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Este libro ha contado con una ayuda económica


de la Concejalía de Educación del Ayuntamiento de Gijón.

Serie Teoría y sociología de la educación


Serie Temas transversales
© Ana González, Carlos Lomas (coords.), Ana Agirre, Teresa Alario, Cristina Brullet,
Ma Eugenia Carranza, Francisco Gago, Núria Solsona, Marina Subirats, Amparo Tomé,
Laura Torres, Amparo Tusón, Consuelo Vega

© de esta edición: Editorial GRAÓ, de IRIF, S.L.


C/ Francesc Tàrrega, 32-34. 08027 Barcelona
www.grao.com

1.ª edición: enero 2002


2.ª edición: octubre 2006

ISBN 10: 84-7827-268-2


ISBN 13: 978-84-7827-268-6
DL: B–50.925-2001
Diseño de cubierta: Xavier Aguiló
Impresión: Publidisa
Impreso en España

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como químico, mecánico, óptico, de grabación o bien de fotocopia, sin la autorización escrita
de los titulares del copyright.
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Índice
Educar para la igualdad, educar desde la diferencia (Presentación), Ana González, Carlos Lomas | 7

I. Las mujeres en los escenarios del saber y del poder | 11

1. La mujer en la historia y la historia de las mujeres, Consuelo Vega | 13


Los estudios de la mujer | 14
La subordinación de las mujeres | 15
La ocultación de la obra femenina | 15
La marginación histórica | 16
La transmisión de la historia | 19
Referencias bibliográficas | 20

2. Mujer y antropología, Ma Eugenia Carranza | 21


Sobre las mujeres: voces desde la antropología | 22
La promesa de la antropología feminista | 31
Referencias bibliográficas | 32

3. Mujer y filosofía, Laura Torres | 33


La perspectiva de género | 33
Métodos en la investigación filosófica desde la perspectiva de género | 34
El sexismo en los textos filosóficos | 35
La desigualdad de los sexos en la ética y en la filosofía política | 37
Los estudios de género en la filosofía | 40
Presente y futuro del feminismo en la filosofía: igualdad y diferencia | 43
Referencias bibliográficas | 45

4. Mujer y ciencia, Núria Solsona | 47


La ciencia, una actividad humana | 48
Las científicas y sus historias | 50
Volver a pensar los contenidos escolares | 54
Orientaciones para la práctica educativa | 56
Referencias bibliográficas | 57

II. Las mujeres en los escenarios del discurso | 59

5. Lenguaje, interacción y diferencia sexual, Amparo Tusón | 61


Lenguaje y sociedad: lenguas naturales y usos sociales | 63
Usos discursivos y construcción de la identidad | 64
El «hombre es la especie» y otras estrategias de ocultación | 66
La educación lingüística no sexista | 73
Referencias bibliográficas | 74

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6. Mujer y arte, Teresa Alario | 77


El sistema sexo-género en la historia del arte | 77
Mujeres creadoras | 80
Mujeres creadas | 88
En el aula | 91
Referencias bibliográficas | 92
Direcciones de Internet | 93

7. El aprendizaje de las identidades femeninas y masculinas en la cultura de masas,


Carlos Lomas | 95
Igualdad y diferencia: el laberinto de las identidades femeninas y masculinas | 96
¿Todos los hombres son iguales? | 97
Somos lo que decimos (y hacemos al decir) | 99
Aprender a ser mujeres, aprender a ser hombres: la construcción de las identidades femeninas
y masculinas en los escenarios de la cultura de masas | 100
Cómo hablan las mujeres (y cómo se habla a las mujeres) en las revistas «femeninas» | 101
Los arquetipos sexuales en la televisión y en la publicidad | 106
El deseo y la utopía | 110
Referencias bibliográficas | 111

8. Mujer y cine (El eterno femenino en el celuloide), Francico Gago | 113


Fábrica de sueños y estereotipos | 114
La mujer como objeto sexual | 115
El adulterio femenino | 117
Bebés, fiscales y mujeres decrépitas | 118
Perversiones de mujer | 118
Mujer y trabajo | 119
Héroes y heroínas | 121
Tradición y renovación | 124
Escuela, género y cintas de cine | 127
Referencias bibliográficas | 130

III. Las mujeres en los escenarios escolares | 131

9. Rosa y azul: la transmisión de los géneros en la escuela mixta, Marina Subirats,


Cristina Brullet | 133
La educación de las niñas, de ayer a hoy | 133
La evolución histórica del sexismo en la educación: de la escuela separada
a la escuela mixta | 134
El sexismo en la educación actual: estudios sobre currícula y sobre interacción en el aula | 141
El planteamiento de la presente investigación | 146
Conclusiones | 149
Epílogo: Rosa y azul, quince años después | 161
Referencias bibliográficas | 165

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10. Luces y sombras en el camino hacia una escuela coeducativa, Amparo Tomé | 169
Las luchas por la igualdad entre hombres y mujeres y sus efectos en la escuela | 170
La escuela durante el primer tercio del siglo xx | 174
La educación en los sexos en la escuela franquista | 175
La ley del 70, la escuela mixta y la LOGSE | 177
Algunas reflexiones en torno a la educación y su compromiso con la igualdad entre los sexos | 178
Conclusiones | 179
Referencias bibliográficas | 180

11. Orientar para la igualdad, orientar desde la diferencia, Ana Agirre | 183
Análisis del modelo social | 184
. Ámbito educativo | 185
. Ámbito laboral | 188
Consecuencias pedagógicas | 190
Referencias bibliográficas | 191

12. El sexismo en los libros de texto, Carlos Lomas | 193


Conocimiento legítimo, contenidos escolares, libros de texto e ideología | 194
De la escuela franquista a la LOGSE: la sombra del sexismo es alargada | 197
La observación y el análisis del sexismo en los libros de texto | 206
Iguales y diferentes: la coeducación sentimental en las aulas | 207
Referencias bibliográficas | 208
Anexo 1. El sexismo en los libros escolares del franquismo | 211
Anexo 2. Pautas de observación y análisis de sexismo en los materiales didácticos | 217
. 1. Libros de texto e ilustraciones: contenidos sexistas por exclusión, omisión o anonimato | 219
. 2. Libros de texto o ilustraciones: contenidos sexistas por subordinación | 220
. 3. Libros de texto e ilustraciones: contenidos sexistas por distorsión o degradación | 222

Glosario | 223

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Educar para la igualdad, educar desde


la diferencia (Presentación)
Ana González y Carlos Lomas (coordinación)

Desde un punto de vista legal vivimos en una sociedad que postula la igualdad
entre hombres y mujeres. Sin embargo el día a día parece empecinarse en mostrar
que esa igualdad se da únicamente en los territorios del discurso y no en los ámbitos
reales de la vida cotidiana. Basta con echar un vistazo a los titulares de los periódi-
cos que nos hablan de cómo el paro se está convirtiendo en un fenómeno exclusiva-
mente femenino, del acoso sexual en el mundo laboral, de las agresiones a mujeres a
cargo de hombres, del menor sueldo que perciben las mujeres a igual trabajo que sus
colegas varones, etc. Pese a ello, cada vez más se extiende ese espejismo que consiste
en creer que la igualdad entre hombres y mujeres ya se ha conseguido y que quienes
siguen vindicando cambios que favorezcan la igualdad entre los sexos son personas que
no han sabido adaptarse a los tiempos en que vivimos.
Es innegable que, en las últimas décadas, y especialmente en las sociedades oc-
cidentales, ha habido cambios a favor de la igualdad entre hombres y mujeres y, pro-
bablemente, sea cierto que el siglo XX que acaba de concluir haya tenido en esos
cambios una de sus mayores revoluciones. Pero ¿significa esto que la igualdad ya se
ha conseguido? ¿Significa que podemos hablar realmente de un mundo igual para
hombres y mujeres? E incluso quizá debiéramos preguntarnos si esos cambios han ido
en la dirección adecuada. En nuestra opinión, la respuesta es negativa.
En el mundo de la educación las luchas a favor de los derechos de la mujer han
tenido un eco tardío e insuficiente aunque afortunadamente hoy ya sea posible cons-
tatar algunos indicios esperanzadores. Así, por ejemplo, el horizonte de expectativas
de las adolescentes y de las jóvenes en el ámbito interpersonal y social se abre cada
vez más con respecto a los corsés de los estereotipos tradicionales de género, se con-
solida el mayor éxito académico de las niñas, de las adolescentes y de las jóvenes en
el sistema escolar, surge incontenible en las aulas y en la vida cotidiana de nuestras
sociedades una autoridad femenina que toma conciencia de las cosas al margen de
una mirada masculina sobre el mundo, se acrecienta en nuestras escuelas e institutos
el protagonismo de las ideas, de los deseos y de las experiencias de las mujeres... Sin
embargo, es obvio que aún queda mucho por hacer ya que la sombra del androcen-
trismo cultural es alargada y aún sigue ocultando y menospreciando las aportaciones
de las mujeres al conocimiento, a la convivencia y al progreso humanos.
Quienes investigan sobre estos asuntos en el ámbito de la sociología de la edu-
cación y de la pedagogía feminista coinciden en la idea de que aún estamos lejos de
una escuela coeducativa capaz de compensar las asimetrías de género y de contribuir
en consecuencia a evitar la desigualdad sociocultural que se construye a partir de las
diferencias sexuales entre unos y otras. Por el contrario, asistimos en la actualidad a
la terca y tenaz pervivencia de una escuela mixta que ha incorporado algunos efec-

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tos de las luchas por la igualdad entre hombres y mujeres pero que aún sigue siendo
un escenario en el que el orden simbólico es masculino y en el que a menudo se ocul-
tan y se menosprecian los deseos, los saberes y las formas de vida asociadas a las
niñas, a las adolescentes y a las mujeres.
No podía ser de otro modo ya que la escuela es un reflejo de la sociedad que la
crea y la recrea y en la que se inserta. Es verdad que en teoría la escuela es impulso-
ra y generadora de cambios sociales, pero no lo es menos que la escuela, en dema-
siadas ocasiones, se convierte en perpetuadora de esa sociedad y de un mundo que
quizá debiera contribuir a cambiar. El contraste entre su potencial teórico y la reali-
dad de su práctica se resuelve en la afirmación de que la convivencia de las niñas y
de los niños en el aula equivale a igualdad entre unas y otros y con el uso y abuso de
un lenguaje «políticamente correcto» que, entre otros efectos, trae consigo el vacia-
miento y la neutralización del valor y del significado originarios de los conceptos
igualitarios y transformadores que postula. Es entonces cuando las palabras (igual-
dad, coeducación, no sexista...) ocultan a menudo una realidad que quizá –y afortu-
nadamente– no sea tan asimétrica como en el pasado pero que en cualquier caso
sigue siendo aún insuficientemente equitativa para las niñas y las adolescentes que
acuden a las aulas de nuestras escuelas e institutos.
De ahí que hoy, como ayer, convenga volver a pensar sobre los ámbitos de socia-
lización de las personas (familia, escuela, grupo de iguales, medios de comunica-
ción e Internet...) con el fin de indagar sobre cómo en nuestras sociedades se instruye
y educa a unos y a otras de una manera no sólo diferente sino también desigual. En
este contexto la indagación se dirige a menudo hacia el ámbito escolar en un afán
de analizar y de evaluar cómo se manifiesta el sexismo en las escuelas e institutos.
En unos tiempos como los actuales en los que el discurso oficial y la mayoría de la
opinión pública coinciden en señalar el logro de una igualdad real entre mujeres y
hombres sigue teniendo en nuestra opinión un especial significado encontrar algunas
respuestas a los siguientes interrogantes:
. ¿Cómo es la vida cotidiana de los niños y de las niñas en las aulas y en el
patio de nuestras escuelas?
. ¿Hasta qué punto es suficiente con agrupar en un mismo escenario a los
chicos y a las chicas?
. ¿Es la institución escolar un lugar donde se fomenta la igualdad de derechos y
de oportunidades entre unos y otras o, en cambio, un escenario donde de
forma obvia u oculta el orden simbólico que condiciona las conductas y los
referentes culturales sigue siendo exclusivamente masculino ocultándose así
las maneras de entender las cosas asociadas a las mujeres?
. ¿Cómo se usa el lenguaje en relación con la diferencia sexual? ¿Cómo son
las interacciones entre el profesorado y el alumnado? ¿Y entre unos y otras?
. ¿Cómo contribuyen los mensajes de los medios de comunicación de masas y
de la publicidad a la construcción y a la difusión a gran escala de los arque-
tipos tradicionales de lo masculino y de lo femenino? ¿Es posible intervenir
desde la educación contra los efectos sexistas de esos mensajes?
. ¿Cómo se seleccionan los contenidos escolares en los currículos y en los libros
de texto?

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. ¿Cómo se orienta académica y profesionalmente a adolescentes y a jóvenes?


. ¿Contribuye la institución escolar a la difusión o a la eliminación de los es-
tereotipos de género?

Este libro intenta encontrar algunas respuestas a estos y a otros interrogantes.


En sus páginas convergen personas de diversos orígenes y trayectorias que coinciden
en un afán común de ir construyendo una educación y un mundo en el que las dife-
rencias sexuales y culturales no sean la antesala de la opresión y de la discriminación
de las personas.
Este volumen colectivo se organiza en torno a tres apartados:
. En el primer apartado («Las mujeres en los escenarios del saber y del poder»)
se indaga sobre la ocultación y el menosprecio de las mujeres en la historia,
en la antropología, en la filosofía y en la ciencia. Consuelo Vega, María
Eugenia Carranza, Laura Torres y Nuria Solsona escriben con especial agu-
deza y con una oportuna voluntad de divulgación sobre cómo la historia, la
antropología, la filosofía y la ciencia no constituyen ámbitos de saber «obje-
tivos y neutrales», ajenos a cualquier contingencia humana, sino que en ellos
se refleja con claridad una mirada androcéntrica sobre el mundo y en
consecuencia sobre los hechos, sobre las culturas, sobre el pensamiento y
sobre el entorno físico. Late en estos textos un deseo compartido de ejercer
la crítica a la invisibilidad y al maltrato de las mujeres en esos territorios del
saber y de hacer visible los puntos de vista y las valiosísimas aportaciones de
tantas mujeres a lo largo de la historia a la vida de las culturas, a la inda-
gación filosófica y a la investigación científica y tecnológica. Inicialmente
estaban previstas en este apartado otras colaboraciones (sobre mujer y lite-
ratura, sobre el ayer y el hoy del feminismo...) pero al cierre de esta edición
a sus autoras les ha sido imposible entregar a tiempo esos textos.
. En el segundo apartado («Las mujeres en los escenarios del discurso») se ana-
liza el papel que desempeña el lenguaje en la comunicación humana, en la
representación del mundo, en la regulación de las conductas y en última
instancia en la construcción de las identidades personales y socioculturales
(y, por tanto, en la construcción de las identidades femeninas y masculinas).
Amparo Tusón, María Teresa Alario, Carlos Lomas y Francisco Gago estudian
respectivamente el lenguaje en la interacción entre mujeres y hombres, el
modo en que el arte refleja una mirada androcéntrica sobre el mundo en él
representado, el aprendizaje de las identidades femeninas y masculinas en
la cultura de masas (prensa, televisión, publicidad...) y la eficacísima contri-
bución del cine americano de las últimas décadas a la difusión de algunos
tópicos y estereotipos de lo femenino.
. En el tercer y último apartado («Las mujeres en los escenarios escolares»)
se analiza cómo se transmite y manifiesta el sexismo en el ámbito escolar
y se evalúa el pasado y el presente de la escuela coeducativa en España in-
dagando sobre sus luces y sus sombras. Marina Subirats y Cristina Brullet,
en un texto ya clásico, estudian la transmisión de los géneros en la escuela
mixta y concluyen su investigación con unas reflexiones inéditas sobre los

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cambios (y sobre las resistencias a esos cambios) acaecidos en el ámbito


educativo en estos últimos años en relación con la igualdad escolar entre
los sexos. Por su parte, Amparo Tomé presenta un balance histórico de la
escuela coeducativa en España del que se deduce cúanto se ha avanzado
hasta ahora pero también cuánto camino queda aún por recorrer. Ana
Agirre ofrece algunos datos y reflexiones sobre la orientación académica
y profesional de las alumnas y de los alumnos en relación con sus identi-
dades de género. Finalmente, Carlos Lomas alude al modo en que el currí-
culum y las instituciones escolares seleccionan el saber cultural y lo
exhiben como conocimiento legítimo para detenerse más tarde en el uso
(y abuso) de los libros de texto en las aulas y en la ocultación y en el me-
nosprecio de las culturas marginadas y de las mujeres en la mayoría de los
materiales didácticos. Tras analizar los contenidos sexistas de los manuales
escolares en la escuela franquista, en la Ley General de Educación (1970) y
en la LOGSE (1990), ofrece al final del texto algunas herramientas para el
análisis del sexismo en los libros de texto.

El libro concluye con un glosario de conceptos y ofrece en sus solapas algunos


datos profesionales sobre quienes colaboran en él.
En estos últimos años las controversias entre el feminismo de la igualdad y el
feminismo de la diferencia, a las que no son ajenas las controversias entre algunas de
las personas adscritas a uno u otro feminismo, han ensanchado el horizonte de la
reflexión sobre los derechos de las mujeres en este cambio de siglo y de milenio.
Aunque en ocasiones estas controversias se han orientado en exceso a delimitar un
territorio teórico y a construir un ámbito de influencia académica, cultural y políti-
ca, lo cierto es que también nos ayudan a volver a indagar acerca de algunas cues-
tiones sobre las que quizá convenga volver a pensar. Así, por ejemplo, conviene estar
alerta ante el peligro de que el feminismo de la igualdad acabe convirtiéndose en
un feminismo a la medida del saber, del poder y de la política de los hombres. De
igual manera, el énfasis en la diferencia sexual no debería significar una búsqueda a
ultranza de una esencia arquetípica de la mujer que ignore tanto otras diferencias
socioculturales como la naturaleza utópica que aún tienen los ideales de la igualdad
entre hombres y mujeres en todos los rincones de este planeta. En cualquier caso, en
el ámbito de la educación esas controversias se traducen en un afán educativo a
favor de la igualdad desde la idea de que mujeres y hombres tienen derecho a ser di-
ferentes sin que de ello se derive menosprecio, discriminación u opresión por razón
de sexo, clase social, raza, etnia o creencia. De ahí que educar para la igualdad edu-
cando desde la diferencia se convierta en un deseo que otorga sentido tanto a estas
páginas como a la labor de tantas y tantas personas que dentro y fuera del ámbito
escolar trabajan a favor de un mundo en el que unos y otras seamos capaces de
convivir en libertad, en equidad y en justicia.

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I. Las mujeres en los escenarios


del saber y del poder
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La mujer en la historia
y la historia de las mujeres
Consuelo Vega Díaz
Departamento de Política Lingüística de la Consejería de Cultura
y Educación de Asturias

Los ciudadanos de uno y otro sexo, mayores de veintitrés años, tendrán los mismos de-
rechos electorales, conforme determinen las leyes. (Cortes Españolas, 1931)

El 1 de octubre de 1931 las Cortes Españolas aprobaron este artículo tras un de-
bate intenso y polémico. Hacía ya 40 años que las mujeres de Nueva Zelanda habían
conseguido el derecho al voto, 30 las australianas y algunos menos las finlandesas,
noruegas, danesas, islandesas, británicas, rusas, holandesas, alemanas, suecas, esta-
dounidenses, irlandesas, austríacas, checas o polacas. Las francesas e italianas aún
habrían de esperar al final de la II Guerra Mundial.
Asusta pensar que hace tan sólo 70 años que se ha conquistado el derecho al
voto en España, que todas esas mujeres ancianas de 80 ó 90 años que conocemos
pasaron su infancia o juventud en unas condiciones legales que nos parecen tan
remotas. Asusta aún más pensar en que todos los derechos jurídicos, políticos y fa-
miliares que obtuvieron entre 1931 y 1939 les fueron arrebatados por la fuerza de
la dictadura franquista y que se vieron obligadas a consumir los años de su vida en
una permanente minoría de edad, más brutal todavía para las que conocieron otro
estado de cosas, para las que tenían elementos de comparación, que para las nacidas
en la era de Franco.
No es necesario que esforcemos mucho nuestra imaginación, no hay que irse al
Yemen, al Afganistán o a Irán. Basta con escuchar nuestro pasado, a nuestras abue-
las, para aprender muchas cosas, dos de ellas muy importantes para las personas que
creemos en la igualdad de todos los seres humanos:
. Debemos a nuestras antepasadas feministas, a su resistencia frente a las
burlas, al desprecio, a la hostilidad y a las penas, morales y judiciales, del
poder patriarcal; a su valor, a su formidable capacidad de organización y

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movilización, en definitiva a su lucha, los derechos de que hoy disfrutamos.


Podemos sentirnos en extremo orgullosas y festejar el triunfo de esta revo-
lución incruenta del siglo XX, y podemos sentirnos también optimistas, cuando
el desánimo ante el trabajo pendiente nos embargue, porque es mucho más
lo andado, en estos poco más de cien años de feminismo y reivindicación
organizada, que lo que queda por andar.
. La involución es posible, se trata de derechos conquistados que es necesario
mantener mediante el esfuerzo sostenido y la vigilancia del conjunto de la
sociedad.

Los estudios de la mujer


A partir de los años sesenta, cuando las grandes conquistas legales ya se habían
alcanzado en Occidente, cuando un nuevo feminismo reclamaba una igualdad real,
una subversión de los valores tradicionales, una presencia activa y efectiva de las
mujeres en todos los ámbitos sociales, es cuando surgen los llamados Estudios de
la Mujer. Los derechos civiles alcanzados, la nueva situación social y la incorporación
de la mujer a la élite intelectual y universitaria le permitieron replantearse los cono-
cimientos adquiridos y cuestionar la veracidad de la historia que nos fue transmitida.
Comenzaron así a investigar cuál había sido nuestro pasado, cuál el papel de la mujer
a lo largo de los siglos, dónde estaban escondidas las grandes mujeres que sin duda
habían existido. Y descubrieron algunas cosas fundamentales: que la mujer había
quedado siempre fuera del discurso histórico, que su contribución había sido cons-
cientemente omitida y que la mujer occidental había estado siempre subordinada,
legal e ideológicamente, al varón.
Las mujeres, en efecto, «no estaban»: siglos enteros de civilización, guerras,
hambrunas y epidemias, el nacimiento de las ciudades o la vida campesina bajo el
feudalismo se contaban sin incluir a las mujeres. El «androcentrismo», la considera-
ción del mundo bajo la perspectiva exclusiva del varón, era la norma: la historia de
los varones era contada como la historia de la humanidad. Autoras como Anderson y
Zinsser, a las que debemos la admirable Historia de las mujeres, una historia propia,
llegan incluso a cuestionarse la validez de las categorías históricas tradicionales por-
que están organizadas y formuladas de tal manera que no dejan espacio a las muje-
res, a sus ocupaciones y aportaciones, y están definidas en función del varón: el
Renacimiento es un «renacer» sólo para los varones, que vieron mejoradas, por ejem-
plo, sus posibilidades educativas y laborales. Para las mujeres fue todo lo contrario:
no pudieron acceder a esa educación humanista y los nuevos estados, centralistas y
uniformadores, dictaron leyes que restringieron aún más sus posibilidades. De igual
manera, la fundación de las universidades es estudiada siempre como un factor
positivo de desarrollo, pero nunca se tuvo en cuenta su repercusión negativa para las
mujeres. Hasta el siglo XIII, la presencia y la influencia femeninas en la educación son
mayores que las de los varones, son activas enseñantes, intelectuales, mecenas y
escritoras, se ocupan de la asistencia social con tal éxito que es Fabiola, una intelec-
tual cristiana, la que funda el primer hospital y, poco después, la primera hospedería

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para peregrinos. Sólo en París, en el siglo XIII, había 22 maestras que impartían la
misma enseñanza a niños y niñas y sabemos también que las mujeres ya en esa época
leían más que los hombres. Pero la universidad excluye a las mujeres y el saber pasa
a ser patrimonio del varón: los únicos estudios oficiales, los únicos títulos válidos,
serán los universitarios, lo que conduce al deterioro del nivel de instrucción en con-
ventos y escuelas de maestras.

La subordinación de las mujeres


Constataron también nuestras primeras investigadoras que, desde que tenemos
noticia, desde los primeros testimonios escritos, ya 1000 años antes de Cristo, la
mujer occidental ha estado subordinada legal e ideológicamente al varón. Legalmen-
te, porque ha vivido siempre –a pesar de las diferencias regionales y temporales que
se dieron en un espacio y en un tiempo tan amplios– sometida a la tutoría legal mas-
culina: hasta 1975, la mujer española estaba incapacitada para firmar contratos, el
Código Civil la equiparaba con los niños y los locos, y su marido era siempre su tutor
–el Código Penal, por el contrario y frente a toda lógica, siempre la consideró res-
ponsable de sus actos–. Si exceptuamos, por ejemplo, el breve periodo que va desde
1931 hasta 1939, podemos afirmar que la mujer española estuvo legalmente some-
tida al varón durante, por lo menos, los últimos 3.000 años, y que ésta ha sido, 50
años arriba o abajo, la constante en la vida de todas las mujeres europeas y sigue
siéndolo en la de la mayoría de las mujeres del mundo.
La subordinación ideológica acompañó siempre a la legal, porque el poder
patriarcal necesitó legitimar sus intereses creando y perpetuando el mito de que la
débil naturaleza femenina necesitaba de la tutela masculina. Del mismo modo que el
mito de legitimación de la esclavitud la presentaba como un bien para los esclavos, a
los que salvaban de la ignorancia y el atraso, o que el de la colonización de América
justificaba el trato a los indios con la salvación de sus almas, el mito de legitimación
del patriarcado inventó una mujer inferior moral, intelectual y físicamente al varón.
Esto ha sido así a lo largo de los siglos, con variaciones determinadas por la época, el
lugar o los individuos, y la consideración de las mujeres osciló siempre entre la más
cruel de las misoginias o las actitudes más benévolas del paternalismo, el proteccio-
nismo y la condescendencia.

La ocultación de la obra femenina


A pesar de todo ello, lo cierto es que las mujeres contribuyeron al progreso de
la historia en todos los sentidos. Su aportación colectiva y anónima, lo mismo que la
individual a través de las mujeres notables que se iban descubriendo, estaba presen-
te en las esferas económica, cultural, social o material. Así, comprobaron que la mujer
del campesino o del burgués trabajaba por lo menos tanto como su marido en las
tierras o en el taller, pero la propiedad de las tierras y de los comercios fueron siem-
pre del varón y el historiador la dejó al margen hasta que los Estudios de la Mujer

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rescataron su contribución y redefinieron su papel. O que la física moderna, la pe-


dagogía o las matemáticas debían mucho a ilustres antepasadas que permanecían
en el olvido.
Y, no menos importante, estas primeras generaciones de historiadoras descu-
brieron también que ese pasado, esa contribución de la mujer a la historia, no se había
omitido por azar o descuido. Demostraron documentalmente que se había eliminado
adrede, de manera consciente, para no dejar sin argumentos al mito de legitimación
del patriarcado. Y con ello se nos había privado de nuestra tradición, de la conciencia de
nuestro valor y de nuestra genealogía, obligándonos a que cualquier obra o esfuerzo
tuviera siempre que partir de cero. ¿Cómo dedicarse a la investigación, en qué tradi-
ción apoyarse, sin ninguna antepasada química o médica? ¿Dónde están las esculto-
ras medievales, las grandes pintoras renacentistas, las artesanas, industriales y
arquitectas que nos precedieron, que nos permitan no tener que demostrar a cada
paso que somos capaces y que es posible? Están ahí escondidas y ahora, en estas últi-
mas décadas, las estamos conociendo.
Cuando las historiadoras descubrieron la marginación y la ocultación de la obra
femenina por parte de la historia patriarcal, se hizo necesario «reconstruir» el discur-
so y asumir dos tareas: investigar y reinterpretar.
Investigar, primero, para rastrear a todas esas mujeres: las que firmaron sus
obras con el nombre de su marido, como la escritora María de Lejárraga, las que
firmaban con un seudónimo masculino, como Fernán Caballero o Georges Sand, las
que oficialmente fueron tan sólo colaboradoras, asistentes o ayudantes de sus espo-
sos, padres o jefes, como al principio la propia madame Curie, que trabajó gratuita-
mente al lado de su marido durante diez años y sólo después del Premio Nobel
conjunto obtuvo su primer puesto de trabajo, las que todavía no conocemos, cuya
obra permanece escondida e inédita en algún archivo, las que conocemos y están
documentadas, pero las hemos olvidado, como Hroswitha, Hildegarda de Bingen o
Pizan, las anónimas, de todas las condiciones y profesiones, que no figuran en los
censos ni en los títulos de propiedad.
En segundo lugar, hay que reinterpretar la historia, cuestionarse todo lo
aprendido hasta la fecha, incorporar los nuevos datos y las nuevas categorías. Si
entre los hechos históricos tenemos sólo en cuenta actividades como la guerra y no
la producción de ropas y alimentos, la posesión de propiedades en vez de la pro-
ducción y el trabajo, la mujer quedará fuera. El resultado ha de ser, necesariamente,
la transformación de nuestra visión del mundo y de la historia.

La marginación histórica
Son varias las razones que condujeron a que la mujer quedara al margen –es
decir, marginada– de la historia. La primera de ellas, como ya apuntábamos, es sin
duda que el mito de legitimación del patriarcado no se sostendría con una pre-
sencia constante de la mujer y de sus trabajos. La mujer, como los niños, los otros
menores de edad, no es un sujeto de la historia, una parte activa que haya de ser
considerada por su contribución como agente de progreso. Pero esta condición,

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transitoria en los niños varones –hasta que alcanzaban la condición de adultos–,


era definitiva en las mujeres.
Este androcentrismo en la interpretación y valoración de las fuentes condujo, a
menudo, a la malinterpretación de la presencia femenina. El historiador, el del siglo
XIV igual que el del XVIII, era a fin de cuentas una persona formada en una época y
veía con los ojos de esa época: cuando selecciona y organiza los elementos de la rea-
lidad que pondrá por escrito y llegarán hasta nosotros, lo hace con los prejuicios
sexistas que le llevan a no consignar las obras de quien es inferior. El copista o el
investigador que encuentra manuscritos con diversas obras literarias o científicas,
que las lee con esfuerzo, las valora y decide cuáles copiar o imprimir, cuáles devolver
al estante, difícilmente tomaría en serio la obra épica, didáctica o médica de una
mujer si, al lado, tenía la de un varón, por definición más capaz e inteligente. Así se
escribe la historia: sólo conocemos lo que nos han mostrado.
En el estudio de la prehistoria, por ejemplo, se dio por hecho que todas las fi-
guras humanas sin rasgos sexuales –ni masculinos ni femeninos– eran de varones,
con lo que se adjudicaron al varón todas las funciones representadas y se llegó a
la conclusión de que la mujer, con menor presencia, ocupaba un rango jerárquica-
mente menor en esas sociedades. Esta manipulación de las fuentes investigadas,
esta indeterminación de los géneros, esta ignorancia y olvido de las mujeres que
llegan hasta nuestros días, contrastan, por suerte, con otras obras totalmente dis-
tintas, algunas de ellas verdaderos éxitos de ventas, como las de Arsuaga y el equipo
de Atapuerca; La especie elegida, por ejemplo, no sólo es modélica por su voluntad de
utilizar un lenguaje no sexista, de identificar en los grupos humanos a los hombres
y las mujeres, sino que presta atención al género: cuando habla de los cambios
óseos y musculares que conducen al bipedismo y la postura erguida, se estudian
con detalle sus repercusiones en las hembras de la especie; cuando se calculan la
altura y el peso de nuestros antepasados, se cuida siempre de calcular también, a
la vez y al mismo nivel, el de nuestras antepasadas; cuando se habla de los tamaños
de los cerebros, incluso se aprovecha la ocasión para echar por tierra, con fórmulas
científicas, las teorías que atribuían menor inteligencia a la mujer por su menor ca-
pacidad craneal.
Pero la historia no se ha limitado a tergiversar o manipular las fuentes; tene-
mos abundantes ejemplos de simple negación de las mismas: Trótula fue una médica
del siglo XI, autora de un tratado de medicina femenina (De mulierum passionibus)
tan famoso que fue copiado y traducido a varios idiomas durante los siglos XIII, XIV y
XV, e impreso por primera vez en el XVI. Pero este siglo XVI, que consumó el alejamiento
de las mujeres de la profesión médica y el saber, ya no podía consentir que existiera
una médica tan sabia que su obra, cuatro siglos después, aún fuera demandada. Se
negó su nombre, su existencia y se atribuyó la obra a un varón. En el siglo XX, obli-
gados a reconocer la existencia de esa mujer médica, siguieron negándole la autoría
de su tratado médico y el posterior magisterio.
Y tenemos también constantes ejemplos de ocultación: en Francia se sabía que
Dhuoda era la autora de la primera obra francesa de pedagogía, escrita en el siglo IX,
pero en las escuelas se enseñaba que el primer autor era Rabelais, seguido por Mon-
taigne. Hasta 1975, su Manual pour mon fils estaba sólo al alcance de unos pocos
especialistas. Y cuando no bastaba con malinterpretar, ocultar o negar, el poder pa-

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triarcal ha recurrido a frivolizar o ridiculizar los hechos, como se vino haciendo con
las sufragistas, para restar valor a sus obras.
Incluso ahora, cuando se comenzó a estudiar la historia de las mujeres, las his-
toriadoras e historiadores tuvieron que replantearse no sólo la metodología y cate-
gorías históricas al uso, sino incluso la validez de las propias fuentes históricas, aún
cuando fueran correctamente interpretadas. Hasta entonces, las fuentes considera-
das más valiosas y fiables fueron las normativas –jurídicas o religiosas–, las cronísticas
y, en menor medida, las literarias. Pero todas estas fuentes tradicionales son, res-
pecto a la mujer, indirectas, y reproducen sólo el poder patriarcal dominante. Fue
necesario buscar otro tipo de fuentes para completar la información, fuentes direc-
tas de mujeres que, pese a escribir en un contexto patriarcal, ofrecían nuevos datos
y perspectivas, y fuentes artísticas o iconográficas, tradicionalmente cuestionadas
pero que, con sus límites, tienen un gran valor. Los textos jurídicos medievales, por
ejemplo, hablan sólo de «pintores» y «escultores» –reproducen cómo quiere el legis-
lador patriarcal que sea la realidad–, las literarias e iconográficas tienen «pintoras» y
«escultoras». Los censos que conocemos de artesanos o comerciantes en las ciudades
nos llevarán a concluir, al ser los varones los únicos propietarios de negocios, que la
mujer no formaba parte de esos sectores de actividad económica. Habrá que recurrir,
pues, a otras fuentes que completen esa información.
Si la primera de las razones que excluyeron a la mujer de la historia era la per-
petuación del mito de legitimación del patriarcado, la segunda es de tipo estructural
y viene determinada por la propia concepción de la historia. En la imprescindible «In-
troducción» de Ma Teresa Ayuso López a su obra Fuentes documentales sobre el tra-
bajo de las mujeres, se analizan y exponen las principales corrientes históricas y
cómo éstas, al atribuir a los varones toda la producción material y dejar a la mujer
en un papel exclusivamente de reproductoras de la especie, las excluyen del discur-
so en cuanto a sujetos protagonistas del progreso. Así, para la escuela positivista lo
importante son los hechos políticos y, por tanto, ignoró al género femenino que,
hasta hace muy poco, no podía apenas intervenir en ellos. La escuela marxista, en la
que todo viene determinado por el hecho económico, considera a los colectivos como
el motor de la historia, pero excluye a la mujer de la narración y únicamente conce-
de valor económico como productor al varón, cayendo en un evidente anacronismo
al atribuir a épocas pasadas las características de la actual (donde se considera que
la producción con valor económico es la extradoméstica). Olvidan que, hasta épocas
muy recientes, la familia era una unidad productiva fundamental en la que se elabo-
raban todos los bienes de consumo y de mercado y en la que, mediante la reproduc-
ción biológica, se aseguraba la fuerza de trabajo. En esa unidad familiar trabajaban
todos los miembros, con independencia de su sexo, y no había una separación clara
entre trabajo doméstico y extradoméstico. Sólo con el desarrollo del capitalismo y el
trabajo asalariado perdió el trabajo doméstico la consideración de productivo y la
mujer dejó de ser considerada trabajadora. Se difundió entonces la idea de que, hasta
las recientes conquistas laborales de la actualidad, las mujeres no habíamos trabaja-
do, olvidando que casi siempre la producción fue doméstica y familiar.
Otras corrientes, como la historia social, de la vida privada o de la familia, inclu-
yen a las mujeres pero tienden a recluirlas en el ámbito doméstico, reproduciendo los

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esquemas que identifican doméstico con no productivo, presentándolas a veces como


un colectivo homogéneo –por su posición subordinada– y olvidando las grandes dife-
rencias entre clases sociales.
Se pregunta Ayuso López: «Nadie resta protagonismo a la clase obrera porque es-
tuviera sometida a la burguesía, ¿por qué la dominación ejercida sobre las mujeres ha
llevado a la Historia a concluir que no han realizado ninguna acción social?». Las mu-
jeres, a lo largo de la historia, participaron de manera constante en todos los ámbitos
laborales y productivos, pero sin poder controlar los mecanismos de producción, que
nunca les pertenecieron; obteniendo por su trabajo, cuando era asalariado, entre la
mitad y 1/3 menos que el varón; reducidas progresivamente, en el ámbito extradomés-
tico, a las tareas más desagradables y menos cualificadas, y sometidas por unas leyes
en las que no pudieron influir, alejadas como estaban de los mecanismos de poder.

La transmisión de la historia
La historia de las mujeres no aspira a ser una historia segregada y paralela, sino
a cubrir un vacío de información, a completar la historia de la humanidad. Hoy en día,
queda mucho trabajo pendiente, permanecen ocultas o inéditas muchas obras feme-
ninas, pero, en conjunto, hay una presencia importante de estudios históricos sobre
la mujer, de tesis doctorales e investigaciones monográficas, algunas de ellas tan
transcendentales e imprescindibles, con tan abundante documentación, que segura-
mente todos los estudios posteriores están en deuda con ellas. Es el caso, por ejemplo,
de La polémica feminista en la España contemporánea (1868-1974), de G.M. Scanlon,
o de El trabajo y la educación de la mujer en España (1900-1930), de Rosa M. Capel
Martínez. Si bien son títulos dirigidos a un público especializado, también es cierto
que disponemos de valiosas obras de referencia, como la citada de Anderson y Zins-
ser (Historia de las mujeres: una historia propia, [2 vol.], Barcelona, Ed. Crítica, 1991)
que abarca desde la prehistoria hasta la actualidad; o como la obra de Duby y Perrot
(Historia de las mujeres [5 vol.], Madrid, Taurus, 1991-1993) que comprende desde
la Antigüedad hasta los últimos años. De ambas hay recientes ediciones de bolsillo
que, en la edición española, incorporan un apéndice referido a España; o, finalmen-
te, como la Historia de las mujeres en España, de Elisa Garrido (editora) y otras
(Madrid, Síntesis, 1997), que abarca también desde la prehistoria hasta la actualidad.
Son, las tres, de lectura muy accesible y la consulta de cualquiera de ellas resulta muy
recomendable antes de abordar en el aula un periodo histórico determinado. Y sin
olvidar la también citada Fuentes documentales sobre el trabajo de las mujeres, de
Ma Teresa Ayuso López y otros (Madrid, Akal, 1997), extraordinaria y orientada a
docentes (se completa con un segundo título, Unidad didáctica: la Edad Media).
Porque lo cierto, y lamentable, es que siguen publicándose, lo mismo en los
diarios que en los libros escolares o en obras de investigación, textos marcadamente
sexistas y conviene que seamos capaces de identificarlos, rechazarlos cuando sea
posible y, cuando no, tener la información y argumentos suficientes para equilibrar
con un refuerzo contrario. Frente a un libro escolar donde se diga, por ejemplo, que
los griegos inventaron la democracia, un sistema de gobierno en el que todos los

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ciudadanos participaban, aunque no eran ciudadanos ni los extranjeros ni los escla-


vos, habremos de estar en condiciones de explicar a nuestros alumnos y alumnas que
tampoco las mujeres eran consideradas ciudadanas ni formaban parte de la Asam-
blea y que quien redactó de esa manera el texto ha incurrido en una discriminación
sexista en su exposición: ha olvidado al 50% de la población, está escribiendo sólo
la historia de los varones y presentándola como si fuera la historia de la humanidad,
está igualando varón y universal; esas verdades históricas que hemos aprendido son
tan falsas como decir que en la Grecia clásica todos los ciudadanos se dedicaban a
tejer e hilar, actividad referida, como el voto, a sólo la mitad de la población.
Porque, en definitiva, todos y todas seremos responsables de la historia que se
escriba y se transmita en este siglo XXI.

Referencias bibliográficas
AA.VV. (1995): Mujer e investigación. Seminario de Estudios de la Mujer. Oviedo.
Universidad de Oviedo y Principado de Asturias.
ANDERSON, Bonnie S.; ZINSSER, Judith P. (1991): Historia de las mujeres: una histo-
ria propia (2 vols.). Barcelona. Crítica.
AYUSO LÓPEZ, Teresa y otros (1997a ): Fuentes documentales sobre el trabajo de las
mujeres. Madrid. Akal.
— (1997b): Fuentes documentales sobre el trabajo de las mujeres. Unidad didáctica:
la Edad Media. Madrid. Akal.
CAPEL MARTÍNEZ, Rosa María (1986): Trabajo y educación de la mujer en España
(1900-1930). Madrid. Instituto de la Mujer.
DUBY, Georges; PERROT, Michelle (1991-1993): Historia de las mujeres (5 vols.). Ma-
drid. Taurus.
GARRIDO, Elisa (ed.) y otras (1997): Historia de las mujeres en España. Madrid. Síntesis.
MUJERES EN EL MUNDO (1996): Orientaciones para el profesorado y Fichas de bloques
temáticos. Madrid. Instituto de la Mujer y Ministerio de Educación y Cultura.
PERNOUD, Régine (1999): La mujer en el tiempo de las catedrales. Barcelona. Andrés
Bello.
RIVERA GARRETAS, Ma Milagros (1990): Textos y espacios de mujeres. Barcelona. Icaria.
SCANLON, Geraldine M. (1983): La polémica feminista en la España Contemporánea
(1868-1974). Madrid. Akal.

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Mujer y antropología
María Eugenia Carranza Aguilar
Cátedra de Estudios de Género de la Universidad de Valladolid

Si soy feminista y antropóloga (...) los colegas antropólogos me acusarán de etnocen-


trismo y las compañeras feministas de relativismo exagerado, de poca convicción po-
lítica. Britt-Marie Thuren

La antropología tiene como principal objetivo descubrir, analizar y explicar las


diferencias y las similitudes entre las culturas. O lo que es lo mismo, tiene la misión
de encontrar lo que es universalmente humano y separarlo de aquellas concreciones
culturales que distinguen a unas sociedades de otras.
Ahora bien, dada la división sexual del trabajo imperante hasta hace pocas dé-
cadas en las sociedades occidentales, quienes han desarrollado mayoritariamente
esta disciplina desde su nacimiento en el siglo XIX con las teorías evolucionistas han
sido, como no podía ser de otra forma, varones, antropólogos con una idea precon-
cebida de quiénes son los sujetos relevantes para el estudio antropológico, cuyas
actividades, respuestas y valoraciones son, por tanto, las importantes. La antropolo-
gía fue, así, en un principio, en busca de la voz del nativo varón y, aunque nunca
obvió a las mujeres por completo, si se interesó por ellas fue en tanto que madres. El
interés antropológico en las mujeres hasta la segunda mitad del siglo XX se limitó a
los temas del parentesco, es decir, no las estudió como sujetos con valor en sí mis-
mas, sino como madres, en tanto que generadoras de hijos y como agentes que equi-
libraban las dialécticas de poder entre grupos e individuos a través de su intercambio.
Las mujeres fueron consideradas mercancías, monedas de cambio, objetos de tran-
sacción en la mayoría de los casos, porque el etnocentrismo de los estudiosos les
hacía buscar lo equivalente de su cultura occidental en las sociedades no occidenta-
les que estudiaban, al tiempo que su ideología androcéntrica fijaba su atención en los
elementos masculinos y despreciaba los femeninos.
Pero el problema no es sólo que la antropología haya sido construida como
cuerpo teórico por varones que han ido a buscar informantes de sexo masculino,
olvidando la perspectiva de la mitad femenina de la especie, que no podía fabricar

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sus propias teorías y que, como posteriormente se ha visto, ha mostrado un interés


mucho mayor en estudiar mujeres. Si ésta fuera la cuestión que hay que resolver, en-
tonces con la inclusión de mujeres en la disciplina estaría solucionada. Pero no basta
con que las mujeres hagan antropología, que no es poco, sino que es necesario que
antropólogos y antropólogas se cuestionen las bases en las que se apoya la ciencia en
la que trabajan y, en última instancia, se cuestionen a sí mismos como sujetos inmer-
sos en una cultura que no es, ni mucho menos, neutra y objetiva y que les ha cons-
truido de una forma concreta como seres adscritos al género.

Sobre las mujeres: voces desde la antropología


En el siglo XVIII y antes de la aparición de la antropología como disciplina aca-
démica, el economista y filósofo Adam Smith realizó un análisis de orientación an-
tropológica en el que sostiene que la institución del matrimonio surge con la
aparición de la propiedad y que el grado de subordinación de las mujeres en la fa-
milia depende de factores económicos. Así, de una mayor aportación económica de
las mujeres en el matrimonio se deriva una menor subordinación al marido y, de igual
modo, de una aportación económica menor se sigue una mayor subordinación de la
esposa al esposo. Para Smith, lo económico es la causa de las relaciones de poder
entre los sexos. Resulta interesante observar que algunos estudios de campo recientes
han demostrado, en efecto, que la estratificación de género aumentaba en las socie-
dades forrajeras cuando las mujeres contribuían con mucho más o con mucho menos
que sus compañeros y tendía a disminuir cuando la contribución a la subsistencia era
la misma (Kottak, 1994, pp. 313-330).
A. Smith divide la historia de la humanidad en cuatro períodos a los que asigna
distintas formas de matrimonio y distintos grados de subordinación de las mujeres.
Como cualquier explicación de la opresión de las mujeres que tenga en cuenta sola-
mente las variables económicas, la de Smith falla. No sabemos qué diría hoy el autor
al respecto de que muchas mujeres que son económicamente independientes soporten
malos tratos físicos o psíquicos por parte de sus parejas. Indudablemente, la posición
económica de una mujer influye decisivamente en su situación de menor o mayor opre-
sión, pero no se puede establecer una explicación unicausal economicista de la opresión
de género porque otros factores, ideológicos y simbólicos también contribuyen a que
exista.
En el siglo XIX surgen los grandes debates sobre el matriarcado con las teorías
antropológicas evolucionistas. Como ya he señalado al principio de este texto, la an-
tropología se interesó en un principio por las mujeres casi exclusivamente por su
importancia en los temas de parentesco, dentro de los que se incluye la polémica
sobre si existió o no un sistema de organización social en el que las mujeres deten-
taran el poder. Bachofen, basándose en la mitología y en el derecho clásicos, sostiene
la existencia de un matriarcado o ginecocracia y lo sitúa en un estadio de evolución
humana anterior al patriarcado. Según el estudioso suizo, este matriarcado primitivo
«se marchitó con el victorioso desarrollo» del patriarcado (Bachofen, 1988, p. 55). El
autor confunde «el gobierno de las mujeres» con la matrilinealidad o pertenencia ex-

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clusiva de la descendencia a la línea de la madre, como sucederá en los escritos de


todos los antropólogos que, hasta Malinowski, sostendrán la existencia de un ma-
triarcado primitivo.
Para Bachofen, la existencia de divinidades femeninas es prueba de que las mu-
jeres dominaron la sociedad en algún momento de la historia porque, a su juicio, la
tradición mítica refleja con fidelidad la realidad social y sus leyes. Sin embargo, el
culto a las diosas no implica necesariamente un estatus superior para las mujeres «de
carne y hueso» y, mucho menos, que el poder estuviera en sus manos. Por el contrario,
el culto a las divinidades femeninas puede interpretarse como una exaltación de las
funciones reproductoras de las mujeres (Puleo, en Amorós, 1995, p. 42), fenómeno
éste que se produce en el orden patriarcal que considera a las mujeres en tanto que
productoras de hijos.
Para Bachofen, la existencia de un sistema ginecocrático primitivo queda pro-
bada por la «radical oposición al orden patriarcal» inherente a estos mitos. Afirma
que los relatos que sitúan a las mujeres en una situación de poder no habrían podi-
do ser inventados en el seno de una cultura patriarcal (Bachofen, 1988, p. 58). Pero
podemos preguntarnos: ¿por qué no? Podríamos interpretar estos mitos como un re-
curso patriarcal para justificar que el poder se halle en manos de los varones porque,
al fin y al cabo, ya lo tuvieron antes las mujeres. La afirmación de Bachofen se cae
por su propio peso en este punto porque implica una concepción de la creación in-
telectual humana como limitada por la realidad tangible: sólo se podría relatar lo
que existe y todo pensamiento referido a la utopía o a la ficción –como podrían ser
los escritos y leyendas que Bachofen denomina ginecocráticos– sería imposible. Sólo
existen dos sexos a los que se atribuyen, en la mayoría de las sociedades, dos géne-
ros con características opuestas que definen lo que es ser mujer –o sea, lo que es no
ser hombre– y lo que es ser hombre –que es no ser mujer–, los hombres gobiernan
en la sociedad, echemos un vistazo a la historia: ¿no es común elucubrar sobre cómo
serían las cosas si ocurriese lo contrario, es decir, si gobernasen las mujeres? Como ya
he apuntado, los mitos que narran la existencia de matriarcados primitivos podrían
funcionar como legitimadores del poder masculino porque, de acuerdo con estos
relatos, si las mujeres perdieron su estatus y sus privilegios fue por no saber gober-
nar con diligencia y justicia. Así, algunos mitos amazónicos cuentan que los varones
vivían subyugados a las mujeres, las cuales poseían peligrosas vaginas dentadas. Los
hombres se liberaron de la opresión femenina al arrancarles a las mujeres los dientes
de sus vaginas –y convertirlas en penetrables, podríamos añadir–. Otros mitos, como
el letuama y el macuma, narran que las mujeres poseían los saberes de la caza, de la
pesca y de la fecundación hasta que los hombres se rebelaron y vencieron al ma-
triarcado, embarazando a las mujeres (Palma, 1992).
Otras pruebas, irrefutables para Bachofen, de que los matriarcados existieron
«no como abstractos pensamientos filosóficos de génesis tardía» sino como «la reali-
dad de un modo de vida (Lebensweise) originario» son «el mayor culto ofrecido a la
luna, más que al sol, la preferencia mostrada por la tierra concipiente más que por
el mar fecundante, por el lado oscuro de la muerte en la naturaleza más que por el
luminoso del ser, por los muertos más que por los vivos, por la tristeza, duelo o luto,
más que por la alegría […]» (Bachofen, 1988, pp. 62-63).

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Sin embargo, debemos tener en cuenta que la atribución de características fe-


meninas a la tierra, la luna, la noche y la muerte y la concepción del cielo, el sol, el
día y la vida como masculinos es propia de los sistemas patriarcales que establecen
una jerarquía en la que lo feminizado de la naturaleza es inferior, oscuro, misterioso
y peligroso y lo masculinizado es superior, luminoso, claro y dador de vida.
El matriarcado aparece dibujado por nuestro autor como íntimamente ligado a
lo religioso, a la religiosidad oscura y lírica que rodea la adoración de deidades fe-
meninas porque «...siempre que la mujer está situada en la cumbre, tanto de la vida
como en el culto, se preservará el misterio con todos los cuidados». Es el misterio que
envuelve la religión ginecocéntrica el arma que usaron las mujeres para arrebatar el
poder concedido por las leyes naturales al más fuerte con «...manos más débiles»
(Bachofen, 1988, pp. 75 y 72).
Este matriarcado primigenio habría sido derrocado por el patriarcado cuando los
varones descubrieron la paternidad, es decir, al conocer su contribución biológica a la
reproducción de la especie, que se traduce en el encumbramiento del masculino sol
como astro más poderoso y venerado (Bachofen, 1988, pp. 104-107). El autor explica
este cambio de gobierno recurriendo a la Orestíada de Esquilo, donde se narra cómo
el derecho paterno vence al derecho materno tras enfrentarse, porque según las pa-
labras de Apolo en esta obra, «del hijo no es la madre engendradora/ es nodriza tan
sólo de la siembra/ que en ella sembró. Quien la fecunda/ ése es su engendrador [...]».
El evolucionista Lewis Morgan estudia a los matrilineales amerindios iroqueses,
en los que creyó encontrar el prototipo de ciudad matriarcal a la que Bachofen se re-
fería. La organización social de estos pueblos permite a las mujeres controlar la eco-
nomía cuya base es la horticultura (Morgan, 1970). Pero no puede hablarse de
matriarcado porque, como han demostrado investigaciones posteriores, los represen-
tantes políticos son única y exclusivamente varones, luego la capacidad de decidir
sobre asuntos que conciernen a toda la sociedad está vetada a las mujeres (Puleo, en
Amorós, 1995, p. 40).
Del mismo siglo, y perteneciente a la misma escuela teórica que Morgan, Maine,
con su libro Ancient Law, en el que no sigue un planteamiento evolucionista, afirma
la prioridad histórica del patriarcado sobre el matriarcado. Basándose en el derecho
romano y en la India antigua, Maine considera que la primera comunidad humana
fue la de los parientes agnados o hermanos que cohabitan con sus mujeres y su des-
cendencia, o dicho de otra forma, afirma que la primera familia fue de tipo extenso
patrilocal (Maine, 1893).
El debate sobre la existencia del matriarcado se cierra con Malinowski, que
aclara la confusión evolucionista entre matriarcado y matrifocalidad (descendencia
perteneciente a la línea materna de manera exclusiva y residencia del matrimonio
en el lugar de nacimiento de la mujer). Aunque es cierto que en las sociedades con
matrilinealidad o matrilocalidad (residencia del matrimonio en el lugar de nacimiento
de la mujer) las mujeres disfrutan de un estatus más alto que en las sociedades patri-
lineales (con descendencia de pertenencia exclusiva a la línea materna) o patrilocales
(con residencia del matrimonio en el lugar de origen del varón), esto no significa que
el poder lo detenten las mujeres. Ahora bien, no es lo mismo para una mujer ser «la
extraña en casa de extraños», como ocurre cuando prevalece el principio de patrilo-

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calidad, que vivir en el asentamiento donde se crió y donde vive su familia. De la


misma forma, es distinta la cantidad de poder que puede ejercer una mujer cuya des-
cendencia pertenezca a su linaje que otra mujer cuyos hijos pertenezcan al varón.
La polémica sobre la existencia del matriarcado se retomó con el surgimiento
de la antropología del género y, en la actualidad, algunos sectores del feminismo sos-
tienen que «el gobierno de las mujeres» primigenio fue una realidad y no sólo un
mito. Lo cierto es que nunca se ha podido demostrar la existencia de dicho sistema
de organización sociopolítica aunque tampoco hay evidencias suficientes para negar
categóricamente que, en alguna etapa de la historia humana de la que no nos ha
quedado constancia, surgiera el matriarcado. Pero, teniendo en cuenta que las socie-
dades recolectoras-cazadoras de las que hoy se tiene noticia no son ni siquiera igua-
litarias, el patriarcado o sistema en que los varones poseen mayor poder y autoridad
(Harris, 1986, pp. 503-504) parece presentarse como la forma de organización social
que ha acompañado a los humanos desde que lo son.
Si prestamos atención a las especies evolutivamente más cercanas al homo sa-
piens que pueblan hoy nuestro planeta (gorilas, chimpancés y orangutanes), obser-
varemos que su organización es patriarcal y nuestros orígenes no debieron ser muy
distintos a su situación actual. No estamos afirmando que el patriarcado se lleve en
los genes y por tanto, sea inderrocable, sino que el sistema de organización social
de los grandes simios –que también son seres culturales y con cierta capacidad de
abstracción (Cavalieri y Singer, 1998)– es, como el de todas las sociedades humanas
conocidas, el patriarcado. Si se puede sostener que todas las sociedades humanas son
patriarcales sin que ello implique esencialismo, no debe parecer un determinismo
biológico indicar como dato significativo para la antropología que las sociedades de
otros primates cercanos (los gorilas, por ejemplo, tienen un cociente intelectual de 70,
como los seres humanos con deficiencia mental leve) también son patriarcales. Como
se ha podido comprobar para el fenómeno de la agresividad masculina (Miedziam,
1995), naturaleza y cultura se hallan en una continua relación de retroalimentación
pero la cultura tiene el peso determinante. Así, pues, la cultura –condicionada por las
circunstancias materiales económicas y ecológicas, y quizá en cierta manera por la
biología, por ejemplo, por la mayor agresividad de los machos por causas hormona-
les, lo cual no implica que los impulsos violentos no puedan neutralizarse o corregirse
a través de la educación– establece la jerarquía entre hombres y mujeres propia del
patriarcado.
Ya en el siglo XX comienzan los estudios antropológicos sistemáticos sobre el gé-
nero o sobre la construcción cultural de la identidad sexuada. En esta temática, hay
que destacar el trabajo pionero de la antropóloga Margaret Mead, perteneciente a la
escuela «Cultura y Personalidad» creada por Franz Boas. En 1926, Mead viajaría hasta
la Samoa americana, en Polinesia, para observar si los problemas considerados pro-
pios del desarrollo que experimentan los adolescentes en la sociedad estadounidense
del momento se dan también en culturas muy diferentes. La conclusión que recoge
en Adolescencia, sexo y cultura en Samoa es la siguiente: la permisividad sexual de
la sociedad samoana evita la vivencia de la madurez sexual y del impulso erótico
adolescente como conflictivos. En 1935, escribe Sexo y temperamento en tres socie-
dades primitivas, obra en la que compara a los pueblos arapesh, mundugumor y

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tchambuli de Nueva Guinea. Según Mead, en la sociedad arapesh se da un solo gé-


nero, el que en Occidente denominamos femenino. Estas personas son extremada-
mente apacibles y cariñosas, y tanto hombres como mujeres encuentran un gran
placer en el cuidado de los niños, en la cooperación y en atender las necesidades de
los otros (Mead, 1982, pp. 118, 119, 235). Los arapesh desconocen cualquier tipo
de diferencia comportamental en las relaciones sexuales entre hombres y mujeres: los
varones no son «espontáneamente sexuales» y las mujeres «ajenas al deseo», sino que
ambos sexos se interesan por lo erótico después de que surja un «profundo interés
afectivo ni precedido ni estimulado...» por el sexo (Mead, 1982, p. 122). De acuerdo
con la descripción de Mead, los habitantes de este pueblo, tampoco están sometidos
a presiones de tipo social para que hombres y mujeres se dediquen a tareas distintas.
La ocupación es una decisión individual que no tiene relevancia para el grupo y está
libre de los imperativos de género. El único deber que no puede ser olvidado por
nadie es el de cuidar a los niños y a las niñas (Mead, 1982, p. 124). En cambio, los
caníbales mundugumor constituyen el prototipo de pueblo antisocial, donde el siste-
ma de parentesco de cuerda –en el que los hijos pertenecen al grupo de la madre y
las hijas al grupo del padre– genera constantes tensiones que hace de los miembros
de esta sociedad seres agresivos, desconfiados y crueles, con una sexualidad violen-
ta. El sexo mundugumor es violento y rápido y deja en los amantes las huellas de su
desenfrenada y dolorosa pasión en forma de rasguños, cardenales y ropas desgarradas
(Mead, 1982, pp. 183-184). Las malhumoradas madres mundugumor no desean des-
cendencia ni son afectuosas con ella y el período de lactancia se caracteriza por el
enojo (Mead, 1982, pp. 167-169). Entre los mundugumor, existe un solo comporta-
miento de género, el que tradicionalmente se ha considerado propio de los varones en
la cultura occidental (Mead, 1982, pp. 119, 235). Los varones eligen mujer tanto
como las mujeres eligen marido y «la sociedad está construida de modo que los hom-
bres peleen por las mujeres, y las mujeres eludan y desafíen [...] Las niñas crecen, en
consecuencia, tan agresivas como los muchachos» (Mead, 1982, p. 183). Muchas son
las críticas que podrían hacérsele a Margaret Mead al respecto de esta última afir-
mación puesto que no implica el mismo grado de agresividad pelear que eludir. Por
otro lado, como reconoce la misma M. Mead, entre los tchambuli únicamente es
apreciada la virginidad femenina y sólo a los varones se les cualifica para usar armas
(Mead, 1982, p. 179), de manera que hablar de la existencia de un sólo género parece
aquí, cuanto menos, exagerado.
El tercer grupo estudiado por Margaret Mead, los tchambuli, aparenta una in-
versión de los roles y temperamentos de género: a las mujeres, esta cultura les asig-
na el género considerado en Occidente como masculino y a los varones el género
concebido entre nosotros como propio de las mujeres. Las mujeres tchambuli son
dominantes y gustan de un trato impersonal con los otros, se dedican a la pesca y a
la manufactura de mosquiteras, mientras que los varones, emocionalmente depen-
dientes de sus mujeres, emplean la mayor parte de su tiempo en tareas artísticas
como confeccionar vestidos y maquillarse y vestirse para las danzas rituales. Además las
tchambuli viven en continuo contacto unas con otras, integrando grupos de cola-
boración, los tchambuli, en cambio, se asocian sólo en momentos concretos y su
solidaridad es «...más aparente que real» (Mead, 1982, pp. 204, 214, 236). Según

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Mead, ellas tienen el poder ya que de su pesca depende la supervivencia del grupo.
El pescado, además de constituir la fuente de alimento por excelencia, es cambiado
por otros productos y en manos femeninas, como ya he mencionado, se hallan tam-
bién las manufacturas de mosquiteros. Las mujeres permiten a sus esposos comprar
comida en el mercado y realizar intercambios de productos, lo cual es considerado
por los hombres como «[…] una ocasión de gala; cuando un hombre tiene entre sus
manos la negociación final de un mosquitero de su mujer, se marcha resplandecien-
te con sus plumas y adornos de conchillas y pasa varios días deliciosos para realizar
la transacción. Dudará y se equivocará, avanzará aquí, retrocederá allá, [...] en fin,
hará de la elección una verdadera orgía, tal como una mujer moderna, con su carte-
ra bien provista, revuelve en la tienda de una gran ciudad en un día de compras. Pero
solamente con la aprobación de la esposa podrá gastar [el hombre tchambuli]»
(Mead, 1982, p. 215).
A las mujeres les divierten los juegos y los bailes de los varones, que aunque
poseen nominalmente la casa, la familia e incluso a la esposa, no tienen poder real
de decisión.
La importancia del trabajo de Mead reside en que demostró que no existe co-
rrespondencia natural estricta entre sexo y género y que lo hizo en una época en que
la antropología daba esta correspondencia por supuesta.
Hasta la década de los setenta, parejo al resurgir de los movimientos y de la teo-
ría feministas, el tema de las mujeres no será tratado desde una perspectiva crítica,
aunque las mujeres irán cobrando un paulatino protagonismo. A finales de los años
60 y comienzos de los 70 aparecen las teorías biobehavioristas que exponen el pro-
ceso de evolución homínida que hizo surgir al homo sapiens como el fruto de la
práctica de actividades cinegéticas de los machos de la especie. En 1968, Washburn
y Lancaster, y en 1971 Tiger, desarrollarán, entre otros autores, la «teoría del hombre
cazador» que afirma que la caza cooperativa de los grandes animales provocó el
desarrollo de las habilidades intelectuales que distinguen al ser humano de los otros
animales. Mientras los varones cazaban y desarrollaban su capacidad de planifica-
ción, de cooperación y de comunicación y construían los primeros objetos artísticos,
las mujeres supuestamente permanecían en el campamento base, ocupadas en tareas
de recolección y de cuidado de los niños, actividades que, según esta explicación, no
requieren desarrollo cultural, sino que se llevan a cabo de forma natural.
Sally Linton, en su artículo «La mujer recolectora: sesgos machistas en antro-
pología», realiza una brillante crítica a la idea del «hombre cazador» como motor de
evolución humana. Linton argumenta que entre los cazadores-recolectores las muje-
res consiguen por sí mismas suficiente cantidad de alimento como para abastecerse
a ellas y a sus criaturas, ya que la recolección en estas sociedades supone la mayor
parte de la dieta (Linton, en Harris y Young, 1979, p. 41). Además la recolección y la
crianza son actividades para las que hay que poseer un gran número de conocimientos
diversos –geográficos, climáticos, botánicos– y capacidad organizativa, pero sobre
todo requieren la capacidad de transmisión cultural, o sea, de enseñanza. Por otro
lado, señala que los hallazgos arqueológicos más antiguos podrían ser de instrumentos
destinados a la recolección. No tienen por qué ser armas, y sin embargo, se les ha atri-
buido esta función sistemáticamente (Linton, en Harris y Young, 1979, p. 43). Parece

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que a los investigadores les resulta más excitante y más sencillo imaginarse que las
manos que construyeron el primer instrumento humano pertenecían a algún rudo
varón primitivo, cazador de enormes mamuts, que pensar en la posibilidad de que el
primer artefacto lo construyera una mujer para recolectar, cocinar o transportar a
su bebé.
En Linton (1979) se afirma que el incremento del tamaño del cerebro y la apa-
rición del lenguaje tuvieron que ser anteriores al desarrollo de la caza mayor. Pues-
to que la caza de los grandes animales es posterior a la recolección, no sería extraño
que estas actividades fuesen las primeras que exigieran innovaciones técnicas. En el
momento en que los grupos de cazadores empezaron a marcharse en expedición de
los asentamientos, ya debía de existir un lenguaje que permitiese comunicar cuándo
estaba previsto el regreso o la presencia de peligros en el poblado.
Como resulta evidente de lo expuesto, Sally Linton se cuenta entre las antropólo-
gas que en la década de los setenta se dedicaron a dotar a la disciplina de una perspec-
tiva crítica de género. Así surge lo que ya se puede denominar antropología feminista,
que en estos años se ocupó principalmente de responder a la pregunta de por qué es
universal la opresión de las mujeres, dando por sentado, obviamente, que esta opresión
es universal, pero sin apelar a explicaciones esencialistas (Thuren, 1993, pp. 7 y 19).
La antropología del género en los años setenta se ocupó de recoger nuevos
datos sobre las mujeres y de revisar los ya existentes para reinterpretarlos de forma
crítica e incorporar la visión femenina a la antropología. Se presentó a las mujeres
como miembros activos en sus sociedades, que si bien no pueden denominarse igua-
litarias, no reducen siempre a las mujeres al papel de reproductoras pasivas o de mer-
cancía, una imagen que había sido dominante en la literatura de la disciplina.
En este período destacan las antropólogas Sherry B. Ortner y Michelle Rosaldo,
pero antes de exponer sus teorías brevemente, hemos de repasar la hipótesis de
Nancy Chodorow, que aunque presente un enfoque más psicoanalítico que antropoló-
gico, es un claro exponente del tipo de explicación unicausal que se dio a la cuestión
de la universalidad de la sumisión femenina entre los años 1970 y 1980 e influyó di-
rectamente en los trabajos de Ortner. Chodorow, teórica de las relaciones objetales,
explica la opresión de las mujeres como el efecto de que éstas se ocupan de la crian-
za de los hijos e hijas (Chodorow, 1984). Según esta autora, el primer objeto de amor
para las criaturas de ambos sexos es la madre, con la que se establece una fuerte
relación de dependencia y afecto. La niña, al percibirse «igual» a su madre se identi-
fica con ella, lo cual se refuerza además socialmente. Por lo tanto, cuando llega la
etapa de individuación de la pequeña, ésta puede mantener sus lazos emocionales
con la progenitora sin demasiados problemas porque, al fin y al cabo, representa el
modelo al que debe aspirar. Pero el varón, que se percibe distinto a la madre, no
puede identificarse con su modelo, sino que tiene precisamente, que negarlo para
convertirse en lo contrario, o sea, en hombre (Cavana, en Amorós [dir.], 1995). Además,
el primer modelo de masculinidad para un niño es su padre, que a su vez ha apren-
dido, por medio de la socialización de género, el distanciamiento emocional y suele
estar, más que en casa, atendiendo a sus responsabilidades del ámbito público. Así, el
círculo de la socialización se perpetúa como legado de padres a hijos y de madres a
hijas y las mujeres se encuentran de esta forma situadas en desventaja frente a los

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varones, porque a ellas se les enseña a dar apoyo emocional y a necesitarlo, y a ellos,
a ser distantes y autónomos.
Desde la antropología, se ha replicado que no en todas las sociedades los varones
adoptan una actitud pasiva en la crianza de los hijos. Por lo tanto, no resultaría válida
esa explicación de la opresión de las mujeres (Thuren, 1993, pp. 7 y 33). Sin embargo, es
innegable que la identidad de género es una construcción social, por lo que, como ha
demostrado Miryam Miedziam, puede ser transformada a través de la enseñanza.
Miedziam, educadora y psicóloga, desde su experiencia en programas educativos con
infantes y adolescentes, ha constatado que el desapego típico de los varones occiden-
tales y las conductas violentas pueden reducirse si se les enseña a los chicos los valores
del cuidado (Miedziam, 1995).
La antropóloga feminista Sherry Ortner, en su ya clásico artículo «¿Es la mujer
a la naturaleza lo que el hombre es a la cultura?», nos ofrece su explicación de la uni-
versalidad del estatus secundario de las mujeres. Para esta autora, la valoración infe-
rior de las mujeres se debe a que son consideradas en todas las culturas como más
próximas a la naturaleza que los varones. Así, la dicotomía naturaleza/cultura se re-
vela como una construcción que no es neutra en cuanto al género: la naturaleza se
caracteriza como femenina y la cultura como aquello que trasciende y domina la na-
turaleza, lo propiamente humano, lo masculino (Ortner, en Harris y Young, 1979, pp.
114-115). Pero, ¿por qué esta correspondencia y no otra?, ¿por qué se considera a las
mujeres más cercanas al mundo natural? Desarrollando una observación de Simone
de Beauvoir, Ortner contesta: las funciones reproductoras de las mujeres son más
evidentes que las de los varones y obligan a una inversión de tiempo más prolon-
gada en éstas. De esta percepción de las diferencias biológicas entre los sexos pro-
viene la construcción de roles sociales distintos para hombres y mujeres. La distinta
biología de varones y mujeres fundamentaría, de este modo, la creación de los roles
de género, pero su jerarquización masculino-superior/ femenino-inferior sólo se
explica como resultado de una valoración cultural. La condición de «segundo» sexo
de las mujeres tiene formas distintas de concretarse en cada cultura, incluso con-
tradictorias, pero lo universal es la valoración de lo femenino como inferior a lo
masculino, porque las diferencias «sólo adoptan la significación de superior o infe-
rior dentro del entramado culturalmente definido del sistema de valores» (Ortner,
en Harris y Young, 1979, p. 114).
Si lo físico fundamenta los roles, la existencia de éstos, a su vez, crea estructuras
psíquicas según el género, dos formas de vida y dos ámbitos distintos para hombres y
mujeres: el doméstico feminizado y el público masculinizado. Por otra parte, no se
puede negar totalmente la capacidad simbólica femenina, porque las mujeres hablan,
piensan, enseñan..., así que las mujeres quedan en un punto a caballo entre lo cultural
y lo natural, como intermediarias. Ortner sostiene que la reclusión de las mujeres en el
espacio doméstico se produce por sus funciones reproductoras y de crianza de los
hijos, y que a su vez, este contacto continuo con la infancia les hace parecer más cer-
canas a la naturaleza ya que los niños, como los animales, no caminan bípedamente, ni
controlan sus funciones fisiológicas (Ortner, en Harris y Young, 1979, pp. 119-120).
La hipótesis de Sherry Ortner ha suscitado una gran polémica. Se la ha critica-
do que la dicotomía naturaleza/ cultura es una creación occidental, por lo que no es

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válida para explicar la universalidad del patriarcado (MacCormack y Strathern, 1980).


Esto habría que analizarlo con detenimiento: quizás la división del mundo en natu-
raleza y cultura sea universal, pero lo que en unos contextos es calificado de cultural,
en otros se concibe como natural.
El artículo de Ortner ha sido uno de los pilares teóricos del ecofeminismo
(Puleo, en Amorós, 2000) porque pone en relación el estatus inferior de las mujeres
y de la naturaleza, demostrando que lo que hacen los varones se considera automá-
ticamente cultural y lo que hacen las mujeres es percibido como instintivo, natural,
como algo que no trasciende la animalidad. Por ejemplo, el dar la muerte propio de
las actividades de caza y de guerra masculinas ha sido considerado superior a la ca-
pacidad femenina de dar la vida y cuidarla. Matar y parir, son hechos naturales y
culturales (los animales cazan y se reproducen), pero se ha valorado cada actividad de
forma desigual. El ecofeminismo parte de la idea de que la naturaleza como catego-
ría sociológica ha sido feminizada y, por tanto, devaluada y oprimida, y las mujeres
han sido naturalizadas y, por tanto, devaluadas y oprimidas.
Otra destacada antropóloga, Michelle Rosaldo, explica la subordinación femeni-
na como el resultado de la dicotomía público/doméstico. Una vez más se ve la mater-
nidad como el factor que relega a las mujeres al espacio de lo familiar. La gran
dedicación de tiempo y esfuerzo que supone la crianza imposibilitaría a las mujeres
para realizar las actividades del espacio público que los varones, en cambio, tienen la
posibilidad de realizar porque no soportan las mismas cargas que las mujeres. Ellos son
libres para administrar la sociedad. Estos dos modelos de ser persona se perpetuarían,
como afirma Chodorow, a través de la socialización: los niños se identifican con los
varones adultos y con el ámbito público, y las niñas se identifican con las mujeres
adultas y con el ámbito doméstico. La configuración de la personalidad es, por tanto,
diferente: las mujeres no se sentirán seguras en el espacio público, donde se toman las
decisiones, donde se ejerce el poder. De la división doméstico/público se deriva, según
Rosaldo, la percepción de las mujeres como más cercanas a la naturaleza que los va-
rones, porque convertirse en mujer no parece tan complicado como hacerse hombre,
ya que las niñas no tienen que romper con el ámbito y los roles de lo doméstico, mien-
tras que los niños tienen que convertirse en adultos saliendo del mundo femenino
«natural» de la madre y pasando a integrar el mundo masculino «cultural».
Cabe señalar, finalmente, que Rosaldo, como Ortner, ha sido acusada de etnocen-
trismo ya que, según sus críticos, las categorías público y doméstico son invenciones
de la cultura occidental (Thuren, 1993, pp. 7 y 39).
En los años ochenta resurge el interés por los temas de parentesco desde la
perspectiva del género y se intensifica el conflicto entre el relativismo y el femi-
nismo. En este enfrentamiento serán decisivas las aportaciones que desde el Tercer
Mundo hará un feminismo que no admite homogeneizaciones artificiales ni impo-
siciones occidentales. Henrietta L. Moore es un referente obligado de este periodo.
La posición de esta autora es la del relativismo cultural y, por tanto, pone el acen-
to en las diferencias entre las mujeres de distintas culturas. Moore denuncia el et-
nocentrismo de la antropología y del feminismo: la situación de las mujeres no
puede medirse con parámetros occidentales porque lo que en un lugar es valorado
como dador de poder, en otra cultura puede no ser relevante para el estatus: las

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grandes teorías no pueden explicar la situación de un colectivo, el de las mujeres,


que no es homogéneo (Moore, 1991).
En estos años se cuestiona una idea que en la década anterior parecía un
dogma: la universalidad del bajo estatus de las mujeres. La antropología se pregun-
tará si tal afirmación no es producto de sesgos etnocéntricos y androcéntricos. Se
distinguen tres niveles de androcentrismo en la disciplina: el de los antropólogos, el de
los propios informantes varones y el que impregna los supuestos teóricos de la an-
tropología (Thuren, 1993, pp. 7 y 24). Por ello, se discute si solamente las mujeres
pueden etnografiar la vida de otras mujeres, a la vista de estudios que demostraban
que antropólogos y antropólogas fijaban su atención en objetos de estudio diferentes
e interpretaban los datos también de forma distinta.
Sea como fuere, no puede pretenderse que el estudio de las mujeres sea llevado
a cabo sólo por mujeres porque, de la misma manera, se podría prescribir que el estu-
dio de los varones lo ejecutaran sólo antropólogos de sexo masculino. Siguiendo esta
lógica, una mujer blanca de clase media tampoco podría estudiar cómo viven y pien-
san las mujeres de otra raza o de otra clase social.
En los noventa, la literatura antropológica sobre el género ha sido muy prolífica
y ha continuado presente en ella la tensión entre las grandes teorías que pretenden
explicar fenómenos comunes a todas las mujeres y la necesidad de etnografías que
desvelen cómo viven mujeres concretas en contextos culturales concretos.

La promesa de la antropología feminista


La antropología feminista permite una comprensión más completa del mundo
humano. La aportación de datos y teorías que explican el origen y las formas que
adopta la opresión de género crea la posibilidad de un sistema más justo para todas las
personas. Por ello, la antropología aplicada, rama de la antropología actualmente en
expansión, provee de especialistas en antropología del género a organizaciones no
gubernamentales (ONG) e instituciones que los necesitan para que tengan éxito los
proyectos de ayuda al desarrollo o las intervenciones con vistas a resolver ciertos pro-
blemas concretos de una región o barrio.
No debemos intentar reducir a las mujeres a una sola categoría: la situación de
una mujer afgana no tiene nada que ver con la de una mujer española, de la misma
forma que la situación de una profesional liberal no es comparable a la de una mujer
sin recursos económicos, con unas cargas y unas preocupaciones diferentes. Sin em-
bargo, todas tienen algo en común: con respecto a un varón de su misma sociedad y
de su mismo estrato social se ven afectadas por un estatus de género inferior. Las
mujeres no son un grupo homogéneo pero son un grupo que, estadísticamente, tiene
un menor acceso a los recursos y ocupa posiciones de menor poder y prestigio.
La grandeza de la antropología reside en que históricamente ha dado voz a co-
lectivos que existían silenciosamente para el mundo académico de las ciencias,
construcciones, al fin y al cabo, insertas en los presupuestos culturales y en la cos-
movisión occidentales. El feminismo, como expresión política y crítica de las voces
tantas veces ignoradas de las mujeres, debe exigir a esta disciplina que no olvide

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que cualquier análisis de una sociedad debe tener en cuenta las relaciones de gé-
nero como relaciones de poder presentes en cualquier tipo de organización humana,
al tiempo que la antropología ha de mostrar cuáles son las variaciones culturales
en las que se concreta el fenómeno universal del sistema de género-sexo o pa-
triarcado, sus grados y sus peculiaridades.

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Mujer y filosofía
Laura Torres San Miguel
Cátedra de Estudios de Género de la Universidad de Valladolid

Las relaciones existentes entre las mujeres y la filosofía son complejas y con-
tradictorias. Por una parte, desde la Antigüedad se les ha vetado el acceso al mundo
del conocimiento, relegándolas a la esfera doméstico-privada. A menudo la misma fi-
losofía ha cumplido, como veremos, un papel de justificadora de esta discriminación
por medio de la ontologización y jerarquización de las diferencias entre los sexos.
Además, se han invisibilizado sistemáticamente todas las aportaciones teóricas fe-
meninas al mundo del pensamiento y se ha cuestionado o subestimado el rigor aca-
démico de los estudios que versaban sobre la discriminación sexual. Pero, por otra
parte, como ha señalado la filósofa española Celia Amorós, la génesis de las demandas
feministas tiene también su sede en las «virtualidades emancipatorias» del discurso
filosófico, especialmente del ilustrado (1991), y su futuro requiere, además, del flo-
recimiento de nuevas propuestas filosóficas que incorporen en sus premisas la teoría
de género y se desarrollen en sintonía con los movimientos sociales (2000).
El enfoque crítico feminista es consustancial a la reflexión sobre el tema que nos
ocupa. Sin él, nuestras observaciones serían meramente descriptivas, incluso yermas,
puesto que omitir las relaciones de poder que atraviesan este análisis comporta la ne-
gación de las dimensiones éticas y políticas que le son inherentes. Por este motivo,
explicaré brevemente, en primer lugar, el concepto básico de género sobre el que
gravitan los estudios feministas.

La perspectiva de género
El término sexo nos remite a las diferencias biológicas, anatómicas, cromosó-
micas y fisiológicas que distinguen entre sí al hombre y a la mujer; mientras que gé-
nero se refiere a la construcción cultural que se realiza sobre esas diferencias, es
decir, el proceso de socialización por el que cada sujeto asume las pautas de com-
portamiento y las expectativas propias de su sexo (Salzman, 1992). En este sentido,

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la principal virtud de la perspectiva crítica de género estriba en destacar que lo mas-


culino y lo femenino son el resultado de una relación dialéctica de oposición e inte-
gración de los sexos y no entes preexistentes a la interacción social, por lo que pueden
ser modificados (Puleo, 1992). Su análisis permite que se conozcan sus efectos nega-
tivos en las relaciones humanas y se pueda abogar por su transformación.
El sistema de género se halla constituido por diferentes elementos que se hallan en
un proceso de retroalimentación constante. Sus componentes estructurales son los roles
(relativos a la división sexual del trabajo), la identidad sexuada (cualidades, actitudes y
valores sexuados que la persona interioriza psicológicamente desde su infancia y que ter-
minan por confundirse con su propio yo) y el estatus de género (diferente rango o valor
que se asigna a las actividades y conceptualizaciones atendiendo al sexo que posee la per-
sona que las realiza. Josep Vicent Marqués lo define sintéticamente a través de dos lemas:
«ser varón es ser importante» y «ser mujer es ser para otros» [Puleo, 1997, p. 27]). Roles,
identidad y estatus son reforzados por las normas, las sanciones y los estereotipos cultu-
rales, que operan a modo de «superestructura». A su vez, la persistencia de los roles, la
identidad sexuada y el estatus confirma y mantiene estos elementos superestructurales.
Por normas se entiende el control informal (usos y costumbres) y formal (leyes)
ejercido sobre los miembros de la sociedad con el fin de inculcarles qué es lo correc-
to o incorrecto, lo prohibido o lo permitido en función del género. La infracción de
las normas conlleva la imposición de sanciones, cuya severidad depende de la rigidez
con la que se aplique el sistema de género.
Los estereotipos son modelos culturales asumidos acríticamente, que se trans-
miten a través de la literatura, el arte, los medios de comunicación, etc., y que se ca-
racterizan por incidir en la percepción que el individuo tiene de los demás y de sí
mismo por su pertenencia a un sexo determinado.
Como ya he apuntado, normas, sanciones y estereotipos revierten en los ele-
mentos estructurales, legitimándolos, perpetuándolos y difundiéndolos. Se cierra, así,
el círculo vicioso sobre el que se articula el sistema de género-sexo.

Métodos en la investigación filosófica


desde la perspectiva de género
Retomemos ahora de nuevo nuestro objeto de estudio: las mujeres y la filoso-
fía. Dada su complejidad y amplitud he decidido adoptar como criterio estructurador
de mi exposición el de los posibles enfoques metodológicos a los que se pueden ads-
cribir quienes investigan en la materia. Espero, de este modo, que la argumentación sea
lo más clara y ordenada posible y ofrezca una visión general del tema. Para ello, se-
guiré la clasificación que realiza Alicia H. Puleo en su obra Filosofía, género y pensa-
miento crítico, en la que distingue cuatro métodos fundamentales en la investigación
filosófica desde la perspectiva de género (2000).
. El primero de los métodos a los que me referiré consiste en la identificación
del sexismo en el discurso filosófico. Esta tarea fue abordada en un principio
(años setenta) mediante la búsqueda de «perlas de la misoginia» o selección de

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fragmentos de obras de filósofos célebres en los que se censuraba y desca-


lificaba a la Mujer1. A estos textos se les había atribuido tradicionalmente
un valor anecdótico o tangencial en la producción filosófica, por lo que no
habían sido recogidos por los manuales. Progresivamente, el análisis de los
prejuicios sexistas evoluciona, asumiendo formas cada vez más complejas.
Se incide, por ejemplo, en las genealogías para enlazar conceptos y teorías
en un ámbito cultural y temporal más amplio, se subrayan contradicciones
internas en una obra y se explicitan los intereses o ideologías que articulan
las tesis defendidas por un autor.
. Otra de las posibilidades metodológicas que podemos explorar radica en la
denuncia del androcentrismo de la cultura y, por ende, del pensamiento
inscrito en ella como un subtexto que enturbia el carácter aséptico y obje-
tivo de las doctrinas filosóficas. Podemos definir el androcentrismo como la
propensión a considerar al varón como polo sustantivo de la humanidad, por
lo que se le erige como modelo y norma a partir de lo cual se juzga y clasi-
fica lo demás (lo otro, lo diverso). Esta arrogación de los varones del axis
mundi implica una jerarquía de valor, por la que se califica a lo femenino en
sentido amplio (roles, valores, símbolos... vinculados culturalmente con la
mujer) como lo inferior o negativo.
. La tercera propuesta (rastrear la génesis de la investigación de género en
la filosofía) comprende un doble cometido: la recuperación de las aporta-
ciones teóricas de pensadoras y pensadores que tematizaron la discriminación
sexual en épocas pasadas y el reconocimiento de los nombres y de las con-
ceptualizaciones de las mujeres filósofas silenciadas por la historia.
. Finalmente, resulta interesante examinar la repercusión que tienen las pro-
puestas feministas actuales en la filosofía práctica y en las transformaciones
sociales acaecidas en los últimos tiempos. Esta empresa comprende también
una aproximación a los debates de carácter interno que tienen lugar dentro
del feminismo.

Antes de proceder a la exposición de las diferentes propuestas metodológicas,


me gustaría subrayar que con esta clasificación no pretendo agotar todos los enfo-
ques posibles desde los que abordar esta materia. Es más, de ordinario los límites que
separan un análisis de otro son indiscernibles en la práctica (de ahí que trate de forma
conjunta el sexismo y el androcentrismo) porque las investigadoras e investigadores
suelen incluir en sus trabajos varios métodos de análisis como diferentes niveles de
lectura de su discurso. Se trata, simplemente, de una aproximación teórica general.

El sexismo en los textos filosóficos


La detección del sexismo en los textos de los grandes filósofos ha sido una tarea
no exenta de problemas para la hermenéutica feminista. Muchos estudiosos no con-

1. Me refiero a Mujer en singular y empleando mayúsculas para resaltar la reificación del colectivo femenino.

35
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sideraban pertinente proceder a la denuncia del sesgo de género de estas obras y


como explicación a su negativa argüían la irrelevancia de las declaraciones sexistas en
el sistema filosófico del autor así como la imposibilidad de sostener tesis distintas
en aquellas circunstancias históricas –volveré sobre esta cuestión más adelante–, o
incluso, una supuesta falta de profundidad de los estudios sobre mujeres, meros ca-
tálogos de curiosidades o de frases sacadas fuera de contexto.
No es éste el momento más idóneo para profundizar en el sexismo inherente a
este metadiscurso, ni en la falta de veracidad de la que adolece. No obstante, quiero
puntualizar que resulta cuanto menos sorprendente –por no decir lamentable– que
todavía existan «intelectuales» que consideren que la opresión de la mitad de la es-
pecie humana es insignificante y por tanto, indigna de reflexión teórica. ¿Padecen de
amnesia?, ¿han olvidado que el cometido de la filosofía la obliga a trascender lo
comúnmente aceptado? El extrañamiento o perplejidad propia de todo proceder fi-
losófico, ¿tampoco lo recuerdan? Quizás se trate de un caso más de memoria selec-
tiva. Alicia H. Puleo ha subrayado que la voluntad crítica suele, casi siempre,
detenerse a la hora de examinar las categorías de sexo-género (1992, p. 90).
El filósofo Poulain de la Barre, uno de los primeros pensadores feministas, re-
sume en el siglo XVII las consecuencias que se derivan de una aplicación coherente de
la crítica al prejuicio cartesiano en De l´egalité des deux sexes. El pueblo –señala–
confía en el magisterio de los doctos, cuando en realidad éstos no han sometido a eva-
luación crítica sus creencias sobre el estatuto ontológico de las diferencias sexuales y
se limitan a cubrir con un barniz conceptual los prejuicios que no han sometido a
evaluación crítica. El vulgo ve reforzadas sus opiniones en la «palabra revelada» de las
autoridades intelectuales, del mismo modo que otros pensadores partirán del magís-
ter dixit en la formulación de sus hipótesis. Se perpetúa, de esta forma, lo que Celia
Amorós denomina círculo Poulain.
Resulta inexcusable, en este punto, no hacer una referencia al legado de la filó-
sofa Celia Amorós en todo lo concerniente a los estudios de las mujeres (Posada, 2000).
La que fuera directora del Instituto de Investigaciones Feministas destaca no sólo por la
profundidad de su pensamiento y por su rigor conceptual sino también por haber
conseguido el reconocimiento, en el ámbito universitario español, de la reflexión filo-
sófica feminista. También quiero insistir en la importancia del grupo de investigación
reunido a partir de 1987 en el Seminario Permanente Feminismo e Ilustración, organi-
zado por Celia Amorós en la Universidad Complutense de Madrid. Las aportaciones
teóricas de sus integrantes son un fiel exponente de la buena salud de la que goza el
enfoque de género en la actualidad, tanto en España como en Latinoamérica.
Prosiguiendo con el panorama de las diversas formas que adopta el análisis de
género en filosofía de la reflexión filosófica feminista y para ejemplificar el análisis
del sexismo y del androcentrismo presentes en el discurso filosófico, resumiré algu-
nas de las conclusiones que extrae Celia Amorós de la Fenomenología del Espíritu
hegeliana.
Hegel se vale de la tragedia griega para ilustrar el vínculo que existe entre la
Mujer y la eticidad, en concreto del personaje de Antígona como expresión de la fe-
minidad misma. Recordemos que esta heroína quebrantó las leyes civiles al enterrar
simbólicamente a su hermano Polinice, el cual se había sublevado contra el gobier-

36
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no de Creonte. El acto de rebelión de Antígona a las normas instituidas por el orden


masculino (Creonte) supone una defensa del genos, es decir, de los lazos de sangre,
de la familia como lo más próximo a la naturaleza dentro de la cultura, por lo que
Antígona se erige como mediadora entre el mundo natural y el cultural. En este
mismo sentido, la eticidad o conjunto de hábitos característicos de un pueblo se sitúa
en un estadio intermedio entre el instinto y la moral, la naturaleza y la cultura: de
ahí la analogía entre ambos.
Las mujeres concretas sufren los efectos de esta argucia simbólica, ya que la
eticidad como «rasgo distintivo de su sexo» se halla en un plano inferior al de la mo-
ralidad «propia de los varones». Su referencia formal no es la singularidad de la cul-
tura lo para sí, sino lo en sí, lo universal o genérico.
En definitiva, las mujeres han sido heterodesignadas –expresión que utiliza la
filósofa asturiana Amelia Valcárcel (1991, p. 108) para aludir a la definición de lo que
es ser mujer por parte de instancias ajenas a las mujeres mismas– por este discurso
que toma como sujeto de referencia al varón, y la significación que se les ha atribui-
do les ha colocado, además, en una posición de desventaja respecto de los hombres2,
puesto que les ha obligado a ajustarse a una categoría abstracta de lo femenino y a
renunciar a su propia individualidad3.
Hegel no introduce ninguna innovación filosófica en este punto, solamente ex-
plicita la vigencia del realismo de los universales en la conceptualización filosófica
tradicional de la feminidad. Sin embargo, esto no nos puede llevar a concluir inge-
nuamente que el filósofo no tenía otra alternativa. Recordemos, por ejemplo, que
Aristóteles y Platón polemizaban también con los sofistas y que las hipótesis freudia-
nas no pueden ser interpretadas al margen de la oposición del padre del psicoanálisis
al sufragismo de la época. Amorós insiste en que las tesis de Hegel deben ser leídas en
clave política como reacción a la vertiente emancipadora de la Ilustración y a la idea
de igualdad de los sexos que ésta invoca (1991), al igual que las conceptualizaciones de
otros filósofos románticos como Kierkegaard –Mujer como Ideal (Amorós, 1987)– o
Schopenhauer –Mujer como trampa de la especie (Puleo, 1992)–.

La desigualdad de los sexos en la ética


y en la filosofía política
Detengámonos ahora en las consecuencias que comporta la desigualdad onto-
lógica originaria de los sexos en la ética y en la filosofía política más allá de las
referencias a la obra de Hegel. Genera, en principio, una repartición de espacios: el

2. Empleo las palabras hombre u hombres como sinónimos de varón o varones respectivamente. La am-
bigüedad que supone emplearlas como equivalentes de ser humano o humanidad, no sólo contraviene la
precisión conceptual propia de la filosofía sino que delata el androcentrismo del discurso filosófico.
3. De ahí que Amorós incida en el poder que supone nombrar y que enfatice que en el feminismo «con-
ceptualizar es politizar» (Amorós, 2000b, p. 58).

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doméstico-privado se asigna a las mujeres, como si se tratara de un ámbito inherente


a su naturaleza «familiar», y el público a los varones, por ser más acorde con una ra-
cionalidad y moralidad más perfectas, menos inmediatas. El primer espacio es deno-
minado por Amorós «el espacio de las idénticas» por su referencia a lo femenino
como genérico mientras que el segundo es calificado como «el espacio de los iguales»
(1987b, pp. 113-127) porque es preciso partir del presupuesto de la igualdad para
que la diferencia como singularidad individual sea reconocida como legítima dentro de
una relación de reciprocidad (para explicar esto se remite a los juegos del lenguaje
de Wittgenstein). Amorós define la identidad como «conjunto de términos indis-
cernibles que comparten una predicación común» y la igualdad como «relación de
homologación bajo un mismo parámetro, que determina una homologación, una
equiparación de sujetos que son perfectamente discernibles» (Amorós, 2000b, p. 52).
En este sentido –concluye–, la diferente significación política de la sexualidad ha sido
utilizada, especialmente a lo largo de la Edad Moderna, para excluir a las mujeres del
principio de individuación. Pues sólo los iguales, de quienes se predicaba el lema ilus-
trado de la fraternidad, eran dignos sujetos del contrato social, mientras que «en el
espacio de las idénticas, todo es anomia y reversibilidad: todas pueden de todo y
suplir en todo» (Amorós, 1987b, p.121).
Por estos motivos –indica Ma Luisa Femenías–, Carole Pateman defiende la exis-
tencia de un contrato sexual de carácter tácito (se trata de una hipótesis contrafác-
tica, no alude a una conspiración masculina dirigida de forma directa a tal fin) que
precede en el tiempo al contrato social, por el que los pares, los varones, estipulaban
la sujeción de las mujeres (lo otro, lo diferente) a un varón particular (Femenías,
2000, pp. 85-97). Sólo así pueden entenderse contradicciones tan flagrantes con las
consignas ilustradas como que las mujeres tuvieran que ser representadas por sus es-
posos y que se las considerase incapaces para ejercer sus derechos civiles en una
época en que teóricos de la Ilustración como Locke defendían a ultranza los derechos
individuales (Molina, 1994)4.
Dentro del espectro de la Ilustración, pero al margen del contractualismo,
quiero hacer mención de la funcionalidad que tiene la sumisión de las mujeres den-
tro del sistema filosófico de Jean-Jacques Rousseau para mostrar que la sexualidad
no ha tenido ese papel subsidiario en la filosofía que nos han intentado hacer creer.
El filósofo ginebrino sostiene en el Emilio, su tratado educativo, que el futuro ciu-
dadano debe ser educado en la libertad, en la creatividad y en la espontaneidad. Sin
embargo, cuando en el capítulo V se refiere a la educación de las niñas, los valores
que pretende inculcarles son la sumisión, la obediencia y el conformismo. Es más,
declara expresamente que su formación ha de dirigirse exclusivamente a agradar a
los varones. ¿Se trata de una incoherencia interna dentro de su obra? Si revisamos
la biografía de Rousseau y nos percatamos de la influencia que tuvo en su vida el

4. Otra de las incoherencias internas de la obra de Locke a las que alude esta autora, es que pese su opo-
sición al patriarcalismo de Filmer y su rechazo a la tesis de que el poder era transmitido a los monarcas a
través del derecho divino que Dios delegó en Adán, recurre a un argumento teológico para justificar la
obediencia de la mujer al hombre.

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mecenazgo de las mujeres intelectuales aristócratas, esta conclusión no parecería


disparatada. Pero no lo es, porque el paradigma de ciudadano consagrado a la vida
pública que preconiza requiere como condición necesaria que haya alguien que se
ocupe de su mantenimiento tanto físico (tareas domésticas) como emocional (Cobo,
1998); y dado que un demócrata radical no puede defender la existencia de escla-
vos, no es extraño que recurra al discurso del halago (Puleo, 1995) para convencer
a las mujeres de que la nueva maternidad por la que apuesta les sería provechosa
(Badinter, 1981). Algo parecido podríamos concluir de La Política de Aristóteles,
aunque en este supuesto no se empleó el discurso del elogio. Hannah Arendt pone
de manifiesto en La Condición Humana que situar la libertad en la esfera política
exclusivamente legitima de forma subrepticia el uso despótico del poder y la fuer-
za en la esfera privada (entendida como organización doméstica)5.
He traído a colación a Rousseau para sugerir una propuesta pedagógica con la
que el profesorado puede transmitir estos contenidos de forma atractiva y práctica.
Se trata de analizar el control que la sociedad occidental ejerce sobre el cuerpo fe-
menino6 como una nueva forma de sujeción en sentido foucaultiano. Si examinamos
las prácticas disciplinarias que las mujeres internalizan como elementos constituti-
vos de su feminidad por considerarlas naturales a ella o voluntariamente elegidas,
comprobaremos que existen otros micropoderes anónimos, dispersos en la organiza-
ción social en tanto que se ubican en la estructura social misma (sistema de género),
que no operan como instituciones o autoridades investidas formalmente de poder,
pero que resultan determinantes de la subordinación de las mujeres y que por ello
deben ser estudiadas en el seno de la filosofía política (Battky, 1994). Lee Battky dis-
tingue tres mecanismos de control corporal reinterpretando a Foucault7:
. El logro de un cuerpo de determinado tamaño y configuración (en el que se
refiere a las dietas y a sus efectos, como la conversión del cuerpo en algo
extraño a uno mismo, un enemigo que inspira rechazo).
. La gesticulación y los movimientos corporales (las mujeres en general, ocu-
pan menos espacio al sentarse –siempre con las piernas cruzadas o muy
cerradas y las manos sobre los muslos– y bracean menos al andar... lo que
implica una tensión asumida en sus conductas ordinarias; sonríen mucho
más que los hombres (como actitud de protección inconsciente, de condes-
cendencia y sumisión) y el cuerpo como un objeto decorativo o de deseo (el
maquillaje, las cremas antiarrugas... parten de la premisa de que el físico
femenino es defectuoso y de que esas deficiencias hay que superarlas sea

5. Para Femenías (1996) la conceptualización aristotélica de la sexualidad atraviesa y confiere unidad a la


producción filosófica (política, biología, ética y metafísica) del estagirita.
6. Me refiero a la sociedad occidental porque hay quien considera que la consecución de la igualdad for-
mal de los sexos ha ido aparejada del logro de la igualdad material. No obstante este control corporal se
halla presente en culturas tan distintas a la nuestra como la de la etnia padam de Birmania (mujeres ji-
rafa) o la del pueblo dogom en Malí, donde se practica la ablación (al igual que en la franja del Ecuador
que va de África occidental a Kenia y Tanzania, pasando por Malí, Chad y Egipto).
7. Foucault también interioriza los prejuicios sexistas y por ello guarda un silencio incomprensible en lo
relativo a las estrategias de poder ejercidas sobre la corporeidad femenina.

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como sea o al menos, encubrirlas). El prototipo de piel femenina sin vello,


suave y sin arrugas es expresión de una infancia perenne que se opone a la
madurez del rostro masculino, con unas arrugas que son señal de fuerza de
carácter o de profundidad reflexiva…

Todo este proceso de socialización genera, entre otras cosas, inseguridad y sen-
timientos de culpa en las mujeres, lo que repercute en todos los aspectos de su vida.
Para analizar la respuesta ideológica que suscita la impugnación del sistema
sexo-género, sugiero la lectura de Reacción de Susan Faludi (1993). En este libro se
describe la resistencia que se opuso a las conquistas del movimiento feminista en la
era Reagan-Bush. Por citar un ejemplo, periodistas, políticos y científicos sanciona-
ron el estereotipo de la feminista frustrada: una mujer independiente que triunfa en
su vida profesional, pero que termina por volverse histérica al carecer de un hombre
que la cuide y de descendencia propia. Este nuevo mito se llevó a la gran pantalla
para demostrar que el feminismo había perjudicado a las mujeres, les había conde-
nado a vivir solas y a desoír las voces de su reloj biológico. Películas como Atracción
fatal se hallan animadas por esta idea y pueden servir para ilustrar en las aulas las
observaciones anteriores.

Los estudios de género en la filosofía


Retomemos el esquema metodológico inicial para inquirir por el origen de los
estudios de género en la filosofía. Como indiqué anteriormente, Celia Amorós ha des-
tacado que el feminismo emerge de la potencialidad emancipadora de la Ilustración.
El sapere aude comportaba la exigencia de que los seres humanos fueran autónomos,
es decir, de que se rigieran por los dictados de su propia deliberación racional y aban-
donasen la minoría de edad que supone vivir bajo el imperio de falsos tutores y nor-
mas heterónomas. Sin embargo, y en contra de las pretensiones de universalidad
propias de este discurso, la mayor parte de los pensadores ilustrados excluyeron a las
mujeres de este proyecto ético y político, como pudimos comprobar en los párrafos
precedentes.
Nuestra filósofa pone de manifiesto las graves incoherencias que introduce esta
exclusión en la conceptualización filosófica, al tiempo que recupera para el feminis-
mo la consigna ilustrada de la igualdad constitutiva de estos discursos («Ilustración
patriarcal») y las voces de «la Ilustración olvidada» como horizonte normativo de la
vindicación feminista (Amorós, 1994)8.
Alicia H. Puleo (1992, p. 25) ha acuñado la expresión «Ilustración olvidada» para
referirse a las pensadoras y pensadores silenciados por la historia que criticaron a lo
largo de los siglos XVII y XVIII los prejuicios de género de la sociedad en que vivían y

8. Amorós prefiere utilizar los términos patriarcado o patriarcal en vez del sistema género-sexo de Gayl-
Rubin, porque, pese a que sus contenidos sean equivalentes, los primeros enfatizan la asimetría de poder
que ostenta un sexo sobre el otro.

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reivindicaron la igualdad de derechos de mujeres y hombres, llevando a su culmen las


premisas ilustradas: Madame Lambert, Olympe de Gouges, Mary Wollstonecraft, el
marqués de Condorcet, Poulain de la Barre, el caballero Jaucourt y en España el frai-
le benedictino Jerónimo Feijoo y doña Josefa de Amar y Borbón son algunos de los
nombres que hemos de rescatar del olvido (1993). Todos ellos conforman la primera
oleada del feminismo, aunque esta denominación suele reservarse para aludir al mo-
vimiento sufragista de fines del siglo XIX y principios del XX. Mencionaré a continua-
ción brevemente alguna de sus aportaciones más importantes.
La marquesa de Lambert, autora de célebres tratados de moral, sostuvo que ésta
debe ser la misma para hombres y mujeres, incluso en el ámbito de la sexualidad. A
su vez, De Gouges denunció las contradicciones internas que acarreaba la defensa de
la desigualdad de los sexos en la obra de Rousseau, partiendo de su concepción del
estado de naturaleza. Puso de manifiesto, en su Declaración de los Derechos de la
Mujer y la Ciudadana (1791), que la ambigüedad terminológica de la Declaración de
los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 no era inocente, sino que delata-
ba la voluntad de excluir a las mujeres de las conquistas políticas de la Revolución
Francesa. En esta misma línea, la rousseauniana Wollstonecraft demandó una misma
educación para mujeres y hombres en su Vindicación de los Derechos de la Mujer
(1792) y se cuestionó si cabía hablar de virtud femenina cuando se presumía que la
racionalidad de las mujeres era inferior y, por consiguiente, éstas carecían de la li-
bertad necesaria para responsabilizarse moralmente de sus actos. El filósofo y dipu-
tado revolucionario Condorcet fue consecuente con sus ideales de libertad e
igualdad, proponiendo en la Asamblea Revolucionaria un proyecto de educación igua-
litaria para ambos sexos y solicitando que se concediera la ciudadanía a las mujeres.
El filósofo alemán Theodor von Hippel, en su obra Sobre el mejoramiento civil de las
mujeres (1793), rebatió las tesis kantianas relativas a la autonomía moral de las mu-
jeres. Recordemos que Kant sostenía que el entendimiento en las mujeres podía ser
«bello» pero no profundo, su conducta virtuosa «conforme al deber» (apariencia ex-
terna de la moral) pero no «por deber» –es decir, dictada por la obediencia estricta al
imperativo categórico– (Puleo 1997, p. 25; Posada, 1992, pp. 17-36). Éstas son algu-
nas de las voces acalladas por la historia: no olvidemos que fueron tildados de filó-
sofas y filósofos menores, que no se difundieron sus obras, y que intelectuales como
Olympe de Gouges o Madame Roland murieron guillotinadas durante el terror jaco-
bino (Alario y otros, 2000a , pp. 84-112; Amorós, 1992).
En el siglo siguiente, continuarán su obra pensadores como John Stuart Mill,
quien reclamó junto con Harriet Taylor (coautora intelectual de sus obras) la igual-
dad de derechos civiles y políticos para ambos sexos en La sujeción de la mujer, con
la aspiración de conseguir una verdadera democracia. Como ha destacado Ana de
Miguel (1994), incluso un filósofo tan reconocido ha sufrido la censura en este tema:
hasta hace poco tiempo no solía tomarse en consideración su denuncia de la situa-
ción de las mujeres.
Si nuestro objetivo consiste en elaborar un corpus filosófico no sexista, la recu-
peración de las aportaciones filosóficas de la Ilustración resulta, en efecto, insoslaya-
ble por ser la igualdad su base conceptual; no obstante, este trabajo puede ampliarse
a períodos históricos más amplios. Por citar algún ejemplo, señalaré que Christine

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de Pizan censuró la literatura misógina medieval en su Ciudad de las Damas (1405)


y puso el énfasis en la capacidad científica y política de las mujeres, aunque no llegó
a reivindicar la igualdad entre mujeres y hombres. Incluso algunos sofistas parecen
haber sostenido que las ideas recibidas sobre la inferioridad de las mujeres, no perte-
necían a la naturaleza sino a las costumbres.
No quiero concluir esta exposición, sin referirme a un hito filosófico en las rei-
vindicaciones de igualdad de las mujeres: El segundo sexo de Simone de Beauvoir
(1998). En esta obra, nuestra filósofa define la conducta femenina en términos de la
filosofía existencialista y recurre a la fenomenología hegeliana para realizar una crí-
tica a la conceptualización androcéntrica de la sexualidad en la filosofía. Sostiene
Simone de Beauvoir que el problema fundamental de las mujeres radica en que su
ser–en–el–mundo es un ser–otro con relación a lo Mismo, que se identifica con los
varones. Conforme al existencialismo, el hombre no es inmanencia sino existencia
(trascendencia). Si el ser humano no asume su libertad, si no elige ser algo, si no re-
conoce que su forma de ser está abierta al futuro (es un existir que se trasciende
hacia lo que no es) entonces se rebajará ontológicamente y se equiparará a las cosas,
seres–en–sí, definidos de antemano. El hombre no puede realizarse en soledad, para
trascenderse necesita a sus semejantes, pero sus relaciones con ellos le resultan pro-
blemáticas, nunca están exentas de peligro. Es lo que se denomina tragedia de la
conciencia infeliz. Cada conciencia pretende afirmarse sola como sujeto soberano,
reduciendo al otro a la esclavitud. La contrapartida a esa dominación es la dialéctica
hegeliana del amo y del esclavo: el amo delega en el esclavo el trabajo pero esa ce-
sión conlleva el riesgo de que el esclavo se convierta en amo. El hombre aspira con-
tradictoriamente a la vida y al descanso. De ahí surge la mujer como Alteridad: «La
mujer es la intermediaria deseada entre la Naturaleza extraña para el hombre y el
semejante que le resulta demasiado idéntico» (Beauvoir, p. 226).
La mujer no puede situarse en el mismo plano que el esclavo, porque su posibi-
lidad de rebelarse es notablemente inferior: carece de conciencia de clase, no se ubica
en un espacio concreto y diferenciado de aquel donde se sitúan los varones y se halla
vinculada al hombre por lazos afectivos y culturales. En definitiva, la mujer no puede
transformar al amo en objeto. «Aparece como lo inesencial que nunca llega a ser esen-
cial, como la Alteridad Absoluta sin reciprocidad» (Beauvoir, p. 227). La mujer como
Alteridad es siempre inmanente, carece de proyecto vital propio, por lo que ha sido
objetualizada. Como acabamos de comprobar, Beauvoir explica en clave ontológica el
origen de lo que Amelia Valcárcel denomina heterodesignación femenina.
El análisis que realiza Beauvoir en El segundo sexo de los mitos y los símbolos
con los que ha sido heterodesignada la mujer constituye una interesante vía para lle-
var el análisis de género a las aulas. Puede, así, suscitarse el interés del alumnado
sobre unos temas que les afectan en su vida cotidiana, aunque no lo parezca a pri-
mera vista. Esta tarea tiene varias ventajas: por una parte, la construcción teórica
beauvoireana resulta más accesible cuando se recurre a ejemplos prácticos; por otra,
si nos servimos de la literatura, la pintura, etc., para ilustrar sus tesis, favoreceremos
un enfoque interdisciplinar del androcentrismo; y para concluir, propiciaremos que
el alumnado aprenda a detectar y a someter a crítica los estereotipos de género. En
este sentido, resultan especialmente interesantes el estudio de John Berger Modos de

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ver (2000) sobre la influencia de los modelos iconográficos del arte en la publicidad
y el análisis del tratamiento de la mujer en la pintura contemporánea (Alario, 1997).
Por citar un ejemplo: en los desnudos pictóricos femeninos, la mujer retratada suele
dirigirse con complicidad al espectador del cuadro, normalmente un hombre. Exhibe
su belleza, espera su aprobación, se convierte en «objeto de la mirada masculina». Sus
deseos son los propios de aquel que la contempla y no otros. Su valor también de-
pende de él, porque, al igual que en el Juicio de Paris, sólo es bella la que un hombre
juzga como bella. Los anuncios de desodorantes, geles de baño, etc. siguen mostrán-
donos mujeres sorprendidas en su intimidad que hacen un guiño a la cámara. Ser
mujer continúa siendo ser imagen para otros, ser mujer es aún ser alteridad.
A lo largo de este recorrido por la historia de la filosofía, me he referido pre-
ferentemente a aquellas filósofas que se sirvieron del discurso filosófico para efec-
tuar una crítica de la discriminación por razón del sexo. Sin embargo, han sido
muchas las mujeres que han consagrado su vida a la filosofía, aunque sus teorías
hayan versado sobre cuestiones distintas. Conocer sus nombres es el mejor recurso
para acabar con el tópico de que no existen mujeres filósofas. Por razones de tiempo
y espacio me veo obligada a mencionar solamente alguno de sus nombres, al tiem-
po que invito encarecidamente a la lectura de obras especializadas sobre Hipacia de
Alejandría, Aspasia de Mileto, Madame de Châtelet, Hildegarda de Bingen, etc. (Lo-
renzo 1996; Segura, 1998).

Presente y futuro del feminismo en la filosofía:


igualdad y diferencia
Para concluir, me gustaría dirigir ahora la mirada al presente y al futuro del
feminismo en la filosofía. La pluralidad de enfoques y corrientes que comprende, su
relación con otros movimientos sociales (como sucede con el ecofeminismo [Puleo,
2000]) y la introducción de la perspectiva de género como criterio evaluativo de las
políticas públicas... son algunos de los datos que nos animan a ser optimistas.
La diversidad de enfoques se encuentra siempre en el origen del debate. En los
últimos años ha tenido lugar una polémica entre el feminismo de la igualdad o ilus-
trado –cuya aspiración última es la liberación de mujeres y de hombres de las ata-
duras del sistema de género– y el de la diferencia –que parte, como su nombre
indica de una valoración positiva de la diferencia como constitutiva de la identidad
sexual femenina–.
Ya me he referido a la génesis y contenido teórico del feminismo de la igualdad,
por lo que esbozaré brevemente los rasgos fundamentales del feminismo de la dife-
rencia (Cavana, 1995, pp. 85-118). Luce Irigaray, filósofa y psicoanalista, parte del con-
cepto de diferencia de Deleuze y Derrida, y de su formación en la escuela lacaniana,
para afirmar que lo femenino es pre-edípico y pre-lógico. En su libro Speculum. Espe-
jo del otro sexo (1974) sostiene que los filósofos Platón, Descartes o Kant impusieron
el orden lógico de lo igual, es decir, el pensamiento racional masculino, como un criterio
absoluto, prescindiendo de toda diferencia. Como contrapartida a esta imposición, las

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mujeres deben desarrollar un hablar femenino poético que les identifique, distinto a ese
orden patriarcal que les ha ignorado y que no reconocen como suyo.
Las tesis de Irigaray han dejado su impronta en el pensamiento de la diferencia
sexual de la Librería de Mujeres de Milán, cuyos objetivos son la recuperación del
orden simbólico de la madre y una valoración mayor de las relaciones entre mujeres,
por encima de las reclamaciones políticas de igualdad entre los sexos de las feminis-
tas ilustradas; reclamaciones que desde la diferencia se han considerado baldías,
porque privarían a las mujeres de su identidad sexuada, con el pretexto de homolo-
garlas al modelo masculino.
Por su parte, el feminismo de la igualdad insiste en los peligros inherentes al
esencialismo y recuerda que el discurso legitimador de la diferencia ha sido enarbo-
lado por los hombres para justificar actitudes sexistas y discriminatorias hacia las
mujeres.
En su estudio sobre el feminismo italiano, Luisa Posada Kubissa afirma: «Un
feminismo que marca la diferencia entre los sexos, que “esencializa” a la “mujer” y
que la consagra desde un discurso que se quiere “no racional”, “no logo/andro/falo-
céntrico”, resulta, al menos, paradójico: esto es, afirma la esencia «mujer» por vía de
negación, la convierte en “ser-algo” precisamente a partir de la negación de un dis-
curso masculino del que ya ha sido históricamente negada; la quiere constituir como
“lo que es”, en la medida en la que parte del discurso (perpetuo y masculino) sobre
lo que no-es» (1998, p. 82).
Por otro lado, las teóricas de este feminismo de la igualdad subrayan que la mar-
ginación económica de la mujer (el paro femenino duplica al masculino, no existe de
un reparto equitativo del trabajo doméstico, continúa siendo escasa la presencia de las
mujeres en los cargos de responsabilidad y representatividad política...) exige una res-
puesta política contundente.
Nancy Fraser, en su obra Iustitia interrupta, arbitra un punto de encuentro para
estas dos corrientes del feminismo (políticas de la redistribución y del reconoci-
miento) dentro de la categoría equidad de género y se sirve de los principios sobre
los que se articula esta categoría como parámetros desde los que evaluar la justicia
socioeconómica y cultural de las políticas públicas (1997). En esta misma línea de
consenso, Robin West, en Género y Teoría del Derecho, plantea la necesidad de rea-
lizar una revisión de la Teoría del Derecho que parta de las contradicciones existentes
entre los valores institucionalizados y la subjetividad individual, y para ello compara
la Teoría Liberal y la Teoría Crítica con el Feminismo Cultural y el Radical (2000). Estas
dos últimas obras ponen de manifiesto que la Teoría de Género tiene como vocación
última una transformación de la sociedad actual.
A lo largo de esta exposición he intentado hacer una síntesis de los diferentes
enfoques metodológicos desde los que abordar las relaciones entre las mujeres y la
filosofía para acotar, de alguna manera, mi objeto de estudio. Las polémicas que
suele suscitar el tema de las relaciones entre los sexos ayudarán a que el alumnado
se familiarice con el lenguaje filosófico y, lo que es aún más importante, a que des-
cubra que la filosofía no es algo ajeno a su vida. Esa es la razón de que considere con-
veniente recurrir a la cultura de la imagen para captar la atención y propiciar el
diálogo y la reflexión dentro de las aulas.

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De lo que se trata ahora es de que alumnas y alumnos, profesoras y profesores,


se adhieran a este proyecto crítico y asuman que el compromiso ético con la igualdad
que lo guía se halla imbricado en el proyecto vital de todo ser humano que aspire a
ser libre y a tomar sus propias decisiones, sin necesidad de que se le juzgue por falsos
prejuicios. En definitiva, las mujeres y la filosofía tienen todavía mucho que decir.

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Mujer y ciencia
Núria Solsona
IES Josep Pla (Barcelona)

Las mujeres han sido siempre poseedoras de saber, un saber de vida y para la
vida, un saber que se intercambia, se comparte y ayuda a crecer. Las mujeres con su
sabiduría han contribuido al progreso de la humanidad. Una sabiduría que en conta-
das ocasiones ha coincidido con el saber oficial, pero que en la mayoría de los casos
ha circulado al margen. A pesar de ello, en general, se cree que las mujeres estuvie-
ron siempre alejadas de la construcción del conocimiento.
La realidad actual de la ciencia podría hacernos creer que las relaciones entre
las mujeres y la ciencia ya son «normales». El acceso a la educación científica de las
mujeres, la presencia mayoritaria de estudiantes femeninas en carreras universitarias
en casi todas las facultades y la presencia de algunas mujeres en los equipos de in-
vestigación universitaria podrían hacer pensar que estamos cerca de una situación de
equiparación entre hombres y mujeres en el campo de las ciencias. No obstante, al-
gunos indicadores muestran que el problema se ubica en otra parte, a pesar del
incremento numérico de mujeres en las actividades científicas. Si observamos con
atención, podemos ver las situaciones paradójicas y contradictorias que acarrea para
las mujeres la igualdad formal. El porcentaje de mujeres investigadoras en Europa es
del 23%, pero el de catedráticas de universidad es del 5%. En España, ya en el primer
tercio del siglo XX, las mujeres hicieron aportaciones importantes en el ámbito de la
física y de la química (Magallón, 1998). Pero, durante años, las investigadoras, con
formación comparable a la de sus colegas hombres y con los mismos intereses de
investigación, no han dirigido ningún centro de investigación (Santesmases, 2000).
Las mujeres trabajan en los laboratorios científicos, pero raramente dirigen o plani-
fican la investigación.
En nuestro país, se ha conseguido la igualdad legal en el acceso global a la
educación y los resultados académicos de las chicas son superiores a los de los chi-
cos. Pero sabemos que las mismas oportunidades educativas no significan las mis-
mas oportunidades sociales. El sexismo es un problema educativo doble: por una
parte, es un problema de desigualdad social, en la medida que un grupo social (las

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chicas) encuentran límites, no formales pero sí reales, a sus oportunidades de acce-


so a determinados estudios. Un ejemplo podría ser la segregación a la hora de cursar
los bachilleratos científico y científico-tecnológico. Un promedio de una o dos chi-
cas por curso en el bachillerato tecnológico frente al cincuenta por ciento o más de
chicas en el bachillerato científico. Por otra parte, el sexismo es un problema de je-
rarquía cultural, ya que la sociedad y el sistema educativo priorizan el conocimiento
y la experiencia masculinas y descalifican el conocimiento y la experiencia femeni-
nas (Tomé, 2001).
Hasta hoy, las reflexiones feministas sobre las clases de ciencias experimentales
han pasado por distintas etapas. Para decirlo de una forma rápida, empezamos con la
denuncia de las manifestaciones del sexismo en la enseñanza de las ciencias. En un
primer momento, para poder diagnosticar la situación, elaboramos unos indicadores
para poner en evidencia las discriminaciones sexistas en las clases de ciencias. Des-
cribimos las dimensiones explicativas del sesgo sexista en las clases de ciencias expe-
rimentales que se refieren tanto al currículum explícito como al currículum oculto
que está presente, de forma implícita, en las actividades de enseñanza (Fernández y
otros, 1995). Para ello examinamos las dimensiones de la relación entre las mujeres y
el aprendizaje científico que son relevantes para el análisis de la enseñanza de las
ciencias desde una perspectiva coeducativa. Entre ellas, destacamos el concepto de cien-
cia del alumnado, del profesorado y el que se encuentra implícito en los libros de
texto. El carácter androcéntrico de los libros de texto se localiza tanto en el conteni-
do como en el lenguaje, las ilustraciones y los personajes presentes en los mismos. Por
último, citamos entre los ámbitos de exploración la interacción del profesorado y del
alumnado y las expectativas del profesorado y del alumnado respecto a su futuro.

La ciencia, una actividad humana


La ciencia en la actualidad se considera el saber establecido e indiscutible, pero
no siempre fue así. Las primeras formas de saber se agruparon en torno a la filosofía
y posteriormente se fueron configurando diferentes tradiciones y prácticas. Algunas
tradiciones que podemos relacionar con la actividad científica como la alquimia, la
neumática, la fabricación de tintes, fármacos, adobes o explosivos, entre otros, se fue-
ron agrupando y reorganizando para dar lugar a las actuales disciplinas científicas. En
la categorización arbitraria de los saberes occidentales bajo el concepto de ciencia
quedaron excluidos los saberes relativos a la agricultura, el tinte, la alimentación y la
costura, entre otros, en los que la presencia de la mujer ha sido y es importante.
La historia ha conferido validez cultural a la mayoría de los esfuerzos intelec-
tuales que han sido históricamente del dominio de los hombres. La construcción de
la ciencia moderna se basó en una epistemología positivista que postulaba la objeti-
vidad absoluta, la neutralidad axiológica y la voluntad de independencia respecto al
contexto social e histórico. La ciencia, entendida como el saber por antonomasia, se
basa en un ideal particular de masculinidad. En cuanto a los métodos de análisis, la
ciencia moderna se identifica con la concepción filosófica dualista del universo según
la cual todo está bajo el dominio de dos principios originarios, antagónicos e irre-

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ductibles entre ellos. Así se razona de acuerdo con unos hábitos dicotómicos entre lo
cognitivo y lo afectivo, entre lo masculino y lo femenino, que permean la forma de
percibir y pensar el mundo, la forma de conceptualizar y de establecer los principios
lógicos. La forma de pensamiento etnocéntrica y dicotómica convierte la diferencia
en dicotomía.
La reflexión introducida por las corrientes críticas de la filosofía de la ciencia se-
ñala que la ciencia es una actividad humana, cuyo objetivo es la transformación del
mundo, y que tiene mucho en común con otras actividades humanas. La actividad
científica la protagoniza la comunidad científica, un grupo disciplinar que configura
las representaciones del mundo que se validan por los procedimientos experimentales
aceptados por el propio grupo. Dos ideas fundamentales de la ciencia, como la racio-
nalidad y la objetividad, han sufrido grandes transformaciones durante el siglo XX. La
idea de objetividad ha sido cuestionada, ya que cualquier observación es intrínseca-
mente subjetiva y depende de los valores de la persona observadora y de la teoría en
que se basa. El concepto de racionalidad entendido como la sistematización de enun-
ciados fundamentados y contrastables ha cambiado. Los nuevos modelos de ciencia se
refieren a la racionalidad moderada, contextual e hipotética para explicar cómo im-
pulsa la comunidad científica el proceso de creación científica (Chalmers, 1992). La
nueva racionalidad destaca el aspecto humano, tentativo y constructivo de las ciencias.
Por ello la identificación de la lógica con la racionalidad es cada día más problemática.
La racionalidad ha dejado de ser categórica y ha pasado a ser hipotética (Izquierdo,
1995). Habitualmente se cree que la metodología científica consiste en buscar leyes
que sean generalizaciones universales, pero hoy está claro que hay una relación es-
trecha entre el conocimiento observacional y el conocimiento teórico.
Estos cambios han hecho evolucionar la ciencia desde la «verdad absoluta» que
podía explicar los fenómenos, de finales del siglo XIX, a la consideración de que hoy
la ciencia es una categoría construida socialmente, un producto humano construido
de una forma determinada y con un nivel de rigor. El feminismo ha añadido al aná-
lisis crítico de la ciencia la importancia de la masculinidad que impregna la actividad
científica y que condiciona los problemas de la ciencia, los resultados que son fiables
y aprovechables, los datos que son significativos y las explicaciones satisfactorias de
un determinado problema (Keller, 1985). En consecuencia, para analizar la relación
entre las mujeres y la ciencia no podemos limitarnos a los aspectos periféricos de
la ciencia, a sus usos y aplicaciones, sino que debemos analizar el núcleo central de la
ciencia, es decir, la forma en que ésta ha sido construida.
La imagen o modelo de ciencia de la mayoría de la población no coincide con
la reflexión que proviene de las corrientes críticas de la filosofía de la ciencia. Pre-
domina un modelo estereotipado que concibe la ciencia como la búsqueda de la
verdad objetiva sobre el mundo físico con una visión androcéntrica, positivista y mis-
tificada de la ciencia, donde el hombre es el conquistador y controlador de la natu-
raleza. Sin embargo, el azar y la probabilidad juegan un papel importante en la
construcción de la explicación de aquellos fenómenos que la propia ciencia considera
que son científicos.
El modelo de ciencia del profesorado de ciencias experimentales que reflejamos
en nuestra intervención docente, de forma implícita, está dominado por una visión

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androcéntrica, positivista y cuantificadora de los fenómenos. La visión neutral y su-


puestamente objetiva del profesorado sobre la ciencia tiene mucha importancia, al
inicio de la educación secundaria obligatoria, a los 12 años. Los niños y las niñas
empiezan a construir de una manera más formal un concepto de ciencia que hasta
entonces tenían de una manera muy incipiente. Ellas y ellos tienen una visión muy
atomizada de la ciencia que identifican con los experimentos, con un grupo de fenó-
menos específico, por ejemplo, el Universo o las rocas, en función de los temas que
han trabajado en el aprendizaje escolar previo. A partir de esta edad establecen re-
laciones entre los fenómenos e intuyen que hay unas ideas, unas teorías, que se
relacionan entre ellas (Solsona, 1998). Hoy nadie debería poner en duda que el cono-
cimiento científico se construye mediante procesos sociales y está impregnado de
valores personales, pero el resultado de los estudios sociales de la ciencia sigue teniendo
poco impacto sobre la forma de pensar de la mayoría de la población.
Para comprender la construcción del conocimiento científico a lo largo de la
historia, debemos situarnos en la perspectiva de la lógica de la complejidad. La com-
prensión de los datos relativos a la producción de conocimiento sólo es pertinente si
se movilizan los conocimientos de conjunto que disponemos, entre ellos, la discrimi-
nación sexista como categoría de análisis (Solsona, 1999a). Esta lógica propone prestar
atención a las dimensiones personales, emocionales y sexuales de la construcción y a
la aceptación de las afirmaciones del conocimiento científico. La ciencia debe incor-
porar el saber y la autoridad de las mujeres junto con la revisión de los conceptos
centrales que la organizan.

Las científicas y sus historias


La reconstrucción de la historia de las científicas es un eslabón importante de
la relación entre las mujeres y el conocimiento a lo largo de la historia. Los esfuerzos
realizados por los diferentes grupos sociales para elaborar explicaciones y construir
conjuntos integrados de conocimientos han tenido orientaciones y resultados dife-
rentes según las épocas históricas. Conocer y profundizar en la historia de la ciencia
es una necesidad, dado que la historia se utiliza para legitimar la situación actual y
para defender o negar la legitimidad de los cambios sociales. Para reconstruir la his-
toria de las científicas hay que trabajar con una noción extensa de la historia de la
ciencia, entendida como reflexión sobre las formas y las mediaciones simbólicas que
hacen referencia a mujeres que han dejado huella de su pensamiento y de su acción
en los diversos campos de la ciencia.
La mayoría de los manuales de historia de la ciencia del siglo XX citan a María
Sklodowska (Mm. Curie) como la única científica importante en la historia de la
ciencia. Difícilmente mencionan a otra científica. Reconstruir la genealogía de las
científicas significa realizar un trabajo de recuperación de espacios de libertad fe-
menina. Para ello, un concepto fundamental para valorar las aportaciones de las
científicas es el de la práctica de la autoridad de las mujeres (Arendt, 1996) a lo largo
de la historia. La práctica de la autoridad femenina debe ser entendida como media-
ción, es decir, como capacidad para hacer crecer. Este concepto de autoridad fue el

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que practicaron las filósofas griegas del siglo IV antes de nuestra era, la matemáti-
ca Hipacia de Alejandría, en el siglo III, alquimistas como Marie Meurdrac, monjas
anónimas boticarias, curanderas que fueron acusadas de brujas… Posteriormente, en
el proceso de construcción de la ciencia moderna, científicas como Margaret Ca-
vendish, Emilie du Châtelet o Marie le Jars de Gournay y divulgadoras científicas
como Jane Marcet, se identificaron con una autoridad científica femenina que se di-
rigía a aquellas personas que querían adquirir nuevos conocimientos científicos
(Solsona, 1997).
La autoridad como categoría de análisis permite reflexionar con mayor com-
plejidad sobre el trabajo de recuperación de las aportaciones que las científicas hicie-
ron al conocimiento a lo largo de la historia. La mayoría de las científicas o filósofas
fueron mujeres con autoridad en su época, pero estuvieron sometidas a mecanismos
de desautorización social que las llevaron al anonimato, a la desaparición o infrava-
loración de su obra o a lo que todavía es más peligroso, a la falta de legitimidad de
su producción científica. Por ejemplo, Hildegarda de Bingen fue consultada por las
autoridades civiles y eclesiásticas de su época. Sin embargo, hoy se conoce de ella
sólo la faceta mística que le sirvió para afirmar su autoridad. Todavía no conocemos
un estudio sobre su visión de la ciencia medieval.
Para entender la práctica de la autoridad científica femenina es de interés el
análisis de la presencia de las mujeres en las distintas tradiciones en que estaba or-
ganizado el conocimiento anteriormente al nacimiento de la ciencia moderna y de
los conflictos de autoridad que se plantearon durante la emergencia de la ciencia
moderna y su paso a actividad profesional. Estos conflictos quedaron reflejados en la
práctica científica de las mujeres, en la configuración de las instituciones científicas
y en la autoría de las publicaciones.
Las huellas que han dejado las científicas han sido filtradas por la mirada de los
hombres que han escrito la historia. Si su acceso al conocimiento y a la ciencia ha
sido difícil, cuando no prohibido en la mayoría de las épocas históricas, más difícil es
aún recuperar sus huellas. Para ello hay que partir de una posición crítica de la con-
cepción androcéntrica de la razón, dominante en la historia de la ciencia. Un proble-
ma que se plantea al intentar recuperar las palabras de las científicas es el enfoque
historiográfico de la historia de la ciencia. Las mujeres no han participado de forma
significativa, a lo largo de la historia, en los mismos espacios que los hombres. Por
ello, no se pueden utilizar los mismos criterios de análisis para valorar la contribución
de las mujeres a la historia de la ciencia. Un enfoque historiográfico que destaque
únicamente la historia de los grandes personajes presenta dos problemas.
. El primer problema reside en que sólo permite recuperar la historia de las
científicas excepcionales. Deja a las mujeres sin una tradición científica
donde insertarnos a lo largo de la historia y nos lleva a una experiencia pre-
sente donde las científicas no tienen pasado, donde siempre hay que empezar
de nuevo.
. El segundo problema de este enfoque historiográfico es que resulta muy
difícil conceder valor científico a las autoras anónimas de la tradición al-
química, a las monjas, a las comadronas, a las boticarias, a las brujas, etc.
(Solsona, 1997).

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Esto plantea la necesidad de trabajar con un concepto de ciencia que incluya la


filosofía, el conocimiento tecnocientífico y los conocimientos asociados a las activi-
dades artesanas. Un concepto más amplio de ciencia, que incluya las acciones de las
mujeres, a pesar de que hubieran sido borradas, para recuperar la palabra de las cien-
tíficas y de las tradiciones en las que han participado.
El análisis de la experiencia de las científicas en los distintos períodos históricos
no puede ser abordado con los conceptos de nuestro siglo. Las palabras escritas por
ellas no pueden adquirir significado calificando a sus autoras simplemente de histé-
ricas, extravagantes o locas. Hay que vencer las murallas de los siglos dejando atrás
el sentimiento de superioridad del nuestro y tratando de comprender el suyo. Es
necesario resituar las palabras en su mundo, en su cultura femenina, para contex-
tualizarlas. Sin este trabajo es imposible recuperar el significado de los textos para
que puedan responder a las preguntas que les planteamos. Nos interesa detectar en qué
momento surgen nuevas formas de lenguaje y de representación, como por ejemplo
las místicas en la Edad Media europea, en la tradición alquimista o en el nacimien-
to de la ciencia moderna.
María Sklodowska (Mm. Curie), la científica paradigmática de todos los tiempos
e incluso hasta recientemente, la única científica conocida en ambientes no científi-
cos, concedió mucha importancia a la autoridad científica femenina entendida como
mediación. En su trayectoria profesional prestó atención a la comunicación de los
conocimientos, no únicamente entre los especialistas, y contribuyó a su difusión social.
Esta difusión ponía al alcance de todo el mundo la idea de que la ciencia no es una
construcción perfecta, sólida y definitiva. Todas las explicaciones científicas son sus-
ceptibles de revisión, y a veces incluso rechazables, aunque siempre son orientadoras
de la tarea humana de intentar explicar el mundo. María Sklodowska era una gran
comunicadora, se expresaba en muchas lenguas, según el público al que se dirigía. Su
capacidad comunicativa y expresiva le concedieron autoridad y el reconocimiento
de su trabajo y de su compromiso social, mediante los dos premios Nobel, en vida.
Una autoridad que, de manera excepcional en su caso, fue consagrada por la histo-
ria de la ciencia.
Las científicas que han recuperado su espacio en la historia del conocimiento lo
han hecho en un primer momento en círculos reducidos y posteriormente en los
ambientes académicos. De algunas científicas hemos recuperado su vida, su voz, sus
palabras y su mirada, que no siempre coinciden con lo que se consideraba hacer cien-
cia en cada momento histórico. Finalmente, ha sido necesaria la incorporación de la
reflexión sobre las formas y las mediaciones simbólicas que hacen referencia a las
mujeres que han dejado huella de su pensamiento y de su acción en los diversos cam-
pos de la ciencia. La fortuna de cada científica ha sido desigual. Emilie Tonnelier du
Breteuil, conocida como Mm. du Châtelet, hoy es considerada una figura paradig-
mática de la Ilustración francesa y sus textos son objeto de análisis por los expertos
en historia de la ciencia. Otras científicas, como Laura Basi, siguen siendo ignoradas.
Los motivos son diferentes en cada caso: de algunas sus padres, hermanos, maridos
o colegas se apropiaron de su trabajo y ha sido imposible hasta hoy identificar su
autoría. Otras intervinieron en campos que han quedado fuera de la consideración de
ciencia actual o bien se han recuperado muy tardíamente, como las alquimistas.

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De las autoras que entendieron la autoridad científica como mediación, apren-


dí la necesidad de abordar la relación entre el conocimiento científico y los saberes
femeninos. Rosa Sensat y su libro Les Ciències en la vida de la llar (1923) es un re-
ferente de la historia más cercana y una mentora involuntaria de mis reflexiones.
Para escribir el libro Rosa Sensat tuvo que dejar atrás el artículo 52 del Derecho Civil
español que prohibía «a la mujer publicar escritos ni obras científicas ni literarias de
que fuere autora o traductora, sin licencia de su marido, o en su defecto sin autori-
zación judicial competente». La voz femenina de Rosa Sensat conquistó un espacio
ocupado hasta entonces por voces masculinas. A partir de su visita a las escuelas
europeas de economía doméstica, escribió el libro pensando en las amas de casa
como un paso más en la dignificación de su tarea.
En anteriores estudios (Solsona, 1999b y 1999c) intenté acercarme a las posi-
ciones epistemológicas de Rosa Sensat. En mi análisis de las aportaciones de la autora
desde la perspectiva de la divulgación científica señalé que su libro Les Ciències en
la vida de la llar1 estaba dirigido a las amas de casa y formaba parte de las iniciativas
del feminismo burgués catalán de principios de siglo para dar formación científica a
las mujeres. Rosa Sensat incide en la búsqueda de la posible racionalidad del conoci-
miento de las amas de casa. Para entender sus palabras hay que considerar su doble
vertiente de pedagoga y ama de casa. Como pedagoga con inquietudes científicas es
conocedora de los fundamentos del conocimiento científico, pero al mismo tiempo,
en tanto que ama de casa, tiene en mente los saberes propios de las amas de casa.
En su libro, después de unas lecciones de introducción de algunos conceptos y ma-
teriales científicos básicos, opta por ir planteando algunos temas domésticos como el
color de los vestidos, el tinte de la ropa, la limpieza de la ropa blanca, etc. y propo-
ne los conceptos y los experimentos para comprender la explicación científica de los
temas domésticos.
En el prólogo de Les Ciències en la vida de la llar, Rosa Sensat establece una
relación «entre la observación de la Naturaleza y el conocimiento de los grandes
hechos que revelan las leyes de la vida» (Rosa Sensat, 1923, p. 5). La autora habla de
«ennoblecer las funciones domésticas, quitándoles el descrédito en el que habían
caído injustamente, y considerándolas derivadas de la misma ciencia» (Rosa Sensat,
1923, p. 7). Plantea implícitamente una original visión de los conocimientos necesa-
rios para el funcionamiento de la sociedad cuando cita «el cierto simbolismo que
parece dar a entender que en los Estados Unidos establecen, al lado de cada escuela
industrial y técnica, una escuela de trabajos femeninos que se llama de Ciencias y
Artes domésticas (Rosa Sensat, 1923, p. 7).
Rosa Sensat habla del antagonismo que se ha establecido entre «la mujer inte-
lectual como un ser superior, lleno de ciencia y espiritualidad, pero incapaz de des-
cender al realismo de las tareas domésticas» y «el ama de casa, presentada como un
ser vulgar, sin ideales, que siempre sabe suficientemente las rutinarias y monótonas
funciones que debe ejercer» (Rosa Sensat, 1923, p. 6). Ella no comparte la oposición
entre mujer instruida y ama de casa y cree que «hay que refundirlas, considerando la

1. En castellano, Las Ciencias en la vida del hogar.

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primera como condición de la segunda». Rosa Sensat defiende la relación existente


entre las tareas domésticas y los principios científicos: «La economía doméstica
como conjunto de prácticas caseras transmitidas de madres a hijas, recogidas como
recetas en un libro para las chicas para que las aprendan, ha desaparecido para dar
paso a un nuevo concepto de economía doméstica, donde las lecciones de cocina tie-
nen como preparación los trabajos de laboratorio y las tareas domésticas se funda-
mentan, en general, en principios científicos» (Rosa Sensat, 1923, p. 8). Rosa Sensat,
en su visita a las escuelas europeas, recoge la preocupación existente entre las direc-
toras de los establecimientos de educación femenina sobre la manera de relacionar
las ciencias físicas y naturales con la práctica de las tareas del hogar: «el alumno que
estudia a distintas horas, con profesores diferentes, no sabe ver la relación y la de-
pendencia que existe entre ellas, no sabe encontrar el punto de contacto o de pene-
tración del principio científico con la regla de vida práctica. Las profesoras de estas
escuelas lo lamentaban, atribuyéndolo a la falta de obras de ciencias inspiradas en este
sentido realista y de aplicación» (Rosa Sensat, 1923, p. 9).
El problema de la relación entre las ciencias físicas y las tareas del hogar tam-
poco hoy está resuelto, esresuelto. Es más, podríamos afirmar que en la mayoría
de las instancias educativas ni siquiera está planteado. Sensat plantea la necesidad de
obras de ciencias «con sentido realista y de aplicación», para desmarcarse de una
propuesta de ciencia pura que era la tradicional en su época. También señala que su
libro no «seguirá el orden general adoptado en la enseñanza de estas ciencias (físi-
cas y naturales) puesto que no estaría de acuerdo con el carácter de aplicación que
debe tener».
En un primer análisis del libro Les Ciències en la vida de la llar (Solsona, 1999b),
mi preocupación principal era comprobar la coincidencia entre los temas domésticos
y los fenómenos científicos. En consecuencia olvidé reseñar los conocimientos que
Rosa Sensat cita como propios de las amas de casa. La autora habla a menudo en pri-
mera persona de plural: «Cojamos esta pastilla (de mantequilla) y poniéndola en una
cazuela o en una sartén, la acercamos al fuego. Pronto se deshará, se disgrega y
pierde su forma». Rosa Sensat habla de nosaltres (nosotros) que en catalán indica
tanto el femenino plural como el masculino plural. Y va enumerando a lo largo de los
capítulos «lo que ya saben y conocen las amas de casa». Rosa Sensat identifica un
corpus de conocimientos propios de las amas de casa que en su día fueron objeto de
estudio de la economía doméstica que hoy hemos convenido en llamar conocimien-
to doméstico (Rambla y Tomé, 1998; Solsona, 2000) o saberes femeninos.

Volver a pensar los contenidos escolares


En los estudios realizados por el Seminario de Coeducación del ICE de la Uni-
versidad Autónoma de Barcelona (UAB) se ha detectado la riqueza de los contenidos
incluidos en el conocimiento doméstico y su proximidad con algunos de los conteni-
dos escolares. Se estableció así el potencial pedagógico del conocimiento doméstico
y la posibilidad de utilizarlo como recurso educativo por todos los agentes sociales
implicados en la educación. Se identificó la relación interactiva entre el currículum

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escolar y el conocimiento cotidiano. El currículum escolar es el subconjunto de co-


nocimientos que son objeto de aprendizaje en la institución educativa y que habi-
tualmente se presentan sin demasiada conexión con el conocimiento cotidiano. El
conocimiento escolar hoy tendría que incluir todas las acciones relacionadas con
la construcción de los distintos saberes, es decir, todos los esfuerzos realizados por
los diferentes grupos sociales para elaborar explicaciones de los fenómenos y no sólo
las acciones realizadas por la comunidad filosófica o científica que han tenido el mo-
nopolio de la construcción del conocimiento académico.
Los contenidos escolares habitualmente se presentan sin demasiada conexión
con los conocimientos necesarios para la vida. El conocimiento escolar tradicional no
ha tenido en consideración las actividades de la vida cotidiana, especialmente aque-
llas que son indispensables para el mantenimiento de la sociedad y que han sido y son
responsabilidad de las mujeres. Las mujeres han sido siempre educadoras y siguen ha-
ciéndolo fuera del ámbito reglado. «Ellas saben cómo educan, cuentan, además, con
sus propias experiencias como hijas, nietas y como madres, saben qué necesidades y
deseos tienen, les gusta hablar de sus hijas e hijos, de sus cosas, de lo que viven a dia-
rio, de lo real e imaginario de sus vidas, de la vida de cada una de ellas» (Tomé, 1999).
Para volver a pensar los contenidos escolares hay que tener en cuenta la experiencia
y los conocimientos de las mujeres en los procesos de socialización y educación.
El conocimiento escolar debe ayudar a la construcción de nuevas identidades fe-
meninas y masculinas que no se identifiquen con las tradicionales. Los modelos social-
mente aceptados de masculinidad y feminidad corresponden a unos estereotipos que
atribuyen de manera exclusiva al sexo femenino la realización de las tareas domésticas
y de atención y cuidado de las personas. Para abordar una educación científica no
discriminatoria, más allá de la supuesta igualdad formal, debemos volver a pensar los
contenidos escolares. Éstos deben incluir los saberes femeninos relacionados con la
atención y el cuidado de las personas, es decir, todos los saberes relacionados con la or-
ganización del hogar, la limpieza, la cocina, etc., es decir, los saberes que son indis-
pensables para el buen funcionamiento y el desarrollo de la vida de las personas.
En mi itinerario profesional, confluyeron las reflexiones sobre la autoridad cien-
tífica femenina a lo largo de la historia con la reflexión didáctica, como profesora
de aula, y el trabajo realizado con las madres y el Seminario de Coeducación del ICE de
la UAB. De ahí surgió la necesidad de volver a pensar sobre los contenidos escolares.
Hasta este momento mi intervención educativa había tenido un carácter puntual
modificando el lenguaje, las ilustraciones, los ejemplos, las interacciones en el aula,
buscando otros contextos de aprendizaje... Para volver a pensar los contenidos esco-
lares en la enseñanza secundaria obligatoria es necesario reflexionar sobre la pre-
sencia de los saberes femeninos en las distintas áreas del currículum. Para incluir en
mis propuestas docentes esta perspectiva fue necesaria la conexión entre el cono-
cimiento científico y los saberes femeninos. La propuesta de iniciación a la química
en el contexto culinario (Solsona, 2001a y 2001b) ha sido una oportunidad de co-
nectar mi experiencia culinaria cotidiana y la de mi alumnado con la enseñanza de la
química. En la química de la cocina se realizan un conjunto de actividades que
consisten en preparar en clase desayunos y meriendas, mermeladas, gelatinas y hela-
dos, en quemar azúcar, hacer pasteles, etc. en lugar de estudiar los ejemplos de mez-

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clas, disoluciones y reacciones químicas que proponen los libros de texto. Los ejem-
plos propuestos en los materiales curriculares son habitualmente ejemplos de labo-
ratorio. Uno de los ejemplos más frecuentes de mezcla y de reacción química es el del
azufre con las limaduras de hierro: un ejemplo que el alumnado nunca utilizará fuera
del contexto del laboratorio. En el estudio de la química de la cocina trabajamos con
los ejemplos sugeridos por el alumnado. En el caso de las mezclas y disoluciones acos-
tumbran a ser meriendas de galletas con chocolate y leche con chocolate en polvo.
Al utilizar ejemplos culinarios, se aprovecha la experiencia previa que tiene en pre-
pararse su merienda, o bien en fabricar un pastel, en el caso de la reacción química.
Es cierto que el conocimiento previo es superior en las chicas que en los chicos y es
una buena oportunidad para manifestarlo.
La intervención educativa centrada en la química de la cocina intenta de una
manera consciente conceptualizar los saberes femeninos y dar autoridad e impor-
tancia a la diferencia femenina. En general, las personas no aprendemos solas sino
que lo hacemos integradas en un contexto social del que extraemos nuestra expe-
riencia previa y que da sentido a lo que aprendemos. El conocimiento humano es un
conocimiento contextualizado. Las estructuras de conocimiento se originan y aplican
en contextos de experiencia concretos. El contexto en el que está arraigada cualquier
actividad humana está configurado por una red de relaciones que dan significado a
la acción. El contexto marca o sitúa el conocimiento que se produce y señala la im-
portancia de la construcción de un contexto adecuado que facilite la posterior apli-
cación del conocimiento construido. Desde esta perspectiva, el contexto culinario
funciona mejor como contexto social de aprendizaje que el contexto de laboratorio.
Con la química de la cocina empecé a experimentar en el aula unas actividades
que reunían mis prácticas, mis deseos, mis acciones, mis pensamientos y mis palabras
de mujer. El objetivo de esta intervención educativa es dar dignidad científica, dig-
nidad de saber, al conocimiento de las amas de casa, considerándolo como una forma
de conocimiento. Además, permite que circulen los saberes de nuestras alumnas, de
sus madres, de sus abuelas y de nuestras compañeras.

Orientaciones para la práctica educativa


Nos queda mucho por hacer en el campo de las ciencias experimentales para con-
seguir una educación no sexista. Sin embargo, no es posible dar unas orientaciones ge-
nerales para el trabajo en el aula que sean útiles para la mayoría. Dado que cada
proceso escolar es diferente, no se puede adoptar una posición reduccionista ni simpli-
ficadora. Debemos abordar la realidad educativa desde la perspectiva de la complejidad
y buscar nuevas relaciones con la comunidad educativa, especialmente con nuestras
colegas, con el alumnado y con sus familias. Sabemos que nos encontraremos con
prácticas educativas muy diferentes con intercambios educativos desiguales.
En primer lugar, el profesorado debe volver a pensar sobre el concepto andro-
céntrico de ciencia que hemos adquirido por tradición en nuestra formación cientí-
fica. Nadie debería ser indiferente a la consideración de que la ciencia es el resultado
de una actividad humana realizada por la comunidad científica, en la que los prota-

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gonistas han sido hombres, blancos y europeos. Para avanzar en la construcción de


saberes científicos sin la atribución de masculinidad que hoy comportan, hay que
reconocer que la ciencia incluye una serie de hábitos que se detectan a través de la
mirada femenina. Además, en clase no trabajamos con la ciencia con mayúsculas, ni
con las últimas aportaciones de la investigación científica, sino que trabajamos con la
ciencia escolar, que es el resultado de la transposición didáctica que efectúa el profe-
sorado, de una manera adecuada al nivel de desarrollo y a los conocimientos adquiri-
dos por nuestro alumnado. En consecuencia, es difícil defender que haya que trabajar
indiscutiblemente con unos conceptos, unos fenómenos y unas teorías científicas que
además han sido fijadas por la tradición académica. Una de las dificultades para pen-
sar y cambiar la realidad educativa en la clase de ciencias tiene su origen en el hecho
de no disponer de un saber científico construido que incluya la experiencia y el saber
de las mujeres. Poco a poco, podemos ir trabajando con un saber diferente del que ha
sido tradicional en los libros de texto y en los currículos escolares.
El reconocimiento de la práctica de la autoridad científica femenina obliga a
modificar la visión tradicional de la ciencia escolar, tanto en el profesorado como en
el alumnado. Valorar y recuperar la autoridad científica de las mujeres a lo largo de la
historia en las propuestas didácticas permite trabajar con un modelo diferente de
ciencia y sirve como modelo de identificación y referencia para las chicas que luego
quieran cursar estudios superiores de ciencias. Además, podemos contribuir a cam-
biar la jerarquía cultural en el sistema educativo con la incorporación de los saberes
femeninos a los contenidos disciplinares que se consideran objeto de aprendizaje. Un
ejemplo es el de la química de la cocina, pero debemos seguir profundizando en las
relaciones entre el conocimiento doméstico y el conocimiento científico. La integra-
ción de los saberes femeninos nos permitirá trabajar con un concepto de ciencia dife-
rente al de la ciencia neutra y objetiva que ha sido tradicional y avanzar en la revisión
de los contenidos escolares.
A lo largo de este capítulo he ido señalando las dimensiones que permiten diag-
nosticar el sexismo en las clases de ciencias. No podemos afirmar sin embargo que
estos indicadores para analizar la existencia de situaciones discriminatorias den
resultados satisfactorios en la mayoría de situaciones. Nuestra intervención en el aula
debe continuar también centrada en la revisión de los libros de texto, en el lenguaje,
en la organización de las aulas y los laboratorios, etc. Nos queda aún mucho por
hacer en este terreno.

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II. Las mujeres en los escenarios


del discurso
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Lenguaje, interacción y diferencia


sexual
Amparo Tusón Valls
Departamento de Filología Española
Universitat Autònoma de Barcelona

Cada vez son más abundantes los estudios que abordan las relaciones entre los
usos lingüísticos y las diferencias sexuales. La antropología lingüística, la sociolin-
güística, la nueva dialectología y lo que en el ámbito anglosajón se denomina la
lingüística feminista llevan varias décadas aportando datos que muestran cómo
hombres y mujeres se construyen y se manifiestan de forma diferente en cuanto a la
manera de utilizar las lenguas; asimismo, se están desvelando los usos sexistas de las
lenguas y proponiendo formas de uso que permitan nombrar a las mujeres.
Los principales ejes que han promovido la investigación en torno a la diversi-
dad lingüística ligada a la diferencia sexual han sido las diferencias en la adquisición
lingüística según el sexo; las formas de transmisión cultural y, especialmente, la ad-
quisición y el desarrollo de la competencia comunicativa en niños y niñas, chicos y
chicas. En este sentido resulta de gran interés la consulta de los diferentes trabajos
que aparecen en la obra coordinada por B. Schieffelin y E. Ochs (1986).
Desde la perspectiva lingüístico-discursiva, los primeros trabajos sobre la diver-
sidad lingüística y la diferencia sexual que han tenido un gran impacto y se han con-
vertido en referencia obligada son los de R. Lakoff (1975) y D. Tannen (1982, 1986,
1990, 1993 y 1994). Para una exposición más detallada de los inicios de la investiga-
ción en torno a las hablas «femeninas» y «masculinas», se pueden consultar los trabajos
de D. Maltz y R. Borker (1982), I. Lozano Domingo (1995) y L. Martín Rojo (1996). Para
conocer la opinión de lingüistas y gramáticos en lo que se refiere al habla de las mu-
jeres, véase el capítulo tercero de la obra ya citada de I. Lozano Domingo, así como
el libro de M. Yaguello (1978). Desde la perspectiva del análisis crítico del discurso,
véanse los trabajos que aparecen en la obra de Wodak (1997).
Otra línea de investigación, muy ligada a la elaboración de un pensamiento y
una acción no sexista, es la que intenta descubrir la manera como las lenguas –es

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decir, quienes hacen y usan las lenguas– «tratan» o representan a los dos grupos
sexuales. Básicamente esos estudios se han interesado por dos fenómenos:
. Por una parte, desde el punto de vista morfológico, se han analizado los
usos de los géneros gramaticales, por ejemplo, el uso del masculino singular
en sentido genérico o del masculino plural como la forma que incluye per-
sonas de ambos sexos, o el cambio de significado del femenino respecto del
masculino (p. ej. hombre público, mujer pública, o los nombres que indican
profesiones hasta hace poco típicamente masculinas y la resistencia de al-
gunos a utilizar el femenino –médica, catedrática, jueza– para indicar a la
mujer que ejerce como tal y no la esposa del hombre que la ejerce).
. Por otra parte, desde el punto de vista léxico, se han analizado definiciones de
diccionario y el vocabulario asociado prototípicamente –o estereotípicamen-
te– a las características masculinas y femeninas. Para estos tipos de análisis,
es indispensable la consulta del trabajo de A. García Messeguer (1988, 1994).

Los estudios realizados en ese sentido se han aplicado al ámbito educativo,


donde también se han llevado a cabo investigaciones muy interesantes en las que se
analiza la manera como la institución escolar transmite, entre otros «valores» cultu-
rales, actitudes y «valores» sexistas. Sobre este tema se pueden consultar, entre otros,
los trabajos de M. Subirats y su equipo (M. Subirats y C. Brullet, 1988; M. Subirats y
A. Tomé, 1992; X. Bonal, 1993), los de A.V. Català Gonzálvez y E. García Pascual
(1989), la monografía del núm. 16 de la revista Signos. Teoría y Práctica de la Edu-
cación (1995), donde se pueden encontrar artículos de M. Subirats, M. Yaguello, L.
Martín Rojo, D. Maltz y R. Borker, X. Bonal y A. Tomé; la monografía sobre «Lengua y
diferencia sexual», aparecida en el número 28 de la revista Textos de Didáctica de
la Lengua y de la Literatura (2001), las monografías de Aula de Innovación Educati-
va sobre «La escuela coeducativa» (n. 21, 1993) y «Valores escolares y educación para
la ciudadanía» (n. 88, 2000), así como los trabajos que aparecen en la compilación
coordinada por C. Lomas (1999)1.
En este capítulo propongo un acercamiento a alguno de los aspectos en que se
manifiesta esa relación entre diversidad lingüística y diferencia sexual. Por una parte,
se plantea la diferencia en los estilos discursivos femenino y masculino. En segundo
lugar, se presentan algunas de las posibilidades que ofrece la propia lengua (en este
caso la lengua española) para nombrar a hombres y a mujeres y se muestran ejem-
plos de las resistencias que ciertos cambios producen. Se trata, en definitiva, de mos-
trar que los cambios sociales y los usos lingüísticos están relacionados y que la
emergencia de nuevas identidades masculinas y femeninas van de la mano de cam-
bios en la forma en que unos y otras se (re)presentan discursivamente. Finalmente, se
aportan algunas ideas sobre cómo la institución escolar puede incidir en la formación
no sexista del alumnado, concretamente en aquello que tiene que ver con el lenguaje
y con las formas de comportamiento comunicativo.

1. En esa compilación aparece un trabajo mío (Tusón, 1999) en el que se abordan algunos aspectos que
pueden servir de complemento a lo que planteo en este capítulo.

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Lenguaje y sociedad: lenguas naturales


y usos sociales
Parece ya del todo indiscutible que el lenguaje es una de las características bá-
sicas que diferencia a la especie humana de otras especies animales. El lenguaje es
una capacidad innata que cristalizará, a lo largo del proceso de adquisición lingüís-
tica, en una u otra lengua según la lengua o las lenguas que se hablen en el entor-
no en que crece cada ser humano.
Ahora bien, una vez admitimos el carácter innato y universal de esa capacidad,
lo que salta a la vista –y al oído– son las múltiples y diversas diferencias que se ob-
servan en los usos lingüísticos y que son fruto de la influencia de factores sociales y
culturales (Tusón, 1991). Las lenguas pueden entenderse como mecanismos formales,
pero también son un conjunto de posibilidades, de convenciones y de estrategias que
nos sirven para representarnos el mundo, nuestra propia identidad y que nos permi-
ten relacionarnos con las gentes de nuestro entorno. Las lenguas son invenciones
humanas, son unos artefactos sutiles y complejos que funcionan a la vez como parte
y como síntoma de la realidad de los pueblos, y así, de igual manera que unas len-
guas difieren de otras, una misma lengua es también un conjunto de variedades
(geográficas, sociales y funcionales) y va cambiando a través del tiempo. Lo que lla-
mamos «lenguas naturales» (para distinguirlas de otros mecanismos de comunicación
o de transmisión de información) no son sino construcciones socioculturales y, como
tales, históricas, sujetas, por lo tanto, a los avatares de la historia.
De entre las variedades lingüísticas, las llamadas sociales (también denomi-
nadas «variedades diastráticas» o «sociolectos») están en estrecha relación con las
diferencias socioculturales que existen en el seno de los grupos humanos. La edad,
la profesión, el origen social o el sexo son algunas de las variables que se mani-
fiestan en características específicas del uso lingüístico. En efecto, no es igual la
manera de hablar de la gente joven que la de la gente mayor, ni de quien se de-
dica a la medicina y quien se dedica a la mecánica, ni hablan igual las mujeres que
los hombres.
Desde luego, no se trata de establecer una relación mecánica y determinista
entre sexo y uso lingüístico, como tampoco se puede aceptar una visión esencia-
lista de lo femenino o de lo masculino que finalmente conduciría a naturalizar los
comportamientos de hombres y mujeres, entendiendo cada grupo sexual como
algo homogéneo y estático (Wodak, 1997). Se trata más bien de ver de qué ma-
nera lo biológico y lo cultural se interrelacionan de forma compleja, diversa y
cambiante dando lugar, efectivamente, a ciertos patrones en los usos lingüísticos
que difieren entre unos y otras, que producen estereotipos, que permiten la ocul-
tación de unas en favor del protagonismo o del exhibicionismo de otros y que
conducen a evaluaciones basadas en la desigualdad y en la marginación. Se trata
de ver las lenguas como construcciones humanas que cambian de acuerdo con los
cambios sociales y que también pueden contribuir a los cambios sociales (basta
pensar más en las fórmulas de tratamiento para que sea evidente cómo funciona
el cambio «sociolingüístico»).

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Usos discursivos y construcción de la identidad


Como ya hemos apuntado, las variedades lingüísticas tienen siempre una base
social, en el sentido de que si un grupo humano comparte una serie de rasgos que le
caracterizan y que le distinguen de otro grupo es porque mantiene unas redes de
relación estrechas creadas a partir de unos intereses y de unas prácticas comunes. Es
lo que Eckert y McConnell-Ginet (1992, citado en Wodak, 1997, p. 9) denominan
comunidades de práctica.
No es extraño, pues, que hombres y mujeres tengan estilos discursivos diferen-
tes puesto que históricamente han formado «comunidades de práctica» diferentes.
Tradicionalmente, en nuestra cultura occidental mediterránea, las mujeres se han
ocupado, sobre todo, del cuidado de la casa y de la familia. Estas ocupaciones com-
portan toda una serie de actividades en torno a la comida, la limpieza, el embarazo,
el nacimiento y el cuidado de las criaturas, el vestido, la economía «doméstica», la
atención a las enfermedades, el cuidado de las personas mayores, etc. Un conjunto
de tareas, en fin, referidas al mundo de lo que se considera «privado», íntimo, de las
«pequeñas cosas» de la vida cotidiana, que no transcienden –o muy poco– a la esfe-
ra pública. Por su parte, los hombres se han ocupado, sobre todo, de trabajar fuera
de casa, de la vida institucional (política, económica, religiosa), de ir a la guerra, de
organizar los deportes, etc., en definitiva, de una serie de actividades que conforman
lo que se considera la esfera «pública», los «grandes problemas» del mundo, un espa-
cio del que las mujeres, hasta hace muy poco y aún hoy de forma mayoritaria, han
estado excluidas (Tusón, 1999).
Estas prácticas comunes en el seno de cada grupo sexual –y que diferencian a los
dos grupos entre sí– han tenido como consecuencia la formación de dos sociolectos o,
como a menudo se denomina, dos estilos discursivos diferentes: un estilo femenino y
un estilo masculino. Esto no quiere decir que todos los hombres utilicen todos los ras-
gos típicos del estilo masculino ni que todas las mujeres utilicen todos los rasgos típi-
cos del estilo femenino. Lo que señalan son tendencias en los usos lingüísticos de unos
y de otras. Por otra parte, también se puede observar que hay hombres y mujeres que,
por motivos diversos en cuanto a la propia identidad (cierto tipo de homosexuales, por
ejemplo) o por la situación (pública o íntima) en la que se encuentran, presentan ras-
gos discursivos que estereotípicamente se asignan al otro grupo sexual.
A continuación presentamos, de forma esquemática, las características más
sobresalientes del estilo femenino y del estilo masculino (cuadro 1), organizadas en
apartados que se corresponden con diferentes aspectos del estudio lingüístico y dis-
cursivo (prosodia, morfosintaxis, léxico, organización temática, mecánica conversacio-
nal y elementos no verbales).
Una vez señaladas estas diferencias, lo importante es ver cómo se valora uno y
otro estilo. Porque la cuestión de fondo es que el estilo masculino es el más valorado
como estilo apropiado para las situaciones de comunicación públicas y formales, mien-
tras que el estilo femenino se ve apropiado para las situaciones íntimas, familiares e
informales. De esta diferente valoración se desprende, pues, una estigmatización del
estilo femenino cuando se usa en situaciones públicas o formales.

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Cuadro 1. Características más sobresalientes del estilo femenino y del estilo masculino

ÁMBITOS DEL ESTU-


ESTILO FEMENINO ESTILO MASCULINO
DIO DE LA LENGUA

Prosodia . Una entonación más enfática; ese . Ritmo más stacatto, con menos
y elementos énfasis se consigue con alarga- modulaciones entonativas.
paralingüísticos mientos vocálicos, entonaciones . Pocos cambios de tono de voz.
ascendente-descendente y descen- . Más finales descendentes.
dente-ascendente. . Uso menos frecuente de vocaliza-
. Más cambio de tono de voz, con ciones (mm, aha o similares), que
tendencia a tonos más agudos. ellos utilizan para manifestar
. Más finales ascendentes. acuerdo o desacuerdo.
. Utilización más frecuente de vo-
calizaciones (mm, aha o similares)
para indicar te escucho, te sigo.

Morfosintaxis . Uso de la segunda persona y de la . Uso preferente de la primera per-


primera persona del plural, con sona del singular, de la tercera
la finalidad de incluir a la persona persona y de formas impersonales
o a las personas con quienes se (modalidad más delocutiva).
está hablando (modalidades elo- . Más frecuencia de oraciones
cutiva y apelativa). enunciativas.
. Más frecuencia de oraciones inte- . Más enunciados directos.
rrogativas y exclamativas. . Menos uso de modalizadores.
. Más preguntas «eco» (¿no?, ¿ver-
dad?, ¿eh?, ¿a que sí?, ¿no te pa-
rece?, etc.).
. Más formas indirectas, menos im-
positivas.
. Más oraciones inacabadas.
. Más uso de modalizadores (adje-
tivos, adverbios, apreciativos, mi-
nimizadores, y expresiones como
¡Ay, no sé!, pero a mí me parece
que, etc.).

Léxico . Vocabulario referido a los ámbi- . Vocabulario referido a los ámbitos


tos privados (familia, hogar, públicos (política, deportes, traba-
afectos, etc.). jo...).
. Más palabras que designan mati- . Léxico más procaz (palabrotas...).
ces, por ejemplo referidos a colo- . Más uso de aumentativos.
res, que los hombres.
. Más uso de diminutivos, palabras
que manifiestan afectos...

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Organización . Tendencia a construir el discur- . Tendencia a resumir o reformu-


temática textual so de forma compartida. lar lo que se está diciendo (con-
. Más cambios de tema. trol temático).
. Tratamiento de los temas más . Tendencia a mantener los temas,
bien desde la propia experiencia menos cambios temáticos.
íntima. . Tratamiento de los temas más
. Estilo más implicado, más per- bien desde un punto de vista
sonalizado, menos asertivo. externo.
. Estilo más asertivo.
Mecánica . Los solapamientos (dos personas . Los solapamientos y las inte-
conversacional que hablan al mismo tiempo) y rrupciones tienden a ser com-
las interrupciones tienden a ser petitivos (para conseguir
cooperativos (para manifestar espacio para hablar, para mani-
comprensión, para completar la festar desacuerdo, para desau-
intervención anterior...). torizar...).
. Más «trabajo» para mantener la . Menos «trabajo» para mantener
conversación (preguntas, excla- la conversación.
maciones, «ayudas» temáticas,
etc.).

Elementos no verbales . Más contacto físico suave, se . Contacto físico más esporádico
(cinesia y proxemia) toman del brazo al caminar, y más agresivo (golpes, palma-
besos en los saludos, mayor pro- das...), choque de manos, mayor
ximidad al hablar. distancia al hablar.
. Los movimientos gestuales de . Gestos de brazos y manos más
manos y brazos suelen realizar- amplios.
se en un espacio más cercano al . Piernas abiertas o cruzadas con
propio cuerpo (con el antebrazo un pie sobre una rodilla.
casi pegado al tórax).
. Piernas juntas o cruzadas por
las rodillas.

El «hombre es la especie» y otras estrategias


de ocultación
Insistimos una vez más en que el cambio lingüístico a través del tiempo es algo
consustancial a las lenguas. Basta consultar cualquier manual de historia de la len-
gua para comprobarlo. Ahora bien, donde los cambios suelen ser más evidentes es
sobre todo en lo que tiene que ver con el léxico y con las rutinas lingüísticas que
están ligadas a las normas de comportamiento comunicativo social. Las costumbres
cambian y, a la vez, las formas lingüísticas de relacionarse. Además, cualquier inno-

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vación en el campo del pensamiento, de la ciencia, de la técnica o de la moda suele


ir acompañada por palabras que denominan nuevos conceptos, ideas o descubri-
mientos de todo tipo (un nuevo aparato electrónico, un nuevo tejido, etc.). Como
sabe cualquiera que se interese por los cambios lingüísticos, recurrimos a diferentes
procedimientos para ampliar el léxico: composición, derivación, siglas, préstamos de
otras lenguas, desplazamiento o especialización del significado de algunas palabras,
invención de un vocablo nuevo...
En lo que se refiere a la designación de quienes participan en el coloquio o de
las personas a que nos referimos al hablar o al escribir, las posibilidades son variadas.
En gran medida depende de la relación social que mantienen o del lugar social que
ocupan o se les reconoce. Veamos unos ejemplos (sacados de Calsamiglia y Tusón,
1999, capítulo 5):

Para referirse al «YO» (quien habla o escribe)


fórmulas fijas:
«un servidor», «ésta que lo es», «el infrascrito», «la abajo firmante».
presentaciones colectivas:
«este gobierno», «la empresa», «esta dirección general», «este departamento».

Una mujer que vamos a llamar supuestamente Francisca Laína Montero se podría presentar como:
tu chica, mamá, tu hermana, yo, nosotros, Paca, Paqui, Paquita, señora Francisca, Sra. Francisca
Laína de Elorza, Sra. Elorza, Francisca Laína, representante sindical de la empresa X, escritora, pro-
fesora de primaria, directora general de marketing, Superiora de la comunidad de la orden car-
melitana, presidenta del gobierno, directora comercial de la empresa X, etc.

Para referirse al «TU» (a quien nos referimos oralmente o por escrito)


Pérez, Carlos Pérez, Carlitos, Charli, «El pelos» (variantes de nombres propios)
Señor, Señora, Seña, Señorito, Señorita (tratamiento)
Don, Doña (tratamiento cuasi prefijo)
alcaldesa, presidenta, gobernador, decana, director, concejala (por cargos)
arquitecto, estudiante, abogada, jueza, catedrático, médica (por profesiones)
querido, apreciado, distinguido, estimado (apreciativo)
ciudadano, socia, colega, cliente, compañero, novio, jefe (relacional)
madre, primo, abuelo, tía, hermano, nuera, suegro (parentesco)
cariño, cielo, amor, corazón, nena (apelativos de afecto)
chichi, cuca, titi... (invenciones apelativas de afecto)
monstruo, gordo, capullo, gilipollas (apelativos de afecto irónicos)
tronco, colega, tía, tío (apelativos jergales)

Honoríficos. En el Libro de estilo del lenguaje administrativo (VV. AA., 1994), se indica que:
. «Excelencia» se reserve para jefes de estado y sus cónyuges.
. «Excelentísimo/a» se aplique a miembros del Ejecutivo hasta el nivel de secretarios de estado,
delegados de gobierno y gobernadores. Se indica que también tienen derecho a usarlo los al-
caldes de grandes ciudades, los rectores de universidad, los presidentes de comunidades autó-
nomas y los titulares de altos tribunales y cámaras legislativas.

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. «Ilustrísimo/a» se utilice con autoridades como comisarios generales de policía, delegados de


hacienda, decanos de facultades, títulos nobiliarios, rangos superiores de las fuerzas armadas
y diversos grados de la carrera diplomática..
. En el resto de los casos la ciudadanía estaría representada por el tratamiento Sr. D. y Sra. Doña,
reservado para todas las personas adultas con capacidad de votar.

Lógicamente, esas fórmulas cambian según la época y el lugar, según el sis-


tema político, según la ideología... Por todo ello es cada vez más necesaria la ela-
boración de diccionarios especializados así como la redacción de manuales de estilo
que orienten a quienes tienen como instrumento de trabajo el habla o la escritura
en el uso apropiado y puesto al día de la lengua. Tomemos como ejemplo, en lo que
se refiere al género, el lenguaje administrativo y legal. Puesto que, hasta hace re-
lativamente poco, la mujer no estaba reconocida como sujeto legal, todos los do-
cumentos de la administración usaban únicamente el masculino. Ahora bien,
parece lógico que, a partir del momento en que la mujer tiene reconocimiento
jurídico y administrativo a todos los efectos, se cambie también el redactado de
esos documentos de forma que contemplen la posibilidad de «una firmante», «una
compradora», Señora...
Esos cambios en los usos lingüísticos son, pues, un reflejo de los cambios en el
mundo social y una opción para que ese cambio realmente se produzca; insistimos
en que NO suponen ninguna violencia para la lengua, sino simplemente una elección
diferente dentro de las posibilidades que la propia lengua ofrece. Sin embargo, aún
provocan unas resistencias que son, como mínimo, sorprendentes. Como muestra de
esa resistencia, reproducimos aquí un texto del conocido escritor Javier Marías, apare-
cido en El País el día 3 de marzo de 1995, que resume a la perfección ciertas maneras
de pensar respecto a lo que estamos comentando.

Cursilerías lingüísticas
Javier Marías

El autor, declarado admirador del movimiento feminista, defiende que la lengua es un instru-
mento lleno de útiles convenciones que no tienen por qué presuponer necesariamente discrimi-
nación sexista.
Una amable lectora de Barcelona me escribió reprochándome un paréntesis de un artículo
que publiqué en otro lugar. Aunque ya le contesté, quizá no sea superfluo dar aquí las mismas
explicaciones y, de paso, intentar aclarar alguna otra cosa que a mi modo de ver se presta últi-
mamente a gran confusión o manipulación. Mi paréntesis decía así: «…el hombre contemporá-
neo (y utilizo la palabra hombre en su acepción genérica, que no hay por qué abolir en favor de
la cursilería feminista o más bien hembrista)…». Como pueden imaginarse, los reproches eran dos:
ese empleo de la palabra hombre y el neologismo hembrista, que era entendido como alguna
suerte de insulto.
Empezaré por lo segundo y diré que no se trataba tanto de un insulto cuanto del intento de
separación de dos actitudes que habitualmente no se diferencian. Por una parte estaría el fe-
minismo, movimiento por el que tengo no sólo respeto, sino abierta admiración. A lo largo de
mi vida me he sublevado ante los suficientes atropellos machistas para no desear otra cosa que

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su término, y aún me deja atónito que haya trabajos en los que una mujer percibe un sueldo
más bajo que un hombre por llevar a cabo las mismas tareas. Sin duda hay mucho que lograr
todavía en ese combate y celebraré cualquier conquista en favor de la igualdad social de los
sexos. Por otra parte estaría lo que yo llamo hembrismo, tan condenable como el machismo y
equivalente a él: la actitud maniquea que no pretende igualdad sino favoritismo (a menudo con
trampas); el comportamiento partidista que, por ejemplo, ante una acusación de violación no
querrá ni verdad ni justicia, sino la condena del hombre en todo caso, como si eso fuera un
logro en sí mismo, independientemente de su inocencia o culpabilidad; el espíritu policial o in-
quisitorial que trata de imponer censuras al habla y a la opinión con pretextos y subterfugios
machistas o sexistas.
Hace poco, el Instituto de la Mujer, ese organismo agudo o más bien picudo, anunció que pien-
sa pedir a la Real Academia la supresión de las palabras así consideradas por su agudeza. El re-
proche de mi lectora estaba en la misma línea, y quisiera aclarar lo siguiente: el habla es lo más
libre que hay después del pensamiento, y es inadmisible que nadie quiera coartarla o restringirla
según sus gustos o hipersensibilidades; es algo vivo y sin dueño, y con infinitas posibilidades, de
las cuales cada hablante elige unas y rechaza otras, pero siempre sin tratar de imponer sus crite-
rios o preferencias a otros. Uno puede abstenerse de emplear tal o cual vocablo, pero no puede
aspirar a que sea abolido por ello.
Por otra parte, la lengua es un instrumento útil, y como tal está lleno de convenciones que
en sí mismas no presuponen necesariamente discriminación. En las lenguas romances como el
castellano existen géneros y quizás por eso pueden parecer más «sexistas» que otras en las que no
los hay. No es así: el plural «los escritores» engloba también a las escritoras –es una mera con-
vención de la lengua– y me parece cursi la vigilancia que hoy lleva a tanta gente a decir «los
escritores y las escritoras» o «las niñas y los niños». En cuanto al uso genérico de hombre, es otra
convención sin más, como lo es decir «el león vive en la selva», «el perro es el mejor amigo del
hombre» o «los escoceses son tacaños». Me parecería una mojigatería insufrible andar diciendo
«el león y la leona viven en la selva», «el perro y la perra son los mejores amigo y amiga del hom-
bre y de la mujer» o «los escoceses y las escocesas son tacaños y tacañas». También se dice «la
tortuga», «la serpiente», «la foca» y «la araña» como genéricos, englobando a los machos de esas
especies, se dice «el conejo», pero se dice «la liebre», y a nadie se le ocurre pensar que las lie-
bres machos estén siendo excluidas o menospreciadas. Si se siguiera hasta el fin esta tendencia
habría que hablar siempre de «la tortuga y el tortugo», «el araño y la araña», «la foca y el foco»,
una ridiculez. También llegaría el día en que los varones exigieran que se los llamara «personos»
y «víctimos».
Y ese día, en efecto, todos y todas habríamos sido víctimas y víctimos de la cursilería mencio-
nada en mi criticado paréntesis.

El autor da su opinión –y, por supuesto, es muy dueño de pensar de esa ma-
nera–. Otra cosa son las contradicciones en las que cae y, sobre todo, la falacia
argumental y la ridiculización a la que somete opciones diferentes a la suya. Aquí
sólo señalaremos algunos aspectos y dejamos que quien lea estas páginas comple-
te el análisis. Compara Marías el uso de «hombre» como genérico al de nombres de
animales también usados en masculino singular como genéricos cuando gramati-
calmente pueden tener los dos géneros, como león, perro, etc., y señala también el
hecho de que existen denominaciones de animales que sólo presentan un género

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(la liebre, la tortuga, el rinoceronte). Usar esas comparaciones es una falacia por el
simple hecho de que se compara el mundo animal con el mundo social humano. Y,
con todos los respetos hacia los seres animales no racionales, hemos de convenir en
que sus organizaciones sociales no cambian a no ser, precisamente, por la inter-
vención de algún que otro animal racional (no sabemos de ninguna revolución de
las abejas obreras contra la reina y los zánganos, ni de ninguna confabulación de las
mantis religiosas macho contra las hembras, que los devoran después de aparear-
se, por poner dos ejemplos). Sin embargo, las sociedades humanas cambian en el
tiempo y en el espacio, y por eso no es lo mismo hablar de esclavitud, servidumbre
o proletariado, denominaciones que se refieren a formas de relación social dife-
rentes ¿o no?
Señala el autor que «la lengua es un instrumento útil, y como tal está lleno de
convenciones que en sí mismas no presuponen necesariamente discriminación». Y,
desde luego, estamos de acuerdo con esa afirmación; pero, cuando él plantea que
hombre es una de esas convenciones y que no tiene por qué ser discriminatoria, desde
luego ya no estamos tan de acuerdo, porque la lengua española ofrece muchas po-
sibilidades para designar al conjunto de la humanidad y la elección de una u otra
puede ser inconsciente, pero no inocente, y menos cuando quien elige es un artista
de las palabras, un escritor, que tiene que estar acostumbrado a buscar el adjetivo
justo, a pelearse con la sintaxis para seleccionar la estructura que mejor provoca el
efecto pretendido, a dar con el conector adecuado al registro lingüístico que se quie-
re utilizar, etc., etc.
Como ilustración, he aquí unas cuantas posibilidades de las que comentamos
que ofrece la lengua y que permiten no excluir a nadie (cuando ése es el objetivo que
se pretende, claro está):

elisión del pronombre sujeto (sabéis, en vez de «vosotros sabéis»)


ustedes (tal como se hace en gran parte de Latinoamérica de habla hispana, en lugar de «voso-
tros» o «vosotros y vosotras»)
quien, quienes (quien investiga, en lugar de «el investigador»)
persona, personas
gente, gentes
ser humano, seres humanos
humanidad
pueblo, pueblos
grupo, grupos
infancia
criatura, criaturas
adolescencia, edad adolescente
juventud
edad adulta
vejez,
persona mayor, personas mayores
y, por qué no, especificar de vez en cuando «hombres y mujeres», «niños y niñas», etc.

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Veamos a continuación otro texto2, también escrito por un hombre, el lin-


güista italiano Tullio de Mauro, y que muestra una sensibilidad distinta; se trata
del inicio del primer capítulo de su libro Guía para el uso de la palabra. Hemos
subrayado las formas que utiliza para denominar al conjunto de la humanidad y
el símbolo Ø para señalar la elisión del sujeto. Evidentemente aparecen mascu-
linos plurales, pero que tienen siempre como referente una expresión anterior
inclusiva.

I. No hace falta hablar


No hace falta hablar. Y menos aún escribir. Durante millones de años, los antepasados de la
especie humana vivieron en la Tierra gritando como los animales, pero sin hablar. No sabemos
con certeza cuándo aparecieron entre los demás simios aquellos que, de acuerdo con nuestra
actual perspectiva científica, son dignos del nombre de seres humanos. De todas maneras, lo
cierto parece ser que este acontecimiento tuvo lugar hace más de un millón de años. Tampoco
sabemos exactamente cuándo los grupos humanos más antiguos pasaron del grito a la palabra.
Hay quien aproxima mucho la aparición de la palabra, hasta situarla sólo unas decenas de mi-
lenios atrás. Pero también hay quien piensa, en cambio, que ello ocurrió mucho antes. En todo
caso, sabemos lo suficiente como para afirmar que durante centenas de milenios hubo seres
muy similares a las mujeres y a los hombres de hoy en día que vivieron en la Tierra sin el uso
de la palabra. Ø Caminaban erguidos; es decir, eran bípedos. Lo mismo que nosotros, ya Ø co-
mían alimentos de diversa naturaleza y Ø utilizaban materiales para la construcción de instru-
mentos. Con la ayuda de tales instrumentos Ø fabricaban cobijos, otros utensilios, armas de
caza, de defensa y de ataque. Por tanto, en ciertos aspectos esenciales Ø eran ya como noso-
tros. Pero es casi seguro que Ø no hablaban.
Luego apareció la palabra. A partir de ese momento pasaron, sin duda, decenas y decenas de
milenios. Por último, los lejanos descendientes de los primeros seres humanos que habían habla-
do sintieron la necesidad de fijar, de hacer perdurar de algún modo las palabras que hasta en-
tonces sólo se habían pronunciado y oído. A ello los empujaron razones de orden religioso, como
la necesidad de determinar y transmitir la forma de los ritos, las ceremonias, las plegarias, y de
orden económico, como definir las propiedades, los contratos, las cuentas, etc.
Para satisfacer estas necesidades nacieron, alrededor del año 4000 a. C., las primeras escritu-
ras, en piedra, tablillas de arcilla o madera. […]
(Tullio de MAURO, 1980, pp. 7-8)

¿Diría Javier Marías que este texto es «cursi»?


No obstante, la inercia es fuerte y, aun teniendo ante los ojos todas esas deno-
minaciones, cuando pedimos a estudiantes (chicos y chicas) de primero de Magiste-
rio que resuman ese capítulo (es una actividad que llevan a cabo nada más empezar
el curso), nos encontramos con resúmenes que empiezan así (se subrayan también las
formas que utilizan para denominar a la humanidad):

2. Tanto el texto de Javier Marías como el de Tullio de Mauro forman parte de los materiales que utiliza-
mos en las clases de la asignatura «Lengua castellana» de 1.o de Magisterio de la Universitat Autònoma de
Barcelona.

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(1)
Durante muchos años, el hombre se comunicaba sin necesidad de ejercer la escritura ni el
habla y, en cambio, en muchos aspectos se parecían mucho al hombre actual. Surgieron algunos
cambios y, luego, apareció la palabra. Y, de ahí, surgió la necesidad de dejarlo por escrito, de fijar
las palabras (leyes, contratos, ceremonias y ritos...). [...]

(2)
El hombre vive en sociedad, ya desde los inicios el hombre ha convivido con demás hombres,
y el mero hecho de la convivencia comporta una comunicación, existe por parte del hombre la
necesidad de comunicarse. Primero la comunicación era con gritos pero luego apareció la pala-
bra, y con ella la necesidad de hacer perdurar lo que solo se pronunciaba o oía y así aparecieron
las primeras escrituras. [...]

(3)
Durante millones de años el hombre no utilizaba la palabra. Se valía sólo con los gritos para
comunicarse con los demás. Con el transcurso del tiempo dejaron atrás los gritos y apareció la
palabra. [...]

(4)
En un principio el hombre propiamente dicho se comunicaba mediante gestos sin necesidad
de hablar. Hace aproximadamente unas decenas de milenios surgió otra manera de comunicarse
mediante la palabra. [...]

(5)
Durante millones de años, el hombre no tuvo la necesidad de hablar, aunque se comunicaba
mediante sonidos y gritos. Su evolución llevó a la aparición de la palabra. [...]

(6)
A lo largo de la evolución del hombre el uso del habla no pareció tener una principal trascen-
dencia. Y como los animales, se comunicaban mediante gruñidos. […]

(7)
La virtud de la palabra en el hombre no ha existido siempre. La comunicación en la Prehisto-
ria era realizada mediante sonidos guturales. Con el desarrollo de estos pueblos hubo una evolu-
ción de la comunicación que dio lugar al habla. […]

(8)
El artículo «No hace falta hablar» que forma parte de la Guía para el uso de la palabra nos ar-
gumenta que desde el inicio de la humanidad el hombre se comunicaba. En un principio el ser hu-
mano prescindía de la palabra, más adelante recurrió a los símbolos. […]

Como se puede apreciar, en todos los textos, a excepción de los dos últimos,
aparece únicamente la forma «el hombre» utilizada como genérico (en el 3 aparece
también en plural, «los hombres»)3. Cada curso me llama la atención que, de entre las
diversas posibilidades que tienen en el texto, escojan para resumir una que no apa-

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rece –«el hombre»– y que no se ajusta a la intención expresiva del autor de incluir a
hombres y mujeres. Cuando les comento este hecho y cuando más adelante –al tra-
tar el tema de lengua y género de forma más específica– recuperamos las palabras
de Tullio de Mauro y los resúmenes que habían elaborado, una parte del alumnado
suele decir que su opción es «más fácil», «más cómoda» o «más sencilla» y que «total,
ya nos entendemos». Y esto lo dicen tanto chicos como chicas. Cuesta algo que en-
tiendan que no es sólo una cuestión de opciones feministas o sexistas, sino que es
también una cuestión de precisión léxica y que, si la lengua hace posible nombrar a
unos y a otras con sustantivos colectivos o con denominaciones no ambiguas, pare-
ce fuera de lugar y de tiempo obstinarse en utilizar una forma excluyente y ambigua
(como es el caso de hombre, ya que me puedo estar refiriendo exclusivamente al
macho de la especie). Aun así, las resistencias persisten4…

La educación lingüística no sexista


Como en tantos otros ámbitos que afectan a la vida social, el papel de la edu-
cación es fundamental para que exista una ciudadanía crítica y responsable. Y como se
ha dicho en múltiples ocasiones, a través de las actividades discursivas es como, fun-
damentalmente, se construyen y se desarrollan concepciones del mundo y de las
personas. Así, si queremos que las diferencias de estilos discursivos entre hombres y
mujeres no se aparejen con desigualdad y marginación, si creemos que las lenguas
pueden ser instrumentos de diálogo y de inclusión, hemos de incidir a través de nues-
tras prácticas docentes en ese sentido.
Quienes enseñamos tenemos una primera responsabilidad que es la de analizar
nuestras propias prácticas discursivas. ¿De qué manera utilizamos las lenguas? ¿Cómo
valoramos los diversos estilos discursivos? ¿Qué usos lingüísticos en lo que se refiere
al género y al tratamiento de niños y niñas, de hombres y mujeres presentan los
libros de texto y los diferentes materiales didácticos que utilizamos? Llevar a cabo
actividades de auto-observación y de observación externa pueden ser de gran utili-
dad para obtener información fiable sobre lo que hacemos en las aulas por lo que
respecta a esos aspectos5.
En segundo lugar deberíamos reconocer, favorecer y respetar los estilos feme-
ninos en las interacciones en el aula, tanto en lo que se refiere a la valoración del
papel de la mujer a lo largo de la historia, como al reconocimiento crítico de los
temas apreciados por las mujeres y su manera de tratarlos, evitando la ridiculización

3. Dejamos de lado aquí otros comentarios sobre el contenido del resumen y que, por supuesto, se traba-
jan en las clases, ya que uno de los objetivos de la actividad consiste en analizar la importancia de saber
elaborar un resumen como muestra de la comprensión de un texto y como instrumento de estudio (véase
A. Ramspott, 1996).
4. Hay que decir, también, que buena parte del alumnado participa activamente en la discusión defen-
diendo la postura que aquí se propone.
5. Algunas indicaciones prácticas para llevar a cabo la observación en el aula se pueden encontrar en
Nussbaum y Tusón, 1996.

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y el victimismo. Se deberían crear espacios en el aula donde esas formas de hablar


sean valoradas, donde cooperar en la construcción del discurso, aplicar la experien-
cia personal, manifestar dudas, matizar lo que se dice, etc., sea precisamente algo
positivo, una forma apropiada para la construcción de los conocimientos.
En tercer lugar, una parte de la educación lingüística debería estar destinada a
promover la reflexión y el debate sobre los usos lingüísticos sexistas, sobre los este-
reotipos respecto de lo masculino y lo femenino que se hacen evidentes en diferen-
tes manifestaciones discursivas como la publicidad, el cine, la televisión, los cómics,
la prensa, etc., así como en los mismos usos y valoraciones sobre los usos que hacen
adolescentes y jóvenes de uno y otro sexo. Para ello, puede ser útil proporcionar op-
ciones para evitar la ocultación, mostrando esas opciones como un caso más en el
que se manifiesta la variación lingüística.
Finalmente, se debería valorar la aparición de nuevas identidades masculinas
y femeninas en las que se respetan y se valoran positivamente formas de usar el
lenguaje que nombran a unos y a otras, así como los diferentes estilos discursivos
(L. Martín Rojo y J Callejo Gallego, 1995; L. Martín Rojo, 1997). Como dice la filósofa
M. Larrauri (1999):
La revolución feminista es una revolución cultural. Tiene que cambiar el sentido des-
valorizado que tiene ser mujer y tiene que cambiar para todos, hombres y mujeres.
«Cambiar el orden simbólico» han dicho las feministas italianas, esto es, cambiar el sig-
nificado, el orden de la representación simbólica.

Y no podemos olvidar el papel fundamental que tienen los usos lingüísticos en


la (re)producción o el cambio de ese orden de la representación simbólica de ser
hombre o de ser mujer en nuestra sociedad.

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Mujer y arte
Teresa Alario
Cátedra de Estudios de Género de la Universidad de Valladolid

El sistema sexo-género en la historia del arte


Cuando en el año 1971 la historiadora Linda Nochlin (pp. 22-29) lanzó en un
artículo de una revista especializada la pregunta clave (¿por qué no ha habido gran-
des mujeres artistas?) abrió la caja de Pandora de la cual habrían de surgir muchas
otras preguntas que pondrían en cuestión valores y postulados tradicionalmente
aceptados en la epistemología y la metodología de la historia del arte.
En efecto, poner en cuestión por qué la historia del arte oficialmente recono-
cida está organizada en torno a un conjunto de nombres masculinos, que se acercan
más o menos a la figura del genio, supone preguntarse a renglón seguido si las mu-
jeres artistas no han existido realmente, o si sus nombres nos han sido escamoteados
y sus obras no valoradas. Incluso, en el caso de que no hubieran existido grandes
creadoras, ¿dónde habría que buscar las razones?
De este modo se abrió una nueva línea metodológica que durante la década de
los setenta se centró especialmente en recuperar nombres y obras de mujeres artis-
tas realizando una especie de historia del arte paralela a la normativa. Estos estudios,
que desde la perspectiva actual podrían parecernos limitados por su carácter suma-
tivo y, en cierto modo, positivista, abrieron nuevos caminos al poner en evidencia que
lo que hasta entonces se llamaba la historia no era realmente una historia universal
de la humanidad, sino una historia «claramente masculina, de clase media y blanca»
(Vogel, 1974, p. 3). En este contexto se inscribe una famosa exposición organizada
por Linda Nochlin y Ann Sutherland Harris que hacía un recorrido por la obra de
mujeres artistas entre el Renacimiento y la mitad del siglo XX1, así como sobre las

1. La exposición que se inauguró en Los Angeles llevaba por título Women Artists, 1550-1950.

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condiciones socioculturales que les habían afectado vital y artísticamente: la educa-


ción recibida en cada momento histórico por las mujeres, limitaciones y condiciones
de acceso a la vida pública, etc.
Sin embargo, aunque fuera el primer paso, rescatar los nombres de mujeres del
olvido, darles protagonismo, no era suficiente. Había que responder a más preguntas
que cuestionaban la metáfora del artista como un dios-creador, el genio como ser
excepcional que había imperado a partir de la obra Vidas de artistas, escrita por
Vasari. En los márgenes de esa norma artística marcada por el genio masculino, junto
con otras exclusiones por razón de raza o clase, etc., estaría la obra de las mujeres.
Uno de los ejes de la historiografía feminista se centró, por tanto, en la ruptura con
el concepto de genio:
Las primeras investigaciones feministas pusieron en tela de juicio las categorías de
la historia del arte construidas por producción humana y su reverencia por el artis-
ta individual (varón) como un héroe. Y pusieron sobre el tapete graves interrogan-
tes acerca de las categorías en que se estructuran los objetos culturales (Chadwick,
1992, p. 9).

Era la mirada patriarcal la que había colocado al genio en el centro del para-
digma científico, la que había excluido a las mujeres de la posibilidad de poseerlo2, la
que arbitrariamente había dividido la producción artística en artes mayores y meno-
res, dependiendo del sexo de quien las hubiera realizado.
Las investigaciones de género en historia del arte han replanteado, además, la
forma en que miramos las imágenes. Laura Mulvey, apoyándose en nociones psicoa-
nalíticas, planteó alternativas a la lectura de imágenes artísticas en las que se repre-
sentaba a las mujeres. Esta investigadora enfrentó un tema básico en nuestra cultura
visual, tanto en la artística como en la cultura de masas: el predominio de la focali-
zación masculina de la mirada y, por ende, la universalización de su modelo de placer.
Esta línea de investigación se ha apoyado en las teorías psicoanalíticas de Lacan, que
parten de que el pensamiento patriarcal niega a las mujeres, por la imposibilidad y el
miedo de enfrentarse a la diferencia, a la vez que necesita inventar a «la mujer» como
un objeto fragmentado y fetichizado.
Durante la década de los ochenta se profundizó en lo femenino como obje-
to de la representación. Un buen ejemplo es el libro Old Mistresses, Women, Art
and Ideology, publicado en 1981 por Rosina Parker y Griselda Pollock, en el que
no sólo reivindicaban a las antiguas maestras del arte sino que analizaban las re-
presentaciones de las mujeres hechas por las mujeres en comparación con las de
sus contemporáneos varones. Griselda Pollock, por ejemplo, ha trabajado sobre

2. «Las mujeres creadoras –es decir, las mujeres autónomas– han supuesto siempre una anomalía en el sis-
tema perfecto del desarrollo creador. Así, como en muchos de los sistemas científicos, las anomalías se
eluden o ignoran porque no se les deja cuestionar el sistema mismo, y el paradigma –siguiendo a Kuhn-
continúa. La memoria se construye según ese paradigma triunfante y aquellas anomalías se minimizan, se
eluden e ignoran. El paradigma del sujeto masculino autónomo, creador, que transforma el universo,
ha eludido las anomalías de aquellas mujeres que supieron y pudieron transformar su destino, o se han
considerado como excepciones» (Cao, 1997, p. 17).

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los espacios de la modernidad compa-


rando la pintura de Mary Cassat y
Berthe Morisot con la de Renoir,
Degas y otros pintores impresionistas
del París de fines del XIX, aplicando
tres conceptos de espacio: el espacio
real representado en la obra, el espa-
cio pictórico y el espacio psíquico, de-
finido esencialmente por las miradas
(Pollock, 1988).
En este proceso de revisión de los
principios y categorías de la historia
del arte surgieron también algunas
preguntas incómodas como ¿hay arte
femenino?, ¿cómo representar el cuer-
po femenino desprendiéndose de la mi-
rada patriarcal en que todas y todos
estamos educados? Preguntas que han
recibido respuestas diversas, e incluso,
contradictorias, como se recoge en el
texto siguiente:
Dentro del propio feminismo, hay
ahora múltiples intentos de solución. Mary Cassatt. El baño (1891)
Algunas feministas siguen entregadas
a la tarea de identificar los modos en
que la feminidad se muestra en la representación, y otras han reanudado la búsqueda
de una «esencia» femenina ahistórica e inmutable, mediante un análisis del género
en cuanto serie de creencias socialmente construidas acerca de la masculinidad y la
feminidad. Y, por su parte, otras se han concentrado en las explicaciones psicoanalíti-
cas que contemplan la feminidad como la consecuencia de procesos de diferenciación
sexual (Chadwick, 1992, pp. 11-12).

En las últimas décadas del siglo XX la posmodernidad ha puesto en primer plano


la búsqueda del otro y la cultura de la diferencia, así como la idea de la construcción
cultural de las identidades. La crítica feminista se ha centrado en la idea de la iden-
tidad construida culturalmente a partir del concepto de género. Así, el concepto de
mujer ha pasado de ser concebido como algo inamovible a pensarse como una «más-
cara», algo en permanente construcción.
A la hora de introducir en las aulas una historia del arte verdaderamente coe-
ducativa hay que tener en cuenta todo el proceso de modificación epistemológica que
la introducción del sistema sexo-género ha implicado en esta disciplina. Ello evitará al
profesorado caer en la tentación de suponer que la introducción de unos cuantos
nombres femeninos entre los artistas tratados cubre los objetivos propuestos, sin
poner en duda la validez del concepto de genio o el papel del sistema patriarcal en la
educación de nuestra mirada.

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Mujeres creadoras
Las razones esgrimidas históricamente por el pensamiento patriarcal para negar
a las mujeres la capacidad para la creación artística fueron de índole biológica, ba-
sándose en la peregrina idea de que su estructura corporal, orientada únicamente a la
reproducción de la especie, la incapacitaba o limitaba para ello. A esta razón, apoyada
en una ideología claramente sexista, se fueron sumando otras de índole sociológico
y cultural que situaron a las mujeres en el ámbito privado y les negaron durante
muchos siglos una educación similar a la del hombre. La división de tareas entre el
hombre, a quien se le ha atribuido la creación cultural, y la mujer, cuya principal tarea
ha sido la reproducción de la especie, se trasformó así en la base de la exclusión de las
mujeres del ámbito de la producción artística, como refleja esta frase del escultor Jean
Arp: «el arte es un fruto que nace dentro del hombre como un fruto en una planta o
una criatura en el útero materno». Como mucho, en el mundo de las artes, a la mujer
le ha correspondido los papeles de musa o de modelo frente al hombre creador.
Ello ha hecho muy difícil y, desde luego, diferente a la experiencia masculina, los
procesos vitales y la tarea de las mujeres que se dedicaron a las artes, como ya puso
en evidencia la escritora Virginia Woolf en 1929, cuando en su libro Una habitación
propia se preguntaba «lo que hubiera ocurrido si Shakespeare hubiera tenido una her-
mana maravillosamente dotada»3. La pregunta y la respuesta no diferirían demasiado
de habernos preguntado por la hermana de Miguel Ángel o Leonardo, por ejemplo.
Las investigaciones de los últimos treinta años han puesto en evidencia la carrera
de obstáculos, en palabras de la historiadora Germaine Greer, con la que las mujeres
se han encontrado para crear arte en los distintos momentos históricos. Estas inves-
tigaciones han permitido a la vez dar una respuesta afirmativa a la pregunta sobre si
han existido grandes mujeres artistas, partiendo del supuesto de que los nombres y
obras de mujeres artistas de todos los períodos históricos conocidos hasta hace sólo
unas décadas constituían sólo la punta del iceberg de un mundo cuidadosamente es-
condido. El conocimiento del que hoy disponemos sobre el número de creadoras y sobre
la calidad de su obra no se compadece, sin embargo, con su escasa presencia en ma-
nuales y colecciones de arte al uso. Como dice Griselda Pollock (García, 1991), «son pre-
cisamente los historiadores del siglo XX los que estructuran la historia de una manera
sexista, porque la historia del arte moderno aparta a las mujeres del protagonismo que
habían vivido». Este proceso de ocultación, nada casual, ha borrado de la conciencia de
la mayoría incluso la posibilidad de imaginar a la mujer como agente creador, apoyán-
dose en una tradición académica que ha negado a las mujeres su papel como artistas.
Cabría plantearse: ¿cuáles han sido las técnicas de la ocultación?

3. La misma autora ofrece la respuesta unas líneas mas abajo de la misma obra, al suponer que la hipo-
tética hermana del escritor «se quedó en casa. Tenía el mismo espíritu de aventura, la misma imaginación,
la misma ansia de ver el mundo que él. Pero no la mandaron a la escuela. No tuvo oportunidad de apren-
der la gramática ni la lógica, ya no digamos de leer a Horacio ni a Virgilio [...] Quizá garabateaba unas
cuantas páginas a escondidas en un altillo lleno de manzanas, pero tenía buen cuidado de esconderlas o
quemarlas» (Woolf, 1989, p. 67).

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. El mecanismo más simple es el de la simple exclusión de la historia, ya que


gran parte de las artistas reconocidas en su época no sobrevivieron en el
recuerdo de más de una generación4. La pintora o la escultora sabían que
sin genealogía femenina en la que reconocerse, tampoco ellas mismas
constituirían genealogía para aquellas mujeres que habrían de seguirlas y
que ignorarían su obra durante siglos5.
Así se perpetúan las leyes de la patrilinealidad en el arte, que hacen de Munch
el padre del expresionismo, o de Cézanne el padre simbólico del Picasso
cubista, y que impiden que cualquier artista se declarara seguidor o seguido-
ra de Artemisa Gentileschi en vez que de Caravaggio. Por ello, Marian L. F. Cao
dice que si se atribuye a Eduard Munch la «paternidad» del expresionismo,
igualmente habría que reivindicar para Käte Kollwitz la «maternidad» respec-
to a este movimiento (Cao, 1997, p. 36).
. Otro mecanismo al que se recurre es minimizar la figura de las artistas y su
obra, haciéndola dependiente de los hombres con quienes estuvieron rela-
cionadas por parentesco o afecto. Casi siempre que se cita a una artista
mujer se hace referencia a si fue hija, esposa o amante de algún gran artis-
ta –cuya obra es considerada generalmente de mayor categoría artística que
la de ella–, y más o menos sutilmente se establece una cierta dependencia
estilística del varón. Incluso, en bastantes ocasiones, obras de las artistas se
han atribuido a sus parientes o amantes.
. El tercero de los mecanismos que justifican la ocultación de las mujeres ar-
tistas es la desvalorización de sus obras, que a lo largo de la historia han sido
definidas de modo estereotipado con adjetivos como blandas, débiles, dul-
ces o sentimentales. Mientras la obra de los artistas varones puede ser dura
o poética, independientemente de su sexo y género, la de las mujeres ha
tendido a ser leída en función de su pertenencia al género femenino, al que
le correspondían los «valores» anteriormente citados. Ello ha tenido también
unos efectos perversos sobre la producción artística de las mujeres que,
salvo excepciones, se han visto obligadas a mantener su producción artística
dentro de unos cánones estéticos impuestos socialmente.
. El cuarto recurso de ocultación ha consistido en desvalorizar aquellas activi-
dades creativas que han sido tradicionalmente desarrolladas por las mujeres,
desde la artesanía a géneros artísticos como la pintura de flores. Frente a
estas actividades «menores» las artes mayores eran, por esencia, cosa de
hombres, como lo era la pintura de historia o los temas mitológicos, que las
mujeres no podían tratar por no haber tenido acceso a los estudios de ana-
tomía ni a las clases de dibujo de desnudo al natural. Si la jerarquización
entre arte y artesanía no ha tenido nunca sentido, menos aún en el arte con-

4. «Su arte es el resultado de un acto individual de coraje cuya memoria no resistió el paso de más de una
generación» (Serrano, 2000, p. 33).
5. «Cada nueva mujer artista ha actuado como Robinson en la isla desierta y solitaria, deseando hacer lo
más invisible posible su condición de mujer» (Serrano, 2000, p. 34).

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temporáneo, en el que se han disuelto los límites entre las diferentes artes
materiales y en el que la aparición de movimientos plásticos caracterizados por
la serialización, o la utilización de materiales tejidos, que son elementos que
han venido definiendo lo que se ha dado en llamar artesanía.
. El último recurso es la exclusión de las mujeres del modelo de artista que ha
pervivido en el imaginario colectivo, ya que la limitación de movimientos
que han sufrido las mujeres vitalmente, especialmente a partir de la impo-
sición del modelo de vida burgués a lo largo del siglo XIX, se aparta radical-
mente de «la concepción romántica del artista como héroe solitario»
(Serrano, 2000, p. 27) que se mantiene aún en el imaginario colectivo como
la figura del artista por excelencia desde las vanguardias de finales del siglo
XIX. Así, coinciden más con la idea del artista bohemio trayectorias vitales
como la de Toulouse-Lautrec, Vincent Van Gogh o Picasso que la de Marie
Cassat o María Gutiérrez Blanchard.

Tras estas reflexiones, cabe hacer aquí un repaso de algunos nombres que, a
título de ejemplo, nos pueden permitir entender las condiciones en que se desarrolló
la obra de las artistas mujeres en la historia del mundo occidental.
Aunque conocemos nombres de artistas mujeres como Timárete, Irene o Iea, ci-
tadas por Plinio y posteriormente por Boccaccio o Christine de Pizán, partiremos de
las artistas de la Edad Media para realizar un pequeño recorrido en torno a las con-
diciones en que se ha desarrollado históricamente la creación femenina, ya que es el
momento a partir del cual se dispone de un conjunto de datos mas o menos fiables.
La mayor parte de las mujeres que se dedicaron a la creación plástica duran-
te la Edad Media fueron monjas, a quienes los muros del monasterio ofrecieron la
posibilidad de recibir una educación y de disponer de un tiempo para la produc-
ción artística e intelectual que les era muy difícil a las mujeres laicas. En palabras
de un grupo de investigadoras de la Edad Media: «los monasterios femeninos eran
una sociedad equilibrada donde la vida del espíritu se conjugaba con la del cuerpo»
(VV. AA., 2000, p. 16).
Entre las monjas que encontraron en los muros del convento un refugio para
realizar su labor creativa podemos destacar la obra de tres artistas de identidad co-
nocida, entre un conjunto de obras que han pervivido como anónimas y que en
muchos casos serían obra de mujeres.
. El primero es el de Ende o Eude, que en el siglo X iluminó el Beatus del
Apocalipsis que se guarda en la catedral de Gerona. Su firma se conserva
en el manuscrito, junto con la precisa aclaración de que era Pintora y ser-
vidora de Dios.
. Otra de las figuras de pintoras medievales es Teresa Díez, religiosa activa en
torno a 1320, que realizó frescos de grandes dimensiones en varios monas-
terios de la provincia de Zamora. En el Real Monasterio de Santa Clara de
Toro se conservan tres frescos que constituyen los restos de un conjunto
de pinturas «en las que el naturalismo gótico se impone definitivamente a
la gravedad del románico y penetra en las figuras humanizando formas,
suavizando gestos y dulcificando los rostros» (Navarro, 1988, p. 85).

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. Se conocen también pinturas murales firmadas por Teresa Díez en otros


templos de Toro como el de San Pedro o el de San Sebastián de los Caba-
lleros (Navarro, 1988, pp. 197-205), así como su intervención en los mura-
les de La Hiniesta.

En los últimos años está teniendo un especial reconocimiento el nombre de


Hildegarda de Bingen, abadesa en un monasterio benedictino durante el siglo XII
que representa el prototipo de mujer culta: compuso música y escribió libros de cien-
cias, de botánica, de música y religiosos, siendo su obra mas conocida el Scivias
(Cómo conocer los caminos del Señor). Fue considerada como una mujer con gran
autoridad moral e intelectual en su época, manteniendo una rica correspondencia
con intelectuales y políticos como Enrique II de Inglaterra. Aunque se desconoce si
las ilustraciones de sus visiones que se recogen en el Scivias, minuciosas y de brillante
colorido, o las del Liber Divinorum Operarum, que se conserva en la biblioteca esta-
tal de Lucca, salieron directamente de su mano, lo que sí está claro es que se reali-
zaron bajo su minuciosa supervisión y que, en todo caso, procederían de la mano
femenina de una de las monjas de su convento.
A pesar de la idea generalmente aceptada de que el período renacentista signi-
ficó el avance social y cultural para toda la humanidad, las investigaciones feministas
han puesto de relieve que el Renacimiento no afectó de igual manera a la vida de
hombres y mujeres, siendo para estas últimas un período menos luminoso «al restrin-
gir el poder real de que habían gozado bajo el feudalismo»6. Es decir, no hubo un Re-
nacimiento femenino debido a que en este momento se produjo una regresión en la
posición cultural de las mujeres como consecuencia de que se les restringió el acceso
a ciertos saberes como las matemáticas y la geometría, base para comprender las leyes
de la perspectiva geométrica, el gran descubrimiento del primer Renacimiento. De este
modo «el pintar pasó a ser una más de una creciente lista de actividades en las que la
mujer tenía conocimientos intuitivos, pero no aprendidos, y a cuyas leyes no habían
tenido acceso» (Chadwick, 1992, p. 67). La causa es que en este momento se definie-
ron dos modelos de educación, uno para cada sexo: frente a la educación de los niños,
centrada en la aritmética, la lectura y la escritura, las niñas se formaban en casa es-
tando centrada su educación en la virtud y la moral.
Es interesante que en las aulas se haga hincapié en estos hechos, que marcan
un retroceso en la posición cultural de las mujeres y en la historia de su autonomía,
para evitar la tentación de que el alumnado considere la historia como una progre-
sión ininterrumpida de avance, sin posibilidad de marcha atrás, ya que esta creencia
les hace sentir vitalmente inmunes ante ciertos problemas y situaciones sociales que
sienten distantes y «pasados».

6. Whitney Chadwick (1992, p. 56), describe unas páginas antes cómo, entre los siglos XII y XV, la posición
social, económica y cultural de las mujeres fue mejorando, a la vez que se fue construyendo un nuevo
imaginario que se reflejó tanto en la imagen humanizada de las vírgenes góticas, como en las represen-
taciones de las mujeres que trabajan y se integraban en los gremios de artesanos en el contexto de una
nueva sociedad urbana.

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Este contexto justifica que haya pocos nombres de mujeres artistas que desta-
caron hasta avanzado el siglo XVI. Entre ellas destaca Sofonisba de Anguissola, artis-
ta muy alabada y conocida en su época, especialmente por sus retratos. Nacida en
una familia noble italiana entre los años de 1532 y 1536, tuvo una larga vida, ya que
murió en Palermo a edad muy avanzada, en el año 1625. La formación que recibie-
ron por igual los hijos e hijas de la familia siguió los principios humanistas y facilitó
que varias de las hermanas de Sofonisba se dedicasen a la pintura7. Sin embargo su
formación artística con el pintor Bernardino Campi fue sólo de tres años, bastante
más escasa que la que habitualmente tenían los artistas varones en la época, lo que
puede explicar ciertas debilidades en la obra de la pintora.
Como consecuencia de su fama se solicitó su presencia en la corte española,
en la doble calidad de pintora de la corte y de dama de la reina Isabel de Valois, a
quien impartirá clases de pintura, al igual que a sus hijas. En España conoció el arte
de Francisco Coello, fusionando así su formación italiana y el estilo de la corte espa-
ñola. Este hecho, unido a que las referencias que de ella se conservan hablan de ella
más como dama excepcional de la reina que como artista, explica que varias de sus
obras hayan sido atribuidas en algún momento a pintores como Coello, Zurbarán,
Leonardo da Vinci o Tiziano.
Algunos de sus autorretratos reflejan claramente la concepción socialmente
dominante de la mujer artista como una excepción, incluso una curiosidad. Por ello
el autorretrato femenino estaba de moda en la época, pues en ellos los compradores
adquirían a la vez la representación de la artista y la prueba de su capacidad artísti-
ca8. En la obra Bernardino Carpi pintando a Sofonisba de Anguissola, se representa
a sí misma, siendo pintada por su maestro, consciente de la excepcionalidad de su
posición como artista que es a la vez sujeto y objeto de la representación.
En España se conservan algunas obras de esta pintora, esencialmente retratos
caracterizados por un gran verismo como Retrato de joven dama desconocida (Museo
Lázaro Galdiano), Retrato de Isabel de Valois (Museo del Prado), Retrato de Felipe II
(Museo del Prado), Retrato de Doña Ana enlutada (Museo del Prado) o Retrato de la
Princesa de Éboli (Col. Duque del Infantado. Sevilla). Aunque la fama de Sofonisba
proviene esencialmente de los retratos, son también muy interesantes otras obras que
constituyen un género que la pintora trató con verdadera maestría, el de los grupos
familiares que presentaba con un cierto costumbrismo. Entre ellos destacan dos pie-
zas: La partida de ajedrez y Retrato de familia, ambos pintados en la década de 1550.
De esta pintora dice Bea Porqueres que: «Sofonisba Anguissola sirvió de prece-
dente a otras pintoras italianas que siguieron su ejemplo. Entre ellas conocemos los
casos de Lavinia Fontana e Irene Spilimbergo, que la citan explícitamente como ejem-
plo a seguir. [...] Mary D. Garrard apunta la posibilidad de que Artemisia Gentileschi
conociese la obra de Sofonisba» (Porqueras, 1994, p. 101).

7. Entre ellas destaca Lucía de Anguissola.


8. «No hay nada que desee más que la imagen de la artista, de forma que en un solo cuadro pueda ex-
poner dos maravillas; una, la de la obra; otra, la de la Maestra». Annibal Caro en carta al padre de Sofo-
nisba (Porqueres, 1994, p. 102).

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De este modo, a pesar de las dificultades impuestas por el marco sociocultu-


ral del momento, la existencia de obras femeninas conocidas facilitaba que sur-
gieran obras de otras mujeres. El nombre que más interés ha despertado entre las
artistas del siglo XVII es el de Artemisia Grentileschi, por la alta calidad de su obra
y por lo atípico de su trayectoria vital. Sin embargo, su vida, que se ha prestado a
ser novelada en varias ocasiones, no debe oscurecer el conocimiento de su obra de
gran fuerza y naturalismo barroco de raíz caravaggiesca. La formación pictórica
de Artemisia se inició, como en otros muchos casos de pintoras y pintores, en el
taller de su padre, a quien se han atribuido hasta hace poco algunas de sus obras.
Las falsas atribuciones y la dispersión o pérdida de varios de sus cuadros, ha con-
tribuido a que su obra fuera casi desconocida y valorada hasta el siglo XX. Su pintu-
ra presenta, sin embargo, una forma distinta de ver algunos de los tradicionales
temas religiosos comunes en la pintura barroca. Un buen ejemplo del reflejo de
una mirada diferente a la patriarcal dominante es la forma en que trató el tema
de Susana y los viejos, un tema religioso repetidamente pintado por otros muchos
y muy conocidos artistas como Rubens o Tintoretto. A lo largo de la historia este
tipo de temática ha servido de excusa para mostrar los cuerpos desnudos de las mu-
jeres para placer del espectador. Por ello se convirtió en un lugar común represen-
tar una parte muy concreta de esta historia bíblica: aquel pasaje en que Susana,
recién salida del río, se acicalaba en un idílico paisaje, exponiéndose inconsciente a
la mirada de los viejos lascivos. Artemisia, que pintó su Susana y los viejos cuando
contaba solamente 17 años, representa en primer plano a una muchacha, encerra-
da entre el banco, los hombres que la acosan y el agua que se sitúa a sus pies. Ella
rechaza con gesto duro y violento la mirada lasciva de los hombres que pretenden
asaltarla por la espalda, haciendo que quien mira la obra comparta con la prota-
gonista la sensación de acoso y la angustia ante la imposibilidad de huida. Aunque
podrían aquí comentarse otras obras de carácter religioso o mitológico pintadas por
esta artista y, especialmente, alguno de los interesantes autorretratos que Artemisia
realizó a lo largo de su vida, la escasez de espacio y el hecho de que se disponga de
monografías de fácil acceso sobre su obra lo desaconsejan.
Por otra parte, hay que evitar que la obra de esta pintora, aunque muy signifi-
cativa, oscurezca la creación de otras mujeres que durante el período barroco traba-
jaron en distintos lugares, como la holandesa Clara Peeters, una de las introductoras
del género de los bodegones, o Josefa de Ayala, que aunque nacida en Sevilla trabajó
esencialmente en la ciudad portuguesa de Obidos, siendo también los bodegones y los
temas florales sus preferidos. Más tarde destacaron Adelaide Labille-Guiard y Eli-
sabeth-Louise Vigée-Lebrun, dos pintoras de la corte del rey francés Luis XVI que
tuvieron gran fama en su época, y que, como dice la historiadora W. Chadwick,
«nunca se vieron libres de murmuraciones críticas en las que se aludía conjuntamen-
te a la mujer y a su obra». Ya en el Neoclasicismo hay que enmarcar la obra de otra
pintora que trabajó también básicamente durante el siglo XVIII, Angelica Kauffmann.
El siglo XIX fue un siglo especialmente negativo para las mujeres pues, mientras
se desarrollaban teorías socialmente avanzadas como el socialismo utópico, se creaba
toda una doctrina misógina que, apoyándose en las ciencias médicas, biológicas y psi-
cológicas, justificaba el carácter «natural» de la relegación de las mujeres, no sólo en

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el ámbito de la producción cultural, sino en toda la organización social burguesa. Más


que nunca la pintura y la música fueron artesanía o distracción feminil, y por tanto
secundaria cuando salía de manos de las mujeres, y se convertía en ARTE cuando salía
de las de un varón. En este momento se definió también el modelo de artista román-
tico que ha pervivido hasta la actualidad y cuyas cualidades «[…]–independencia,
confianza en sí mismo, competitividad– pertenecían a una esfera masculina de in-
fluencia y acción. Las mujeres que adoptaron estos rasgos [...] corrieron el riesgo de
que se las tachase de descarriadas sexuales» (Chadwick, 1992, p. 167).
La marcada misoginia imperante que negaba a la mujer toda capacidad creati-
va explica que se llegase a decir de Rosa Bonheur que era tan buena pintora «que no
pintaba como una mujer». También el círculo impresionista fue claramente andro-
céntrico, pues no hay que olvidar frases como la que se atribuye al pintor Jean Re-
noir: «Considero a las mujeres escritoras, juristas y políticas como monstruos, algo así
como terneras de cinco patas. La mujer artista es meramente ridícula, pero estoy a
favor de las cantantes y bailarinas». A pesar de todo, también en el impresionismo
surgieron varias figuras de mujeres artistas de gran importancia, entre las que puede
destacarse a Berthe Morisot y Mary Cassat. La calidad de la pintura de esta última
también hizo surgir «elogios» que desvinculaban su obra de su feminidad: «[sus cua-
dros] están ejecutados con mano maestra, con un toque enérgico que bien poco se
espera nadie que haya salido de los dedos de una mujer» (Chadwick, 1992, p. 212).
Es posible que la atracción que pronto tuvo el impresionismo sobre las muje-
res artistas estuviera en relación con la nueva temática que popularizaron los im-
presionistas: la vida cotidiana. Mas, como las mujeres no tenían acceso a una vida
libre en el ámbito público, tuvieron dificultades para reflejar la nueva sociedad
urbana en los cafés, cabarets o salas de baile, temas característicos de este movi-
miento, y hubieron de especializarse en asuntos de la vida doméstica: escenas de
interior, veraneos a la orilla del mar, visitas, etc. que, como dice Griselda Pollock
de las pinturas de Mary Cassat, «retratan las etapas de la vida de las mujeres de la
infancia a la niñez» (Pollock, 1995).
Entre el final del siglo XIX y los comienzos del XX surgieron más y más nombres
de mujeres artistas, como el de la escultora simbolista Camile Claudel, cuya dramá-
tica historia ha inspirado escritos novelescos y películas pero escasas investigaciones
sobre su obra. Las vanguardias del primer tercio del XX, caracterizadas por la agresi-
vidad plástica y la ruptura con el pasado, vieron surgir un buen número de creado-
ras en sus filas, a pesar del mantenimiento del carácter androcéntrico tanto del
concepto creación artística como de artista. A pesar de las dificultades que implicaba
el mantenimiento de una idea de «virilidad que todavía se asociaba al genio creador»
(Higonnet, 1993, p. 370), las mujeres, muchas veces situadas en los márgenes del
cubismo, del expresionismo, del surrealismo, etc., fueron haciéndose visibles cada vez
en mayor número y en todas las artes visuales: María Gutiérrez Blanchard, Sonia De-
launay, Liubov Popova, Käte Kollwitz, Gabrielle Münter, Paula Modersohn-Becker,
Georgia O’Keefe, Frida Kahlo, Tina Modotti, Dora Maar, Leonora Carrington o Meret
Oppenheim, serían sólo algunos ejemplos.
Una muestra de las dificultades con que aún tuvieron que enfrentarse las mujeres
para crear dentro de los movimientos de la modernidad es la aparente contradicción de

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Remedios Varo. Mujer saliendo del psico- René Magritte. La filosofía en el dormito-
analista (1961) rio (1947)

su presencia como creadoras en el surrealismo, un movimiento que Breton definió como


masculino y que, en consecuencia, al tratar la sexualidad, se refería exclusivamente a la
del varón, quedando la figura de la mujer relegada a mera inspiración, a objeto de deseo
sobre el que se habían de volcar todas las violencias plásticas y simbólicas imaginables.
En este contexto, la obra de las mujeres surrealistas tenía necesariamente que ofrecer
otra mirada, aprovechándose del resquicio que el surrealismo abría al rechazar el mundo
real, y al reflejar experiencias distintas, basadas en sus propias experiencias vitales. Una
obra ejemplar en este sentido es la de la catalana Remedios Varo, que desarrolló una pin-
tura muy personal y llena de ironía, en la que sus protagonistas, en muchos casos mu-
jeres que guardan un gran parecido con la propia pintora, se enfrentan al poder
paralizante del tiempo y a los objetos cotidianos en Mimetismo, y también a sus obse-
siones, a su pasado, como en Saliendo del psicoanalista, o hace un canto a la capacidad
creativa de las mujeres, en La creación de las aves.
Los avances en la emancipación de las mujeres que caracterizan el transcurrir del
siglo XX y marcan el inicio de la normalización de su presencia en el ámbito público, se
aceleran en la segunda mitad de éste, especialmente tras la revolución de 1968 y el de-
sarrollo de la segunda fase de los feminismos. La aceptación social generalizada de al-
gunas de las tradicionales reivindicaciones feministas explican que no sólo se produzca
una progresión geométrica en el número de mujeres que trabajan en el ámbito artísti-

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co sino que surja una nueva y consciente manera de crear, desde la clara consciencia
de ser mujer y de romper con las estereotipadas imágenes que la cultura ofrece.
La mayor parte de estas creadoras se ha planteado los problemas de la identi-
dad de género y la representación del cuerpo femenino, ofreciendo respuestas diver-
sas como la de Judy Chicago, autora de una obra paradigmática titulada La Cena, que
constituía un intento de construcción de una genealogía femenina a partir de una
iconografía claramente sexual, hasta las distintas representaciones corporales que en
su larga trayectoria ha realizado Louise Bourgeois, pasando por las fotografías de
Cyndy Sherman, que presenta la feminidad como una construcción social, como una
mascarada. Nikki de Saint Phalle, Ana Mendieta, Sophie Calle, Barbara Kruger, Rosema-
rie Trockel, Jenny Holzer y en España Esther Ferrer, Paloma Navares o Marina Nuñez
son algunos nombres de artistas que pueden citarse en la actualidad.

Mujeres creadas
A lo largo de los siglos la ideología patriarcal ha impuesto su mirada en todos
los ámbitos de la cultura, convirtiendo en única y, por tanto, universal la visión del
mundo de uno de los dos géneros: el masculino9.
Quizá el tema más repetido en la producción artística a lo largo de la historia
occidental sea el del cuerpo femenino: vírgenes, santas, diosas, amantes, musas, re-
presentación de virtudes, olas del mar convertidas en cuerpo de mujer... cualquier
tema era buena excusa para ofrecer a la mirada masculina los deseos y también los
miedos de los hombres respecto a las mujeres. Pero con tanto representar su idea de
«la mujer» perdieron de vista a las mujeres de carne y hueso, a aquellas con quienes
convivían. Así, fueron tras una idea, creando estereotipos sobre las mujeres, mien-
tras la realidad de éstas, su visión del mundo, era silenciada.
Una revisión de las imágenes femeninas de la historia del arte permite pronto
descubrir que la mujer es objeto, y no sujeto, de la mirada, y que la mayor parte de
los historiadores y críticos parecen compartir la idea de que «la mujer aparece como
un sinónimo de imagen, la una y la otra son dos objetos naturales del artista mascu-
lino» (Pollock, 1995).
Siendo el hombre el elemento activo, el dueño de la palabra y de la mirada según
Lacan, a la mujer sólo le queda ser un objeto pasivo «cuyo trabajo o gracia esencial es
hacerse merecedora de esa mirada. Ello determina desde el principio el papel del hom-
bre pintor y de la mujer modelo» (Serrano, 2000, p. 46). Por ello, las Venus que se ofre-

9. «El cuerpo de la mujer y todas las derivaciones de tipo erótico que en él se proyectan ha sido durante
siglos una imagen tan recurrente en el arte que hasta fecha muy reciente nadie se ha cuestionado si su
representación y lectura no podía ser de otro modo. Ningún tema pictórico está más determinado por una
compleja trama de intereses culturales que las narraciones visuales del cuerpo femenino y tales imágenes
no son susceptibles de una sola interpretación, simple y naturalista [...]. A la historia le ha sido –le está
siendo– muy difícil desterrar evidencias y lugares comunes, y su discurso interpretativo en el contexto de
una cultura patriarcal lamentablemente no podía ser otro: en realidad éste respondía a lo que se asumía
como el orden natural de las cosas» (Bornay, 1998, p. 12).

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cen pasivas e inconscientes de la mirada del pintor y del espectador proliferaron du-
rante el Renacimiento y el Barroco, ejemplificando, cuando se miraban al espejo, la idea
de la belleza despreocupada y el exceso de narcisismo. Algunas investigaciones recien-
tes también han puesto en evidencia que en la pintura religiosa del período barroco
proliferaron los temas sacados del Antiguo Testamento, en los que se habían buscado
aquellos pasajes con un contenido claramente erótico, e incluso sádico, respecto al
cuerpo femenino. Un buen ejemplo lo constituyen la gran cantidad de imágenes de
María Magdalena, ejemplo de «aquella viva emoción que apelaba a los sentidos, aquel
recrearse en un misticismo erótico que en más de una ocasión sorprende por su obsce-
nidad» (Bornay, 1998, pp. 21-22). Con los siglos los temas y estilos pictóricos han cam-
biado, pero no la focalización de la mirada patriarcal, que encontramos desde el Origen
del mundo de Gustave Courbet hasta las mujeres hipersexuales de Allen Jones10.
Esta objetualización de la figura femenina en la iconografía artística hunde sus
raíces en la larga y prestigiosa tradición de la filosofía aristotélica11, que define y sitúa
en la naturaleza y en la sociedad a ambos sexos de un modo jerárquico y asimétrico,
pues como afirma Aristóteles, «la naturaleza del hombre es más acabada y comple-
ta» (Durán, 2000, p. 34), con lo que justifica que «tratándose de la relación entre
macho y hembra, el primero es superior y la segunda inferior: por eso, el primero es
superior y la segunda es regida» (Durán, 2000, p. 28).
Según el filósofo griego, esta asimetría natural y social se justifica en un con-
junto de opuestos que enfrentan el principio femenino y el masculino, que asocia
respectivamente a cultura/naturaleza, forma/materia, activo/pasivo, caliente/frío,
derecha/izquierda, anterior/posterior y arriba/abajo.
Así, a lo largo de los tiempos se ha justificado el dominio del hombre-cultura
sobre la mujer-naturaleza12, pues siendo superior la razón a la naturaleza, ha de so-
meterla, de colonizarla. Por otra parte, esta asociación con la naturaleza somete a la
feminidad al ámbito natural, maternal y reproductivo y a un cierto determinismo
frente a los procesos vitales-biológicos. En la imaginería artística proliferan repre-
sentaciones que asocian a la mujer y al florecimiento de la naturaleza como el fa-
moso cuadro de La Primavera, de Boticcelli. Los cabellos de las mujeres se
transforman en vegetación en las múltiples representaciones de Flora, en La llama-
da de la noche del surrealista Paul Delvaux, o en las muchas imágenes femeninas que
se crearon en el Modernismo (Bornay, 1994), mientras en el mito de Apolo y Dafne,
pintado por Pollaiolo en el siglo XV, son las extremidades de la mujer las que se han

10. «El modo esencial de ver a las mujeres, el uso esencial al que se destinaban sus imágenes, no ha cam-
biado. Las mujeres son representadas de un modo completamente distinto a los hombres, y no porque lo
femenino sea diferente de lo masculino, sino porque siempre se supone que el espectador “ideal” es varón
y la imagen de la mujer está destinada a adularle» (Berger, 2000, p. 74).
11. El sistema de pensamiento aristotélico ha mantenido una gran vigencia a lo largo de los siglos en el
pensamiento occidental, como afirma Ma Luisa Femenías: «El legado aristotélico, aún vigente, parece tener
el interés de preservar y perpetuar una sociedad construida sobre un eje que valoriza, pondera y prioriza
lo masculino» (Femenías, 1996, p. 22).
12. «En ellas no es tan fuerte la razón como en los varones [...] pero las mujeres son más carne que espí-
ritu y por ende son más inclinadas a ellas que al espíritu» (Goldberg, 1974, p. 210).

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Il Giorgione. Venus dormida (1509-1510)

transformado en arbustos. En función de la asociación de la feminidad con la lejanía,


la oscuridad y los ciclos naturales que marcaba la fría luz de la luna, también han
proliferado en literatura y artes plásticas: las mujeres «pálidas como la luna» o las
representaciones de este astro como una mujer. Con todo, la forma de representa-
ción más extendida de la asociación naturaleza-mujer lo constituyen la multitud de
imágenes de maternidades, tanto religiosas como laicas, que mistifican el papel re-
productivo de la mujer como su única razón de ser.
Respecto a la dicotomía forma-hombre que se opone y, a la vez, estructura a la
materia-mujer, existen investigaciones que ponen en relación la tradición del desnudo
en la pintura occidental con el intento de la cultura patriarcal de contener «la materia
informe del cuerpo femenino» (Nead, 1998), convirtiéndolo así en cultura. Por otra parte,
la conjunción entre la idea de genio como sujeto masculino que mira y recrea su idea de
la mujer, objeto de la mirada, con las dicotomías forma-hombre y materia-mujer expli-
ca que uno de las temas recurrentes en las vanguardias históricas del primer cuarto del
siglo XX fuera el cuerpo femenino manipulado, alterado, roto y violado por la razón y la
creación (masculinas, por definición). Como afirma Gilles Neret en su estudio sobre el
erotismo en el arte, «la mujer, que en todo tiempo y ocasión ha jugado un papel domi-
nante en las artes plásticas, se ha convertido para ellos en un objeto de deseo, en una
muñeca hinchable que el artista puede manejar a su gusto» (Neret, 1994, p. 10).
La materia es, por principio, informe y pasiva, por lo que al ser representada le
corresponde las formas en reposo, esencialmente las horizontales. Por ello encontra-
mos en la historia del arte un gran número de imágenes de Venus, como La Venus dor-
mida de Il Giorgione y la Venus y el amor de Tiziano, que se ofrecen en reposo a la
mirada del espectador sin ser aparentemente conscientes de ella ni devolverla. Du-
rante el siglo XIX se llegó a la sublimación de la pasividad como uno de los rasgos bási-
cos de la feminidad, desarrollándose toda una iconografía de mujeres débiles, postradas

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e incluso muertas, como la Ofelia de Millais. Adolf Loos, uno de los arquitectos intro-
ductores de la modernidad en el siglo XX, asociaba en cualquier composición plástica la
línea horizontal a la imagen de una mujer acostada y la vertical a la del hombre que la
penetra, hecho que manifiesta palpablemente que la asociación de lo femenino con las
formas pasivas, frente a las activas (masculinas) no desaparece de la mente de los artis-
tas ni de su simbología, ni siquiera cuando estamos ante el arte más abstracto.
Cuando en las pinturas y esculturas las figuras de mujer rompen los límites y se
convierten en seres activos, saliéndose de los papeles atribuidos, surge el mal repre-
sentado por perversas figuras femeninas como Salomé, la vampiresa, la medusa, la
esfinge, la bruja o la prostituta, metáforas de todas las catástrofes para el hombre.

En el aula
Anteriormente he destacado la necesidad de ser conscientes de que comprome-
terse con una visión crítica de la historia del arte desde la óptica de la igualdad de opor-
tunidades entre los sexos en el medio educativo, no es dar a la disciplina un pequeño
barniz que añada unos pocos contenidos nuevos, sino que supone un verdadero replan-
teamiento de la misma, poniendo en solfa conceptos fuertemente asentados en nues-
tras mentes y métodos de análisis, como el estilístico que, en ocasiones, no nos servirán
para establecer unos parámetros válidos con que medir la obra de las mujeres artistas.
En definitiva, nos obligarán a revisar cada lectura, cada obra, cada atribución, siendo
conscientes de que estamos inmersos en una estructura de pensamiento deudora del
patriarcado. Una cita de Bea Porqueres nos pone sobre aviso del «cataclismo» que puede
sufrir el profesorado que desee acercarse a esta temática con coherencia:
En cuanto a incorporar el análisis de obras hechas por mujeres al estudio de la histo-
ria del arte, es imprescindible replantear de forma crítica el conjunto de la disciplina y,
por descontado, de su didáctica. En cuanto a los materiales necesarios para ilustrar el
cambio de perspectiva propuesto, se trata de comenzar en cada escuela e instituto a
elaborar diapositivas para uso de los departamentos y seminarios, o de presionar a las
empresas editoras de materiales para que incorporen a sus colecciones obras de pin-
toras, escultoras, arquitectas. También habría que ampliar los fondos de las bibliote-
cas con la bibliografía adecuada, pensar en nuevos textos para comentar y en una
manera diferente de comentarlos. (Porqueres, 1995, p. 8)

Aunque han pasado algunos años desde que Bea Porqueres escribió el texto an-
terior, los problemas de falta de materiales y recursos didácticos comercializados
sigue siendo desgraciadamente una realidad en España. Los libros de texto siguen
incorporando los nombres y las obras de las mujeres artistas en una proporción ri-
dícula y, al contrario de lo que pasa con la imagen publicitaria o de los medios de
comunicación de masas, las imágenes artísticas se mantienen salvaguardadas del
análisis de los sesgos y estereotipos de género. Evidentemente, faltan también dia-
positivas, material videográfico e informático sobre este tema, lo que supone un pro-
blema añadido para el profesorado. Sin embargo, existen cada vez más páginas de
Internet que pueden constituir una buena fuente de información y de imágenes para

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su utilización directa o indirecta en el aula. Por ello, aún a riesgo de que esta infor-
mación quede pronto obsoleta, al final de este texto incluyo algunas direcciones de
Internet, pero una vez iniciado el proceso, resulta fácil saber cómo y dónde encon-
trar en la red bastante de la información deseada.
Por otra parte, en el texto de Bea Porqueres que anteriormente citaba se habla-
ba de «incorporar el análisis de obras hechas por mujeres al estudio de la historia del
arte», es decir, de hacer una verdadera historia universal, teniendo en cuenta la pro-
ducción y las visiones de hombres y mujeres, y por tanto, que hay que evitar caer en
una historia del arte de las mujeres como una historia paralela, que siempre se vería
como secundaria o como esencialista. Bien es cierto que, dada la escasa trayectoria
de esta visión del arte en el medio educativo, construir esta historia del arte respe-
tuosa con los valores de género implica actualmente aún tener que hacer un hin-
capié especial en la producción de las mujeres, y destacar de modo especial los rasgos
androcéntricos y etnocéntricos de la producción artística occidental.
La última de estas breves recomendaciones es que en el aula resulta muy inte-
resante poner en evidencia la continuidad entre la iconografía artística y la publicidad
en lo que a los valores de género se refiere (Pérez Gaulí, 2000).

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este artículo se recoge una entrevista con la historiadora del arte Griselda Po-
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El aprendizaje de las identidades


femeninas y masculinas en la cultura
de masas

Carlos Lomas
Centro del Profesorado de Gijón (Asturias)

Las palabras importan. Aunque creamos que estamos utilizando el lenguaje, es el lengua-
je quien nos utiliza. De forma invisible moldea nuestra forma de pensar sobre las demás
personas, sus acciones y el mundo en general [...]. Cualquier debate que se centre en es-
tablecer las diferencias entre los patrones de conducta que caracterizan a los hombres y
a las mujeres pasa por hacerse esta pregunta: ¿a qué se debe la existencia de dichos
patrones? Sin lugar a dudas existe un componente biológico. No obstante, la influencia
cultural es capaz de sobreponerse a cualquier herencia genética. (Deborah Tannen, 1998)

En su largo itinerario de aprendizajes durante la infancia y la adolescencia las per-


sonas adquieren en el seno de la familia y de la escuela una serie de conocimientos, de
habilidades, de valores y de actitudes acerca del entorno físico, cultural y social en el que
viven. Sin embargo, en las sociedades contemporáneas, sus saberes sobre el mundo no
sólo dependen ya de los aprendizajes adquiridos en el ámbito familiar y en las institu-
ciones escolares (en el aula con muros de la escuela). Cada vez más su saber sobre el
mundo es también el efecto de la influencia de los mensajes de la cultura de masas
(prensa, televisión, publicidad, Internet...). El aula sin muros de la ventana electrónica del
televisor se erige así en nuestros días no sólo en el tótem doméstico por excelencia sino
también en el ojo mágico con el que observamos a todas horas el mundo. Como seña-
lara hace décadas en un trabajo ya clásico el semiólogo italiano Umberto Eco (1965), «el
universo de las comunicaciones de masas es –reconozcámoslo o no– nuestro universo».

Una versión abreviada de este texto fue publicada hace unos meses en el número 28 de Textos de Di-
dáctica de la Lengua y de la Literatura (abril-junio de 2001).

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En esa conversación simbólica entre las personas y los textos de la cultura de


masas todo se orienta, bajo la apariencia de informar y de entretener, a convertir a
esos textos en intermediarios entre la mirada de la infancia y de la adolescencia y el
mundo que les aguarda1. Nada es real entonces si no adquiere –en la ventana elec-
trónica del televisor– el estatuto incontestable de lo obvio y de lo verdadero. De esta
manera, el efecto social de los mensajes de los textos de la cultura de masas es hoy
doble: por una parte, de naturaleza cognitiva y cultural, ya que contribuyen a la
construcción de la identidad sociocultural de las personas al difundir a gran escala un
conocimiento compartido del mundo; por otra, de naturaleza ideológica, al constituir-
se en eficacísimas herramientas de consenso social y de transmisión de ideologías, es-
tilos de vida y estereotipos2.
En este texto analizaré algunas de las estrategias comunicativas utilizadas en la
prensa, en la televisión y en la publicidad al servicio de la construcción de los este-
reotipos sexuales y de los arquetipos culturales de lo femenino y de lo masculino. El
objetivo de estas líneas es mostrar cómo, pese a algunos avances y a una cierta ex-
tensión de un uso «políticamente correcto» del lenguaje en los textos de la cultura de
masas, aún persisten usos y abusos comunicativos que utilizan la diferencia sexual
con el fin de contribuir a la desigualdad sociocultural entre hombres y mujeres.

Igualdad y diferencia: el laberinto


de las identidades femeninas y masculinas
Si un interrogante sigue aún vigente en cualquier indagación sobre las identi-
dades masculinas y femeninas es el siguiente: ¿Iguales o diferentes? En los últimos años
en los ámbitos del feminismo, de la política y de la educación (véase Lomas, 1999b)
es posible observar una tensión entre igualdad y diferencia, entre quienes ponen el
acento en el derecho a la igualdad entre mujeres y hombres y quienes optan por su-
brayar la diferencia sexual como eje que da sentido a la emancipación femenina.
Según se insista en la igualdad entre los sexos o en el significado específico y distin-

1. Quizá por ello en algunas investigaciones sobre la cultura de masas se habla de industrias de la con-
ciencia y de industrias de la realidad al aludir a los efectos cognitivos y sociales de la prensa, de la tele-
visión y de la publicidad.
2. Un estereotipo es una imagen convencional o una idea preconcebida sobre objetos, personas y grupos so-
ciales que construye un universo de significados enormemente eficaces en el aprendizaje de modos de ver
y de entender el mundo. El estereotipo es en este sentido un mensaje de estructura autoritaria en la medi-
da en que difunde una visión simplificada de la realidad en detrimento de otras maneras más complejas de
entender a las personas y a los grupos sociales. Por tanto, los estereotipos no son inocentes ni neutrales ya
que tienen un efecto emotivo e ideológico en el modo en que conocemos el mundo y en la defensa del sta-
tus quo. Los estereotipos suelen conllevar un juicio de valor peyorativo con respecto a las personas y a los
grupos socialmente desfavorecidos en el que se elude cualquier análisis histórico. De este modo constituyen
«etiquetas» que, por una parte, facilitan una comprensión trivial de las cosas ajena a cualquier dialéctica y,
por otra, actúan como herramientas de descrédito, menosprecio y ocultación de algunas personas y de al-
gunos grupos sociales a causa de su identidad sociocultural, sexual, racial, ideológica...

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tivo de la diferencia sexual se derivan unas u otras teorías feministas y unas u otras
prácticas políticas y educativas.
Aunque los senderos de la indagación feminista se bifurcan en la actualidad en
los territorios (en ocasiones divergentes) del feminismo de la igualdad y del feminismo
de la diferencia, algunas personas –entre las que me encuentro– creemos que al final
esos senderos han de converger ensanchando así el camino hacia una mayor equidad
y justicia en las relaciones entre mujeres y hombres. Al fin y al cabo igualdad entre mu-
jeres y hombres no debe significar (aunque ciertamente haya sido así en algunas oca-
siones) la adopción por parte de las mujeres de las ideologías y de los estilos de vida
asociados al orden simbólico masculino ni el olvido de lo que constituye su específica
y diferente identidad sexual y cultural. Como señala Luce Irigaray (1992), «¿a qué o
a quiénes desean igualarse las mujeres? ¿A los hombres? ¿A qué modelo? ¿Por qué no a
sí mismas? La igualdad entre hombres y mujeres no puede hacerse realidad sin un pen-
samiento del género en tanto que sexuado, sin una nueva inclusión de los derechos y
de los deberes de cada sexo, considerado como diferente, en los derechos y deberes so-
ciales». Sin esta perspectiva la lucha a favor de la igualdad entre mujeres y hombres
corre el peligro de convertirse en una carrera sin final hacia la imitación del orden sim-
bólico asociado tradicionalmente a los varones convirtiendo así el feminismo de la
igualdad en un feminismo a la medida del poder y de la política de los hombres.
Pero también es cierto que el énfasis en la diferencia sexual a veces trae con-
sigo una cierta obsesión por identificar a cualquier precio unas señas de identidad
uniformes y homogéneas en mujeres y en hombres a la búsqueda y captura de una
esencia arquetípica de la mujer y del varón (Martín Rojo, 1996) ajena a cualquier otra
contingencia que no sea el origen sexual. Es cierto que la diferencia sexual condiciona
de una manera distinta en mujeres y en hombres tanto la experiencia sensible del
mundo como su representación simbólica en el lenguaje. Pero mujeres y hombres son
diferentes no sólo porque tengan un sexo inicial distinto. A esos cuerpos de mujeres
y de hombres se añaden los modos culturales de ser mujer y de ser hombre en una
sociedad y en una época, y esos modos tienen su origen no sólo en diferencias sexuales
sino también en diferencias socioculturales (como la pertenencia de cada mujer y de
cada hombre a una u otra clase social, etnia o raza, el diferente estatus económico y
el diferente capital cultural de las personas, los diferentes estilos de vida, creencias
e ideologías...) que condicionan, al igual que el sexo biológico, las diversas maneras de
ser y de sentirse mujeres y hombres en nuestras sociedades. Dicho de otra manera, las
identidades masculinas y femeninas están social e históricamente constituidas y en
consecuencia están sujetas a las miserias y a los vasallajes de la cultura patriarcal
pero también abiertas a la utopía del cambio y de la igualdad.

¿Todos los hombres son iguales?


Por tanto, no existe una esencia arquetípica de lo femenino y de lo masculino
sino un mosaico de identidades de género –heterogéneas y en ocasiones antagóni-
cas– adscritas a uno u otro sexo. De ahí que en la mayoría de los estudios sobre la
identidad femenina y masculina se tenga en cuenta que no existe una manera única

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y excluyente de ser mujer y de ser hombre sino mil y una maneras diversas de ser
hombres y de ser mujeres. Y ello es cierto incluso en el caso de la identidad masculi-
na, cuyas transformaciones han sido y son aún más lentas que los cambios acaecidos
en los contextos de la emancipación femenina. Esa lentitud en el cambio de las iden-
tidades masculinas hegemónicas no tiene que ver en absoluto con el lastre de una
esencia natural de lo masculino sino con el vínculo cultural entre masculinidad y
poder. En efecto, «como a Prometeo, a los hombres se les ha atribuido la facultad
simbólica de robar el fuego a los dioses. El guerrero que vence al enemigo, el religioso
que interpreta a los dioses, el donjuán que seduce a las mujeres, el científico que
doblega a la naturaleza, el técnico que la remodela, o el homus económico que cal-
cula cuándo ama y cuándo invierte, todos los arquetipos viriles suelen hacer hincapié
en manifestaciones de un poder humano sobre algo» (Bourdieu, 1990).
En consecuencia, como señala Elizabeth Badinter (1992) a propósito de la iden-
tidad masculina:
. No hay una masculinidad única y hegemónica, lo que implica que no existe
un modelo masculino universal y válido para cualquier lugar, época, clase
social, edad, raza, estatus... sino una diversidad heterogénea de identidades
masculinas y de maneras de ser hombres.
. La versión dominante de la identidad masculina no constituye una esencia
sino una ideología de poder y de opresión a las mujeres que tiende a justi-
ficar la dominación masculina.
. La identidad masculina, en todas sus versiones, se aprende y por tanto tam-
bién se puede cambiar.

Subrayar que la masculinidad es heterogénea es especialmente oportuno desde


un punto de vista educativo ya que no todos los chicos ni todos los hombres son
iguales (Askew y Ross, 1991) y algunos (ciertamente aún no demasiados) están en la
actualidad intentando otros caminos ajenos a los rumbos explorados (y esquilmados)
por la sociedad patriarcal y por la cultura androcéntrica. Como señalan Xavier Ram-
bla, Marta Rovira y Amparo Tomé (1999, p. 48), «la masculinidad adolescente está
cambiando de una manera contradictoria. Los adolescentes están afrontando hoy en
día una serie de cambios sociales, entre los que se inscribe el avance hacia la igual-
dad entre hombres y mujeres, pero sobre todo las complicaciones que surgen en la
etapa de la juventud. El paro juvenil, el alargamiento de los estudios, el retraso de
la emancipación familiar en la Europa del Sur, la devaluación de las credenciales edu-
cativas, la relativización de los ritos religiosos y laicos, el debilitamiento formal de
las viejas clasificaciones escolares segregacionistas, la influencia de las mercancías
culturales sobre la formación de las identidades, todos estos factores colocan a los
adolescentes de uno y otro género ante una realidad en la que no acaban de funcio-
nar sus atributos de género, sus prejuicios y sus estereotipos».
Es en este contexto en el que la educación debería contribuir a mostrar otras
maneras de entender la identidad masculina ajenas a los arquetipos viriles transmi-
tidos por la cultura androcéntrica a lo largo de los siglos. Como señala Mabel Burin
(Burin y Meler, 2000), es esencial volver a pensar sobre las identidades masculinas
«de manera que los varones puedan empezar a desarrollar visiones diferentes de sí

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mismos. En lugar de considerar que sus masculinidades están dadas, podría delinearse
un sentido crítico de la cultura patriarcal que los ha alejado de los vínculos emocio-
nales significativos. No es una tarea fácil pero sigue siendo vital para el replantea-
miento de las masculinidades». En ese afán conviene volver a pensar sobre el modo
en que la escuela contribuye a la construcción de la masculinidad (Ellen Jordan,
1995) a la vez que reflexionar sobre el poder de la educación a la hora de favorecer
aprendizajes orientados a mostrar a los niños, a los adolescentes y a los jóvenes otras
maneras de entender sus identidades masculinas de modo que éstas se construyan
ajenas al ejercicio obsceno del poder y al menosprecio de las mujeres y en torno a
relaciones de consenso y de colaboración que hagan posible el despliegue de las
subjetividades femeninas y masculinas, tanto en el ámbito íntimo como en la esfera
pública, sin predominios ni exclusiones.

Somos lo que decimos (y hacemos al decir)


Cuando las personas usan una lengua no sólo construyen oraciones y transmi-
ten significados sino que también, y a la vez, exhiben en sus formas de hablar y de
escribir una serie de indicios lingüísticos acerca de sus identidades sexuales y socio-
culturales. Cuando hablamos (sea cual fuere el contenido de lo dicho) las palabras
dicen algunas cosas sobre quiénes somos, cuál es nuestro origen geográfico, cuál es
nuestro sexo y edad, a qué clase social pertenecemos y cuánto capital cultural posee-
mos... Dicho de otra manera: somos lo que decimos y hacemos al decir ya que el uso
lingüístico es un espejo fiel de la identidad sexual y sociocultural de las personas.
Quizá por ello una de las maneras de estudiar y de entender las formas de vida de
una sociedad es analizar cómo se reflejan en el uso de la lengua las diferencias sexua-
les y sociales en cada cultura y, a la vez, cómo contribuye el lenguaje a conformar
esa cultura y a asignarle sentido (Tusón, 1995).
En este contexto abundan los estudios orientados a analizar cómo la gramática,
el vocabulario y los usos lingüísticos, en su calidad de espejo de una cultura andro-
céntrica, contribuyen a la desigualdad sociocultural de las mujeres, al mantenimiento
de la hegemonía masculina, a la construcción cultural de las identidades masculina y
femenina y de los estereotipos sexuales, y a la ocultación y al menosprecio de lo fe-
menino en los ámbitos del saber y del poder. Los estudios sobre lengua, sexo y género3
se han ocupado de investigar cómo trata (y cómo maltrata) el lenguaje a las mujeres
con el fin de dilucidar si existe o no sexismo en la lengua y en los usos lingüísticos de
las personas y, si en efecto es así, de qué manera contribuyen tanto a la dominación
masculina como a la invisibilidad y al silencio de las mujeres en el territorio de las

3. Entiendo por género el conjunto de fenómenos sociales, culturales y psicológicos asociados al sexo de
las personas. En lingüística el concepto de género tiene un significado restringido a su cualidad de siste-
ma de clasificación gramatical de las palabras que se manifiesta en la concordancia. Sin embargo, en el
ámbito de la investigación sobre las identidades masculinas y femeninas, el género es el efecto de un pro-
ceso social que transforma una diferencia biológicamente determinada (macho/hembra) en una distin-
ción cultural (hombre/mujer).

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palabras (Lomas, 1999a ). El ámbito de estudio ha sido en unas ocasiones la gramática


de la lengua; en otras, el léxico de esa lengua y el diferente significado de las palabras
y de los enunciados según aludan a unos y a otras. En estas investigaciones se han
puesto de manifiesto algunos de los mecanismos de la discriminación lingüística de las
mujeres, como la asimetría en las formas de tratamiento, los duales aparentes
(«hombre público/mujer pública»), las asociaciones estereotipadas («hombre estresa-
do/mujer histérica»), los insultos, los refranes sexistas, los vocablos androcéntricos,
la ausencia de formas femeninas en el léxico referidas a oficios y a titulaciones, el
uso equívoco del masculino como genérico... Una última línea de investigación es la
que en el ámbito de la sociolingüística, del análisis del discurso y de la pragmática se
ocupa de los intercambios lingüísticos entre hombres y mujeres y del análisis de las
estrategias conversacionales entre unos y otras. En todos estos estudios e investiga-
ciones sobre el sexismo en la lengua se describe «cómo el androcentrismo no sólo
coloca al varón, a sus preocupaciones y a sus puntos de vista, en una posición central,
sino que ignora y silencia otros discursos y otros puntos de vista, instituyéndose
como norma. El discurso androcéntrico constituye un ejemplo más de apropiación
de la palabra» (Martín Rojo, 1996, p. 10).
Sin embargo, el sexismo no sólo se manifiesta en la gramática y en el léxico de
la lengua (véase Lakoff, 1972; Yagüello, 1987; García Messeguer, 1988 y 1994; Iriga-
ray, 1990; Tannen, 1990 y 1994; Lozano Domingo, 1995; Tusón, 1999, entre otras) sino
también en la conversación espontánea (Maltz y Borker, 1982; West y Zimmerman,
1983; Tusón, 1995 [1997, pp. 93-96]), en el discurso de los medios de comunicación
de masas, en la «prensa femenina» (Carrington y Bennet, 1996; Feliú Arquiola y otras,
1999; Zullo, 1999) o en el espectáculo de la seducción publicitaria (Marmori, 1968;
Peña Marín y Fabretti, 1990; Lomas, 1996; Lomas y Arconada, 1999; Correa, Guzmán
y Aguaded, 2000)... A través del uso lingüístico cotidiano y de los textos de la cultura
de masas se construyen y difunden a gran escala algunos arquetipos de lo femenino
y de lo masculino que consagran la desigualdad de las mujeres en los ámbitos de lo
íntimo y de lo público y se impone a las personas una determinada manera de enten-
der el mundo y las relaciones entre hombres y mujeres.

Aprender a ser mujeres, aprender a ser hombres:


la construcción de las identidades
femeninas y masculinas
en los escenarios de la cultura de masas
Si ser mujer y ser hombre es algo más que ser en un cuerpo sexuado, si es el efec-
to de una serie de influjos culturales y de mediaciones subjetivas y sociales que contri-
buyen a construir el modo en que cada uno y cada una se siente hombre y mujer,
entonces cabe analizar los ámbitos en los que esa diversa socialización tiene lugar. La
escuela, la familia, el grupo de iguales, el entorno físico y cultural y otros factores cons-

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tituyen así algunos de los escenarios determinantes en la construcción de las identida-


des sexuales y culturales de los hombres y de las mujeres. Sin embargo, en la actualidad
las maneras en que entendemos el mundo (y en consecuencia la manera en que cons-
truimos nuestras identidades en él) tienen que ver también con otras mediaciones y con
otros influjos. Los textos de la cultura de masas (prensa, cómic, cine, televisión, publi-
cidad, Internet, videojuegos...) exhiben a gran escala ficciones, mitos y símbolos, héroes
y heroínas, escenarios, escenas y argumentos, estereotipos y arquetipos, valores y creen-
cias, relatos y contextos que influyen de una manera determinante en las ideas que
sobre el mundo y sobre las personas adquirimos desde la más tierna infancia.
En estos textos se transmiten de forma obvia u oculta significados en torno a
conceptos como «feminidad», «masculinidad», «poder», «familia», «infancia», «ado-
lescencia»... Los textos de la cultura de masas constituyen de esta manera media-
ciones eficacísimas entre el mundo y la mirada de la infancia, de la adolescencia y de
la juventud al ofrecer unas u otras versiones y visiones del mundo y al subrayar y ocultar
unos u otros aspectos de la realidad. Con su omnisciencia comunicativa exhiben la
falacia de ser ventanas abiertas al mundo e inocentes espejos de la realidad. Sin
embargo, como señala Carmen Luke (1996), «los textos culturales son en realidad
sustitutivos de la experiencia «real» y proporcionan un marco de referencia ideológica
y cultural de masas ante el que las personas reaccionan de distintas maneras: lo des-
precian, lo abrazan o se sumergen en él [...]. Es probable que los textos de la cultura
popular constituyan una pedagogía más poderosa que todos los conocimientos y
destrezas, en general descontextualizados, que se enseñan en las instituciones for-
males de enseñanza». Indagar sobre el modo en que se exhibe a las mujeres y a los
hombres en los escenarios de la cultura de masas, contribuyendo así a la difusión in-
discriminada de los estereotipos sexuales y de los arquetipos sociales de lo femenino
y de lo masculino, es hoy una tarea esencial si de lo que se trata es de entender ese
ámbito preferente de la construcción de las identidades sexuales que son los textos
de la cultura de masas y de educar en el aprendizaje de actitudes críticas ante el
sexismo y el menosprecio de las mujeres en los territorios del discurso.
En las líneas que siguen mostraré algunos ejemplos de cómo en las páginas de
la prensa «femenina», en la ventana electrónica del televisor y en el escenario inma-
culado de los anuncios se contribuye al aprendizaje cultural de las identidades
masculinas y femeninas a través del uso y abuso de algunas estrategias lingüísticas e
iconográficas y de la exhibición hasta el infinito de los estereotipos sexuales y de los
arquetipos canónicos de lo masculino y de lo femenino.

Cómo hablan las mujeres (y cómo se habla


a las mujeres) en las revistas «femeninas»
Una línea de investigación enormemente sugerente en el ámbito de los estudios
feministas la constituyen las indagaciones sobre cómo la prensa «femenina» transmi-
te la ideología del patriarcado al atribuir a las mujeres una conducta y una manera
de ser y de actuar específicas. Así, por ejemplo, Angela McRobbie (1991), al estudiar

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las revistas femeninas dirigidas a las adolescentes, señala cómo éstas aspiran a mol-
dear su identidad cultural acercándola a un estereotipo de esencia femenina carac-
terizada por su sumisión al mundo de los adolescentes. En su opinión, los textos de
estas revistas reflejan un entramado ideológico articulado en torno a cuatro códigos:
el código romántico, el código doméstico, el código de la moda y el código de la mú-
sica pop. Para otras autoras, como Naomi Wolf (1991), el objetivo de este tipo de re-
vistas no es otro que el fomento del consumo de objetos, el estímulo de las conductas
heterosexuales, el énfasis en el hogar como escenario «natural» de las mujeres y la
conversión del cuerpo femenino en objeto de atención preferente tanto para la pro-
pia satisfacción como para una eficaz seducción del varón. Sin embargo, otras autoras
como Kerry Carrington y Ann Bennet (1996), subrayan cómo de un tiempo a esta
parte algunas de estas publicaciones evitan este modo habitual de entender a las mu-
jeres e intentan una síntesis entre los estereotipos tradicionales y la construcción de
discursos alternativos fronterizos con los discursos del feminismo y de la liberación
de la mujer. En su opinión, estas revistas aportan a las adolescentes «las destrezas y
técnicas necesarias para hacer caso omiso de las representaciones dicotómicas de la
feminidad y de la masculinidad de la cultura popular».
Elena Feliú Arquiola y otras autoras (1999) estudian cómo se manifiestan en
estas revistas las diferencias comunicativas entre hombres y mujeres con el fin de in-
dagar sobre los estilos masculinos y femeninos que subyacen a una y otra manera de
comunicarse. En su opinión, en este tipo específico de publicaciones encontramos
una peculiar divulgación de las investigaciones sociolingüísticas y de las indagaciones
feministas sobre cómo se comportan comunicativamente las mujeres tanto entre
ellas como con sus interlocutores varones y por tanto sobre cómo se manifiesta la
diferencia sexual en el uso lingüístico de las personas.
Robin Lakoff (1972) analizó hace ya tres décadas algunos elementos lingüísticos
que aparecen en el habla de las mujeres, especialmente en el contexto de las con-
versaciones mixtas. Lakoff señaló como indicios de este sociolecto femenino una
mayor variedad de patrones de entonación, algunas formas específicas de nombrar
en el ámbito léxico (por ejemplo, en la designación de los colores o en el uso de adje-
tivos valorativos, diminutivos y superlativos), la utilización de giros y formas de cortesía
con el fin de sustituir al imperativo verbal al hablar con una función conativa (¿no te
gustaría ir al teatro?), el empleo de modalizadores que atenúan las afirmaciones o
expresan duda (quizás sea así), el recurso a preguntas eco (¿no crees?, ¿verdad?, ¿qué
te parece?, ¿vale?, ¿sabes?, ¿eh?, ¿no?...) con el fin de obtener el acuerdo del interlo-
cutor y evitar el conflicto, el uso de citas de autoridad con el fin de avalar el propio
discurso, especialmente en aquellas situaciones de comunicación en las que se ob-
servan desigualdades de poder (conversaciones mixtas, contextos asimétricos...), la
utilización continua de la segunda persona y de la primera persona del plural con una
finalidad fática e inclusiva, el despliegue de un estilo comunicativo escasamente
asertivo y orientado a la cooperación conversacional, el cambio continuo de tema y
la abundancia de solapamientos, etc. Estos y otros usos lingüísticos de las mujeres
conforman un estereotipo de habla femenina que tiene bastante que ver con cómo
se enseña a hablar a las mujeres en nuestras sociedades. En este sentido las formas
de hablar antes citadas serían el efecto de un aprendizaje cultural que limita el derecho

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de las mujeres a usar la palabra con absoluta autonomía y favorece en cambio una
expresión lingüística insegura y en ocasiones banal. Como escribe Luisa Martín Rojo
(1996, p. 12), «los rasgos del estereotipo de habla femenina señalan la exclusión de
la mujer de la esfera del poder, no sólo porque socialmente no puede ejercerlo, sino
también porque no puede expresarlo lingüísticamente».
Otro ámbito de estudio en relación con el lenguaje femenino es el que se refie-
re a las estrategias pragmáticas y a las expectativas sobre cómo se usa (o debe usarse)
la lengua y sobre cómo deben comportarse quienes hablan en las diversas situacio-
nes de comunicación. En este aspecto incluiríamos los estereotipos de género (cómo
se considera socialmente que es o debe ser el habla femenina) y las normas de gé-
nero (cómo deben hablar las mujeres en cada situación de comunicación). Diversas
investigaciones antropológicas y sociolingüísticas sobre la conversación espontánea
entre hombres y mujeres demuestran cómo las desigualdades de poder entre unos y
otras y la diferente socialización de los niños y de las niñas (incluida su socialización
en las instituciones escolares) constituyen la causa determinante de las estrategias
conversacionales utilizadas por las personas de uno u otro sexo, de sus diferentes con-
ductas comunicativas y de sus posibles malentendidos (Maltz y Borker, 1982). West y
Zimmerman (1983) señalan cómo en las conversaciones mixtas la mayoría de los
hombres utilizan de manera casi exclusiva y excluyente los turnos de palabra e inte-
rrumpen de forma continua el uso de la palabra de las mujeres. Otras autoras, como
Deborah Tannen (1990), insisten en este enfoque al señalar cómo en las conversa-
ciones mixtas las expectativas de hombres y mujeres son diferentes ya que unos y
otras proceden de «subculturas» diferentes que convertirían las conversaciones hete-
rosexuales en conversaciones interculturales en las que los malentendidos y los
conflictos son habituales. En opinión de Tannen (1990), en la mayoría de los hombres
el estilo discursivo dominante es un estilo informativo («report talk») cuyo uso se
orienta a conservar su autonomía y a negociar su estatus en el contexto de las jerar-
quías entre uno y otro sexo mientras que en la mayoría de las mujeres el estilo
discursivo dominante es un estilo relacional o cooperativo («rapport talk») orientado
a la solidaridad conversacional a través de estrategias de cortesía positiva y de la
búsqueda del consenso en la interacción.
¿Cómo se manifiestan estos estudios sobre el habla de las mujeres y de los
hombres en las revistas femeninas? En primer lugar, en el empleo continuo de algu-
nos de los estereotipos lingüísticos del habla de las mujeres estudiados por Lakoff
(1972). En segundo lugar, en el modo en que la revista «habla» a sus lectoras y cons-
truye discursivamente su identidad femenina. Y, en tercer lugar, en sus consejos a las
lectoras sobre cómo deben comportarse comunicativamente tanto en el ámbito
íntimo y familiar como en el ámbito público y laboral4. En las líneas siguientes ana-
lizaré algunas de las estrategias lingüísticas utilizadas por las revistas «femeninas»
en su «conversación simbólica» con las lectoras ya que estas estrategias constitu-
yen en mi opinión un indicio significativo de cómo se construye a través del uso

4. Algunas revistas «femeninas» aconsejan a sus lectoras el uso de las estrategias del estilo relacional o
cooperativo, o sea, del estilo discursivo atribuido de una manera estereotipada a las mujeres.

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del lenguaje un estereotipo femenino que, aunque crea la ilusión de identificarse con
«una nueva mujer», no es sino una versión atenuada y edulcorada del viejo arqueti-
po tradicional de la mujer transmitido a lo largo de siglos de dominación masculina.
En su estudio sobre las estrategias discursivas de revistas como Telva y Cosmopo-
litan, Elena Feliú Arquiola y otras autoras (1999) afirman que abundan en estas revis-
tas las estrategias de solidaridad e inclusión, es decir, los usos lingüísticos orientados
a construir en la interacción un «tú» o un «nosotras» que actúe como expresión del
deseo de solidaridad y de identificación entre cada revista y sus lectoras. Algunas de
estas estrategias de solidaridad e inclusión son, por ejemplo, la continua apelación a
las lectoras, el uso de la segunda persona (y el consiguiente abuso del tuteo), el empleo
de formas pronominales, de determinantes posesivos y de desinencias verbales de se-
gunda persona del singular y del plural... Frente a la impersonalidad de otras publica-
ciones dirigidas al público en general o a un lector masculino, en estas revistas el uso
y abuso de ese «tú» inclusivo «refuerza la estructura dialógica del texto, así como los
vínculos de solidaridad e identificación entre las mujeres. La frecuencia con que apare-
ce la segunda persona reflejaría, por consiguiente, un modelo discursivo femenino
caracterizado por la horizontalidad, esto es, por la anulación de las diferencias jerár-
quicas entre los interlocutores» (Feliú Arquiola y otras, 1999). Otra estrategia de soli-
daridad semejante la constituye el uso habitual de un «nosotras» orientado a crear la
ficción de que redacción y lectoras pertenecen al mismo grupo social y tienen intere-
ses coincidentes. De esta manera, el uso en femenino de la primera persona del plural
construye el espejismo de la eliminación de las diferencias socioculturales entre las
mujeres ya que lo que se manifiesta en el discurso es su común identidad sexual (una
cierta «esencia de mujer») y no otras variables como la clase social, el nivel de ins-
trucción, la etnia, la raza, el estatus económico, la edad, las creencias e ideologías, etc.
Otras estrategias se orientan a crear cierta intimidad a imagen y semejanza de
una conversación íntima entre amigas. En una conversación espontánea el uso oral
dispone de variados recursos para construir esa intimidad (el tono emotivo, el volu-
men de la voz, la entonación, los gestos, la distancia entre los cuerpos...). En su afán
de construir un sucedáneo de esa conversación entre mujeres, los textos escritos de
las revistas utilizan con profusión diferentes recursos tipográficos (comillas, ma-
yúsculas, negritas, signos de exclamación...) y recurren a un género textual tan espe-
cífico de este tipo de publicaciones como la narración de experiencias personales, el
diario íntimo o el relato testimonial. Se trata de una estrategia retórica orientada
tanto a conseguir a través del testimonio de la subjetividad femenina la identifica-
ción de la lectora con los argumentos y los puntos de vista expresados en el relato
como a crear la ilusión de estar asistiendo a una conversación entre amigas, entre la
autora del relato y cada lectora.
Según Feliú Arquiola y otras autoras (1999), las revistas femeninas utilizan con
sus lectoras toda una serie de estrategias de cortesía positiva. Entre otros usos, y
aparte de los ya señalados como el tuteo y el énfasis en el «nosotras» (orientados a
crear una identidad de grupo homogéneo), cabe señalar algunas expresiones lingüís-
ticas (interrogaciones retóricas, exclamaciones enfáticas y apelativas...) orientadas
a mostrar su simpatía hacia las lectoras y la estima a sus valores y capacidades
(¿No eres tú quien todo lo resuelve? ¡Tú vales mucho!...). Estas estrategias se orien-

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tan a ofrecer una imagen positiva de la feminidad a través del énfasis en las dife-
rencias entre hombres y mujeres. En esa enunciación de las diferencias entre unos y
otras desempeña un papel determinante el uso inclusivo del «nosotras» y de la segun-
da persona frente al uso excluyente de la tercera persona con que el se evoca el
mundo ajeno de los hombres:
Las mujeres sabemos lo importante que es para nosotras conversar de nuestras cosas.
Estamos a gusto juntas compartiendo nuestros secretos. Los hombres, en cambio, están
siempre encerrados en sí mismos, y no saben lo que se pierden. Y es que, se quiera o no,
hay demasiadas cosas que nos hacen diferentes a los hombres.

Finalmente, y gracias al clima íntimo e igualitario que se construye en el escena-


rio comunicativo de las revistas femeninas, asistimos al uso de estrategias directivas
que se manifiestan en el uso continuo de imperativos. Sin embargo, este empleo
habitual del imperativo para ordenar (¡Sé tú misma!, Haz lo que debes, ¡Sé sutil!...) no
es interpretado como una agresión ni como un mandato ya que el contrato comuni-
cativo que se establece entre revistas y lectoras es de solidaridad, de confianza y de
igualdad. Henk Haverkate (1994), en su estudio sobre la cortesía verbal, considera que
los actos exhortativos (a los que corresponde este uso habitual del imperativo)
pueden ser de naturaleza impositiva (órdenes, consignas...) y no impositiva (consejos,
sugerencias...). Como señalan Feliú Arquiola y otras autoras (1999), «los imperativos
que encontramos en las revistas femeninas pueden considerarse actos de habla ex-
hortativos no impositivos ya que a través de ellos la redacción trata de modificar el
comportamiento de las lectoras con el fin de que resulten beneficiadas». Dicho de
otra manera: se trata de actos directivos (a menudo enunciados en forma de decá-
logos de conducta según la tradición cristiana de los diez mandamientos) con una
voluntad de consejo y de ayuda.
Con estas y otras estrategias lingüísticas las revistas femeninas construyen un
universo de significados en torno a la mujer en el que sobresale el énfasis en la
intimidad, en la solidaridad y en la igualdad entre las mujeres. De este modo, y por
paradójico que parezca, en las páginas de estas revistas encontramos un eco lejano
de algunos estudios sociolingüísticos sobre el habla de las mujeres y, a la vez, una
cierta vulgarización del pensamiento feminista, especialmente de algunas de las
indagaciones del feminismo de la diferencia sexual. Sin embargo, este énfasis en
una cierta emancipación femenina no es sino un espejo cóncavo en el que se distor-
sionan las identidades femeninas al ocultar las diferencias socioculturales entre las
mujeres y en el que se exhibe un arquetipo femenino cercano a una esencia univer-
sal de la mujer que se define por su oposición al arquetipo viril y a la esencia universal
de lo masculino. Como concluyen con agudeza Feliú Arquiola y otras autoras (1999),
«a pesar de que las revistas hablen en femenino, den lugar a un “nosotras” y con-
cedan mucho espacio a las relaciones personales, al no poner en tela de juicio los
estereotipos tradicionales, y sobre todo al fundarlos en razones biológicas, poco
hacen por transformar una cultura androcéntrica y patriarcal».
El análisis en las aulas de estos y otros usos lingüísticos en las revistas femeni-
nas constituye una herramienta utilísima a la hora de identificar el modo en que se
manifiestan en sus páginas tanto algunos estereotipos del habla de las mujeres y del

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lenguaje femenino como las estrategias comunicativas a través de las cuales se cons-
truye socioculturalmente una esencia arquetípica de la mujer. De ahí que en ese aná-
lisis cobre una especial relevancia la adquisición de actitudes críticas ante el modo en
que esos usos lingüísticos y esas estrategias comunicativas contribuyen a construir y
a difundir estereotipos de mujer y de hombre fieles a las tesis esencialistas y ajenas a
cualquier otra contingencia que no sea la diferencia sexual. En este sentido, y con el
fin de efectuar en las aulas un contraste significativo entre los usos lingüísticos atri-
buidos a las mujeres en estas revistas y otros usos de la prensa editada con destino a
un público masculino, sugerimos un análisis comparado entre estos textos «femeninos»
y los textos de la prensa deportiva. En este tipo de prensa, habitualmente leída por
hombres, el tono épico o dramático de sus enunciados contrasta con el tono lírico e
íntimo de los textos de las revistas «femeninas», el abuso de las hipérboles y de la
alusión a lo público con el empleo de los diminutivos y de las estrategias que evocan
el ámbito de lo íntimo, la certeza de los enunciados con las expresiones de duda, el
uso en fin de un vocabulario bélico (Hacia la victoria, Guerra sin cuartel, Éstas son
mis armas, Regresan los héroes, Vencer o morir, Duelo en la cumbre...) en detrimento
de las formas de cortesía y de consenso que refleja a la perfección esa cultura de la
polémica (tan vinculada al orden simbólico del androcentrismo) en la que todo vale a
la hora de representar en términos agónicos el mundo y en la que «las metáforas
militares nos enseñan a pensar y a ver nuestro entorno como si se tratara de un campo
de batalla, de conflicto, de lucha» (Tannen, 1998).

Los arquetipos sexuales en la televisión


y en la publicidad
De forma breve aludiré a continuación a algunas de las estrategias lingüísticas y
visuales utilizadas en la construcción de las identidades masculinas y femeninas en la
ventana electrónica de la televisión y en el escenario seductor de los anuncios. Con
respecto al discurso televisivo, abundan los trabajos (González Requena, 1988; Sartori,
1998; Ferrés, 1996, entre otros) que insisten en el carácter sensorial, emotivo, hipnóti-
co y espe(cta)cular de la recepción televisiva. A causa de su complejo entramado discur-
sivo (en el que se amalgaman en promiscuo mestizaje todo tipo de lenguajes y de
códigos expresivos), del uso y despliegue de determinadas astucias lingüísticas y visua-
les, de su ubicuidad e inmediatez comunicativas, de su obsesión por los efectos fáticos
y conativos, de su énfasis lúdico, de su simulacro conversacional y de su naturaleza
palimpséstica e intertextual, el (macro)discurso televisivo fomenta un tipo específico de
interacción en el que la comunicación es tendencialmente abolida y se favorece en
cambio un cierto adormecimiento de la racionalidad y un consumo compulsivo, hipnó-
tico e indiscriminado de imágenes y mensajes. En este contexto, como señala Giovanni
Sartori (1998), el homo sapiens es sustituido por el homo videns. Según este autor, «es
la televisión la que modifica la naturaleza misma de la comunicación pues la traslada
del contexto de la palabra al contexto de la imagen. La diferencia es radical. La pala-
bra es un “símbolo” que se resuelve en lo que significa, en lo que nos hace entender.

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Por el contrario, la imagen es pura y simple representación visual. La imagen se ve y eso


es suficiente, y para verla basta con poseer el sentido de la vista [...]; la televisión in-
vierte la evolución de lo sensible en inteligible y lo convierte en ictu oculi, en el regreso
al puro y simple acto de ver. La televisión produce imágenes y anula los conceptos, y de
este modo atrofia nuestra capacidad de abstracción y con ella toda nuestra capacidad
de entender» (Sartori, 1998).
El estudio en las aulas de los efectos de la televisión en la construcción de las
identidades masculinas y femeninas debiera tener en cuenta aspectos como el uso
lingüístico en los programas dirigidos al segmento femenino y masculino de la au-
diencia, los arquetipos masculinos y femeninos en los personajes de los dibujos ani-
mados, de las series juveniles y de las telenovelas, el tipo de acciones, escenas y
escenarios vinculados a uno u otro sexo en las ficciones narrativas, en los magazines
y en los concursos de la televisión, la conducta comunicativa de hombres y de muje-
res en debates y entrevistas, el recurso a programas en los que se escenifica de una
manera trivial el enfrentamiento entre los sexos... El objetivo último de este trabajo
sería el de acabar con esa engañosa metáfora de la televisión como espejo fiel de la
realidad (construida a través del efecto especular de las imágenes analógicas) enten-
diendo a cambio que lo que nos ofrece no es una ventana abierta inocentemente al
mundo sino una pantalla que actúa como un filtro para el ocultamiento de algunos
fragmentos de la realidad y como un obstáculo para una comunicación diáfana. En
efecto, la televisión transmite a las audiencias el espejismo de la objetividad y de la
diafanidad cuando no es sino una herramienta utilísima al servicio de la construc-
ción de mitos, símbolos, ideologías y estereotipos sociales y sexuales. Bajo la apa-
riencia de la objetividad, la televisión escamotea la realidad: la imagen deja así de
reflejar la realidad y, en sutil paradoja, es esa realidad la que se esfuerza en parecerse
a la imagen. Dicho de otra manera: los estereotipos sociales y los arquetipos femeninos
y masculinos que crean, recrean y difunden a todas horas los programas de la televi-
sión no son la realidad sino el efecto de una mediación sobre esa realidad y de la
exhibición (y de la ocultación) de unos u otros atributos asignados a unas u otras
personas. Observar el modo en que se enseña y se aprende a ser hombres y a ser mu-
jeres en el aula sin muros de la televisión constituye una tarea educativa ineludible
si se desea contribuir a evitar las desigualdades socioculturales construidas a partir
de las diferencias sexuales en los escenarios de la cultura de masas.
En cuanto a la publicidad, es obvio que estamos no sólo ante una estrategia co-
municativa orientada al fomento del consumo de objetos sino también –y sobre
todo– ante un discurso social en el interior del cual se alaban determinados estilos
de vida, se elogian o condenan maneras de entender (y de hacer) el mundo, se exhi-
ben estereotipos sociales y arquetipos sexuales, se persuade a las personas de la
utilidad de ciertas actitudes y de la bondad de ciertas conductas y se vende un oasis
de ensueño y de perfección (Lomas, 1996) en el que en última instancia se proclama
que, como escribiera Jorge Guillén, «el mundo está bien hecho». Con ello, el decir de
los objetos (la estética de la publicidad) se convierte no sólo en una astucia comuni-
cativa orientada a informar sobre las calidades de los productos sino también en una
útil herramienta con la que se construye la identidad sociocultural de los sujetos
(la ética de la publicidad).

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En la publicidad asistimos en la actualidad a una cierta


transición desde el arquetipo tradicional de lo femenino
(madre/ama de casa/objeto erótico) hacia otros arquetipos de
mujeres que simbolizan en el escenario inmaculado de los
anuncios el avance hacia la igualdad de las mujeres y hacia
otras manera de entender las relaciones entre los sexos en el
ámbito íntimo, en la escena doméstica y en la vida pública. En
algunos casos esos cambios se manifiestan en las acciones atri-
buidas de manera tradicional a las mujeres y que en ocasiones
Ilustración 1 están encarnadas por varones (ilustración 1). En otros, asig-
nando a las mujeres actitudes y conductas convencionalmente
atribuidas a los hombres (ilustración 2), como si la igualdad de
las mujeres consistiera en tomar como referencia el orden sim-
bólico del androcentrismo. No obstante, en la mayoría de las
ocasiones, de forma obvia o de un modo más sutil, se exhibe
un mundo en que se elogian los arquetipos viriles que conno-
tan poder y dominio y se sugiere el vasallaje (sexual y social) de
las mujeres (ilustración 3).
En cualquier caso, conviene insistir en el papel que de-
sempeña la publicidad en la educación sentimental de las per-
Ilustración 2 sonas, en la transmisión a gran escala de los arquetipos éticos y
estéticos y en la difusión hasta el infinito de los estereotipos
sociales y sexuales. Así, por ejemplo, en la mayoría de los anun-
cios sigue persistiendo la idea de que la esencia de la femini-
dad consiste en agradar el deseo del varón. De ahí la obsesión
de los arquetipos publicitarios de la mujer por la belleza, por el
cuidado del cuerpo, por evitar el efecto del paso del tiempo en
la piel y por la moda. El bestiario iconográfico de los arqueti-
pos femeninos de adolescentes y jóvenes oscila entonces entre
la delgadez casi anoréxica y la esbeltez atlética. El anuncio se
convierte así en un espejo narcisista en el que las mujeres han
de verse reflejadas en su lucha contra el exceso de calorías,
Ilustración 3 contra la indiferencia del varón y contra los estragos del tiempo
en la edad adulta.
En este afán de crear y difundir estereotipos sexuales
los anuncios utilizan a diestro y siniestro todo su arsenal re-
tórico en textos y en imágenes en los que sobresale el uso y
abuso de los tropos que establecen vínculos entre el objeto
y el sujeto a través de correspondencias (metonimias), cone-
xiones (sinécdoques, hipérboles, antonomasias, perífrasis,
énfasis...) o semejanzas (metáforas...). Además, en la publicidad
encontramos (véase Lomas y Arconada, 1999) una continua
fragmentación del cuerpo de la mujer a través de la elipsis vi-
sual del rostro y del énfasis en otros fragmentos del cuerpo
Ilustración 4 femenino (ilustración 4), el uso de la cámara al servicio de una

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mirada masculina sobre el mundo y sobre la mujer, la exhibi-


ción del cuerpo femenino para deleite voyeurista del espec-
tador (ilustraciones 5 y 6), la interpelación de la modelo
publicitaria al espectador a través de la mirada y del uso fá-
tico y apelativo del lenguaje (ilustración 7), una enunciación
lingüística orientada a sugerir la cualidad de objeto de la
mujer a través del equívoco al que invitan las palabras (ilus-
tración 8), la construcción retórica de semejanzas entre objeto
y sujeto –a través de metáforas visuales5– con el fin de invi-
tarnos a identificar a la mujer con el producto (ilustración 9), Ilustración 5
la asignación sexista de los escenarios de la vida cotidiana (el
ámbito doméstico está habitado casi siempre por las mujeres
mientras que el ámbito público es casi siempre masculino), la
atribución de unas u otras acciones, valores y actitudes a unos
y a otras (ilustración 10), etc. De esta manera, la iconografía
publicitaria construye estereotipos femeninos en los que se
resume el caudal inmenso de las miradas androcéntricas, de
los mitos culturales, de los arquetipos estéticos y de los prejui-
cios sexistas sobre la mujer (Berger, 1977; Alario, 1997). Así, en
los anuncios encontramos (véase Pérez Gauli, 2000) la retahíla
de arquetipos atribuidos a las mujeres a lo largo de los siglos:
la mujer como objeto del deseo del varón, la mujer fatal, la Ilustración 6
mujer–madre, la mujer como encarnación del lujo, de la tenta-
ción y del pecado (ilustración 11), la mujer como síntesis entre
ángel y demonio (ilustración 12), la mujer como musa, la mujer
como sostén de la familia, la mujer andrógina...
El efecto de este uso y abuso de las mujeres en el esce-
nario de los anuncios no es otro que el de insistir en una vi-
sión estereotipada de lo femenino que actúe como
herramienta de ocultación de la condición femenina. Esa
ocultación de la mujer en las escenas de los anuncios (pese a
ser exhibida interminablemente a través de estereotipos icono-
gráficos) trae como consecuencia una cosmovisión androcén- Ilustración 7
trica de la realidad ya que lo que observamos en la publicidad
no es sino una mirada masculina sobre la identidad femenina
(Alario, 1997; Berger, 1977) y «un arquetipo de género que a
la publicidad le interesa consolidar, transmitir y perpetuar. La
verdadera mujer permanece siempre detrás de esa imagen»

5. Este uso retórico de la publicidad (el empleo de metáforas visuales orien-


tadas a construir semejanzas entre objeto y sujeto) tiene un doble efecto: un
efecto metonímico, en la medida en que el significado del objeto se adhiere
a la mujer por contigüidad, y un efecto cosificador, en la medida en que pre-
dica de la mujer su cualidad de objeto «colocando en un mismo plano a los
sujetos humanos y a los objetos materiales» (Marmori, 1968). Ilustración 8

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(Correa, Guzmán y Aguaded, 2000). Por ello, las mujeres si-


guen siendo invisibles en los anuncios a pesar de la ubicua y
continua iconografía publicitaria de la mujer.
El objetivo de una intervención educativa en torno a
los arquetipos femeninos de los anuncios sería indagar hasta
qué punto la publicidad ha admitido ya la distinción
sexo/género o sigue defendiendo por el contrario el deter-
minismo biológico y cultural que asigna unas acciones y
unos escenarios a las mujeres y otras acciones y otros esce-
Ilustración 9 narios a los hombres. De ahí que convenga identificar en las
aulas cómo la publicidad difunde, sustenta y perpetúa inten-
cionadamente formas y estilos de vida que hombres y mujeres
deben imitar en el ámbito interpersonal y social. Desde este
enfoque pedagógico, es esencial enseñar a leer críticamente los
mensajes obvios y ocultos de la publicidad que connotan dis-
criminación sexista de modo que las alumnas y los alumnos
puedan «establecer sus propios valores y afianzar su perso-
nalidad con independencia de los estereotipos de hombre y
de mujer que difunde y subraya la publicidad. Sólo de esta
forma se podrá aspirar a que unas y otros se inserten de una
manera crítica en el mundo que les ha tocado vivir y sean
Ilustración 10 capaces de construir un futuro que eluda las coerciones
socialmente construidas que determinan la discriminación y
la desigualdad de las mujeres a partir de su diferencia se-
xual» (Lomas y Arconada, 1999).

El deseo y la utopía
Quizá de lo que se trate sea de volver a vindicar en las
aulas y en la sociedad el derecho a la igualdad entre las per-
sonas (en unos tiempos en que la igualdad entre mujeres y
hombres sigue siendo una utopía aún lejana) sin olvidar que
Ilustración 11 somos diferentes desde un punto de vista sexual y cultural y
que esa diferencia no debería ser la coartada con la que se jus-
tifique ni la discriminación de las mujeres ni de la desigualdad
sociocultural de los grupos sociales. He ahí el deseo y he ahí la
utopía. Deseo y utopía se ensamblan como el anverso y el re-
verso de una realidad que es como es pero aún puede y debe
ser otra porque «de la insatisfacción que despierta el deseo
brota la utopía. Mirando en el espejo donde la realidad se
posa, descubriendo la inquietante categoría de lo que todavía
puede ser mejor, la conciencia crítica limpia a ese espejo de su
azogue y traspasa su superficie liberada hacia el incontrasta-
Ilustración 12 ble bosque de la utopía» (Lledó, 1981).

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Mujer y cine
(El eterno femenino en el celuloide)
Francisco Gago
Facultad de Ciencias de la Educación de Oviedo

Recuerda: no quería y no quiero ser una versión «femenina», ni una versión diluida, ni
una versión especial, ni una versión secundaria, ni una versión auxiliar, ni una versión
adaptada a los héroes a quienes admiro. (Joannna Russ)

Cada época tiene, y trata de perpetuar, una concepción de género en función


de su vida política, económica, cultural y social, que sirve de indicador capital de las
características y funcionamiento de una sociedad. Para iniciar, desarrollar y apoyar
la socialización de las nuevas generaciones en esta concepción y en sus consecuen-
tes actitudes, responsabilidades y diferencias, cada sociedad y cada época se han
valido de arquetipos, mitos, leyendas, cuentos y demás generadores de ideales
colectivos, pues lo que, en último extremo, se persigue es crear un imaginario co-
lectivo sobre lo que significa ser hombre y mujer en esa sociedad concreta en ese
preciso momento.
El aprendizaje de esas convenciones de género atañe por igual a ambos sexos:
cada uno ha de asumir el ideal del propio para imitarlo y el del otro para «buscar-
lo» y «encontrarlo». Pues bien, en nuestra globalizada sociedad de la información
y de la comunicación, el cine, como producto de entretenimiento pero también de
socialización, sigue siendo un referente destacado en la creación, reproducción y
difusión de arquetipos, leyendas, emociones y mitos generadores de imaginarios
de diversa índole y finalidad, entre los que se hallan los relacionados con las iden-
tidades sexuales.
Tanto el concepto de persona como el de audiencia son construcciones socia-
les: fruto de una sociedad y una época concretas, con sus reglas y paradigmas, sus
convenciones y aspiraciones. Cuando personas con una misma construcción social
ven una película de cine, todas esas normas interiorizadas, esas tradiciones sublima-
das, acaban proyectándose en la pantalla como deseos y ensueños, lo que determina

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la aparición tanto de evocaciones como de anhelos: se produce, por una parte, la


ratificación de un papel social y la vinculación a una colectividad, mientras se de-
sencadenan, por otra, los sueños y todos los aspectos culturales asociados a las más
íntimas aspiraciones.
Evidentemente no pretendo saber, ni, desde mi condición masculina, com-
prender cabalmente qué significa, en esta nuestra sociedad de comienzos de
siglo, ser mujer. Sin embargo, me considero interesado y obligado a reconocer,
analizar y enjuiciar los modelos de mujer que el cine viene presentándonos más
o menos explícitamente.

Fábrica de sueños y estereotipos


Durante más de cien años de cine las mujeres presentadas por Hollywood, esa
fábrica de sueños disfrazados de simple entretenimiento, siempre han estado relacio-
nadas con los arquetipos de los que nacen sus diversos estereotipos y con la realidad
a la que pertenecen sus audiencias. Son, pues, consecuencia de los prejuicios de la
comunidad que las crea, pero también reflejo de lo que ha venido ocurriendo dentro
y fuera de ella.
Los sistemas tradicionales de relación entre mujeres y hombres vienen siendo
fuertemente contestados, pero sus sustitutos aún no se han establecido. De ahí la
incertidumbre e inquietud que rodea a identidades y papeles sexuales en esta so-
ciedad postmoderna. El cine norteamericano no está siendo ajeno a esta situación
de crisis e inseguridad produciendo en las últimas décadas un buen número de pe-
lículas que, de forma más o menos directa, han venido haciéndose eco de esa pro-
blemática y presentando modelos y arquetipos que configuran y afianzan un nuevo
imaginario.
Desde principios de siglo, nuestra sociedad occidental viene considerando a la
mujer, tendenciosamente tachada de desocupada y ociosa, como consumidora y
compradora por excelencia. La radiografía que El Dr. T. y las mujeres (Robert Alt-
man, 2000) hace de las mujeres de la burguesía (tejana, en este caso) es suficien-
temente ilustrativa: presenta a esas mujeres que, educadas únicamente para
seducir a hombres que las mantengan, no saben ni quieren vivir por y para sí mis-
mas. Por eso, mientras sus maridos trabajan para lograr y mantener una posición
social relevante, pasan su tiempo arreglándose y yendo de compras a esos nuevos
paraísos femeninos, los centros comerciales, cada día más sofisticados y alienantes.
Nadie escapa a esta cultura, ni siquiera el protagonista: el doctor T., ginecólogo rode-
ado de mujeres (tanto en su vida familiar como profesional) a las que cree conocer
y colma de todo tipo de atenciones. Su esposa, precisamente, padece un síndrome
(el complejo de Hestia) que afecta exclusivamente a mujeres que siempre han teni-
do cuanto deseaban y a las que se cuida demasiado. Pero el guión es muy explícito:
cuando intenta convencer a la única mujer que parece no necesitarle ni agobiarle
como las demás para que lo deje todo y huya con él, prometiéndole que no tendrá
que trabajar, pues él se ocupará de ella, para su sorpresa, la mujer responde: «¿Y por
qué iba yo a querer eso?».

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La mujer como objeto sexual


Al mismo tiempo, se prescribe socialmente, como fundamental cometido feme-
nino, encandilar, con su atractivo, al varón, iniciándose así una tendencia a diferen-
ciar, en su apariencia (y por tanto en su mirada), al hombre y a la mujer, lo cual tiene
consecuencias, principalmente de carácter erótico. Si bien en toda relación erótica los
papeles de sujeto y objeto se intercambian alternativamente, la mirada cinematográ-
fica predominante en el cine de Hollywood es masculina (es indiscutible la asimetría
del erotismo masculino y femenino en el cine americano): la mujer aparece, general-
mente, como objeto sexual, situando, así, al hombre como sujeto deseante del objeto.
La pantalla es una ventana que permite mirar atractivos cuerpos femeninos más
o menos desnudos, pero también rostros de un atractivo espectacular: no es casual
que la belleza física se haya convertido en un gran negocio (cosméticos, vestidos, pe-
luquería, salones de belleza, joyería, gimnasios, etc.) en Estados Unidos y, por exten-
sión, en los países del Primer Mundo, incluido el nuestro. Esto ha conducido a que si,
como sabemos, los cánones de belleza física son variables y relativos, el cine ameri-
cano, a través de su star-system, haya instituido unos cánones de belleza aceptados
mundialmente: los dibujos animados japoneses, cuyos personajes responden al patrón
de belleza impuesto por Hollywood, constituyen un elocuente ejemplo. Pero no sólo
ha ido imponiendo su canon de belleza, sino también su estimación del objeto de
deseo: la mujer. Si la mirada es algo cultural y contingente que depende del espacio
y del tiempo el cine la está universalizando.
Además, su intervención no deja de incluir a las mujeres, pues todos tenemos un
psicocuerpo (nuestra conciencia y percepción del propio cuerpo) y un sociocuerpo
(nuestra imagen corporal ofrecida a los otros). El psicocuerpo sufre la influencia de
una sociedad de consumo que divulga unos cánones estéticos corporales fundados en
la esbeltez, mientras predica los placeres de una alimentación sin cortapisas. Doble
presión contradictoria que no es ajena a los mensajes cinematográficos cuando refle-
jan, con todo su despliegue de seducción, una insinuante estética de sexo aderezada
con luces sugerentes, tejidos vaporosos, escenarios exóticos, ambientes insólitos; y,
asentada en el indudable atractivo de unas actrices distantes, primorosamente esbel-
tas y técnicamente veladas. Lo cual tiene su corolario en la importancia que esa so-
ciedad concede a la propia imagen, la autoestima y la eficiencia (profesional y sexual)
asociadas a la plenitud física (culto hedonista al cuerpo joven y a sus capacidades).
No obstante, el discurso del cine americano moderno sobre el erotismo resul-
ta menos desaforado que en los setenta y principios de los ochenta, está más con-
dicionado por el realismo de la representación de la vida cotidiana. Así, a partir de
la revolución sexual de esos años, el discurso sobre la virginidad femenina, merced
a la ley del péndulo, ha quedado desterrado o ha pasado a tratarse (más coyuntu-
ral que ideológicamente) como algo rancio y pasado de moda. Películas recientes,
como American Beauty (Sam Mendes, 1999), vienen presentándola casi como un
estigma que hay que perder cuanto antes para poder ser considerada normal,
mientras quedan atrás propuestas como Bolero (John Derek, 1984) que, tras un en-
gañoso progresismo sexual, escondía un conformismo moral de corte tradicional
haciendo que su desinhibida protagonista se casase, finalmente, con el primer

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hombre con el que se había acostado, reafirmando así el principio de la virginidad-


capital como dote nupcial.
Otro polo de la orientación sexual femenina es lo que podría denominarse mi-
seria sexual, tema recurrente en la narrativa cinematográfica actual y referente
obligado en más de una cinta de éxito. Sexo, mentiras y cintas de vídeo (Steven So-
derbergh, 1989) expone dos casos simétricos de frustración sexual y un proceso de
cura recíproca a través de la mutua comunicación e interacción personales, y no por
terapia clínica (seguida, sin éxito, por la protagonista femenina): pocas veces ha ha-
blado el cine americano con tal pertinencia (dadas las consignas oficiales de la era
Reagan) y profundidad de los efectos perniciosos de la represión sexual en las perso-
nas (principalmente en las mujeres).
La eventual postura de la mujer ante su papel de dependencia sexual supone,
con dispar fortuna, otra mirada frecuente del cine americano. Nueve semanas y
media (Adrian Lyne, 1985) presenta una relación heterosexual sadomasoquista en la
que la mujer es tratada y se deja tratar (llevada por la pasión) como objeto sexual.
Como tal es una propuesta atípica, aún cuando la relación sadomasoquista sea muy
moderada y se vea suavizada por la puesta en escena, descaradamente deudora de la
publicidad comercial. Estética que, unida al hecho de que el papel masoquista sea el
femenino, asienta el estereotipo. En efecto, los dos protagonistas encarnan los pape-
les sexuales tradicionales, confirmando así los perfiles característicos de amo (domi-
nio viril) y de esclava sexual (sumisión femenina) que satisfacen a ambos como
ratificación de su naturaleza y destino. El hombre le descubre y le hace tomar con-
ciencia a la mujer (separada y aparentemente liberada) de la necesidad de la sumi-
sión (que progresivamente se convierte en humillación) corporal y volitiva que
inconscientemente tiene. No importa que, al final, la mujer se vaya, pues no es, ni
volverá a ser la misma: ha sido iniciada en la revelación de su destino. La película sólo
refleja, de modo estilizado y atractivo, la realidad social sobre los papeles sexuales y
el fantasma erótico, muy difundido e interiorizado, que está en la base de esa reali-
dad (a la mujer le gusta que la dominen).
Otra aproximación a este planteamiento de la sexualidad femenina lo constitu-
ye Atracción fatal (Adrian Lyne, 1987). Aunque explore, inicialmente, el adulterio
masculino, presenta a una mujer como personaje (patológico) relevante de la histo-
ria. La cinta es una parábola sobre las fatales consecuencias que para una mujer
puede tener la adopción de roles distintos a los que socialmente se le reconocen,
compitiendo profesional, económica y sexualmente (representa la agresividad erótica
de la mujer desde finales de los 70) con los hombres, sin integrarse en esta institu-
ción básica del orden social donde la mujer se realiza como ama-de-casa y esposa-
madre: la familia.
Durante años el tema de los malos tratos y, sobre todo, la violación han sido
ingredientes argumentales (principales o subsidiarios) en cantidad de películas, aun-
que quizá la perspectiva de la inversión femenina de la ofensa sea una de las líneas
más sugerentes introducidas últimamente, caso de La humillación, La Muerte y la
Doncella e, indirectamente, Acusados (Jonathan Kaplan, 1988) que, aunque plantea
el tema de la violación y posterior indefensión, dentro y fuera del juzgado, de la
víctima, juega, de una modo descaradamente comercial, con el tema. Por un lado,

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propone una víctima en el límite de lo justificable: es vulgar, va sola al bar, se coloca


y provoca. «El personaje de Sarah no es precisamente Blancanieves también tiene un
lado contradictorio y discutible» como afirma Jodie Foster (Heredero, 1989). Por otro,
su clímax narrativo estriba en la repetición (morbosa), durante la reconstrucción en
el juicio, de la violación contraviniendo así, desde el punto de vista ideológico, la tesis
de rechazo y denuncia que, se supone, propugna la película.
El recurso al travestismo o a la transexualidad, como excusa para reflexionar
sobre la condición de uno de los géneros (o sobre ambos), produjo, a principios de los
años ochenta, películas tan emblemáticas como Vestida para matar, Tootsie o Victor
y Victoria, que han tenido dignas secuelas en cintas que analizan la objetualización
sexual de la mujer a base de invertir la mirada mediante diversos trucos de guión. Así
Una rubia muy dudosa (Switch: Blake Edwards, 1990) presenta la expiación personal
de un yuppie sexista. Tres de sus despechadas amantes, considerándole culpable de su
situación de mujeres oprimidas y simples juguetes eróticos, se alían para eliminarle.
Sin embargo, vuelve a la vida como una hermosa rubia para, a partir de ese momen-
to, soportar en propia carne las humillaciones y desatinos que, como hombre, infligió.
Una variante más interesante la brinda El silencio de los corderos (Jonathan
Demme, 1991) que narra el proceso de aprendizaje y maduración de una joven
agente del FBI en un mundo de hombres. La película postula que una mujer frágil,
pero inteligente y voluntariosa, puede realizar, como cualquier hombre, una misión
por difícil que sea. Actitud feminista un tanto primaria y elemental que se revela
tramposa pues lo que quieren las mujeres es «ser (como los) hombres». Al final la mujer
conseguirá su objetivo, será una perfecta agente del FBI, pero a costa de ser insensi-
ble al dolor ajeno.

El adulterio femenino
Un aspecto cinematográfico directamente relacionado con la irrupción de la
mujer en el mercado laboral es la apreciación y, por tanto, expresión de la sexualidad
femenina: no es casual que, a raíz de la I Guerra Mundial, Hollywood introduzca en su
star-system galanes atractivos y seductores reconociendo así, implícitamente, el
derecho femenino al deseo sexual. En esta línea, el cine reciente ha venido presen-
tando, cada vez con más frecuencia, el adulterio femenino como acto de afirmación
de la propia identidad y de emancipación personal con diversos matices e implica-
ciones. Buscando a Susan desesperadamente (Susan Seidelman, 1985) muestra a una
indolente burguesa que busca sacudir su aburrimiento dejando correr su imaginación
con la lectura de los mensajes personales de los periódicos, hasta que decide pasar a
la acción siguiendo la pista del que da título a la película y que la intriga desde hace
tiempo. Las cosas se complican y acaba suplantando a Susan, una punki de costum-
bres irregulares: la personalidad más opuesta a la suya imaginable. El juego de falsas
identidades va a bascular del inicial adulterio masculino (del marido de la protago-
nista) al femenino, como reafirmación. El que Madonna encarnase a Susan no fue ac-
cidental: la cantante representaba una forma de emancipación femenina (poco grata
para el feminismo militante) basada en resaltar el cuerpo y la sexualidad de la mujer

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como sus valores de cambio esenciales. Encarnaba a la mujer machista: disputada por
los hombres, los trataba como tradicionalmente ellos lo han hecho con las mujeres
(usar y tirar).
Caso muy diferente lo constituye Los puentes de Madison (Clint Eastwood,
1995), sugerente reconsideración adulta y sorprendentemente moderna del relato de
adulterio (mejor, de la posibilidad del adulterio) femenino. La película se articula
sobre la lectura nocturna y testamentaria del diario de una madre por parte de sus
hijos (chico y chica) que van descubriendo unos hechos que desconocían, pues aqué-
lla había guardado celosamente su secreto para no perturbar la unidad familiar:
durante la ausencia, durante algunos días, de su esposo e hijos, vivió una intensa ex-
periencia sentimental con un maduro fotógrafo. Lejos de toda consideración confor-
mista la cinta elogia el sacrificio de la madre, por la actitud final que adopta, y su
valentía, al atreverse a vivir con autenticidad esa pasión. La experiencia narrativa del
romance de esta mujer de origen italiano (deudora del marco social y familiar que la
acogió en su seno y que, al mismo tiempo, la reprime) brinda a los hijos una ense-
ñanza de valentía, honestidad y compromiso con una misma, más allá de cualquier
subordinación a la hipocresía.

Bebés, fiscales y mujeres decrépitas


La crisis de la mujer burguesa en la cuarentena, cuando la abandona el marido
por otra más joven y anoréxica, constituye otra curiosa variante. El club de las pri-
meras esposas (Hugh Wilson, 1996) analiza, por una parte, la situación de las tres
protagonistas, mujeres que acaban de rebasar los 45 años y se ven sumidas en una
crisis de identidad, producto tanto de la edad como de las aventuras sentimentales
de sus maridos con mujeres mucho más jóvenes. Corolario de la sociedad neoyorqui-
na, de su burguesía acomodada e ilustrada, las tres mujeres descubren que sólo han
hecho una cosa en la vida: satisfacer y enriquecer a sus esposos. Por otra, critica los
hábitos dietéticos de esas jóvenes para conseguir cuerpos espectacularmente del-
gados (guiño a la objetualización femenina interiorizada por las propias mujeres),
además de poner en labios del personaje encarnado por Goldie Hawn una explícita
referencia al papel de la mujer en le cine: «En Hollywood sólo hay tres edades para
personajes femeninos: de bebé, de fiscal del distrito o de mujer decrépita».

Perversiones de mujer
Las denominadas perversiones femeninas todavía no han tenido una auténtica
plasmación en el cine norteamericano tan asentado en lo «políticamente correcto».
Perversiones de mujer (Susan Streitfeld, 1996) es una insólita excepción. Partiendo
del ensayo homónimo de Louise J. Kaplan (1995) desarrolla una compleja ficción con
un mensaje inapelable: las perversiones femeninas son producto de una sociedad
patriarcal sustentada en una educación castradora y represiva. La trama incluye un
muestrario de mujeres, más o menos integradas, más o menos paranoicas, supuestas

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ilustraciones de carencias femeninas provocadas por el patriarcado. Pese a este radi-


calismo de concepción y de partida, la película, al adoptar modos y maneras del me-
lodrama hollywoodiense, acaba siendo una cinta tradicional, muy «americana» y
respetuosa con las convenciones. El enfrentamiento de las dos hermanas protagonis-
tas no sólo invoca la gran tradición de películas de mujeres, sino que adopta di-
versas ramificaciones que remiten a algunos de los más arraigados conceptos del
puritanismo norteamericano: la naturaleza como posibilidad de redención, la gran
ciudad como escenario de tentación y perdición, la mujer trabajadora como degene-
ración maligna de la especie…
En este ámbito, un tema, todavía provocativo, lo constituye la homosexualidad
femenina: la existencia de contadas películas, como Instinto básico o Lazos ardientes
(Bound: Larry y Andy Wachowski, 1996) demuestran cómo, por una parte, la homose-
xualidad masculina está siendo tratada con mayor frecuencia y, progresivamente, con
una mirada más ecuánime, mientras que la femenina apenas se trata y cuando aparece
se asocia, casi siempre, a valores negativos de perversión.

Mujer y trabajo
Otra veta del análisis cinematográfico se sitúa en el ámbito laboral. La asime-
tría entre sexos comienza a cuestionarse en la I Guerra Mundial: la militarización de
los hombres exige que las mujeres ocupen los puestos de trabajo vacantes, momen-
to que supone la entrada masiva de la mujer en el mercado de trabajo extradomés-
tico. Así la mujer trabajadora pasa a ser otra de las imágenes que el cine americano
ha ido presentado desde diversos enfoque genéricos (comedia, policíaco, etc.) y dis-
tintas reflexiones.
En compañía de hombres (Neil Labute, 1997) propone una mirada diferente del
problema del machismo reinante en el mundo laboral, donde los prepotentes cuadros
técnicos superiores (aún mayoritariamente masculinos) intentan mantener sus privile-
gios a partir del menoscabo y sumisión de los cuadros inferiores (esencialmente femeni-
nos): una ácida imagen de la hipocresía que todavía rodea las cuestiones de género.
El tema de la objetualización femenina entronca directamente con el de la pervivencia
de la misoginia en la sociedad. Argumentalmente parte de una doble pérdida sufrida
por dos yuppies, empleados en una empresa indeterminada situada en una ciudad ame-
ricana cualquiera: de posición profesional en sus puestos de trabajo y de estabilidad
sentimental (por abandono de sus prometidas). Subconscientemente culpan a las mu-
jeres de tal situación y la misoginia se convierte en una obsesión que pretenden supe-
rar conquistando a la chica más desprotegida de sus oficinas para abandonarla cuando
se haya enamorado de ellos: una bonita muchacha sordomuda (un cuerpo atractivo
privado de voz). Sin dejar su tono amargo, en su conclusión da un interesante giro que
desarticula el punto de vista masculino haciendo que la cámara asuma el punto de vista
femenino, lo que permite un final singular por incómodo.
Por otra parte, un feminismo mal entendido ha conducido a muchas mujeres a
apropiarse de los rasgos más negativos del comportamiento masculino, agresivo
y depredador, asociándolos a sus propios modales y estrategias. Armas de mujer

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(Working Girl: Mike Nichols, 1988), versión (yuppie, moderna y financiera) de La


Cenicienta, expone los esfuerzos de una vulgar chica trabajadora (working girl) de
clase media para ascender en el mundo de las finanzas y de la bolsa. A fin de lo-
grar su objetivo y el reconocimiento de su propia competencia suplantará a su jefa
para intentar, por su cuenta, una arriesgada operación financiera. Pero al asumir la
identidad de su oponente femenina se ve abocada a un fatal proceso de travestis-
mo personal, que la llevará a ser otra (no precisamente mejor): viste ropas ajenas,
finge un carácter distinto, simula experiencias que no tiene, engaña, en suma, al
resto de los personajes (e, incluso, a sí misma). El plano final (un zoom de retroce-
so sobre las ventanas del edificio donde se halla su nuevo despacho) confirma que
todo es relativo y que todavía es sólo una más entre multitud de arribistas y aspi-
rantes a tiburón (hombres y mujeres).
Acoso (Barry Levinson, 1994) desarrolla un planteamiento, prácticamente sin
variaciones respecto a Atracción fatal, ubicado en el ámbito laboral: curiosamente,
protagonizado, en un nuevo papel de esposo-padre, por Michael Douglas. El persona-
je femenino está, también otra vez, forjado sobre el tópico y, lejos de escarbar en
las raíces de sus motivaciones últimas, en su manera de transgredir los códigos so-
ciales establecidos utilizando las armas sexuales para su escalada social, se le acaba
reduciendo a una proyección diluida del carácter masculino. En una combinación de
los personajes de Sigourney Weaver en Armas de mujer y de Glenn Close en Atrac-
ción fatal, nuevamente una mujer, una ejecutiva agresiva, recién ascendida al pues-
to al que aspiraba el protagonista masculino, utiliza su rango y su poder para
competir profesional (hasta el punto de hundirlo, incluso por vía judicial) y sexual-
mente (hasta el punto de, prácticamente, violarlo) con el hombre. La película (como
hacía Armas de mujer) muestra una carrera de obstáculos para ver quién consigue el
mejor puesto en una empresa: el acoso sexual no es sino otra estrategia (de mujer,
en este caso) para ganar esa carrera destrozando literalmente al competidor (más que
acoso, pues, derribo). No obstante, en este ámbito, la mayoría de películas se decan-
tan por el mito americano del ascenso social mediante el trabajo (Estados Unidos
como país de las oportunidades, incluso para las mujeres: con esfuerzo, imaginación
y dedicación cualquiera puede llegar).
La mujer urbana moderna vive, socialmente, una identidad conflictiva entre
una inclinación maternal supuestamente filogenética y las crecientes exigencias del
mercado laboral extradoméstico: la carencia de cualquiera de los roles la culpabiliza
y se convierte en fuente de ansiedad (Ferro, 1991). La incorporación de la mujer al
trabajo ha significado, evidentemente, el aumento de la capacidad adquisitiva de la
familia, pero es más que dudable que, aquejada de una sobrecarga de responsabili-
dades, haya mejorado su situación personal. En este sentido una línea previsible es la
de las madres solas o separadas, pero pese a constituir una realidad social cada vez
más evidente, no abunda este tipo de películas: Un día inolvidable (Michael Hoffman,
1996) presenta a una agobiada madre soltera que ha de realizar auténticos malaba-
rismos para darle cariño a su hijo y superar una difícil prueba laboral, y a un hom-
bre obligado, igualmente, a solucionar graves problemas profesionales y cuidar,
inesperadamente, de su hija. Las posibilidades de desarrollo de tan ricos plantea-
mientos decaen a medida que avanza la película, a favor del tópico y un previsible

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final con romance entre ambos, despreocupándose de lo más interesante del itinera-
rio de los personajes, divididos entre sus obligaciones laborales y su mala conciencia
como madre y padre.
Otra variante, dentro de la temática, es la del enfrentamiento entre madre sola
e hija adolescente, rico filón donde, por desgracia, la constante vuelve a ser el tópi-
co. El progreso dramático, generalmente articulado sobre el enfrentamiento y la re-
lación evolutiva de madre e hija, y la de ambas con las figuras masculinas que van
encontrando a su paso, suele presentarse de forma convencional y devenir, invaria-
blemente, en la reconciliación y el final feliz, como ocurre en Sirenas (Richar Benjamin,
1990) y A cualquier lugar (Anywhere But Here: Wayne Wang, 1999).

Héroes y heroínas
También la épica moderna, el territorio de héroes y heroínas donde confluyen los
atributos y los comportamientos, constituye un ámbito privilegiado en el que poder
analizar las mujeres de celuloide como proyecciones y modelos de una sociedad.
En primer lugar hay que hablar de una serie de películas en que la mujer no
se diferencia del hombre en comportamiento, ética e identidad. Línea abierta,
quizá accidentalmente, por Alien, el octavo pasajero (Riddley Scott, 1979) cuan-
do, por imposición (más comercial que realista) de los productores, la tripulación
de la nave Nostromo, exclusivamente masculina (7 hombres) en el guión original,
pasa a ser mixta (5 hombres y 2 mujeres), erigiéndose, además, una mujer en pro-
tagonista. Este personaje, inicialmente definido con atributos masculinos (indivi-
dualismo, agresividad, inconformismo), favorecidos por la corpulencia de
Sigourney Weaver y acentuados por la forma asexuada de su uniforme, a medida
que avanza la acción, irá manifestando su condición femenina (grita, llora, se
asusta, rehuye la lucha), para culminar con un doble striptease ante la cámara y
el alien. Confirmada su identidad sexual podrá destruir mediante la intuición
(cualidad típicamente femenina según la mentalidad masculina imperante) al alie-
nígena (instintivo, primitivo y salaz) que está a punto de someterla a un destino
peor que la muerte. Este enfrentamiento final entre la mujer (la Bella) y el mons-
truo (la Bestia), cargado de tensión sexual (por la manera en que se va desnudan-
do, ignorando la presencia que le acecha), nos muestra la realidad subyacente a
este tipo de personajes femeninos.
Por eso parece conveniente analizar el héroe cinematográfico clintoniano (el
bushiano que viene, nos hace temer lo peor) como heredero directo y, en muchos as-
pectos, mero continuador del reaganiano, consolidado en Terminator (James Came-
ron, 1984): un robot con forma humana. En los ochenta, un renovado triunfalismo
se proyecta en un gigante físico hueco por dentro: arquetipo que exige una mujer
dócil que, indefectiblemente, siga siendo el descanso del guerrero. Caso de Oficial y
caballero (Taylor Hackford, 1982) dónde el protagonista, al final de la película, con-
fiesa expresamente a su pareja: «Quiero darte las gracias. Creo que no habría podido
superar esta locura si no hubiera tenido ilusión». Meridiana referencia a los servicios
sexuales prestados (sólo cuerpo: eso sí, cuanto más bello y joven mejor).

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Quince años después parece intentarse cambiar el punto de vista haciendo


que la mujer se integre en el ejército, pero este cambio se muestra más coyuntural que
testimonial: La teniente O´Neil (G.I. Jane: Ridley Scott, 1997) no deja de ser un
torpe manifiesto de que las mujeres son iguales a los hombres. Su protagonista, la
primera mujer aceptada en un cuerpo militar de élite, reduce su comportamiento a in-
tentar demostrar que puede ser uno más: realizando flexiones con un solo brazo,
rapándose la cabeza al cero, comiendo de un cubo de basura, fumando puros, be-
biendo whisky o gritando chúpame la polla (!). Sin embargo, para evitar equívocos,
la película se encarga de dejar bien claro que no es lesbiana: se le pone novio (con
encuentro erótico en la bañera, incluido) y se le hace afrontar una conspiración,
montada para desacreditarla, que la acusa de mantener una relación sentimental
con otra oficial.
La relación de la heroína con las dos instituciones de su destino (ejército y
familia) se evidencia meridianamente en Mentiras arriesgadas (James Cameron, 1994)
por cuanto representa el rito policial y político (militar) del héroe obligándolo a llevar
la unión familiar hasta extremos casi caricaturescos. El protagonista es un agente
secreto al servicio del presidente norteamericano (remedo moderno y estadounidense
del agente 007) que tiene una doble vida (tapadera de sus misiones) como repre-
sentante de ventas de una empresa de ordenadores y padre de familia. Pronto se ve
enfrentado a sendos conflictos en estas dos vidas institucionales paralelas: como
agente, a una acción terrorista; y, como marido, a la sospecha de que su esposa le
engaña con otro. Problemas que se solucionarán haciendo confluir las dos institu-
ciones o lo que es lo mismo incorporando a la esposa a la causa de la seguridad
nacional. Incorporación que supone un cambio de la mujer (tanto de aspecto, como
de actividad) no precisamente ingenuo: su primera aparición con gafas y ropas de
ama-de-casa-aburrida la sitúa en la esfera de las actividades domésticas rutinarias
(cuidado de la casa y de la hija del matrimonio); mientras que el paso a la minifalda,
sostén y tanga y, por añadidura, bailando una danza erótica (reaccionaria vindicación
de los placeres ocultos del matrimonio dónde, una vez más, la mujer es el objeto) le
granjean la entrada en el mundo de su marido. Mensaje tan evidente no precisa co-
mentario: la mujer como heroína o como colega del héroe no es sino el remedo de
éste en femenino (lo que supone hacer lo mismo, con el añadido de la exhibición y
uso de sus armas de mujer).
Otra línea de introducción de la heroína se da en el terreno de la aventura, a la
sombra del éxito obtenido por la irrupción en el cine de aventuras de Indiana Jones:
se inicia un tímido intento de introducir a la mujer aventurera, aunque en compañía
de un varón.
Sin embargo, en los noventa la apariencia de indestructibilidad se ha desvaneci-
do dejando paso a la realidad virtual, ya que el héroe y la heroína han dejado de exis-
tir, sólo son un elemento (importante en cuanto efigie del star system) de la acción,
de los efectos especiales y de la espectacularidad a toda costa (Misión imposible,
Speed, Matrix…). Que el héroe se transforme en heroína, como ocurre en películas
donde Pamela Anderson (Barb Wire), Gena Davis (Memoria letal) o Tia Carrere (Punto
de impacto) caricaturizan un torpe feminismo de la igualdad imitando a sus colegas
masculinos en fuerza bruta atusada con frívola lencería de diseño, no deja de ser un

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juego de epidérmico travestismo. Travestismo heroico subyacente a toda una serie de


películas que han supuesto el nacimiento de gimnásticas heroínas de celuloide (al
estilo de Stallone, Willis y Schwarzenegger) que pueden saltar, golpear, correr y mos-
trarse impávidas siguiendo el modelo implantado por sus colegas masculinos: la única
variante introducida es el cambio de sexo (lo que permite su exhibición como objeto
sexual). Contaminación a que no se ha escapado ningún género cinematográfico:
desde las películas de piratas (La isla de las cabezas cortadas: Renny Harlin, 1995)
hasta las de espionaje (Memoria letal [The Long Kiss Goodnight]: Renny Harlin, 1996),
pasando por las de detectives privados (Detective con medias de seda [V.I. Wars-
hawski]: Jeff Kanew, 1991), las policíacas (Una extraña entre nosotros: Sidney Lumet,
1992) o las del Oeste (Cuatro mujeres y un destino [Bad Girls]: Jonathan Kaplan, 1994;
Rápida y mortal [The Quick and the Dead]: Sam Raimi, 1994).
No obstante la épica cinematográfica sigue otros derroteros. Todo es aséptico y
frío: incluso la violencia se despliega en terrenos de juegos virtuales, donde el dolor
humano parece no existir porque el espectador no tiene tiempo de percibirlo. La des-
personalización de héroes e heroínas es total: son rostros sin personalidad. Sólo hay
que aplicar la fórmula a cualquier actor o actriz de moda para convertirlos en per-
sonajes de gesto decidido y expresión neutra. Adoptan o bien la apariencia del hom-
bre o mujer comunes con una mentalidad de androide o bien copan el encuadre en
un ajetreo continuo tan virtuales como son el personaje encarnado por Angelina Jolie
en Lara Croft, Tomb Raider como el ciberpersonaje de la doctora Aki Ross en Final
Fantasy, y ambas siguen siendo, por supuesto, el reflejo de la sociedad que las ha crea-
do. Sociedad fascinada por la falsa imagen que de sí misma le proporcionan los me-
dios de comunicación, una sociedad cuya metáfora perfecta son los videojuegos
(orígenes de ambas películas) que causan furor entre los adolescentes (ahora mismo,
las pantallas en que se están reflejando mitos, leyendas y sus correspondientes ar-
quetipos son las de los ordenadores y videoconsolas). Las nuevas películas míticas, las
nuevas sagas heroicas rechazan cualquier tipo de complejidad para ceñirse a la más
estricta lógica de la violencia: sólo venciendo todos los obstáculos, matando a todos
los enemigos se puede salir adelante. No importan los medios que se utilicen (lógica
del videojuego). Territorio donde ni la superación de uno mismo, ni la camaradería,
ni las emociones, ni las pasiones humanas importan: todo se reduce a un mero y ele-
mental espectáculo.
Tal panorama no debe hacernos pensar que hay cierta igualdad de tratamientos
(aunque sea en la impavidez como atributo y en la violencia como recurso), ni mucho
menos: mientras inocencia y pureza son los rasgos distintivos del nuevo héroe del
cine americano, las heroínas parecen estar convirtiéndose en su lado negro, el rever-
so perfecto. ¿Se trata del retorno a la femme fatale? ¿O hay algo más, quizá el miedo
casi ancestral a la mujer, hacia su omnipotencia sexual, que suele tomar una forma
más concreta en los períodos de crisis ideológica, como el que vive Estados Unidos?
Además no conviene olvidar que en un ámbito como el mundo del entretenimiento,
tradicionalmente más igualitario, se reproducen también las condiciones básicas de
desigualdad del mercado laboral: las actrices suelen cobrar casi un tercio menos que
los actores de su nivel, además de gozar de menos papeles importantes (queja conti-
nua e invariable de las actrices). El cine sigue todavía más preocupado por los asuntos

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y problemas masculinos: de ahí, por ejemplo, la admiración y acogida del sector fe-
menino de la Academia a las películas de Almodóvar. Finalmente un tercer aspecto a
considerar es su mayor exhibición corporal en desnudos integrales o en posturas y ac-
titudes eróticas que sus compañeros de reparto, derivada de su objetualización sexual.

Tradición y renovación
Por eso el cambio de personalidad de la mujer exige analizar esa dicotomía tra-
dicional-conservadora que opone a la mujer natural (virgen-esposa-madre) a la
mujer artificial (amante-estéril) que todavía persiste en el cine norteamericano: se
sigue presentando lo femenino, dentro de la más pura tradición misógina, bajo sus
únicas y maniqueas manifestaciones: abnegación y perdición.
La abnegación suele revestir el perfil de la novia-virgen o esposa-madre que
sabe aguardar, siempre generosamente disponible, el predestinado reencuentro con
el hombre (que se prodiga en peripecias eróticas o aventureras, auténticos viajes ini-
ciáticos, para regresar siempre: revisión de Ulises y Penélope). Sublimación, pues, del
reposo del guerrero. Este tipo de mujer se postula en la cíclica reafirmación (vía re-
visión actualizada) de arquetipos y mitos tradicionales. Pretty Woman (Gerry Marshall,
1990) ilustra perfectamente ese reciclaje como cruce del cuento de La Cenicienta y de
la obra teatral Pigmalión. Del primero toma la línea argumental de la muchacha
pobre (prostituta de buen corazón) que sueña con la llegada de un príncipe (rico eje-
cutivo) para unirse durante un breve período (una semana) al término del cual, las
doce campanadas (final del contrato de acompañamiento) la devolverán a la realidad,
hasta ser rescatada de ella por el príncipe. De la segunda recoge la idea del hombre,
culto y adinerado, que trata de educar a la muchacha vulgar, inculta y pobre para
presentarla en sociedad. Deudora de ambos juega, desde el punto de vista de la co-
media, a una divertida inversión de conductas establecidas.
No en vano Stanley Cavell (1999) ha mostrado como, tras de los personajes fe-
meninos de las más significativas películas de la comedia clásica, se construyó la
representación de un nuevo modelo de mujer que llegó a ocupar un lugar en la es-
fera social. A comienzos de este nuevo siglo, en la América de lo políticamente co-
rrecto, la comedia romántica permite, pues, apreciar esa tendencia dado que en ella
la pareja sentimental y la pareja cómica son la misma cosa, al igual que la guerra de
los sexos y el choque/contraste de personalidades. La pareja establece una relación
basada en alguna forma de antagonismo que se va desarrollando, más que según un
protocolo amoroso convencional, en una situación de ruptura del orden, lo que pro-
picia un diálogo interruptus entre ellos (Cavell, 1999) que acaba propiciando una si-
tuación en que pueden iniciar una verdadera conversación en términos de igualdad.
En este sentido La boda de mi mejor amigo (Paul H. Hogan, 1997) supone un serio
intento de presentar el modo personal de mirar el mundo desde la óptica de un per-
sonaje femenino, compaginándolo con las servidumbres propias de la concepción co-
mercial de Hollywood. Presenta a una mujer distinta, diferente, a contracorriente
que, ayudada por un amigo homosexual, ha de competir con otra mujer, joven, rica,
guapa e inteligente: la contraposición entre las dos mujeres articula el choque entre

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dos opciones femeninas. Una, la representada por Julia Roberts, mordaz, irónica y, sin
duda, romántica; y, la otra personalizada en Cameron Díaz, convencional y predeci-
ble. Este planteamiento da lugar a una ácida observación de los personajes, sobre
todo de la protagonista (llena de contradicciones e incertidumbres como cualquier
mujer de hoy), pero también de las situaciones prototípicamente femeninas (supone
un auténtico catálogo de malévolas observaciones sobre la alta burguesía americana:
ritos, costumbres, gustos, obsesiones).
Sin embargo, el ejemplo más patente de las dos tendencias (tradición y renova-
ción) podemos encontrarlo en la evolución sufrida por las mujeres disneyanas. Los es-
tudios Disney han sabido adaptarse a los tiempos y a los nuevos modelos de mujer,
haciendo de sus heroínas y villanas personajes cada vez más humanos, carnales y sen-
suales: mientras Blancanieves, La Cenicienta, La Bella Durmiente o La Sirenita encar-
naban virtudes como la paciencia, la resignación y una equívoca generosidad, hasta el
punto de dejarlo todo por el príncipe soñado, las cosas han cambiado a partir de los
noventa: la irrupción de guionistas femeninas ha permitido modelar las heroínas de la
década.
Belle (La Bella y la Bestia, 1991) fue la mujer guapa e inteligente que sabe que
la auténtica belleza es interior. Jazmine (Aladdin, 1992) rompió el canon de belleza
disneyano y el comportamiento femenino típico de producciones anteriores con
sus carnales y seductores besos y su capacidad para utilizar su encanto como arma.
Pocahontas (1995), sabia, virtuosa, valiente y políticamente correcta, se distinguió
porque, aunque amaba a su príncipe, por primera vez, no lo sigue (sacrificio de amor):
él se va y ella se queda. Esmeralda (El jorobado de Notre Dame, 1996), supuso el
abandono de «lo políticamente correcto», perfilándose como mujer sensual, activa,
tierna, emancipada y autosuficiente. Pero será Mulan (1998) la heroína disneyana
más adulta, hasta el momento: encarna la superación personal y la lucha emocional
en un mundo patriarcal y, dentro de él, en la institución machista por excelencia, el
ejército. Constituye la propuesta femenina más moderna de la productora, aunque
no continuada.
La perversión femenina, por su parte, suele responder a la pura maldad y/o a in-
tereses económicos corruptores. Este perfil proviene de los primeros tiempos del cine,
pero se acentúa como paradigma en el cine negro con sus mujeres fatales. El arque-
tipo de mujer inteligente, capaz e independiente (asimilable al poder matriarcal), pero
unida a un alto grado de perversión, indefectiblemente, no deja de ser la revisión, en
celuloide, del mito de Lilith, la diablesa hebraica y esposa rebelde de Adán, anterior a
Eva, auténtica ninfómana devoradora de hombres. Malicia femenina que se ha ido su-
perponiendo a un progresivo desvalimiento masculino: dado que el feminismo de los
setenta estimuló la evolución del hombre hacia la virilidad receptiva (en contraste con
el modelo patriarcal tradicional) aparece un nuevo hombre blando (soft man) cuyo
paradigma es el personaje interpretado por Woody Allen en sus comedias: inseguro en
su trabajo y en su sexualidad, inadaptado, presa de la ansiedad al percibir su ternura
como un estigma, con miedo a convertirse o a ser percibido como homosexual y con
pánico a la amenaza de castración por la competencia femenina (Bly, 1992).
En esta línea, la visión de la mujer como verdadera pesadilla sexista viene cons-
tituyendo un interesante enfoque tal como lo demuestran casos tan extremos como

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Misery o Instinto Básico (Paul Verhoeven, 1992) que gira también alrededor del per-
sonaje de una mujer-psicópata sumamente inteligente, y que responde al arquetipo
femenino representado, incluso en su aspecto físico, por las heroínas hitchconianas
(corazón de hielo, cuerpo de fuego). No obstante sus rasgos más destacables son los
políticamente incorrectos: activa bisexual, fuma y no exige preservativos. Su princi-
pal móvil radica en su ansia de poder: quiere dominar cuanto le rodea (hacer que su
novia la mire haciendo el amor con hombres es un acto de dominio sobre ella) y,
sobre todo, planear y disponer el futuro siguiendo sus planes criminales. Por lo
demás, es curioso constatar como su bisexualidad peca de ofrecerse espectacular-
mente a la mirada masculina y como fruto de ésta: sólo es bisexual nominalmente,
únicamente la vemos hacer el amor con hombres y sus relaciones lésbicas siempre se
ofrecen a la mirada masculina del detective protagonista con el fin, más o menos ex-
plícito, de provocarlo sexualmente. Es más, encarna, con cierta exageración de los
atributos externos de lo femenino, una mujer-masculina: se coloca encima y usa el
punzón (mata, rasga, penetra: mujer fálica). Puede decirse que se trata de un film
postfeminista desde el momento en que las mujeres con un papel relevante son, a
la vez, homosexuales (o han tenido alguna experiencia en ese sentido) y asesinas, lo
cual no deja de ser tendencioso. Sobre todo en la recepción del modelo representa-
do por la protagonista, una asesina intelectualmente superdotada que manifiesta la
superioridad de la mujer en la escala de perversiones y, además, sin ninguna restric-
ción ética: modelo deseable, pero al mismo tiempo reprobable para la mujer especta-
dora (tanto homosexual como heterosexual). Conviene, también, destacar cómo, desde
la fase de confección del guión, la película fue objeto de fuerte controversia, pues
tuvo que rehacerse varias veces para acomodarse a las presiones de la comunidad de
gays y lesbianas de San Francisco que exigían que el detective protagonista fuese una
mujer y que las asesinas mataran también a mujeres para disipar connotaciones
sexistas: la presión censora de estas minorías diferenciadas e, hipotéticamente,
progresistas contrastó con la indiferencia manifestada por la mayoría moral, tradicio-
nalista y conservadora.
Una visión alternativa de la nueva mujer la constituye toda una serie de pelí-
culas que presentan una percepción feminista, más o menos demagógica, del poder
machista que lleva a la mujer a intentar salir de su papel tradicional. Así Thelma y
Louise (Ridley Scott, 1991) es la crónica de la escapada (por razones diversas) de dos
mujeres: un ama de casa resignada que se descubre a sí misma al fugarse del hogar
conyugal que comparte con una revisión de ogro (urbano) sólo interesado en ver la
tele y beber cerveza, que la conmina, por la fuerza, a no abandonar nunca dicho
hogar (supuestamente compartido) y descarga todas sus frustraciones (que son mu-
chas) en ella; y una mujer trabajadora, más curtida (en la línea que suele encarnar
Susan Sarandon) y con esa sabiduría instintiva procurada por la madurez, que goza
de una buena relación con un hombre, pero que pasa todos los días de su vida tra-
bajando en una hamburguesería. Ambas inician un viaje sin rumbo, que adquiere,
rápidamente, la urgencia de la huida hacia territorios más gratificantes: ambas in-
tentan evadirse del mundo gris en que, sin posibilidad de cambio, se ven obligadas a
vivir. A medida que se van apartando de la norma social, que cortan sus relaciones
de pareja (para formar otra, entre ellas, de índole emancipadora) se va originando la

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tradicional transformación de todo relato de viajes (road movie). Los hombres que
encuentran o dejan atrás mantienen con las protagonistas una relación de opresión
que va desde el paternalismo a la violación: irónicamente el único que trata de com-
prenderlas será el policía encargado, precisamente, de detenerlas para devolverlas a
la norma social (a la vida gris). Nada de lo que van dejando atrás es mejor que la con-
dición errática que van adoptando pues se van enriqueciendo mutuamente e inde-
pendizando, cambiando constantemente de papeles y dirigiéndose hacia un final
fatal: el único posible, según el director.
Por su parte Tomates verdes fritos (John Avnet, 1991) plantea también la rela-
ción de dos mujeres muy distintas: un ama de casa de clase media entrada en años
que vive una existencia mediocre entre terapias de grupos para mujeres con proble-
mas matrimoniales y un abotargado marido (atento sólo a la comida y a los pro-
gramas deportivos de televisión) y una anciana afable y parlanchina que reside
temporalmente en el hospital local debido a una operación de vesícula, y cuyas historias
sobre su ciudad natal le granjean la amistad y admiración de la otra. Historias (de
dolor, alegría, amor y muerte) acerca de la excepcional amistad de otras dos mujeres,
sus problemas con los hombres y un crimen sin resolver en el tenso marco del estado
de Alabama. Historias que suponen un revulsivo para el ama de casa, llevándola a
revelarse contra su gris existencia: toma de conciencia de su condición y estado por
parte de la mujer a través del conocimiento de la historia de lucha y emancipación de
otras mujeres. Es evidente que el mensaje latente de la película radica en demostrar,
una vez más, cómo dos mujeres pueden sobrevivir en un mundo de hombres obtusos
y machistas.

Escuela, género y cintas de cine


En virtud de esta somera radiografía la necesidad de educar a las nuevas genera-
ciones en el cine y hacerlo desde el punto de vista de la caracterización de los géneros
que presenta parece necesario, pues el tecnodiscurso hegemónico se orienta a con-
figurar la realidad de una manera determinada con la intención de legitimar ciertos
valores y prácticas como deseables, a la vez que, con esa voluntad transcultural e inter-
nacional de transcender las circunstancias inmediatas que le es propia, trata de darles
sentido a través de la metáfora y actualización de mitos, tal como se ha visto.
Si el currículum para el alumnado consiste en la disposición de experiencias or-
ganizadas con el propósito de generar aprendizajes, lo primero ha de ser analizar
cuáles de esas experiencias pueden posibilitar que el alumnado deje de ser audiencia
acrítica. Puesto que la enseñanza consiste, básicamente, en proporcionar experien-
cias y vivencias a los sujetos para generar aprendizajes significativos en forma de
conocimientos, valores, actitudes y habilidades, el problema de la escuela radica en
que el alumnado asiste a experiencias y vivencias sobre qué significa ser hombre y
mujer en esta sociedad a través de los textos cinematográficos consolidando conoci-
mientos, valores y actitudes que, además, se presentan de forma atractiva y eficaz.
Así pues, la cuestión radica en cómo infiltrar las propuestas cinematográficas
sobre la posición social y cultural de los sexos en los contenidos y actividades esco-

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lares que, obviamente, no pueden ser ajenos al fenómeno, lo cual exige un nuevo mo-
delo que reconsidere las relaciones entre la escuela y la peculiaridad perceptiva con
que la juventud se introduce en las concepciones de género, pues tratar de que el
alumnado alcance a comprender y construir esa realidad, ignorando o excluyendo
una de las formas más actuales a través de las que, fuera de la escuela, las compren-
de y construye puede resultar funesto. Formar personas críticas, responsables y au-
tónomas implica ayudar al alumnado a generar una distancia crítica respecto al
bombardeo audiovisual recibido a diario y construido por clichés, estereotipos, es-
quemas simplistas, frases hechas y lugares comunes sobre el significado real de lo que
supone ser hombre o ser mujer hoy día y, sobre todo, en un futuro próximo.
Implica, también, no confundir el lenguaje formal y estético del cine con su
mensaje y función. Desarrollar actitudes críticas con respecto a las propuestas cine-
matográficas tiene que ver más con la función social y económica del mismo que con
el dominio de sus lenguajes y códigos, aun cuando éstos sean recursos necesarios. La
lectura y el análisis de un texto cinematográfico, con el objetivo de formar personas
críticas, si se estructura sólo bajo los ejes del análisis estético y formal de los sopor-
tes icónicos, verbales y musicales contenidos en él, está olvidando su razón de ser: lo
relevante es formar criterios para seleccionar, interpretar y contextualizar en el sub-
texto el mensaje que trata de transmitir, detectar los estereotipos, identificar los
intereses económicos e ideológicos postulados, etc.
Los textos fílmicos han de ser considerados construcciones de la realidad: elabo-
raciones que son formas de representación dependientes de una empresa productora
y distribuidora, una ideología, unos intereses económicos, sociales o políticos. Supo-
ne considerar cualquier documento cinematográfico como posible objeto de análisis
(de los mensajes que transmite y el modo cómo los transmite): todo texto tiene un ori-
gen determinado, unos creadores y, por tanto, lleva implícitas unas intenciones de las
que no siempre somos conscientes. Cuanto más complejo sea o más implicación exija
por parte del espectador o espectadora más difícil resultará analizar críticamente di-
chas intenciones, sobre todo si tenemos en cuenta que además tales mensajes están
caracterizados por su intertextualidad (todo texto cinematográfico remite a otros tex-
tos, no necesariamente cinematográficos: pueden ser literarios, televisivos, telemáti-
cos, etc.), por su ubicuidad (el cine está en la televisión como uno de los espacios de
más audiencia, en los videoclubes y en los quioscos como oferta audiovisual, en mu-
chos videojuegos, derivados de películas, como insertos) y por el refuerzo mediático
de diversos canales (que van desde la publicidad hasta el merchandising).
Si además tenemos en cuenta que, socialmente, cada vez son menos los ámbi-
tos en que el conocimiento de los efectos de nuestras acciones puede adquirirse por
experiencia directa y que la mayor parte de las pautas de conducta que interioriza-
mos provienen de experiencias vicarias, de aprendizajes mediatizados, los aprendi-
zajes sobre la identidad y el significado de los géneros por modelado simbólico a
través del cine adquieren una especial relevancia: las consecuencias de las respuestas
observadas en las películas actúan como elementos motivadores, incentivando y
legitimando unos tipos de comportamiento y reprimiendo otros. Los alumnos y las
alumnas, tras la visión de una película, generan imágenes mentales a partir de los
discursos verbales y de los gestos faciales y corporales de los personajes, que pasan a

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formar parte de su imaginario sobre el tema. Estas imágenes recogen tanto aspectos
positivos como negativos, pues el relato cinematográfico no ofrece (ni tiene por qué)
códigos inapelables, sino perspectivas desde las que considerar los propios deseos y
actuaciones: el espectador siempre completa y recrea, a su modo, la narración que le
ofrece la pantalla. Por eso resulta imprescindible que se aprenda a ver cine desde la
escuela y también que se utilice, desde ella, para ayudar a ver lo que nos rodea y lo
que nos preocupa en aspectos tan sustantivos como los relacionados con las con-
cepciones sociales sobre los géneros.
No hay que olvidar que la capacidad socializadora de los modelos cinematográ-
ficos se basa en una ejemplar observancia de los principios de eficacia en procesos de
modelado: la similitud con el modelo (la proyección e identificación con los persona-
jes es la base del interés que generan los relatos cinematográficos), el atractivo del
modelo (el atractivo de los personajes y de quienes los encarnan es algo que el mundo
del cine tiene muy claro desde sus comienzos: el denominado star-system sólo es
una de sus más evidentes consecuencias), los refuerzos del modelo (el cine tiene diver-
sos sistemas para reforzar positiva o negativamente el valor de los modelos: el más
evidente radica en asociar sus actitudes y comportamientos con consecuencias narra-
tivas positivas o negativas, pero también se les puede premiar o castigar mediante
el tratamiento formal que se les da: planificación, punto de vista, angulación, color,
iluminación, etc.) y la excitación emocional (todo en el texto fílmico contribuye a
generar la emoción: personajes, puesta en escena, recursos formales, música y efectos
sonoros, etc.).
Otro factor determinante de la fuerza socializadora del cine, que la escuela no
puede ignorar, radica en su capacidad para conseguir que se interioricen sus modelos,
no por su valor intrínseco, sino por el placer que producen. El público tiende a pensar
que los relatos cinematográficos sólo sirven para entretener, pero son comunicación
persuasiva: discursos camuflados que ocultan, tras la ficción y el entretenimiento,
determinadas intenciones que interiorizamos a través de procesos de asociación o
transferencia que confieren a las realidades representadas valores emocionales positi-
vos o negativos que, a su vez, otorgan sentido o valor a dichas realidades: como tan
bien explicó el director ruso Eisenstein, el cine actúa de la imagen a la emoción y de
la emoción a la idea.
Frente a la tradicional función socializadora de la escuela, el cine (junto a los
demás medios de comunicación) abre el horizonte de las nuevas generaciones hacia
experiencias, normas éticas, formas de conducta y pensamiento que superan los lími-
tes del grupo social de referencia. La institución escolar ha sido y es víctima, y al
mismo tiempo causa directa, de esta situación conflictiva. Pero puede ser otra cosa:
convertirse en una institución puente entre las dos culturas, facilitando una aproxi-
mación dialéctica y crítica entre ellas: el diálogo, la confrontación y la comunicación
permitirán el tránsito desde las emociones a la reflexión y a la racionalidad. Así será
no sólo centro de enseñanza sino también de aprendizaje, preocupado por el enri-
quecimiento en experiencias de todo tipo, incluidas las cinematográficas, asociándo-
las a la interrelación con el grupo, la clase, el centro y la sociedad en general.
Si el cine forma parte de los materiales con que se nutren nuestros sueños, no
podemos permitir que los textos que nos presenta, sobre todo en temas esenciales

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como las cuestiones de género, pasen directamente al inconsciente de las personas a


quiénes pretendemos educar: hemos de revisarlos con ellas para darles otro signifi-
cado y una valoración, hemos de utilizarlos para ayudarles a comprender mejor sus
vidas y para que puedan intentar mejorarlas, puesto que si físicamente somos lo que
comemos, socialmente somos, cada vez más, lo que vemos.

Referencias bibliográficas
BLY, Robert (1992): Iron John. La primera respuesta no machista al feminismo. Bar-
celona. Plaza y Janés.
CAVELL, Stanley (1999): La búsqueda de la felicidad. La comedia de enredo matri-
monial en Hollywood. Barcelona. Paidós.
FERRO, Norma (1991): El instinto maternal o la necesidad de un mito. Madrid. Siglo
XXI.
HEREDERO, Carlos F. (1989): «Entrevista. Jodie Foster». Imágenes de actualidad, n. 69,
marzo, pp. 68-71. Barcelona.
KAPLAN, Louise J. (1995): Perversiones femeninas: Las tentaciones de Emma Bovary.
Barcelona. Paidós Ibérica. Col. Psicología Profunda.

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III. Las mujeres en los escenarios


escolares
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Rosa y azul: la transmisión


de los géneros en la escuela mixta
Marina Subirats
Facultad de Sociología. Universitat Autònoma de Barcelona
Cristina Brullet
Facultad de Sociología. Universitat Autònoma de Barcelona

La educación de las niñas, de ayer a hoy


Se presenta aquí un trabajo de investigación sobre una problemática poco explo-
rada en nuestro país1: la del sexismo en la educación escolar. Ciertamente, el término
sexismo puede aparecer exagerado o desconcertante, porque remite a un conjunto de
prejuicios que aparentemente están desapareciendo en nuestra cultura. Si hoy pregun-
tamos a maestros y maestras, a madres y padres, si creen que se discrimina a las niñas
en el proceso educativo, probablemente la gran mayoría responderá que no: que niños
y niñas pueden realizar los mismos estudios, acudir a las mismas aulas y que son trata-
dos por igual. Sin embargo, nuestros resultados prueban que no es exactamente así,
como lo han probado otras investigaciones similares en otros países.
Entonces, ¿acaso estamos igual que nuestras abuelas, que tuvieron que luchar
por ir a la universidad, o que nunca pudieron aprender a leer? ¿Cómo es posible que
sigan existiendo formas de discriminación sin que las personas implicadas en los pro-
cesos educativos sean conscientes de ello? Simplemente, las formas del sexismo están
cambiando, tanto en el sistema educativo como fuera de él; las mujeres acceden cada

Este texto se publica, con el consentimiento expreso de las autoras y del Instituto de la Mujer, a partir de
la siguiente fuente: SUBIRATS, M.; BRULLET, C. (1988): Rosa y azul. La transmisión de los géneros en la
escuela mixta. Madrid. Instituto de la Mujer. Serie Estudios, n. 19, capítulos I y VIII, pp. 11-28 y 137-148.
(Transcripción literal.)
1. Este estudio se realizó en Cataluña (España) en 1988. Obviamente, por las fechas de publicación, el es-
tudio se realizó con alumnado de EGB.

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vez más a la igualdad formal, pero ello no supone que realmente tengan las mismas
posibilidades que los hombres. Las formas de discriminación se tornan más sutiles,
menos evidentes; de modo que ya no son discernibles para el «ojo desnudo», por así
decir, sino que necesitamos de instrumentos de análisis algo más potentes para iden-
tificarlas. Ya no basta leer las leyes para comprobar que se hacen diferencias; hay que
utilizar una metodología relativamente compleja para desentrañar el funcionamiento
de unos mecanismos discriminatorios, creadores de desigualdades que han permane-
cido ocultas o han sido atribuidas a diferencias individuales de orden «natural».
Pero aun cuando las formas de discriminación tiendan a hacerse invisibles, se ins-
criben en un proceso de transformaciones del sexismo que no surge hoy, sino que tiene
una pesada historia. Así, antes de entrar en las cuestiones metodológicas que hacen re-
ferencia a esta investigación, queremos plantear las grandes líneas de la problemática
tratada y dar cuenta de algunas de las investigaciones que podemos considerar como
precedentes de la que aquí se expone.

La evolución histórica del sexismo en la educación:


de la escuela separada a la escuela mixta
La primera cuestión que se plantea es la pertinencia misma de la pregunta sobre
la existencia de sexismo en el sistema educativo. En efecto, en comparación con épo-
cas históricas pasadas, el sistema educativo actual no parece discriminatorio sino in-
tegrador, y ha sido incluso considerado como coeducativo, denominación discutible
sobre la que volveremos más adelante. Parece necesario, pues, esbozar algunos de los
rasgos tradicionales de la educación de las mujeres para mejor comprender en qué
aspectos ha variado y cuáles son las preguntas que hay que formular para analizar y
detectar la desaparición o continuidad de las discriminaciones.
Si tomamos la configuración del sistema escolar a partir del siglo XVIII, momen-
to inicial del desarrollo de la forma moderna de educación, podemos observar que el
sexismo2 se manifiesta en él de modo patente, afirmado incluso como una necesidad.
Las sociedades que parten de una diferenciación explícita de los roles de hombre y
mujer, que atribuyen a los individuos de cada sexo un destino social distinto, justifi-
cando esta diferencia en las distintas características naturales, explicitan también la
diferencia de los modelos educativos: la educación de las mujeres ha de ser distinta

2. El término «sexismo» hizo su aparición hacia mediados de los años sesenta en Estados Unidos, siendo
utilizado por grupos de feministas que se estaban creando en aquella época. Fue construido por analogía
con el término «racismo», para mostrar que el sexo es para las mujeres un factor de discriminación, su-
bordinación y desvaloración. En general, se usa para designar toda actitud en la que se produce un com-
portamiento distinto respecto de una persona por el hecho de que se trate de un hombre o una mujer;
tales comportamientos no sólo son distintos, sino que suponen una jerarquía y una discriminación, como
sucede a menudo con las distinciones. M.J. Dhavermas y L. Kandel (1983) han explorado el uso y el al-
cance de este término. También A. Moreno (1986) se ha ocupado de él, y compara y discute algunas de
las definiciones y usos de que ha sido objeto en castellano.

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de la de los hombres, dado que ambos grupos están destinados –generalmente por
Dios, como creador de una naturaleza diferenciada– a realizar tareas diferentes en la
vida. Ambos sistemas de roles son considerados, teóricamente, de igual importancia,
pero este equilibrio teórico no se sostiene cuando analizamos la práctica social.
Así, desde el nacimiento de la escuela moderna se postula que niños y niñas
deben ser educados de manera diferente, pero los dos modelos educativos que se
configuran no se establecen en paralelo; el debate sobre la educación de los niños
trata básicamente de cómo han de ser educados por la escuela, el debate sobre la
educación de las niñas trata de si deben recibir una educación escolar. Rousseau ha
dicho explícitamente que la niña ha de ser educada como ser dependiente, a dife-
rencia del niño, cuya educación está dirigida a convertirlo en un ser autónomo. Si la
escuela recibe la misión de formar «individuos» es evidente que no debe incluirse en
ella a seres cuya individualidad se trata de evitar, puesto que están destinados a asu-
mir un papel de género, no diferenciado. El primer modelo de educación de la niña
supondrá, por tanto, su exclusión de la educación formal, exclusión que para los ni-
veles educativos medios y superiores dura hasta principios del siglo XX.
En relación con la educación primaria, sin embargo, es más difícil mantener la
exclusión de las niñas; diversas razones avalaron su inclusión en algunas formas de
educación escolar ya desde el siglo XVIII: la necesidad, para las muchachas pobres,
de poseer algún tipo de habilidades que les permitieran ganarse la vida; la ventaja
que supone para los hijos el que una madre sea educada, como razón fundamental
de la escolarización de las niñas, que la justifica y legitima precisamente por su con-
tribución a lo que es considerado como papel femenino básico3. Pero si bien la posi-
bilidad de escolarización de las niñas en el nivel primario es admitida ya desde una
etapa muy temprana de la constitución del sistema educativo capitalista, los modelos
de educación difieren: legalmente niños y niñas deben asistir a escuelas diferentes4
y las enseñanzas fundamentales que reciben son, también, diferentes.
Tenemos así, a lo largo del siglo XIX y gran parte del siglo XX, dos modelos de
educación escolar diseñados en función de las diferencias de sexo; uno de ellos es
dominante, es el considerado universal. De él se ocupa extensamente la legislación
educativa y ya en la primera mitad del siglo XIX se convierte en obligatorio, aunque en
realidad la plena escolarización de los niños no se haya logrado hasta fechas muy re-
cientes –aún hoy es dudoso que tal escolarización sea total–. El otro modelo, el de
la educación de las niñas, aparece siempre como un apéndice del primero, incluso
en la legislación, y consiste en una versión diluida de aquél, más algunas cuestiones

3. Éste es un tema fundamental para explicar la escolarización primaria femenina a partir del siglo XIX. Así,
por ejemplo, en los estatutos de la Real Academia de Primera Educación y Reglamento de Escuelas, de
1797, ya se dice: «La Academia está bien convencida del influjo que tienen las madres en la educación y
enseñanza de sus hijos, y no puede olvidarse de las escuelas de niñas, cuyos ejemplos y consejos serán
algún día norma de la conducta de toda la familia» (reproducido en Luzuriaga, 1916). Pero es sobre todo
en Francia donde se desarrolla un debate en el que intervienen diversas escritoras: Pezerat (1976) ha
hecho un análisis de cuatro de estas obras.
4. Aunque en la práctica muchas de las escuelas fueron mixtas, dada la carencia de medios de los ayun-
tamientos. Sobre las características de la educación de las mujeres en esta etapa histórica, véanse Turín
(1967), Scanlon (1976), Capel (1982) y Subirats (1983).

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específicas, sobre todo las labores –cuya enseñanza a veces está prescrita con gran
precisión– y la mayor importancia de los rezos5. Pero no sólo se establece una dife-
rencia en los contenidos, sino también en las normas de comportamiento y en la
propia institución educativa: niños y niñas han de ser educados en centros distin-
tos, generalmente por docentes de su mismo sexo.
Esta diferenciación de los medios escolares, con su jerarquía interna –la verda-
dera escolarización es la destinada a los niños–, corresponde al orden característico de
una sociedad patriarcal; una forma de patriarcado que establece la posibilidad de di-
ferenciación de los individuos ante la ley en razón de su sexo. Sin embargo, este tipo
de orden chocará en forma creciente con el orden propio de una sociedad capitalis-
ta y con la lógica de un desarrollo del sistema educativo que admite difícilmente el
mantenimiento de diferencias formales. En efecto, uno de los elementos fundamen-
tales en la legitimización del orden capitalista es precisamente la igualdad formal de
los individuos ante la ley y con relación a las instituciones. Este rasgo, que ha ido
implantándose a lo largo de muchos años y de duras luchas de los grupos en posi-
ciones de debilidad, ha afectado a todas las instituciones, y en forma muy notable al
sistema educativo, que es, en el conjunto de las instituciones sociales, un sistema
relativamente «blando», es decir, especialmente sensible a las argumentaciones
morales y al respeto de los derechos individuales, sobre todo si lo comparamos con
otras instituciones, por ejemplo las empresas o el ejército. Por esta razón, la escuela
capitalista6 necesita presentarse en una forma universal, según la cual se ofrecen a todos
los individuos jóvenes, sin distinción, las mismas oportunidades de acceso a la cultura
y al saber –y a los títulos académicos, que es lo que en realidad va a tener importan-
cia para su futura posición en el mercado de trabajo–. Éste es el rasgo que legitima
al sistema educativo capitalista en la actualidad, y que legitima al mismo tiempo el
orden social general, puesto que si la educación estuviera formalmente diferenciada
por grupos sociales, de modo tal que fuera explícita la atribución de un tipo de edu-
cación a los miembros de determinado grupo, quedaría claro que la reproducción de

5. Véase, como ejemplo, la siguiente descripción: «Las labores que las han de enseñar han de ser las que se
acostumbran, empezando por las más fáciles, como Faxa, Calceta, punto de Red, Dechado, Dobladillo, Costu-
ra, siguiendo después a cosa más fina, bordar, hacer encajes, y en otros ratos que acomodará la Maestra según
su inteligencia hacer Cofias o Redecillas, sus Borlas, Bolsillos, su diferentes puntos. Cintas caseras de hilo, de
hilanza de seda, Galón, Cinta de Cofias y todo género de listonería, o aquella parte de estas labores que sea
posible» (Cédula de Carlos III de 11 de mayo de 1783, reproducido por L. Luzuriaga, 1916). Esta precisión pa-
rece proceder de un «modo académico», en paralelo aquí con la descripción de las asignaturas de los niños,
más que de una necesidad real de aprendizaje de todas estas labores por parte de las niñas. M.B. Cossío co-
mentaría, muchos años más tarde, la poca utilidad del tipo de labores que se aprendían en la escuela.
6. La definición de las características de la escuela capitalista cuenta con una muy amplia bibliografía que
no creemos necesario citar aquí pero que evidentemente constituye uno de los temas clave de la sociología
de la educación. La obra que ha intentado llegar más lejos en una definición global de la escuela capi-
talista ha sido probablemente la de Bowles y Gintis (1976), después de la cual la perspectiva macrosocio-
lógica ha sido paulatinamente abandonada en sociología de la educación para dar paso a estudios que
tratan de profundizar en determinados mecanismos característicos de tal forma de escuela. Sin embargo,
al nivel de generalidad utilizado aquí, los grandes trazos de la escuela capitalista invocados han sido
suficientemente establecidos y reconocidos en el conjunto de la disciplina para no hacer necesaria una
exposición más detallada.

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las diferencias de posición no es debida a diferencias «naturales» –que no es posible


cambiar–, sino a este tratamiento diferenciado en la educación. Por el contrario, si
todos los individuos tienen acceso al mismo tipo de educación, las diferencias que se
establecen en sus niveles educativos y en sus posteriores posiciones sociales ya no
pueden ser atribuidas al sistema educativo, sino que aparentemente derivan de esas
capacidades individuales de carácter natural.
Para operar esta legitimación, el sistema educativo debe presentar, forzosa-
mente, una oferta similar –o que parezca como tal– a todos los individuos jóvenes,
lo que obliga a una operación constante de reunificación de las distintas formas de
fragmentación, que también el propio sistema educativo tiende de continuo a crear.
En efecto, la educación formal no sólo es utilizada para legitimar la desigualdad que
va a producir, haciéndola aparecer como resultado de una característica individual,
sino que también debe producir individuos con capacidades diversas, como corres-
ponde a las necesidades de una sociedad con una elevada división del trabajo, en la
que de continuo surgen nuevas tareas productivas que requieren una especialización
educativa y que, por consiguiente, producen una continua diversificación de los cu-
rrículos y fragmentación interna de los modelos educativos. Así, en todos los siste-
mas escolares modernos se produce constantemente el conflicto entre la necesidad
de producir individuos con una fuerza de trabajo diferenciada y jerarquizada, y la
necesidad de unificar los modelos culturales. Este conflicto, que en general nos da las
claves para entender los frecuentes cambios y reajustes que se producen en los
sistemas educativos occidentales, ha tendido a resolverse por medio de una crecien-
te unificación formal y una mayor sofisticación en las formas de clasificación y
selectividad, cuyos mecanismos de funcionamiento son cada vez menos visibles y más
difíciles de descifrar.
La diferenciación de la educación por razón de sexo no ha escapado a los efec-
tos de esta lógica. En la medida en que las mujeres han sido incluidas entre los «su-
jetos de derechos», el mantenimiento explícito de un distinto modelo educativo para
ellas se hace cada vez más difícil. La dualidad de modelos, afirmada como necesaria en
determinado periodo, no podrá mantenerse invariable: la escuela es la institución
encargada de formar al ciudadano moderno; el paso por ésta es obligatorio, puesto
que se considera indispensable poseer los conocimientos que se imparten en ella, es-
pecialmente en el tramo de la educación primaria. O bien las mujeres forman un
mundo aparte y no son consideradas como ciudadanos/as, posición predominante en el
siglo XIX, y entonces queda legitimada su exclusión de la educación, o bien también
son sujetos de derechos, y entonces no se justifica una educación diferente, porque
el propio concepto de ciudadano/a necesita ser universal y no puede admitir distin-
ciones basadas en particularidades de grupo. La propia legislación educativa del siglo
XIX –en España como en otros países, puesto que se trata de rasgos que en el mundo
occidental han seguido procesos muy similares– tiende en forma creciente a incluir
en el currículum de las niñas aquellos saberes que inicialmente se han considerado
como adecuados únicamente para los niños. En forma lenta, por supuesto: la seg-
mentación y diferenciación relativas a la educación de las niñas ha sido la que for-
malmente se ha mantenido más tiempo; las diferenciaciones originadas por otros
criterios, como la clase social o la localización geográfica –que también tuvieron su

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expresión formal, por ejemplo, en el distinto sueldo de los maestros según el núme-
ro de habitantes de la población en que ejercían–, han desaparecido mucho antes de
la legislación educativa, aunque no de la práctica social, en la que siguen presentes
y fuertemente enraizadas. En la segunda mitad del siglo XX, la unificación formal de
los modelos escolares femeninos y masculinos es un hecho generalizado en el mundo
occidental, aunque se mantengan todavía explícitamente algunos rasgos diferencia-
dores que no han sido totalmente borrados, puesto que, en cualquier caso, se trata
de un proceso en el curso del cual las tendencias a la unificación curricular conviven
aún con las tendencias a la diferenciación por géneros. Aparentemente, el predomi-
nio de las normas que caracterizan la construcción de un sistema educativo capita-
lista implica una eliminación de las normas patriarcales, que establecían las
diferenciaciones educativas por sexos.
En definitiva, el tratamiento que el sistema escolar da a las diferencias de sexo
–o, dicho en otras palabras, la forma en que contribuye a la construcción del gé-
nero masculino y del género femenino en alumnos y alumnas– depende de las com-
plejas relaciones que se establecen entre el orden patriarcal y el orden social dominante
en cada época. La relación entre normas capitalistas y patriarcales, su juego recíproco
en el ordenamiento del sistema educativo moderno, ha sido poco estudiada en términos
teóricos7; faltan aún muchas investigaciones y trabajos para reconstruir la totalidad de
piezas de este rompecabezas. Sin embargo, algunas cosas sabemos ya de tal relación; por
ejemplo, que el orden capitalista tiende a predominar sobre el patriarcal y, por lo tanto,
que en los puntos en que se produzcan conflictos entre ambos, será probablemente la
pauta derivada del orden patriarcal la que acabe modificándose. Evidentemente, esto no
significa que este último sea abandonado a medida que las exigencias del orden capita-
lista vayan siendo más incompatibles con las derivadas del orden patriarcal, orden que
toma también diferentes formas en función de la totalidad de un modo de producción;
por tanto, las formas precapitalistas del orden patriarcal, que a veces son confundidas
con el orden mismo, tienden a modificarse y a ser sustituidas por otras que se conver-
tirán en formas características del patriarcado en el capitalismo.
Esta sustitución supone, en cualquier caso, un cambio importante que puede
modificar en profundidad –y de hecho lo está haciendo en la actual fase del capita-
lismo desarrollado– las relaciones entre hombres y mujeres y el estatuto de cada gé-
nero en la sociedad. Supone, sobre todo, una reestructuración del tratamiento que el
sistema educativo da a la cuestión de los géneros, tratamiento cuyas formas son a
priori impredecibles, más aún cuando, como hemos apuntado más arriba, cualquier
rasgo en el sistema educativo que tienda a reproducir diferencias de grupo ha pasado
de estar explícitamente inscrito en la normativa y la estructura escolar, a ocultarse en
formas mucho más complejas y a «desaparecer» de la escena visible.

7. M. MacDonald (1980 y 1983) es la autora que a nuestro juicio más netamente ha planteado en térmi-
nos teóricos las relaciones entre ambos sistemas de normas en el interior de la escuela. La mayoría de los
trabajos existentes hasta hoy son de carácter exploratorio y descriptivo, por razones obvias: la novedad
del tema y el desconocimiento de él hasta fechas muy recientes. Sin embargo, parece útil poder situar
esta relación en términos teóricos generales para evitar la repetición de investigaciones de base y de in-
tentos aislados de superación de algunos aspectos del sexismo escolar.

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De este modo, el objeto de esta investigación aparentemente no existe; puede


incluso ser considerado como un fantasma ideológico, producto de resentimientos,
ambiciones frustradas o manías personales. La ocultación de los rasgos patriarcales
en el sistema educativo capitalista supone que hay que empezar por construir una
problemática respecto de una relación que para la mayoría de la sociedad no pre-
senta problema, antes al contrario, se construye como una relación «natural». Frente
a esta posición, la hipótesis que hemos manejado es la de la continuidad del orden
patriarcal bajo otras formas, de las que nada podemos presuponer, excepto aquello
que se conoce ya por otras investigaciones que han ido en la misma dirección.
Pero antes de exponerlas, veamos todavía otros aspectos de la cuestión. Por
ejemplo, ¿qué hechos avalan la hipótesis del mantenimiento de normas patriarcales
y justifican, por tanto, dedicar atención a su desciframiento? ¿Hay alguna base para
presuponer el mantenimiento de rasgos sexistas en la educación, más allá del princi-
pio general según el cual en una sociedad sexista probablemente todas las institu-
ciones estarán afectadas en alguna forma por este rasgo?
La primera constatación es que la tendencia a la unificación de los currículos
mejora la situación de las mujeres respecto de la educación. Veamos el caso de Espa-
ña: las diferencias entre las posibilidades de hombres y mujeres supusieron durante
siglos que el porcentaje de analfabetas era mucho más elevado que el de analfabe-
tos –hecho todavía visible entre las generaciones adultas y viejas–, y que el porcen-
taje de mujeres que poseían niveles educativos relativamente elevados era
extremadamente reducido –o mejor dicho, pasaba de ser inexistente en el siglo XIX a
ser muy reducido en la primera mitad del XX, a partir del momento en que las muje-
res tienen acceso legal a la educación superior–. El proceso de unificación curricular
se ha encontrado en España especialmente retrasado, como consecuencia de la ex-
cepcionalidad que supone el franquismo con relación a la consolidación de muchos
de los rasgos típicos del capitalismo; sólo a partir de la Ley General de Educación de
1970 puede desarrollarse la educación mixta, que se ha impuesto rápidamente en los
últimos años. Pues bien, precisamente a partir de los primeros años setenta, se pro-
duce un fuerte incremento de los niveles educativos de las mujeres jóvenes, que en
1976 pasan a ser mayoritarias como estudiantes de bachillerato y en la década de los
ochenta forman ya casi 50% del alumnado de todos los niveles escolares, con la
excepción de las escuelas técnicas superiores, en las que siguen estando en minoría
muy reducida.
Aunque en el avance educativo de las mujeres en los últimos años –fenómeno
que España comparte con otros países– han incidido otros factores ajenos a la forma
de escolarización, la escuela mixta parece haber favorecido, en este caso, la mejora
educativa femenina. Los resultados obtenidos tienden a confirmar la eliminación de
formas discriminatorias. Quedan, sin embargo, algunos fenómenos por explicar, al-
gunos de carácter muy preciso, otros más generales. En efecto, si bien las alumnas
han alcanzado ya 50% en casi todos los niveles educativos, tanto en la formación
profesional como en la enseñanza superior siguen dirigiéndose prioritariamente a de-
terminados tipos de estudios, que son los que dan lugar a profesiones con una mayor
tradición «femenina», mientras que muy pocas muchachas emprenden estudios téc-
nicos. Pero además, los tipos de estudios más elegidos por ellas son generalmente los

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que tienen menores posibilidades en el mercado de trabajo y los que obtienen meno-
res remuneraciones. ¿Por qué razón, si pueden elegir libremente, las mujeres siguen
escogiendo profesiones poco valoradas en el mercado de trabajo?
Evidentemente, la explicación que se ha dado con mayor frecuencia es la de que
no tienen vocaciones técnicas, explicación que tiene varias ventajas: remite de nuevo
a unas diferencias naturales esencialistas, que permiten situar las causas del lado del
individuo y no de las instituciones; y encaja con una idea muy generalizada entre los
docentes, la de menor capacidad de las niñas en el aprendizaje de las matemáticas y
las ciencias, especialmente la física y la química8. Sin embargo, este tipo de explica-
ciones biologistas y esencialistas ya no se tienen hoy en pie: en el siglo XIX, la biología
negaba a las mujeres la capacidad de aprendizaje de cualquier disciplina científica, y
hoy forman la mitad del alumnado universitario. Antes de atribuir el origen de este
tipo de elecciones a características de sexo, hay que reexaminar las condiciones en las
que tales elecciones se realizan y ver hasta qué punto no son inducidas por factores
contextuales.
El segundo fenómeno a tener en cuenta es el hecho de que los individuos jóve-
nes, que han recibido una educación supuestamente igual, siguen adoptando com-
portamientos y actitudes distintos, caracterizados como genéricos. Es cierto que el
sistema educativo no es la única instancia socializadora, ni probablemente la más deci-
siva: la familia, los medios de comunicación, todo el entorno social, siguen produ-
ciendo mensajes de diferenciación de los géneros. ¿Es posible que el sistema educativo
sea el único que ha unificado sus mensajes? Y si así fuera, ¿cómo encajaría esta uni-
ficación con la diversificación que se produce en las otras instancias socializadoras?
En cualquier caso es evidente que, dado su papel en la socialización, el sistema edu-
cativo ha de tener algún efecto en la construcción diferenciada de unos géneros que
siguen existiendo, aun cuando no bajo las mismas características que en otras épocas
históricas. Cuál sea este efecto y a través de qué mecanismos opera es precisamente
lo que hemos querido poner de manifiesto a lo largo de esta investigación.
Uno de los elementos que contribuyen a la ocultación de las actuales formas
de sexismo en la educación se deriva de que sus consecuencias no son visibles en
términos de resultados escolares, a diferencia de lo que ocurría en la etapa de se-
paración escolar de niños y niñas. Los resultados escolares obtenidos por chicos y
chicas apenas difieren, en sus grandes líneas, si exceptuamos la menor presencia de
mujeres en la enseñanza técnica, ya comentada. En contraposición a las conse-
cuencias del clasicismo, visibles en el sistema educativo entre otras cosas por la di-
ferencia de resultados obtenidos en términos de notas y títulos académicos según
origen social de los individuos, la ordenación educativa sexista no parece producir
diferencias notables en los resultados académicos, sino en la utilización posterior
de estos resultados: parecen afectar más la construcción de la personalidad de los

8. El tema de la capacidad diferencial de las niñas en el aprendizaje de las ciencias ha sido muy trabaja-
do en la literatura anglosajona. Puede consultarse, por ejemplo, Walden y Walkerdine (1982) y sobre todo
la experiencia y la reflexión obtenidas en el GIST, proyecto llevado a cabo en Manchester y expuesto en
A. Kelly, J. Whyte y B. Smith, (1983) y en J. Whyte (1986).

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individuos que la estricta cualificación de su fuerza de trabajo. La prueba de ello la


tenemos en el hecho de que hombres y mujeres con la misma cualificación acadé-
mica obtienen posiciones sociales y remuneraciones distintas por su trabajo9. Es
decir, las consecuencias del sexismo educativo han de ser buscadas probablemente
en la internalización de una pautas de género diferenciadas, que comportan dis-
tintos tipos de expectativas y posibilidades y una jerarquización de los individuos.
Transmitir el género masculino y femenino es, hoy por hoy, dar a los individuos unas
posibilidades no sólo distintas, sino desiguales, jerárquicamente ordenadas; ésta es la
razón esencial por la que creemos que el sexismo en la educación, como en otros
ámbitos de la vida, es negativo e injusto, y debe ser eliminado de una sociedad que
se pretende igualitaria.
Pero dado que tal transmisión no se produce exclusivamente en el sistema edu-
cativo, y que incluso sus resultados se presentan en general como derivados de «la
naturaleza femenina», se hace difícil, a partir de la diferenciación genérica de com-
portamientos, inducir el peso específico del sistema educativo en la construcción de
los géneros. Así, el sexismo en la educación sólo puede ser planteado a priori como
una hipótesis a probar a partir de la investigación empírica, hipótesis que se mueve
en el conocimiento de una forma anterior de sexismo educativo, que ha tendido a
desaparecer pero que en el caso español no sabemos hasta dónde sigue presente, en
términos de diferenciación de las prácticas y atribución explícita de estereotipos a los
individuos de cada sexo, y una supuesta nueva forma cuya característica es la de la
ocultación y cuyos rasgos concretos desconocemos en gran parte, si exceptuamos los
trabajos que se han desarrollado en otros países y que constituyen puntos de refe-
rencia obligados para el nuestro.

El sexismo en la educación actual: estudios


sobre currícula y sobre interacción en el aula
Planteado el marco general de nuestro estudio, veamos cuáles son los traba-
jos que aportan fragmentos de respuesta a la pregunta sobre las actuales formas
de sexismo en la educación. Es sobre todo en el mundo anglosajón donde estos
temas han sido abordados desde una perspectiva empírica. Walker y Barton (1983)
han sintetizado, en la introducción a un libro colectivo, las direcciones en las que
se han movido los distintos trabajos sobre género y educación. De hecho, no existe
una perspectiva única. Estos autores señalan que:
[…] uno de los problemas que han motivado el rápido crecimiento del interés en la in-
vestigación sobre la experiencia educativa de las mujeres en los últimos años ha sido
el desarrollo de una serie de formas analíticas y explicaciones diversas, heterogéneas
y, a veces, poco relacionadas con una plataforma teórica central.

9. Pueden verse en este aspecto los datos obtenidos en una investigación sobre la situación laboral y eco-
nómica de licenciados y licenciadas en ciencias y letras, en Subirats (1981).

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Es decir, se trata de un campo de investigación en construcción, que carece de


teoría consolidada. Ciñéndonos a las líneas de investigación que estos autores seña-
lan como más relevantes aparecen:
. Los trabajos sobre ideología y patriarcado, que tratan de determinar de
forma teórica el impacto del patriarcado sobre el sistema educativo.
. Los trabajos sobre inculcación del género en las escuelas, trabajos que a su
vez han seguido tres líneas de investigación: el análisis de las expectativas
del profesorado respecto de niñas y niños, de la práctica en las aulas, y el de
los ritos escolares.
. Los estudios sobre diferenciación del currículum entre niños y niñas.
. La posición y características de las mujeres enseñantes.

A nuestro juicio, estas líneas de investigación no son contradictorias entre sí, sino
complementarias, dado que abordan desde distintos ángulos el análisis de un mismo
tipo de relación; de las distintas líneas mencionadas, en el nivel empírico, dos son es-
pecialmente importantes para que puedan producirse avances teóricos: el análisis del
currículum, más directamente referido al currículum explícito, y el análisis de la prác-
tica en las aulas, que hace referencia también a determinados aspectos del currículum
–a lo que se ha denominado «currículum oculto»10– en otros términos, el análisis de los
elementos fundamentales en la producción de un orden pedagógico. En efecto, son
precisamente los elementos constitutivos de este orden los que hay que analizar; su ca-
rácter capitalista o sexista no puede ser afirmado más que a partir de su exploración
empírica, que es la que debe permitir constatar cuáles son sus características concretas
y cómo inciden en la construcción de los sujetos. La reconstrucción del orden pedagó-
gico es, además, fundamental para despersonalizar los sesgos que toman las normas
escolares, para darnos cuenta de que no dependen de la personalidad del maestro o la
maestra, o de la manera de comportarse de los niños y de las niñas, sino que se inscri-
ben en una estructura normativa compleja, que preside la escolarización.
Bernstein y Díaz (1985) han puesto de manifiesto la importancia del orden
pedagógico como elemento mediador entre docentes y discípulos:
La producción de un orden, la constitución de una conciencia específica, es la tarea de
cierto tipo de discursos. Éste es el caso, por ejemplo, del discurso pedagógico: puede con-
siderarse como un dispositivo de reproducción de formas de conciencia específica a
través de la producción de reglas específicas, que regulan relaciones sociales específicas
entre categorías específicas tales como transmisor y adquirientes.

10. La distinción entre currículum explícito y currículum oculto procede sobre todo de la sociología esta-
dounidense, aunque se ha generalizado en los últimos años. El término «currículum oculto» ha sido utili-
zado para designar el proceso de transmisión de normas implícitas, valores y creencias, que subyacen en
las formas culturales utilizadas por la escuela pero se localizan, especialmente, en las relaciones sociales
establecidas en los centros escolares y en las aulas. Apple y King (1977), Anyon (1980) y Giroux (1981)
han hecho aportaciones importantes para el desarrollo de este concepto, extremadamente útil para en-
tender las mediaciones que se producen en el orden pedagógico explícito y las formas de socialización,
así como las resistencias planteadas por el alumnado. Para una discusión de esta perspectiva –que cuen-
ta hoy con una voluminosa literatura– puede verse, entre otros, el comentario de Arnor y Whitty (1982).

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Sea cual sea el peso de las características individuales, que de todos modos
deben ser tenidas en cuenta, hay que partir fundamentalmente del hecho de que es
el propio discurso pedagógico el que define ya las reglas esenciales que presidirán las
relaciones en el aula, las presencias y ausencias de relación, las referencias y los si-
lencios respecto de los conocimientos, las cualificaciones mismas de lo que es y no es
conocimiento, y de lo que puede o no ser dicho. En definitiva, tanto el currículum
explícito como el oculto, a pesar de que la constitución de éste pueda parecer menos
sujeta a normas generales.
La exploración de las formas que reviste actualmente la escolarización de las
niñas cuenta ya con numerosos trabajos, como hemos dicho más arriba. Algunos de
ellos se refieren a ambos tipos de currícula11 pero en general existe una cierta espe-
cialización entre los que se han ocupado sobre todo del currículum explícito, basa-
dos a menudo en materiales escritos, en los libros de texto, en el propio discurso
científico12, y los que han tratado del currículum oculto, que obliga a analizar relacio-
nes «en vivo», precisamente por el carácter no institucional, aparentemente ocasional,
de la relación que se produce. Mientras los estudios sobre currículum abierto se han
basado sobre todo en el análisis de los conocimientos transmitidos por la escuela, y
se han interesado específicamente por el carácter «femenino» o «masculino» que a
menudo es atribuido a estos conocimientos, el currículum oculto ha sido abordado
sobre todo en la enseñanza primaria y a través de los estudios de interacción en el
aula que, aunque iniciados con otras hipótesis y para otros objetivos de conocimien-
to, cuentan con una tradición relativamente larga de trabajos en los que el sexo de
docentes y alumnado ha sido tomado en cuenta. Dada la importancia que revisten
para nuestro propio trabajo, veamos con cierto detalle las aportaciones más relevantes
en este campo.
Los trabajos sobre interacción en el aula se han centrado, sobre todo, en la bús-
queda del posible tratamiento desigual dado a los individuos. En Estados Unidos, el
tema de la interacción en el aula y las posibles diferencias introducidas por el sexo de
docentes y alumnado comenzó a ser trabajado ya en los años cincuenta, y en los se-

11. Por ejemplo Delamont (1980), Byrne (1978), Spender y Sarh (1980) y, en general, todos los trabajos
que tratan de dar una visión sintética de la actual escolarización de las niñas basándose en datos produ-
cidos en diversas investigaciones.
12. En España se han realizado sobre todo trabajos que contemplan las características sexistas del currículum
explícito, es decir, de las materias dadas en clase, libros de texto, etc. Entre ellos cabe citar, en relación con la
crítica de la filosofía, el trabajo de C. Amorós (1985); respecto de la historia, el de A. Moreno (1986), y res-
pecto de otras especialidades científicas han sido publicadas diversas compilaciones, entre ellas: Grupo de
Estudios de la Mujer. Departamento de Sociología (1982) y Durán (1982a), así como las diversas compilacio-
nes realizadas por el Seminario de Estudios de la Mujer de la Universidad Autónoma de Madrid. Respecto al
análisis de los libros de texto, uno de los trabajos más recientes es el de Garreta y Careaga (1985). Cabe citar
también los trabajos de I. Alberdi sobre el sexismo en la enseñanza media y en la formación profesional,
así como con relación al ámbito de nuevas tecnologías (Alberdi, 1985 y 1987), y de R. Quitllet sobre la for-
mación profesional para las mujeres (Quitllet, 1985). En Ministerio de Cultura/Instituto de la Mujer (1985),
pueden verse varias líneas de investigación en curso. Y se han producido también otros trabajos, ya más ale-
jados del tipo de exposición que realizamos aquí y que se centran en experimentaciones llevadas a cabo en
las aulas para ir modificando la transmisión de estereotipos sexuales y las formas de sexismo existentes.

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senta el número de investigaciones realizadas es relativamente elevado. El plantea-


miento inicial era sin embargo muy distinto al nuestro. En efecto, las primeras hipóte-
sis utilizadas partían de la idea de que es posible que los docentes traten de forma más
favorable a las niñas (Arnold, 1968; Schaefer y Davis, 1968), hecho que podría explicar
las mayores dificultades de los niños en el aprendizaje de la lectura y la escritura (Gates,
1961; MacCoby, 1966). El análisis de la relación entre maestros/as y alumnos/as pone
de manifiesto, en algunas investigaciones, que los niños reciben mayor desaprobación
y más críticas de los docentes que las niñas (Mayer y Thompson, 1967; Lippit y Gold,
1959; Jackson y Lahardene, 1967) y que las críticas a los niños adoptan un tono de voz
más duro, mientras las críticas a las niñas se hacen en tono más suave.
Las investigaciones de esta primera época, que han sido revisadas y discutidas
con cierto detenimiento por Brophy y Good (1974), no aportaron evidencia suficien-
te de trato preferente a las niñas. Las diferencias observadas, en términos de mejores
resultados escolares, sobre todo respecto de la lectura y la habilidad verbal, se atribu-
yeron a una más temprana maduración de las niñas, a que la mayoría de docentes en
las escuelas primarias son mujeres, y a que para los niños puede existir un conflicto
entre lo que la cultura prescribe como conducta masculina y las normas escolares, es-
pecialmente en el ámbito del lenguaje, la atención al cual puede aparecer para el niño
como «poco masculina»13. El comportamiento esperado en los primeros años escolares
es considerado por algunos autores como más acorde con el que se asimila a la niña
que con el que se considera propio del niño (Kagan, 1964; Brophy y Laosa, 1971),
hecho que explicaría la existencia de resistencias más fuertes en relación a la escuela
en los niños y de un mayor fracaso escolar, independientemente del trato que maes-
tros y maestras establecen con ellos14.
Las consecuencias derivadas del sexo del docente sobre los resultados escolares
de niños y niñas, sin embargo, encontraron poca confirmación empírica en las investi-

13. La idea del conflicto entre cultura masculina y cultura escolar ha sido utilizada como uno de los temas
centrales por Willis (1977) para explicar el rechazo al éxito educativo que observó en muchachos de clase
obrera. En las muchachas del mismo grupo social, en cambio, halló menos resistencias para la aceptación
de la cultura escolar, puesto que el énfasis en la fuerza física y el trabajo manual es menor para ellas. Es
evidente que el juego combinado de las normas clasistas y sexistas puede producir valoraciones distintas
de la cultura escolar para los individuos de uno y otro sexo según la posición social; la mayor adecua-
ción de la cultura escolar a los chicos o a las chicas parece depender en gran parte de la posición del grupo
social al que pertenecen, e incluso de tradiciones culturales dentro de este grupo. La persistencia de una
«cultura obrera» fuerte opera probablemente en contra de la valoración positiva, por parte de los niños,
de la cultura escolar; por el contrario, las situaciones en las que la clase obrera se ha constituido en gran
parte por migraciones campesinas recientes, como en el caso español, parecen favorecer una menor hos-
tilidad a la cultura escolar por parte de los niños, puesto que el tejido cultural sobre el que podrían ba-
sarse las resistencias es mucho más tenue, menos afirmado por el colectivo como característica específica.
Con todo, desconocemos hasta qué punto también en España puede haber elementos de resistencia a la
escolarización basados en la permanencia de elementos culturales que enfatizan otro tipo de valores.
14. Este tipo de hipótesis no tiene en cuenta la diferencia existente entre los valores explícitamente afir-
mados en el sistema educativo y las valoraciones reales. Si bien es cierto que la actitud explícitamente
promovida en el sistema educativo puede parecer inicialmente más propia de niñas, en tanto margina y
devalúa la fuerza física, las valoraciones reales van por otro camino, como veremos más adelante. En este
sentido, las hipótesis explicativas enunciadas han sido posteriormente abandonadas.

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gaciones realizadas (Brophy y Good, 1974), de modo que pareció posible concluir que
no tienen consecuencias sobre tales resultados; en cambio, diversas investigaciones
tendieron a confirmar para todos los docentes, con independencia de su sexo, algu-
nos de los rasgos señalados anteriormente: que los docentes establecen mayor rela-
ción con los niños, les prestan más atención, les dan mayor número de instrucciones
y también expresan hacia ellos un mayor número de críticas. En un estudio hecho
sobre grabaciones en vídeo, Cosper (1970) encontró que los/as maestros/as inician
más interacciones verbales con los niños, discriminan negativamente a las niñas y
son más restrictivos con ellas; pero además vio que los niños inician también más
interacciones verbales con los docentes que las niñas. Es decir, los niños aparecen
como más activos en las aulas, siendo ellos los que, más a menudo que las niñas, ini-
cian el contacto con el/la docente y tratan de llamar su atención.
La mayoría de las investigaciones realizadas en los años setenta y posterior-
mente sobre la misma temática han confirmado estos resultados previos, aunque no
todos los trabajos obtienen tales resultados. Bossert (1982) y Brophy (1985) dan
cuenta de algunas de estas investigaciones, varias de las cuales están basadas en
muestras muy amplias, como la de Hillman y Davenpot (1978), quienes observaron la
interacción entre alumnas/os y maestras/os en 306 clases de preescolar y primaria.
Los datos obtenidos indicaron que se establece mayor interacción con los niños y
también se les riñe más, y que ellos preguntan más a el/la maestro/a. De nuevo, no
se encontraron diferencias en relación al sexo del docente, ni por el hecho de que do-
cente y alumno/a pertenezcan al mismo sexo. También los datos de Brophy y otros
(1981) sugieren que la diferencia de sexo de los/as alumnos/as supone más diferen-
cias en el comportamiento en la clase y en la interacción con el/la docente que las
diferencias de sexo entre docentes.
Otras variables que han sido incorporadas a este tipo de análisis: Blumenfeld y
otros (1977) encontraron que los niños reciben más atención en todos los ámbitos
y, en un estudio posterior (Blumenfeld y otros, 1979), vieron que 80% de la informa-
ción dada a los niños se refería al contenido y no a la forma, mientras que 96% de
la información dada a las niñas tenía relación con la forma de sus trabajos. Otras in-
vestigaciones sugieren que el comportamiento de los/as docentes varía según la ma-
teria de la que trata cada clase; la influencia de la asignatura impartida aparece cada
vez más como un dato esencial a tener en cuenta en este tipo de investigaciones,
puesto que probablemente la interacción establecida en el aula varía en función de
las expectativas de los/as docentes respecto de la mayor adecuación de los conteni-
dos para niños o para niñas, así como también puede variar la interacción por la
actitud de alumnos y alumnas según lo que creen que se espera de ellos/as.
En cualquier caso, la revisión de la investigación empírica realizada lleva a
Bossert (1982) a afirmar que, a pesar de las contradicciones en los resultados de di-
versos trabajos, hay un dato común: «una gran parte del esfuerzo socializador de los
docentes es dirigido a los niños y opuesto a las niñas». Sin embargo, también hay
resultados en un sentido opuesto: Randall (1987), por ejemplo, en un estudio realizado
en clases de trabajos manuales con madera, encontró que las niñas tenían mayor
contacto con la maestra que los niños, y que la interacción establecida por ellas era
de mayor duración temporal, así como que interrumpían a la maestra más a menudo

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y llevaban a cabo más intentos frustrados para iniciar el contacto. Esta escuela, sin
embargo, estaba ya muy sensibilizada hacia el tema de igualdad de oportunidades
entre chicos y chicas, y los proyectos a llevar a cabo se habían elegido en función del
interés que pudieran tener para ambos. Este resultado puede ser interpretado más
como una prueba de que las pautas pueden cambiar cuando se modifica la conducta
de los/as docentes y éstos/as se dan cuenta de la existencia de discriminaciones in-
conscientes, que como una prueba de que los/as docentes presten sistemáticamente
más atención a las niñas en las clases de trabajos manuales.
Pero tampoco es evidente que la sensibilización hacia la igualdad de oportunida-
des sea suficiente para hacer desaparecer toda forma de discriminación con relación
a las niñas. Stanworth (1987) realizó una investigación a partir de entrevistas en una
escuela de formación profesional en la que las diferencias formales relativas al géne-
ro del alumnado habían desaparecido y aparentemente no se producía ya ninguna
forma de discriminación de las muchachas. Sin embargo, alumnos y alumnas opinaron
que seguían existiendo diferencias: los profesores eran considerados más competentes,
desde el punto de vista académico, que las profesoras; alumnos y alumnas conside-
raban que los chicos establecen una mayor interacción de aulas, que sus nombres son
pronunciados más a menudo, que entran más frecuentemente en los debates o hacen
más comentarios. Que, en general, reclaman el doble de atención y ayuda de el/la
docente, y se los cita el doble de veces como «alumno-modelo». La explicación de los
profesores, hombres y mujeres, se dirige más frecuentemente a ellos, y se les hacen
más preguntas; mientras, las chicas permanecen al margen de las actividades del
aula, al pedir y recibir menos atención.

El planteamiento de la presente investigación


La evidencia empírica relativa a la cultura anglosajona muestra repetidamente
una pauta de diferenciación de la relación establecida en las aulas. No sabemos, sin
embargo, si en el sistema educativo español esta pauta también es habitual, y cuáles
son sus manifestaciones concretas; por ello, uno de los aspectos básicos en los que se
ha centrado nuestra investigación ha sido precisamente éste: la interrelación esta-
blecida por maestros y maestras con niños y niñas. Aunque este tipo de relación no
agota los posibles rasgos sexistas de la escolarización, es un indicador importante de
su existencia y, por sí mismo, es una prueba de que no se produce una igualdad real
de oportunidades.
Sin embargo, el aspecto meramente cuantitativo de la atención prestada no
parece suficiente; hay aún otros aspectos a considerar, que pueden ser estudiados
a través del análisis de la interacción. El que nos parece fundamental es el de la va-
loración misma que se hace de los géneros, es decir, el estatuto del género feme-
nino y del género masculino dentro de la cultura escolar, el grado de similitud o
diferenciación que presentan en sus pautas concretas, la permisividad o sanciona-
miento negativo de la adopción de cada uno de ellos por parte de individuos de
cada sexo y del opuesto, y la forma en que toda esta estructura subyacente queda
reflejada en la práctica educativa.

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Vemos, pues, que la exploración del currículum oculto no se agota en el análi-


sis cuantitativo de la interacción, sino que ha de tratar de establecer, cualitativa-
mente, cuál es el sistema de valores transmitido y si se hacen diferencias no sólo
respecto de los individuos, sino también respecto de la valoración de unas pautas de
género que forman parte del sistema cultural15. El trato diferenciado de los individuos
no puede aparecer como un dato aislado, sino como un indicador –que puede ha-
cerse visible con relativa facilidad– de la estructura patriarcal subyacente, que sólo
conocemos fragmentariamente y cuya existencia conforma el conjunto del orden pe-
dagógico, aunque ciertamente cada vez su detección requiere formas de análisis más
sofisticadas. Por tanto es importante atender al contenido de la comunicación esta-
blecida para tratar de descifrar, más allá de las diferencias de trato individual –e in-
cluso a través de la magnitud de éstas–, el mapa de características y valoraciones de
los géneros que regula actualmente sus formas de transmisión en la escolarización: lo
que MacDonald (1980) ha llamado los «códigos de género», trasponiendo al estudio del
sexismo la terminología y conceptualización que Bernstein (1971, 1975) utiliza para
el análisis de las formas culturales características de las distintas clases sociales.
En nuestra investigación, la hipótesis inicial sobre este aspecto del tema era que
dada la reciente unificación de los currícula masculino y femenino, la diferencia de
modelos educativos para ambos géneros se mantenía tal vez más explícita que en
otras culturas en las que el proceso de unificación se había iniciado anteriormente, y
no sólo en la educación, sino también a través de una mayor incorporación de las
mujeres al trabajo asalariado. Es decir, presuponíamos que en el ámbito educativo
subsistían mensajes diferenciados del tipo «los niños no lloran», «las niñas han de ser
cuidadosas», diferenciaciones en las atribuciones de espacios físicos, en los juegos y
deportes, en las tareas concretas que se les asignan y en el tipo de demandas que
maestros/as formulan a niñas y a niños. Los resultados obtenidos mostraron que no
sucedía exactamente como se había imaginado, y que la configuración del sexismo en
la educación ha evolucionado más –por lo menos en la zona en que hemos realizado
nuestro estudio– de lo que inicialmente habíamos supuesto.
Finalmente, un último aspecto a tener en cuenta son las consecuencias del se-
xismo sobre los sujetos, y la forma en que va realizándose la interiorización de los
géneros por parte de niños y niñas. Las investigaciones sobre interacción en el aula
poco nos dice de ello, en parte porque hacen depender las actitudes de los/as docen-
tes de los comportamientos diferentes que niños y niñas muestran al entrar ya en la
vida escolar. Si consideramos que la mayor o menor atención de maestros y maestras
deriva de un comportamiento adaptativo –una de las explicaciones que se han dado
al tratamiento desigual observado– hacemos depender la presencia de sexismo en las
relaciones escolares, básicamente, de los comportamientos de niños y niñas, y, por

15. Éste es un aspecto que suele ser poco tenido en cuenta por los estudios sobre interacción, que en ge-
neral tienen una base funcionalista y consideran únicamente las relaciones individuales o de grupo, olvi-
dando los elementos de poder envueltos en la interacción. Connell y otros (1982) señalan claramente la
distinta posición teórica que supone establecer diferencias entre individuos o colaborar activamente en
la construcción del género.

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tanto, la adquisición del género parece previa a la escolarización y no necesita ser es-
pecíficamente estudiada. No es éste nuestro punto de vista: ciertamente, el género
ha sido ya parcialmente adquirido al entrar en la escuela, pero la relación escolar
puede reforzar su construcción, modificarla o incluso colaborar en su desconstruc-
ción. Porque maestros y maestras, en tanto que depositarios del discurso pedagógi-
co, son los que imponen –aunque a veces no de manera explícita, por supuesto– la
norma que regula las relaciones en el aula, y por tanto su participación en la cons-
trucción del género –como de cualquier otro rasgo de personalidad que el alumna-
do adquiera a través de la escolarización– es activa y no adaptativa. Aunque existe
una relación dialéctica entre las normas culturales que posee el alumnado al entrar en
la escuela –y que posteriormente va construyendo también en su relación con el
entorno no escolar– y las normas que ésta trata de imponer, son estas últimas las que
dominan las relaciones que se establecen16. Por consiguiente, las actitudes de maestros
y maestras son las que tienden a configurar en mayor medida los comportamientos de
niñas y niños, aunque también influyan en estos comportamientos las relaciones
que se establecen entre el alumnado.
Por otra parte, la actitud activa de los/as alumnos/as aparece como un elemen-
to clave en la adquisición de información y en el proceso de aprendizaje. Cooper,
Marquis y Ayers-López (1982), entre otros autores, lo han puesto de manifiesto:
No solamente hemos encontrado que los niños y las niñas que aprenden son los que
pueden preguntar, sino que también hemos visto indicaciones de que los niños y las
niñas que dan información son los que más probablemente la recibirán.

Pero esta actitud activa, al menos en una parte importante, está regulada por
los estímulos recibidos: los niños y las niñas que pueden preguntar son probable-
mente aquellos/as a los que se concede una mayor oportunidad para hacerlo.
Para Stanworth (1987):
[…] Los chicos tienen una mayor probabilidad de sentirse valorados, por el hecho de
que los/as maestros/as les conceden más atención en la actividad del aula. Por otra
parte, las chicas, a las que se les presta menor atención, tienden a asumir –a pesar de
sus buenas notas– que los docentes las tienen en menos estima.

Tenemos así someramente indicada una posible cadena casual en la adquisición de


formas de género que tienden a la interiorización, por parte de las muchachas, de una
infravaloración, y por tanto de una actitud pasiva que suele resolverse en una menor in-
tervención en las relaciones del aula. Menor intervención que, en cualquier caso, no ha
sido estudiada en España y sólo podemos postular inicialmente en forma hipotética.

16. Una de las teorías más de moda en este momento en la sociología de la educación es la que enfatiza
las resistencias del alumnado a la aceptación de las normas culturales transmitidas por la escuela. En este
sentido, es evidente que la acción de maestros y maestras no supone una imposición indiscutida de unas
formas de género, sino que incide sobre individuos que poseen ya unos códigos de género y posiblemen-
te se resistirán a cambiarlos si el mensaje escolar difiere enormemente del mensaje captado en la familia
o en el entorno. En cualquier caso, parece obvio que la acción del docente constituye el elemento domi-
nante en el intercambio, por lo menos de una manera general.

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Hemos enunciado así una serie de hipótesis que han estructurado la investiga-
ción llevada a término. Los resultados que hemos encontrado son suficientemente
contundentes, pero en ningún caso revelan estructuras simples, de modo que deben
ser expuestos con cierta minuciosidad para no dar lugar a nuevos estereotipos y pre-
juicios. La exposición de la metodología y los resultados hallados es precisamente el
objeto de (nuestro libro Rosa y azul), en el que hemos creído que no bastaba enunciar
y comentar las conclusiones, sino que era necesario exponer el conjunto de ope-
raciones realizadas y el detalle de la metodología, única vía de validación de una
investigación, aun cuando tal exposición pueda aparecer un tanto prolija.

Conclusiones
Al término de la exploración realizada podemos extraer una serie de conclusio-
nes respecto del problema inicialmente planteado en la investigación: la existencia o
no de pautas sexistas en la educación primaria y la naturaleza de tales pautas. El
tema es suficientemente complejo para que los resultados expuestos deban tomarse
sobre todo como hipótesis y sugerencias a confirmar en otras investigaciones futu-
ras. Y es precisamente porque esperamos que otras investigaciones puedan avanzar
en el análisis de las relaciones en las aulas que hemos creído útil incluir, en este apar-
tado, una primera parte en la que se exponen sistemáticamente las conclusiónes de-
rivadas del análisis empírico realizado17. Estas conclusiones han sido anteriormente
comentadas, pero se encuentran aquí resumidas sintéticamente. La segunda parte de
este apartado, en cambio, consiste en un comentario general sobre los datos presen-
tados y la situación de las relaciones en el aula que éstos revelan.

Exposición sistemática de los resultados obtenidos


En primer lugar, se realizaron en las escuelas observaciones sobre la persisten-
cia de pautas institucionalizadas que establecían diferencias entre niños y niñas.
Respecto a esta cuestión, hemos observado la casi inexistencia de pautas de dife-
renciación legitimadas. El único ámbito en el que se mantienen diferenciaciones ex-
plícitas es el que tiene mayor relación con el cuerpo: práctica de deportes, lavabos,
vestuarios. En este ámbito, se produce aún cierta legitimación de la separación,
puesta ya en duda en algunos casos, y reforzada por el orden externo o la propia
escuela, por ejemplo en situaciones en que se producen competiciones interescolares
de determinados deportes.

17. Este estudio se llevó a cabo en 11 escuelas mixtas de Cataluña. En la muestra se encontraban escue-
las públicas y privadas, activas y no activas, de clase media, clase trabajadora y campesinado. Dos de los
centros escolares estaban ubicados en Barcelona, cuatro en cinturones industriales, uno en una ciudad
media y cuatro en pueblos pequeños. La observación se realizó en 28 aulas con un total de 354 niñas y
357 niños, y en niveles que van de preescolar a octavo grado de educación básica. El sexo y la edad del
profesorado en cuyas aulas se hizo la observación fue de cinco hombres y diez mujeres de entre 25 y 30
años, y de cuatro hombres y nueve mujeres de entre 32 y 51 años (n. de las eds.).

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En otros ámbitos de actividad, en cambio, ya no existe legitimidad de las dife-


rencias, ni en cuanto a la realización de actividades específicas para cada sexo ni en
la formación de grupos de niños o de niñas por separado en el interior de las aulas.
Aunque en la práctica se producen aún ciertas diferencias, éstas son atribuidas por
los docentes a tendencias de niños o niñas a realizar ciertas actividades agrupándo-
se homogéneamente por sexos.
En algunas situaciones, se observa una mayor tendencia de los/as docentes a
solicitar «ayudas» a las niñas –repartir hojas, acompañar a un niño pequeño…–, pero
no se trata de una pauta generalizada, sino de una ligera diferencia que no ha sido
cuantificada, dada su baja frecuencia de aparición. Así pues, podemos concluir que
se ha producido una casi total desaparición de las diferencias institucionalizadas, ex-
cepto en lo que se refiere al deporte y espacios más directamente relacionados con
el cuerpo, y que se producen ciertas diferencias en las demandas explícitas a cada
grupo sexual, pero no sistemáticas ni legitimadas.
Ahora bien, si la diferencia de actividades y trato ha desaparecido del sistema
de normas explícitas vigente en la enseñanza primaria, el análisis realizado sobre
comportamientos verbales, que en parte escapan al control consciente del profeso-
rado, muestra la pervivencia de notables diferencias. Éstas se concretan en una mayor
atención a los niños, la que ha sido medida a través del número de palabras e inter-
pelaciones dirigidas a ellos y a ellas. De modo general, la relación obtenida ha sido de
100 a 74, es decir, por cada 100 palabras dirigidas a niños hay 74 palabras dirigidas
a niñas. Esta relación puede ser considerada, en los términos de nuestro trabajo,
como un índice general de sexismo18 en la escuela primaria, puesto que nos da una
cuantificación del diverso grado de atención que reciben unos y otras.
El análisis de los distintos tipos de frases y las diferencias numéricas de apari-
ción en las aulas nos han permitido comprobar los otros hechos significativos.

Resultados relativos al discurso de maestros y maestras


. La mayor atención a los niños, expresada a través de mayor número de pa-
labras dirigidas a ellos, se produce con frecuencia muy elevada para cada
sesión de clase y cada escuela. Sin embargo, no se trata de un hecho uni-

18. En relación con el establecimiento de un índice que permita apreciar las desigualdades en el aula, las au-
toras señalan: «A partir de las observaciones realizadas, hemos podido ver que […] ya no se dice a las niñas que
ellas no deben correr o no deben sentarse de tal o cual modo, y a los niños que no deben llorar o tener miedo.
El mensaje explícito de género ha desaparecido en las aulas, por lo menos en las que hemos podido estudiar.
Pero ¿se mantienen diferencias implícitas en el lenguaje, que permitan detectar el uso de dos códigos de gé-
nero? ¿Hasta qué punto ambos tipos de discurso son idénticos? La respuesta a esta preguntas ha sido elabora-
da a partir de la comparación entre los promedios de las frecuencias obtenidas, para cada tipo de frases,
adjetivos o verbos, en el discurso dirigido a cada grupo sexual, en relación con lo que llamaremos índice ca-
racterístico de género femenino, es decir, una medida que sintéticamente expresa el grado de desigualdad que
se establece entre niños y niñas en la atención de los docentes. La comparación entre este índice (74) y los ob-
tenidos para otras variables específicas mostrará si existe cierta diferencia en el relieve que se da al lenguaje
dirigido a niños y niñas, y si aun siendo el lenguaje dirigido a las niñas cuantitativamente más pobre que el di-
rigido a los niños, tiene, dentro de esta mayor pobreza, una configuración propia, que implique que no es to-
talmente paralelo al lenguaje dirigido a los niños» (pp. 85 y 86 del volumen Rosa y azul; n. de las eds.).

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versal sino que reviste el carácter de una probabilidad. Dada la inexisten-


cia de estudios similares anteriores para la población observada, es imposi-
ble saber si se trata de un fenómeno en recesión o en aumento, o bien de
una pauta estable. En cualquier caso, podemos afirmar que, tal como se de-
tecta en la muestra analizada, se da una elevada probabilidad de que en
cualquier aula los niños reciban mayor atención verbal de el/la maestro/a
que las niñas.
. El análisis de las diferencias formales en las frases –interrogativas, negati-
vas, imperativas– no presenta una estructura clara de diferenciación entre
niños y niñas, sino que sigue la pauta general de mayor frecuencia para
los niños, con variaciones importantes en los resultados específicos para cada
aula. Ello se debe probablemente a la falta de conexión unívoca entre forma
y contenido de las frases: el hecho de que una frase tome forma interroga-
tiva, por ejemplo, no implica que se trate forzosamente de una pregunta,
sino que tal frase puede contener una orden, una crítica, una alabanza, etc.,
de modo tal que la estructura gramatical no parece diferenciarse –por lo
menos para las variables que han sido tomadas en cuenta en nuestro estu-
dio– en función de que la relación establecida por el/la docente sea con
niños o con niñas.
. El número de interpelaciones a las niñas también es más reducido que el
número de interpelaciones a los niños (globalmente 77 a 100), hecho que
confirma la menor atención a las niñas. Ahora bien, en general, las inter-
pelaciones a las niñas suelen ser más cortas –en número de palabras– que
las dirigidas a los niños; a la vez, existe una mayor variabilidad de la dura-
ción de las interpelaciones dirigidas a éstos, las cuales en muchos casos se
reducen a un sola palabra (por ejemplo, cuando son llamados al orden), pero
en otros casos pueden ser interacciones verbales relativamente largas,
cuando la atención del docente se centra en el trabajo del alumno.
. Se observan diferencias numéricas importantes en las frases que regulan el
comportamiento; para las niñas, presentan un índice muy inferior al de gé-
nero (59). Éste constituye el caso extremo de la diferenciación por grupos
sexuales en el análisis del discurso docente. También el índice global de frases
de organización (69) es menor que el índice de género, mientras que el de
frases relativas a trabajo escolar (82) es superior al de género. Estos resulta-
dos apuntan a una estructura diferenciada de la interacción entre docentes
y alumnos/as: los niños reciben mayor atención en todos los aspectos, pero
sobre todo en relación con su comportamiento y el ordenamiento de las
actividades en el aula, actividades en las que aparecen más directamente
como protagonistas que en el trabajo escolar, en el que se produce un ligero
reequilibrio de la atención de los/as docentes. Ello sugiere una serie de hi-
pótesis que comentaremos más adelante.
. El número de verbos dirigidos a niños y a niñas sigue la pauta global de di-
ferenciación numérica que hemos denominado índice de género. Ahora
bien, en el interior de esta pauta global existe cierta diferenciación temática:
el número de verbos de movimiento dirigidos a las niñas es sensiblemente

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menor que el número global de verbos; por el contrario, los verbos que in-
dican interacción personal son algo más frecuentes, dirigidos a niñas, que el
índice de género. Ello nos muestra que cualitativamente, existen aún dife-
rencias entre el tipo de discurso dirigido a los niños y el dirigido a las niñas,
diferencias relativamente pequeñas, pero que apuntan a la pervivencia de
una cierta imagen diferenciada de los géneros.
. También el número de adjetivos dirigidos a las niñas es sensiblemente mayor
(86) que el índice de género, lo cual muestra que, comparativamente, y den-
tro de una menor interacción general, el lenguaje dirigido a las niñas es algo
más adjetivado que el dirigido a los niños. El análisis de contenido de los
adjetivos muestra una mayor presencia de diminutivos y superlativos en el
lenguaje dirigido a niñas que en el lenguaje dirigido a los niños.

Una vez obtenidos estos resultados globales –sobre el habla de los docentes–,
se buscó la influencia que podían ejercer sobre ellos una serie de variables indepen-
dientes. Las conclusiones obtenidas son las siguientes:
. El análisis de cada uno de los centros escolares observados mostró que el
promedio de atención verbal a niños y a niñas era mayor para los niños en
10 de los 11 centros. Hay, sin embargo, variaciones notorias según los cen-
tros: mientras que en uno de ellos la relación de palabras a niños y a niñas
es de 100 a 48, en otros dos es de 100 a 97. Es decir, no se trata de una
pauta rígida, sino que está sometida a variaciones importantes. Ahora bien,
estas variaciones no parecen derivarse de ninguna de las variables tenidas
en cuenta para la selección de la muestra: hay diferencias notables entre
las escuelas públicas, entre las activas, entre las unitarias, etc. Destaca úni-
camente una ligera mayor tendencia en las escuelas activas a la discriminación
de las niñas, pero dadas las características metodológicas de la investiga-
ción y el tamaño de la muestra, no es posible afirmar que determinados
tipos de escuela actúen sistemáticamente en forma más discriminatoria
que en otros, en lo que se refiere al lenguaje dirigido por maestras y maes-
tros a las niñas.
. El análisis de la variable curso indica también ciertas tendencias: la discri-
minación lingüística tiende a aumentar cuando se pasa de preescolar a
primer ciclo de Educación General Básica (EGB), y tiende a disminuir a par-
tir de 6º de EGB. Estos resultados parecen plausibles: en el preescolar, la
atención a cada alumno/a está más personalizada, puesto que los indivi-
duos están aún poco socializados en las normas del sistema educativo y
muestran más libremente sus diferencias interindividuales no condicio-
nadas a un orden externo. Al pasar a EGB, en cambio, niños y niñas tien-
den a plegarse en mayor grado a este orden externo que, según los
resultados, parece apoyarse en unas pautas de diferenciación sexista. En
los últimos años de EGB, la enseñanza es menos individualizada: las pautas
sexistas pasan en mayor medida a través de los contenidos culturales que
a través de las relaciones individuales, y las niñas tienden a reclamar una
mayor atención.

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. La variable actividad en el aula también se presenta como una variable muy


influyente. Pero las actividades en las que se produce una menor atención
a las niñas no son las supuestas por la hipótesis (por ejemplo matemáticas),
sino sobre todo las de «experiencias» y «plástica», es decir, las actividades
menos formales, en las que parece descender el esfuerzo del docente por
atender a todos y cada uno de los individuos que integran el grupo clase.
. Finalmente se han explorado los efectos de dos variables relativas a la perso-
nalidad del profesorado: edad y sexo. Respecto de la edad, los resultados ob-
tenidos indican que los docentes menores de 30 años discriminan menos a las
niñas que los/as docentes mayores de edad, tanto en número de palabras como
sobre todo en otras dimensiones, como la atención al trabajo escolar.
En cuanto a la variable sexo, se ha observado que las maestras acentúan más
que los maestros la discriminación lingüística en relación con las niñas,
tanto en número de palabras como en otras variables dependientes, espe-
cialmente en lo que se refiere a observaciones respecto del comportamien-
to, ámbito en el que, comparativamente, las maestras prestan mucha más
atención a los niños que los maestros.
. El análisis de contenido de las entrevistas y de las sesiones de clase ha mos-
trado que existe una tendencia de los docentes a señalar comportamientos di-
ferentes en los niños y en las niñas, comportamientos que, sin embargo, no se
presentan con gran nitidez, aunque globalmente remiten todavía a los estereo-
tipos sexuales clásicos. Los niños suelen ser calificados como más violentos,
agresivos, creativos, inquietos, aunque también a veces tímidos e inmaduros. Las
niñas son consideradas más maduras, más detallistas y trabajadoras, más tran-
quilas y sumisas, aunque también en algunos casos más desenvueltas.
Aparece, asimismo, la idea de que las niñas son víctimas de las agresiones de
los niños, siendo calificadas, por otra parte, de coquetas y pizpiretas. Las
dudas y contradicciones que se expresan muestran, con todo, que tales es-
tereotipos se hallan en una fase de cambio y recomposición, de modo que los
perfiles que trazan los docentes respecto a las características de cada uno
de los géneros no son estables ni universalmente aceptados, sino que con-
tienen ciertas notas propias del pensamiento tradicional sobre actitudes de
hombres y mujeres, pero también ciertas innovaciones respecto a tales es-
tereotipos. Curiosamente, el número de adjetivos utilizados para describir
las actitudes de las niñas es superior al número de adjetivos aplicados a los
niños, hecho que podemos entender como una consecuencia de la mayor
extensión necesaria en la descripción del comportamiento de unos indi-
viduos que tienden, en forma creciente, a diferir de los estereotipos exis-
tentes sobre ellos. Este hecho probablemente se halla en relación con la
consolidación del doble papel de las mujeres en la sociedad actual, que im-
plica situarlas sobre la doble dimensión tradicional masculina/femenina,
mientras los niños siguen siendo considerados únicamente en la dimensión
tradicional masculina.
Por otra parte, el establecimiento de diferencias entre el comportamiento
de niños y el de niñas implica que ambos no son valorados por igual. Aun-

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que en forma muy sutil, se deslizan en los comentarios de los docentes va-
loraciones negativas para los estereotipos femeninos, especialmente los que
se refieren a interés por el propio aspecto, atención a los demás y a cierto
preciosismo de los dibujos. Todo ello es considerado como indicador de una
actitud de cursilería, mientras que los comportamientos de los niños no re-
ciben nunca tal tipo de calificación.

Resultados relativos al comportamiento de niños y niñas


Veamos ahora sistemáticamente los resultados obtenidos en el análisis de la in-
teracción verbal establecida por niños y por niñas.
. Las diferencias de trato consideradas en el análisis del discurso docente se
corresponde con un menor grado de participación general de las niñas en
las aulas. El análisis del número de palabras muestra una tendencia mayo-
ritaria a esta menor participación, con un índice medio para las niñas de 59
(100 para los niños), sobre 55 casos. Sin embargo, este índice se eleva a 95
cuando la media se extrae de los 63 casos del total de la muestra, al incor-
porar dos escuelas que han mostrado unos índices atípicamente altos, con-
cretamente como consecuencia de la existencia de dos sesiones en las que
se realiza lectura de textos libres. En estas sesiones las niñas han obtenido
un elevadísimo índice en número de palabras (267 y 431 en relación al ín-
dice 100 de sus compañeros de clase), sesgando el promedio global de toda
la muestra hacia el alto índice de 95; en estas aulas, es obvio que las niñas
han manifestado una mayor riqueza verbal que los niños a través de su ex-
presión escrita, no sólo por el número de palabras sino también por un alto
grado de adjetivación, por lo cual los bajos índices mayoritarios en el resto de
la muestra indican que las niñas no utilizan en el mismo grado que los
niños su caudal léxico cuando se expresan directa y oralmente ante el co-
lectivo clase, aun considerando que tanto para unos como para otras no es lo
mismo hablar que escribir textos libres.
. El análisis del número de interpelaciones, es decir, del número de relaciones
que se establecen individuo a individuo, nos da un índice medio de interac-
ciones de niñas de 75, muy cercano al índice 77 de interacciones que realiza
el docente con ellas.
Por lo tanto, según las tres variables contempladas paralelamente sobre el
discurso docente y el discurso infantil, podemos concluir que hay una co-
rrespondencia entre ambos en el sentido de que, en la mayoría de casos,
cuando hay una menor dedicación verbal de el/la docente a las niñas hay
también una menor participación de éstas; además, cuando las niñas se
expresan en público, manifiestan un mayor empobrecimiento léxico que los
niños, si atendemos a la adjetivación de su respectiva expresión oral.

La relación de los resultados del número de interpelaciones –variable que se


ha mostrado más consistente por no intervenir sobre ella el factor distorsionante
observado en el número de palabras y número de adjetivos afectados por las se-

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siones de lectura de textos libres– con una serie de variables independientes nos
permite realizar las siguientes matizaciones en cuanto a la menor interacción glo-
bal de las niñas:
. Podemos afirmar que es mucho más probable un trato discriminatorio en
las escuelas graduadas que en las escuelas unitarias, puesto que en estas
últimas los índices de interpelaciones obtenidos para las niñas son algo su-
periores, tal vez debido al trato más personalizado que existe en grupos
más pequeños. La posibilidad de que un trato más personalizado facilite la
participación de las niñas se confirma cuando aparece una mayor participa-
ción relativa de éstas en los grupos de menos de 25 alumnos/as que en los
grupos de más de 25 alumnos/as.
El fenómeno más notable en el análisis según tipos de escuela ha sido que los
índices más bajos de interacción de las niñas aparecen en las escuelas activas,
donde más han penetrado las ideas y la práctica de la renovación pedagógica
y liberal; en este tipo de escuelas aparece un modelo de interacción en el aula
en el que la discriminación del género femenino se hace patente a través de
la coincidencia de índices muy bajos en todas las sesiones registradas. Ello
confirma nuestra hipótesis general de que el discurso de la igualdad, que sub-
yace en la implantación generalizada de la escuela mixta, ha llevado, en la
práctica, al desarrollo homogeneizado del modelo masculino cuya adopción
supone para las niñas una posición secundaria.
. Observando las características del grupo en función de mayorías de uno u
otro sexo, los datos indican que para recibir un trato verbal similar o para
sentirse más seguras en sus intervenciones, las niñas necesitan estar presen-
tes en un número superior a los niños.
. Las características del personal docente según sexo y edad proporcionan
datos suficientes para creer que la presencia en el aula de una docente faci-
lita en mayor medida la transmisión de un estereotipo masculino de actividad
en los niños; sin embargo, la presencia de las niñas es más notable en las
aulas de docentes jóvenes (menos de 30 años), sean varones o mujeres.
. El análisis del número de interpelaciones según la edad de los alumnos/as
–o cursos de EGB– nos ha mostrado un hecho relevante: en el parvulario,
las niñas establecen un número de interacciones individuo a individuo prác-
ticamente equivalente al de los niños (93 sobre 100); este índice baja muy
sensiblemente al pasar a EGB (entre 50 y 60 sobre 100) y no vuelve a recu-
perarse sino hasta 8º de EGB (108), en plena adolescencia. La irrupción de
las niñas en 8º se hace muy evidente en una escuela activa de clase media,
sin alcanzar el mismo grado en una escuela activa de clase trabajadora.
. El análisis de los índices de interpelaciones según las diversas actividades
que se realizan en el aula nos permite afirmar que la menor presencia o par-
ticipación de las niñas se da en aquellas actividades más propicias a la
comunicación de experiencias personales, esto es, en asambleas (49 sobre
100), plástica (38 sobre 100) y experiencias (69 sobre 100); contrariamente,
la interacción de las niñas en clases de lenguaje (81 sobre 100) y matemá-
ticas (110 sobre 100) se acerca o sobrepasa la interacción de los niños.

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Resultados obtenidos en relación con la participación voluntaria de niños y niñas


El análisis de la participación voluntaria –excluyendo la participación inducida–
ha mostrado nuevos aspectos de cómo actúan y construyen niños y niñas la estrate-
gia de sus relaciones verbales públicas en el aula, proporcionando nuevos elementos
de comprensión de la discriminación explícita en los puntos anteriores.
. En términos globales, la participación voluntaria de las niñas obtiene un índi-
ce de 72, correspondiéndose al índice 74 de su participación general –volun-
taria e inducida–. Por lo tanto, la primera conclusión es que la interiorización
de las pautas de conducta generales por parte de niños y niñas es muy eleva-
da. Ello muestra que el orden que regula los intercambios en el aula incide de-
cisivamente sobre la iniciativa personal registrada a través de las
intervenciones voluntarias, es decir, que se está produciendo la construcción
de una pautas de conducta específicas para cada género.
. Las niñas ceden el protagonismo verbal público a los niños cuando se trata
de expresar voluntariamente experiencias personales. Este fenómeno, que
aparece claramente a través de los bajos índices de las niñas para las inter-
venciones que suponen más implicación personal, se relaciona con la inhi-
bición de las niñas observada anteriormente en clases de experiencias,
plástica y asambleas.
. Las niñas, una vez que han intervenido, son igualmente aceptadas que los
niños: dos terceras partes de las intervenciones de ambos grupos reciben
respuesta, y no la reciben una tercera parte (respuestas a niños: 65,7%, res-
puestas a niñas: 66,7%). Por consiguiente, la menor participación de las
niñas no parece ser el efecto de un rechazo explícito. Su origen parece
radicar en la no suficiente estimulación y falta de seguridad para intervenir,
que a su vez –pensamos– se produce a causa de la desvalorización y auto-
desvalorización de su ser mujer.
. A pesar de que las niñas se dedican algo más que los niños a comunicacio-
nes personales, reciben un porcentaje inferior de respuestas calificadas de
mayor atención personal, lo cual expresa que las niñas obtienen menos
atención a sus intereses.
. Las intervenciones voluntarias de las niñas sobre temas organizativos o sobre
temas estrictamente referidos a conocimientos se mantienen en torno al ín-
dice característico de género (72) con índices respectivos de 72 y de 69. Por
consiguiente, no existen diferencias significativas que señalen un interés pre-
ferente hacia la organización o hacia los conocimientos. Por otra parte, si
analizamos internamente los discursos de niños y niñas por separado –pres-
cindiendo de que en términos globales las niñas siempre participan menos–,
los porcentajes de dedicación verbal voluntaria a temas de organización y de
conocimientos se reparten igual, mitad y mitad, entre ambos sexos.
. Las niñas se inhiben en mayor grado cuando falta la clara concesión de la
palabra por parte del adulto (interrupciones, índice 34), o éste se coloca en
una posición marginal en la dinámica grupal (asambleas, índice 43); más
en concreto, cuando el/la docente deja la iniciativa en manos del colectivo,
la dinámica del aula es dominada claramente por los niños.

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. Según el análisis interno de sus comportamientos verbales, los niños y las


niñas dirigen un porcentaje similar de intervenciones a los docentes (niños:
78,6%, niñas: 79,2%), pero las niñas dedican un porcentaje ligeramente
mayor de su discurso voluntario a relacionarse con sus compañeros/as
(niños: 13,6%, niñas: 15,4%), mientras que los niños dedican un mayor por-
centaje a realizar intervenciones sin interlocutor específico (niños: 10,3%,
niñas: 5,3%); en definitiva, las niñas se sienten menos protagonistas ante el
colectivo y prefieren un interlocutor personalizado.
. Los conflictos abiertos en el aula se concentran en las aulas de edades infe-
riores –preescolar y primer ciclo–; los niños expresan una mayor agresividad
que las niñas y tienden en mayor grado que éstas a solucionar los conflic-
tos de manera autónoma; las niñas, en cambio, tienden a demandar la
ayuda del docente.
. Las niñas se adaptan más que los niños a la norma, transgrediendo menos
los límites del discurso y no implicándose personalmente –con sus propios
asuntos– en los procesos de interacción pública.
. La tendencia que manifiestan las niñas a pedir la palabra en la mitad de oca-
siones en que lo hacen los niños (índice 46 sobre 100), expresada también
en el índice de interpelaciones en asambleas (43 sobre 100), refuerza la idea
de esta inseguridad y falta de estímulo para intervenir públicamente. De
esta manera, se reproduce en la escuela el hecho de que el protagonismo
de los ámbitos públicos pertenece a las personas de género masculino.

Jerarquía de géneros, desigualdad de individuos


Hasta aquí las conclusiones pormenorizadas de los resultados del análisis empí-
rico. Pero no queremos cerrar sin hacer un comentario más general sobre la forma
en que hoy se manifiesta el sexismo en la escuela primaria, tema fundamental que lo
ha motivado.
Al comienzo de este texto, expusimos las razones de fondo que tienden hoy a
la unificación formal de la educación de hombres y mujeres. Esta tendencia parece
ya muy avanzada en las escuelas de Cataluña que hemos analizado: las diferencia-
ciones explícitas se han reducido casi por completo. Ello no supone que en todas las
escuelas de España este proceso se halle en el mismo punto; es probable, y los co-
mentarios de muchas maestras lo confirman, que en otras zonas geográficas donde
las diferencias formales entre hombres y mujeres se mantienen en mayor medida
que en el ámbito observado, también en las escuelas se produzca una cierta diferen-
ciación de actividades, de asignación de espacios y de tareas. Sólo nuevas investi-
gaciones que amplíen el ámbito de la información podrán darnos la medida de la
homogeneidad o disparidad del proceso de unificación formal entre los sexos que se
produce en las escuelas españolas.
Ahora bien, el modelo de unificación formal que se observa en la escuela mixta
en Cataluña no es, aún, un modelo igualitario: la unificación curricular y de criterios
de formación no se ha hecho por fusión de los estereotipos masculino y femenino,
sino por extensión de los primeros al conjunto de los individuos. En las escuelas en
las que este proceso se halla más avanzado, las niñas son cada vez más incluidas

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en las actividades de los niños; pero al mismo tiempo se produce un mayor menospre-
cio de las actividades consideradas tradicionalmente femeninas, que en cierto modo se
presentan como menos dignas de ser incluidas y transmitidas por la escuela. El orden
dominante es un orden masculino, y ello en forma creciente, hecho que puede no opo-
nerse directamente a un tratamiento igualitario de los individuos de ambos sexos, pero
que remite a una diferenciación y jerarquización de los géneros. El modelo es el mas-
culino, incluso en sus aspectos transgresores. El modelo femenino tradicional no tiene
cabida en el orden docente: quedan de él algunos rastros que permiten comprobar que
los docentes no ignoran que las niñas no son niños, pero que tratan de olvidarlo para
poder educarlas en la forma «correcta», es decir, para incluirlas en el conjunto de acti-
vidades y comportamientos dignos de ser transmitidos por la escuela.
Sin embargo, los datos obtenidos nos han mostrado que no es cierto que niños
y niñas sean tratados por igual. El modelo educativo ha tendido a unificarse, pero el
trato a los individuos sigue siendo distinto, puesto que los docentes realizan un
mayor esfuerzo (constatado a través de la atención prestada) para que los niños in-
terioricen este modelo. Las niñas son tratadas como niños de «segundo orden», por
así decir. El estereotipo de la diferencia sigue actuando, aunque sea en niveles in-
conscientes del profesorado. Los niños están destinados a ser los protagonistas de la
vida social, y se los prepara para ello estimulando su protagonismo en la escuela. Las
niñas reciben el mensaje doble: podrán participar en el orden colectivo, pero no os-
tentar el protagonismo. Deberán interiorizar la disciplina escolar y el bagaje cultural
que supone, pero esta interiorización les será menos valorada y deberán aprender a
mantenerse en segundo término.
El doble tratamiento de devaluación de las actitudes consideradas femeninas y
de menor atención a las niñas como individuos –unido a otras características sexis-
tas de la cultura transmitida, que no hemos analizado en este trabajo–, produce unos
efectos específicos sobre las niñas, efectos distintos de los que se observan en otros
tipos de discriminación que operan en la escuela. En efecto, si bien la diferencia de
origen social y cultural de alumnos y alumnas tiene como consecuencia una diferen-
cia en el rendimiento escolar y en las calificaciones y títulos obtenidos, los rasgos
sexistas de la educación no se manifiestan actualmente en diferencias de rendimiento,
hecho que contribuye a la invisibilidad de esta forma de discriminación, dado que el
éxito de una educación suele medirse por tales rendimientos. En las etapas históricas
en las que la escolarización de la niñas se realizaba en forma separada, sus niveles
educativos eran inferiores a los de los niños. Hoy, en cambio, los rendimientos esco-
lares de las niñas y de las muchachas suelen ser incluso mejores que los de sus com-
pañeros, hecho que induce a creer que la escolarización es ya igualitaria. Sin
embargo, se mantiene una diferencia en la utilización profesional de los estudios y
en los rendimientos económicos a que éstos dan lugar. Todos los datos permiten pen-
sar que la discriminación sexista no afecta la capacidad de éxito escolar –antes bien,
tiende a reforzarla, dada la mayor adhesión de las niñas a la norma manifiesta–, sino
la construcción de la personalidad y de la seguridad en sí mismas de las mujeres.
A diferencia de la discriminación clasista, la discriminación sexista no actúa en
forma de devaluación de la fuerza de trabajo, sino de su soporte individual, del yo
que la sustenta. Y por ello las niñas, aun alcanzando los mismos niveles educativos en

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la enseñanza primaria y media, eligen después estudios y profesiones considerados


menos valiosos por la sociedad, y obtienen de ellos menores gratificaciones econó-
micas y de prestigio. Es la confianza en sí mismas, en sus criterios propios y en su
capacidad para afrontar todo tipo de responsabilidades lo que han perdido en el
proceso educativo y, en general, en todo el proceso de socialización.
Este hecho aparece ya apuntado en los resultados obtenidos en el análisis de la
participación de niños y niñas en las aulas. Unos y otras captan las expectativas con-
tenidas en el tratamiento que reciben, y las reflejan a través de sus formas de parti-
cipación. Los niños usan más frecuentemente la palabra como forma de imposición
frente al entorno, participando en el ámbito de la clase, exponiendo sus experiencias,
ocupando los espacios centrales, moviéndose y gritando si es preciso; las niñas
participan menos, transgreden menos las normas, se mueven en los espacios latera-
les, usan la palabra para negociar sus situaciones. Dos formas de actuación que, en sí
mismas, podrían ser consideradas igualmente válidas, si no fuera porque una de ellas
confiere poder social y la otra no.
Evidentemente, puede objetarse que no todos los niños ni todas las niñas se
ajustan a estos comportamientos. Y, en efecto, serían necesarias otras investigacio-
nes que tuvieran en cuenta no sólo el grupo genérico, sino también el tratamiento y
los comportamientos individuales, para completar la información que hemos obteni-
do. Tal vez veríamos, entonces, que las niñas con mayor capacidad de protagonismo
llegan a recibir tanta atención como los niños, y que los niños menos protagonistas
son tratados como niñas. Dado que en las relaciones sociales prevalece el género sobre
el sexo, ésta es una hipótesis altamente plausible. Queda, hoy por hoy, el hecho de que,
examinados los grupos sexuales como si fueran internamente homogéneos, todavía
podemos detectar diferencias sustanciales en el trato que reciben.
Pero al margen de las diferencias observadas en el trato a los individuos y en sus
comportamientos, hay un aspecto preocupante en los resultados obtenidos. La deva-
luación sistemática –en nuestra cultura y especialmente en la institución escolar,
transmisora de los elementos culturales legitimados– de todos los elementos tradicio-
nalmente constitutivos del género femenino supone una fuerte mutilación tanto de los
niños y las niñas como de la propia esfera cultural de la sociedad. Sólo la personalidad
protagonista es valorada: la atención al otro, o toda actitud que denote el «ser para
otro», no es entendida sino como carencia, sumisión y debilidad. El orden masculino es
el orden de la imposición personal; en el capitalismo avanzado, esta imposición pasa
fundamentalmente por el desarrollo intelectual, eje del quehacer educativo.
Muchas otras esferas del aprendizaje personal quedan excluidas, bajo la hipó-
tesis de que ya la familia se ocupará de ellas. Los ámbitos que teóricamente hacen
referencia a la vida privada, ámbitos tradicionalmente femeninos –y que no com-
prenden únicamente el trabajo doméstico, por supuesto, sino también la educación
emocional, por ejemplo, y gran parte de la educación moral–, apenas son abordados
en la escuela, y cuando se abordan es bajo la forma de asignaturas complementarias.
Pero las niñas siguen sometidas a la presión de un mensaje contradictorio. La-
mentablemente no disponemos de estudios sobre las formas familiares de socialización,
y el tipo de mensajes y exigencias que se transmiten a los niños y a las niñas. Es muy
probable que en una minoría de familias, especialmente las de clase media moderna,

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los estereotipos transmitidos a las niñas sean muy semejantes a los que operan en las
escuelas: negación de los rasgos femeninos tradicionales y valoración positiva de los
rasgos masculinos dominantes. Hay muchos padres y madres de este medio social in-
quietos ante la preferencia de sus hijas por las muñecas o los vestidos floridos. En estos
casos, los modelos escolares y familiares actúan probablemente en el mismo sentido;
aún así, quedan otros modelos contradictorios, como los de la televisión, e incluso la
propia división del trabajo en familia, que sigue mostrando la desigualdad del papel de
hombres y mujeres en el ámbito doméstico.
Este tipo de educación de las niñas está probablemente reducido a un ámbito
social numéricamente muy limitado. En la mayoría de las familias españolas, los
géneros son transmitidos en forma mucho más diferenciada, tanto por el modelo de
relaciones que se producen entre los adultos, como por los mensajes y exigencias ex-
plícitos para cada sexo. Si la escuela ignora la existencia del trabajo doméstico o no
valora la dedicación al otro, la familia muestra de continuo ejemplos de ambos tipos
de actividades, consideradas todavía propias de las mujeres, o por lo menos asumidas
masivamente por ellas. Las niñas siguen sujetas a un tipo de demandas y de expec-
tativas que configuran una estructura tradicional de género femenino, precisamente
aquélla que será devaluada en la escuela.
Porque la escuela ignora esta doble socialización: la dominación indiscutida de
las pautas consideradas masculinas borra incluso la posibilidad teórica de otras pau-
tas, otros valores. Todo cuanto las niñas podrían aportar de específico a las relaciones
en el aula carece de interés: hoy, ni siquiera es imaginable en términos positivos, no
es sino nimiedad o silencio. Pensar en una forma escolar realmente coeducativa, que
integrara para niños y niñas los antiguos valores y comportamientos diferenciados en
géneros, choca con una dificultad obvia: ni siquiera sabemos cuáles son los elementos
positivos que habría que rescatar del legado tradicional de las mujeres; casi siempre
acabamos reduciéndolo a las tareas domésticas, como si la carga histórica de la femi-
nidad hubiera consistido únicamente en la capacidad de lavar.
Eliminar el sexismo de la educación y construir una escuela coeducativa requie-
re, por tanto, instaurar una igualdad de atención y de trato a niños y a niñas; pero
exige, además, rehacer el sistema de valores y actitudes que se transmiten, repensar
los contenidos educativos. En una palabra, rehacer la cultura, reintroduciendo en ella
pautas y puntos de vista tradicionalmente elaborados por las mujeres, y poniéndolos
a la disposición de los niños y de las niñas, sin distinciones.
Tarea ingente e indispensable a la vez, pero que queda fuera de las posibilidades y
objetivos de este trabajo. No nos hemos propuesto aquí ahondar en los valores atribuidos
a las mujeres y en su crítica, o en la forma de integrarlos en la cultura transmitida en el
sistema educativo; éste es un quehacer colectivo, iniciado ya en algunas escuelas y en los
trabajos de algunas investigadoras. Hemos querido, sobre todo, sondear el estado y la
forma del sexismo en la educación para tratar de dar a maestras y maestros instrumen-
tos que les permitan reflexionar sobre su propia actividad y superar los rasgos sexistas que
perviven. Porque creemos, en efecto, que el sexismo actual puede y debe ser superado y
que la escuela puede contribuir a crear una sociedad en la que ni las mujeres ni los hom-
bres vean limitadas sus posibilidades personales en función de su sexo, ni las actividades
que realicen sean valoradas y medidas por la atribución a uno u otro género.

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Epílogo:
«Rosa y Azul», quince años después
Hace ahora unos quince años que Cristina Brullet y yo19 hicimos la investigación
que sirvió de base a Rosa y Azul y escribimos el libro al que pertenece el texto de este
capítulo. Durante este tiempo, las conclusiones que habíamos formulado fueron muy
usadas para poner de manifiesto las formas del sexismo invisibles en las relaciones
educativas, y hemos compartido un gran número de conferencias, charlas y deba-
tes sobre este tema con muchas maestras y profesoras, y también algunos maestros,
por supuesto.
Y en estas ocasiones, muy a menudo me han formulado la pregunta: ¿sigue
ocurriendo, en el sistema educativo, que se preste menor atención a las niñas, que
se les dirija menos la palabra, que los elementos tradicionalmente considerados
como característicos de la cultura femenina se encuentren devaluados, ausentes o
marginales en los saberes que se transmiten en las aulas? Y mi deseo y mi curiosi-
dad me pedían poder responder, y poder hacerlo con precisión, a partir de una
nueva investigación que mantuviera la metodología que habíamos utilizado y que
por lo tanto pudiera darnos una medida exacta de los cambios en curso, una idea
del proceso que se está desarrollando, y no sólo una foto fija de lo que sucedía a
mediados de los años ochenta.
Lamentablemente, no hemos podido rehacer esta investigación, en parte por
falta de recursos, pero sobre todo por otras urgencias. Personalmente, me parecía
más necesario contribuir a la construcción de una metodología de cambio en las
aulas, dado que la pregunta inmediata del profesorado, una vez comprobada la dis-
criminación sexista llevada a cabo en forma generalmente inconsciente, era «¿Y qué
se puede hacer para eliminar esta forma de actuar?» Por ello, las investigaciones
sobre el sexismo en la educación realizadas en el ICE de la Universitat Autònoma de
Barcelona junto con Amparo Tomé, Xavier Bonal, Xavier Rambla y Marta Rovira se cen-
traron en el diseño y aplicación de formas de intervención en las aulas. Todo este tra-
bajo quedó reflejado en múltiples publicaciones, y sobre todo en los Cuadernos para
la Coeducación que, con toda su modestia, encierran un esfuerzo de diez años, con
el que esperábamos contribuir a una escuela más justa e igualitaria.
Pero en fin, todo esto pertenece a un aspecto ligeramente distinto al que nos
ocupa; lo que es cierto es que, de momento, no he vuelto a medir las relaciones esta-
blecidas en las aulas, ni lo hicieron tampoco –o por lo menos no lo he sabido– otras in-
vestigadoras que me aseguraron que tratarían de utilizar nuestra metodología en otros
lugares, en otras culturas. Con una pequeña excepción a la que me referiré enseguida.
Así que escribo este comentario plenamente consciente de la inexactitud obliga-
da: voy a referirme a impresiones más que a resultados de investigación, y, por tanto,
con un alto grado de error posible. Dicho esto, vamos a ello: mi impresión es que, quin-

19. Este epílogo ha sido escrito por Marina Subirats. A ella corresponden las opiniones vertidas, que en
este caso no han podido ser contrastadas con la coautora de Rosa y Azul, Cristina Brullet.

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ce años después, los rasgos fundamentales del sexismo en el ámbito educativo siguen
estando presentes. Lo cual no significa que nada haya cambiado, por supuesto.
Veamos ¿qué no ha cambiado? En el momento en que elaboramos aquel aná-
lisis, había un proceso en marcha: el de incorporación de las niñas al sistema edu-
cativo pensado para educar a los niños y totalmente imbuido de una cultura
androcéntrica. Aquel proceso, en países como España, se había iniciado en la déca-
da anterior, pero a partir de los ochenta cobró nuevas dimensiones, de manera que
más mujeres llegaron a las universidades e incluso llegaron a ser mayoritarias en ellas
como alumnas. Sin embargo, ello no hizo variar los contenidos culturales de la trans-
misión escolar, que siguieron basadas en el mismo patrón androcéntrico. Más aún, yo
creo que este patrón se ha reforzado, en lugar de disminuir. El desempleo de jóvenes
que se intensificó en los noventa, entre otras cosas, tuvo como consecuencia que
la educación fuera vista como el elemento fundamental para la «competitividad»
–horrible término donde los haya, sobre todo aplicado a la educación–. De modo que,
probablemente, era mal momento para iniciar otras formas de socialización que al-
canzaran un mayor equilibrio entre las pautas de los dos géneros.
Como consecuencia de ello, nos encontramos hoy con un sistema educativo que
sigue profundamente anclado en el modelo androcéntrico, centrado en la transmisión
de saberes encaminados a la producción y carente de saberes encaminados a la re-
producción. Es decir, tenemos algo más de igualdad porque hemos hecho a las mu-
chachas más «competitivas», tanto en términos de titulaciones como, a menudo, de
actitudes. Pero no hemos avanzado en absoluto en la introducción en el sistema edu-
cativo de un tipo de saberes que sirvan a las jóvenes generaciones para afrontar las
relaciones entre las personas, para resolver los problemas cotidianos, para compartir
el trabajo doméstico, para conocer y manejar la geografía de los sentimientos y de
las emociones. Tampoco –aparentemente, y de nuevo, sin que cuente con mediciones
recientes– hemos avanzado en la presencia de las mujeres en los libros de texto. Una
de las mediciones que conozco, y que fue realizada a principios de los noventa, nos
mostró la ínfima representación de las mujeres, en singular, como figuras relevantes,
o en plural, como colectivo, en el conjunto de los textos utilizados en España para el
estudio de las ciencias sociales en el bachillerato.
¿Fue entonces inútil todo el esfuerzo realizado por tantas y tantas maestras
y profesoras? ¿Fue inútil el esfuerzo que se realizó desde los Institutos de la Mujer y
desde el propio Ministerio de Educación, que incluyó la coeducación como una de las
materias transversales en la LOGSE? No lo creo. Me parece que algunas cosas han
cambiado, y que hay que tenerlas en cuenta y valorarlas, aunque los logros hayan sido
menores y se produzcan de forma más lenta de lo que desearíamos o incluso de lo
que, a mi entender, sería socialmente deseable.
La primera de ellas es el propio conocimiento del tema. En los años ochenta el
término coeducación era prácticamente desconocido: no existía la diferencia de
sexos como algo problemático en el sistema educativo. El trabajo realizado en la se-
gunda mitad de los ochenta y en los primeros noventa dio a conocer esta problemá-
tica, de modo que hoy la mayoría del profesorado sabe que hay que tener más en
cuenta a las niñas, que no puede actuar como si no existieran. Se ha producido pues
una cierta sensibilización, aunque no un suficiente reconocimiento de que se trata

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de un tema importante, sobre el que hay que actuar con mayor energía y cuidado de
lo que suele hacerse.
Un segundo cambio me fue sugerido por una pequeña investigación, en la que
mis alumnas del curso de sociología de la educación de la UAB hicieron, en 1998, ob-
servaciones en las aulas siguiendo la metodología que habíamos puesto a punto en
Rosa y Azul. Se trataba de un trabajo de curso hecho sin medios y acudiendo a las
escuelas a las que ellas tuvieran fácil acceso; por tanto, no cumple con la mínima
representatividad ni, por el número, puede tomarse por una réplica correcta de aquel
primer trabajo. Sin embargo, sus resultados me sorprendieron: en algunas escuelas la
atención dirigida a los niños y a las niñas, medida por medio del número de palabras
dirigidas a unas y a otros, se había casi igualado. En otras escuelas, en cambio, la dis-
tancia en el tratamiento a cada sexo se había acrecentado, por comparación con los
resultados hallados en la década anterior. ¿Azar, falta de representatividad de la
muestra? Probablemente. Pero estos resultados me sugirieron otra posibilidad, que
dejo aquí como tal. Así como en los ochenta el profesorado se dirigía a niñas y a niños
con toda ingenuidad, por así decir, o dicho de otro modo, con total falta de con-
ciencia de las diferencias de trato que realizaba entre ellas y ellos, en los noventa ya
se ha hablado mucho del tema. Y, por consiguiente, una parte del profesorado ha
hecho un esfuerzo de cambio, y ha llegado a incorporarlo a su manera de proceder,
mientras otra parte del profesorado ha rechazado esta cuestión y, frente al avance
de muchas tesis feministas que indudablemente se han divulgado en estos años, se
ha cerrado en banda hacia una afirmación más en bloque de las formas clásicas del
sexismo, rechazando cualquier cambio en este sentido.
Todo ello me lleva a pensar que, tal vez, lo que se produce hoy es una mayor he-
terogeneidad de las situaciones: la transmisión del sexismo ya no es un hecho oculto
como hace quince años, y aunque evidentemente no es tampoco un debate presente
en las escuelas –hoy está menos presente que hace diez años, por ejemplo– el profeso-
rado ha tomado posiciones, incorporando en algunos casos la voluntad de igualitaris-
mo y rechazándola en otros, incluso como rechazo explícito a unos planteamientos que,
a menudo, las generaciones jóvenes consideran obsoletos. Las actuaciones podrían, por
consiguiente, estar más polarizadas, hecho que sería coherente con el hallazgo de una
mayor diferencia según las aulas.
El tercer cambio al que me quiero referir es el que respecta al género grama-
tical. Este es probablemente uno de los ámbitos en que la evolución es más paten-
te. Hoy la referencia a «niños y niñas», o a «maestros y maestras» generalmente en
ese orden, está muy generalizada, mostrando que efectivamente se ha producido
una sensibilización. En este punto siempre tuve ciertas discrepancias con algunas
de las compañeras con las que hemos compartido tantos esfuerzos y debates acer-
ca de la coeducación. Para mí, el cambio de género gramatical debía producirse
como un resultado del cambio cultural, no como un objetivo en sí, porque me pa-
recía que en este caso podía tratarse de un cambio superficial y por tanto engaño-
so respecto del fondo de la cuestión. Sin embargo, es cierto que se trata de un
cambio relativamente fácil de reclamar y de obtener: después de todo, mencionar
el femenino puede ser un poco latoso, pero no exige más que asimilar una pequeña
costumbre. Acaba siendo casi una cuestión de buena educación. Quede claro que

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no quisiera en absoluto devaluar la importancia de ese cambio, que tiene siempre


un trasfondo importante: el de poner de manifiesto la presencia de las niñas o de
las mujeres, el de nombrarlas como seres diferentes, y por lo tanto constituye un
primer toque de atención. Ello es beneficioso para las niñas, que, por lo menos,
pueden afirmar su identidad y saber que son tenidas en cuenta. Es decir, es una
prueba de un avance, de una mayor sensibilización del profesorado, como he dicho
anteriormente. Lo que ocurre es que me parece que no podemos confundir este
cambio de género gramatical con los objetivos que debiera tener la coeducación, y
que van mucho más allá de este cambio verbal casi asimilable a la cortesía, a un
comportamiento «políticamente correcto», como suele decirse. Por lo tanto, aun-
que este cambio constituye un paso importante, no puede ser considerado como
un indicador de un cambio profundo, el que se derivaría de la construcción de un
modelo cultural que tuviera en cuenta la existencia de dos géneros socialmente di-
ferenciados y que buscara el equilibrio en el trato de ambos sexos.
Ahora bien, podemos preguntarnos todavía ¿no ha habido entonces ningún
avance en términos del cambio de modelo educativo que vaya en el sentido pro-
puesto por la coeducación? Ciertamente, sí se han producido algunos avances. Es-
pecialmente la consideración de la importancia de los elementos emocionales en
la educación, y, en general, en el comportamiento humano, incluso en aquellas
áreas, como el trabajo, en las cuales menos se habían tenido en cuenta. La nece-
sidad de una educación de las emociones, de los sentimientos, de las relaciones,
va abriéndose paso, aunque sea aún como discurso abstracto, poco valorado y
asumido en la práctica educativa. Como era previsible, estos planteamientos han
tenido aceptación a través de obras de autores: sólo cuando se les confiere legi-
timidad masculina alcanzan cierto eco en la sociedad. Un eco aún moderado e in-
cipiente, puesto que, como he apuntado antes, los objetivos educativos de los
últimos años han tendido a endurecerse, a aumentar la importancia del creden-
cialismo en el mercado de trabajo, más que a preparar para el conjunto de situa-
ciones de la vida. Pero ahí está el éxito de libros sobre la inteligencia emocional,
y de escritores como José Antonio Marina, que apuntan hacia un concepto de la
educación que por fin ya no excluye a los chicos de la posibilidad de conocer y ex-
plorar sus emociones.
Es tiempo de que podamos avanzar en esta dirección, para atajar otros desa-
rrollos, como el aumento de los comportamientos violentos que tan a menudo apa-
recen en el sistema educativo. Quiero creer que, en este inicio de siglo que tanto se
parece a una tremenda encrucijada en que todo se juega de nuevo, seremos capa-
ces de ir abandonando la visión de la vida como enfrentamiento y competencia y
daremos mayor importancia a los aspectos de creación y relación. Y, por lo tanto,
avanzaremos hacia una educación que incorpore a la vez la autonomía y la res-
ponsabilidad, el conocimiento científico y el poético, la autorrealización y la aten-
ción a los demás. Y que tenga en cuenta que en el mundo hay niñas y niños,
hombres y mujeres, y que todos y todas tienen derecho a la misma atención, el
mismo respeto y el mismo derecho al protagonismo, y a encontrar en el sistema
educativo las referencias necesarias para construir sus modelos de comportamiento
y sus proyectos de futuro.

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Por todo ello, sigue siendo necesario que las maestras y maestros observen muy de
cerca su manera de actuar, analicen sus prejuicios y cambien sus métodos, para no se-
guir transmitiéndoles estereotipos sexistas, clasistas y racistas a las nuevas generaciones.

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Luces y sombras en el camino


hacia una escuela coeducativa
Amparo Tomé
Facultad de Sociología
Universitat Autònoma de Barcelona

La progresiva aunque lenta incorporación de las mujeres a los sistemas educa-


tivos tiene unas características específicas que la diferencian de la escolarización
masculina. Han existido siempre amplias resistencias sociales a la educación de las
niñas, basadas principalmente en la adscripción de los roles tradicionales femeninos.
Ha sido la enseñanza primaria la que planteó menos problemas a la incorporación de
las niñas a la educación ya que la adquisición de una formación básica debía reper-
cutir en el ámbito familiar y en la educación de los hijos e hijas.
Los contenidos de los programas de la educación femenina a lo largo del siglo
XIX y a comienzos del XX se caracterizan sobre todo por los siguientes aspectos: esca-
sos contenidos intelectuales en los programas de las escuelas de niñas o para las niñas
si estaban escolarizadas en escuelas mixtas, deficiente formación de las maestras, e
inclusión de una serie de contenidos específicos encaminados a la formación moral
y doméstica de las niñas. Es decir, se crean como consecuencia de una jerarquización
en cuanto a los saberes que tenían que aprender unos y otras de acuerdo con sus
destinos, roles y biologías diferentes.
La realidad de las mujeres en España ha dado un salto de vértigo: en dos gene-
raciones hemos pasado de un pseudoanalfabetismo femenino a la entrada masiva
de mujeres a la universidad. Las mujeres en España que estudiaban bachillerato
durante los años 40 eran el 34% y en las facultades el 13%.
En los albores del siglo XXI, al menos en los países de la Unión Europea, el pa-
norama ha cambiado sustancialmente y se está abriendo una brecha a favor de la
educación y de la formación de las niñas y de las mujeres. Desde la década de los
ochenta, las chicas obtienen mejores resultados académicos que los chicos y son
mejor valoradas por sus tutoras y tutores que los chicos. Si tomamos los datos de
1996 del estudio realizado por el CIDEM, el 45,3% de los chicos esperan ir a la uni-

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versidad mientras que el 66,1% de chicas tienen el mismo objetivo. El porcentaje de


alumnas supera cada año al de alumnos en la enseñanza universitaria, los tiempos
medios de realización de carreras son más bajos entre ellas que entre ellos y la dis-
tribución en carreras superiores se acerca al 50%, exceptuando algunas especialida-
des de ingeniería. Podríamos preguntarnos ¿hemos superado definitivamente los
órdenes sexistas que han regido durante siglos la sociedad y los sistemas educativos?

Las luchas por la igualdad entre hombres


y mujeres y sus efectos en la escuela
Son los siglos XVIII y XIX los que marcan un sinfín de novedades para la humani-
dad. La Revolución Francesa y la Revolución Industrial acaban con las relaciones y for-
mas de vida del Antiguo Régimen y crean las posibilidades de la vida moderna. El tema
de las diferencias sexuales ha sido un tema de vital importancia y preocupación para
todas las sociedades y desde todos los tiempos ya que la organización social depende
de los trabajos que se adscriben a uno y otro sexo, del valor que se le da a las tareas
necesarias para el funcionamiento de los distintos grupos sociales y de las relaciones
que se establecen entre los sexos.
La educación, tal y como la conocemos hoy en día, es un fenómeno relativa-
mente reciente. Hasta la Revolución Industrial los y las jóvenes mayoritariamente
aprendían imitando las tareas que realizaban las madres y los padres en el hogar o
en el campo. Amasar harina para hacer el pan, coser para el ajuar, remendar las ropas,
ir a por agua, etc. eran tareas necesarias para la supervivencia de los grupos y ade-
más estaban adscritas socialmente a las mujeres mientras que arar, cortar leña, cazar,
etc. eran enseñadas y aprendidas por los varones. No existían aparentemente con-
flictos de roles pues los límites en el desempeño de las tareas estaban bien definidos
y asumidos por los sexos como «prescripción de la naturaleza y la voluntad de Dios».
Órdenes naturales y sobrenaturales.
Es la nueva organización social, consecuencia de los cambios en el mundo del
trabajo, la que exige nuevas formas de aprender que ya no son posibles en el hogar. La
escuela nace principalmente como espacio de instrucción y va a ser el concepto de ins-
trucción el que va a desencadenar algunos de los debates más sobresalientes entre las
posturas más progresistas y liberales y las más tradicionales y religiosas. Según las pos-
turas conservadoras, la instrucción se considera perniciosa para las niñas ya que contra-
viene el destino femenino. ¿Se han de instruir las mujeres o solamente han de ser
educadas de acuerdo con su condición femenina? Este debate se basaba en el argu-
mento de que la instrucción iba dirigida al cerebro y la educación al corazón.
El otro gran fenómeno que altera las relaciones sociales entre hombres y
mujeres es la Revolución Francesa ya que constituyó un cambio decisivo en las vidas
de hombres y mujeres. Se cuestionó por primera vez el lugar de las mujeres en la
sociedad. Se planteó cuál debía ser su espacio en la ciudad. Se discutió el derecho
al voto, al divorcio y a la educación. La entrada del «sexo débil» en el orden social
con capacidad para discutir, escribir, pensar, divorciarse… implica la inversión de

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un mundo tradicional conocido más bien como «sociedad natural», en la que el


hombre encarna el poder y la mujer es el súbdito. Es la oposición de estos dos con-
ceptos, súbdito como sometido al dueño, incapaz de ser un sujeto «autónomo» de
sus actos, la que ha privado a las mujeres durante siglos de ser personas con de-
rechos. Los hombres que ceden ante este «des-orden» que implicaba la igualdad
de derechos y deberes están contraviniendo las leyes naturales y los deberes para
con Dios y el rey.
Existen y han existido a lo largo de los siglos innumerables detractores de la
equidad entre los sexos en todas las esferas de la vida. Se ha justificado la inferiori-
dad de las mujeres desde la ciencia, la antropología, la filosofía, la literatura, el arte,
etc.1 argumentando, por ejemplo, que el peso y el tamaño del cerebro de las mujeres
era inferior al de los hombres, o que la incapacidad para el pensamiento abstracto en
las mujeres era debida a una «supuesta debilidad femenina» que tenía relación con las
descargas menstruales.
Es la Revolución Francesa el único régimen que se atrevió, mediante una deci-
sión política, a considerar la jerarquía y la desigualdad entre los sexos como un tema
primordial. La Declaración de 1789 reconoce «la libertad, la propiedad, la seguridad
y la resistencia a la opresión» de ambos sexos. En consecuencia, todas las mujeres, al
igual que todos los hombres, son libres en sus opiniones y en sus elecciones, y tienen
asegurada su integridad y la de sus bienes. La Constitución de 1791 define de igual
manera para hombres y mujeres la mayoría de edad civil, posteriormente se recono-
cen los derechos a las mujeres para actuar como testigos en actos civiles y para con-
traer libremente obligaciones o se les reconoce a las madres las mismas prerrogativas
que a los padres en el ejercicio de la patria potestad, se aprueban leyes que tratan en
pie de igualdad a mujeres y hombres ante el matrimonio que se considera un con-
trato civil que puede abolirse mediante el divorcio y se aprueba por vez primera el
sufragio universal.
Es en este contexto en el que hay que entender los dos tratados que marcan el
inicio de la nueva era en las relaciones entre los sexos y que incluyen el derecho a la
educación en igualdad. El libro de Mary Wollstonecraft, Reivindicación de los Dere-
chos de la Mujer de 1792 y la Declaración de los derechos de la mujer y de la ciu-
dadana, de Olympe de Gouges de 1971. Es a la figura de Wollstonecraft a la que me
quiero referir ya que su escrito no es un alegato político de lucha contra la opresión
de los hombres sino un tratado en el que reclama el derecho a la formación en
igualdad de condiciones y abre el espacio de una razón femenina, de una manera
femenina de juzgar, de una alternativa racionalista a la lógica masculina que hasta
la Revolución había dominado la civilización.
Rousseau había ya publicado el Émile, primer tratado pedagógico en el que
se sientan las bases de cómo ha de ser la educación de las niñas y los niños. Rousseau
argumenta y defiende la superioridad de la lógica masculina sobre la femenina, se
apoya en las diferentes naturalezas y responsabilidades de los hombres y de las muje-

1. Véanse los textos sobre el papel de las mujeres en la ciencia, la antropología, la filosofía o el arte en
estas mismas páginas.

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res y por lo tanto enumera exhaustivamente los diferentes aprendizajes que la escue-
la ha de impartir a unas y otros. Este tratado tiene una gran influencia en la educa-
ción y en la pedagogía a lo largo de los siglos XIX y XX. De acuerdo con sus teorías, la
educación femenina ha de seguir sometida a la tradición, es decir, las niñas habían de
ser instruidas en los aprendizajes de lo doméstico y de lo religioso. Mientras que a las
niñas se las educa para el hogar, la vida conyugal y la virtud, a los niños se les educa
para la vida pública, los trabajos de las armas y las leyes. Cómo anécdota recordemos
que las niñas todavía hoy en día siguen recibiendo el sacramento de la comunión con
un pseudotraje de novia mientras que los niños visten de militar.
¿Cómo se podría instruir a ambos sexos en los mismos conocimientos y prepa-
rarlos para sus futuros roles sociales cuando sus funciones y destinos terrenales y di-
vinos eran totalmente diferentes? La instrucción de las niñas en la virtud y en la
domesticidad se podía hacer en sus casas, ¿quién mejor que sus padres podían edu-
car «aquellas flores tan delicadas»? Aunque también se sientan las bases para una
educación general para niños y niñas en los primeros años de vida, ellas han de re-
gresar al hogar donde sus familias se seguirían encargando de su preparación en la
domesticidad. Por ello se legisla que las niñas abandonen los centros escolares a los
ocho años una vez adquiridos los conocimientos básicos y que sean sus madres y
padres los encargados de educarlas en la virtud. Solamente las instituciones públicas
estarían destinadas a aquellas niñas a las que sus padres no pueden educar, es decir,
a aquellas familias de clase baja que se suponía tenían deficiencias morales.
Rousseau sigue pilotando sobre las conciencias de los pensadores de la época
y sobre la necesidad de instruir en aprendizajes específicos para cada sexo y así se
recomienda que, tras los conocimientos elementales, las niñas deberían de aprender
a hilar, coser y cocinar mientras que los varones tendrían que aprender matemáti-
cas y geografía. En suma, lo que la historiadora española Pilar Ballarín denomina el
modelo educativo de «utilidad doméstica». La política decimonónica, según Ballarín,
legitima la obligatoriedad escolar de las niñas pero siempre a partir de tres conven-
ciones: la primera es que la instrucción de las niñas no es un asunto público sino
privado; la segunda, que la educación de las niñas tiene que ver con la formación
moral más que con los conocimientos; y por último, ha de ser específica y diferen-
ciada de la de los varones.
En España, la instrucción del 21 de febrero de 1816 insistía en que, aunque
la tarea principal de las escuelas de niñas era la realización de las labores, si al-
guna lo solicitaba, la maestra estaba obligada a enseñarle a leer y a escribir. Por
lo tanto, las niñas se quedaron excluidas del sistema de instrucción universal, pú-
blica, gratuita y libre que propone el Informe Quintana y que deja la cuestión de su
educación e instrucción al arbitrio de las Diputaciones (Informe de 1814) o del maes-
tro (Ley de 1838). El Reglamento General de Instrucción Pública de 29 de junio de 1821
declara ya la necesidad de establecer escuelas públicas para niñas donde aprendan
a leer, a escribir y a contar. De todos modos, el número de estos centros era muy
bajo. En 1822, había 595 escuelas de niñas frente a 7.365 escuelas de niños. Hasta
que en 1857 la Ley Moyano establece la obligatoriedad de la enseñanza primaria
entre los seis y los nueve años para niñas y niños y permite que se establezcan Es-
cuelas Normales de Maestras.

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El bajo desarrollo industrial en nuestro país tampoco propició la instrucción de


la mano de obra (ni masculina ni femenina) aunque los altos índices de analfabetis-
mo también reflejan las diferencias en la instrucción entre los sexos. En 1870 el 81%
de mujeres son analfabetas frente al 68% de varones. Esta falta de instrucción limi-
tará las posibilidades de las mujeres, que se preparan fundamentalmente para ser
buenas madres, buenas esposas y buenas amas de casa como ideal de felicidad per-
sonal, familiar y social.
La educación de las niñas y mujeres no fue nunca un objetivo en sí mismo ya
que el objetivo primordial radicaba en la consecución de la armonía social y en la re-
producción de los valores morales. Las mujeres, como portadoras de moralidad y
reproductoras del orden social, han de estar siempre detrás de los hombres, influyén-
doles en la bondad, en la moralidad, sin ser vistas ni escuchadas, con sumisión y amor.
Sin embargo, las nuevas clases burguesas van imponiendo sus valores de ideal
de mujer. Las niñas de clase media y media alta aprenden a leer, a escribir, a bordar
y, si se quería alternar en los salones, debían aprender algo de francés, geografía y
dibujo. La debilidad llega a ser un ideal de mujer: las mujeres no pueden salir de casa
solas, han de ir siempre acompañadas, no pueden hacer ejercicio y tienen que de-
mostrar su fragilidad ante el hombre que se erige en su protector.
Aunque la escuela debía enseñar a ser madre, esposa y ama de casa, las niñas
de la clase trabajadora tenían que ser enseñadas por sus madres o «señoras» en todo lo
referente a los saberes y deberes del ama de casa y además a ser limpias, prudentes,
ahorradoras, trabajadoras, sumisas, obedientes, etc. ya que ellas estaban parcialmen-
te excluidas del sistema escolar: se emplean como sirvientas en las casas de bien o
trabajan en casa ayudando a sus madres en el cuidado de sus hermanos pequeños y,
en el mejor de los casos, aprenden costura en los talleres de las modistas, o trabajan en
las fábricas textiles. Estos mensajes no llegan, por tanto, ni a las jóvenes trabajadoras
ni a las jóvenes de las clases altas, que tampoco asisten a las escuelas públicas ya que
éstas estaban destinadas a las clases populares. Las niñas de familias aristócratas y de
las clases altas se educaban en centros privados, normalmente de órdenes religiosas,
como las siervas de San José, las Jesuitinas, las Teresianas, etc. Muchas de estas ór-
denes provenían de Francia, donde se habían cerrado los centros religiosos en pro de
una educación laica y pública.
Son las niñas de clase media las que incorporan los modelos de domesticidad y
religiosidad como ideal de mujer. Y son ellas las que empiezan a acceder a aquellas
incipientes profesiones femeninas que, en el fondo, son una prolongación de los
aprendizajes domésticos, tales como la enfermería, la educación de párvulos, etc.
Apenas se imparten conocimientos en los centros de enseñanza, ya que eran las cues-
tiones prácticas las que interesaban. Los hombres que rigen los destinos políticos y
morales del país les concedían la posibilidad de encargarse de aquellos trabajos que
eran adecuados a su sexo y que además eran compatibles con sus responsabilidades
domésticas y maritales.
Las luchas por los derechos al trabajo asalariado y por el derecho a la educa-
ción de las mujeres no nos son ajenas ya que han pervivido hasta no hace mucho
tiempo. Por ejemplo, las mujeres, si querían hacer estudios universitarios, tenían que
pedir permiso a las autoridades pertinentes, además de la del padre, el profesorado,

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las diputaciones, etc. Es sólo a partir de 1910 cuando fue posible realizar estudios
universitarios sin previo permiso a la autoridad y sólo diez mujeres en España acaba-
ron carreras universitarias antes de comenzar el siglo XX. Emilia Pardo Bazán fue la
primera catedrática universitaria en 1916 con el voto en contra de todo el claustro.
Este breve resumen nos acerca al siglo XX y nos permite entender en parte al-
gunas de las dificultades de la educación de las niñas y por ende de la situación de
las mujeres en el mundo actual.

La escuela durante el primer tercio del siglo XX


Podemos situar en los años veinte la consolidación de un proceso que se venía ges-
tando desde los últimos años del siglo XIX: la participación de las mujeres en la vida pú-
blica española y el avance que este hecho provoca en la situación legal, laboral y social.
En los años de la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930) se ponen las bases de
lo que ha sido el feminismo español y los movimientos de mujeres para conseguir sus
derechos. El balance de este período es positivo ya que supuso una mejora objetiva en
las condiciones materiales de la vida de las mujeres. Es importante, por ejemplo, resal-
tar el creciente acceso a la educación (en 1927 había 1.233 mujeres estudiando en la
universidad y se habían creado institutos de enseñanza media en Madrid y Barcelona).
La escolarización primaria femenina experimenta un avance cualitativo ya que
se aprueba en la Ley del 23 de junio de 1909 la escolarización obligatoria hasta los
doce años. Disminuyen las tasas de analfabetismo femenino: de un 71,4% en 1900
pasa a un 47,5% en 1930. Se amplían los contenidos curriculares en los centros pú-
blicos para las niñas. En el currículum de las niñas se incluyen las siguientes mate-
rias: doctrina cristiana, historia sagrada. lengua castellana, aritmética, geografía e
historia y geometría. Y, por último, rudimentos de derecho, física, química y ciencias
naturales, fisiología e higiene, trabajos manuales, ejercicios corporales y labores. Este
programa avanzado no da los resultados que se pretendía por el deficiente estado de
los centros, las pésimas condiciones del salario de las maestras, las ausencias de las
niñas que debían ayudar a sus madres y la deficiente preparación de las maestras.
La llegada de la II República cambia el panorama. En cuanto a los índices de
matriculación, tiende a nivelarse el acceso a la escolarización de niñas y niños en
la escuela pública. En las escuelas privadas, por el contrario, se da un fenómeno
que tiende a repetirse en estos momentos: los niños asisten a las escuelas segla-
res y las niñas asisten más a centros religiosos mientras que la escolarización de
las niñas es mucho más baja que en los centros masculinos.
En cuanto al debate sobre los contenidos curriculares aparecen nuevos plantea-
mientos pedagógicos como los de Rosa Sensat, que sin avanzar aparentemente en la
ruptura de la formación en los roles sexuales, dignifican los conocimientos femeni-
nos al elevarlos a la categoría de conocimientos necesarios para la vida, aunque no
los proponga para la instrucción de ambos sexos.
Los debates sobre la «coeducación», entendida como escolarización mixta, los
podemos situar en España a finales del siglo XIX y corren paralelos a dicho debate en
el resto de Europa. Las primeras propuestas se deben a la Institución Libre de Ense-

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ñanza, que no pretende alterar los roles femeninos sino dignificar su situación social
con el objetivo de que los dos sexos tuvieran mejores relaciones.
En Cataluña se plantean las propuestas de Ferrer i Guardia que argumentan que
la coeducación puede acabar con la esclavitud de las mujeres pero se seguían centran-
do en la formación de las mujeres en cuanto educadoras de sus hijos y transmisoras de
una determinada ideología. Es durante la proclamación de la II República cuando se
plantea la coeducación y se ponen en marcha algunas experiencias coeducativas. Pero
la falta de legislación hizo que los debates, con amplías resistencias por parte de los
sectores católicos, se volvieran a abrir sobre la conveniencia o no de una educación
mixta. Son argumentos de tipo económico-pedagógico los que van a imperar en la
escolarización mixta en zonas de escasa población escolar. Los debates sobre la proble-
matización de la conveniencia de la educación de las mujeres al lado de los hombres se
centraron en el beneficio que obtendrían ellas al educarse juntamente con los niños
(ellas, al parecer, no les podían aportar nada a ellos). Los políticos de la República vie-
ron la posibilidad de modernización de la sociedad en las prácticas «coeducativas» y
en un cierto control sobre los postulados de la Iglesia. Pero el planteamiento pedagó-
gico que sustentaba el modelo de la escuela mixta consistía en la ampliación del mode-
lo escolar masculino a las niñas, consideradas como inferiores y en que ningún aspecto
cultural femenino era legítimo de ser incluido en el sistema escolar.

La educación de los sexos en la escuela franquista


Las demandas de una educación igualitaria por el feminismo moderno tienen
lugar en Europa después de la Segunda Guerra Mundial, paralelamente al desarrollo
de movimiento conocido como educación de masas. En nuestro país, el régimen
franquista vuelve la cara a la historia y utiliza la educación como uno de los mejores
instrumentos de indoctrinación del régimen fascista. Franco pagó a la Iglesia por su
legitimación durante la guerra civil, dándole un control total sobre la educación. La
represión sexual fue llevada a cabo por la Iglesia de tres formas diferentes:
. Prohibición de la escuela mixta.
. Educación específica para las chicas.
. Prohibición explícita de cualquier tipo de información sexual.

Si en 1930 el papa Pío XI condenó la escuela mixta porque «promovía la pro-


miscuidad y la igualdad» (Encíclica Papal, 1930), en 1939, después de la guerra civil,
una orden ministerial abolió la escuela mixta como contraria a los principios religio-
sos del Glorioso Movimiento Nacional. La escuela mixta era considerada inviable ya
que los roles naturales de las mujeres y los hombres no podían educarse bajo el
mismo techo:
. «Las instrucciones que las chicas tienen que recibir han de incorporar las
cuestiones fundamentales: saber cómo se lleva una casa, el cuidado de la fa-
milia, etc.
. Los temarios tenían que ser «diferentes para chicas y para chicos teniendo
en cuenta sus diferencias históricas y biológicas...».

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La Iglesia, que siempre encontró imposible conciliar la sexualidad y la cristiandad,


impuso una férrea moralidad. Se prohibió el matrimonio civil, se anularon los divor-
cios, las esposas adúlteras podían ir a la cárcel... Se prohibieron el aborto y los contra-
conceptivos.
La única forma de matrimonio fue el matrimonio monógamo indisoluble. Con
el objetivo de salvar la institución familiar se dictaron normas represivas y discrimi-
natorias para las mujeres. La pérdida de la virginidad antes del matrimonio era
castigada con la entrada en el convento o con la cárcel. El sexo no pertenecía al sexo
femenino y se inculcaba la pasividad y la insensibilidad en las mujeres. Las chicas y
las mujeres eran portadoras del pecado y del demonio. Eran la tentación y la corrup-
ción de los hombres.
El sexo se negaba incluso en el matrimonio: las mujeres no podían tener placer,
sólo los hombres podían tener un fuerte instinto animal. El único acto sexual permi-
tido lo era con la finalidad de procrear. El sexo, lo mismo que la muerte, tenía que
aceptarse por ser inevitable.
El modelo de escuela separada de la época franquista fue un modelo hecho
a la medida de un régimen totalitario, que utiliza la escuela para perpetuar los va-
lores y las responsabilidades de una sociedad en la que los roles femeninos y mas-
culinos tradicionales fueron, en parte, la columna vertebral que articuló la vida de
España. El cambio de modelo de la escuela republicana a la escuela franquista
consistió en introducir conscientemente el sistema de separación de los sexos en
la escuela. Se crean escuelas para niñas y para niños (sólo para aquellas y aque-
llos que podían acceder al sistema educativo), se les enseñan contenidos curriculares
diferentes, juegos diferentes, se les prepara para asumir tareas y responsabi-
lidades diferentes.
Por ejemplo, no era preocupante que las niñas aprendieran a leer, a escribir o a
sumar mejor o peor, lo que importaba era que aprendieran a ser buenas madres, es-
posas y amas de casa. Es decir, habíamos vuelto al ideal de mujer burguesa de los si-
glos XVIII y XIX. En este caso, la educación era un instrumento que tenía que conseguir
mujeres sumisas en casa, modélicas en los preceptos de la religión católica, honestas
y honradas, fieles ahorradoras, limpias, etc. La transmisión de los valores tradiciona-
les de la domesticidad y de la religiosidad se reproducían igualmente en casa que en
la escuela. Las niñas aprendían tanto de sus madres como de sus maestras los mismos
preceptos, normas, valores, reglas de urbanidad y, por otro lado, los niños tenían que
aprender a defender el honor de la patria, a mantener la familia, a tomar decisiones, a
defender el honor y la honra de la familia, a ejercer la disciplina, a ser duros, y a ser
unos «hombres de verdad» como les enseñaban sus padres y maestros. Estos aprendi-
zajes no podían tener ni los mismos escenarios, ni los mismos transmisores de estas
normas y preceptos de género. ¿Cómo iba a enseñar una maestra a los niños a de-
fender el honor patrio o el honor y la honra de la familia y un maestro a coser o a
adornar la casa?
Puede que este periodo reciente, largo, oscuro y traumático de la historia de
España sea una de las causas que ha impedido al profesorado tener en cuenta las
diferencias sexuales y la construcción de las identidades de género en el proceso
de socialización escolar.

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La Ley del 70, la escuela mixta y la LOGSE


La Reforma educativa iniciada con la aprobación en 1970 de la Ley General de
Educación aprueba la escolarización mixta, aunque no es obligatoria hasta el curso
1984/85. Esta ley rompe con el modelo de escuela separada y se hacen intentos de su-
perar el autoritarismo de la escuela franquista para iniciar el proceso de educar en
las capacidades «innatas» de niñas y niños.
Los efectos de estos cambios para conseguir un ambiente más flexible y amistoso y,
sobre todo, menos marcado por la división de roles de género fueron uno de los aspectos
educativos de la modernidad del país que soportaba el peso de cuarenta años de franquismo.
El proceso de implementación de la reforma educativa fue largo, debido sobre
todo a las fuertes resistencias de los centros religiosos y de amplios sectores de la
sociedad, que sospechaban que las prácticas de la escuela mixta eran contrarias al
espíritu de la Iglesia y del Régimen.
La Ley del 70, además de garantizar que el alumnado compartiera el mismo currí-
culum, un mismo profesorado, idénticos espacios escolares, juegos, etc., tenía que ase-
gurar la educación obligatoria hasta los catorce años tanto para las niñas como para los
niños. Aunque la Ley no hace una mención explícita a ello, sin embargo introduce el
principio de igualdad de oportunidades y de no discriminación de género respecto de la
educación. El modelo de la escuela mixta, por lo tanto, era más democrático que el mo-
delo de las escuelas separadas, consiguió la igualdad formal pero no consiguió uno de
los objetivos que se planteaba: la igualdad real de oportunidades para chicas y chicos.
Comienza, así, un proceso de unificación de centros que se va completando a
lo largo de los setenta y a comienzos de los ochenta en las escuelas públicas y tam-
bién en algunos centros privados y religiosos. La unificación de materias curriculares
para chicas y chicos es un gran avance ya que se homogeneizan sus conocimientos a
la hora de realizar estudios en la educación secundaria y en la universidad. De hecho,
ya en 1976 el porcentaje de alumnas que cursan bachillerato supera al de alumnos.
Según la socióloga de la educación Marina Subirats, a lo largo de la implanta-
ción de escuela mixta cabe destacar tres etapas:
. La primera la sitúa entre 1970 y 1978, en la que se consolida la escuela
mixta y permite un avance en la escolarización femenina.
. Una segunda etapa, entre 1979 y 1985, en la que surge un movimiento edu-
cativo que reflexiona acerca de las condiciones y características de la educa-
ción de las niñas y de los niños y de los efectos que tiene sobre las mujeres,
a la vez que se inician una serie de innovaciones y se definen los objetivos
de cambio que permitan eliminar algunos de los mecanismos androcéntri-
cos que operan en la escuela mixta, objetivos que se agrupan en los conceptos
de «educación no sexista» y «coeducación».
. Una tercera etapa, que discurre entre 1986 y 1995 con la LOGSE (1990), en la
que se mantiene y amplía el movimiento de maestras y profesoras dispuestas
a un cambio educativo y, a la vez, se articula una política institucional a
través de los mecanismos creados por la Administración para impulsar las po-
líticas de igualdad; es decir, se pretende una transformación promovida insti-
tucionalmente y en el marco de una reforma educativa global.

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A partir de 1996, cambia el gobierno socialista y deja paso a un gobierno con-


servador y se abre una nueva etapa en la que los temas de coeducación y reforma
educativa están en claro retroceso. No por ello el proceso se ha parado: existen per-
sonas e instituciones comprometidas con la educación democrática (algunos institu-
tos de la mujer, centros del profesorado, ayuntamientos, sindicatos, diputaciones,
sectores del profesorado, etc.) que siguen abriendo brechas a favor de la igualdad
real entre los sexos y de la coeducación.

Algunas reflexiones en torno a la educación


y su compromiso con la igualdad entre los sexos
Durante la instauración de la democracia, tras la muerte de Franco, las trans-
formaciones educativas tienen que ver con el proceso de industrialización y moder-
nización del país. Crece la inmigración y España se abre al turismo y, con ello, se
incrementa la necesidad de los servicios. Los niveles de cualificación aumentan y, por
lo tanto, existe una gran demanda educativa, sobre todo por parte de las clases
medias, que constatan que la educación es la mejor inversión para el tipo de sociedad
que va imponiéndose.
Paralelamente, existe un gran movimiento político que lucha por las liberta-
des democráticas y por la modernización de todos los ámbitos de la vida social. El
profesorado está inmerso en estos movimientos que luchan, sobre todo, por una
educación democrática, igualitaria y de calidad. Sin embargo, la educación de las
niñas no fue entonces un objetivo prioritario pues se creía que la escuela mixta
podía asegurar la igualdad. Tampoco fue una reivindicación de los incipientes grupos
feministas de la década de los setenta, que se centraron más en la consecución de
los derechos al aborto, al divorcio, a los anticonceptivos, a la lucha contra la vio-
lencia que sufren las mujeres, etc.
Es en la década de los ochenta, sin duda a raíz de las investigaciones femi-
nistas de los países anglosajones y de la sociología de la educación, conjuntamen-
te con los movimientos de renovación pedagógica y sus análisis de la situación de la
educación de las niñas en la escuela mixta, que se empiezan a analizar libros de
texto, se pone de manifiesto la ocultación de las mujeres en el sistema educativo,
el uso del masculino como genérico, la situación desigual de las mujeres en los
puestos de responsabilidad en las diferentes etapas educativas, etc. Paralelamente,
algunas profesoras de universidad comienzan sus trabajos desde la sociología, la
historia, la antropología, etc., buscando el trabajo de mujeres que han sido silen-
ciadas, ocultadas o, incluso, poniendo en tela de juicio la transmisión cultural del
propio sistema educativo. Es éste el punto de inflexión en el que se empieza a hablar
de la superación de la escuela mixta y comenzamos a utilizar de nuevo el concepto de
escuela coeducativa con un significado muy distinto al que se le dio durante los
debates de comienzos de siglo.
Los cambios económicos y políticos son marcos generales, sin duda imprescindibles,
pero son las acciones de las personas concretas las que hacen posibles esos cambios. En

178
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el caso de España, fueron los institutos de la mujer de ámbito estatal y autonómico los
que pusieron en marcha políticas de igualdad en colaboración con el Ministerio de Edu-
cación y Ciencia.
El Instituto de la Mujer, desde sus comienzos, tiene en cuenta los presupuestos y
objetivos de la coeducación que van a orientar sus políticas, orientando y financiando es-
tudios, promoviendo encuentros educativos y alternativas a la escuela mixta, la produc-
ción de materiales coeducativos y sobre todo líneas estratégicas que incluyan la Igualdad
de Oportunidades como Tema Transversal en la Reforma de 1990 de la Ley de Ordena-
ción General del Sistema Educativo (LOGSE).
La colaboración del Instituto de la Mujer y el MEC ofreció grandes ventajas al
plantear la posibilidad de la coeducación. Aunque en los comienzos la coeducación no
era un objetivo de la LOGSE sin embargo el espíritu democrático de la Ley partía de la
voluntad de democratizar la educación y así plantea el aprendizaje de una serie de
saberes conocidos como transversales que tienen que ver con el sistema de valores y
que superan la división tradicional de saberes en lenguaje, matemáticas, etc., conoci-
mientos que denominamos instrumentales. Para ello se requiere poder articular los
conocimientos instrumentales y los conocimientos basados en los valores para inte-
grarlos en el sistema educativo. La coeducación como principio filosófico formaría
parte de este encaje y fue el Instituto de la Mujer el organismo encargado de que la
coeducación fuera uno de los principios básicos en la reforma educativa, en la nueva
organización curricular y en la formación del profesorado. El Instituto se dota de una
serie de instrumentos que irán haciendo posible los cambios. Entre ellos hay que des-
tacar los diferentes planes de igualdad, los nombramientos de asesores y asesoras de
igualdad en los centros de profesores y profesoras. Posteriormente se nombraron res-
ponsables provinciales de coeducación, aunque todos estos cargos fueron suprimidos
a partir del gobierno conservador en 1996.
Las acciones desarrolladas institucionalmente hasta 1995 han sido numerosas
y diversas. Planes de alfabetización de adultas, elaboración de materiales coeducativos,
difusión de materiales para la educación afectivo-sexual, conocimiento del medio desde
la coeducación, investigaciones y experimentaciones de metodologías coeducativas,
materiales para el uso no sexista de la lengua, sistematización de experiencias escola-
res, reuniones anuales con las escuelas de magisterio y las facultades de pedagogía y
de educación, revisión sistemática de libros de texto, premios a las editoriales que
incorporaban contenidos y lenguajes no sexistas...
Estas acciones, obviamente, se han desarrollado gracias a la labor incansable de
maestras y de algunos maestros y profesores que habían iniciado el proceso de supe-
ración de la escuela mixta.

Conclusiones
Para finalizar expondré algunos de los rasgos que la escuela coeducativa ten-
dría que tener.
En primer lugar, como hemos visto, la escuela mixta ha consistido en la inclu-
sión de las mujeres en el ámbito educativo construido por y para los varones, pero no

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en la fusión de modelos culturales femeninos y masculinos. Por lo tanto, podremos


hablar de una escuela coeducativa cuando el sistema educativo incluya en sus con-
tenidos curriculares la historia de las mujeres, las haga visibles e incorpore sus saberes
como legítimos de ser aprendidos y transmitidos.
Podremos hablar de una escuela coeducativa cuando las mujeres puedan acce-
der a puestos de responsabilidad en igualdad de condiciones a sus compañeros en los
ámbitos públicos y laborales. Estaremos hablando de una escuela coeducativa cuan-
do la división sexual del trabajo sea parte de la historia y cuando hombres y mujeres
tengamos las mismas habilidades y responsabilidades en los ámbitos públicos y en los
ámbitos domésticos y de relaciones.
¿Hemos superado el sexismo en el sistema educativo? La respuesta es negativa
y las razones son de diversa índole. La más general es que nuestra cultura es andro-
céntrica y se manifiesta en nuestro lenguaje, en nuestros sentimientos, en nuestras
costumbres, etc. Sólo el trabajo sistemático de desvelar cómo cambian las manifes-
taciones sexistas en todos los ámbitos de la vida nos permitirá avanzar hacia prácticas
no sexistas.
El trabajo en los centros que han experimentado cambios en prácticas no se-
xistas tienden a no ser sostenibles ya que la cultura dominante debilita los esfuerzos
realizados por las personas que han avanzado en contradirección cultural.
Por otro lado, si en el apoyo de las políticas de igualdad hasta 1995 se hicieron
esfuerzos financieros, se crearon materiales, se formó el profesorado, etc., y se con-
siguieron escasos frutos en la educación democrática y no sexista, ¿qué estará pa-
sando en estos momentos en los que no se están dedicando ni suficientes recursos ni
es un tema prioritario ni para el actual Ministerio de Educación y Cultura ni para el
Instituto de la Mujer de ámbito estatal?
Por ello, nos queda un largo camino por recorrer y mucho trabajo de investiga-
ción, experimentación y reflexión. Pero es importante saber, parafraseando a Marina
Subirats, que las transformaciones, para ser reales, tienen que producirse al nivel del
conjunto de la sociedad y que es mejor un avance pequeño pero amplio en cuanto al
número de personas que un avance en grupos muy reducidos de la población. Por ello
no es solamente importante cuidar los procesos de socialización y escolarización sino
también la forma de difundirlos y generalizarlos en el sistema educativo y en la so-
cialización familiar y ciudadana.

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11

Orientar para la igualdad,


orientar desde la diferencia
Ana Agirre Sáez de Egilaz
Instituto Vasco de la Mujer (Emakunde)

El objetivo de este capítulo es establecer un marco de reflexión a partir del cual


podamos abordar la orientación escolar y profesional como un proceso continuo que
contribuya al desarrollo integral de cada persona. Para ello se hace necesario revisar
los modelos imperantes de orientación e integrar en los mismos aspectos relaciona-
dos con el desarrollo pleno de las capacidades de cada alumno y alumna, a fin de que
pueda desenvolverse de modo autónomo en todos los aspectos de su vida personal,
familiar, social y profesional.
No quisiera limitar la orientación a su faceta académico-vocacional, aun cuando
es cierto que a menudo la orientación educativa en su práctica diaria ve limitado su
campo de actuación al ámbito vocacional, quedando en cierta medida desvirtuado
su sentido de proceso continuo de ayuda que contribuya al desarrollo integral de la
persona y le permita autorientarse a lo largo de su vida.
Partiendo de que orientación equivale a educación, habría que reflexionar los
aspectos que inciden en la orientación académico-vocacional, a fin de favorecer
también desde este ámbito una mayor y mejor integración de cada persona consigo
misma y con su entorno familiar, social y profesional. Para ello, analizaremos el ám-
bito educativo y el laboral desde el paradigma de género, a fin de detectar aquellos
elementos que están condicionando la orientación académico-vocacional de nues-
tras alumnas y alumnos y, en definitiva, su futuro como personas adultas.
En este sentido, se hace necesario reflexionar sobre el modelo social en el que
tanto alumnas como alumnos están inmersas e inmersos y, dentro de la organización so-
cial, el sistema educativo y el mundo laboral, por ser los dos pilares fundamentales en
los que se apoya el alumnado al imaginar su futuro. Este trabajo de análisis y reflexión
debería favorecer una visión más amplia, ajustada, autónoma y responsable del futuro
que como persona adulta cada chica y cada chico está comenzando a diseñar a partir de
los procesos de toma de decisión académico-vocacional desarrollados en el marco escolar.

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Análisis del modelo social


A la hora de analizar la organización de la sociedad occidental es fundamental
hacerlo, además de desde los paradigmas de pensamiento más o menos incorporados
a los estudios sociológicos (análisis de clase, de etnia, etc.), también desde el análisis
de género. La aportación del paradigma de género se centra en explicar la organiza-
ción social, incluso por encima de la clase y la etnia, según la división sexual del
trabajo. De este modo, tradicionalmente se ha socializado a las mujeres para que asu-
man las responsabilidades y las tareas relacionadas con la familia y el hogar, mien-
tras que a los hombres se les ha educado para proveer a esa familia y a ese hogar de
los recursos económicos necesarios para su mantenimiento. Es decir, a ellas se les
«diseñaba» para un futuro en el mundo doméstico y reproductivo y a ellos para el
mundo público y productivo.
Esta situación ha venido generando hasta nuestros días un desarrollo parcial de
las personas, ya que a las mujeres se les potenciaban aquellas capacidades, valores y
actitudes que les facilitarían un mejor desenvolvimiento en el ámbito privado (sensi-
bilidad, ternura, dedicación, abnegación, entrega, sumisión...) mientras que a los
hombres se les potenciaban aquellas capacidades, valores y actitudes que les ayuda-
rían a manejarse en el mundo público (iniciativa, inteligencia, autofinanciación,
competitividad, seguridad, agresividad...).
Vemos así que capacidades, en principio buenas para todas las personas, se han
venido potenciando de modo desigual en chicas y en chicos, a fin de preparar a unas
y a otros para su futuro papel en la sociedad. Todo esto ha generado importantes
déficit y lagunas en las personas tanto de un sexo como de otro.
Esta situación se origina a través del sistema sexo-género, por el que se pro-
yectan unas expectativas y se asignan unas funciones determinadas a cada persona
en función de su sexo, no de sus capacidades. De esta forma, lo que no era sino una ca-
racterística biológica, el sexo, pasa a convertirse en toda una construcción social que
condicionará el futuro de cada persona, hasta el punto de plantearle serias dificulta-
des si decide «salirse» del modelo establecido, tanto en el caso de las chicas como de
los chicos. Todo esto, como se analizará más adelante, tiene sus consecuencias claras
tanto en el sistema educativo como en el mundo laboral y debería ser un elemento
de análisis a la hora de hablar de educación integral (fin último de la educación según
la propia LOGSE), ya que en la medida en que no cuestionamos ni valoramos de igual
modo las capacidades tradicionalmente asociadas al mundo femenino y las tradicio-
nalmente asociadas al mundo masculino no estaremos sino potenciando un desarrollo
parcial de nuestro alumnado.
Sólo a partir de un modelo integral de persona, que potencie todas las capaci-
dades de cada una y de cada uno, se favorecerá el desarrollo de personas adultas que
sepan desenvolverse con autonomía y responsabilidad tanto en el ámbito privado
como en el público.
El análisis de género viene a explicar que este modelo diferente de socialización
para niñas y niños no genera una mera segregación de funciones y papeles, con la
consecuente parcialización para unas y otros. Además de una separación produce
una jerarquización, de modo que socialmente son más valoradas las capacidades,

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valores y actitudes asociadas al mundo masculino, que las asociadas al mundo feme-
nino. De este modo, por ejemplo, está socialmente más aceptado que una chica
transgreda el modelo femenino y se incorpore al masculino, que el caso contrario.
Así, desde edades tempranas se asume mejor que la niña juegue con coches, balones,
etc. a que el niño lo haga con muñecas, cocinitas, etc. Este mismo esquema se re-
produce en el ámbito escolar donde las niñas han abandonado el currículum especí-
fico que les asignaba la escuela segregada, y que se relacionaba con su futuro papel
en la vida como esposas y madres, para asumir el currículum masculino, cuyo objetivo
básico es preparar a las personas para la vida pública y profesional.
Igualmente en el mundo laboral se asume mejor la «masculinización» de las mu-
jeres, en el sentido de ocupar puestos asignados tradicionalmente a los hombres y/o
en el de adoptar sus formas de relación y actuación, que la «feminización» de los hom-
bres. Así, si éstos optan por profesiones tradicionalmente consideradas como propias
de las mujeres (cuidado de criaturas, labores domésticas, etc.) automáticamente se les
etiqueta como «raros» y si asumen valores relacionados con la cultura femenina como
la entrega, el diálogo, la escucha, el cuidado... se les tacha de «débiles».
A continuación, analizaremos con más detenimiento tanto el ámbito educativo
como el laboral, a fin de detectar los aspectos sobre los que este modelo de organi-
zación social está incidiendo, en lo que al ámbito académico-vocacional se refiere.

Ámbito educativo
En la actualidad existe la creencia generalizada de que la igualdad de oportu-
nidades entre chicas y chicos ya se ha logrado en el mundo educativo, en la medida
en que unas y otros se han incorporado por igual a todas las etapas del mismo. Sin
embargo, es necesario un análisis más cualitativo a fin de detectar aquellos aspectos
que de modo más sutil nos indican que, a pesar de haber sido largo el camino reco-
rrido, aún queda mucho por avanzar.
Así, es cierto que en la actualidad chicas y chicos acceden por igual a todos los
niveles educativos, incluida la universidad. Incluso los resultados académicos son me-
jores en las chicas en todas las etapas. Sin embargo, el análisis de las elecciones aca-
démico-vocacionales de las y los estudiantes nos muestran una clara segregación
entre chicas y chicos, tanto en la educación secundaria como en la enseñanza superior.
Los datos sobre elección de estudios en bachilleratos, ciclos formativos y en la
enseñanza universitaria nos muestran todavía que los estudios asociados a profesiones
tradicionalmente consideradas masculinas o femeninas son los que más acusan esta
segregación, pero que aquellos que son más recientes y no están tan marcados por
el género mantienen un mayor equilibrio entre chicas y chicos.
En relación con el bachillerato, y al no disponer de los datos del MEC segrega-
dos por sexo, hemos tomado como referencia los datos de Euskadi (EUSTAT/Instituto
Vasco de Estadística, curso 1998-99), que seguramente son extrapolables al resto del
Estado.
Según estos datos (véase cuadro 1) los chicos son mayoría en la modalidad cien-
tífico-técnica, mientras que la mayor proporción de chicas se encuentra en la moda-
lidad de ciencias humanas y sociales. Sin embargo, la modalidad de ciencias de la
naturaleza y salud refleja un mayor equilibrio en la participación de chicos y chicas.

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Cuadro 1. Modalidades de bachillerato

60%
52%
50% 44% 43%
40%
27% 30%
30%
20%
10%
4%
0%
CC. humanas CC. naturaleza Científico-técnico
y sociales y salud

Hombres Mujeres
Fuente: EUSTAT, Curso 98-99

De estos datos, y aun careciendo todavía de datos sobre el bachillerato artísti-


co, en fase de implantación, podemos deducir que todavía se mantiene en gran me-
dida la tradicional segregación entre unos y otras en relación a los estudios de letras
y de ciencias.
En relación con la formación profesional, la presencia global de alumnas y
alumnos es más o menos equilibrada. Sin embargo, unos y otras se concentran ma-
yoritariamente en torno a unas ramas profesionales. Así, mientras las chicas apenas
acceden a las especialidades de automoción, electricidad y electrónica, metal, madera,
minería, construcción y obras y marítimo-pesquera, los chicos apenas lo hacen a las
de hogar, moda y confección, peluquería y estética y sanitaria.
Es decir, tanto unas como otros optan por aquellas ramas que tradicionalmen-
te han sido asignadas a su sexo y que no hacen sino reproducir los papeles estable-
cidos por la socialización en función del género. De este modo, podemos concluir
que, aunque las chicas tienen una importante presencia en la formación profesio-
nal, se concretan en aquellas ramas que prolongan el papel que tradicionalmente se
les ha asignado en el ámbito doméstico y familiar: cuidado de personas y cuidado
del hogar.
Analizando los datos correspondientes a la universidad (véase cuadro 2), se ob-
serva nuevamente una clara segregación en la elección de estudios. Del análisis de las
diferentes áreas universitarias, se deduce que las mujeres tienen una presencia ma-
yoritaria en ciencias de la salud, en humanidades y en ciencias sociales y jurídicas. Por
su parte, los hombres se concentran en las carreras técnicas y en menor medida en
ciencias experimentales.
Analizando más en detalle los datos sobre enseñanza superior en las diferentes
carreras, esta segregación se hace aún más significativa. Así, podemos observar nue-
vamente que los estudios asociados a profesiones tradicionalmente consideradas
como masculinas o como femeninas son las que más acusan la segregación, mien-

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Cuadro 2. Universidad

80%
70%
60%
50%
40%
30%
20%
10%
0%
Todas las Humanidades CC. sociales y CC. experi- CC. de la Técnicas
titulaciones jurídicas mentals salud

Hombres Mujeres

Fuente: Estadística de la Enseñanza Superior en España 1997/1998. INE

tras que aquellas que son más recientes, y no están tan marcadas por el género
mantienen un mayor equilibrio entre chicas y chicos. Por ejemplo, la presencia de
chicas en las ingenierías se sitúa entre el 15-20% aproximadamente, mientras que en
trabajo social, enfermería y educación constituyen el 85-90% del alumnado.
De este análisis podemos deducir que la elección de estudios, que será determi-
nante para la futura vida adulta de cada persona, no se realiza de un modo libre, sino
que está condicionada por el género, es decir, por los papeles sociales que la socie-
dad asigna a mujeres y hombres. De este modo, un análisis de intereses y capacida-
des personales para la toma de decisión académico-vocacional no será suficiente
para orientar al alumnado, en la medida en que no se le ayude a tomar conciencia
de que los intereses, gustos y deseos de cada persona están condicionados por las ex-
pectativas y los modelos familiares, escolares y sociales.
Del mismo modo no basta con analizar las ofertas educativas, las demandas del
mundo laboral, las posibilidades familiares, la trayectoria académica, etc., si no se
toma conciencia de que tanto en el ámbito familiar como en el escolar se generan y
transmiten unas expectativas, consciente o inconscientemente, que influirán en la
toma de decisión de cada alumna o alumno. Sólo así podrá cada una y cada uno tomar
distancia y decidir sobre su propio futuro personal, familiar, social y profesional y, en
definitiva, será capaz de autoorientarse de modo autónomo y responsable y desarrollar
un proyecto de vida propio como persona.
El esquema del cuadro 3 pretende recoger cómo incide el sistema sexo-género
en los elementos que determinarán la toma de decisión que cada alumna o alumno en
relación con su futuro académico-profesional y en definitiva, con su vida como
persona adulta.

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Cuadro 3. Incidencia del género en la toma de decisión académico-convencional

ENTORNO FAMILIA

Ofertas educativas Posibilidades


Demandas profesionales Modelos familiares
Modelos del entorno Expectativas familiares
Expectativas entorno

TOMA DE DECISIÓN

SEXO-GÉNERO

ESCUELA PERSONA

Resultados académicos Aptitudes


Hábitos de estudio Intereses
Expectativas del profesorado
Modelos del profesorado

Ámbito laboral
El mundo laboral refleja, aún de forma más clara, los condicionantes que
marca el modelo social para la plena incorporación de las mujeres a un ámbito hasta
hace muy poco tiempo reservado a los hombres. Así, si analizamos la relación de
mujeres y hombres con el empleo, vemos que el paro afecta mucho más a las mu-
jeres, siendo la tasa estatal de paro, por ejemplo, el doble en las mujeres (19,7%) que
en los hombres (9,17%), según la Encuesta de Población Activa (II trimestre de 2000)
del Instituto Nacional de Estadística (INE). Además y según esta misma fuente, el ín-
dice de ocupación también varía en la medida en que, frente a un 52,55% hombres
(uno de cada dos) ocupados, existe un 26,22% de mujeres en la misma situación (una
de cada cuatro).
Todavía podemos realizar un análisis más profundo sobre la situación de muje-
res y hombres en el mercado laboral, a través de otras variables en relación con la
actividad, como la formación, el estado civil y el tipo de contrato.
En lo que concierne a la formación, ésta es determinante para la inserción labo-
ral. Así, tal como indican las tasas de ocupación y nivel de estudios de la Encuesta de
Población Activa, a mayor nivel de formación mayores posibilidades de encontrar un
empleo, tanto en el caso de las chicas como en el de los chicos, aun cuando la tasa
de ocupación de ellos con cualquier nivel de estudios supera significativamente la de

188
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ellas. Además, a menor nivel de formación esta diferencia se acentúa. Es decir, parece
que la formación incide más en las posibilidades de empleo de las chicas que de los
chicos, de modo que es en los niveles universitarios donde las tasas de ocupación más
se aproximan.
Por otro lado, según los datos de esta misma fuente, el estado civil no altera la
relación de los hombres con la actividad, mientras que la tasa de mujeres activas ca-
sadas, y sobre todo en edad de cuidado de hijas e hijos, desciende significativamente
respecto a la de las mujeres solteras. Es decir, una vez constituida una familia propia,
las mujeres tienden a asumir el papel que el modelo social les ha asignado en el ám-
bito privado y doméstico, mientras que los hombres asumen siempre, con familia
propia o sin ella, el papel que les ha sido asignado en el mundo laboral y público.
Finalmente, otra variable que conviene analizar a fin de detectar la incidencia
del género en la relación que mujeres y hombres mantienen con el mercado laboral
es el tipo de jornada. Así, es interesante analizar la incidencia del empleo a tiempo
parcial en un colectivo y en otro. Según los datos de la Encuesta de Población Acti-
va, es mucho mayor la proporción de mujeres que trabaja a tiempo parcial que la de
hombres, tanto en la población ocupada asalariada como en la no asalariada. El aná-
lisis de esta nueva variable nos permite deducir que el empleo de las mujeres no pone
en cuestión el modelo tradicional según el cual ellas han de asumir la responsabilidad
del cuidado del hogar. Así, un empleo a tiempo parcial les permitiría compaginar la
vida profesional y la familiar mientras que parece que la necesidad de conciliación
no afecta a los hombres.
Esta incorporación insuficiente de las mujeres al empleo tiene consecuencias
mucho más serias todavía. Así, obtienen una menor remuneración, lo que necesa-
riamente las sitúa en una situación de dependencia económica, lo que a su vez ge-
nera subordinación en las relaciones interpersonales y especialmente de pareja. Al
mismo tiempo, supone una pérdida de oportunidades de formación y consecuen-
temente de promoción, en la medida en que no cuentan con la misma disponibili-
dad que los hombres, lo que supone una falta de proyecto propio, ya que la vida se
organiza y estructura en función de las necesidades e intereses del resto de la fa-
milia, y no en función de los proyectos personales y profesionales propios. Final-
mente genera un menor disfrute de prestaciones sociales (subsidios de desempleo,
pensiones contributivas, jubilaciones, etc.) y sitúa a las mujeres en una situación de
mayor vulnerabilidad frente a la pobreza, fenómeno conocido como «feminización
de la pobreza».
Aunque pueda parecer que estos datos son específicos de nuestro país, la si-
tuación de fondo es la misma en los países de nuestro entorno, aunque las tasas de
actividad, ocupación, paro y tipos de contrato varíen. Así, si analizamos el panorama
europeo, veremos que igualmente y de modo sistemático la presencia de mujeres
entre la población activa es menor que la de los hombres. Además, según los datos
del Anuario de Estadísticas Laborales del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales,
en todos los países, incluso en aquellos en los que la tasa de actividad en las muje-
res es más alta, como por ejemplo Dinamarca, el trabajo a tiempo parcial es básica-
mente ocupado por mujeres, ya que su incorporación al mundo laboral no les permite
desligarse de su papel tradicional de responsables del hogar y la familia.

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Consecuencias pedagógicas
De este análisis del modelo social imperante y de su incidencia en el ámbito
educativo y laboral, se deduce la necesidad de incorporar en la labor orientadora y
especialmente en la orientación académico-vocacional el análisis de género como
categoría de estudio.
No hay que olvidar que la orientación educativa y profesional no consiste en
recomendar a la alumna o alumno unos estudios determinados en función de su ren-
dimiento académico y de sus intereses personales. Más allá de todo esto, la labor
orientadora debe contribuir a facilitar información y establecer marcos de reflexión
y análisis acerca de las propias aptitudes, actitudes, prioridades e intereses, así como
de la organización social, laboral y económica del entorno, de modo que cada perso-
na desarrolle estrategias y habilidades para orientarse y tomar decisiones, diseñando
así su proyecto de vida personal.
En este sentido, la orientación educativa debería incorporar los siguientes
principios:
. Intencionalidad coeducativa.
. Elaboración de proyectos personales globales, integrando los ámbitos per-
sonal, familiar, social y profesional.

Esto exige establecer unos objetivos claves para que la labor orientadora con-
tribuya a un auténtico desarrollo integral de cada alumna y alumno que le permita
desenvolverse con autonomía y responsabilidad en todas las facetas de su vida. Entre
ellos cabe destacar los siguientes:
. Incorporar a los procesos de orientación tanto los proyectos profesionales
como los personales y familiares, de modo que se incida en la importancia del
empleo y de la autonomía económica, en el caso de las chicas, y en la asun-
ción de responsabilidades domésticas y familiares en el caso de los chicos.
. Analizar la incidencia del género en los procesos de socialización y en la
construcción de la identidad personal y social, a fin de favorecer la supera-
ción de los estereotipos en las elecciones académico-vocacionales.
. Favorecer el diseño de proyectos de vida propios que abarquen todas las
facetas de la persona: personal, social, familiar y profesional.
. Analizar la incidencia de la socialización genérica en las relaciones interper-
sonales y su relación con las posturas de dependencia-independencia que se
generan, especialmente en las relaciones de pareja, y con la autonomía
personal, social, profesional y económica.
. Sensibilizar a las familias sobre la importancia de la formación, especial-
mente en el caso de las chicas, para futuras opciones que favorezcan la
autonomía personal tanto de chicas como de chicos.
. Ofertar modelos de mujeres y hombres que han transgredido los estereotipos
tradicionales como referentes de otras posibilidades para las alumnas y
alumnos.
. Realizar una labor de sensibilización y mediación con las empresas del
entorno para facilitar las prácticas y futura inserción laboral tanto de

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chicas y chicos, especialmente cuando éstas optan por opciones acadé-


mico-vocacionales no tradicionales.

Para el logro de estos objetivos los departamentos de orientación y en general


las personas responsables de la orientación, orientadoras y orientadores y/o tutoras
y tutores, se constituyen en los elementos responsables de diseñar planes de inter-
vención que favorezcan el desarrollo de una auténtica coeducación que contribuya
al desarrollo personal, social, familiar y profesional de cada alumna y alumno.
Hay que admitir, no obstante, que su tarea no es fácil ya que en general existe
un escaso compromiso institucional y de la comunidad educativa, además de una es-
casa cultura de la orientación y de la tutoría, especialmente en los centros de educación
secundaria. Aun así, creo que podemos apostar por una postura personal de compro-
miso profesional que dé coherencia, sentido y autenticidad a nuestro trabajo.
En este marco, y para terminar, quisiera destacar cuatro aspectos claves que
deben guiar nuestra labor orientadora en su faceta académico-vocacional:
. Cada persona ha de tener un proyecto de vida propio, no dependiente de
otra persona, y esto pasa necesariamente por no cuestionarse un trabajo
remunerado, en el caso de las chicas, y por la asunción de la corresponsabi-
lidad en el mundo doméstico y familiar por parte de los chicos.
. Antes de realizar una elección académico-profesional, hay que analizar el
modo en que el género, además de otros factores, está incidiendo en ella, tanto
por las expectativas que otras personas tienen respecto a una o uno mismo
como por los intereses que se han ido configurando a lo largo de nuestra vida.
. La formación constituye en la actualidad una condición indispensable para la
inserción laboral. Una formación, sea del nivel que sea, adecuada a las
demandas del mercado posibilitará opciones de futuro. Y esto es especial-
mente importante en el caso de las chicas, que todavía viven el empleo más
como una opción que como una necesidad.
. El empleo debería ser algo incuestionable como meta, tanto para chicas
como para chicos, porque constituye un elemento imprescindible para
desenvolverse en la vida de modo autónomo y para establecer relaciones
interpersonales, y especialmente de pareja, en un plano de igualdad.

Para todo esto se hace necesaria una revisión personal de los propios valores y
actitudes y de los modelos que como personas adultas y profesionales ofrecemos a
nuestro alumnado.

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bierno Vasco.

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El sexismo en los libros de texto


Carlos Lomas
Centro del Profesorado de Gijón (Asturias)

Eliminar el sexismo de la educación y construir una escuela coeducativa requiere ins-


taurar la igualdad de atención y de trato a niños y a niñas pero exige, además, rehacer
el sistema de valores y actitudes que se transmiten, repensar los contenidos educativos.
En una palabra, rehacer la cultura, reintroduciendo en ella pautas y puntos de vista tra-
dicionalmente elaborados por las mujeres y poniéndolos a la disposición de los niños y
de las niñas, sin distinciones. (Subirats y Brullet, 1988, p. 148)

A menudo lo que se hace en las aulas depende no sólo de lo que se enuncia en el


currículum escolar y de lo que se escribe en la programación didáctica sino también
–y sobre todo– del uso en las clases de unos u otros materiales didácticos (manuales
escolares, libros de texto, unidades didácticas, fichas, otros recursos impresos, audio-
visuales e informáticos...).
En teoría, el objetivo de los materiales didácticos es servir de ayuda peda-
gógica al profesorado en sus tareas docentes en las clases y al alumnado en sus
tareas de aprendizaje. Constituyen por tanto una serie de herramientas cuyo fin
es ayudar al profesorado en la planificación y en la realización de las tareas de
enseñanza y al alumnado en la adquisición de los aprendizajes escolares. De ahí
su íntima relación con el tercer nivel de concreción del currículum (con la vida
cotidiana en las aulas) y su voluntad de facilitar el aprendizaje escolar al desglo-
sar en sus páginas los diferentes aspectos en los que debe concretarse el trabajo
didáctico en un área o materia: una enunciación de los objetivos educativos, una
selección y una ordenación de los contenidos escolares, el diseño y la secuencia
de las actividades, tareas y ejercicios de aprendizaje, una selección de los diver-
sos textos de apoyo y de las ilustraciones e incluso en ocasiones alguna que otra
indicación sobre cómo evaluar al alumnado al final de cada unidad didáctica,
tema o lección.

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Conocimiento legítimo, contenidos escolares,


libros de texto e ideología
Los materiales didácticos –y especialmente el libro de texto, indudablemente el
material didáctico utilizado no sólo con mayor frecuencia sino también de forma ex-
clusiva– ofrecen al profesorado una determinada selección de los saberes culturales
en la que no ha intervenido y que se adecua de una u otra manera a los contenidos
que el Estado establece con carácter obligatorio en el currículum de los distintos cur-
sos, ciclos y etapas del sistema educativo. Constituyen por tanto el instrumento a tra-
vés del cual se reproduce y se transmite en las instituciones escolares el conocimiento
legítimo, es decir, el aluvión de saberes culturales que en una sociedad concreta se
considera que el alumnado ha de aprender si desea aprobar y en consecuencia evitar con
éxito el naufragio del fracaso escolar.
Sin embargo, y a causa de complejas razones que tienen que ver con las caracte-
rísticas de su formación inicial, con las tradiciones didácticas dominantes, con las iner-
cias pedagógicas y con las condiciones de su trabajo docente, en ocasiones el
profesorado no sólo utiliza los materiales didácticos como un apoyo de naturaleza es-
trictamente técnica en sus labores didácticas sino que delega en ellos (casi siempre, en
el libro de texto) la tarea de decidir sobre asuntos de tanta envergadura educativa
como qué enseñar en clase, cómo y cuándo hacerlo, cómo organizar las actividades
y cómo evaluar el aprendizaje de los alumnos y de las alumnas. Dicho de otra manera,
la selección y la ordenación de los contenidos escolares, el tipo de textos utilizados, el
diseño y la secuencia de las actividades de enseñanza y aprendizaje y los métodos e ins-
trumentos de la evaluación del alumnado. En consecuencia, cuando esto ocurre ya no
es el profesorado quien interpreta, selecciona y adecua los contenidos enunciados en
las enseñanzas obligatorias que establece el currículum sino las editoriales de los libros
de texto quienes realizan estas tareas al encargar a diferentes especialistas (a menudo
alejados de la vida cotidiana en las aulas de las escuelas e institutos) que adecuen y
seleccionen esos contenidos con el fin de favorecer su traslado a las clases.
El problema estriba no sólo en que los libros de texto sustituyan al profesora-
do en su tarea de interpretar y de adecuar los contenidos escolares sino también en
que este tipo de herramientas didácticas no son sólo ayudas de carácter técnico
orientadas a facilitar la intervención pedagógica del profesorado en las aulas y en
consecuencia a favorecer el aprendizaje del alumnado. Aunque su fin obvio sea
ayudar a resolver los problemas más cotidianos de la práctica educativa (sugiriendo
algunas de las cosas que pueden hacerse a diario en las aulas) y facilitar así el apren-
dizaje de las alumnas y de los alumnos, los libros de texto son también la expresión
de una determinada selección social de los saberes culturales y de una determinada
concepción de los objetivos y de los contenidos de la educación en nuestras socieda-
des (Lomas y Osoro, 1996). Como señalan distintos autores (Gimeno Sacristán, 1991;
Apple, 1989 y 1993; Torres, 1994; Lomas, 1999a ; Blanco García, 2000, entre otros),
los libros de texto reflejan y transmiten casi siempre la concepción dominante sobre
cuáles deben ser los contenidos legítimos de la escolarización en nuestras sociedades
y por tanto sobre cuál ha de ser el «capital cultural» (Bourdieu, 1983; Bernstein, 1988)

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de las personas satisfactoriamente educadas. El asunto no es baladí si se tiene en cuen-


ta que la selección de los saberes culturales que se transmiten en la escuela a través del
currículum y especialmente a través de los libros de texto no es inocente ni neutral sino
que tiene un innegable vínculo con los intereses y con las ideologías de los grupos so-
ciales dominantes. El conocimiento cultural que aparece reflejado en el currículum es-
colar y en los libros de texto es el efecto de una selección nada aséptica ni equitativa
de la cultura humana ya que esa selección se efectúa en función de lo que algunos gru-
pos sociales consideran representativo y significativo de la cultura a efectos de su
transmisión escolar a las generaciones futuras. En esa selección el énfasis en los aprendi-
zajes escolares se pone en los contenidos considerados legítimos y socialmente funcio-
nales en detrimento de otros contenidos que se omiten, se ocultan o se devalúan (como
los contenidos referidos a las culturas de los grupos sociales desfavorecidos y de las
mujeres). De esta manera, «la transmisión selectiva de la cultura de clase como cultura
común silencia las culturas de los oprimidos y legitima el orden social actual como na-
tural y neutro» (Wexler, 1982, p. 279, citado por Blanco García, 2000).
Como escribe Jurjo Torres (1994, p. 160), los libros de texto constituyen «uno de
los principales instrumentos de intermediación y coordinación entre los discursos y
prácticas ideológicas y políticas hegemónicas en una sociedad concreta y las prácticas
curriculares que tienen lugar en las instituciones escolares, o sea, con la educación
que se desea reciban los miembros de esa sociedad». De esta manera, acaban siendo
una herramienta de aprendizaje (en ocasiones exclusiva) con la que se pretende re-
producir, extender y legitimar una determinada visión de la sociedad y de las perso-
nas que en ella viven. Por otra parte, conviene no olvidar que el uso y abuso del libro
de texto en las aulas ha asegurado y consolidado en el ámbito educativo la división del
trabajo entre teóricos y prácticos convirtiendo a menudo al profesorado en un ins-
trumento de intereses, sistemas de valores e ideologías educativas y políticas ajenas,
en principio, a él mismo, a la vez que gracias a su mediación estos intereses, siste-
mas de valores e ideologías se han impuesto a las alumnas y a los alumnos (Atienza,
1994; Apple, 1989).
La educación escolar constituye una actividad humana mediante la cual se ejer-
ce una indudable influencia (y una cierta violencia) sobre las alumnas y sobre los
alumnos a través de la transmisión del conocimiento académico y de los significa-
dos socioculturales asociados a él. Esta transmisión escolar de significados, así como
el tipo de interacciones y las formas de vida que la escuela exige y promueve, gene-
ran cambios en las conciencias, en el pensamiento y en las conductas de las alumnas
y de los alumnos al orientar su socialización como personas a través de la exhibición
continua de unas maneras de entender el mundo y el entorno en el que viven que no
son sino un espejo que actúa como referente en la construcción de sus identidades
individuales y socioculturales. De ahí que algunos autores como Michel Foucault
(1979, 1982 y 1990) consideren a la institución escolar como una de las institucio-
nes esenciales de la microfísica del poder ya que en ella se difunde una arqueología
del saber que legitima y reproduce el orden social de los discursos en el que se sus-
tentan las actuales sociedades. Otros autores, como Michael Apple (1986), insisten en
la labor de control social del currículum y del libro de texto en las instituciones es-
colares. Quizá ello explique esa tensión dialéctica entre educar y controlar, entre

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reprimir y liberar (Lerena, 1983), a la que las escuelas y la educación escolar en su


conjunto están sometidas en su labor de transmisión del conocimiento cultural y de
transformación de las conciencias de sus alumnas y de sus alumnos.
Casi nadie niega ya que la educación, al igual que cualquier otra actividad hu-
mana, tiene un indudable contenido ideológico. Tal y como revela un análisis etnográ-
fico de la vida en las aulas (Cazden, 1988; Jackson, 1991; Torres, 1991; Edwards y
Mercer, 1988, entre otros), educar en las escuelas e institutos no consiste tan sólo en
difundir un cierto conocimiento cultural sino que tiene también una innegable dimen-
sión ética, afectiva e ideológica. La educación en las instituciones escolares no sólo
traduce a las aulas el estatuto epistemológico de las diversas ciencias del conocimien-
to e inicia al alumnado en las destrezas que requiere una sociedad en un determinado
estadio del desarrollo económico y tecnológico sino que, a la vez, refleja los modos y
las modas de la interacción social, fabrica el éxito o el fracaso escolar, es a menudo
sumisa ante los estereotipos socioculturales de unos y otros (o de unos y otras) y, en
fin, difunde y consagra el capital cultural de los grupos sociales que ostentan la hege-
monía en nuestras sociedades. Por ello, quizá convenga volver a preguntarse sobre qué
es lo que realmente se enseña y se aprende en las aulas, sobre cuáles son los conteni-
dos legítimos y por qué, cómo y a quién benefician, sobre cómo se selecciona y se
distribuye el conocimiento cultural en la escuela, sobre en qué medida los contenidos
escolares reflejan (o no) la radical diversidad y desigualdad de las formas de vida de
los pueblos y de las personas, sobre qué lugar ocupan en todo aprendizaje los signifi-
cados culturales de los alumnos y de las alumnas... (Lomas, 1999a).
En lo que se refiere a los libros de texto, abundan las investigaciones educativas
en las que se muestra con claridad, cómo tras el espejismo de la objetividad científi-
ca y de una ilusoria asepsia en cuanto al modo en que se expone el conocimiento
científico y cultural en sus páginas, estos materiales escolares transmiten unas de-
terminadas teorías sobre cómo es el mundo y por qué es como es, y lo hacen en detri-
mento de otras teorías que también describen cómo y por qué el mundo es como
es pero nos sugieren que quizá debiera ser de otra manera. Cualquier libro de texto
incluye tanto ideas y concepciones sobre la realidad como modos de entender el
pasado y el presente de las sociedades, tanto estereotipos culturales como prejuicios
sociales y sexistas, en definitiva unas u otras actitudes sobre las mujeres y sobre
los hombres, sobre las clases sociales y sobre los grupos culturales, sobre las razas y
sobre las etnias, sobre la cultura de las elites y sobre la cultura popular... Por otra
parte, el abuso del libro de texto en las aulas (Apple, 1989; Torres, 1994; Atienza, 1994;
entre otros) no favorece las experiencias interdisciplinares y globalizadoras, dificulta el
contraste de lo estudiado con la realidad, convierte la enseñanza en una continua tras-
misión verbal de conocimientos en la que la memorización y la repetición constituyen
los modos habituales de aprender, aunque sea de una manera efímera, frente a otros
estilos cognitivos y a otras estrategias de aprendizaje, no tiene en cuenta el horizonte
de expectativas del alumnado, ni sus diferentes contextos e identidades, ni sus diversos
ritmos de aprendizaje, olvida el trabajo cooperativo, uniformiza y estereotipa la cul-
tura que se transmite en las instituciones escolares... En consecuencia, la educación
escolar, en la que los libros de texto son el recurso dominante, «va a tener muchas
dificultades para fomentar el espíritu crítico, entre otras razones porque el alumnado

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no se encuentra con fuentes de información suficientemente diversificadas como


para desarrollar sus capacidades de análisis y crítica» (Torres, 1994, p. 176). En este
contexto es sumamente fácil que se difundan toda clase de mitos culturales y de es-
tereotipos sociales y sexuales en los diferentes ámbitos del conocimiento académico
que se transmite en el seno de las instituciones escolares.
Si los materiales didácticos (y en especial el libro de texto) constituyen las herra-
mientas escolares a través de las cuales se reproduce en las instituciones escolares el co-
nocimiento legítimo, o sea, el caudal de saberes culturales que el currículum escolar
selecciona y ordena para su transmisión y aprendizaje en las escuelas e institutos, y si
esa selección –como acabamos de ver– no es inocente ni ajena a las ideologías y a las
hegemonías socioculturales que se manifiestan en el seno de la sociedad, entonces una
de las tareas ineludibles del profesorado debiera de ser la de aprender a leer críticamente
el contenido de estos útiles didácticos con el fin de evitar que de una manera obvia u
oculta contribuyan a reflejar las visiones del mundo que consagran la discriminación y
la desigualdad entre las personas y entre los pueblos. Dicho de otra manera, una acción
educativa coherente con los objetivos éticos y emancipadores de la educación exige una
indagación crítica sobre la identidad y función social de los materiales didácticos y es-
pecialmente sobre las características de los libros de texto, al ser éstos la vía de acceso
escolar al conocimiento más habitual entre el profesorado y el alumnado.

De la escuela franquista a la LOGSE:


la sombra del sexismo es alargada
Uno de los ámbitos en los que esa indagación crítica sobre los materiales di-
dácticos se ha desarrollado con una mayor intensidad y agudeza es el del análisis del
sexismo en los libros de texto. En la medida en que vivimos inmersos en una cultu-
ra androcéntrica que sitúa los valores de la dominación masculina por encima de
otros valores y otorga a uno y otro sexo unas determinadas tareas culturales y so-
ciales (Lomas, 1999b), cabe pensar que la escuela, en su calidad de escenario de la
socialización de las personas (junto a la familia, al grupo de iguales y a los medios
de comunicación), ha contribuido y aún contribuye a la reproducción y a la legiti-
mación de una mirada androcéntrica sobre el mundo y sobre las personas1. En efecto,
la inmensa mayoría de los libros de texto de ayer y de hoy, como argumentaremos
a continuación, tienden a exhibir una versión androcéntrica del saber y del mundo
y ocultan, estereotipan y menosprecian otras maneras de entender el conocimiento
cultural y la vida cotidiana de la sociedad en que vivimos.
En este contexto cobra una especial significación la abundancia de estereotipos
sexistas que han habitado y aún habitan en las páginas de los libros de texto así como
un nada inocente olvido de la contribución de las mujeres a la construcción del co-
nocimiento humanístico y científico y al progreso de la humanidad. Esta ocultación

1. Véanse en este sentido los textos de Marina Subirats, Cristina Brullet y Amparo Tomé en este mismo libro.

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y este menosprecio de la cultura de las mujeres en los contenidos escolares de los


libros de texto contribuye de una manera eficacísima a la difusión y a la pervivencia
de los arquetipos tradicionales de lo masculino y de lo femenino al ofrecer en las
aulas a los niños y a las niñas una mirada androcéntrica sobre la realidad y toda una
retahíla de estereotipos sociales y sexuales que favorecen la desigualdad de las mu-
jeres en los diversos escenarios de su vida personal, escolar y social.
Ello es bastante obvio en la escuela segregada, en la que la educación de las niñas
y de los niños se desarrolla en escenarios diferentes. En la escuela segregada del fran-
quismo, vigente en España hasta 1970 en la educación pública y hasta la década de los
noventa en la mayoría de los colegios de titularidad privada (sin olvidar que aún cons-
tituye un modelo educativo en algunos colegios de élite), se impone una rígida separa-
ción entre los sexos tanto en lo que se refiere a la presencia de uno u otro sexo en las
aulas (aulas masculinas/aulas femeninas) como a los currículos, cuyos contenidos y
orientación son claramente distintos para unos y otras. Gracias a la obligatoria segre-
gación por sexos en las aulas, a unos contenidos escolares diferenciados según se tra-
tara de niños o de niñas y a la instrucción formal e informal en conductas y en valores
coherentes con los estereotipos de género dominantes en una sociedad autoritaria e in-
justa, la escuela segregada del franquismo difunde una concepción androcéntrica del
mundo en la que se asigna el ámbito de lo público a los varones y se condena a las mu-
jeres al ámbito de lo privado y de lo doméstico. De esta manera, niños y niñas son edu-
cados no sólo para ser diferentes sino sobre todo para ser desiguales (véanse en el anexo
1, ilustración 1 y 2). La escuela segregada (con la inestimable ayuda de los materiales
escolares) contribuye así a la división del trabajo entre mujeres y hombres asignando a
las unas el territorio de lo íntimo, de lo familiar y de lo doméstico y a los otros el terri-
torio de lo público, del trabajo asalariado y del poder (véase en el anexo 1, ilustración
3). La instrucción de las niñas se orienta entonces al aprendizaje de habilidades y de sa-
beres vinculados al ámbito del hogar (véase en el anexo 1, ilustración 4), al cuidado de la
familia y eventualmente al desempeño de oficios vinculados al mundo infantil (maes-
tra), al cuidado y a la salud de las personas (enfermera), a la moda y a la apariencia
(modista, peluquera...) o a los oficios menos valorados y más subordinados al mundo la-
boral dominado por los hombres (secretarias, mecanógrafas...) en coherencia con toda
una estrategia escolar y sociopolítica orientada a construir la desigualdad sociocultu-
ral de las mujeres a través de la adquisición de actitudes de sumisión, obediencia y aca-
tamiento al orden simbólico de lo masculino (véase en el anexo 1, ilustración 5).
Es obvio que las ilustraciones gráficas antes citadas –y que se reproducen en el
anexo 1 al final de este texto– valen más que mil palabras a la hora de hacer visible
esa voluntad segregadora2 de la escuela autoritaria del franquismo y su innegable in-

2. No deja de sorprender que desde algunos planteamientos del feminismo de la diferencia sexual se in-
sista en la conveniencia de segregar a las niñas y a los niños con el argumento de que la convivencia en
las aulas entre ambos sexos dificulta el rendimiento académico de las niñas. Desde estos planteamientos,
que han tenido un cierto eco en Inglaterra y en los países del norte de Europa y han dado lugar a escue-
las femeninas a las que acuden las hijas de las elites culturales y profesionales, se privilegia la adquisi-
ción académica de aprendizajes de conceptos y de habilidades en las materias en detrimento de otros
aprendizajes vinculados a la socialización de los niños y de las niñas en un mismo ámbito escolar.

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tención discriminatoria. Por ello, no insistiremos en una argumentación que es afor-


tunadamente a estas alturas de la historia innecesaria.
Tras tres décadas de escuela segregadora, la Ley General de Educación (1970),
en su calidad de ley que aspiraba a modernizar la escuela del tardofranquismo desde
una visión tecnocrática de la vida escolar y social, que intentaba incorporar los evi-
dentes cambios económicos y culturales acaecidos en la sociedad española y que
exigía, entre otras medidas, la incorporación de las mujeres al mercado del trabajo
asalariado, supuso una innegable transformación de la escuela segregadora al iniciar,
al menos en al ámbito de la educación pública, la escuela mixta, un modelo escolar en
el que las niñas y los niños comparten idéntico escenario de aprendizaje y un currí-
culum en buena medida común. En la citada Ley, y en nombre de la igualdad de opor-
tunidades y del desarrollo económico, tecnológico y científico de la sociedad
española y europea, se propugna la socialización conjunta de las niñas y de los niños
en las escuelas y en las aulas, se eliminan los currículos diferenciados según el sexo,
se amplía la escolaridad obligatoria hasta los catorce años y no se impide a nadie, por
razón de sexo, el acceso a determinados niveles y estudios. ¿Trajo consigo la escuela
mixta la desaparición del sexismo en la educación escolar y la incorporación a la vida
cotidiana de las aulas del punto de vista de las mujeres, de sus maneras de entender el
mundo y de sus aportaciones al conocimiento y al progreso humanos? Cualquier ob-
servación de lo que acontece en las aulas, cuando no cualquier ejercicio de memoria
personal, nos indica que no. Si alguna duda cabe al respecto, basta con hojear las ca-
racterísticas de los libros de texto vigentes durante la Ley General de Educación
(desde 1970 hasta finales de siglo XX) para comprobar de manera fehaciente cómo los
textos escolares siguieron transmitiendo una versión de lo femenino y de lo mascu-
lino que se adecuaba a la perfección a los cánones de una mirada androcéntrica
sobre el mundo y a los estereotipos asimétricos de género que de ella se derivan
(Moreno, 1986; Subirats, 1993, entre otras).
Nuria Garreta y Pilar Careaga coordinaron a mediados de la década de los
ochenta una investigación (1987) cuyo objetivo era analizar la imagen de la mujer y
del hombre en los textos de la Educación General Básica (EGB) con el fin de evaluar
en qué medida la selección de los contenidos, el uso del lenguaje o el tipo de perso-
najes, ilustraciones y ejemplos utilizados contribuían o no a trasmitir los estereotipos
tradicionales de género y los arquetipos canónicos de lo masculino y de lo femenino.
Utilizando como corpus de su investigación un total de 36 libros de texto de las áreas
de lenguaje y de ciencias sociales, editados por las editoriales de mayor difusión en
España, aprobados por el Ministerio de Educación y Ciencia y en uso durante el curso
1982-1983, las autoras de este estudio escogieron seis libros de texto de cada una de
estas áreas educativas en cada ciclo, o sea, 18 libros de lenguaje (seis libros de texto
distintos correspondientes a cada uno de los tres ciclos de la EGB) y 18 libros de cien-
cias sociales (seis libros de texto diferentes en cada uno de los tres ciclos de la EGB).
Las editoriales consultadas fueron 14 y entre ellas se encontraban las de mayor difu-
sión entonces en el mercado español del libro de texto (Everest, Santillana, Anaya,
Teide, Edelvives, SM, entre otras).
Algunas de las conclusiones del estudio de Careaga y Garreta son bastante es-
clarecedoras. En su opinión, la omnipresencia de lo masculino en los libros de texto

199
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Cuadro 1. Personajes analizados en ilustraciones, en libros de texto y en ejemplos de manuales escolares

PERSONAJE FEMENINO PERSONAJE MASCULINO TOTAL


ÁREA
Adoles- Adoles-
Niña Mujer Anciana Niño Hombre Anciano Fem. Masc. Total
cente cente

Lengua F* 391 104 642 31 795 185 2.330 84 1.168 3.394 4.562

% 8,6 2,3 14,1 0,01 17,9 4,1 51,1 1,8 25,7 74,3 100

Ciencias F 275 108 526 28 614 197 1.893 25 937 2.729 3.666
sociales
% 7,5 2,9 14,3 0,7 16,7 5,4 51,7 0,7 25,5 74,5 100

Total EGB F 666 212 1.168 59 1.429 382 4.223 109 2.105 6.123 3.666

% 8,1 2,6 14,2 0,7 17,3 4,6 51,3 1,3 25,6 74,4 100

*F= Frecuencias
Fuente: Garreta y Careaga, 1987, p. 167

«no es tan fácil de apreciar a primera vista y sus efectos, al igual que en las técnicas
publicitarias, van penetrando sutilmente en los educandos, que incorporan el men-
saje permanente de la valoración primordial de lo masculino» (Garreta y Careaga,
1987, p. 167). Con el fin de iluminar las sombras que ocultan esa tendencia andro-
céntrica de los libros de texto, las autoras de este estudio realizan un análisis ex-
haustivo de los personajes que habitan en los textos, en las ilustraciones y en los
ejemplos de los manuales escolares. Así, por ejemplo (véase cuadro 1), de los 8.228
personajes que aparecen aludidos en el texto, en las ilustraciones y en los ejemplos
en los 36 manuales de EGB de lenguaje y ciencias sociales, tan sólo son femeninos un
25,6%. Por otra parte, los personajes masculinos, aparte de aparecer representados
en el texto, en las ilustraciones y en los ejercicios o ejemplos gramaticales con una
mayor frecuencia (74,4%) que los personajes femeninos, tienen casi siempre un
mayor protagonismo y realizan acciones que reflejan una mayor jerarquía y un mayor
poder. Finalmente, un análisis de los oficios que aparecen representados en los libros
de texto analizados nos muestra (véase cuadro 2) cómo en la mayoría de los casos el
oficio es desempeñado por un personaje masculino observándose además que al
avanzar la escolaridad la presencia de personajes femeninos «ganándose la vida» con
una ocupación remunerada es menor (desde el 21,3% en el primer ciclo al 11,2% en
el segundo ciclo y al 13% en el tercer ciclo). Además, los oficios ejercidos por muje-
res tienden a estereotiparse dentro del canon tradicional del trabajo femenino (en-
fermera, maestra, secretaria, modista, peluquera...) con lo que el trabajo asalariado de
las mujeres en los libros de texto aparece mucho más estandarizado que en la reali-
dad laboral, en la que el acceso de las mujeres a estudios y a oficios tradicionalmen-

200
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te vedados a los varones ha conseguido en los últimos años una mayor simetría y una
mayor equidad entre los sexos. De estos y de otros datos las autoras deducen que
«aunque la escuela sea mixta y los textos y los currículos sean los mismos para todos,
se continúa educando sutilmente de forma distinta, o con objetivos distintos, a niños y
a niñas. Permanecen mecanismos invisibles a través de los cuales se inculca y se
transmite una distribución social de los roles por sexos y una valoración jerárquica
de los mismos» (Garreta y Careaga, 1987, p. 178).
Otro ejemplo de la valoración al alza de lo masculino y del menosprecio de lo
femenino en los manuales escolares lo encontramos en el por otra parte estupendo
manual de historia de la literatura española del que es autor José García López
(1970). En este manual escolar, utilizado en los institutos en los últimos años del
bachillerato durante la década de los setenta, en el capítulo referido a la mística es-
pañola el autor elogia en la obra poética de Juan de Yepes (San Juan de la Cruz) «una
gran delicadeza de afectos, una emocionada ternura y una exquisita elegancia espi-
ritual». Sin embargo, algo más adelante, y quizá con el fin de evitar malentendidos
que condujeran a sugerir una cierta feminidad en la poesía y en la persona de San
Juan de la Cruz, José García López alude al poeta como «hombre de recio temple viril
y virtudes heroicas» (García López, 1970, p. 216). Late quizá en esta aclaración el pre-
juicio cultural de atribuir en exclusiva la delicadeza en los afectos y la ternura a las
mujeres por lo que se imponía el elogio de la virilidad y del heroísmo del poeta mís-
tico. En el mismo capítulo se alude a Teresa de Cepeda y Ahumada (Santa Teresa de
Jesús) como «una mujer animosa, decidida y de gran energía» ya que «fue, en efecto,
enemiga de blanduras y ñoñeces». De nuevo surge la aclaración: «A esta fortaleza de
ánimo unía una exquisita feminidad: alegre, sencilla, afectuosa y capaz de una gran

Cuadro 2. Análisis de los oficios representados en los libros de texto

TEXTOS Profesiones Profesiones Profesiones %


DE LENGUA distintas masculinas femeninas femeninas

Primer ciclo (146) 115 31 21,3


Segundo ciclo (143) 127 16 11,2
Tercer ciclo (209) 182 27 13,0
_______ _______ _______ _______
(498) 424 74 14,8

CIENCIAS Profesiones Profesiones Profesiones %


SOCIALES distintas masculinas femeninas femeninas

Primer ciclo (78) 63 15 19,3


Segundo ciclo (163) 145 18 11,0
Tercer ciclo (59) 47 12 20,0
_______ _______ _______ _______
(300) 255 45 15,0

Fuente: Garreta y Careaga, 1987, pp. 176-177.

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ternura, encantaba a quienes la conocían por la espontánea simpatía que emanaba


de su personalidad» (García López, 1970, p. 213). Como si la energía, el ánimo y la ca-
pacidad de decisión fueran atributos exclusivos de los hombres y hubiera que insis-
tir en la feminidad de la poeta con toda una retahíla de atributos estereotipados:
alegría, sencillez, afecto, ternura, simpatía...3.
Una investigación semejante en cuanto a intenciones y a categorías de análisis,
aunque realizada quince años después y ya en el contexto de la LOGSE (1990), es la
realizada en Andalucía por un equipo dirigido por Nieves Blanco García (2000). El in-
terés de esta investigación radica en que evalúa cómo se representa a las niñas y a
los niños, a las mujeres y a los hombres, en los textos escolares del primer ciclo de la
educación secundaria obligatoria en el contexto de un sistema educativo como el de
la LOGSE que manifiesta de una manera explícita su voluntad de construir una es-
cuela coeducativa ajena a las desigualdades de género y comprometida con la igual-
dad entre los sexos. La muestra de materiales didácticos incluye un total de 56 libros
correspondientes a seis editoriales de notable difusión en el mercado escolar (Anaya,
Santillana, Edebé, Edelvives, McGraw Hill y SM) y a cinco áreas obligatorias de cono-
cimiento: ciencias de la naturaleza, ciencias sociales, geografía e historia, matemáti-
cas, lengua castellana y literatura, y educación física. Constituyen estas áreas el
núcleo esencial de los contenidos obligatorios en la educación secundaria obligato-
ria y gozan, especialmente las cuatro primeras, de una dilatada tradición didáctica,
de un innegable prestigio cultural y del aura de la objetividad científica. Los elementos
analizados en esta investigación eran el texto escrito (información sobre la materia
y sobre las actividades, ejemplos gramaticales, enunciación de los problemas en Ma-
temáticas...) y las ilustraciones (imágenes gráficas y fotográficas, dibujos, siluetas...),
mientras que la unidad de análisis era el personaje (alguien de quien se habla o a
quien se habla, alguien que es objeto del discurso: varones, mujeres, colectivos, mas-
culino genérico, etc.). Con arreglo a este corpus de textos e ilustraciones, las autoras
de esta investigación utilizaron como categorías de análisis de los personajes en los
libros de texto la edad, el protagonismo y el modelo de identificación social que ofre-
cen, así como el ámbito de acción, las acciones realizadas y las características que se
atribuyen a los personajes femeninos y masculinos en los manuales escolares.
En opinión de Nieves Blanco García (2000, pp. 167-168), en los actuales libros
de texto «ha habido cambios respecto al contenido y a la forma con que el conoci-
miento escolar se presentaba hace algunos años. Así, por ejemplo, no hay en los ma-
teriales analizados ninguna imagen, ni ningún término o expresión que resulte
denigrante para las mujeres. [...] Igualmente, en los textos analizados hay una mayor
abundancia de términos genéricos, que incluyen tanto a varones como a mujeres, así
como el uso de expresiones que nombran explícitamente a los personajes femeninos

3. Las cursivas de las citas son del autor de este texto. Quede constancia expresa en estas líneas del apre-
cio de quien suscribe este texto a la obra y a la persona de José García López, cuyo magisterio literario
fue inestimable. Sin embargo, valgan estos textos (entre muchos otros posibles) como ejemplo del hondo
arraigo de algunos prejuicios culturales sobre lo masculino y sobre lo femenino en los manuales escola-
res, incluso en personas de la valía humana y pedagógica de José García López.

202
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y masculinos». Sin embargo, y pese a estos cambios positivos en el tratamiento equi-


tativo de los géneros en los libros de texto, estamos aún lejos de unos materiales
didácticos que eviten los estereotipos sexistas y que en consecuencia contribuyan a
la igualdad entre hombres y mujeres.
¿En qué aspectos se manifiesta el sexismo en los actuales libros de texto? Según
las conclusiones del estudio de Blanco García (2000, pp. 167-174), el sexismo se ma-
nifiesta al menos en dos aspectos:

. En el efecto que se deriva del abuso del masculino genérico como inclusivo
y de la escasa presencia de personajes femeninos en los textos escolares de
la LOGSE. Por una parte, el masculino genérico se utiliza indistintamente al
referirse a hombres y mujeres (con el consiguiente efecto de la visibilidad de
los varones y de la ocultación de las mujeres) ya que lo que no se nombra
(en este caso, la identidad femenina) no existe y la ambigüedad semántica
a la que invita el uso habitual del masculino acaba consagrando una mira-
da androcéntrica sobre el mundo. Por otra, la presencia de personajes fe-
meninos, aunque haya mejorado ligeramente con respecto a años
anteriores, sigue siendo minoritaria (un 10% en la información textual y
hasta un 27% en las ilustraciones). A lo largo de casi 5.000 páginas aparecen
identificadas 255 mujeres frente a 2.468 varones. En cuanto a la frecuencia
con que aparecen unas y otros, los varones, individual o colectivamente,
aparecen en 5.192 ocasiones frente a las 1.598 en que aparecen las mujeres
(véase cuadro 3). Este asimétrico e injusto tratamiento de los sexos en los
libros de texto se agrava si tenemos en cuenta que las mujeres casi siempre
son nombradas como grupo genérico o, en todo caso, como sujetos anóni-
mos mientras que los varones aparecen designados como sujetos individua-
les y singulares. Otro aspecto especialmente grave es el menosprecio de la
contribución de las mujeres a la cultura, al conocimiento científico y al pro-
greso de la humanidad. En consecuencia, el ocultamiento de la genealogía de
las mujeres sustrae a las niñas y a las adolescentes de un elemento clave
de identificación social y construye la falacia de sugerir que el mundo de las
mujeres está ligado exclusivamente a la naturaleza y a la vida cotidiana
mientras que el mundo de los varones tiene un estrecho vínculo con el
saber, con la razón y con la inteligencia4.
. En la caracterización social de los personajes. En efecto, los libros de texto
analizados ofrecen unos modelos masculinos y femeninos de identifica-
ción tremendamente deudores de los estereotipos tradicionales de géne-
ro. Al margen de la escasa presencia de las mujeres en los diversos ámbitos
del conocimiento y del progreso humanos, a la que acabamos de aludir en

4. «De ahí que se distinga con claridad entre el dominio del saber, estrechamente ligado a la razón y a
la inteligencia y controlado por los hombres, y el dominio de la naturaleza, de lo cotidiano, de lo que no
es cultura ni es historia, el único donde las mujeres y sus habilidades prácticas podían alcanzar algún
protagonismo» (Graña, 1994, p. 9).

203
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Cuadro 3. Distribución de varones y mujeres en los libros de texto

DISTRIBUCIÓN FRECUENCIAS PORCENTAJES

Varones individuales anónimos 1.698 32,7

Colectivo de varones anónimos 1.017 19,6

Varones con nombre propio 2.468 47,5

Colectivo de varones con nombre propio 9 0,1

Total varones 5.192 100

Mujeres individuales anónimas 916 57

Colectivo de mujeres anónimas 427 26

Mujeres con nombre propio 255 16

Total mujeres 1.598 100

Fuente: Blanco García, 2000, p. 140.

el párrafo anterior, cabe subrayar ahora cómo la mayoría de las tareas que
desempeñan las mujeres en los manuales escolares de la LOGSE sigue si-
tuándose (en un 34% frente a un 4% en los varones) en el ámbito do-
méstico: amas de casa y madres (véase cuadro 4). En cuanto a oficios, en
los libros de texto las mujeres tienen aún restringido el territorio de algunas
profesiones. Así, por ejemplo, en los libros analizados los varones desem-
peñan hasta 334 oficios diferentes mientras que las mujeres ejercen tan
sólo 94. En las ilustraciones, los personajes masculinos ocupan una mayor
variedad de contextos laborales y realizan una mayor cantidad de activi-
dades que los personajes femeninos. Finalmente, los varones ejercen los
oficios y las actividades que gozan de un mayor prestigio cultural y social
mientras que los oficios y las actividades que realizan las mujeres tienen
como eje dominante el ámbito de las relaciones interpersonales y del con-
sumo de bienes.

Aunque del análisis efectuado por Nieves Blanco García cabe deducir que algo
se está moviendo en el tratamiento escolar de los géneros en los libros de texto de
la LOGSE y que es posible observar en ellos una cierta voluntad de evitar el sesgo
androcentrista en el lenguaje y en los contenidos escolares, conviene insistir en la
lentitud de esos cambios y en la tenaz pervivencia de los estereotipos sexistas y de

204
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Cuadro 4. Ocupaciones de varones y mujeres en los libros de texto

OCUPACIONES VARÓN (%) MUJER (%)

Vinculadas al ámbito religioso 9 12

Vinculadas al ámbito doméstico 4 34

Vinculadas al ámbito político 23 8,5

Vinculadas al ámbito militar 5 0,4

Vinculadas al ámbito científico-técnico 11 3,3

Vinculadas al ámbito cultural y artístico 30 15

Vinculadas al ámbito del aprendizaje 2 6,2

Vinculadas al ámbito económico y liberal 10 9

Vinculadas al ámbito lúdico y deportivo 4 10

Vinculadas al ámbito social 0,2 0,7

Fuente: Blanco García, 2000, pp. 144-145.

las asimetrías de género en sus páginas. Tras el espejismo de un lenguaje política-


mente correcto y pese a un mayor cuidado editorial por evitar una representación
estereotipada y discriminatoria de las mujeres en los libros de texto, subyace la evi-
dencia de que aún quedan demasiados indicios de sexismo y de desigualdad en sus
textos, ilustraciones y personajes. Como subraya Nieves Blanco García en las con-
clusiones de su trabajo, «la educación, a través de los contenidos, su organización
y sus prácticas de adquisición y evaluación, crea identidades sociales y personales.
La construcción del sujeto moral o de la identidad requiere que podamos escoger
entre un abanico de opciones [...]. Un individuo necesita tener un nombre propio,
una genealogía, una ocupación, un lugar de referencia... que han de ser reconocidos
en un espacio público para hacerse efectivos. Ni por la magnitud de su presencia,
ni por los rasgos con que se define a los personajes femeninos, puede considerarse
que los libros de texto constituyan un recurso adecuado para fortalecer esa indivi-
dualización. Ni para las chicas ni para los chicos, porque la imagen que ofrece de
las mujeres es limitada, estereotipada e inadecuada para construir un futuro igua-
litario» (Blanco García, 2000, p. 174).
No obstante, ya hay en la actualidad algunos libros de texto en los que se
refleja un claro afán de combatir los estereotipos sexistas y de tener en cuenta la

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diferencia sexual y las aportaciones de las mujeres en los diversos ámbitos del co-
nocimiento humano a la hora de seleccionar los contenidos escolares. Así, por
ejemplo, en un libro de tercero de enseñanza media de lengua castellana y comu-
nicación5, observamos cómo en las unidades didácticas iniciales, agrupadas en el
bloque «Adán y Eva», se contempla la diferencia sexual, se visibiliza la aportación
de las mujeres en la literatura y se alude críticamente a los estereotipos sexistas. En
la primera unidad didáctica («Yo opino»), en la que se trabaja el texto argumentati-
vo, se selecciona un texto de la lingüista y feminista estadounidense Deborah Tan-
nen sobre las conversaciones mixtas, se indaga sobre la argumentación oral a partir
de unas elecciones escolares en las que la candidata se llama Angélica y se ofrece
en las actividades algunos textos sobre el analfabetismo de las mujeres y sobre el
sexismo de algunos usos lingüísticos. En la segunda unidad didáctica («Ellos y ellas
rompen el molde») el eje del trabajo en el aula es el análisis de las estrategias lin-
güísticas y visuales a través de las cuales los medios de comunicación y la publici-
dad construyen y difunden a gran escala los estereotipos sexistas en nuestras
sociedades. Para ello ofrece algunos conceptos sobre los lenguajes de los medios de
comunicación de masas y aporta abundantes técnicas orientadas a favorecer una
lectura crítica de los mensajes sexistas que aparecen en la televisión y en la publi-
cidad. Finalmente, una tercera unidad didáctica («Mujeres de palabra y mujeres en
la palabra») tiene como objetivos «apreciar el aporte de las escritoras en la tradi-
ción narrativa canónica», «reconocer las diferentes imágenes de las mujeres pre-
sentes en los textos» y «reflexionar en torno a la propia identidad masculina y
femenina». Entre otros aspectos, se analiza el mito de don Juan y se aportan abun-
dantes ejemplos de textos de escritoras en el romanticismo y en el realismo. Valga
este comentario como elogio de unos materiales didácticos alternativos creados
con la voluntad de contribuir a construir entre todos y entre todas una escuela en
la que nadie sea excluido a causa de su identidad sexual y cultural y que haga po-
sible la utopía de un mundo más libre, más equitativo y más solidario en el que la
diferencia sexual no sea la coartada de la desigualdad sociocultural de las mujeres.

La observación y el análisis del sexismo


en los libros de texto
Como acabamos de mostrar, la mayoría de los materiales didácticos actuales
(y, en especial, los libros de texto) siguen reflejando una mirada androcéntrica

5. Rubí Carreño Bolívar y otros autores y autoras (1999): Lengua Castellana y Comunicación. 3º Medio.
Mare Nostrum. Madrid (impreso en Santiago de Chile). Citamos sin ningún pudor este libro de texto por
tres razones: por su voluntad coeducadora y su afán de combatir tanto la ocultación académica de las
mujeres como los estereotipos sexistas, por estar editado en Chile y no estar a la venta en España (con lo
que el elogio no tiene ningún efecto comercial) y porque los libros de texto en Chile, como en otras re-
públicas iberoamericanas, son gratuitos al estar subvencionados por el Ministerio de Educación. ¡Cuánto
hay que aprender de la gente latinoamericana!

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sobre la cultura, sobre el conocimiento y sobre la vida de las personas y de las so-
ciedades. En consecuencia, y aunque el sesgo sexista sea menor (o quizá menos
obvio) en la actualidad que en décadas pasadas, en la mayoría de los libros de texto
se sigue menospreciando el protagonismo de las mujeres en la sociedad y su con-
tribución al conocimiento cultural y al progreso humano, a la vez que se siguen si-
lenciando sus valores, sus puntos de vista y sus expectativas. De ahí la importancia
de una observación atenta y de un análisis crítico de los contenidos sexistas en los
libros de texto con el fin de identificarlos y de evitar así su transmisión en el ámbito
escolar. Al final de este texto, en el anexo 2, quienes lean estas líneas encontrarán
tres fichas de observación y análisis de libros de texto e ilustraciones elaboradas
por Marina Subirats y Amparo Tomé (1992, pp. 20-23). Constituyen en nuestra
opinión un útil instrumento de observación y análisis del sexismo en los materiales
didácticos6 que puede favorecer una indagación crítica sobre el modo en que en los
libros de texto, en su lenguaje, en sus contenidos y en sus ilustraciones, aún quedan
demasiados vestigios de los estereotipos de género construidos a lo largo de los
siglos por la cultura androcéntrica.

Iguales y diferentes: la coeducación sentimental


en las aulas
Frente a la ocultación y al menosprecio del sexo femenino en el ámbito escolar
y social, frente a la asimilación de la cultura femenina por el androcentrismo lin-
güístico y cultural, frente al olvido y a la tergiversación de las aportaciones de las
mujeres al conocimiento, al saber y al progreso de la humanidad en los libros de texto
y en otros útiles didácticos, urge volver a pensar sobre el currículum escolar, sobre
cómo se seleccionan los contenidos escolares y a qué intereses e ideologías responde
esa selección, sobre el modo en que se transmite el conocimiento en las instituciones
escolares y sobre el escaso espacio que ocupan en las aulas las culturas y las mane-
ras de entender el mundo de los grupos sociales olvidados y de las mujeres. Tener en
cuenta la diferencia sexual en la educación y en la sociedad (Mañeru, 1999; Piussi,
1999) exige inevitablemente incorporar al ámbito escolar (a sus teorías y a sus prác-
ticas, a los currículos y a los materiales didácticos, al lenguaje y a la vida cotidiana
en las aulas y en las escuelas) los saberes, los argumentos, los valores, los estilos y los
puntos de vista de las alumnas y de las mujeres, otorgar credibilidad y autoridad a
sus ideas, a sus proyectos y a sus sentimientos sin acudir al habitual referente mas-
culino y crear, en fin, un espacio de encuentro (Moreno, 2000) en el que sea posible,
a través de una adecuada coeducación sentimental de las niñas y de los niños, que
unas y otros construyan en libertad, en justicia y en igualdad sus diferentes identi-
dades sexuales y culturales.

6. Quienes deseen conocer un modelo coeducativo de intervención y de cambio en un centro escolar con estos
y otros instrumentos de observación y análisis encontrarán en Tomé (1999) valiosas experiencias e ideas.

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Anexo 1

El sexismo en los libros escolares


del franquismo
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Ilustración 1. Josefina Álvarez de Cánovas, inspectora de enseñanza primaria: Pequeñuelos (1943)

Ilustración 2. M. Trillo Torrija: Nueva cartilla, 2.a (1962)

213
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Ilustración 3. Juan Ortega Acedo: Primicias del párvulo (1962)

214
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Ilustración 4. Comienzos, primer ciclo de enseñanza elemental, libro 2.o (1955)

Ilustración 5. Edelvives: Gramática, grado 1.o (1952)

215
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Anexo 2

Pautas de observación y análisis del sexismo


en los materiales didácticos
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1. Libros de texto e ilustraciones: contenidos sexistas por exclusión, omisión o anonimato
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Observaciones realizadas por:


Centro escolar:
Dirección:
21/9/06

Teléfono:

1.a observación 2.a observación 3.a observación 4.a observación


08:54

Fecha pub.:__________ Fecha pub.: __________ Fecha pub.: __________ Fecha pub.: __________
Autor/a:____________ Autor/a: ____________ Autor/a: ____________ Autor/a: ____________
Editorial:____________ Editorial: ____________ Editorial: ____________ Editorial: ____________
Fecha observ.: _______ Fecha observ.: ________ Fecha observ.: ________ Fecha observ.: ________ Total %
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Número total de: Texto Ilustr. Texto Ilustr. Texto Ilustr. Texto Ilustr. Texto Ilustr. Texto Ilustr.

Personajes

Personajes femeninos

Personajes masculinos

Hombres con nombre


propio

Mujeres con nombre propio

Protagonista mujer

Mujeres que inician


una conversación o acción

Hombres que inician


una conversación o acción

Observaciones

219
Fuente: Subirats y Tomé, 1992, p. 20
2. Libros de texto e ilustraciones: contenidos sexistas por subordinación
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220
Observaciones realizadas por:
Centro escolar:
21/9/06

Dirección:
Teléfono:
08:54

1.a observación 2.a observación 3.a observación 4.a observación


Fecha pub.: __________ Fecha pub.: __________ Fecha pub.: __________ Fecha pub.: __________
Autor/a: ____________ Autor/a: ____________ Autor/a: ____________ Autor/a: ____________
Editorial: ____________ Editorial: ____________ Editorial: ____________ Editorial: ____________
Fecha observ.: ________ Fecha observ.: ________ Fecha observ.: ________ Fecha observ.: ________ Total %
Página 220

Número total de: Texto Ilustr. Texto Ilustr. Texto Ilustr. Texto Ilustr. Texto Ilustr. Texto Ilustr.

Intervenciones de mujeres

Intervenciones de hombres

Mujeres en roles
de subordinación

Hombres en roles
de subordinación

Mujeres representadas
por su actividad

Hombres representados
por su actividad

Mujeres con trabajo


remunerado

Hombres con trabajo


remunerado

Fuente: Subirats y Tomé, 1992, p. 21


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1.a observación 2.a observación 3.a observación 4.a observación


21/9/06

Fecha pub.: __________ Fecha pub.: __________ Fecha pub.: __________ Fecha pub.: __________
Autor/a: ____________ Autor/a: ____________ Autor/a: ____________ Autor/a: ____________
Editorial: ____________ Editorial: ____________ Editorial: ____________ Editorial: ____________
08:54

Fecha observ.: ________ Fecha observ.: ________ Fecha observ.: ________ Fecha observ.: ________ Total %

Número total de: Texto Ilustr. Texto Ilustr. Texto Ilustr. Texto Ilustr. Texto Ilustr. Texto Ilustr.

Mujeres en tareas
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domésticas

Hombres en tareas
domésticas

Mujeres en actividades
intelectuales

Hombres en actividades
intelectuales

Mujeres en puestos
de responsabilidad

Hombres en puestos
de responsabilidad

Otras observaciones

221
Fuente: Subirats y Tomé, 1992, p. 22
3. Libros de texto e ilustraciones: contenidos sexistas por distorsión o degradación
Observaciones realizadas por:
GE166 (2reed)

222
Centro escolar:
Dirección:
Teléfono:
21/9/06

1.a observación 2.a observación 3.a observación 4.a observación


Fecha pub.: __________ Fecha pub.: __________ Fecha pub.: __________ Fecha pub.: __________
Autor/a: ____________ Autor/a: ____________ Autor/a: ____________ Autor/a: ____________
08:54

Editorial: ____________ Editorial: ____________ Editorial: ____________ Editorial: ____________


Fecha observ.: ________ Fecha observ.: ________ Fecha observ.: ________ Fecha observ.: ________ Total Total

Número total de: Texto Ilustr. Texto Ilustr. Texto Ilustr. Texto Ilustr. Texto Ilustr. Texto Ilustr.
Página 222

Mujeres representadas como


socialmente negativas
Hombres representados como
socialmente negativos
Mujeres en roles pasivos
Hombres en roles pasivos
Mujeres en actitudes laborales
Hombres en actitudes laborales
Mujeres representadas como
objetos sexuales
Hombres representados como
objetos sexuales
Mujeres representadas
en actitudes recreativas
Hombres representados
en actitudes recreativas
Otras observaciones

Fuente: Subirats y Tomé, 1992, p. 23


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Glosario
Actividades de enseñanza y aprendizaje: Conjunto de acciones pedagógicas orien-
tadas a trabajar en el aula determinados contenidos educativos y de esta mane-
ra contribuir a que los alumnos y las alumnas adquieran unas determinadas
capacidades, actitudes y valores.
Ámbito productivo y ámbito reproductivo: El ámbito productivo es el lugar en el
que se desarrolla la actividad productiva de la economía, cuyos frutos tienen un
determinado valor de cambio. Es un espacio de producción opuesto radicalmen-
te al ámbito reproductivo, no productivo, en el que se incluye todo lo referido a
la reproducción de las personas, al cuidado de los demás y a la vida doméstica,
con un valor de uso, por lo tanto, y al margen de la economía formal. En la vi-
sión androcéntrica y biologicista del mundo, el ámbito productivo corresponde
a los hombres y el ámbito reproductivo a las mujeres, lo que implica una clara
asignación de tareas en función de los sexos. A esto hay que añadir que uno y
otro campo merecen una distinta valoración social: de reconocimiento y presti-
gio en el caso del ámbito productivo, y de desprestigio y minusvaloración en el
caso del ámbito reproductivo, valoración que se ha ido incrementando a lo largo
de la historia, y especialmente a partir de la Revolución Industrial.
Análisis de género: Investigación y explicación de algún aspecto de la realidad que
tiene en cuenta la variable de género, es decir, que considera que esa realidad tiene
como una de sus señas de identidad la diferencia sexual y sus efectos sociocultu-
rales. Véase Género.
Androcentrismo: Visión del mundo que pone al hombre como centro y medida de todas
las cosas. Esta visión del mundo y de las cosas parte de la idea de que la mirada mas-
culina es la única posible y universal, por lo que se generaliza para toda la humanidad,
sean hombres o mujeres. El androcentrismo conlleva la invisibilidad de las mujeres y
de su mundo, la negación de una mirada femenina y la ocultación de las aportacio-
nes de las mujeres en todas las esferas de la ciencia, del saber y de las artes (historia,
etnología, medicina, psicología, filosofía, literatura, etc.). El androcentrismo consti-
tuye una visión distorsionadora y empobrecedora de la realidad ya que oculta las
relaciones de poder y de opresión del orden simbólico masculino sobre las mujeres.
El androcentrismo supone la imposición de modelos únicos y arquetípicos de
«ser»: un único modelo masculino y un único modelo femenino, enfrentados por
oposición, lo que supone una distinta valoración. Ser hombre se identifica con
todo lo bueno; ser mujer se identifica con lo malo o con lo secundario.
Asociaciones de mujeres: Organizaciones de mujeres con objetivos comunes entre sí
de muy diverso tipo: social, cultural, político, etc. Históricamente han constituido
un entramado de participación ciudadana que ha contribuido a la consecución de
muchos de los grandes cambios sociopolíticos a través de la creación de lugares
de encuentro, de apoyo y de aprendizaje.

Este glosario ha sido elaborado por Ana González y Carlos Lomas.

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Autoridad femenina: Concepto elaborado desde el feminismo de la diferencia (Li-


brería de Mujeres de Milán) que parte de la idea de la construcción de una auto-
ridad femenina basada en el intercambio y en la relación y que se opone y
cuestiona el poder y la jerarquía, principios en los que se fundamenta la autoridad
masculina tradicional. El principal instrumento con el que se construye esta
autoridad femenina es la palabra como vehículo del intercambio. Véase Feminis-
mo de la diferencia.
Capacidades: Conjunto de posibilidades que pueden desarrollarse a lo largo de los
procesos de enseñanza y aprendizaje. En la actualidad, los objetivos educativos se
expresan en términos de capacidades cognitivas o intelectuales, motrices, de
equilibrio personal o afectivas, de relación interpersonal y de actuación e inser-
ción social. Véase Objetivos educativos.
Ciudadanía: Conjunto de derechos y deberes que tienen las personas y cuyo corpus
ha ido cambiando a lo largo de la historia aunque manteniendo la característica
de la visión androcéntrica del mundo. El androcentrismo ha supuesto relaciones
de dominación de los hombres sobre las mujeres que parten de la asignación de
distintos derechos para unos y otras. Así, hasta hace muy poco tiempo las muje-
res no tenían derecho al voto, a asociarse, a la propiedad, etc., tal y como sigue
ocurriendo en algunos países, en los que las mujeres ven negados sus derechos
más elementales. Esta situación de desigualdad ha relegado a las mujeres en casi
todo el mundo a una situación de discriminación que se refleja en la feminización
de la pobreza, en la violencia de género, en la doble jornada, en el menor salario
a igual trabajo, etc.
Coeducación: Método educativo que parte del principio de la igualdad entre los
sexos y de la no discriminación por razón de sexo. Coeducar significa educar con-
juntamente a niños y niñas en la idea de que hay distintas miradas y visiones del
mundo, distintas experiencias y aportaciones hechas por mujeres y hombres que
deben conformar la cosmovisión colectiva y sin las que no se puede interpretar ni
conocer el mundo ni la realidad. Coeducar significa no establecer relaciones de
dominio que supediten un sexo al otro, sino incorporar en igualdad de condicio-
nes las realidades y la historia de las mujeres y de los hombres para educar en la
igualdad desde la diferencia.
Es muy importante no identificar escuela coeducativa con escuela mixta. La se-
gunda se limita a «juntar» en las aulas a niños y niñas, incorporando a las alumnas
al mundo de los hombres y dejando fuera del mundo académico todo aquello que
tiene que ver con el mundo y con la historia de las mujeres. La escuela coeducati-
va necesariamente debe plantearse la presencia real de las mujeres –y no sólo en
las aulas– tanto en todo lo referido a la organización y gestión del sistema educa-
tivo y de los centros escolares como a la relación e interacción entre el alumnado
y el profesorado, a los currículos, al lenguaje, a las programaciones de aula y a los
materiales y libros de texto.
Conciliación entre la vida familiar y la vida profesional: Posibilidad de compati-
bilizar los dos ámbitos de la vida de cualquier persona: la familia y el trabajo. La
tradicional división sexual del mundo trajo consigo un distinto y desigual re-
parto de los papeles que corresponden a hombres y mujeres. Así, las mujeres se

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han visto relegadas al ámbito de la familia, mientras que los hombres se han apro-
piado del mundo del trabajo. Las responsabilidades familiares han supuesto un
freno para que las mujeres accedan al mundo del trabajo y puedan desarrollar una
carrera profesional. Las mujeres que trabajan fuera de casa suelen desarrollar lo
que se denomina «doble jornada»: el trabajo derivado de las responsabilidades
familiares más el trabajo de la profesión que se ejerce. A todo esto se une el poco
reconocimiento social que las tareas familiares tienen y que suponen una mi-
nusvaloración de las tareas tradicionalmente femeninas. Por otra parte, la asig-
nación en exclusiva a las mujeres de las responsabilidades familiares merma las
posibilidades de relación social de éstas y las encierra en el ámbito de lo privado,
siendo el mundo de lo público casi siempre exclusivo de los hombres.
El problema de la conciliación entre la vida familiar y profesional es una de las
mayores dificultades para que las mujeres logren la igualdad real con los hom-
bres en el campo laboral y para que puedan participar activamente en la vida pú-
blica, entendida como el campo de las relaciones sociales (ocio, política, social).
La principal solución que se apunta es «la corresponsabilidad», entendida como
el reparto equitativo entre hombres y mujeres en el seno de la pareja de las res-
ponsabilidades derivadas de la vida familiar (tareas domésticas, cuidado de
personas dependientes –sean menores o mayores–, etc.). Véanse Ámbito produc-
tivo y ámbito reproductivo, Espacio privado y Espacio público.
Contenidos: Saberes que adecuan al ámbito escolar el conocimiento cultural de una
sociedad y que son objeto de enseñanza y aprendizaje en la enseñanza. En la ma-
yoría de los currículos escolares es evidente la ausencia de contenidos (conceptos,
destrezas, actitudes y valores) referidos al conocimiento cultural construido por
las mujeres a lo largo de la historia.
Corresponsabilidad: Compartir por igual las responsabilidades en el espacio domés-
tico. Véase Conciliación entre la vida familiar y la vida profesional.
Currículum: Conjunto de objetivos, contenidos, principios metodológicos y criterios
de evaluación que deben regular la práctica educativa en una determinada etapa
y área del sistema educativo. Desde una perspectiva coeducativa se considera que
en el currículum deben estar presentes objetivos, contenidos y orientaciones me-
todológicas que incorporen los saberes y las expectativas de las mujeres evitando
así el riesgo de un sesgo androcéntrico en las prácticas escolares. Véase Fuentes
del currículum.
Democracia paritaria: Forma de organización política y social que parte del princi-
pio de igualdad entre los distintos colectivos asegurándoles los mismos derechos
y la misma representación (igualdad de número) en los órganos decisorios y de
gobierno.
La presencia de las mujeres en la vida pública es menor que la de los hombres, lo
que se traduce en una menor participación en los órganos de gobierno y decisión.
La razón de esta desigualdad se encuentra en la negación histórica de los mismos
derechos a mujeres y hombres, que ha llevado a excluir a las mujeres de la vida
política y social. Para muchos grupos de mujeres, la igualdad entre hombres y mu-
jeres pasa por la equiparación numérica en los puestos de decisión. De ahí que
promuevan acciones positivas que aseguren cuotas de participación de las muje-

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res en el mundo de la política, la economía, etc., como forma de corregir la desigual


presencia de unos y otras en el ámbito público y de romper el círculo que deja
fuera a las mujeres de estos ámbitos. Véase Discriminación por razón de sexo.
Determinismo biológico: Paradigma científico que defiende que las diferencias
entre los dos sexos son sólo de carácter biológico y por lo tanto de carácter na-
tural e inmutable. Este paradigma asigna características y funciones distintas a
unos y otras en función del sexo. A las mujeres se les asocia con lo natural y con
la pasividad mientras que a los hombres se les asigna la capacidad de raciocinio
y los comportamientos activos. Las teorías del determinismo biológico se han uti-
lizado como argumentación «científica» para justificar la discriminación y la
subordinación de las mujeres frente a los hombres.
Día Internacional de la Mujer Trabajadora: El 8 de marzo se celebra el Día Inter-
nacional de la Mujer Trabajadora. Es una jornada de reivindicación de los dere-
chos de las mujeres con la que se conmemora la lucha de las mujeres en la
vindicación de sus derechos como trabajadoras y ciudadanas.
Discriminación por razón de sexo: Trato desigual a un sexo con respecto al otro. Es
una situación de desigualdad que puede darse de forma explícita o implícita. His-
tóricamente este tipo de discriminación se ha centrado en las mujeres, quienes se
han visto supeditadas a los hombres tanto de hecho como de derecho. Si bien se ha
avanzado mucho en la igualdad de derechos, la desigualdad y la discriminación
de las mujeres persiste en la realidad de cada día (feminización de la pobreza, dis-
criminación salarial, violencia de género, etc.). Véanse Conciliación entre la vida
familiar y la vida profesional, Corresponsabilidad, Democracia paritaria y Discri-
minación positiva.
Discriminación positiva: Conjunto de medidas orientadas a corregir una situación de
desigualdad sociocultural de las mujeres y a compensar la discriminación por
razón de sexo. Véanse Discriminación por razón de sexo y Democracia paritaria.
Educación para la igualdad de los sexos: 1. Conjunto de acciones educativas
orientadas a fomentar desde el ámbito escolar la igualdad entre chicos y chi-
cas. 2. Tema o contenido transversal del currículum. Véase Temas o contenidos
transversales.
Emponderamiento de las mujeres: 1. Aumento del ascenso de las mujeres al poder
y a los órganos de toma de decisiones en cualquier ámbito (político, social, cul-
tural, económico...). 2. Dignificación, valoración y reconocimiento del hecho de
ser mujer que supone la autoconsciencia del poder individual y colectivo que las
mujeres tienen.
Escuela coeducativa: Véase Coeducación.
Escuela mixta: Modelo educativo en el que conviven en un mismo escenario escolar
alumnas y alumnos sin cuestionar el orden simbólico masculino ni incorporar los
saberes y las expectativas de las mujeres. Véase Coeducación.
Espacio doméstico: Ámbito de actuación que tradicionalmente ha estado reservado
a las mujeres y que tiene que ver con los papeles tradicionales que se le han asig-
nado: reproducción y cuidado de personas dependientes –menores y mayores–. Se
trata de un ámbito poco valorado socialmente. Véanse Ámbito productivo y ám-
bito reproductivo.

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Espacio privado: Tiene dos posibles acepciones. La primera de ellas es sinónima de


espacio doméstico y por lo tanto se identifica con el espacio familiar y con las
actividades de reproducción y de cuidado de las personas. La segunda se aleja
radicalmente de la anterior al referirse al ámbito de lo estrictamente personal,
del tiempo y del espacio que una persona se dedica a sí misma y que es abso-
lutamente necesario para tener un proyecto personal de vida. El ámbito de lo
privado ha sido una parcela exclusiva de los hombres. Véanse Ámbito producti-
vo y ámbito reproductivo.
Espacio público: Ámbito de actividad en el que se desarrolla tanto la participación
social, laboral, política como la económica. Cuenta con el reconocimiento y con
la valoración social y en él se han movido tradicionalmente los hombres, estando
casi siempre ausentes e invisibles las mujeres. Véanse Ámbito productivo y ámbi-
to reproductivo.
Estereotipo: Un estereotipo es una imagen convencional o una idea preconcebida
sobre objetos, personas y grupos sociales que construye un universo de significa-
dos enormemente eficaces en el aprendizaje de modos de ver y de entender el
mundo. El estereotipo es en este sentido un mensaje de estructura autoritaria en
la medida en que difunde una visión simplificada de la realidad en detrimento de
otras maneras más complejas de entender a las personas y a los grupos sociales.
Los estereotipos suelen conllevar un juicio de valor peyorativo con respecto a las
personas y a los grupos socialmente desfavorecidos en el que se elude cualquier
análisis histórico. De este modo constituyen «etiquetas» que, por una parte, faci-
litan una comprensión trivial de las cosas ajena a cualquier dialéctica y, por otra,
actúan como herramientas de descrédito, menosprecio y ocultación de algunas
personas y de algunos grupos sociales a causa de su identidad sociocultural,
sexual, racial, ideológica...
Estereotipos sexuales: Construcción cultural que supone una visión arquetípica
sobre cada uno de los sexos, asignándoles de forma desigual y discriminadora dis-
tintos papeles, actitudes y características. Los estereotipos crean arquetipos a
través de imágenes que cumplen el papel de proponer modelos rígidos en los que
hay que encajar para ser socialmente aceptados. En definitiva, los estereotipos
sexuales fijan un único modelo de ser hombre y un único modelo de ser mujer
validados socialmente y que, a partir de esa visión tópica construida, establecen
un sistema desigual de relaciones entre ambos sexos y de cada uno de ellos con
el mundo.
Evaluación: Observación, seguimiento y valoración de los procesos y de los resulta-
dos de las actividades de enseñanza y aprendizaje.
Feminismo: Corriente de pensamiento que vindica la igualdad entre hombres y mu-
jeres. El feminismo constata la desigualdad por razón de sexo que conlleva una
situación de discriminación sociocultural de las mujeres frente a los hombres.
Esta situación le lleva a reclamar y a defender la igualdad de derechos y oportu-
nidades entre los sexos. La reivindicación de derechos para las mujeres parte de
una forma de mirar el mundo distinta al androcentrismo imperante. El feminismo
supone, por tanto, una forma distinta de mirar y de entender el mundo, el poder
y las relaciones entre los sexos.

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El feminismo no es una corriente monolítica de pensamiento sino que presenta


distintas corrientes además de haber ido evolucionando a lo largo del tiempo. En
la actualidad el feminismo se divide en dos grandes tendencias: el feminismo de la
igualdad y el feminismo de la diferencia (también llamado feminismo de la di-
ferencia sexual).
Feminismo de la igualdad: El feminismo de la igualdad parte de la convicción de
que la situación de inferioridad y sometimiento a la que se ven sujetas las muje-
res sólo puede cambiarse consiguiendo los mismos derechos que los hombres. La
consecución de estos derechos pondría a las mujeres en una situación de igual-
dad respecto a los hombres que les permitiría introducir la mirada de las mujeres
en el mundo. Conseguir la igualdad es el paso previo para lograr un mundo di-
verso de mujeres y hombres y para las mujeres y los hombres.
Feminismo de la diferencia: El feminismo de la diferencia, por su parte, es de la opi-
nión de que la lucha por la igualdad acaba con la diferencia existente entre ser hom-
bre y ser mujer, por lo que reivindica que la «liberación» de la mujer no está en la
oposición a un mundo patriarcal sino en la valoración y el reconocimiento de lo que
tradicionalmente se ha considerado como propio de las mujeres. El enfrentamiento
al mundo masculino y androcéntrico se produce a través de la exploración de las
diferencias sexuales que sí conforman realidades distintas que hay que reivindicar.
Feminización: Proceso de identificación de cualquier situación con los rasgos, carac-
terísticas y actitudes asignadas culturalmente a las mujeres. Este proceso se da
cuando se da una mayor presencia de mujeres que de hombres en un ámbito
determinado. Generalmente conlleva una interpretación devaluadora que tiene
que ver con los estereotipos sexuales y con la visión negativa y desvalorizada de las
mujeres y de las tareas sociales que se les han asignado. En la actualidad esta
visión negativa se enfrenta a la revalorización del término que pasa por la propia
valorización y dignificación de lo que es y significa ser mujer.
Feminización de la pobreza: Alude al hecho de que la pobreza en todo el mundo
afecta mayoritariamente a las mujeres. Sin duda alguna esto se debe a la desi-
gualdad que las mujeres han tenido y todavía tienen hoy en el acceso a los recursos
económicos.
Fuentes del currículum: Saberes que influyen en la orientación educativa del currí-
culum. Básicamente, esas fuentes son la epistemológica (estado de la cuestión en
la disciplina de origen del área o materia de la que se trate), la psicológica (cómo
se producen los aprendizajes), la sociológica (fines sociales de la enseñanza y rela-
ciones entre educación y sociedad) y la pedagógica (estudio de las estrategias más
adecuadas para la transmisión de los contenidos educativos). Dicho de otra mane-
ra, la epistemología de la ciencia, de la técnica o del arte nos dice qué enseñar, la
psicología nos dice cómo aprenden los alumnos, la sociología nos indica para qué
sirven los aprendizajes (y por tanto también qué enseñar) y la pedagogía nos su-
giere cómo enseñar. Una mirada coeducativa sobre las fuentes del currículum
exige poner en cuestión los efectos del androcentrismo cultural en la construcción
del saber científico, incorporar el saber y el conocimiento elaborado por las muje-
res a lo largo de la historia y valorar los puntos de vista y las expectativas de las
niñas, de las adolescentes y de las jóvenes en los procesos educativos.

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Género: 1. Clasificación de las palabras en función de características como masculino,


femenino, neutro, animado... 2. Tipo específico de textos o discursos: narrativo,
descriptivo, expositivo, argumentativo... 3. Cada uno de los grupos en que podemos
clasificar las obras literarias de acuerdo con unas características comunes: lírica,
épica, dramática, oratoria, didáctica. 4. Conjunto de fenómenos sociales, culturales,
psicológicos y lingüísticos que se asocian a las diferencias de sexo.
El sexo es una realidad biológica a partir del cual se ha querido justificar la desi-
gualdad y el diferente reparto de papeles entre hombres y mujeres. Por ello, es
necesario otro término que aluda a esas diferencias entre lo masculino y lo fe-
menino entendidas como construcción cultural. Surge así en los años 70 el térmi-
no género, que se refiere al conjunto de rasgos que se asignan a los hombres y
a las mujeres y que se adquieren en el proceso de socialización de las distintas
culturas a lo largo de la historia. En definitiva, los modos de ser hombre y de ser
mujer son formas diferenciadas que se aprenden socialmente y que hacen que
unos y otras tengan gustos, expectativas, comportamientos, actividades, formas
de relación, etc. diferenciados. El género es una construcción social variable en el
tiempo y en las distintas sociedades y por tanto susceptible de cambio, reinter-
pretación y reconstrucción.
Hembrismo: Ejercicio del poder por parte de algunas mujeres, en el ámbito econó-
mico, social y político, excluyendo a los hombres y otorgándoles tareas y ocupa-
ciones de menor valor o del ámbito doméstico. Actitud de algunas mujeres que
proclaman su superioridad con respecto al hombre. El feminismo no acepta ni de-
fiende el hembrismo en la medida en que instala una lógica de dominación que
toma como referencia la dominación masculina e impide la construcción de un
mundo más equitativo en el que las diferencias sexuales no signifiquen menos-
precio ni desigualdad sociocultural. Véanse Machismo y Sexismo.
Identidad: Características físicas, sexuales, psicológicas, geográficas, étnicas, cultu-
rales y sociales que permiten diferenciar a un grupo de personas de otro grupo.
Invisibilidad: A lo largo de la historia las mujeres y sus aportaciones han sido ne-
gadas y ocultadas. La historia de la humanidad se ha construido desde la visión
androcéntrica del mundo que excluye a las mujeres, llegando ni tan siquiera a
nombrarlas (de ahí, por ejemplo, la utilización de los términos masculinos
como genéricos teóricamente globalizadores e incluyentes que ocultan y ex-
cluyen la presencia de las mujeres). Esta invisibilidad de las mujeres se debe a
la desigualdad entre hombres y mujeres que parte de la superioridad de los
unos sobre las otras.
Para cambiar este mundo androcéntrico y patriarcal es necesario recuperar la his-
toria de las mujeres, tanto en los que se refiere a mujeres singulares como a todas
las aportaciones que las mujeres han hecho desde sus distintas miradas y reali-
dades cotidianas. Véanse Androcentrismo, Patriarcado y Visibilización.
Machismo: Teoría que parte de la creencia en la inferioridad del sexo femenino fren-
te al masculino. Esta inferioridad se justifica a partir de las diferencias biológicas
entre hombres y mujeres. Esta idea de inferioridad de las mujeres respecto a los
hombres se concreta en comportamientos, hábitos y formas de pensar que ponen
en un segundo plano a las mujeres convirtiéndolas en seres dependientes, subor-

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dinados e inferiores a los hombres. Todo esto se logra a través de una visión an-
drocéntrica del mundo que, de una parte, valora las cualidades atribuidas a los
hombres (virilidad, fuerza, desinterés por los asuntos domésticos, ámbito público,
poder...) y, de otra parte, establece un sistema de relación de poder jerárquico que
conlleva una asimetría en la relación entre hombres y mujeres que legitima la
definición de la mujer como ser inferior al servicio del hombre. Véanse Androcen-
trismo, Sexismo y Patriarcado.
Matriarcado: En sentido estricto, supremacía y poder de la mujer en un estado an-
terior al patriarcado. Véase Patriarcado.
Mercado lingüístico: Contexto social de comunicación en el que los usos lingüísticos
tienen un desigual valor en función del estatus sociocultural de cada hablante.
En el mercado lingüístico las variedades de habla de las clases acomodadas, de los
grupos privilegiados y de los varones gozan de un valor añadido y del beneficio
de la distinción social mientras que las variedades de habla de las clases bajas, de
los grupos desfavorecidos y de las mujeres son objeto de menosprecio y de des-
valorización sociocultural.
Metodología: Estrategias de enseñanza en las que se reflejan las opciones ideológicas
y didácticas del profesorado y que condicionan la manera de organizar la se-
cuencia de actividades, el tipo de interacciones comunicativas en el aula, el modo
de distribuir el tiempo y el espacio en las clases, la organización de los contenidos,
el uso y las características de los materiales didácticos y los criterios e instru-
mentos de evaluación.
Movimiento feminista: El pensamiento feminista se articula en movimientos sociales
y políticos cuyo objetivo es la lucha por la igualdad de derechos de mujeres y hom-
bres y la superación de los estereotipos sexistas que nos encorsetan en modelos
únicos. El movimiento feminista es muy rico y variado e incorpora distintas ten-
dencias que son el producto de su evolución constante a lo largo de su historia.
Véanse Feminismo, Feminismo de la igualdad y Feminismo de la diferencia.
Objetivos educativos: Conjunto de intenciones que se persiguen mediante los pro-
cesos de enseñanza y aprendizaje. En los actuales currículos los objetivos de etapa
y de área recogen algunas finalidades relacionadas con la igualdad entre los
sexos y con las actitudes críticas ante las formas que denotan discriminación por
razón de sexo. Véase Capacidades.
Patriarcado: Modelo de organización social basado en la dominación masculina
sobre las mujeres, esto es, en la supremacía y en el poder de los hombres sobre las
mujeres. Para Victoria Sau, «el Patriarcado consiste en el poder de los padres: un
sistema familiar y social ideológico y político con el que los hombres –a través de
la fuerza, la presión directa, los rituales, la tradición, la ley o el lenguaje, las cos-
tumbres, la educación y la división del trabajo- determinan cuál es o no es el
papel que las mujeres deben de interpretar con el fin de estar en toda circuns-
tancia sometidas al varón». El sistema patriarcal ha adoptado diversas formas a lo
largo de la historia y para el feminismo de la igualdad pervive en la actualidad.
Sin embargo, el feminismo de la diferencia postula el fin del patriarcado puesto
que las mujeres hoy día eligen sus destinos y opciones en la construcción de un
proyecto personal. Véanse Androcentrismo, Machismo y Sexismo.

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Poder: Fuerza y capacidad para hacer algo. Se alude aquí a una relación jerárquica y
por tanto desigual en la que los hombres han ejercido el poder sobre las mujeres
y en contra de las mujeres. Estas relaciones asimétricas de poder han traído
consigo la desvalorización de lo femenino y la supeditación de las mujeres a los
hombres. En consecuencia, la mayoría de las mujeres han visto negados sus dere-
chos más elementales al no tener acceso a los espacios de poder y de decisión. Las
relaciones de género, en el contexto androcéntrico en el que nos movemos, son
en realidad una relación de poder. Poder jerárquico y desigual que se utiliza para
someter, discriminar, minusvalorar y considerar inferior a la mujer respecto al
hombre. Véanse Androcentrismo, Democracia paritaria, Discriminación positiva y
Patriarcado.
Prejuicios sexistas: Juicios de valor y formas de pensar en relación con los sexos que
suelen fomentar una jerarquización de los géneros en la que los hombres tienen
una consideración mayor y las mujeres son objeto de menosprecio. Véase Estereo-
tipo y Estereotipos sexuales.
Programación didáctica: Diseño de un programa de enseñanza para un área o ma-
teria, elaborado individual o colectivamente, en el que se adecuan, organizan,
seleccionan y secuencian los objetivos, contenidos y criterios de evaluación para
cada curso y ciclo de una etapa educativa. Debe incorporar también los denomi-
nados Temas o contenidos transversales del currículum, algunas orientaciones
metodológicas, los materiales didácticos escogidos, las actividades complemen-
tarias y extraescolares, las medidas de atención a la diversidad y las adaptacio-
nes curriculares.
Sexismo: Actitud o conducta de menosprecio u opresión de un sexo hacia el otro.
Partiendo de las teorías biologicistas, el androcentrismo establece la inferiori-
dad del sexo femenino respecto al masculino. Los hombres ejercen el poder
sobre las mujeres por la condición biológica de ser hombre y ser mujer que los
hace desiguales. Véanse Determinismo biológico y Machismo.
Sexo: Características biológicas y anatómicas que diferencian a hombres y mujeres.
Sociolecto: Variedad de uso de una lengua que denota la pertenencia del hablante a
determinado grupo social (en función de su adscripción a una clase, sexo, edad...).
Véase Mercado lingüístico.
Subrepresentación de mujeres: La asignación de papeles en función del sexo trae
consigo la mayor o menor presencia de hombres y mujeres en unos sectores o
en otros. En definitiva, establece una segregación laboral caracterizada por la
presencia masiva de las mujeres en ciertos sectores (enseñanza, limpieza, esté-
tica, asistencia social, etc.) frente a la presencia mayoritaria de los hombres en
otros sectores relacionados directamente con la actividad física e intelectual,
con el poder y con la toma de decisiones. En este sentido se habla de profesio-
nes con subrepresentación femenina en aquellos sectores profesionales en los
que la presencia de la mujer es anecdótica por ser campos reservados histórica-
mente a los hombres.
Temas o contenidos transversales: Conjunto de contenidos que, aunque no se in-
cluyen de forma específica como contenidos en las áreas, deben ser objeto de
enseñanza y de aprendizaje en todas las áreas a lo largo de cada etapa educativa

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por su especial relevancia ética y pedagógica. Los temas o contenidos transversa-


les del currículum son educación para la salud, educación ambiental, educación
para la paz, educación del consumidor, educación para la igualdad de los sexos,
educación moral y cívica y educación vial. Véanse Contenidos y Currículum.
Violencia de género: Violencia que se ejerce sobre el «otro género» y que parte de
la creencia de que un sexo es superior al otro. Esta idea de superioridad del uno
sobre el otro (del hombre sobre la mujer) trae consigo la objetualización, el sen-
timiento de posesión y de sometimiento de lo que se considera inferior (la mujer)
y legitima socialmente este tipo de violencia.. La violencia de género, por tanto,
es una manifestación más de la desigualdad entre hombres y mujeres. La violen-
cia de género se concreta en la violencia contra las mujeres que se da tanto en el
ámbito doméstico (maridos y compañeros) como en el público (institucional, pu-
blicidad, etc.).
Las agresiones de cualquier tipo (físicas, verbales, sexuales o psicológicas) sufridas
por las mujeres son uno de los principales problemas de las sociedades actuales.
Esta violencia contra las mujeres se caracteriza por ser un largo proceso de mal-
trato y humillación que acaba en demasiadas ocasiones con la vida de las muje-
res que la sufren. En nuestro país, la violencia de género es la principal causa de
muerte no natural entre las mujeres. La violencia hacia las mujeres no es exclusi-
va de un determinado grupo económico o social, sino que se da en todo el en-
tramado social. Véanse Androcentrismo, Machismo, Patriarcado y Sexismo.
Visibilización: Proceso de hacer visible lo invisible, de sacar a la luz e incorporar la
historia y la vida de las mujeres a nuestra realidad y a la historia. La visibilización
supone el reconocimiento y revalorización de la historia de las mujeres, de su
papel en el mundo y en la vida, en definitiva, la idea de igualdad entre hombres
y mujeres. Véase Invisibilidad.

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