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DIMINUTO y el monstruo subterráneo - Liliana Cinetto

CAPÍTULO 1
EN EL QUE CUENTO ALGUNAS COSAS RARAS QUE EMPEZARON A PASAR CON LA
PRIMAVERA

El primero de darse cuenta de que en mi barrio pasaba algo raro fue mi perro Diminuto, aunque
nadie le hizo caso por el asunto de la primavera. Ni siquiera yo le hice caso. Y eso que soy el que
más lo conoce de la familia. Primero, porque, como toda la vida quise tener perro y nunca me
dejaron, me convertí en experto jugando con los perros de mis vecinos y leyendo la Enciclopedia
Canina de diez tomos que me regaló mi madrina para consolarme. Segundo, porque, desde que
encontré a Diminuto en la calle y me lo llevé a casa escondido en un bolsillo, no me separé de él
nada más que para ir al colegio. Bueno, casi casi me separo para siempre de Diminuto cuando mi
familia lo descubrió y el perro empezó a armar unos líos tremendos como hacerle pis en la blusa
nueva de mi hermana, morderle el dedo a mi maestra y un par de cositas más que ahora no voy a
contar porque, claro, son parte de otra historia. Tercero, porque Diminuto será perro, y perro chiquito
además (mide tres centímetros de largo por dos de alto, duerme en una cucha de caja de fósforos y
usa una correa de piolín), pero es inteligente. Y especial. Tan especial que, en realidad, fue él quién
logró que mi familia, al final, se encariñara con él y aceptara tener un perro. Y eso que yo les había
insistido e insistido durante años (porque soy especialista en insistir) y jamás había podido
convencerlos.
Pero sobre todo soy el que más conoce a Diminuto, porque es mi amigo y, aunque sea un perro,
entiendo perfectamente todo lo que le pasa.
Sin embargo, esa vez no lo entendí. Seguramente, por el asunto de la primavera. Y es que era la
primera vez que llegaba la primavera desde que Diminuto vivía con nosotros. Y Diminuto estaba
nervioso. Muy nervioso. Como loco estaba.
Es cierto que antes había hecho travesuras, como masticarle las sandalias a mi hermana o arrastrar
la silla a la que lo habíamos atado y dejar la casa patas para arriba. Pero eso fue al principio, cuando
él era chiquito (chiquito de edad, no de tamaño) y no sabía que no tiene que masticar las sandalias
de mi hermana porque pueden intoxicarlo o envenenarlo con el olor. Pero después, desde que se
volvió un poco más grande (grande de edad, no de tamaño) Diminuto se porta como un perro
educado y obediente. Además, nos defendió varias veces de ladrones e incluso de fantasmas,
aunque eso tampoco voy a contarlo ahora, porque claro, son otras historias. Lo que sí voy a contar
ahora es lo que pasó cuando llegó la primavera y Diminuto tuvo como un ataque de locura perruna.
Rascaba la puerta y los muebles, quería ir a la calle todo el tiempo, perseguía otros perros, ladraba
sin parar, aullaba de noche como un lobo … Mi papá decía que era por el asunto de la primavera,
que había llegado la primavera, que los animales les afecta la Primavera y que, cualquier cosa,
mejor fuera a preguntarle a mi madre. Es que mi papá no es muy creativo para dar explicaciones. En
cambio, mi mamá me decía que la primavera es la época en que no solo florecen las plantas, sino
que también nace el amor y se despiertan los instintos de la naturaleza para crear nuevas vidas y
qué sé yo cuántas cosas más, porque ella es muy creativa para dar explicaciones. Y mi hermana
Carolina, que tiene quince años es una insoportable cascarrabias, me decía que yo, ¡atchís! era un
mocoso tarado, ¡atchís! que todavía no me había avivado, ¡atchís! pero lo que le pasaba a Diminuto
era que necesitaba una novia. ¡Atchís! (Es que, como mi hermana tiene alergia, todo la hace
estornudar. Especialmente en la primavera, cuando vuela el polen y ella se la pasa de muy mal
humor y de estornudo en estornudo).
Igual mucho no le creí a mi hermana porque ella siempre está buscando novio, aunque sea pleno
invierno y haga cincuenta grados bajo cero, y porque en ninguno de los diez tomos de la
Enciclopedia Canina decía nada sobre ese tema de los perros y la primavera.
Pero era evidente que algo raro pasaba con Diminuto y la única razón parecía ser la primavera
que, hasta ese momento, nunca me había molestado, salvo porque aumentaban los estornudos y el
malhumor de mi hermana. Al contrario, me gustaba que comenzaran los días lindos y los primeros
calorcitos en los que mi mamá no me decía:
-Federico, abrígate que te vas a enfermar. No salgas sin la campera que hace muchísimo frío.
Ponete el buzo que hay virus por todos lados…- y no sé cuántas cosas más porque mi mamá es muy
creativa para cuidarme.
También me gustaba la primavera porque faltaba poco para que terminaran las clases. Mucho
más ese año, ya que no iba a tener que aguantar a mi maestra, la misma del año anterior (porque
había pasado de grado con nosotros), que era más insoportable que mi hermana y me la tenía
jurada desde que Diminuto le había mordido el dedo.

La cuestión es que, cuando Diminuto se puso nervioso, me fastidió la primavera. Quería que se
acabara de una buena vez y que Diminuto dejara de portarse de esa forma tan extraña. Y es que se
despertaba a la noche a cada rato, paraba las orejas como si escuchara ruidos, aunque no se oyera
nada, iba y venía… Yo trataba de calmarlo. Le hacía mimos detrás de las orejas, que son los mismos
que más les gustan a los perros, le hablaba (porque en el tomo seis de la Enciclopedia Canina hay
un artículo de psicología donde dice que es conveniente hablarles a los perros) y lo sacaba a pasear
en cuanto llegaba al colegio. Pero eso tampoco lo tranquilizaba. Además, en la plaza, que quedaba a
un par de cuadras de mi casa, Diminuto se ponía peor. Más nervioso. Y eso que, a él, la plaza
siempre le había gustado. Ni siquiera quería jugar con el escarbadientes (es que todos los palos son
demasiado grandes para él). Yo se lo tiraba lejos para que fuera a buscarlo y me lo trajera, y él,
nada. Menos que menos quería juntarse con otros perros. Se la pasaba corriendo de acá para allá,
gruñendo, olisqueando los yuyos y las bolsas de materiales y de escombros que había apiladas al
lado de la fuente que está justo en el medio de la plaza.
-Seguramente van a arreglarla-comentó un día mi mamá- Por eso pusieron ese tabique alrededor,
como el que hay en las obras en construcción.
-Ya era hora ¡atchís! de que las arreglaran, ¡atchís! porque la plaza, ¡atchís! está hecha un
verdadero asco, ¡atchís! aunque todo ese polvillo, ¡atchís! me hace estornudar, ¡atchís! cada vez que
paso por ahí, ¡atchís! –estornudó, digo, agregó Carolina.
No le contesté a mi hermana porque a ella todo la hace estornudar. Pero, además, porque no
quería darle la razón. Es que la plaza de mi barrio nunca había estado tan fea. Nada de florcitas en
los canteros, nada de árboles con hojas nuevas, nada de césped verde… Puro pasto seco y alguna
que otra planta medio marchita. Algo muy raro, considerando que ya había llegado la primavera.
En realidad, no solo la plaza, sino todos los jardines de mi barrio estaban tan pelados y resecos
que daban lástima. Mamá decía que era por las refacciones que estaban haciendo en las cloacas y
porque últimamente había baja presión y el agua salía turbia de las canillas… y qué sé yo cuántas
cosas más decía mi mamá (que, ya se sabe, es muy creativa). Papá, en cambio, decía que la culpa
de todo la tenía el gobierno, que nunca hace nada, que no arregla nada y que no se ocupa de nada.
Y mi hermana estornudaba sin parar. De todos modos, nadie se preocupó demasiado por la plaza o
por el agua y, aunque Diminuto seguía como loco, ni mi familia ni yo le hicimos caso. Por el asunto
de la primavera. Pero la verdad es que, desde el principio, mi perro se había dado cuenta de que en
el barrio pasaba algo raro.
C
CAPÍTULO 2
EN EL QUE SIGO CONTANDO COSAS RARAS QUE PASABAN EN EL BARRIO Y EMPIEZO A
HABLAR DE LOS PROBLEMAS CON LAS MUJERES

Las cosas fueron empeorando con Diminuto porque la primavera, según dice el libro de Ciencias
Naturales, es época de lluvias. Aunque tendría que decir que es época de diluvios, porque llovió
tanto esos días que empezó a suceder otra cosa rara: en el barrio se inundaban las calles de vereda
a vereda, algo que nunca había ocurrido antes. Además, cuando dejaba de llover, en lugar de correr,
el agua seguía saliendo por las alcantarillas, con un olor a huevo podrido tremendo, igualito al que
tienen las zapatillas de mi hermana.

Por supuesto, cuando llovía a cántaros, yo no podía sacar a Diminuto a pasear porque mamá me
decía que iba a mojarme, a enfermarme, a tomar frío y … en fin. Y si yo insistía (porque, como les
dije, soy especialista en insistir) y le contestaba que, si no podía ir a la plaza, tampoco debería ir al
colegio, papá me gritaba:
-¡No sa-lís y no te ha-gas el gra-cio-so!
Porque mi papá cuando se enoja, grita separando las palabras en sílabas.
Encerrado en casa, tratando de calmara Diminuto de cualquier manera (cosa nada sencilla, por el
asunto de la primavera), fue cuando descubrí algo que tampoco dice el libro de Ciencias Naturales:
la primavera no solo afecta a los perros. A las personas también, aunque a los hombres parece que
se nos nota menos que a las mujeres. Mi papá ya me había explicado algunas cosas en un par de
charlas que habíamos tenido de hombre a hombre (o de hombre a nene).
En la primera, me había dicho:
-Los varones, hijo, somos diferentes de las mujeres.
En la segunda agregó:
-Las mujeres, hijo, son complicadas.
Y en la tercera:
-A las mujeres, hijo, nadie las entiende.
No dijo nada más porque papá no es muy creativo para dar explicaciones ni para las charlas de
hombre a hombre (o de hombre a nene). Pero yo llegué a la conclusión de que a las mujeres se les
nota más la primavera que a los hombres. No es que ellas rasquen las puertas o los muebles, aúllen
de noche, ladren o gruñan (bueno, mi hermana gruñe bastante y mi maestra, tambén). No. A ellas se
les nota más porque tienen algo que se llama romanticismo, que no había muy bien qué era, porque
mi papá no usó esa palabra en las charlas de hombre a hombre, pero mi mamá lo mencionaba cada
vez que protestaba:
-Que la casa es una mugre y una siempre tiene que estar fregando como loca día y noche, y nadie
es capaz de darme una mano –eso parece que lo decía por nosotros- o de traerme aunque más no
sea un ramito de flores –eso creo que se lo decía a mi papá-, porque no pido una caja de
bombones de licor, , que son los que más me gustan, o de frutas que son carísimos, no, un ramito de
flores para que me demuestren un poco de amor y de cariño –eso también creo que se lo decía a mi
papá- y cuando una pide un poquito de romanticismo, le vienen a preguntar qué hay de cenar –eso
seguro se lo decía a mi papá- y si lloro, me dicen que soy una exagerada –eso definitivamente se lo
decía a mi papá-, porque no entienden que una es sensible… -y no sé cuántas cosas más decía mi
mamá, que es muy creativa para protestar.
Con Carolina, las cosas eran muchísimo peor. Porque mi hermana también tenía ataques de
romanticismo, pero era imposible que alguien le regalara flores o bombones porque se había
convertido en un monstruo. Bueno, nunca fue demasiado normal, pero aquella primavera se hinchó
como un sapo y le aparecieron manchas en la cara y en los brazos. El médico dijo que podía ser a
causa del agua (que cada vez salía con menos presión de las canillas y con más olor a huevo
podrido). Seguramente eso le había producido una reacción alérgica nueva que se sumaba, claro, a
los estornudos. Y a las protestas.
-Que a vos te parece, ¡atchís!, que ahora me haya salido esto, ¡atchís! –esto eran las manchas
rojas en la cara- y que parezco, ¡atchís!, un monstruo –eso no se lo negué porque no me gusta
contradecirla- toda hinchada, ¡atchís!, que quién se va a fijar en mí, ¡atchís!, y nadie va a invitarme a
salir o a quererme, si sigo así –eso tampoco se lo negué porque, con ese sarpullido, estaba igualita a
Freddy Krueger, aunque con peor carácter.
Así que mientras se ponía paños fríos en la cara y pomadas desinflamantes (con los que quedaba
igual de monstruosa, pero de muchos colores), mi hermana miraba las novelas de amor de la
televisión como “Noches de pasión” y suspiraba, entre estornudo y estornudo.
En el colegio, las chicas no hacían otra cosa que mandar cartas, llenas de corazones,
preguntando “¿Querés ser mi novio? Y la maestra nos hacía copiar y aprender de memoria poemas
de amor o resolver problemas en Matemática del estilo: “Si una docena de margaritas cuesta diez
pesos, ¿cuánto le saldría a un novio regalarle a su enamorada quince docenas?”.
Ahora, si el romanticismo de mi mamá, de mi hermana, de mis compañeras y de mi maestra era
insoportable, imagínense lo que fue cuando mi tía Dolores vino a instalarse en casa. No voy a decir
que mi tía Dolores es un monstruo, porque no quiero insultar a los monstruos. Pero más o menos.
Tiene como ciento ocho años y medio, y es soltera porque nadie en el mundo ni en ningún otro
planeta querría casarse con una persona tan vinagre. Porque es más cascarrabias e insoportable
que mi hermana (lo cual es mucho decir). Todo le molesta, se queja por cualquier cosa y se la pasa
contando lo linda que era ella cuando era joven y habla de los miles de pretendientes que tenía (y
que seguramente huyeron, porque ella es una cascarrabias insoportable). O insiste en cocinar, para
dar una mano y no ser una carga, y prepara un guiso de mondongo intragable. Y como dice que es
una romántica incorregible, llora todo el tiempo, mientras mira el canal de televisión que pasa unas
películas viejísimas, en blanco y negro, en las que los enamorados sufren como locos.

Y “vení, nene, hacele un poquito de compañía a tu tía preferida (preferida por los zombies), mirá
qué linda historia de amor (uf, lindísima, más aburrida que hacer la tarea del colegio), y nene,
quedate quieto (si ni siquiera respiro, cuando estoy al lado de ella) y dame la mano (ni loco, a ver, si
me enveneno) que me emociona tanto esta película (por eso ya la vio doscientas veces), mirá bien,
prestá atención, así aprendés (no sé qué tengo que aprender), esos eran hombres capaces de
arriesgar la vida por una …”.
Y, por si todo esto fuera poco, mi tía Dolores odia a los perros. A todos los perros. Incluyendo el
mío, que, para colmo, seguía con el ataque de la primavera. ¿Qué por qué vino, entonces, mi tía a
instalarse en nuestra casa? Porque en la de ella habían cortado completamente el agua y nosotros
somos sus únicos parientes (aunque yo siempre sospeché que ella era hija del conde Drácula o de
Frankestein). La tía Dolores vive en un caserón enorme que se cae a pedazos, del otro lado de la
plaza, a unas veinte cuadras, lo suficientemente lejos como para que, por suerte, nunca venga de
visita, pero lo suficientemente cerca como para que el problema del agua del barrio también la
afectara. Incluso decía que últimamente sentía olor a podrido (aunque eso podía ser porque se le
había destapado la nariz, porque en su casa siempre hay olor a podrido) y que de noche el piso
temblaba (lo cual no es raro porque su casa es un cascajo viejo) y qué sé yo cuántas cosas más
decía mi tía. Porque yo trataba de no prestarle atención.
Por supuesto, Diminuto no podía acercarse a menos de dos metros de la tía Dolores sin que ella
empezara a hacer un escándalo. Y por más que mi perro no tenía la menor intención de acercarse a
ella (porque será perro y perro chiquito, además, pero tiene buen gusto), seguía con el ataque por el
asunto de la primavera.
La verdad es que entre la primavera, la alergia de mi hermana, el romanticismo de las mujeres, las
protestas de mi mamá, la lluvia, el agua con olor a podrido del barrio, la tía Dolores instalada en mi
casa y los nervios de mi perro, pensé que no podía pasarme nada peor. Pero me equivoqué, porque
todavía me faltaba enfrentar al monstruo.
CAPÍTULO 3
EN EL QUE EMPIEZO A HABLAR DEL MONSTRUO

Diminuto no había podido asomar el hocico a la calle durante una semana porque la lluvia no
había parado ni un solo minuto. Así que estaba más nervioso que nunca. Y no era el único. En mi
casa todos estaban de mal humor. Y Diminuto no ayudaba para nada a calmarlos porque no se
quedaba quieto, iba y venía, ladraba, seguía rascando la puerta y los muebles, y hacía que mi tía
Dolores gritara a cada rato diciendo que esa bestia feroz quería morderla o asesinarla. Por suerte, el
domingo, al fin, se asomó el sol y, antes de que ocurriera una catástrofe nuclear en mi casa, me fui a
la plaza con mi perro. No le puse su correa de piolín, porque no le gusta estar atado y, aunque sí le
gusta que yo lo lleve a upa o en mi bolsillo, esta vez quiso ir solo. Tuve que correr detrás de él, que
saltaba los charcos y se acercaba, cada tanto, a olisquear las alcantarillas que escupían un líquido
oscuro y maloliente.
La plaza, o lo que alguna vez había sido una plaza, era puro barro. Había que caminar con
cuidado para no resbalarse. De todos modos, no tardé mucho en quedar enchastrado hasta las
rodillas y ni un milagro lograría salvarme de los reproches de mi mamá (que es muy creativa para
reprochar) ni de los retos de mi papá (que seguramente me gritaría separando las palabras en
sílabas).
Fue entonces cuando me llamó la atención que hubiera tantas bolsas de materiales y de
escombros apiladas junto a la fuente que estaba en reparación. Había más del doble de las que
había visto la última vez que habíamos estado en la plaza y la pila era tan alta que casi no se
distinguía el monumento central. Era raro que hubieran estado trabajando esos días en los que había
llovido tanto. En realidad, nunca había visto ni un obrero, aunque, desde hacía un tiempo, un par de
camiones grandes solían estacionar en la vereda de enfrente. Seguramente eran de la misma
empresa porque tenían el mismo logo. Estaba pensando justamente en eso, cuando apareció.
Detrás de la fuente. Con tanto barro que no se podía distinguir bien qué era. Pero tenía orejas de
perro, cola de perro, hocico de perro y patas de perro. Y hacía guau. Un guaufinito, aunque
suficientemente fuerte como para que Diminuto lo oyera y se dirigiera hacia la figura perruna como
un misil.
-Diminuto -le grité, porque tenía miedo de que se peleara como ya había ocurrido con otros perros
desde que tenía el ataque de primavera.
Diminuto no me hizo caso. Entonces, corrí detrás de él, para detenerlo. Pero no pude. Porque
cuando estaba por alcanzarlo, choqué de frente con alguien que venía exactamente en sentido
contrario, desde el otro lado de la fuente. Los dos perdimos el equilibrio y caímos de cabeza en el
barro.
No le grité: “Estúpido.¿por qué no te fijás por dónde vas?”, o algo parecido porque tenía la boca
llena de barro y porque mi mamá siempre me dice que no hay que decir groserías, que es importante
ser respetuoso y cortés con los demás, que hay que tratar bien a la gente, aunque uno no la
conozca, y qué sé yo cuántas cosas más dice mi mamá, porque ella es creativa para educarme.
Pero, cuando terminé de sacarme el barro de la boca y el de los oídos, escuché claramente un:
-Estúpido, ¿por qué no te fijás por dónde vas? –dicho por una voz de mujer. O mejor dicho, la voz
de una chica. La que me había llevado por delante, que era una chica, aunque parecía un monstruo
con la cara llena de barro y los pelos parados y pegajosos.
-Sos un tonto –siguió diciéndome-. Mirá cómo me dejaste. Seguramente me arruinaste el pantalón
nuevo. Estas manchas no van a salir con nada. Y este barro tiene un olor a podrido asqueroso…
-Yo no te hice nada –la interrumpí cuando se me terminó la paciencia y logré sacarme el barro de
la boca.
-¿Ah, sí? ¿Y quién venía corriendo como un loco detrás de ese perro? –preguntó ella.
-Era para que no se peleara con el tuyo, nenita –me defendí con el mismo tono de burla que
usaba ella al hablar.
-Para que sepas, yo no tengo perro, nenito –dijo, mientras se ponía de pie y se sacudía la ropa y
la cabeza.
-¿No? ¿Y eso qué es? ¿Un dinosaurio? –le retruqué señalando al animal que estaba con
Diminuto.
Ella me miró con cara de “Te gané, tarado” cuando me respondió con una risita insoportable:
-Eso no es un perro. Es una perra.
Y la verdad es que me ganó, porque me quedé sin palabras. Y eso me dio más rabia todavía.
Mientras me levantaba del suelo, ella, que no dejaba de reírse de mí, la llamó a su perrita:
-Ámbar, vení para aca.
Pero Ámbar no venía. Estaba con Diminuto, que movía la cola feliz como no lo hacía desde hacía
mucho tiempo. Es más, los dos jugaban, se alejaban un poquito y volvían a juntarse, se hacían
mimos con el hocico, se ladraban unos guaus finitos finitosfinitos…
-Ámbar, vení te digo –insistía ella-. No es bueno juntarse con pulguientos.
No aguanté más la rabia. Porque Diminuto será perro. Y perro chiquito además. Pero no es ningún
pulguiento.
-Más pulguiento será tu abuelo –le contesté.
-Lo decía por vos, no por el perro –se burló ella.
Por supuesto, me olvidé completamente de todo lo que me dice mi mamá, cuando quiere
educarme, sobre las groserías, el respeto, la cortesía, el buen trato… Es más, me di cuenta, en ese
momento, de que yo también soy creativo, porque, cuando se me acabaron las palabrotas y los
insultos tradicionales que suelo usar en las discusiones con mi hermana, continué con cara de
zaparrastrosa, víbora putrefacta, bruja reventada, cucaracha apestosa, pajarraco desplumado,
mamarracho lleno de vómito, caca de pterodáctilo con diarrea y algunos otros insultos que fui
inventando, mientras los decía. Ella no se quedaba atrás. Era más boca sucia que yo y sabía insultos
muy originales que yo nunca había escuchado, con vocabulario específico, como engendro de
zombie, androide subnormal, esperpento deforme, plancton desabrido, experimento atrofiado,
mamerto indeseable, cerebro de gorgojo… y muchísimos más que, si no hubiera sido porque estaba
en mitad de una pelea, habría anotado para recordarlos y usarlos después contra Carolina.
Mientras nosotros peleábamos, Diminuto y Ámbar se divertían y nos ignoraban completamente. Y
habríamos seguido así quién sabe cuánto tiempo más, si no hubiera aparecido un hombre con traje y
una carpeta debajo del brazo, que salió del tabique que rodeaba la fuente y que se sorprendió
bastante al vernos detrás de ella. Incluso, me pareció algo asustado, probablemente por nuestros
insultos.
Aproveché la interrupción para dar por terminado el desagradable encuentro con esa chica.
-Vamos, Diminuto –dije y le hice upa a mi perro.
Vamos, Ámbar –dijo ella al mismo tiempo y le hizo upa a su perra.
No hace falta aclarar que ni Diminuto ni Ámbar querían separarse y que cada uno gruñó y forcejeó
para zafarse y volver con el otro.
-Basta, Diminuto –lo reté y me lo llevé a casa a la fuerza.
Por suerte, mis padres habían salido a hacer unas compras, Carolina estaba hablando por
teléfono con una amiga y mi tía Dolores lloraba concentradísima en la parte de una película en la que
los protagonistas se besaban para despedirse, mientras el galán le decía:
-Nunca te olvidaré, amor mío…
Puse la ropa en el lavadero, me di una ducha para sacarme el barro y la rabia, y bañé a Diminuto
en su taza de porcelana. Después me encerré con él en mi cuarto. Diminuto quería salir. Rascaba la
puerta y lloraba despacito, venía hasta mi cama y me daba la pata, volvía a la puerta y la señalaba
con el hocico… Yo le entendía. Y me daba pena.
-Ya sé que te gustó Ámbar –le dije para consolarlo, mientras lo ponía arriba de la cama y le hacía
mimos detrás de las orejas-, pero no podés verla de nuevo. La dueña es una mosquita muerta, una
mutante, una cruza de cocodrilo y tarántula, una… una… La odio, Diminuto. La odio.
Él seguía llorando, me lamía la mano, volvía a la puerta… Ni siquiera el hueso con carne que le
traje de la cocina lo distrajo. Diminuto parecía enamorado de Ámbar. Bueno, no sé si los perros se
enamoran (porque ningún tomo de la Enciclopedia Canina dice algo sobre eso), pero Ámbar le había
gustado. Igual no me importaba. Tendría que olvidarse de ella. Hasta que terminara esa primavera
de porquería, yo no tenía la menor intención de pisar otra vez la plaza. Porque no quería cruzarme
NUNCAJAMÁSENLAVIDA con esa chica que no era una chica. Era un verdadero monstruo.
CAPÍTULO 4
EN EL QUE SIGO HABLANDO DEL MONSTRUO

Pero volví a cruzármela. Exactamente al día siguiente. Y en el lugar menos esperado. Yo había
pasado una noche espantosa, con horribles pesadillas en las que se me aparecía la muy maldita
para insultarme. Para colmo, me desperté justo en el momento en que estaba por vengarme,
escupiéndole un ojo. Así que, muerto de sueño y furioso (por no haber podido desquitarme, aunque
más no fuera en sueños), me fui a la escuela. Ni siquiera mientras trataba de resolver las cuentas de
dividir que nos había dado la maestra podía dejar de pensar en esa bruja. Y fue justamente cuando
estaba por averiguar cuánto es 257.893 dividido 87 cuando se abrió la puerta del aula, entró la
directora y dijo:
-Queridísimos niños, vengo a presentarles a una nueva compañerita que acaba de mudarse a
nuestro barrio. Deciles, corazón, como te llamás.
-Leticia –dijo una voz que me hizo revolver las tripas, una voz que me puso los pelos de punta,
una voz que me hizo dar ganas de salir corriendo, una voz que habría reconocido entre un millón.
La voz del monstruo.
-Bueno, Leticia, bienvenida. A ver dónde podemos ubicarte –se preguntó la maestra.
Yo estaba sentado en la última fila, solo, porque mis compañeras se cambiaban de banco todo el
tiempo para estar con el chico que les gustaba (por el asunto de la primavera). Así que deseé con
todas mis fuerzas que la Tierra se abriera en ese mismo instante y me tragara. O que me raptaran
unos extraterrestres. (Cualquiera de esas opciones era mejor que tener a mi lado a esa bruja). Pero,
como no pasó nada de eso, me hice lo más chiquito que pude para que la maestra no recordara que
yo existía. No tuve suerte. La maestra difícilmente podía olvidar que yo existía, considerando la
cicatriz que tenía en el dedo.
-Al lado de Federico hay lugar. A ver, Federico, asomate para que Leticia te conozca.
No me quedó más remedio que aceptar mi destino y enfrentar al monstruo. Eso sí: no iba a darle a
esa bruja experta en insultos el gusto de verme humillado. No iba a permitir que se burlara otra vez
de mí. No iba a darme por vencido ni aun vencido, como decía el poema que la maestra nos había
hecho copiar la semana anterior. No iba a dejar que creyera que le tenía miedo. No iba a rendirme
sin pelear. Preparé la peor mirada de odio fulminante (mezcla de Terminator con Tiranosauriusrex
muerto de hambre), cuando alcé la cabeza y me la encontré cara a cara.
La verdad es que ella no me miró con tanto odio, más bien pareció sorprenderse de verme allí. Y
aunque yo me esmeré en sostener la mirada de odio fulminante, enseguida me aflojé y noté que
tenía el pelo castaño clarito y ojos verdes y unas pecas en la nariz… Bueno, en realidad, ni siquiera
le había visto bien la cara el día anterior, porque la tenía llena de barro. Incluso me habría parecido
simpática, en otras circunstancias. O linda. Pero, en cuanto abrió su bocota, recordé cuánto la
odiaba.
-Ya nos conocemos –dijo con su tonito de burla e hizo una sonrisita falsa-. Parece que somos
vecinos.
-¡Qué bien! –agregó la maestra-. Entonces, pueden preparar juntos el trabajo que voy a darles de
tarea para Ciencias Naturales.
-¿Juntos? –repetimos los dos al mismo tiempo.
-Juntos, sí, a ustedes les toca… -la maestra buscó unos papeles sobre su escritorio y leyó-: “Los
problemas ambientales de mi barrio”. Vayan pensando cómo encarar el trabajo, mientras les digo a
los demás los otros temas.
Era inútil discutir con la maestra o explicarle que aquella chica con carita de YONOFUI era una
alimaña salvaje y despreciable y que quería tenerla a millones de años luz de distancia. La maestra
no iba a creerme. Además, Leticia se tragó la bronca, aunque se puso colorada, y no dijo una sola
palabra, mientras se sentaba a mi lado y sacaba los útiles de la mochila. Por eso, me callé la boca.
No iba a ser menos que ella.
Durante un rato largo, nos quedamos en silencio. Yo la espiaba de reojo, mientras hacía memoria
y trataba de recordar insultos para tener a mano (o mejor dicho, a boca) en caso de necesitarlos.
En ese momento se acercó la maestra y nos preguntó:
-¿Y? ¿Ya se pusieron de acuerdo?
La bruja de Leticia me sonrió desafiante y le contestó:
-Justamente estaba diciéndole a Federico que sería importante que recorriéramos todo el barrio y
preparáramos una encuesta para hacerles a los vecinos, como un trabajo de campo. Así sabríamos
exactamente los problemas comunes y su gravedad.
Me quedé con la boca abierta. Encima se hacía la sabihonda y la inteligente, y usaba vocabulario
específico para impresionar a la maestra. Era el colmo.
-Excelente idea –la felicitó la maestra y mirándome a mí con cierto desprecio, agregó-: Creo que
vas a ser una influencia sumamente positiva para Federico. Le va a venir bien tu compañía.
Sí, bárbaro me va a venir, pensé, furioso. Voy a aprender las mil y una maneras de aplastar a una
cucaracha, voy a tomar clases a distancia para exterminar bichos repelentes, voy a hacer un curso
de magia para hacer desaparecer a las personas (o a las chicas monstruosas que parecen
personas), voy a buscar un hechizo para convertirla en sapo…
Leticia interrumpió mis pensamientos.
-Hoy, a las tres, andá a la plaza. Nos vemos en la fuente.
Además me daba órdenes. ¿Quién se creía que era?
-¡PA-RA-QUÉ? –le pregunté, separando las palabras en sílabas, como hace mi papá, para
demostrarle que no podía mandonearme.
No dio resultado.
-Para hacer el trabajo de Ciencias Naturales, NE-NI-TO –me contestó sobradora-. No iba a ser
para darnos un beso.
Estúpido, me reproché. Se había anotado otro punto. No había que darle ninguna ventaja. No
tenía que dominarme.
-Preferiría besar a una anaconda –logré decir, para salvar mi orgullo herido -. O a una babosa.
Punto para mí, pensé al ver que le temblaban un poquito los labios, seguramente por la rabia. Sin
embargo, era difícil dejarla muda.
-Muy gracioso. Al menos tenés una neurona trabajando. Espero que te alcance para hacer la tarea
de Ciencias Naturales. A las tres, en la fuente –repitió-. Y no lleves a tu perro.
Por supuesto, decidí llevar a Diminuto. Sólo para fastidiarla, para demostrarle que yo no recibo
órdenes de nadie, excepto de mi mamá, de mi papá, de la maestra, de … bueno, para demostrarle
que no iba a obedecerla a ella. Pero no se lo dije. Me quedé en silencio y dediqué el resto de la
mañana a averiguar en el diccionario qué era una neurona y a buscar vocabulario específico para
inventar nuevos insultos.
CAPÍTULO 5
EN EL QUE EMPIEZA EL DESAFÍO DEL MONSTRUO

No hace falta decir que Diminuto era el ser más feliz de la Tierra y de toda la galaxia, cuando, a
las tres menos diez de la tarde, salimos rumbo a la plaza. Yo había memorizado una extensa lista
de insultos que había creado especialmente con las palabras que saqué del diccionario y que
incluían garrapata repugnante, rata de albañal, serpiente de siete cabezas, lengua viperina,
espantajo transgénico, cretina repulsiva, sarnosa desquiciada, sátrapa virulenta…
Al doblar la esquina, alcancé a ver la silueta de Leticia detrás del tabique de la fuente como si
buscara algo. Junto a ella, claro, estaba su perrita. Por supuesto, Diminuto la vio antes que yo y salió
disparado como una bala hacia Ámbar, que lo esperaba moviendo la cola.
Mientras Diminuto y Ámbar se saludaban con mimos en el hocico, me acerqué triunfal a Leticia.
Seguramente me reprocharía el haber llevado a mi perro y me daría la excusa perfecta para
refregarle en la cara que yo no recibo órdenes.
-Sabía que ibas a traerlo –dijo ella, en cambio, con una sonrisa de esas de YOMELASSÉTODAS
que yo le habría hecho tragar, si no hubiera sido una chica-. Los hombres son tan predecibles.
Traté de retener la palabra predecible, para buscarla más tarde en el diccionario y cambié de tema
rápidamente para disimular que no le había entendido y para que pareciera que no me importaba lo
que había dicho.
-¿Vamos a hacer el trabajo de Ciencias Naturales o no?
Ella me ignoró.
-Hola, Diminuto, ¿cómo estás? ¡Qué lindo sos! ¿Te gusta Ámbar? Ella piensa que sos precioso. Y
yo también.
Papá tiene razón: a las mujeres no las entiende nadie. Y a esa chica (o a ese monstruo), menos.
Primero me peleaba y después se hacía la dulce. Si pretendía conmoverlo y poner a Diminuto en mi contra,
no iba a lograrlo. Porque Diminuto será perro y perro chiquito además. Pero es fiel y no iba a dejarse
sobornar por un par de caricias y …
Sin embargo, para mi sorpresa, el traidor de Diminuto le hizo fiesta, se dejó acariciar (después
tendría que desinfectarlo, por las dudas), le ladró varios guaus finitos… Necesitaba hablar
seriamente con él. Era evidente que estaba haciéndole falta una charla de hombre a hombre. O de
hombre a perro. O de nene a perro. Porque el asunto ese de la primavera le estaba incinerando las
neuronas (que ahora ya sabía qué eran porque había buscado la palabra en el diccionario).
A mí no iba a engañarme tan fácilmente esa… esa… esa… ¿Cómo eran los insultos?
-Acá preparé una lista de preguntas para hacerles a los vecinos del barrio –dijo ella, de pronto, y
me dio una hoja de papel.
Tengo que reconocer que las preguntas eran buenas y que Leticia tenía una letra hermosísima,
grande y redonda, de esas que les gustan a las maestras. Pero que fuera inteligente, que tuviera
linda letra y que tratara bien a Diminuto no eran méritos suficientes para que dejara de odiarla. Ni
siquiera que le quedaran tan bien esas trencitas que se había hecho en el pelo que incluso hacían
que pareciera bonita. No, el resto de ella era un asco. Y estábamos en guerra.
-¿Sabés leer o no? –se burló ella, por si me quedaba alguna duda de que era una insufrible.
_¿Qué problemas ambientales cree que están afectando actualmente al barrio? ¿Cuál de ellos
considera que es el más severo?¿Cuál es, a su entender, la o las causas de este?¿Cómo podría ser
solucionado?¿A qué organismos oficiales o no gubernamentales se podría acudir por ayuda? –le leí
de un tirón y sin equivocarme en una sola sílaba.
-Muy bien –me felicitó ella con ironía (palabra recientemente adquirida por mí, que, desde que me
había dedicado a crear insultos con el diccionario, estaba ampliando mi vocabulario específico)-.
Solo falta una pregunta.
-¿Cuál? –pregunté ingenuamente y caí en su trampa.
-Si quiero ser tu novia…
Reconozco que se me atragantaron los insultos y estuve a punto de asesinarla. No podía creer
que se le cruzara ni por un segundo por esa cabeza de escarbadientes usado que podía gustarme.
Tenía que ser por el romanticismo. De otro modo era imposible que pensara que yo podía tener ni el
mínimo interés en ella. Estaba a punto de mandarla al diablo o a lugares más recónditos (que quiere
decir lejanos, según el diccionario), por no decir cosas terriblemente más groseras, cuando se abrió
el tabique que rodeaba la fuente y apareció el mismo hombre con traje que habíamos visto el día
anterior, con la carpeta debajo del brazo.
Nos miró con cara de pocos amigos, y se fue rápido hacia uno de los camiones estacionados en la
vereda de enfrente, mientras Diminuto y Ámbar le mostraban los dientes y le ladraban enojadísimos.
_¡Qué raro! –comentó Leticia-. Yo había estado espiando un rato antes y no vi a nadie adentro.
¿De dónde habrá salido?
Yo me pregunté lo mismo y, sobre todo, me llamó la atención la reacción de Diminuto y de Ámbar.
Algo del hombre no les había gustado. Pero no pude seguir pensando en eso, porque Leticia volvió a
darme órdenes.
-Mejor vamos a hacer la encuesta –dijo y le silbó a Ámbar, que regresó de inmediato y empezó a
caminar a su lado, seguida por Diminuto.
La verdad es que el resto de la tarde se me pasó rápido y no tuve tiempo de recordar cuánto
odiaba a Leticia, porque ella no volvió a molestarme y porque entrevistamos a más de cien vecinos.
Todos se quejaron por lo mismo: el agua que tenía baja presión y que salía turbia, el olor horrible, el
líquido negro de las alcantarillas… Algunos mencionaron temblores en la tierra, sobre todo de noche,
especialmente los que vivían cerca de la casa de mi tía Dolores. Porque hasta allí habíamos llegado,
ya que Leticia insistió en que, para la encuesta, no servía ir casa por casa, sino tomar una o dos
viviendas por manzana, como dato estadístico.
-Se oyen ruidos raros, como si alguien gruñera –nos decían-. Y sale un humo oscuro y caliente
por las rejillas.
En ese momento, recordé que mi tía Dolores había dicho que a ella le parecía que en las
alcantarillas había un monstruo subterráneo, porque ella escuchaba de noche sus alaridos e incluso
había visto lenguas de fuego. Por supuesto, yo no le había prestado atención ni le había creído
nada, porque ningún monstruo querría acercarse a menos de un kilómetro de mi tía Dolores. Y
porque ella realmente es muy exagerada. Pero había demasiadas coincidencias con el relato de los
vecinos. Fue entonces cuando cometí el error de mencionar lo del monstruo a Leticia. No sé por qué
lo hice. A lo mejor quería impresionarla de alguna manera.
-¿Y tu tía vive por acá? –se interesó ella, mientras observaba el plano que había llevado y en el
que había señalado con cruces rojas todas las casas que habíamos visitado.
-A la vuelta. En un caserón antiguo.
-Vamos a investigar –ordenó ella.
El olor en la casa de mi tía era inaguantable y no podía echarle la culpa a ella, porque estaba
viviendo con nosotros. Diminuto se puso muy nervioso, como loco, cuando nos acercamos a la boca
de tormenta que había frente a la puerta. A pesar de estar con Ámbar, ya no tenía ganas de jugar ni
movía la cola contento. Iba y venía, gruñía, ladraba con guaus gruesos y largos, aullaba, mostraba
los dientes… Es decir: tuvo un ataque de locura perruna. Solo en ese instante me di cuenta de que,
entonces, no era por el asunto de la primavera que Diminuto se había portado así.
Diminuto sabía que algo raro pasaba en el barrio y había tratado de avisarnos. Pero nadie le había
entendido. Ni siquiera yo.
-¿Qué hay, Diminuto? –le pregunté y él me contestó con varios guaus, fue hasta la entrada de la
casa de mi tía, regresó y me empujó con el hocico…
Era evidente que él notaba algo que nosotros no podíamos ver. Porque Diminuto será perro. Y
perro chiquito además. Pero es intuitivo y presiente cosas, como pasó aquella vez, cuando nos salvó
del ladrón y de los fantasmas y… bueno, no voy a contar eso ahora porque son otras historias. Y lo
que yo tengo que contar sí es el segundo error que cometí (supongo que para tratar de impresionar a
Leticia), cuando dije:
-En las alcantarillas hay algo.
Creo que por una milésima de segundo la impresioné…
-¿Qué? –me preguntó.
-No sé –respondí, mientras ponía la cara que tienen los detectives de las películas en blanco y
negro que mira mi tía Dolores-. Algo raro. Diminuto lo sabe.
Diez puntos me había anotado, porque Leticia se quedó sin palabras. Hasta que las encontró y fue
ella la que me impresionó, cuando, como si nada, dijo:
-Entonces, tenemos que venir esta noche a investigar a ver si existe o no ese dichoso monstruo
subterráneo.
CAPÍTULO 6
EN EL QUE EMPIEZO A HABLAR DEL VERDADERO MONSTRUO

Hasta ese momento había pensado que Leticia era una nariz parada, una peleadora, una
sabelotodo, una engrupida, una mandaparte, una cocorita (palabra que no aparece en el diccionario,
pero que a mi mamá, que es muy creativa, le gusta mucho usar)… Pero, cuando dijo que teníamos
que pasar la noche en la casa de mi tía Dolores para ver si existía o no el monstruo subterráneo,
comprendí que estaba completamente loca.
-¿Pasar la noche acá? –repetí sin poder creer lo que había oído.
-Sí, la gente dice que el monstruo aparece de noche –contestó ella con una seguridad que por un
instante le admiré.
-Momento, momento –la frené-. La gente NO dice que el monstruo aparece de noche. La gente
dice que de noche se oyen ruidos raros y se sienten temblores. La que habló del monstruo
subterráneo fue mi tía que es un poco exagerada y…
-¿Tenés miedo? –me desafió Leticia con una sonrisa socarrona (nueva palabra adquirida en mi
búsqueda incesante de vocabulario específico para insultarla).
La casa de mi tía tenía un aspecto macabro y escalofriante incluso de día. No quería
imaginármela de noche, y escuchando ruidos extraños que se suponía eran los que hacía un
monstruo subterráneo. Pero no iba a darle a mi peor enemiga el gusto de reconocer que la idea de
quedarme a pasar la noche allí me asustaba.
-Para nada –afirmé, aunque se me hizo un nudo en el medio de la panza.
-Perfecto, andá a las diez de la noche a la fuente de la plaza. Nos encontraremos allí. Y llevá las
llaves de la casa de tu tía.
El resto de las instrucciones me las dio una tras otra, antes de que nos separáramos, sin que yo
pudiera decirle lo que pensaba de ella (que en cualquier momento se lo decía porque ya me tenía
harto) y sin que pudiera estrenar ninguno de mis nuevos insultos porque de la rabia me había
quedado mudo.
Cuando llegué a casa, dije que no quería cenar (menos mal, porque mi tía había cocinado su
incomible guiso de mondongo) y me encerré en mi cuarto, furioso. Quería estrangular a Leticia,
quería hacerla picadillo, quería destrozarla. Pero no podía, porque tenía varios problemas que
resolver:
1. Convencer a mis padres que me dejaran pasar la noche fuera de casa.
2. Conseguir las llaves de la casa de mi tía.
3. Elegir la mejor forma de librarme de Leticia sin que me encontraran culpable de asesinato.
El primer problema era sencillo. Solo tenía que decirles que iba a quedarme a dormir en la casa
de algún compañero y que me llevaba a Diminuto, para que no molestara.
Por el asunto de la primavera. Ya lo había hecho otras veces. No sospecharían nada.
El segundo era más complicado. Mi tía Dolores guardaba las llaves en la cartera y jamás se
separaba de ella, ni siquiera cuando iba al baño. Tendría que sentarme a mirar películas viejas en
blanco y negro en las que los enamorados se dicen “Sálvate tú, amor mío” o “Te llevaré siempre en
mi corazón” hasta que mi tía cabeceara de sueño. (Porque entre película y película mi tía se dormía
una siestita).
El tercero era imposible de resolver. ¿Por qué había aceptado el desafío de esa loca…, de esa
loca… (busqué en el diccionario apenas llegué y encontré un adjetivo que me quedaba bien con la
palabra loca) de esa loca recalcitrante? Es cierto que uno no podía creer lo que decía mi tía Dolores
sobre el monstruo, pero algo raro pasaba allí y yo no tenía ganas de descubrirlo. Entonces, ¿Por qué
no le había dicho que no, que fuera sola, que no quería acompañarla? Si ella no me importaba un
pepino, si no la aguantaba, si la odiaba con toda mi alma, si quería que el monstruo se la comiera
cruda y sin sal (aunque probablemente se indigestara). ¿No era mejor avisarles a las autoridades, a
la policía o aunque fuera a mis padres? No solo no encontré respuesta a esas preguntas, sino que, a
las diez menos cuarto de la noche, me preparaba para ir a encontrarme con Leticia. Ya le había
sacado las llaves a mi tía, mientras dormía una breve siesta, y además, entre película de amor y
película de amor, les había escrito a mis padres una carta de despedida (que dejé sobre mi cama) en
la que les contaba la verdad: que iba a pasar la noche en la casa de mi tía Dolores para descubrir al
monstruo subterráneo. No sé si la escribí por las dudas, no fuera a ser cosa que me pasara algo, o
porque las películas de amor me estaban contagiando el romanticismo.
A la diez en punto, Diminuto y yo esperábamos a Leticia junto a la fuente. Diminuto mostraba
mucho más entusiasmo que yo, para ser sinceros, seguramente porque sospechaba que Ámbar
también nos acompañaría. A mí me latía rápido el corazón, más rápido que de costumbre, como si
fuera a escapárseme del pecho, aunque yo me considero valiente y no suelo asustarme así nomás.
No me dan miedo los cuentos ni las películas de terror ni las noches de tormenta ni los chillidos de
mi hermana (que parece una bruja) ni la cara de mi maestra de cuarto grado (que es una bruja)…
-BUUU –gritó en ese momento alguien detrás de mí y casi me desmayo.
¿Quién podría ser? La… la… la… ¿Por qué no habría llevado la lista de insultos en mi mochila,
pensé, además de la linterna, el farol chino con forma de arbolito de navidad que anda a pilas, la
botella de gaseosa, los sánguches de mortadela por si me daba hambre porque no había probado el
guiso de mondongo de mi tía…? (Es que yo me parezco a mi papá, que no será creativo, pero es
previsor y siempre lleva de todo).
-Muy graciosa –le dije a Leticia cuando recobré el habla, después del susto que me dio.
-Llegaste temprano. Vamos –y allá fuimos detrás de Ámbar y Diminuto.
No fue sencillo entrar, ni siquiera con las llaves. Porque en la casa de mi tía todo está
destartalado, oxidado, desvencijado… (Y, sí, la maestra tiene razón, el uso del diccionario mejora el
vocabulario específico). Además no queríamos hacer ruido ni encender luces para no llamar la
atención de los vecinos. O la del monstruo, claro.
-¿Necesitás ayuda? –me preguntó Leticia con su tonito de canchera, mientras yo luchaba con la
cerradura.
-No, dejá, me arreglo solo –mentí lo mejor que pude.
Al fin logré abrir y entramos. La sensación no fue agradable. La verdad es que yo conocía la casa
de la tía de Dolores y me parecía espantosa. Pero de noche se veía peor. Y el olor era fuerte. Ni un
fantasma querría quedarse allí. A menos que fuera un fantasma sin olfato. Menos yo, que ni siquiera
sabía qué estaba haciendo allí con esa chica. Para colmo, enseguida, Diminuto se puso a husmear
por los rincones, a gruñir, a ir y venir… Esa no era buena señal. Ya lo había visto así.
Guiados por Diminuto y Ámbar, atravesamos el living, el comedor, la cocina y recorrimos los
dormitorios del piso de arriba (después de luchar con las cerraduras de cada una de las puertas,
porque mi tía había cerrado todo con llave). Nada raro. Volvimos a bajar.
-¿Y ahora qué hacemos? –le pregunté a Leticia, aunque me arrepentí inmediatamente porque eso
le daba autoridad de jefa.
-Esperar –ordenó ella y se sentó en uno de los sillones apolillados.
Tuve la secreta esperanza de que no pasara absolutamente nada. Después de todo, lo más
probable era que no hubiera monstruo y que todo fuera producto de la imaginación de mi tía.
Seguramente, en una hora o dos, Leticia se aburriría y decidiría que nos fuéramos. Yo no pensaba decirlo.
A ver si todavía creía que tenía miedo. Saqué el farol chino con forma de arbolito de navidad de la
mochila y lo encendí. Después le convidé un sánguche.
-Mmm, ¡qué rico! Me encanta la mortadela –dijo mientras masticaba-. Y estuviste astuto con lo del
farolito.
No sé por qué sentí que el pecho me crecía de orgullo. Como si me importara que ella me
elogiara, que no me importaba en lo más mínimo, claro.
-También traje gaseosa y una linterna, por las dudas –agregué y la encendí, iluminándole la cara y
el pelo castaño clarito y los ojos verdes y las pecas en la nariz y las trencitas que le quedaban tan
lindas.
Entonces, ocurrió. Leticia sonrió. O mejor dicho, me sonrió. Por primera vez desde que nos
habíamos chocado en la plaza. Su sonrisa era tan… tan… No sé por qué no había llevado el
diccionario, pero yo sentí que me temblaba el piso.
-¡¡¡Federico!!! –gritó ella.
-¿Qué? –le pregunté enajenado (palabra que yo pensaba usar para insulto, pero sirve también par
decir que uno anda flotando en una nube).
No llegó a contestarme, porque toda la casa se sacudió y me di cuenta de que el piso no me
temblaba sólo a mi. Se movía como en un terremoto. Era un buen momento para huir. Sin embargo
nos quedamos ahí porque fue entonces cuando escuchamos el alarido.
CAPÍTULO 7
EN EL QUE APARECE EL VERDADERO MONSTRUO

Decir que sentí miedo es poco. Pero no tenía el diccionario a mano para buscar sinónimos. La
cuestión es que se me paralizó el corazón y la sangre no me corría por las venas. (Es bueno estudiar
Ciencias Naturales también, para tener vocabulario específico en circunstancias así). O sea: estaba
muerto de miedo, aterrado, aterrorizado. Lo que me consolaba era que Leticia no se encontraba
mejor que yo. Porque se puso pálida, como las actrices de las películas en blanco y negro que mira
mi tía, y saltó del sillón para abrazarme, cosa que, en cierto modo me gustó, no voy a negarlo. No
por el abrazo, sino por el hecho de que, al fin, quedaba demostrado que no era tan viva, tan
campeona mundial, tan ganadora. Quizá por eso, en lugar de salir corriendo, como deberíamos
haber hecho, me olvidé por un instante del alarido que acabábamos de escuchar y del miedo que yo
sentía y me fijé que Diminuto ladraba en dirección a la cocina, como si el ruido hubiera venido de allí.
Ámbar detrás de él, gruñía desconfiada.
-Vamos a ver –le propuse a Leticia, un poco para parecer valiente frente a ella y otro poco por
curiosidad.
-Tengo miedo –confesó ella, temblando como un flan, entre mis brazos.
Me aproveché de la situación. Es cierto. Merecía una satisfacción después de lo mal que me
había tratado Leticia y de todo lo que me había hecho renegar y sufrir. Además, tanto romanticismo
que me había aguantado tenía que servir para algo. Y pronuncié una frase triunfal, igual que los
galanes de las películas viejas en blanco y negro que miraba mi tía y que hacía llorar de emoción a
las actrices:
-No te preocupes. Yo voy a cuidarte.
Lo que no sabía era quién iba a cuidarme a mí, pero en ese momento no me importó porque me
había anotado ciento cincuenta puntos con Leticia. O más. Ella no lloraba de emoción, pero me miró
como si yo fuera Batman o Superman (que son los héroes que yo conozco, porque a los de las
películas de mi tía los conoce solo ella). Es decir: me miró con cierta admiración y yo lo estaba
disfrutando. Por eso, sin medir las consecuencias, avancé decidido hacia la cocina, acompañado por
Diminuto, que sin dejar de ladrar se acercó a olisquear una puertita rara que yo no había visto nunca
y que evidentemente no comunicaba con ninguno de los otros ambientes de la casa. Leticia y Ámbar
venían detrás.
-Debe de dar a un sótano –supuse y busqué en el manojo de llaves una que sirviera para abrir.
No tardé mucho en encontrarla. Efectivamente daba a un sótano, a un sótano oscuro y maloliente.
-Probablemente esté lleno de bichos asquerosos o de ratas… -insinué para amedrentarla.
-Bajemos –me contestó Leticia que, de repente, parecía haber recuperado el valor.
Yo me quedé con la boca más abierta que no sé qué. ¿Quién entiende a las mujeres? Acababa de
decirme que tenía miedo y ahora quería bajar a ese lugar en el que seguramente había bichos
asquerosos y ratas, si es que no había en verdad un monstruo subterráneo… ¿Acaso no miraba
películas de terror esa chica? Intenté decirle que pinto, se terminó, que ni loco bajaba a ese sótano,
que un poco de romanticismo vaya y pase, pero tampoco era cuestión de creerse que yo iba a hacer
el papel de superhéroe, que lo de las películas era pura pavada… y no sé cuántas cosas más
pensaba decirle, porque yo soy creativo como mi mamá. No pude decir ni ¡ay! porque Leticia ya
estaba bajando por una escalera de maderas podridas con la linterna encendida. Y Diminuto iba
adelante con Ámbar, que no lo dejaba solo. Así que tuve que bajar, ¿¡qué remedio tenía!? Eso sí,
maldiciendo al romanticismo, a las películas viejas en blanco y negro, y al monstruo subterráneo.
El sótano estaba vacío, lo cual no era extraño, porque ni los bichos asquerosos ni las ratas
quieren convivir con mi tía Dolores, que es insoportable. Había, en cambio, mugre del año que uno
pidiera. Además, hacía calor y el olor era mucho más fuerte allí. No había vuelto a oírse el alarido
espeluznante, pero sí otros ruidos como gruñidos o ronquidos, y cada tanto se sentía algún que otro
temblor, menos intenso.
-Mirá, en el rincón –señaló Leticia e iluminó una especie de rejilla grande que había casi a ras del
piso-. Deben de ser las antiguas alcantarillas. La nueva red de cloacas se construyó bastante
después y se conecta con ellas.
-¿Cómo sabés todo eso? –pregunté desconfiado.
-Estuve investigando en internet –y me mostró los planos que tenía y en los que había marcado
las casas en las que habíamos hecho la encuesta a la tarde. Todas se hallaban sobre una misma
línea: la de las antiguas alcantarillas.
Nos asomamos y comprobamos que, del otro lado, había una especie de acueducto subterráneo
bastante grande por el que corrían unas aguas inmundas y espesas. Cada tanto, las cañerías se
iluminaban como si alguien o algo lanzara una llamarada. O una lengua de fuego, como había
descrito mi tía. Se me puso la piel de gallina de solo recordar esa expresión. Pero no alcanzábamos
a distinguir mucho hacia los costados, porque no había espacio para pasar ni siquiera la cabeza a
través de las gruesas rejas. Aunque sí había espacio par que pasara Diminuto, que intentaba hacerlo
a toda costa. Porque Diminuto será perro, y perro chiquito además, pero es valiente y ni siquiera los
monstruos subterráneos lo asustan. Aunque tengan lenguas de fuego. Por supuesto, yo no lo dejaba.
No quería que le sucediera algo malo. Después de todo, no sabía si era o no un monstruo. Pero en
las alcantarillas había algo. Y podía ser peligroso. Así que lo mejor era no meterse en ellas.
-Tenemos que meternos en las alcantarillas –afirmó Leticia en ese momento, como si me hubiera
leído el pensamiento.
Aunque no es creativo, papá tiene razón: No importa lo que uno quiera hacer, las mujeres siempre
quieren hacer lo contrario. No me lo había dicho en una charla de hombre a hombre (o de hombre a
nene). Se lo había escuchado esa mismísima noche, mientras discutía con mi mamá. Ella le
contestaba que las mujeres son más osadas, y que están preparadas par enfrentar mayores
desafíos en la vida y son capaces de cumplir con varios roles a la vez y qué sé yo cuántas cosas
más le decía mi mamá, porque ella es creativa para discutir. Igual a mí ya no me importaba nada.
Leticia me tenía harto. Hasta la coronilla.
-¿¡Cómo!? ¿Te volviste loca? –le pregunté-. Nadie va a entrar a esas alcantarillas apestosas.
Además te recuerdo que dijiste que tenías miedo.
-Y vos dijiste que ibas a protegerme –me echó en cara ella.
-Bueno, sí, voy a protegerte… -balbuceé mientras buscaba una idea que me ayudara a salir de allí
lo más rápido posible, hasta que la encontré-: de vos misma.
-Te agradezco, pero no me interesa –se burló ella que había vuelto a ser la misma insoportable de
siempre-. Voy a entrar a las alcantarillas.
-No sé cómo –me burlé yo también-. Esas rejas están más soldadas que los tornillos de tu cabeza,
que parecen bastante flojos.
-Sos un guarango.
-Y vos una descerebrada.
-Y vos un imbécil.
-Y vos una ridícula.
Yo seguí con tilinga, marimacho, sobradora, tarambana, conventillera y algunos otros insultos
pasados de moda que no están en el diccionario, pero que usa mi tía Dolores (que es creativa como
mi mamá). Y no usé bellaco, alfeñique, malquisto y mequetrefe, porque no sabía cuál era el
femenino. Leticia intercalaba insultos más sofisticados: mamerto maquiavélico, plaga nociva y
perniciosa, modelo inconcluso de ser humano, androide discontinuado…
Tan concentrados estábamos en nuestra pelea que, sin querer, solté a Diminuto, que no paraba
de chumbar. En un segundo, se deslizó entre las rejas, seguido por Ámbar, y antes de que yo
pudiera hacer algo, ambos, sin dejar de ladrar, se perdieron en las alcantarillas.
CAPÍTULO 8
EN EL QUE ACEPTO ENFRENTAR AL MONSTRUO

Leticia y yo nos cansamos de llamar a Ámbar y a Diminuto para que regresaran. Sus ladridos se
iban oyendo cada vez menos hasta que dejamos de escucharlos, no sé si porque se habían alejado
demasiado o porque los ronquidos los tapaban.
-¿Qué hacemos? –preguntó Leticia desesperada.
Tendría que haberme vengado de ella ahí nomás. Tendría que haberle dicho que el monstruo iba
a masticarse a su perra y a comerse hasta el último huesito y que ella iba a remorderle la conciencia
e iba a cargar con la culpa de por vida (frase que a mi mamá le encanta decir, porque ella es creativa
para hacerle saber a uno que metió la pata). Tendría que haberle hecho sentir que yo la odiaba con
toda mi alma. Pero no pude. Porque estaba preocupadísimo por Diminuto.
Y porque Leticia me dio pena, llorando despacito, mientras repetía:
-Ámbar, pobrecita… Mi Ámbar…
La verdad es que yo también tenía ganas de llorar. No sé si fue por eso, o por la sobredosis de
romanticismo, que la abracé y nos quedamos así juntos un rato, sin decir nada. Pero no tardé mucho
en sentir que algo me ardía dentro del pecho. Algo como rabia o coraje. Porque estaba dispuesto a
salvar a Diminuto a cualquier precio. Iba a hacer cualquier cosa para rescatarlo: meterme en las
alcantarillas, enfrentar al monstruo subterráneo, vender a mi hermana o a Leticia (aunque
pensándolo mejor podría afrecérselas al monstruo para que se las comiera).
-Hay que encontrar una forma de entrar a las alcantarillas –dije de pronto, secándome las
lágrimas, porque tanto romanticismo me empalagaba.
-Sí, pero ¿cómo? –preguntó Leticia.
En ese momento, se oyó otra vez. El alarido. Se me puso la carne de gallina. El piso temblequeó
(y mis piernas también). Una lengua de fuego iluminó la cañería.
-Es el monstruo –gritó Leticia.
La hice callar. Porque mezclado con el alarido, creí distinguir un sonido inconfundible, un sonido
que me devolvió la sonrisa: los ladridos de mi perro.
-DIMINUTO –le grité, mientras pegaba la cabeza a la reja-. Diminuto, vení.
No tardó mucho en aparecer del otro lado, sucio hasta la punta de las orejas. Y con algo en la
boca. Pasé el brazo entre los barrotes, me estiré y traté de alcanzarlo hasta que Diminuto se paró en
dos patas y lo manoteé.
En cuanto lo alcé, lo abracé fuerte, fuerte (aunque tenía más olor a podrido que el de las
chancletas de mi tía Dolores, que es un olor incluso peor que el de las zapatillas de mi hermana).
Diminuto, que movía la cola contento, dejó caer lo que traía en la boca y me lamió la cara, pero
enseguida quiso zafarse y volver a las alcantarillas. Insistía e insistía (porque él es como yo,
especialista en insistir). Esta vez no se me escapó. Lo apreté fuerte y, por más que se quejaba con
unos gemiditos que partían el alma, no lo solté.
-No, señor. No vas a entrar de nuevo ahí –lo reté, aunque pronto me di cuenta de por qué
Diminuto quería regresar a la alcantarilla.
Ámbar no estaba. No había ni rastros de ella, aunque Leticia la llamaba y la llamaba.
Como cada vez que decía su nombre Diminuto le contestaba con un aullido y forcejeaba conmigo,
comprendí que él sabía dónde estaba la perrita. Por eso traté de calmarlo y de razonar con él:
-Vamos a ir a buscar a Ámbar, pero no podemos entrar por ahí. Necesitamos encontrar otro
camino. ¿Entendiste?
Diminuto me contestó con varios guaus largos y gruesos y me acercó con el hocico lo que había
traído en la boca desde las alcantarillas.
-¿Qué es? –preguntó Leticia.
-Un pedazo de cartón, arrancado de una caja, a lo mejor –respondí mientras lo refregaba un poco
contra mis pantalones para limpiarlo-. Y acá se ve algo. Parece un logo. Lo conozco. Lo vi en algún
lado antes…
-¡En los camiones que están estacionados frente a la plaza! –exclamó Leticia entusiasmada.
-Y en la carpeta del hombre que salió del tabique que rodea la fuente –agregué yo también
entusiasmado.
-Por eso aparecía y desaparecía –continuó ella más entusiasmada, mientras revisaba el viejo
plano de las alcantarillas-. Según los datos que saqué de internet, la plaza y la fuente fueron
construidas mucho después. Así que es probable que debajo de la fuente haya una entrada a las
alcantarillas.
-Que usaba el hombre de traje –agregué yo con enorme entusiasmo.
-Sí –respondió Leticia con un entusiasmo incalculable-. Vamos a buscar a Ámbar.
Se me terminó el entusiasmo. Era momento de usar la razón, algo que Leticia no había
demostrado hacer demasiado a menudo. Bueno, no es que yo sí. Pero alguien tenía que dar el
primer paso y mostrar un poco de cordura. Una cosa era haber descubierto la forma de entrar a las
alcantarillas y otra muy distinta era entrar en ellas. Traté de explicárselo a Leticia. Era mejor avisarles
a las autoridades o aunque fuera a mis padres. Que se encargara la policía, que se encargaran los
bomberos, que se encargara SWAT, que se encargara Rambo…¿Por qué teníamos que ir nosotros?
Y, sobre todo, ¿por qué tenía que ir yo?
Pero Leticia era creativa para convencerme. Y más insistidora que yo.
-Por favor, Federico. No tenemos pruebas. No nos van a creer. Y si nos creen, pueden llegar
demasiado tarde. No sé si Ámbar tiene mucho tiempo. Por favor.
Voy a tener que hablar con mi papá de hombre a hombre (o de nene a hombre) y explicarle que
con las mujeres no se puede razonar. No sé si él lo sabe.
-Está bien. Vamos –acepté resignado y dispuesto a decirles a mis padres en cuanto regresara a
casa (si es que regresaba vivo, claro) que quería viajar de vacaciones a una isla desierta. O ingresar
como pupilo en un colegio de varones. O irme a cualquier sitio en el que las mujeres tuvieran
prohibida la entrada.
Mientras pensaba todo eso, Leticia, Diminuto y yo salimos del sótano. Recogí el farol chino con
forma de arbolito de navidad y le di un mordisco al sánguche de mortadela que había quedado en el
living. Podía ser mi última comida. Después los tres corrimos hasta la plaza. Llegamos agitadísimos.
Mientras recobrábamos el aliento, espiamos para ver si había algún movimiento sospechoso dentro
del tabique que rodeaba la fuente. Todo estaba tranquilo y en silencio. Nos acercamos y tocamos en
distintas partes hasta que encontramos que una de las hojas podía abrirse. En la parte trasera del
monumento había una puertita. Le hice señas a Leticia de que entráramos sin hacer ruido y puse a
Diminuto dentro del bolsillo. El interior del monumento estaba hueco y en el suelo había un agujero,
con una escalerilla de metal apoyada que sobresalía y que descendía hasta la alcantarilla. A un
costado había ropa de trabajo y botas de goma.
Cuando miré para abajo, se me revolvió el estómago. No quería ni imaginarme los líquidos y las
sustancias indefinidas que tendría que pisar para caminar por allí. Me hacían acordar al guiso de
mondongo que preparaba mi tía Dolores para dar una mano y no ser una carga. De todos modos,
aún estaba a tiempo de decirle a Leticia que me había arrepentido, que gracias, pero no tenía ganas
de hacerme el valiente ni quería ser héroe, que mejor volvía a mi casa a pelear con mi hermana y a
aguantar a mi tía Dolores. E incluso a probar su guiso de mondongo.
Pero, cuando puse el pie en el primer escalón, la miré y ella me sonrió con tanta ternura que no
dije nada. O mejor dicho, sí dije algo:
-Yo bajo primero –mientras pensaba que era una porquería eso del romanticismo y que menos
mal que faltaba poco para que terminara la primavera.
CAPÍTULO 9
EN EL QUE FINALMENTE ENCONTRAMOS AL MONSTRUO SUBTERRÁNEO

Me equivoqué. Pisar lo que había en las alcantarillas era peor que comer el guiso de mondongo
de mi tía. Porque era una mezcla de baba espesa con moco de dinosaurio. Por eso las calles de mi
barrio se inundaban cuando llovía mucho. Esa inmundicia tapaba todas las cañerías. Pero no quiero
describir más esa asquerosidad sobre la que caminamos o nos deslizamos Leticia y yo, de la mano,
con Diminuto que gruñía en el bolsillo y señalaba con el hocico, como si fuera una brújula, la
dirección hacia la que teníamos que ir. No era fácil avanzar, porque los pies se quedaban adheridos
al suelo pegajoso y además estaba bastante oscuro. Por suerte, como soy previsor igual a mi papá,
había llevado la linterna, aunque se le estaban acabando las pilas y cada tanto se apagaba. Menos
mal que, al rato, descubrí una pasarela al costado de la alcantarilla por donde se podía caminar
mejor. El olor a huevo podrido era fuerte. Tanto que los ojos nos ardían y lagrimeaban. Por
momentos, incluso, teníamos que taparnos la nariz. A veces escuchábamos un chapoteo o un
aleteo. No quería ni pensar qué animal hacía esos ruidos, porque todos los nombres que se me
ocurrían eran desagradables: ratas, murciélagos, culebras, arañas…
La alcantarilla era lo suficientemente grande como para que pasara por ella un vehículo, aunque a
los costados se conectaba con otras más pequeñas. Si no hubiera sido por Diminuto, nos habríamos
quedado para siempre extraviados en ese laberinto de tuberías por el que anduvimos no sé cuánto
tiempo. Pero él sabía bien adónde ir. Lo guiaba el olfato. O el instinto. O el amor. (Iba a tener que
vacunarme pronto contra ese romanticismo porque ya me estaba contagiando). Justo cuando se
acabaron las pilas de la linterna, llegamos a una bifurcación de la alcantarilla. Traté de encender el
farol chino con forma de arbolito de navidad, pero no pude y nos quedamos a oscuras. Fue entonces
cuando comenzamos a oír otra vez los ronquidos y la alcantarilla se iluminó con el brillo de una
llamarada. La lengua de fuego. El monstruo estaba cerca. Leticia me apretó fuerte la mano. Diminuto
gruñía bajito y se retorcía nervioso dentro de mi bolsillo. Yo me preguntaba quién diablos me
mandaba a mí a meterme en semejante lío.
Al fondo, la alcantarilla se ensanchaba más y más hasta convertirse en una especie de cueva
gigante o de cámara subterránea. Se me hizo un nudo en el estómago. Antes de asomarnos y ver
qué había allí, Leticia me agarró la cara con las dos manos y me dio un beso.
-Si te pasa algo, te prometo que no te voy a olvidar nunca –me dijo con la misma voz que ponían
las actrices de las películas en blanco y negro que mira mi tía.
No me disgustó el beso, para qué les voy a mentir. Pero me molestó un poco eso de “si te pasa
algo…” ¿Hacía falta en ese momento agregarle romanticismo? Ya bastante nervioso estaba.
Además, a ella también le podía pasar algo y … ¡Bah!
Nos asomamos y nos quedamos con la boca abierta (y la nariz tapada). Porque lo que vimos en la
cámara subterránea era asqueroso, repugnante, nauseabundo, repulsivo…, y no sigo, porque no
había llevado el diccionario y se me terminó el vocabulario específico para decir que ESO era
monstruosamente inmundo. Los famosos ronquidos que habíamos escuchado en casa de i tía salían
de allí, lo mismo que las llamaradas que cada tanto iluminaban el lugar y los alaridos que casi nos
dejan sordos.
-Pero…¿qué clase de monstruo es? –pregunté desconcertado porque nunca había visto nada
semejante. Y eso que soy especialista en películas de terror.
-Es… es… -empezó a decir Leticia.
No la dejé terminar. Le tapé la boca porque, casi al lado de nosotros, aparecieron dos hombres.
Uno de ellos era el que habíamos visto en la fuente de la plaza, el de traje, aunque en ese momento
llevaba puesto un mameluco. El otro sostenía una jaula en la que estaba encerrada Ámbar.
-¿Cómo llegó hasta acá? –preguntó el primero.
-No sé, jefe. Estaba con otro perro. Chiquito también, pero fiero. Me mordió el brazo cuando
intenté atraparlo y se me escapó. Mire la marca que me dejó.
-Son los perros de esos chicos que peleaban el otro día en la plaza –dijo el de traje, refiriéndose,
claro, a Leticia y a mí, durante nuestro intercambio de insultos.
-¿Habrán descubierto la entrada de la fuente? –quiso saber el que sostenía la jaula con Ámbar.
-Mmm, no creo, estas semanas de lluvia, cuando se desbordó el río, tuvimos que sacar
escombros por ahí y nadie se dio cuenta de nada. Menos ellos, que son solo unos mocosos de
morondanga.
“Mocosos de morondanga, tu abuela, pedazo de…”, pensé yo que, a esa altura, no necesitaba
El diccionario porque ya me sabía insultos de todos los colores.
-Entonces, ¿qué hacemos, jefe?
-Anular esa entrada. Esos chicos seguramente van a buscar a la perrita y pueden toparse de
casualidad con ella. Ya no la necesitamos, porque está ensanchado el túnel que da al río y los
camiones que se van a encargar de la obra van a ingresar por ahí. En unos días ya van a estar
colocados los tubos y no tendremos más problemas.
-¿Y qué hacemos con la perrita?
-Hay que deshacerse de ese animal ahora mismo.
Ámbar gimió dentro de la jaula, como si hubiera entendido lo que eso significaba. Y Diminuto
también, porque gruñó bajito. Hasta ese momento yo había logrado contenerlo, pero había llegado la
hora de la verdad. No teníamos tiempo para ir a buscar ayuda. O refuerzos. Solo Leticia, Diminuto y
yo podíamos salvar a Ámbar. Mi mamá, que es tan creativa, siempre dice que lo más importante de
las batallas es el factor sorpresa. Por eso, le hice una seña a Leticia, que asintió con la cabeza,
aferré con las dos manos el faro chino con forma de arbolito de navidad y le susurré a Diminuto en la
oreja:
-A la cuenta de tres. Uno, dos, tres…
No nos esperaban, claro. Y eso nos dio una gran ventaja. Mientras yo le partía la cabeza al jefe
con el farol chino con forma de arbolito de navidad, única arma que tenía, Diminuto saltó sobre la
mano del otro hombre y le dio un terrible tarascón. Leticia alcanzó a sostener la jaula, antes de que
la dejara caer.
-Corré, Leticia, sálvate –grité yo, al ver que se me estaba destartalando el farol chino y porque, si
me pasaba algo de verdad, iba a quedar como un duque diciendo esa frase, parecida a las de los
galanes de las películas blanco y negro. Por lo del romanticismo.
Claro que no me pasó nada. Porque Diminuto será perro. Y perro chiquito además. Pero es más
bravo que un monstruo subterráneo. Y me quiere. Por eso me defendió, como dice mi mamá, con
uñas y dientes. Sobre todo con dientes. Porque una vez que liquidó al otro hombre, al que mordió
por arriba, por abajo, por delante, por detrás, por… bueno, por todos lados, enfrentó al jefe. Tan
fuerte le mordió el talón que el hombre perdió el equilibrio y cayó de cara sobre el menjunje oloroso y
pútrido (qué grande el diccionario) de la alcantarilla. Y allí quedó empantanado, con los restos del
farol chino con forma de arbolito de navidad sobre la cabeza.
-Diminuto, ¿estás bien? ¿No te lastimaron? –le pregunté yo, mientras le hacía upa y lo abrazaba.
Diminuto me contestó con varios guaus finitos y largos, y yo, que entiendo mucho de perros, me
quedé tranquilo. En ese momento, me di cuenta de que Leticia y Ámbar no estaban por ningún lado.
No había vuelto a verlas desde que había empezado la pelea. Las llamé a los gritos y las busqué,
pero nada. ¿Tanto romanticismo y nos habían abandonado para salvarse ellas? ¿O se las había
devorado el monstruo? Porque allí estaba frente a mí, con sus ronquidos y sus alaridos
ensordecedores, escupiendo fuego y haciendo vibrar toda la alcantarilla. El monstruo subterráneo.
CAPÍTULO 10
EN EL QUE CUENTO TODA LA VERDAD SOBRE EL MONSTRUO SUBTERRÁNEO

Mi tía no dejaba de decir, mientras me abrazaba, que ella tenía razón y había un monstruo
subterráneo. Pero monstruo, lo que se dice monstruo, no era, aunque me gusta llamarlo así porque
suena más dramático cuando lo cuento. Y, después de todo lo que me pasó, merezco quedar como
los héroes de las películas en blanco y negro que mira mi tía. Igual, yo no supe tampoco qué era lo
que había en las alcantarillas hasta que llegó Leticia, con la policía, los bomberos, mis padres y no
sé cuánta gente más. La historia fue así: mi hermana que, como dice mi mamá, es metida como uña
encarnada, había encontrado mi carta de despedida y, por supuesto, la había leído. Ni hace falta
aclarar que se la mostró a mis padres con la secreta intención de que me retaran. Ellos fueron a
buscarnos a la casa de mi tía Dolores y encontraron la entrada al sótano abierta y la rejilla que
conectaba con la alcantarilla. Los ronquidos, los temblores y las llamaradas fueron suficientes como
para que se preocuparan y llamaran a los bomberos y a la policía. Ya habían llegado cuando
apareció, del otro lado, Leticia con Ámbar. Porque la cámara subterránea estaba pegada a la casa
de mi tía. Cuando les contó lo que pasaba, arrancaron la reja y fueron a buscarme. Mi mamá, al
verme, me abrazó llorando (aunque estaba enchastrado de pies a cabeza) y me dijo que habíamos
tenido muchísima suerte, que podíamos haber quedado atrapados en ese lugar quién sabe por
cuánto tiempo, que todo había salido bien, pero podía haber sido una tragedia y menos mal que
estaba con Diminuto, que siempre me cuida y qué sé yo cuántas cosas más dijo mi mamá, porque
ella es creativa para alegrarse. Mi papá me abrazó fuerte y sólo me dijo que cuando llegáramos a
casa íbamos a tener una charla de hombre a hombre (no sé si porque no es creativo o porque me
esperaba un reto de esos en los que separa las palabras en sílabas). Y mi hermana Carolina, que no
paraba de estornudar, me dijo que , ¡atchís!, si no fuera por ella, ¡atchís!, capaz de que nos tiraban,
¡atchís!, junto con toda esa basura, ¡atchís!. Sí, porque lo que en verdad había en las alcantarillas no
era un monstruo, sino basura, toneladas de basura que se había ido filtrando desde el cordón
sanitario que estaba exactamente arriba de la cámara subterránea. Basura que (como escribimos
Leticia y yo en el informe de Ciencias Naturales, con vocabulario específico) al descomponerse
produce gas metano (que tiene olor a huevo podrido). Este gas, cuando se acumula, tiende a
combustionar (que quiere decir prenderse fuego solito) e incluso a explotar. Eso explicaba los ruidos,
los supuestos alaridos y los temblores que sacudían las alcantarillas, y también las llamaradas que
se veían. Para que esto no ocurra, las empresas encargadas de los rellenos sanitarios o vertederos
de basura tienen que colocar tubos que ventilan o “ventean” el gas. En el informe que le entregamos
a la maestra también pusimos: “Los vertederos de basura deben instalarse en terrenos arcillosos
que, al ser impermeables, evitan el drenaje de sustancias que pueden contaminar el suelo y las
napas de agua subterráneas”. Parece que nada de esto había hecho la empresa concesionaria que
había instalado ese cordón sanitario a unos pasos de la casa de mi tía. Ni siquiera tenían un estudio
serio del terreno. Por eso la tierra cedió y la basura inundó las viejas alcantarillas y llegaba hasta las
cloacas e incluso a la red de agua potable. Para reparar semejante desastre tenían que hacer una
obra importante sin que nadie lo notara. Y en eso estaban, cuando nosotros los descubrimos. De
todo esto nos enteramos en la comisaría, donde terminamos todos, como siempre. Igual que aquella
vez en que se armó el lío en el canal de televisión y la otra vez que nos atacaron los fantasmas…
cosas que ahora no voy a contar porque son, claro, otras historias. En fin… Lo cierto es que supimos
la verdad porque, además de toda la documentación que se encontró en el lugar, el encargado de la
empresa concesionaria habló hasta por los codos (según dijo mi mamá, que es muy creativa). Era el
hombre con el que yo había peleado y a quien la policía encontró hundido en la inmundicia, con los
restos de farol chino con forma de arbolito de navidad en la cabeza.
MUY BIEN 10 FELICITADO, nos sacamos en el trabajo de Ciencias Naturales. También, con tanto
vocabulario específico… Pero además nos hicieron entrevistas para diarios y programas de
televisión. Porque habíamos descubierto las irregularidades de la empresa y habíamos salvado al
barrio, al río, al ecosistema y qué sé yo a cuántos más. Al final, sin querer terminé siendo un héroe,
igualito que los galanes de las películas en blanco y negro que veía mi tía, que, por suerte, regresó
pronto a su casa. Porque las autoridades se ocuparon inmediatamente de trasladar el cordón
sanitario con toda la basura a otro sitio más apropiado y de limpiar las alcantarillas. Poco a poco las
cosas volvieron a la normalidad en mi barrio. El agua salía otra vez cristalina por las canillas y con
suficiente presión, desapareció el olor desagradable y tímidamente las flores comenzaron a nacer en
los jardines y en la plaza. Después de todo, seguía siendo primavera.
Diminuto también volvió a ser el mismo de antes. Ya no anda nervioso, no va y viene ni rasca la
puerta o los muebles ni gruñe ni aulla de noche ni tiene ataques de locura perruna. Igual quiere salir
a cada rato. Para encontrarse con Ámbar en la plaza. No sé si están enamorados, porque no die
nada sobre eso la Enciclopedia Canina y porque cada vez que intento hablar de hombre a hombre (o
de nene a hombre) con mi papá, él me dice que mejor vaya a preguntarle a mi madre. Lo que si sé
es que Diminuto y Ámbar juegan juntos y se llevan muy bien. Igual que Leticia y yo. Es que después
de la aventura del monstruo subterráneo no volvimos a pelear. Es más: somos inseparables.
Mi hermana Carolina me fastidia como siempre canturreando: Fede tiene novia, ¡atchís! Fede
tiene novia, ¡atchís!... Porque se le fue el sarpullido, pero los estornudos le siguen.
Pero yo no le hago caso o le contesto con unos insultos complicados que Leticia me enseñó,
como tarambana desconcertante, error de la naturaleza o eslabón perdido de una raza subhumana
(que mi hermana no entiende porque ella no tiene tanto vocabulario específico y no usa el
diccionario).
Lo cierto es que me gusta estar con Leticia. Y cuando la veo venir, con el pelo castaño clarito, y
los ojos verdes, y esas pequitas en la nariz… qué sé yo, siento unas cosquillas… que hasta me dan
ganas de decir cosas como las que dicen los galanes de las películas en blanco y negro que mira mi
tía. Supongo que porque me contagió con tanto romanticismo. O, a lo mejor, por el asunto de la
primavera.

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