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Resumen
Abstract
This text tries to present a testimonial approach to the descendants of the trajinantes,
who went from one place to another offering merchandise and some people took
advantage of them to send letters or messages. The 'cacharreros' were curious
businessmen of the search, that crossed the fields with different products of interest for
the people who did not have facilities to go out to the town or to the city. They could offer
everything from needles and threads, to express pots and decorative objects or
medicines, which many times left on credit or received as payments hens, coffee, eggs,
Doctor H.C. en ciencias sociales, profesor titular emérito en la República del Perú, investigador de la
historia de la ciencia y el folclor. Tiene más de 25 publicaciones y ha pronunciado más de 150
conferencias en Colombia y el exterior. Fundador y director del Agro Parque Sabio Mutis – Jardín Botánico
de Uniminuto.
** Tecnóloga en informática, estudiante de Filosofía e Historia. Investigadora del Agro Parque Sabio –
Introducción
Española, este se define como una “persona que vende cacharros o loza ordinaria”. No
obstante, nosotros hemos encontrado que se trata de un hombre que recorría los
campos con diferentes productos del interés de las personas que no tenían la facilidad
de salir constantemente a los pueblos o ciudades, a quienes también les ofrecía créditos
y otras facilidades de pago, además de que su mercancía no siempre era ordinaria. Este
curioso empresario, después de tantos viajes se ganaba la confianza de sus clientes,
que mandaban con él mensajes a sus vecinos, familiares e incluso al pueblo por algún
encargo. Por esta razón, el cacharrero era fundamental como medio de comunicación
en los espacios rurales durante el siglo XX, según los testimonios de viva voz que
hemos podido recoger.
1 Félix Henao Toro, Las Posadas, documento inédito conservado por el ingeniero Ramiro Henao
Jaramillo. Manizales, 2020.
En la década del ochenta entrevistamos al señor Néstor Botero Goldsworthy2, a quien
le preguntamos sobre el oficio de los cacharreros en su querida Sonsón. Él nos contestó
que por la extensión territorial de este municipio existían numerosos trabajadores en
este oficio, que inclusive llegaban a los municipios limítrofes. Sin embargo, José
Fernando Botero3, técnico operativo en cultura y patrimonio, radicado en Sonsón,
Antioquia, nos confirmó en el año 2018 que este oficio antes tan reconocido en la región
prácticamente ha desaparecido. Así mismo, en la búsqueda de documentos y
testimonios nos fue muy importante su aporte, ya que gracias a su apoyo y orientación
pudimos acceder al único texto escrito sobre cacharreros de que se tiene noticia y que él
nos facilitó para comprender mejor este oficio.
Vale la pena aclarar que el presente texto no pretende agotar las reflexiones que
sobre el tema pueden hacerse. Antes bien, consideramos que se trata de un estudio
incompleto ofrecido a los investigadores, folcloristas, sociólogos o antropólogos que
quieran continuar con estos estudios desde otras perspectivas y otros lugares,
enriqueciendo así el conocimiento que hasta el momento se tiene de este oficio.
Marco Aurelio recuerda que esta conversación lo impactó mucho, entre otras cosas
porque ya había oído hablar de este oficio en el Valle del Cauca y en Santa Rosa de
Cabal, Risaralda. Animado entonces en este proyecto se decidió a realizarlo, y con
trescientos treinta pesos de capital intentó pedir un crédito en un almacén donde lo
conocían desde su niñez, pero terminó en el almacén de don Ernesto Naranjo,
cacharrero con bastante experiencia, que no dudó en orientarlo, darle ánimo y venderle
alguna mercancía que, aunque poca, sin duda era lo que se requería en el campo que
don Ernesto conocía tan bien.
Luego de una semana durante la cual visitó veredas cercanas vendiendo medias,
pañuelos, pantaloncillos, enaguas, brasieres, pantis para damas y niñas y algunas
toallas, cada vez se animaba mucho más al ver que en el día podía llegar a ganar
cincuenta y seis pesos, cuando un trabajador ganaba solo quince pesos, de forma que
comenzó a llegar en las tardes al almacén para resurtir y salir temprano al día siguiente.
Así lo hizo hasta que el sábado don Ernesto le propuso que se fuera con un trabajador
recomendado que conocía el oficio, pudiendo llegar hasta veredas lejanas en viajes de
ocho o diez días. Además, le entregaba la mercancía por consignación, de manera que
se podía llevar lo que quisiera del almacén, siempre y cuando le pagara una vez
regresara del viaje.
Poco tiempo después, sintiéndose más seguro en este oficio, dejó de trabajar con
Fingo, el ayudante que le había impuesto don Ernesto, y en su lugar decidió llevarse a
su hermano Gustavo para que aprendiera a trabajar, quien al cabo de cuatro salidas,
también se ganó la confianza de don Ernesto Naranjo y se independizó. Finalmente su
hermano Héctor que se había quedado sin trabajo, decidió animarse a “la aventura de
vivir con la cajada [sic] de mercancía a las espaldas, y al igual que nosotros
conseguirnos la vida de una forma diferente a las labores del campo” (Cacante, 2014, p.
159). Héctor también aprendió rápido, y al ver que no les convenía trabajar juntos, cada
quien tomó su camino con sus propios cacharros.
Los cacharreros que conocimos a finales de la década del cincuenta andaban por los
campos cargados con maletas, las cuales abrían en el corredor de la casa a donde se
les había mandado entrar. Y sin necesidad de sacar nada de lo que allí llevaban, se
podía apreciar la mercancía como si se tratara de una pequeña estantería donde se
podían ver bolas blancas de alcanfor, paños de agujas pequeñas, agujas más grandes
para coser costales, rollos de caucho, resortes, cáñamo, juegos de pañuelos, espejos
pequeños, peinillas o peines, hilos, el piquillo o ribete para las costuras, jabón de Reuter,
agua florida de Murray, tricófero de Barry, pomada para desmanchar la piel de las
mujeres, y para los niños bolitas de cristal para sus juegos, especialmente el que se
conocía como la vuelta a Colombia4.
4 En los patios de las casas o en la escuela, los niños practicaban este juego que consistía en trazar
una pequeña ruta formada por huequitos en la tierra donde debían meter la bola impulsada por los dedos,
a los cuales le daban el nombre de los municipios o ciudades por donde debían pasar los ciclistas de la
Vuelta a Colombia para llegar a la meta. Esta programación la publicaban en pequeños folletos de
En la década de los setenta el maestro Ovidio Rincón Peláez y el dentista Augusto
Becerra Duque escucharon gustosos esta descripción, y nos precisaron que estos
“andariegos o rebuscadores del centavo se especializaban en vender determinados
productos de acuerdo a la región y a la época del año”, pues gracias al conocimiento
que tenían de la región y de sus gentes, sabían qué mercancía necesitaban si iban a
visitar una región fría o una cálida. También nos dijeron que los cacharreros que ellos
conocieron vendían productos para el aseo personal, que si pasaban al comienzo del
año llevaban el almanaque de Bristol, y si era por la época de navidad en sus maletas
no faltaban los juguetes y objetos que sirvieran para pagar el aguinaldo si lo habían
‘casado’. Esta costumbre de casar aguinaldos la practicaban entre otros, las parejas de
novios, y uno de ellos consistía en comprometerse a no contestar si se le hablaba, a lo
cual le llamaban ‘hablar y no contestar’. Si se perdía la apuesta con la novia, ella
imponía una pena que el novio debía pagar con un objeto por lo regular comprado al
cacharrero, y entre los más recurrentes se encontraban los juegos de pañuelos, los
espejos pequeños, la pasta de jabón Reuter o una loción.
propaganda y también se oía por la radio el itinerario, del que estaban muy pendientes los niños y
adolescentes para construir correctamente su juego.
Con el tiempo, este curioso empresario se fue ganando la confianza de sus clientes
después de muchas visitas a los hogares, y de esta manera servía de mensajero con
quien se enviaban razones a los vecinos o al pueblo. Además, Rincón Peláez nos
cuenta que tenían un interesante sistema de crédito que consistía en un acuerdo entre
las partes, y del cual llevaban una contabilidad en una libreta, donde escrito con lápiz
aparecía el nombre de la persona, el producto fiado y la fecha o las fechas en que se
comprometía a pagar, incluyendo los abonos que hacían.
Con lo anterior, tanto para Rincón Peláez como para Becerra Duque, el cacharrero
fue un hombre muy importante para los campesinos, porque los sacaba de apuros
cuando traían el producto que estaban necesitando con urgencia, como el hilo para
remendar o un analgésico para los dolores. De todas maneras el campesino esperaba
su visita, ya fuera cada ocho o cada quince días, en el campo se programaban ciertas
actividades como los cumpleaños o las costuras de acuerdo a lo que ellos traían en sus
maletas que terminaban siendo la solución para quienes no podían o se les dificultaba
salir al pueblo o a la ciudad.
Tomando el camino hacia el sur en Armenia, Quindío, en la vereda de San Juan, los
padres de Iván Danilo Ortiz le contaron que tenían recuerdos desde el año de 1936
sobre los cacharreros que pasaban por su casa vendiendo piedras de candela, polvos
flores de Niza, espejos, Bay Rum Negret y Quinifer contra el paludismo, cuadritos de la
virgen del Carmen, el corazón de Jesús, el ánima sola y Santa Marta, entre otras
mercancías. Así mismo, nos cuenta Iván Danilo que había cacharreros muy famosos por
esos lados, como lo fueron don Eusebio, Campo Elías y Luis Adán, quienes tenían su
estilo o particularidad, pues algunos a la vez que vendían sus mercancías compraban
frascos y botellas, muy especialmente los de onza o de almendras, los de libra o los
frasquitos de color café llamados sinara donde se empacaban los jarabes. Otros
vendían únicamente de contado, y no faltaba el que recibía como forma de pago
huevos, pollos o libras de café.
Un proveedor de mercancías para los cacharreros fue el almacén El Buen Gusto, del
empresario Vicente Giraldo Gutiérrez5, propietario de la marca Vigig, acrónimo de su
nombre y apellido. Giraldo, célebre por la cantidad de productos que fabricaba y el
original nombre con el que los bautizaba, “fue un publicista ingenioso, que conocía el
comportamiento de su clientela como si se tratara de un antropólogo o un sociólogo, y
Iván Danilo recuerda que los cacharreros compraban en el almacén el Buen Gusto
jabones, el Caspidosan Vigig, el cual era recomendado por su fabricante con tanta
efectividad que afirmaba en su publicidad: “si no se cura la caspa, córtese la cabeza” y
también el afeitol que tenía “la suficiente espuma para la afeitada”. En cuanto a las velas
de parafina, don Vicente las llamó el bombillo del pobre, y la harina de maíz la
promocionaba de muy buena calidad por ser fabricada con maíces colombianos muy
superiores a la Maizena Duryea, de origen norteamericano a la que consideraba su
mayor competencia.
Aseneth Sánchez, quien vive en Salamina, Caldas, recuerda a los cacharreros por su
madre Teresa, de quien aprendió su importancia para “uno que vive en el campo y
poder conseguir algo que faltara estando tan lejos de la ciudad”. En efecto -según
Aseneth-, el cacharrero les proveía mercancías diversas y con muchas facilidades de
pago. Su mamá que vivió entre las poblaciones de San Félix, Salamina y Pácora en el
departamento de Caldas y en distintos climas, pudo acceder a muchas mercancías,
entre otras, telas y paños que se utilizaban para confeccionar vestidos para usarse de
acuerdo a los climas.
En la década del sesenta fue muy famoso el cacharrero Chepe, quien hacía el
recorrido entre Villahermosa, Líbano y Murillo en el departamento del Tolima. Don
Chepe por lo regular andaba solo, pero de vez en cuando lo acompañaba un muchacho
que le ayudaba a llevar la maleta y que usualmente era un pariente suyo. Al pasar el
tiempo se hizo muy conocido porque cumplía con los encargos que le hacían, lo cual le
permitió aumentar este negocio, logrando reemplazar al ayudante por una mula.
A Chepe lo esperaban con una regularidad de ocho días, que era el tiempo que se
demoraba haciendo el recorrido, y cuando volvía traía los encargos que podían ser
toallas, sábanas, ollas pitadoras, pomadas, máquinas de afeitar y colinos dentales, entre
otros. La mercancía se podía pagar con gallinas, huevos, papa o plátanos, y las ollas
exprés o pitadoras, después de discutir el precio, era posible cancelarlas por cuotas, que
podían ser cada ocho o quince días de acuerdo a lo pactado con él. En aquella época
decían que don Chepe adquiría las mercancías en las galerías del Líbano, aunque él
constantemente lo negaba, pues siempre insistía que traía un surtido de las grandes
bodegas que existían en la capital. La verdad es que lo que vendía era de buena
calidad, y su mucha clientela se debió a que negociar con él era relativamente fácil, ya
que nunca tenía problema cuando no se le podía pagar con dinero en efectivo, de
manera que cuando hacía el trueque o negocio no le faltaba la expresión: “plata es lo
que plata vale”9.
Muchos cacharreros adquirían sus productos a don Ignacio Caballero, quien era
dueño en Chaparral de un gigantesco almacén donde “se podía comprar desde una
aguja hasta una máquina despulpadora de café”. Con el cacharrero era posible pedir al
señor Caballero algo que le hiciera falta en el campo y él se lo hacía llegar con el mismo
cacharrero o por algún otro medio. Estos cacharreros, aparte de la venta de sus
productos contaban noticias, por ejemplo en la época de la violencia, por ellos se
informaba don Ismael sobre las andanzas de Chispas, Sangrenegra o Desquite10, ellos
“escuchaban los comentarios en el pueblo y se lo contaban a uno”, nos dijo.
Cuando le preguntamos por el cacharrero moderno, y qué diferencia tiene con el que
él conoció a finales de los cincuenta, no dudó en afirmar: “los de hoy son muy distintos,
andan en carros, motos o transportan su mercancía en una carretilla de dos llantas, todo
porque las vías de comunicación acabaron con el camino real y las trochas. Pero en
verdad las facilidades para uno transportarse ayudan o hacen que las cosas se puedan
conseguir con más facilidad en los pueblos”. En cuanto al pago, se les podía cancelar
con gallinas o pasilla, que es el grano seco o picado que flota cuando se está lavando el
café, o no pasa en la zaranda, aunque los cacharreros la recibían de muy buen gusto
como forma de pago.
10 Véanse sus biografía en: Téllez, P. Claver (1989). Crónicas de la vida bandolera. Bogotá: Planeta.
También María Pantoja, de 53 años, conoció a los cacharreros en Gaitania, vereda El
Jordán, Tolima, en la década del noventa. Se acuerda mucho de ellos porque traían
jabón de la tierra, pomada Dolarán, tijeras, linimento, ollas y cauchos para la olla exprés.
Con ellos “se hacían cambios por pasilla de café o gallinas”. María cree que el
cacharrero de esa época ha cambiado mucho, pues el actual ahora se moviliza en carro,
carretas o motos, y los sistemas de pago son diferentes, pero el pago por cuotas o
plazos aún prevalece, nos dijo.
Cacharreros en Cundinamarca
13 Según Marina Aguirre, el jabón de la tierra servía para bañarse el cabello porque les quitaba la
caspa, pero también para lavar la loza y las ollas que se ponían muy negras porque se hacía de comer
con leña, y además el axión y otros jabones modernos no existían.
Bibliografía