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Índice
Educar para la igualdad, educar desde la diferencia (Presentación), Ana González, Carlos Lomas | 7
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10. Luces y sombras en el camino hacia una escuela coeducativa, Amparo Tomé | 169
Las luchas por la igualdad entre hombres y mujeres y sus efectos en la escuela | 170
La escuela durante el primer tercio del siglo xx | 174
La educación en los sexos en la escuela franquista | 175
La ley del 70, la escuela mixta y la LOGSE | 177
Algunas reflexiones en torno a la educación y su compromiso con la igualdad entre los sexos | 178
Conclusiones | 179
Referencias bibliográficas | 180
11. Orientar para la igualdad, orientar desde la diferencia, Ana Agirre | 183
Análisis del modelo social | 184
. Ámbito educativo | 185
. Ámbito laboral | 188
Consecuencias pedagógicas | 190
Referencias bibliográficas | 191
Glosario | 223
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Desde un punto de vista legal vivimos en una sociedad que postula la igualdad
entre hombres y mujeres. Sin embargo el día a día parece empecinarse en mostrar
que esa igualdad se da únicamente en los territorios del discurso y no en los ámbitos
reales de la vida cotidiana. Basta con echar un vistazo a los titulares de los periódi-
cos que nos hablan de cómo el paro se está convirtiendo en un fenómeno exclusiva-
mente femenino, del acoso sexual en el mundo laboral, de las agresiones a mujeres a
cargo de hombres, del menor sueldo que perciben las mujeres a igual trabajo que sus
colegas varones, etc. Pese a ello, cada vez más se extiende ese espejismo que consiste
en creer que la igualdad entre hombres y mujeres ya se ha conseguido y que quienes
siguen vindicando cambios que favorezcan la igualdad entre los sexos son personas que
no han sabido adaptarse a los tiempos en que vivimos.
Es innegable que, en las últimas décadas, y especialmente en las sociedades oc-
cidentales, ha habido cambios a favor de la igualdad entre hombres y mujeres y, pro-
bablemente, sea cierto que el siglo XX que acaba de concluir haya tenido en esos
cambios una de sus mayores revoluciones. Pero ¿significa esto que la igualdad ya se
ha conseguido? ¿Significa que podemos hablar realmente de un mundo igual para
hombres y mujeres? E incluso quizá debiéramos preguntarnos si esos cambios han ido
en la dirección adecuada. En nuestra opinión, la respuesta es negativa.
En el mundo de la educación las luchas a favor de los derechos de la mujer han
tenido un eco tardío e insuficiente aunque afortunadamente hoy ya sea posible cons-
tatar algunos indicios esperanzadores. Así, por ejemplo, el horizonte de expectativas
de las adolescentes y de las jóvenes en el ámbito interpersonal y social se abre cada
vez más con respecto a los corsés de los estereotipos tradicionales de género, se con-
solida el mayor éxito académico de las niñas, de las adolescentes y de las jóvenes en
el sistema escolar, surge incontenible en las aulas y en la vida cotidiana de nuestras
sociedades una autoridad femenina que toma conciencia de las cosas al margen de
una mirada masculina sobre el mundo, se acrecienta en nuestras escuelas e institutos
el protagonismo de las ideas, de los deseos y de las experiencias de las mujeres... Sin
embargo, es obvio que aún queda mucho por hacer ya que la sombra del androcen-
trismo cultural es alargada y aún sigue ocultando y menospreciando las aportaciones
de las mujeres al conocimiento, a la convivencia y al progreso humanos.
Quienes investigan sobre estos asuntos en el ámbito de la sociología de la edu-
cación y de la pedagogía feminista coinciden en la idea de que aún estamos lejos de
una escuela coeducativa capaz de compensar las asimetrías de género y de contribuir
en consecuencia a evitar la desigualdad sociocultural que se construye a partir de las
diferencias sexuales entre unos y otras. Por el contrario, asistimos en la actualidad a
la terca y tenaz pervivencia de una escuela mixta que ha incorporado algunos efec-
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tos de las luchas por la igualdad entre hombres y mujeres pero que aún sigue siendo
un escenario en el que el orden simbólico es masculino y en el que a menudo se ocul-
tan y se menosprecian los deseos, los saberes y las formas de vida asociadas a las
niñas, a las adolescentes y a las mujeres.
No podía ser de otro modo ya que la escuela es un reflejo de la sociedad que la
crea y la recrea y en la que se inserta. Es verdad que en teoría la escuela es impulso-
ra y generadora de cambios sociales, pero no lo es menos que la escuela, en dema-
siadas ocasiones, se convierte en perpetuadora de esa sociedad y de un mundo que
quizá debiera contribuir a cambiar. El contraste entre su potencial teórico y la reali-
dad de su práctica se resuelve en la afirmación de que la convivencia de las niñas y
de los niños en el aula equivale a igualdad entre unas y otros y con el uso y abuso de
un lenguaje «políticamente correcto» que, entre otros efectos, trae consigo el vacia-
miento y la neutralización del valor y del significado originarios de los conceptos
igualitarios y transformadores que postula. Es entonces cuando las palabras (igual-
dad, coeducación, no sexista...) ocultan a menudo una realidad que quizá –y afortu-
nadamente– no sea tan asimétrica como en el pasado pero que en cualquier caso
sigue siendo aún insuficientemente equitativa para las niñas y las adolescentes que
acuden a las aulas de nuestras escuelas e institutos.
De ahí que hoy, como ayer, convenga volver a pensar sobre los ámbitos de socia-
lización de las personas (familia, escuela, grupo de iguales, medios de comunica-
ción e Internet...) con el fin de indagar sobre cómo en nuestras sociedades se instruye
y educa a unos y a otras de una manera no sólo diferente sino también desigual. En
este contexto la indagación se dirige a menudo hacia el ámbito escolar en un afán
de analizar y de evaluar cómo se manifiesta el sexismo en las escuelas e institutos.
En unos tiempos como los actuales en los que el discurso oficial y la mayoría de la
opinión pública coinciden en señalar el logro de una igualdad real entre mujeres y
hombres sigue teniendo en nuestra opinión un especial significado encontrar algunas
respuestas a los siguientes interrogantes:
. ¿Cómo es la vida cotidiana de los niños y de las niñas en las aulas y en el
patio de nuestras escuelas?
. ¿Hasta qué punto es suficiente con agrupar en un mismo escenario a los
chicos y a las chicas?
. ¿Es la institución escolar un lugar donde se fomenta la igualdad de derechos y
de oportunidades entre unos y otras o, en cambio, un escenario donde de
forma obvia u oculta el orden simbólico que condiciona las conductas y los
referentes culturales sigue siendo exclusivamente masculino ocultándose así
las maneras de entender las cosas asociadas a las mujeres?
. ¿Cómo se usa el lenguaje en relación con la diferencia sexual? ¿Cómo son
las interacciones entre el profesorado y el alumnado? ¿Y entre unos y otras?
. ¿Cómo contribuyen los mensajes de los medios de comunicación de masas y
de la publicidad a la construcción y a la difusión a gran escala de los arque-
tipos tradicionales de lo masculino y de lo femenino? ¿Es posible intervenir
desde la educación contra los efectos sexistas de esos mensajes?
. ¿Cómo se seleccionan los contenidos escolares en los currículos y en los libros
de texto?
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La mujer en la historia
y la historia de las mujeres
Consuelo Vega Díaz
Departamento de Política Lingüística de la Consejería de Cultura
y Educación de Asturias
Los ciudadanos de uno y otro sexo, mayores de veintitrés años, tendrán los mismos de-
rechos electorales, conforme determinen las leyes. (Cortes Españolas, 1931)
El 1 de octubre de 1931 las Cortes Españolas aprobaron este artículo tras un de-
bate intenso y polémico. Hacía ya 40 años que las mujeres de Nueva Zelanda habían
conseguido el derecho al voto, 30 las australianas y algunos menos las finlandesas,
noruegas, danesas, islandesas, británicas, rusas, holandesas, alemanas, suecas, esta-
dounidenses, irlandesas, austríacas, checas o polacas. Las francesas e italianas aún
habrían de esperar al final de la II Guerra Mundial.
Asusta pensar que hace tan sólo 70 años que se ha conquistado el derecho al
voto en España, que todas esas mujeres ancianas de 80 ó 90 años que conocemos
pasaron su infancia o juventud en unas condiciones legales que nos parecen tan
remotas. Asusta aún más pensar en que todos los derechos jurídicos, políticos y fa-
miliares que obtuvieron entre 1931 y 1939 les fueron arrebatados por la fuerza de
la dictadura franquista y que se vieron obligadas a consumir los años de su vida en
una permanente minoría de edad, más brutal todavía para las que conocieron otro
estado de cosas, para las que tenían elementos de comparación, que para las nacidas
en la era de Franco.
No es necesario que esforcemos mucho nuestra imaginación, no hay que irse al
Yemen, al Afganistán o a Irán. Basta con escuchar nuestro pasado, a nuestras abue-
las, para aprender muchas cosas, dos de ellas muy importantes para las personas que
creemos en la igualdad de todos los seres humanos:
. Debemos a nuestras antepasadas feministas, a su resistencia frente a las
burlas, al desprecio, a la hostilidad y a las penas, morales y judiciales, del
poder patriarcal; a su valor, a su formidable capacidad de organización y
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para peregrinos. Sólo en París, en el siglo XIII, había 22 maestras que impartían la
misma enseñanza a niños y niñas y sabemos también que las mujeres ya en esa época
leían más que los hombres. Pero la universidad excluye a las mujeres y el saber pasa
a ser patrimonio del varón: los únicos estudios oficiales, los únicos títulos válidos,
serán los universitarios, lo que conduce al deterioro del nivel de instrucción en con-
ventos y escuelas de maestras.
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La marginación histórica
Son varias las razones que condujeron a que la mujer quedara al margen –es
decir, marginada– de la historia. La primera de ellas, como ya apuntábamos, es sin
duda que el mito de legitimación del patriarcado no se sostendría con una pre-
sencia constante de la mujer y de sus trabajos. La mujer, como los niños, los otros
menores de edad, no es un sujeto de la historia, una parte activa que haya de ser
considerada por su contribución como agente de progreso. Pero esta condición,
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triarcal ha recurrido a frivolizar o ridiculizar los hechos, como se vino haciendo con
las sufragistas, para restar valor a sus obras.
Incluso ahora, cuando se comenzó a estudiar la historia de las mujeres, las his-
toriadoras e historiadores tuvieron que replantearse no sólo la metodología y cate-
gorías históricas al uso, sino incluso la validez de las propias fuentes históricas, aún
cuando fueran correctamente interpretadas. Hasta entonces, las fuentes considera-
das más valiosas y fiables fueron las normativas –jurídicas o religiosas–, las cronísticas
y, en menor medida, las literarias. Pero todas estas fuentes tradicionales son, res-
pecto a la mujer, indirectas, y reproducen sólo el poder patriarcal dominante. Fue
necesario buscar otro tipo de fuentes para completar la información, fuentes direc-
tas de mujeres que, pese a escribir en un contexto patriarcal, ofrecían nuevos datos
y perspectivas, y fuentes artísticas o iconográficas, tradicionalmente cuestionadas
pero que, con sus límites, tienen un gran valor. Los textos jurídicos medievales, por
ejemplo, hablan sólo de «pintores» y «escultores» –reproducen cómo quiere el legis-
lador patriarcal que sea la realidad–, las literarias e iconográficas tienen «pintoras» y
«escultoras». Los censos que conocemos de artesanos o comerciantes en las ciudades
nos llevarán a concluir, al ser los varones los únicos propietarios de negocios, que la
mujer no formaba parte de esos sectores de actividad económica. Habrá que recurrir,
pues, a otras fuentes que completen esa información.
Si la primera de las razones que excluyeron a la mujer de la historia era la per-
petuación del mito de legitimación del patriarcado, la segunda es de tipo estructural
y viene determinada por la propia concepción de la historia. En la imprescindible «In-
troducción» de Ma Teresa Ayuso López a su obra Fuentes documentales sobre el tra-
bajo de las mujeres, se analizan y exponen las principales corrientes históricas y
cómo éstas, al atribuir a los varones toda la producción material y dejar a la mujer
en un papel exclusivamente de reproductoras de la especie, las excluyen del discur-
so en cuanto a sujetos protagonistas del progreso. Así, para la escuela positivista lo
importante son los hechos políticos y, por tanto, ignoró al género femenino que,
hasta hace muy poco, no podía apenas intervenir en ellos. La escuela marxista, en la
que todo viene determinado por el hecho económico, considera a los colectivos como
el motor de la historia, pero excluye a la mujer de la narración y únicamente conce-
de valor económico como productor al varón, cayendo en un evidente anacronismo
al atribuir a épocas pasadas las características de la actual (donde se considera que
la producción con valor económico es la extradoméstica). Olvidan que, hasta épocas
muy recientes, la familia era una unidad productiva fundamental en la que se elabo-
raban todos los bienes de consumo y de mercado y en la que, mediante la reproduc-
ción biológica, se aseguraba la fuerza de trabajo. En esa unidad familiar trabajaban
todos los miembros, con independencia de su sexo, y no había una separación clara
entre trabajo doméstico y extradoméstico. Sólo con el desarrollo del capitalismo y el
trabajo asalariado perdió el trabajo doméstico la consideración de productivo y la
mujer dejó de ser considerada trabajadora. Se difundió entonces la idea de que, hasta
las recientes conquistas laborales de la actualidad, las mujeres no habíamos trabaja-
do, olvidando que casi siempre la producción fue doméstica y familiar.
Otras corrientes, como la historia social, de la vida privada o de la familia, inclu-
yen a las mujeres pero tienden a recluirlas en el ámbito doméstico, reproduciendo los
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La transmisión de la historia
La historia de las mujeres no aspira a ser una historia segregada y paralela, sino
a cubrir un vacío de información, a completar la historia de la humanidad. Hoy en día,
queda mucho trabajo pendiente, permanecen ocultas o inéditas muchas obras feme-
ninas, pero, en conjunto, hay una presencia importante de estudios históricos sobre
la mujer, de tesis doctorales e investigaciones monográficas, algunas de ellas tan
transcendentales e imprescindibles, con tan abundante documentación, que segura-
mente todos los estudios posteriores están en deuda con ellas. Es el caso, por ejemplo,
de La polémica feminista en la España contemporánea (1868-1974), de G.M. Scanlon,
o de El trabajo y la educación de la mujer en España (1900-1930), de Rosa M. Capel
Martínez. Si bien son títulos dirigidos a un público especializado, también es cierto
que disponemos de valiosas obras de referencia, como la citada de Anderson y Zins-
ser (Historia de las mujeres: una historia propia, [2 vol.], Barcelona, Ed. Crítica, 1991)
que abarca desde la prehistoria hasta la actualidad; o como la obra de Duby y Perrot
(Historia de las mujeres [5 vol.], Madrid, Taurus, 1991-1993) que comprende desde
la Antigüedad hasta los últimos años. De ambas hay recientes ediciones de bolsillo
que, en la edición española, incorporan un apéndice referido a España; o, finalmen-
te, como la Historia de las mujeres en España, de Elisa Garrido (editora) y otras
(Madrid, Síntesis, 1997), que abarca también desde la prehistoria hasta la actualidad.
Son, las tres, de lectura muy accesible y la consulta de cualquiera de ellas resulta muy
recomendable antes de abordar en el aula un periodo histórico determinado. Y sin
olvidar la también citada Fuentes documentales sobre el trabajo de las mujeres, de
Ma Teresa Ayuso López y otros (Madrid, Akal, 1997), extraordinaria y orientada a
docentes (se completa con un segundo título, Unidad didáctica: la Edad Media).
Porque lo cierto, y lamentable, es que siguen publicándose, lo mismo en los
diarios que en los libros escolares o en obras de investigación, textos marcadamente
sexistas y conviene que seamos capaces de identificarlos, rechazarlos cuando sea
posible y, cuando no, tener la información y argumentos suficientes para equilibrar
con un refuerzo contrario. Frente a un libro escolar donde se diga, por ejemplo, que
los griegos inventaron la democracia, un sistema de gobierno en el que todos los
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Referencias bibliográficas
AA.VV. (1995): Mujer e investigación. Seminario de Estudios de la Mujer. Oviedo.
Universidad de Oviedo y Principado de Asturias.
ANDERSON, Bonnie S.; ZINSSER, Judith P. (1991): Historia de las mujeres: una histo-
ria propia (2 vols.). Barcelona. Crítica.
AYUSO LÓPEZ, Teresa y otros (1997a ): Fuentes documentales sobre el trabajo de las
mujeres. Madrid. Akal.
— (1997b): Fuentes documentales sobre el trabajo de las mujeres. Unidad didáctica:
la Edad Media. Madrid. Akal.
CAPEL MARTÍNEZ, Rosa María (1986): Trabajo y educación de la mujer en España
(1900-1930). Madrid. Instituto de la Mujer.
DUBY, Georges; PERROT, Michelle (1991-1993): Historia de las mujeres (5 vols.). Ma-
drid. Taurus.
GARRIDO, Elisa (ed.) y otras (1997): Historia de las mujeres en España. Madrid. Síntesis.
MUJERES EN EL MUNDO (1996): Orientaciones para el profesorado y Fichas de bloques
temáticos. Madrid. Instituto de la Mujer y Ministerio de Educación y Cultura.
PERNOUD, Régine (1999): La mujer en el tiempo de las catedrales. Barcelona. Andrés
Bello.
RIVERA GARRETAS, Ma Milagros (1990): Textos y espacios de mujeres. Barcelona. Icaria.
SCANLON, Geraldine M. (1983): La polémica feminista en la España Contemporánea
(1868-1974). Madrid. Akal.
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Mujer y antropología
María Eugenia Carranza Aguilar
Cátedra de Estudios de Género de la Universidad de Valladolid
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Mead, ellas tienen el poder ya que de su pesca depende la supervivencia del grupo.
El pescado, además de constituir la fuente de alimento por excelencia, es cambiado
por otros productos y en manos femeninas, como ya he mencionado, se hallan tam-
bién las manufacturas de mosquiteros. Las mujeres permiten a sus esposos comprar
comida en el mercado y realizar intercambios de productos, lo cual es considerado
por los hombres como «[…] una ocasión de gala; cuando un hombre tiene entre sus
manos la negociación final de un mosquitero de su mujer, se marcha resplandecien-
te con sus plumas y adornos de conchillas y pasa varios días deliciosos para realizar
la transacción. Dudará y se equivocará, avanzará aquí, retrocederá allá, [...] en fin,
hará de la elección una verdadera orgía, tal como una mujer moderna, con su carte-
ra bien provista, revuelve en la tienda de una gran ciudad en un día de compras. Pero
solamente con la aprobación de la esposa podrá gastar [el hombre tchambuli]»
(Mead, 1982, p. 215).
A las mujeres les divierten los juegos y los bailes de los varones, que aunque
poseen nominalmente la casa, la familia e incluso a la esposa, no tienen poder real
de decisión.
La importancia del trabajo de Mead reside en que demostró que no existe co-
rrespondencia natural estricta entre sexo y género y que lo hizo en una época en que
la antropología daba esta correspondencia por supuesta.
Hasta la década de los setenta, parejo al resurgir de los movimientos y de la teo-
ría feministas, el tema de las mujeres no será tratado desde una perspectiva crítica,
aunque las mujeres irán cobrando un paulatino protagonismo. A finales de los años
60 y comienzos de los 70 aparecen las teorías biobehavioristas que exponen el pro-
ceso de evolución homínida que hizo surgir al homo sapiens como el fruto de la
práctica de actividades cinegéticas de los machos de la especie. En 1968, Washburn
y Lancaster, y en 1971 Tiger, desarrollarán, entre otros autores, la «teoría del hombre
cazador» que afirma que la caza cooperativa de los grandes animales provocó el
desarrollo de las habilidades intelectuales que distinguen al ser humano de los otros
animales. Mientras los varones cazaban y desarrollaban su capacidad de planifica-
ción, de cooperación y de comunicación y construían los primeros objetos artísticos,
las mujeres supuestamente permanecían en el campamento base, ocupadas en tareas
de recolección y de cuidado de los niños, actividades que, según esta explicación, no
requieren desarrollo cultural, sino que se llevan a cabo de forma natural.
Sally Linton, en su artículo «La mujer recolectora: sesgos machistas en antro-
pología», realiza una brillante crítica a la idea del «hombre cazador» como motor de
evolución humana. Linton argumenta que entre los cazadores-recolectores las muje-
res consiguen por sí mismas suficiente cantidad de alimento como para abastecerse
a ellas y a sus criaturas, ya que la recolección en estas sociedades supone la mayor
parte de la dieta (Linton, en Harris y Young, 1979, p. 41). Además la recolección y la
crianza son actividades para las que hay que poseer un gran número de conocimientos
diversos –geográficos, climáticos, botánicos– y capacidad organizativa, pero sobre
todo requieren la capacidad de transmisión cultural, o sea, de enseñanza. Por otro
lado, señala que los hallazgos arqueológicos más antiguos podrían ser de instrumentos
destinados a la recolección. No tienen por qué ser armas, y sin embargo, se les ha atri-
buido esta función sistemáticamente (Linton, en Harris y Young, 1979, p. 43). Parece
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que a los investigadores les resulta más excitante y más sencillo imaginarse que las
manos que construyeron el primer instrumento humano pertenecían a algún rudo
varón primitivo, cazador de enormes mamuts, que pensar en la posibilidad de que el
primer artefacto lo construyera una mujer para recolectar, cocinar o transportar a
su bebé.
En Linton (1979) se afirma que el incremento del tamaño del cerebro y la apa-
rición del lenguaje tuvieron que ser anteriores al desarrollo de la caza mayor. Pues-
to que la caza de los grandes animales es posterior a la recolección, no sería extraño
que estas actividades fuesen las primeras que exigieran innovaciones técnicas. En el
momento en que los grupos de cazadores empezaron a marcharse en expedición de
los asentamientos, ya debía de existir un lenguaje que permitiese comunicar cuándo
estaba previsto el regreso o la presencia de peligros en el poblado.
Como resulta evidente de lo expuesto, Sally Linton se cuenta entre las antropólo-
gas que en la década de los setenta se dedicaron a dotar a la disciplina de una perspec-
tiva crítica de género. Así surge lo que ya se puede denominar antropología feminista,
que en estos años se ocupó principalmente de responder a la pregunta de por qué es
universal la opresión de las mujeres, dando por sentado, obviamente, que esta opresión
es universal, pero sin apelar a explicaciones esencialistas (Thuren, 1993, pp. 7 y 19).
La antropología del género en los años setenta se ocupó de recoger nuevos
datos sobre las mujeres y de revisar los ya existentes para reinterpretarlos de forma
crítica e incorporar la visión femenina a la antropología. Se presentó a las mujeres
como miembros activos en sus sociedades, que si bien no pueden denominarse igua-
litarias, no reducen siempre a las mujeres al papel de reproductoras pasivas o de mer-
cancía, una imagen que había sido dominante en la literatura de la disciplina.
En este período destacan las antropólogas Sherry B. Ortner y Michelle Rosaldo,
pero antes de exponer sus teorías brevemente, hemos de repasar la hipótesis de
Nancy Chodorow, que aunque presente un enfoque más psicoanalítico que antropoló-
gico, es un claro exponente del tipo de explicación unicausal que se dio a la cuestión
de la universalidad de la sumisión femenina entre los años 1970 y 1980 e influyó di-
rectamente en los trabajos de Ortner. Chodorow, teórica de las relaciones objetales,
explica la opresión de las mujeres como el efecto de que éstas se ocupan de la crian-
za de los hijos e hijas (Chodorow, 1984). Según esta autora, el primer objeto de amor
para las criaturas de ambos sexos es la madre, con la que se establece una fuerte
relación de dependencia y afecto. La niña, al percibirse «igual» a su madre se identi-
fica con ella, lo cual se refuerza además socialmente. Por lo tanto, cuando llega la
etapa de individuación de la pequeña, ésta puede mantener sus lazos emocionales
con la progenitora sin demasiados problemas porque, al fin y al cabo, representa el
modelo al que debe aspirar. Pero el varón, que se percibe distinto a la madre, no
puede identificarse con su modelo, sino que tiene precisamente, que negarlo para
convertirse en lo contrario, o sea, en hombre (Cavana, en Amorós [dir.], 1995). Además,
el primer modelo de masculinidad para un niño es su padre, que a su vez ha apren-
dido, por medio de la socialización de género, el distanciamiento emocional y suele
estar, más que en casa, atendiendo a sus responsabilidades del ámbito público. Así, el
círculo de la socialización se perpetúa como legado de padres a hijos y de madres a
hijas y las mujeres se encuentran de esta forma situadas en desventaja frente a los
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varones, porque a ellas se les enseña a dar apoyo emocional y a necesitarlo, y a ellos,
a ser distantes y autónomos.
Desde la antropología, se ha replicado que no en todas las sociedades los varones
adoptan una actitud pasiva en la crianza de los hijos. Por lo tanto, no resultaría válida
esa explicación de la opresión de las mujeres (Thuren, 1993, pp. 7 y 33). Sin embargo, es
innegable que la identidad de género es una construcción social, por lo que, como ha
demostrado Miryam Miedziam, puede ser transformada a través de la enseñanza.
Miedziam, educadora y psicóloga, desde su experiencia en programas educativos con
infantes y adolescentes, ha constatado que el desapego típico de los varones occiden-
tales y las conductas violentas pueden reducirse si se les enseña a los chicos los valores
del cuidado (Miedziam, 1995).
La antropóloga feminista Sherry Ortner, en su ya clásico artículo «¿Es la mujer
a la naturaleza lo que el hombre es a la cultura?», nos ofrece su explicación de la uni-
versalidad del estatus secundario de las mujeres. Para esta autora, la valoración infe-
rior de las mujeres se debe a que son consideradas en todas las culturas como más
próximas a la naturaleza que los varones. Así, la dicotomía naturaleza/cultura se re-
vela como una construcción que no es neutra en cuanto al género: la naturaleza se
caracteriza como femenina y la cultura como aquello que trasciende y domina la na-
turaleza, lo propiamente humano, lo masculino (Ortner, en Harris y Young, 1979, pp.
114-115). Pero, ¿por qué esta correspondencia y no otra?, ¿por qué se considera a las
mujeres más cercanas al mundo natural? Desarrollando una observación de Simone
de Beauvoir, Ortner contesta: las funciones reproductoras de las mujeres son más
evidentes que las de los varones y obligan a una inversión de tiempo más prolon-
gada en éstas. De esta percepción de las diferencias biológicas entre los sexos pro-
viene la construcción de roles sociales distintos para hombres y mujeres. La distinta
biología de varones y mujeres fundamentaría, de este modo, la creación de los roles
de género, pero su jerarquización masculino-superior/ femenino-inferior sólo se
explica como resultado de una valoración cultural. La condición de «segundo» sexo
de las mujeres tiene formas distintas de concretarse en cada cultura, incluso con-
tradictorias, pero lo universal es la valoración de lo femenino como inferior a lo
masculino, porque las diferencias «sólo adoptan la significación de superior o infe-
rior dentro del entramado culturalmente definido del sistema de valores» (Ortner,
en Harris y Young, 1979, p. 114).
Si lo físico fundamenta los roles, la existencia de éstos, a su vez, crea estructuras
psíquicas según el género, dos formas de vida y dos ámbitos distintos para hombres y
mujeres: el doméstico feminizado y el público masculinizado. Por otra parte, no se
puede negar totalmente la capacidad simbólica femenina, porque las mujeres hablan,
piensan, enseñan..., así que las mujeres quedan en un punto a caballo entre lo cultural
y lo natural, como intermediarias. Ortner sostiene que la reclusión de las mujeres en el
espacio doméstico se produce por sus funciones reproductoras y de crianza de los
hijos, y que a su vez, este contacto continuo con la infancia les hace parecer más cer-
canas a la naturaleza ya que los niños, como los animales, no caminan bípedamente, ni
controlan sus funciones fisiológicas (Ortner, en Harris y Young, 1979, pp. 119-120).
La hipótesis de Sherry Ortner ha suscitado una gran polémica. Se la ha critica-
do que la dicotomía naturaleza/ cultura es una creación occidental, por lo que no es
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que cualquier análisis de una sociedad debe tener en cuenta las relaciones de gé-
nero como relaciones de poder presentes en cualquier tipo de organización humana,
al tiempo que la antropología ha de mostrar cuáles son las variaciones culturales
en las que se concreta el fenómeno universal del sistema de género-sexo o pa-
triarcado, sus grados y sus peculiaridades.
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Mujer y filosofía
Laura Torres San Miguel
Cátedra de Estudios de Género de la Universidad de Valladolid
Las relaciones existentes entre las mujeres y la filosofía son complejas y con-
tradictorias. Por una parte, desde la Antigüedad se les ha vetado el acceso al mundo
del conocimiento, relegándolas a la esfera doméstico-privada. A menudo la misma fi-
losofía ha cumplido, como veremos, un papel de justificadora de esta discriminación
por medio de la ontologización y jerarquización de las diferencias entre los sexos.
Además, se han invisibilizado sistemáticamente todas las aportaciones teóricas fe-
meninas al mundo del pensamiento y se ha cuestionado o subestimado el rigor aca-
démico de los estudios que versaban sobre la discriminación sexual. Pero, por otra
parte, como ha señalado la filósofa española Celia Amorós, la génesis de las demandas
feministas tiene también su sede en las «virtualidades emancipatorias» del discurso
filosófico, especialmente del ilustrado (1991), y su futuro requiere, además, del flo-
recimiento de nuevas propuestas filosóficas que incorporen en sus premisas la teoría
de género y se desarrollen en sintonía con los movimientos sociales (2000).
El enfoque crítico feminista es consustancial a la reflexión sobre el tema que nos
ocupa. Sin él, nuestras observaciones serían meramente descriptivas, incluso yermas,
puesto que omitir las relaciones de poder que atraviesan este análisis comporta la ne-
gación de las dimensiones éticas y políticas que le son inherentes. Por este motivo,
explicaré brevemente, en primer lugar, el concepto básico de género sobre el que
gravitan los estudios feministas.
La perspectiva de género
El término sexo nos remite a las diferencias biológicas, anatómicas, cromosó-
micas y fisiológicas que distinguen entre sí al hombre y a la mujer; mientras que gé-
nero se refiere a la construcción cultural que se realiza sobre esas diferencias, es
decir, el proceso de socialización por el que cada sujeto asume las pautas de com-
portamiento y las expectativas propias de su sexo (Salzman, 1992). En este sentido,
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1. Me refiero a Mujer en singular y empleando mayúsculas para resaltar la reificación del colectivo femenino.
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2. Empleo las palabras hombre u hombres como sinónimos de varón o varones respectivamente. La am-
bigüedad que supone emplearlas como equivalentes de ser humano o humanidad, no sólo contraviene la
precisión conceptual propia de la filosofía sino que delata el androcentrismo del discurso filosófico.
3. De ahí que Amorós incida en el poder que supone nombrar y que enfatice que en el feminismo «con-
ceptualizar es politizar» (Amorós, 2000b, p. 58).
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4. Otra de las incoherencias internas de la obra de Locke a las que alude esta autora, es que pese su opo-
sición al patriarcalismo de Filmer y su rechazo a la tesis de que el poder era transmitido a los monarcas a
través del derecho divino que Dios delegó en Adán, recurre a un argumento teológico para justificar la
obediencia de la mujer al hombre.
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Todo este proceso de socialización genera, entre otras cosas, inseguridad y sen-
timientos de culpa en las mujeres, lo que repercute en todos los aspectos de su vida.
Para analizar la respuesta ideológica que suscita la impugnación del sistema
sexo-género, sugiero la lectura de Reacción de Susan Faludi (1993). En este libro se
describe la resistencia que se opuso a las conquistas del movimiento feminista en la
era Reagan-Bush. Por citar un ejemplo, periodistas, políticos y científicos sanciona-
ron el estereotipo de la feminista frustrada: una mujer independiente que triunfa en
su vida profesional, pero que termina por volverse histérica al carecer de un hombre
que la cuide y de descendencia propia. Este nuevo mito se llevó a la gran pantalla
para demostrar que el feminismo había perjudicado a las mujeres, les había conde-
nado a vivir solas y a desoír las voces de su reloj biológico. Películas como Atracción
fatal se hallan animadas por esta idea y pueden servir para ilustrar en las aulas las
observaciones anteriores.
8. Amorós prefiere utilizar los términos patriarcado o patriarcal en vez del sistema género-sexo de Gayl-
Rubin, porque, pese a que sus contenidos sean equivalentes, los primeros enfatizan la asimetría de poder
que ostenta un sexo sobre el otro.
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ver (2000) sobre la influencia de los modelos iconográficos del arte en la publicidad
y el análisis del tratamiento de la mujer en la pintura contemporánea (Alario, 1997).
Por citar un ejemplo: en los desnudos pictóricos femeninos, la mujer retratada suele
dirigirse con complicidad al espectador del cuadro, normalmente un hombre. Exhibe
su belleza, espera su aprobación, se convierte en «objeto de la mirada masculina». Sus
deseos son los propios de aquel que la contempla y no otros. Su valor también de-
pende de él, porque, al igual que en el Juicio de Paris, sólo es bella la que un hombre
juzga como bella. Los anuncios de desodorantes, geles de baño, etc. siguen mostrán-
donos mujeres sorprendidas en su intimidad que hacen un guiño a la cámara. Ser
mujer continúa siendo ser imagen para otros, ser mujer es aún ser alteridad.
A lo largo de este recorrido por la historia de la filosofía, me he referido pre-
ferentemente a aquellas filósofas que se sirvieron del discurso filosófico para efec-
tuar una crítica de la discriminación por razón del sexo. Sin embargo, han sido
muchas las mujeres que han consagrado su vida a la filosofía, aunque sus teorías
hayan versado sobre cuestiones distintas. Conocer sus nombres es el mejor recurso
para acabar con el tópico de que no existen mujeres filósofas. Por razones de tiempo
y espacio me veo obligada a mencionar solamente alguno de sus nombres, al tiem-
po que invito encarecidamente a la lectura de obras especializadas sobre Hipacia de
Alejandría, Aspasia de Mileto, Madame de Châtelet, Hildegarda de Bingen, etc. (Lo-
renzo 1996; Segura, 1998).
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mujeres deben desarrollar un hablar femenino poético que les identifique, distinto a ese
orden patriarcal que les ha ignorado y que no reconocen como suyo.
Las tesis de Irigaray han dejado su impronta en el pensamiento de la diferencia
sexual de la Librería de Mujeres de Milán, cuyos objetivos son la recuperación del
orden simbólico de la madre y una valoración mayor de las relaciones entre mujeres,
por encima de las reclamaciones políticas de igualdad entre los sexos de las feminis-
tas ilustradas; reclamaciones que desde la diferencia se han considerado baldías,
porque privarían a las mujeres de su identidad sexuada, con el pretexto de homolo-
garlas al modelo masculino.
Por su parte, el feminismo de la igualdad insiste en los peligros inherentes al
esencialismo y recuerda que el discurso legitimador de la diferencia ha sido enarbo-
lado por los hombres para justificar actitudes sexistas y discriminatorias hacia las
mujeres.
En su estudio sobre el feminismo italiano, Luisa Posada Kubissa afirma: «Un
feminismo que marca la diferencia entre los sexos, que “esencializa” a la “mujer” y
que la consagra desde un discurso que se quiere “no racional”, “no logo/andro/falo-
céntrico”, resulta, al menos, paradójico: esto es, afirma la esencia «mujer» por vía de
negación, la convierte en “ser-algo” precisamente a partir de la negación de un dis-
curso masculino del que ya ha sido históricamente negada; la quiere constituir como
“lo que es”, en la medida en la que parte del discurso (perpetuo y masculino) sobre
lo que no-es» (1998, p. 82).
Por otro lado, las teóricas de este feminismo de la igualdad subrayan que la mar-
ginación económica de la mujer (el paro femenino duplica al masculino, no existe de
un reparto equitativo del trabajo doméstico, continúa siendo escasa la presencia de las
mujeres en los cargos de responsabilidad y representatividad política...) exige una res-
puesta política contundente.
Nancy Fraser, en su obra Iustitia interrupta, arbitra un punto de encuentro para
estas dos corrientes del feminismo (políticas de la redistribución y del reconoci-
miento) dentro de la categoría equidad de género y se sirve de los principios sobre
los que se articula esta categoría como parámetros desde los que evaluar la justicia
socioeconómica y cultural de las políticas públicas (1997). En esta misma línea de
consenso, Robin West, en Género y Teoría del Derecho, plantea la necesidad de rea-
lizar una revisión de la Teoría del Derecho que parta de las contradicciones existentes
entre los valores institucionalizados y la subjetividad individual, y para ello compara
la Teoría Liberal y la Teoría Crítica con el Feminismo Cultural y el Radical (2000). Estas
dos últimas obras ponen de manifiesto que la Teoría de Género tiene como vocación
última una transformación de la sociedad actual.
A lo largo de esta exposición he intentado hacer una síntesis de los diferentes
enfoques metodológicos desde los que abordar las relaciones entre las mujeres y la
filosofía para acotar, de alguna manera, mi objeto de estudio. Las polémicas que
suele suscitar el tema de las relaciones entre los sexos ayudarán a que el alumnado
se familiarice con el lenguaje filosófico y, lo que es aún más importante, a que des-
cubra que la filosofía no es algo ajeno a su vida. Esa es la razón de que considere con-
veniente recurrir a la cultura de la imagen para captar la atención y propiciar el
diálogo y la reflexión dentro de las aulas.
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Mujer y ciencia
Núria Solsona
IES Josep Pla (Barcelona)
Las mujeres han sido siempre poseedoras de saber, un saber de vida y para la
vida, un saber que se intercambia, se comparte y ayuda a crecer. Las mujeres con su
sabiduría han contribuido al progreso de la humanidad. Una sabiduría que en conta-
das ocasiones ha coincidido con el saber oficial, pero que en la mayoría de los casos
ha circulado al margen. A pesar de ello, en general, se cree que las mujeres estuvie-
ron siempre alejadas de la construcción del conocimiento.
La realidad actual de la ciencia podría hacernos creer que las relaciones entre
las mujeres y la ciencia ya son «normales». El acceso a la educación científica de las
mujeres, la presencia mayoritaria de estudiantes femeninas en carreras universitarias
en casi todas las facultades y la presencia de algunas mujeres en los equipos de in-
vestigación universitaria podrían hacer pensar que estamos cerca de una situación de
equiparación entre hombres y mujeres en el campo de las ciencias. No obstante, al-
gunos indicadores muestran que el problema se ubica en otra parte, a pesar del
incremento numérico de mujeres en las actividades científicas. Si observamos con
atención, podemos ver las situaciones paradójicas y contradictorias que acarrea para
las mujeres la igualdad formal. El porcentaje de mujeres investigadoras en Europa es
del 23%, pero el de catedráticas de universidad es del 5%. En España, ya en el primer
tercio del siglo XX, las mujeres hicieron aportaciones importantes en el ámbito de la
física y de la química (Magallón, 1998). Pero, durante años, las investigadoras, con
formación comparable a la de sus colegas hombres y con los mismos intereses de
investigación, no han dirigido ningún centro de investigación (Santesmases, 2000).
Las mujeres trabajan en los laboratorios científicos, pero raramente dirigen o plani-
fican la investigación.
En nuestro país, se ha conseguido la igualdad legal en el acceso global a la
educación y los resultados académicos de las chicas son superiores a los de los chi-
cos. Pero sabemos que las mismas oportunidades educativas no significan las mis-
mas oportunidades sociales. El sexismo es un problema educativo doble: por una
parte, es un problema de desigualdad social, en la medida que un grupo social (las
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ductibles entre ellos. Así se razona de acuerdo con unos hábitos dicotómicos entre lo
cognitivo y lo afectivo, entre lo masculino y lo femenino, que permean la forma de
percibir y pensar el mundo, la forma de conceptualizar y de establecer los principios
lógicos. La forma de pensamiento etnocéntrica y dicotómica convierte la diferencia
en dicotomía.
La reflexión introducida por las corrientes críticas de la filosofía de la ciencia se-
ñala que la ciencia es una actividad humana, cuyo objetivo es la transformación del
mundo, y que tiene mucho en común con otras actividades humanas. La actividad
científica la protagoniza la comunidad científica, un grupo disciplinar que configura
las representaciones del mundo que se validan por los procedimientos experimentales
aceptados por el propio grupo. Dos ideas fundamentales de la ciencia, como la racio-
nalidad y la objetividad, han sufrido grandes transformaciones durante el siglo XX. La
idea de objetividad ha sido cuestionada, ya que cualquier observación es intrínseca-
mente subjetiva y depende de los valores de la persona observadora y de la teoría en
que se basa. El concepto de racionalidad entendido como la sistematización de enun-
ciados fundamentados y contrastables ha cambiado. Los nuevos modelos de ciencia se
refieren a la racionalidad moderada, contextual e hipotética para explicar cómo im-
pulsa la comunidad científica el proceso de creación científica (Chalmers, 1992). La
nueva racionalidad destaca el aspecto humano, tentativo y constructivo de las ciencias.
Por ello la identificación de la lógica con la racionalidad es cada día más problemática.
La racionalidad ha dejado de ser categórica y ha pasado a ser hipotética (Izquierdo,
1995). Habitualmente se cree que la metodología científica consiste en buscar leyes
que sean generalizaciones universales, pero hoy está claro que hay una relación es-
trecha entre el conocimiento observacional y el conocimiento teórico.
Estos cambios han hecho evolucionar la ciencia desde la «verdad absoluta» que
podía explicar los fenómenos, de finales del siglo XIX, a la consideración de que hoy
la ciencia es una categoría construida socialmente, un producto humano construido
de una forma determinada y con un nivel de rigor. El feminismo ha añadido al aná-
lisis crítico de la ciencia la importancia de la masculinidad que impregna la actividad
científica y que condiciona los problemas de la ciencia, los resultados que son fiables
y aprovechables, los datos que son significativos y las explicaciones satisfactorias de
un determinado problema (Keller, 1985). En consecuencia, para analizar la relación
entre las mujeres y la ciencia no podemos limitarnos a los aspectos periféricos de
la ciencia, a sus usos y aplicaciones, sino que debemos analizar el núcleo central de la
ciencia, es decir, la forma en que ésta ha sido construida.
La imagen o modelo de ciencia de la mayoría de la población no coincide con
la reflexión que proviene de las corrientes críticas de la filosofía de la ciencia. Pre-
domina un modelo estereotipado que concibe la ciencia como la búsqueda de la
verdad objetiva sobre el mundo físico con una visión androcéntrica, positivista y mis-
tificada de la ciencia, donde el hombre es el conquistador y controlador de la natu-
raleza. Sin embargo, el azar y la probabilidad juegan un papel importante en la
construcción de la explicación de aquellos fenómenos que la propia ciencia considera
que son científicos.
El modelo de ciencia del profesorado de ciencias experimentales que reflejamos
en nuestra intervención docente, de forma implícita, está dominado por una visión
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que practicaron las filósofas griegas del siglo IV antes de nuestra era, la matemáti-
ca Hipacia de Alejandría, en el siglo III, alquimistas como Marie Meurdrac, monjas
anónimas boticarias, curanderas que fueron acusadas de brujas… Posteriormente, en
el proceso de construcción de la ciencia moderna, científicas como Margaret Ca-
vendish, Emilie du Châtelet o Marie le Jars de Gournay y divulgadoras científicas
como Jane Marcet, se identificaron con una autoridad científica femenina que se di-
rigía a aquellas personas que querían adquirir nuevos conocimientos científicos
(Solsona, 1997).
La autoridad como categoría de análisis permite reflexionar con mayor com-
plejidad sobre el trabajo de recuperación de las aportaciones que las científicas hicie-
ron al conocimiento a lo largo de la historia. La mayoría de las científicas o filósofas
fueron mujeres con autoridad en su época, pero estuvieron sometidas a mecanismos
de desautorización social que las llevaron al anonimato, a la desaparición o infrava-
loración de su obra o a lo que todavía es más peligroso, a la falta de legitimidad de
su producción científica. Por ejemplo, Hildegarda de Bingen fue consultada por las
autoridades civiles y eclesiásticas de su época. Sin embargo, hoy se conoce de ella
sólo la faceta mística que le sirvió para afirmar su autoridad. Todavía no conocemos
un estudio sobre su visión de la ciencia medieval.
Para entender la práctica de la autoridad científica femenina es de interés el
análisis de la presencia de las mujeres en las distintas tradiciones en que estaba or-
ganizado el conocimiento anteriormente al nacimiento de la ciencia moderna y de
los conflictos de autoridad que se plantearon durante la emergencia de la ciencia
moderna y su paso a actividad profesional. Estos conflictos quedaron reflejados en la
práctica científica de las mujeres, en la configuración de las instituciones científicas
y en la autoría de las publicaciones.
Las huellas que han dejado las científicas han sido filtradas por la mirada de los
hombres que han escrito la historia. Si su acceso al conocimiento y a la ciencia ha
sido difícil, cuando no prohibido en la mayoría de las épocas históricas, más difícil es
aún recuperar sus huellas. Para ello hay que partir de una posición crítica de la con-
cepción androcéntrica de la razón, dominante en la historia de la ciencia. Un proble-
ma que se plantea al intentar recuperar las palabras de las científicas es el enfoque
historiográfico de la historia de la ciencia. Las mujeres no han participado de forma
significativa, a lo largo de la historia, en los mismos espacios que los hombres. Por
ello, no se pueden utilizar los mismos criterios de análisis para valorar la contribución
de las mujeres a la historia de la ciencia. Un enfoque historiográfico que destaque
únicamente la historia de los grandes personajes presenta dos problemas.
. El primer problema reside en que sólo permite recuperar la historia de las
científicas excepcionales. Deja a las mujeres sin una tradición científica
donde insertarnos a lo largo de la historia y nos lleva a una experiencia pre-
sente donde las científicas no tienen pasado, donde siempre hay que empezar
de nuevo.
. El segundo problema de este enfoque historiográfico es que resulta muy
difícil conceder valor científico a las autoras anónimas de la tradición al-
química, a las monjas, a las comadronas, a las boticarias, a las brujas, etc.
(Solsona, 1997).
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clas, disoluciones y reacciones químicas que proponen los libros de texto. Los ejem-
plos propuestos en los materiales curriculares son habitualmente ejemplos de labo-
ratorio. Uno de los ejemplos más frecuentes de mezcla y de reacción química es el del
azufre con las limaduras de hierro: un ejemplo que el alumnado nunca utilizará fuera
del contexto del laboratorio. En el estudio de la química de la cocina trabajamos con
los ejemplos sugeridos por el alumnado. En el caso de las mezclas y disoluciones acos-
tumbran a ser meriendas de galletas con chocolate y leche con chocolate en polvo.
Al utilizar ejemplos culinarios, se aprovecha la experiencia previa que tiene en pre-
pararse su merienda, o bien en fabricar un pastel, en el caso de la reacción química.
Es cierto que el conocimiento previo es superior en las chicas que en los chicos y es
una buena oportunidad para manifestarlo.
La intervención educativa centrada en la química de la cocina intenta de una
manera consciente conceptualizar los saberes femeninos y dar autoridad e impor-
tancia a la diferencia femenina. En general, las personas no aprendemos solas sino
que lo hacemos integradas en un contexto social del que extraemos nuestra expe-
riencia previa y que da sentido a lo que aprendemos. El conocimiento humano es un
conocimiento contextualizado. Las estructuras de conocimiento se originan y aplican
en contextos de experiencia concretos. El contexto en el que está arraigada cualquier
actividad humana está configurado por una red de relaciones que dan significado a
la acción. El contexto marca o sitúa el conocimiento que se produce y señala la im-
portancia de la construcción de un contexto adecuado que facilite la posterior apli-
cación del conocimiento construido. Desde esta perspectiva, el contexto culinario
funciona mejor como contexto social de aprendizaje que el contexto de laboratorio.
Con la química de la cocina empecé a experimentar en el aula unas actividades
que reunían mis prácticas, mis deseos, mis acciones, mis pensamientos y mis palabras
de mujer. El objetivo de esta intervención educativa es dar dignidad científica, dig-
nidad de saber, al conocimiento de las amas de casa, considerándolo como una forma
de conocimiento. Además, permite que circulen los saberes de nuestras alumnas, de
sus madres, de sus abuelas y de nuestras compañeras.
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Cada vez son más abundantes los estudios que abordan las relaciones entre los
usos lingüísticos y las diferencias sexuales. La antropología lingüística, la sociolin-
güística, la nueva dialectología y lo que en el ámbito anglosajón se denomina la
lingüística feminista llevan varias décadas aportando datos que muestran cómo
hombres y mujeres se construyen y se manifiestan de forma diferente en cuanto a la
manera de utilizar las lenguas; asimismo, se están desvelando los usos sexistas de las
lenguas y proponiendo formas de uso que permitan nombrar a las mujeres.
Los principales ejes que han promovido la investigación en torno a la diversi-
dad lingüística ligada a la diferencia sexual han sido las diferencias en la adquisición
lingüística según el sexo; las formas de transmisión cultural y, especialmente, la ad-
quisición y el desarrollo de la competencia comunicativa en niños y niñas, chicos y
chicas. En este sentido resulta de gran interés la consulta de los diferentes trabajos
que aparecen en la obra coordinada por B. Schieffelin y E. Ochs (1986).
Desde la perspectiva lingüístico-discursiva, los primeros trabajos sobre la diver-
sidad lingüística y la diferencia sexual que han tenido un gran impacto y se han con-
vertido en referencia obligada son los de R. Lakoff (1975) y D. Tannen (1982, 1986,
1990, 1993 y 1994). Para una exposición más detallada de los inicios de la investiga-
ción en torno a las hablas «femeninas» y «masculinas», se pueden consultar los trabajos
de D. Maltz y R. Borker (1982), I. Lozano Domingo (1995) y L. Martín Rojo (1996). Para
conocer la opinión de lingüistas y gramáticos en lo que se refiere al habla de las mu-
jeres, véase el capítulo tercero de la obra ya citada de I. Lozano Domingo, así como
el libro de M. Yaguello (1978). Desde la perspectiva del análisis crítico del discurso,
véanse los trabajos que aparecen en la obra de Wodak (1997).
Otra línea de investigación, muy ligada a la elaboración de un pensamiento y
una acción no sexista, es la que intenta descubrir la manera como las lenguas –es
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decir, quienes hacen y usan las lenguas– «tratan» o representan a los dos grupos
sexuales. Básicamente esos estudios se han interesado por dos fenómenos:
. Por una parte, desde el punto de vista morfológico, se han analizado los
usos de los géneros gramaticales, por ejemplo, el uso del masculino singular
en sentido genérico o del masculino plural como la forma que incluye per-
sonas de ambos sexos, o el cambio de significado del femenino respecto del
masculino (p. ej. hombre público, mujer pública, o los nombres que indican
profesiones hasta hace poco típicamente masculinas y la resistencia de al-
gunos a utilizar el femenino –médica, catedrática, jueza– para indicar a la
mujer que ejerce como tal y no la esposa del hombre que la ejerce).
. Por otra parte, desde el punto de vista léxico, se han analizado definiciones de
diccionario y el vocabulario asociado prototípicamente –o estereotípicamen-
te– a las características masculinas y femeninas. Para estos tipos de análisis,
es indispensable la consulta del trabajo de A. García Messeguer (1988, 1994).
1. En esa compilación aparece un trabajo mío (Tusón, 1999) en el que se abordan algunos aspectos que
pueden servir de complemento a lo que planteo en este capítulo.
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Cuadro 1. Características más sobresalientes del estilo femenino y del estilo masculino
Prosodia . Una entonación más enfática; ese . Ritmo más stacatto, con menos
y elementos énfasis se consigue con alarga- modulaciones entonativas.
paralingüísticos mientos vocálicos, entonaciones . Pocos cambios de tono de voz.
ascendente-descendente y descen- . Más finales descendentes.
dente-ascendente. . Uso menos frecuente de vocaliza-
. Más cambio de tono de voz, con ciones (mm, aha o similares), que
tendencia a tonos más agudos. ellos utilizan para manifestar
. Más finales ascendentes. acuerdo o desacuerdo.
. Utilización más frecuente de vo-
calizaciones (mm, aha o similares)
para indicar te escucho, te sigo.
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Elementos no verbales . Más contacto físico suave, se . Contacto físico más esporádico
(cinesia y proxemia) toman del brazo al caminar, y más agresivo (golpes, palma-
besos en los saludos, mayor pro- das...), choque de manos, mayor
ximidad al hablar. distancia al hablar.
. Los movimientos gestuales de . Gestos de brazos y manos más
manos y brazos suelen realizar- amplios.
se en un espacio más cercano al . Piernas abiertas o cruzadas con
propio cuerpo (con el antebrazo un pie sobre una rodilla.
casi pegado al tórax).
. Piernas juntas o cruzadas por
las rodillas.
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Una mujer que vamos a llamar supuestamente Francisca Laína Montero se podría presentar como:
tu chica, mamá, tu hermana, yo, nosotros, Paca, Paqui, Paquita, señora Francisca, Sra. Francisca
Laína de Elorza, Sra. Elorza, Francisca Laína, representante sindical de la empresa X, escritora, pro-
fesora de primaria, directora general de marketing, Superiora de la comunidad de la orden car-
melitana, presidenta del gobierno, directora comercial de la empresa X, etc.
Honoríficos. En el Libro de estilo del lenguaje administrativo (VV. AA., 1994), se indica que:
. «Excelencia» se reserve para jefes de estado y sus cónyuges.
. «Excelentísimo/a» se aplique a miembros del Ejecutivo hasta el nivel de secretarios de estado,
delegados de gobierno y gobernadores. Se indica que también tienen derecho a usarlo los al-
caldes de grandes ciudades, los rectores de universidad, los presidentes de comunidades autó-
nomas y los titulares de altos tribunales y cámaras legislativas.
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Cursilerías lingüísticas
Javier Marías
El autor, declarado admirador del movimiento feminista, defiende que la lengua es un instru-
mento lleno de útiles convenciones que no tienen por qué presuponer necesariamente discrimi-
nación sexista.
Una amable lectora de Barcelona me escribió reprochándome un paréntesis de un artículo
que publiqué en otro lugar. Aunque ya le contesté, quizá no sea superfluo dar aquí las mismas
explicaciones y, de paso, intentar aclarar alguna otra cosa que a mi modo de ver se presta últi-
mamente a gran confusión o manipulación. Mi paréntesis decía así: «…el hombre contemporá-
neo (y utilizo la palabra hombre en su acepción genérica, que no hay por qué abolir en favor de
la cursilería feminista o más bien hembrista)…». Como pueden imaginarse, los reproches eran dos:
ese empleo de la palabra hombre y el neologismo hembrista, que era entendido como alguna
suerte de insulto.
Empezaré por lo segundo y diré que no se trataba tanto de un insulto cuanto del intento de
separación de dos actitudes que habitualmente no se diferencian. Por una parte estaría el fe-
minismo, movimiento por el que tengo no sólo respeto, sino abierta admiración. A lo largo de
mi vida me he sublevado ante los suficientes atropellos machistas para no desear otra cosa que
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su término, y aún me deja atónito que haya trabajos en los que una mujer percibe un sueldo
más bajo que un hombre por llevar a cabo las mismas tareas. Sin duda hay mucho que lograr
todavía en ese combate y celebraré cualquier conquista en favor de la igualdad social de los
sexos. Por otra parte estaría lo que yo llamo hembrismo, tan condenable como el machismo y
equivalente a él: la actitud maniquea que no pretende igualdad sino favoritismo (a menudo con
trampas); el comportamiento partidista que, por ejemplo, ante una acusación de violación no
querrá ni verdad ni justicia, sino la condena del hombre en todo caso, como si eso fuera un
logro en sí mismo, independientemente de su inocencia o culpabilidad; el espíritu policial o in-
quisitorial que trata de imponer censuras al habla y a la opinión con pretextos y subterfugios
machistas o sexistas.
Hace poco, el Instituto de la Mujer, ese organismo agudo o más bien picudo, anunció que pien-
sa pedir a la Real Academia la supresión de las palabras así consideradas por su agudeza. El re-
proche de mi lectora estaba en la misma línea, y quisiera aclarar lo siguiente: el habla es lo más
libre que hay después del pensamiento, y es inadmisible que nadie quiera coartarla o restringirla
según sus gustos o hipersensibilidades; es algo vivo y sin dueño, y con infinitas posibilidades, de
las cuales cada hablante elige unas y rechaza otras, pero siempre sin tratar de imponer sus crite-
rios o preferencias a otros. Uno puede abstenerse de emplear tal o cual vocablo, pero no puede
aspirar a que sea abolido por ello.
Por otra parte, la lengua es un instrumento útil, y como tal está lleno de convenciones que
en sí mismas no presuponen necesariamente discriminación. En las lenguas romances como el
castellano existen géneros y quizás por eso pueden parecer más «sexistas» que otras en las que no
los hay. No es así: el plural «los escritores» engloba también a las escritoras –es una mera con-
vención de la lengua– y me parece cursi la vigilancia que hoy lleva a tanta gente a decir «los
escritores y las escritoras» o «las niñas y los niños». En cuanto al uso genérico de hombre, es otra
convención sin más, como lo es decir «el león vive en la selva», «el perro es el mejor amigo del
hombre» o «los escoceses son tacaños». Me parecería una mojigatería insufrible andar diciendo
«el león y la leona viven en la selva», «el perro y la perra son los mejores amigo y amiga del hom-
bre y de la mujer» o «los escoceses y las escocesas son tacaños y tacañas». También se dice «la
tortuga», «la serpiente», «la foca» y «la araña» como genéricos, englobando a los machos de esas
especies, se dice «el conejo», pero se dice «la liebre», y a nadie se le ocurre pensar que las lie-
bres machos estén siendo excluidas o menospreciadas. Si se siguiera hasta el fin esta tendencia
habría que hablar siempre de «la tortuga y el tortugo», «el araño y la araña», «la foca y el foco»,
una ridiculez. También llegaría el día en que los varones exigieran que se los llamara «personos»
y «víctimos».
Y ese día, en efecto, todos y todas habríamos sido víctimas y víctimos de la cursilería mencio-
nada en mi criticado paréntesis.
El autor da su opinión –y, por supuesto, es muy dueño de pensar de esa ma-
nera–. Otra cosa son las contradicciones en las que cae y, sobre todo, la falacia
argumental y la ridiculización a la que somete opciones diferentes a la suya. Aquí
sólo señalaremos algunos aspectos y dejamos que quien lea estas páginas comple-
te el análisis. Compara Marías el uso de «hombre» como genérico al de nombres de
animales también usados en masculino singular como genéricos cuando gramati-
calmente pueden tener los dos géneros, como león, perro, etc., y señala también el
hecho de que existen denominaciones de animales que sólo presentan un género
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(la liebre, la tortuga, el rinoceronte). Usar esas comparaciones es una falacia por el
simple hecho de que se compara el mundo animal con el mundo social humano. Y,
con todos los respetos hacia los seres animales no racionales, hemos de convenir en
que sus organizaciones sociales no cambian a no ser, precisamente, por la inter-
vención de algún que otro animal racional (no sabemos de ninguna revolución de
las abejas obreras contra la reina y los zánganos, ni de ninguna confabulación de las
mantis religiosas macho contra las hembras, que los devoran después de aparear-
se, por poner dos ejemplos). Sin embargo, las sociedades humanas cambian en el
tiempo y en el espacio, y por eso no es lo mismo hablar de esclavitud, servidumbre
o proletariado, denominaciones que se refieren a formas de relación social dife-
rentes ¿o no?
Señala el autor que «la lengua es un instrumento útil, y como tal está lleno de
convenciones que en sí mismas no presuponen necesariamente discriminación». Y,
desde luego, estamos de acuerdo con esa afirmación; pero, cuando él plantea que
hombre es una de esas convenciones y que no tiene por qué ser discriminatoria, desde
luego ya no estamos tan de acuerdo, porque la lengua española ofrece muchas po-
sibilidades para designar al conjunto de la humanidad y la elección de una u otra
puede ser inconsciente, pero no inocente, y menos cuando quien elige es un artista
de las palabras, un escritor, que tiene que estar acostumbrado a buscar el adjetivo
justo, a pelearse con la sintaxis para seleccionar la estructura que mejor provoca el
efecto pretendido, a dar con el conector adecuado al registro lingüístico que se quie-
re utilizar, etc., etc.
Como ilustración, he aquí unas cuantas posibilidades de las que comentamos
que ofrece la lengua y que permiten no excluir a nadie (cuando ése es el objetivo que
se pretende, claro está):
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2. Tanto el texto de Javier Marías como el de Tullio de Mauro forman parte de los materiales que utiliza-
mos en las clases de la asignatura «Lengua castellana» de 1.o de Magisterio de la Universitat Autònoma de
Barcelona.
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(1)
Durante muchos años, el hombre se comunicaba sin necesidad de ejercer la escritura ni el
habla y, en cambio, en muchos aspectos se parecían mucho al hombre actual. Surgieron algunos
cambios y, luego, apareció la palabra. Y, de ahí, surgió la necesidad de dejarlo por escrito, de fijar
las palabras (leyes, contratos, ceremonias y ritos...). [...]
(2)
El hombre vive en sociedad, ya desde los inicios el hombre ha convivido con demás hombres,
y el mero hecho de la convivencia comporta una comunicación, existe por parte del hombre la
necesidad de comunicarse. Primero la comunicación era con gritos pero luego apareció la pala-
bra, y con ella la necesidad de hacer perdurar lo que solo se pronunciaba o oía y así aparecieron
las primeras escrituras. [...]
(3)
Durante millones de años el hombre no utilizaba la palabra. Se valía sólo con los gritos para
comunicarse con los demás. Con el transcurso del tiempo dejaron atrás los gritos y apareció la
palabra. [...]
(4)
En un principio el hombre propiamente dicho se comunicaba mediante gestos sin necesidad
de hablar. Hace aproximadamente unas decenas de milenios surgió otra manera de comunicarse
mediante la palabra. [...]
(5)
Durante millones de años, el hombre no tuvo la necesidad de hablar, aunque se comunicaba
mediante sonidos y gritos. Su evolución llevó a la aparición de la palabra. [...]
(6)
A lo largo de la evolución del hombre el uso del habla no pareció tener una principal trascen-
dencia. Y como los animales, se comunicaban mediante gruñidos. […]
(7)
La virtud de la palabra en el hombre no ha existido siempre. La comunicación en la Prehisto-
ria era realizada mediante sonidos guturales. Con el desarrollo de estos pueblos hubo una evolu-
ción de la comunicación que dio lugar al habla. […]
(8)
El artículo «No hace falta hablar» que forma parte de la Guía para el uso de la palabra nos ar-
gumenta que desde el inicio de la humanidad el hombre se comunicaba. En un principio el ser hu-
mano prescindía de la palabra, más adelante recurrió a los símbolos. […]
Como se puede apreciar, en todos los textos, a excepción de los dos últimos,
aparece únicamente la forma «el hombre» utilizada como genérico (en el 3 aparece
también en plural, «los hombres»)3. Cada curso me llama la atención que, de entre las
diversas posibilidades que tienen en el texto, escojan para resumir una que no apa-
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rece –«el hombre»– y que no se ajusta a la intención expresiva del autor de incluir a
hombres y mujeres. Cuando les comento este hecho y cuando más adelante –al tra-
tar el tema de lengua y género de forma más específica– recuperamos las palabras
de Tullio de Mauro y los resúmenes que habían elaborado, una parte del alumnado
suele decir que su opción es «más fácil», «más cómoda» o «más sencilla» y que «total,
ya nos entendemos». Y esto lo dicen tanto chicos como chicas. Cuesta algo que en-
tiendan que no es sólo una cuestión de opciones feministas o sexistas, sino que es
también una cuestión de precisión léxica y que, si la lengua hace posible nombrar a
unos y a otras con sustantivos colectivos o con denominaciones no ambiguas, pare-
ce fuera de lugar y de tiempo obstinarse en utilizar una forma excluyente y ambigua
(como es el caso de hombre, ya que me puedo estar refiriendo exclusivamente al
macho de la especie). Aun así, las resistencias persisten4…
3. Dejamos de lado aquí otros comentarios sobre el contenido del resumen y que, por supuesto, se traba-
jan en las clases, ya que uno de los objetivos de la actividad consiste en analizar la importancia de saber
elaborar un resumen como muestra de la comprensión de un texto y como instrumento de estudio (véase
A. Ramspott, 1996).
4. Hay que decir, también, que buena parte del alumnado participa activamente en la discusión defen-
diendo la postura que aquí se propone.
5. Algunas indicaciones prácticas para llevar a cabo la observación en el aula se pueden encontrar en
Nussbaum y Tusón, 1996.
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Mujer y arte
Teresa Alario
Cátedra de Estudios de Género de la Universidad de Valladolid
1. La exposición que se inauguró en Los Angeles llevaba por título Women Artists, 1550-1950.
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Era la mirada patriarcal la que había colocado al genio en el centro del para-
digma científico, la que había excluido a las mujeres de la posibilidad de poseerlo2, la
que arbitrariamente había dividido la producción artística en artes mayores y meno-
res, dependiendo del sexo de quien las hubiera realizado.
Las investigaciones de género en historia del arte han replanteado, además, la
forma en que miramos las imágenes. Laura Mulvey, apoyándose en nociones psicoa-
nalíticas, planteó alternativas a la lectura de imágenes artísticas en las que se repre-
sentaba a las mujeres. Esta investigadora enfrentó un tema básico en nuestra cultura
visual, tanto en la artística como en la cultura de masas: el predominio de la focali-
zación masculina de la mirada y, por ende, la universalización de su modelo de placer.
Esta línea de investigación se ha apoyado en las teorías psicoanalíticas de Lacan, que
parten de que el pensamiento patriarcal niega a las mujeres, por la imposibilidad y el
miedo de enfrentarse a la diferencia, a la vez que necesita inventar a «la mujer» como
un objeto fragmentado y fetichizado.
Durante la década de los ochenta se profundizó en lo femenino como obje-
to de la representación. Un buen ejemplo es el libro Old Mistresses, Women, Art
and Ideology, publicado en 1981 por Rosina Parker y Griselda Pollock, en el que
no sólo reivindicaban a las antiguas maestras del arte sino que analizaban las re-
presentaciones de las mujeres hechas por las mujeres en comparación con las de
sus contemporáneos varones. Griselda Pollock, por ejemplo, ha trabajado sobre
2. «Las mujeres creadoras –es decir, las mujeres autónomas– han supuesto siempre una anomalía en el sis-
tema perfecto del desarrollo creador. Así, como en muchos de los sistemas científicos, las anomalías se
eluden o ignoran porque no se les deja cuestionar el sistema mismo, y el paradigma –siguiendo a Kuhn-
continúa. La memoria se construye según ese paradigma triunfante y aquellas anomalías se minimizan, se
eluden e ignoran. El paradigma del sujeto masculino autónomo, creador, que transforma el universo,
ha eludido las anomalías de aquellas mujeres que supieron y pudieron transformar su destino, o se han
considerado como excepciones» (Cao, 1997, p. 17).
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Mujeres creadoras
Las razones esgrimidas históricamente por el pensamiento patriarcal para negar
a las mujeres la capacidad para la creación artística fueron de índole biológica, ba-
sándose en la peregrina idea de que su estructura corporal, orientada únicamente a la
reproducción de la especie, la incapacitaba o limitaba para ello. A esta razón, apoyada
en una ideología claramente sexista, se fueron sumando otras de índole sociológico
y cultural que situaron a las mujeres en el ámbito privado y les negaron durante
muchos siglos una educación similar a la del hombre. La división de tareas entre el
hombre, a quien se le ha atribuido la creación cultural, y la mujer, cuya principal tarea
ha sido la reproducción de la especie, se trasformó así en la base de la exclusión de las
mujeres del ámbito de la producción artística, como refleja esta frase del escultor Jean
Arp: «el arte es un fruto que nace dentro del hombre como un fruto en una planta o
una criatura en el útero materno». Como mucho, en el mundo de las artes, a la mujer
le ha correspondido los papeles de musa o de modelo frente al hombre creador.
Ello ha hecho muy difícil y, desde luego, diferente a la experiencia masculina, los
procesos vitales y la tarea de las mujeres que se dedicaron a las artes, como ya puso
en evidencia la escritora Virginia Woolf en 1929, cuando en su libro Una habitación
propia se preguntaba «lo que hubiera ocurrido si Shakespeare hubiera tenido una her-
mana maravillosamente dotada»3. La pregunta y la respuesta no diferirían demasiado
de habernos preguntado por la hermana de Miguel Ángel o Leonardo, por ejemplo.
Las investigaciones de los últimos treinta años han puesto en evidencia la carrera
de obstáculos, en palabras de la historiadora Germaine Greer, con la que las mujeres
se han encontrado para crear arte en los distintos momentos históricos. Estas inves-
tigaciones han permitido a la vez dar una respuesta afirmativa a la pregunta sobre si
han existido grandes mujeres artistas, partiendo del supuesto de que los nombres y
obras de mujeres artistas de todos los períodos históricos conocidos hasta hace sólo
unas décadas constituían sólo la punta del iceberg de un mundo cuidadosamente es-
condido. El conocimiento del que hoy disponemos sobre el número de creadoras y sobre
la calidad de su obra no se compadece, sin embargo, con su escasa presencia en ma-
nuales y colecciones de arte al uso. Como dice Griselda Pollock (García, 1991), «son pre-
cisamente los historiadores del siglo XX los que estructuran la historia de una manera
sexista, porque la historia del arte moderno aparta a las mujeres del protagonismo que
habían vivido». Este proceso de ocultación, nada casual, ha borrado de la conciencia de
la mayoría incluso la posibilidad de imaginar a la mujer como agente creador, apoyán-
dose en una tradición académica que ha negado a las mujeres su papel como artistas.
Cabría plantearse: ¿cuáles han sido las técnicas de la ocultación?
3. La misma autora ofrece la respuesta unas líneas mas abajo de la misma obra, al suponer que la hipo-
tética hermana del escritor «se quedó en casa. Tenía el mismo espíritu de aventura, la misma imaginación,
la misma ansia de ver el mundo que él. Pero no la mandaron a la escuela. No tuvo oportunidad de apren-
der la gramática ni la lógica, ya no digamos de leer a Horacio ni a Virgilio [...] Quizá garabateaba unas
cuantas páginas a escondidas en un altillo lleno de manzanas, pero tenía buen cuidado de esconderlas o
quemarlas» (Woolf, 1989, p. 67).
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4. «Su arte es el resultado de un acto individual de coraje cuya memoria no resistió el paso de más de una
generación» (Serrano, 2000, p. 33).
5. «Cada nueva mujer artista ha actuado como Robinson en la isla desierta y solitaria, deseando hacer lo
más invisible posible su condición de mujer» (Serrano, 2000, p. 34).
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temporáneo, en el que se han disuelto los límites entre las diferentes artes
materiales y en el que la aparición de movimientos plásticos caracterizados por
la serialización, o la utilización de materiales tejidos, que son elementos que
han venido definiendo lo que se ha dado en llamar artesanía.
. El último recurso es la exclusión de las mujeres del modelo de artista que ha
pervivido en el imaginario colectivo, ya que la limitación de movimientos
que han sufrido las mujeres vitalmente, especialmente a partir de la impo-
sición del modelo de vida burgués a lo largo del siglo XIX, se aparta radical-
mente de «la concepción romántica del artista como héroe solitario»
(Serrano, 2000, p. 27) que se mantiene aún en el imaginario colectivo como
la figura del artista por excelencia desde las vanguardias de finales del siglo
XIX. Así, coinciden más con la idea del artista bohemio trayectorias vitales
como la de Toulouse-Lautrec, Vincent Van Gogh o Picasso que la de Marie
Cassat o María Gutiérrez Blanchard.
Tras estas reflexiones, cabe hacer aquí un repaso de algunos nombres que, a
título de ejemplo, nos pueden permitir entender las condiciones en que se desarrolló
la obra de las artistas mujeres en la historia del mundo occidental.
Aunque conocemos nombres de artistas mujeres como Timárete, Irene o Iea, ci-
tadas por Plinio y posteriormente por Boccaccio o Christine de Pizán, partiremos de
las artistas de la Edad Media para realizar un pequeño recorrido en torno a las con-
diciones en que se ha desarrollado históricamente la creación femenina, ya que es el
momento a partir del cual se dispone de un conjunto de datos mas o menos fiables.
La mayor parte de las mujeres que se dedicaron a la creación plástica duran-
te la Edad Media fueron monjas, a quienes los muros del monasterio ofrecieron la
posibilidad de recibir una educación y de disponer de un tiempo para la produc-
ción artística e intelectual que les era muy difícil a las mujeres laicas. En palabras
de un grupo de investigadoras de la Edad Media: «los monasterios femeninos eran
una sociedad equilibrada donde la vida del espíritu se conjugaba con la del cuerpo»
(VV. AA., 2000, p. 16).
Entre las monjas que encontraron en los muros del convento un refugio para
realizar su labor creativa podemos destacar la obra de tres artistas de identidad co-
nocida, entre un conjunto de obras que han pervivido como anónimas y que en
muchos casos serían obra de mujeres.
. El primero es el de Ende o Eude, que en el siglo X iluminó el Beatus del
Apocalipsis que se guarda en la catedral de Gerona. Su firma se conserva
en el manuscrito, junto con la precisa aclaración de que era Pintora y ser-
vidora de Dios.
. Otra de las figuras de pintoras medievales es Teresa Díez, religiosa activa en
torno a 1320, que realizó frescos de grandes dimensiones en varios monas-
terios de la provincia de Zamora. En el Real Monasterio de Santa Clara de
Toro se conservan tres frescos que constituyen los restos de un conjunto
de pinturas «en las que el naturalismo gótico se impone definitivamente a
la gravedad del románico y penetra en las figuras humanizando formas,
suavizando gestos y dulcificando los rostros» (Navarro, 1988, p. 85).
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6. Whitney Chadwick (1992, p. 56), describe unas páginas antes cómo, entre los siglos XII y XV, la posición
social, económica y cultural de las mujeres fue mejorando, a la vez que se fue construyendo un nuevo
imaginario que se reflejó tanto en la imagen humanizada de las vírgenes góticas, como en las represen-
taciones de las mujeres que trabajan y se integraban en los gremios de artesanos en el contexto de una
nueva sociedad urbana.
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Este contexto justifica que haya pocos nombres de mujeres artistas que desta-
caron hasta avanzado el siglo XVI. Entre ellas destaca Sofonisba de Anguissola, artis-
ta muy alabada y conocida en su época, especialmente por sus retratos. Nacida en
una familia noble italiana entre los años de 1532 y 1536, tuvo una larga vida, ya que
murió en Palermo a edad muy avanzada, en el año 1625. La formación que recibie-
ron por igual los hijos e hijas de la familia siguió los principios humanistas y facilitó
que varias de las hermanas de Sofonisba se dedicasen a la pintura7. Sin embargo su
formación artística con el pintor Bernardino Campi fue sólo de tres años, bastante
más escasa que la que habitualmente tenían los artistas varones en la época, lo que
puede explicar ciertas debilidades en la obra de la pintora.
Como consecuencia de su fama se solicitó su presencia en la corte española,
en la doble calidad de pintora de la corte y de dama de la reina Isabel de Valois, a
quien impartirá clases de pintura, al igual que a sus hijas. En España conoció el arte
de Francisco Coello, fusionando así su formación italiana y el estilo de la corte espa-
ñola. Este hecho, unido a que las referencias que de ella se conservan hablan de ella
más como dama excepcional de la reina que como artista, explica que varias de sus
obras hayan sido atribuidas en algún momento a pintores como Coello, Zurbarán,
Leonardo da Vinci o Tiziano.
Algunos de sus autorretratos reflejan claramente la concepción socialmente
dominante de la mujer artista como una excepción, incluso una curiosidad. Por ello
el autorretrato femenino estaba de moda en la época, pues en ellos los compradores
adquirían a la vez la representación de la artista y la prueba de su capacidad artísti-
ca8. En la obra Bernardino Carpi pintando a Sofonisba de Anguissola, se representa
a sí misma, siendo pintada por su maestro, consciente de la excepcionalidad de su
posición como artista que es a la vez sujeto y objeto de la representación.
En España se conservan algunas obras de esta pintora, esencialmente retratos
caracterizados por un gran verismo como Retrato de joven dama desconocida (Museo
Lázaro Galdiano), Retrato de Isabel de Valois (Museo del Prado), Retrato de Felipe II
(Museo del Prado), Retrato de Doña Ana enlutada (Museo del Prado) o Retrato de la
Princesa de Éboli (Col. Duque del Infantado. Sevilla). Aunque la fama de Sofonisba
proviene esencialmente de los retratos, son también muy interesantes otras obras que
constituyen un género que la pintora trató con verdadera maestría, el de los grupos
familiares que presentaba con un cierto costumbrismo. Entre ellos destacan dos pie-
zas: La partida de ajedrez y Retrato de familia, ambos pintados en la década de 1550.
De esta pintora dice Bea Porqueres que: «Sofonisba Anguissola sirvió de prece-
dente a otras pintoras italianas que siguieron su ejemplo. Entre ellas conocemos los
casos de Lavinia Fontana e Irene Spilimbergo, que la citan explícitamente como ejem-
plo a seguir. [...] Mary D. Garrard apunta la posibilidad de que Artemisia Gentileschi
conociese la obra de Sofonisba» (Porqueras, 1994, p. 101).
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Remedios Varo. Mujer saliendo del psico- René Magritte. La filosofía en el dormito-
analista (1961) rio (1947)
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co sino que surja una nueva y consciente manera de crear, desde la clara consciencia
de ser mujer y de romper con las estereotipadas imágenes que la cultura ofrece.
La mayor parte de estas creadoras se ha planteado los problemas de la identi-
dad de género y la representación del cuerpo femenino, ofreciendo respuestas diver-
sas como la de Judy Chicago, autora de una obra paradigmática titulada La Cena, que
constituía un intento de construcción de una genealogía femenina a partir de una
iconografía claramente sexual, hasta las distintas representaciones corporales que en
su larga trayectoria ha realizado Louise Bourgeois, pasando por las fotografías de
Cyndy Sherman, que presenta la feminidad como una construcción social, como una
mascarada. Nikki de Saint Phalle, Ana Mendieta, Sophie Calle, Barbara Kruger, Rosema-
rie Trockel, Jenny Holzer y en España Esther Ferrer, Paloma Navares o Marina Nuñez
son algunos nombres de artistas que pueden citarse en la actualidad.
Mujeres creadas
A lo largo de los siglos la ideología patriarcal ha impuesto su mirada en todos
los ámbitos de la cultura, convirtiendo en única y, por tanto, universal la visión del
mundo de uno de los dos géneros: el masculino9.
Quizá el tema más repetido en la producción artística a lo largo de la historia
occidental sea el del cuerpo femenino: vírgenes, santas, diosas, amantes, musas, re-
presentación de virtudes, olas del mar convertidas en cuerpo de mujer... cualquier
tema era buena excusa para ofrecer a la mirada masculina los deseos y también los
miedos de los hombres respecto a las mujeres. Pero con tanto representar su idea de
«la mujer» perdieron de vista a las mujeres de carne y hueso, a aquellas con quienes
convivían. Así, fueron tras una idea, creando estereotipos sobre las mujeres, mien-
tras la realidad de éstas, su visión del mundo, era silenciada.
Una revisión de las imágenes femeninas de la historia del arte permite pronto
descubrir que la mujer es objeto, y no sujeto, de la mirada, y que la mayor parte de
los historiadores y críticos parecen compartir la idea de que «la mujer aparece como
un sinónimo de imagen, la una y la otra son dos objetos naturales del artista mascu-
lino» (Pollock, 1995).
Siendo el hombre el elemento activo, el dueño de la palabra y de la mirada según
Lacan, a la mujer sólo le queda ser un objeto pasivo «cuyo trabajo o gracia esencial es
hacerse merecedora de esa mirada. Ello determina desde el principio el papel del hom-
bre pintor y de la mujer modelo» (Serrano, 2000, p. 46). Por ello, las Venus que se ofre-
9. «El cuerpo de la mujer y todas las derivaciones de tipo erótico que en él se proyectan ha sido durante
siglos una imagen tan recurrente en el arte que hasta fecha muy reciente nadie se ha cuestionado si su
representación y lectura no podía ser de otro modo. Ningún tema pictórico está más determinado por una
compleja trama de intereses culturales que las narraciones visuales del cuerpo femenino y tales imágenes
no son susceptibles de una sola interpretación, simple y naturalista [...]. A la historia le ha sido –le está
siendo– muy difícil desterrar evidencias y lugares comunes, y su discurso interpretativo en el contexto de
una cultura patriarcal lamentablemente no podía ser otro: en realidad éste respondía a lo que se asumía
como el orden natural de las cosas» (Bornay, 1998, p. 12).
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cen pasivas e inconscientes de la mirada del pintor y del espectador proliferaron du-
rante el Renacimiento y el Barroco, ejemplificando, cuando se miraban al espejo, la idea
de la belleza despreocupada y el exceso de narcisismo. Algunas investigaciones recien-
tes también han puesto en evidencia que en la pintura religiosa del período barroco
proliferaron los temas sacados del Antiguo Testamento, en los que se habían buscado
aquellos pasajes con un contenido claramente erótico, e incluso sádico, respecto al
cuerpo femenino. Un buen ejemplo lo constituyen la gran cantidad de imágenes de
María Magdalena, ejemplo de «aquella viva emoción que apelaba a los sentidos, aquel
recrearse en un misticismo erótico que en más de una ocasión sorprende por su obsce-
nidad» (Bornay, 1998, pp. 21-22). Con los siglos los temas y estilos pictóricos han cam-
biado, pero no la focalización de la mirada patriarcal, que encontramos desde el Origen
del mundo de Gustave Courbet hasta las mujeres hipersexuales de Allen Jones10.
Esta objetualización de la figura femenina en la iconografía artística hunde sus
raíces en la larga y prestigiosa tradición de la filosofía aristotélica11, que define y sitúa
en la naturaleza y en la sociedad a ambos sexos de un modo jerárquico y asimétrico,
pues como afirma Aristóteles, «la naturaleza del hombre es más acabada y comple-
ta» (Durán, 2000, p. 34), con lo que justifica que «tratándose de la relación entre
macho y hembra, el primero es superior y la segunda inferior: por eso, el primero es
superior y la segunda es regida» (Durán, 2000, p. 28).
Según el filósofo griego, esta asimetría natural y social se justifica en un con-
junto de opuestos que enfrentan el principio femenino y el masculino, que asocia
respectivamente a cultura/naturaleza, forma/materia, activo/pasivo, caliente/frío,
derecha/izquierda, anterior/posterior y arriba/abajo.
Así, a lo largo de los tiempos se ha justificado el dominio del hombre-cultura
sobre la mujer-naturaleza12, pues siendo superior la razón a la naturaleza, ha de so-
meterla, de colonizarla. Por otra parte, esta asociación con la naturaleza somete a la
feminidad al ámbito natural, maternal y reproductivo y a un cierto determinismo
frente a los procesos vitales-biológicos. En la imaginería artística proliferan repre-
sentaciones que asocian a la mujer y al florecimiento de la naturaleza como el fa-
moso cuadro de La Primavera, de Boticcelli. Los cabellos de las mujeres se
transforman en vegetación en las múltiples representaciones de Flora, en La llama-
da de la noche del surrealista Paul Delvaux, o en las muchas imágenes femeninas que
se crearon en el Modernismo (Bornay, 1994), mientras en el mito de Apolo y Dafne,
pintado por Pollaiolo en el siglo XV, son las extremidades de la mujer las que se han
10. «El modo esencial de ver a las mujeres, el uso esencial al que se destinaban sus imágenes, no ha cam-
biado. Las mujeres son representadas de un modo completamente distinto a los hombres, y no porque lo
femenino sea diferente de lo masculino, sino porque siempre se supone que el espectador “ideal” es varón
y la imagen de la mujer está destinada a adularle» (Berger, 2000, p. 74).
11. El sistema de pensamiento aristotélico ha mantenido una gran vigencia a lo largo de los siglos en el
pensamiento occidental, como afirma Ma Luisa Femenías: «El legado aristotélico, aún vigente, parece tener
el interés de preservar y perpetuar una sociedad construida sobre un eje que valoriza, pondera y prioriza
lo masculino» (Femenías, 1996, p. 22).
12. «En ellas no es tan fuerte la razón como en los varones [...] pero las mujeres son más carne que espí-
ritu y por ende son más inclinadas a ellas que al espíritu» (Goldberg, 1974, p. 210).
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e incluso muertas, como la Ofelia de Millais. Adolf Loos, uno de los arquitectos intro-
ductores de la modernidad en el siglo XX, asociaba en cualquier composición plástica la
línea horizontal a la imagen de una mujer acostada y la vertical a la del hombre que la
penetra, hecho que manifiesta palpablemente que la asociación de lo femenino con las
formas pasivas, frente a las activas (masculinas) no desaparece de la mente de los artis-
tas ni de su simbología, ni siquiera cuando estamos ante el arte más abstracto.
Cuando en las pinturas y esculturas las figuras de mujer rompen los límites y se
convierten en seres activos, saliéndose de los papeles atribuidos, surge el mal repre-
sentado por perversas figuras femeninas como Salomé, la vampiresa, la medusa, la
esfinge, la bruja o la prostituta, metáforas de todas las catástrofes para el hombre.
En el aula
Anteriormente he destacado la necesidad de ser conscientes de que comprome-
terse con una visión crítica de la historia del arte desde la óptica de la igualdad de opor-
tunidades entre los sexos en el medio educativo, no es dar a la disciplina un pequeño
barniz que añada unos pocos contenidos nuevos, sino que supone un verdadero replan-
teamiento de la misma, poniendo en solfa conceptos fuertemente asentados en nues-
tras mentes y métodos de análisis, como el estilístico que, en ocasiones, no nos servirán
para establecer unos parámetros válidos con que medir la obra de las mujeres artistas.
En definitiva, nos obligarán a revisar cada lectura, cada obra, cada atribución, siendo
conscientes de que estamos inmersos en una estructura de pensamiento deudora del
patriarcado. Una cita de Bea Porqueres nos pone sobre aviso del «cataclismo» que puede
sufrir el profesorado que desee acercarse a esta temática con coherencia:
En cuanto a incorporar el análisis de obras hechas por mujeres al estudio de la histo-
ria del arte, es imprescindible replantear de forma crítica el conjunto de la disciplina y,
por descontado, de su didáctica. En cuanto a los materiales necesarios para ilustrar el
cambio de perspectiva propuesto, se trata de comenzar en cada escuela e instituto a
elaborar diapositivas para uso de los departamentos y seminarios, o de presionar a las
empresas editoras de materiales para que incorporen a sus colecciones obras de pin-
toras, escultoras, arquitectas. También habría que ampliar los fondos de las bibliote-
cas con la bibliografía adecuada, pensar en nuevos textos para comentar y en una
manera diferente de comentarlos. (Porqueres, 1995, p. 8)
Aunque han pasado algunos años desde que Bea Porqueres escribió el texto an-
terior, los problemas de falta de materiales y recursos didácticos comercializados
sigue siendo desgraciadamente una realidad en España. Los libros de texto siguen
incorporando los nombres y las obras de las mujeres artistas en una proporción ri-
dícula y, al contrario de lo que pasa con la imagen publicitaria o de los medios de
comunicación de masas, las imágenes artísticas se mantienen salvaguardadas del
análisis de los sesgos y estereotipos de género. Evidentemente, faltan también dia-
positivas, material videográfico e informático sobre este tema, lo que supone un pro-
blema añadido para el profesorado. Sin embargo, existen cada vez más páginas de
Internet que pueden constituir una buena fuente de información y de imágenes para
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su utilización directa o indirecta en el aula. Por ello, aún a riesgo de que esta infor-
mación quede pronto obsoleta, al final de este texto incluyo algunas direcciones de
Internet, pero una vez iniciado el proceso, resulta fácil saber cómo y dónde encon-
trar en la red bastante de la información deseada.
Por otra parte, en el texto de Bea Porqueres que anteriormente citaba se habla-
ba de «incorporar el análisis de obras hechas por mujeres al estudio de la historia del
arte», es decir, de hacer una verdadera historia universal, teniendo en cuenta la pro-
ducción y las visiones de hombres y mujeres, y por tanto, que hay que evitar caer en
una historia del arte de las mujeres como una historia paralela, que siempre se vería
como secundaria o como esencialista. Bien es cierto que, dada la escasa trayectoria
de esta visión del arte en el medio educativo, construir esta historia del arte respe-
tuosa con los valores de género implica actualmente aún tener que hacer un hin-
capié especial en la producción de las mujeres, y destacar de modo especial los rasgos
androcéntricos y etnocéntricos de la producción artística occidental.
La última de estas breves recomendaciones es que en el aula resulta muy inte-
resante poner en evidencia la continuidad entre la iconografía artística y la publicidad
en lo que a los valores de género se refiere (Pérez Gaulí, 2000).
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Direcciones de Internet
Creatividad feminista: http://www.creatividadfeminista.org/galeria2000/textos/his-
toria_arte.htm
Estudios online sobre arte y mujer: http://www.estudiosonline.net/index.htm
Museo Nacional de Mujeres Artistas de Washington: http://www.nmwa.org/
Proyecto Desde el Cuerpo: http://www.fmba.arts.ve/indexc.html
The Artchive: http://artchive.com/artchive/women/htlm
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Carlos Lomas
Centro del Profesorado de Gijón (Asturias)
Las palabras importan. Aunque creamos que estamos utilizando el lenguaje, es el lengua-
je quien nos utiliza. De forma invisible moldea nuestra forma de pensar sobre las demás
personas, sus acciones y el mundo en general [...]. Cualquier debate que se centre en es-
tablecer las diferencias entre los patrones de conducta que caracterizan a los hombres y
a las mujeres pasa por hacerse esta pregunta: ¿a qué se debe la existencia de dichos
patrones? Sin lugar a dudas existe un componente biológico. No obstante, la influencia
cultural es capaz de sobreponerse a cualquier herencia genética. (Deborah Tannen, 1998)
Una versión abreviada de este texto fue publicada hace unos meses en el número 28 de Textos de Di-
dáctica de la Lengua y de la Literatura (abril-junio de 2001).
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1. Quizá por ello en algunas investigaciones sobre la cultura de masas se habla de industrias de la con-
ciencia y de industrias de la realidad al aludir a los efectos cognitivos y sociales de la prensa, de la tele-
visión y de la publicidad.
2. Un estereotipo es una imagen convencional o una idea preconcebida sobre objetos, personas y grupos so-
ciales que construye un universo de significados enormemente eficaces en el aprendizaje de modos de ver
y de entender el mundo. El estereotipo es en este sentido un mensaje de estructura autoritaria en la medi-
da en que difunde una visión simplificada de la realidad en detrimento de otras maneras más complejas de
entender a las personas y a los grupos sociales. Por tanto, los estereotipos no son inocentes ni neutrales ya
que tienen un efecto emotivo e ideológico en el modo en que conocemos el mundo y en la defensa del sta-
tus quo. Los estereotipos suelen conllevar un juicio de valor peyorativo con respecto a las personas y a los
grupos socialmente desfavorecidos en el que se elude cualquier análisis histórico. De este modo constituyen
«etiquetas» que, por una parte, facilitan una comprensión trivial de las cosas ajena a cualquier dialéctica y,
por otra, actúan como herramientas de descrédito, menosprecio y ocultación de algunas personas y de al-
gunos grupos sociales a causa de su identidad sociocultural, sexual, racial, ideológica...
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tivo de la diferencia sexual se derivan unas u otras teorías feministas y unas u otras
prácticas políticas y educativas.
Aunque los senderos de la indagación feminista se bifurcan en la actualidad en
los territorios (en ocasiones divergentes) del feminismo de la igualdad y del feminismo
de la diferencia, algunas personas –entre las que me encuentro– creemos que al final
esos senderos han de converger ensanchando así el camino hacia una mayor equidad
y justicia en las relaciones entre mujeres y hombres. Al fin y al cabo igualdad entre mu-
jeres y hombres no debe significar (aunque ciertamente haya sido así en algunas oca-
siones) la adopción por parte de las mujeres de las ideologías y de los estilos de vida
asociados al orden simbólico masculino ni el olvido de lo que constituye su específica
y diferente identidad sexual y cultural. Como señala Luce Irigaray (1992), «¿a qué o
a quiénes desean igualarse las mujeres? ¿A los hombres? ¿A qué modelo? ¿Por qué no a
sí mismas? La igualdad entre hombres y mujeres no puede hacerse realidad sin un pen-
samiento del género en tanto que sexuado, sin una nueva inclusión de los derechos y
de los deberes de cada sexo, considerado como diferente, en los derechos y deberes so-
ciales». Sin esta perspectiva la lucha a favor de la igualdad entre mujeres y hombres
corre el peligro de convertirse en una carrera sin final hacia la imitación del orden sim-
bólico asociado tradicionalmente a los varones convirtiendo así el feminismo de la
igualdad en un feminismo a la medida del poder y de la política de los hombres.
Pero también es cierto que el énfasis en la diferencia sexual a veces trae con-
sigo una cierta obsesión por identificar a cualquier precio unas señas de identidad
uniformes y homogéneas en mujeres y en hombres a la búsqueda y captura de una
esencia arquetípica de la mujer y del varón (Martín Rojo, 1996) ajena a cualquier otra
contingencia que no sea el origen sexual. Es cierto que la diferencia sexual condiciona
de una manera distinta en mujeres y en hombres tanto la experiencia sensible del
mundo como su representación simbólica en el lenguaje. Pero mujeres y hombres son
diferentes no sólo porque tengan un sexo inicial distinto. A esos cuerpos de mujeres
y de hombres se añaden los modos culturales de ser mujer y de ser hombre en una
sociedad y en una época, y esos modos tienen su origen no sólo en diferencias sexuales
sino también en diferencias socioculturales (como la pertenencia de cada mujer y de
cada hombre a una u otra clase social, etnia o raza, el diferente estatus económico y
el diferente capital cultural de las personas, los diferentes estilos de vida, creencias
e ideologías...) que condicionan, al igual que el sexo biológico, las diversas maneras de
ser y de sentirse mujeres y hombres en nuestras sociedades. Dicho de otra manera, las
identidades masculinas y femeninas están social e históricamente constituidas y en
consecuencia están sujetas a las miserias y a los vasallajes de la cultura patriarcal
pero también abiertas a la utopía del cambio y de la igualdad.
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y excluyente de ser mujer y de ser hombre sino mil y una maneras diversas de ser
hombres y de ser mujeres. Y ello es cierto incluso en el caso de la identidad masculi-
na, cuyas transformaciones han sido y son aún más lentas que los cambios acaecidos
en los contextos de la emancipación femenina. Esa lentitud en el cambio de las iden-
tidades masculinas hegemónicas no tiene que ver en absoluto con el lastre de una
esencia natural de lo masculino sino con el vínculo cultural entre masculinidad y
poder. En efecto, «como a Prometeo, a los hombres se les ha atribuido la facultad
simbólica de robar el fuego a los dioses. El guerrero que vence al enemigo, el religioso
que interpreta a los dioses, el donjuán que seduce a las mujeres, el científico que
doblega a la naturaleza, el técnico que la remodela, o el homus económico que cal-
cula cuándo ama y cuándo invierte, todos los arquetipos viriles suelen hacer hincapié
en manifestaciones de un poder humano sobre algo» (Bourdieu, 1990).
En consecuencia, como señala Elizabeth Badinter (1992) a propósito de la iden-
tidad masculina:
. No hay una masculinidad única y hegemónica, lo que implica que no existe
un modelo masculino universal y válido para cualquier lugar, época, clase
social, edad, raza, estatus... sino una diversidad heterogénea de identidades
masculinas y de maneras de ser hombres.
. La versión dominante de la identidad masculina no constituye una esencia
sino una ideología de poder y de opresión a las mujeres que tiende a justi-
ficar la dominación masculina.
. La identidad masculina, en todas sus versiones, se aprende y por tanto tam-
bién se puede cambiar.
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mismos. En lugar de considerar que sus masculinidades están dadas, podría delinearse
un sentido crítico de la cultura patriarcal que los ha alejado de los vínculos emocio-
nales significativos. No es una tarea fácil pero sigue siendo vital para el replantea-
miento de las masculinidades». En ese afán conviene volver a pensar sobre el modo
en que la escuela contribuye a la construcción de la masculinidad (Ellen Jordan,
1995) a la vez que reflexionar sobre el poder de la educación a la hora de favorecer
aprendizajes orientados a mostrar a los niños, a los adolescentes y a los jóvenes otras
maneras de entender sus identidades masculinas de modo que éstas se construyan
ajenas al ejercicio obsceno del poder y al menosprecio de las mujeres y en torno a
relaciones de consenso y de colaboración que hagan posible el despliegue de las
subjetividades femeninas y masculinas, tanto en el ámbito íntimo como en la esfera
pública, sin predominios ni exclusiones.
3. Entiendo por género el conjunto de fenómenos sociales, culturales y psicológicos asociados al sexo de
las personas. En lingüística el concepto de género tiene un significado restringido a su cualidad de siste-
ma de clasificación gramatical de las palabras que se manifiesta en la concordancia. Sin embargo, en el
ámbito de la investigación sobre las identidades masculinas y femeninas, el género es el efecto de un pro-
ceso social que transforma una diferencia biológicamente determinada (macho/hembra) en una distin-
ción cultural (hombre/mujer).
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las revistas femeninas dirigidas a las adolescentes, señala cómo éstas aspiran a mol-
dear su identidad cultural acercándola a un estereotipo de esencia femenina carac-
terizada por su sumisión al mundo de los adolescentes. En su opinión, los textos de
estas revistas reflejan un entramado ideológico articulado en torno a cuatro códigos:
el código romántico, el código doméstico, el código de la moda y el código de la mú-
sica pop. Para otras autoras, como Naomi Wolf (1991), el objetivo de este tipo de re-
vistas no es otro que el fomento del consumo de objetos, el estímulo de las conductas
heterosexuales, el énfasis en el hogar como escenario «natural» de las mujeres y la
conversión del cuerpo femenino en objeto de atención preferente tanto para la pro-
pia satisfacción como para una eficaz seducción del varón. Sin embargo, otras autoras
como Kerry Carrington y Ann Bennet (1996), subrayan cómo de un tiempo a esta
parte algunas de estas publicaciones evitan este modo habitual de entender a las mu-
jeres e intentan una síntesis entre los estereotipos tradicionales y la construcción de
discursos alternativos fronterizos con los discursos del feminismo y de la liberación
de la mujer. En su opinión, estas revistas aportan a las adolescentes «las destrezas y
técnicas necesarias para hacer caso omiso de las representaciones dicotómicas de la
feminidad y de la masculinidad de la cultura popular».
Elena Feliú Arquiola y otras autoras (1999) estudian cómo se manifiestan en
estas revistas las diferencias comunicativas entre hombres y mujeres con el fin de in-
dagar sobre los estilos masculinos y femeninos que subyacen a una y otra manera de
comunicarse. En su opinión, en este tipo específico de publicaciones encontramos
una peculiar divulgación de las investigaciones sociolingüísticas y de las indagaciones
feministas sobre cómo se comportan comunicativamente las mujeres tanto entre
ellas como con sus interlocutores varones y por tanto sobre cómo se manifiesta la
diferencia sexual en el uso lingüístico de las personas.
Robin Lakoff (1972) analizó hace ya tres décadas algunos elementos lingüísticos
que aparecen en el habla de las mujeres, especialmente en el contexto de las con-
versaciones mixtas. Lakoff señaló como indicios de este sociolecto femenino una
mayor variedad de patrones de entonación, algunas formas específicas de nombrar
en el ámbito léxico (por ejemplo, en la designación de los colores o en el uso de adje-
tivos valorativos, diminutivos y superlativos), la utilización de giros y formas de cortesía
con el fin de sustituir al imperativo verbal al hablar con una función conativa (¿no te
gustaría ir al teatro?), el empleo de modalizadores que atenúan las afirmaciones o
expresan duda (quizás sea así), el recurso a preguntas eco (¿no crees?, ¿verdad?, ¿qué
te parece?, ¿vale?, ¿sabes?, ¿eh?, ¿no?...) con el fin de obtener el acuerdo del interlo-
cutor y evitar el conflicto, el uso de citas de autoridad con el fin de avalar el propio
discurso, especialmente en aquellas situaciones de comunicación en las que se ob-
servan desigualdades de poder (conversaciones mixtas, contextos asimétricos...), la
utilización continua de la segunda persona y de la primera persona del plural con una
finalidad fática e inclusiva, el despliegue de un estilo comunicativo escasamente
asertivo y orientado a la cooperación conversacional, el cambio continuo de tema y
la abundancia de solapamientos, etc. Estos y otros usos lingüísticos de las mujeres
conforman un estereotipo de habla femenina que tiene bastante que ver con cómo
se enseña a hablar a las mujeres en nuestras sociedades. En este sentido las formas
de hablar antes citadas serían el efecto de un aprendizaje cultural que limita el derecho
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de las mujeres a usar la palabra con absoluta autonomía y favorece en cambio una
expresión lingüística insegura y en ocasiones banal. Como escribe Luisa Martín Rojo
(1996, p. 12), «los rasgos del estereotipo de habla femenina señalan la exclusión de
la mujer de la esfera del poder, no sólo porque socialmente no puede ejercerlo, sino
también porque no puede expresarlo lingüísticamente».
Otro ámbito de estudio en relación con el lenguaje femenino es el que se refie-
re a las estrategias pragmáticas y a las expectativas sobre cómo se usa (o debe usarse)
la lengua y sobre cómo deben comportarse quienes hablan en las diversas situacio-
nes de comunicación. En este aspecto incluiríamos los estereotipos de género (cómo
se considera socialmente que es o debe ser el habla femenina) y las normas de gé-
nero (cómo deben hablar las mujeres en cada situación de comunicación). Diversas
investigaciones antropológicas y sociolingüísticas sobre la conversación espontánea
entre hombres y mujeres demuestran cómo las desigualdades de poder entre unos y
otras y la diferente socialización de los niños y de las niñas (incluida su socialización
en las instituciones escolares) constituyen la causa determinante de las estrategias
conversacionales utilizadas por las personas de uno u otro sexo, de sus diferentes con-
ductas comunicativas y de sus posibles malentendidos (Maltz y Borker, 1982). West y
Zimmerman (1983) señalan cómo en las conversaciones mixtas la mayoría de los
hombres utilizan de manera casi exclusiva y excluyente los turnos de palabra e inte-
rrumpen de forma continua el uso de la palabra de las mujeres. Otras autoras, como
Deborah Tannen (1990), insisten en este enfoque al señalar cómo en las conversa-
ciones mixtas las expectativas de hombres y mujeres son diferentes ya que unos y
otras proceden de «subculturas» diferentes que convertirían las conversaciones hete-
rosexuales en conversaciones interculturales en las que los malentendidos y los
conflictos son habituales. En opinión de Tannen (1990), en la mayoría de los hombres
el estilo discursivo dominante es un estilo informativo («report talk») cuyo uso se
orienta a conservar su autonomía y a negociar su estatus en el contexto de las jerar-
quías entre uno y otro sexo mientras que en la mayoría de las mujeres el estilo
discursivo dominante es un estilo relacional o cooperativo («rapport talk») orientado
a la solidaridad conversacional a través de estrategias de cortesía positiva y de la
búsqueda del consenso en la interacción.
¿Cómo se manifiestan estos estudios sobre el habla de las mujeres y de los
hombres en las revistas femeninas? En primer lugar, en el empleo continuo de algu-
nos de los estereotipos lingüísticos del habla de las mujeres estudiados por Lakoff
(1972). En segundo lugar, en el modo en que la revista «habla» a sus lectoras y cons-
truye discursivamente su identidad femenina. Y, en tercer lugar, en sus consejos a las
lectoras sobre cómo deben comportarse comunicativamente tanto en el ámbito
íntimo y familiar como en el ámbito público y laboral4. En las líneas siguientes ana-
lizaré algunas de las estrategias lingüísticas utilizadas por las revistas «femeninas»
en su «conversación simbólica» con las lectoras ya que estas estrategias constitu-
yen en mi opinión un indicio significativo de cómo se construye a través del uso
4. Algunas revistas «femeninas» aconsejan a sus lectoras el uso de las estrategias del estilo relacional o
cooperativo, o sea, del estilo discursivo atribuido de una manera estereotipada a las mujeres.
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del lenguaje un estereotipo femenino que, aunque crea la ilusión de identificarse con
«una nueva mujer», no es sino una versión atenuada y edulcorada del viejo arqueti-
po tradicional de la mujer transmitido a lo largo de siglos de dominación masculina.
En su estudio sobre las estrategias discursivas de revistas como Telva y Cosmopo-
litan, Elena Feliú Arquiola y otras autoras (1999) afirman que abundan en estas revis-
tas las estrategias de solidaridad e inclusión, es decir, los usos lingüísticos orientados
a construir en la interacción un «tú» o un «nosotras» que actúe como expresión del
deseo de solidaridad y de identificación entre cada revista y sus lectoras. Algunas de
estas estrategias de solidaridad e inclusión son, por ejemplo, la continua apelación a
las lectoras, el uso de la segunda persona (y el consiguiente abuso del tuteo), el empleo
de formas pronominales, de determinantes posesivos y de desinencias verbales de se-
gunda persona del singular y del plural... Frente a la impersonalidad de otras publica-
ciones dirigidas al público en general o a un lector masculino, en estas revistas el uso
y abuso de ese «tú» inclusivo «refuerza la estructura dialógica del texto, así como los
vínculos de solidaridad e identificación entre las mujeres. La frecuencia con que apare-
ce la segunda persona reflejaría, por consiguiente, un modelo discursivo femenino
caracterizado por la horizontalidad, esto es, por la anulación de las diferencias jerár-
quicas entre los interlocutores» (Feliú Arquiola y otras, 1999). Otra estrategia de soli-
daridad semejante la constituye el uso habitual de un «nosotras» orientado a crear la
ficción de que redacción y lectoras pertenecen al mismo grupo social y tienen intere-
ses coincidentes. De esta manera, el uso en femenino de la primera persona del plural
construye el espejismo de la eliminación de las diferencias socioculturales entre las
mujeres ya que lo que se manifiesta en el discurso es su común identidad sexual (una
cierta «esencia de mujer») y no otras variables como la clase social, el nivel de ins-
trucción, la etnia, la raza, el estatus económico, la edad, las creencias e ideologías, etc.
Otras estrategias se orientan a crear cierta intimidad a imagen y semejanza de
una conversación íntima entre amigas. En una conversación espontánea el uso oral
dispone de variados recursos para construir esa intimidad (el tono emotivo, el volu-
men de la voz, la entonación, los gestos, la distancia entre los cuerpos...). En su afán
de construir un sucedáneo de esa conversación entre mujeres, los textos escritos de
las revistas utilizan con profusión diferentes recursos tipográficos (comillas, ma-
yúsculas, negritas, signos de exclamación...) y recurren a un género textual tan espe-
cífico de este tipo de publicaciones como la narración de experiencias personales, el
diario íntimo o el relato testimonial. Se trata de una estrategia retórica orientada
tanto a conseguir a través del testimonio de la subjetividad femenina la identifica-
ción de la lectora con los argumentos y los puntos de vista expresados en el relato
como a crear la ilusión de estar asistiendo a una conversación entre amigas, entre la
autora del relato y cada lectora.
Según Feliú Arquiola y otras autoras (1999), las revistas femeninas utilizan con
sus lectoras toda una serie de estrategias de cortesía positiva. Entre otros usos, y
aparte de los ya señalados como el tuteo y el énfasis en el «nosotras» (orientados a
crear una identidad de grupo homogéneo), cabe señalar algunas expresiones lingüís-
ticas (interrogaciones retóricas, exclamaciones enfáticas y apelativas...) orientadas
a mostrar su simpatía hacia las lectoras y la estima a sus valores y capacidades
(¿No eres tú quien todo lo resuelve? ¡Tú vales mucho!...). Estas estrategias se orien-
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tan a ofrecer una imagen positiva de la feminidad a través del énfasis en las dife-
rencias entre hombres y mujeres. En esa enunciación de las diferencias entre unos y
otras desempeña un papel determinante el uso inclusivo del «nosotras» y de la segun-
da persona frente al uso excluyente de la tercera persona con que el se evoca el
mundo ajeno de los hombres:
Las mujeres sabemos lo importante que es para nosotras conversar de nuestras cosas.
Estamos a gusto juntas compartiendo nuestros secretos. Los hombres, en cambio, están
siempre encerrados en sí mismos, y no saben lo que se pierden. Y es que, se quiera o no,
hay demasiadas cosas que nos hacen diferentes a los hombres.
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lenguaje femenino como las estrategias comunicativas a través de las cuales se cons-
truye socioculturalmente una esencia arquetípica de la mujer. De ahí que en ese aná-
lisis cobre una especial relevancia la adquisición de actitudes críticas ante el modo en
que esos usos lingüísticos y esas estrategias comunicativas contribuyen a construir y
a difundir estereotipos de mujer y de hombre fieles a las tesis esencialistas y ajenas a
cualquier otra contingencia que no sea la diferencia sexual. En este sentido, y con el
fin de efectuar en las aulas un contraste significativo entre los usos lingüísticos atri-
buidos a las mujeres en estas revistas y otros usos de la prensa editada con destino a
un público masculino, sugerimos un análisis comparado entre estos textos «femeninos»
y los textos de la prensa deportiva. En este tipo de prensa, habitualmente leída por
hombres, el tono épico o dramático de sus enunciados contrasta con el tono lírico e
íntimo de los textos de las revistas «femeninas», el abuso de las hipérboles y de la
alusión a lo público con el empleo de los diminutivos y de las estrategias que evocan
el ámbito de lo íntimo, la certeza de los enunciados con las expresiones de duda, el
uso en fin de un vocabulario bélico (Hacia la victoria, Guerra sin cuartel, Éstas son
mis armas, Regresan los héroes, Vencer o morir, Duelo en la cumbre...) en detrimento
de las formas de cortesía y de consenso que refleja a la perfección esa cultura de la
polémica (tan vinculada al orden simbólico del androcentrismo) en la que todo vale a
la hora de representar en términos agónicos el mundo y en la que «las metáforas
militares nos enseñan a pensar y a ver nuestro entorno como si se tratara de un campo
de batalla, de conflicto, de lucha» (Tannen, 1998).
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El deseo y la utopía
Quizá de lo que se trate sea de volver a vindicar en las
aulas y en la sociedad el derecho a la igualdad entre las per-
sonas (en unos tiempos en que la igualdad entre mujeres y
hombres sigue siendo una utopía aún lejana) sin olvidar que
Ilustración 11 somos diferentes desde un punto de vista sexual y cultural y
que esa diferencia no debería ser la coartada con la que se jus-
tifique ni la discriminación de las mujeres ni de la desigualdad
sociocultural de los grupos sociales. He ahí el deseo y he ahí la
utopía. Deseo y utopía se ensamblan como el anverso y el re-
verso de una realidad que es como es pero aún puede y debe
ser otra porque «de la insatisfacción que despierta el deseo
brota la utopía. Mirando en el espejo donde la realidad se
posa, descubriendo la inquietante categoría de lo que todavía
puede ser mejor, la conciencia crítica limpia a ese espejo de su
azogue y traspasa su superficie liberada hacia el incontrasta-
Ilustración 12 ble bosque de la utopía» (Lledó, 1981).
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Mujer y cine
(El eterno femenino en el celuloide)
Francisco Gago
Facultad de Ciencias de la Educación de Oviedo
Recuerda: no quería y no quiero ser una versión «femenina», ni una versión diluida, ni
una versión especial, ni una versión secundaria, ni una versión auxiliar, ni una versión
adaptada a los héroes a quienes admiro. (Joannna Russ)
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El adulterio femenino
Un aspecto cinematográfico directamente relacionado con la irrupción de la
mujer en el mercado laboral es la apreciación y, por tanto, expresión de la sexualidad
femenina: no es casual que, a raíz de la I Guerra Mundial, Hollywood introduzca en su
star-system galanes atractivos y seductores reconociendo así, implícitamente, el
derecho femenino al deseo sexual. En esta línea, el cine reciente ha venido presen-
tando, cada vez con más frecuencia, el adulterio femenino como acto de afirmación
de la propia identidad y de emancipación personal con diversos matices e implica-
ciones. Buscando a Susan desesperadamente (Susan Seidelman, 1985) muestra a una
indolente burguesa que busca sacudir su aburrimiento dejando correr su imaginación
con la lectura de los mensajes personales de los periódicos, hasta que decide pasar a
la acción siguiendo la pista del que da título a la película y que la intriga desde hace
tiempo. Las cosas se complican y acaba suplantando a Susan, una punki de costum-
bres irregulares: la personalidad más opuesta a la suya imaginable. El juego de falsas
identidades va a bascular del inicial adulterio masculino (del marido de la protago-
nista) al femenino, como reafirmación. El que Madonna encarnase a Susan no fue ac-
cidental: la cantante representaba una forma de emancipación femenina (poco grata
para el feminismo militante) basada en resaltar el cuerpo y la sexualidad de la mujer
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como sus valores de cambio esenciales. Encarnaba a la mujer machista: disputada por
los hombres, los trataba como tradicionalmente ellos lo han hecho con las mujeres
(usar y tirar).
Caso muy diferente lo constituye Los puentes de Madison (Clint Eastwood,
1995), sugerente reconsideración adulta y sorprendentemente moderna del relato de
adulterio (mejor, de la posibilidad del adulterio) femenino. La película se articula
sobre la lectura nocturna y testamentaria del diario de una madre por parte de sus
hijos (chico y chica) que van descubriendo unos hechos que desconocían, pues aqué-
lla había guardado celosamente su secreto para no perturbar la unidad familiar:
durante la ausencia, durante algunos días, de su esposo e hijos, vivió una intensa ex-
periencia sentimental con un maduro fotógrafo. Lejos de toda consideración confor-
mista la cinta elogia el sacrificio de la madre, por la actitud final que adopta, y su
valentía, al atreverse a vivir con autenticidad esa pasión. La experiencia narrativa del
romance de esta mujer de origen italiano (deudora del marco social y familiar que la
acogió en su seno y que, al mismo tiempo, la reprime) brinda a los hijos una ense-
ñanza de valentía, honestidad y compromiso con una misma, más allá de cualquier
subordinación a la hipocresía.
Perversiones de mujer
Las denominadas perversiones femeninas todavía no han tenido una auténtica
plasmación en el cine norteamericano tan asentado en lo «políticamente correcto».
Perversiones de mujer (Susan Streitfeld, 1996) es una insólita excepción. Partiendo
del ensayo homónimo de Louise J. Kaplan (1995) desarrolla una compleja ficción con
un mensaje inapelable: las perversiones femeninas son producto de una sociedad
patriarcal sustentada en una educación castradora y represiva. La trama incluye un
muestrario de mujeres, más o menos integradas, más o menos paranoicas, supuestas
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Mujer y trabajo
Otra veta del análisis cinematográfico se sitúa en el ámbito laboral. La asime-
tría entre sexos comienza a cuestionarse en la I Guerra Mundial: la militarización de
los hombres exige que las mujeres ocupen los puestos de trabajo vacantes, momen-
to que supone la entrada masiva de la mujer en el mercado de trabajo extradomés-
tico. Así la mujer trabajadora pasa a ser otra de las imágenes que el cine americano
ha ido presentado desde diversos enfoque genéricos (comedia, policíaco, etc.) y dis-
tintas reflexiones.
En compañía de hombres (Neil Labute, 1997) propone una mirada diferente del
problema del machismo reinante en el mundo laboral, donde los prepotentes cuadros
técnicos superiores (aún mayoritariamente masculinos) intentan mantener sus privile-
gios a partir del menoscabo y sumisión de los cuadros inferiores (esencialmente femeni-
nos): una ácida imagen de la hipocresía que todavía rodea las cuestiones de género.
El tema de la objetualización femenina entronca directamente con el de la pervivencia
de la misoginia en la sociedad. Argumentalmente parte de una doble pérdida sufrida
por dos yuppies, empleados en una empresa indeterminada situada en una ciudad ame-
ricana cualquiera: de posición profesional en sus puestos de trabajo y de estabilidad
sentimental (por abandono de sus prometidas). Subconscientemente culpan a las mu-
jeres de tal situación y la misoginia se convierte en una obsesión que pretenden supe-
rar conquistando a la chica más desprotegida de sus oficinas para abandonarla cuando
se haya enamorado de ellos: una bonita muchacha sordomuda (un cuerpo atractivo
privado de voz). Sin dejar su tono amargo, en su conclusión da un interesante giro que
desarticula el punto de vista masculino haciendo que la cámara asuma el punto de vista
femenino, lo que permite un final singular por incómodo.
Por otra parte, un feminismo mal entendido ha conducido a muchas mujeres a
apropiarse de los rasgos más negativos del comportamiento masculino, agresivo
y depredador, asociándolos a sus propios modales y estrategias. Armas de mujer
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final con romance entre ambos, despreocupándose de lo más interesante del itinera-
rio de los personajes, divididos entre sus obligaciones laborales y su mala conciencia
como madre y padre.
Otra variante, dentro de la temática, es la del enfrentamiento entre madre sola
e hija adolescente, rico filón donde, por desgracia, la constante vuelve a ser el tópi-
co. El progreso dramático, generalmente articulado sobre el enfrentamiento y la re-
lación evolutiva de madre e hija, y la de ambas con las figuras masculinas que van
encontrando a su paso, suele presentarse de forma convencional y devenir, invaria-
blemente, en la reconciliación y el final feliz, como ocurre en Sirenas (Richar Benjamin,
1990) y A cualquier lugar (Anywhere But Here: Wayne Wang, 1999).
Héroes y heroínas
También la épica moderna, el territorio de héroes y heroínas donde confluyen los
atributos y los comportamientos, constituye un ámbito privilegiado en el que poder
analizar las mujeres de celuloide como proyecciones y modelos de una sociedad.
En primer lugar hay que hablar de una serie de películas en que la mujer no
se diferencia del hombre en comportamiento, ética e identidad. Línea abierta,
quizá accidentalmente, por Alien, el octavo pasajero (Riddley Scott, 1979) cuan-
do, por imposición (más comercial que realista) de los productores, la tripulación
de la nave Nostromo, exclusivamente masculina (7 hombres) en el guión original,
pasa a ser mixta (5 hombres y 2 mujeres), erigiéndose, además, una mujer en pro-
tagonista. Este personaje, inicialmente definido con atributos masculinos (indivi-
dualismo, agresividad, inconformismo), favorecidos por la corpulencia de
Sigourney Weaver y acentuados por la forma asexuada de su uniforme, a medida
que avanza la acción, irá manifestando su condición femenina (grita, llora, se
asusta, rehuye la lucha), para culminar con un doble striptease ante la cámara y
el alien. Confirmada su identidad sexual podrá destruir mediante la intuición
(cualidad típicamente femenina según la mentalidad masculina imperante) al alie-
nígena (instintivo, primitivo y salaz) que está a punto de someterla a un destino
peor que la muerte. Este enfrentamiento final entre la mujer (la Bella) y el mons-
truo (la Bestia), cargado de tensión sexual (por la manera en que se va desnudan-
do, ignorando la presencia que le acecha), nos muestra la realidad subyacente a
este tipo de personajes femeninos.
Por eso parece conveniente analizar el héroe cinematográfico clintoniano (el
bushiano que viene, nos hace temer lo peor) como heredero directo y, en muchos as-
pectos, mero continuador del reaganiano, consolidado en Terminator (James Came-
ron, 1984): un robot con forma humana. En los ochenta, un renovado triunfalismo
se proyecta en un gigante físico hueco por dentro: arquetipo que exige una mujer
dócil que, indefectiblemente, siga siendo el descanso del guerrero. Caso de Oficial y
caballero (Taylor Hackford, 1982) dónde el protagonista, al final de la película, con-
fiesa expresamente a su pareja: «Quiero darte las gracias. Creo que no habría podido
superar esta locura si no hubiera tenido ilusión». Meridiana referencia a los servicios
sexuales prestados (sólo cuerpo: eso sí, cuanto más bello y joven mejor).
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y problemas masculinos: de ahí, por ejemplo, la admiración y acogida del sector fe-
menino de la Academia a las películas de Almodóvar. Finalmente un tercer aspecto a
considerar es su mayor exhibición corporal en desnudos integrales o en posturas y ac-
titudes eróticas que sus compañeros de reparto, derivada de su objetualización sexual.
Tradición y renovación
Por eso el cambio de personalidad de la mujer exige analizar esa dicotomía tra-
dicional-conservadora que opone a la mujer natural (virgen-esposa-madre) a la
mujer artificial (amante-estéril) que todavía persiste en el cine norteamericano: se
sigue presentando lo femenino, dentro de la más pura tradición misógina, bajo sus
únicas y maniqueas manifestaciones: abnegación y perdición.
La abnegación suele revestir el perfil de la novia-virgen o esposa-madre que
sabe aguardar, siempre generosamente disponible, el predestinado reencuentro con
el hombre (que se prodiga en peripecias eróticas o aventureras, auténticos viajes ini-
ciáticos, para regresar siempre: revisión de Ulises y Penélope). Sublimación, pues, del
reposo del guerrero. Este tipo de mujer se postula en la cíclica reafirmación (vía re-
visión actualizada) de arquetipos y mitos tradicionales. Pretty Woman (Gerry Marshall,
1990) ilustra perfectamente ese reciclaje como cruce del cuento de La Cenicienta y de
la obra teatral Pigmalión. Del primero toma la línea argumental de la muchacha
pobre (prostituta de buen corazón) que sueña con la llegada de un príncipe (rico eje-
cutivo) para unirse durante un breve período (una semana) al término del cual, las
doce campanadas (final del contrato de acompañamiento) la devolverán a la realidad,
hasta ser rescatada de ella por el príncipe. De la segunda recoge la idea del hombre,
culto y adinerado, que trata de educar a la muchacha vulgar, inculta y pobre para
presentarla en sociedad. Deudora de ambos juega, desde el punto de vista de la co-
media, a una divertida inversión de conductas establecidas.
No en vano Stanley Cavell (1999) ha mostrado como, tras de los personajes fe-
meninos de las más significativas películas de la comedia clásica, se construyó la
representación de un nuevo modelo de mujer que llegó a ocupar un lugar en la es-
fera social. A comienzos de este nuevo siglo, en la América de lo políticamente co-
rrecto, la comedia romántica permite, pues, apreciar esa tendencia dado que en ella
la pareja sentimental y la pareja cómica son la misma cosa, al igual que la guerra de
los sexos y el choque/contraste de personalidades. La pareja establece una relación
basada en alguna forma de antagonismo que se va desarrollando, más que según un
protocolo amoroso convencional, en una situación de ruptura del orden, lo que pro-
picia un diálogo interruptus entre ellos (Cavell, 1999) que acaba propiciando una si-
tuación en que pueden iniciar una verdadera conversación en términos de igualdad.
En este sentido La boda de mi mejor amigo (Paul H. Hogan, 1997) supone un serio
intento de presentar el modo personal de mirar el mundo desde la óptica de un per-
sonaje femenino, compaginándolo con las servidumbres propias de la concepción co-
mercial de Hollywood. Presenta a una mujer distinta, diferente, a contracorriente
que, ayudada por un amigo homosexual, ha de competir con otra mujer, joven, rica,
guapa e inteligente: la contraposición entre las dos mujeres articula el choque entre
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dos opciones femeninas. Una, la representada por Julia Roberts, mordaz, irónica y, sin
duda, romántica; y, la otra personalizada en Cameron Díaz, convencional y predeci-
ble. Este planteamiento da lugar a una ácida observación de los personajes, sobre
todo de la protagonista (llena de contradicciones e incertidumbres como cualquier
mujer de hoy), pero también de las situaciones prototípicamente femeninas (supone
un auténtico catálogo de malévolas observaciones sobre la alta burguesía americana:
ritos, costumbres, gustos, obsesiones).
Sin embargo, el ejemplo más patente de las dos tendencias (tradición y renova-
ción) podemos encontrarlo en la evolución sufrida por las mujeres disneyanas. Los es-
tudios Disney han sabido adaptarse a los tiempos y a los nuevos modelos de mujer,
haciendo de sus heroínas y villanas personajes cada vez más humanos, carnales y sen-
suales: mientras Blancanieves, La Cenicienta, La Bella Durmiente o La Sirenita encar-
naban virtudes como la paciencia, la resignación y una equívoca generosidad, hasta el
punto de dejarlo todo por el príncipe soñado, las cosas han cambiado a partir de los
noventa: la irrupción de guionistas femeninas ha permitido modelar las heroínas de la
década.
Belle (La Bella y la Bestia, 1991) fue la mujer guapa e inteligente que sabe que
la auténtica belleza es interior. Jazmine (Aladdin, 1992) rompió el canon de belleza
disneyano y el comportamiento femenino típico de producciones anteriores con
sus carnales y seductores besos y su capacidad para utilizar su encanto como arma.
Pocahontas (1995), sabia, virtuosa, valiente y políticamente correcta, se distinguió
porque, aunque amaba a su príncipe, por primera vez, no lo sigue (sacrificio de amor):
él se va y ella se queda. Esmeralda (El jorobado de Notre Dame, 1996), supuso el
abandono de «lo políticamente correcto», perfilándose como mujer sensual, activa,
tierna, emancipada y autosuficiente. Pero será Mulan (1998) la heroína disneyana
más adulta, hasta el momento: encarna la superación personal y la lucha emocional
en un mundo patriarcal y, dentro de él, en la institución machista por excelencia, el
ejército. Constituye la propuesta femenina más moderna de la productora, aunque
no continuada.
La perversión femenina, por su parte, suele responder a la pura maldad y/o a in-
tereses económicos corruptores. Este perfil proviene de los primeros tiempos del cine,
pero se acentúa como paradigma en el cine negro con sus mujeres fatales. El arque-
tipo de mujer inteligente, capaz e independiente (asimilable al poder matriarcal), pero
unida a un alto grado de perversión, indefectiblemente, no deja de ser la revisión, en
celuloide, del mito de Lilith, la diablesa hebraica y esposa rebelde de Adán, anterior a
Eva, auténtica ninfómana devoradora de hombres. Malicia femenina que se ha ido su-
perponiendo a un progresivo desvalimiento masculino: dado que el feminismo de los
setenta estimuló la evolución del hombre hacia la virilidad receptiva (en contraste con
el modelo patriarcal tradicional) aparece un nuevo hombre blando (soft man) cuyo
paradigma es el personaje interpretado por Woody Allen en sus comedias: inseguro en
su trabajo y en su sexualidad, inadaptado, presa de la ansiedad al percibir su ternura
como un estigma, con miedo a convertirse o a ser percibido como homosexual y con
pánico a la amenaza de castración por la competencia femenina (Bly, 1992).
En esta línea, la visión de la mujer como verdadera pesadilla sexista viene cons-
tituyendo un interesante enfoque tal como lo demuestran casos tan extremos como
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Misery o Instinto Básico (Paul Verhoeven, 1992) que gira también alrededor del per-
sonaje de una mujer-psicópata sumamente inteligente, y que responde al arquetipo
femenino representado, incluso en su aspecto físico, por las heroínas hitchconianas
(corazón de hielo, cuerpo de fuego). No obstante sus rasgos más destacables son los
políticamente incorrectos: activa bisexual, fuma y no exige preservativos. Su princi-
pal móvil radica en su ansia de poder: quiere dominar cuanto le rodea (hacer que su
novia la mire haciendo el amor con hombres es un acto de dominio sobre ella) y,
sobre todo, planear y disponer el futuro siguiendo sus planes criminales. Por lo
demás, es curioso constatar como su bisexualidad peca de ofrecerse espectacular-
mente a la mirada masculina y como fruto de ésta: sólo es bisexual nominalmente,
únicamente la vemos hacer el amor con hombres y sus relaciones lésbicas siempre se
ofrecen a la mirada masculina del detective protagonista con el fin, más o menos ex-
plícito, de provocarlo sexualmente. Es más, encarna, con cierta exageración de los
atributos externos de lo femenino, una mujer-masculina: se coloca encima y usa el
punzón (mata, rasga, penetra: mujer fálica). Puede decirse que se trata de un film
postfeminista desde el momento en que las mujeres con un papel relevante son, a
la vez, homosexuales (o han tenido alguna experiencia en ese sentido) y asesinas, lo
cual no deja de ser tendencioso. Sobre todo en la recepción del modelo representa-
do por la protagonista, una asesina intelectualmente superdotada que manifiesta la
superioridad de la mujer en la escala de perversiones y, además, sin ninguna restric-
ción ética: modelo deseable, pero al mismo tiempo reprobable para la mujer especta-
dora (tanto homosexual como heterosexual). Conviene, también, destacar cómo, desde
la fase de confección del guión, la película fue objeto de fuerte controversia, pues
tuvo que rehacerse varias veces para acomodarse a las presiones de la comunidad de
gays y lesbianas de San Francisco que exigían que el detective protagonista fuese una
mujer y que las asesinas mataran también a mujeres para disipar connotaciones
sexistas: la presión censora de estas minorías diferenciadas e, hipotéticamente,
progresistas contrastó con la indiferencia manifestada por la mayoría moral, tradicio-
nalista y conservadora.
Una visión alternativa de la nueva mujer la constituye toda una serie de pelí-
culas que presentan una percepción feminista, más o menos demagógica, del poder
machista que lleva a la mujer a intentar salir de su papel tradicional. Así Thelma y
Louise (Ridley Scott, 1991) es la crónica de la escapada (por razones diversas) de dos
mujeres: un ama de casa resignada que se descubre a sí misma al fugarse del hogar
conyugal que comparte con una revisión de ogro (urbano) sólo interesado en ver la
tele y beber cerveza, que la conmina, por la fuerza, a no abandonar nunca dicho
hogar (supuestamente compartido) y descarga todas sus frustraciones (que son mu-
chas) en ella; y una mujer trabajadora, más curtida (en la línea que suele encarnar
Susan Sarandon) y con esa sabiduría instintiva procurada por la madurez, que goza
de una buena relación con un hombre, pero que pasa todos los días de su vida tra-
bajando en una hamburguesería. Ambas inician un viaje sin rumbo, que adquiere,
rápidamente, la urgencia de la huida hacia territorios más gratificantes: ambas in-
tentan evadirse del mundo gris en que, sin posibilidad de cambio, se ven obligadas a
vivir. A medida que se van apartando de la norma social, que cortan sus relaciones
de pareja (para formar otra, entre ellas, de índole emancipadora) se va originando la
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tradicional transformación de todo relato de viajes (road movie). Los hombres que
encuentran o dejan atrás mantienen con las protagonistas una relación de opresión
que va desde el paternalismo a la violación: irónicamente el único que trata de com-
prenderlas será el policía encargado, precisamente, de detenerlas para devolverlas a
la norma social (a la vida gris). Nada de lo que van dejando atrás es mejor que la con-
dición errática que van adoptando pues se van enriqueciendo mutuamente e inde-
pendizando, cambiando constantemente de papeles y dirigiéndose hacia un final
fatal: el único posible, según el director.
Por su parte Tomates verdes fritos (John Avnet, 1991) plantea también la rela-
ción de dos mujeres muy distintas: un ama de casa de clase media entrada en años
que vive una existencia mediocre entre terapias de grupos para mujeres con proble-
mas matrimoniales y un abotargado marido (atento sólo a la comida y a los pro-
gramas deportivos de televisión) y una anciana afable y parlanchina que reside
temporalmente en el hospital local debido a una operación de vesícula, y cuyas historias
sobre su ciudad natal le granjean la amistad y admiración de la otra. Historias (de
dolor, alegría, amor y muerte) acerca de la excepcional amistad de otras dos mujeres,
sus problemas con los hombres y un crimen sin resolver en el tenso marco del estado
de Alabama. Historias que suponen un revulsivo para el ama de casa, llevándola a
revelarse contra su gris existencia: toma de conciencia de su condición y estado por
parte de la mujer a través del conocimiento de la historia de lucha y emancipación de
otras mujeres. Es evidente que el mensaje latente de la película radica en demostrar,
una vez más, cómo dos mujeres pueden sobrevivir en un mundo de hombres obtusos
y machistas.
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lares que, obviamente, no pueden ser ajenos al fenómeno, lo cual exige un nuevo mo-
delo que reconsidere las relaciones entre la escuela y la peculiaridad perceptiva con
que la juventud se introduce en las concepciones de género, pues tratar de que el
alumnado alcance a comprender y construir esa realidad, ignorando o excluyendo
una de las formas más actuales a través de las que, fuera de la escuela, las compren-
de y construye puede resultar funesto. Formar personas críticas, responsables y au-
tónomas implica ayudar al alumnado a generar una distancia crítica respecto al
bombardeo audiovisual recibido a diario y construido por clichés, estereotipos, es-
quemas simplistas, frases hechas y lugares comunes sobre el significado real de lo que
supone ser hombre o ser mujer hoy día y, sobre todo, en un futuro próximo.
Implica, también, no confundir el lenguaje formal y estético del cine con su
mensaje y función. Desarrollar actitudes críticas con respecto a las propuestas cine-
matográficas tiene que ver más con la función social y económica del mismo que con
el dominio de sus lenguajes y códigos, aun cuando éstos sean recursos necesarios. La
lectura y el análisis de un texto cinematográfico, con el objetivo de formar personas
críticas, si se estructura sólo bajo los ejes del análisis estético y formal de los sopor-
tes icónicos, verbales y musicales contenidos en él, está olvidando su razón de ser: lo
relevante es formar criterios para seleccionar, interpretar y contextualizar en el sub-
texto el mensaje que trata de transmitir, detectar los estereotipos, identificar los
intereses económicos e ideológicos postulados, etc.
Los textos fílmicos han de ser considerados construcciones de la realidad: elabo-
raciones que son formas de representación dependientes de una empresa productora
y distribuidora, una ideología, unos intereses económicos, sociales o políticos. Supo-
ne considerar cualquier documento cinematográfico como posible objeto de análisis
(de los mensajes que transmite y el modo cómo los transmite): todo texto tiene un ori-
gen determinado, unos creadores y, por tanto, lleva implícitas unas intenciones de las
que no siempre somos conscientes. Cuanto más complejo sea o más implicación exija
por parte del espectador o espectadora más difícil resultará analizar críticamente di-
chas intenciones, sobre todo si tenemos en cuenta que además tales mensajes están
caracterizados por su intertextualidad (todo texto cinematográfico remite a otros tex-
tos, no necesariamente cinematográficos: pueden ser literarios, televisivos, telemáti-
cos, etc.), por su ubicuidad (el cine está en la televisión como uno de los espacios de
más audiencia, en los videoclubes y en los quioscos como oferta audiovisual, en mu-
chos videojuegos, derivados de películas, como insertos) y por el refuerzo mediático
de diversos canales (que van desde la publicidad hasta el merchandising).
Si además tenemos en cuenta que, socialmente, cada vez son menos los ámbi-
tos en que el conocimiento de los efectos de nuestras acciones puede adquirirse por
experiencia directa y que la mayor parte de las pautas de conducta que interioriza-
mos provienen de experiencias vicarias, de aprendizajes mediatizados, los aprendi-
zajes sobre la identidad y el significado de los géneros por modelado simbólico a
través del cine adquieren una especial relevancia: las consecuencias de las respuestas
observadas en las películas actúan como elementos motivadores, incentivando y
legitimando unos tipos de comportamiento y reprimiendo otros. Los alumnos y las
alumnas, tras la visión de una película, generan imágenes mentales a partir de los
discursos verbales y de los gestos faciales y corporales de los personajes, que pasan a
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formar parte de su imaginario sobre el tema. Estas imágenes recogen tanto aspectos
positivos como negativos, pues el relato cinematográfico no ofrece (ni tiene por qué)
códigos inapelables, sino perspectivas desde las que considerar los propios deseos y
actuaciones: el espectador siempre completa y recrea, a su modo, la narración que le
ofrece la pantalla. Por eso resulta imprescindible que se aprenda a ver cine desde la
escuela y también que se utilice, desde ella, para ayudar a ver lo que nos rodea y lo
que nos preocupa en aspectos tan sustantivos como los relacionados con las con-
cepciones sociales sobre los géneros.
No hay que olvidar que la capacidad socializadora de los modelos cinematográ-
ficos se basa en una ejemplar observancia de los principios de eficacia en procesos de
modelado: la similitud con el modelo (la proyección e identificación con los persona-
jes es la base del interés que generan los relatos cinematográficos), el atractivo del
modelo (el atractivo de los personajes y de quienes los encarnan es algo que el mundo
del cine tiene muy claro desde sus comienzos: el denominado star-system sólo es
una de sus más evidentes consecuencias), los refuerzos del modelo (el cine tiene diver-
sos sistemas para reforzar positiva o negativamente el valor de los modelos: el más
evidente radica en asociar sus actitudes y comportamientos con consecuencias narra-
tivas positivas o negativas, pero también se les puede premiar o castigar mediante
el tratamiento formal que se les da: planificación, punto de vista, angulación, color,
iluminación, etc.) y la excitación emocional (todo en el texto fílmico contribuye a
generar la emoción: personajes, puesta en escena, recursos formales, música y efectos
sonoros, etc.).
Otro factor determinante de la fuerza socializadora del cine, que la escuela no
puede ignorar, radica en su capacidad para conseguir que se interioricen sus modelos,
no por su valor intrínseco, sino por el placer que producen. El público tiende a pensar
que los relatos cinematográficos sólo sirven para entretener, pero son comunicación
persuasiva: discursos camuflados que ocultan, tras la ficción y el entretenimiento,
determinadas intenciones que interiorizamos a través de procesos de asociación o
transferencia que confieren a las realidades representadas valores emocionales positi-
vos o negativos que, a su vez, otorgan sentido o valor a dichas realidades: como tan
bien explicó el director ruso Eisenstein, el cine actúa de la imagen a la emoción y de
la emoción a la idea.
Frente a la tradicional función socializadora de la escuela, el cine (junto a los
demás medios de comunicación) abre el horizonte de las nuevas generaciones hacia
experiencias, normas éticas, formas de conducta y pensamiento que superan los lími-
tes del grupo social de referencia. La institución escolar ha sido y es víctima, y al
mismo tiempo causa directa, de esta situación conflictiva. Pero puede ser otra cosa:
convertirse en una institución puente entre las dos culturas, facilitando una aproxi-
mación dialéctica y crítica entre ellas: el diálogo, la confrontación y la comunicación
permitirán el tránsito desde las emociones a la reflexión y a la racionalidad. Así será
no sólo centro de enseñanza sino también de aprendizaje, preocupado por el enri-
quecimiento en experiencias de todo tipo, incluidas las cinematográficas, asociándo-
las a la interrelación con el grupo, la clase, el centro y la sociedad en general.
Si el cine forma parte de los materiales con que se nutren nuestros sueños, no
podemos permitir que los textos que nos presenta, sobre todo en temas esenciales
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Referencias bibliográficas
BLY, Robert (1992): Iron John. La primera respuesta no machista al feminismo. Bar-
celona. Plaza y Janés.
CAVELL, Stanley (1999): La búsqueda de la felicidad. La comedia de enredo matri-
monial en Hollywood. Barcelona. Paidós.
FERRO, Norma (1991): El instinto maternal o la necesidad de un mito. Madrid. Siglo
XXI.
HEREDERO, Carlos F. (1989): «Entrevista. Jodie Foster». Imágenes de actualidad, n. 69,
marzo, pp. 68-71. Barcelona.
KAPLAN, Louise J. (1995): Perversiones femeninas: Las tentaciones de Emma Bovary.
Barcelona. Paidós Ibérica. Col. Psicología Profunda.
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Este texto se publica, con el consentimiento expreso de las autoras y del Instituto de la Mujer, a partir de
la siguiente fuente: SUBIRATS, M.; BRULLET, C. (1988): Rosa y azul. La transmisión de los géneros en la
escuela mixta. Madrid. Instituto de la Mujer. Serie Estudios, n. 19, capítulos I y VIII, pp. 11-28 y 137-148.
(Transcripción literal.)
1. Este estudio se realizó en Cataluña (España) en 1988. Obviamente, por las fechas de publicación, el es-
tudio se realizó con alumnado de EGB.
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vez más a la igualdad formal, pero ello no supone que realmente tengan las mismas
posibilidades que los hombres. Las formas de discriminación se tornan más sutiles,
menos evidentes; de modo que ya no son discernibles para el «ojo desnudo», por así
decir, sino que necesitamos de instrumentos de análisis algo más potentes para iden-
tificarlas. Ya no basta leer las leyes para comprobar que se hacen diferencias; hay que
utilizar una metodología relativamente compleja para desentrañar el funcionamiento
de unos mecanismos discriminatorios, creadores de desigualdades que han permane-
cido ocultas o han sido atribuidas a diferencias individuales de orden «natural».
Pero aun cuando las formas de discriminación tiendan a hacerse invisibles, se ins-
criben en un proceso de transformaciones del sexismo que no surge hoy, sino que tiene
una pesada historia. Así, antes de entrar en las cuestiones metodológicas que hacen re-
ferencia a esta investigación, queremos plantear las grandes líneas de la problemática
tratada y dar cuenta de algunas de las investigaciones que podemos considerar como
precedentes de la que aquí se expone.
2. El término «sexismo» hizo su aparición hacia mediados de los años sesenta en Estados Unidos, siendo
utilizado por grupos de feministas que se estaban creando en aquella época. Fue construido por analogía
con el término «racismo», para mostrar que el sexo es para las mujeres un factor de discriminación, su-
bordinación y desvaloración. En general, se usa para designar toda actitud en la que se produce un com-
portamiento distinto respecto de una persona por el hecho de que se trate de un hombre o una mujer;
tales comportamientos no sólo son distintos, sino que suponen una jerarquía y una discriminación, como
sucede a menudo con las distinciones. M.J. Dhavermas y L. Kandel (1983) han explorado el uso y el al-
cance de este término. También A. Moreno (1986) se ha ocupado de él, y compara y discute algunas de
las definiciones y usos de que ha sido objeto en castellano.
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de la de los hombres, dado que ambos grupos están destinados –generalmente por
Dios, como creador de una naturaleza diferenciada– a realizar tareas diferentes en la
vida. Ambos sistemas de roles son considerados, teóricamente, de igual importancia,
pero este equilibrio teórico no se sostiene cuando analizamos la práctica social.
Así, desde el nacimiento de la escuela moderna se postula que niños y niñas
deben ser educados de manera diferente, pero los dos modelos educativos que se
configuran no se establecen en paralelo; el debate sobre la educación de los niños
trata básicamente de cómo han de ser educados por la escuela, el debate sobre la
educación de las niñas trata de si deben recibir una educación escolar. Rousseau ha
dicho explícitamente que la niña ha de ser educada como ser dependiente, a dife-
rencia del niño, cuya educación está dirigida a convertirlo en un ser autónomo. Si la
escuela recibe la misión de formar «individuos» es evidente que no debe incluirse en
ella a seres cuya individualidad se trata de evitar, puesto que están destinados a asu-
mir un papel de género, no diferenciado. El primer modelo de educación de la niña
supondrá, por tanto, su exclusión de la educación formal, exclusión que para los ni-
veles educativos medios y superiores dura hasta principios del siglo XX.
En relación con la educación primaria, sin embargo, es más difícil mantener la
exclusión de las niñas; diversas razones avalaron su inclusión en algunas formas de
educación escolar ya desde el siglo XVIII: la necesidad, para las muchachas pobres,
de poseer algún tipo de habilidades que les permitieran ganarse la vida; la ventaja
que supone para los hijos el que una madre sea educada, como razón fundamental
de la escolarización de las niñas, que la justifica y legitima precisamente por su con-
tribución a lo que es considerado como papel femenino básico3. Pero si bien la posi-
bilidad de escolarización de las niñas en el nivel primario es admitida ya desde una
etapa muy temprana de la constitución del sistema educativo capitalista, los modelos
de educación difieren: legalmente niños y niñas deben asistir a escuelas diferentes4
y las enseñanzas fundamentales que reciben son, también, diferentes.
Tenemos así, a lo largo del siglo XIX y gran parte del siglo XX, dos modelos de
educación escolar diseñados en función de las diferencias de sexo; uno de ellos es
dominante, es el considerado universal. De él se ocupa extensamente la legislación
educativa y ya en la primera mitad del siglo XIX se convierte en obligatorio, aunque en
realidad la plena escolarización de los niños no se haya logrado hasta fechas muy re-
cientes –aún hoy es dudoso que tal escolarización sea total–. El otro modelo, el de
la educación de las niñas, aparece siempre como un apéndice del primero, incluso
en la legislación, y consiste en una versión diluida de aquél, más algunas cuestiones
3. Éste es un tema fundamental para explicar la escolarización primaria femenina a partir del siglo XIX. Así,
por ejemplo, en los estatutos de la Real Academia de Primera Educación y Reglamento de Escuelas, de
1797, ya se dice: «La Academia está bien convencida del influjo que tienen las madres en la educación y
enseñanza de sus hijos, y no puede olvidarse de las escuelas de niñas, cuyos ejemplos y consejos serán
algún día norma de la conducta de toda la familia» (reproducido en Luzuriaga, 1916). Pero es sobre todo
en Francia donde se desarrolla un debate en el que intervienen diversas escritoras: Pezerat (1976) ha
hecho un análisis de cuatro de estas obras.
4. Aunque en la práctica muchas de las escuelas fueron mixtas, dada la carencia de medios de los ayun-
tamientos. Sobre las características de la educación de las mujeres en esta etapa histórica, véanse Turín
(1967), Scanlon (1976), Capel (1982) y Subirats (1983).
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específicas, sobre todo las labores –cuya enseñanza a veces está prescrita con gran
precisión– y la mayor importancia de los rezos5. Pero no sólo se establece una dife-
rencia en los contenidos, sino también en las normas de comportamiento y en la
propia institución educativa: niños y niñas han de ser educados en centros distin-
tos, generalmente por docentes de su mismo sexo.
Esta diferenciación de los medios escolares, con su jerarquía interna –la verda-
dera escolarización es la destinada a los niños–, corresponde al orden característico de
una sociedad patriarcal; una forma de patriarcado que establece la posibilidad de di-
ferenciación de los individuos ante la ley en razón de su sexo. Sin embargo, este tipo
de orden chocará en forma creciente con el orden propio de una sociedad capitalis-
ta y con la lógica de un desarrollo del sistema educativo que admite difícilmente el
mantenimiento de diferencias formales. En efecto, uno de los elementos fundamen-
tales en la legitimización del orden capitalista es precisamente la igualdad formal de
los individuos ante la ley y con relación a las instituciones. Este rasgo, que ha ido
implantándose a lo largo de muchos años y de duras luchas de los grupos en posi-
ciones de debilidad, ha afectado a todas las instituciones, y en forma muy notable al
sistema educativo, que es, en el conjunto de las instituciones sociales, un sistema
relativamente «blando», es decir, especialmente sensible a las argumentaciones
morales y al respeto de los derechos individuales, sobre todo si lo comparamos con
otras instituciones, por ejemplo las empresas o el ejército. Por esta razón, la escuela
capitalista6 necesita presentarse en una forma universal, según la cual se ofrecen a todos
los individuos jóvenes, sin distinción, las mismas oportunidades de acceso a la cultura
y al saber –y a los títulos académicos, que es lo que en realidad va a tener importan-
cia para su futura posición en el mercado de trabajo–. Éste es el rasgo que legitima
al sistema educativo capitalista en la actualidad, y que legitima al mismo tiempo el
orden social general, puesto que si la educación estuviera formalmente diferenciada
por grupos sociales, de modo tal que fuera explícita la atribución de un tipo de edu-
cación a los miembros de determinado grupo, quedaría claro que la reproducción de
5. Véase, como ejemplo, la siguiente descripción: «Las labores que las han de enseñar han de ser las que se
acostumbran, empezando por las más fáciles, como Faxa, Calceta, punto de Red, Dechado, Dobladillo, Costu-
ra, siguiendo después a cosa más fina, bordar, hacer encajes, y en otros ratos que acomodará la Maestra según
su inteligencia hacer Cofias o Redecillas, sus Borlas, Bolsillos, su diferentes puntos. Cintas caseras de hilo, de
hilanza de seda, Galón, Cinta de Cofias y todo género de listonería, o aquella parte de estas labores que sea
posible» (Cédula de Carlos III de 11 de mayo de 1783, reproducido por L. Luzuriaga, 1916). Esta precisión pa-
rece proceder de un «modo académico», en paralelo aquí con la descripción de las asignaturas de los niños,
más que de una necesidad real de aprendizaje de todas estas labores por parte de las niñas. M.B. Cossío co-
mentaría, muchos años más tarde, la poca utilidad del tipo de labores que se aprendían en la escuela.
6. La definición de las características de la escuela capitalista cuenta con una muy amplia bibliografía que
no creemos necesario citar aquí pero que evidentemente constituye uno de los temas clave de la sociología
de la educación. La obra que ha intentado llegar más lejos en una definición global de la escuela capi-
talista ha sido probablemente la de Bowles y Gintis (1976), después de la cual la perspectiva macrosocio-
lógica ha sido paulatinamente abandonada en sociología de la educación para dar paso a estudios que
tratan de profundizar en determinados mecanismos característicos de tal forma de escuela. Sin embargo,
al nivel de generalidad utilizado aquí, los grandes trazos de la escuela capitalista invocados han sido
suficientemente establecidos y reconocidos en el conjunto de la disciplina para no hacer necesaria una
exposición más detallada.
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expresión formal, por ejemplo, en el distinto sueldo de los maestros según el núme-
ro de habitantes de la población en que ejercían–, han desaparecido mucho antes de
la legislación educativa, aunque no de la práctica social, en la que siguen presentes
y fuertemente enraizadas. En la segunda mitad del siglo XX, la unificación formal de
los modelos escolares femeninos y masculinos es un hecho generalizado en el mundo
occidental, aunque se mantengan todavía explícitamente algunos rasgos diferencia-
dores que no han sido totalmente borrados, puesto que, en cualquier caso, se trata
de un proceso en el curso del cual las tendencias a la unificación curricular conviven
aún con las tendencias a la diferenciación por géneros. Aparentemente, el predomi-
nio de las normas que caracterizan la construcción de un sistema educativo capita-
lista implica una eliminación de las normas patriarcales, que establecían las
diferenciaciones educativas por sexos.
En definitiva, el tratamiento que el sistema escolar da a las diferencias de sexo
–o, dicho en otras palabras, la forma en que contribuye a la construcción del gé-
nero masculino y del género femenino en alumnos y alumnas– depende de las com-
plejas relaciones que se establecen entre el orden patriarcal y el orden social dominante
en cada época. La relación entre normas capitalistas y patriarcales, su juego recíproco
en el ordenamiento del sistema educativo moderno, ha sido poco estudiada en términos
teóricos7; faltan aún muchas investigaciones y trabajos para reconstruir la totalidad de
piezas de este rompecabezas. Sin embargo, algunas cosas sabemos ya de tal relación; por
ejemplo, que el orden capitalista tiende a predominar sobre el patriarcal y, por lo tanto,
que en los puntos en que se produzcan conflictos entre ambos, será probablemente la
pauta derivada del orden patriarcal la que acabe modificándose. Evidentemente, esto no
significa que este último sea abandonado a medida que las exigencias del orden capita-
lista vayan siendo más incompatibles con las derivadas del orden patriarcal, orden que
toma también diferentes formas en función de la totalidad de un modo de producción;
por tanto, las formas precapitalistas del orden patriarcal, que a veces son confundidas
con el orden mismo, tienden a modificarse y a ser sustituidas por otras que se conver-
tirán en formas características del patriarcado en el capitalismo.
Esta sustitución supone, en cualquier caso, un cambio importante que puede
modificar en profundidad –y de hecho lo está haciendo en la actual fase del capita-
lismo desarrollado– las relaciones entre hombres y mujeres y el estatuto de cada gé-
nero en la sociedad. Supone, sobre todo, una reestructuración del tratamiento que el
sistema educativo da a la cuestión de los géneros, tratamiento cuyas formas son a
priori impredecibles, más aún cuando, como hemos apuntado más arriba, cualquier
rasgo en el sistema educativo que tienda a reproducir diferencias de grupo ha pasado
de estar explícitamente inscrito en la normativa y la estructura escolar, a ocultarse en
formas mucho más complejas y a «desaparecer» de la escena visible.
7. M. MacDonald (1980 y 1983) es la autora que a nuestro juicio más netamente ha planteado en térmi-
nos teóricos las relaciones entre ambos sistemas de normas en el interior de la escuela. La mayoría de los
trabajos existentes hasta hoy son de carácter exploratorio y descriptivo, por razones obvias: la novedad
del tema y el desconocimiento de él hasta fechas muy recientes. Sin embargo, parece útil poder situar
esta relación en términos teóricos generales para evitar la repetición de investigaciones de base y de in-
tentos aislados de superación de algunos aspectos del sexismo escolar.
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que tienen menores posibilidades en el mercado de trabajo y los que obtienen meno-
res remuneraciones. ¿Por qué razón, si pueden elegir libremente, las mujeres siguen
escogiendo profesiones poco valoradas en el mercado de trabajo?
Evidentemente, la explicación que se ha dado con mayor frecuencia es la de que
no tienen vocaciones técnicas, explicación que tiene varias ventajas: remite de nuevo
a unas diferencias naturales esencialistas, que permiten situar las causas del lado del
individuo y no de las instituciones; y encaja con una idea muy generalizada entre los
docentes, la de menor capacidad de las niñas en el aprendizaje de las matemáticas y
las ciencias, especialmente la física y la química8. Sin embargo, este tipo de explica-
ciones biologistas y esencialistas ya no se tienen hoy en pie: en el siglo XIX, la biología
negaba a las mujeres la capacidad de aprendizaje de cualquier disciplina científica, y
hoy forman la mitad del alumnado universitario. Antes de atribuir el origen de este
tipo de elecciones a características de sexo, hay que reexaminar las condiciones en las
que tales elecciones se realizan y ver hasta qué punto no son inducidas por factores
contextuales.
El segundo fenómeno a tener en cuenta es el hecho de que los individuos jóve-
nes, que han recibido una educación supuestamente igual, siguen adoptando com-
portamientos y actitudes distintos, caracterizados como genéricos. Es cierto que el
sistema educativo no es la única instancia socializadora, ni probablemente la más deci-
siva: la familia, los medios de comunicación, todo el entorno social, siguen produ-
ciendo mensajes de diferenciación de los géneros. ¿Es posible que el sistema educativo
sea el único que ha unificado sus mensajes? Y si así fuera, ¿cómo encajaría esta uni-
ficación con la diversificación que se produce en las otras instancias socializadoras?
En cualquier caso es evidente que, dado su papel en la socialización, el sistema edu-
cativo ha de tener algún efecto en la construcción diferenciada de unos géneros que
siguen existiendo, aun cuando no bajo las mismas características que en otras épocas
históricas. Cuál sea este efecto y a través de qué mecanismos opera es precisamente
lo que hemos querido poner de manifiesto a lo largo de esta investigación.
Uno de los elementos que contribuyen a la ocultación de las actuales formas
de sexismo en la educación se deriva de que sus consecuencias no son visibles en
términos de resultados escolares, a diferencia de lo que ocurría en la etapa de se-
paración escolar de niños y niñas. Los resultados escolares obtenidos por chicos y
chicas apenas difieren, en sus grandes líneas, si exceptuamos la menor presencia de
mujeres en la enseñanza técnica, ya comentada. En contraposición a las conse-
cuencias del clasicismo, visibles en el sistema educativo entre otras cosas por la di-
ferencia de resultados obtenidos en términos de notas y títulos académicos según
origen social de los individuos, la ordenación educativa sexista no parece producir
diferencias notables en los resultados académicos, sino en la utilización posterior
de estos resultados: parecen afectar más la construcción de la personalidad de los
8. El tema de la capacidad diferencial de las niñas en el aprendizaje de las ciencias ha sido muy trabaja-
do en la literatura anglosajona. Puede consultarse, por ejemplo, Walden y Walkerdine (1982) y sobre todo
la experiencia y la reflexión obtenidas en el GIST, proyecto llevado a cabo en Manchester y expuesto en
A. Kelly, J. Whyte y B. Smith, (1983) y en J. Whyte (1986).
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9. Pueden verse en este aspecto los datos obtenidos en una investigación sobre la situación laboral y eco-
nómica de licenciados y licenciadas en ciencias y letras, en Subirats (1981).
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A nuestro juicio, estas líneas de investigación no son contradictorias entre sí, sino
complementarias, dado que abordan desde distintos ángulos el análisis de un mismo
tipo de relación; de las distintas líneas mencionadas, en el nivel empírico, dos son es-
pecialmente importantes para que puedan producirse avances teóricos: el análisis del
currículum, más directamente referido al currículum explícito, y el análisis de la prác-
tica en las aulas, que hace referencia también a determinados aspectos del currículum
–a lo que se ha denominado «currículum oculto»10– en otros términos, el análisis de los
elementos fundamentales en la producción de un orden pedagógico. En efecto, son
precisamente los elementos constitutivos de este orden los que hay que analizar; su ca-
rácter capitalista o sexista no puede ser afirmado más que a partir de su exploración
empírica, que es la que debe permitir constatar cuáles son sus características concretas
y cómo inciden en la construcción de los sujetos. La reconstrucción del orden pedagó-
gico es, además, fundamental para despersonalizar los sesgos que toman las normas
escolares, para darnos cuenta de que no dependen de la personalidad del maestro o la
maestra, o de la manera de comportarse de los niños y de las niñas, sino que se inscri-
ben en una estructura normativa compleja, que preside la escolarización.
Bernstein y Díaz (1985) han puesto de manifiesto la importancia del orden
pedagógico como elemento mediador entre docentes y discípulos:
La producción de un orden, la constitución de una conciencia específica, es la tarea de
cierto tipo de discursos. Éste es el caso, por ejemplo, del discurso pedagógico: puede con-
siderarse como un dispositivo de reproducción de formas de conciencia específica a
través de la producción de reglas específicas, que regulan relaciones sociales específicas
entre categorías específicas tales como transmisor y adquirientes.
10. La distinción entre currículum explícito y currículum oculto procede sobre todo de la sociología esta-
dounidense, aunque se ha generalizado en los últimos años. El término «currículum oculto» ha sido utili-
zado para designar el proceso de transmisión de normas implícitas, valores y creencias, que subyacen en
las formas culturales utilizadas por la escuela pero se localizan, especialmente, en las relaciones sociales
establecidas en los centros escolares y en las aulas. Apple y King (1977), Anyon (1980) y Giroux (1981)
han hecho aportaciones importantes para el desarrollo de este concepto, extremadamente útil para en-
tender las mediaciones que se producen en el orden pedagógico explícito y las formas de socialización,
así como las resistencias planteadas por el alumnado. Para una discusión de esta perspectiva –que cuen-
ta hoy con una voluminosa literatura– puede verse, entre otros, el comentario de Arnor y Whitty (1982).
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Sea cual sea el peso de las características individuales, que de todos modos
deben ser tenidas en cuenta, hay que partir fundamentalmente del hecho de que es
el propio discurso pedagógico el que define ya las reglas esenciales que presidirán las
relaciones en el aula, las presencias y ausencias de relación, las referencias y los si-
lencios respecto de los conocimientos, las cualificaciones mismas de lo que es y no es
conocimiento, y de lo que puede o no ser dicho. En definitiva, tanto el currículum
explícito como el oculto, a pesar de que la constitución de éste pueda parecer menos
sujeta a normas generales.
La exploración de las formas que reviste actualmente la escolarización de las
niñas cuenta ya con numerosos trabajos, como hemos dicho más arriba. Algunos de
ellos se refieren a ambos tipos de currícula11 pero en general existe una cierta espe-
cialización entre los que se han ocupado sobre todo del currículum explícito, basa-
dos a menudo en materiales escritos, en los libros de texto, en el propio discurso
científico12, y los que han tratado del currículum oculto, que obliga a analizar relacio-
nes «en vivo», precisamente por el carácter no institucional, aparentemente ocasional,
de la relación que se produce. Mientras los estudios sobre currículum abierto se han
basado sobre todo en el análisis de los conocimientos transmitidos por la escuela, y
se han interesado específicamente por el carácter «femenino» o «masculino» que a
menudo es atribuido a estos conocimientos, el currículum oculto ha sido abordado
sobre todo en la enseñanza primaria y a través de los estudios de interacción en el
aula que, aunque iniciados con otras hipótesis y para otros objetivos de conocimien-
to, cuentan con una tradición relativamente larga de trabajos en los que el sexo de
docentes y alumnado ha sido tomado en cuenta. Dada la importancia que revisten
para nuestro propio trabajo, veamos con cierto detalle las aportaciones más relevantes
en este campo.
Los trabajos sobre interacción en el aula se han centrado, sobre todo, en la bús-
queda del posible tratamiento desigual dado a los individuos. En Estados Unidos, el
tema de la interacción en el aula y las posibles diferencias introducidas por el sexo de
docentes y alumnado comenzó a ser trabajado ya en los años cincuenta, y en los se-
11. Por ejemplo Delamont (1980), Byrne (1978), Spender y Sarh (1980) y, en general, todos los trabajos
que tratan de dar una visión sintética de la actual escolarización de las niñas basándose en datos produ-
cidos en diversas investigaciones.
12. En España se han realizado sobre todo trabajos que contemplan las características sexistas del currículum
explícito, es decir, de las materias dadas en clase, libros de texto, etc. Entre ellos cabe citar, en relación con la
crítica de la filosofía, el trabajo de C. Amorós (1985); respecto de la historia, el de A. Moreno (1986), y res-
pecto de otras especialidades científicas han sido publicadas diversas compilaciones, entre ellas: Grupo de
Estudios de la Mujer. Departamento de Sociología (1982) y Durán (1982a), así como las diversas compilacio-
nes realizadas por el Seminario de Estudios de la Mujer de la Universidad Autónoma de Madrid. Respecto al
análisis de los libros de texto, uno de los trabajos más recientes es el de Garreta y Careaga (1985). Cabe citar
también los trabajos de I. Alberdi sobre el sexismo en la enseñanza media y en la formación profesional,
así como con relación al ámbito de nuevas tecnologías (Alberdi, 1985 y 1987), y de R. Quitllet sobre la for-
mación profesional para las mujeres (Quitllet, 1985). En Ministerio de Cultura/Instituto de la Mujer (1985),
pueden verse varias líneas de investigación en curso. Y se han producido también otros trabajos, ya más ale-
jados del tipo de exposición que realizamos aquí y que se centran en experimentaciones llevadas a cabo en
las aulas para ir modificando la transmisión de estereotipos sexuales y las formas de sexismo existentes.
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13. La idea del conflicto entre cultura masculina y cultura escolar ha sido utilizada como uno de los temas
centrales por Willis (1977) para explicar el rechazo al éxito educativo que observó en muchachos de clase
obrera. En las muchachas del mismo grupo social, en cambio, halló menos resistencias para la aceptación
de la cultura escolar, puesto que el énfasis en la fuerza física y el trabajo manual es menor para ellas. Es
evidente que el juego combinado de las normas clasistas y sexistas puede producir valoraciones distintas
de la cultura escolar para los individuos de uno y otro sexo según la posición social; la mayor adecua-
ción de la cultura escolar a los chicos o a las chicas parece depender en gran parte de la posición del grupo
social al que pertenecen, e incluso de tradiciones culturales dentro de este grupo. La persistencia de una
«cultura obrera» fuerte opera probablemente en contra de la valoración positiva, por parte de los niños,
de la cultura escolar; por el contrario, las situaciones en las que la clase obrera se ha constituido en gran
parte por migraciones campesinas recientes, como en el caso español, parecen favorecer una menor hos-
tilidad a la cultura escolar por parte de los niños, puesto que el tejido cultural sobre el que podrían ba-
sarse las resistencias es mucho más tenue, menos afirmado por el colectivo como característica específica.
Con todo, desconocemos hasta qué punto también en España puede haber elementos de resistencia a la
escolarización basados en la permanencia de elementos culturales que enfatizan otro tipo de valores.
14. Este tipo de hipótesis no tiene en cuenta la diferencia existente entre los valores explícitamente afir-
mados en el sistema educativo y las valoraciones reales. Si bien es cierto que la actitud explícitamente
promovida en el sistema educativo puede parecer inicialmente más propia de niñas, en tanto margina y
devalúa la fuerza física, las valoraciones reales van por otro camino, como veremos más adelante. En este
sentido, las hipótesis explicativas enunciadas han sido posteriormente abandonadas.
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gaciones realizadas (Brophy y Good, 1974), de modo que pareció posible concluir que
no tienen consecuencias sobre tales resultados; en cambio, diversas investigaciones
tendieron a confirmar para todos los docentes, con independencia de su sexo, algu-
nos de los rasgos señalados anteriormente: que los docentes establecen mayor rela-
ción con los niños, les prestan más atención, les dan mayor número de instrucciones
y también expresan hacia ellos un mayor número de críticas. En un estudio hecho
sobre grabaciones en vídeo, Cosper (1970) encontró que los/as maestros/as inician
más interacciones verbales con los niños, discriminan negativamente a las niñas y
son más restrictivos con ellas; pero además vio que los niños inician también más
interacciones verbales con los docentes que las niñas. Es decir, los niños aparecen
como más activos en las aulas, siendo ellos los que, más a menudo que las niñas, ini-
cian el contacto con el/la docente y tratan de llamar su atención.
La mayoría de las investigaciones realizadas en los años setenta y posterior-
mente sobre la misma temática han confirmado estos resultados previos, aunque no
todos los trabajos obtienen tales resultados. Bossert (1982) y Brophy (1985) dan
cuenta de algunas de estas investigaciones, varias de las cuales están basadas en
muestras muy amplias, como la de Hillman y Davenpot (1978), quienes observaron la
interacción entre alumnas/os y maestras/os en 306 clases de preescolar y primaria.
Los datos obtenidos indicaron que se establece mayor interacción con los niños y
también se les riñe más, y que ellos preguntan más a el/la maestro/a. De nuevo, no
se encontraron diferencias en relación al sexo del docente, ni por el hecho de que do-
cente y alumno/a pertenezcan al mismo sexo. También los datos de Brophy y otros
(1981) sugieren que la diferencia de sexo de los/as alumnos/as supone más diferen-
cias en el comportamiento en la clase y en la interacción con el/la docente que las
diferencias de sexo entre docentes.
Otras variables que han sido incorporadas a este tipo de análisis: Blumenfeld y
otros (1977) encontraron que los niños reciben más atención en todos los ámbitos
y, en un estudio posterior (Blumenfeld y otros, 1979), vieron que 80% de la informa-
ción dada a los niños se refería al contenido y no a la forma, mientras que 96% de
la información dada a las niñas tenía relación con la forma de sus trabajos. Otras in-
vestigaciones sugieren que el comportamiento de los/as docentes varía según la ma-
teria de la que trata cada clase; la influencia de la asignatura impartida aparece cada
vez más como un dato esencial a tener en cuenta en este tipo de investigaciones,
puesto que probablemente la interacción establecida en el aula varía en función de
las expectativas de los/as docentes respecto de la mayor adecuación de los conteni-
dos para niños o para niñas, así como también puede variar la interacción por la
actitud de alumnos y alumnas según lo que creen que se espera de ellos/as.
En cualquier caso, la revisión de la investigación empírica realizada lleva a
Bossert (1982) a afirmar que, a pesar de las contradicciones en los resultados de di-
versos trabajos, hay un dato común: «una gran parte del esfuerzo socializador de los
docentes es dirigido a los niños y opuesto a las niñas». Sin embargo, también hay
resultados en un sentido opuesto: Randall (1987), por ejemplo, en un estudio realizado
en clases de trabajos manuales con madera, encontró que las niñas tenían mayor
contacto con la maestra que los niños, y que la interacción establecida por ellas era
de mayor duración temporal, así como que interrumpían a la maestra más a menudo
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y llevaban a cabo más intentos frustrados para iniciar el contacto. Esta escuela, sin
embargo, estaba ya muy sensibilizada hacia el tema de igualdad de oportunidades
entre chicos y chicas, y los proyectos a llevar a cabo se habían elegido en función del
interés que pudieran tener para ambos. Este resultado puede ser interpretado más
como una prueba de que las pautas pueden cambiar cuando se modifica la conducta
de los/as docentes y éstos/as se dan cuenta de la existencia de discriminaciones in-
conscientes, que como una prueba de que los/as docentes presten sistemáticamente
más atención a las niñas en las clases de trabajos manuales.
Pero tampoco es evidente que la sensibilización hacia la igualdad de oportunida-
des sea suficiente para hacer desaparecer toda forma de discriminación con relación
a las niñas. Stanworth (1987) realizó una investigación a partir de entrevistas en una
escuela de formación profesional en la que las diferencias formales relativas al géne-
ro del alumnado habían desaparecido y aparentemente no se producía ya ninguna
forma de discriminación de las muchachas. Sin embargo, alumnos y alumnas opinaron
que seguían existiendo diferencias: los profesores eran considerados más competentes,
desde el punto de vista académico, que las profesoras; alumnos y alumnas conside-
raban que los chicos establecen una mayor interacción de aulas, que sus nombres son
pronunciados más a menudo, que entran más frecuentemente en los debates o hacen
más comentarios. Que, en general, reclaman el doble de atención y ayuda de el/la
docente, y se los cita el doble de veces como «alumno-modelo». La explicación de los
profesores, hombres y mujeres, se dirige más frecuentemente a ellos, y se les hacen
más preguntas; mientras, las chicas permanecen al margen de las actividades del
aula, al pedir y recibir menos atención.
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15. Éste es un aspecto que suele ser poco tenido en cuenta por los estudios sobre interacción, que en ge-
neral tienen una base funcionalista y consideran únicamente las relaciones individuales o de grupo, olvi-
dando los elementos de poder envueltos en la interacción. Connell y otros (1982) señalan claramente la
distinta posición teórica que supone establecer diferencias entre individuos o colaborar activamente en
la construcción del género.
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tanto, la adquisición del género parece previa a la escolarización y no necesita ser es-
pecíficamente estudiada. No es éste nuestro punto de vista: ciertamente, el género
ha sido ya parcialmente adquirido al entrar en la escuela, pero la relación escolar
puede reforzar su construcción, modificarla o incluso colaborar en su desconstruc-
ción. Porque maestros y maestras, en tanto que depositarios del discurso pedagógi-
co, son los que imponen –aunque a veces no de manera explícita, por supuesto– la
norma que regula las relaciones en el aula, y por tanto su participación en la cons-
trucción del género –como de cualquier otro rasgo de personalidad que el alumna-
do adquiera a través de la escolarización– es activa y no adaptativa. Aunque existe
una relación dialéctica entre las normas culturales que posee el alumnado al entrar en
la escuela –y que posteriormente va construyendo también en su relación con el
entorno no escolar– y las normas que ésta trata de imponer, son estas últimas las que
dominan las relaciones que se establecen16. Por consiguiente, las actitudes de maestros
y maestras son las que tienden a configurar en mayor medida los comportamientos de
niñas y niños, aunque también influyan en estos comportamientos las relaciones
que se establecen entre el alumnado.
Por otra parte, la actitud activa de los/as alumnos/as aparece como un elemen-
to clave en la adquisición de información y en el proceso de aprendizaje. Cooper,
Marquis y Ayers-López (1982), entre otros autores, lo han puesto de manifiesto:
No solamente hemos encontrado que los niños y las niñas que aprenden son los que
pueden preguntar, sino que también hemos visto indicaciones de que los niños y las
niñas que dan información son los que más probablemente la recibirán.
Pero esta actitud activa, al menos en una parte importante, está regulada por
los estímulos recibidos: los niños y las niñas que pueden preguntar son probable-
mente aquellos/as a los que se concede una mayor oportunidad para hacerlo.
Para Stanworth (1987):
[…] Los chicos tienen una mayor probabilidad de sentirse valorados, por el hecho de
que los/as maestros/as les conceden más atención en la actividad del aula. Por otra
parte, las chicas, a las que se les presta menor atención, tienden a asumir –a pesar de
sus buenas notas– que los docentes las tienen en menos estima.
16. Una de las teorías más de moda en este momento en la sociología de la educación es la que enfatiza
las resistencias del alumnado a la aceptación de las normas culturales transmitidas por la escuela. En este
sentido, es evidente que la acción de maestros y maestras no supone una imposición indiscutida de unas
formas de género, sino que incide sobre individuos que poseen ya unos códigos de género y posiblemen-
te se resistirán a cambiarlos si el mensaje escolar difiere enormemente del mensaje captado en la familia
o en el entorno. En cualquier caso, parece obvio que la acción del docente constituye el elemento domi-
nante en el intercambio, por lo menos de una manera general.
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Hemos enunciado así una serie de hipótesis que han estructurado la investiga-
ción llevada a término. Los resultados que hemos encontrado son suficientemente
contundentes, pero en ningún caso revelan estructuras simples, de modo que deben
ser expuestos con cierta minuciosidad para no dar lugar a nuevos estereotipos y pre-
juicios. La exposición de la metodología y los resultados hallados es precisamente el
objeto de (nuestro libro Rosa y azul), en el que hemos creído que no bastaba enunciar
y comentar las conclusiones, sino que era necesario exponer el conjunto de ope-
raciones realizadas y el detalle de la metodología, única vía de validación de una
investigación, aun cuando tal exposición pueda aparecer un tanto prolija.
Conclusiones
Al término de la exploración realizada podemos extraer una serie de conclusio-
nes respecto del problema inicialmente planteado en la investigación: la existencia o
no de pautas sexistas en la educación primaria y la naturaleza de tales pautas. El
tema es suficientemente complejo para que los resultados expuestos deban tomarse
sobre todo como hipótesis y sugerencias a confirmar en otras investigaciones futu-
ras. Y es precisamente porque esperamos que otras investigaciones puedan avanzar
en el análisis de las relaciones en las aulas que hemos creído útil incluir, en este apar-
tado, una primera parte en la que se exponen sistemáticamente las conclusiónes de-
rivadas del análisis empírico realizado17. Estas conclusiones han sido anteriormente
comentadas, pero se encuentran aquí resumidas sintéticamente. La segunda parte de
este apartado, en cambio, consiste en un comentario general sobre los datos presen-
tados y la situación de las relaciones en el aula que éstos revelan.
17. Este estudio se llevó a cabo en 11 escuelas mixtas de Cataluña. En la muestra se encontraban escue-
las públicas y privadas, activas y no activas, de clase media, clase trabajadora y campesinado. Dos de los
centros escolares estaban ubicados en Barcelona, cuatro en cinturones industriales, uno en una ciudad
media y cuatro en pueblos pequeños. La observación se realizó en 28 aulas con un total de 354 niñas y
357 niños, y en niveles que van de preescolar a octavo grado de educación básica. El sexo y la edad del
profesorado en cuyas aulas se hizo la observación fue de cinco hombres y diez mujeres de entre 25 y 30
años, y de cuatro hombres y nueve mujeres de entre 32 y 51 años (n. de las eds.).
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18. En relación con el establecimiento de un índice que permita apreciar las desigualdades en el aula, las au-
toras señalan: «A partir de las observaciones realizadas, hemos podido ver que […] ya no se dice a las niñas que
ellas no deben correr o no deben sentarse de tal o cual modo, y a los niños que no deben llorar o tener miedo.
El mensaje explícito de género ha desaparecido en las aulas, por lo menos en las que hemos podido estudiar.
Pero ¿se mantienen diferencias implícitas en el lenguaje, que permitan detectar el uso de dos códigos de gé-
nero? ¿Hasta qué punto ambos tipos de discurso son idénticos? La respuesta a esta preguntas ha sido elabora-
da a partir de la comparación entre los promedios de las frecuencias obtenidas, para cada tipo de frases,
adjetivos o verbos, en el discurso dirigido a cada grupo sexual, en relación con lo que llamaremos índice ca-
racterístico de género femenino, es decir, una medida que sintéticamente expresa el grado de desigualdad que
se establece entre niños y niñas en la atención de los docentes. La comparación entre este índice (74) y los ob-
tenidos para otras variables específicas mostrará si existe cierta diferencia en el relieve que se da al lenguaje
dirigido a niños y niñas, y si aun siendo el lenguaje dirigido a las niñas cuantitativamente más pobre que el di-
rigido a los niños, tiene, dentro de esta mayor pobreza, una configuración propia, que implique que no es to-
talmente paralelo al lenguaje dirigido a los niños» (pp. 85 y 86 del volumen Rosa y azul; n. de las eds.).
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menor que el número global de verbos; por el contrario, los verbos que in-
dican interacción personal son algo más frecuentes, dirigidos a niñas, que el
índice de género. Ello nos muestra que cualitativamente, existen aún dife-
rencias entre el tipo de discurso dirigido a los niños y el dirigido a las niñas,
diferencias relativamente pequeñas, pero que apuntan a la pervivencia de
una cierta imagen diferenciada de los géneros.
. También el número de adjetivos dirigidos a las niñas es sensiblemente mayor
(86) que el índice de género, lo cual muestra que, comparativamente, y den-
tro de una menor interacción general, el lenguaje dirigido a las niñas es algo
más adjetivado que el dirigido a los niños. El análisis de contenido de los
adjetivos muestra una mayor presencia de diminutivos y superlativos en el
lenguaje dirigido a niñas que en el lenguaje dirigido a los niños.
Una vez obtenidos estos resultados globales –sobre el habla de los docentes–,
se buscó la influencia que podían ejercer sobre ellos una serie de variables indepen-
dientes. Las conclusiones obtenidas son las siguientes:
. El análisis de cada uno de los centros escolares observados mostró que el
promedio de atención verbal a niños y a niñas era mayor para los niños en
10 de los 11 centros. Hay, sin embargo, variaciones notorias según los cen-
tros: mientras que en uno de ellos la relación de palabras a niños y a niñas
es de 100 a 48, en otros dos es de 100 a 97. Es decir, no se trata de una
pauta rígida, sino que está sometida a variaciones importantes. Ahora bien,
estas variaciones no parecen derivarse de ninguna de las variables tenidas
en cuenta para la selección de la muestra: hay diferencias notables entre
las escuelas públicas, entre las activas, entre las unitarias, etc. Destaca úni-
camente una ligera mayor tendencia en las escuelas activas a la discriminación
de las niñas, pero dadas las características metodológicas de la investiga-
ción y el tamaño de la muestra, no es posible afirmar que determinados
tipos de escuela actúen sistemáticamente en forma más discriminatoria
que en otros, en lo que se refiere al lenguaje dirigido por maestras y maes-
tros a las niñas.
. El análisis de la variable curso indica también ciertas tendencias: la discri-
minación lingüística tiende a aumentar cuando se pasa de preescolar a
primer ciclo de Educación General Básica (EGB), y tiende a disminuir a par-
tir de 6º de EGB. Estos resultados parecen plausibles: en el preescolar, la
atención a cada alumno/a está más personalizada, puesto que los indivi-
duos están aún poco socializados en las normas del sistema educativo y
muestran más libremente sus diferencias interindividuales no condicio-
nadas a un orden externo. Al pasar a EGB, en cambio, niños y niñas tien-
den a plegarse en mayor grado a este orden externo que, según los
resultados, parece apoyarse en unas pautas de diferenciación sexista. En
los últimos años de EGB, la enseñanza es menos individualizada: las pautas
sexistas pasan en mayor medida a través de los contenidos culturales que
a través de las relaciones individuales, y las niñas tienden a reclamar una
mayor atención.
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que en forma muy sutil, se deslizan en los comentarios de los docentes va-
loraciones negativas para los estereotipos femeninos, especialmente los que
se refieren a interés por el propio aspecto, atención a los demás y a cierto
preciosismo de los dibujos. Todo ello es considerado como indicador de una
actitud de cursilería, mientras que los comportamientos de los niños no re-
ciben nunca tal tipo de calificación.
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siones de lectura de textos libres– con una serie de variables independientes nos
permite realizar las siguientes matizaciones en cuanto a la menor interacción glo-
bal de las niñas:
. Podemos afirmar que es mucho más probable un trato discriminatorio en
las escuelas graduadas que en las escuelas unitarias, puesto que en estas
últimas los índices de interpelaciones obtenidos para las niñas son algo su-
periores, tal vez debido al trato más personalizado que existe en grupos
más pequeños. La posibilidad de que un trato más personalizado facilite la
participación de las niñas se confirma cuando aparece una mayor participa-
ción relativa de éstas en los grupos de menos de 25 alumnos/as que en los
grupos de más de 25 alumnos/as.
El fenómeno más notable en el análisis según tipos de escuela ha sido que los
índices más bajos de interacción de las niñas aparecen en las escuelas activas,
donde más han penetrado las ideas y la práctica de la renovación pedagógica
y liberal; en este tipo de escuelas aparece un modelo de interacción en el aula
en el que la discriminación del género femenino se hace patente a través de
la coincidencia de índices muy bajos en todas las sesiones registradas. Ello
confirma nuestra hipótesis general de que el discurso de la igualdad, que sub-
yace en la implantación generalizada de la escuela mixta, ha llevado, en la
práctica, al desarrollo homogeneizado del modelo masculino cuya adopción
supone para las niñas una posición secundaria.
. Observando las características del grupo en función de mayorías de uno u
otro sexo, los datos indican que para recibir un trato verbal similar o para
sentirse más seguras en sus intervenciones, las niñas necesitan estar presen-
tes en un número superior a los niños.
. Las características del personal docente según sexo y edad proporcionan
datos suficientes para creer que la presencia en el aula de una docente faci-
lita en mayor medida la transmisión de un estereotipo masculino de actividad
en los niños; sin embargo, la presencia de las niñas es más notable en las
aulas de docentes jóvenes (menos de 30 años), sean varones o mujeres.
. El análisis del número de interpelaciones según la edad de los alumnos/as
–o cursos de EGB– nos ha mostrado un hecho relevante: en el parvulario,
las niñas establecen un número de interacciones individuo a individuo prác-
ticamente equivalente al de los niños (93 sobre 100); este índice baja muy
sensiblemente al pasar a EGB (entre 50 y 60 sobre 100) y no vuelve a recu-
perarse sino hasta 8º de EGB (108), en plena adolescencia. La irrupción de
las niñas en 8º se hace muy evidente en una escuela activa de clase media,
sin alcanzar el mismo grado en una escuela activa de clase trabajadora.
. El análisis de los índices de interpelaciones según las diversas actividades
que se realizan en el aula nos permite afirmar que la menor presencia o par-
ticipación de las niñas se da en aquellas actividades más propicias a la
comunicación de experiencias personales, esto es, en asambleas (49 sobre
100), plástica (38 sobre 100) y experiencias (69 sobre 100); contrariamente,
la interacción de las niñas en clases de lenguaje (81 sobre 100) y matemá-
ticas (110 sobre 100) se acerca o sobrepasa la interacción de los niños.
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en las actividades de los niños; pero al mismo tiempo se produce un mayor menospre-
cio de las actividades consideradas tradicionalmente femeninas, que en cierto modo se
presentan como menos dignas de ser incluidas y transmitidas por la escuela. El orden
dominante es un orden masculino, y ello en forma creciente, hecho que puede no opo-
nerse directamente a un tratamiento igualitario de los individuos de ambos sexos, pero
que remite a una diferenciación y jerarquización de los géneros. El modelo es el mas-
culino, incluso en sus aspectos transgresores. El modelo femenino tradicional no tiene
cabida en el orden docente: quedan de él algunos rastros que permiten comprobar que
los docentes no ignoran que las niñas no son niños, pero que tratan de olvidarlo para
poder educarlas en la forma «correcta», es decir, para incluirlas en el conjunto de acti-
vidades y comportamientos dignos de ser transmitidos por la escuela.
Sin embargo, los datos obtenidos nos han mostrado que no es cierto que niños
y niñas sean tratados por igual. El modelo educativo ha tendido a unificarse, pero el
trato a los individuos sigue siendo distinto, puesto que los docentes realizan un
mayor esfuerzo (constatado a través de la atención prestada) para que los niños in-
terioricen este modelo. Las niñas son tratadas como niños de «segundo orden», por
así decir. El estereotipo de la diferencia sigue actuando, aunque sea en niveles in-
conscientes del profesorado. Los niños están destinados a ser los protagonistas de la
vida social, y se los prepara para ello estimulando su protagonismo en la escuela. Las
niñas reciben el mensaje doble: podrán participar en el orden colectivo, pero no os-
tentar el protagonismo. Deberán interiorizar la disciplina escolar y el bagaje cultural
que supone, pero esta interiorización les será menos valorada y deberán aprender a
mantenerse en segundo término.
El doble tratamiento de devaluación de las actitudes consideradas femeninas y
de menor atención a las niñas como individuos –unido a otras características sexis-
tas de la cultura transmitida, que no hemos analizado en este trabajo–, produce unos
efectos específicos sobre las niñas, efectos distintos de los que se observan en otros
tipos de discriminación que operan en la escuela. En efecto, si bien la diferencia de
origen social y cultural de alumnos y alumnas tiene como consecuencia una diferen-
cia en el rendimiento escolar y en las calificaciones y títulos obtenidos, los rasgos
sexistas de la educación no se manifiestan actualmente en diferencias de rendimiento,
hecho que contribuye a la invisibilidad de esta forma de discriminación, dado que el
éxito de una educación suele medirse por tales rendimientos. En las etapas históricas
en las que la escolarización de la niñas se realizaba en forma separada, sus niveles
educativos eran inferiores a los de los niños. Hoy, en cambio, los rendimientos esco-
lares de las niñas y de las muchachas suelen ser incluso mejores que los de sus com-
pañeros, hecho que induce a creer que la escolarización es ya igualitaria. Sin
embargo, se mantiene una diferencia en la utilización profesional de los estudios y
en los rendimientos económicos a que éstos dan lugar. Todos los datos permiten pen-
sar que la discriminación sexista no afecta la capacidad de éxito escolar –antes bien,
tiende a reforzarla, dada la mayor adhesión de las niñas a la norma manifiesta–, sino
la construcción de la personalidad y de la seguridad en sí mismas de las mujeres.
A diferencia de la discriminación clasista, la discriminación sexista no actúa en
forma de devaluación de la fuerza de trabajo, sino de su soporte individual, del yo
que la sustenta. Y por ello las niñas, aun alcanzando los mismos niveles educativos en
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los estereotipos transmitidos a las niñas sean muy semejantes a los que operan en las
escuelas: negación de los rasgos femeninos tradicionales y valoración positiva de los
rasgos masculinos dominantes. Hay muchos padres y madres de este medio social in-
quietos ante la preferencia de sus hijas por las muñecas o los vestidos floridos. En estos
casos, los modelos escolares y familiares actúan probablemente en el mismo sentido;
aún así, quedan otros modelos contradictorios, como los de la televisión, e incluso la
propia división del trabajo en familia, que sigue mostrando la desigualdad del papel de
hombres y mujeres en el ámbito doméstico.
Este tipo de educación de las niñas está probablemente reducido a un ámbito
social numéricamente muy limitado. En la mayoría de las familias españolas, los
géneros son transmitidos en forma mucho más diferenciada, tanto por el modelo de
relaciones que se producen entre los adultos, como por los mensajes y exigencias ex-
plícitos para cada sexo. Si la escuela ignora la existencia del trabajo doméstico o no
valora la dedicación al otro, la familia muestra de continuo ejemplos de ambos tipos
de actividades, consideradas todavía propias de las mujeres, o por lo menos asumidas
masivamente por ellas. Las niñas siguen sujetas a un tipo de demandas y de expec-
tativas que configuran una estructura tradicional de género femenino, precisamente
aquélla que será devaluada en la escuela.
Porque la escuela ignora esta doble socialización: la dominación indiscutida de
las pautas consideradas masculinas borra incluso la posibilidad teórica de otras pau-
tas, otros valores. Todo cuanto las niñas podrían aportar de específico a las relaciones
en el aula carece de interés: hoy, ni siquiera es imaginable en términos positivos, no
es sino nimiedad o silencio. Pensar en una forma escolar realmente coeducativa, que
integrara para niños y niñas los antiguos valores y comportamientos diferenciados en
géneros, choca con una dificultad obvia: ni siquiera sabemos cuáles son los elementos
positivos que habría que rescatar del legado tradicional de las mujeres; casi siempre
acabamos reduciéndolo a las tareas domésticas, como si la carga histórica de la femi-
nidad hubiera consistido únicamente en la capacidad de lavar.
Eliminar el sexismo de la educación y construir una escuela coeducativa requie-
re, por tanto, instaurar una igualdad de atención y de trato a niños y a niñas; pero
exige, además, rehacer el sistema de valores y actitudes que se transmiten, repensar
los contenidos educativos. En una palabra, rehacer la cultura, reintroduciendo en ella
pautas y puntos de vista tradicionalmente elaborados por las mujeres, y poniéndolos
a la disposición de los niños y de las niñas, sin distinciones.
Tarea ingente e indispensable a la vez, pero que queda fuera de las posibilidades y
objetivos de este trabajo. No nos hemos propuesto aquí ahondar en los valores atribuidos
a las mujeres y en su crítica, o en la forma de integrarlos en la cultura transmitida en el
sistema educativo; éste es un quehacer colectivo, iniciado ya en algunas escuelas y en los
trabajos de algunas investigadoras. Hemos querido, sobre todo, sondear el estado y la
forma del sexismo en la educación para tratar de dar a maestras y maestros instrumen-
tos que les permitan reflexionar sobre su propia actividad y superar los rasgos sexistas que
perviven. Porque creemos, en efecto, que el sexismo actual puede y debe ser superado y
que la escuela puede contribuir a crear una sociedad en la que ni las mujeres ni los hom-
bres vean limitadas sus posibilidades personales en función de su sexo, ni las actividades
que realicen sean valoradas y medidas por la atribución a uno u otro género.
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Epílogo:
«Rosa y Azul», quince años después
Hace ahora unos quince años que Cristina Brullet y yo19 hicimos la investigación
que sirvió de base a Rosa y Azul y escribimos el libro al que pertenece el texto de este
capítulo. Durante este tiempo, las conclusiones que habíamos formulado fueron muy
usadas para poner de manifiesto las formas del sexismo invisibles en las relaciones
educativas, y hemos compartido un gran número de conferencias, charlas y deba-
tes sobre este tema con muchas maestras y profesoras, y también algunos maestros,
por supuesto.
Y en estas ocasiones, muy a menudo me han formulado la pregunta: ¿sigue
ocurriendo, en el sistema educativo, que se preste menor atención a las niñas, que
se les dirija menos la palabra, que los elementos tradicionalmente considerados
como característicos de la cultura femenina se encuentren devaluados, ausentes o
marginales en los saberes que se transmiten en las aulas? Y mi deseo y mi curiosi-
dad me pedían poder responder, y poder hacerlo con precisión, a partir de una
nueva investigación que mantuviera la metodología que habíamos utilizado y que
por lo tanto pudiera darnos una medida exacta de los cambios en curso, una idea
del proceso que se está desarrollando, y no sólo una foto fija de lo que sucedía a
mediados de los años ochenta.
Lamentablemente, no hemos podido rehacer esta investigación, en parte por
falta de recursos, pero sobre todo por otras urgencias. Personalmente, me parecía
más necesario contribuir a la construcción de una metodología de cambio en las
aulas, dado que la pregunta inmediata del profesorado, una vez comprobada la dis-
criminación sexista llevada a cabo en forma generalmente inconsciente, era «¿Y qué
se puede hacer para eliminar esta forma de actuar?» Por ello, las investigaciones
sobre el sexismo en la educación realizadas en el ICE de la Universitat Autònoma de
Barcelona junto con Amparo Tomé, Xavier Bonal, Xavier Rambla y Marta Rovira se cen-
traron en el diseño y aplicación de formas de intervención en las aulas. Todo este tra-
bajo quedó reflejado en múltiples publicaciones, y sobre todo en los Cuadernos para
la Coeducación que, con toda su modestia, encierran un esfuerzo de diez años, con
el que esperábamos contribuir a una escuela más justa e igualitaria.
Pero en fin, todo esto pertenece a un aspecto ligeramente distinto al que nos
ocupa; lo que es cierto es que, de momento, no he vuelto a medir las relaciones esta-
blecidas en las aulas, ni lo hicieron tampoco –o por lo menos no lo he sabido– otras in-
vestigadoras que me aseguraron que tratarían de utilizar nuestra metodología en otros
lugares, en otras culturas. Con una pequeña excepción a la que me referiré enseguida.
Así que escribo este comentario plenamente consciente de la inexactitud obliga-
da: voy a referirme a impresiones más que a resultados de investigación, y, por tanto,
con un alto grado de error posible. Dicho esto, vamos a ello: mi impresión es que, quin-
19. Este epílogo ha sido escrito por Marina Subirats. A ella corresponden las opiniones vertidas, que en
este caso no han podido ser contrastadas con la coautora de Rosa y Azul, Cristina Brullet.
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ce años después, los rasgos fundamentales del sexismo en el ámbito educativo siguen
estando presentes. Lo cual no significa que nada haya cambiado, por supuesto.
Veamos ¿qué no ha cambiado? En el momento en que elaboramos aquel aná-
lisis, había un proceso en marcha: el de incorporación de las niñas al sistema edu-
cativo pensado para educar a los niños y totalmente imbuido de una cultura
androcéntrica. Aquel proceso, en países como España, se había iniciado en la déca-
da anterior, pero a partir de los ochenta cobró nuevas dimensiones, de manera que
más mujeres llegaron a las universidades e incluso llegaron a ser mayoritarias en ellas
como alumnas. Sin embargo, ello no hizo variar los contenidos culturales de la trans-
misión escolar, que siguieron basadas en el mismo patrón androcéntrico. Más aún, yo
creo que este patrón se ha reforzado, en lugar de disminuir. El desempleo de jóvenes
que se intensificó en los noventa, entre otras cosas, tuvo como consecuencia que
la educación fuera vista como el elemento fundamental para la «competitividad»
–horrible término donde los haya, sobre todo aplicado a la educación–. De modo que,
probablemente, era mal momento para iniciar otras formas de socialización que al-
canzaran un mayor equilibrio entre las pautas de los dos géneros.
Como consecuencia de ello, nos encontramos hoy con un sistema educativo que
sigue profundamente anclado en el modelo androcéntrico, centrado en la transmisión
de saberes encaminados a la producción y carente de saberes encaminados a la re-
producción. Es decir, tenemos algo más de igualdad porque hemos hecho a las mu-
chachas más «competitivas», tanto en términos de titulaciones como, a menudo, de
actitudes. Pero no hemos avanzado en absoluto en la introducción en el sistema edu-
cativo de un tipo de saberes que sirvan a las jóvenes generaciones para afrontar las
relaciones entre las personas, para resolver los problemas cotidianos, para compartir
el trabajo doméstico, para conocer y manejar la geografía de los sentimientos y de
las emociones. Tampoco –aparentemente, y de nuevo, sin que cuente con mediciones
recientes– hemos avanzado en la presencia de las mujeres en los libros de texto. Una
de las mediciones que conozco, y que fue realizada a principios de los noventa, nos
mostró la ínfima representación de las mujeres, en singular, como figuras relevantes,
o en plural, como colectivo, en el conjunto de los textos utilizados en España para el
estudio de las ciencias sociales en el bachillerato.
¿Fue entonces inútil todo el esfuerzo realizado por tantas y tantas maestras
y profesoras? ¿Fue inútil el esfuerzo que se realizó desde los Institutos de la Mujer y
desde el propio Ministerio de Educación, que incluyó la coeducación como una de las
materias transversales en la LOGSE? No lo creo. Me parece que algunas cosas han
cambiado, y que hay que tenerlas en cuenta y valorarlas, aunque los logros hayan sido
menores y se produzcan de forma más lenta de lo que desearíamos o incluso de lo
que, a mi entender, sería socialmente deseable.
La primera de ellas es el propio conocimiento del tema. En los años ochenta el
término coeducación era prácticamente desconocido: no existía la diferencia de
sexos como algo problemático en el sistema educativo. El trabajo realizado en la se-
gunda mitad de los ochenta y en los primeros noventa dio a conocer esta problemá-
tica, de modo que hoy la mayoría del profesorado sabe que hay que tener más en
cuenta a las niñas, que no puede actuar como si no existieran. Se ha producido pues
una cierta sensibilización, aunque no un suficiente reconocimiento de que se trata
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de un tema importante, sobre el que hay que actuar con mayor energía y cuidado de
lo que suele hacerse.
Un segundo cambio me fue sugerido por una pequeña investigación, en la que
mis alumnas del curso de sociología de la educación de la UAB hicieron, en 1998, ob-
servaciones en las aulas siguiendo la metodología que habíamos puesto a punto en
Rosa y Azul. Se trataba de un trabajo de curso hecho sin medios y acudiendo a las
escuelas a las que ellas tuvieran fácil acceso; por tanto, no cumple con la mínima
representatividad ni, por el número, puede tomarse por una réplica correcta de aquel
primer trabajo. Sin embargo, sus resultados me sorprendieron: en algunas escuelas la
atención dirigida a los niños y a las niñas, medida por medio del número de palabras
dirigidas a unas y a otros, se había casi igualado. En otras escuelas, en cambio, la dis-
tancia en el tratamiento a cada sexo se había acrecentado, por comparación con los
resultados hallados en la década anterior. ¿Azar, falta de representatividad de la
muestra? Probablemente. Pero estos resultados me sugirieron otra posibilidad, que
dejo aquí como tal. Así como en los ochenta el profesorado se dirigía a niñas y a niños
con toda ingenuidad, por así decir, o dicho de otro modo, con total falta de con-
ciencia de las diferencias de trato que realizaba entre ellas y ellos, en los noventa ya
se ha hablado mucho del tema. Y, por consiguiente, una parte del profesorado ha
hecho un esfuerzo de cambio, y ha llegado a incorporarlo a su manera de proceder,
mientras otra parte del profesorado ha rechazado esta cuestión y, frente al avance
de muchas tesis feministas que indudablemente se han divulgado en estos años, se
ha cerrado en banda hacia una afirmación más en bloque de las formas clásicas del
sexismo, rechazando cualquier cambio en este sentido.
Todo ello me lleva a pensar que, tal vez, lo que se produce hoy es una mayor he-
terogeneidad de las situaciones: la transmisión del sexismo ya no es un hecho oculto
como hace quince años, y aunque evidentemente no es tampoco un debate presente
en las escuelas –hoy está menos presente que hace diez años, por ejemplo– el profeso-
rado ha tomado posiciones, incorporando en algunos casos la voluntad de igualitaris-
mo y rechazándola en otros, incluso como rechazo explícito a unos planteamientos que,
a menudo, las generaciones jóvenes consideran obsoletos. Las actuaciones podrían, por
consiguiente, estar más polarizadas, hecho que sería coherente con el hallazgo de una
mayor diferencia según las aulas.
El tercer cambio al que me quiero referir es el que respecta al género grama-
tical. Este es probablemente uno de los ámbitos en que la evolución es más paten-
te. Hoy la referencia a «niños y niñas», o a «maestros y maestras» generalmente en
ese orden, está muy generalizada, mostrando que efectivamente se ha producido
una sensibilización. En este punto siempre tuve ciertas discrepancias con algunas
de las compañeras con las que hemos compartido tantos esfuerzos y debates acer-
ca de la coeducación. Para mí, el cambio de género gramatical debía producirse
como un resultado del cambio cultural, no como un objetivo en sí, porque me pa-
recía que en este caso podía tratarse de un cambio superficial y por tanto engaño-
so respecto del fondo de la cuestión. Sin embargo, es cierto que se trata de un
cambio relativamente fácil de reclamar y de obtener: después de todo, mencionar
el femenino puede ser un poco latoso, pero no exige más que asimilar una pequeña
costumbre. Acaba siendo casi una cuestión de buena educación. Quede claro que
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Por todo ello, sigue siendo necesario que las maestras y maestros observen muy de
cerca su manera de actuar, analicen sus prejuicios y cambien sus métodos, para no se-
guir transmitiéndoles estereotipos sexistas, clasistas y racistas a las nuevas generaciones.
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1. Véanse los textos sobre el papel de las mujeres en la ciencia, la antropología, la filosofía o el arte en
estas mismas páginas.
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res y por lo tanto enumera exhaustivamente los diferentes aprendizajes que la escue-
la ha de impartir a unas y otros. Este tratado tiene una gran influencia en la educa-
ción y en la pedagogía a lo largo de los siglos XIX y XX. De acuerdo con sus teorías, la
educación femenina ha de seguir sometida a la tradición, es decir, las niñas habían de
ser instruidas en los aprendizajes de lo doméstico y de lo religioso. Mientras que a las
niñas se las educa para el hogar, la vida conyugal y la virtud, a los niños se les educa
para la vida pública, los trabajos de las armas y las leyes. Cómo anécdota recordemos
que las niñas todavía hoy en día siguen recibiendo el sacramento de la comunión con
un pseudotraje de novia mientras que los niños visten de militar.
¿Cómo se podría instruir a ambos sexos en los mismos conocimientos y prepa-
rarlos para sus futuros roles sociales cuando sus funciones y destinos terrenales y di-
vinos eran totalmente diferentes? La instrucción de las niñas en la virtud y en la
domesticidad se podía hacer en sus casas, ¿quién mejor que sus padres podían edu-
car «aquellas flores tan delicadas»? Aunque también se sientan las bases para una
educación general para niños y niñas en los primeros años de vida, ellas han de re-
gresar al hogar donde sus familias se seguirían encargando de su preparación en la
domesticidad. Por ello se legisla que las niñas abandonen los centros escolares a los
ocho años una vez adquiridos los conocimientos básicos y que sean sus madres y
padres los encargados de educarlas en la virtud. Solamente las instituciones públicas
estarían destinadas a aquellas niñas a las que sus padres no pueden educar, es decir,
a aquellas familias de clase baja que se suponía tenían deficiencias morales.
Rousseau sigue pilotando sobre las conciencias de los pensadores de la época
y sobre la necesidad de instruir en aprendizajes específicos para cada sexo y así se
recomienda que, tras los conocimientos elementales, las niñas deberían de aprender
a hilar, coser y cocinar mientras que los varones tendrían que aprender matemáti-
cas y geografía. En suma, lo que la historiadora española Pilar Ballarín denomina el
modelo educativo de «utilidad doméstica». La política decimonónica, según Ballarín,
legitima la obligatoriedad escolar de las niñas pero siempre a partir de tres conven-
ciones: la primera es que la instrucción de las niñas no es un asunto público sino
privado; la segunda, que la educación de las niñas tiene que ver con la formación
moral más que con los conocimientos; y por último, ha de ser específica y diferen-
ciada de la de los varones.
En España, la instrucción del 21 de febrero de 1816 insistía en que, aunque
la tarea principal de las escuelas de niñas era la realización de las labores, si al-
guna lo solicitaba, la maestra estaba obligada a enseñarle a leer y a escribir. Por
lo tanto, las niñas se quedaron excluidas del sistema de instrucción universal, pú-
blica, gratuita y libre que propone el Informe Quintana y que deja la cuestión de su
educación e instrucción al arbitrio de las Diputaciones (Informe de 1814) o del maes-
tro (Ley de 1838). El Reglamento General de Instrucción Pública de 29 de junio de 1821
declara ya la necesidad de establecer escuelas públicas para niñas donde aprendan
a leer, a escribir y a contar. De todos modos, el número de estos centros era muy
bajo. En 1822, había 595 escuelas de niñas frente a 7.365 escuelas de niños. Hasta
que en 1857 la Ley Moyano establece la obligatoriedad de la enseñanza primaria
entre los seis y los nueve años para niñas y niños y permite que se establezcan Es-
cuelas Normales de Maestras.
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las diputaciones, etc. Es sólo a partir de 1910 cuando fue posible realizar estudios
universitarios sin previo permiso a la autoridad y sólo diez mujeres en España acaba-
ron carreras universitarias antes de comenzar el siglo XX. Emilia Pardo Bazán fue la
primera catedrática universitaria en 1916 con el voto en contra de todo el claustro.
Este breve resumen nos acerca al siglo XX y nos permite entender en parte al-
gunas de las dificultades de la educación de las niñas y por ende de la situación de
las mujeres en el mundo actual.
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ñanza, que no pretende alterar los roles femeninos sino dignificar su situación social
con el objetivo de que los dos sexos tuvieran mejores relaciones.
En Cataluña se plantean las propuestas de Ferrer i Guardia que argumentan que
la coeducación puede acabar con la esclavitud de las mujeres pero se seguían centran-
do en la formación de las mujeres en cuanto educadoras de sus hijos y transmisoras de
una determinada ideología. Es durante la proclamación de la II República cuando se
plantea la coeducación y se ponen en marcha algunas experiencias coeducativas. Pero
la falta de legislación hizo que los debates, con amplías resistencias por parte de los
sectores católicos, se volvieran a abrir sobre la conveniencia o no de una educación
mixta. Son argumentos de tipo económico-pedagógico los que van a imperar en la
escolarización mixta en zonas de escasa población escolar. Los debates sobre la proble-
matización de la conveniencia de la educación de las mujeres al lado de los hombres se
centraron en el beneficio que obtendrían ellas al educarse juntamente con los niños
(ellas, al parecer, no les podían aportar nada a ellos). Los políticos de la República vie-
ron la posibilidad de modernización de la sociedad en las prácticas «coeducativas» y
en un cierto control sobre los postulados de la Iglesia. Pero el planteamiento pedagó-
gico que sustentaba el modelo de la escuela mixta consistía en la ampliación del mode-
lo escolar masculino a las niñas, consideradas como inferiores y en que ningún aspecto
cultural femenino era legítimo de ser incluido en el sistema escolar.
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el caso de España, fueron los institutos de la mujer de ámbito estatal y autonómico los
que pusieron en marcha políticas de igualdad en colaboración con el Ministerio de Edu-
cación y Ciencia.
El Instituto de la Mujer, desde sus comienzos, tiene en cuenta los presupuestos y
objetivos de la coeducación que van a orientar sus políticas, orientando y financiando es-
tudios, promoviendo encuentros educativos y alternativas a la escuela mixta, la produc-
ción de materiales coeducativos y sobre todo líneas estratégicas que incluyan la Igualdad
de Oportunidades como Tema Transversal en la Reforma de 1990 de la Ley de Ordena-
ción General del Sistema Educativo (LOGSE).
La colaboración del Instituto de la Mujer y el MEC ofreció grandes ventajas al
plantear la posibilidad de la coeducación. Aunque en los comienzos la coeducación no
era un objetivo de la LOGSE sin embargo el espíritu democrático de la Ley partía de la
voluntad de democratizar la educación y así plantea el aprendizaje de una serie de
saberes conocidos como transversales que tienen que ver con el sistema de valores y
que superan la división tradicional de saberes en lenguaje, matemáticas, etc., conoci-
mientos que denominamos instrumentales. Para ello se requiere poder articular los
conocimientos instrumentales y los conocimientos basados en los valores para inte-
grarlos en el sistema educativo. La coeducación como principio filosófico formaría
parte de este encaje y fue el Instituto de la Mujer el organismo encargado de que la
coeducación fuera uno de los principios básicos en la reforma educativa, en la nueva
organización curricular y en la formación del profesorado. El Instituto se dota de una
serie de instrumentos que irán haciendo posible los cambios. Entre ellos hay que des-
tacar los diferentes planes de igualdad, los nombramientos de asesores y asesoras de
igualdad en los centros de profesores y profesoras. Posteriormente se nombraron res-
ponsables provinciales de coeducación, aunque todos estos cargos fueron suprimidos
a partir del gobierno conservador en 1996.
Las acciones desarrolladas institucionalmente hasta 1995 han sido numerosas
y diversas. Planes de alfabetización de adultas, elaboración de materiales coeducativos,
difusión de materiales para la educación afectivo-sexual, conocimiento del medio desde
la coeducación, investigaciones y experimentaciones de metodologías coeducativas,
materiales para el uso no sexista de la lengua, sistematización de experiencias escola-
res, reuniones anuales con las escuelas de magisterio y las facultades de pedagogía y
de educación, revisión sistemática de libros de texto, premios a las editoriales que
incorporaban contenidos y lenguajes no sexistas...
Estas acciones, obviamente, se han desarrollado gracias a la labor incansable de
maestras y de algunos maestros y profesores que habían iniciado el proceso de supe-
ración de la escuela mixta.
Conclusiones
Para finalizar expondré algunos de los rasgos que la escuela coeducativa ten-
dría que tener.
En primer lugar, como hemos visto, la escuela mixta ha consistido en la inclu-
sión de las mujeres en el ámbito educativo construido por y para los varones, pero no
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valores y actitudes asociadas al mundo masculino, que las asociadas al mundo feme-
nino. De este modo, por ejemplo, está socialmente más aceptado que una chica
transgreda el modelo femenino y se incorpore al masculino, que el caso contrario.
Así, desde edades tempranas se asume mejor que la niña juegue con coches, balones,
etc. a que el niño lo haga con muñecas, cocinitas, etc. Este mismo esquema se re-
produce en el ámbito escolar donde las niñas han abandonado el currículum especí-
fico que les asignaba la escuela segregada, y que se relacionaba con su futuro papel
en la vida como esposas y madres, para asumir el currículum masculino, cuyo objetivo
básico es preparar a las personas para la vida pública y profesional.
Igualmente en el mundo laboral se asume mejor la «masculinización» de las mu-
jeres, en el sentido de ocupar puestos asignados tradicionalmente a los hombres y/o
en el de adoptar sus formas de relación y actuación, que la «feminización» de los hom-
bres. Así, si éstos optan por profesiones tradicionalmente consideradas como propias
de las mujeres (cuidado de criaturas, labores domésticas, etc.) automáticamente se les
etiqueta como «raros» y si asumen valores relacionados con la cultura femenina como
la entrega, el diálogo, la escucha, el cuidado... se les tacha de «débiles».
A continuación, analizaremos con más detenimiento tanto el ámbito educativo
como el laboral, a fin de detectar los aspectos sobre los que este modelo de organi-
zación social está incidiendo, en lo que al ámbito académico-vocacional se refiere.
Ámbito educativo
En la actualidad existe la creencia generalizada de que la igualdad de oportu-
nidades entre chicas y chicos ya se ha logrado en el mundo educativo, en la medida
en que unas y otros se han incorporado por igual a todas las etapas del mismo. Sin
embargo, es necesario un análisis más cualitativo a fin de detectar aquellos aspectos
que de modo más sutil nos indican que, a pesar de haber sido largo el camino reco-
rrido, aún queda mucho por avanzar.
Así, es cierto que en la actualidad chicas y chicos acceden por igual a todos los
niveles educativos, incluida la universidad. Incluso los resultados académicos son me-
jores en las chicas en todas las etapas. Sin embargo, el análisis de las elecciones aca-
démico-vocacionales de las y los estudiantes nos muestran una clara segregación
entre chicas y chicos, tanto en la educación secundaria como en la enseñanza superior.
Los datos sobre elección de estudios en bachilleratos, ciclos formativos y en la
enseñanza universitaria nos muestran todavía que los estudios asociados a profesiones
tradicionalmente consideradas masculinas o femeninas son los que más acusan esta
segregación, pero que aquellos que son más recientes y no están tan marcados por
el género mantienen un mayor equilibrio entre chicas y chicos.
En relación con el bachillerato, y al no disponer de los datos del MEC segrega-
dos por sexo, hemos tomado como referencia los datos de Euskadi (EUSTAT/Instituto
Vasco de Estadística, curso 1998-99), que seguramente son extrapolables al resto del
Estado.
Según estos datos (véase cuadro 1) los chicos son mayoría en la modalidad cien-
tífico-técnica, mientras que la mayor proporción de chicas se encuentra en la moda-
lidad de ciencias humanas y sociales. Sin embargo, la modalidad de ciencias de la
naturaleza y salud refleja un mayor equilibrio en la participación de chicos y chicas.
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60%
52%
50% 44% 43%
40%
27% 30%
30%
20%
10%
4%
0%
CC. humanas CC. naturaleza Científico-técnico
y sociales y salud
Hombres Mujeres
Fuente: EUSTAT, Curso 98-99
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Cuadro 2. Universidad
80%
70%
60%
50%
40%
30%
20%
10%
0%
Todas las Humanidades CC. sociales y CC. experi- CC. de la Técnicas
titulaciones jurídicas mentals salud
Hombres Mujeres
tras que aquellas que son más recientes, y no están tan marcadas por el género
mantienen un mayor equilibrio entre chicas y chicos. Por ejemplo, la presencia de
chicas en las ingenierías se sitúa entre el 15-20% aproximadamente, mientras que en
trabajo social, enfermería y educación constituyen el 85-90% del alumnado.
De este análisis podemos deducir que la elección de estudios, que será determi-
nante para la futura vida adulta de cada persona, no se realiza de un modo libre, sino
que está condicionada por el género, es decir, por los papeles sociales que la socie-
dad asigna a mujeres y hombres. De este modo, un análisis de intereses y capacida-
des personales para la toma de decisión académico-vocacional no será suficiente
para orientar al alumnado, en la medida en que no se le ayude a tomar conciencia
de que los intereses, gustos y deseos de cada persona están condicionados por las ex-
pectativas y los modelos familiares, escolares y sociales.
Del mismo modo no basta con analizar las ofertas educativas, las demandas del
mundo laboral, las posibilidades familiares, la trayectoria académica, etc., si no se
toma conciencia de que tanto en el ámbito familiar como en el escolar se generan y
transmiten unas expectativas, consciente o inconscientemente, que influirán en la
toma de decisión de cada alumna o alumno. Sólo así podrá cada una y cada uno tomar
distancia y decidir sobre su propio futuro personal, familiar, social y profesional y, en
definitiva, será capaz de autoorientarse de modo autónomo y responsable y desarrollar
un proyecto de vida propio como persona.
El esquema del cuadro 3 pretende recoger cómo incide el sistema sexo-género
en los elementos que determinarán la toma de decisión que cada alumna o alumno en
relación con su futuro académico-profesional y en definitiva, con su vida como
persona adulta.
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ENTORNO FAMILIA
TOMA DE DECISIÓN
SEXO-GÉNERO
ESCUELA PERSONA
Ámbito laboral
El mundo laboral refleja, aún de forma más clara, los condicionantes que
marca el modelo social para la plena incorporación de las mujeres a un ámbito hasta
hace muy poco tiempo reservado a los hombres. Así, si analizamos la relación de
mujeres y hombres con el empleo, vemos que el paro afecta mucho más a las mu-
jeres, siendo la tasa estatal de paro, por ejemplo, el doble en las mujeres (19,7%) que
en los hombres (9,17%), según la Encuesta de Población Activa (II trimestre de 2000)
del Instituto Nacional de Estadística (INE). Además y según esta misma fuente, el ín-
dice de ocupación también varía en la medida en que, frente a un 52,55% hombres
(uno de cada dos) ocupados, existe un 26,22% de mujeres en la misma situación (una
de cada cuatro).
Todavía podemos realizar un análisis más profundo sobre la situación de muje-
res y hombres en el mercado laboral, a través de otras variables en relación con la
actividad, como la formación, el estado civil y el tipo de contrato.
En lo que concierne a la formación, ésta es determinante para la inserción labo-
ral. Así, tal como indican las tasas de ocupación y nivel de estudios de la Encuesta de
Población Activa, a mayor nivel de formación mayores posibilidades de encontrar un
empleo, tanto en el caso de las chicas como en el de los chicos, aun cuando la tasa
de ocupación de ellos con cualquier nivel de estudios supera significativamente la de
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ellas. Además, a menor nivel de formación esta diferencia se acentúa. Es decir, parece
que la formación incide más en las posibilidades de empleo de las chicas que de los
chicos, de modo que es en los niveles universitarios donde las tasas de ocupación más
se aproximan.
Por otro lado, según los datos de esta misma fuente, el estado civil no altera la
relación de los hombres con la actividad, mientras que la tasa de mujeres activas ca-
sadas, y sobre todo en edad de cuidado de hijas e hijos, desciende significativamente
respecto a la de las mujeres solteras. Es decir, una vez constituida una familia propia,
las mujeres tienden a asumir el papel que el modelo social les ha asignado en el ám-
bito privado y doméstico, mientras que los hombres asumen siempre, con familia
propia o sin ella, el papel que les ha sido asignado en el mundo laboral y público.
Finalmente, otra variable que conviene analizar a fin de detectar la incidencia
del género en la relación que mujeres y hombres mantienen con el mercado laboral
es el tipo de jornada. Así, es interesante analizar la incidencia del empleo a tiempo
parcial en un colectivo y en otro. Según los datos de la Encuesta de Población Acti-
va, es mucho mayor la proporción de mujeres que trabaja a tiempo parcial que la de
hombres, tanto en la población ocupada asalariada como en la no asalariada. El aná-
lisis de esta nueva variable nos permite deducir que el empleo de las mujeres no pone
en cuestión el modelo tradicional según el cual ellas han de asumir la responsabilidad
del cuidado del hogar. Así, un empleo a tiempo parcial les permitiría compaginar la
vida profesional y la familiar mientras que parece que la necesidad de conciliación
no afecta a los hombres.
Esta incorporación insuficiente de las mujeres al empleo tiene consecuencias
mucho más serias todavía. Así, obtienen una menor remuneración, lo que necesa-
riamente las sitúa en una situación de dependencia económica, lo que a su vez ge-
nera subordinación en las relaciones interpersonales y especialmente de pareja. Al
mismo tiempo, supone una pérdida de oportunidades de formación y consecuen-
temente de promoción, en la medida en que no cuentan con la misma disponibili-
dad que los hombres, lo que supone una falta de proyecto propio, ya que la vida se
organiza y estructura en función de las necesidades e intereses del resto de la fa-
milia, y no en función de los proyectos personales y profesionales propios. Final-
mente genera un menor disfrute de prestaciones sociales (subsidios de desempleo,
pensiones contributivas, jubilaciones, etc.) y sitúa a las mujeres en una situación de
mayor vulnerabilidad frente a la pobreza, fenómeno conocido como «feminización
de la pobreza».
Aunque pueda parecer que estos datos son específicos de nuestro país, la si-
tuación de fondo es la misma en los países de nuestro entorno, aunque las tasas de
actividad, ocupación, paro y tipos de contrato varíen. Así, si analizamos el panorama
europeo, veremos que igualmente y de modo sistemático la presencia de mujeres
entre la población activa es menor que la de los hombres. Además, según los datos
del Anuario de Estadísticas Laborales del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales,
en todos los países, incluso en aquellos en los que la tasa de actividad en las muje-
res es más alta, como por ejemplo Dinamarca, el trabajo a tiempo parcial es básica-
mente ocupado por mujeres, ya que su incorporación al mundo laboral no les permite
desligarse de su papel tradicional de responsables del hogar y la familia.
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Consecuencias pedagógicas
De este análisis del modelo social imperante y de su incidencia en el ámbito
educativo y laboral, se deduce la necesidad de incorporar en la labor orientadora y
especialmente en la orientación académico-vocacional el análisis de género como
categoría de estudio.
No hay que olvidar que la orientación educativa y profesional no consiste en
recomendar a la alumna o alumno unos estudios determinados en función de su ren-
dimiento académico y de sus intereses personales. Más allá de todo esto, la labor
orientadora debe contribuir a facilitar información y establecer marcos de reflexión
y análisis acerca de las propias aptitudes, actitudes, prioridades e intereses, así como
de la organización social, laboral y económica del entorno, de modo que cada perso-
na desarrolle estrategias y habilidades para orientarse y tomar decisiones, diseñando
así su proyecto de vida personal.
En este sentido, la orientación educativa debería incorporar los siguientes
principios:
. Intencionalidad coeducativa.
. Elaboración de proyectos personales globales, integrando los ámbitos per-
sonal, familiar, social y profesional.
Esto exige establecer unos objetivos claves para que la labor orientadora con-
tribuya a un auténtico desarrollo integral de cada alumna y alumno que le permita
desenvolverse con autonomía y responsabilidad en todas las facetas de su vida. Entre
ellos cabe destacar los siguientes:
. Incorporar a los procesos de orientación tanto los proyectos profesionales
como los personales y familiares, de modo que se incida en la importancia del
empleo y de la autonomía económica, en el caso de las chicas, y en la asun-
ción de responsabilidades domésticas y familiares en el caso de los chicos.
. Analizar la incidencia del género en los procesos de socialización y en la
construcción de la identidad personal y social, a fin de favorecer la supera-
ción de los estereotipos en las elecciones académico-vocacionales.
. Favorecer el diseño de proyectos de vida propios que abarquen todas las
facetas de la persona: personal, social, familiar y profesional.
. Analizar la incidencia de la socialización genérica en las relaciones interper-
sonales y su relación con las posturas de dependencia-independencia que se
generan, especialmente en las relaciones de pareja, y con la autonomía
personal, social, profesional y económica.
. Sensibilizar a las familias sobre la importancia de la formación, especial-
mente en el caso de las chicas, para futuras opciones que favorezcan la
autonomía personal tanto de chicas como de chicos.
. Ofertar modelos de mujeres y hombres que han transgredido los estereotipos
tradicionales como referentes de otras posibilidades para las alumnas y
alumnos.
. Realizar una labor de sensibilización y mediación con las empresas del
entorno para facilitar las prácticas y futura inserción laboral tanto de
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Para todo esto se hace necesaria una revisión personal de los propios valores y
actitudes y de los modelos que como personas adultas y profesionales ofrecemos a
nuestro alumnado.
Referencias bibliográficas
AA.VV. (1992): Hacia una escuela coeducadora. Vitoria-Gasteiz. Emakunde.
— (1994): Orientación académico-vocacional para una toma de decisión no discri-
minatoria. Vitoria-Gasteiz. Emakunde.
— (1996): Curso de formación en Educación no sexista. Sevilla/Málaga. Instituto An-
daluz de la Mujer.
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1. Véanse en este sentido los textos de Marina Subirats, Cristina Brullet y Amparo Tomé en este mismo libro.
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2. No deja de sorprender que desde algunos planteamientos del feminismo de la diferencia sexual se in-
sista en la conveniencia de segregar a las niñas y a los niños con el argumento de que la convivencia en
las aulas entre ambos sexos dificulta el rendimiento académico de las niñas. Desde estos planteamientos,
que han tenido un cierto eco en Inglaterra y en los países del norte de Europa y han dado lugar a escue-
las femeninas a las que acuden las hijas de las elites culturales y profesionales, se privilegia la adquisi-
ción académica de aprendizajes de conceptos y de habilidades en las materias en detrimento de otros
aprendizajes vinculados a la socialización de los niños y de las niñas en un mismo ámbito escolar.
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Lengua F* 391 104 642 31 795 185 2.330 84 1.168 3.394 4.562
% 8,6 2,3 14,1 0,01 17,9 4,1 51,1 1,8 25,7 74,3 100
Ciencias F 275 108 526 28 614 197 1.893 25 937 2.729 3.666
sociales
% 7,5 2,9 14,3 0,7 16,7 5,4 51,7 0,7 25,5 74,5 100
Total EGB F 666 212 1.168 59 1.429 382 4.223 109 2.105 6.123 3.666
% 8,1 2,6 14,2 0,7 17,3 4,6 51,3 1,3 25,6 74,4 100
*F= Frecuencias
Fuente: Garreta y Careaga, 1987, p. 167
«no es tan fácil de apreciar a primera vista y sus efectos, al igual que en las técnicas
publicitarias, van penetrando sutilmente en los educandos, que incorporan el men-
saje permanente de la valoración primordial de lo masculino» (Garreta y Careaga,
1987, p. 167). Con el fin de iluminar las sombras que ocultan esa tendencia andro-
céntrica de los libros de texto, las autoras de este estudio realizan un análisis ex-
haustivo de los personajes que habitan en los textos, en las ilustraciones y en los
ejemplos de los manuales escolares. Así, por ejemplo (véase cuadro 1), de los 8.228
personajes que aparecen aludidos en el texto, en las ilustraciones y en los ejemplos
en los 36 manuales de EGB de lenguaje y ciencias sociales, tan sólo son femeninos un
25,6%. Por otra parte, los personajes masculinos, aparte de aparecer representados
en el texto, en las ilustraciones y en los ejercicios o ejemplos gramaticales con una
mayor frecuencia (74,4%) que los personajes femeninos, tienen casi siempre un
mayor protagonismo y realizan acciones que reflejan una mayor jerarquía y un mayor
poder. Finalmente, un análisis de los oficios que aparecen representados en los libros
de texto analizados nos muestra (véase cuadro 2) cómo en la mayoría de los casos el
oficio es desempeñado por un personaje masculino observándose además que al
avanzar la escolaridad la presencia de personajes femeninos «ganándose la vida» con
una ocupación remunerada es menor (desde el 21,3% en el primer ciclo al 11,2% en
el segundo ciclo y al 13% en el tercer ciclo). Además, los oficios ejercidos por muje-
res tienden a estereotiparse dentro del canon tradicional del trabajo femenino (en-
fermera, maestra, secretaria, modista, peluquera...) con lo que el trabajo asalariado de
las mujeres en los libros de texto aparece mucho más estandarizado que en la reali-
dad laboral, en la que el acceso de las mujeres a estudios y a oficios tradicionalmen-
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te vedados a los varones ha conseguido en los últimos años una mayor simetría y una
mayor equidad entre los sexos. De estos y de otros datos las autoras deducen que
«aunque la escuela sea mixta y los textos y los currículos sean los mismos para todos,
se continúa educando sutilmente de forma distinta, o con objetivos distintos, a niños y
a niñas. Permanecen mecanismos invisibles a través de los cuales se inculca y se
transmite una distribución social de los roles por sexos y una valoración jerárquica
de los mismos» (Garreta y Careaga, 1987, p. 178).
Otro ejemplo de la valoración al alza de lo masculino y del menosprecio de lo
femenino en los manuales escolares lo encontramos en el por otra parte estupendo
manual de historia de la literatura española del que es autor José García López
(1970). En este manual escolar, utilizado en los institutos en los últimos años del
bachillerato durante la década de los setenta, en el capítulo referido a la mística es-
pañola el autor elogia en la obra poética de Juan de Yepes (San Juan de la Cruz) «una
gran delicadeza de afectos, una emocionada ternura y una exquisita elegancia espi-
ritual». Sin embargo, algo más adelante, y quizá con el fin de evitar malentendidos
que condujeran a sugerir una cierta feminidad en la poesía y en la persona de San
Juan de la Cruz, José García López alude al poeta como «hombre de recio temple viril
y virtudes heroicas» (García López, 1970, p. 216). Late quizá en esta aclaración el pre-
juicio cultural de atribuir en exclusiva la delicadeza en los afectos y la ternura a las
mujeres por lo que se imponía el elogio de la virilidad y del heroísmo del poeta mís-
tico. En el mismo capítulo se alude a Teresa de Cepeda y Ahumada (Santa Teresa de
Jesús) como «una mujer animosa, decidida y de gran energía» ya que «fue, en efecto,
enemiga de blanduras y ñoñeces». De nuevo surge la aclaración: «A esta fortaleza de
ánimo unía una exquisita feminidad: alegre, sencilla, afectuosa y capaz de una gran
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3. Las cursivas de las citas son del autor de este texto. Quede constancia expresa en estas líneas del apre-
cio de quien suscribe este texto a la obra y a la persona de José García López, cuyo magisterio literario
fue inestimable. Sin embargo, valgan estos textos (entre muchos otros posibles) como ejemplo del hondo
arraigo de algunos prejuicios culturales sobre lo masculino y sobre lo femenino en los manuales escola-
res, incluso en personas de la valía humana y pedagógica de José García López.
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. En el efecto que se deriva del abuso del masculino genérico como inclusivo
y de la escasa presencia de personajes femeninos en los textos escolares de
la LOGSE. Por una parte, el masculino genérico se utiliza indistintamente al
referirse a hombres y mujeres (con el consiguiente efecto de la visibilidad de
los varones y de la ocultación de las mujeres) ya que lo que no se nombra
(en este caso, la identidad femenina) no existe y la ambigüedad semántica
a la que invita el uso habitual del masculino acaba consagrando una mira-
da androcéntrica sobre el mundo. Por otra, la presencia de personajes fe-
meninos, aunque haya mejorado ligeramente con respecto a años
anteriores, sigue siendo minoritaria (un 10% en la información textual y
hasta un 27% en las ilustraciones). A lo largo de casi 5.000 páginas aparecen
identificadas 255 mujeres frente a 2.468 varones. En cuanto a la frecuencia
con que aparecen unas y otros, los varones, individual o colectivamente,
aparecen en 5.192 ocasiones frente a las 1.598 en que aparecen las mujeres
(véase cuadro 3). Este asimétrico e injusto tratamiento de los sexos en los
libros de texto se agrava si tenemos en cuenta que las mujeres casi siempre
son nombradas como grupo genérico o, en todo caso, como sujetos anóni-
mos mientras que los varones aparecen designados como sujetos individua-
les y singulares. Otro aspecto especialmente grave es el menosprecio de la
contribución de las mujeres a la cultura, al conocimiento científico y al pro-
greso de la humanidad. En consecuencia, el ocultamiento de la genealogía de
las mujeres sustrae a las niñas y a las adolescentes de un elemento clave
de identificación social y construye la falacia de sugerir que el mundo de las
mujeres está ligado exclusivamente a la naturaleza y a la vida cotidiana
mientras que el mundo de los varones tiene un estrecho vínculo con el
saber, con la razón y con la inteligencia4.
. En la caracterización social de los personajes. En efecto, los libros de texto
analizados ofrecen unos modelos masculinos y femeninos de identifica-
ción tremendamente deudores de los estereotipos tradicionales de géne-
ro. Al margen de la escasa presencia de las mujeres en los diversos ámbitos
del conocimiento y del progreso humanos, a la que acabamos de aludir en
4. «De ahí que se distinga con claridad entre el dominio del saber, estrechamente ligado a la razón y a
la inteligencia y controlado por los hombres, y el dominio de la naturaleza, de lo cotidiano, de lo que no
es cultura ni es historia, el único donde las mujeres y sus habilidades prácticas podían alcanzar algún
protagonismo» (Graña, 1994, p. 9).
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el párrafo anterior, cabe subrayar ahora cómo la mayoría de las tareas que
desempeñan las mujeres en los manuales escolares de la LOGSE sigue si-
tuándose (en un 34% frente a un 4% en los varones) en el ámbito do-
méstico: amas de casa y madres (véase cuadro 4). En cuanto a oficios, en
los libros de texto las mujeres tienen aún restringido el territorio de algunas
profesiones. Así, por ejemplo, en los libros analizados los varones desem-
peñan hasta 334 oficios diferentes mientras que las mujeres ejercen tan
sólo 94. En las ilustraciones, los personajes masculinos ocupan una mayor
variedad de contextos laborales y realizan una mayor cantidad de activi-
dades que los personajes femeninos. Finalmente, los varones ejercen los
oficios y las actividades que gozan de un mayor prestigio cultural y social
mientras que los oficios y las actividades que realizan las mujeres tienen
como eje dominante el ámbito de las relaciones interpersonales y del con-
sumo de bienes.
Aunque del análisis efectuado por Nieves Blanco García cabe deducir que algo
se está moviendo en el tratamiento escolar de los géneros en los libros de texto de
la LOGSE y que es posible observar en ellos una cierta voluntad de evitar el sesgo
androcentrista en el lenguaje y en los contenidos escolares, conviene insistir en la
lentitud de esos cambios y en la tenaz pervivencia de los estereotipos sexistas y de
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diferencia sexual y las aportaciones de las mujeres en los diversos ámbitos del co-
nocimiento humano a la hora de seleccionar los contenidos escolares. Así, por
ejemplo, en un libro de tercero de enseñanza media de lengua castellana y comu-
nicación5, observamos cómo en las unidades didácticas iniciales, agrupadas en el
bloque «Adán y Eva», se contempla la diferencia sexual, se visibiliza la aportación
de las mujeres en la literatura y se alude críticamente a los estereotipos sexistas. En
la primera unidad didáctica («Yo opino»), en la que se trabaja el texto argumentati-
vo, se selecciona un texto de la lingüista y feminista estadounidense Deborah Tan-
nen sobre las conversaciones mixtas, se indaga sobre la argumentación oral a partir
de unas elecciones escolares en las que la candidata se llama Angélica y se ofrece
en las actividades algunos textos sobre el analfabetismo de las mujeres y sobre el
sexismo de algunos usos lingüísticos. En la segunda unidad didáctica («Ellos y ellas
rompen el molde») el eje del trabajo en el aula es el análisis de las estrategias lin-
güísticas y visuales a través de las cuales los medios de comunicación y la publici-
dad construyen y difunden a gran escala los estereotipos sexistas en nuestras
sociedades. Para ello ofrece algunos conceptos sobre los lenguajes de los medios de
comunicación de masas y aporta abundantes técnicas orientadas a favorecer una
lectura crítica de los mensajes sexistas que aparecen en la televisión y en la publi-
cidad. Finalmente, una tercera unidad didáctica («Mujeres de palabra y mujeres en
la palabra») tiene como objetivos «apreciar el aporte de las escritoras en la tradi-
ción narrativa canónica», «reconocer las diferentes imágenes de las mujeres pre-
sentes en los textos» y «reflexionar en torno a la propia identidad masculina y
femenina». Entre otros aspectos, se analiza el mito de don Juan y se aportan abun-
dantes ejemplos de textos de escritoras en el romanticismo y en el realismo. Valga
este comentario como elogio de unos materiales didácticos alternativos creados
con la voluntad de contribuir a construir entre todos y entre todas una escuela en
la que nadie sea excluido a causa de su identidad sexual y cultural y que haga po-
sible la utopía de un mundo más libre, más equitativo y más solidario en el que la
diferencia sexual no sea la coartada de la desigualdad sociocultural de las mujeres.
5. Rubí Carreño Bolívar y otros autores y autoras (1999): Lengua Castellana y Comunicación. 3º Medio.
Mare Nostrum. Madrid (impreso en Santiago de Chile). Citamos sin ningún pudor este libro de texto por
tres razones: por su voluntad coeducadora y su afán de combatir tanto la ocultación académica de las
mujeres como los estereotipos sexistas, por estar editado en Chile y no estar a la venta en España (con lo
que el elogio no tiene ningún efecto comercial) y porque los libros de texto en Chile, como en otras re-
públicas iberoamericanas, son gratuitos al estar subvencionados por el Ministerio de Educación. ¡Cuánto
hay que aprender de la gente latinoamericana!
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sobre la cultura, sobre el conocimiento y sobre la vida de las personas y de las so-
ciedades. En consecuencia, y aunque el sesgo sexista sea menor (o quizá menos
obvio) en la actualidad que en décadas pasadas, en la mayoría de los libros de texto
se sigue menospreciando el protagonismo de las mujeres en la sociedad y su con-
tribución al conocimiento cultural y al progreso humano, a la vez que se siguen si-
lenciando sus valores, sus puntos de vista y sus expectativas. De ahí la importancia
de una observación atenta y de un análisis crítico de los contenidos sexistas en los
libros de texto con el fin de identificarlos y de evitar así su transmisión en el ámbito
escolar. Al final de este texto, en el anexo 2, quienes lean estas líneas encontrarán
tres fichas de observación y análisis de libros de texto e ilustraciones elaboradas
por Marina Subirats y Amparo Tomé (1992, pp. 20-23). Constituyen en nuestra
opinión un útil instrumento de observación y análisis del sexismo en los materiales
didácticos6 que puede favorecer una indagación crítica sobre el modo en que en los
libros de texto, en su lenguaje, en sus contenidos y en sus ilustraciones, aún quedan
demasiados vestigios de los estereotipos de género construidos a lo largo de los
siglos por la cultura androcéntrica.
6. Quienes deseen conocer un modelo coeducativo de intervención y de cambio en un centro escolar con estos
y otros instrumentos de observación y análisis encontrarán en Tomé (1999) valiosas experiencias e ideas.
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Anexo 1
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Anexo 2
Teléfono:
Fecha pub.:__________ Fecha pub.: __________ Fecha pub.: __________ Fecha pub.: __________
Autor/a:____________ Autor/a: ____________ Autor/a: ____________ Autor/a: ____________
Editorial:____________ Editorial: ____________ Editorial: ____________ Editorial: ____________
Fecha observ.: _______ Fecha observ.: ________ Fecha observ.: ________ Fecha observ.: ________ Total %
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Número total de: Texto Ilustr. Texto Ilustr. Texto Ilustr. Texto Ilustr. Texto Ilustr. Texto Ilustr.
Personajes
Personajes femeninos
Personajes masculinos
Protagonista mujer
Observaciones
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Fuente: Subirats y Tomé, 1992, p. 20
2. Libros de texto e ilustraciones: contenidos sexistas por subordinación
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Observaciones realizadas por:
Centro escolar:
21/9/06
Dirección:
Teléfono:
08:54
Número total de: Texto Ilustr. Texto Ilustr. Texto Ilustr. Texto Ilustr. Texto Ilustr. Texto Ilustr.
Intervenciones de mujeres
Intervenciones de hombres
Mujeres en roles
de subordinación
Hombres en roles
de subordinación
Mujeres representadas
por su actividad
Hombres representados
por su actividad
Fecha pub.: __________ Fecha pub.: __________ Fecha pub.: __________ Fecha pub.: __________
Autor/a: ____________ Autor/a: ____________ Autor/a: ____________ Autor/a: ____________
Editorial: ____________ Editorial: ____________ Editorial: ____________ Editorial: ____________
08:54
Fecha observ.: ________ Fecha observ.: ________ Fecha observ.: ________ Fecha observ.: ________ Total %
Número total de: Texto Ilustr. Texto Ilustr. Texto Ilustr. Texto Ilustr. Texto Ilustr. Texto Ilustr.
Mujeres en tareas
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domésticas
Hombres en tareas
domésticas
Mujeres en actividades
intelectuales
Hombres en actividades
intelectuales
Mujeres en puestos
de responsabilidad
Hombres en puestos
de responsabilidad
Otras observaciones
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Fuente: Subirats y Tomé, 1992, p. 22
3. Libros de texto e ilustraciones: contenidos sexistas por distorsión o degradación
Observaciones realizadas por:
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Centro escolar:
Dirección:
Teléfono:
21/9/06
Número total de: Texto Ilustr. Texto Ilustr. Texto Ilustr. Texto Ilustr. Texto Ilustr. Texto Ilustr.
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Glosario
Actividades de enseñanza y aprendizaje: Conjunto de acciones pedagógicas orien-
tadas a trabajar en el aula determinados contenidos educativos y de esta mane-
ra contribuir a que los alumnos y las alumnas adquieran unas determinadas
capacidades, actitudes y valores.
Ámbito productivo y ámbito reproductivo: El ámbito productivo es el lugar en el
que se desarrolla la actividad productiva de la economía, cuyos frutos tienen un
determinado valor de cambio. Es un espacio de producción opuesto radicalmen-
te al ámbito reproductivo, no productivo, en el que se incluye todo lo referido a
la reproducción de las personas, al cuidado de los demás y a la vida doméstica,
con un valor de uso, por lo tanto, y al margen de la economía formal. En la vi-
sión androcéntrica y biologicista del mundo, el ámbito productivo corresponde
a los hombres y el ámbito reproductivo a las mujeres, lo que implica una clara
asignación de tareas en función de los sexos. A esto hay que añadir que uno y
otro campo merecen una distinta valoración social: de reconocimiento y presti-
gio en el caso del ámbito productivo, y de desprestigio y minusvaloración en el
caso del ámbito reproductivo, valoración que se ha ido incrementando a lo largo
de la historia, y especialmente a partir de la Revolución Industrial.
Análisis de género: Investigación y explicación de algún aspecto de la realidad que
tiene en cuenta la variable de género, es decir, que considera que esa realidad tiene
como una de sus señas de identidad la diferencia sexual y sus efectos sociocultu-
rales. Véase Género.
Androcentrismo: Visión del mundo que pone al hombre como centro y medida de todas
las cosas. Esta visión del mundo y de las cosas parte de la idea de que la mirada mas-
culina es la única posible y universal, por lo que se generaliza para toda la humanidad,
sean hombres o mujeres. El androcentrismo conlleva la invisibilidad de las mujeres y
de su mundo, la negación de una mirada femenina y la ocultación de las aportacio-
nes de las mujeres en todas las esferas de la ciencia, del saber y de las artes (historia,
etnología, medicina, psicología, filosofía, literatura, etc.). El androcentrismo consti-
tuye una visión distorsionadora y empobrecedora de la realidad ya que oculta las
relaciones de poder y de opresión del orden simbólico masculino sobre las mujeres.
El androcentrismo supone la imposición de modelos únicos y arquetípicos de
«ser»: un único modelo masculino y un único modelo femenino, enfrentados por
oposición, lo que supone una distinta valoración. Ser hombre se identifica con
todo lo bueno; ser mujer se identifica con lo malo o con lo secundario.
Asociaciones de mujeres: Organizaciones de mujeres con objetivos comunes entre sí
de muy diverso tipo: social, cultural, político, etc. Históricamente han constituido
un entramado de participación ciudadana que ha contribuido a la consecución de
muchos de los grandes cambios sociopolíticos a través de la creación de lugares
de encuentro, de apoyo y de aprendizaje.
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han visto relegadas al ámbito de la familia, mientras que los hombres se han apro-
piado del mundo del trabajo. Las responsabilidades familiares han supuesto un
freno para que las mujeres accedan al mundo del trabajo y puedan desarrollar una
carrera profesional. Las mujeres que trabajan fuera de casa suelen desarrollar lo
que se denomina «doble jornada»: el trabajo derivado de las responsabilidades
familiares más el trabajo de la profesión que se ejerce. A todo esto se une el poco
reconocimiento social que las tareas familiares tienen y que suponen una mi-
nusvaloración de las tareas tradicionalmente femeninas. Por otra parte, la asig-
nación en exclusiva a las mujeres de las responsabilidades familiares merma las
posibilidades de relación social de éstas y las encierra en el ámbito de lo privado,
siendo el mundo de lo público casi siempre exclusivo de los hombres.
El problema de la conciliación entre la vida familiar y profesional es una de las
mayores dificultades para que las mujeres logren la igualdad real con los hom-
bres en el campo laboral y para que puedan participar activamente en la vida pú-
blica, entendida como el campo de las relaciones sociales (ocio, política, social).
La principal solución que se apunta es «la corresponsabilidad», entendida como
el reparto equitativo entre hombres y mujeres en el seno de la pareja de las res-
ponsabilidades derivadas de la vida familiar (tareas domésticas, cuidado de
personas dependientes –sean menores o mayores–, etc.). Véanse Ámbito produc-
tivo y ámbito reproductivo, Espacio privado y Espacio público.
Contenidos: Saberes que adecuan al ámbito escolar el conocimiento cultural de una
sociedad y que son objeto de enseñanza y aprendizaje en la enseñanza. En la ma-
yoría de los currículos escolares es evidente la ausencia de contenidos (conceptos,
destrezas, actitudes y valores) referidos al conocimiento cultural construido por
las mujeres a lo largo de la historia.
Corresponsabilidad: Compartir por igual las responsabilidades en el espacio domés-
tico. Véase Conciliación entre la vida familiar y la vida profesional.
Currículum: Conjunto de objetivos, contenidos, principios metodológicos y criterios
de evaluación que deben regular la práctica educativa en una determinada etapa
y área del sistema educativo. Desde una perspectiva coeducativa se considera que
en el currículum deben estar presentes objetivos, contenidos y orientaciones me-
todológicas que incorporen los saberes y las expectativas de las mujeres evitando
así el riesgo de un sesgo androcéntrico en las prácticas escolares. Véase Fuentes
del currículum.
Democracia paritaria: Forma de organización política y social que parte del princi-
pio de igualdad entre los distintos colectivos asegurándoles los mismos derechos
y la misma representación (igualdad de número) en los órganos decisorios y de
gobierno.
La presencia de las mujeres en la vida pública es menor que la de los hombres, lo
que se traduce en una menor participación en los órganos de gobierno y decisión.
La razón de esta desigualdad se encuentra en la negación histórica de los mismos
derechos a mujeres y hombres, que ha llevado a excluir a las mujeres de la vida
política y social. Para muchos grupos de mujeres, la igualdad entre hombres y mu-
jeres pasa por la equiparación numérica en los puestos de decisión. De ahí que
promuevan acciones positivas que aseguren cuotas de participación de las muje-
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dinados e inferiores a los hombres. Todo esto se logra a través de una visión an-
drocéntrica del mundo que, de una parte, valora las cualidades atribuidas a los
hombres (virilidad, fuerza, desinterés por los asuntos domésticos, ámbito público,
poder...) y, de otra parte, establece un sistema de relación de poder jerárquico que
conlleva una asimetría en la relación entre hombres y mujeres que legitima la
definición de la mujer como ser inferior al servicio del hombre. Véanse Androcen-
trismo, Sexismo y Patriarcado.
Matriarcado: En sentido estricto, supremacía y poder de la mujer en un estado an-
terior al patriarcado. Véase Patriarcado.
Mercado lingüístico: Contexto social de comunicación en el que los usos lingüísticos
tienen un desigual valor en función del estatus sociocultural de cada hablante.
En el mercado lingüístico las variedades de habla de las clases acomodadas, de los
grupos privilegiados y de los varones gozan de un valor añadido y del beneficio
de la distinción social mientras que las variedades de habla de las clases bajas, de
los grupos desfavorecidos y de las mujeres son objeto de menosprecio y de des-
valorización sociocultural.
Metodología: Estrategias de enseñanza en las que se reflejan las opciones ideológicas
y didácticas del profesorado y que condicionan la manera de organizar la se-
cuencia de actividades, el tipo de interacciones comunicativas en el aula, el modo
de distribuir el tiempo y el espacio en las clases, la organización de los contenidos,
el uso y las características de los materiales didácticos y los criterios e instru-
mentos de evaluación.
Movimiento feminista: El pensamiento feminista se articula en movimientos sociales
y políticos cuyo objetivo es la lucha por la igualdad de derechos de mujeres y hom-
bres y la superación de los estereotipos sexistas que nos encorsetan en modelos
únicos. El movimiento feminista es muy rico y variado e incorpora distintas ten-
dencias que son el producto de su evolución constante a lo largo de su historia.
Véanse Feminismo, Feminismo de la igualdad y Feminismo de la diferencia.
Objetivos educativos: Conjunto de intenciones que se persiguen mediante los pro-
cesos de enseñanza y aprendizaje. En los actuales currículos los objetivos de etapa
y de área recogen algunas finalidades relacionadas con la igualdad entre los
sexos y con las actitudes críticas ante las formas que denotan discriminación por
razón de sexo. Véase Capacidades.
Patriarcado: Modelo de organización social basado en la dominación masculina
sobre las mujeres, esto es, en la supremacía y en el poder de los hombres sobre las
mujeres. Para Victoria Sau, «el Patriarcado consiste en el poder de los padres: un
sistema familiar y social ideológico y político con el que los hombres –a través de
la fuerza, la presión directa, los rituales, la tradición, la ley o el lenguaje, las cos-
tumbres, la educación y la división del trabajo- determinan cuál es o no es el
papel que las mujeres deben de interpretar con el fin de estar en toda circuns-
tancia sometidas al varón». El sistema patriarcal ha adoptado diversas formas a lo
largo de la historia y para el feminismo de la igualdad pervive en la actualidad.
Sin embargo, el feminismo de la diferencia postula el fin del patriarcado puesto
que las mujeres hoy día eligen sus destinos y opciones en la construcción de un
proyecto personal. Véanse Androcentrismo, Machismo y Sexismo.
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Poder: Fuerza y capacidad para hacer algo. Se alude aquí a una relación jerárquica y
por tanto desigual en la que los hombres han ejercido el poder sobre las mujeres
y en contra de las mujeres. Estas relaciones asimétricas de poder han traído
consigo la desvalorización de lo femenino y la supeditación de las mujeres a los
hombres. En consecuencia, la mayoría de las mujeres han visto negados sus dere-
chos más elementales al no tener acceso a los espacios de poder y de decisión. Las
relaciones de género, en el contexto androcéntrico en el que nos movemos, son
en realidad una relación de poder. Poder jerárquico y desigual que se utiliza para
someter, discriminar, minusvalorar y considerar inferior a la mujer respecto al
hombre. Véanse Androcentrismo, Democracia paritaria, Discriminación positiva y
Patriarcado.
Prejuicios sexistas: Juicios de valor y formas de pensar en relación con los sexos que
suelen fomentar una jerarquización de los géneros en la que los hombres tienen
una consideración mayor y las mujeres son objeto de menosprecio. Véase Estereo-
tipo y Estereotipos sexuales.
Programación didáctica: Diseño de un programa de enseñanza para un área o ma-
teria, elaborado individual o colectivamente, en el que se adecuan, organizan,
seleccionan y secuencian los objetivos, contenidos y criterios de evaluación para
cada curso y ciclo de una etapa educativa. Debe incorporar también los denomi-
nados Temas o contenidos transversales del currículum, algunas orientaciones
metodológicas, los materiales didácticos escogidos, las actividades complemen-
tarias y extraescolares, las medidas de atención a la diversidad y las adaptacio-
nes curriculares.
Sexismo: Actitud o conducta de menosprecio u opresión de un sexo hacia el otro.
Partiendo de las teorías biologicistas, el androcentrismo establece la inferiori-
dad del sexo femenino respecto al masculino. Los hombres ejercen el poder
sobre las mujeres por la condición biológica de ser hombre y ser mujer que los
hace desiguales. Véanse Determinismo biológico y Machismo.
Sexo: Características biológicas y anatómicas que diferencian a hombres y mujeres.
Sociolecto: Variedad de uso de una lengua que denota la pertenencia del hablante a
determinado grupo social (en función de su adscripción a una clase, sexo, edad...).
Véase Mercado lingüístico.
Subrepresentación de mujeres: La asignación de papeles en función del sexo trae
consigo la mayor o menor presencia de hombres y mujeres en unos sectores o
en otros. En definitiva, establece una segregación laboral caracterizada por la
presencia masiva de las mujeres en ciertos sectores (enseñanza, limpieza, esté-
tica, asistencia social, etc.) frente a la presencia mayoritaria de los hombres en
otros sectores relacionados directamente con la actividad física e intelectual,
con el poder y con la toma de decisiones. En este sentido se habla de profesio-
nes con subrepresentación femenina en aquellos sectores profesionales en los
que la presencia de la mujer es anecdótica por ser campos reservados histórica-
mente a los hombres.
Temas o contenidos transversales: Conjunto de contenidos que, aunque no se in-
cluyen de forma específica como contenidos en las áreas, deben ser objeto de
enseñanza y de aprendizaje en todas las áreas a lo largo de cada etapa educativa
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