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Ajuste de cuentas

Discurso pronunciado el 18 de noviembre de 2005, en ocasión de la recepción del Doctorado


Honoris causa en la Universidad Autónoma de México
Margo Glantz

He contado varias veces una anécdota, la primera vez la conté cuando me otorgaron el Premio
Donato por mi libro Las Genealogías, quizá sea adecuado repetirla esta noche. Desde muy niña
empecé a leer. En primer año de primaria obtuve un premio de lectura: una muñequita de celuloide.
En la panza tenía unos agujeritos cubiertos con cinta adhesiva, ¡la muñequita hablaba! Fascinada,
comí, jugué, leí y me bañé con ella. El agua entró por los agujeritos de la voluminosa panza, la de un
bebé con mucha tripa y nada de cintura, como si su cerebro estuviera colocado en la barriga. Cuando
el agua penetró, la muñeca dejó de hablar. Un verdadero castigo divino: no me impidió seguir leyendo,
pero sí recibir premios durante largos años. A medida que envejezco y se siente la necesidad de hacer
ajustes de cuentas con la vida, he recibido varios premios y me han rendido algunos homenajes como
esta presea, mismos que agradezco en lo que valen y me llenan de felicidad y orgullo, pero también
de nostalgia y un poco de terror.
Siempre me he dedicado a varias actividades simultáneas y sucesivas, a enseñar, a investigar, a
escribir ensayos, a desempeñar cargos burocráticos y oficiales, a difundir la cultura, a viajar, a pergeñar
artículos periodísticos, y también, actividad fundamental, a escribir ficción. A menudo esa diversidad
se me plantea como si fuese un dilema, tanto que Ana Rosa Domenella me sugirió que lo utilizara
como posible tema de este discurso y que Esther Andradi, una amiga mía, narradora argentina, formuló
de esta manera: «Eres escritora, catedrática, crítica, periodista, ¿cómo le haces? ¿Qué eres antes que
nada y en qué orden? ¿O no hay una jerarquía?»
Para contestar esas preguntas, me gustaría creer que puedo tomar como ejemplo la magna obra
de Ovidio Las metamorfosis y pensar que las criaturas surgidas de las transformaciones son móviles,
inestables y variadas, proclives a deslizamientos y pueden transitar de una forma a la otra con aparente
tranquilidad. O, imitando a Sor Juana, diría, quizá más acertadamente -toute proportion gardée-,
cuando, defendiéndose de las reconvenciones del Obispo Fernández de Santa Cruz, explica en
su Respuesta por qué se ha dedicado a tantas y diversos asuntos: «[...] casi a un mismo tiempo
estudiaba diversas cosas o dejaba unas por otras, bien que en esto observaba orden, porque a unas
llamaba estudio y a otras diversión, y en éstas descansaba de las otras, de donde se sigue que he
estudiado muchas cosas y nada sé, porque las unas se han embarazado a las otras. Es verdad que esto
digo de la parte práctica en las que la tienen, porque es menester mucho uso corporal para adquirir
hábito..., pero en lo formal y especulativo sucede al contrario y quisiera persuadir a todos con mi
experiencia a que no sólo estorban, pero se ayudan dando luz y abriendo camino las unas para las
otras, por variaciones y ocultos engarces [...]»
Podría alegar entonces que para mí ha sido natural trabajar en varios ámbitos y pasar de uno a
otro en mi escritura, no encuentro demasiadas diferencias entre unos y otros: soy escritora y escribo
ficción, cada vez más, pero mi vida ha estado dedicada predominantemente a la enseñanza, a la
investigación y a la producción de ensayos críticos y a cada paso compruebo que los distintos discursos
y actividades pueden convertirse en vasos comunicantes. Muchos de mis artículos periodísticos parten
de una investigación que la enseñanza de un tema dado ha provocado, para luego convertirse en un
ensayo y más tarde en una ficción, o, al contrario, una ficción podrá dar pábulo a una investigación
que probablemente se convierta en un tema de estudio y de docencia; se trataría en todo caso de una
serie de borradores que se reelaboran y se transforman, movilizándose. Actividades entreveradas,
configuran un desafío permanente, interesantísimo, por ejemplo, el de lograr transformar temas
explorados en la cátedra universitaria en ensayos críticos y luego en obras de ficción. Muchas de mis
obsesiones que acabaron convertidas en ficción se iniciaron e inician en el salón de clase, o quizá
mejor sería decir que exploro en mis clases muchas de mis obsesiones, siempre temas de investigación
y reflexión. Creo de manera firme en la fuerza del diálogo, el que se establece con los estudiantes,
diálogo siempre sujeto a múltiples desarrollos como muy claramente nos lo demostró Platón,
utilizando como modelo a Sócrates.
Me atrevo a formular hoy algunas cuestiones que conciernen a mi propia obra. Hablar sobre la
propia escritura es muy difícil, para empezar atenta contra las reglas del decoro, tal y como éste se
entendía en el siglo XVII, y aunque estemos a principios del siglo XXI quizá sean aún vigentes las
palabras de Leonor, protagonista de Los empeños de una casa, la comedia palaciega que compuso sor
Juana Inés de la Cruz hacia 1683. Este es su parlamento, puede servir para explicar mi bochorno, y
con precaución añado de nuevo toute proportion gardée:

[...] Aquí quisiera


no ser yo quien lo relato,
pues en callarlo o decirlo
dos inconvenientes hallo:
porque si digo que fui
celebrada por milagro
de discreción, me desmiente
la necedad del contarlo
y si callo, no informo
de mí, y en un mismo caso
me desmiento si lo afirmo,
y lo ignoras si lo callo.

«Un libro, afirma Maurice Blanchot, incluso un libro fragmentario, tiene un centro que lo atrae:
centro no fijo que se desplaza por la presión del libro y por las circunstancias de su composición.
También centro fijo que se desplaza si es verdadero, que sigue siendo el mismo y se hace cada vez
más central, más escondido, más imperioso».
En la mayoría de mis ensayos ese centro, esa atracción, ha sido el cuerpo, principal protagonista
de mis escritos Imperioso y central fue y sigue siendo reflexionar sobre el acto implícito que entraña
la producción de la escritura, el borrón, ejercido al confeccionar el borrador y conformar la memoria
de los colonizados, una escritura aún tentativa, vacilante; pretendía y aún pretende tachar -borrar- los
relatos oficiales y amañados. Fue siempre mi intención destacar los numerosos intentos por hacer
desaparecer la presencia del cuerpo en una sociedad con pretensiones ascéticas que adolecía de un
exceso de corporeidad. Ambos problemas tienen como espacio circunstancial la época en que
aparecieron, es decir, los primeros siglos de la Colonia en México.
Por ejemplo, en Álvar Núñez Cabeza de Vaca, otro de los escritores que visito, examino, releo
en mi cátedra y en mis ensayos, una labor perpetua de recomposición de la realidad lo obliga a echar
mano de la escritura para dar cuenta de su experiencia en los Naufragios, una experiencia que «deja
señal» sobre todo en su cuerpo. Se trata de un elaborado proceso cíclico que va despojando al narrador
de todo aquello que lo relaciona con su origen, es decir -la cultura de donde proviene- «los que
quedamos escapados, desnudos como nacimos»- y lo devuelve a su estado natural - el otro origen- y,
su esfuerzo por reconstruirse, asume la forma de un palimpsesto escrito sobre el propio cuerpo. La
escritura -condición absoluta de lo civilizado - se prefigura en el recuerdo, reelaborado gracias al
dilatado proceso de rumiar y cavilar: encubiertos a medias o superpuestos en la crónica, pueden
descifrarse los diversos discursos de que se ha compuesto esa memoria y su referencialidad.
Gonzalo Fernández de Oviedo, enemigo del padre Las Casas, fue autor también de una larga
crónica escrita en su carácter de cronista oficial, Historia natural y General de las Indias, obra
publicada, como la de Fray Bartolomé, durante el siglo XIX, con lo que ambos se convirtieron a la
larga, como los teólogos rivales del relato de Borges, en el reverso y el anverso de la misma moneda.
Dos libros de su extensa obra me interesan en especial, el llamado Libro de los depósitos -nombre
sublime, donde coloca todo aquello que no ha podido clasificar- y el Libro de los naufragios que se
inscribe en la tradición del relato catastrófico tan frecuentado en esa época. Recurren varios de los
temas que me obsesionan, el cuerpo y la desnudez, así como su relación con la escritura, una escritura
que se delinea, como en Álvar Núñez, a manera de palimpsesto, o en las monjas flagelantes de la
Nueva España, como una escarificación escrituraria.
Por ello, mucho me ha interesado en este contexto la escritura de la que en general se privaba a
las mujeres, como sucede en el caso tan peculiar de la Malinche, nuestra traductora y traidora más
eminente, esa mujer que asumió la figura de «lengua» y sin la cual la historia de México hubiera sido
muy distinta y jamás Cortés hubiera podido calar hondo en estas tierras ni hubiera descubierto su
secreto. Y con todo, nuestra Malintzin carece de voz, o es simplemente llamada así, «la de la voz», y
a pesar de su oficio carece de verdadera lengua, es decir de la lengua que se materializa en la escritura,
en realidad, han delineado en su propio cuerpo una figura retórica, la sinécdoque, la que designa la
parte por el todo. La justicia poética ha querido sin embargo jugarle una mala pasada a quien usó a
Malinche como cómplice y como concubina, pues como dice muy adecuadamente Bernal Díaz: «[...]
y no le nombraré Cortés sino en parte que convenga; y la causa de haberle puesto aqueste nombre es
que, como Marina, nuestra lengua, estaba siempre en su compañía, especialmente cuando venían
embajadores o pláticas de caciques, y ella lo declaraba en lengua mexicana, por esta causa, le llamaban
a Cortés el capitán de Marina, y para ser más breve, le llamaron Malinche».
En mi novela Apariciones conviven escenas eróticas descritas de manera descarnada y una gran
intertextualidad, con una carga fuerte de erudición. Apariciones surge, como El rastro, de los trabajos
realizados en torno de Sor Juana Inés de la Cruz y acerca de las monjas, sus contemporáneas, esos
textos maravillosos y fascinantes, semejantes a los escritos de otras monjas, las medievales, tema
constante en mis preocupaciones y ocupaciones académicas. Leí e investigué sobre la figura de
Georges Bataille y su libro El erotismo y traduje además otros libros suyos, La historia del ojo y Lo
imposible, textos que guardan una intensa relación con una santa medieval, Catalina de Siena.
Siguiendo esa tradición filosófica y narrativa escribí Apariciones: plantea el compromiso que se
instituye entre el cuerpo investido de dolor y se articula en historias eróticas, historias que no se
arredran ni ante el incesto, la procacidad o el sometimiento sexual.
En la novela se narran al bies dos historias aparentemente inconexas: en una, una historia de
amor en la que lo carnal, como diría Deleuze hablando de Francis Bacon, «no es letra muerta, antes al
contrario, allí radica el sufrimiento y se asumen todos los colores de la carne viva». Asimismo, es la
puesta en acción del oficio de la escritura, una violenta relación con el cuerpo del texto, semejante a
la que puede establecer una pareja que ejerce una relación sexual desmesurada, paroxística, que se va
extinguiendo a medida que se extingue también la novela. El amor místico está inscrito, tatuado en el
cuerpo, y al hacerlo demuestra la imposibilidad de prescindir de él, así se trate de una relación mística
con Cristo, como podemos verlo en Santa Teresa de Jesús, a quien es ineludible estudiar cuando se
trabaja la figura de Sor Juana, ¿no se hace esto evidente en una de sus representaciones más famosas
de la santa, la escultura de Bernini?
En una conferencia que impartí con el título «El caso Margo Glantz por Margo Glantz», hace
unos dos años, que a simple vista parecería un ejercicio de egolatría absoluta, como el que ahora
desarrollo, quise analizar ciertos aspectos de la crítica que Apariciones había suscitado. Ciertas
expresiones me parecieron singulares, especialmente en relación con las del imaginario erótico
femenino. En algunas de ellas, por la escritura de esa novela precisamente, me convertía en un caso
clínico, «el caso Margo Glantz». Hay un ensayo de Barthes intitulado «El extraño caso del señor
Valdemar», en el que analiza el cuento de Edgar A. Poe, llamado justamente así, que utilicé como
punto de partida para emprender un ejercicio crítico sobre mí misma, tratando de hacer una autopsia
de mi propia escritura a partir de algunas de las críticas sobre mi novela, críticas que aprecio
sobremanera, pero que pueden disparar reflexiones interesantes en torno a ciertos estereotipos
relacionados con la escritura femenina.
En realidad, gracias a la investigación y a la docencia, no invento casi nada, simplemente utilizo
un repertorio de anécdotas y expresiones relacionadas con algunas monjas cuya vida ha sido descrita
por sus confesores y a veces por ellas mismas. Sobre ese tema se ha publicado un libro maravilloso de
Caroline Walker Bynum, Jesús as Mother (Jesús como madre), cuyos hallazgos y conclusiones
conformaron en su complejidad distintas vertientes de escritura y academia. La imagen de Cristo
ofreciendo su costado sangrante para amamantar a sus devotos o devotas, tan frecuente en la pintura
barroca: por ejemplo. La Virgen amamantando a San Bernardo, en varias representaciones pictóricas
de la época colonial, contemporáneas de la monja jerónima. Es una figura muy fuerte, muy descarnada,
proclive a la narratividad, figura habitual, repito, en la literatura mística y en la pictórica, para algunos,
sin embargo, demasiado atrevida.
Zona de derrumbe es un libro conformado por varios textos publicados a lo largo de un extenso
espacio de tiempo, cada cuento tiene su propia armonía y puede leerse como tal, gracias a un personaje
central que se creó especialmente para ese libro, el personaje llamado «Nora García»; ella le dio
densidad y un tono especial al libro, de tal forma que puede leerse por igual como un libro de cuentos,
donde cada texto tiene su autonomía, pero también como una novela, porque el personaje central
permite esa lectura, unifica, integra, cobra cuerpo narrativo. El personaje fue tan importante para mí
que decidí dejarlo como protagonista de mi libro El rastro que de alguna manera conserva el espíritu
y el impulso narrativo del libro de cuentos, que al reescribirse e intitularse Historia de una mujer que
caminó por la vida con zapatos de diseñador quizá delineó con mayor fuerza los planteamientos
originales y lo será también en una tercera novela que escribo en este momento. En El rastro se explora
un tema distinto, aunque siempre -en mis ensayos, en mis investigaciones, en mi narrativa- elaboro a
partir del cuerpo, en Zona y en Historia de una mujer se trata del cuerpo erótico, el cuerpo vestido por
la moda en su camino hacia el cuerpo enfermo; el sujeto erótico empieza a ser solamente un cuerpo
sometido a la enfermedad y a la manipulación exterior, la manipulación de una industria de la medicina
que cosifica y lo hace desechable, consumible, y pone de relieve la cercanía que existe entre el cuerpo
propio y el cuerpo animal, relación muy explorada actualmente por los filósofos, Giorgio Agamben
en su ensayo intitulado Abierto, y en narradores como Coetzee en sus novelas Desgracia o Elizabeth
Costello, problema que tanto preocupó a los pensadores y científicos de la época clásica, Galeno,
Hipócrates, Aristóteles y se mantiene en la Edad Media. En El rastro se fabula sobre el cuerpo muerto,
un cuerpo exangüe que se ofrece a la mirada simplemente como un cuerpo de ataúd, listo para
sepultarse y se recrea el tema del velorio, un tema narrativo tan visitado, tan tradicional, repleto de
voces y de otros cuerpos a los que hay que darles espacio y voz narrativa, mientras el personaje
principal se enfrenta a sus propios fantasmas, tema que se explora en la cátedra cuando se lee a Joyce,
a Faulkner, a Rulfo. El corazón, afirma uno de los personajes, tomando prestadas las palabras de
Gilberto Owen, «el corazón yo lo usaba en los ojos», o cuando se repite como leit motif la frase de
Pascal «el corazón tiene razones que la razón desconoce». El entierro en un pueblo rústico provoca las
reminiscencias, pone en marcha a la memoria, reconstruye el pasado y le da nueva vida a los cuerpos
a través de la escritura. En ella, en la escritura, se exploran las vicisitudes del corazón, en tanto que
órgano del sentimiento o en tanto que órgano central del cuerpo, es decir, utilizado como en una obra
musical un tema y sus variaciones; siguiendo el ejemplo de la variaciones Goldberg de JS Bach, se va
explorando el funcionamiento del corazón dentro del cuerpo de una manera orgánica, fisiológica,
anatómica, y al mismo tiempo se exploran los sentimientos que según se dice provienen del corazón:
el rencor, el resentimiento, el dolor, la felicidad, en suma, la pasión, objetos todos de la literatura
popular y de la paremiología. Me costó mucho trabajo encontrar el título. Primero quería usar un verso
de El príncipe constante de Calderón, A morir muriendo vamos, que utilicé como epígrafe, pero era
demasiado largo, demasiado agerundiado... no funcionaba… Y de repente se me ocurrió El
rastro porque en México el «rastro» es también el lugar donde se abaten los animales, el matadero que
en la novela es un lugar ritual, donde la carne muere y se exhibe para después venderse y consumirse.
El título compilaba varios sentidos, el rastro es la huella, en este caso, la más concreta, la de los pasos
de quienes van caminando en la procesión que lleva al cementerio y también, obviamente, la huella
de la memoria, medular en el libro.
Me interesaba el corazón en sí mismo, como el órgano principal de nuestro cuerpo que puede
funcionar a la perfección «con arterial concierto» o enfermarse, dañarnos o matarnos si no funciona
correctamente y a la vez utilizarlo en su acepción más trillada, como un símbolo del sentimiento,
insisto, todavía creemos que es en el corazón donde se generan los sentimientos. Esa creencia origina
una inmensa gama de expresiones y lugares comunes muy populares cuyo punto de partida es el
corazón: está en los boleros, en las canciones rancheras, en los tangos que uso una y otra vez en la
novela como el de Malena que «en cada verso pone su corazón», y en la frase «la vida es una herida
absurda» del tango «La última curda», leitmotiv en la novela que con prudencia termina como el final
de otro tango, «corriéndole un telón al corazón».
Igualmente el texto se origina en los sonetos de Sor Juana, donde, como en la mayor parte de los
poemas de amor, el corazón juega una función primordial. El protagonista de la novela muere de un
infarto al miocardio, dato anecdótico sobre el que es posible construir la verdadera estructura textual
y establecer una relación con lo biológico. En la novela introduje, narrativizándolo, un texto que escribí
sobre Sor Juana, «El jeroglífico del sentimiento». Quise ajustarlo a lo narrativo sin perder ni el rigor
académico ni el poético. Pensé que usarlo era adecuado en una novela cuyo tema principal era el
corazón, lo reelaboré y logré desarrollar esa idea que desarrolló SJ en un famoso soneto donde el sujeto
poético, un yo femenino, habla de su corazón deshecho entre las manos del amado y convertirlo de
esa manera en el corazón de mi propio libro; me interesaba demostrar que el corazón puede deshacerse
entre las manos, como una prueba de amor y también de manera literal, concreta, médica: una
operación a corazón abierto, en la que el pecho se parte con violencia y el corazón del paciente queda
prácticamente deshecho entre las manos del cirujano. Es un tema maravilloso para trabajarlo en clase,
investigar sobre él y convertirlo en una narración. Para poder escribir mi libro tuve que investigar, leer
libros de medicina, de fisiología, de anatomía. No es que la novela deba expresar «la verdad», pero yo
quería manejar datos reales y esta historia la encontré en uno de los libros que estaba trabajando.
Mostrar cómo esa operación tan dramática puede asociarse también con las labores femeninas de
costura habituales en otros tiempos (cortar, separar, operar, reparar, meter la aguja, hilvanar, suturar...),
operación artesanal, siempre frecuentada por Sor Juana tanto en su vida cotidiana como en su poesía.
El cuerpo exangüe de El rastro se revive en la escritura y cancela la decadencia corporal. La
escritura insufla vida a las cosas, aunque de manera paradójica sea en cierto nivel también un cuerpo
muerto. Lo más bello de la escritura, es la posibilidad de reencarnar aquello que desaparece. Quisiera
pensar que El rastro es una novela de resurrección y no de muerte.
El proceso de la escritura es muy diferente al trabajo de investigación y ensayístico, es sobre todo
un proceso más difícil de cernir conscientemente, pero ambos proceden para mí de las mismas fuentes.
Hay un núcleo informe que puede ser objeto de ficcionalización, pero ¿cómo darle una estructura?
¿De qué manera ciertas obsesiones convergen de repente y puede lograrse que se resuelvan de manera
armónica? Quizá enamorándose de un cuerpo o de la escritura, del proceso mismo de formularla, de
caligrafiarla, de volverla asimismo un cuerpo; un escritor -ya sea de ensayo crítico, de ficción o de
poesía- es siempre un enamorado y también un loco. Para confirmar estas palabras, o mejor, para dejar
en suspenso este ajuste de cuentas que apenas he borroneado hoy, a lo largo de este muy emocionado
agradecimiento, leeré una reflexión que alguna vez hiciera Roland Barthes:
El amor no es ciego. Al contrario, tiene una increíble potencia para
descifrar las cosas, gracias al elemento paranoico que existe en
cualquier enamorado. Un enamorado, usted debe saberlo, es un
atormentado y es un loco. Siempre ve claro. Pero el resultado es a
menudo el mismo, porque no sabe dónde ni como detener los signos

Por mi parte, yo, aquí, y para terminar, ahora sí definitivamente, inscribo unos cuantos puntos
suspensivos...

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