Beruflich Dokumente
Kultur Dokumente
«Lo he acompañado
durante casi cuarenta años,
los primeros doce en Cracovia,
luego veintisiete en Roma.
He estado siempre con él, junto a él.
Ahora, en el momento de la muerte,
él ha partido solo. [...]
¿Y ahora?
¿Quién le hará compañía en la otra orilla?»
Solapa izquierda
La iglesia de Nowa Huta [1] tardó casi veinte años en construirse. Los
mismos años, exactamente, que duró el episcopado de Karol Wojtyla en
Cracovia, desde la consagración a la víspera de su elección como
Pontífice. Y las dos historias se entrecruzan continuamente, se explican la
una a la otra. En los avatares de Nowa Huta se puede leer al trasluz cómo
vivió Wojtyla el hecho de ser obispo, pastor de una Iglesia local, guía y
defensor de su pueblo, y, al mismo tiempo, cómo se enfrentó a un poder que
se apoyaba exclusivamente en la opresión y el ateísmo.
La experiencia de Nowa Huta marcó para siempre la línea de conducta
pastoral del arzobispo Wojtyla. De la misma forma en que marcó la
personalidad del Pontífice, irreductible a la hora de defender los derechos
humanos, los derechos a la libertad religiosa y de conciencia. Es más, se
podría decir que la lucha que, como Papa, condujo a favor de la causa del
hombre, de la dignidad de la persona humana, tuvo su origen precisamente
en Nowa Huta. En su primera prueba como joven obispo apenas
consagrado.
A finales de los años cincuenta, Cracovia contaba ya con 700.000
habitantes y se estaba extendiendo como una tela de araña por el
extrarradio. Los nuevos barrios brotaban como setas, pero todos carecían de
un lugar de culto, dado que los dirigentes comunistas no concedían los
necesarios permisos de construcción.
En Nowa Huta había surgido un gigantesco complejo metalúrgico. La
alternativa socialista y atea a la Cracovia católica. Una ciudad sin Dios y en
cuyo plan urbanístico jamás se incluyó, como es lógico, la construcción de
una iglesia. Pero la gente que había ido a vivir allí provenía de los pueblos
circundantes, sobre todo de Tarnow, y era profundamente creyente, quería
tener a Dios entre sus hogares. Quería tener la posibilidad de vivir junto al
templo, de llevar con normalidad una vida pastoral, religiosa.
Por lo tanto, la petición de construir una iglesia no expresaba voluntad de
lucha alguna, era simplemente fruto del deseo de los creyentes de contar
con un lugar donde Dios estuviera presente, donde celebrar la santa misa.
En Bienczyce, un barrio residencial de Nowa Huta, ya existía una
capilla. Fue precisamente allí donde la gente, después de que las peticiones
para construir una iglesia fuesen rechazadas repetidamente, erigió una
cruz altísima, dirigida hacia el cielo. Pero el régimen lo consideró una
provocación, un desafío, casi como si alzar aquel símbolo fuese el primer
paso para demoler el sistema comunista. La cruz fue echada abajo. La
reacción de los católicos fue inmediata. Se produjeron durísimos
enfrentamientos con la policía. Hubo víctimas, heridos, numerosos arrestos.
Hoy podemos afirmar que aquél fue el primer enfrentamiento, en una
ciudad socialista, entre los creyentes y el régimen comunista. Nowa Huta,
centro obrero, respondió «no» a la autoridad del Estado, diciendo: ¡tenemos
derecho! Derecho a la libertad de conciencia. Derecho a la libertad de culto.
Fue el inicio de una nueva estrategia, la estrategia de la resistencia. Una
resistencia con un trasfondo religioso, pero que, por primera vez, se ponía
en marcha contra las decisiones de las autoridades. El primer acto de una
larga lucha para defender la libertad y la dignidad de aquella gente, de aquel
pueblo de Dios.
Y fue también la primera gran prueba para monseñor Wojtyla. El
arzobispo Baziak estaba gravemente enfermo y el joven auxiliar tuvo que
hacerlo todo él solo. Intentando, por una parte, resolver aquel gran
problema; por otra, esmerándose en no crear un segundo, en no provocar un
conflicto de mayores dimensiones.
Parecía una empresa imposible, al menos en esos momentos. Y, sin
embargo, Wojtyla lo consiguió. Manteniéndose siempre dentro del marco de
los principios y los derechos, inició conversaciones tanto con las
autoridades centrales como con las provinciales. Sin ceder jamás en ningún
punto. Apoyando las legítimas reivindicaciones de la comunidad cristiana.
El Gobierno no tuvo más remedio que ceder y, finalmente, concedió el
permiso para la construcción de la iglesia, si bien no en el mismo lugar en
el que se había erigido la cruz, sino en otra zona de Nowa Huta. Y Wojtyla,
como ya hiciera antes en Bienczyce, continuó acudiendo al complejo. Lo
hizo también la noche de Navidad, para celebrar la misa al raso, bajo una
abundante nevada y temperatura bajo cero.
Fue así como surgió el Arca del Señor, la nueva y magnífica iglesia, el
símbolo de una Polonia que se había liberado del mito de las ciudades sin
Dios. La gente entendió que la imagen de la nación no dependía de un
poder impuesto e incapaz de representar a la sociedad polaca, sino de los
hombres y de las mujeres que componían la nación. El 15 de mayo de 1977,
después de veinte años de espera, de ansias y de batallas, se celebró la
inauguración. Con la presencia de aquel obispo —entonces ya cardenal—
cuyo nombre quedaría ligado para siempre al de Nowa Huta.
Pero la ciudad obrera no fue la única que estuvo en el frente de batalla
para poder construir nuevas iglesias. Estuvo también Mistrzejowice, con su
heroico párroco, don Josef Kurzeja, muerto a los treinta y nueve años de un
infarto, después de las inenarrables vejaciones que sufrió a manos de los
funcionarios comunistas. Estuvo Ciesiec, donde los propios feligreses
decidieron construir la iglesia en contra del parecer del comisario político.
Y a donde monseñor Wojtyla envió a su secretario, don Stanislao, como
señal de solidaridad y para rubricar el pleno derecho de aquella gente a
tener un templo propio.
La construcción de la iglesia se inició un sábado. Trabajaron todo el día
mujeres, hombres y niños, y por la noche ya estaba terminada. Era una
iglesia muy sencilla, naturalmente, ¡pero cuántos esfuerzos, cuántas fatigas
costó poder levantarla! Las autoridades locales cortaron el suministro
eléctrico, cerraron la carretera que conducía a la ciudad. Pese a todo, la
gente permaneció en su puesto. Por la noche iluminaron el barrio quemando
algunos neumáticos. Habían hecho turnos para dar los últimos retoques. Y
para vigilar...
Así era la vida cotidiana en Polonia bajo el régimen comunista. Se
luchaba para construir edificios sagrados. Y se luchaba para que el clero
recibiese formación, después de que las autoridades cerrasen, en 1954, la
Facultad de Teología de la Universidad Jagellónica para convertirla en un
ateneo laico, totalmente dependiente del Estado.
El objetivo era controlar la instrucción de los futuros sacerdotes,
subordinándolos a la ideología marxista, es decir, haciendo de ellos
personas obedientes al sistema, sometidas al sistema. Lo que significaba
que el objetivo, en última instancia, era la aniquilación de la religión
católica. Por eso, el cardenal Wojtyla se esforzó en que a la Facultad
Teológica de Varsovia (creada, en el ínterin, en el seno del Seminario) se le
concediese el estatus de Facultad Pontificia para poder otorgar grados y
títulos académicos y formar un clero culto, preparado, sin complejos ante
los laicos.
Una Iglesia libre, independiente, con un alto nivel cultural, sería una
Iglesia capaz de afrontar los desafíos de las diversas ideologías. Y de
salvaguardar el patrimonio de la cultura cristiana, gracias al cual Polonia,
incluso en las épocas en que había sido borrada de los mapas políticos,
pudo conservar su propia identidad. Y lograr sobrevivir.
En esos años nacieron las tygodnie kultury chrzescijanskiej (semanas de
cultura cristiana), financiadas por el cardenal en persona. También intentaba
ayudar (sin que se enterase nadie, como es lógico) a docentes universitarios,
investigadores, personajes ilustres de la cultura y el teatro que se habían
quedado sin trabajo porque no se habían sometido o no habían cedido ante
la ideología comunista.
El arzobispo, por principio, no retiraba el sueldo de la curia, que, por otro
lado, era más simbólico que otra cosa. Las limosnas que recibía de los
párrocos y el dinero percibido por sus derechos de autor se destinaban
íntegramente a sostener diversas iniciativas o a fines caritativos. Vivía muy
modestamente y nunca sentía necesidad de nada. Tenía sólo un abrigo
negro, de paño muy fino, por lo que en invierno se ponía un forro debajo.
Ésta era la realidad de entonces bajo el marxismo. Se luchaba
diariamente por la supervivencia de la religión, de la Iglesia. Se luchaba
diariamente por la supervivencia del hombre polaco y de su patria.
7
«¿Cómo podría callar?»
El nuevo Papa se encontró una carta sobre la mesa: era una invitación
para que fuera a México, a Puebla, para asistir a la III Conferencia
General del Episcopado latinoamericano.
No era una decisión fácil de tomar.
En aquella época, en 1979, México era todavía un país oficialmente
anticlerical. En el Gobierno, en el Parlamento y entre los amos de la
economía había muchos masones. Además, para viajar a tierras mexicanas,
el jefe de la Iglesia católica necesitaba un visado, y no le estaría permitido
impartir la bendición en espacios abiertos, en las plazas.
Pero, ante todo, existía el problema de cómo afrontar el discurso sobre
la Teología de la liberación. Esta teología había conseguido dar voz al
alma profunda del catolicismo latinoamericano; pero, «contaminada» por
las corrientes más radicales, portadoras de desviaciones doctrinales y
pastorales, había terminado identificando la misión evangelizadora con la
acción revolucionaria.
Y, por último, había que tener en cuenta que en el continente
predominaban ya los regímenes de la denominada «seguridad nacional».
Se oponían al marxismo, mostraban una (falsa) fachada de cristianismo,
pero en realidad perpetuaban condiciones sociales que oprimían la libertad
y los derechos humanos.
Se habían alzado voces que apelaban a la prudencia, a que el viaje, al
menos, se pospusiera. Pero el Santo Padre se decidió por el sí. Decía: el
episcopado me ha invitado y yo no puedo negarme a ir. Debo profundizar
con los obispos en los dramáticos problemas de ese continente, empezando
por la Teología de la Liberación. Porque hace falta plantearse la pregunta:
¿cuál será el futuro de esta teología?, ¿desembocará en el marxismo, en la
lucha de clases, o, por el contrario, lo hará en la liberación cristiana, que es
amor, solidaridad, tomar partido fundamentalmente por los pobres?
Y además, añadía el Santo Padre, si ahora me acogen en un país
anticlerical, ¿cómo iban a negarme después regresar a Polonia? ¿Podrían
decirme «no» las autoridades comunistas?
Así, el primer viaje del nuevo Papa fuera de Italia fue a México. Y fue un
gran bien por la extraordinaria respuesta de los católicos mexicanos, que
salieron por fin de un largo y penoso estado de minoría. Pero también
porque Juan Pablo II, al conocer de cerca la realidad de América Latina,
aprendió por sí mismo el «lenguaje» de la liberación y sus motivaciones
más auténticas. Hasta el punto de que fue de allí, de aquella experiencia,
de donde surgieron las grandes líneas «sociales» de su pontificado.
Todo comenzó en la increíble fiesta que explotó apenas el Papa puso el
pie en Ciudad de México. Una multitud gigantesca se había echado a las
calles. Por primera vez se escuchó aquel saludo rimado que se haría
mundialmente famoso: «Juan Pablo II, te quiere todo el mundo» [3]. Karol
Wojtyla, sorprendido, feliz, se abandonó a aquel abrazo que casi lo
sofocaba. Y, contagiado por la espontaneidad del pueblo, empezó a
improvisar, a dialogar con la gente, en un idioma que no era el suyo.
En el Colegio San Miguel se había programado el encuentro con los
estudiantes de las escuelas católicas, pero acudieron miles de muchachos
procedentes de todas partes. Al ver aquella multitud, el Santo Padre le echó
un vistazo rápido al discurso que iba a pronunciar y comprendió que no era
el más adecuado para ese auditorio. No se fiaba tampoco de su español, que
había empezado a estudiar de nuevo hacía sólo un par de meses. Le dijo a
monseñor Santos Abril, de la Secretaría de Estado: «Hablaré en italiano y
usted me traducirá». Luego, sin embargo, ante el entusiasmo de los jóvenes,
se puso a hablar directamente en español. Y fue un discurso que todavía
hoy se recuerda.
El momento más significativo fue, naturalmente, el del discurso que el
Papa, en Puebla, le dirigió a todo el episcopado de América Latina. Un
discurso muy firme en cuanto a la reafirmación doctrinal acerca de la
figura de Cristo (no es el «subversivo» de Nazaret) y sobre la Iglesia (no
puede ser reducida al soporte de una praxis sociopolítica de origen
«popular»), pero extremadamente abierto en el plano social. «La Iglesia
quiere mantenerse libre frente a los distintos sistemas para apostar sólo por
el hombre».
Eran palabras importantes —y así las juzgaron, los primeros, los obispos
y muchos teólogos— y, en algunos aspectos, quizá también palabras
nuevas. El Santo Padre defendía la dignidad de la Iglesia, su independencia
de los sistemas políticos y económicos, de los Gobiernos. Y no por una
simple cuestión de equidistancia, no porque aspirase a ser el representante
de una «tercera vía» entre la ideología marxista y la liberal, sino porque la
Iglesia, por la fuerza del Evangelio, reivindicaba su derecho a juzgar si los
distintos proyectos políticos eran compatibles o no con los designios de
Dios para la humanidad.
En definitiva, la Iglesia quería permanecer al servicio del hombre; quería
que el hombre fuese libre de toda forma de opresión, de los abusos, de la
injusticia, y libre para poder profesar su propia fe en Dios. Precisamente, ¡la
«apuesta por el hombre»!
Todo esto volvió a emerger en Oaxaca y Monterrey. En Cuilapán, en el
estado de Oaxaca, el Papa celebró un encuentro con los indígenas y los
campesinos [4]. Como la noche anterior había leído el saludo que iba a
dirigirle el representante de los indígenas, acentuó en su discurso las
acusaciones contra aquellos que le negaban el pan a tantas familias: «No
es justo, no es humano, no es cristiano...». En Monterrey, una etapa
decisiva del viaje a México, el discurso lo escribió en el último momento. Y,
ante el mundo obrero, el Pontífice pronunció palabras muy duras contra los
grandes industriales que explotaban a los trabajadores y contra la política
económica del Gobierno.
Fueron precisamente aquellos dos discursos los que usaron los
periodistas y los comentaristas para oponer el Papa «pro tercermundista»
al «integrista» de Puebla. Y, ya en líneas generales, para interpretar el
viaje a México como el inicio de un vuelco restaurador, mejor, de una
«polaquización» de la Iglesia universal.
Me apresuro a decir que el Santo Padre, ni entonces ni después, se dejó
nunca condicionar por las críticas, con mayor razón por críticas tan
instrumentalizadas y llenas de prejuicios. Lo extraía todo de la oración, del
encuentro con el Señor; y, siguiendo el Evangelio, sabía también qué
camino tomar y por qué sendas debía conducir a la Iglesia, tirando recto y
sin mirar ni a derecha ni a izquierda. Siempre, y en todo, imitaba a Cristo, e
intentaba ser el buen pastor del rebaño. Era un hombre libre, interiormente
libre, y esto le daba tranquilidad.
¿Conservador? ¿Tradicionalista?
Esas críticas partían de la base de que un Papa que venía de Polonia tenía
que ser necesariamente así. ¡Qué simplificaciones más absurdas! ¡Qué
juicios más sumarios, más ofensivos! Va a ser verdad que, en ciertos
sectores del mundo occidental, estaba arraigado algo que podríamos llamar
«complejo de superioridad». Es decir, según algunos, del Este no podía
venir nada bueno; allí sólo había ciudadanos de segunda clase.
¿Conservador? ¿Tradicionalista? ¡¿Pero qué quiere decir eso?!
Juan Pablo II era un tradicionalista en las cuestiones que deben ser
planteadas desde un punto de vista tradicional. En la Iglesia, la Tradición es
algo muy importante. Tenemos dos fuentes de la Revelación: las Sagradas
Escrituras y la Tradición. Además de éstas, encontramos la tradición
teológica, las tradiciones nacionales, la cultura, la Iglesia. Una nación
despojada de sus raíces perecería como un árbol. Y, de hecho, el Santo
Padre intentó cultivar y defender las raíces de la Europa cristiana.
¿Conservador? ¿Tradicionalista?
Podría decirse lo mismo con respecto al campo moral. Karol Wojtyla, en
esto, era muy moderno. Lo era desde hacía muchos años, desde que en su
primer libro, Amor y responsabilidad, había propuesto una concepción
personalista del amor, tratando la sensualidad y sus aspectos más candentes,
como el recíproco intercambio de placer entre marido y mujer en las
relaciones sexuales, la vergüenza de la desnudez, la frigidez femenina, no
rara vez consecuencia del egoísmo masculino, y había escrito sobre ello con
palabras muy audaces, sin duda, para un obispo y muy novedosas, en el
plano científico, para aquellos tiempos.
Y, una vez nombrado Papa, continuó siendo igual de moderno: lo era en
sus argumentaciones, por cómo afrontaba las diversas cuestiones, y, sobre
todo, lo era por la nueva mirada que arrojaba sobre la doctrina social. Para
lo que hacía falta, era un progresista; y allí donde era necesario, continuaba
siendo un tradicionalista, en el justo sentido del término.
Por esto fue un Papa que nunca dio por descontadas ninguna de las
denominadas «verdades» que entonces dominaban el mundo y la historia.
Por ejemplo, que el hombre actual esté destinado, ineludiblemente, a un
futuro desanclado de toda dimensión espiritual; y que la desembocadura
final de la secularización tenga que ser, necesariamente, la desaparición de
la religión, o, cuando menos, que ésta quede marginada a las sacristías, a
las conciencias; y que, por lo tanto, las nuevas generaciones estén
definitivamente alejadas de la fe, de la Iglesia. Juan Pablo II no dio nunca
por descontado que Europa tuviese que estar siempre dividida en dos y, por
lo tanto, renunciar a su tradición de unidad, germinada precisamente en la
fe cristiana.
Y, quizá, precisamente por esta actitud a contracorriente, el nuevo Papa
empezó muy pronto a trastocar los «papeles», ya sea los de la política y la
diplomacia internacional, ya los de un mundo religioso todavía muy
dividido.
13
La jornada de un Papa
Ha sido, quizá, el hombre, el Papa sin duda, que más ha viajado por el
mundo. Que ha visitado un mayor número de países. Y que ha sido visto
directamente por medio millar de millones de personas, quizá más. En la
práctica es como si hubiese dado treinta veces la vuelta a la tierra. Y, sin
embargo, todo comenzó por casualidad.
Sí, claro, el nuevo Papa era joven, sólo tenía cincuenta y ocho años, y
estaba dispuesto a viajar, también por su experiencia como obispo de
Cracovia. Y, además, las condiciones mismas del catolicismo reclamaban
otra forma de «ejercer» como Papa: era el sucesor de Pedro, pero también
—lo recordaba el mismo Wojtyla— el heredero de aquel gran viajero que
fue Pablo de Tarso. Y, sin embargo, todo comenzó por casualidad. Por
aquella vieja invitación para que visitase México...
Y el Santo Padre aceptó. Inmediatamente. Decía: «No podemos aguardar
a los fieles en la plaza de San Pedro, hay que acudir a su encuentro. Y
además, ¿cuántas personas tienen la oportunidad de viajar a Roma para ver
al Papa?». Consideraba que el deber del Papa —y por lo tanto, de la Iglesia
— era ir al encuentro del hombre, igual que hizo Jesucristo, que recorrió la
tierra difundiendo sus enseñanzas. Este es el motivo por el que toda la
actividad apostólica de Juan Pablo II ha sido un magisterio itinerante.
Después de México, Polonia. Más tarde, al hilo de las diferentes
invitaciones que iba recibiendo, Irlanda, Estados Unidos y la ONU,
Turquía. Ya de esos primeros viajes emergieron claramente las perspectivas
de aquel pontificado misionero: la confrontación con el mundo comunista,
pero también con la sociedad liberal, el diálogo ecuménico y el
interreligioso.
Debo decir que me impresionó —mucho más a mí que al Santo Padre—
la acogida en el aeropuerto de Ankara, tan silenciosa, de mera cortesía. Y
las calles casi vacías. Nada que ver con el entusiasmo de las visitas
precedentes. Pero también es cierto que Turquía es un país
constitucionalmente laico y, al mismo tiempo, musulmán casi en un cien
por cien. Con todo, fue un viaje importante. El Papa tuvo la oportunidad de
mantener un encuentro con el Patriarca ortodoxo de Constantinopla e iniciar
un primer contacto con el islam.
Poco a poco se fue delineando no sólo la estrategia, simplemente, sino
también el sentido profundo e innovador de aquellas peregrinaciones, como
decía Juan Pablo II, al «santuario viviente del pueblo de Dios». Los viajes
asumieron un carácter cada vez más sistemático, institucional,
convirtiéndose en parte integrante del ministerio y del mismo gobierno
pontificio.
El catolicismo ganaba en universalidad, en impulso misionero. Se
consolidaban los lazos entre la Santa Sede y las Iglesias locales, que, a su
vez, se reforzaban, se encontraban más unidas. Con frecuencia, después de
la peregrinación del Santo Padre, se asistía a un aumento tanto de las
vocaciones sacerdotales (fue el caso del Este europeo y de África) como de
las conversiones (como por ejemplo Corea del Sur, donde las religiones
predominantes son el budismo y el confucionismo). Y, a veces, el clima
espiritual del acontecimiento terminaba por implicar al país entero y, en
cierto sentido, por transformarlo.
El papa Wojtyla celebraba la misa en las plazas, en los estadios, en los
aeropuertos; atraía a masas cada vez más numerosas de jóvenes. Se
encontraba cada vez más a sus anchas «jugando» fuera de casa. Mejor
dicho, parecía sentirse mucho más él mismo, libre de condicionamientos,
fuera de Italia que en los palacios vaticanos. «Cada día», confesó una vez,
«recorro una geografía espiritual. Mi espiritualidad es un poco
geográfica...».
Juan Pablo II tenía siempre al alcance de la mano un gran atlas
geográfico en el que estaban indicados los países y las diócesis del mundo
entero. Y él se sabía de memoria los nombres de todos los responsables de
las diócesis. Así, cuando recibía en audiencia a los obispos, éstos no tenían
que recordarle ni siquiera de dónde venían...
Pero también hubo críticas: los viajes, se comentaba, eran demasiado
numerosos, se politizaban y costaban demasiado.
Eran críticas malévolas, instrumentalizadas. Empezaba a resultar molesto
aquel Papa que, con su sola presencia, ponía en crisis las ideologías de uno
y otro color. Él, en cualquier caso, intentó explicarlo. Dijo que era la
Providencia la que guiaba sus pasos y, algunas veces, la que lo empujaba a
hacer algo «per excessus». Pero, en una ocasión, lo vi enfadarse en serio.
En Tailandia había visitado uno de los diez inmensos campos de
refugiados que albergaban a los prófugos del suroeste asiático; y desde allí
había hecho un vigoroso llamamiento a la comunidad internacional para
que se hiciese cargo de aquel drama. En el avión, un periodista le dijo:
«Usted ha planteado el problema político de los refugiados...». Y él, con
voz casi airada: «¡Es un problema humano! ¡Humano! ¡No es político!
Reducirlo al terreno político es un falso concepto. La dimensión
fundamental del hombre es la dimensión moral».
Se abrió la estación de las grandes peregrinaciones. África, Asia,
América Latina. Países marcados por la pobreza, las injusticias, todavía
sometidos a una innoble explotación por parte del norte rico. Lugares como
la isla de Gorée, en Senegal, donde se había consumado el «Holocausto
desconocido» de millones de africanos, trasladados en cadenas a las
Américas.
Por la noche, después de la visita a la isla de los esclavos, el Santo Padre
seguía hablando de ello. Estaba horrorizado y angustiado, sobre todo
cuando pensaba en aquellos pobres niños, víctimas de un comercio
inmundo. Y lo que más le desasosegaba era que los hombres que habían
cometido aquel horrible crimen se llamaban a sí mismos cristianos.
¡Cuántos recuerdos!
En Chad, el convoy de coches estaba recorriendo una carretera al borde
del desierto del Sahel cuando nos encontramos con un pequeño pueblo,
apenas unas cabañas miserables. El Santo Padre pidió que nos
detuviéramos, entró en una de las cabañas, habló con sus moradores. Quería
ver. Quería entender. Y, quizá, precisamente por lo que había visto y
entendido, puso tanto ardor en el discurso en que reclamó a la comunidad
internacional que no se olvidase de su deber para con África.
En Brasil llevaron al Papa a una favela de una pobreza espantosa.
Recuerdo su mirada. La dirigía a todas partes, casi desesperado, sin saber
qué hacer, allí, en ese preciso instante, para aliviar aquel sufrimiento. Y
entonces, repentinamente, se quitó el anillo papal y se lo regaló a aquella
gente.
También en Brasil, en Teresina, si no me equivoco, se estaba celebrando
una misa o una liturgia de la palabra. Había empezado a recitar el padre
nuestro cuando el Papa vio un cartel: «Santo Padre, el pueblo tiene
hambre». Y continuó: «El pan nuestro de cada día dáselo hoy a este pueblo
que sufre el hambre». Y precisamente durante su primer viaje a Brasil,
después de haber comprobado con sus propios ojos la dramática realidad
local, el Papa cambió más de la mitad del discurso, que traía preparado
desde Roma, que dirigió al episcopado.
En Colombia, en Popayán, celebró un encuentro con los indígenas. Su
jefe empezó a leer su salutación íntegra, no la que alguien le había
censurado previamente, y dijo palabras muy fuertes contra los patronos que
habían hecho asesinar a los indígenas, mujeres y niños incluidos. Un cura
saltó al palco y le quitó el micrófono al indígena, pero Juan Pablo II le
volvió a dar la palabra. En aquellos instantes pensé que un gesto de ese tipo
valía más que cien discursos.
En 1982 estaban en guerra dos países, Inglaterra y Argentina, que se
disputaban la posesión de las islas Malvinas (o Falkland).
El Santo Padre se encontraba de visita en Gran Bretaña, una visita
programada ya desde hacía tiempo, pero el Gobierno argentino protestó. Y
así, en apenas veinticuatro horas, se organizó un nuevo viaje.
El Papa, después de sólo ocho días, volvió a coger el avión con dirección
a Buenos Aires. Entre la ida (con escala en Río de Janeiro) y la vuelta,
fueron veintinueve horas de vuelo para una estancia de veintiocho horas en
tierra argentina. El tiempo justo para pronunciar unas palabras de paz que
fueron definitivas para evitar que se recrudeciese el conflicto.
Luego estuvieron sus viajes a países destrozados por las guerras civiles,
como Angola y Timor Oriental. A países recién salidos de conflictos
fratricidas, como Líbano y Bosnia.
A Sarajevo, el Papa fue en abril de 1997. Debería haber ido tres años
antes. Pero en aquella época, los organizadores le habían dicho que la
situación todavía no estaba normalizada y que su integridad física podía
verse amenazada. Y él: «Para el Papa arriesgarse es normal. Si se arriesgan
los misioneros, los obispos, los nuncios, ¿por qué no debería arriesgarse el
Papa?».
Pero, cuando ya estaba todo listo, le dijeron que el general Rose,
comandante en jefe de todas las fuerzas de la OTAN, había dicho con total
franqueza que podía garantizar la seguridad del Papa, pero no la de la gente.
Fue entonces cuando el Papa renunció al viaje: «¡No se puede poner en
peligro la vida de una sola persona!».
Juan Pablo II nunca retrocedió. Fue a países hostiles, como la
Nicaragua sandinista, o que vivían aún bajo un régimen opresor, sin
libertad, como era el caso de tantos Estados africanos, del Chile de
Pinochet o la Cuba de Fidel Castro.
En Nicaragua se había organizado una protesta indignante contra el Papa.
Más tarde se supo que se había hecho venir hasta a técnicos polacos,
especialistas en manipular micrófonos y retransmisiones televisivas.
El Santo Padre, prácticamente él solo, afrontó el tumulto y le plantó cara
a los provocadores. Inolvidable la escena en la que los sandinistas ondearon
sus banderas rojas y negras mientras él, desde el palco, les oponía,
alzándola hacia el cielo, la pastoral con el crucifijo en la cima.
Con todo, sufrió mucho, de verdad, muchísimo. Sufrió por la
profanación de la Eucaristía. Pero también porque los sandinistas habían
impedido a los fieles llegar hasta el lugar de la celebración y, a los que
habían conseguido llegar, los relegaron lejos del altar, del Papa, para que no
pudieran escuchar la homilía.
Sólo se repuso cuando, ya de regreso a San José, en Costa Rica, donde se
alojaba, fue acogido por una muchedumbre inmensa que quería expresarle
su solidaridad, su amor.
También fue difícil el viaje a Chile. Había quien quería claramente
instrumentalizarlo, y quien quería, en cambio, aprovecharlo para
desacreditar internacionalmente el régimen de Pinochet.
En el gran parque de Santiago, durante la beatificación de Teresa de los
Andes, los opositores encendieron la mecha y la policía respondió con
gases lacrimógenos, cargando. El Papa no se asustó, pero durante el resto de
la misa estuvo muy preocupado por los fieles, temía que les pudiese suceder
algún incidente grave.
Los periodistas dedicaron grandes titulares a aquel episodio deplorable,
pero apenas mencionaron el encuentro entusiasta de Juan Pablo II con los
jóvenes en el estadio nacional. «El amor es más fuerte» [5], gritaba. Y
cuando les preguntó si querían renunciar a los ídolos del mundo, los jóvenes
respondieron con un fortísimo grito, «Síííí», que quizá ha sido el inicio de la
nueva historia de Chile.
En aquella época no lo contó nadie. Pero después de verse «obligado» a
asomarse al balcón del palacio presidencial, el Santo Padre, en el encuentro
privado, le sugirió a Pinochet que ya había llegado el momento de restituir
el poder a las autoridades civiles. Y, algunas horas después, tuvo un
coloquio con todos los líderes de los distintos partidos que todavía estaban
en la ilegalidad.
Así pues, por un lado, los viajes han sido ante todo acontecimientos
espirituales que han sentado las bases para una renovación religiosa, a
veces extraordinaria en algunas regiones. Por otro, han permitido a Juan
Pablo II expresarse libremente ante jefes de Estado dictatoriales, tanto de
derechas como de izquierdas. Y, por lo tanto, dar voz a hombres y pueblos a
los que se impedía hablar.
De esta forma, el Papa ha podido desarrollar una vigorosa actividad en
defensa de los derechos humanos, de la justicia social, de la paz. Y ha
acompañado, por así decirlo, el proceso de democratización de América
Latina, el de emancipación político-cultural en algunos países de África y
Asia, y el progresivo declive del comunismo en Europa del Este.
La caída del Muro de Berlín abrió de par en par al Santo Padre las
puertas de la antigua Unión Soviética. Las primeras fueron las de la antigua
Checoslovaquia; luego, una por una, las de todos los demás países, desde
Albania a los países bálticos, desde Bulgaria y Ucrania, hasta Armenia,
Georgia, Kazajistán y Azerbaiyán, donde las comunidades católicas están
formadas por unos pocos centenares de fieles.
Con frecuencia, eran los propios jefes de Estado los que solicitaban al
Pontífice que visitase sus países. Este fue el caso de Bielorrusia, cuyas
autoridades, sin embargo, no revalidaron luego su propia propuesta, sin dar
ningún tipo de explicación. En cambio, el presidente de Mongolia había
invitado al Papa con estas palabras: «¡Venga, venga pronto! ¡Le
necesitamos!». Ya se había reconocido libertad de culto para budistas y
musulmanes; pero, evidentemente, se pensaba que la presencia de una
Iglesia como la católica contribuiría al desarrollo moral y social de la
nación.
Fue una pena que no pudiera realizar la peregrinación a Mongolia. Juan
Pablo II pensaba aterrizar primero en Rusia, para entregar solemnemente el
icono de la Madre de Dios, conocido como Virgen de Kazán, y luego
proseguir viaje hacia Mongolia. Una pena, realmente, porque podría haber
sido una ocasión única para encontrarse con el Patriarca ortodoxo de
Moscú, Alejo II, encuentro cancelado ya dos veces.
No obstante, los viajes del Pontífice han favorecido sin duda el
acercamiento de la Iglesia de Roma a otras Iglesias cristianas. Y esto ha
sido posible gracias también a la humildad con la que Juan Pablo II,
aprovechando sus peregrinaciones, ha reconocido con frecuencia las
«culpas» cometidas por los católicos en los siglos pasados.
Me gustaría recordar la visita del Santo Padre a Grecia. La invitación
había partido del propio presidente de la República; el Sínodo de la Iglesia
ortodoxa, sin esconder su contrariedad, se había limitado a «no oponerse».
Una actitud sobre la que pesaban siglos de divergencias, de
incomprensiones y de acusaciones recíprocas.
Pero bastó con que el Papa pidiese perdón por el «saqueo de
Constantinopla», perpetrado por los cristianos latinos en la cuarta cruzada,
para que la atmósfera cambiase. En la mirada de Christodoulos, arzobispo
ortodoxo de Atenas, pude leer una gran sorpresa, pero también una intensa
alegría, a la que siguió inmediatamente un convencido aplauso.
Al día siguiente se vivió otro momento de gran intensidad ecuménica.
Finalizado el coloquio privado en la nunciatura, el Santo Padre se dirigió
hacia Christodoulos, que salía junto a él de la estancia, y a los otros
dignatarios ortodoxos, y les dijo: «Vamos a recitar el padre nuestro,
vosotros en griego y yo en latín», y ellos lo recitaron inmediatamente.
Aquella plegaria común, aquella primera plegaria común, fue como el sello
de la reconciliación. Y desde entonces se ha iniciado un diálogo fraterno
entre las dos Iglesias.
Al mismo tiempo, las peregrinaciones del Pontífice han contribuido a
establecer relaciones, aunque siempre erizadas de obstáculos y de nuevas
complicaciones, entre el judaísmo y el islam. La visita a la sinagoga de
Roma —la primera visita realizada por un Papa— se podría considerar el
viaje más corto (dista unos pocos kilómetros del Vaticano) y a la vez más
largo (veinte siglos de historia) de los llevados a cabo por el jefe de la
Iglesia católica. Y la visita a la mezquita de Damasco —una vez más, la
primera efectuada por un Papa— es igualmente fruto de un valiente viaje a
un país conflictivo.
En resumen, es cierto que algunos países, como China y Vietnam, no han
querido abrir sus puertas y que ha habido algún «no» muy doloroso, como
el de Rusia o el de Irak. Pero, con todo, hay que reconocer que los viajes de
Juan Pablo II —además de marcar intensamente las diversas fases de su
pontificado— han creado como una conexión, mejor dicho, un «puente»
ideal entre el norte y el sur del mundo, entre Oriente y Occidente.
Acortando las distancias geográficas y culturales, relativizando las
numerosas barreras políticas e ideológicas. Pero, sobre todo, acercando a
hombres y pueblos. Ayudándoles a vivir los valores de la fraternidad
universal, de la solidaridad. Y, por lo tanto, a redescubrir que tenemos un
destino común.
16
Obispo de Roma
¿Aquel día...?
Siempre que pienso en ello, me ocurre lo mismo. Siempre. Vuelvo a
revivir todo desde el principio, minuto por minuto. Casi como si todavía
hoy no pudiera creer que se pudiera llegar a ese extremo. A intentar
asesinar a un Papa, a aquel Papa, a Juan Pablo II, allí, en el corazón de la
cristiandad...
Aquel día, el jeep estaba dando la segunda vuelta a la plaza de San
Pedro, hacia la columnata de la derecha, la que termina con la Puerta de
Bronce. El Santo Padre se asomó desde el coche en dirección a una niñita
rubia que le estaban tendiendo: se llamaba Sara, tenía apenas dos años y
apretaba entre los dedos el hilo de un globo colorado. Él la tomó en sus
brazos, la alzó en el aire, como si quisiera enseñársela a todo el mundo;
luego la besó y, sonriendo, se la devolvió a sus padres.
Eran, según la reconstrucción posterior, las 17.19. Las audiencias
generales del miércoles, con la llegada del buen tiempo, se celebraban en
abierto, por la tarde. Como en aquel 13 de mayo de 1981.
Yo me sentía fascinado ante aquella escena, las manos de los padres
extendidas para recoger a aquel peluche rosado.
Escuché el primer disparo y, en ese mismo instante, vi cómo centenares
de palomas alzaban repentinamente el vuelo, huyendo asustadas.
Inmediatamente después, escuché el segundo disparo. Y, mientras lo oía,
el Santo Padre se dobló sobre un costado y cayó sobre mí.
Instintivamente, yo también miré hacia el punto desde el que provenían
los tiros —aunque sólo me di cuenta de esto más tarde, viendo las
fotografías y las grabaciones de televisión—. Había un tumulto, un joven de
rasgos oscuros se alejaba de allí, sólo después supe que se trataba del autor
del atentado, un turco, Mehmet Alí Agca.
Quizá, ahora que lo pienso, miré hacia allí, hacia donde se había
organizado aquel revuelo, para no ver, para no aceptar el hecho tremendo
que acababa de suceder. Y que, sin embargo, «sentía» entre mis brazos.
Intentaba sostener al Papa, pero era como si él se dejase ir. Dulcemente.
Tenía un gesto de dolor, pero estaba sereno. Le pregunté: «¿Dónde?».
Contestó: «En el vientre». «¿Duele?». Y él: «Duele». La primera bala le
había destrozado el abdomen, perforando el colon, desgarrando en varios
puntos el intestino delgado, y luego había salido, cayendo en el jeep. La
segunda bala, tras rozarle el codo y fracturarle el índice de la mano
izquierda, había herido a dos turistas americanas.
Alguien gritó que fuéramos hacia la ambulancia. Pero la ambulancia se
encontraba al otro lado de la plaza. El jeep atravesó velozmente el Arco de
las Campanas, recorrió la Via delle Fondamenta, dando la vuelta completa,
por el exterior, al ábside de la basílica, se dirigió hacia el Grottone, el
Cortile del Belvedere, hasta alcanzar el FAS, los servicios sanitarios del
Vaticano, donde ya nos aguardaba, avisado mientras tanto, el doctor
Buzzonetti, el médico personal del Santo Padre.
Cogieron al Papa de entre mis brazos, lo tumbaron en el suelo, en la
entrada del edificio; sólo entonces nos dimos cuenta de la cantidad de
sangre que manaba de la herida causada por la primera bala. Buzzonetti le
dobló las rodillas y le preguntó si podía moverlas; él las movió.
Inmediatamente después, el médico dijo a gritos que fuéramos al Gemelli.
No se trataba de una elección casual, estaba decidido desde hacía tiempo ir
allí en caso de que hubiera que ingresar al Santo Padre.
Mientras tanto, había llegado la ambulancia; salimos a toda velocidad,
comenzando una desesperada carrera contra el tiempo por el Viale delle
Medaglie d’Oro. La sirena no funcionaba y el tráfico era caótico.
El Papa estaba perdiendo las fuerzas, pero todavía era consciente. Se
quejaba con gemidos apagados, cada vez más débiles. Y rezaba, le oía rezar
invocando a «Jesús» y a «María Santísima».
Pero justo cuando llegamos al Policlínico perdió el conocimiento. Fue
entonces, en ese preciso instante, cuando me di realmente cuenta de que su
vida corría peligro. Los propios médicos que le intervinieron me confesaron
más tarde que lo operaron sin creer, ésas fueron sus palabras, sin creer que
el paciente pudiera sobrevivir.
Ya no recuerdo por qué, quizá fuera por el aturdimiento que nos invadía
a todos, quizá por la conmoción de aquellos momentos dramáticos, pero
llevaron al Santo Padre a la planta décima para bajar a la novena, donde
estaba el quirófano. En un determinado momento oí gritar a alguien: «¡Por
aquí llegamos antes!». Y, para acortar camino, los enfermeros forzaron dos
puertas.
Yo también pude entrar, había mucha gente. Me quedé allí, en una
esquina, por lo que pude ir enterándome de todo al instante. Había
problemas con la presión sanguínea, con el ritmo cardíaco. Pero el peor
momento fue cuando el doctor Buzzonetti se me acercó para pedirme que le
administrara al Santo Padre la extremaunción. Lo hice en el acto, pero con
el corazón desgarrado. Era como si me hubiesen dicho que ya no se podía
hacer nada. Además, la primera transfusión no había ido bien. Fue necesaria
una segunda; esta vez los que donaron sangre fueron los propios médicos
del hospital.
Por suerte, ya había llegado el cirujano, el profesor Francesco Crucitti,
que se había ofrecido a operar ya que el cirujano jefe estaba en Milán, y
comenzó la operación.
¡Por fin comenzó! Me encontraba ya fuera de la sala de operaciones y no
hacía otra cosa sino rezar, rezar, rezar. Cada cierto tiempo venía un médico
a informarme de cómo iba la intervención; tras recibir las noticias, me
recogía más intensamente en mis oraciones. Me abandoné en las manos de
Dios, invoqué a la Santa Virgen...
Después de casi cinco horas y media, alguien, ahora no recuerdo siquiera
su cara ni sus palabras exactas, vino a decirme que la operación había
concluido, que todo había salido bien, y que, por lo tanto, habían
aumentado las esperanzas de vida.
Trasladado al centro de reanimación, el Santo Padre salió de la anestesia
durante las primeras horas del día siguiente. Abrió los ojos, me miró muy
despacio, como si le costase reconocerme, y pronunció unas pocas palabras:
«Dolor... sed...». Y: «Como a Bachelet...». Evidentemente, había pensado
en la analogía de su caso con lo sucedido al profesor Vittorio Bachelet,
asesinado un año antes por las Brigadas Rojas.
Tras un breve reposo, el Papa se despertó a primera hora de la mañana,
me miró de nuevo, esta vez con un objetivo en la mirada y, por increíble
que parezca, me preguntó: «¿He rezado la completa?». Creía que era aún el
miércoles 13 de mayo.
Los primeros tres días fueron terribles. El Santo Padre rezaba
continuamente. Y sufría, sufría muchísimo. Pero sufría todavía más —
porque se trataba de un sufrimiento interior, profundo, que no cesaba— por
el inminente final del cardenal Wyszynski.
Yo había estado con el primado, ya en cama debido a su grave
enfermedad, en su residencia de Varsovia, dos días antes del atentado. El
Santo Padre me había enviado allí para hacerle una visita. El cardenal sabía
que se acercaba el fin, pero estaba sereno, se había abandonado totalmente a
la voluntad de Dios. Hablamos durante largo rato; él quiso transmitirle sus
últimas voluntades al Papa, le escribió una carta.
Pero luego, apenas se enteró del atentado y de que el Santo Padre podía
morir, Wyszynski se aferró, cómo decirlo, se aferró a la vida, no quería irse
sin tener la certeza... Y por eso padeció una agonía atroz que se prolongó
durante tres semanas. Cerró los ojos para siempre sólo cuando le
confirmaron que el Papa estaba fuera de peligro.
Recuerdo ahora, emocionado, la última, brevísima, conversación por
teléfono que mantuvieron el primado agonizante y el Papa todavía débil,
convaleciente. Se podía oír la voz, ya exangüe, del cardenal: «Estamos
unidos por el dolor... Pero usted está a salvo». Y luego: «Santo Padre, déme
su bendición...». Y Wojtyla, que no quería pronunciar aquellas palabras,
sabiendo que eran el adiós definitivo: «Sí, sí. Bendigo sus labios... Bendigo
sus manos...».
Pero para Juan Pablo II el sufrimiento aún no había acabado. Ya de
regreso al Vaticano, reapareció la fiebre, acompañada de malestar general,
de dolores cada vez más agudos. Tras ingresarle nuevamente en el Gemelli,
se descubrió aquel maldito virus, el citomegalovirus. Superada la infección,
se hizo necesaria una segunda intervención quirúrgica para eliminar la
colostomía. Esta vez todo fue bien, no surgieron complicaciones
posteriores. El 14 de agosto, víspera de la fiesta de la Asunción, el Santo
Padre pudo regresar definitivamente a casa.
Pero ahora tengo que dar un paso atrás. Tengo que hablar de Fátima...
A decir verdad, Juan Pablo II no había pensado en Fátima durante los
días inmediatamente posteriores al atentado. Sólo más tarde, cuando ya
estaba recuperado y comenzaba a recobrar las fuerzas, empezó a reflexionar
sobre aquella singular —y es decir poco— coincidencia. ¡Siempre el 13 de
mayo! Fue un 13 de mayo, de 1917, cuando se apareció por primera vez la
Virgen en Fátima, y en otro 13 de mayo habían intentado asesinarlo.
Al final, el Papa se decidió. Preguntó si podía ver el tercer «secreto» de
Fátima, que se conservaba en el Archivo de la Congregación para la
Doctrina de la Fe. Y el 18 de julio, si no me equivoco, el entonces prefecto
de la congregación, el cardenal Franjo Seper, le hizo entrega de dos sobres
—uno con el texto original de sor Lucía, en portugués; el otro con la
traducción al italiano— a monseñor Eduardo Martínez Somalo, sustituto de
la Secretaría de Estado, que los llevó al Gemelli.
Eran los días del segundo ingreso hospitalario. Fue entonces cuando el
Santo Padre leyó el «secreto»; una vez leído, ya no tuvo dudas. En aquella
«visión» había reconocido su propio destino; se convenció de que había
salvado la vida, mejor dicho, de que se la habían dado de nuevo, gracias a la
intervención de la Virgen, a su protección.
Sí, es cierto, el «obispo vestido de blanco» había sido asesinado, según lo
referido por sor Lucía, mientras que Juan Pablo II había escapado a una
muerte casi segura. ¿Y entonces? ¿No podía ser precisamente eso lo que
quería decir? ¿Que los caminos de la historia, de la existencia humana, no
están preestablecidos a la fuerza? ¿Que existe una Providencia, una «mano
materna» capaz de hacer «equivocarse» a quien ha apuntado una pistola con
la seguridad de que va a matar?
«Una mano disparó y otra guió la trayectoria de la bala», decía el Santo
Padre.
Y hoy esa bala, «inofensiva» ya para siempre, está encastrada en la
corona de la imagen de la Virgen de Fátima.
20
¿Pero quién puso el arma en la mano?
Las manecillas del reloj acababan de marcar el inicio del nuevo día. Era
el 13 de diciembre de 1981, un domingo. Por las calles de Varsovia, en los
cruces principales, comenzaron a verse carros armados. Pasaron las horas
y las primeras noticias fragmentarias empezaron a llegar a Occidente,
sobre todo a través de algunas emisoras de radio. Desde el Vaticano,
alguien intentó ponerse en contacto con Polonia, pero sin éxito, los
teléfonos se habían quedado mudos.
Sólo pudimos entender el porqué de aquel «silencio» horas después. Ya
antes de la medianoche se habían cortado todos los canales de
comunicación. Al mismo tiempo se habían cerrado las fronteras. Primero
por la radio y la televisión, más ampliamente a lo largo de la mañana,
supimos que a las seis de la madrugada se había decretado el estado de sitio
en Polonia. Y fue un auténtico shock.
Sí, de acuerdo, hacía tiempo que se temía que ocurriera algo así. Y en los
últimos días había aumentado la preocupación ante el peligro de que se
produjera una invasión. En este sentido había llegado incluso una llamada
por teléfono de Brzezinski. Además, se sabía que las fuerzas del Pacto de
Varsovia situadas en Polonia estaban haciendo maniobras en dirección a la
capital. Pero nadie hubiera podido nunca imaginar una solución de ese tipo.
El Santo Padre, cuando tuvo conocimiento del hecho, también se quedó
sorprendido. Angustiado y sorprendido.
A esas horas, miles de sindicalistas y de intelectuales habían sido ya
deportados a campos de concentración, y Lech Walesa, el líder de
Solidaridad, estaba recluido en un lugar desconocido. Con la ley marcial
quedó suspendida la actividad de los sindicatos y se abolió el derecho de
huelga, pero, además, por encima de todo, se suprimió el derecho a la
libertad de todo un pueblo.
Fue una profunda humillación para Polonia. Después de todo lo que
había sufrido a lo largo de su historia, la nación polaca no se merecía este
nuevo martirio. No se merecía verse criminalizada hasta ese punto.
Lo que ocurrió, en algunos aspectos, representó la inevitable conclusión
de una crisis que se había ido agravando día a día. La Iglesia polaca —
guiada ahora por el nuevo primado, Josef Glemp— había intentado,
inútilmente, actuar como mediadora entre las dos partes: entre Solidaridad,
cuyos sectores más radicales se mostraban cada vez más agresivos, más
claramente antisoviéticos, y entre un régimen cada día más militarizado
(después de la designación del general Wojciech Jaruzelski como secretario
del Partido Comunista) y que sufría constantes presiones por parte de
Moscú.
En palabras de Adam Michnik, uno de los jefes históricos de la
izquierda: «La Unión Soviética ha hecho de todo para camuflar su
participación en el “pronunciamiento”. La excusa ofrecida es óptima:
“Han sido los propios polacos los que han resuelto sus problemas”». Y, de
hecho, Jaruzelski se había decidido por el auto golpe de Estado,
considerándolo el «mal menor»...
Pero era el «mal menor» sólo para el general Jaruzelski, según la
explicación que él mismo intentó dar más tarde. ¡El resto del mundo, en
cambio, condenó aquella elección! Y, además, estoy convencido de que si el
general hubiese resistido a las presiones de Moscú (o al chantaje, o incluso
al farol, como dijo alguien), la Unión Soviética nunca hubiera intervenido.
Ya tenía sobre las espaldas la trágica experiencia de Afganistán. ¿Cómo
hubiese podido, en esos momentos, invadir un país más grande que
Afganistán y mantener un conflicto bélico en dos frentes?
El día 13, ya avanzada la mañana, Juan Pablo II, todavía
profundamente turbado, habló a los fieles usando seis veces la palabra
«Solidaridad». Y luego, dirigiéndose a la Virgen, le «explicó» (como si el
interlocutor fuese ella, no el Kremlin) diversos aspectos de la doctrina
social de la Iglesia, de la justicia.
Y de allí surgió la idea de la oración a la Virgen de Czestochowa, con la
que el Papa concluía todos los miércoles la audiencia general, recordando
el derecho de sus conciudadanos a vivir su propia vida y a resolver sus
problemas internos dentro del espíritu de sus propias convicciones.
Esa noche, al final de la cena, el Santo Padre nos dijo: «Oremos. Oremos
con gran serenidad. Y aguardemos una señal desde lo Alto». Consiguió
superar aquellos momentos dramáticos confiando plenamente en Dios, en la
Providencia. Pero, mientras tanto, no dejaba de pensar qué hacer, cómo
ayudar a su pobre patria.
Estaba claro que no podía ir a Polonia; lo había descartado desde un
principio. Sin embargo, creía que era importante ofrecer un testimonio
visible del amor del Papa y de la Iglesia al pueblo polaco. Por eso envió a
monseñor Luigi Poggi (hoy cardenal), que era entonces nuncio apostólico
con responsabilidades especiales y que se ocupaba de forma especial de
Europa del Este.
El 17 de diciembre llegó una noticia trágica. No lejos de Katowice, en la
mina de Wujek, los mineros se habían declarado en huelga y ocupado la
zona. Intervinieron los zomo (cuerpos mecanizados de reserva), gente
violenta que rozaba la crueldad. Se produjo un durísimo enfrentamiento,
murieron nueve obreros y cuatro policías; posteriormente, fueron agredidos
médicos y enfermeros de las ambulancias de socorro.
El Papa, con el corazón destrozado, escribió inmediatamente al general
Jaruzelski, apelando a su conciencia, para pedir que se pusiese fin «al
derramamiento de sangre polaca» y que se volviese a los métodos de
diálogo pacífico que habían caracterizado los esfuerzos de renovación
social desde agosto de 1980. Todo ello precedido de un clarísimo
paralelismo entre el estado de sitio y la «ocupación nazi».
A las pocas horas, Jerzy Kuberski se presentó en el Vaticano. Era el
ministro de Asuntos Religiosos, pero, en ausencia del titular, encabezaba la
delegación del Gobierno polaco para los contactos de trabajo con la Santa
Sede. Había sido él quien, a las cinco de la mañana del día 13, había
advertido al general Glemp, en Varsovia, que de allí a una hora iba a
decretarse el estado de sitio.
Kuberski se hizo recibir por monseñor Achille Silvestrini, secretario del
Consejo para los Asuntos Públicos de la Iglesia, al cual, en nombre de
Jaruzelski, le pidió oficialmente que el Papa retirase su carta. El general—
dijo— no podía aceptar aquella referencia al nazismo bajo ningún
concepto. Monseñor Silvestrini, naturalmente, le respondió, con toda
firmeza, que una proposición semejante era inaceptable. En todo caso, que
el general le escribiese personalmente al Pontífice.
Para el Vaticano, el asunto podía darse por concluido ya mismo. Pero,
más tarde, el Papa pensó que, actuando de ese modo, se corría el riesgo de
obtener el efecto contrario al que era el objetivo fundamental e inmediato,
es decir, proteger vidas humanas. Así, la referencia a la invasión nazi se
transformó en un recordatorio de las «graves ofensas» que Polonia había
soportado y de la «mucha sangre» vertida por el pueblo en los «últimos dos
siglos».
Monseñor Poggi partió hacia Polonia con esta nueva carta, fechada a
18 de diciembre de 1981. Fue un viaje lastrado de obstáculos, de
dificultades. El nuncio fue en avión a Viena; luego tomó el tren, pero en la
frontera checa le detuvieron (el vagón estuvo una hora parado y la policía
registró el equipaje) porque no tenía «visado» para cruzar ese país. Por fin
llegó a Varsovia, solicitó tener una entrevista con Jaruzelski y, una vez ante
él, le entregó la misiva del Pontífice.
Era la vigilia de Navidad. El Santo Padre hizo que pusieran una vela
encendida en la ventana de su estudio, como señal de esperanza. Por la
tarde, notó algo del calor de las gentes de su tierra intercambiando
felicitaciones y repitiendo el tradicional gesto del oplatek —es decir, trocear
pan ácimo y repartir los pedazos— con un pequeño grupo de polacos
residentes en Roma y en el resto de Italia.
Pero para Juan Pablo II aquellas Navidades y aquella salida y entrada de
año fueron de una tristeza indecible. Una de las cosas que más angustia le
producía era no tener noticias, no poder «comunicarse» con Polonia. A
pesar de que, de vez en cuando, conseguía tener contactos con
representantes de la oposición, con los que estaban exiliados, como Bohdan
Cywinski, uno de los primeros consejeros de Solidaridad, pero también, por
vías indirectas, como es lógico, a través de terceros, con aquellos que
estaban en la cárcel, como Michnik, al que envió una Biblia, y el propio
Walesa.
Las cárceles, de hecho, seguían atestadas; y de la cárcel sólo se salía
para ser procesado. Continuaba en vigor la ley marcial; las aparentes
concesiones se alternaban con medidas aún más rígidas. Detrás de todo,
claramente, se encontraba Moscú, que no aceptaba la más mínima
apertura. El Papa no pudo acudir a Czestochowa, en agosto de 1982, para
asistir a las celebraciones marianas. Y en octubre se declaró oficialmente
que Solidaridad se había disuelto.
Era preciso, por lo tanto, encontrar los medios e instrumentos para que
el sindicato sobreviviera, o, al menos, para que lo hicieran sus ideales, su
utopía revolucionaria.
Llegados a ese punto, el mundo libre entendió por fin la importancia de
lo que estaba en juego. La movilización fue masiva, sin distinciones
ideológicas, sin enfrentamientos ni rivalidades. Estados, organismos
internacionales, sindicatos, voluntariado, caridad privada y asistencia
pública: fue un gran río solidario que, con frecuencia por los caminos más
impensables, llegó hasta Polonia y sostuvo de forma determinante a
Solidaridad.
Algunos medios de comunicación occidentales hablaron con «malicia»
de la ayuda proporcionada por la Sede Apostólica. Pues bien, debo repetir
una vez más que Solidaridad no recibió jamás ningún tipo de ayuda
financiera o económica por parte de Juan Pablo II. Recibió, en cambio, un
gran apoyo moral, exclusivamente moral. El Santo Padre apoyaba el
derecho del hombre a luchar por su libertad y su independencia. Por lo
tanto, todas las habladurías, del tipo que sean, sobre presuntas
financiaciones a Solidaridad por parte del Papa, son pura invención. ¡Son
una calumnia!
Parecía que todo estaba acabado. Que se había borrado para siempre
del mapa aquella breve, pero exultante, estación nacida bajo el signo de la
libertad, de la solidaridad. Pero la historia no se detuvo. No podía
detenerse. También porque el régimen polaco, cada vez más odiado y,
consecuentemente, cada vez más aislado, más débil, tenía que hacer frente
—tras la suspensión de ayudas por parte de Occidente— a una gravísima
crisis económica.
Los dirigentes comunistas, por lo tanto, no podían prescindir de la idea
de reestablecer algún tipo de diálogo con la Iglesia. Hubo un primer
encuentro entre monseñor Glemp y Jaruzelski, que, si por un lado
contribuyó indirectamente a que fracasara la huelga general planeada por
el movimiento clandestino, por otro permitió fijar la fecha del segundo
viaje pontificio.
Gracias a estas novedades, algo empezó a cambiar. Walesa fue liberado
y abandonó su arresto domiciliar en Arlamovo. Se cerraron casi todos los
campos de concentración. Permanecían en vigor, de todas formas, las
restricciones a las libertades individuales y civiles, seguían actuando los
tribunales especiales, se mantenía un agobiante clima de opresión y, al
mismo tiempo, de inseguridad. A los polacos, en suma, era como si les
faltase el aire, aquel aire que habían respirado en los tiempos de
Solidaridad.
En esto, la fecha del viaje de Juan Pablo II se aproximaba cada vez
más...
22
¡Solidaridad vive!
Juan Pablo II quería regresar a Polonia a toda costa. Sentía que era su
deber ayudar a aquel pueblo a reencontrar, al menos, la fe en sí mismo, la
fuerza para tener esperanza.
¿Pero podía ir a Polonia durante el estado de sitio? ¿No corría así el
riesgo de legitimarlo, aunque nada estuviera más lejos de su intención? En
suma, ¿qué era mejor, estrechar la mano de aquella gente o negarse a
hacerlo?
Al final, tras una larga reflexión, brotó la respuesta más natural: el Papa
podía, perfectamente, ir a Polonia y, al mismo tiempo, mostrar claramente
que no aceptaba aquella situación. Y fue una decisión justa, sabia, eficaz,
porque de esa forma, sólo de ésa, fue posible que se salvaran Lech Walesa y
Solidaridad.
Pero comencemos por el principio.
Intentaré contar cómo fue aquel viaje de junio de 1983, un viaje decisivo
para el futuro de Polonia, en sus momentos más cruciales. Intentaré hacerlo,
en parte, basándome en mis apuntes, y en parte confiando en la memoria.
En esa época, Walesa no existía para los dirigentes comunistas. No lo
llamaban ni siquiera por su nombre; cuando se referían a él decían,
simplemente, «el electricista». Precisamente por eso, el Papa dejó muy
claro que visitaría Polonia con la condición de entrevistarse con Walesa.
Pero el general Jaruzelski se oponía a ello frontalmente. Para superar el
impasse se llegó a un compromiso que no sólo era muy precario, sino que
estaba cargado de dudas, de omisiones, de detalles dejados en una nebulosa.
De hecho, cuando llegó a Polonia, el 16 de junio, el Santo Padre
descubrió que el encuentro no estaba en modo alguno asegurado, es más,
existía el riesgo de que se anulase. Desconcertado, se desahogó con sus más
estrechos colaboradores: «¡Si no puedo verlo, regreso a Roma!». Alguien
de su séquito manifestó su perplejidad. Él repuso: «¡Tengo que ser
coherente de cara a los demás!».
En cualquier caso, que su intención era la de apoyar a Solidaridad lo
había dejado muy claro desde un principio, nada más descender del avión.
Besó el suelo polaco (aunque ya lo había hecho en su primera visita) y
explicó que era como si besase a su propia madre, una madre que estaba
sufriendo mucho una vez más. Añadió que venía para todos, incluidos los
que estaban en la cárcel. Luego, en la catedral, donde está la tumba del
cardenal Wyszynski, agradeció a la Providencia que le hubiese ahorrado al
primado los dolorosos sucesos del 13 de diciembre de 1981. Esta frase, al
día siguiente, fue censurada en todos los periódicos.
El encuentro con el general Jaruzelski... En el discurso público, el Papa
pidió expresamente que se respetasen los acuerdos de agosto de 1980, los
que habían rubricado tanto el Gobierno como los sindicatos. En el coloquio
privado, lo que le dijo al general, esencialmente, fue que podía incluso
entender que hubiera decretado el estado de sitio, pero que jamás aprobaría
la abolición de Solidaridad, el sindicato a través del cual se había expresado
el alma polaca.
Ya de regreso, Juan Pablo II se detuvo en la iglesia de los Capuchinos,
donde se conserva el corazón de un gran soberano, Juan Sobieski. Y allí
pudo hablar con diversos miembros de la oposición, sobre todo con
intelectuales y artistas, así como con la madre de un joven que había sido
asesinado por la policía.
Llegó el momento de acudir a Czestochowa; el aumento de la tensión se
advirtió de inmediato. La policía se mantenía en estado de alerta, estaba
preocupada por la masiva participación de los jóvenes. Pero, no obstante el
encendido entusiasmo, no obstante la evidente intención de los jóvenes de
transformar el encuentro en una manifestación en contra del régimen, el
Santo Padre frenó en seco toda forma de contestación. A pesar de que su
consigna —«¡Debéis permanecer vigilantes!»— no se entendió
precisamente como una frase retórica.
Al día siguiente, el domingo 19, estaba prevista la jornada mariana, con
una misa y la coronación de cuatro imágenes de la Virgen, veneradas en
otros tantos santuarios. Asistió una multitud ingente, dos millones de
personas, y en la homilía Juan Pablo II dijo expresamente que Polonia debía
ser un Estado soberano y que la soberanía se basa en la libertad de los
ciudadanos.
A esa misma hora llegaron a Czestochowa algunos dirigentes del
Politburó. Si ya se habían quedado profundamente turbados por las diversas
intervenciones del Santo Padre, ahora estaban doblemente preocupados ante
lo que pudiera decir esa tarde en el «solemne llamamiento». Solicitaron
tener un coloquio con monseñor Bronislaw Dabrowski, secretario del
episcopado, y le dijeron con total claridad que el Papa tenía que cambiar el
contenido de sus discursos.
Monseñor Dabrowski se lo refirió al Pontífice y regresó junto a los
representantes del Partido con la respuesta del Papa. La respuesta era que, si
no podía decir lo que pensaba, si no podía pronunciar los discursos que
había preparado en su propio país, en su patria, ¡estaba dispuesto a volverse
a Roma!
Frente a la firmeza de Juan Pablo II, éstos no replicaron y regresaron a
Varsovia para presentar su informe. Por su parte, el Santo Padre atenuó
ligeramente el texto del «llamamiento», pero sólo en el tono, no en lo
concerniente a los conceptos, a los argumentos. Pidió, entre otras cosas, que
se tuviese el valor de retomar el diálogo social: justo lo que Jaruzelski no
quería hacer, según había repetido hasta al propio Papa.
Continuó la visita. En Poznan, el Pontífice pronunció por primera vez el
nombre de Solidaridad. En Katowice afirmó que los obreros tenían derecho
a contar con sindicatos libres. En Breslavia, que era preciso conservar
cuanto había de positivo en Solidaridad; mientras tanto, los monaguillos se
alzaban la túnica blanca para enseñar la camiseta con aquella inscripción
que ya se había hecho famosa en el mundo entero.
La tarde del 21 de junio Juan Pablo II llegó a Cracovia, donde le
esperaba, en vez del papamóvil, un coche cerrado; pero él lo rechazó,
prefirió subir a un autobús, en el que cruzó las calles de la ciudad. Una vez
en el episcopado, y ya sentado a la mesa, tuvo que interrumpir la cena para
asomarse a la ventana y hablar a los miles de jóvenes que se habían
congregado para saludarlo. También entonces alguien del séquito papal
manifestó su preocupación, argumentando que hubiera sido preferible una
actitud más «contenida».
Al día siguiente, dos millones de personas acudieron al Blonie para
asistir a la beatificación de dos grandes figuras polacas: el padre Rafael
Kalinowski, carmelita descalzo, y fray Alberto Chmielowski, apóstol entre
la gente más humilde, fundador de la orden de los Albertinos. Al final de la
misa, mientras la multitud se iba dispersando lentamente, asomaron las
banderas de Solidaridad. Aparecieron los helicópteros que, volando a baja
altura, pensaban (equivocadamente) que asustarían a la gente, obligándola a
echar a correr hacia sus casas. Pero todo se desarrolló con absoluta
tranquilidad, ordenadamente, justo como quería el Santo Padre, sin dejar el
más mínimo resquicio a las provocaciones.
Pero, mientras tanto, ya había explotado el Gran Miedo del régimen. Esa
tarde, en la catedral de Wawel, se produjo inesperadamente un segundo
encuentro entre el Pontífice y el general Jaruzelski. Un encuentro deseado
por la clase política (y no por la Iglesia, como se intentó hacer creer), un
poco para serenar el clima, un poco para atenuar el impacto de lo que iba a
ocurrir al día siguiente, y un poco también porque Jaruzelski —y esto
podría explicar la larga duración de la entrevista, casi una hora y media—
quería exponerle al Papa «sus» razones.
Para el Santo Padre, si se me permite interpretar su pensamiento, el
general era un hombre dotado de inteligencia, de cultura. Demostraba
también un cierto patriotismo. Pero, hablando en términos políticos, se
inclinaba hacia el este, no hacia el oeste. Para Jaruzelski, todo lo
concerniente al futuro de Polonia, cualquier posible solución, pasaba por
Moscú, nunca por Occidente.
Por fin, la mañana del 23 de junio, después de haberlo mantenido en
secreto hasta el último momento, se produjo el encuentro del Papa con Lech
Walesa, trasladado en helicóptero junto a su mujer y cuatro de sus hijos. El
lugar del encuentro (elegido por el régimen por su «inaccesibilidad») era un
refugio de montaña en las inmediaciones de Zacopane, a los pies de los
montes Tatra. Todo había sido preparado ad hoc por los servicios de
seguridad; habían diseminado micrófonos por el salón y los camareros
habían sido sustituidos por sus propios hombres, especialistas en ese sector.
La puesta en escena, sin embargo, era tan evidente que el Santo Padre lo
advirtió todo enseguida. Se llevó a Walesa afuera, al pasillo, y lo invitó a
sentarse allí, en un banco. Quizá también allí había micros, pero, de todas
formas, si los escuchaban no pasaba nada. No había ningún problema.
En esos momentos lo de menos eran los discursos, las palabras; lo
importante era el hecho en sí, el gesto. Era importante que Juan Pablo II
estuviera allí y que se estuviese entrevistando con Walesa. «Sólo quiero
decirle una cosa: que rezo a diario por usted». Es decir, rezaba a diario por
Walesa y por todas las mujeres y los hombres de Solidaridad. Para
demostrar a todo el mundo, y sobre todo a los jefes comunistas, que el
movimiento estaba vivo y que no constituía en absoluto un capítulo cerrado.
Precisamente por eso se decidió intervenir inmediatamente, desmintiendo
aquel ingenuo artículo aparecido en L’Osservatore Romano en el que se
interpretaba el encuentro con el Papa como un «tributo al vencido». ¡Como
si Walesa y su sindicato hubiesen sido derrotados, definitivamente
derrotados, en la batalla contra el régimen! ¿Se podía permitir que diese la
impresión de que la Iglesia se había olvidado de Solidaridad? ¿Se podía
dejar creer que la Iglesia no era un aliado seguro de la clase obrera y que,
por lo tanto, no se podía contar con ella?
Aquel viaje terminó con una anécdota peculiar. El presidente del Consejo
de Estado, Jablonski, le dijo en privado a Juan Pablo II: «A su llegada, le
hemos saludado como al Papa de la paz; dentro de cuatro años saludaremos
al Papa de la reconciliación». No sé hasta qué punto el general Jaruzelski
compartía ese punto de vista.
En cualquier caso, a pesar de las dificultades, el viaje fue un éxito. El
Santo Padre supo dar con el tono adecuado para apoyar moralmente a una
nación triste, desilusionada, amargada, y para mantener con vida a
Solidaridad, que, en esos momentos, no existía oficialmente. Y todo esto sin
provocar, ni siquiera involuntariamente, desórdenes o enfrentamientos.
Un mes después, Jaruzelski levantó el estado de sitio y empezó a vaciar
las cárceles, hasta conferir una apariencia de liberalidad al régimen
polaco.
Pero aún tenían que pasar varios años para que Polonia volviese a ser
una nación libre. Años contradictorios, como toda época de transición.
Años de terribles sombras y de luces de esperanza. En 1984 se produjo el
feroz asesinato del padre Jerzy Popieluszko, un valeroso sacerdote, gran
defensor de Solidaridad y de los derechos de los trabajadores. Y en junio de
1987 Juan Pablo II regresó por tercera vez a su patria: un «servicio a la
verdad», como él mismo definió aquel viaje, en el que denunció el vacío
programático que caracterizaba ya al «socialismo histórico».
A partir de ese momento se inició, justamente, ese impetuoso proceso
que, en el giro de dos años, condujo a la libertad, al regreso de
Solidaridad, a la legalidad, al primer Gobierno no comunista en Europa
centro-oriental (capitaneado por un católico, Tadeusz Mazowiecki), y, por
último, a que aquel ex electricista de los astilleros Lenin de Gdansk fuese
elegido presidente de la república.
Polonia, en definitiva, abrió el camino del gran vuelco que marcó el fin
del comunismo.
23
Una nueva evangelización
El encuentro entre Juan Pablo II y los países del Tercer Mundo fue
natural, espontáneo. Vieron en él a un portavoz autorizado a escala
mundial. A un «aliado», como se definía a sí mismo. Pero fue un encuentro
espontáneo también por la gran cercanía existente —en materia de
religiosidad popular, de pobreza, de falta de libertad— entre aquel Papa
llegado de un país dominado por un régimen autoritario y las poblaciones
que vivían bajo la opresión de los dictadores locales y de las grandes
potencias que los protegían.
El Santo Padre comprobó la existencia de este lazo —histórico y, al
mismo tiempo, personal— cuando en junio de 1992 viajó a Angola,
entonces bajo una dictadura de sello marxista. Al final, en el discurso a los
obispos, el Papa estableció un paralelismo entre el Pentecostés celebrado
aquel domingo, allí, en el país africano, y el Pentecostés celebrado en
Gniezno, durante su primer regreso a una Polonia todavía comunista. «Es el
mismo proceso», hizo notar. «Los lugares son geográficamente distintos,
pero el sistema es el mismo, un sistema que programa el ateísmo
ideológico. Del otro lado está la Iglesia, que no programa, sino que sigue la
palabra de Dios, sigue las promesas de Jesucristo».
Ya hacía tiempo, sobre todo a partir del Concilio Vaticano II, que el
catolicismo había empezado a dejar de lado su «vestimenta» demasiado
europea, occidental. La misma curia romana, desde la época de Pío XII,
había empezado a asumir una dimensión cada vez más universal. Y Juan
Pablo II acentuó este proceso. Fue él quien, por primera vez, puso a un
representante del África subsahariana, el cardenal Bernardin Gantin, a la
cabeza de una de las congregaciones más importantes, la que se encarga de
la creación de las diócesis y de la elección de los obispos...
El Santo Padre quería que la curia fuese, en todo y para todo, la
expresión auténtica y transparente de la universalidad del catolicismo. Sabía
que había italianos muy preparados, de gran peso, y que Italia tenía muchos
méritos por su constante fidelidad a Cristo y al papado. Pero era su deseo
que la Santa Sede fuese realmente la «sede» de toda la Iglesia, no de un
único país.
Por eso, hizo venir al Vaticano a personas de prestigio procedentes de
todos los continentes, para que colaborasen con él en el gobierno central y,
al mismo tiempo, representasen a sus Iglesias en el centro del catolicismo.
Una manifestación verdadera, visible, por tanto, de colegialismo episcopal.
Pienso ahora, entre tantos que debería recordar, en el cardenal Francis
Arinze, nigeriano, o en el cardenal Roger Etchegaray, francés, al que el
Papa encomendó —en calidad de su «enviado para la paz»— tantas
misiones difíciles en países en guerra o que acababan de salir de un
conflicto desgarrador, como Líbano, Bosnia, Irak, Sudán.
Fue la encíclica Redemptoris missio (1991) la que desplazó
decisivamente el centro de gravedad de la Iglesia hacia horizontes
mundiales. Y, con sus viajes, el papa Wojtyla «acompañó» este
desplazamiento de la acción evangelizadora a lo largo del eje norte-sur.
Pudo así conocer la trágica realidad del Tercer Mundo. Y comprobar
personalmente la explotación de la que eran objeto aquellos países por
parte de las naciones ricas y la situación de miseria, de subdesarrollo
social, económico y cultural que se derivaba de ello.
Resultaría banal, ocioso, decir que Juan Pablo II nunca se ha identificado
con los poderosos, con los ricos. Su corazón, su alma, su preocupación
como hombre de Dios, se han dirigido siempre hacia los más débiles, los
más marginados.
Durante su primer viaje a África, en mayo de 1980, quiso visitar las
regiones más pobres, las del Sahel, devastadas por el avance del desierto.
La etapa de Alto Volta (hoy, Burkina Faso) duró sólo unas pocas horas, pero
fueron suficientes para que el Papa viese con sus propios ojos la tragedia de
un «país de la sed». Uagadugú, la capital, estaba cubierta por un manto de
arena roja, los grifos secos, las carcasas de los animales por las calles, y por
todas partes se veían signos de una pobreza espantosa.
El Santo Padre se sintió tan impresionado que, nada más llegar, les pidió
a algunos «expertos» africanos (los cardenales Gantin, Thiandoum y
Zoungrana, el arzobispo Sangaré) que lo ayudaran. Se sentaron alrededor de
una mesa y de allí, con la colaboración de todos, salió el famoso
«llamamiento» que el Papa leyó poco después: «Yo, Juan Pablo II, obispo
de Roma y sucesor de Pedro, soy ahora la voz de los que no tienen voz: la
voz de los inocentes muertos porque carecían de agua y de pan; la voz de
los padres y las madres que han visto morir a sus hijos sin entender...».
Gracias a estos viajes y a su presencia, el Papa pudo apoyar y
reivindicar públicamente los derechos de esos pueblos a una mayor
justicia, a la libertad...
Cuando visitó Centroamérica, en 1983, fue también a Haití, entonces
dominada por la poderosa familia Duvalier. Al leer el discurso, en el que se
repetía el eslogan del Congreso Eucarístico local, «Es necesario que algo
cambie aquí», el Santo Padre se dio cuenta del efecto que esas palabras
estaban causando entre la multitud, inmensa, entusiasta. Y, así, cada vez que
pronunciaba el eslogan lo hacía con mayor fuerza.
Más tarde, en Puerto Príncipe, se produjo una auténtica manifestación
popular. Jean-Claude Duvalier, preocupadísimo, le pidió al Papa que
moderase el tono en el discurso de despedida. Pero el Papa contestó que, en
conciencia, no podía hacerlo. «Porque aquí...», dijo, «¡algo tiene realmente
que cambiar! Aquí la gente sufre. ¡No se puede seguir así!». Fue entonces,
según confirman los expertos en política, cuando se inició la marcha de
Haití hacia la democracia.
El encuentro con el Tercer Mundo contribuyó no poco a la reflexión que
hicieron tanto el Papa como la Iglesia sobre las dimensiones mundiales que
había cobrado ya la «cuestión social». Y, por lo tanto, sobre la exigencia de
establecer nuevos principios para regular las relaciones entre los pueblos
en un mundo cada vez más globalizado, cada vez más interdependiente,
pero, precisamente por esto, cada vez expuesto al riesgo de universalizar
también la pobreza, las injusticias.
Todo esto confluyó en la encíclica Sollicitudo rei socialis, en la que se
denunció el fracaso de los diversos programas de desarrollo para el Tercer
Mundo, y la creciente fractura entre un Norte cada día más rico y un Sur
cada día más pobre. Y, desde allí, el Papa volvió a lanzar la propuesta de
que la cooperación entre los pueblos se condujese de acuerdo con una
auténtica y recíproca solidaridad. Condenando no sólo las ideologías y los
diversos imperialismos, sino también las recientes y sofisticadas formas de
neocolonialismo que, bajo la apariencia de una cierta liberalidad,
continuaban condicionando las elecciones de los individuos y los pueblos.
Así, por primera vez en un documento pontificio, se habló de verdaderas
y auténticas «estructuras pecaminosas».
No se puede hablar de ningún país en concreto, pero, sin duda, al Santo
Padre le preocupaba de forma especial América Latina. Para él, era el
continente de la esperanza: esperanza para la Iglesia, pero también para la
humanidad. Y, en cambio, fue en América Latina donde comprobó que las
«estructuras» no sólo eran enemigas de la dignidad del hombre, sino que
producían cada vez mayor pobreza. Había fenómenos y situaciones que lo
angustiaban: lo extendido que estaba el analfabetismo, la miseria de las
favelas, el alto índice de desempleo, tantas familias desestructuradas, y, por
encima de todo, que se buscase remedio a esta situación refugiándose en las
sectas fundamentalistas y en sus promesas ilusorias.
La apuesta por los pobres fue el elemento inamovible de su misión
apostólica. Y, por esto, no condenó jamás los movimientos de liberación, de
auténtica liberación. Condenó, en cambio, los movimientos que conducían a
una nueva esclavitud, es decir, el marxismo, porque manipulaban a las
masas para alcanzar el poder.
Intentaba entender los problemas para demostrar que él, el Papa, amaba a
la gente que sufre. Y que si la Iglesia no puede resolver los problemas, sí
puede, en cambio, ofrecer una esperanza, algo de gran ayuda en las
situaciones difíciles.
La Sollicitudo rei socialis tuvo el mérito de acabar no sólo con la
identificación (más reciente, y, pese a ello, más peligrosa) del cristianismo
con el capitalismo, sino también con la del cristianismo con la civilización
occidental (más antigua y más arraigada). Y esto fue muy importante, sobre
todo, para replantear la misión en Oriente. O, como decía el papa Wojtyla,
para lograr que el tercer milenio fuese el milenio de la evangelización en el
continente asiático.
En Asia vive el 85 por ciento de los no cristianos. Está el «gigante
chino», todavía impenetrable. Están las religiones tradicionales. Está más
de una treintena de países musulmanes en los que la acción evangelizadora
se ve limitada con mayor o menor dureza. Y, sin embargo, a pesar de los
errores del pasado, todo parece indicar que existe espacio para una
religión como la cristiana, que une la contemplación divina con la atención
al hombre y sus problemas.
Que no se entendiese su relación con China, con el pueblo chino, fue uno
de los mayores dolores que sufrió Juan Pablo II, puedo afirmarlo.
Él amaba al pueblo chino. En el interior de su corazón se sentía
profundamente amigo, un verdadero amigo, de este pueblo. Comenzó,
incluso, a estudiar algo de su lengua, y no con vistas a un viaje que ya había
dado por irrealizable, sino para que los mensajes de felicitación que dirigía,
a través de la radio, en Navidades y Pascua les llegaran directamente a los
fieles, a los fidelísimos católicos, y fueran para ellos una señal de que el
Papa los amaba y estaba a su lado, al igual que junto a todo el pueblo chino.
El Santo Padre siempre había intentado mantener buenas relaciones con
China. Respetaba el «orgullo» de ese país por el hecho de ser chino y quería
ayudar a que ocupara el lugar que le correspondía en la comunidad
internacional. Esta era también la actitud de la Iglesia católica, la
contribución que, como entidad religiosa y espiritual, hubiese podido
aportar en campos comunes, como la promoción del ser humano y la paz en
el mundo.
No se trataba, por tanto, de una interferencia en los asuntos internos de
China, no, en absoluto. Al contrario, era un punto de apoyo para que el
pueblo chino asumiese el gran papel que le corresponde en la familia de las
naciones.
Esto era lo que quería Juan Pablo II. Este, puedo asegurarlo, era su
espíritu. Pero, y por eso sufrió tantísimo, no fue entendido. Sólo queda
esperar que China encuentre ahora la forma de responder a sus deseos...
29
Cambia el «adversario»
Creo que, desde que comencé a vivir junto a monseñor Karol Wojtyla y,
por lo tanto, a conocerlo a fondo, la cita con el año 2000 formó parte de sus
pensamientos, de sus expectativas. Y no sólo por el significado que,
obviamente, iba a tener pasar de milenio, sino también porque ese cambio
de la historia, que coincidía con que habían pasado dos mil años desde el
nacimiento de Jesucristo, el misterio central de la fe cristiana, debía ser
motivo para una profunda renovación espiritual y moral de la comunidad
católica.
Habló de ello como de un «Nuevo Testamento» ya cuando era arzobispo
de Cracovia, en las meditaciones de la Cuaresma de 1976, en el Vaticano. Y
luego, siendo ya Papa, lo repitió, casi con las mismas palabras, en su
primera encíclica, Redemptor hominis. Anticipando así la decisión de
convocar un Jubileo, un Gran Jubileo, que implicase no sólo a los
cristianos, sino, en cierta medida, a toda la humanidad. Que fuese un
llamamiento a los católicos para que hiciesen examen de conciencia y
pudiesen, así, alcanzar una transformación vital radical, pero que tuviese
también una connotación profundamente ecuménica.
De hecho, según las intenciones del Santo Padre, debía ser un momento
providencial para hacer cuentas con el pasado, para purificar la memoria de
todas las culpas, los errores, los testimonios contrarios de los que se habían
hecho responsables los cristianos a lo largo de los siglos. ¡Basta con pensar
en las cruzadas!
Esto hubiese favorecido el reforzamiento del diálogo con otras Iglesias
cristianas y otras religiones. Pero lo que más le importaba al Papa era que se
pidiese perdón sin exigir nada a cambio. La gratuidad del gesto, decía, era
la condición indispensable para que resultara creíble, eficaz.
Lo cierto es que Juan Pablo II había emprendido ese camino desde hacía
tiempo. Y los viajes habían sido el acompañamiento natural en la estación
de los mea culpa. Como en Olomouc, en Moravia, en mayo de 1995: «Hoy
yo, Papa de la Iglesia de Roma, en nombre de todos los católicos, pido
perdón por los males causados a los no católicos...». Y, más o menos en los
mismos términos, repitió aquella demanda de perdón casi un centenar de
veces.
Pero, precisamente por eso, fue muy criticado también por algunos
hombres de Iglesia, por algún cardenal. Y no pocos creyentes lo miraron
con una cierta inquietud, desorientados ante la perspectiva (errónea, de
acuerdo, pero comprensible desde su punto de vista) de que la historia de la
Iglesia no fuese sino una serie ininterrumpida de culpas, de pecados.
Antes de emprender ese camino seguramente se habrá preguntado:
«¿Qué nos dice aquí el Evangelio? ¿Qué haría Jesucristo en estas
circunstancias?». Y luego, viéndolo todo desde la óptica de la fe y
aceptándolo como una señal de la Divina Providencia, habrá tomado la
decisión con ánimo sereno. Consiguiendo, así, no desanimarse después,
mantener una actitud distanciada ante las contrariedades.
Además, hubo personas que lo apoyaron, como —debo mencionarlo una
vez más— el cardenal Etchegaray. Y, al final, las resistencias y las
perplejidades comenzaron a disiparse poco a poco. No sólo, sino que los
mea culpa se revelaron como una llave decisiva para abrir las puertas del
diálogo ecuménico e interreligioso.
De todas formas, hasta ese momento se había tratado de una iniciativa
decidida sólo por el Papa. Sólo él se había pronunciado públicamente,
había tomado posiciones. Hasta entonces, ni un solo episcopado había
trazado una relectura crítica de la historia de la Iglesia católica en este o
aquel país, haciendo declaraciones análogas a las efectuadas por el
Pontífice.
Pero aquel 12 de marzo de 2000, en la plaza de San Pedro, se celebró la
Jornada Jubilar del Perdón. Por primera vez, la Iglesia entera imploró la
misericordia de Dios por las omisiones y los pecados con los que se habían
manchado los cristianos, «desfigurando así —se reconoció con las
palabras mismas del Concilio Vaticano II— el rostro de la Iglesia». Y
comprometiéndose, con cinco solemnes «¡nunca más!», a no traicionar
jamás el Evangelio y el servicio a la verdad.
El Santo Padre habló de ello en San Pedro y también durante el Ángelus.
Al final, mientras se retiraba de la ventana, vi que todavía estaba
conmovido. Fue una de las pocas veces en que no hizo comentario alguno.
Ni una palabra sobre el momento en el que, durante el rito, se acercó a los
pies del gran crucifijo, lo abrazó largamente y lo besó. Lo que sintió
entonces se lo guardó para sí dentro de su corazón.
Pero recuerdo su mirada y era como si dijese: «Había que hacerlo, había
que hacerlo...».
Un segundo gran momento del Jubileo: la conmemoración —domingo 7
de mayo, en el Coliseo— de los Testigos de la Fe del siglo XX. Algunos
nombres eran conocidos, incluso famosos, pero la mayoría estaba
compuesta por una inmensa multitud de mártires anónimos, desaparecidos
en la nada, de los que no se supo jamás qué fue de ellos. «Casi los soldados
desconocidos», dijo el Papa, «de la gran causa de Dios».
Eran sacerdotes y laicos, catequistas sobre todo. Católicos, pero también
ortodoxos y protestantes. Un martirologio que ya sobrepasaba las
divisiones confesionales, las fronteras políticas, las barreras ideológicas. Y
en el que, además de la fe, habían entrado otras «voces», como las de la
justicia y la paz y la defensa del hombre, confirmando que la Iglesia y los
creyentes se habían ido alineando progresivamente junto a los pobres, los
marginados, los oprimidos.
El Santo Padre había insistido especialmente en la exigencia de ampliar
lo más posible la representatividad ecuménica de los Testigos de la Fe. «Los
mártires nos unen», repetía con frecuencia. «Su voz es mucho más fuerte
que la de las diferencias que tuvimos en el pasado».
Llegados a este punto, me gustaría subrayar un detalle concreto de
aquella ceremonia. En la oración que cerraba la séptima categoría, la de los
cristianos que han dado su vida por Cristo y por los hermanos de América
Latina, se recordó también a monseñor Óscar Romero, arzobispo de El
Salvador, asesinado mientras celebraba la Eucaristía. El Santo Padre lo
había querido así. La víspera se habían producido polémicas, falsas
ilaciones. Pero el Papa lo cortó todo de raíz. Cuando los organizadores se
reunieron con él, les pidió expresamente que se incluyese el nombre —
fueron sus palabras precisas— de «aquel gran testigo del Evangelio».
Eran las mismas palabras, más o menos, con las que Juan Pablo II, con
gran firmeza, había rechazado en 1983 la sugerencia de algunos obispos
latinoamericanos de que no acudiera a la tumba de monseñor Romero
porque estaba considerado un personaje demasiado comprometido
políticamente: «No, el Papa tiene que ir, se trata de un obispo que ha sido
asesinado justo cuando se encontraba en el corazón de su ministerio
pastoral, durante la celebración de la Santa Misa».
A finales del segundo milenio la Iglesia se había convertido, de nuevo,
en una Iglesia de mártires. La persecución religiosa no había cesado al
desaparecer el comunismo ateo, sólo se había «desplazado»
geográficamente: ahora los epicentros eran China y los países musulmanes
conquistados por el fundamentalismo. Pero por todas partes, aunque de
forma menos brutal, la libertad religiosa —obstaculizada en el plano
administrativo, o bien expulsada de la vida pública y relegada a las
conciencias— continuaba siendo objeto de una serie impresionante de
ataques, de violaciones. Hasta tal punto que en el mundo debe haber
doscientos millones de cristianos perseguidos y más de cuatrocientos
millones de personas discriminadas a causa de su fe.
El Santo Padre recordaba siempre la peregrinación a la Colina de las
Cruces, en Lituania, cerca de Siauliai.
Las primeras cruces se pusieron después de la insurrección contra los
rusos de 1863; luego continuó la tradición, sobre todo durante la ocupación
soviética. Daba igual que los comunistas devastasen cíclicamente la colina:
al día siguiente, los lituanos la recubrían de nuevo de cruces. Así durante
años.
El Papa caminó un buen rato por aquel bosque de cruces. Había también
una en recuerdo del atentado que había sufrido. Tenía la mirada llena de
tristeza y murmuraba: «El mundo debería venir aquí, a ver este símbolo de
la fe y del martirio de Lituania».
Con todo, Juan Pablo II consiguió leer aquella trágica historia a la luz de
la Providencia divina. Los países bálticos se habían liberado por fin del
yugo extranjero. Él había podido ir, por primera vez, a territorios que habían
estado oficialmente anexionados al imperio soviético. Pero, sobre todo,
aquellas miles de cruces sobre la colina eran el símbolo de una esperanza
que, si se sostenía sobre la fe en Dios y el valor de los hombres, al final no
podía sino convertirse en una realidad.
Si así había ocurrido en el pasado, a pesar de la ferocidad de la
persecución, también podía volver a ocurrir en el futuro.
Pues bien, el Jubileo de 2000 fue todo esto. Fue aquel encuentro
increíble del Papa con dos millones de jóvenes en Tor Vergata. Fue su
peregrinación a través de los caminos de la historia de la salvación. Pero,
sobre todo, fue una auténtica revolución espiritual. Porque sacó a la luz la
vitalidad y la riqueza del pueblo cristiano, relanzando la gran fuerza
renovadora del Concilio.
Juan Pablo II, recapitulando sobre todo cuanto había salido a la
superficie con las celebraciones del Jubileo, escribió una carta apostólica,
Novo millennio ineunte, en la que se diseñaba una Iglesia más centrada en
la palabra de Dios, en el anuncio del Evangelio, una Iglesia «casa y
escuela de comunión». Y en la que se animaba —con toda la pasión
misionera que le era propia— a dejar a un lado perezas, cautelas, miedos, y
vivir cristianamente, día tras día, la virtud de la esperanza. «Tenemos que
hacernos a la mar», escribía.
El Santo Padre, al dedicar los últimos tres años del milenio a la reflexión
sobre la Trinidad, le había dado una orientación trinitaria al Jubileo. Es
decir, había vuelto a proponer aquel proyecto de Iglesia que había delineado
en las primeras tres encíclicas. Y, ahora, extraía las consecuencias. Un
nuevo programa para la vida y la misión de la Iglesia, con el misterio de
Dios en el centro.
Karol Wojtyla era exactamente así: nunca se detenía para mirar atrás,
hacia lo que ya estaba hecho, sino que avanzaba siempre adelante. El
Jubileo había concluido felizmente y era preciso dar gracias a Dios por ello,
pero ahora había que pensar en el futuro, en nuevos caminos pastorales y
misioneros.
La fuerza física y el entusiasmo, claro está, ya no eran los mismos de
hacía veinte años. Pero la visión que tenía de la historia y de la Iglesia, del
pontificado y de la actividad apostólica, y, sobre todo, de la obra de
salvación que se estaba realizando en aquellos años, era la misma de antes.
Los objetivos siempre se indicaban con extrema claridad, aunque luego
podía ocurrir que, en la curia o en las Iglesias locales, no siempre se
intentasen alcanzar de la forma que él había propuesto.
Una vez finalizado el Jubileo, los periodistas, muchos periodistas,
empezaron a escribir que también había concluido el pontificado, que este
Papa ya no iba a dar más sorpresas. Alguien, también por lo avanzado de
su enfermedad, mencionó hasta la palabra dimisión...
Si esos periodistas hiciesen ahora una relectura de los años 2000-2005
tendrían que entonar un bonito mea culpa. Porque éstos también fueron
años muy plenos. Llenos de dramas, de sufrimiento, por todo lo que ocurrió
en el mundo a partir del atentado contra las Torres Gemelas, y, en el seno de
la Iglesia, por escándalos como el de los sacerdotes pedófilos
norteamericanos o como el del caso Milingo. Pero también fueron años
llenos de novedades, como los viajes a Oriente Próximo, a los Balcanes, a
Cracovia, para poner el mundo en manos de la Divina Misericordia, hasta
más allá de los Urales; y la encíclica sobre la Eucaristía; y los progresos
logrados en la evangelización, en el diálogo con la Iglesia ortodoxa.
En lo que respecta al problema de la dimisión, debo recordar que, ya
antes de 2000, Juan Pablo II se había planteado si el Papa no debería
renunciar al cargo al cumplir los ochenta años, de la misma forma en que,
según lo establecido por Pablo VI, los cardenales que habían sobrepasado
esa edad quedaban excluidos de la elección pontificia. Es decir, si, como
dejó escrito en su testamento, no habría llegado ya «el tiempo de repetir con
el bíblico Simeón: “Nunc dimittis”».
El Santo Padre decidió consultarlo con sus más estrechos colaboradores,
entre ellos el cardenal Ratzinger, prefecto de la Congregación para la
Doctrina de la Fe. Tras haber examinado los textos que dejó a este respecto
Pablo VI, y reflexionado sobre ellos, llegó a la conclusión de que debía
someterse a la voluntad de Dios, es decir, permanecer en su cargo mientras
Dios así lo deseara. «Dios me ha llamado y Dios me volverá a llamar en la
forma que Él quiera».
Paralelamente, Juan Pablo II estableció un procedimiento para que
pudiera dimitir, en caso de que ya no estuviese capacitado para desarrollar
hasta el final su ministerio papal. Por lo tanto, como se ve, tuvo en cuenta la
posibilidad. Pero, con todo, quiso cumplir la voluntad de Dios hasta el final,
aceptando la cruz que, siguiendo el ejemplo de Cristo, quería llevar sobre
los hombros hasta el último de sus días.
32
Aquellas seis manos
Sólo ahora, al final de este relato que he intentado hacer sobre los casi
cuarenta años que pasé junto a Karol Wojtyla, sólo ahora, repito, me doy
cuenta de que, cómo decirlo, he pasado totalmente por alto la parte relativa
a las enfermedades, a los sufrimientos que padeció el Santo Padre.
Y debo hablar de ello. Porque —y lo digo sin ningún énfasis— ha sido
un largo e ininterrumpido martirio. Juan Pablo II ha sufrido duramente en
su carne, en su cuerpo, y ha sufrido en su espíritu, al verse obligado en
determinados períodos a reducir, incluso a interrumpir, las actividades
ligadas a su misión de pastor universal. «En su vida la palabra “cruz” no es
sólo una palabra», dijo el cardenal Ratzinger, luego su sucesor.
Con todo —y probablemente ése es el motivo por el que no he hablado
de ello hasta ahora—, Karol Wojtyla había aprendido a hacerle sitio al
sufrimiento, en cuanto también es parte de la existencia humana, y, por
tanto, sabía convivir con el dolor, con la enfermedad. Esto se debía, ante
todo, a su espiritualidad, a la relación personal que había estrechado con
Dios. «Deseo seguirlo...», iniciaba su testamento. Quería seguir al Señor,
ésa era su elección fundamental, y por ello había comprendido que la vida
es un don que hay que vivir totalmente, plenamente, hasta el fondo, y
aceptaba cuanto Dios le reservaba.
Además, hay que recordar que había conocido el dolor desde niño. Había
perdido muy pronto a sus padres y a su hermano. Había sufrido un grave
accidente cuando un camión alemán lo atropelló. Muchos de sus amigos
desaparecieron en la guerra. Y había padecido bajo el nazismo, primero, y
luego, con todas las responsabilidades que tenía como obispo, bajo el
régimen comunista.
Igual que hay que recordar —ya siendo Papa— el dramático suceso del
atentado. El dolor que experimentó entonces no se redujo al que sufrió
cruelmente en su carne, al que le llevó ante las puertas mismas de la muerte;
estaba también ese otro dolor, el que siente quien ha sido herido en el
espíritu, en lo más profundo de sí mismo, quien no consigue entender por
qué otro hombre ha apuntado una pistola contra él con la intención de
asesinarlo. A él, que siempre había estado en contra de la violencia. De todo
tipo de violencia.
Recuerdo que cuando abandonamos el Gemelli dijo que le estaba
agradecido a Dios por haberle salvado la vida, pero también porque le había
concedido formar parte de la comunidad de los enfermos que sufrían allí, en
aquel hospital. ¡¿Entendido?! Durante esos días se había sentido realmente
enfermo, había experimentado el dolor de verdad, también porque había
sido una experiencia compartida con otros. Y de esa experiencia surgió la
carta apostólica Salvifici doloris, en la que el Santo Padre expresaba el
sentido profundo del sufrimiento que, vivido con Cristo muerto sobre la
cruz y resucitado, asume un valor inmenso en el plano de la fe,
convirtiéndose en un bien espiritual para la Iglesia y para el mundo.
Lo había hecho ya el día en que inauguró su pontificado, cuando pidió
que en primera fila se sentasen los enfermos. Pero lo hizo todavía más
después de su estancia en el hospital. En las visitas a las parroquias, en los
viajes, siempre quería tener un encuentro con los enfermos, con los que
sufrían, con los minusválidos. En San Francisco cogió entre sus brazos a un
pobre niño enfermo de sida. En una leprosería coreana besó a un hombre
aquejado de esa terrible enfermedad. De esta forma, el Papa quería recordar
a aquellos que sufren, pero también quería recordarle a nuestro mundo
egoísta el valor que tiene ante los ojos de Dios el sufrimiento vivido con
Cristo. Quería recordar que el sufrimiento puede ser aceptado sin que por
ello se pierda la dignidad.
En resumen, el Santo Padre soportaba con gran serenidad y paciencia,
con gran virilidad cristiana, podría decirse incluso, el dolor físico, las
enfermedades, mientras continuaba cumpliendo tenazmente su misión.
Pero, y esto era lo que más me impresionaba, nunca dejó que sus malestares
físicos fueran un peso para los demás. No lo fueron para nosotros, que
vivíamos junto a él. Y no lo fueron «fuera», para los creyentes, para los
pueblos que iba a visitar. Hasta el punto de que estoy convencido de que
mucha gente apenas si sabía algo, por no decir nada, de ese tema.
De todas formas, él no tenía inconveniente en hablar en público de sus
molestias. ¿Se acuerda de aquel Ángelus, en julio de 1992? ¡Les dijo a los
fieles reunidos en la plaza de San Pedro que esa tarde iba a ingresar en el
Gemelli para someterse a unas pruebas! Un Papa que, aunque no entrase en
detalles, contaba que le iban a operar de un tumor en el intestino. No sólo
no ocultaba sus enfermedades, sino que bromeaba sobre el asunto. Como
cuando empezó a decir, después de numerosos ingresos, que el Gemelli era
el «Vaticano III».
Éste era Karol Wojtyla, con toda su humanidad y toda su espiritualidad.
Y lo ha sido —a pesar de que su imagen externa se pareciese cada vez más
a la de un pobre enfermo— también cuando la enfermedad comenzó a hacer
estragos en su persona. También cuando él, justo él, que había recorrido los
caminos del mundo, se vio atado a una silla de ruedas. También cuando su
voz, la voz con la que había proclamado el Evangelio por todas partes,
empezó a hacerse cada vez más débil, más entrecortada, hasta que fue
incapaz de hablar, de tragar. Y también cuando su mirada, aquella mirada
con la que te penetraba hasta lo más profundo, haciéndote sentir toda la
atención que en esos momentos te dedicaba a ti, y sólo a ti, empezó a
descubrirle un rostro cada vez más rígido, inexpresivo...
Sin darme cuenta, he llegado al final, a la víspera del final. Pero debo
recordar que la enfermedad, aquella terrible enfermedad, había empezado a
manifestarse desde hacía mucho tiempo. Desde 1991, cuando aparecieron
los primeros síntomas, el progresivo temblor de los dedos de la mano
derecha. Y luego en 1993, cuando el Santo Padre se cayó al suelo, sufriendo
una luxación en el hombro derecho, caída que el doctor Buzzonetti achacó a
una pérdida del equilibrio debida a un síndrome neurodegenerativo de
naturaleza extrapiramidal. Es decir, a la enfermedad de Parkinson.
Cuando el médico me habló de ello fui consciente de la gravedad del
asunto, pero, a tenor de las informaciones recibidas, intenté darle
importancia a su aspecto menos dramático, es decir al hecho de que la
enfermedad, cogida a tiempo, aunque no fuera a remitir, sí podía cursar de
forma muy lenta, muy gradual. Por otro lado, tampoco el Santo Padre se
mostró especialmente afectado cuando le informó Buzzonetti. Sólo le pidió
algunas explicaciones, asegurándole que iba a poner todo de su parte para le
pudieran curar, pero que quería continuar asumiendo su misión.
Quizá fue también por esto, porque el Papa iba a seguir adelante con
todos sus compromisos, por lo que no se hizo pública enseguida la noticia
de su enfermedad.
Pero, según pasaron los meses, los años, la enfermedad empezó a minar
visiblemente el cuerpo del Santo Padre, sus capacidades físicas, y,
consecuentemente, el ejercicio de su ministerio pastoral se vio afectado,
sobre todo durante los viajes. Había aceptado ralentizar el ritmo, disminuir
el número de encuentros. Pero, con el paso del tiempo (inicialmente, quizá,
más como consecuencia de una operación de cadera que por el Parkinson en
sí), se vio cada vez más obligado a que lo llevaran, a que lo «transportaran»
de un lugar a otro. Y esto era lo que más le angustiaba, como se deducía por
algunos gestos de impaciencia, porque la falta de autonomía en los
movimientos le suponía un obstáculo para tener una relación directa,
inmediata, con la gente.
Era la época en la que, en los periódicos, se criticaba la denominada
«exhibición» de sus sufrimientos. Se opinaba que el Papa, en esas
condiciones, haría mejor en disminuir el número de sus apariciones en
público, en quedarse más tiempo en el Vaticano. A decir verdad, aquellas
críticas me hirieron mucho más a mí y a cuantos estaban cerca del Santo
Padre que a él. Él no le daba importancia alguna a aquellas voces. En su
momento —como ya he explicado— el Papa se había planteado el
problema de si dimitir o no, llegando a la conclusión de que, mientras el
Señor le concediera fuerzas, proseguiría con su misión.
Mientras, se preparaba para el gran paso. Es más, llevaba preparándose
desde hacía mucho tiempo. Basta con leer su testamento. Empezó a
escribirlo durante los ejercicios espirituales de marzo de 1979, pocos meses
después de su elección, y siguió poniéndolo al día, siempre en las mismas
circunstancias, hasta el año 2000. Cada nueva redacción constituía un
examen de conciencia, un balance de cuentas consigo mismo. Pero, sobre
todo, era la ocasión de reiterar que estaba listo para presentarse ante el
Señor, para devolverle la vida que le había dado. Una disposición serena,
convencida, total.
Por lo tanto, nunca le tuvo miedo a la muerte, ni siquiera cuando empezó
a divisar en lontananza el umbral que debería cruzar para encontrarse con
Dios. Se hacía llevar con frecuencia a la capilla, donde permanecía largo
rato hablando con el Señor. Y en esos momentos, viéndolo rezar, se
entendía perfectamente lo que había dicho San Pablo acerca de que soportar
el sufrimiento es una forma de completar, en lo que atañe al cuerpo de
Cristo, que es la Iglesia, lo que le faltó a la pasión de Jesucristo.
A finales de enero de 2005, Juan Pablo II volvió a encontrarse mal. El
último domingo del mes, durante el Ángelus, le costó mucho trabajo hablar,
tenía la voz ronca. Al principio, se pensó que era sólo un resfriado, pero su
estado se agravó en pocas horas. Los médicos dijeron que se trataba de una
laringotraqueitis aguda con crisis de laringospasmo. La noche del 1 de
febrero, durante la cena, el Santo Padre no conseguía respirar. Intentamos
ayudarle, pero el cuadro no remitía, se impuso volver a ingresarlo en el
Gemelli.
Se repuso con rapidez. El 9 de febrero era el primer día de la Cuaresma.
Concelebró la Eucaristía, bendijo las cenizas y yo mismo se las impuse.
Debía ser un momento de contrición, de arrepentimiento, pero al ver cómo
se estaba reponiendo sentí una gran felicidad en mi interior. Al día
siguiente, volvió a casa.
Desgraciadamente, no tardó en recaer. Al Santo Padre le costaba cada
vez más respirar, tanto de día como de noche. Le resultaba muy penoso,
sobre todo, inspirar; al respirar emitía un ruido agudo y al mismo tiempo
cavernoso. La noche del 23 de febrero fue dramática. Una nueva crisis
descompuso el cuerpo del Papa, rozando la asfixia. En la cena estaba con él
un viejo amigo, el cardenal Marian Jaworski, arzobispo de Leópolis de los
Latinos; se quedó tan impresionado que quiso administrarle enseguida la
unción de los enfermos a «su» Karol. La situación empeoró a lo largo de la
noche, por lo que al día siguiente se decidió ingresarlo nuevamente en el
Gemelli.
Los cuidados médicos, sin embargo, ya no bastaban. Ya no bastaban más.
Buzzonetti, de común acuerdo con sus colegas, decidió que era urgente y
necesario practicarle una traqueotomía para garantizarle al Papa aire
suficiente y evitarle una nueva crisis de ahogos. Se lo comunicaron, él se
volvió hacia mí y, al oído, me pidió que les preguntara a los médicos si no
podían posponer la intervención hasta las vacaciones de verano; ante la
reacción general, dio inmediatamente su consentimiento. Y, una vez más,
salió a relucir su sentido del humor. Buzzonetti intentaba tranquilizarlo:
«Santidad, será una operación muy sencilla». Y él: «¿Sencilla para quién?».
Naturalmente, le habían advertido que después de la operación no podría
hablar durante un cierto tiempo. Fue más tarde, apenas salió de la anestesia,
cuando fue plenamente consciente de lo que implicaba aquella carencia.
Hizo un gesto, y entendí que quería escribir algo. Le acerqué un folio y un
bolígrafo, y él, con letra algo titubeante, logró estampar unas pocas
palabras: «¡Lo que me han hecho! Pero... ¡totus tuus!». Quería expresar
toda su angustia por carecer de voz, pero también su voluntad de
abandonarse totalmente en manos de la Virgen.
Así, por primera vez desde el inicio del pontificado, Juan Pablo II,
aunque ya estaba de regreso en el Vaticano, no pudo presidir los ritos del
Triduo pascual. El Viernes Santo quiso seguir el Vía Crucis en el Coliseo
desde una pantalla de televisión instalada en su capilla privada. En la
decimocuarta estación tomó el crucifijo entre sus manos, como para unir su
rostro al de Jesucristo, su sufrimiento al del Hijo de Dios muerto en la cruz.
Sentía que ya estaba llegando el momento, que el Señor le llamaba...
En Pascua, el Santo Padre quería, al menos, impartir la bendición «Urbi
et Orbi». Se había preparado con mucho cuidado, antes de la ceremonia
había repetido la fórmula, todo parecía ir bien. Pero luego, apenas terminó
el discurso leído en la plaza por el cardenal Sodano, el Papa, que estaba en
la ventana, se quedó como bloqueado. Quizá fuera por la emoción, quizá
por el sufrimiento, pero no consiguió impartir la bendición. Susurró: «No
tengo voz», y, siempre en silencio, hizo una triple señal de la cruz, saludó a
la multitud, y dio a entender con la mirada que deseaba regresar dentro.
Estaba muy afectado, entristecido, y, al mismo tiempo, como exhausto
por el esfuerzo que había intentado inútilmente hacer. La gente, abajo,
estaba conmovida, le aplaudía, le llamaba, pero él sentía todo el peso de
aquel gesto de impotencia, de dolor. Me miró a los ojos: «Es mejor que me
muera si no puedo cumplir con la misión que se me ha encomendado».
Intenté replicar, pero él añadió: «Sea hecha tu voluntad... Totus tuus». No
eran palabras de desesperación, sino de sometimiento a la voluntad divina.
Al día siguiente, hacia las once, estaba en la capilla para la celebración
de la misa. De repente, su cuerpo se vio sacudido como si algo le hubiese
estallado dentro. Tenía cuarenta grados de fiebre. Los médicos
diagnosticaron en el acto que se trataba de un gravísimo shock séptico con
colapso cardiocirculatorio, debido a una infección de las vías urinarias. Esta
vez, sin embargo, nada de hospitalización. Le recordé al doctor Buzzonetti
el firme deseo del Papa de no volver más a la clínica. Quería sufrir y morir
en su casa, cerca de la tumba de San Pedro. Y, en su casa, los médicos
podían efectuarle perfectamente las curas precisas.
Juan Pablo II ya estaba en su habitación. En la pared frente a la cama, un
cuadro de Cristo sufriente, atado con cuerdas. Una imagen de la Virgen de
Czestochowa. Y, sobre una mesita, la foto de sus padres. Al finalizar la
misa, celebrada allí, nos acercamos todos a besar sus manos. «Stasiu», me
dijo, acariciándome la cabeza. Luego, las monjas de la casa, a las que llamó
una a una por su nombre, y, por último, los médicos, los enfermeros.
El viernes fue una jornada de oración: la misa, el Vía Crucis, la hora
tercera del oficio divino, y algunos fragmentos de las Escrituras leídos por
otro gran amigo de Karol Wojtyla, el padre Tadeusz Styczen. El estado
general era extremadamente grave. El Papa apenas si conseguía, con
dificultad, pronunciar algunas sílabas.
Ya hemos llegado al 2 de abril, un sábado.
Me gustaría poder recordarlo realmente todo.
En la habitación se respiraba una gran serenidad. El Santo Padre bendijo
las coronas destinadas a la Virgen de Czestochowa en las Grutas Vaticanas,
y otras dos enviadas a Jasna Gora. Luego se despidió de sus más estrechos
colaboradores, cardenales, monseñores de la Secretaría de Estado,
responsables de oficinas, y quiso saludar a Francesco, encargado de la
limpieza del apartamento.
Todavía estaba plenamente consciente porque, aun expresándose con
dificultad, pidió que le leyeran el Evangelio de San Juan. No fue una
sugerencia nuestra, lo solicitó él. También el último día, como había hecho
durante toda su vida, quería alimentarse de las Sagradas Escrituras.
El padre Styczen empezó a leer el Evangelio de San Juan, un capítulo
tras otro. Leyó nueve. En el libro quedará marcado para siempre el punto en
que se interrumpió la lectura: el punto, también, en que concluyó su vida.
En el momento extremo, el Santo Padre volvió a ser el que siempre había
sido fundamentalmente, un hombre de oración. Era un hombre de Dios, un
hombre en íntima comunión con Dios, y la oración era, incesantemente,
como los «cimientos» de su vida. Cuando tenía que reunirse con alguien, o
tomar una decisión importante, escribir un documento, hacer un viaje, antes
se dirigía a Dios. Antes, rezaba.
También aquel día, antes de emprender el último gran viaje, también
aquel día recitó, con la ayuda de los presentes, todas las oraciones
cotidianas; hizo la adoración, la meditación, incluso anticipó el oficio de las
lecturas del domingo.
En un determinado momento, sor Tobiana «sintió» su mirada; acercó el
oído a sus labios y él, con un tono de voz debilísimo, apenas perceptible,
dijo: «Dejadme ir con el Señor». La religiosa salió corriendo de la
habitación, quería contárnoslo, aunque no dejara de llorar.
No lo he pensado hasta tiempo después, pero ha sido extraordinario que
sus últimas palabras se las haya dicho a una mujer.
Hacia las siete, el Santo Padre entró en coma. La habitación estaba sólo
iluminada con una pequeña vela encendida que el propio Papa había
bendecido el 2 de febrero, en la fiesta de la Candelaria.
La plaza de San Pedro y todas las calles adyacentes se habían ido
llenando de gente. La multitud era cada vez más numerosa y, sobre todo,
cada vez había más jóvenes. Sus gritos —«¡Juan Pablo!», «¡Viva el
Papa!»— llegaban hasta el tercer piso. Estoy seguro de que él también los
oyó. ¡Era imposible no oírlos!
Ya eran casi las ocho cuando, repentinamente, sentí en mi interior como
un imperativo categórico: ¡debía celebrar misa! Y eso fue lo que hice, junto
al cardenal Jaworski, el arzobispo Rylko y dos sacerdotes polacos, Stycen y
Mokrzycki. Era la misa prefestiva del domingo de Misericordia, una
solemnidad muy querida por el Papa. El Evangelio seguía siendo el de San
Juan: «Se presentó Jesús en medio de los discípulos y les dijo: “La paz con
vosotros”» [8]. En la comunión conseguí darle, como viático, algunas gotas
de la sangre preciosísima de Jesús.
Eran las 21.37. Ya nos habíamos dado cuenta de que el Santo Padre había
dejado de respirar. Pero sólo en ese preciso instante «vimos» en el monitor
que su gran corazón, después de latir un poco más, se había parado.
El doctor Buzzonetti se inclinó sobre él y, sin levantar apenas la mirada,
murmuró: «Ha pasado a la casa del Señor».
Mientras tanto, alguien había detenido las manecillas del reloj en esa
hora exacta.
Nosotros, como respondiendo a una decisión tomada al unísono,
empezamos a cantar el tedeum. No el réquiem, porque no era un luto, sino
el tedeum, para dar gracias a Dios por el don que nos había dado, el don de
la persona del Santo Padre, de Karol Wojtyla.
Llorábamos. ¿Cómo no íbamos a llorar? Eran lágrimas de dolor y, al
mismo tiempo, de alegría. Fue entonces cuando encendieron todas las luces
de la casa.
Luego, no recuerdo nada más. Era como si hubiese descendido una
oscuridad repentina. Una oscuridad que estaba sobre mí y dentro de mí.
Sabía perfectamente lo que había ocurrido, pero era como si, después, no
pudiese aceptarlo. O como si no pudiese entenderlo. Me ponía en las manos
del Señor, pero apenas pensaba que mi corazón ya estaba sereno, la
oscuridad volvía a descender de golpe...
Hasta que llegó el momento de la despedida.
Cuánta gente había. Cuánta gente importante llegada desde muy lejos.
Pero, sobre todo, estaba su pueblo. Estaban sus jóvenes. Estaban aquellos
letreros, tan significativos y tan fervientes. En la plaza de San Pedro había
una luz inmensa. Fue entonces cuando la luz regresó también a mi interior.
Al acabar la homilía, el cardenal Ratzinger hizo una señal en dirección a
la ventana, y nos dijo que seguramente él estaba allí, mirándonos,
bendiciéndonos. Yo también me di la vuelta, no puede evitar dármela, pero
no tuve valor para mirar hacia arriba.
Al final, cuando llegaron al recinto sagrado, los anderos que llevaban el
ataúd lo giraron lentamente. Como para permitirle una última mirada hacia
su plaza. La despedida definitiva de los hombres, del mundo.
¿Pero también de mí?
No, de mí no. En aquel momento no pensaba en mí mismo.
Lo he vivido junto a todos los demás. Todos estaban impresionados,
turbados. Pero para mí era algo que no podré olvidar jamás.
Mientras, el cortejo fúnebre ya estaba entrando en la basílica, tenían que
bajar el ataúd a la tumba.
Y ha sido entonces, justo entonces, cuando he empezado a pensar...
Lo he acompañado durante casi cuarenta años, doce en Cracovia, luego
veintisiete en Roma. He estado siempre con él, junto a él.
Ahora, en el momento de la muerte, se ha ido solo.
Lo he acompañado siempre, pero de aquí se ha ido solo. Y este hecho, no
haberle podido acompañar, me ha impresionado profundamente.
Sí, lo sé, no nos ha dejado. Aún sentimos su presencia, las numerosas
gracias obtenidas a través de él. Y, además, yo le he acompañado hasta este
punto de la Iglesia.
Pero de aquí se ha ido solo.
¿Y ahora? ¿Quién le acompaña en la otra orilla?
NOTAS