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(cit. en Abellán,
1984, pág. 429)
Este texto muestra que la metafísica krausista es inseparable de una
filosofía para la vida, a la que podemos calificar de progresiva, ya que el
hombre «imagen vida de Dios» es capaz de «progresiva perfección». El
esencial imperativo del hombre en la existencia es perfeccionar la totalidad
de sus atributos, tanto del cuerpo como del alma, para intentar acercarse a la
síntesis entre la naturaleza y el espíritu. El ser humano, en el tiempo finito
que le toca vivir, debe perfeccionarse a sí mismo gracias, entre otras cosas,
a la educación y al cultivo de la ciencia.
La filosofía krausista desemboca en una ética individual, que se
fundamenta en la voluntad de perfectibilidad y que, desde luego, es base a
su vez de la socialidad y de la armonía social. Pero esta ética individual es
también la ética de la Humanidad que tiende a su progresiva perfección
realizada en el tiempo, es decir, en la Historia. La Historia es, pues, la
evolución en el tiempo de la Humanidad hacia su perfección, y la etapa
final (encontramos de nuevo la metafísica) se produce cuando la
Humanidad entra en el reino de Dios.
Dicho sea de paso, esta optimista concepción del hombre, que
desconoce la mancha del pecado y para la que el mal es la ignorancia,
provoca fuertes turbulencias al chocar con el pesimismo antropológico
católico que impregna la sociedad desde tiempos inmemoriales (véase
Abellán, 1984, págs. 438-465). Lo que interesa destacar es que el krausismo
«puro» encerraba los gérmenes de su posible adaptación a otras corrientes
intelectuales. Aunque la ciencia para el krausismo diste mucho de la ciencia
experimental, por ser una elaboración teórica (Wissenschaft) que abarca
filosofía, religión y moral (López-Morillas, 1956, págs. 90-94), es una
búsqueda abierta. La idea de evolución progresiva de la Humanidad en la
Historia y la teoría biológica de la evolución son de naturaleza diferente,
pero no son antinómicas y van en la misma dirección.
La filosofía de Krause, aunque especulativa, desemboca lógicamente,
por deducción a partir de su fundamento ético, en una práctica individual y
social. Lo individual y lo social se vinculan según los imperativos
del racionalismo armónico que impone una concepción organicista de la
sociedad, característica fundamental de lo que será con Giner y con Posada
una original tendencia de la sociología española. Por otra parte, hay que
subrayar que la filosofía social krausista implica el mejoramiento del
hombre para que pueda haber mejoramiento social: esta idea, implícita en la
doctrina de Krause, será altamente proclamada como principio, después del
fracaso del Sexenio, para anular la idea de revolución, de cualquier
revolución, sustituirla por la de evolución. Ahora bien, la reforma del
hombre sólo puede conseguirse a través de la educación, en la que la
enseñanza, la ciencia y el arte desempeñan un papel de primer plano.
El krausismo como sistema idealista completo, con su propio lenguaje
-imitación del específico lenguaje de Krause y objeto de mofa de parte de
los adversarios- no podía dejar de adaptarse ante la nueva mentalidad
positiva. Para los hombres que se formaron en su seno, la adaptación
resultó relativamente fácil, ya que la misma doctrina estaba abierta a las
varias posibilidades de enriquecimiento proporcionadas por el positivismo.
(Posada,
1892, pág. 115)
La cita paradigmática, incluso de la capacidad de apertura de la
filosofía de Krause, centra la idea explicativa de la existencia del krauso-
positivismo.
Con grandes variantes, que como siempre dan sentido a las abstractas
etiquetas, y que sólo estudios monográficos pueden restituir, siguen la
misma trayectoria las figuras más destacadas de las siguientes disciplinas.
En sociología (ciencia nueva) destacan: Gumersindo de Azcárate (1850-
1917), Urbano González Serrano, Adolfo Posada (1860-1994), Manuel
Sales y Ferré (1843-1910). En pedagogía, materia que con Bartolomé
Cossío (1857-1935) alcanza categoría universitaria (Abellán,
1989, págs. 165-173), encontramos a Francisco Giner de los Ríos (1839-
1915), el más excelso y el más completo pedagogo de la España
contemporánea, y a otros muchos (digno de mención es el grupo de
catedráticos de la Universidad de Oviedo, llamado «círculo neo-krausista
de Oviedo»; Abellán, 1989, págs. 137-139). En historia sobresale la obra de
Rafael Altamira (1866-1951) iniciador de una historia de carácter
científico. El derecho penal es verdaderamente replanteado por Pedro
Dorado Montero (1861-1919). Además de gran novelista, Leopoldo
Alas, Clarín (1852-1901), es la eminente figura de la crítica literaria de su
tiempo. En cuanto al polígrafo Joaquín Costa, su ingente obra polifacética
le hace inclasificable entre los grandes hombres del siglo.
Todas estas personalidades (y otras muchas), verdaderamente
destacadas en su especialidad, pueden considerarse como representantes
del krauso-positivismo. Así puede justificarse la afirmación, algo paradójica
a primera vista, según la cual «el positivismo se introduce en nuestro país a
través del krausismo» (Núñez Encabo, 1976, n. 13, pág. 123).
Como hemos mostrado en el primer apartado, la doctrina de Krause
estaba abierta a ulteriores evoluciones (es también lo que sugiere Posada en
la cita anterior). Entre el krausismo y el positivismo pudieron establecerse
relaciones a partir de «las categorías-puente» de «unidad» y «evolución»,
aunque formuladas bajo procedimientos muy diversos (Núñez Ruiz,
1975, pág. 80). Por otra parte, sabemos que para el krausismo español, la
filosofía no se reduce a especulación abstracta, sino que tiende a la
aplicación concreta en todos los sectores de la actividad humana. No puede
sorprender, pues, si ya desde 1878, Nicolás Salmerón (1838-1908), después
de mostrar que la enseñanza de su maestro Sanz del Río tendía más que a
propagar una doctrina a ejercitar la reflexión, «a buscar en la realidad
misma y no en aprensiones subjetivas las fuentes del saber», puede afirmar
con fuerza: «No basta, hoy sobre todo, la especulación para el filósofo, ni
puede limitarse a sistematizar los datos de la conciencia; necesita conocer a
lo menos los capitales resultados de la observación y la experimentación en
las ciencias naturales» (cit. en Abellán, 1984, pág. 514).
Tampoco puede sorprender la posición de Giner de los Ríos cuando, en
1878 también, confiesa que debe completar los puntos de vista de Krause,
Ahrens, Sanz del Río con «los progresos que en los últimos años han
realizado la antropología, la fisiología psicológica y la novísima psicofísica
(merced a los trabajos de Wundt, Fechner, Lotze, Helmholtz,
Spencer)» (cit. en Laporta, 1974, pág. 261). Spencer y Darwin son
nombrados profesores honorarios de la Institución Libre de Enseñanza, y
el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza es un órgano desinteresado
de difusión de las teorías y de los descubrimientos científicos europeos.
Lo que permanece vivo en todos los que fueron discípulos de Sanz del
Río o de Giner, aun en los que se alejan más de las enseñanzas de los
maestros, como Manuel Sales y Ferré (1843-1910) o Pedro Dorado
Montero (1861-1919), es una autenticidad ética, una entereza humana que
proceden de esa profunda huella dejada por el krausismo, tan acertadamente
caracterizada por Clarín: «El krausismo español [...] había dejado en buena
parte de la juventud estudiosa e inteligente, como un rastro perfumado, el
sello de una especie de unción filosófica que engendraba el ánimo constante
y fuerte del bien, el instinto de la propaganda, de la vida ideal, de
abnegación pura y desinteresada: a la cabeza de estos jóvenes, como un
padre y un maestro, estaba uno de los espíritus más grandes y más nobles
que ha producido España, el señor D. Francisco Giner de los Ríos» (Posada,
1892, pág. XVII).
Además, en muchos queda viva la idea de trascendencia. Por eso se
sienten mucho más cerca de Spencer que de Comte, aunque su verdadera
filosofía sea un eclecticismo que mezcla idealismo (fe en el progreso, fe en
la prefectibilidad del hombre) y empirismo, y que, desde luego, rechaza
cualquier dogmatismo.
Ese eclecticismo, que tiene la fuerza de una convicción, es el resultado
de la feliz conjunción y de la fértil asimilación de lo mejor del idealismo
krausista y de lo más aceptable (la ciencia, el método experimental, etc.) del
positivismo. No puede generar, como, por ejemplo, el comtismo, una
ideología imperialista que salga a conquistar el mundo, pero sí una
confianza en sí mismo que anima una certidumbre en el porvenir. Un
porvenir que ya ha empezado en la medida en que cada hombre debe
prepararlo cada día educándose y educando a los demás, «haciendo
hombres».