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Cuando veo el esquema del plan del texto sobre el uso excesivo del auto, me pregunto en primera

instancia ¿Por qué razón, capricho o desvarío quise alguna vez tener un auto? Es tan fácil renegar
de él, sospechar de sus supuestas virtudes, encontrar en él y en todo lo que él implica la negación
del ser social y racional. La calle es un reflejo de la sociedad posmoderna: vas montado en el
tráfico, viajando del punto A al punto B, lo que sucede en el trayecto puede ser hermoso o terrible,
o neutro, pero no importa porque no puedes detenerte pues, eres parte de un fluir autómata y vas
sumergido en un objeto cuyos lujos y comodidades pueden hacer que dejes de ver hacia afuera.

Los humanos solemos “humanizar” lo inhumano, normalizar lo aberrante, tenemos ese


mecanismo de defensa que nos hace llevadera la vida hasta la propia muerte. Quizás esa sea la
razón por la que creamos ciertos lazos “sentimentales” con nuestro auto. Recuerdo haber
experimentado eso con mi primer coche. Era un vochito blanco, que me dejaba tirado por lo
menos una vez cada mes. Uno empieza a preocuparse por su bienestar, experimenta ciertos
escrúpulos sobre la gasolina y el aceite que le mete, cualquier pequeño síntoma o ruidito
detectado nos pone a pensar sobre encontrar un mecánico confiable, uno empieza a buscar cosas
que lo hagan lucir más bonito y, por supuesto, se experimenta cierta “crisis” de separación
durante los viajes o vacaciones.

Pero, por muy obvio y reduccionista que se sea, hemos de admitir que los autos son violentos y,
sin reflexionar demasiado, podríamos decir que son vehículos de muerte. Pensemos en una
tonelada de metal y otras durezas moviéndose a, digamos, la velocidad promedio del tráfico de
Culiacán, o sea unos 60 km/h. Sin duda que trataríamos de poner la mayor distancia posible con
un fulano con pistola en mano, pero cada que nos enfrentamos a la calle, vemos venir hacia
nosotros semejante masa metálica a semejante velocidad, y en un irracional acto de confianza
decidimos que estaremos bien. Si alguien buscara deliberadamente a la muerte, sería fácilmente
encontrable en la calle. No hay modo más expedito y asequible de morir que ponerse enfrente de
un coche en movimiento y dejar que las leyes de la física hagan lo suyo.

¿Qué tan necesario es para nosotros normalizar el peligro de los autos? Un gato me enseñó que la
calle es el peligro normalizado. Lo llevaba con el veterinario, cuando estuvimos en plena avenida,
estaba paralizado de terror, las pupilas totalmente dilatadas, el cuerpo trepidando y produciendo
un sonido que era como salido de un animal totalmente diferente. Esa reacción me hizo intentar
calmarlo, pero poco a poco más bien yo empecé a experimentar cierta angustia. Llegó un
momento en que el miedo de mi gato me pareció la cosa más congruente del mundo, que era lo
correcto ante la evidente fealdad de la calle, lo prosaico de todos los sonidos, el olor y, lo que
parecía más inquietante: la normalidad de la gente ante la aborrecible figura de los autos.

Tal vez la empatía con un gato sea hasta cierto punto aborrecible, pero en el momento en que
sucedió parecía una manifestación de extrema lucidez, una recuperación de lo racional. ¿Qué es
peor, lo peligroso o lo feo? Lo feo nos puede matar, aunque sea en un sentido figurado; y así como
ya no distinguimos las cosas feas, parece que ya no distinguimos las cosas peligrosas. Se puede
argumentar que la normalización de lo peligroso comienza por enfrentar a lo peligroso, por
encarar los miedos y superarlos, y eso es lo que nos hace virtuosos como seres humanos, nos hace
superiores. Mi argumentación puede calificarse de medrosa, pero no es irracional, es sólo una
visión de “peatón”, de alguien que no tiene auto. El que supera sus miedos es valiente, triunfa,
vence y vence a los demás, los somete, anda en coche. El peatón es el vencido, el sometido, es
inferior. Necesita ser inferior porque su inferioridad le da sentido a la superioridad del auto. Es una
dialéctica que no puede romperse, lo único que podemos hacer es, de vez en cuando, entrar en el
tráfico indetenible, y tener suerte de poder salir de él en el momento adecuado, o antes de que
sea demasiado tarde. Me equivoqué, la calle no es un reflejo de la sociedad, la calle es la sociedad.

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