UNIVERSIDAD DE SAN MARTIN DE PORRES – FILIAL NORTE.
CURSO DE REALIDAD NACIONAL.
LECTURAS SELECTAS:
LAS CONTRADICCIONES DE AMERICA LATINA.
La corrupción, la improvisación y el cambio abrupto de normas.
Ramón León*
Ramón León (Lim, 1950) es Bachiller y Licenciado en psicología (Universidad Inca Garcilaso de la Vega, Lima 1975 y 1977 respectivamente) Doctor
Philosophiae (Julius.Maximilian-Universitaet, Wuerzburg, Alemania Federal, 1983) y Doctor en Ciencias en la especialidad de Psicología (universidad
Peruana Cayetano Heredia, Lima, 1993). Becario de la Fundación Konrad Adenauer y Alexander Von Humbolt (República Federal Alemana)
COLECCIÓN REALIDAD NACIONAL: MODERNIDAD Y MENTALIDAD EN EL PERU DE HOY.
EDITORIAL UNIVERSITARIA (UNIVERSIDAD RICARDO PALMA) 2005.
América latina es una región de contrastes, sorpresas,
contradicciones y circunstancias insólitas. Es un
concepto que, a falta de otro mejor y más expresivo,
pretende resumir -ya que no unificar- una realidad
gigantesca en lo geográfico, exuberante en el paisaje
y diversa en lo antropológico. En su historia lo posible
y lo imposible se dan la mano. Lo absurdo y lo
grandioso se suceden con insólita frecuencia. Es la de
América latina una historia de frustraciones repetidas
y de ilusiones reiteradas; de heroísmo y salvajismo; de
pérdidas irreparables y de conquistas irreversibles.
Sólo una región como esta podía inspirar y ofrecer
abundante -en realidad casi inagotable- materia
prima a la creatividad y fantasía de un Gabriel García
Márquez, un Jorge Luis Borges, un Alejo Carpentier o
un Mario Vargas Llosa.
Obras como Cien años de soledad, El reino de este
mundo, Yo, el supremo, Pantaleón y las visitadoras,
solo para citar algunas, son contundentes
demostraciones, evidencias rotundas de la fertilidad
creativa y de lúcida vehemencia que estas tierras
provocan en algunos de sus más talentosos hijos.
Precisamente en estos tiempos somos testigos de una
de esas situaciones paradójicas que sólo pueden
ocurrir acá. Nos estamos refiriendo a la insistencia
cada vez mayor en la elevación de la calidad, en el
cultivo de la excelencia y de los valores propios de la
modernidad, que ocurre y se propugna en medio de
denuncias, destapes, descubrimiento de actos de
corrupción en una buena cantidad de países
latinoamericanos: Perú, Argentina, Brasil, Colombia,
Ecuador, Chile, Paraguay, Venezuela, Bolivia y
México, entre los casos más comentados.
No es fácil entender cómo es que ambos fenómenos
pueden coexistir., ¿Cómo es que al mismo tiempo las
personas reclaman más calidad en sus vidas, pero
viejos, anquilosados patrones de conducta persisten y
se resisten a dejar paso a un modo de ser en el que la
distancia entre la forma y la esencia deje de ser
abismal, en el que nos reconozcamos ciudadanos con
iguales deberes, derechos y oportunidades?
No cabe duda que el reclamo de calidad, de
excelencia y de transparencia proviene de la
convicción a la que ha llegado la mayoría de
habitantes de esta región, de cualquier intento serio
de integrar a América Latina al mundo exige que se
combata, se castigue y por último se destierre la
corrupción, y se sienten las bases de una cultura en la
cuál el éxito resulte de méritos personales vinculados
el esfuerzo, al trabajo y a la competitividad basada en
reglas claras y justas.
Muchos ven la corrupción como un fenómeno
privativo del atraso. En el caso de América Latina,
existe una postura fatalista: “se suele hablar de que
los condimentos raciales y culturales que dieron como
origen a los países de esta parte del mundo hacen
inevitable una tendencia natural a ser corrupto, a no
cumplir las leyes” (Rojas 1992; p 184).
Visión pesimista, casi apocalíptica, plenamente
justificada por cada nuevo escándalo que surge en la
escena pública de la mayoría de los países
latinoamericanos.
Sin embargo, escándalos en el Japón, Corea del Sur,
Alemania, Italia, España y estados Unidos de América,
demuestran que en sociedades mucho más
desarrolladas que las de América Latina la corrupción
también está presente. Peter Eigen, presidente de
Transparency International, describe la situación con
un párrafo que deseamos transcribir: “Durante
décadas, los países del Norte descansaron en la
cómoda presunción de que sus sociedades e
instituciones no eran corruptas; que sus instituciones
eran adecuadas para protegerlos, que la escasa
corrupción existente estaba firmemente bajo control.
La corrupción como problema era algo que existía en
otros países; en culturas foráneas en las que la
corrupción se aceptaba como parte de la vida
tradicional y que la involucración de las compañías del
Norte en el pago de sobornos para obtener contratos
era lo que se esperaba de ellas. No sólo que éste
último comportamiento no era excepcional, sino que
era considerado también como un gasto empresarial
legítimo que era deducible de los impuestos.”
“Estos supuestos ya no son tan cómodos. Existe hoy
una creciente noción de que la corrupción se ha
convertido en un peligro tanto en el Norte como en
cualquier otra parte del mundo y que se ha extendido
a países como Alemania, Italia, Francia y España. En
la misma Comunidad Europea, las empresas del sector
privado están empeñadas en sobornar a los
funcionarios de otros países europeos para obtener
contratos” (Eigen 1995; p. 19).
En realidad, la corrupción está vinculada a un severo
desbalance entre el desarrollo material y la ética
ciudadana. Es innegable, de otro lado, que es en los
países subdesarrollados, o eufemísticamente
llamados “en vías de desarrollo”, en los que
1
predomina. La magnitud que alcanza en ellos guarda
una relación dialéctica con el subdesarrollo, dado que
es causada por él, pero al mismo tiempo con su
presencia lo torna mayor y contribuye a perpetuarlo.
Para otros, la corrupción es un mal casi necesario en
países como los nuestros, en los cuales mil
formalidades, lentitud e indiferencia de la burocracia
y verdaderas marañas legales exigen demasiado
tiempo, demasiadas energías, en fin, demasiada
paciencia para alcanzar sólo logros modestos.
Osterfeld (1992), tiene un punto de vista singular
sobre el tema, que permite separar “actividades
corruptas pero beneficiosas” de aquellas “corruptas
pero perversas”. “De este modo -escribe- los Marcos1,
Duvalier2 y Noriega3 del mundo pueden diferenciarse
de los humildes vendedores callejeros tanto en los
efectos de su corrupción sobre la economía y la
sociedad como en la moralidad de sus acciones. Las
limitaciones a la libertad, aquellas que reducen los
derechos populares a la opción, son inmorales y
repulsivas” (p. 163)
Pero existen igualmente otros fenómenos que, al
mismo tiempo que contribuyen a perennizar el
subdesarrollo, son condicionados por él. A dos de
ellos queremos referirnos: se trata de la
improvisación y del cambio brusco e injustificado de
las reglas de juego.
(Comentario Dr. Hirakata: Ferdinand
Emmanuel Edralin Marcos dictador filipino
que ejerció como presidente de Filipinas
desde 1965 hasta 1986. François Duvalier,
presidente constitucional de Haití a partir
de 1957 y posteriormente, desde 1964 y
hasta su muerte en 1971, dictador de Haití
en calidad de presidente vitalicio. Manuel
Antonio Noriega Moreno fue un dictador
militar panameño entre 1983 y 1989,
cuando fue apartado del poder por los
Estados Unidos durante la invasión a
Panamá. Desde la década de 1950 hasta
poco antes de la invasión estadounidense.
Los tres fueron dictadores funestos para sus
países.)
ALGUNAS PRECISIONES.
Dediquemos unas líneas a establecer algunas
diferencias entre la corrupción, la improvisación y la
modificación repentina de las reglas.
En tanto que en la corrupción hay deliberada,
premeditada trasgresión de normas morales,
principios éticos y leyes explícitas con el fin de lograr
algún beneficio indebido, debemos reconocer que en
la improvisación y en el cambio brusco de la norma, la
dimensión moral que tan dramáticamente se pone de
manifiesto en la corrupción, no suele ser muy tomada
en cuenta ni es, en principio al menos, el elemento
crucial de ellas.
Así es; mientras que la corrupción atañe a valores y
normas violados o, en el mejor de los casos,
abiertamente ignorados, en la improvisación y en el
cambio inconsulto y repentino de las normas y reglas
de juego, no son necesariamente dañados los valores.
Ellas constituyen, viéndolo bien, conductas que se
encuentran en oposición a los rasgos distintivos de la
modernidad, que exige la planificación, el análisis
riguroso y racional, la toma de decisiones en términos
objetivos y el mantenimiento de reglas de juego claras
aceptadas por la gran mayoría de los miembros de
una sociedad o de una organización como formas de
acceder de modo ordenado y legal a determinadas
metas.
Lo distintivos en la improvisación es el
apresuramiento irreflexivo encaminado a buscar la
solución más rápida y fácil a los problemas o a las
urgencias existentes. El improvisador (así como el
improvisado) no se detiene en el análisis; lo que a
toda costa busca es resolver un problema o realizar
una tarea teniendo en cuenta solamente los aspectos
más superficiales.
En el cambio repentino de normas lo esencial es la
modificación del statu quo como resultado de análisis
incompletos, de estados de ánimo o hasta de
caprichos, cuando no también provocados por el afán
de favorecer o de perjudicar a alguien (con lo cual se
establece una vinculación entre modificación
repentina de normas y corrupción).
En su libro Desarrollo humano. Estudio general y
aplicado al Perú, Dóriga (1993) escribe lo siguiente:
“Los países son capaces de aguantar una cierta
inestabilidad política si las leyes, especialmente las
económicas, permanecen estables. Es el caso de Italia
desde 1945. Lo que no permite el desarrollo es el
cambio continuo de reglas de juego. En el Perú de los
últimos treinta años en cada elección general o golpe
de estado se ha jugado la forma misma del estado:
democracia o dictadura, socialismo o democracia,
para no mencionar el objetivo, perseguido a sangre y
fuego, por la fracción terrorista Sendero luminoso, de
destruir desde sus raíces el estado mismo” (P.363).
No es necesario argumentar demasiado para
demostrar que el Perú es un país en el cual la
corrupción, la improvisación y el cambio brusco,
inconsulto, irracional y demagógico, de las reglas de
juego, son realidades de todos los días.
LA CORRUPCION.
La corrupción es el elemento de mayor constancia y
permanencia en la historia del Perú. En un país cuya
historia se caracteriza por tantas conmociones, por
tantos cambios repentinos, por tantos experimentos
económicos, sociales, políticos; por tantas idas y
venidas de tan desgraciadas consecuencias, es la
corrupción la que paradójicamente ha dado a sus
2
habitantes la sensación de continuidad en el tiempo
(Burga 1995)
Ya en la Colonia, los conquistadores y las antiguas
autoridades del Incanato no se sentían mayormente
obligadas frente al Virreinato, como lo señala Molina
(2004), quien agrega que “el mestizo heredó este
desprecio por las leyes que solo funcionaban en el
papel” (p.92)
Muy pocos gobiernos (si alguno) en este siglo han sido
ajenos a destapes, escándalos, peculados, desfalcos,
robos, estafas, de la más variada índole, pero siempre
con la misma consecuencia: la absoluta impunidad
que mina la creencia en la justicia por parte del
ciudadano común y corriente. De esto trata
precisamente el libro de Jorge Basadre que tiene el
expresivo título de Sultanismo, corrupción y
dependencia en el Perú republicano (Basadre 1993).
En las últimas décadas, el narcotráfico ha sido
poderoso elemento estimulador de la corrupción de
autoridades e instituciones, pero también ha ido
deteriorando la conciencia personal y colectiva. En
efecto: “la corrupción también se ve favorecida por
una aceptación muy extendida de la misma entre la
población”, anota Burgos (1995), quien seguidamente
precisa detalles: “tal aceptación va desde su práctica
en pequeña escala -el fraude en los exámenes, la
coima al guardia de tránsito, etc.- hasta el gobernante
ladrón pero hacedor de obras: ¡robó, pero hizo!,
solían decir los simpatizantes del dictador Manuel A.
Odría en los años 50” (p.50)
Esto último revela que la corrupción es considerada
como un fenómeno normal en el escenario social
peruano. Un fenómeno – es bueno decirlo, además-
que en modo alguno debe considerarse como un
rasgo del pasado: encuestas recientes arrojan
sorprendentes porcentajes de aprobación y respaldo
a una eventual candidatura de Alberto Fujimori, a
pesar de la generalizada corrupción que caracterizó a
su régimen.
La valoración de la corrupción como algo normal en el
Perú se ve confirmada por los resultados dados a
conocer por Transparency International en su Indice
de percepciones de Corrupción 2003. De ese índice
hemos extraído la ubicación de todos los países
latinoamericanos que damos a conocer en la table
siguiente.

Tabla 1: Indices de Percepción de Corrupción (IPC) en Latinoamérica - 2003

Puesto País Puntaje IPC

1 Chile 7.4
2 Uruguay 5.5
3 Cuba 4.6
4 Trinidad y Tobago 4.6
5 Belice 4.5
6 Costa Rica 4.3
7 Brasil 3.9
8 Jamaica 3.8
9 Colombia 3.7
10 El salvador 3.7
11 Perú 3.7
12 México 3.6
13 Panamá 3.4
14 República Dominicana 3.3
15 Nicaragua 2.6
16 Argentina 2.5
17 Venezuela 2.4
18 Guatemala 2.4
19 Bolivia 2.3
20 Honduras 2.3
21 Ecuador 2.2
22 Paraguay 1.6
23 Haití 1.5
Ref.: http://www.transparency.org/pressreleases_archive/2003/2003.10.07.cpi.es.html
(recuperado el 14.09.2004)

No está el Perú, como puede verificarse, entre Tomando al azar una de las numerosas encuestas que
aquellas naciones en las cuales el ciudadano confíe en se publican en el país, encontramos que, a mediados
sus instituciones y en sus dirigentes. de julio del 2004, el 42% de los encuestados (442
personas en Lima y el Callao) calificó la lucha contra la

3
corrupción como nada efectiva, y el 42.7% como poco
efectiva. De otro lado, la corrupción en el sector
privado fue valorada como muy alta por el 28%, y alta
por el 44% de los encuestados (Gamero 2004).
La percepción de la corrupción en el Perú va unida a
esa visión cínica, desesperanzada, que tenemos los
peruanos de nuestra sociedad y de nosotros mismos:
“acá no se puede confiar en nadie”, es una expresión
que se escucha con mucha frecuencia en la sociedad
peruana. La corrupción es vista como algo natural que
su ausencia en algún contexto provoca no aceptación,
sino por el contrario, mueve a la sospecha de
maniobras de refinada astucia para hacer pasar como
decente lo que es corrupto. Hay entre nosotros
tolerancia a la trasgresión que, como señala
Portocarrero (2001; p.542), “socava el orden moral y
dificulta cualquier empresa común, pues fragmenta la
sociedad en grupos que dan la espalda a los valores y
normas que supuestamente todos estamos obligados
a acatar”.
Un periodista escribe: “Pareciera que nuestra cultura
política acepta la corrupción y el oportunismo. Sólo se
castiga el fracaso” (Nieto Montesinos 2004).
Demás esta decir que esto tiene consecuencias
gravísimas para la sociedad peruana. Lo peor que le
puede ocurrir a un país es el deterioro de la moral
colectiva y el imperio de la impunidad, anota un
estudioso del derecho (Fernández Sessarego 2004).
En un plano mucho más concreto, la corrupción en el
Perú impide el desarrollo económico. “Los recursos
de la corrupción acaban concentrándose -para su
usufructo- en los sectores de mayores ingresos
relativos, en desmedro de los sectores de menores
ingresos que ven recortado el presupuesto público, y
por esa vía la calidad y cobertura de la inversión social
que los beneficiaría directamente” (Gamero 2003;
p.8)
Y en una dimensión todavía más inmediata, el
engaño, el robo y la coima, son realidades de todos
los días. En un estudio efectuado en universitarios de
Lima metropolitana, el 55% de los hombres y el 21%
de las mujeres admitieron haber pagado una coima
alguna vez. Los porcentajes fueron aún mayores
cuando se les preguntó si habían sido alguna vez
victimas de un robo (73% de hombres y 68% de
mujeres) o de un engaño (70% de hombres y 74% de
mujeres) (León 2002).
LA IMPROVISACION.
En lo que concierne a la improvisación, ella es cosa de
todos los días entre nosotros. Cierto: una realidad
como la nuestra exige muchas veces creatividad y
adaptación a situaciones inesperadas, a hechos
fortuitos que se imponen como verdad inmediata. La
gran extensión de nuestro territorio, con su difícil
geografía y la multiplicidad de zonas climáticas;
nuestras ciudades en los Andes, de difícil acceso por
tierra, así como por aire; la magnitud que ha
alcanzado la migración del campo a la ciudad; el
rasante crecimiento demográfico: todo esto y mucho
más exige respuestas inmediatas, soluciones prontas.
No es fácil planificar en un país tan diverso como el
nuestro.
No cabe duda de que la población peruana ha
desarrollado estrategias de adaptación inéditas,
sorprendentes, casi inverosímiles- Lo anota con
precisión un observador foráneo de nuestra realidad:
“Lejos de estar desanimada por el contexto político y
económico, la gente demuestra una enorme energía
y creatividad en construir para el futuro, tanto a nivel
familiar como en sus comunidades. Son pobres, pero
tienen determinación e imaginación. Uno de los
activos más importantes que posee el Perú es la
fuerza de su organización comunitaria que siempre da
nuevas respuestas a situaciones aparentemente
desfavorables” (Crabtree 2004; p.100).
La mejor demostración de ello la tenemos en lo que
sucedía en la época en la cual los cortes de energía
eléctrica y de agua eran ocurrencia diaria entre
nosotros. Entonces, como también en los, momentos
más graves de la crisis económica que vivimos en los
ochenta y en los días amargos del terrorismo, se puso
de manifiesto formas de improvisación en modo
alguno negativas que, por el contrario, pueden ser
entendidas como expresión de insospechadas
reservas emocionales que sustentan lo que los
psicólogos a falta de un término mejor llamamos
salud mental (véase sobre el particular león 1989;
León & Zambrano Mora 1990).
No es pues ese tipo de improvisación al que nos
referimos, sino a otro, al que resulta del mínimo
interés, del escaso cuidado, de la nula planificación en
el tiempo, en los costos, en los plazos de entrega, en
los procedimientos y hasta en las formas y maneras
que son, como bien lo sabemos, moneda de todos los
días en el Perú, un país en donde el “así nomás” es el
término que mejor define y describe muchas
acciones.
El desorden que por momentos y circunstancias
desborda en algo muy cercano al caos; los hechos
cumplidos en atropello sin mayor consideración de su
adecuación y de sus consecuencias; las conductas de
arrebato; las afirmaciones y promesas formuladas sin
mayor reflexión ni cuidado; la protesta que asume
formas violentas hasta el salvajismo por falta de
canales que den curso apropiado a los reclamos: todo
esto configura un escenario social desconcertante,
cuando no atemorizante.
Inestabilidad y empirismo, discontinuidad e
incoherencia: esos fueron los rasgos distintivos de la
administración pública en el Perú del siglo XIX y gran
parte del XX, según Basadre (1987). Poco, en realidad
nada, han cambiado las cosas en lo que va del siglo
XXI.
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Tiene gran responsabilidad en esto nuestro sistema
educativo, carencial, falto de luces y estímulos.
Stephens, en su libro Wealth and Power in Perú
(1971), lo señala: “el producto final del sistema
educacional lo constituyen individuos cuyo sistema de
valores no va al ritmo de las demandas de la vida
moderna. El típico heredero de la élite es poco
curioso, despreocupado; se precia de evadir
impuestos, así como la responsabilidad social, de
mantener el campo abandonado y de rechazar la
organización laboral”. El propio Stephens escribe más
adelante que nuestro sistema educativo no fomenta
la tradición de estudio de los problemas nacionales o
públicos, razón por la cuál no ha surgido un segmento
que esté interesado en favorecer valores
democráticos y no autoritarios. “Los efectos de la
ausencia dentro de la clase social más elevada del tipo
de criticismo informado que abrió las puertas de la
modernidad a otras sociedades, son incalculables. El
tema es digno de ser estudiado. Basta con decir que,
careciendo de tales líderes, la clase media peruana ha
fallado en desarrollar un sistema original de valores,
distintos a aquellos de la élite conservadora y
tradicional” (p.80; trad. de R.L.).
Posee gran dramatismo que estas afirmaciones,
formuladas a comienzo de los setenta, conserven aún
hoy plena vigencia. O peor aún: que ellas, duras ya en
su momento, deban ser reemplazadas por por
términos aún más negativos, que se refieren a la
bancarrota de nuestro sistema educativo, a las
severas limitaciones de la mayoría de los docentes y
al bajísimo nivel de desarrollo cognitivo del común de
nuestros estudiantes.
Es por eso que Luis Pásara habla de fracaso profundo
de la educación en el Perú, “que no ha enseñado a los
peruanos, en primer lugar, a leer para buscar
información y, en segundo lugar, a razonarla; esto es,
a hallarse en capacidad de pensar por cuenta propia”
(Pásara 2005b).
Agreguemos a esto todavía la circunstancia de que la
improvisación en nuestro país alcanza también a la
clase dirigente y se manifiesta con total desparpajo
aún en los momentos más dramáticos de nuestra
historia, a través de formalidades -ridículas, sino fuera
porque en tales momentos fueron sórdidas- carentes
de valor y efectividad.
Carmen McEvoy (1997) describe uno de esos
momentos: el gobierno de Nicolás de Piérola en plena
guerra con Chile. No nos resistimos a la penosa
tentación de cederle la palabra: “Un análisis detallado
de algunos de los decretos evacuados por el gobierno
dictatorial (de Piérola; R.L.) no nos permitiría
sospechar que los mismos iban dirigidos a un país que
estaba siendo invadido, al cual se le había usurpado la
riqueza de dónde debía surgir su despegue
económico, que era mudo testigo de la destrucción
sistemática de sus innovadoras y productivas
haciendas norteñas, y que atravesaba,
simultáneamente, la terrible agonía de esperar
inerme el zarpazo final del invasor chileno sobre su
ciudad capital. En el gobierno de Piérola, denominado
por Manuel Atanasio Fuentes de “farsas y bromas”,
en el cual se crearon legiones de mérito, se fundaron
míticas ciudades como “Ciudadela Piérola”, se
establecieron inservibles secretarías de gobierno
como la de Obras Públicas y Fomento, se imprimieron
billetes sin ningún respaldo real como el Inca y se
ensayaron frases grandilocuentes y huecas:
“Protector de la Raza Indígena”, por ejemplo; se logró
sustituir con imágenes quiméricas, la trágica
incapacidad política de la extenuada dirigencia
peruana” (p.212).
No se debe ser injusto. El Nicolás de Piérola de esos
aciagos años no está solo en la galería de nuestros
mandatarios proclives a la improvisación rayana en la
frivolidad. Casi todos los presidentes del Perú en las
últimas dos décadas compiten con la imagen de
Piérola que nos ofrece McEvoy.
EL CAMBIO ABRUPTO DE NORMAS.
El cambio abrupto de las normas es un deporte en
nuestro país. Más de diez constituciones han regido la
vida del Perú republicano en sus cerca de 180 años de
existencia, lo cuál arroja un promedio de 18 años por
constitución. En los últimos 30 años se han ensayado
y posteriormente desechado casi seis reformas
educativas (Palomino Thompson 1993). Cada nuevo
gobierno ha declarado en crisis a la Universidad
Peruana y ha expedido una nueva ley Universitaria,
que pronto ha sido objeto de severas críticas para ser
tras breve tiempo remplazada.
Esto, por supuesto, se repite también en el plano de
la industria, del comercio, de la actividad empresarial.
¡Qué empresario de cierta edad no recuerda todavía
algunas de las severas disposiciones para la
importación de productos y de materia prima que
regían en la época del gobierno militar, y que hoy
descansan en el Panteón Legislativo del Perú? ¿No se
puede acaso decir lo mismo con respecto de leyes
dadas con bombos y platillos en su momento y
olvidadas o enterradas poco después en medio del
más ominoso silencia? ¿Y que fue del Acuerdo
Nacional, discutido tan activamente y firmado tan
ceremoniosamente no hace mucho todavía?
Así es muy frecuente en el Perú que las normas
cambien, se expidan o se retiren de modo inconsulto.
Muchas de ellas entran en severa contradicción con
otras ya existentes, que no han sido derogadas. O se
dan leyes, pero no se las reglamenta oportunamente.
Algunas tienen incluso “nombre propio”. El texto de
otras está redactado de un modo tan oscuro que
constituye fuente de polémicas o de interpretaciones
antojadizas (Schoenbohm 1992). No es necesario
remontarse demasiado en el pasado, pues en los
últimos tiempos se ha violado repetidas veces la
Constitución o se ha hecho analogías arbitrarias de
ella. Po último, hay verdaderos disparates jurídicos,
5
como aquel que prescribe que los peruanos no
pueden tener más de dos nombres. Esto constituye
una alienación entre el ciudadano y las leyes sea cada
vez más grande, así como el desprestigio del
ordenamiento jurídico de nuestro país.
Debe entenderse, por supuesto, que no estamos
reclamando una sociedad sin cambios, estática. Como
lo señala Rawls (1995; p414), “la estabilidad de una
concepción de la justicia no implica que no cambien
las instituciones y las costumbres de la sociedad bien
ordenada”. Se trata más bien de que el cambio de
normas sea racional y adecuado y no lo
lamentablemente entre nosotros; expresión de
capricho y caos. O mas grave todavía, de intereses
personales y grupales.
Se suele evaluar la productividad de nuestros
parlamentarios por el número de proyectos de ley
que presentan. Por eso, compiten en la tarea de
enmarañar aún más la ya frondosa legislación, sin
importunarles mucho el significado social y el costo
de su incontinencia legisladora.
Cambian los nombres de las calles, cambia la
dirección del tránsito en ellas, cambia la
denominación de los distritos. Se crea instituciones y
comisiones de la noche a la mañana; se formula
declaraciones, enfáticas ahora y olvidadas más tarde.
¿Es esa vorágine de cambios expresión del dinamismo
de la sociedad peruana? Difícil creerlo. Más bien es el
resultado de la improvisación y de la frivolidad. Todo
esto puede ubicarse en el plano de lo anecdótico.
Hay cambios sin embargo que en modo alguno
pueden ser considerados asuntos de poca monta.
Decisivas normas legales se cambian o se anulan a fin
de ganar popularidad. Según el resultado de las
encuestas nuestros políticos dicen y se desdicen. Por
medio de malabarismos verbales los fiscales cambian
sus dictámenes y los jueces formulan sentencias
sorprendentes.
LA MODERNIDAD.
Lo anterior es solo un aspecto de la realidad nuestra,
que es una situación desafiante para el Perú como
nación y también para los científicos sociales. En estos
tiempos, en los cuales tanto y tan bien se habla
calidad total, de excelencia, de reingeniería; en estos
tiempos en que se experimenta la urgencia de
integrarnos al mundo, falta una reflexión seria acerca
de los presupuestos mínimos en el plano psicológico,
en el plano sociológico y en el antropológico, para que
palabras como calidad total y excelencia cobren
realidad tangible y evidente. Porque, al fin y al cabo,
excelencia y calidad, competitividad y optimización
de los rendimientos, libre elección y prontitud y
eficiencia de los servicios no son otra cosa que aristas
de la modernidad, de una modernidad que tal vez los
peruanos no logramos entender.
Para que alcancemos la modernidad no bastan más
inversiones, más capital ni más ayuda externa. El caso
de América Latina es aleccionador, pero si no nos
bastara podemos señalar que el de África es
decididamente dramático. Allí, el abismo entre la
magnitud de las inversiones y lo magro de los
resultados es en verdad insondable. Y es que en la
modernidad y en el logro de la excelencia lo
fundamental es el ser humano.
El ser humano que planifica, que se propone metas
primero para alcanzar y después para superar; y que
tiene visión de largo plazo y voluntad de prolongado
aliento.
Pero esto, precisamente, parece ser lo que del modo
más frívolo se deja de lado entre nosotros. Símbolos
de modernidad nos abruman hoy. Símbolos tales
como teléfonos celulares, autos último modelo,
computadoras, tarjetas de crédito a discreción;
construcciones imponentes que pueden medirse con
la más exigente arquitectura del hemisferio norte,
Todo esto nos impresiona; todo esto nos dice que la
modernidad ha llegado a nosotros y a nuestras vidas.
Sin embargo, son solo símbolos de ella. Símbolos que,
como tales, pueden representar muchas cosas y
pueden tener muchos usos, no siempre en
concordancia con la modernidad.
Lo pone en evidencia Juan Carlos Callirgos en un
trabajo del cuál extraemos el siguiente párrafo:
“Estamos ante tiempos extraños, en los que el propio
lenguaje parece perder contenido; se habla de
modernización, de reestructuración, reingeniería y de
planificación estratégica, por ejemplo, para referirse
al despido de empleados. Empresaria puede utilizarse
para referirse a una mujer que intenta sobrellevar su
pobreza vendiendo al menudeo en las calles. En el
reino del eufemismo, los empresarios -los grandes- se
quejan repetidamente de los sobrecostos laborales
sin que nadie salga al frente haciéndoles recordar que
cuentan con mano de obra extremadamente barata.
Con el argumento de que la calle es de todos, se
expulsa a ambulantes que las hacen suyas para
trabajar, pero no se prohíben las tranqueras y rejas
con las que se privatizan las calles y se tranquilizan los
sueños de los moradores de los distritos ricos”
(Callirgos 1997;pp. 12-13)
Los símbolos de la modernidad nos rodean. Falta sin
embargo el substrato que la define, la racionalidad
propia de las conductas maduras y de las acciones
planificadas, la responsabilidad y el compromiso
social, las convicciones democráticas, la ética
ciudadana mínima que hace posible la confianza entre
las personas y el respeto a las instituciones.
Por eso es que la imagen de la modernidad que
predomina entre los peruanos se limita a lo material,
a la atracción por los últimos desarrollos tecnológicos.
La confusión entre símbolos y sustancia, entre
apariencia y esencia, es rasgo distintivo de nuestra
realidad.
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COMENTARIOS DR. HIRAKATA.
LA MEDIOCRIDAD
Es sorprendente la actualidad de este ensayo escrito
en el 2005 (hace 15 años) y el análisis de los hechos
suscitados para la época. Los hechos históricos que se
sucedieron desde entonces solamente demuestran lo
poco que aprendemos de la historia. Que duda cabe
de que la corrupción, la improvisación y los cambios
bruscos a las normas se siguen presentando en
nuestra vida cotidiana; sin embargo. Yo me atrevería
a agregar un ingrediente adicional a la larga lista de
defectos nacionales: la mediocridad.
Para sustentar esta observación, deseo ayudarme de
lo señalado por el destacado médico, psiquiatra,
sociólogo, político italo-argentino José Ingenieros
(1877–1925). Ingenieros fue un personaje
extraordinario e influyente en las generaciones
latinoamericanas, gestó la histórica Reforma
Universitaria de Córdova (Argentina, 1918) en la que
se formaron personajes notables de esta región como
Hipólito Irigoyen, Rómulo Betancourt, Salvador
Allende, Pablo Neruda, Miguel Ángel Asturias y Víctor
Raúl Haya de la Torre, entre otros.
En su obra “El hombre mediocre”, José Ingenieros
trata sobre la naturaleza del hombre, divide a los
hombres en: “inferiores”, “mediocres” y “superior” y
oponiendo dos tipos de personalidades: el “hombre
mediocre” y el “idealista” (superior), analiza sus
características morales y las formas adoptadas en la
sociedad.
El autor precisa que el “hombre mediocre” es incapaz
de emplear su imaginación para concebir arquetipos
que le propongan un futuro por el cual luchar. Es
sumiso a la rutina, los prejuicios y las domesticidades.
Es dócil, carente de personalidad, contrario a la
perfección, no acepta planteamientos distintos a los
recibidos por tradición e intenta opacar toda acción
distinguida.
Sin temor a equivocarnos y, especialmente,
recogiendo lo revelado por este lúcido pensador,
percibido en el día a día una cantera de ejemplos de
la mediocridad convertida en una “forma de vida”
frecuente, numerosa e intensa. Tal vez falte tiempo
para tratar lo que nos inspira una sociedad de
colosales desigualdades, apatías, insolidaridades,
desencuentros, contrastes, convulsiones y CONCLUSIONES:
cambiante. También, altamente influenciable,
temerosa y manipulable al igual que toda comunidad
inculta, tercermundista y carente de autoestima.
Podríamos tildar de “elitista” a Ingenieros, al igual que
se le calificó al destacado intelectual y psiquiatra
peruano Dr. Honorio Delgado quien sostenía que “la
educación superior es solamente para las mentes
superiores” y no para cualquier otro.
¿Somos acaso los peruanos y nuestras instituciones
unos mediocres?; y para responder ésta incómoda
pregunta, analizaremos nuestra realidad: De cada 100
estudiantes ¿Cuántos podrían calificar de
excelentes?, sin duda que la respuesta podría oscilar
entre un 20% (los más optimistas) y un 2 o 3% (los más
pesimistas). Siguiendo el mismo análisis, pongámonos
en la situación de que nos dedicamos a la fabricación
de algún artículo o producto, y de cada 100 de ellos;
únicamente salen buenos productos entre 2 a 20
unidades; las demás unidades salen defectuosas.
¿Cuál sería su evaluación? ¿qué conclusiones sacaría
de esta situación?
Imaginemos que, de cada 100 estudiantes,
únicamente logramos la excelencia en unos 10; la
pregunta siguiente es: ¿qué harán los 90 restantes?; y
la respuesta es que éstos contribuirán a que nuestra
evaluación en educación como país sea mediocre o
deficiente, lo que es nuestra realidad actual según las
pruebas PISA que se toman en forma periódica. Más
adelante los diez estudiantes destacados de seguro
que contribuirán en el desarrollo del país; pero los 90
restantes engrosarán las filas de los malos
profesionales, la corrupción, los oportunistas y
arribistas en todas nuestras instituciones.
El Estado sin dudas que ha notado esta situación y en
los últimos años se encuentra concentrado en
brindarle calidad a la formación universitaria a través
de la Superintendencia Nacional de Educación
Superior Universitaria (SUNEDU).
Pero esta situación -la mediocridad- no se limita al
ámbito educativo, ya que podríamos inferir que ésta
se encuentra arraigada en cada una de nuestras
instituciones y actividades: la política, la justicia, la
salud, la industria, etc. no hay actividad en la cuál no
se encuentre presente. Podría usted, estimado lector,
decir que esto es una exageración, y sin duda que
tendríamos que reconocer que existen actividades en
las que los peruanos destacamos – como es el caso de
la gastronomía- pero éstas sin dudas son las menos y
serían la excepción que confirmaría la regla. Otra
excepción sin dudas es la calidad de los textiles – el
algodón, la alpaca y la vicuña – destaca en el ámbito
internacional; pero en muchos otros rubros, la calidad
de nuestros productos de manufacturan no podrían
competir con sus similares foráneos; y esto es sin
dudas una tarea pendiente en la agenda nacional.
América latina es sin duda un continente
particular, único y muy peculiar; en dónde se
puede observar lo mejor de muchos pueblos y
culturas; y por otro lado de situaciones que
muchas veces nos delega y condena al atraso y
la pobreza.
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Es sin duda, la corrupción un ingrediente
presente en todos nuestros pueblos (sin decir
que ésta no se presenta en otras latitudes) y que
en gran manera condiciona la presencia de una
sociedad con inequidad, en dónde el pobre, lo es
no necesariamente por falta de deseos de
superación o por flojera; sino porque de alguna
manera se le “roba” las oportunidades de
superación; en la misma medida que el rico lo es,
no siempre por los méritos de su trabajo y
esfuerzo, sino por las prácticas comerciales
ilícitas y la corrupción.
La improvisación es otro ingrediente presente,
como antítesis de la planificación, del orden y
del desarrollo pensado en el bien común.
Muchas veces vemos ésta (la improvisación)
como parte de la “creatividad latina”, la
“criollada” o la capacidad de adaptación a las
más variadas circunstancias; pero pocas veces la
vemos como un defecto que nos impide
construir para el futuro una sociedad en orden y
justa para todos.
2.- Los estudios no pueden ser dejados a la
improvisación. Realizar las tareas en forma
planificada, evitará que dejemos las tareas para
el último momento (procrastinar), situación muy
frecuente en todas nuestras actividades.
3.- El estudiante (y los profesores) deben de
estar preparados para los frecuentes cambios de
reglas en las diversas evaluaciones. En realidad
que cada año cambia el reglamento de
evaluación, lo cual hace siempre difícil la
ejecución de los silabus en cada ciclo
universitario.
4.- La única forma de combatir la mediocridad,
es haciendo esfuerzos denodados para poner lo
mejor que podamos en el desarrollo de cada
curso. No vale pasar un curso solamente con las
notas mínimas, hay la necesidad de poner lo
mejor en cada curso.

Tenemos muchas leyes -demasiadas diría yo-

unas contradicen a otras; pero el gran problema
es la falta de observancia de estas; además
muchas cambian con mucha frecuencia. En una
sociedad así es casi imposible que las diversas
actividades comerciales y la actividad
económica se desarrolle en forma adecuada.

En las diversas actividades propias de cualquier

sociedad abierta al desarrollo y el progreso; se
debe de tener como objetivo lograr que el
resultado de cualquier inversión tenga como
resultado productos de calidad y que puedan
competir en un mercado de abierta
competencia. La mediocridad sin duda que
compromete nuestra competitividad en casi
todos los campos del quehacer cotidiano.
Muchos productos de manufactura, la
educación, los servicios de salud, el transporte,
la seguridad, etc. no pasan de ser mediocres; y
esto sin dudas es una tarea pendiente para
resolver en la agenda nacional.

Que lecciones debemos de sacar en particular

los estudiantes de medicina:

1.- Debemos de evitar toda práctica corrupta en

nuestra formación, sobre todo la trampa en los
exámenes. El plagio o copiar los trabajos a partir
de diversas fuentes es una práctica muy
arraigada en nuestro medio. Lo cual nos llevará
a poner nuestro máximo esfuerzo en cada
materia de estudio.