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Atonau Las tres caras de la Moneda

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Atonau Las tres caras de la Moneda

CAPITULO 1
EL DESVÍO DE ERICTO

Ardua tarea ésta, la de describir la vida de los demás, pero en mis afanes de relator, no
puedo abandonar mis funciones ni bajarme de las tablas por lo arduo que parezca a veces
mi trabajo. Y es que esta vez la tarea que me han impuesto no resulta nada fácil, el autor me
ha fijado unas metas poco plausibles: describir la vida de don Ericto Reyes en menos de una
página, y las circunstancias que le han arrastrado a esta historia en no menos de dos. A
veces este autor me da algo de pena, creo que en cualquier momento dejará las tizas con las
que pinta en su celda un paisaje, lleno de cordilleranas laderas declinando en un valle por el
que un tren viaja, zigzageante hacia un túnel tallado hacia el otro lado de las montañas,
¿quien sabe donde ira a parar?

Pero en fin, aquí voy: Don Ericto Reyes nació en Lipingue en el 38. Padre alcohólico, madre
prostituta. Siete hermanos, - mas bien hermanastros - Dejó de ver a su padre cuando tenía
nueve, su madre lo hecho por violencia intra-familiar y nadie alegó. Abandonó la escuela a
los doce para entrar a trabajar en la construcción el 50, tres años después murió su madre y
él ayudo a mantener la casa junto a dos de sus hermanos mayores, pero por el 60 cada uno
vivía por su lado.

Con dieciséis decidió empezar a juntar plata para poder continuar sus estudios, terminar la
preparatoria se había transformado en una motivación mayor, al ver que el trabajo de sus
músculos no generaba lo suficiente para subsistir dignamente. Mes a mes dejaba el diez por
ciento de su salario en un tarro que era a la vez una de las patas del camastro donde dormía
fatigado y esperanzado. Ese diez por ciento podía significarle hambre, o tener que caminar
todos los días del cuatucho a la pega, pero también significaba una esperanza de la que no
quería liberarse. Tres años después de la muerte de su madre contrató a un profesor que
vivía en la población, del otro lado del estero que cruzaba el barrial, que a su lado parecía
basurero mientras al frente era tratado como parquecillo de un nuevisimo ecologismo. El
profesor le enseñó y le entrenó para las pruebas que rindió seis meses después con total

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éxito. Diploma en mano se fue a la constructora para la que trabajaba, la respuesta fue todo
lo que él no esperaba: ahora estás demasiado calificado para este oficio, estas despedido –
le dijo el capataz, un gordo sudoroso y fumador de puros que nunca salía de la oficina.

Casi cuatro meses de cesantía le comían paulatinamente las esperanzas cuando un amigo
del profesor le consiguió trabajo en el Banco del Estado, como estafeta, el sueldo sería el
mismo de antes, pero sus músculos podrían descansar un poco. Cuando finalmente logró
pagar todas las deudas que había acumulado, se hizo a la idea de comenzar a ahorrar de
nuevo, dar el examen especial para certificar las humanidades era su nueva meta, pero se le
atravesó una ninfa de un barrio algo mejor que el suyo, telefonista del mismo banco. Todos
sabemos que el amor no se alimenta sólo de amor, y que por esos años, como hasta ahora,
ha sido siempre el hombre el encargado de comprar ramos, chocolates y libros, joyas y
trapitos varios para alimentar un amor que no siempre termina subiendo los nueve peldaños
del altar.

Las penas de verse abandonado por no llevarla al motel a sacudir los cuerpos en busca de
un orgasmo, con la frecuencia que ella deseaba, le arrastraron a una depresión no
diagnosticada ni pesquisada por el 59. A sus veintiuno la quería para algo más, pero las
cosas no son como uno quiere, por que siempre son, como son y nada mas. Los dineros de
agasajos varios volvieron al tarro, que ahora no era la pata del catre, sino la base de unas
esperanzas porfiadas como un nuevo muro de los lamentos. Para el 63 un colega del trabajo
que buscaba su amistad le dio la espalda por tacaño, según le dijo siempre había que dejar
algo para compartir, no para entregar, sino para tomarse una chela con los amigos, salir un
finde a bailar con alguien o aportar para un asadito en la playa, compartir compartiendo no
sólo trabajando, pero él destinaba cuanto sobraba a su tarro oculto tras calcetines y
calzoncillos, en el armario.

Con esa perseverancia, de gélida solidez y de ardorosa vehemencia logró juntar lo suficiente
para un profesor hacia fines del 64 que le apoyó primero por su sueldo y luego por un
“muchas gracias” durante dos años hasta que Ericto se sintió listo para el examen de las

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humanidades. Las calificaciones obtenidas le permitían incluso entrar a la universidad, no


estudiar medicina, ni leyes, pero sí pedagogía. Ciertamente no se imaginaba a si mismo
enseñando cosas a rebaños de chiquillos, pero prefería eso a seguir acarreando cartas y
paquetes en un banco en el que no diría nada hasta tener algo de dinero para la matrícula.
Los gobiernos habían cambiado su filosofía, ya no veían a la plebe como un grupo de gentes
que no necesitaban aprender a leer y a escribir, pues no les servía ello para “manejar la
pala”. Uno que llegó a presidente dijo “gobernar es educar” y la universidad estatal comenzó
a ser gratis, salvo por la matrícula.

Ericto trabajó una año más en el Banco y el 67 entró a la universidad y a un trabajo de


portero en un colegio de monjas, sabía que debería tomar menos ramos cada mes, y que en
lugar de sacar el título en tres años lo haría en cuatro o cinco, pero tenía el firme
convencimiento de que valía la pena. El 72 se tituló y el 73, después de meses de espera de
una vacante se produjo el golpe de estado y la apertura de puestos para gentes que no
estuvieran políticamente “contaminadas” como decía la ministro de educación por la tv.

Hoy, cinco de noviembre del 2010 cumplió setenta y dos años, y todavía debe trabajar otros
tres para poder jubilarse con cuarenta años de servicio. Tiene una pequeña citroneta con un
año de servicio menos que él. Cada mañana se levanta en su cuarto para ducharse, vestirse
con uno de los dos ternos que ha logrado comprar y mantener. Desayuna su tazón de
sucedáneo del café y el pan que el mismo hornea cada fin de semana, con una receta que
inventó él mismo: harina blanca y tostada, granos molidos de avena y trigo, semillas de
maravilla y de amapola, agua con leche y levadura, margarina derretida con sal gruesa;
asegura que le ayudan a sentirse mejor, pero no sabe bien por qué. Como cada mañana
termina el desayuno con la tv prendida viendo un noticiario que le interesa poco, pero le llena
de sonidos el despoblado departamento.

A las siete con treinta y cinco salió hoy, al igual que ayer y anteayer y toda la semana, y
todas las semanas, diez meses al año durante los últimos treinta y cinco años de su
existencia. Y hoy al igual que durante quien sabe cuanto tiempo, salió pensando en esos

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chiquillos como en lo más parecido a unos hijos que la vida podría darle. La citroneta tosió
dos veces antes de arrancar con ese ronroneo algo agudo y ensordecedor que tiene su
máquina desde hace ya algunos meses. Dos cuadras hacia el centro, giro a la izquierda,
siete cuadras hacia el río, giro a la izquierda, dos cuadras hacia la bahía, giro a la izquierda
al estacionamiento de siempre, a treinta pasos del grifo y quince de la entrada del colegio al
que llega siempre a las siete cincuenta y cinco.

Los chiquillos, “sus chiquillos” como los llama, hoy han estado algo más inquietos que de
costumbre, él lo atribuye al clima, al sol de la primavera y la mayor luminosidad, pero la
verdad es que así se le complica más hacerles clases, a sus setenta y dos se cansa más y
por otro lado ellos gritan más, pero él entiende cada vez menos. En los recreos se va a
ocultar a la sala de profesores donde bebe su sucedáneo y come alguna fruta, pero no logra
descansar, la conversación de sus “colegas” le resulta tediosa y carente de sentido, hacen un
ruido parecido al de los chiquillos, sólo que algo mas suave.

A las trece cuarenta y cinco sale del establecimiento, con la cabeza abombada y las piernas
agarrotadas, ya no sabe si podrá aguantar los otros tres años que le faltan para jubilar. Se
sube a la citroneta que tras dos intentos de encender el motor, arranca con el tradicional
ronroneo. Al levantar la vista hacia el retrovisor lo encuentra movido, girado, no le devuelve la
imagen de la calle, sino la de sus ojos cansados, quiere ir a casa, almorzar lo que cocinó
anoche y tenderse a la siesta de media hora de todos los días. Molesto reubica el espejo y
sale a su rutinario viaje de los viernes, de vuelta a casa.

Media cuadra y giro a la derecha, comienza el tramo largo de su retorno diario y piensa en
que le gusta más el camino de la casa al colegio que el de vuelta, una ruta que diseño
durante el gobierno militar por que eran sólo giros a la izquierda. Avanza las siete cuadras
pensando que el cansancio de los años acumulados, de la soledad y del permanente
esfuerzo por adecuarse a una profesión que eligió por que era para lo que le alcanzaba, y no
por que le gustara, le estaba cobrando la mano...

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Al llegar a la esquina no se da cuenta de lo que hace, entre el cansancio y la rutina que le


atonta los sentidos y la razón, entre las ideas y pensamientos metidos en otra realidad más
acuciante que una ruta conocida y re-conocida, no se da cuenta de lo que hace hasta que
esta en medio del cruce de calles y se asusta: - !cresta, me pasé el disco pare¡ -

CAPITULO 2
AGOTADO

¿Leyeron lo que contó el relator del primer capítulo?. Soso, fome, parejiiito. Un ladrillo, yo lo
habría contado de otra manera, pero él es muy... parco, para usar términos propios de su
puño y letra. Y además comienza criticando las “tareas” que le impone el autor. Propio de
hombres quejumbrosos, flojos y desordenados, engreídos, brutos y toscos... pero rriiiicos.

Mi autor, el de la tiza y la tinta, de la soledad y sus amiguitos de fantasía, el de los relatos


soñados desde la realidad, el que me ordena y me obliga... a hacer cosas con él y para él, en
sus sueños de calor, piel y sudor... y ahora a relatar la historia de Fernanda y su hombre, es:
yo... bueno en realidad es más grande y complejo que yo, que soy sólo una parte de él. En
fin, dejemos los acompañamientos y vamos a la presa, que eso... me gusta... junto con los
acompañamientos, buenos y ricos acompañamientos.

Al amanecer del día del cruce, ella, Fernanda, aún en el sopor del sueño y las secuelas de la
noche anterior, de tragos, conversas largas con los amigos, comidas varias y risas con eco,
soñaba con su hombre, el que le había dado el si en un altar y que ahora le daba como
quería en las noches, y de eso soñaba justamente, que él la poseía toda, entrega absoluta...
pero gozosa, llena de pudores liberados. Cuerpos desnudos, sabanas húmedas, olor a
gente, pensamientos bloqueados por sensaciones... amor, siiii, amor puro y entero, sin
restricciones, sin lógica... me entrego a ti, por que sí. Bueno, también por que te amo y te
deseo. En medio del sopor del sueño, ella empezó a sentir el roce de las sabanas que
compraron para ese, su lecho matrimonial hace apenas unas semanas, empezó a sentir
también sus pezones, duros y adoloridos por la noche anterior y el estímulo de los sueños.

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!Que locura¡ hacer todo eso en día de semana, hoy el cuerpo de su marido descansa del
trasnoche y de la última función, desnudo en la cama. Ella es una verdadera diosa, al estilo
de como las pintaba Rubens, la pierna izquierda asoma fuera de las sabanas, junto con el
brazo y el pecho, él a su lado esta cubierto sólo en las caderas... en parte al menos. - ¿la
hora? - Piensa en sus sueños, ella, mientras siente en las caderas, ese dolorcillo muscular
del arduo ejercicio con que le dijo a su hombre que además de ser un buen anfitrión, era un
buen macho. - ¿la hora?, ¿que importa la hora? - le pregunto el sueño a la ninfa mientras ella
estiraba su humanidad recuperando el control del cuerpo sumida el alma en el amanecer del
día, como una luz que rompe la noche para anunciar... y se dio media vuelta, y su brazo cayó
sobre la cara de él, y ambos abrieron los ojos, y se vieron, sintiendo sus cuerpos, las
sabanas, los pezones aún endurecidos... y su miembro erecto, y sus ojos... y sin buenos días
de por medio, se cruzaron y luego, sin más preámbulo que una sonrisa cómplice, se cruzaron
sus piernas, sus brazos, sus lenguas.

El ímpetu de las caderas, poderosas y gentiles, acercándose y alejándose, frotándose


sensibles, cegadas por el deseo y el placer, no alcanzó a ser trabado por el despertador. Dos
brazos, uno de cada cuerpo, saltaron al unísono, coordinados en un baile sin público, hacia
la maquinita aquella que como la campana de Cenicienta, les recordaba los quehaceres...
-dejalo que suene – dijo ella – y luego se encorvó hasta que su cadera empujó todo lo que
podía y sus pechos quedaron a la altura de su boca, él, jadeando, besó alternativamente una
y otra fruta preciosa y amada, sintiendo que debía sujetar el empuje si quería sincronizar los
finales – tu arriba – le dijo recorriendo una areola con la lengua y sintió luego que ella
empujaba para iniciar la cabalgata. Así él podría manejar sus músculos y aguantar la
explosión del placer hasta que ella hubiera llegado... pero la fuerza de ella, de su pelvis
vigorosa y juguetona, que además de empujar, giraba en un baile traído de lejanas tierras,
mas allá del tiempo, le comenzó a producir un dolor, ya conocido, pero no menos intenso que
antes, y como antes lo distrajo justo lo necesario para que ella llegara a las convulsiones y el
relajo, la luz y la gloria, y él empujó suave tratando de liberar lo suyo, retiró sin salir buscando
el placer, empujó nuevamente para besar la rosa y, las convulsiones se encontraron, pelvis

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adentro, pelvis afuera, genital con genital, rosa con rosa, latiendo el bum bum de Bosé, y de
hombres peludos frente a un tronco hueco y caido bajo un cielo estrellado, en la noche del
tiempo.

Relax, don't do it... le cantaba el alma a Fernanda, pero no sabía bien por que esa canción y
no otra, mientras escuchaba la respiración entremezclada con sonrisas de su hombre, y el
cuerpo aún vibrante y cansado. - Buenos días – le dijo él. - Bueeeeenos díiiias – respondió
ella, con la picardía a flor de labios y cubriéndole la piel, como un guante húmedo y
refrescante.

El marido de Fernanda se paró como pudo, entre el relajo y los calambres, caminó hacia el
baño para ducharse, era un espectáculo verlo desnudo, con su trasero pequeño y apretado,
sus piernas gruesas y esculpidas en carne y hueso. Fernanda sintió que el deseo era más
grande que el cansancio y se paró para meterse a la ducha, con él, y aún cuando lo hizo, su
marido sólo cumplió con ducharse, ella tubo que contener sus apetitos y satisfacer los de su
marido, preparando tostadas y café mientras él, se vestía.

Él baja la escalera alegre y algo adolorido: - nos vemos por la tarde, amor – le grita por la
angosta boca de la escalera rodeada a diestras y siniestras de paredes de madera pintadas
de aburrimiento, ella piensa en pintarlas de aventuras y él en empapelarlas de confianza.
Una vez en la calle, frente a su apartamento, él se sube a su automóvil, un Peugeot 404, algo
viejito, pero muy confiable y sale rumbo al trabajo, al que llega después de cruzar media
ciudad.

La jornada matinal la pasa entre papeles y planos. Cada vez que toma la regla T, piensa en
la T... de cobre y cada vez que dibuja un circulo imagina una areola. Ama a su mujer, pero
ella se ha vuelto un tanto obsesiva y a él no le molesta realmente, pero le cuesta
concentrarse en los planos que debe dibujar para la firma de arquitectos con la que trabaja
desde hace apenas unos meses. Los justos y necesarios para ahorra y poder pagar los
créditos con que pagó su parte de las ceremonias y del amoblado de su nido de amor.

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- ¿Pero que haces, Paco? - le pregunta uno de sus jefes cuando le ven apoyados los codos
en el plano, la mirada fija en la botella de agua y una sonrisa soñadora en el rostro. -
¿Cuando termina la luna de miel, Paco? - le preguntan en son de burla y él se ríe
respondiendo que por él, que nunca termine, pero siente que entre puya y broma va también
cierta reconvención a concentrarse más en el trabajo, y aun cuando se esfuerza, no lo logra
del todo. Sujeta el transportador, lo apoya en las escala de 1:32 e intenta, nuevamente trazar
la línea, pero debe revisar tres y cuatro veces la longitud, antes de sentir seguridad en lo que
hace.

La mañana se la pasa en esta lucha, entre el placer del deber cumplido y el placer que le
ofrece su diosa. Al dejar la oficina, el deber está a medio cumplir y se siente retrasado en el
trabajo, culpable y complicado, pero sabe que hoy no podrá quedarse a seguir durante el
horario de colación, la gente del aseo cumple su rutina semanal hoy.

Ella tiene las mañanas libres, pero los horarios les impiden almorzar juntos, él sale apenas
quince minutos antes de que ella entre a su empleo en una editorial, como diseñadora.
Además almorzar fuera lo libera de tener que cocinar, pues ya a aprendido que ella como
cocinera, es muy buena amante.

Se sube a su Pegueot y comienza a viajar las diez cuadras que lo llevan hasta el restaurante
de siempre, donde la conoció hace cinco años y donde disfrutaron de más de una comida y
uno que otro encuentro... en el baño. Ella siempre ha sido muy... entusiasta, de hecho, si el
Peugeot hablara subirían las ventas de preservativos, o la natalidad nacional... !Paco, te has
cruzado el semáforo¡ - piensa él mirando por el retrovisor, la luz aún en rojo, que le indica
que se lo ha pasado sin respetar. - Haz de concentrarte si quieres llegar vivo a esta noche.. y
a ver a tus nietos, !tarado¡ – dice en voz alta mientras aprieta el volante como si la
concentración, consistiera en las fuerzas con que lo coge, al llegar a la siguiente esquina se
detiene siguiendo escrupulosamente las instrucciones del disco pare, mientras una citroneta
pasa a su costado rauda y cantarina y un bus de pasajeros pasa en un aullido de neumáticos

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violentados que se detienen al otro lado del cruce. Él mira a ambos lados y, como nada más
viene, sigue rumbo a su restaurante de rutina, a comer unas albóndigas de cerdo y vacuno,
con papas salteadas y salsa con cebollines, jugo de piña y café negro y amargo, como le
gusta y le ha gustado siempre.

CAPÍTULO 3
LA MÁQUINA

En la pared de la celda, el autor ha dibujado ahora una calle, cruzando la línea férrea, un bus
lleno de pasajeros esta detenido, delante de la máquina, una barrera está a medio camino,
sin que en el dibujo hecho con tiza en la pared de la celda, se pueda saber si la barrera sube,
o baja. Si el autor hubiera dibujado así en lugar de firmar tanto cheque no estaría aquí,
mandándonos a contar historias de transito. Bueno, aquí voy yo... la historia de Martínez es
breve, a pesar de sus años.

Nació en la misma caleta de pescadores que ahora conocemos como balneario, abandonó
los estudios para trabajar y ha trabajado hasta ahora y hasta donde lo acompañe su hermano
asno. De joven fue un galán escurridizo que paso, de flor en flor, bebiendo néctares y
ambrosías varias, lo tuvieron por libertino, pero nunca engaño a ninguna y jamas se
comprometió con cualquiera. Las muchachas le codiciaban y apetecían de sus artes
amatorias. Tuvo parejas de distinta índole, chicas del monte, como él, jovencitas del barrio y
en más de una ocasión, señoritas de esas que venían a la caleta, cuando había que llegar en
bote, o en yate como ellas, por que no había camino, y ellas se quedaban en las casas de
veraneo de sus padres, todos médicos y abogados, grandes industriales y esforzados
despilfarradores de las fortunas heredadas de viejos decrépitos y tacaños. Pero un día,
entrando a la casa de una de esas familias ricas, se encontró con una mujer, simple, con una
cotona celeste, cubriendo las caderas con un delantal blanco de vuelitos calados, que
cambiaba las sabanas de la cama de la señorita que él iba a ver, pero la vio, se le metió por
la pupila y se le encajó en el cerebro y el corazón, la saludo con una sonrisa sacada del
profundo mar y se despidió, dejando a la señorita... con la cama hecha. Primero se dedicó a

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conquistarla, luego a enamorarla y desde entonces a amarla en cuerpo y alma. Todo lo


demás para Martínez es condimento, ella es lo que importa, lo que trasciende y lo que motiva
todo lo demás; el hecho de tener más pan en el plato o menos cobijas en la cama, no le
importan mientras pueda seguir al lado de ella.

Como todas las mañanas, desde que trabaja en la máquina, se levantó a las cinco en punto,
se dio un duchaso de agua fría, en su baño privado y personal, alimentado con agua, de esa
que baja por la vertiente... limpia y fresca como la mañanita, y que él desvió con unas
cañerías viejas hacia un cuartucho hecho con latas, en el fondo del patio, donde nadie lo vea
y desde donde el ruido del agua, eterna y constante, no moleste a los que duerman en casa.
En fin, se ducho, se vistió y preparó su mochila con té de manzanilla, de esas que crecen
silvestres cerca de su ducha, agregó un par de rebanadas de pan centeno, queso y dos
manzanas limonas, traídas del norte por su compadre y cuñado. En la mochila además
agregó su botiquín de lata, con la jeringa y la insulina, para casos de emergencia.

– Ta' bien – suspiró María saliendo del baño que estaba dentro de la casa, con una
polera originalmente blanca y unos jeans elasticados, que hacían cuanto podían por
contornear una silueta digna de ser ocultada. - pero cuidese hoy, mire que
aunque'stoy enojada contigo, lo sigo queriendo... !hue'on¡

– ¿Pero enojá' por que?

– No te hagai el gil, que sa'is bien por que

– Si uste'd lo dice, mi odalisca... mi ninfa del bosque negro y la dulce negrura. -


respondió Martínez con la picardía que había rescatado de su infancia a fuerza de
negarse a soñar. - ¿me va'h dar un besito de despedia? - preguntó con la traba de la
puerta en la mano.

– Besito quería el muy chuchas – María interrumpió sus palabras, debía suavizarse un
poco, al menos un poco – andate mejor... y no me traigai pescao hoy día, mira
que'stoy de pescao hasta el ombligo.

– Ta' bien, hoy... no pesca'o... yo amar tu... te quiero... y te deseo, así que dele un besito
de buena suerte a su monstruo del dedo cosquilludo – dijo Martínez acercándose a su

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mujer sonriente y con los brazos extendidos hacia ella.

Ella le tomo la cara con las manos húmedas y algo enjabonadas, y con fuerza le dio un beso
en la boca que aplastó labios, estrecho dientes y dolió por lado y lado.

– hay teniś tu hueva' de beso, y ahora andate, ¡andate! te dicen. - agregó rabiosa María
ante la mirada atónita de Martínez que salió de la casita que colgaba del borde del
cerro.

Negándose a pensar en la actitud de su mujer, por considerarse incapaz de entender algo


así, bajó por la calle de tierra, pasando de un lado al otro de la huella que dejó el agua
durante el invierno, tallando una geografía en miniatura, un canal, un río sinuoso y rellenado
de piedrecitas, con puentes de cartón, restos naufragados de barquitos de papel, y de una
botella de cerveza y otros desperdicios citadinos.

Entre todas las cosas botadas en la calle, encontró un libro, uno de esos textos escolares de
básica, sobre el medio ambiente, la comprensión del medio y aquellas materias que en su
época de escolar se debieron llamarse ciencias naturales. La ausencia de la tapa y la
destrucción de varias hojas no le permitieron saber de qué curso era, pero para él, que había
tenido que dejar la escuela, primero para ayudar a su padre a recolectar cartones y después
a su madre a vender verduritas en las ferias, ese libro era una suerte de pequeño tesoro, sin
valor económico, pero un recuerdo de una infancia que no fue, pero que tuvo sus alegrías, y
aventuras de veranos arranchados en la casucha de unos amigos del padre, vendiendo
cosillas en la playa y comiendo de lo que daba el mar.

Bajó lo que quedaba de la calle hojeando los restos del libro, pero cuando los pensamientos
le recordaron los hijos que nunca tubo, lo tiró en un basurero municipal a media cuadra de la
terminal.

– ¿como'stay Martínez? - le preguntó la secretaria de la terminal, mientras él pasaba


frente a la garita con la mirada fija en la punta de sus zapatos.

– Bien – respondió animándose Martínez – Bien, mi secre...to mejor guardado

– ¿Y que secreto teni's voz conmigo?... yo no tengo ninguno... que recuerde al menos –

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replicó la mujer, mirando de reojo al cielo, como revisando sus recuerdos, sentada en
un taburete de tres patas de fierro, frente a un mesón de pino en bruto, con un
cuaderno de espiral, lleno de rallas hechas a lápiz y regla, con columnas para las
máquinas, los choferes, las llegadas y salidas y la cantidad de boletas cortadas. -
Anda donde tu jefe primero sera mejor viejo, antes de que la dulzura se te valla pa' la
sangre, o a mi se me despierte el calor – dijo haciendo que la última palabra saliera de
su boca rodeada del suave roce del aire contra sus teatrales deseos.

Martínez le dio un beso en la mejilla, empinándose para alcanzar el rostro de la mujer que
asomaba la cabeza por la ventana, con más amistoso respeto que picardía y se fue, aun que
el escote mostrará más de lo que la prudencia estipulaba. Martínez bajó callado hasta la
oficina del jefe, tenía que firmar su hoja de llegada, sin eso no tenía nada asegurado para el
día. Pero después de más de veinte años manejando la máquina, era un mero trámite, él y
su jefe sabían que todos los días Martínez recibiría una paga por sentarse a manejar y otra
por los boletos cortados, ambos sabían también que Mora era el auxiliar de Martínez, aunque
fuera muy joven, aunque a veces consumiera mariguana, aunque a veces se tomara más
atribuciones de las que correspondía, pero Mora era una suerte de alumno de Martínez, y
cuando él ya no pudiera manejar, Mora lo reemplazaría, a ambos les interesaba y ambos
trataban de moldear al muchacho para que dejara los vicios y se centrara en la vida, el jefe
con el evangelio en la mano, Martínez conversando de la vida y sus consecuencias.

Al salir de la oficina, llevaba su papel firmado a la garita, comprometiéndose a manejar nueve


vueltas para recibir diez dolares más el cinco por ciento del margen del día, el otro cinco por
ciento serían para Mora. Además llevaba la cartola de la máquina, con ella la secretaria le
haría la hoja de salidas, pero por ahora él solo la entregaría, Mora tenía que retirarla y
mientras la secretaria hacía el famoso papel, él prefería revisar la máquina.

El motor encendió a la primera orden del conductor, que se había puesto sobre su camisa
negra de cuadros azules con flores estampadas, grandes y amarillas, la chaquetilla gris que
le obligaban a guardar en la misma máquina, eso junto a sus pantalones de tela negra le
daba un aspecto de oficinista bananero, de cabrón sandunguero de oficina tabacalera que no
cuadraba con sus funciones de serio y responsable conductor de una máquina con

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capacidad para cuarenta y cinco pasajeros sentados y veinte y cinco de a píe en el pasillo.
Pero el reglamento es el reglamento, así que se colocaba la chaquetilla, aunque, en su
opinión se veía mejor con su propia ropa... y tal vez tuviera razón, ese uniforme era lo que
más desencajaba en el conjunto.

Cuando Mora apareció, con la hoja de salidas, se saludaron con afecto, pero sin ritual, como
si hubieran dormido juntos y no fueran necesarios más palabras que el simple: hola, que
viajó del uno al otro. Martínez cogió el papel y lo revisó rápidamente, lo sujetó con un imán a
la carrocería, delante del manubrio y colgó su reloj de un alambre, al lado de la ventana,
debajo del espejo lateral, ahí lo podía vigilar sin problemas. - Esta bueno el horario hoy día,
agarramos a los cabros que van pa'l colegio en la primera vuelta, en la segunda la cola de
los empleados del comercio y al medio día la salida de los cabros. La penultima nos va a
dejar en el descanso para cuando salen los adultos, pero con unos cuantos turistas nos
arreglamos. - le comentó Martínez, mientras miraba la hoja de salidas con los brazos
apoyados en el manubrio y el mentón en los brazos.

– Si, mejor que la de ayer, donde no agarramos ni una buena. - respondió Mora

– Tai listo pa salir cabro – le preguntó Martínez a Mora – salimos en tres

– Péreme un cachito, que voy pal baño por una cortita

– Apúrate, – le indicó Martínez, con la vista en la hoja de salida.

A las siete con cinco, salieron a dar su primera vuelta, tomaron la costanera hasta el puente,
subieron por Galdames mirando hacia el horizonte, la calle había sido pavimentada hacia
poco y ahora se podían dar el gusto de ver el mar, desde la máquina, subiendo ese cerró
empinado, pero bajo que separaba el balneario de El Piure de las praderas de corderos y
moras que hay cerro arriba. La vista es hermosa, pero breve, apenas llegan arriba, la calle
Galdames baja hacia el pequeño poblado de agricultores y ganaderos que se están
transformando en “empresarios del turismo”, quitándole espacio a las ovejas para hacer
estacionamientos, camping's y hosterías o mandando a las mujeres a trabajar a los
restaurantes de la costanera, donde preparan comida del mar y la tierra, entre mariscales y
asados de cordero. Pasado el poblado del Gonzaga, la calle Galdames se transforma, sin

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interrupciones en la carretera que une Gonzaga con la ciudad de Trepanar, ahí recorren tres
poblaciones en dos circuitos que los llevan desde los barrios al centro, pasando por la
universidad y la plaza dos veces antes de volver a Gonzaga y el paradero en la costanera. El
recorrido es largo, pero tiene la gracia de recoger pasajeros dentro de la ciudad y entre la
ciudad y el balneario, eso lo hace atractivo en invierno y verano. Los recorridos que sólo
trabajan en la ciudad son buenos de marzo a diciembre, cuando los colegios están llenos de
chiquillos, pero en verano trabajan a perdidas. Antes era mejor, pero ahora mucha gente
tiene auto y además aparecieron los taxis y los colectivos.

La primera vuelta fue todo lo que esperaban Mora y Martínez, con pocos pasajeros adultos y
muchos escolares, claro que dejan menos margen, pero no es malo, ningún peso es visto
con malos ojos entre ellos. Del total que ingresa, deben restar unos cien dolares para dejar el
estanque de la máquina lleno de petroleo para el día siguiente. A un dolar el pasaje adulto y
la mitad el escolar, más o menos un tercio de los pasajes se les van en petroleo, y el resto es
para sacar las cuentas alegres. La primera vuelta terminó con treinta y ocho dolares en el
banano de Mora, faltaba mucho, pero quedan ocho vueltas y la del medio día sería la mejor
de todas, seguro que en esa quedarían por lo menos sesenta.

Cada vuelta les toma algo más de una hora y aun que podrían hacerla más corta, en algunos
postes del alumbrado están las cajas del control, si se adelantan tres minutos en una vuelta,
le tiene que pagar un dolar al jefe, si se atrasan le pagan un dolar al chofer de atrás por que
le quitan pasajeros, parece poco, pero cuando los márgenes son escasos, un dolar es mucho
dinero. Además es mejor respetar las reglas que tener problemas con el jefe, con los colegas
y con la secretaria, si el día es bueno, es bueno y ya, si es malo... lo mismo, que un día con
otro se componen.

Al llegar a la terminal, Mora se va a la garita para que la secretaria lea en la pantalla los
horarios de pasada por los controles y los copie, a mano en el cuaderno, saque la cuenta de
los adelantos y atrasos, la suma final la copia en la hoja de salidas. Mora y Martínez están
tranquilos, saben que pasaron bien por todos los controles y que llegaron a la hora. Van a
descansar veinte minutos antes de su segunda vuelta y con la hoja de salidas completa se
toman un tazón de té de manzanilla con pan, Mora le agrega un puchito y dos o tres

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comentarios respecto de una pasajera que llegó hasta el balneario, vestida sólo de su traje
baño, un pareo, un bolso y un quitasol. Martínez está mas preocupado de las futuras alzas
del petroleo.

Durante las otras tres vueltas de la mañana el rollo de boletos reduce su diámetro más de lo
que esperaban, un grupo de chiquillos que ya está de vacaciones se fue, con profesor y
apoderados al balneario, así que ellos volvieron con la máquina llena, y la alegría contagiosa
de los quince añeros que coreaban canciones y pullas.

En cada descanso Martínez toma té, come pan centeno, en cantidades controladas para que
no se le dispare el azúcar, ni se le baje mucho tampoco. Hace algunos días tubo un
“incidente” como llama él a sus visitas a la posta, cuando la glicemia se le dispara. Se cuida,
pero no es muy regular con las pastillas y eso “parece”, según él, que le esta jugando una
mala pasada, así que cuando puede, se acerca a la posta en los descansos y se controla,
hoy no ha podido y tampoco lo ha sentido necesario.

– Tengo que ser más cuidadoso con las pastillas – le comenta a Mora

– Con lo cuidadoso que es con los horarios de la máquina... - agrega Mora mientras
inician la quinta ronda, la del medio día.

– Ya. Déjalo ahí no más, que nos vamos.- y salen a las trece con veinte y cinco, llenos
de esperanzas. - A la vuelta almorzamos... oye ¿te llevas el pescado que nos regala la
Sra. Tencha?, mira que mi señora no quiere saber nada de pescado hoy día.

– No me gusta el pescado – le responde Mora, creándole un pequeño conflicto, pues


Martínez no quiere hacerle un desaire a esa Sra. Tencha que, casi a diario, le regala
un pescado, limpio y fileteado, después de venderle el almuerzo diario en el casino de
la terminal. - Pa' mi que la Sra. Tencha le esta ofreciendo algo, jefe... - le comenta
Mora.

– No me interesa lo que ofrezca. Y si, creo que quiere algo con migo, pero yo no quiero
nada con nadie... una mujer es más que suficiente para enredarte la vida, dos son un
caos total. Te la regalo cabro.

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– Tiene más años que bandada de loros, nooo... gracias – soltó Mora con una mueca
dibujada bajo unos ojos chispeantes de risa, mientras la máquina recogía los primeros
pasajeros, habituales en este horario, mujeres que van a la ciudad, hacen alguna
compra pequeña y pasan a buscar a sus hijos o a acompañar a sus maridos.

Por la ruta entre el balneario y la ciudad suben a otros tantos pasajeros más, la vuelta
cumple las expectativas desde un principio y ellos, Martínez y Mora, ven que el día se va
transformando en un muy buen día. Al llegar a Trepanar, la mayor parte de los pasajeros se
bajan, ellos se sienten preparados para las dos vueltas dentro de la ciudad, con la máquina a
plena capacidad de asientos y el cuadre de horarios perfecto.

– Apurese, por favor – dice Martínez a unas pasajeras que bajan algo lentas,
complicadas por la edad, las piernas algo menos fuertes que en sus juventudes y los
peldaños de latón de la máquina – yo debo cumplir horarios. - agrega y apenas las
últimas han terminado de bajar, hace bramar el motor para retomar calle abajo, hacia
el centro, donde le espera un paradero rodeado de colegios.

Apenas llegan, se les suben tanto muchacho a la máquina que quedan llenos, sin espacios
para moverse en el pasillo. Como Mora ya conoce el trajín diario, ha cobrado los pasajes al
subir los muchachos, uno a uno, rápido y seguro, sin dejar que se le escape ninguno y con
un ojo fijo en la puerta trasera, que aun cuando ha sido cerrada por Martínez, suele ser
abierta por algunos que buscan colarse, no por que les falte el dinero, sino por que quieren
hacer la travesura del día.

Cuando están por irse aparecen tres adultos, de los que pagan pasaje completo y Martínez
por hacerles espacio se para apoyando las pantorrillas en el asiento y grita hacia el pasillo: - !
tres alumnos tienen que ceder asientos a los adultos¡, - como no hay reacción, agrega: ya,
tu, tu y tu – le dice a los que ocupan los tres primeros asientos detrás suyo, mientras les
apunta con los dedos. Los muchachos se paran junto con una silbatina generalizada en la
máquina, los tres adultos se sientan, cuando se escuchan algunos garabatos dirigidos al
chofer, Mora empuja a los últimos muchachos hacia arriba, al interior del pasillo y le indica
con un gesto de asentimiento a Martínez que cierre la puerta, que con un resoplido
neumático se cierra a sus espaldas dando los golpes que siempre da, cuando el peso de la

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máquina tensa las latas y mueve los ejes, las bisagras y los rieles, dejando una apertura en
la puerta por la que sale la camisa de Mora... y parte de su espalda.

Martínez sentado, pasa el cambio y comienza a acelerar el motor que ruge ante el
desmesurado peso que debe arrastrar, apenas logra tomar algo de impulso, Martínez
presiona el embrague y pone la segunda, el nuevo bramar del motor despierta las bromas de
la estudiantada, que comienza a imitar los esfuerzos mecánicos entre risas y garabatos. El
chofer conoce a sus pasajeros, puede que las caras hayan cambiado, que las bromas sean
más crudas que antes, pero es la misma reacción y la misma broma, con otro tono y otra
melodía, pero el mismo tema. Embraga y pone tercera al ver que el semáforo ha cambiado a
verde justo cuando ellos se acercaban. Nuevamente embrague, una suave presión al freno y
giro a la derecha. La mayor parte de sus pasajeros se bajaran en los barrios de la periferia,
así que no hay motivo para bajar velocidad, salvo por el disco pare que le espera en el cruce
de La Rocha y el semáforo que hay en Don Luis con Molina.

La máquina llega a los 55 kilómetros por hora. Martínez sabe que es lento y que la máquina
podría ir más rápido, pero está a cuadra y media del poste en que está uno de sus controles
horarios y va con casi medio minuto de adelanto, así que aun cuando los pasajeros
comienzan a bromear por la lentitud del desplazamiento, no se apura, además en el cruce
tiene la preferencia, así que no hay motivo para acelerarse.

Al llegar a la esquina, un tipo, en una citroneta pasa sin respetar el disco pare, Martínez debe
frenar rápido si no quiere chocar contra el endeble automóvil, que por lento que valla la
máquina, con su peso y tamaño le pasaría por encima matando al conductor y sus pasajeros,
Martínez no tiene tiempo de mas reacciones, sólo frenar y tratar de esquivar el vehículo, pero
evitando chocar otra cosa... o darse vuelta. Lo violento del frenazo hace que los pasajeros de
a píe pierdan el equilibrio y caigan hacia adelante, tratando de sujetarse del pasa manos, de
los asientos y en los demás. El mismo Martínez, casi parado en el freno es empujado por la
inercia hacia adelante hasta casi golpear con la cabeza el enorme parabrisas. Con un gran
ruido, las gomas de las ruedas chirriando en la calle y un gran suspiro neumático, finalmente
la máquina se detiene, a escasos centímetros de un poste y a un par de metros de un
carabinero que mira atónito la escena.

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CAPITULO 4
EL SUCESO

Hasta ahora los relatores que he contratado para que cuenten la historia me parecen
bastante decentes, claro que mi “esclava” del segundo capítulo ha contado más de lo que le
ordené y ciertamente con ello ha demostrado uno de los puntos que me interesaba destacar,
y es que cada uno es mucho mas que un ser humano, es un prisma, una lente a través de la
que pasa la luz, mostrando la verdad según su acabado pulido, o sus toscas imperfecciones,
haciendo que la realidad se transforme siempre en interpretaciones. Nadie puede decir la
verdad, todos contamos historias y mi paisaje, de tiza y tinta como la han llamado otros, es lo
mismo, una versión de la verdad... de hecho se corresponde con mi periodo... café, no rosa,
ni negro, pero si... café.

Hay muchas cosas en mi vida que puedo lamentar, una de ellas es el haber llegado aquí,
pero incluso este periodo de mi vida me ha permitido aprender cosas y descubrir
humanidades. El relato lo debo asumir yo, a partir de ahora, por cuanto mis días en esta
celda están por terminar y el gendarme de turno me ha ordenado limpiarla, completamente.
Le he solicitado con todo el respeto que sus procedimientos semi castrenses lo obligan, a
que me permita borrar mi paisaje el día que me valla, pero él ha venido con un balde de agua
y lo ha tirado contra las múltiples capas de tizas de colores que durante los últimos cuatro
años había depositado en la pared. El paisaje, el cielo y sus nubes, las montañas y su túnel,
el tren y la máquina... y todos sus pasajeros no son ahora mas que una mancha de colores
que se escurre, pared abajo, río abajo, hacia el desagüe del medio de la celda. Y entre esos
pasajeros iba yo, ustedes y mis relatores, si ustedes que leen sin comentarme nada, un
público silente que no retro alimenta al verdadero contador de la historia, si, ustedes que son
más reales que mi paisaje, la historia y mis relatores, por que gracias a ustedes sobreviví
aquí cuatro años, por que tuve a quien contar, esta y otras historias. Pero ahora sin relatores,
cuento la casi última parte de esta historia... sin gendarme.

– Documentos – dijo seco el carabinero acercándose a la cabina de la máquina,


mientras los estudiantes bajaban quejándose y alegando por los machucones de

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unos, otros por que la máquina no seguía, otros más por que los empujaban y los
últimos por aumentar el escándalo y el griterío.

Los adultos esperaron a que los muchachos hubiesen despejado el pasillo y en una calma
relativa, se bajaron a ver si había alguien que necesitara ayuda.

Mora miraba calle abajo, mientras la citroneta seguía su marcha, parado al lado de la puerta
de la máquina, tendiendo la mano a todos los que bajaban por la escalerilla, como si un
mecanismo superior a sus fuerzas, sus intereses y su raciocinio lo obligaran a cumplir una
función de apoyo que no era necesaria, ni útil, ni agradecida.

– Oficial, aquí están mis documentos... y los de la máquina – le dijo Martínez al


carabinero – voy a ver si alguien esta lesionado, permiso.

Martínez sentía que todo era un sin sentido, todo lo que había pasado era que un tipo, en
citroneta se le había cruzado sin respetar un disco pare, que había tenido que dar un
chantazo, con la máquina llena y que los cabros de las escuelas le estaban exagerando la
nota, por bromear unos y por joder, otros, pero que en definitiva, no había motivo alguno para
no seguir el recorrido. Pero claro, como había aparecido el carabinero, las cosas tomaban
otro cariz.

Uno de los adultos se acercó al carabinero y le dijo que no había nadie herido, que no era
necesaria ninguna ambulancia, pero el representante de la autoridad ya había llamado
refuerzos y ambulancia. Cuando Martínez escucho esto se cogió la cabeza con ambas
manos, giró sobre su cuerpo encontrándose con Mora, que seguía ayudando a los pasajeros
a bajar. - A vos ¿te paso algo? - le preguntó.

– Nada – respondió Mora, pero con la mirada y la mueca que le dirigió parecía querer
decir otra cosa

– ¿Ehh? - fue la única contra pregunta que le devolvió Martínez

– Ahora no, jefe, ahora no... vallase a ver al paco mejor -

– Y tú, deja a estos mocosos, que lo único que hacen es exagerar... ¡¿hay algún
herido?! - pregunto en voz alta.

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– ¡ay ya ya hay! - grito algún muchacho oculto en la multitud en un grito que no se sabía
si era dolor o coro de ranchera mejicana.

– El lesionado, que se acerque acá de inmediato – ordenó el carabinero, cuando la


primera unidad policial llegaba... al sitio del suceso

– !Ahora si¡ - exclamo Martínez – ahora son cuatro y no uno, pero estos lo único que
han visto es la alharaca, y no el chantazo... Mora, ¿tu viste la citroneta? -

– Si, claro que la vi, ese gil no respeto el pare – respondió Mora

– ¿que “gil” no respeto el pare? - preguntó uno de los nuevos carabineros bajándose de
la unidad y saludando con un manotazo contra la visera de su gorra.

– Mi teniente, el Sr. Martínez es el chofer de esta máquina – dijo el primer carabinero,


respondiendo la consulta – aquí están sus documentos y los de la máquina, todos al
día, residencia en El Piure, máquina de propiedad de Elena Rojas, domiciliada en
Galdames sin número. El Sr. Martínez venía a exceso de velocidad por lo que se pudo
ver, dejando esas huella de frenos al perder control de la máquina, hay al menos un
lesionado, señor, entre los estudiantes que eran transportados por el Sr. Martínez.

– ¿¡exceso de velocidad?! - exclamó Martínez - ¿que exceso de velocidad, a 55 por


hora?, - le pregunto Martínez al primer carabinero con el animo hirviéndole sobre la
glicemia, luego se dio media vuelta y se acerco al teniente – mire oficial, venía por La
Rocha, acababa de dar la vuelta en esa esquina – dijo apuntando con el dedo – y en
este cruce, yo tengo la preferencia, por que ahí – apuntando con el dedo nuevamente
– hay un disco pare que obliga a los que vienen por Pinto, a parar y darnos la pasada
a los que venimos por Rocha, pero un... Señor, en una citroneta, no paró, siguió de
largo y yo tuve que frenar con todo para no chocarlo, como estaba muy encima,
además tuve que girar hacia acá, por eso quedé casi encima de la vereda. No hay
lesionados, lo que hay es un montón de cabros revolviéndola, me venían tirando tallas
desde que los subimos...

– A ver, a ver. Espere. – le dijo el teniente a Martínez silenciándolo con la mano en alto –
Cabo Gómez, reúna a los pasajeros, adultos acá, estudiantes acá – le dijo a uno de

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los carabineros que había llegado en la unidad policial. - usted... Colin – le dijo al
primer carabinero – venga para acá – y se alejó de todos unos pasos, los suficientes
para conversar entre ellos sin ser escuchados y poder vigilar todo.

– Tamos jodidos cabro – le dijo Martínez a Mora – pero ¿a voz te pasó algo?

– Nada, ahora nada, después conversamos – respondió Mora mientras se le acercaba el


cabo Gómez.

– Usted, ¿es pasajero también? - le pregunto el cabo

– No señor, soy el auxiliar de la máquina – respondió mientras se metía la mano el en


bolsillo posterior del pantalón, buscando su carnet de identidad.

– Teniente Escobar, acá esta el auxiliar de la máquina – dijo con voz fuerte y clara el
cabo mientras recibía la identificación de Mora – Uldaricio Alejandro Rojas Provoste,
veinte y... tres años – agregó sacando cuentas basado en la fecha de nacimiento

– ¡Uldaricio! - gritó uno de los muchachos y varios soltaron un coro de carcajadas,


mientras Martínez miraba a su pupilo para prever reacciones y consecuencias.

– A ver, - dijo el teniente – la cosa es más simple de lo que parece... - en eso llegó la
ambulancia y un auto pequeño con un gran cartel de simple cartón bajo el parabrisas
con la reseña de “Prensa, Radio Trepanar 101.1” - el chofer y el auxiliar al hospital
para la alcoholemia, – ordenó el teniente - que los paramédicos revisen a los
pasajeros, si hay lesionados, al hospital para constatar lesiones y el resto a la
comisaría a prestar declaraciones y dejar constancias.

– Tamos jodios cabro – volvió a decir Martínez mirando a Mora. - Oficial, en cada
frenazo violento que hace cualquier vehículo, hay que tomar alcoholemia, no es que
yo me quiera negar, pero me parece exagerado, mire, ¿por que no dejamos que los
paramédicos revisen?, si hay lesionados, me hago la alcoholemia, la glicemia y la
rutinemia que quiera, pero por un frenazo no voy a perder un día de pega, ¿no le
parece?

– No estoy aquí para emitir juicios, ni para tranzar procedimientos, estoy para seguirlos

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y eso haremos todos – respondió el teniente.

– ¿perdón, me puede dar una entrevista? - preguntó el periodista de la radio. Martínez lo


miró mientras sentía que se le desencajaba el rostro, la glicemia y la furia. Si Mora no
le sujeta el brazo la primera noticia habría sido “chofer agrede a periodista”. - Ahora
NO hue'on – le respondió volviendo la vista hacia Mora y luego de respirar hondo miró
al teniente – pero ¿cual es el procedimiento en caso de una frenada fuerte?

– No es la frenada, sino el escándalo público creado, y la presencia de la prensa lo que


me obliga a dejar todos los flancos cubiertos.

– ¿Teniente? - interrumpió Mora – yo soy el auxiliar de la máquina, no vengo


manejando, ni nada por el estilo, no estoy lesionado y ando con el dinero de los
pasajes cobrados hasta ahora y el rollo de pasajes, en estos casos las líneas tiene sus
propios procedimientos, tengo que ir a la termina a avisar de lo ocurrido y entregar la
plata y después tengo que volver a cuidar la máquina hasta que llegue otro chofer a
llevársela, ¿me autoriza a iniciar el proceso?

– Ningún procedimiento esta por sobre los procedimientos legales, no esta autorizado,
además debe tomarse la alcoholemia. - respondió seco el teniente - ¿usted vio la
citroneta?, ¿como era?

– Verde, es una 2cv6, tiene los focos cuadrados y la cola recta, estaba bien mantenida,
pero no le vi la patente – respondió Mora mientras los ojos le bailaban entre el teniente
y Martínez que le hacía gestos para que se callara.

– Lo incluye en su constancia – le ordenó el teniente y se fue mientras el procedimiento


seguía su cauce bajo las instrucciones de los tres carabineros.

El periodista comenzó a reportear la noticia, basándose en lo que le habían informado los


alumnos del liceo Ramón Carnicer y la Escuela María Elena Walch: “La máquina patente
UCV4381 del recorrido El Piure-Trepanar no pudo controlar su loco recorrido producto del
exceso de velocidad, el exagerado peso, la falta de espacio causada por el gran número de
pasajeros y el presumible estado de intemperancia del conductor. Todo indica que sólo hay
lesionados leves, pero parte de los pasajeros están siendo evaluados por los paramédicos

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del hospital San Juan de Casas para definir si requieren una evaluación más exhaustiva en el
referido hospital. Tanto el chofer como el auxiliar han sido puestos a disposición de la
autoridad, quienes los trasladaran al hospital para la alcoholemia de rigor. Es cuanto
podemos informar en vivo desde el lugar de los hechos, Alfredo. Radio Trepanar en directo.”

CAPITULO 5
CADA UNO PARA SU CASA

Los hechos ocurrieron en parte, como ha sido contado por mis colegas y nuestro común jefe,
el autor, aún cuando hay matices que en alguna medida tergiversan los cierto, matices que
tolero como versiones algo diferentes de un mismo hecho, nacidos de una misma verdad,
pero hay una omisión que me parece... menos tolerable, aún cuando comprensible. El autor
ha dejado fuera del suceso, al gendarme, creo que todos podemos comprender el por que,
su cuadro, su paisaje ha sido... lavado y ha debido enfrentarse con la realidad, aquella que él
quiere relativizar, y aquella que, cada vez que me despertó de sus sueños, le recordé como
algo real, concreto y duro, aún que la quiera ocultar en capaz de tiza y tinta. Muchas veces le
dije que la realidad siempre esta ahí, que si eso no fuera cierto, él se podría haber subido a
su tren y junto con sus pasajeros, atravesado el túnel del paisaje, pero nunca lo pudo hacer...
tal vez no estaba aún lo suficientemente loco, pero aún así, habría chocado contra la pared y
un hilo de su propia sangre lo habría traído al mundo de la realidad, con o sin anestesia, con
machucon o con puntos, pero a este mundo, en el que yo existo sólo en blanco y negro, en
bits o en tinta.

El autor ha dejado fuera de la historia al gendarme, no sólo por el paisaje lavado, sino
también por que en alguna medida se ha sentido traicionado, él era justamente la fuente de
todos sus relatos, él salía de franco de tanto en tanto y vivía cosas que el autor usaba para
pintar su paisaje, adornar su realidad y condimentar su vida, solitaria entre tanto bellaco. El
gendarme, por su lado le veía como un bicho raro entre rejas, no cuadraba su presencia
aquí, donde la mayoría son rateros sin mayores estudios, él con su doctorado en ciencias no
cuadraba y, en consecuencia, se las pasaba bastante sólo, así que se le acercaba a
conversar, de lo que fuera, incluyendo que, estando en el primer asiento de la micro, saliendo

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del centro, se les atravesó una citroneta y él, como servidor público no pudo menos que
ayudar hasta donde pudo.

Si quisiera aventurarme a contar por que el gendarme lavo la pared de la celda, tal vez
podría decir que fue por que también él quería que nuestro autor despertara a la realidad,
pero yo, un mero relator, como ustedes, seres de carne y hueso, de emociones y razones,
tendrán que concordar conmigo en que eso no tenemos como saberlo. Si, ya se que como
relator, como parte de una historia escrita, puedo saberlo todo... o casi todo, que ustedes
sólo pueden ver hachos, pero no intenciones, mientras que yo puedo saber todo de los
personajes de estos relatos que me encomiendan contar, pero aún así hay hechos que, no
se cuentan por que no son parte del eje central del relato, distraen de lo importante, en
definitiva: no viene a cuento. Pero claro, así como en la realidad, las moscas zumbadoras
que se alimentan de la sabia de algas amazónicas son parte de un ecosistema que influye en
el sabor del suchi en Japón, así todos los hechos, por insignificantes que parezcan, influyen
en las realidades de los demás. Tal vez la lechuga que llevó ayer el gendarme a casa no
estaba tan buena como él y su esposa se imaginaron y, tal vez ambos están ahora sufriendo
los efectos gástricos de la falta de prolijidad e higiene que debió tener la vendedora de
verduras que se sienta en la vereda, sin licencias ni permisos, pero con muchas
necesidades.

En fin, cuando la máquina dio el frenazo, Mora iba parado en el último peldaño, colgado del
marco de la puerta, el gendarme, cuyo nombre se me ha prohibido recordar, iba sentado en
el primer asiento, al lado de la puerta y al ver como Mora salía disparado, incapaz de
sujetarse ante semejante empuje de fuerzas cinéticas, lanzó su mano hasta coger la solapa
de la chaqueta de Mora y evitar que cayera justo sobre un peugeot 404, algo viejito en el que
iba un tipo ojeroso que parecía luchar contra el cansancio y que apenas se dio cuenta de lo
que pasaba.

Si el gendarme no sujeta a Mora, otro sería el final de la historia, Mora habría caído sobre el
Peugeot y tal vez hasta habría muerto... y Martínez no habría tenido que explicar tantas
tonterías, sino cosas algo más serias, a las policías y a la empresa, y por cierto a la familia
de Mora, pero nada de eso ocurrió.

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En todo caso el gendarme, cuando llegaron los carabineros también les explicó que la culpa
había sido del chofer de la citroneta, que no había respetado el disco pare y que el chofer de
la máquina había tenido una reacción que demostraba profesionalismo y que, en definitiva
había evitado consecuencias más graves, ya que incluso podría haber terminado arroyando
a la citroneta y a las personas que esperaban en el paradero de la esquina.

Martínez pudo volver a trabajar, cuando el teniente comprendió que él había hecho su mejor
esfuerzo, por reducir los efectos de la infracción de otro, las palabras del gendarme lo habían
convencido y apenas los paramédicos comprobaron que no habían lesionados, ordenó que le
devolvieran sus documentos y lo dejaran irse sin más.

Mientras todo eso ocurría, Mora le dio las gracias al gendarme por sujetarlo en el frenazo, ni
siquiera él se había percatado de todo, menos de la conversación entre el teniente y el
gendarme.

El esposo de Fernanda, a esas alturas ya estaba comiendo en el retaurant y el gendarme se


había subido a otra máquina, del mismo recorrido, para llegar pronto a casa. Se bajo en su
paradero, cansado y molesto por las últimas ordenes que había debido cumplir, pero
calmada el alma por haber ayudado en el incidente de la máquina, al doblar en la esquina vio
una citroneta, era la misma, la de Don Ericto, su antiguo profesor que además de enseñarle a
escribir y sumar, le había conversado muchas veces de su disciplina, de su carácter algo
explosivo y de lo bien que le haría ingresar a alguna de las fuerzas armadas, donde podría
aprovechar su forma de ser para ayudar a la sociedad y no ser su contrincante.

– ¡Don Ericto! - gritó llamando a su antiguo profesor que ponía la llave en la cerradura
para abrir la puerta de su casa.

– ¿quien llama? - fue la respuesta de Don Ericto.

Se saludaron muy formalmente y el gendarme le contó lo que había pasado cuando Don
Ericto se pasó el disco pare, y todo quedó en eso, un comentario y un propósito intimo de
fijarse mas en las señales del transito para el futuro, otros no tienen tanta suerte.

*.*

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