de im portancia para la comprensión del conjunto.
Los hombres considerados en su existencia concreta, particular, los
individuos, no son simples momentos y agentes inconscientes de una lógica
histórica impersonal, de un espíritu universal. Toda la lógica y el sentido de
la historia se encuentran en los hombres reales, en las relaciones que tienen
entre sí y con la naturaleza, la apariencia de una lógica impersonal viene
exclusivamente de que han perdido el control de sus productos y de sus
relaciones y, por lo tanto, la historia que producen y que los produce se les
revela necesariamente como movida por fuerzas exteriores. M arx no es un
economista, sino un crítico de la economía, no se instala en las categorías
económicas, mercancía, valor, dinero, precio, capital, etc., para explicar
sus relaciones, sino que realiza una crítica histórica y social de cada una de
estas categorías, m ostrándolas como cierta objetivación de los hombres
que les escapa, y descubriendo al mismo tiempo su dinámica interna, sus
leyes y sus tendencias, pero poniéndolas siempre en cuestión teóricamente
y organizando una acción que las destruya prácticamente. Así, cualquiera
que sea el grado de la alienación y el mecanismo inhum ano de los procesos
económicos, el hombre que los mueve, que se pierde en ellos y los padece
como una necesidad exterior, no es nunca el simple objeto pasivo de una
historia impersonal. No hay pues, por una parte, un aparato objetivo y
autónom o de leyes económicas y, por otra, los individuos concretos que les
sirven sin saberlo. Hay hombres que se debaten con la naturaleza, que
explotan a otros hombres o son explotados, que se relacionan entre sí en la
dispersión y la concurrencia, y que ven objetivarse el resultado de sus actos
y convertirse en un aparato autónom o de leyes económicas que no
controlan. Podría pensarse que es otra manera de form ular la misma cosa
y que M arx describe como conclusión de un proceso lo que otros constatan
como un hecho. Pero esta diferencia es esencial, incluso si se acepta que las

4 O bras F ilosóficas, t. 6o., pág. 38. Ed. C ostes. - Los su b ra y a d o s pertenecen en to d o s los
casos al a u to r citado.

211
leyes descubiertas por M arx pueden ser conocidas independientemente de
su método, lo que es absurdo. En efecto, la “simple constatación de los
hechos”, que no sabe aprehenderlos genéticamente, significa aquí la
naturalización, tanto del aparato económico, absolutam ente exterior,
como de los individuos impotentes ante él. Y así, las condiciones del
fenómeno, la explotación, la dispersión, la concurrencia, quedan igual­
mente convertidas en “simples hechos”. G arantizada en esta form a la
separación radical de los individuos concretos y el proceso económico, la
idea de buscar en los primeros la presencia eficaz de las condiciones del
segundo y de ver en éste la alienación de aquellos, resulta sin duda tan
peregrina como el intento de explicar la vida anímica de los hombres por
la posición de los astros.
El procedimiento de M arx permite por el contrario estudiar las
categorías económicas como condiciones de existencia internas y externas
de los individuos, y estudiar la vida real de éstos como clave de las
categorías económicas. En sus frustraciones y realizaciones, en sus
oposiciones y solidaridades, en su despojo y su riqueza, la persona
concentra a su m odo el conjunto social. La economía marxista se niega a
dejarse clasificar como ciencia separada porque no acepta la existencia de
su objeto como un hecho empírico. Es al mismo tiempo historia,
sociología, filosofía. En la medida en que no consagra la separación entre
lo interior y lo exterior, entre lo individual y lo colectivo, entre la
vida privada y la vida pública, entre la realidad y la fantasía, en la medida
en que es un monismo materialista, permanece abierta a la psicología.
La premisa teórica según la cual el individuo es social, plantea la
exigencia de saber cómo lo es. La afirmación de que el hombre es
un producto de su época, de su clase, de su familia y de su historia personal,
plantea la exigencia de saber cómo esos condicionantes se convierten en
cualidades propias, en lugar de permanecer como fuerzas extrañas que lo
coaccionan y lo determinan. Se plantea la exigencia de saber de qué
manera lo exterior deviene lo interior. El marxismo plantea la exigencia de
una psicología.

III

Está bien, se dirá. El marxismo necesita desarrollos en este y en


muchos otros sentidos, pero, qué tiene que ver eso con Freud y con el
psicoanálisis? Acaso Freud no partió de una problemática completamente
diferente y llegó a conclusiones que lejos de ser complementarias parecen
más bien incompatibles con las de M arx? No pensaba que el sexo,la
herencia, los instintos, explican los fenómenos históricos —como la
guerra—? No es un decadente que considera lo patológico como la clave de

212
lo normal? No es un pansexualista y pansimbolista que nos convierte en
marionetas de nuestra infancia y de nuestro inconsciente?
Etc., etc.
Otros tendrán ya lista la cita de Lenin: “Desconfío de los que están
constante y obstinadamente absorbidos por los problemas sexuales”.
Otros, más rudos, más francos, más ingenuos, abrirán el “Breve
Diccionario filosófico” de la Academia de Ciencias de la URSS. Allí se
define el freudismo como “una tendencia reaccionaria idealista, esparcida
en la ciencia psicológica burguesa ... ahora al servicio del ^imperialismo,
que utiliza estas enseñanzas con el propósito de justificar y desarrollar las
tendencias instintivas más bajas y repelentes” (Edición de 1955).
Otros apelarán a una autoridad respetable como Wallon: “Hedonis*
mo, subjetivismo, idealismo, irrealismo”.
Y está además Pavlov, en su doble calidad de materialista y de ruso.
Un poco de calma, camaradas. Comencemos por el pansexualismo.
Freud no pretendió nunca dar al sexo el papel de una causa primera capaz
de explicar el conjunto de la conducta, pero es un hecho que le confiere una
gran importancia, tanto desde el punto de vista de la comprensión de la
conducta como desde el punto de vista de su desarrollo. Se trata en efecto
de una necesidad inseparablemente biológica y social, arraigada en todo el
cuerpo y, sin embargo, tan extraordinariam ente socializada que puede
perder su función natural, cambiar el objeto que le está biológicamente
destinado por otros objetos, o inhibirse del todo, en función de las
relaciones interhum anas en que se forma el individuo. En esa necesidad el
organismo no se refiere a la naturaleza para conservarse o protegerse, sino
que se refiere a otra persona. Freud no piensa que de ella se deriven todas
las demás relaciones sociales, sino que ella recibe, desde la infancia, la
influencia de todas. Considera el com portamiento como una unidad
conflictiva y dinámica y ve en la sexualidad un “prototipo” de sus demás
reacciones. Nos muestra por ejemplo cómo nuestra cultura impone, por un
largo período de la juventud, el ideal de la abstinencia, dado que el hombre
m adura para la vida sexual y am orosa mucho antes de que pueda alcanzar
una situación económica que le permita realizar el matrimonio, lo que no
ocurre en otras culturas. Cualquiera que sea la manera como trate ese
conflicto entre su capacidad personal y su incapacidad social (la segunda,
interiorizada, puede convertirse en una incapacidad personal), de todos
modos la solución influirá en la estructura de su carácter. Si por ejemplo se
fija en el onanismo, “conforme a la condición prototípica de la sexualidad,
se acostum bra a perseguir fines im portantes sin esfuerzo alguno, por
caminos fáciles y no mediante un intenso desarrollo de energía” (Obras, t.
lo., pág. 963). Evidentemente la causa del problema es social y eponómica,
pero en la vida sexual se concentra el dram a de las relaciones
interhumanas. Freud no dice que la sexualidad sea la causa de los
fenómenos históricos y sociales, pero descubrió el carácter histórico y

213
social de la sexualidad. Y a quienes pensaban, basándose en sus teorías,
introducir una reforma de la vida sexual, les dice que el psicoanálisis “no
puede asegurar que tales reformas no hayan de imponer a otras
instituciones sacrificios distintos y quizá más graves” (Id., pág. 983). Sobre
el carácter limitado de los ensayos de transform ar la educación sexual nos
dice: “Queda así dem ostrado una vez más cuán necio es poner a un traje
destrozado un remiendo de paño nuevo, y cuán imposible llevar a cabo una
reforma aislada, sin transform ar las bases del sistema” (Id., pág. 1.184). No
se puede decir por lo tanto que la sexualidad constituya para Freud una
fuerza histórica separada y determ inante. En lo que respecta al desarrollo
personal, nos muestra la manera como éste se modela en las relaciones
interpersonales, a partir de la estructura familiar y a través de lá historia
individual, y adquiere así sus particularidades, su dirección y su sentido. Se
trata de afirm ar la prioridad de lo social sobre lo natural en la vida sexual
humana, y no al revés.

Una gran parte de la incomprensión de la teoría freudiana de la libido


viene de la confusión muy frecuente entre sexo y sexualidad genital. S ilo
sexual se reduce a las funciones y a los órganos de la reproducción, no cabe
evidentemente hablar de una sexualidad del niño de pecho, pero si lo
erótico es, como piensa Freud, una cualidad del organismo que se
concentra en ciertas zonas prioritariam ente, según las etapas del desarro­
llo, y que puede permanecer fijado a una o varias de ellas, entonces no tiene
por qué limitarse a las edades ni a los actos en que interviene, en forma
desarrollada, la sexualidad genital. Freud descubrió una sexualidad
infantil y estudió las principales etapas de su evolución a partir del análisis
de los adultos y de los problemas de su desarrollo. Es interesante anotar
que al establecimiento de estas etapas eróticas infantiles colaboró muy
poco la observación directa de los niños, y que fueron descritas por medio
de una investigación fundam entalm ente indirecta, que lograba captar su
permanencia en el hom bre m aduro. Y esta anotación no se trae a cuento
para disculpar a Feud ni solicitar indulgencia para con su teoría, sino, al
contrario, para m ostrar mejor la grandeza de su concepción. Porque los
psicólogos de la infancia que estudiaron directam ente el problem a al nivel
orgánico y que carecen de toda sim patía por el psicoanálisis, corroboraron
después a su modo el descubrimiento de Freud.
Así, Wallon, describiendo la evolución infantil, nos dice: “Hay
ciertamente en el niño, como lo sostiene Freud, un período bucal y anal”5.
Y luego nos muestra cómo tam bién hay un período de excitabilidad
uretral. El autor discute sin embargo el carácter erótico que Freud atribuye

5 L es Origines d u C haracter chez P enfant, P .U .F . pág. 23.

214
a las satisfacciones que obtiene el niño de estas zonas. Que el placer
producido por la excitación de una mucosa sea erótico o no, es un
problema que depende fundamentalmente de la amplitud que se de al
término. Pero lo que nos interesa subrayar aquí es que Wallon, un
marxista militante, miembro activo del Partido Comunista Francés y uno
de los más grandes psicólogos contem poráneos, logra efectivamente
com probar en el plano orgánico la teoría de Freud sobre la evolución del
niño, pero no logra como éste ver el carácter social, dramático e histórico
de esos períodos. Porque lo que caracteriza para Freud las tres etapas
eróticas infantiles, no son simplemente las tres mucosas predom inante­
mente excitables en cada una de ellas, sino tres tipos de conflictos
dramáticos, de cuya solución depende en parte el tratam iento que se
dará más tarde a los conflictos de la vida. Y sobra agregar que sin esta
perspectiva jam ás habrían podido ser descubiertas a partir del adulto.
En efecto, la “etapa oral” no es sólo el período en el que se obtiene el
mayor placer en el contacto con el seno materno y sus substitutos. Es el
período de la dependencia absoluta, en que el ser se debate entre la
presencia y la ausencia (respectivamente colm adora y aniquiladora) de un
objeto que no puede alcanzar por su propia actividad. Y Freud nos
muestra en Más allá del Principio del Placer cómo el niño, cuando apenas
el lenguaje comienza a esbozarse en las primeras oposiciones fonéticas,
trata de controlar simbólicamente las alternancias de presencia y ausencia
de la madre. El complejo de ser pasivamente protegido y, correlativamen­
te, de ser abandonado sin remedio, se estabiliza cuando no es posible una
superación dialéctica de esta etapa y cuando un dram a posterior remite al
hombre a su situación inicial. Por eso puede verse allí, no sólo la
excitabilidad de una mucosa, sino el origen de una esquizofrenia (o de la
filosofía de un Heidegger...) La manera freudiana de abordar el tema,
incluso cuando se trata de los momentos iniciales de la evolución del
individuo pone en cuestión por lo tanto la estructura de la familia y, a
través de ella, la sociedad; porque el resultado depende ahora de la actitud
de la madre, de la m anera como tome su papel, de las relaciones con el
padre y de la actitud de la pareja en el devenir social que puede amenazar o
consolidar la estructura familiar vigente.
Tampoco la “etapa anal” puede caracterizarse simplemente por la
excitabilidad de las mucosas comprometidas en la defecación. Es, como
Freud lo señala (Obras, t. lo., pág. 805), el momento en que la primera
prohibición se alza ante el individuo y en que éste comienza a vivir la
contradicción entre su deseo inmediato, orgánico, y la norm a social a que
sus padres tratan de integrarlo —el aseo—. Pero, una vez que se inicia este
debate, todo se vuelve significativo, porque la defecación es ahora
transgresión de la ley6, afirmación agresiva del placer contra la norm a o
6 Así los españoles son ta n religiosos que ex p resa n cu alq u ier m ovim iento de rebeldía
con la fórm ula: “ me cago en Dios".

215
interiorización de la ley (control de los esfínteres). Esa primera experiencia
de un orden norm ativo al que tiene que adaptarse la espontaneidad de los
propios deseos, puede conducir a una fijación de la contradicción entre lo
que yo quiero hacer y lo que otros quieren que yo haga, o a una represión
brutal de mis deseos, o a una solución realista —la diferencia entre lo que
quiero inmediatamente y lo que me conviene,— etc. Pero, en cualquier
caso, el desenlace depende del tipo de normatividad que encuentro ante mí,
de la estructura familiar y de sus problemas. Esa sexualidad infantil,
tan aberrante para los espíritus pacatos, es pues una teoría que permite
com prender la presencia eficaz de la sociedad en el individuo —a través de
la mediación familiar— desde los primeros momentos de su desarrollo7.
No se trata de una concepción “pansexualista” de la sociedad, sino de una
concepción sociológica del sexo, que sabe descubrir las significaciones que
le imprime la historia —individual y colectiva,— sin perder de vista la base
biológica. Pero tam poco se trata de concebir la experiencia infantil como
absolutam ente determ inante, haciendo del hombre adulto un esclavo del
niño que fue. Freud no pensó nunca que las experiencias infantiles
producían sus consecuencias independientemente del contexto social en
que fuera a inscribirse la persona.
El enfoque freudiano de la infancia ha sido corroborado por las
investigaciones psicológicas posteriores que se desarrollaron en forma
completamente independiente de él. Así, Piaget, al estudiar el desarrollo
intelectual del niño, encuentra que “los dos hechos fundamentales
descubiertos por el freudismo son, primero, que la afectividad infantil pasa
por etapas bien caracterizadas, y segundo, que hay una continuidad
subyacente, es decir, que en cada nivel el sujeto asimila inconscientemente
las situaciones afectivas actuales a las anteriores e incluso a las más
antiguas. A hora bien, estos hechos son tanto más interesantes para
nosotros cuanto que resultan ser completamente paralelos a los fenómenos
del desarrollo intelectual. También la inteligencia pasa por etapas, y éstas
corresponden a grandes rasgos a las del desarrollo afectivo”8.
No es posible por lo tanto despachar la teoría freudiana con un simple
alegato ideológico que se reduzca a señalar la incompatibilidad de algunas
declaraciones del autor con el pensamiento marxista. Mencionamos
rápidam ente la concepción freudiana de las primeras etapas de la
afectividad infantil, con el único fin de m ostrar un rasgo característico de
su pensamiento: la capacidad de ver al hombre, desde el comienzo,

7 Y tal vez antes: “ A ntes de ex istir en sí, p o r sí y p a ra sí, el niño existe p o r y p ara los otros;
es y a un p o lo d e e s p e ra n z a s .d e proyectos y de atrib u to s” -L ag ac h e. La P sychanalyse, vol. 6o.,
pág. 14.
* P i a g e t . La F orm ación d e l S ím b o lo en e l N iño. - Se puede e n c o n tra r un em pleo m uy
fecu n d o d e estas co rre sp o n d en cias en la o b ra de C harles O dier: La A n g u stia y el P ensam iento
M ágico.

216
arrojado en un dram a intersubjetivo, luchando por inscribir su deseo, su
movimiento espontáneo hacia la satisfacción en él marco de norm as e
instituciones que lo preceden. Pero, en realidad, toda discusión seria del
psicoanálisis debe comenzar por tom ar posición ante su descubrimiento
capital, sin el cual la-doctrina de Freud queda reducida a una serie de
observaciones inteligentes y al hallazgo de unos cuantos problemas típicos:
nos referimos al inconsciente. Freud pretende en efecto que hay una
dimensión de nuestra existencia en la que se desarrollan pensamientos,
sentimientos y deseos provistos de significación y de eficacia, y que sin
embargo desconocemos. “Pensamientos inconscientes”, “procesos intelec­
tuales muy complejos, completamente exteriores a la conciencia”, etc. Los
filósofos se escandalizaron: Sartre, en El Ser y la Nada, intentó vanamente
dar cuenta de los hechos psicoanalíticos con una teoría (por lo demás muy
interesante, en otro sentido) de “la mala fe”9. M erleau-Ponty, por su parte,
trató de reducir el problem a, con una incomprensión igual, al hecho de que
las significaciones de nuestra vida desbordan a cada momento la
conciencia que tenemos de ellas y son inagotables10. Pero este es otro
asunto. Lo que Freud pretende hacernos tragar es verdaderamente
escandaloso: la existencia de procesos intelectuales y afectivos, eficaces y
significativos, que son inconscientes y que, para colmo, no son fenómenos
delimitados y marginales sino que constituyen “el núcleo de nuestro ser”.
P ara comprender el psicoanálisis hay que digerir ese hueso.
Freud afirma que los sueños, los síntomas neuróticos y psicóticos, los
actos fallidos, tienen un sentido y no solamente causas, a pesar'de que ese
sentido sea completamente desconocido por el sujeto que experimenta
estos fenómenos. La interpretación de los sueños es tal vez el ejemplo más
brillante de la m anera como saca a la luz esa significación inconsciente y
establece su verdad. Freud nos muestra allí, no solamente “el contenido
latente”, el sentido del sueño, sino la compleja gramática que utiliza para
expresarse, las leyes que presiden a su elaboración. Considerando estas
leyes, podremos tal vez comprender la magnitud de su descubrimiento.
Veamos solamente las dos fórmulas más im portantes de la “elabora­
ción onírica”: la condensación y el desplazamiento. La condensación es la
agrupación en una sola imagen de diferentes personas, lugares o aconteci­
mientos, que poseen cierta significación común. Generalmente las figuras
o los hechos así “condensados” en una imagen onírica, pertenecen a muy
diversas épocas en la historia del sujeto y poseen grandes diferencias que
sin embargo quedan relegadas a un segundo plano para subrayar la

9 Es cierto , sin em b arg o , que su concepción d e la conciencia ha p erm itid o im p o rtan tes
d esarro llo s en la te o ría psicoanalítica, especialm ente en lo q u e respecta al p ro b lem a del yo.
Ver L agache, ¡a P sychanalyse, volúm enes 3o. y 6o.
10 A m b os a u to re s evo lu cio n aro n p o ste rio rm en te en el se n tid o de un a a p ro x im a c ió n a l
psicoanálisis.

217
conductas sedimentadas y prom over una superación efectiva, hay que
comenzar por reconocer su existencia.
El hombre no se agota en la conciencia que tiene de sí, está habitado
por símbolos eficaces que provienen de dram as interpersonales. La
proyección, que ve en el otro nuestra propia tendencia, la introyección, que
asume como propios sus atributos, son movimientos de un ser que está
constituido por sus relaciones con los otros.

IV

Se ha discutido largamente sobre el complejo de Edipo, “complejo


nuclear de todas las neurosis”, y una pieza verdaderamente central en la
concepción freudiana. Considerado en sus términos más generales y más
universales, viene de la contradicción entre naturaleza y cultura, entre los
deseos institivos y las norm as sociales: los primeros se dirigen a la figura de
la madre (o sus substitutos) que es la persona natural por excelencia, y las
segundas se personifican en la figura del padre (o sus substitutos). El padre
aparece generalmente como el portador de la primera norm a social, “la
norm a de las norm as” (Levi Strauss), la prohibición del incesto. Los
antropólogos interpretan la universalidad de esta norm a com o una
garantía de la cohesión social: para afirm ar y hacer necesaria la relación
extra-familiar es preciso rom per la relación intra-familiar. Los lazos
culturales se estrechan con una ruptura de los lazos familiares. Es
interesante anotar que Freud había comprendido este hecho desde 189711.
Evidentemente, las formas del complejo de Edipo varían enormemente en
función de la estructura de la familia y, por lo tanto, de la evolución
económica que la rige12. En el complejo “clásico” de nuestra cultura, el
niño ve en el padre al mismo tiempo un inhibidor y un modelo, la
prohibición inicial y el polo de identificación que term ina por interiorizar y
convertir en un control interior. El resultado de ese prim er encuentro se
convierte en un esquema afectivo y simbólico, extraordinariam ente
variable, según la situación social de los padres, la m anera personal como
desempeñen sus funciones, etc. Así, lo social se instala de entrada en lo más
íntimo de la persona, ya que define los términos del dram a inicial.
Llegamos ahora al problema capital del psicoanálisis: el complejo de

11 “ El h o rro r al incesto (com o algo im pío), se basa en el h ech o d e que, a co nsecuencia de


la vida sexual en c o m ú n (aú n en la infancia), los m iem b ros de la fam ilia se m antien en
p erm an en tem en te unidos y pierden su cap acid ad de e n ta b la r c o n ta c to con los ex trañ o s. Así,
el incesto es an tiso c ia l, y la cu ltu ra consiste en la prog resiva ren u n cia al m ism o” - Los
Orígenes del P sicoanálisis, págs. 247 - 248.
12 N o discutirem os aquí sobre su existencia en las sociedades m atrilineales. Los
argu m en to s de quienes la afirm an (com o G. R oheim ) parecen m u ch o m ás fuertes que los de
quienes la niegan (com o M alinow ski).

219
Edipo es verdaderamente decisivo en la formación de la personalidad, de
su solución depende la estructura del com portamiento; ¿pero la forma y el
sentido de este complejo es a su turno un hecho histórico y social que se
modifica según la historia de las clases y de sus relaciones? O, al contrario,
nos encontram os ante un hecho universal cuyas variaciones son de
carácter estrictamente particular? En otros términos: la historia social
imprime su huella al individuo a través del complejo de Edipo? O, al
contrario, nos vemos obligados a estudiar separadamente la historia social
y la psicología individual? La concepción freudiana brinda la posibilidad
de vincular a través de todas las mediaciones la problemática de la
com unidad a que pertenece, o más bien consagra su separación y establece
su inconmensurabilidad?
Para un pensamiento ecléctico, es seguramente suficiente poder
determ inar uno a uno los “factores” que condicionan la vida de un
individuo: la clase, la situación económica, la familia particular, su historia
personal dentro de esa familia, etc. Y no le preocupará el hecho de que esos
“factores” permanezcan aislados unos de otros y actúen sobre el hombre
como fuerzas independientes que determinan en su convergencia causal
una trayectoria, ni se cuidará de encontrar una relación necesaria entre
esos dos factores y un orden de prioridades que permita derivar los
condicionados de los condicionantes. Pero esta posición es insostenible
para un pensamiento dialéctico, y si, como nosotros pensamos, es
imposible despachar con una simple crítica ideológica la concepción
freudiana del desarrollo y la estructura de la personalidad, no queda más
remedio que interrogar sobre la historicidad del complejo de Edipo, y de
los complejos anteriores y posteriores íntimamente vinculados a él13.
La premisa básica para abordar positivamente estos interrogantes es
la prioridad, en el seno mismo del Edipo, de lo social sobre lo particular.
Debe establecerse ante todo que el sentido que adquiere en cada caso la
relación niño-madre-padre depende de los modelos sociales vigentes y que,
cualquiera que sea esta relación, ausencia real o funcional de uno de los dos
progenitores, conducta superprotectora o superinhibidora, el sentido del
dram a está siempre en función de los modelos vigentes, sea que los
contraríe o que se ajuste más o menos a ellos. Finalmente, que esos
modelos mismos pueden entrar en crisis con los cambios en la estructura y
situación de las clases.
Si consideramos una sociedad de campesinos pequeños-propietarios,
con una economía familiar relativamente autónom a en lo que respecta a la
financiación, el trabajo y el mercado, en la que predomina una familia
fuertemente patriarcal y aislada, y de otro lado, una socidad de campesinos

13 La im p o rtan c ia del perío d o pre-edípico — oral y a n a l— en la vida p o sterior, depende


de la solu ció n del E dipo m ism o. Ver: Jean Laplanche, H o ld erlin e t la Q uestion dupére. Págs.
42-43.

220
sin tierra que trabajan bajo un sistema de explotación servil para una
aristocracia terrateniente, nos encontram os ante dos formas de organiza­
ción social que modifican profundam ente el sentido del dram a edípico. En
el primer caso, el doble papel de inhibidor y modelo que desempeña el
padre se puede presentar en todo su rigor, hasta el punto de que la
identificación con él implique y refuerce la rebelión; mientras que, en el
segundo caso, nos encontramos ante una figura del padre vencido, con el
que toda identificación adquiere un sentido completamente diferente. Se
constituyen dos modelos del complejo de Edipo que rigen el campo
afectivo y simbólico del grupo. Esto quiere decir que las características
particulares de una familia adquieren su peso específico en función de esos
modelos. Un problema formalmente similar, como la ausencia del padre o
de la madre, adquiere una significación diferente.
Freud nos habla de un Super-Yo colectivo, que evoluciona con la
historia, “por la influencia de factores externos”. El Dios de Moisés, sin
nombre y sin imagen, es, en su concepción misma, una poderosa represión
de todo lo sensual que se adhiere a la vida imaginaria y al lenguaje, y
proviene de cierta form a de liquidación de la organización m atriarcal de la
sociedad. La religión monoteísta introduce notables cambios en la vida
afectiva de la hum anidad y, para cada hombre, una nueva relación con los
símbolos que expresan sus temores, su dependencia y su necesidad de
protección y de coacción. Pero cuando Freud investiga el origen del
monoteísmo egipcio, nos da una explicación clásicamente marxista: “Las
condiciones políticas de Egipto habían comenzado en esta época a influir
poderosamene sobre la religión. Gracias a las conquistas del gran Thotmes
III, Egipto se había transform ado en una potencia mundial, habiendo
añadido el reino de Nubia al sur y Palestina, Siria y una parte de
M esopotamia al norte. Este imperialismo se refleja entonces en la religión
con el carácter de universalismo y monoteísmo. Como el faraón no sólo
regía Egipto sino también Nubia y Siria, la divinidad tuvo que perder su
carácter nacional, y de igual manera que el faraón era el único y
om nipotente señor del m undo conocido por los Egipcios, así también
debía ser su nueva divinidad” (Moisés y el M onoteísmo). El padre es
ciertamente el transm isor de la ley y su primera figura concreta, pero la ley
que él transm ite no es la simple prohibición del incesto, es una ley histórica
y socialmente constituida que determina sus funciones. La mitología social
no es la suma de las mitologías individuales producidas en cada familia a
partir de las contradicciones generales de la especie humana, entre norm a y
deseo instintivo, por ejemplo, es una formación simbólica que se deriva de
la estructura de la sociedad y se imprime al individuo a partir de su
experiencia primera.
Habíamos dicho al comienzo de este artículo que el análisis marxista
de las categorías económicas conduce a la descripción de un campo
psicológico. Sabemos por ejemplo que en el origen del capitalismo se

221
generó, en ciertas capas burguesas y pequeño-burguesas, una fuerte
tendencia al ahorro con destino a la inversión productiva. La vida familiar
se organiza sobre una severa limitación del consumo y el tiempo se
valoriza, no como el elemento del desarrollo hum ano, sino como el
elemento de la acumulación del capital. En varios países esta situación
corresponde al surgimiento del puritanism o protestante que sanciona y
glorifica las necesidades de la acumulación de capital, con virtiéndolas en
una moral. El ahorro generalizado se convierte en una represión del
disfrute en todos los niveles de la existencia, que com anda las formas de
educación y genera desde la infancia sus mitos y sus complejos. Se
modifican así las relaciones del hombre con Dios, con el Diablo, con su
padre y con su propio cuerpo. Lo que Freud nos ofrece no es una
explicación opuesta a la de M arx sino las mediaciones y la gramática
inconsciente que permiten derivar concretamente la mitología protestante
de la estructura económica. Al interpretar, en el sentido freudiano, los
mitos y las religiones, es decir, al traducir su lenguaje simbólico a los
términos de la vida real, a los dramas que en ellos se proyectan y se ocultan
a la vez, nos encontram os en realidad mucho más cerca de sus funda­
mentos históricos, económicos y sociológicos, que si nos reducimos a
declarar que son fenómenos irracionales producidos por la impotencia y
la ignorancia de los hombres. Porque está muy bien decir que la familia
celestial no es sólo un reflejo de la familia terrenal sino la demostración de
que esta última está en contradicción consigo misma, hasta el punto de
necesitar ese reflejo; pero Freud nos ofrece los instrumentos teóricos para
continuar el análisis.

Se reprocha frecuentemente al psicoanálisis el haber introducido una


concepción determinista del hombre que convierte las experiencias
infantiles en causas inconmovibles, restando toda eficacia a las experien­
cias posteriores, salvo el tratamiento analítico. Este reproche está tanto más
injustificado cuanto que para Freud la vida que se limita a repetir
simbólicamente una experiencia original y que se desenvuelve como un
círculo vicioso, no es una definición de la condición humana, sino de la
enfermedad mental. Puede decirse con Foucault que “es en ese círculo en
donde reside la esencia de las conductas patológicas. Ef enfermo está
enfermo en la medida en que el lazo del presente al pasado no se da en el
estilo de una integración progresiva” (Enferm edad m ental y Personalidad).
Los conceptos de fijación y regresión, característicos de la comprensión
freudiana de los desórdenes psíquicos, carecerían de toda significación en
una perspectiva determinista que redujera el presente al pasado. P or el
contrario, nos encontram os aquí con una visión dialéctica del tiempo.
Como se sabe, la razón analítica es incapaz de com prender la tem poralidad

222
porque para ella el pasado ya no existe, el futuro no existe aún y el presente
no es más que el límite ideal que divide esas dos inexistencias. Y como esta
formulación es válida para cualquier momento anterior o posterior, el
tiempo se evapora. Para Freud, en cambio, el pasado es una dimensión
actual de nuestra existencia. Ninguna conducta se explica completamente
como respuesta a la situación inmediata. Captamos el m undo circundante
y a los otros con toda nuestra vida y no solamente con nuestros sentidos, y
por esta misma razón, el presente actúa sobre el pasado: cada tarea, cada
obstáculo, cada necesidad y cada posibilidad ponen en cuestión las
estructuras arcaicas de nuestro ser. El futuro, es decir, el conjunto de
posibles e imposibles, aparece tam bién como un condicionante del
presente. El contacto con la realidad no es algo inmediatamente dado a los
hombres: podemos perderlo y reconquistarlo, es un trabajo y un problema.
La segunda premisa para una historialización del complejo de Edipo
está en el hecho de que las estructuras psicológicas, constituidas en la
primera infancia, permanecen relativamente abiertas en cuanto a su
sentido y que hay una acción del presente sobre el pasado. La historia viva
del momento confiere a nuestros conflictos sedimentados un contenido
que los define retrospectivamente. Ciertamente, la personalidad de
Dostoiewski puede estudiarse a partir del conflicto con un padre brutal y
del complejo de culpa por la muerte de éste; pero ese dram a está inscrito en
una historia colectiva caracterizada precisamente por la supervivencia de
una autocracia am enazada por la irrupción del capitalismo, de la clase
obrera, del racionalismo, de la furiosa desesperación de una juventud
pequeño-burguesa, etc. El dram a edípico, fuera de este marco histórico, no
habría tenido el mismo sentido ni habría producido los mismos resultados.
La idea de que el hom bre es una totalidad (contradictoria) y no una suma
de influencias dispersas, es básica en las ciencias humanas. Piénsese por
ejemplo lo que ocurriría si tratáram os de com prender la visión del mundo
subyacente en un autor componiéndola a partir de elementos aislados:
desaparecería el sentido de la obra.
El psicoanálisis permite situar en su verdadero nivel el problema de las
relaciones entre la obra y la vida, y entre la vida y la época.

La incomprensión de ciertos marxistas para con el psicoanálisis los


conduce a curiosas paradojas. Lukacs, por ejemplo, que rechaza el
pensamiento de Freud como decadente, contraponiéndole a Pavlov (La
Significación presente del Realismo crítico), nos dice sin embargo que
Dostoiewski “es un maestro inigualado de la psicología” (Existencialismo
o Marxismo?) Pero si la psicología de Dostoiewski es un auténtico anticipo
del psicoanálisis! El nos habla de “pensamientos inconscientes”, nos

223
describe con todo rigor el complejo de Edipo, subraya su carácter
inconsciente y proclama su universalidad (Los Hermanos Karamazov),
destaca el carácter revelador de los sueños, describe al místico como un
criminal reprimido, denuncia la ambivalencia del am or y el odio, etc., etc.
Pero debemos anotar inmediatamente que la incomprensión de la mayor
parte de los m arxistas para con la obra de Freud no se explica
exclusivamente aunque éste sea el motivo fundamental, por el dogmatismo
en que ha caído la doctrina revolucionaria durante las últimas tres o cuatro
décadas. En realidad, el psicoanálisis desprovisto de una verdadera
sociología científica y de una crítica histórica rigurosa, como la que podría
encontrar en el marxismo y sólo en él, está continuamente amenazado por
un naturalism o individualista que trata de interpretar todos los fenómenos
de la vida social como irrupción o represión de los instintos. Freud nos
describe a veces la civilización como un gigantesco aparato destinado a la
represión de los instintos y llega incluso a creer que existe “el peligro de la
extinción de la especie hum ana víctima de su desarrollo cultural”, aunque,
más prudente que algunos de sus discípulos, se apresura a agregar: “La
ciencia no se propone atem orizar ni consolar tampoco. Mas, por mi parte,
estoy dispuesto a conceder que las conclusiones apuntadas, tan extremas,
deberían reposar sobre bases más amplias y que quizá otras orientaciones
evolutivas de la hum anidad lograran corregir los resultados de las que aquí
hemos expuesto aisladamente”. (Obras, t. lo., pág. 984).
Este tipo de interpretaciones fantásticas y completamente vulgares se
encuentra con frecuencia en la obra de Freud. Para tom ar sólo un caso, nos
referiremos a su lamentable ensayo sobre la guerra. Lo que más nos
impresiona en esta torpe especulación es la incapacidad de comprender el
carácter contradictorio y brutal de la civilización capitalista, en la que no
ve más que la represión y sublimación de los instintos más bajos, llegando
incluso a considerar la guerra como una explosión pasional en la que los
pueblos se levantan contrá la coerción educativa de esa “magna
com unidad de intereses creada por el tráfico y la producción”. Es algo tan
grotesco como si dijéramos que la naturaleza humana, dañada por el
pecado original —el deseo incestuoso y el instinto de destrucción—,
rompió las barreras morales con las que se trataba de mantenerla en el
camino del bien, y se dejó llevar una vez más por las tentaciones de Satanás.
Sólo que aquí las barreras morales son nada menos que la civilización
capitalista! De esta manera se naturaliza el “aparato represor” del que ya
no se sabe si es la policía que reprime las huelgas o el Super-Yo que reprime
los instintos. Cuando el psicoanálisis no se basa en una sociología histórica
y dialéctica y es incapaz de una crítica social, puede derivar hacia toda clase
de fantasías naturalistas, de explicaciones aberrantes y de interpretaciones
reaccionarias, incluso en la obra gigantesca de su fundador. Esto no
significa, sin embargo, que se pueda clasificar a Freud como un ideólogo
conservador. En muchas ocasiones manifestó su simpatía por el marxis­

224
mo, del que sólo tenía algunas nociones rudimentarias, como lo confesaba
siempre que trataba de form ular algún reparo a las tesis vulgarizadas que
conoció. Al final de su vida escribió: “Se que mis comentarios sobre el
marxismo no prueban de mi parte, ni un amplio conocimiento, ni una
comprensión correcta de las obras de M arx y Engels. Después he leído —
con verdadera satisfacción— que ninguno de los dos autores ha negado la
influencia de las ideas y de los factores del Super-Yo. Esto quita valor al
contraste entre marxismo y psicoanálisis que yo creía que existía” (E.
Jones, Vida y Obra de Sigm und Freud, t. 3o., pág. 364). Su actitud
combativa ante la religión, su aprobación de la revolución rusa: “La
subversión soviética se nos muestra —a pesar de todos sus ingratos
detalles— como el mensaje de un futuro mejor” (Obras, t. 2o. pág. 873), su
búsqueda heroica de la verdad contra todos los prejuicios, su voluntad de
someter lo irracional a la razón que lo llevó a lanzarnos la consigna
“Atrévete a saber”, son manifestaciones de un hombre que nadie tiene el
derecho a calificar de conservador. Pero, precisamente por ello, sus
desvarios ideológicos señalan con toda nitidez los peligros que amenazan
al psicoanálisis cuando carece de un fundamento sociológico firme. El
asunto se vuelve mucho más grave si abandonam os la obra de Freud y
consideramos ciertas tendencias muy difundidas en el psicoanálisis
contemporáneo. Porque ya no se trata de errores, contradicciones y
desviaciones naturalistas que están en conflicto permanente con los
descubrimientos efectivos y con las implicaciones del método, sino que
aquí la carencia señalada compromete directamente las adquisiciones
innegables del psicoanálisis y confiere a éste una nueva significación
realmente reaccionaria.
Ocurre esto cuando, desprovisto de toda perspectiva crítica sobre la
estructura social, termina por integrarse a una sociedad alienada, fundada
en la explotación y en la competencia, y se convierte para ella en un motivo
de justificación, en la medida en que le permite separar los problemas
personales de sus raíces sociales. Se cambia así en una ideología que
colabora a consagrar y fetichizar las relaciones económicas y las formas de
vida que les corresponden, llamándolas “normales” y tom ándolas como
metas del trabajo terapéutico, que consiste entonces en adaptar el paciente
a la sociedad. Y de esta manera, la “cura” ya no es solamene una liberación
del enfermo prisionero de sus símbolos, para que pueda luchar en el
mundo real, sino que conlleva una soterrada valoración de ese m undo y, so
pretexto de “fortalecimiento del yo” y de “incremento de la confianza en sí
mismo”, propone en realidad una lucha por el éxito, tal como se da en la
sociedad, es decir, fundado sobre la alienación y la explotación, y
considera masoquista toda conducta que no busque el triunfo en la escala
de valores vigente. Comentando esta tendencia, muy difundida en
Norteamérica, Levi-Strauss decía: “No es suficiente que cierta forma de
integración sea posible y prácticamente eficaz para que sea verdadera y

225
para que estemos seguros de que la adaptación así realizada no constituye
una regresión absoluta con relación a la situación conflictiva anterior”.
(.Antropología estructural).
El psicoanálisis, como teoría y como práctica, no puede permanecer
inmune a la valoración implícita de la sociedad en que opera. Los
conceptos mismos se modifican cuando la compleja concepción freudiana
de la génesis de la enfermedad es substituida poco a poco por la idea simple
de frustración, a la que no se opone realización o liberación, sino
satisfacción; y la exigente y arriesgada técnica inaugurada por Freud se
convierte en un método indirecto de persuasión que trata de m ostrar las
desventajas de la enfermedad con respecto a las excelencias de la
adaptación a la “realidad”. Con todo, mientras el problema permanezca
dentro del consultorio o del hospital y se limite al tratam iento de los casos
verdaderam ente patológicos, estas modificaciones pueden parecer insigni­
ficantes, y la intervención del analista está justificada aunque sus
presupuestos sociales no lo estén. Pero cuando lo vemos convertido en
especialista de “relaciones hum anas”, en asesor político o consejero indus­
trial, la tendencia señalada ya no se reduce a sutilezas teóricas y técnicas, y
adquiere su verdadera significación de ideología reaccionaria. Y cuando el
“counselor” se dedica a suavizar los conflictos obrero-patronales, procu­
rando que el personal modifique su actitud ante los problemas sin que se
transformen los problemas mismos, y descubriendo los móviles profundos
que dificultan la “adaptación a la realidad”, el psicoanálisis queda
adaptado él mismo a la sociedad y convertido en un arm a de las clases
explotadoras. La crítica m arxista de esta ideología pseudo-freudiana está
obligada por una parte a denunciar claramente su carácter justificativo y
fetichizante de las relaciones sociales existentes, y por otra, a restablecer el
vínculo fundam ental entre las estructuras sociales y las vivencias
personales. Para esta última tarea la obra de Freud es verdaderamente
irreemplazable, puesto que permite seguir, en el itinerario particular de
cada vida, la interiorización y el conflicto de las instituciones y las
funciones imperantes en la sociedad. P or esta razón, la crítica marxista de
las tendencias reaccionarias del psicoanálisis resulta dogmática e ineficaz
cuando rechaza en bloque las grandes adquisiciones de la obra de Freud
que contituyen un avance cualitativo en el conocimiento del hombre.
Hemos señalado sumariamente los peligros que amenazan al psico­
análisis como teoría y como práctica cuando carece de una base marxista.
Esto nos permite volver al problema que planteábamos a propósito del
complejo de Edipo: lo. el carácter constituyente de la historia social con
respecto a la organización familiar y a la significación de las etapas del
desarrollo infantil, y 2o. la necesidad de fundam entar una acción del
contexto social y de las experiencias de la vida adulta, capaz de modificar
el sentido de los dramas iniciales. Ahora bien, el artículo de Freud sobre la
guerra, a que nos referimos, no se caracteriza solamente por su

2 26
incapacidad de com prender las contradicciones del capitalismo y del
imperialismo, sino también —y este es el punto que nos interesa subrayar
aquí—, por la incapacidad de estudiar psicoanalíticamente el conflicto, es
decir, de comprender los contenidos afectivos, mitológicos y simbólicos
que adquieren los hechos en la conciencia de los combatientes. Estas dos
limitaciones son correlativas y tienen un origen común: la perspectiva
radicalmente anti-historicista adoptada por Freud en este caso, que se
contenta con contraponer dos fuerzas, los instintos agresivos y la
“civilización” como represión y sublimación, desprovistas am bas de toda
especificación tem poral y de toda referencia a las situaciones concretas.
H abría sido necesario m ostrar en la vida real de los hombres bajo el
sistema capitalista, la dispersión, la carga inmensa de hostilidad y
competencia, la oposición de intereses, la contradicción antinóm ica de las
clases, y la negación mítica de todo ese desgarramiento en la visión
exaltada de la patria común y su lucha contra el “enemigo exterior”.
Entonces se podría verdaderamente estudiar los complejos procesos
anímicos que llevan a tantos hombres a m atar y a hacerse m atar por los
intereses del capital imperialista, contrapuestos a los suyos propios, y la
manera como canalizan sus propios dramas en el dram a colectivo. El
psicoanálisis tiene sin duda mucho que decirnos sobre la guerra, pero
Freud fue aquí infiel al psicoanálisis porque carecía de una base marxista.

Habíamos dicho que hay en M arx una exigencia insatisfecha de


psicología y que hay en Freud una respuesta a esa exigencia. El marxismo
pasa del contenido manifiesto al contenido latente cuando comprende, por
ejemplo, la obra de un místico a partir de la estructura social que se expresa
inconscientemente en ella. Pero no es suficiente, para dar este paso,
establecer una analogía formal entre la obra y la sociedad, ni m ostrar que
los valores y la concepción del hom bre que rigen en la primera
corresponden a las relaciones que predominan en la segunda. Es necesario
estudiar un lenguaje simbólico que tiene muchos niveles de referencia,
porque el místico, para expresar a su manera la estructura social, comienza
por inscribirse en ella con su infancia, con su cuerpo, con su sexualidad.
Freud descubrió ese carácter lingüístico y simbólico de la vida humana.
Podría decirse sin embargo que subsiste una diferencia insalvable y es que
M arx refiere la obra a la estructura de la sociedad mientras que Freud
refiere los mitos religiosos a los mitos personales y éstos a los dramas
infantiles. Esta diferencia sería realmente insalvable si no existiera, entre
uno y otro térm ino de referencia, una relación necesaria. Pero el hombre
no entra en un sistema de producción en calidad de economista: comienza
por vivirlo como un conjunto de m andatos y prohibiciones, de funciones y

227
valores, en sus necesidades, en su cuerpo, en su familia, y ese sistema
imprime su sello a cualquier aventura personal.
Confucio decía: “Tu hijo no es tu hijo sino el hijo de su tiempo”
Cierto; pero él empieza a ser hijo de su tiempo ya en la manera que tienes de
ser su padre.

228
G u il l e r m o H o y o s V a s q u e z

FENOM ENOLOGIA COMO EPISTEM OLOGIA.


RU PTU RA DEL SISTEM A FENOM ENOLOGICO
DESDE LA M A TERIA LID A D HISTORICA

IN T R O D U C C IO N

En la actual discusión filosófica en Latinoamérica, al menos en ciertos


círculos universitarios, parece que la fenomenología no sólo no tuviera
nada que aportar al problem a de la filosofía, sino que incusive su
pensamiento perjudicara la “cosa misma” de la filosofía. Esto puede ser
explicable en su superficie como reacción al pensamiento de años inmedia­
tamente anteriores, muy influenciado por la fenomenología de Husserl,
por Scheler, por Heidegger; era un pensamiento filosófico, se dice, cuya
vinculación con la política aparecía más bien accidentalmente y no siempre
en form a correcta. Un cambio de signo en la intervención política de la
filosofía tendría que implicar una recuperación del materialismo, y desde
esta perspectiva se m ostrarían como irreconciliables una fenomenología
de corte trascendental e idealista y la exigencia histórica de una reflexión
de la tarea política desde el marxismo.
Sin embargo, hay por lo menos dos aspectos de la discusión filosófica
actual, que bien pudieran nutrirse en un confrontam iento crítico con la
fenomenología; sólo que este confrontam iento exige el esfuerzo de
la profundización en la intención filosófica de Husserl, en su recorrido y en
su significación completa.
Quiero aquí tem atizar estos dos aspectos, considerándolos más en su
dimensión problemática. El problema epistemológico y el problem a de la
historicidad del sujeto son dos momentos sin los cuales no se entiende el
quehacer filosófico actual. Desde la fenomenología es posible m ostrar el
significado de estas dos preguntas por la ciencia y por la historia. El
análisis fenomenológico señala asimismo desde él y hacia su exterioridad
los límites que deben ser superados desde una perspectiva explícitamente
no-fenomenológica.
Quiero resaltar desde un principio el carácter hipotético de mi
reflexión y de mis tesis. Para un conocedor de la fenomenología parecerán
hacer violencia al pensamiento de Husserl; para un conocedor de la
epistemología actual y del marxismo parecerán todavía muy tímidas y
suscitarán la sospecha de un intento de conciliación de lo irreconciliable.
Corriendo este doble riesto pretendo m ostrar que la epistemología
actual tiene todavía algo que aprender en la crítica al positivismo

229
instaurada por Husserl. La relación que hace el último Husserl, resultado
de las rupturas en el interior de la reflexión fenomenológica, de la lógica
formal a la lógica trascendental, conserva en su estructura la validez y el
significado que obligaría a la reflexión epistemológica a trascender los
límites de la producción científica para tem atizar la cotidianidad desde la
cual y para la cual es producción. La lógica de la experiencia de Husserl
podría por eso ser replanteada en términos de racionalidad dialéctica.
Si esto es de alguna m anera posible, también parece pensable que las
reflexiones del último Husserl sobre la filosofía de la historia a partir de la
‘crisis de Occidente’, que él tipifica concretamente como crisis de la
ciencia, conserven un grado de validez que lleve a pensar sobre el
significado del sujeto histórico como contradistinto del sujeto empírico y
del sujeto trascendental.

I. C r i t i c a D e H u s s e r l A l P o s i t i v i s m o C i e n t í f i c o

Como ya se insinuó antes el antipositivismo de Husserl cristaliza en


sus últimos años. Es la tesis fundamental de la Lógica, de la Conferencia
de Viena, “La filosofía en la crisis de la hum anidad europea”, y de todos sus
trabajos en torno a la KrisisK Pero la crítica de Husserl al positivismo tiene
su génesis en el recorrido de Husserl desde sus primeros escritos. Hay que
recontruir esa génesis según un postulado metodológico del mismo
Husserl2.

1. El proyecto de una filosofía como ciencia estricta

Una de las tareas fundamentales de la epistemología actual es la de


fundam entar, legitimar o justificar de alguna manera ciertos tipos de
producción científica criticando otros. Los epistemólogos hablan de
establecer un discurso sobre el estatuto teórico de las ciencias en su
diversidad, sobre sus diversos objetos, métodos, aplicaciones prácticas,
implicaciones socio-políticas, etc. Se busca con esto un tipo de discurso no
totalmente científico, aunque sí lógico, sobre la racionalidad inmanente de
los diversos discursos científicos. K. Popper habla de una “ Lógica de la
investigación científica” y de una “ Lógica de las ciencias sociales”3. El
objetivo de la epistemología en términos muy generales tiene herencia

1 V er E. H u s s e r l . Die Krisis der E uropaischen W issenschaften a n d die transzendentale


P hanom enologie. D en H aag 1962.
2 Ver E. H u s s e r l . Lógica fo r m a l y lógica trascendental. U N A M , M éxico 1962, pp. 12 y
sgts.
3 V er K. P o p p e r . La lógica de la investigación científica. T ecnos, M adrid 1965; K.
P o p p er, “ La lógica de las ciencias sociales" en: A d o rn o y otro s, Im d isp u ta d e l p o sitivism o en
la sociología alem ana. G rijalbo, B arcelona 1973, pp. 101-121.

230
kantiana: explicitar la racionalidad de las ciencias para señalar sus
presupuestos, sentido de validez, alcance y límite de sus pretensiones
totalizantes.
Este no es objetivo único de la reflexión epistemológica. Faltaría aquí
explicitar el sentido de historicidad de las ciencias. Husserl lo hará a su
tiempo. Lo que interesa ahora es com prender el proyecto de Husserl de la
filosofía como ciencia estricta, desde esta perspectiva de la búsqueda de la
racionalidad de las ciencias.
Husserl viene de la matemática y desde allí logra tematizar,
originariamente, referido a las idealidades matemáticas, el concepto de
intencionalidad: el número viene del num erar, la operación del operar, los
conjuntos del conjugar, etc. En la actividad intencional de la conciencia de
algo (del mundo y de las cosas) se constituyen esas idealidades, como tales
las más objetivas y válidas en el interior de la ciencia positiva. La
constitución de su realidad específica, la de idealidades matemáticas,
consiste en la correlación intencional noesis-^noema, cogitatio-cogitatum,
numerar-número, conjugar-conjunto, etc., que les subyace, a pesar de que,
de acuerdo con su estatuto teórico, son las que menos pueden ser pensadas
en su referencia al lado subjetivo de la correlación4.
El instrum ento del análisis intencional descubierto en el núcleo y
garante de la objetividad positiva, los conceptos matemáticos, abre a
Husserl un espacio fundamental para sus Investigaciones lógicass. La meta
de sus trabajos de esa época es m ostrar una filosofía como Wissenschafts-
theorie, es decir como teoría de las ciencias. Aquí reconoce el gran aporte
epistemológico de Bolzano6.
La Wissenschaftstheorie de Husserl, planeada desde un análisis
intencional, está sin embargo amenazada por una seudointerpretación
psicologista. Un objetivo claro de los “ Prolegómenos” es por tanto la
refutación del sicologismo. La intencionalidad no es una mera estructura
de la experiencia interna agotable en el mero análisis empírico de la psique.
La condición de posibilidad de todo análisis empírico, así sea el de la
experiencia interna, es la intencionalidad de la conciencia para la cual lo
experimentable internamente com odado tiene algún sentido y puede ser
afirmado como real. Así que las idealidades matemáticas no tienen su
fundamento en los hábitos tematizados por la sicología empírica; estos
hábitos son sedimentaciones, también objetividades, cuya constitución
revierte a correlaciones más originarias dadas desde habitualidades de algo
(de las vivencias como vividas).

4 Ver E . H u s s e r l . P hilosophie der A rith m e tik . D en H aag 1970. L a in terp retació n hecha
aq uí se ap o ya en la in troducción de esta edición escrita p o r L. Eley, pp. X III y sgts. Ver
adem ás: L. Eley, M eta kritik d e r fo rm a le n L ogik. D en H aag 1969 y mi p resen tac ió n de este
libro de L. Eley en: P ensam iento, (M ad rid ) 26 (1970), pp. 453-456.
s Ver E. H u s s e r l . Investigaciones lógicas. R evista d e O ccidente, M ad rid 1967.
6 Ibid., T. I, pp. 60 y 255-56.

231
Esta insinuación de refutación del sicologismo en los “Prolegómenos”
es sólo un comienzo de la polémica que de por vida sostendrá Husserl
contra este bastión, el más sutil y el más profundo del positivismo
en ciencias sociales7.
El último capítulo de los “Prolegómenos” muestra el objetivo
principal de la obra: articular un discurso científico-filosófico sobre la
lógica pura, como garante esta últim a de toda verdad científica8. La teoría
de las teorías, la mathesis universalis, puede ser legitimada desde la
fenomenología.
Las Investigaciones lógicas añadirán a este propósito ambicioso la
m ostración concreta de la posibilidad real de reconstruir el edificio de las
ciencias desde un análisis intencional riguroso. Porque la descomposición
de la correlación intencional en las categorías de significación y realidad,
de pretensión y de evidencia, de form a y contenido, de intención y de
cumplimiento significativo (Erfüllung) o falsación-desengaño (Enttaus-
chung), va orientada a ejemplificar en casos muy concretos las
posibilidades inagotables y absolutas del análisis intencional.
Precisamente desde este trabajo investigativo concreto tiene sentido
plantear la tesis de la filosofía como ciencia estricta y rigurosa9. Se trata del
proyecto de una filosofía como ciencia primera (prote episteme), ella
misma autofundante y fundam entadora de todo tipo de conocimiento que
pretenda ser tal, específicamente de todo conocimiento científico.
Husserl piensa en la posibilidad de que el análisis fenomenológico de
la intencionalidad, es decir, de las múltiples correlaciones, pueda llevar a
últimos elementos significativos, a partir de los cuales se pueda construir la
teoría de las teorías. Estos úítimos elementos serían dados originariamente
a la conciencia. El “zurück zu den Sachen selbst”, el volver a las cosas
mismas, tem a determinante de la fenomenología, sería alcanzado en el
momento que esos últimos elementos constitutivos fueran evidentes con
evidencia apodíctica y adecuada, títúlos que el Husserl anterior a las Ideas
todavía no ha diferenciado.
Ciertamente que si las últimas evidencias fueran posibles, desde ellas
como fundamento y con el rigor analítico de la fenomenología, también
tendría que ser posible la ciencia estricta. Probablemente en este sentido sí
tenga razón Heidegger al afirm ar que Husserl hacia 1910 tuvo simpatías
por el neokantism o10.
Nos encontram os pues ante un proyecto que pretende criticar
explícitamente el empirismo positivista. No es la positividad del datum, ni

7 V er E. H u s s e r l . P h anom enologische P sychologie. D en H a a g 1962.


8 Ver. E. H u s s e r l . Investigaciones lógicas, T. I, p p . 257 y sgts.
* Ver E. H u s s e r l . La filo s o fía c o m o ciencia estricta. N ova, Buenos Aires 1962.
i0 V er “ D av o ser D isp u ta tio n zw ischen E rn st C asirer und M artin H eidegger” en:
H eidegger, M . K a n t u n d das P roblem der M eta p h ysik. V ierte Aufl. F ra n k fu rt 1973, pp. 247.

232
la pretendida originariedad de la experiencia empírica —la externa o la
interna del sicologismo, da lo mismo—, lo que fundam enta las pretensio­
nes de validez de la ciencia. El dato objetivo y positivo queda roto en la
descomposición fenomenológica de la intencionalidad. Pero Husserl sigue
prisionero del ideal de la ciencia total, de la mathesis universalis, de la
filosofía primera, de .la ciencia-filosofía sin supuestos. El modelo de
sistema del formalismo matemático sigue siendo su orientación, así sus
últimos elementos no sean los de la inmediatez del datum; para Husserl
terminan por serlo los de una inmediatez anterior, los de la correlación
intencional No dudam os en afirm ar que Husserl está cayendo con esto en
un nuevo positivismo. También podría ser el caso de una reflexión
epistemológica cuya tarea se agote en el recorrido penoso por todas las
estructuras del conocimiento científico para explicitar el así llamado
estatuto teórico de las ciencias.
El proyecto husserliano de una filosofía como la teoría de la ciencia
misma, origina un sistema científico, el de la fenomenología, depositario él
mismo de la Wissenschaftlichkeit (cientificidad). Desde aquí habría que
legitimar y validar todo tipo de ciencia que pretenda ser tal.
Este proyecto de claro corte epistemológico es recorrido por Husserl
con la intención de reconstruir la lógica interna de la teoría de teorías.
Encontrado el último elemento constituyente de la objetividad dado en
una experiencia originaria como vivencia intencional, se procede a la
reconstrucción, al m odo de los lógicos, de la ciencia estricta.
Pero Husserl va descubriendo las impurezas en cada nivel de la
reflexión fenomenológica. Es la radical H orizonthaftigkeit (horizontali­
dad) como relatividad trascendental que se va m ostrando en cada uno de
los pasos del análisis.

2. El proceso de ruptura del proyecto

La actitud antipositivista del fenomenólogo tiene su máxima


expresión y uno de los aportes más válidos en la epoché o reducción
trascendental. Esta priva no sólo a las actitudes temáticas que determ inan
los objetos regionales de las ciencias sino a la misma actitud dóxica que
media aquellas, de su pretensión de realidad ingenua y de objetividad no
mediada. Al cuestionar la legitimidad del “es” de la actitud ingenua se
cuestiona la mera doxa y desde la inseguridad de ésta se cuestiona de la
manera más radical el sentido acrítico de validez y de objetividad de la
ciencia positiva".

11 S o b re esta in terp retació n de la ‘ep o ch é’, ver E. S tro k e r, “ D as P ro b le m d er E poché in


d e r P h iloso phie E d m und H usserls” en T y m in ie c k a (e d .), A n a le cta H usserliana, Vol. 1(1971),
pp. 176 y sgts.

233
La objetividad viene por tanto mediada por la doxa, y ésta a su vez,
por la intencionalidad. Quiere decir por tanto que la actitud trascendental
ganada mediante la reducción abre el espacio fundamental en el cual el
positivismo pierde toda legitimidad. La actitud temática de toda ciencia
positiva —exacta o social— es una actitud mediada, motivada desde la
actitud dóxica. Es la doxa la que instaura el sentido de objetividad
asumido ingenua y acríticamente por el positivismo.
La seudofundamentación del positivismo en la filosofía la determina
Husserl como sigue:
Lo característico del objetivismo es que se mueve sobre el piso del
m undo como ya dado de manera absolutamente cierta mediante la
experiencia y pregunta por su ‘verdad objetiva’; es decir, pregunta por
aquello que es absolutam ente válido desde la verdad y para cada sujeto
racional, pregunta por tanto por lo que es en sí el mundo. Lograr esto
universalmente es asunto de la espisteme, de la ratio, es decir, de la filoso­
fía. Con esto se alcanzará el ente primero, más allá del cual no tendría nin­
gún senido racional seguir preguntando”12.
Este es el objetivismo que Husserl quiere desinstalar cuestionando su
base, la doxa , el mundo dado en la experiencia ingenua. Todavía para
Kant —ella en la lectura husserliana de la Crítica de la razón pura—
persiste este mundo como dado, como incuestionable desde la filosofía13.
El concepto de experiencia en Kant se nutre todavía de objetivismo y no
permite llegar a la última relatividad determinante de la objetividad;
habría que llegar a lo subjetivo-relativo de la cotidianidad y a la
corporeidad. Husserl se propone por ello rom per la ingenuidad de la doxa,
de ese “es” que la costituye y determ ina como si fuera su en sí y su a priori.
Este último resto de objetivismo que aparece como el más profundo y sutil
en la filosofía de Kant es el que debe caer con la reducción trascendental:
“P or una fuerte razón nos detenemos en Kant como punto de ruptura
significativo dentro de la historia moderna. La crítica que haremos de su
pensamiento iluminará retrospectivamente la totalidad de la historia de la
filosofía anterior: se verá el sentido general de la cientificidad que
pretendían realizar todas las filosofías anteriores, como el único sentido
que se encontraba y que en absoluto podía encontrarse en su horizonte
espiritual. Precisamente mediante esta clarificación aparecerá un concepto
de ‘objetivismo’ más profundo y el más im portante de todos (más
im portante todavía que el que pudimos definir antes); con ello aparecerá
tam bién el sentido propiamente radical de la oposición entre objetivismo y
trascendentalismo”14.

12 E. H u s s e r l , D ie K risis..., pp. 70.

13 V er E. H u s s e r l , E rsie P hilosophie I. D en H a a g 1958, pp. 208-229.

14 E. H u s s e r l . D ie K risis..., pp. 103.

234
Entendemos que este profundo sentido de objetivismo es el que oculta
todavía el sentido de la experiencia en Kant y que Husserl derrum ba
definitivamente con la reducción trascendental.
La reducción total a la intencionalidad exigiría ciertamente la
tematización de un yo trascendental y el análisis de las estructuras de
constitución de este mismo yo. Pero hay que advertir que Husserl no sigue
este camino. En las Investigaciones Lógica se contrapone a Natorp
afirmando que la atematización del yo no aportaría nada al análisis
intencional15. Es interesante que ya en las Ideas el yo ocupa un puesto en el
análisis aunque todavía se lo designe como un mero Ichpol en sentido
kantiano16. Sólo posteriormente habrá que abordar temáticamente los
problemas de la constitución del yo.
Ya se sabe que la tematización del yo trascendental es piedra de
escándalo para la así llam ada escuela esCncialista en el interior de la
fenomenología. De hecho Husserl es esencialista a esta altura de su
desarrollo en la concepción del análisis intencional. Lo que le interesa
desde su proyecto de la. ciencia estricta son las estructuras esenciales de la
intencionalidad, esa posibilidad de destilar las esencias mediante el análisis
fenomenológico. Las correlaciones Noesis-Noema, Intention-Erfüllung,
Sinnkonstitution-Seinsetzung, ofrecen a primera vista el instrumental
para captar los primeros elementos, las vivencias originarias sobre las que
se reconstruiría críticamente todo el conocimiento.
Pero ciertamente la fenomenología estática se tiene que agotar en el
esencialismo. Se rompe de hecho al advertirse que el ideal de la evidencia
cartesiana, como evidencia adecuada en base al análisis de claridad y
distinción de las vivencias, es decir de la correlación misma, no deja de ser
eso mismo: ideal. En la última parte de las Ideas, en el capítulo
“fenomenología de la razón”, donde se trata del paso de la constitución de
sentido al sentido de la realidad, Husserl descubre el significado de la
evidencia cartesiana como idea regulativa en sentido kantiano17.
Esta inadecuación inmanente a la intencionalidad pasa a ser su
esencia determinante: la determinación del sentido y realidad del m undo es
su indeterminación que a la vez es ulterior determinabilidad en un horizonte
de horizontes. El horizonte no es sólo el de las múltiples posibilidades de
com probación de la realidad afirm ada o de su falsación. El horizonte
fundamentalmente es el de la apercepción misma. En la complejidad de los
niveles de análisis fenomenológico, de descomposición fenomenológica,

15 Ver E. H u s s e r l . Investigaciones lógicas. T. II, pp. 163-167.


16 Ver E. H u s s e r l , ID E A S . F C E , M éxico 1962, pp. 132-133 y 189-191.
17 S o b re el se n tid o de la evidencia ad ecu a d a ver: E. H usserl, Ideas, pp. 324 y sgts. sobre
la d istinción en tre evidencia adecu ad a y apodíctica ver: E. H usserl, M editaciones cartesianas.
El C olegio de M éxico, M éxico 1942, pp. 27 y sgts.

235
hay que tem atizar el sentido mismo de la “Ad-perzeption”18. El “ad-” es el
contexto, el horizonte-intencional (H orizontintentionalitatp como relati­
vidad trascendental que se muestra en cada uno de los pasos del análisis:
como intersubjetividad, como tem poralidad, como m undanidad y factici-
dad, en una palabra como lo otro de la intencionalidad, que es la
m aterialidad misma. Aun ese último elemento de evidencia que pretendía
encontrar Husserl se manifiesta contagiado de materialidad, en cuanto
toda constitución de sentido tiene su génesis. En el origen de esta génesis
está la motivación cinestética como determ inante hylética.
Con esto fracasa necesariamente todo intento de destilar un último
elemento de evidencia para construir a partir de él la fenomenología como
un sistema riguroso.
El problem a de la relatividad del horizonte de horizontes, cuya última
explicación no es la relatividad del conocimiento, como una especie de
imperfección del conocimiento hum ano, sino precisamente la ‘hyle’
codeterm inante de la constitución, muestra al mismo tiempo la necesidad
de tem atizar la subjetividad.
En el modelo de la fenomenología estática, la subjetividad era mero
punto de referencia, cuando más condición de posibilidad de la síntesis en
el sentido kantiano. En una fenomenología genética, y ésta es la que surge
ahora como posible después de la ruptura de la fenomenología estática
desde la motivación hylética, la subjetividad tiene que ser tematizada en su
función en el análisis y en su génesis. Sólo en este momento aparece en su
pleno valor el sentido de la epoché o reducción trascendental. La
desconexión de la actitud natural ingenua que aparecía como el único
objetivo y resultado de la epoché aparece ahora como camino hacia una
tematización de la subjetividad, gracias a la suspensión de la legitimidad
ingenua de la realidad.
La tematización de la subjetividad está sin embargo amenazada por la
unilateralidad del cartesianismo. Aquí es donde Husserl tiene que sostener
de nuevo el significado de la intencionalidad. Siendo cartesiano en su
intención de radicalidad en la crítica —para Husserl, Descartes es más
radical20 que el mismo Kant—, critica el solipsismo de Descartes, quien
para él descubrió la subjetividad pero volvió a perderla al no tem atizar la
intencionalidad21. La intencionalidad de algo no sólo como intencionali­
dad constituyente sino como determ inada en el sentido de la motivación,

18 P a ra esta in terp retació n del análisis de la "A d -p e r ze p tio n " y su significado en la


fenom en olo gía m e inspiro en la o b ra de: A. A guirre, G enetische P hanom enologie u n d
R e d u k tio n . D en H a a g 1970. Ver sobre to d o pp. 177 y sgts. Ver ad em ás mi reseña del lib ro de
A. A gu irre en: P ensam iento (M a d rid ), 28 (1972), pp. 207-210.
19 V er E. H u s s e r l , Lógica fo r m a l y lógica trascendental, pp. 208.
20 V er E. H u s s e r l , D ie Krisis..., pp. 428.
21 Ibid ., pp. 392-431.

236
hace que Husserl rom pa también las posibilidades de un análisis de la mera
conciencia de sí. La tematización de la subjetividad implica la de su
génesis, es decir la de su historia.
La historicidad de la conciencia se manifiesta en un prim er momento
al ser descubierta la hyle como determ inante últim a de la intencionalidad.
Este pedazo de materialidad no asumible totalm ente como intencionali­
dad queda como lo indeterminado, como límite determ inante de las
posibilidades de constitución del sujeto. Lo determ inante del límite es su
potencialidad de poder suscitar interés, de orientar en cierta m anera la
protensión tem poral de la conciencia.
Ciertamente que la protensión cuenta con lo retenido en la conciencia,
y en este sentido no se da “nada nuevo”; pero la posibilidad absoluta de lo
nuevo y de la relación intersubjetiva se d a en ese pedazo de lo todavía
inédito22 que es la hyle como el elemento material de la intencionalidad.
Interpretar la hyle sólo desde la intencionalidad y reducirla de nuevo
totalmente a intencionalidad sería volver a caer en el esencialismo, dentro
del cual se mueve todavía la correlación noesis-noema.
Esta interpretación del significado de ruptüra que implica la interven­
ción de la hyle en el análisis intencional sugiere ciertamente un abandono
del idealismo trascendental; es sin embargo quizá la única form a de ser
coherente con las pretensiones del último Husserl de tem atizar el
significado de la historia en el interior de la fenomenología y no
simplemente como historia de la filosofía que llevara necesariamente —
este sería un historicismo crudo— a la fenomenología como sistema.
El índice más profundo de la ruptura de la fenomenología, como
sistema es p or tanto la historicidad de la conciencia en los términos
sugeridos aquí. Esto lo tematizaremos más adelante.

3. Fenomenología como sistema y fenom enología com o m étodo

La orientación y la intención del proyecto de filosofía como ciencia


estricta son epistemológicas. En el momento que ese proyecto fracasa, es
necesario preguntar cuál es el balance.
Ciertamente la filosofía como ciencia estricta, en este último intento
de la fenomenología, se muestra como imposible. El camino cartesiano de
la fenomenología, el de pretensiones de radicalidad absoluta, fracasa. Pero
hay que recorrer ese camino para cerciorarse de su imposibilidad. El
esfuerzo de rigurosidad, manifestado en el punto de partida radical de la
epoché y llevado a cabo en la descomposición meticulosa de todos los

22 V er K. H e l d , “ D a s P ro b le m d e r In tersu b jek tiv ita t u n d die Idee ein er p h an o m en o lo -


gischen T ran szen d en talp h ilo so p h ie” en: U. claesges, K. H eld, (H rg .), P ersp ektiven transzen-
den ta lp h a n o m en o io g isch er Forschung. D en H a a g 1972, p p . 42 y sgts.

237
niveles de realidad y de constitución, es el único que puede dem ostrar al
fenomenólogo la imposibilidad de su proyecto. ¿Qué se obtiene además de
la falsación de éste? Ciertamente mucho: se han descubierto mediante el
análisis fenomenológico los diversos niveles esenciales de relatividad del
conocer y de lo que es, y se ha llegado al nivel fundamental de esa
relatividad, la materialidad misma que incide inmediatamente en las
posibilidades de su conocimiento. En cuanto esta materialidad se conserva
en lo constituido e interviene en las estructuras mismas que determinan la
posibilidad de la reflexión filosófica, al menos como motivación, también
el mismo sujeto trascendental tiene que reconocer su génesis en la
materialidad de la historia que determ ina su facticidad.
Los caminos de la fenomenología conducen todos a ese límite, donde
el último elemento que Husserl pretendía poder analizar fenomenológica-
mente como dado en evidencia adecuada, se escapa en la Ad-perzeption y
se revela como necesariamente contagiado de m aterialidad y de facticidad.
Su evidencia adecuada no es posible. Con esto queda suficientemente
claro, pero una vez recorridos los caminos de la fenomenología, que la
filosofía como ciencia estricta no es posible. Es decir, filosofía como
sistema, como doctrina, como teoría de teorías, es proyecto no alcanzable.
En cambio el m étodo de la fenomenología, el que ha llevado a la certeza de
la imposibilidad del proyecto, se conserva como m étodo válido de análisis
epistemológico.

4. Lógica fo rm a l y lógica trascendental

Si en algún punto es válida la afirmación anterior, es en el problema


de la lógica: por su posición sistemática en el interior de las ciencias, es el
lugar privilegiado para m ostrar el significado de lo dicho.
Con respeto a la positivización de la lógica, el diagnóstico de Husserl
es consecuencia de su actitud antipositivista. Para él, la lógica, que estaría
llam ada a dar razón de la racionalidad de las ciencias, se ha convertido en
mera técnica teórica23. Como tal no puede d ar explicación del sentido de
verdad que manejan las ciencias a no ser que éste se agote en la mera
funcionalidad de la no-contradicción, de la consecuencia técnica, de la
constructividad, de la com patibilidad de sistemas deductivos. En este caso
la lógica formal sería ciertamente la ideología del positivismo.
Husserl muestra cómo de hecho la lógica formal es instrum ento nece­
sario de la racionalidad positiva, pero solamente instrumento. La recons­
trucción genética de la lógica formal en sus niveles de lógica de la significa­
ción (apofántica formal) y lógica de la no-contradiccióñ o de la

23 ver E. H u s s e r l , L ógica..., pp. 7 y sgts.

238
consecuencia, se encuentra asociándola con la reconstrucción genética de
la matemática formal. Esta última viene de la abstracción a partir del
mundo y de las cosas, como de “algo en general” (ontología formal),
mientras la lógica formal está referida a través de sus significaciones a un
algo trascendente a las significaciones y a la no-contradicción misma. La
mathesis universalis, última posibilidad de sistematización lógico-mate­
mática de la totalidad de lo predicable no-contradictorio, sólo puede
pretender verdad —más allá de la mera validez formal de la compatibili­
dad—, en el sentido intencional de una lógica de la verdad y de la evidencia
que trasciendan los niveles posibles de formalización analítica de la lógica
y de formalización ontológica de la matemática. Esta intencionalidad es la
que pretende designar Husserl como lógica trascendental24. Ciertamente
hay un origen kantiano en la significación del térm ino ‘trascendental’. Para
Kant la lógica trascendental determ ina “el origen, extensión y valor
objetivo” de cierto tipo de conocimiento; esta lógica “sólo se ocupa con las
leyes del entendimiento y de la razón; pero sólo en la medida en que es
referida a priori a objetos y no, como la lógica general, a los conocimientos
empíricos y puros de la razón; sin distinción alguna”25.
Husserl coincide con Kant en la búsqueda de esa lógica fundante de la
lógica formal, que atravesándola (intencionalmente) de razón del origen y
validez del conocimiento, en cuyas leyes puramente formales se agota la
lógica formal. Pero para Husserl la única posibilidad y la más fundamental
de esa lógica es, si se constituye como lógica de la experiencia. De nuevo,
no de una experiencia a nivel de la predicación, determ inada y reglada a su
vez por la categoría a priori de la causalidad (formalizable y funcionable);
se busca un nivel de la experiencia más fundamental, de primer piso (la
experiencia kantiana sería de segundo piso)26, donde se pueda analizar lo
ante-predicativo, la cotidianidad, si se quiere, la praxis como determinante
de cualquier elaboración conceptual y en último término de la producción
científica.
La lógica trascendental husserliana permite relativizar una vez más el
ideal de evidencia; allí se habla más bien de un estilo de evidencia, el de la
cotidianidad27; allí se habla de génesis, como de la reconstrucción de todos
los sentidos del mundo, de las cosas y de los conceptos. Inclusive los pilares
de toda lógica formal, la no-contradicción, la identidad, etc. tienen su
génesis en una subjetividad que es la de la experiencia y la de la
cotidianidad28.

24 N os p arece que lo expuesto a q u í p o d ría co n sid erarse co m o resu ltad o de la prim era
sección de la L ógica fo r m a l y trascendental,
25 Ver 1. K a n t , Crítica de la razón p ura, T . 1. L o sad a, B uenos A ires, 1970, pp. 206.
26 V er I. K e l , H usserl u n d K ant. D en H aag 1964, pp. 62 y sgts.
27 V er E. H u s s e r l , Lógica..., p p . 170-173.
28 Ib id ., pp. 193-210.

239
Cuando J. Haberm as refuta el racionalismo crítico de K. Popper en su
tesis de la lógica de las ciencias sociales, m ostrando cómo todo sistema
analítico-deductivo de la totalidad científica debe pensar e integrar la
mediación de esta lógica desde una racionalidad dialéctica articulada
com o experiencia, historia, praxis e intereses orientadores del conocimien­
to29, puede descubrirse en este modelo la estructura fundam ental de la
Lógica fo rm a l y trascendental de Husserl. En efecto, la lógica trascenden­
tal husserliana, com o lógica de la experiencia, pretende analizar la
cotidianidad, su historicidad, su praxis, sus intereses, como mediaciones
fundantes de toda conceptualización y formalización lógica. En esta
estructura encuentra Husserl el espacio en que debe hacerse la crítica
definitiva al positivismo. Esto significa que la lógica formal conserva su
validez como instrum ento necesario en el interior de la ciencia, validez que
sólo tiene su significación desde la lógica trascendental que pretendería
pensar la totalidad desde la experiencia y la historia. En otros términos: la
ciencia positiva conserva su estatuto teórico válido como momento de
análisis y determ inación empírica de las estructuras en su ‘aparecer’; pero
se trata de un m om ento relativo al horizonte intencional de la totalidad
experiencial e histórica.
Este esfuerzo de relacionar la fenomenología del último Husserl con
la racionalidad dialéctica de J. Haberm as no ignora la crítica del mismo
Haberm as al concepto de filosofía que determ ina el antipositivismo de
Husserl30. Pero tam bién tiene en cuenta el intento del mismo Habermas de
recuperar en ciertos aspectos la filosofía del idealismo de Fichte no muy
lejana del concepto fundam ental de la responsabilidad (Verantwortli-
chkeit) del último Husserl31. Además, un tratam iento más matizado de la
historicidad en Husserl, com o lo intentamos a continuación, m uestra lo
inconcluso de la posición crítica de Habermas frente a Husserl.
P or tanto puede concluirse de este prim er análisis del proyecto anti­
positivista de Husserl que su critica de las ciencias muestra la imposibili­
dad de una filosofía como sistema autónom o desde el cual se pretendiera
hacer un discurso normativo, englobante y totalizante sobre las ciencias. La
falsación del proyecto epistemológico de la intención inicial de Husserl,
m uestra las posibilidades reales de una epistemología que acepte ser crítica
vigilante y no norm atividad absoluta. Desde la racionalidad de las ciencias
se develan sus presupuestos. Husserl señala esta racionalidad como lógica
form al, y la relaciona a la lógica trascendental, como lógica de la
experiencia.

29 V er J . H a b e r m a s , “T eo ría an a lític a de la ciencia y d ialéctica” en: A d o rn o y o tro s, op.


cit., p p . 147-180.
30 V er J . H a b e r m a s , “ C o n o cim ien to e in terés” en: "Ideas y Valores (B ogotá), 42-43-44­
45 (1973-1975), p p . 61 y sgts.
31 V er J . H a b e r m a s , E rkea n tn is u n d Interesse. F ra n k fu rt 1968, pp. 235-262.

240
Aquí comenzaría de nuevo el trabajo epistemológico especificando lo
que significa experiencia, historia y praxis, con relación al pensamiento
científico. En este punto Husserl agota su discurso en descripciones
fenomenológicas generales a las que se escapa lo más específico y virulento
de la mediación misma.

II. F e n o m e n o l o g ía e H is t o r ia

Hasta aquí se ha m ostrado cómo el proyecto epistemológico de


Husserl llega a un límite que lo hace imposible de realizar. Este límite ha
sido designado com o materialidad. Esta irrumpe en la intencionalidad
como motivación hylética y motivación kinestética, determ inante de la
misma constitución de sentido y de la validación de realidad. Con esto se
ha m ostrado que el camino de la reflexión epistemológica lleva necesaria­
mente a pensar la mediación material para la producción científica. Hay
sin em bargo otra perspectiva de la misma pregunta que aún no ha sido
tematizada aquí, aunque ya se ha insinuado la necesidad de dicha
tematización. Ciertamente la materialidad que interviene en la producción
científica es la de la historia misma.
Husserl descubre en sus últimas reflexiones sobre fenomenología
genética la incidencia de la historia en sus análisis como génesis del sentido
y de los conceptos. Este aspecto es importante. Pero mucho más
im portante es el aspecto de la historicidad del sujeto mismo de la reflexión
fenomenológica.

1. Sujeto trascendental y sujeto de la experiencia

La pregunta por el sujeto en la fenomenología tiene una doble


perspectiva, correspondiente a la estructura misma de la reflexión. ¿Cuál
es el yo que hace la reflexión (análisis) fenomenológica? ¿Cuál es el yo-
objeto sobre el que se hace la reflexión?
El yo reflexionante, el trascendental, encuentra una subjetividad de la
experiencia protendida en la cotidianidad, en su historia, hacia la plenitud
de sentidos (con posibilidad de falsación), es decir, en el tiempo. Es un yo
de la experiencia en interacción con los otros yos, los no-yo, en el tiempo de
sus posibilidades de constitución de sentido y de validación interesada de
realidad. Un yo de la experiencia protendido hacia evidencias adecuables
como ideas regulativas-normativas. Este proceso de adecuabilidad de la
experiencia es futuro desde un pasado p or determ inar y ulteriormente
determinable. Sobre todas estas características de esa dialéctica del yo, está
la posibilidad de la apodicticidad (que no se identifica con la adecuabili-

241
dad) del yo trascendental, que viene determinada por la historicidad del
sujeto y condicionada, motivada por ella32.
La pregunta que lleva a la historicidad del sujeto desde la fenomenolo­
gía es la pregunta por el motivo de la reflexión fenomenológica. Por eso
Husserl habla explícitamente en la Krisis de ese nuevo camino de la
fenomenología, el de la historia. La conclusión para nosotros es que el
camino hacia la trascendentalidad tiene necesariamente que pertenecer a
ese sujeto determinándolo y constituyéndolo33. En otras palabras: ¿el
horizonte del sujeto trascendental es simplemente lo dado, desde sus
posibilidades de retención o lo posible en absoluto desde sus múltiples
posibilidades de protensión o es también el mismo sujeto como dado
fácticamente y como libre de articulaciones en un futuro histórico? El yo-
concreto, fáctico, histórico, cotidiano de la pre-reflexión, forma parte
esencial del yo-reflexivo, aquel que pretende descubrir las estructuras de la
trascendentalidad.
Más adelante se tem atizará el sentido de la motivación histórica.
A hora conviene m ostrar mejor la antinom ia de estos dos ‘yo’ cuyas
características apenas se han insinuado.

2. Antinom ia fundam ental de la subjetividad

En su estudio sobre la separación de Husserl del cartesianismo, L.


Landgrebe llega a m ostrar la necesidad de tom ar el sujeto en la
fenomenología desde dos perspectivas antagónicas34. Una cosa es el sujeto
en cuanto sujeto libre y llamado a su responsabilidad: responsabilidad que
se manifiesta como explícita en la reflexión sobre el yo de la experiencia
histórica, en cuanto esta experiencia se asume como tal, es decir como
praxis histórica en la que interviene la subjetividad. Ser sujeto es ser-sujeto
de la tarea, de la praxis histórica. Se trata en cierta manera de ese‘carácter
inteligible’ (no-cognoscible en categorías objetivas) del que se ocupa Kant.
P or eso mismo la praxis de este sujeto no se agota en la mera ciencia ni es
limitada, aunque en cierto sentido sí determ inada por ella. Esta praxis, la
de la reflexión y la de la acción, puede como instancia crítica ser
intervención transform adora de la positividad.
O tra cosa es el sujeto-objetivado en la reflexión, con visos de totalidad
sistemática, de trascendentalidad estática y esencialista (con la ilusión de lo
trascendental). Ese es el sujeto de la pragmática, el sujeto operativo,

32 V er G. H o y o s . In ten tio n a lita t a h V erantw ortung. G eschichtsteleologie u n d Teleolo-


gie der In len tio n a lita t bei Husserl. D en H aag 1976, pp. 149-170.
33 Ibid.
34 V er L. L a n d g r e b e , “ H usserl y su sep aració n del cartesianism o” en: L. L andgree. El
ca m in o d e la fe n o m e n o lo g ía . S u d am érica, B uenos A ires 1968, pp. 250 y sgts.

242
positivo, técnico, empírico. El problem a se reduce por tanto a pensar la
mediación. La trascendentalidad motivada por la facticidad. Husserl llega
a decir: “La esencia yo trascendental es impensable sin yo trascendental
como fáctico”35. Se llega con esto a la ruptura definitiva del mero análisis
fenomenológico trascendental desde su génesis misma, es decir desde sus
presupuestos que son el factum de la historia. En términos kantianos se
estaría buscando mediante la ruptura la mediación entre imperativo
categórico e imperativo hipotético. P ara la fenomenología del último
Husserl, el imperativo hipotético, el histórico, sería la mediación del
categórico y lo estaría determinando como su génesis.

3. Historicidad y trascendentalidad

Los caminos de la fenomenología m ostraron, recorridos, la ruptura


necesaria de la fenomenología estática y de cierto tipo de fenomenología
genética. La tematización del yo trascendental, de la conciencia de tiempo
como su esencia, plantean la pregunta por la tem poralidad del yo
constituyente y del yo reflexionante. La antinom ia explicitada en la
ruptura, se fijó en el yo: un yo libre e histórico protendido en su tarea
histórica y reflexiva; un yo-objeto de la reflexión en sus estructuras con
visos de trascendentalidad. Se insinúa aquí la posibilidad, casi heterodoxa
en filosofía, de que un sujeto histórico pudiera llegar a instrum entalizar a
un yo trascendental.
P ara solucionar la antinom ia persiste la pregunta: ¿cuál es el sentido
de historicidad en la fenomenología? ¿Es una mera estructura, semejante a
las estructuras estáticas develadas en el análisis intencional? ¿Es un mero
punto de referencia, o punto de paso, extrínseco él mismo, al significado de
la reflexión filosófica propiamente dicha? ¿Se trata de una historicidad
indeterminada, es decir, abstracta, es decir, de nuevo, un concepto
universal, es decir, no historia?
Para fijar el sentido de historia en la fenomenología descartamos de
entrada el conceptualizar lo que entendemos por historia para verificar
luego si ésta se entiende así desde la fenomenología. Simplemente la
historia se hace. ¿Pero desde qué intención? —pregunta el fenomenólo-
go—. Su pregunta sólo pretende descartar el decisionismo. Positivamente
significa que hacer la historia es poder asumirla. Por eso se descarta
también el historicismo.
Esto significa concretamente que para el fenomenólogo es válida en
un primer momento la tesis de Popper: la miseria del historicismo. Como si
el pasado determ inara de tal manera el futuro que el asumirlo ya no

35 “ D as E idos transzendentales Ich ist u n d e n k b a r ohne tran szen d en tales Ich ais
F aktisches” , e. H usserl, Ms. E III 9, pp. 73.

243
significara sino un mero mecanismo de adaptación36. Esta es precisamente
la miseria del positivismo: la program ación lineal y rutinaria del futuro y
de la tarea histórica —aquí coinciden en sus intentos el conductismo, la
cibernética, la ingeniería social gradual—. Ahora, contra Popper y contra
Althusser: si se da una epistemología sin sujeto cognoscente37 o una teoría
desde la muerte del sujeto, se daría una historia sin sujeto. Pero entonces,
¿se busca la historia del sujeto trascendental, la del sujeto autónom o, la del
sujeto de la ilustración? Esta sería ciertamente la historia de la burguesía.
Todavía podría sin embargo aceptarse la necesidad de la reflexión
filosófica sobre el sujeto histórico. No el trascendental que desde ideas a
priori e imperativos categóricos determ inara el sentido de una praxis
histórica hipotética. Tampoco el empírico\que únicamente interviniera en
la historia como elemento estructural, como mera función dependiente o
como posibilidad de adaptación.
En la búsqueda del sujeto histórico encuentra Husserl de hecho, en el
análisis fenomenológico de la intencionalidad, la historicidad del sujeto en
los siguientes momentos:
a) en la m aterialidad (hyle) que motiva y determina, en su modo
específico de determ inar, el origen mismo de la intencionalidad en su
actividad constituyente;
b) en el interés y libertad m otivada en su originariedad intencional;
c) en la responsabilidad y razón implicadas en la determinación del
sentido del m undo y de las cosas como realidad histórica;
d) en la horizontalidad (Horizonthaftigkeit) - relatividad, que es de la
esencia de la constitución intencional;
e) en la intersubjetividad (interacción) implícita o explícita en el
horizonte de horizontes, en el m undo como horizonte (W elthorizont), en el
único en que se puede dar un m undo objetivable38;
f) en la tem poralidad en que se constituye todo sentido y se determina
el sentido mismo de realidad, es decir, en la génesis misma de la realidad, es
decir, de las formaciones de la realidad;
g) en la génesis de la subjetividad misma que es su temporalidad.
Génesis que significa la apropiación del proceso de reflexión y su
trascendentalidad como producto desde la conciencia histórica de crisis,
de quiebra, de contradicción. Crisis y contradicción que sólo pueden tener
significado en una subjetividad protendida hacia una producción significa­
tiva de la historia. Este es el telos de la intencionalidad que aquí llega a

36 V er K. P o p p e r , L a m iseria d e l historicism o. T au ru s, M a d rid 1961.


37 V er K. P o p p e r . C o n o c im ie n to objetivo. T ecnos, M ad rid 1974. El tercer cap ítu lo de
esta o b ra se titula: “ E pistem ología sin sujeto co gnoscente” .
38 ver L . E l e y , “F en o m en o lo g ía trascen d e n ta l y sociología. D eterm inación de sus
relacion es” en: U niversitas H u m anística (B o g o tá), 7 (1974), pp. 173-195.

244
tener significación al recibirla del momento en que se asume responsable­
mente el telos de la historia de la filosofía39.
Estas perspectivas descubiertas en el análisis fenomenológico indican
los aspectos que tematiza la fenomenología para determ inar el sentido del
sujeto histórico que buscamos como contradistinto del sujeto trascenden­
tal y del sujeto empírico. El esfuerzo filosófico de Husserl en los últimos
años se fija por eso mismo en los siguientes puntos, que no podemos
desarrollar todos aquí: la conciencia de tiempo y la tem poralidad del
sujeto; la intersubjetividad; la corporeidad (Leiblichkeit); la cotidianidad
(Lebenswelt); la crisis.
Queremos tem atizar este último punto por considerar que es el que les
da valor sistemático a los otros.

4. El camino de la historia: la crisis y la filosofía

Se ha insinuado cómo los caminos de la fenomenología en busca de la


ciencia estricta han llevado a la falsación del proyecto. La ruptura se ha
hecho necesaria desde la materialidad. Esta se ha manifestado en los
elementos propuestos en el número anterior como la materialidad de la
historia.
De hecho Husserl intenta en sus últimas obras una tematización del
camino de la historia. El texto original de la Krisis habla del “intento de
fundam entar la necesidad ineludible de un viraje de tipo trascendental-
fenomenológico de la filosofía desde el camino de una reflexión histórico-
teleológica sobre los orígenes de nuestra situación crítica científica y
filosófica”40. Husserl piensa pues en que el diagnóstico sobre la situación
de crisis desde una posición crítico-filosófica puede servir de camino, es
decir, de propedéutica y motivación para una nueva articulación de la
filosofía.
Nuestra tesis es que de hecho para el último Husserl la historia
concreta es motivación para la reflexión filosófica. Esto significaría que la
facticidad histórica entra en la filosofía como su motivación y rompe
definitivamente la ilusióñ de la filosofía trascendental, llegando a
instrum entalizar las estructuras del sujeto trascendental desde los intereses
del sujeto histórico. No cabe duda de que para Husserl la situación de crisis
de los años treinta viene determinada por la situación de las ciencias en su
relación con la sociedad y con la filosofía. La filosofía ha perdido su

39 Ver E. H u s s e r l . La filosofía en la crisis de la h u m an id ad e u ro p e a ” en: F ilosofía com o


ciencia estricta, pp. 99 y sigts. Ver tam bién G. H oyos, “Z u m T eleologietiegriff in der
P han o m en o lo g ie H usserls", en Claesges u. H eld (H rg .), op. cit., pp. 61-84.
40 E. H u s s e r l , Die Krisis der E uropaischen W issenschaften u n d die transzendentale
P hanom enologie. D en H aag 1962. S. X IV , F ussnote.

245
función crítica en esa sociedad. Las ciencias se han emancipado de tal
forma que han llegado a instrum entalizar al hombre. En una palabra, el
positivismo como ideología está determ inando la crisis de la sociedad41. La
no-incidencia de la filosofía en esta problemática muestra la necesidad de
un replanteam iento epistemológico de su significación.
Este punto de partida puede discutirse. Puede señalarse la necesidad
de una fundamentación más política de la necesidad de la filosofía. Pero no
puede negarse que en un momento de quiebra sea necesario un
planteamiento como el que pretende Husserl. Más aún, ante el refinamien­
to y la sutileza del positivismo podría pensarse en la necesidad ineludible
de su crítica.
Husserl quiere m ostrar que la crisis viene determ inada por un
abandono del sentido instrum ental de la ciencia, no por su desarrollo
mismo. La ciencia positiva tiene su significación y validez, una vez
reubicada. Esta reubicación significa la recuperación de la filosofía en su
dimensión trascendental como la que abre el espacio crítico en el que las
ciencias sociales recobrarían el espacio y el objeto de su articulación.
Para m ostrar esto, Husserl vuelve a la historia de la filosofía para
reconstruir en ella los momentos más definitivos del desarrollo científico.
Allí señala cómo se ha ido sedimentando en objetivismo lo que venía
determ inado desde la actitud subjetivo-relativa de la cotidianidad. Es ésta
la que ha ido motivando esa producción científica. P or eso la crítica al
positivismo debe articularse desde la tematización de la cotidianidad, en la
que está ubicado el sujeto histórico, el mismo que puede asumir
responsablemente la tarea e instrum entalizar para ella las ciencias. El
resultado y la quiebra del desarrollo científico es lo contrario: que el
hom bre ha sido convertido en instrum ento de la ciencia.
En la cotidianidad termina y se limita la fenomenología. Ciertamente
aparece como válido el que allí se muestre la historia como motivación
necesaria para la reflexión filosófica. Más aún, que la historia al romper la
estructura trascendental aparezca com o la mediación que necesariamente
hay que asumir: solamente desde ella tiene algún sentido la responsabili­
dad. Esta sólo puede ser la protensión hacia la tarea. Desde ésta bien se
pueden tem atizar las estructuras trascendentales: ésas serán por eso mismo
funcionales. La fenomenología señala el lugar sistemático de la trascen­
dentalidad en la historicidad. Pero la historicidad se queda corta en cuanto
no llega a ser lo suficientemente determinada. Esta es la tarea que afronta
directamente el marxismo. El riesgo que se corre al privilegiar la historia es
dejar subdeterminado el sujeto de la historia o identificarlo con un mero
sujeto empírico. En este sentido la intervención crítica de la fenomenología
en la discusión actual puede ser fundamental.
41 T am b ié n en este asp ecto del d iag n ó stico so b re el p ositivism o y la positivización de la
sociedad coinciden H usserl y H ab erm as..., “ La ciencia y la técnica com o ideología” en: Eco
(B ogotá), N o. 127 (1970), pp. 9 y sgts.

246
CONCLUSION

Han aparecido claros los límites de la fenomenología en su crítica al


positivismo y en su tematización de la historia. Se puede pensar que en un
sentido muy específico los caminos de la fenomenología m uestran también
los límites de un tipo de epistemología actual y de un tipo de
neo marxism o42.
Como conclusión sólo habría que resaltar una vez más lo que se
propuso aquí como tesis.
La intención epistemológica de la fenomenología se articula en un
proyecto de ciencia estricta que fracasa. La epistemología que pretenda
repetir este intento de cientificidad estricta tendría que aprender aquí. Sólo
en el m om ento que la fenomenología acepta sus presupuestos, sus
mediaciones, puede asumir la ruptura misma. Pero entonces ya no puede
ser sistema de totalidad, sino teoría crítica de la ciencia. Como tal tiene que
dar cuenta de lo que motiva y orienta la crítica. En este momento la
reflexión filosófica pasa a ser metarreflexión sobre la mediación de la
historia para la reflexión misma. Ha aceptado con esto la determinación de
la historia como crisis y como tarea en el sentido de la responsabilidad
filosófica. El funcionario de la hum anidad de Husserl es el que ya ha
pasado por la ilusión y por el sueño de la trascendentalidad y de la ciencia
estricta. La lógica trascendental husserliana al ser lógica de la experiencia
cotidiana rom pe con la tradición de lo trascendental para abrirse a la
historia43. Esta es mediación de las ciencias y de la reflexión filosófica
misma.
El sentido de mediación y de tarea (teleología) que asume la historia
desde la reflexión filosófica sólo tiene sentido para el sujeto de la historia
que pretende rom per con la crisis que es la positivización: rom pe de hecho
con el sujeto empírico. Tiene sentido como tarea que se asume
responsablemente para un sujeto que pasando por la trascendentalidad ha
descubierto en su ruptura el sentido de historia44. Pero ésta hay que
determ inarla más allá de Husserl en su concreción. Que esta determinación
no termine por reducir el sujeto a la empiria o a la indeterminación.

42 Ver. G. H o y o s , “ C rítica al positivism o desde la racio n alid ad d ialéctica" en R a zó n y


Fábula (B ogo tá) N o. 40-41 (1976), pp. 45 y sgts.
43 E ste es el se n tid o que dam o s a la fam osa exp resió n de H usserl: “ P h ilosophie ais
W issenschaft, ais em stliche, strenge, ja ap o d ik tisch stren ge W issenschaft - d e r T rau m ist
a u sg e tra u m t”. D ie K risis, p. 508.
44 Este es el se n tid o que dam o s a la “V eran tw o rtu n g sfah ig k eit” d e la que h ab la H usserl
en la L ógica fo r m a l y trascendental, pp. 285.

247
NOTAS BIBLIOGRAFICAS

C a y e t a n o B e t a n c u r . Copacabana, 1910-Bogotá, 1982. Hizo estudios


de derecho en Medellín. Fue profesor de la Universidad Nacional de
Colombia y de la Universidad de los Andes. Perteneció a la Academia
Colombiana. Fundó y dirigió la revista Ideas y Valores. A utor de las
siguientes obras: Introducción a la ciencia del derecho, Bogotá,
1953. Sociología de la autenticidad y la simulación. Bogotá, 1955.
Ensayo de una filosofía del derecho, Bogotá, 1960. Bases para una
lógica del pensamiento imperativo, Bogotá, 1968. Filósofos y
filosofías, Bogotá, 1969.
“Imperativo y norma en el derecho”. Bases para una lógica del
pensamiento imperativo, Editorial Temis, Bogotá, 1968.
R a f a e l C a r r i l l o . Valledupar, 1907. Hizo estudios de derecho en
Bogotá y de filosofía en Heidelberg (Alemania). Es Profesor Emérito
de la Universidad Nacional de Colombia. A utor de Am biente
axiológico de la teoría pura del derecho, Bogotá, 1947 (Segunda
edición: 1979).
“Filosofía del derecho como filosofía de la persona”. Rev. Universi­
dad Nacional de Colombia, I-II, No. 3, 1945; IV-V, No. 4, 1945.
D a n i l o C r u z V e l e z . Filadelfia, 1920. Estudió en Bogotá y en Friburgo
de Brisgovia (Alemania). Ha sido profesor de la Universidad
Nacional de Colombia y de la Universidad de los Andes. Es miembro
de la Academia Argentina de Ciencias (Buenos Aires) y de la Societé
Européene de Culture (Venecia). Pertenece al Comité de Redacción
de la Revista Latinoamericana de Filosofía (Buenos Aires) y de la
revista Eco (Bogotá). Ha publicado las siguientes obras: Nueva
imagen del hombre y de la cultura, Bogotá, 1948. Filosofía sin
supuestos, Buenos Aires, 1970. Aproxim aciones a la filosofía,
Bogotá, 1977. (Segunda edición ligeramente variada con el título: De
Hegel a M ar cuse, Valencia, Venezuela, 1982).
“Nihilismo e inmoralismo”. rev. Eco, No. 153, Bogotá, 1972.
R a f a e l GUTIERREZ G i r a r d o t . Sogamoso, 1928. Estudió derecho en
Bogotá, y filosofía en Madrid y Friburgo de Brisgovia (Alemania).
Hizo su doctorado bajo la dirección de Hugo Friedrich. Ha sido
profesor en el Instituto Iberoamericano de Gotem burgo y en la
Barbard College de la Universidad de Colombia en Nueva York.
Actualmente es Profesor Titular en la Universidad de Bonn. Es
codirector de la colección “Estudios Alemanes” que publica la
Editorial Sur de Buenos Aires, y director de las colecciones
“Hispanische studien” que publica la Editorial Universitaria Lang de

249
Berna y Francfort, y “Discusión”, de la Editorial Barral de Barcelona.
Es au tor de las siguientes obras: La imagen de América de Alfonso
Reyes, M adrid, 1956. En torno a la literatura alemana, Madrid, 1959.
Nietzsche y la filología clásica, Buenos Aires, 1964. El fin de la
filosofía y otros ensayos, Medellín, 1968. Poesía y prosa de Antonio
Machado, M adrid, 1969. Horas de estudio, Bogotá, 1976.
“ Hegel. Notas heterodoxas para su lectura”. Horas de estudio,
Colcultura, bogotá, 1976.
D a n ie l H e r r e r a R e s tre p o . Santa Rosa de Cabal, 1930. Hizo estudios
de filosofía en Friburgo de Brisgovia (Alemania) y Lovaina. Se
doctoró en esta últim a universidad. Ha sido profesor en la Universi­
dad del Valle y en la actualidad lo es en la Universidad del Sur
(Bogotá). Es autor de las siguientes obras: Teoría del conocimiento,
Bogotá, 1962. La filosofía en Colombia (Bibliografía, 1627-1973),
Cali, 1975, y Los orígenes de la fenomenología, Bogotá, 1981.
“ Hombre y filosofía. La estruciura teleológica del hombre según
Husserl”. Cuadernos del Valle, No. 2, Cali, 1970.
G u i l l e r m o H o y o s V a s q u e z . Medellín, 1935. Hizo estudios de filosofía
en Bogotá y Colonia (Alemania). Obtuvo su doctorado bajo la
dirección de Ludwig Landgrebe. Ha sido profesor de la Universidad
Javeriana, y actualmente es Profesor Asociado de la Universidad
Nacional de Colombia. Es autor de Intentionalitát ais Verantwor-
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de filosofía, Vol. IV, No. 1. Buenos Aires, 1978.
L u i s E d u a r d o N i e t o A r t e t a . Barranquilla, 1913 - Barranquilla, 1956.
Hizo estudios de derecho en Bogotá. Fue funcionario de la Legación
Colombiana en España y en las embajadas colombianas de Río de
Janeiro y Buenos Aires. A utor de las siguientes obras: De Lombroso a
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Santa Fe (Argentina), 1942. Economía y cultura en la historia de
Colombia, Bogotá, 1941. El café en sociedad colombiana, Bogotá,
1958. Lógica y ontología, Barranquilla, 1960. Ensayos históricos y
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Colombia. A utor de las siguientes obras: Colombia: violencia y
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250
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filosofía en Sout Bend (Estados Unidos), donde obtuvo su doctorado.
Ha sido profesor de la Universidad de Caldas y de la Universidad
Nacional de Colombia. Tradujo la disertación de Immanuel Kant: La
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1980.
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53-54, Bogotá, 1978.
E s t a n i s l a o Z u l e t a . Medellín, 1934. D octor Honoris Causa de la
Universidad del Valle. Ha sido profesor de la Universidad Santiago de
Cali y de la Universidad del Valle. Fundador y director de la revista
Estrategia. Ha publicado: Conferencias sobre la historia económica
de Colombia, Medellín, 1970. Comentarios a la Introducción general
de la economía política de Carlos Marx. Medellín, 1974. Teoría de
Freud al fin a l de su vida, Bogotá, 1977. Thomas Manti, La montaña
mágica y la llanura prosaica, Bogotá, 1977. Lógica y crítica, Cali,
1978. Comentarios a "Así habló Zaratustra” de Nietzsche, Cali, 1980.
“ M a r x i s m o y p s i c o a n á li s is ” , rev. Estrategia, No. 3, Bogotá, 1964.
R u b é n S i e r r a M e j i a . S a l a m i n a , 1937. Hizo estudios de filosofía en
Bogotá, y en Munich. Profesor Asociado de la Universidad Nacional
de Colombia. Dirige la revista Ideas y Valores. Autor de Ensayos
filosóficos, Bogotá, 1975, y como editor (selección, traducción y
prólogo) de Epiménides, el mentiroso, Bogotá, 1981.

251
Im p re so en ios Talleres de
E d ito rial Presencia Ltda.
Calle 23 N o. 2 4 -2 0
Bogotá, C o lo m b ia

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