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Crónicas de Pandemia

Antología del taller de


ESCRITURA CREATIVA DE FARO DE ORIENTE
IMPARTIDO POR
CAROLINA ALVARADO
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Crónicas de Pandemia
Antología de escritura creativa de Faro de
Oriente impartido por Carolina Alvarado
Edición de Carolina Alvarado

ARTEFARO
EDICIONES

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Crónicas de Pandemia
ARTEFARO Ediciones
Primera edición en México: Agosto del 2020
ISBN: 893-968-717-878-1

D.R. © El cesido. Carlos Yucetd Ramírez Vázquez.


D.R. © La voz de la verdad. Jesús de la Rosa.
D.R. © Duelo compartido. Sofía Méndez Ramírez.
D.R. © José Antonio Hernández Viveros.
D.R. © Melancolía y libros. Raúl C. Binzha.
D.R. © Una fisura en la realidad. Fabiola Alejandra León Montiel.
D.R. © Diseño y edición: proyecto de Carolina Alvarado.
D.R. © Imagen de portada e ilustraciones:
Sofía Méndez Ramírez.

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COLECCIÓN ENCIERRO

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ÍNDICE

1.- Nota introductoria. Carolina Alvarado.


2.- Melancolía y libros. Raúl C. Binzha.
3.- La voz de la verdad. Jesús de la Rosa.
4.- Duelo compartido. Sofía Méndez Ramírez.
5.- Una fisura en la realidad. Fabiola Alejandra León Montiel.
6.- Nada que hacer. José Antonio Hernández Viveros.
7.- El cesido. Carlos Yucetd Ramírez Vázquez.

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El escritor escribe su libro para explicarse a sí mismo

Lo que no se puede explicar.

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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NOTA INTRODUCTORIA

Los textos compilados son resultado de un taller de verano,


cuyo objetivo era que sus participantes se sirvieran de la
escritura para procesar temores y pérdidas sufridas a
consecuencia de la pandemia y el confinamiento. Al
planearlo se pensó que su realización podría darse en un
mismo espacio físico, la Biblioteca Alejandro Aura de Faro de
Oriente. Como muchos de nosotros, la responsable de la
Jefatura de Talleres de Jóvenes y Adultos, Ángeles
Gutiérrez, apoyó su realización, con la idea de que para julio
estaríamos de vuelta en Faro. No pudo ser así, pero eso no
nos detuvo, ya que, gracias a la buena disposición de cada
uno de los participantes y pese a los obstáculos que
surgieron en el camino, hicimos que el taller funcionara en
línea. Sin embargo, el objetivo tuvo que cambiar para dar
lugar a la narración de un presente que conforme se
escribía se iba diluyendo. De ahí que casi todos los textos
dan cuenta de una vivencia personal del encierro que se
aproxima a lo autobiográfico pero que no deja de dar
testimonio de un momento histórico.
CAROLINA ALVARADO

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DRAÚL K. BINZHE

Nació en julio en Bomanxotha, Hgo., en 1986. Es solitario y


soltero. Su nombre real es Raúl C. Binzha; le gusta la
literatura como primera forma de manifestarse la vida; su
forma de leer es desordenada y omnívora; le gusta andar en
bicicleta como forma de pedalear las palabras del espíritu.
Un par de veces se ha salvado de ser atropellado por ir
leyendo caminando por banquetas o calles. Dice ser exiliado
de su lugar de origen y extranjero en todas partes.

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MELANCOLÍA Y LIBROS

Julio 2020, un día más, pero un día raro. Un día dentro la


pandemia más grande que se ha dado en el mundo y que le
tocado presenciar. Me levanté temprano como otros días,
aunque muy tarde para mi gusto. Eran las 4:30 a.m. Silencio
casi total. Me fui a bañar casi sin ganas, pero me reanimé un
poquito al ducharme.
Luego de mi regreso a la habitación me senté en la
cama. Cogí la almohada y reanudé la lectura de un libro

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sobre la obra de Edvard Munch, escrito por Eva di Estefano.
Me estaba gustando mucho la lectura, aunque a medida que
avanzaba, me sentía sin fuerzas. Todo encajaba a la
perfección. Imágenes melancólicas. “El grito” me impactó
mucho. Los colores rojos delineando las nubes. La
representación dramática de la angustia. La forma del
paisaje en miedo vivo. El cráneo en tono de pesar y muy
paranoico. El sinsentido que transmite esta pintura. La
ruptura con la vida misma. Un mundo fragmentado. Este
tono gris negruzco se dejó entrever en mi propia vida. Yo
Fénix Estel, en una habitación solitaria, en una hora
fantasma, con el tiradero de libros por doquier. Con la
afirmación asomada por la ventana de que sería un día
nublado. Sin amigos. Sin novia. Sin familiares cercanos. En
una pandemia que está matando a los mejores. ¿Qué me
aguarda a mí? ¿Por qué no elegir el suicidio? ¿Por qué no
hacer de mi muerte una obra de arte caótica? Los libros
eran mi mejor alimento diario, la música era mi arma

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mágica, las películas mi último recurso en una situación
desesperada. ¿Por qué ahora ya no siento gusto por nada?
Soy un monstruo insensible. Un desecho humano. No sé, qué
hora era. Solo cerré a la mitad el libro y también cerré por
completo los ojos. Quería pensar, soñar, imaginar,
reflexionar, pensar si en la vida había una conclusión.
Cuando volví a abrir los ojos eran las ocho y media
de la mañana. Me levanté como pude, (casi a rastras) y me
fui a desayunar al mercado. Pensé en el riesgo de ser
infectado de coronavirus, pero, ya nada me importaba. Si me
infectaba me ahorraría la cobardía de tomar el cuchillo y
acertar en el corazón o las venas.
De regreso del desayuno ya no tuve el valor de
agarrar ese arte que grita de Edvard Munch. Mala lectura
para un esquizofrénico. Hay que tener el valor y el temple
para este tipo de lecturas. Sin embargo, tampoco podía ir a
ningún lado. Entonces, saqué del anaquel la biografía breve e
introductoria de María Curie, de la colección Grandes

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Mujeres. Por su puesto no iniciaba sino tomaba el libro
avanzado algunas páginas. Ya que, mi costumbre habitual
era leer dos o tres libros a la vez como acto de descansar
una de otra.
Durante el día solo hice una pausa para ir a
prepararme unos huevos revueltos a la hora de la comida,
descansos para tomar agua e ir al baño. Casi sin darme
cuenta, el día había concluido. Eran las ocho de la noche y
me faltaban un par de páginas para concluir la biografía. Me
sentía inspirado. Casi inmortal. En verdad me sorprendió
esta lectura. Luego, de ella no volveré a ser igual en la vida.
Madame Curie, sin recursos económicos ni apoyos por parte
de sus padres, se atrevió a estudiar dos carreras: física y
matemáticas y con mucho trabajo y perseverancia ganó dos
premios Nobel casi sin proponérselo. Nunca descuidó a
Pierre su esposo, ni la educación de sus hijas. Puso en alto
el nombre de su país y tuvo para ser la mujer más rica y
famosa, pero siempre fue sencilla y humilde. Con esta

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lectura aprendí que debo ser agradecido con todo, cada día.
Y si quiero algo es a base de trabajo duro y mucha
perseverancia. Después de toda la pandemia no todo es
oscuridad por el encierro. También hay palabras vivas que
dan mucha luminosidad a mi vida.

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JESÚS
DE LA ROSA

Nació en la Ciudad de México. Actualmente cursa la


licenciatura en Enfermería en la Facultad de Estudios
Superiores Zaragoza UNAM. Ha cursado diversos talleres
impartidos en Faro de Oriente como narrativa, cuento de
terror y policíaco, ambos impartidos por Carolina Alvarado.
Además de otros cursos como Historia de la literatura de
horror, psicología del miedo, entre otros.

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LA VOZ DE LA VERDAD

“No soportas la soledad porque en ella te has


encontrado a ti mismo”.
- Schopenhauer.

¿Ha sido o no ha sido un día largo? Algunas veces es como si


pudiera sentir que mi día fue realmente productivo. Mientras
que otras pareciera que los minutos tardaran horas en
avanzar. Me acomodo en mi almohada. Al cubrirme con la
cobija pienso que curiosamente hacía tiempo no prestaba
atención en la luz de la luna que entra por mi ventana. Antes
solía terminar mis tareas a primeras horas de la madrugada

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y tirarme en mi cama esperando dormir al menos cuatro
horas; durante los fines de semana ver hasta tarde la
televisión y no pensar en nada más que descansar de una
semana atareada.
Solía… La palabra hace eco en mi cabeza y se
detiene un poco a pensar en la situación actual. Pienso en
mis seres queridos y me digo a mí mismo que me alegra que
estén bien. Me repito que solo debo ser cuidadoso cada que
salga. ¿A dónde? ¿A la tienda? Sí, me contesto.
Contestármelo me lleva a darme cuenta de que realmente
no he salido a algún lado que ponga en peligro a nadie. Soy
afortunado en poder quedarme en casa a salvo y saber que
mi familia también lo está. Me siento algo egoísta en no
pensar en aquellos que tienen que salir a exponerse y poner
en riesgo a los suyos. Creo que tenerlo presente y
agradecer no estar en esa situación hace que mi sueño no
se perturbe.

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Mi teléfono vibra. Creí haberlo puesto en silencio
absoluto. Leo el mensaje “Hola, ¿Cómo has estado? Espero
que nos veamos pronto”. Veo el mensaje sin abrirlo. No
quiero que note que lo he visto y tampoco quiero responder.
¿Por qué? No tengo nada que hacer, no debo pararme
temprano, ni razón alguna para no tomarme unos minutos
para contestar. Ignoro los pensamientos dejando a un lado
el teléfono y me acomodo otra vez. ¿Qué contestaré
mañana? Algo como que estuve ocupado o que salí y llegué
tarde. No lo va a creer, eso ya lo he usado… O podría decir
que la extraño y espero verla pronto… No es cierto, si lo
fuera se lo diría de vez en cuando y no respondería cada fin
de semana. O podría decirle que salgamos, tomando todas
las precauciones y dándome un buen baño al llegar… Cambio
de almohada y me giro. No, no es buena idea salir. Mejor solo
diré que la extraño y que nos veremos pronto porque ahora
no es seguro salir. ¿Porque no es seguro salir o porque más
bien no quieres salir? Hay un virus ahí afuera, lo sé. Hice

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una exposición sobre él, exposición que a la profesora le
pareció incompleta ¿Incompleta en qué? No iba a detenerme
a explicar qué es un virus. En fin, eso ya pasó y no quiero
recordar mi pasada mala experiencia escolar. ¿Y antes del
virus? Bueno, antes del virus sí salía. Pero no con alguien.
No, exactamente, sí, salí con ella una vez. Y pudieron ser
más. Lo sé, pero no quería ser empalagoso. O gastar dinero,
el día que le cancelé no fue porque no quisiera verla, me
sentí con ganas de quedarme a escribir un poco y ver
caricaturas por la noche en lugar de llegar cansado y arto
por el tráfico. Bueno, pero cuando salimos también fuimos a
comer y la pasamos muy bien. Y cuando llegué solo pensé en
cuántas cosas pude comprar con ese dinero. De hecho, no
hubo una segunda vez porque a la semana siguiente compré
esas botas y luego pedí una pizza para ver una serie. Pero
también extraño salir ¿Seguro? Extraño los museos y las
fiestas… ¡Fiestas! ¡Ja! ¿Por qué miento? Cuando todo
regrese a la normalidad aceptaré ir a algunas. Eso me digo

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ahora, de tantas veces que digo que iré, ahora ya todos
saben que en realidad no lo haré. ¿Será por eso que ya ni
siquiera me avisan, aunque se corra el rumor de dónde
serán? Se supone que debería sentirme encerrado, pero no
es así ¿Hay algo malo conmigo? Este confinamiento solo me
ha hecho pensar en cuan frágiles son los vínculos de ciertas
personas. Leo publicaciones de compañeros que ya no
soportan el encierro, que quieren volver a los antros, salir a
comer, a tomar y etcétera. Otros más que se sienten solos,
desde que todo esto comenzó han dejado de hablar con sus
amigos. Desesperados, muchos hacen videollamadas a
diario ¿Por qué no hago eso con mis amigos? Están
ocupados, así de simple. Nunca han necesitado verme a
diario para saber que nos tenemos los unos a los otros.
Suspiro, vuelvo a girarme y trato de cerrar los ojos. Debería
tener ganas de salir, pero quizá mis pensamientos tienen
razón. Me gusta estar en mi propio espacio, en mi burbuja de
pensamientos e ideas. En la soledad y la oscuridad de la

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noche aclaro mis inquietudes. Pongo orden a pensamientos
disparatados y en ocasiones cuando estos me causan
insomnio, les encuentro respuesta en sueños o pesadillas y
al día siguiente fácilmente dejan de afligirme. ¿Qué es lo que
no soporta la gente? ¿La soledad? Afortunadamente las
personas que conozco se encuentran bien, pero es como si
no se soportaran a sí mismos.
Cuando enciendo la televisión para ver el noticiero
me sorprende ver que los asesinatos aumentaron, los robos
se duplicaron, la violencia intrafamiliar se triplicó a tal
grado de anunciar números de emergencia por si amas de
casa o niños sufren violencia en sus casas. Incluso cuando
todo comenzó quise comprar una cerveza en la tiendita de la
esquina, pero un letrero de casi mi tamaño anunciaba:
PROHIBIDA LA VENDA DE BEBIDAS ALCOHOLICAS. Supuse que
era para evitar que los vecinos hicieran fiestas y así no
generar conglomeraciones, pero al leer el resto del cartel
decía que era para detener la violencia en los hogares,

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incluía el número de atención y el de algunas líneas de
ayuda.
¡Vaya amor! Sí, a cierta hora de la noche concuerdo
con mis pensamientos, quizá se vuelven más claros o yo
más flexible. En tan solo el primer mes muchos de mis
contactos terminaron con sus relaciones, estaban por
cumplir meses, un año o quizá más. Es como si lo único que
los mantuviese unidos era la costumbre de verse. Y no es lo
mismo reconciliarse con cientos de mensajes de disculpas a
hacerlo con una buena cogida. Río para mis adentros.
Publican tantas indirectas que resulta gracioso que antes no
dejaban de subir fotografías con tantos corazones y cosas
cursis. Y ni cómo olvidar aquellos que organizaban dónde
salir cada fin de semana, subiendo fotos entre sus miles de
amigos. Me parece que uno de ellos se fue a manifestar para
que abrieran el gimnasio. Quiere tener algo de compañía,
descubrió que sin rodearse de personas en realidad está
solo.

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En la calle los niños juegan sin importar que los
autos pasen. Nadie los cuida. Es como si tan solo los
quisieran fuera de casa sin importar si algo malo les
ocurriera. Diario están ahí, de doce a nueve. Algunas veces
me pregunto si leerán algún libro o algo relacionado con la
escuela.
Tal vez sí haya algo malo conmigo al sentirme más
tranquilo que antes de la pandemia. Decidí aprovechar el
tiempo que nunca he tenido y probablemente no volveré a
tener. He podido aprender cosas nuevas, me hice de
horarios para recibir cursos, para leer, para ver series o
películas. He tenido más tiempo para pensar en nuevas
historias, incluso a veces no me alcanza el tiempo para
hacer lo que quiero hacer. Debería dejar de limpiar tan
seguido mi cuarto, pero al hacerlo me entretengo
acomodando mis cosas, escuchando mis discos favoritos y
cuando termino de asear la casa, ya se me hizo tarde para
el resto de mis tareas y lecturas. Nadie me obliga ¿Por qué

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lo hago? Ya es hora de dormir, debo dejar de pensar. Cierro
los ojos, me giro por última vez, bostezo y lentamente
comienzo a quedarme dormido.

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SOFÍA MÉNDEZ
RAMÍREZ
Ciudad de México, 1999. Estudiante de la licenciatura en
Comunicación y Periodismo en la FES Aragón. Técnica en
Educación y Desarrollo Infantil. Ha tomado cursos de
guionismo para radio series y de televisión, así como de
dramaturgia, fotografía y cine en la UNAM. Participó como
ponente invitada en la FILlJ en 2015 y en la FIL en 2017, tras
ganar un concurso de reseña literaria. Ha realizado guiones
de radio y participado en locución de cápsulas en el
programa Aragón-es transmitido desde 2019 a través de
ennezaradio.com

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DUELO COMPARTIDO

Una llamada, antes de iniciar la rutina de ejercicios en


familia, interrumpió mi cuerpo cansado. Mi hermano, al otro
lado de la línea, preguntó si ya había preparado mis cosas
para ir a visitarlo. ¿Tiene que ser hoy? dije y noté que la
pregunta le molestó. No había sido un buen día para mí, los
recuerdos aún golpeaban mi memoria de maneras
inimaginables, no me dejaban dormir, ni comer, por lo que
había perdido tres kilos en dos semanas. El mal humor de mi
hermano sólo hizo estallar el llanto que llevaba entre la

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garganta y el pecho. No sabía cuántos días habían pasado,
dejé de contarlos desde que Mar decidió que no estaríamos
juntos. A veces un movimiento boca abajo o una palabra mal
empleada, podía traer su rostro y nuestras risas
intangibles. Mamá tomó el teléfono y le hizo saber lo que
había provocado. Me concedió la línea una vez más.
⎯Es urgente ⎯dijo⎯ Hoy tengo que hablar con ellos por
videollamada, además, aquí podemos trabajar. Quiero que
seas parte, Sofí, siento que esto es para lo que nací.
Esa última frase lo decidió todo. Preparé rápido una
mochila con comida y una muda de ropa. Era uno de mis
peores días, porque a diferencia de mi hermano, yo no le
encontraba sentido a mi vida. Para mí, todo había perdido
rumbo el día de la ruptura. Mar era mi mejor amigo y, el día
que se fue, me di cuenta de cuánto había planeado para los
dos, ahora hablarle significaba una acción letal para mi
estado emocional, aun cuando le extrañara. Al terminar la
relación, él había dicho que no quería hacerme daño, que

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pasaba por momentos difíciles. Pero nada de eso tenía
sentido para mí, ¿qué daño podría ser más grande que esta
tristeza?, ¿qué podría ser peor que llevarme a desear que,
para que todo el dolor parara, una enfermedad, la que fuera,
se adueñara de mi cuerpo y terminara con la vida que no me
atrevía yo a quitar?
No entendía cómo Mar podía seguir aferrado a la
idea de no lastimarme, teniendo el recordatorio constante
de que la vida es un instante, con el índice de decesos que
anunciaba la televisión todos los días y siempre al alza,
cómo y por qué prefería alejarse. Su distancia se hizo ley:
todas y todos con cubre bocas, sin contacto físico, a un
metro y medio, separados. Qué tan mala sería yo, para que
ni el mismo apocalipsis le ablandara el corazón, qué tan
peligroso se creía él. Ante su decisión, yo deseaba perderme
con las cifras de cada día, si acaso se podía estarlo más.

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Papá me llevó en coche a Xochimilco para evitar
complicaciones. Desde que nos dijeron en la escuela que las
clases se tomarían en línea, que el virus era peligroso y no
podíamos salir, sentí alivio. Para mí, lo aterrador no era el
virus, sino los recuerdos, esos los tenía que contener en el
transporte público en las cuencas de mis ojos, me obligaban
a concentrarme en el sonido del cascabel pequeño que
colgué en el cierre de mi mochila para controlar la
taquicardia, los ataques de ansiedad en medio del
transbordo.
Para mí no era peligroso el virus, sino yo misma y la
tristeza que ponía en riesgo mi integridad al atravesar las
calles mecánicamente. No ir a la escuela me libraba de
salirme de los salones para poder ir a llorar al baño, no
esperar a que mis amigas fueran a buscar mi mirada
perdida detrás de una de las puertas y abrazar mi llanto
ahogado.

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No pasaron muchos días después de que Mar se
marchó y las tiendas, las escuelas, todo se cerró. Era como
si el mundo entristeciera conmigo. Gracias di porque nada
siguiera igual, porque mi estado de ánimo se camuflara
entre el duelo compartido de todas y todos a quienes el
exterior les fue arrebatado.
Eran ya diez para las seis. Mamá estaría haciendo
abdominales y burpees con mis dos tías mientras mi papá
me decía que siguiera tomando las gotas de homeopatía
cuando me volviera a sentir mal. Elías, mi hermano, se puso
feliz al verme llegar. Nos despedimos de mi papá y acaricié
por primera vez a las tres perritas de la dueña de la
casa. Después de la reunión con sus amigos de distintas
carreras por zoom, discutiendo sobre el negocio que Elías
tenía en mente sobre una página web, después de la cena de
verduras y de acariciar tiernamente a una gatita instalada
en la cocina (a pesar de mi miedo a los gatos) fuimos a su
recámara.

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Elías me miró, era la misma mirada que se plantaba
en mí desde hacía meses cuando me veía llorar. Él sabía que
no estaba bien. Se sentó junto a mí y me comenzó a contar:
⎯un amigo mío me dio algo que me ha ayudado mucho.
Nunca en mi vida me había sentido tan tranquilo. ⎯ dijo, y
comenzó a hablar sobre la cannabis y su uso medicinal, sus
partes. Demasiados términos para alguien que apenas puede
parpadear sin llorar.
⎯ ¿Quieres ver cómo es su efecto en mí y si quieres
pruebas?
⎯Sí.
Elías sacó una pipa de vidrio parchada con cinta,
porque se le había caído. Me explicó cómo funcionaba. Me
hizo oler la flor como me hace oler el buen café. Probó y
después me dejó a mí.
No me atreví a musitar muchas palabras, me daba
miedo que mi hermano creyera que lo que me pensaba era
una tontería. Comencé a sentir la piel sobre mis huesos, el

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peso de mis piernas, a las que tanto había forzado a correr
por las mañanas y en la madrugada, para ignorar el dolor
interno. Por un momento volví a sentir mío el cuerpo que
durante tantos meses me había parecido ajeno.
Elías me invitó a dibujar. Puso un lienzo sobre su
restirador. ⎯Cierra los ojos y dibuja lo que escuchas ⎯dijo.
No estaba segura si escuchaba lo que sentía o sentía lo que
escuchaba, pero mi mano fue trazando con el carboncillo los
caminos que el sonido de sus instrucciones, me hacía sentir.
Percibía las ondas sonoras de sus palabras, las dibujaba.
Los párpados cerrados se movían sin parar. Cuando yo
llenaba una zona del papel, Elías lo movía para que siguiera
trazando.
⎯Llega al origen, Sofí⎯. Creí ver el momento de mi
nacimiento y la barriga de mi mamá antes de que yo
decidiera abrir los ojos al mundo de afuera. ⎯Puedes ser
todo lo feliz que quieras⎯. Me hizo llorar, no sabía cómo
lograrlo. Le escuché el primer te amo hacia mí. Nuestros

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viajes coincidieron en el mundo de los números y las
posibles combinaciones binarias. De pronto todo eran cifras,
vidas anteriores y próximas, llamados. Tuve ganas de leer y
él me extendió los libros que le había pedido desde hace
mucho. “Sobre Ausencia” leí el título y empecé a llorar.
⎯Si todo pasa por algo, Elías, no entiendo por qué se
fue Mar⎯. Mi hermano se limitó a abrazarme. ⎯Algún día lo
sabrás, Sofí.
El llanto paró. Los tiempos son prolongados y de
breves emociones bajo ese estado. La noche se fue
terminando, como el efecto. Nos fuimos a dormir. Al
despertar pensé en la existencia de una yo feliz, antes de
que toda la tristeza la consumiera. El vapor de la flor en mi
boca, en mis pulmones, me lo había recordado. No sabía
cuándo ni cómo volvería, pero existió y podía hacerlo una
vez más.

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FABIOLA ALEJANDRA
LEÓN MONTIEL

Pachuca, Hgo., 1977. Cursó el bachillerato en el CBTIS no. 93


Bertrand Rusell. Cursó el taller de Narrativa I y II en el Faro
de Oriente, el taller de Narrativa Fantástica en el Museo de
la Ciudad de México, y el Taller de Iniciación a las Artes
Plásticas en el Museo Universitario del Chopo. Ha publicado
en La ciudad en los ojos, Eterno Femenino Ediciones, 2017.

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UNA FISURA EN LA REALIDAD

Y bien, que al parecer fue una falsa alarma el haberme


contagiado de Covid 19, desatada, seguramente, por esa
fobia masiva que nos estaba aquejando a la mayoría o más
bien a la propia masa encefálica mía que me hacía
desconfiar de todo y de todos, lo que me llevó a
paniquearme hasta del viento que al arreciar pudo arrastrar
el virus a mi casa. O tomar mi distancia al abordar el pesero
y ya adentro sudar frío al tener a más de 15 pasajeros cara
a cara, y no se diga al llegar al trabajo donde precarias

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condiciones de higiene me aguardaban, donde yo me
esmeraba en hacer uso de cada mínimo cuidado en todo
momento y ni siquiera de agua y jabón podía disponer. Fue
cuando todo mundo comenzó a murmurar del fallecimiento
de más de tres personas que yo conocía y que habían sido
contagiadas. Aterrada llamé a mi jefe para solicitar permiso
de ausentarme a sabiendas que sería sin goce de sueldo y él
se indignó, haciéndome entender que mi holgazanería y
cobardía podrían cobrarse con un despido en el muy
probable recorte de personal regresando de pandemia, me
lo dijo desde el resguardo de su casa, pues ya tenía tres
semanas que no se presentaba. Llamó a gerencia o a algún
otro informante, seguramente para hacer indagaciones
acerca de los decesos, y al comprobarlos como ciertos,
cambió de opinión dejándome tomar unos días, no sin antes
lanzar amenazas y ultimátum.
Ya en casa, comencé a padecer los síntomas que
anunciaban en la tele, la radio, carteles y volantes; lo cual

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ayudó a mi subconsciente a aprenderlos perfectamente, al
grado de desarrollarlos uno a uno, temblando estaba mi
cuerpo de miedo y desesperación al esperar quizás una
muerte inminente. Entregué a mi hijo escrituras y contratos
bancarios, le di explicaciones a cerca de ciertos pendientes
y le dije que, si era necesario entubarme, no lo hiciera,
prefería que fuera rápido, sin contratiempos y en casa. Los
síntomas fueron menguando, ya no fue necesario
resguardarme en el cuarto de los triques como había
planeado. Ya no tuve que dar explicaciones a mi familia y
amigos del porque había tenido que romper la cuarentena y
salir en búsqueda de un salario irrisorio (porque me estaban
pagando la mitad y sin bonos, o sea nada) a cambio de
arriesgar mi vida. Bueno fue así que me quedé en casa.
Los atrevidos rayos del sol me sorprendieron en mi
cama, e hicieron que volviera en mí, después de flotar en
mis sueños como tal vez desde mi infancia no lo hiciera. Y
por primera vez no tuve prisa en levantarme, me estiré y

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despabilé como todas las mañanas veía hacer a mi mascota
mientras yo brincaba de mi cama porque era tardísimo.
Dispuse de tiempo para picar la fruta y hacer figurillas con
miel para decorar mi plato y deglutirlas con calma sin
atragantarme, como era mi costumbre. Escuchar el sereno
murmullo del viento acariciar la vegetación. Redescubrir mi
propia casa a esa hora, observar las rutinas de las
mascotas cuando nadie está en el hogar, fue como
desprenderme de un eterno ciclo y ruido enajenado, me
despojé del calzado y caminé por la azotea. Un cigarrillo me
permitió relajarme para tirarme bocarriba y apreciar las
nubes con el embeleso de un poeta. Sentí que el mundo paró
de rodar, era grato dejar de escuchar el barullo, aquel
silencio para muchos aterrador y de incertidumbre, era
para mí el silencio del renacer. Las actividades cesaron, los
retos y las preocupaciones. Era como un sueño que nunca
me habría atrevido a imaginar, que superaba mi ficción. La
calle lucía tan tranquila. En mi casa, parecía que solo existía

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yo, ningún familiar, ningún vecino o amigo se atrevían a
interrumpir. De manera que, desempolvé mi guitarra y toqué
hasta el cansancio "moliendo café", que era la única melodía
que me sabía. Ordené y corregí mis cuentos de la clase de
narrativa, y tuve el placer de releerlos mientras tomaba
helado de la nevera y me deleitaba. Era como contemplar
pasivamente el apocalipsis y ser yo ese testigo presencial,
que, si sobreviviera, narraría en lo futuro esas historias a
los más jóvenes que escucharían intrigados. La ciudad
estaba muerta, sin ruido de autos, sin niños gritones que
enervaran mis oídos, sin ver a las chonitas paradas en cada
esquina murmurando, desayunándose al prójimo. Todos
tenían miedo y, mientras tanto, yo me maravillaba de
contemplar mi nueva vida, de redescubrir mis gustos, de
reafirmar lo efímero de la vida, de comprender que la
economía por la que todos luchábamos día con día, en un
abrir de ojos podría colapsar y nuestros esfuerzos y
privaciones con ella. Pero eso entonces ya no era lo que

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importaba, sino que todo mundo suplicaba por un día más de
vida. Miré ese abrigo hermoso que recién había comprado y
que hoy no necesitaba porque la casa estaba cálida. Y no
sabía si algún día lo habría de lucir. De súbito me percaté
que sólo necesitaba de un techo, que por suerte poseía y
haciendo cuentas, con poco dinero bien que se pueden
alimentar dos personas y cuatro mascotas, que no eran de
mi pertenencia, pero que me exigían alimento porque
coexistían y se dejaban ser mimados y admirados haciendo
acrobacias mientras trepaban por los árboles. Y yo,
retozando, comenzando a imitar su despreocupación.
Iniciaron a dejarse ver los astros en el cielo y uno a uno,
los grillos comenzaron a cantar. Dos tazas de chocolate
caliente y dos panecillos dulces adornando mi mesa. Qué
más daba si era la última cena, (el hecho de no haber estado
contagiada no me eximiría de una probabilidad futura) o la
primera de una nueva vida (seguro me quedaría sin empleo
y tendría que reiniciar mi vida, ya sin las personas que

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habían partido). Ahí estaba yo, con el disfrute de cada
minuto aletargado. Dueña del silencio y del tiempo, dueña de
mi propio pensar. Permitiendo que la noche avanzara y, por
primera vez, los ruidos nocturnos también decidieron
descansar.

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JOSÉ ANTONIO
HERNADEZ
VIVEROS

Un ciudadano más de la Ciudad de México antes conocido


como Distrito Federal de nombre José Antonio Hernández
Viveros, nació el 12 de febrero de 1992, casi toda su vida ha
estado en la alcaldía Iztapalapa, a excepción de cuando lo
corrieron de su casa y se mudó a Iztacalco. Su mayor
pasatiempo es ir al cine y jugar videojuegos de segunda
guerra mundial.

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NADA QUE HACER

El sol entra una vez más en la ventana que da a la calle


desde mi cuarto, no me quiero levantar, qué sentido tiene si
no tengo nada que hacer. Han pasado cuatro semanas desde
que me mandaron mensaje los de COREV, (el lugar donde me
estoy capacitación), avisando que cerraban por la pandemia
y que todos, excepto los becarios, debían hacer home office.
Mis días son ahora más aburridos de lo normal, aunque me
pongo a jugar no es lo mismo, necesito salir para hablar con
alguien más. Por suerte, Cinthia, una compañera que conocí
en el faro, ha estado hablando conmigo, creo que es la única

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a la que sigo frecuentando, los demás compañeros ni el
saludo regresan.
Pasan las horas del día y mi rutina es la misma, a
pesar de hacer ejercicio con la liga de tensión, me sigo
aburriendo y busco una solución para quitarme este
aburrimiento que no se va ni mirando por las ventana.
Cuando parpadeo veo que es de noche y quisiera dormir,
pero no me da sueño, porque mi cuerpo está al 100 de
energía, me acostumbré a estar en movimiento todos los
días, a llegar cansado del trabajo y planchar oreja con
satisfacción.

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51
CARLOS YUCETD
RAMÍREZ
VÁZQUEZ

Nacido en Nezahualcóyotl Edo, de México. Desde pequeño


mostraba inquietudes por las artes, la vida le encamino a
estudiar la carrera de Medicina en la UNAM, y junto a ella
diferentes ramas y especialidades. Al concluir y, a pesar de
su edad, y rechazado por instituciones artísticas de
prestigio a razón de su edad, logró la concluir la carrera
de música con especialidad en canto operístico por parte de
la Escuela de Bellas Artes de Nezahualcóyotl. Siempre en
búsqueda de nuevos retos y aventuras artísticas. Como lo
define él, con sus propias palabras. Ahora incursiona en el
cuento y la crónica literaria.
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EL CESIDO

Siempre me ha gustado escribir. Decidí hacerlo a modo de


distracción. Acá en el hospital resulta ser un buen ejercicio.
Nos dieron acceso a un objeto personal, supongo que por
propio acto de misericordia para con nosotros. Pedí de
regalo una libreta y pluma de tinta azul. Si lograba salir ileso
de esta, sería una buena aventura para leer y recordar.

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Cianosis
Eran ya nueve días desde esa primera consulta. No había
mejoría. Me despertó un dolor en el pecho a lado izquierdo,
ahora me duelen los dos lados. Me quise incorporar, pero un
mareo me tiró de rodillas hacia el suelo. Apoyándome con
mis manos me levanté y mientras lo hacía pude notar un
color violáceo en mis uñas. Giré mis manos para observar
las palmas y pasaba exactamente lo mismo en la yema y
punta de mis dedos. Me dirigí senilmente hacia el lavabo
para mojarme la cara. Noté esa coloración extraña también
en mis labios además de tenerlos súper resecos. Mi cara
roja y frente brillante, los ojos vidriosos y hundidos. Me
costaba trabajo respirar con medianos movimientos. La
enfermedad había avanzado demasiado rápido. Regresé
donde el médico. Éste notó mi semblante decadente en la
sala de espera. Sacó de su bata un aparatito electrónico del
tamaño de una goma y me lo puso en el dedo. Esperó unos 10
segundos. Hizo una mueca de inconformidad. ⎯ ¿Tomaste

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los medicamentos? ⎯ me dijo. Solo negué con la cabeza.
Señalando hacia el dedo me explicó. ⎯ Mira este es un
oxímetro. Es un aparato que mide a qué porcentaje funciona
tu pulmón, o que tanto oxígeno llega a tu cuerpo.
Normalmente debe marcar arriba de 95%. Tú tienes 67%.
Por eso el color morado de los labios. Te está faltando el
oxígeno. El aparato marca dos cifras y el valor de abajo es
como late tu corazón y está bastante agitado debe ser
menor a 100 latidos por minuto. Además de eso, estás
ardiendo en fiebre, necesitas irte al hospital. Es urgente.
Entró a su consultorio y en una receta me hizo una especie
de pase para ir al hospital más cercano. ⎯Nada puedo hacer
yo concluyó.
Me regresé a casa. Pues ir al hospital es irse a
morir. Ahí matan a la gente, entran por una cosa y salen por
otra. Así le pasó a Don Salvador, un anciano bastante sano,
se sintió mal y su familia lo llevó al hospital y a los dos días
murió por un infarto secundario al COVID. Decidí no

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arriesgarme. Busqué por internet y leí algunas
recomendaciones de la gente que ya se había enfermado y la
forma cómo se había curado. Un video en especial me llamó
la atención. Lo subió una de mis tías. Explicado por un doctor
que parecía tener mucho conocimiento en el tema. Afirmaba
que el virus generaba inflamación a todos niveles. En
especial corazón y pulmón además de provocar que la
sangre se coagule de más. El tratamiento era simple: cinco
aspirinas juntas con medio vaso de jugo de limón y miel.
También decía que las potencias mundiales no querían que
supiéramos la verdadera cura. Pues era barata y el
mercado farmacéutico quería monopolizar el mercado.
Alegaba que la aspirina es un antiinflamatorio, que podía
prevenir los infartos, e impedir que se coagulara la sangre.
Hipercuagulabilidad situación que era muy común en los
enfermos por COVID-19. El limón ayudaría por su alto
contenido en vitamina C. Nada podía perder con intentarlo.
Qué daño podía hacerme. Lo tomé y me dispuse a

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recostarme un momento. Pasadas un par de horas la fiebre
había bajado, lo cual confirmaba la certeza en la teoría del
doctor del Youtube. Me sentí aliviado, el color azul no
mejoraba, pero el no tener fiebre ya era ganancia. Decidí
darle chance a las aspirinas a hacer su efecto un par de
horas más. Me quedé dormido.

Gastralgia
El dolor me despertó como si un machete atravesara mis
entrañas. No era ahora en el pulmón, sino en mi estómago.
El dolor era insoportable. Me coloqué en posición fetal sobre
la cama por alrededor de cinco minutos, pero el dolor iba en
aumento seguido de un retortijón que me orilló a levantarme
de inmediato. Una arcada arrojó un vómito color café con
algunos hilos de sangre. Me miré al espejo. Mi piel se
tornaba pálida, casi transparente. El ruido del vomitar hizo
que mi madre se acercara a ver lo que sucedía. Con

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lágrimas en los ojos le supliqué que me acompañara a
urgencias de hospital.
Llegamos al nosocomio. Estaba abarrotado con
gente de todas las edades, todas cubriendo el rostro con
sus cubrebocas o con paliacates, otros tantos glamurosos
con careta, guantes de látex y tapabocas de concha. No se le
permitía a nadie estar en la sala de espera, todos
aguardaban en el patio, para poder mantener la “sana
distancia”. De la gente podías ver únicamente los ojos
hundidos sobre esa tela que cubría medio rostro, rostros
demacrados por el desvelo, llanto y desesperación.
Logré ingresar después de una hora y cuarenta y
cinco minutos aproximadamente. Un médico vestido con un
gran traje blanco parecido al de un astronauta, con una
capucha de ventana transparente se acercó a interrogarme
y después de hacerme una escueta revisión, me comentó
que debía ingresar de urgencia. Motivo: Un sangrado
intestinal severo a consecuencia del remedio de la tía

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Maguitos y sus cinco aspirinas con jugo de limón y miel. - si
no cede tendremos que operar, además de que vienes
descompensado por la infección COVID. ⎯me dijo el
encapuchado⎯ Me colocaron un suero en la vena y me
pidieron esperar sobre el pasillo en una silla, de lo más
incómoda, pues no había camas disponibles.

Intubación
Se oyen por todos lados muchas historias, acerca de los
hospitales COVID, muchas de ellas sin fundamento, otras
tantas veraces. Cuando estas dentro de uno, descubres que
la verdad está muy alejada de lo que se dice allá afuera. Los
estudios confirmaron el acertado diagnóstico del Dr. Nardo
Fernández. Trombosis pulmonar. Era hora de intubar.
Necesitaban mi consentimiento. Advirtiendo que durante la
intubación tendría un respirador artificial. La máquina
realizaría la función de mis pulmones, para ello debería

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estar sedado, existiendo una probabilidad alta de no
despertar.
Decisión difícil, pero opté rotundamente a no
intubarme. La intubación era indicativo de muerte, por lo
que pedí al médico que me dejara intentarlo por mis propios
medios. Mi cuerpo era débil, había perdido peso de manera
desproporcionada y conforme avanzaba el tiempo parecía
entrar en un estado de agonía sin fin.
La sala donde estaba era un espacio de alrededor de
60 metros cuadrados como un salón de clases, una cama
tras otra separada por una cortina corrediza color beige, la
cama de color gris pálido que irradiaba tristeza junto con
ese colchón de nylon verde y su sábana blanca percudida
con el logo del instituto mexicano del seguro social, cuya
función únicamente servía para hacerte sudar, que en
combinación con la fiebre, hacía que imaginaras estar en el
baño de vapor. La comida no era para nada buena, tiene
razón la gente que dice que la comida del hospital es

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nefasta. Éramos alrededor de una veintena de pacientes
COVID, algunos no contaban con la suerte de tener cama.
Estaban en un colchón al ras del piso, pero eso era
temporal, pues la mayoría duraba poco tiempo. Lo más
triste era ver como tu compañero con el que habías
intentado platicar un poco, ya no despertaba. Ese en el
mejor de los casos. Otros se iban de una manera más
trágica. Con el semblante blanco, los ojos salientes por la
desesperación y dolor, con una mano agarrando su pecho
como querer frenar la estocada que el infarto producía a su
corazón. Todos gritamos al unísono ⎯ ¡Enfermera! ¡Un
doctooor!... ¡enfermeraaa! ⎯ era inútil, siempre era tarde,
todos llorábamos en silencio, sabíamos que nuestro turno
era el siguiente. Tarde que temprano.

Cesido

He dormido gran parte del día. Tengo un cesido que no me


deja respirar. Me preguntan constantemente qué sucede o si
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estoy bien. Me limito a responder. ⎯ ¡Es el cesido doctor! ¡El
cesido! ⎯. El médico no logra entenderme, ni yo explicarle
por más que trato. Supongo que es un síntoma más
subjetivo, pues la palabra en realidad no existe en el
diccionario. Podría ser descrita como una sensación similar
a cuando entra aire frío al pulmón o como si sintieras
colapsar el mismo o como si solo entrara un pequeño hilo de
aire a la base de tu tórax. Tal vez también solo sea la disnea
como le llaman los médicos o el tapón que obstruye las
arterias pulmonares. Realmente como dije no sé explicarlo.
Es raro cada quien tiene síntomas diferentes. Quizá solo sea
un preludio de muerte.

Tocilizumab
Estas líneas quizá vayan dedicadas a mis seres queridos.
Escribir una carta es una forma diferente a la videollamada
para mantener la comunicación con el exterior. He visto que
las videollamadas, en lugar de motivar, aumentan la tristeza.
Existe un alto grado de desgaste y sufrimiento allá afuera. Al
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igual que aquí, afuera Dios y los Santos están muy
solicitados. Parece ser que la gente se acerca más a la
religión cuando se encuentra en el límite, pero también se
reniega de ellos cuando las cosas no suceden como uno
quiere. Somos tan radicales. Para mí, a estas alturas de la
enfermedad la voz hablada me es difícil, por ello decido
escribir.
⎯Mamá, familia: Sigo luchando, sin embargo, al
parecer es este el tiempo donde los ciclos se terminan,
donde todos los objetivos se finiquitan. Ver a tantos morir y
tan rápido me ha dejado inclusive la incertidumbre de cómo
será mi deceso. Parece que no será fatal o doloroso, según
la experiencia que he adquirido por los demás pacientes. Tal
vez tenga suerte y no logre despertar. Agradezco todo lo
que se hizo desde afuera para tratar de salvarme. Desde
estar afuera en la intemperie arriesgándose a ser
contagiados también. Los gastos y esfuerzos económicos
que han pagado por los medicamentos solicitados por el Dr.

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Nardo Fernández. Sé de los revendedores sin escrúpulos
que con lujo de cinismo venden los medicamentos fuera de
los hospitales a precios triples del precio máximo
establecido. Sé también de la existencia de hospitales
públicos que cobran una comisión a los familiares para
tenernos con ventilador, por ello no he querido tampoco
intubarme. Inclusive se rumorea sobre las salas altamente
equipadas para gente VIP y que no reciben la misma
medicación que nosotros y son atendidos por el personal
más calificado y con una atención más personalizada. A
Fabián, mi compañero de cama izquierda, le solicitaron
Tocilizumab, una ampolleta que normalmente cuesta nueve
mil pesos y solo la conseguía en 35 mil cada una. Necesitaba
tres. ¿Para qué? Murió antes de que se las pudieran
conseguir. A otro le pasó lo mismo solo que las que le
vendieron eran falsas o clonadas algo así alcancé a
escuchar. Solo perdió su dinero y la vida.

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Me dicen los médicos que no habrá despedida física
o formal en caso de encontrarme agonizando o de que
muera. Cuando todo suceda, el protocolo federal tiene la
orden de cremación. Adrián, un paciente que es trabajador
de las funerarias Gayosso, nos cuenta que los cadáveres
aguardan en bolsas de plástico por días haciendo filas para
entrar al horno. Nadie puede tener acceso a ellos, solo la
funeraria. Con los “nuevos amigos” se discute que ser
cremado es porque algo debes pagar en esta vida y lo
mereces. Es algo así como el infierno. Otros lo contradicen
refiriendo que cuando mueres te evaporas. Viajas para
trasmutar en alguien más, en un cuerpo nuevo, para ser un
mejor individuo en esa nueva vida que se te regala. En lo
personal prefiero quedarme con esa historia. Dormiré un
poco. Estoy fatigado. El oxímetro marca 42%. He pensado
seriamente en intubarme, a estas alturas qué podría perder.
No quiero morir, al menos no así. Lo meditaré.
Los ama, Dombi...

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Crónicas de pandemia

Esta obra se terminó de editar en


Agosto del 2020
en la Ciudad de México.

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