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UNIVERSIDAD NACIONAL DE INGENIERÍA

FACULTAD DE INGENIERÍA INDUSTRIAL Y DE SISTEMAS

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FISICA MODERNA

AGUJEROS NEGROS
Devoradores de estrellas
Montoya Salazar Abner Enrique
20150258H

Física Moderna
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Albert Einstein consideraba que el concepto de agujero negro –una


estrella colapsada tan densa que ni siquiera la luz puede escapar de su
atracción– era demasiado absurdo para ser real.

El Sol es de dimensiones medianas para ser una estrella, y cuando


dentro de unos 5.000 millones de años haya consumido todo el
hidrógeno que le sirve de combustible, se desprenderá de las capas
exteriores y su núcleo se volverá cada vez más compacto hasta
convertirse en una enana blanca: una ascua del cosmos del tamaño de la
Tierra.
Para una estrella diez veces mayor que el Sol, la muerte es bastante más
espectacular. Sus capas externas salen despedidas al espacio en una
explosión de supernova, que durante un par de semanas es uno de los
objetos más brillantes del universo, mientras que el núcleo se comprime
por efecto de la gravedad hasta formar una estrella de neutrones: una
esfera giratoria de unos 20 kilómetros de diámetro. El fragmento de una

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estrella de neutrones del tamaño de un terrón de azúcar pesaría 1.000


millones de toneladas en la Tierra. La atracción gravitatoria de una de
esas estrellas es tan intensa que si dejáramos caer sobre ella una bola de
algodón, el impacto generaría tanta energía como una bomba atómica.
Pero eso no es nada en comparación con la agonía final de una estrella
20 veces más masiva que nuestro Sol. Si detonáramos una bomba como
la de Hiroshima cada milisegundo de todo el tiempo de vida del
universo, no llegaríamos a igualar la energía liberada en los momentos
finales del colapso de una estrella gigante. El núcleo de la estrella
implosiona. Las temperaturas alcanzan los 55.000 millones de grados.
Nada puede contrarrestar la aplastante fuerza de la gravedad. Trozos de
hierro más grandes que el Everest quedan compactados casi al instante
en simples granos de arena. Los átomos se disgregan en electrones,
protones y neutrones, partículas diminutas que también son trituradas
en quarks, leptones y gluones. Y así sucesivamente, adquiriendo un
volumen cada vez más pequeño y más denso, hasta…
Hasta no se sabe qué. En los intentos de explicar tan crucial fenómeno,
las dos grandes teorías que describen el funcionamiento del universo –
la relatividad general y la mecánica cuántica– parecen volverse locas.

La estrella se ha convertido en agujero negro.


Lo que hace de un agujero negro el abismo más oscuro del universo es
la velocidad que se necesita para escapar de su campo gravitatorio. Para
huir de la gravedad de la Tierra hay que acelerar hasta lograr una
velocidad de unos 11 kilómetros por segundo. Es mucho (unas seis
veces más rápido que una bala), pero desde 1959 existen cohetes
capaces de hacerlo. El límite universal de la velocidad es 299.792
kilómetros por segundo: la velocidad de la luz. Pero ni siquiera esa
velocidad es suficiente para escapar de la atracción de un agujero
negro. Por lo tanto, nada que esté dentro de un agujero negro puede

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salir, ni siquiera un rayo de luz. Y a causa de ciertos efectos de la


gravedad extrema, ni siquiera es posible asomarse y mirar. Un agujero
negro es un lugar aislado del resto del universo. La línea divisoria entre
el interior y el exterior se denomina horizonte de sucesos. Cualquier
cosa que atraviese ese horizonte –una estrella, un planeta, una persona–
se pierde para siempre.
Albert Einstein, uno de los pensadores más imaginativos de la historia
de la física, nunca creyó que los agujeros negros fuesen reales. Sus
fórmulas permitían su existencia, pero su intuición le decía que la
naturaleza no podía albergar semejantes objetos. Desde su punto de
vista, lo más contra natura era que la gravedad fuese capaz de derrotar a
las otras fuerzas supuestamente más poderosas –la electromagnética y
la nuclear–, hasta el punto de borrar del universo el núcleo de una
estrella enorme.
Einstein no era el único escéptico. En la primera mitad del siglo XX la
mayoría de los físicos rechazaba la idea de que un objeto pudiera
alcanzar una densidad tal que no dejara escapar la luz.
Aun así, ya en el siglo XVIII algunos científicos se planteaban esa
posibilidad. El filósofo inglés John Michell mencionó la idea en un
informe a la Royal Society de Londres en 1783, y el matemático
francés Pierre-Simon Laplace predijo su existencia en un libro
publicado en 1796. Nadie llamaba agujeros negros a esas curiosidades
superdensas, sino estrellas congeladas, estrellas oscuras, estrellas
colapsadas o singularidades de Schwarzschild. El nombre de «agujero
negro» se usó por primera vez en 1967, durante una conferencia
impartida por el físico estadounidense John Wheeler en la Universidad
de Columbia.
Hacia la misma época se produjo un cambio radical en las ideas sobre
los agujeros negros, básicamente debido a la invención de nuevas for-
mas de ver el firmamento. Desde los albores de la humanidad, nuestras
observaciones se habían visto limitadas al espectro visible de la luz.

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Pero en la década de 1960 empezaron a usarse telescopios de rayos X y


radiotelescopios, los cuales, al captar la luz en longitudes de onda que
atraviesan el polvo interestelar, nos permiten ver el interior de las
galaxias del mismo modo que vemos los huesos en una radiografía.
Se descubrió entonces que la mayoría de las galaxias (¡y hay más de
100.000 millones en el universo!) tienen en el centro un abigarrado
bulbo de estrellas, gas y polvo. Y en el corazón de ese caótico bulbo,
prácticamente todas las galaxias, incluida nuestra Vía Láctea, albergan
un objeto tan masivo y compacto, caracterizado por un campo
gravitatorio tan feroz, que se mida como se mida, solo puede ser un
agujero negro.
Esos agujeros son enormes. El del centro de la Vía Láctea tiene la masa
de 4,3 millones de soles. En Andrómeda, una de nuestras galaxias
vecinas, hay uno 100 millones de veces más masivo que el Sol. Se cree
que otras galaxias contienen agujeros negros de masa equivalente a
1.000 millones de soles, y que incluso hay monstruos 10.000 millones
de veces más masivos que nuestro Sol. Pero ninguno comenzó su
existencia con esas dimensiones desmesuradas, sino que fueron
ganando masa con cada «comida».
En el transcurso de una sola generación de astrofísicos, los agujeros
negros pasaron de ser prácticamente una broma –la reducción al ab-
surdo de unas cuantas fórmulas matemáticas– a convertirse en hechos
ampliamente aceptados. Incluso han resultado ser bastante comunes.
Probablemente hay billones en todo el universo.
Nadie ha visto nunca un agujero negro, y nadie lo verá jamás, porque
no hay nada que ver. No es más que una laguna en el espacio, «una
enorme cantidad de nada», dicen los físicos. Su presencia se deduce por
los efectos que causan en el espacio circundante. Es como asomarse a
una ventana y ver todos los árboles inclinados en la misma dirección.
Será forzoso suponer que está soplando un viento fuerte, aunque
invisible.

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Cuando preguntamos a los expertos qué probabilidad hay de que los


agujeros negros realmente existan, la respuesta generalizada es un
99,9%. Si no hay agujeros negros en el centro de la mayoría de las
galaxias, entonces tiene que haber algo mucho más raro e increíble.
Pero todas las dudas pueden quedar disipadas en cuestión de meses,
cuando los astrónomos consigan espiar a uno de esos monstruos
mientras come.
El agujero negro del centro de la Vía Láctea, situado a 26.000 años luz
de la Tierra, se conoce como Sagitario A* (abreviado Sgr A*).
Actualmente es una bestia tranquila y nada voraz, pero hay otras
galaxias que contienen auténticos Godzillas destructores de estrellas y
devoradores de planetas, llamados quásares.
Sin embargo, Sgr A* se está preparando para la cena. Está atrayendo
una nube de gas llamada G2 a una velocidad de unos 3.000 kilómetros
por segundo. Dentro de apenas un año G2 se acercará al horizonte de
sucesos, y en ese momento los radiotelescopios de todo el mundo
estarán apuntando a Sgr A*. Mediante la sincronización de todos esos
instrumentos para formar un observatorio que tendrá el tamaño del
planeta y se llamará Telescopio del Horizonte de Sucesos, es de esperar
que se pueda captar la imagen de un agujero negro en acción. En reali-
dad no veremos el agujero en sí, sino probablemente lo que se conoce
como disco de acreción, un anillo de residuos que traza el contorno del
agujero, algo así como las migas que quedan en el mantel después de
una comida suculenta. Esta prueba debería ser suficiente para disipar
prácticamente todas las dudas respecto a la existencia de los agujeros
negros.
Además de confirmar su existencia, quizá nos ayuden a determinar la
composición del universo. La materia que se precipita hacia un agujero
negro produce gran cantidad de calor a causa de la fricción. Por otro
lado, los agujeros negros giran sobre sí mismos –de hecho, son
profundos remolinos en el espacio–, y la combinación de fricción y

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rotación hace que una parte importante de la materia dirigida hacia el


agujero negro, a veces más del 90 %, no llegue a atravesar el horizonte
de sucesos sino que salga despedida en otra dirección, como las chispas
que saltan de la rueda de un afilador.
Esa materia caliente es canalizada en chorros que se alejan del agujero
negro a velocidades extraordinarias, normalmente apenas algo in-
feriores a la velocidad de la luz. Los chorros pueden extenderse a través
de millones de años luz y cruzar de parte a parte una galaxia. Dicho de
otro modo, los agujeros negros revuelven y agitan las estrellas viejas
del centro galáctico y proyectan hacia la periferia los gases calientes
generados en el proceso. Con el tiempo, los gases expulsados se
enfrían, se amalgaman y forman nuevas estrellas, lo que constituye para
la galaxia una especie de fuente de la juventud.
Es importante aclarar un par de cuestiones respecto a los agujeros
negros. En primer lugar está la idea, popularizada por la ciencia ficción,
de que estos objetos «engullen» todo cuanto está a su alrededor. En
realidad, un agujero negro no tiene más poder de «succión» que una
estrella corriente, lo que ocurre es que posee una atracción gravitatoria
extraordinariamente intensa para el tamaño que tiene. Si de pronto
nuestro Sol se convirtiera en un agujero negro (no va a pasar, pero
imaginémoslo), seguiría teniendo la misma masa, pero su diámetro se
reduciría de 1.392.000 kilómetros a menos de 6,5. La Tierra sería un
mundo frío y oscuro, pero su órbita alrededor del Sol no sufriría ningún
cambio. El Sol convertido en agujero negro ejercería la misma
atracción gravitatoria sobre nuestro planeta que si mantuviera su
tamaño actual. Del mismo modo, si la Tierra se convirtiera en un
agujero negro, conservaría su masa actual de 6.000 trillones (un 6
seguido de 21 ceros) de toneladas, pero concentrada en el volumen de
una canica. Sin embargo, la Luna seguiría orbitando como siempre a su
alrededor.

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Así pues, los agujeros negros no «succionan» lo que tienen a su


alrededor. Hasta aquí, fácil. El siguiente tema –el tiempo– es un poco
más complicado. La relación entre el tiempo y los agujeros negros es
bastante extraña. De hecho, el concepto de tiempo (olvidemos por un
momento los agujeros negros) ya es de por sí un poco raro. Todos
hemos oído la frase: «El tiempo es relativo». Eso significa que el
tiempo no avanza al mismo ritmo para todos. El tiempo, como des-
cubrió Einstein, se ve afectado por la gravedad. Si colocamos relojes
extremadamente precisos en las distintas plantas de un rascacielos,
todos funcionarán a diferente velocidad. Los de los pisos más bajos
(más cercanos al centro de la Tierra, donde la gravedad es más fuerte)
serán algo más lentos que los de las plantas superiores. Nosotros no
notamos el efecto porque la diferencia es infinitesimal, de apenas
billonésimas de segundo. Los relojes de los satélites de
posicionamiento global se regulan para que su funcionamiento sea
ligeramente más lento que el de los que están en la superficie de la
Tierra; de lo contrario, los GPS serían menos precisos.
Los agujeros negros, con su increíble campo gravitatorio, son
básicamente máquinas del tiempo. Imaginemos que nos subimos a un
cohete rumbo a Sgr A* y nos acercamos todo lo posible al horizonte de
sucesos, pero sin atravesarlo. Por cada minuto que pasemos allí,
transcurrirán mil años en la Tierra. Es difícil creerlo, pero es lo que
pasaría. La gravedad vence al tiempo.
Y si cruzamos el horizonte de sucesos, ¿entonces qué? Una persona que
nos observara desde fuera no nos vería caer en el agujero. Le parecería
que estamos congelados justo al borde del mismo, por un período
infinito de tiempo.
Pero técnicamente no sería un tiempo infinito. Nada dura eternamente,
ni siquiera los agujeros negros. El físico británico Stephen Hawking
demostró que los agujeros negros tienen fugas –escapes que reciben el
nombre de radiación de Hawking–, y que transcurrido el tiempo

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suficiente, se evaporarían por completo. Claro que estamos hablando de


trillones y trillones de años. Tanto tiempo que probablemente en un
futuro lejano los agujeros negros serán los únicos objetos que aún
queden en el universo.
Un observador externo, como ya hemos visto, no nos vería escurrirnos
en el agujero negro, ¿pero qué nos pasaría a nosotros? Sgr A* es tan
grande que su horizonte de sucesos tiene un radio de unos 13 millones
de kilómetros. Los físicos no se ponen de acuerdo respecto a lo que
sucedería en el momento de atravesarlo. Es posible que diéramos con
una especie de «cortafuegos» y quedáramos reducidos a cenizas nada
más tocarlo.
Sin embargo, la teoría de la relatividad general predice que ocurriría
otra cosa al traspasar el horizonte de sucesos: absolutamente nada. Lo
atravesaríamos sin notar nada, sin darnos cuenta de que hemos
desaparecido para el resto del universo. Al principio estaríamos bien, y
nuestro reloj de pulsera seguiría funcionando como siempre. Suele
decirse que los agujeros negros son infinitamente profundos, pero no es
cierto. Tienen fondo, pero no viviríamos para verlo. Al caer, la
gravedad se haría más intensa. Si cayéramos con los pies por delante, el
tirón gravitatorio sería muchísimo más fuerte en los pies que en la
cabeza, hasta el punto de que nos estiraría y acabaría desgarrándonos.
Los físicos dicen que la fuerza gravitatoria nos «espaguetizaría».
Pero nuestros pedazos alcanzarían el fondo. En el centro de un agujero
negro existe una cosa misteriosa llamada singularidad. Entender una
singularidad sería uno de los mayores avances científicos de la historia.
Primero habría que inventar una nueva teoría, una que fuese más allá de
la relatividad general de Einstein, que explica el movimiento de las
estrellas y las galaxias, y más allá de la mecánica cuántica, que describe
el comportamiento de las partículas subatómicas. Ambas teorías son
buenas aproximaciones de la realidad, pero en un lugar tan extremo
como el interior de un agujero negro, ninguna de las dos es aplicable.

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Imaginamos las singularidades como algo extremadamente pequeño,


más que diminuto. Si ampliáramos una singularidad un trillón de veces,
ni siquiera el microscopio más potente estaría cerca de distinguirla.
Pero dentro del agujero negro hay algo, al menos en un sentido
matemático. Y ese algo no solo es pequeñísimo, sino también
increíblemente masivo. Sin embargo, no tratemos de entenderlo.
Aunque la inmensa mayoría de los físicos cree que los agujeros negros
existen, los consideran el enigma definitivo. Son impenetrables. Nunca
sabremos qué hay en el interior de una singularidad.
Pero un par de pensadores poco ortodoxos disienten. En los últimos
años cada vez son más los físicos teóricos que aceptan la idea de que
nuestro universo no es lo único que existe. Según ellos, vivimos en lo
que se conoce como un multiverso: una vasta colección de universos,
cada uno comparable a una burbuja o un agujero en el queso Emmental
de la realidad. Este debate es sumamente especulativo, pero es posible
que para crear un universo nuevo haya que coger una cantidad de
materia de otro ya existente, compactarla y separarla definitivamente
del resto.
¿Os suena? Después de todo, sabemos lo que sucedió por lo menos con
una singularidad. Nuestro universo comenzó hace 13.800 millones de
años con una tremenda explosión, el Big Bang. Un instante antes, todo
estaba concentrado en una mota increíblemente pequeña y masiva: una
singularidad. Tal vez el multiverso se pueda comparar con un roble, que
de vez en cuando deja caer una bellota. Si la bellota cae en suelo
idóneo, germina de golpe. Quizá suceda lo mismo con una
singularidad, la semilla de un nuevo universo. Y lo mismo que un roble
joven, nunca enviaremos una nota de agradecimiento al universo que
nos produjo. De hecho, para que el mensaje saliera de nuestro universo,
tendría que viajar a mayor velocidad que la luz. ¿Os suena también?
Las pruebas de lo que podría haber en el interior de un agujero negro
son convincentes. Mirad a la izquierda y a la derecha. Pellizcaos. Quizá

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se haya originado un agujero negro en otro universo. Y es posible que


nosotros estemos viviendo en su interior.

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