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Índice

SANDMAN.

LOS HEREDEROS.

LA MANSIÓN ETERNA.

LA LLAVE.

EL HOMBRE INFIEL.

ÚLTIMA VOLUNTAD.

EL MASÓN

LA CARTA.

HALLOWEEN.

FRANKENSTEIN.

EL ASTRONAUTA

VISTAS A LA BAHÍA.

EL CIUDADANO.

CRONICA SOLITARIA

TAN SOLO UN SUSURRO.

EL LÍMITE DEL UNIVERSO.

EL SUEÑO DE LUIS

LA CATENARIA

PROFUNDIDAD INVERSA
SANDMAN.

Cuatrocientos metros. Una distancia cómoda para él. En las circunstancias adecuadas
podría apagar un cigarrillo al primer intento. Sin embargo, hoy no se encontraba bien.
Demasiada cerveza el día anterior. Notaba la vejiga bajo su cuerpo como si estuviera
tumbado sobre un balón de baloncesto. No le preocupaba en exceso. Si fuera
necesario se lo haría encima. No sería la primera vez.

En el retículo de su mira algo se movió. Se encendieron todas las alertas en su


entrenado cerebro de francotirador. En esa torre había alguien como él. Otro hombre
entrenado para asesinar de forma mecánica a quien le fuera asignado. Su oponente
estaba haciendo muy bien su trabajo, ya había terminado con tres hombres de su
grupo, pero él era mejor y lo iba a demostrar.

En el auricular insertado en su oído derecho escuchó la voz de un observador


avanzado.

–¿Has visto eso?

–Afirmativo –respondió–.

–Tienes apenas un hueco de unos cuarenta centímetros. La distancia es de...


Trescientos noventa y ocho metros. Viento despreciable.

–Ha desparecido.

–Afirmativo, pero hay movimiento dos metros a la izquierda. Confirma.

–Confirmado. Tengo un disparo limpio.

–Procede.

–Un momento...

–¿Qué ocurre?
–Hay múltiples blancos... No soy capaz de distinguir el objetivo.

–Negativo, solo hay un blanco y es tu target.

–No, no es así. Hay movimiento en la posición original y dos blancos más a la


izquierda. No puedo determinar cuál es el objetivo.

Un ligero cambio en el sonido indicó que alguien más acababa de incorporarse a la


conversación. Reconoció la voz de su comandante.

–El objetivo es el blanco situado más a la derecha. Ha dicho que tiene un disparo
limpio. Proceda.

–¿El observador avanzado me confirma el blanco?

–No es necesario –la voz del comandante mostraba un punto de enfado–. Le he


dado una orden: proceda.

No hubo más preguntas.

Hizo un último ajuste de la mira y su dedo índice acarició el gatillo. Aquel fusil había
sido ajustado por él hasta el último remache, y sabía sus reacciones mejor que el
ingeniero que lo diseñó. Había añadido dos centímetros más a la culata para adaptarla
a la longitud de su brazo, y la tensión del gatillo era tan perfecta que podría disparar
solo con soplar sobre él. Sentía sobre su mejilla el contacto del pavonado negro del
metal y en su mano izquierda la madera del guardamanos.

Contó los latidos de su corazón. Cinco, cuatro...Era una vieja costumbre. Siempre
hacía una cuenta atrás con cinco latidos antes de jalar del gatillo.

Tres, dos, uno...

Parecía que no había pasado nada, pero él sabía que un proyectil estaba recorriendo
esos cuatrocientos metros que separaban la vida de la muerte. Aquella bala volaba tan
veloz, que era probable que su destinatario muriera antes de haber escuchado el
disparo que iba a terminar con él. Después no pasaría nada. Nunca pasaba nada.
Caería un silencio pesado, como hecho de melaza, sobre la lúgubre luz de aquella
ciudad destrozada. Podía ser un pueblo en África, en Asia o en América, incluso una
histórica ciudad en el centro de la vieja Europa. Daba igual. Su fusil había impuesto
muchas tardes de silencio en muchos lugares. Nada cambiaba. Un disparo y después...
el vacío.

Algo no iba bien. Su entrenamiento le decía que no había fallado, pero algo no había
ido como esperaba. No escuchaba la habitual felicitación del observador avanzado, ni
la euforia del comandante dando órdenes. Había silencio en la radio, pero enfrente,
allí donde se había perdido su disparo, había una enorme actividad. Escuchó gritos,
muchas voces que le alcanzaron como flechas envenenadas. La radio emitió un
chasquido que se clavó en su tímpano antes de que la voz del comandante le llegara
con claridad.

–... y no se preocupe. Asumo la responsabilidad. Usted cumplía mis órdenes...

–¿Qué demonios ha pasado? –preguntó dudando si deseaba en realidad conocer la


respuesta.

Hubo un momento de silencio antes de que el observador respondiera.

–Creo... Creo que has matado a un niño.

Habían transcurrido cinco años desde entonces. Fue licenciado con honores pero de la
forma más discreta posible, al igual que el observador y el comandante, aunque este
último recibió un inexplicable ascenso antes de pasar a la reserva. Habían sido cinco
años terribles, sumergido en alcohol y prostitutas, sin encontrar un trabajo fijo. Sus
habilidades eran inútiles fuera del campo de batalla, además, su pulso ya no era el que
fue, destrozado por tantas noches de borrachera barata. Sin embargo de repente las
cosas comenzaron a mejorar. Su conocimiento sobre armas de fuego le sirvió para que
un amigo le colocara como armero en un campo de tiro aficionado y, si se mantenía
sobrio unas semanas más, lo probarían como instructor. También había conocido a
una chica. En realidad se había enamorado de ella tan pronto como la vio. No se
engañaba. Era una de aquellas prostitutas que trabajaban por poco dinero, pero algo
en el fondo de sus ojos atrapó su corazón como una enredadera. La quería, la amaba,
la necesitaba. No le importó su pasado, ni que tuviera una hija fruto de una mala
relación que la condujo a los prostíbulos. No. Había algo en ella, algo que transmitía
que saldría limpia incluso si se caía en un pozo séptico. Ella había empezado a
apartarle del alcohol, y le había presentado a un «amigo», antiguo cliente en realidad,
gracias al cual había conseguido el trabajo.

Encontraron una pequeña casa destartalada, que poco a poco fueron convirtiendo en
un hogar. Primero un cochón en el suelo, después, una cama. Ella comenzó a trabajar
en unos almacenes y en poco tiempo consiguió alcanzar el puesto de encargada. A él,
algunos profesionales que iban a practicar al campo de tiro, le encargaban ajustes y
personalizaciones de sus armas, incluso participó en la preparación de un equipo de
tiro olímpico. La vida, esa vida que él tantas veces había arrebatado a otras personas,
le sonreía.

Llegó el momento de tomar decisiones. Podía poner un negocio por su cuenta. Aún
tenía amigos en el ejército, y los clientes del campo de tiro le pedían más. Necesitaba
maquinaría, un taller como es debido y ¿por qué no? una pequeña tienda de armas. Lo
habló con su chica y ella le dio el visto bueno. «Adelante», le dijo con esa mirada que
él no podía esquivar. En pocas semanas la tienda fue una realidad, y en pocos años un
éxito. Era feliz.

La pequeña Camille había llegado al fondo de su corazón como lo había hecho su


madre. No creía posible querer más a una hija natural de lo que quería a aquella
pequeña de ojos almendrados. Ella había comenzado a llamarle Daddy de forma
espontanea, y pronto fue el modo en el que le gustaba que se dirigieran a él. Quería
borrar las nubes de tormenta que se atravesaban en su mente cada vez que veía un
niño. Tal vez la honda devoción que sentía por Camille no era otra cosa que el
profundo sentimiento de culpa que nunca podría arrancar de su memoria. Era
consciente de que jamás alcanzaría la felicidad completa. La culpa formaba parte de su
vida, y tratar de extirparla sería equivalente a intentar amputarle la cabeza. Hay cosas
sin las que es imposible vivir. Él no existiría sin su pena.

Todas las mañanas ejecutaba su ritual particular. Tras levantarse y asearse, preparaba
el desayuno para su hija y su esposa. Después acompañaba a la pequeña hasta el
autobús escolar y se encerraba en su oficina a despachar el correo. Ya no necesitaba
acudir a la tienda. Podía permitirse tener empleados y el limitarse a la supervisión del
negocio y a las relaciones públicas. Como consecuencia de su éxito en los negocios
habían comenzado a llamarle de asociaciones de veteranos. A veces le pedían consejo,
aunque por lo general lo que le pedían era dinero. Esta vez era diferente. Querían que
diera una charla bajo el rimbombante título de «La guerra, el hombre y su fusil»,
haciendo especial hincapié en cómo aquel instrumento había sido clave para alcanzar
la cómoda sociedad actual. Le repugnaba la idea. En concreto, los miembros de
aquella asociación habían llegado a veteranos porque en lugar de aviones, lanchas o
tanques, habían pilotado escritorios y máquinas de escribir. Los soldados de verdad
estaban muertos, en muchos casos perdidos en lejanas montañas, en húmedos
arrozales infestados de insectos o en desiertos abrasadores, donde el sol blanqueaba
sus huesos olvidados a muchos miles de kilómetros de sus familias. Para él todos
aquellos malditos «burócratas de la guerra» eran escoria. No valían más que el lastre
de los barcos, héroes de papel que se sumaban de forma obscena a los éxitos de los
que de verdad se jugaban la vida. Estaba decidido a rechazar la propuesta cuando su
esposa le detuvo.

–Tienes que ir, Daddy –le dijo mirándole de aquella manera tan especial–. Tienes un
negocio, y tus compañeros muertos no van a resucitar porque tú dejes de ganar
dinero.

–No se trata del dinero, Mo –replicó él–, tenemos de sobra. Es sobre el honor de los
soldados... Tú no puedes entenderlo...

–Pues entonces vete allí y hazles pasar vergüenza –insistió ella, enfadada–. Háblales de
cómo los soldados de verdad se meten en el barro abrazados a su fusil durante días.
Explícales cómo quien no ha tenido que disparar para defender su vida o la de sus
compañeros no merece ser llamado veterano. Hazles saber cuánto los despreciáis los
que estuvisteis en la línea de fuego. Si no lo haces serás tan cobarde como ellos...

–¡Caramba, Mo! ¿Te has levantado hoy de mal humor?

–Me molesta que te valores tan poco –parecía muy enfadada—. Tú has pasado horas
para lograr un solo objetivo mientras ellos bebían cerveza en la cantina. ¿Acaso
arrastran ellos tu culpa? –dijo mirándole a los ojos–. No... Ellos sólo quieren tu gloria,
lucir tus medallas... Sé que la vida es así, que unos pocos tenemos que enterrarnos en
la mierda –hizo especial énfasis en la palabra «tenemos»– para que otros reciban las
felicitaciones, pero ese tiempo ha pasado. Ahora tú tienes la palabra, y estás obligado
a hablar. Se lo debes a tus compañeros... Y a tus víctimas, Daddy... –se echó a llorar–
Si no hablas seguirás atormentándote toda la vida... Vete allí y hazles sentir el
mordisco de las sanguijuelas en sus carnes como tú sentías... Avergüénzalos frente a
sus esposas e hijos... ¡Quítales la careta!

Él se levantó y la abrazó. Su cabeza estaba pasada de vueltas. Era consciente de lo que


ella le decía. Tampoco había tenido una vida fácil. Para él era mucho peor el infierno
de una mujer abandonada a los instintos de los hombres, que su culpa por haber
arrebatado tantas vidas. Pero si ella había salido limpia de todo aquello, ¿por qué él no
podía? Por un instante aquellos momentos renacieron en su memoria.

«Le he dado una orden: proceda.»


Era curioso. No podía recordar el sonido de su disparo. A partir de ese momento
todos sus recuerdos eran mudos. Veía a los niños escapando de aquel montón de
ruinas. Sus bocas abiertas gritaban, pero él no escuchaba sonido alguno. No podía
saber que aquellos cerdos habían usado a los niños como escudo humano, como
sacos terreros para detener a las balas. Era la guerra en su peor expresión, la difícil
tarea de matar sin ser un asesino. Sólo había algo peor que la propia guerra, y era la
guerra prostituida por los aficionados.

«Le he dado una orden: proceda.»

Esa no era la orden. Él tenía asumido su destino. O mataba al francotirador, o éste le


mataba a él. Nada de eso ocurrió. Los protagonistas de la guerra salieron indemnes de
aquella batalla.

Se obligó a ir a ver a su víctima. Recorrió aquellos cuatrocientos metros como si fuera


el pasillo directo al patíbulo. Casi podía ver aún en el aire el trazo perfecto de su bala
entrando por aquel hueco, diminuto en la distancia, deteniéndose en seco en el cuerpo
de una niña. No más de diez años. Estaba aún abrazada a su muñeca. La bala había
atravesado un ojo de aquel monigote de trapo y después el pecho inmaculado de
aquella criatura. La muerte había sido piadosa, tan rápida que no dejo a la víctima ni el
tiempo necesario para cerrar los ojos. Él lo hizo. Con su mano temblorosa bajó los
párpados de la niña para tapar las preguntas que escapaban de su mirada hueca.
Hubiera querido hacer lo mismo con la muñeca, que lo atravesaba con la dura mirada
de su único ojo. En su confusión, hubiera jurado que aquel monigote respiraba.

Intentó localizar a los padres, pero se trataba de un grupo de huérfanos de guerra. El


enemigo había encontrado una utilidad para aquellos pobres niños. Los había
incorporado a la maquinaria de guerra en su nivel más bajo, como auténtica carne de
cañón. Niños anónimos, prescindibles. Fáciles de olvidar.

No quería borrar de su memoria aquel momento. Sentía que sería una traición a
aquella inocente. La rabia que acumulaba le pedía recordar para siempre lo que había
ocurrido allí. Se fijó en la muñeca. Era poco más que cuatro trapos mal cosidos con
dos botones oscuros en el lugar de los ojos, aunque uno de ellos había desaparecido
por causa de su disparo. Pensó que llevarse esa muñeca le ayudaría a recordar, a
digerir aquel tremendo error del que ya no podría disculparse el resto de su vida. Le
costó. La mano de la niña se aferraba a su juguete por causa de rigor mortis que iba
tomando posesión de su pequeño cuerpo. Tuvo que esforzarse un poco más. Sintió un
escalofrío cuando un pequeño chasquido delató que había roto sin querer uno de
aquellos dedos inertes.

De repente, un empujón por la espalda le hizo rodar por el suelo. Sintió cómo la
muñeca era arrancada de sus manos con violencia, mientras una lluvia de golpes caía
sobre él. No se defendió. Era otra muchacha, de unos dieciséis años, la que estaba
intentando agredirle. Sus golpes eran ineficaces contra un soldado veterano como él.
Buscó con la mirada a un intérprete que le pudiera traducir el torrente de palabras que
salían de la boca de la chica. Dos soldados inmovilizaron a la joven con cuidado, no
pretendían causar más dolor del que flotaba en el ambiente de aquella casa en ruinas.

–Es la hermana mayor de la fallecida –dijo el traductor–. Dice... dice que toda su
familia le maldice.

–Dígale que lo siento –quiso disculparse–, que se trata de un error, que nosotros no
matamos niños.

Otro chorro de palabras, mezcladas con gritos de dolor, salió de la muchacha.

–¿Qué dice ahora? –preguntó confuso.

–Dice... Que usted debe pagar por lo que ha hecho... Pero que no será... No será
ahora. Que pagará cuando tenga con qué pagar... Lo siento –se encogió de hombros el
intérprete–. Mezcla un dialecto que desconozco, pero sé que habla de una deuda de
sangre... O algo así...

El timbre de la puerta emitió su habitual música. Él no sabía por qué, pero no le sonó
como siempre. Encontró su música lúgubre, de tonos malsanos, enfermos. Eran solo
dos notas, y las había escuchado miles de veces, sin embargo, esa mañana, todo estaba
tomando un hedor de podredumbre que le inquietaba. Había tenido esa sensación
antes, cuando se preparaban para salir en una misión que ellos llamaban hit and go,
golpea y vete. Era un hombre muy metódico, como correspondía a su misión en el
ejército. No se permitía fallos, por eso siempre llevaba un orden casi perfecto en todo
lo que hacía. Esa mañana se había roto su lista de trabajo en dos ocasiones. La
primera, cuando discutió con su esposa, y ahora, alguien llamaba a la puerta. Estaba
seguro de que no eran buenas noticias.

Escuchó una conversación cordial entre su mujer y el cartero. Parecía que no estaban
de acuerdo en algo, que había algún error. Llegó a captar algo así como que la
dirección era correcta, aunque no el destinatario. Decidió bajar a ver qué ocurría.

El empleado de correos tenía en las manos un paquete certificado, no mayor que una
caja de zapatos y había extendido el correspondiente recibo a Mo, pero ella se negaba
a aceptarlo.

–...ya le he dicho un montón de veces que esa persona no vive aquí, mire usted el
nombre del buzón –decía ella un poco cansada de argumentar con el cartero–. Es un
error.

–Señora... –el empleado parecía también cansado– He llamado dos veces a la oficina y
la persona que dejó el paquete describió perfectamente a su marido. Esta es una
comunidad pequeña. ¡No hay tal error!

–¿Puedo saber qué ocurre aquí?

–¡Buenos días, señor! –El cartero pareció aliviado de que entrara alguien nuevo en la
discusión– Tengo un paquete para usted, pero su señora no quiere recibirlo.

–¿Cuál es el problema? ¿Es necesario pagar algo?

–No, señor. Todo está en orden. No tienen más que firmar el recibo.

–¡No podemos firmar nada! –Su esposa intervino de nuevo– ¡No viene a nuestro
nombre!

–Déjeme ver...

Tomó el recibo de manos del empleado de correos y buscó el nombre del destinatario.
Sintió un mareo.

–¿Qué te pasa, Daddy? ¿Estás bien? ¡Dios mío! Te has puesto blanco!

– ¿Necesita ayuda señor? –Se ofreció el cartero– No tiene buen aspecto...

–No es nada –dijo él quitando importancia al asunto– .Creo que he tenido una
pequeña bajada de azúcar, aun no he desayunado –mintió.

Tomó un bolígrafo del bolsillo de la camisa del cartero y firmó el recibo. Arrancó la
caja de sus manos y mascullando una despedida se encerró de nuevo en su despacho.
Su instinto no había fallado. Algo terrible se estaba fraguando a su alrededor. Miró
aquella caja frente a él, sobre la mesa de su despacho. No necesitaba abrirla. Solo con
leer la nota era consciente de su contenido.

«A la atención de Mr. Sandman»

Hacía muchos años que nadie le llamaba así.

Fue aquel desgraciado día, cuando alguien le vio cerrar los ojos de aquella niña
inocente que él había atravesado con un disparo. Siempre hay alguien que tiene la
capacidad de poner a una persona el mote definitivo en la escuela, en el trabajo e
incluso en la guerra. Casi mata a aquel pobre muchacho en la cantina, que de forma
inocente se refirió a él como «Mr. Sandman». Cuando lo redujeron entre tres
compañeros, ya le había roto al novato dos costillas y varios de sus dientes estaban en
el suelo. Ese día comenzó una vida de pendencias que casi termina con él. Poco a
poco los compañeros se fueron apartando, hasta que se convirtió en un bebedor
solitario, al que todos miraban con una mezcla de pena, miedo y asco.

Mr Sandman, give me a dream...

Él era «Mr Sandman». El que hacía dormir a los niños poniendo saquitos de arena
sobre sus ojos, para que no los pudieran abrir de nuevo.

Un estruendo se desató en sus oídos. Era la algarabía de un grupo de niños jugando.


Escuchaba sus voces claras, sus risas cristalinas subiendo y bajando en escalas que le
golpeaban como martillos en las sienes. Cada vez escuchaba a más niños. Docenas,
cientos... miles de niños gritando a su lado. Era consciente de que estaban dentro de
su cabeza, que eran ilusiones nacidas de su sentimiento de culpa, pero estaban ahí,
acosándole. Eran los huérfanos de la guerra, los que él había contribuido a crear. Eran
su obra, su creación, sus criaturas engendradas con la simiente del odio. De repente
escuchó un disparo y las risas terminaron.

El silencio era ahora tan hiriente como las voces de los niños unos segundos antes.

Miró a la caja. ¿Qué era aquella mancha circular en la parte de abajo? Estaba seguro
de que no haberla visto antes. La tocó con el dedo índice: estaba caliente. Tomo el
paquete con ambas manos y sintió cómo respiraba. Se hinchaba con cada inhalación y
después se relajaba soltando el aire. Se fijó en la mesa. Justo donde reposaba la caja
unos segundos antes había ahora un cerco de forma rectangular. Era sangre.

Depositó de nuevo el paquete sobre la mesa y abandonó la casa. Cerró su oficina con
llave. No tomó el coche para no tener que encontrarse con su esposa. Salió a la calle
por la puerta de atrás y, tras caminar unos doscientos metros, paró un taxi en la
conjunción con la carretera estatal. Dio una dirección cualquiera en el centro de la
ciudad. Llevaba años limpio, pero necesitaba esa copa, sentir el calor del alcohol
recorriendo su cuerpo hasta desvanecerse.

Unas pequeñas gotas de agua comenzaron a salpicar el parabrisas del coche. El


conductor dijo algo grueso acerca de la madre del hombre del tiempo y conectó la
radio. Sintonizó una emisora especializada en música de los años cincuenta. Los éxitos
se sucedían solo interrumpidos por la voz grave de un locutor que resumía la historia
de los temas musicales o de los intérpretes, mientras que de vez en cuando recibía
llamadas de los oyentes.

Las canciones sonaban en segundo plano en su mente. Sabía que estaban ahí, pero no
eran capaces de penetrar la dura corteza de sus sentimientos, que ahora cubrían su
cerebro como si fueran cáscara de huevo. En la radio entró una llamada. Era una
señora, bastante mayor a juzgar su voz. Se quejaba de no haber podido dormir: que si
estaba preocupada por su nieto…que desde que se quedo viuda apenas salía de casa…
que si las vecinas eran un poco chismosas... El paquete completo de los pesados que
llaman a las emisoras de radio sólo porque no tienen nada mejor que hacer. El locutor
no se complicó la vida: Dijo dos o tres obviedades, lanzó dos piropos a su oyente y,
por fin, dijo que tenía el remedio infalible para el insomnio y que estaría en el aire
después de «unos buenos consejos de nuestros comercios amigos». Sonaron tres
cuñas publicitarias de tiendas del centro de la ciudad, un jingle y después, por fin, una
canción.

–¿Cómo olvidar este clásico inmortal de Las Chordettes? –dijo el conductor del
programa con fingido entusiasmo.

Mr. Sandman. Give me a dream...

–¡Pare, por favor! –casi gritó al taxista–. Me bajo aquí.


–¿Aquí? ¿Está usted seguro, amigo? –Puso el intermitente para detenerse en el arcén–
Aquí no hay nada...

–¡Es igual! Pare, por favor.

El conductor se encogió de hombros y obedeció. Lanzo una mirada por el retrovisor.


Su pasajero estaba muy alterado.

–¿Se encuentra bien, amigo? No tiene buen aspecto... ¿Quiere que le lleve al hospital?

–No...No es necesario. Gracias. Dígame que le debo...

–¡Eh! ¿Se ha fijado en la mancha que lleva en la camisa?

Bajó la vista hasta su pecho. No. No la había visto porque no estaba allí unos minutos
antes. Tenía como mucho el tamaño de una moneda pequeña, y destacaba en rojo
carmesí sobre su camisa blanca. No necesitaba tocarla esta vez para saber de qué se
trataba. Estaba en el lugar exacto. Allí apuntaba siempre su arma cuando estaba
trabajando. «En caso de duda, dos disparos al pecho y uno a la cabeza» resonaba en
su memoria la voz del instructor. Nunca había necesitado el segundo disparo.

Abandonó el taxi con una excusa sobre aquella mancha y se quedó sólo bajo la lluvia,
que ya comenzaba a ganar intensidad. No sabía qué hacer o a dónde ir. La idea de
beber hasta perder el sentido había desaparecido de su pensamiento. Solo escuchaba
voces de niños que iban y venían como una marea enfermiza que arañaba su cerebro a
cada embestida. Quería correr, gritar... Desparecer allí mismo tragado por la tierra.
Pero no podía. Sabía que era imposible porque se le había encomendado una nueva
misión.

Un dolor agudo en el muslo derecho le hizo parar en seco. Parecía que le acabaran de
clavar una navaja hasta el hueso. Llevo la mano hasta allí y sintió calor, mucho calor.
Rebuscó en el bolsillo. Sólo tenía las llaves de la oficina, nada más. Una de ellas, una
llave pequeña que correspondía a un pequeño baúl, estaba casi incandescente. Las
gotas de lluvia que acertaban con aquel pequeño trozo de metal desparecían al instante
con un suspiro de vapor.

Hacía años que no usaba aquella llave. Nadie más que él sabía en realidad qué
ocultaba aquel baúl que, por precaución, había ocultado en la oficina. Ni en los peores
momentos de su vida, cuando por un trago hubiera hecho casi cualquier cosa, había
sucumbido a la idea de malvender su contenido o empeñarlo. Quizás es que aún tenía
una misión más que cumplir, al menos eso decía en aquel tiempo con la lengua
estropajosa por culpa del alcohol. Ahora ya lo sabía.

Paró otro taxi y volvió a casa.

No se molestó en saludar a su esposa. Fue directo a la oficina y se encerró con llave.

En la mesa, aquella caja misteriosa había dejado una enorme mancha de sangre que
goteaba sobre la alfombra. Le estaba esperando.

Abrió un archivador metálico y extrajo todos los cajones. Lo había mandado hacer
con unas instrucciones precisas para que tuviera las medidas exactas. Diseñó el
mueble de forma que quedara al fondo un hueco como de treinta centímetros de
profundidad por un metro y medio de altura. Lo necesario para ocultar, puesto de pie,
un baúl estrecho y largo, pintado de negro.

Allí estaba, esperándole.

Despejó su escritorio y abrió aquel baúl con la llave que unos minutos antes casi se
funde sobre su pierna. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Su fusil relucía imponente,
envuelto con mimo en aquel nicho de goma espuma que él mismo había recortado
muchos años antes. La mira telescópica, una maravilla en su época, yacía separada en
su propio receptáculo. Sabía que no le sobraba el tiempo, pero dedicó unos segundos
a admirar aquella máquina que el mismo había creado. Era maravillosa. La perfecta
máquina de matar, en las manos adecuadas.

Sintió un dolor en el pecho. Se desabotonó la camisa y vio que, bajo la mancha de


sangre, se comenzaba a abrir una herida. Era un círculo perfecto que se hundía medio
centímetro en su cuerpo. Miró hacia la caja. Ahora sus latidos eran tan rotundos que la
podía oír palpitar. Tomó un abrecartas de plata. Había sido el primer regalo de valor
que su mujer le había hecho. Fue cuando decidieron abrir aquella pequeña armería.
Lo encontró un día sobre su mesa con una nota que hablaba de la cantidad de correo
importante que iba a ser abierto con aquel obsequio. Sonrió de forma imperceptible.
La pobre Mo no sabía lo importante que era el paquete que iba a abrir ahora. Clavo el
abrecartas en una esquina del cartón. Un chorro de sangre escapó por el corte, como si
hubiera pinchado en la arteria de un ser vivo. Le vino a la cabeza la imagen de un
matarife descuartizando una res. Se sentía como un depredador despiadado incapaz de
esperar a la muerte de su presa antes de comenzar a devorarla. La sangre corría por la
mesa y parecía ascender por sus brazos. El dolor en el pecho era como si alguien
estuviera apagando un cigarrillo contra él. Por fin, levantó la tapa y pudo ver el
interior. No hubo sorpresas. La muñeca le miraba desde el interior de la caja con su
único ojo. Del lugar donde se suponía que tendría que estar el otro, manaba la sangre
que empapaba ya toda su ropa y la alfombra bajo sus pies. La recordó aún en las
manos de su víctima, enjuagando la sangre que ya no empujaba ningún corazón.
Ahora eran hermanos de sangre, compartiendo las heridas que él había infligido.
Aquella bala, la última que había vomitado su fusil, había unido con un hilo invisible
tres destinos: El suyo, el de la niña y el de la propia muñeca.

Quiso sacarla de caja pero encontró cierta resistencia. Tiró un poco más y escuchó un
chasquido. Debajo de la muñeca estaba la mano de la niña. Uno de sus dedos,
doblado en una posición imposible, evidenciaba una clara rotura. La mano había sido
cortada con precisión por la parte inferior del antebrazo. Sintió un mareo. Se refugió
un instante en una esquina del despacho y vomitó. Casi no había comido nada, así que
sintió el paso amargo de la bilis por su boca. Se sentó en el suelo. La dulce
inconsciencia lo abrazó al instante.

Despertó una hora más tarde, cuando el ruido de la puerta de la calle lo sacó del
sueño. Su esposa había salido.

La oficina parecía Una sala de despiece. No sabía cómo, pero la sangre había trepado
por las paredes y ahora goteaba desde la lámpara que se columpiaba en el techo.

Se quitó la camisa y se limpió con ella. No se molestó en buscar otra. Tomó su fusil y
con una habilidad que creía le había abandonado, montó en un momento la mira
telescópica. Después escribió una nota y la dejó sobre la mesa de la cocina.

Salió de la casa. En la parte de atrás había una especie de bosquecillo con árboles no
muy altos, pero si lo bastante frondosos para lo que necesitaba. Fue contando los
pasos. Necesitaba estar a unos cuatrocientos metros de la casa. Ahora se trataba de
saber esperar, como en los viejos tiempos.

Ella volvió a la hora prevista. Vio llegar su vehículo. La casa le tapaba la puerta
principal, así que tuvo que calcular el tiempo.

»Ahora ha entrado en la cocina... Ha saludado en voz alta, me ha llamado, pero no he


respondido. Acaba de ver la nota en la mesa de la cocina. La está leyendo. Dice que
vaya a verme a mi oficina, que es muy importante... Está subiendo las escaleras...
Ahora entra en mi despacho, se queda aterrada al verlo lleno de sangre... Pero le
puede la curiosidad, ha visto la caja sobre la mesa... Mira en el interior y descubre la
muñeca...la levanta frente a sus ojos...

–Tienes un disparo limpio, distancia... Trescientos ochenta metros. Viento


despreciable. ¿Confirmas objetivo?

–Afirmativo.

Era consciente de que esa voz solo existía en su cabeza, pero no por eso dejaba de ser
real.

–Proceda.

De nuevo una bala cruzaba la frontera entre la vida y la muerte. Fue un instante. La
bala entró con precisión quirúrgica por el inexistente ojo de la muñeca.

«...pagará cuando tenga con qué pagar... una deuda de sangre...»

Ahora lo entendía.

Un instante después, la cabeza de Camille explotaba como un globo de feria.

Bajó del árbol. El dolor en el pecho era insoportable. Con parsimonia, tiró del cerrojo
y el fusil escupió el casquillo humeante del disparo anterior. Puso un nuevo proyectil
en la recámara. Apoyó la bocacha contra la herida de su pecho.

Se iba a salir con la suya –pensó con amargura–. No daría esa charla.

Hizo su último disparo.


LOS HEREDEROS.

Quince mil años. Ese fue el tiempo que se decidió tardaría el planeta en eliminar la
radiación derivada de aquella contundente guerra nuclear.
En diferentes lugares se enterraron «cunas». No eran mucho más que eso; el espacio
suficiente para una persona y el equipo necesario para mantenerla viva. Se prepararon
cientos de ellas. En profundas minas abandonadas, en el fondo del mar, en auténticas
lagunas de hormigón antinuclear. Era imposible que sobrevivieran todos. Con mucha
suerte un cinco por ciento no sería destruido por las explosiones o por la posible
rotura del aislamiento por causas naturales.

María abrió los ojos. Se sentía muy pesada, pero fue capaz de recordar el protocolo.
Miró el medidor prendido a su solapa. Había absorbido demasiada radiación: no
sobreviviría más de unos minutos.

Recordó la última conversación con Víctor, un compañero, antes de entrar en aquel


largo sueño. Ella le preguntó qué encontrarían los supervivientes. «Cucarachas», había
sido la lacónica respuesta.

Algo estaba golpeando su puerta. Alguien intentaba entrar. El sonido de las


herramientas sobre el acero dio paso a un silbido indicando que el sello sagrado había
sido roto.

Se acomodó para ver quién entraba.

Víctor tenía razón.


LA MANSIÓN ETERNA.

Estábamos seguros de que era mentira, un cuento inventado por nuestras madres para
que no nos acercáramos a aquella casa. Tenía lógica. Estaba casi en ruinas y estaban
preocupadas porque pudiéramos sufrir un accidente. Si era eso, habían logrado el
efecto contrario. Nada podía excitar más la imaginación de unos niños de diez años
que la posibilidad de que hubiera una casa encantada en el pueblo. Cuando éramos
pequeños nada hubiera conseguido acercarnos hasta aquel vetusto caserón
abandonado, pero claro, ¡Eso fue mientras fuimos pequeños! Ahora era diferente, en
especial al final de un verano en el que no había ocurrido nada memorable. Nadar en
el lago, acampadas en los jardines, con nuestras madres mirando por la ventana a ver
qué hacíamos, y salidas al monte con nuestro padres. Igual que el año anterior y el
anterior. Pero habíamos crecido. Eso de la casa encantada era, sin duda, una
paparrucha, o al menos eso pensábamos los tres amigos que aún no habíamos hecho
las maletas para volver a casa. No: no íbamos a abandonar el pueblo sin haber vivido
una aventura de verdad, de las que poder repetir una y otra vez durante los recreos.
Así que nos decidimos, y cuando el sol de septiembre comenzó a esconderse a toda
velocidad por detrás de las montañas, nos dirigimos a las afueras, donde la casa ya
desplegaba una sombra alargada que se rompía entre los pinos que dibujaban la falda
de la colina.

Bromeamos todo el camino, más por apartar el miedo que teníamos que porque
estuviéramos de buen humor. Todos sabíamos que no existen las casa encantadas,
pero… ¿Y si fuera cierto? ¿Y si ésta casa estaba de verdad encantada?

Nos habían dicho que en ella vivía un anciano, un hombre tan viejo que todos en el
pueblo habían oído hablar de él desde la infancia. Empezando por el Padre Jorge,
hasta el señor Quintín, el cartero, todos nos habían contado en alguna ocasión que allí
vivía un hombre que nunca había salido desde que ellos llegaron, ¡y ambos tenían casi
setenta años!

−¡Bah! −decía mi amigo Luis−. ¡Es imposible! ¿De dónde saca la comida? ¿Eh?
¿Nunca se pone enfermo?
−Igual no le hace falta salir −contestaba Marta−. Si la casa es mágica, puede ser que
dentro haya siempre de todo.

No prestábamos mucha atención a la pobre Marta. Era muy crédula, Suponíamos que
era porque «sólo» tenía ocho años. No era tan mayor como nosotros.

−La casa no es mágica −respondía Luis con voz docta y paternal mientras rebuscaba
en su nariz con el dedo índice−, está encantada: no es lo mismo.

−Pues si está encantada es mágica −insistía Marta.

−¡Que no!… −clavó el dedo otro centímetro en su fosa nasal.

−¡Que sí! ¡Y eres un guarro!

Las conversaciones entre Luis y Marta siempre terminaban en un insulto, aunque esta
vez había que convenir que ella tenía razón. Luis era bastante cochino incluso para un
niño de diez años.

−¡Shhh! −les dije cuando alcanzábamos el último recodo del camino−. Ya casi
estamos y hacéis demasiado ruido. ¡Nos van a oír!

Ambos se callaron en el instante en que el que la silueta de la casa se recortó sobre el


atardecer. No fue tanto mi advertencia, como el impresionante aspecto de aquel
caserón surcado de las negras cicatrices que el agua había ido dejando en su
deslustrada fachada de madera lo que impuso el silencio. Noté como Marta, buscaba
mi mano, supongo que sin querer, pero aquel contacto me hizo sentir importante.
Nunca una chica, aunque tuviera ocho años, me había tomado de la mano, así que
jamás olvidaría ese momento.

Recorrimos los últimos metros casi de puntillas, temiendo que cualquier ruido alertase
a los habitantes de aquella casa, si es que en realidad alguien vivía allí.

−No hagáis ruido ahora −susurré en un intento de espantar mi propio miedo.

Tres peldaños daban acceso a un porche que se prolongaba alrededor de toda la


construcción. A indicación de Luis, subimos de uno en uno evitando poner el peso de
los tres en la misma tabla. Daba la impresión de que una ráfaga de brisa bastaría para
terminar de desvencijar la escalera. Bien mirado tuvo que haber sido una bonita
vivienda, y si alguien se hubiera molestado en mantenerla un poco, aún lo sería. Sin
embargo la realidad era otra. Amenazaba ruina por los cuatro costados, tanto que no
daba la impresión de que pudiera vivir alguien allí.

La rodeamos asomando nuestras narices a los cristales más sucios que jamás hubiera
visto. Los excrementos de los pájaros y el polvo no dejaban ver el interior más que a
través de los chorretones que la lluvia había abierto en la suciedad. Luis era algo más
alto que yo, y casi había pegado la cara a la ventana.

−Luis… −dijo Marta en voz baja.

−¿Qué quieres? −contestó él molesto por la interrupción.

−Ten mucho cuidado… −siguió ella en el mismo tono−, ¡no vayas a dejar un moco
pegado al cristal!− dijo antes de salir corriendo riéndose sin parar.

−¡Eres idiota! −dijo él arrancando a correr tras ella.

Abandonamos toda precaución. Estábamos convencidos de que la casa estaba vacía.


Quizás estuviera encantada como decían, pero lo que estaba claro es que no había
rastro del viejo del que hablaban el cura o el cartero.

Los escuché correr hasta la parte de atrás y entonces se hizo el silencio. Cuando doblé
la esquina vi a ambos mirando hacia otra ventana, tan sucia como todas las demás,
pero esta dejaba escapar un poco de claridad en aquella incipiente noche de verano.
Mientras nos acercábamos sentí de nuevo la mano de Marta tomando mi mano
derecha… y la de un asustado Luis tomando mi mano izquierda. No pegamos al cristal
mugriento.

Dentro, la oscuridad era casi total. La rompía una lamparita de aceite sobre una mesa
polvorienta en cuyo escuálido halo se distinguía con claridad la cara de un anciano.
No tenía un aspecto terrible ni amenazador. Más bien parecía un hombre muy
cansado, cuyas arrugas procedían no tanto de la edad como del agotamiento. Vimos su
perfil aguileño despeñándose desde una frente en la que las arrugas parecían
cicatrices. La boca pequeña, apenas una línea sobre un mentón huidizo perfectamente
rasurado. La imagen de aquel anciano, pulcramente arreglado, contrastaba con el
aspecto ruinoso del resto de la casa. De repente se giró hacia la ventana ¡Nos había
descubierto! Dos ojos azules como el hielo relampaguearon a la luz del candil cuando
se enfrentaron a los nuestros al otro lado del cristal. Se levantó de la silla con una
agilidad impropia de su edad y en dos zancadas casi había nos había alcanzado. No
esperamos más. Noté cómo las manos de mis amigos abandonaban las mías al tiempo
que iniciábamos la huida. Ya no pensaba en Marta ni en su contacto, ninguno
teníamos otro pensamiento que huir, cuanto más rápido y más lejos mejor.

No era mi día de suerte.

Luis y Marta corrieron sobre la tarima del porche por delante de mí. Ella iba delante y
la vieja madera aún tuvo la dignidad suficiente para aguantar su paso, y el de Luis: no
soportó el mío.

El suelo despareció bajo mis pies mientras la oscuridad de la noche daba paso a otro
tipo de negrura. Diría que estuve horas cayendo antes de tocar el suelo, aunque en
realidad sólo fueron unos segundos. Aquella oscuridad no era la simple ausencia de
luz. Era el terror que sentía mientras mi cuerpo esperaba el impacto que se avecinaba.

Desperté en una cama. Me dolía mucho la pierna derecha, y no tardé en descubrir que
alguien me la había entablillado de forma primorosa. Frente a mí estaba el anciano.
Aun en aquellas circunstancias no me despertaba ningún temor.

Sobre la mesa lucía la lamparita de aceite, la misma que ahora ilumina mi rostro, ya
cubierto de arrugas.

Cuando comprobó que me había despertado, se limitó a suspirar. No dijo ni una


palabra: no era necesario. Me miró como disculpándose. Creo que vi una lágrima
brillar sobre su mejilla enjuta. Se levantó de la silla y abandonó la habitación. Unos
segundos más tarde escuché como abría la puerta y abandonaba la casa. No volví a
verlo. Ni a él ni a nadie.

Han pasado más de setenta años desde aquel día. La única experiencia que tengo de la
vida es el recuerdo de la maño de una niña de nueve años sobre la mía. La lámpara de
aceite sigue encendida, nunca se apaga, nunca se agota. Mi pierna sanó por sí sola, y
no he necesitado comer ni beber en todo este tiempo. Por las noches me siento en la
misma mesa polvorienta detrás de los mismos cristales grasientos.

Pienso en Marta: quizás haya muerto ya.

En cualquier caso, el recuerdo de su mano en mi mano me acompaña noche tras


noche, mientras espero que, algún día, otro niño curioso se asome a mi ventana… y
ocupe mi lugar.
LA LLAVE.

Yo tenía sólo nueve años: ella siete, bueno…, casi. Estaba en la linde de aquel camino
polvoriento que yo recorría a diario hasta la granja de mis tíos con una cántara de
leche vacía. Yo se la dejaba cada tarde y mi madre la recogía, llena, cada mañana,
antes de que yo me levantara.

El primer día no la miré. ¿Una niña? ¡Ni hablar! Me esperaban mis amigos con el
balón para apurar las últimas luces del día antes del perceptivo baño, antesala de cena
y cama.

El sol de septiembre se precipitó veloz tras las montañas que le fueron devorando a
mordiscos hasta dejar una agradable penumbra, sólo rota por la agonizante luz de mi
bicicleta.

Así la fui viendo un día tras otro, hasta que el verano murió en los brazos de los
cólquicos y el otoño entró casi sin querer, como pidiendo permiso. Para entonces ya
éramos novios. No «novios de esos de verdad», no: mi madre se reía mucho con eso.
Pero los años pasaron y seguíamos juntos, Y así fue durante los siguientes cuarenta
años.

Me acuerdo que una vez ella me preguntó si la quería y yo contesté que sí.

−¡Demuéstramelo! −me pidió con una sonrisa.

Cuando no tienes nada, es difícil hacer demostraciones.

−¿Me quieres más que a tu bici? −me preguntó mirándome por el rabillo del ojo.

−¡Claro que sí! −me había dado, sin querer, la solución al problema.

Rebusqué en mi bolsillo hasta encontrar una llave pequeña. Pertenecía al candado de


mi bicicleta. Se la entregué sin dudarlo. La miró un instante, como evaluando el
significado de mi gesto. Después, en un arranque de sincero cariño, se alzó sobre la
punta de sus pies, me dio un beso fugaz en los labios y salió corriendo. No volví a ver
aquella llave en mucho tiempo.
El día de nuestra boda, muchos años después, cuando acudí a rescatarla de los brazos
del padrino a la puerta de la iglesia, un reflejo en su cuello me llamó la atención. ¡Allí
estaba mi llave! La había bañado en oro y relucía como una estrella arrancada del
cielo. Allí la vi esa noche, sobre su garganta mientras perpetrábamos el acto de amor
más sincero que la vida me ha concedido.

Pasada esa noche perdí de nuevo de vista a la llave durante muchos años.

La vida fue pasando y, entre amores y desamores, algo se fue rompiendo entre
nosotros. La rutina, los celos, tal vez el simple hastío de llenar un día con los restos
del anterior, fueron arrancando la delicada piel de nuestra unión.

Hoy, más de cuarenta años después de aquel viaje en bicicleta con la cántara vacía, he
visto la llave. Estaba sobre la mesilla de noche cuando he llegado a casa. Junto a ella,
una lacónica nota: sólo cinco letras.

«Adios»
EL HOMBRE INFIEL.

¿Sabes? Hoy… Bueno hoy he hecho algo que no ha estado bien. No, no te enfades…
Déjame explicarme, por favor.

»Sé que te prometí… lo que te prometí y, de verdad, que pensaba que iba a ser fácil,
pero… ella no es mejor que tú, no: no lo es. Pero tú estás tan alejada de mí que yo…
yo necesitaba algo de cariño. No te asustes no ha pasado nada, al menos nada
irreparable, pero he descubierto que busco su presencia cuando tomo un café por las
mañanas.

»Me ha costado reconocerlo, pero debo confesar que he ajustado la hora de mi


desayuno para coincidir con ella, que inicio conversaciones para llamar su atención y
que hasta una vez le he preguntado la hora sólo por escuchar su voz. ¿Es eso amor?
No lo sé. Yo no he conocido más amor que el tuyo. Nadie me podrá dar lo que tú me
has dado ni cuidarme cómo me has cuidado… Sé cuánto sacrificaste cuando entré en
tu vida: tu trabajo, tu carrera… Todo en definitiva. Si no fuera por ti, nunca hubiera
terminado mis estudios. Era muy duro ver a todos mis amigos gastarse el sueldo con
sus novias en fiestas y diversión, pero tú me decías «eso ya llegará» y tenías razón.
Pero todo eso ha cambiado.

»Hemos vivido juntos más de cincuenta años. Reconozco que he sido muy feliz
contigo y te echo muchísimo de menos. Recuerdo que aquí mismo, al pie de tu lápida,
te prometí que nunca, nunca, entraría otra mujer en mi vida… Pero creo que no voy a
poder cumplir mi promesa. No va a ocupar tu lugar: no puede, nadie puede ocupar
ese rincón de mi corazón. Pero quiero que sepas que la necesito casi tanto como te
necesitaba a ti cuando aún estabas conmigo. Créeme, no quiero herirte, pero necesito
saber que me permites terminar mis días su lado. Si no… Solo me quedará pedirte
perdón, porque quiero estar con ella y no puedo cerrar mi corazón a un deseo tan
nítido, puro e intenso como este. Sé que lo entiendes… Así que −como decía aquella
canción que tanto te gustaba: …«O me llevo a esa mujer, o entre los tres nos
organizamos… si puede ser»…

¿Qué me dices? ¿Te parece bien, Mamá?


ÚLTIMA VOLUNTAD.

−No toque a mi novia, señor presidente.

El alcaide se volvió hacia el hombre que acababa de pronunciar lo que se suponía


iban a ser sus últimas palabras. Lo miró detenidamente, casi con simpatía. No tenía
más de treinta años y había pasado los últimos doce de prisión en prisión, hasta que lo
pusieron en el corredor de la muerte. Desde entonces había vivido pendiente de que
una apelación aplazara un poco más el momento que, ya había asumido, tendría que
llegar. Una frase, un montón de palabras, siete en realidad, como si fuera un número
cabalístico que encerrara una gran verdad… o una enorme mentira.

Un hombre entró en la cámara y se enfrentó al prisionero sentado en aquella silla de


aspecto basto. Se le veía muy malhumorado. Se enfrentó al reo con tal cantidad de
rabia que se le escapaban salivazos al hablar

−¿Eso es todo? ¡Debería matarte ahora mismo aunque después me electrocutaran a


mí! −señaló al prisionero con un dedo que finalizaba una mano temblorosa por la
rabia contenida.

»¡Tienes un secreto y lo tienes que soltar antes de que te friamos, maldito bastardo!
¡Ojala me dejaran ser yo el que bajara la palanca! ¡No hay cosa que más desee en este
momento! −levantó el montón de papeles que tenía en la mano−. ¡Esto es tu última
oportunidad, maldito gilipollas!… −pareció relajarse un poco−. Escúchame… Puedes
pasar a la historia o ser un ejecutado más en la crónica de este estado. Le gente espera
de ti una verdad… quieren saber por qué lo hiciste… Para muchos ya eres un héroe.
¡Mataste al presidente¡ ¡Con dos pelotas!… Pero a minutos de tu muerte tienes que
darnos algo más… ¿Lo comprendes? −hizo un gesto amplio con la mano señalando a
los presentes−. ¿Qué ves ahí? −miró al guardia junto a la silla− .Quítele la máscara por
favor.

−Vamos fatal de tiempo… −respondió el verdugo casi en un susurro.

−¡Que esperen todos!−gritó otra vez−. ¡Aquí ahora mando yo!


−Lo siento señor director −musitó el guardia acobardado, mientras liberaba al reo de
la máscara.

El hombre parpadeó un par de veces antes de acomodar su vista a la luz de la cámara.

−¿Qué ves ahí? −repitió la pregunta el director.

El condenado no se molestó en mirar; sabía de sobra quienes estaban presentes para


ver su ejecución.

−Veo un montón de gente morbosa que espera ver cuánto voy a sufrir. Si contesto mal
qué me harán. ¿Me ejecutarán dos veces?

−Algunos lo harían si pudieran, no te quepa duda −respondió el director.

»Voy a responder yo mismo a la pregunta, aprovechando que no me pueden oír. Ahí


delante, repantingado en su silla, tienes a un abogado de oficio al que le importa un
bledo si vives o mueres: de hecho quiere librarse de ti cuanto antes. Tras él −señaló
con el dedo índice extendido−, está la primera Dama, ahora la primera viuda.
Tampoco sé si te admira o si te odia. Tiene más cuernos que una manada de búfalos,
pero los llevaba con dignidad teniendo en cuenta lo bien que vivía gracias a su amante
esposo… hasta que tú te lo cargaste. En el otro extremo, aunque no quieras verlos,
hay un par de ancianos; son tus padres, esperando un nuevo milagro en forma de
llamada telefónica. Cada uno tiene una razón distinta para estar aquí… pero todos
ellos tienen algo en común. Al igual que yo, que todos nosotros, quieren saber algo
muy simple: El “«porqué». Ahora… teniendo en cuenta que ya no tienes nada qué
perder, convéncenos de que tu ejecución es un tremendo error. Yo mismo escribí esto
−agitó de nuevo los papeles antes los ojos del reo−. Me ha costado mucho dignificar
tu muerte: no me hagas quedar como un idiota… ¡A ti ya te da igual!

El hombre se volvió y salió de la cámara. El verdugo cubrió de nuevo la vista del reo.
No olvido poner entre la cabeza afeitada y el electrodo una esponja natural,
humedecida en poco de agua y vinagre, pera que el contacto fuera íntimo y mortal.
Miró al alcaide y este pidió con la mirada permiso al director. Este asintió con un
gesto. A una señal suya una mano oculta abrió un micrófono conectado a un altavoz
para que. Ahora sí, los espectadores pudieran escuchar lo que se dijera dentro de la
cámara. La voz del alcaide comenzó a recitar la retahíla tantas veces repetida: Por el
poder que el estado me concede… Por fin, cuando terminó, se volvió a la silla y
repitió:

−¿Quiere el acusado decir sus últimas palabras?

Se hizo un silencio denso: Nadie podía ver la cara del reo, pero se adivinaba una
enorme lucha interior. El abogado, la viuda, los ancianos, el director… Todos
esperaban el momento de la confesión casi póstuma.

El condenado soltó un suspiro profundo, y casi masticando las palabras, gritó a la vez
que se adivinaban las lágrimas escapando de sus ojos…

−¡No toque a mi novia, señor presidente!

En la sala, todos sufrieron un escalofrío. Las siete palabras ahora habían sonado muy
diferentes a la primera vez. La Viuda explotó en lágrimas, igual que los padres del
reo… El abogado se sintió incómodo. Muy incómodo: El director se estaba
levantando de su silla cuando el preso gritó de nuevo con la voz desgarrada y cargada
de lágrimas:

− ¡No toque a mi novia, señor presidente!

El director reprimió un « ¡sí!» del fondo de su pecho, pero los demás no pudieron
contenerse. Se levantaron todos a la vez y comenzaron a aplaudir. El director tuvo que
poner un poco de orden tras gritar:

− ¡Corten! ¡A positivar!
EL MASÓN

Aquel hombre parecía realmente enfermo. Cuando le encontré, tirado en una cuneta
hubiera podido pasar por un saco de escombros arrojado por algún desalmado por
ahorrarse un viaje al vertedero. Aún no sé la razón por la que me acerqué hasta él y
pude salvarle de una muerte segura. Le llevé como pude hasta mi casa, en realidad
una vivienda temporal, cerca de Locronan en la Bretaña francesa. Apenas era una
cabaña de madera, aunque me había asegurado de que no faltara una buena chimenea
que me ayudara a superar con éxito aquel desierto de nieve que era el invierno
francés.

Puse un par de troncos para alimentar el fuego y descargué aquel cuerpo que había
transportado sobre mis propios hombros. Lo deposité sobre la alfombra tras
comprobar que no tenía nada roto. Mis conocimientos de medicina no iban más allá
de mis veranos de socorrista cuando era estudiante, pero me sirvieron para constatar
que no había huesos rotos. Tampoco se veían heridas abiertas y −aunque respiraba
con dificultad− no parecía tener fiebre. Necesitaba quitarle la ropa para ver el resto de
su cuerpo pero había un problema: apestaba. Fui hasta el cuarto de baño para
ponerme un par de guantes de látex. No me arriesgaría a tocarle con las manos
desnudas. No, mientras no recibiera un buen baño. Escuché un ruido proveniente de
la sala.

Volví sobre mis pasos y vi que el hombre estaba despierto. Había abierto un sucio
macuto y de él había sacado varias cosas. Me acerqué y ni tan siquiera se volvió a
mirarme. Le vi dibujar de forma frenética sobre un mapa en el que parecía mentira
cupiera un solo trazo más. Observé que tenía a su lado un libro que había envuelto en
papel de estraza. Era un libro antiguo, en francés, que recogía resúmenes de los
estudios de Palissy, según yo entendí en su título. Me llamó la atención un detalle. El
libro era realmente antiguo pese a mostrar un buen estado de conservación. Pude ver
en su lomo el número diez y nueve escrito en números romanos. Aquel ejemplar tenía
casi doscientos años. Alargué mi mano para tomarlo, pero el hombre reaccionó como
si hubiera pisado un cable pelado. Se abalanzó sobre el libro y no me permitió ni
siquiera tocarlo. Se arrastró con el libro entre los brazos hasta una esquina y me lanzó
una mirada enfermiza, de las que evidencian que en el interior de la cabeza de aquel
pobre diablo algo no funcionaba como era debido.

−La spirale!−grito tan fuerte que yo casi no le comprendía−. La spirale est la


réponse!… La solution!… Je suis très proche!… Très proche!…

Intenté tranquilizarle con mis mejores palabras y me temo que con mi peor francés,
porque cada vez que yo le decía algo él gritaba más alto. Intenté acercarme hasta él,
pero reaccionaba como si yo fuera a estrangularlo o algo peor. Sé me ocurrió un poco
de psicología inversa. Me levante del suelo y me moví hasta un aparador en el que
guardaba algunas botellas. Tomé una copa y me serví un coñac. No era de marca, pero
el invitado tampoco parecía muy exigente. Encontré también un par de bolsas de
almendras tostadas que abrí y serví en una fuente pequeña. Me senté a la mesa con mi
copa y me lancé con gesto exagerado un par de almendras a la boca. Las mastiqué tan
ruidosamente como pude; una camello no hubiera mejorado mis movimientos de
mandíbula. Mientras hacía esto no quitaba ojo a mi invitado. Intentó ignorarme, pero
al cabo de un par de minutos y varias almendras más le vi cómo pasaba la lengua por
sus labios resecos. Tomé una copa vacía del aparador y serví un poco de licor. Arrimé
la copa al extremo de la mesa más próximo a él. Hice lo mismo con las almendras.
Añadí al escenario una silla y le hice un gesto para que la ocupara. El hombre metió
todas las cosas con descuido en su bolsa mugrienta y se acercó poco a poco. Se sentó
en la silla mirándome de reojo. Alargó su mano hasta las almendras…

−¡Ejém! −solté con voz reprobatoria.

El hombre retiró la mano como si las almendras quemaran. Debo reconocer que en
fondo la situación era divertida. Dos veces más intentó acercarse a las almendra y en
todas ellas le detuve con un carraspeo. Puse de nuevo las almendras de mi lado de la
mesa. Él bajó la cabeza. Era un hombre mayor, quizás un anciano. Llevaba una larga
barba blanca muy descuidada y hacía muchos meses de su último corte de pelo. En su
cara, sucia como la de un carbonero, se encendían dos ojos azules tan claros que casi
hería mirarlos. Me estaba empezando a sentir mal, torturando a aquel hombre que ni
siquiera conocía, pero entonces él colaboró.

Abrió el macuto y sacó de nuevo el libro y lo puso sobre la mesa. Le quitó el papel de
estraza como quien quita la ropa a una amante y lo colocó junto a mí. Fui a tomarlo.

−¡Ejém!−ésta vez fue él quien carraspeó.

Levanté la mirada y me encontré con sus ojos y una sonrisa pícara asomando entre la
mugre. Lo acerqué el plato de almendras con una carcajada. Fui de nuevo a por el
libro.

−¡Ejém, ejém, ejém!… − me recordó que su copa aún estaba vacía.

No hablamos más.

Esa noche yo me terminé el libro sobre Palissy y él la botella de coñac. No sé quién


terminó peor de los dos.

A la mañana, previo paso por la bañera, el hombre había recuperado su color natural
y su aspecto de duende había tornado en una venerable ancianidad. Si no fuera por el
chándal que yo le había prestado −tres tallas mayor que él− se podría decir que hasta
tenía cierta hechura de sabio clásico. Pese a todo era muy difícil sacarle una palabra.
Le interrogué sobre el libro de Palissy, que él ya había recuperado y guardado en su
sucio macuto,pero no obtuve ninguna respuesta. Siempre repetía lo mismo una y otra
vez.

−La spirale! L'hélice! ... Serpent! ... La solution!

Y no había modo de sacarle de ahí.

El libro no me había dado respuestas. Era una recopilación primorosa de parte de la


obra escrita de Bernard Palissy, ceramista y geólogo, y uno de los primeros en intentar
entender el misterio de los fósiles. También era protestante lo que le concedió el honor
de morir abandonado en una celda cuando ya era un anciano. En el libro se hablaba
de los procesos, casi alquímicos para la época, con los que conseguía porcelanas
blancas como la nieve o policromías como nadie había sabido crear hasta entonces.
Pero una gran parte de aquella recopilación era un estudio sobre las conchas de
diferentes animales marinos, extintos o no, al que no dí más importancia que al interés
de aquel artista por adornar sus creaciones con motivos naturales. Lo cierto es que
dedicaba muchas páginas a reproducir con minuciosidad las conchas de las amonitas
y la de los modernos nautilos. Por todas partes se veían anotaciones, casi todas
referentes a traducciones de los nombres del latín a las versiones más modernas de los
idiomas actuales. Los diferentes tipos de letras y los utensilios usados para escribir,
mostraban a las claras que aquel volumen había pasado por muchas manos a lo largos
de sus casi dos siglos de existencia. Había, trazos de pluma y tintero, de lápiz,
bolígrafos y hasta textos obtenidos con una imprentilla manual. Pero lo más curioso
del libro era que tras dedicar la mayor parte del texto a las láminas y explicaciones de
los diferentes animales con concha, terminaba con el dibujo de una babosa de tierra.
Un limaco.

Pregunté a mi visitante por ese extremo y sus ojos se encendieron como dos
luciérnagas. Se puso de pie y comenzó a bailotear por la sala mientras repetía una y
otra vez: Enfin quelqu'un qui semble comprendre! Merci à la Providence de sortir
de les idiots!, a la vez que movía su cuerpo como si hubiera metido los dedos en un
enchufe.

Le pregunté de todas las formas posibles qué era lo que yo empezaba a comprender y
quienes eran aquellos idiotas de los que la divina Providencia le estaba alejando, pero,
lejos de prestarme ninguna atención, tomó de nuevo su bolsa y esparció su contenido
sobre la alfombra. Vi de nuevo el libro en su envoltura, el mapa lleno de líneas y sus
restantes escasas pertenencias. Se detuvo y me miró a los ojos. Se levantó dejando la
bolsa y trazó con su índice en el aire un ángulo con el vértice hacia arriba y al
momento otro en la posición opuesta.

La cara de idiota que se me quedó debió ser antológica. Aquel parias comenzó a reír
como si le estuvieran haciendo cosquillas. No pudo parar hasta que las lágrimas se le
escaparon mientras le goteaba la nariz. Después de un buen rato miró al cielo:

− N'a pas d'importance!

Tomó el mapa del suelo y lo extendió sobre la mesa. Era una mapa antiguo, aunque no
tanto como el libro. Me fijé en las líneas que aquel hombre había trazado. Estaban
pintadas, borradas y vuelto a repintar un montón de veces: unas sobre otras con
ligeras variaciones entre ellas. Igual que el libro, el mapa, estaba lleno de apuntes de
diferente puño y letra. Estaba seguro que si un forense peritara aquel documento y el
libro encontraría que en el paso de los últimos años las mismas personas habían
llenado de glosas los márgenes de uno y otro. En cualquier caso el resultado era el
dibujo de una espiral bastante irregular. Faltaban un par de espiras para poder saber
cuál era su origen… o su final. Dado que la espiral no era perfecta no era posible
predecir un punto exacto. De todos modos era una espiral sin duda alguna, y eso
explicaba parte de los delirios de mi invitado cuando lo recogí de una cuneta.

En varios puntos del mapa había dibujos que se correspondían con las láminas del
libro de Palissy. Parecían determinar lugares concretos. En el centro estaba reflejada la
misma babosa que cerraba el libro.
En ese momento caí en la cuenta de que aún desconocía el nombre de mi excitado
amigo. Se lo pregunté mientras el me señalaba frenéticamente el limaco en el mapa
dando rítmicos golpecitos con su dedo índice.

−Lou Massón −me respondió sin dejar de toquetear el mapa.

−¡Encantado, Lou − tendí mi mano suponiendo que se llamaría Louis o algo parecido.

− Je ne me appelle pas Lou! Oh mon Dieu! Il peut être plus stupide?−respondió más
contrariado que enfadado.

Iba a protestar por haberse atrevido a llamarme bobo, pero él no me dio tiempo:

−Ce est le «lumasson»! Mon nom n'a pas d'importance!−dijo con un gesto negativo
de su mano−. «Limace»…«Lumason»… Vous ne comprenez pas? No lumasson:
Mason Lu… «Albañil de Lu»−pronunció por fin en castellano.

Me encantaría decir que con eso quedó todo aclarado, pero mentiría. En honor a la
verdad lo del «Albañil de Lu» me dejó aún más confundido que antes. ¿Qué me
quería decir aquel hombrecillo?

Volví la mirada al mapa y me fijé en un detalle. Todos los puntos importantes que
trazaban aquella espiral se correspondían con pueblos franceses cuyo nombre
empezaba con la letra «ele».

− «Ele» de Lu− dijo sin dejar de mirarme−. «Ele» de Locronan−remató la frase con
gesto satisfecho.

Está como un cencerro pensé mientras me comenzaba a arrepentir de haberlo


recogido de la cuneta el día anterior. Pero le presté atención una vez más. Me estaba
diciendo que el limaco, limace en francés, toma su nombre del transporte a dicha
lengua de «El albañil de Lu» que se traduciría como «Lumason».

Miré de nuevo el mapa y empecé a atar cabos. Lumason es el único caracol sin
concha, porque su concha,según la teoría de mi ínclito invitado, está trazada sobre el
mapa de Francia, donde describe una espiral que a su vez está definida por diferentes
poblaciones cuyo nombre comienza por «ele»: Lyon, Luz–Ardiden, Limoges, Loches,
Lannion, Landernau, Lampaul–Gimiliau… Desde los Pirineos hasta Normandia,
poblaciones, comunas e incluso lugares ya desaparecidos trazaban aquella curva.
Irregular, rota en algunos puntos, pero sin duda alguna una espiral perfectamente
definida. Todos aquellos lugares guardaban en su inicial la adoración a Lu, fuera
quien fuera el tal Lu, sobre quien no había oído hablar en mi vida. En cualquier caso
quedaba claro que la imagen de Lumason, la babosa, coincidía con Locronan, lugar en
el que nos encontrábamos en aquel momento. Como si me hubiera leído el
pensamiento, mi visitante tomó un lápiz y señaló Locronan en el mapa. Como por
ensalmo todo cobró sentido. Los puntos que quedaban inconexos sirvieron de hitos
para trazar la última curva. No había duda. Era un punto no muy alejado de Locronan
el destino del viaje de aquel hombre… y del mío, porque yo acababa de decidir que le
acompañaría a ver qué era eso tan importante que le había hecho recorrer toda Francia
hasta situarle al borde del abismo de la locura.

− Demain nous irons. Ce est le jour choisi! −dijo sin disimular su alegría.

Por mi parte me pareció perfecto que mañana fuera el día elegido. Me daría tiempo a
prepararme y a dejar resueltos un par de asuntos de índole personal.

Tras almorzar, mi compañero mostró claros síntomas de cansancio. Me pidió que le


acercara el macuto y de un bolsillo extrajo un frasco de pastillas. Era un potente vaso
dilatador. Comprendí que aquel hombre estaba muy enfermo. Padecía sin duda una
insuficiencia cardiaca y dada su edad en cualquier momento podía tener un problema
serio. Sólo esperaba que no se me muriera en casa.

Mientras el descansaba, abrí mi portátil e inicié una búsqueda para recabar


información sobre el tal Lu. Casi todos mis intentos terminaban en una conocida
fábrica de galletas. Si introducía el término «historia» me aparecía la historia de la
fábrica, si introducía la palabra «Francia» me ocurría otro tanto. Tuve que discurrir un
poco antes de que se me ocurriera unir «Lu» y «Mitología». ¡Bingo! ¡Lo tenía!

Me perdí durante unos minutos entre paranoicos hablando de hombrecillos verdes y


sesudos documentos sobre la escritura cuneiforme antes de llegar a una explicación
fácil de comprender. Lu era el primer hombre, Para algunos un líder y para otros un
símbolo del hombre original, mejor dicho, el hombre primordial. Algo así como el
primer ser creado por los dioses para servirles. Me abstraje lucubrando sobre la escasa
originalidad de las religiones. Todas estaban cortadas por el mismo patrón, empeñadas
en demostrar que el hombre es la obra maestra de dios, del dios de turno, para
después aceptar que fue creado como esclavo y sirviente. Intenté que la red me
ofreciera información sobre cómo conectar a Lu con los albañiles, pero no encontré
nada. Alguien habló a mi lado.

−Visite l'intérieur de la Terre et en te rectifiant tu trouveras la pierre cachée.

Me acababa de llevar un susto de muerte. Estaba tan envuelto en la búsqueda que no


había oído levantarse a mi invitado. Ante mi cara de desconcierto tomó el ordenador y
tecleó con una habilidad inesperada la frase que acababa de decirme en francés. Al
momento apareció una página web sobre la francmasonería. La frase era una de las
explicaciones dadas para el anagrama «VITROL» en el latín original: «Visita el centro
de la tierra y rectificando encontrarás la piedra escondida».

Tomó de nuevo el mapa que aún seguía sobre la mesa y señaló de nuevo el dibujo de
Lumason.

El asunto me estaba empezando a superar, pero mi curiosidad era tal que no podía
abandonar lo que para mí ya se pergeñaba como una aventura en el mundo del
espíritu. Sin embargo, aún había demasiadas cortapisas.

− Lo lamento −comenté sintiendo una sincera desilusión− Soy ateo. Ni creo en dios
alguno ni pertenezco a ninguna organización religiosa…

− La franc–maçonnerie ne est pas une religion! −contestó como si le hubieran herido


con un látigo−. Nous cherchons seulement la vérité!

− Bueno −repuse−, respecto a eso podríamos decir que todas las religiones dicen
buscar la verdad…

− Non, vous avez tort. Religions prétendent posséder la vérité. Nous la cherchons. Ce
est très différent!

Se levantó de la silla y se dirigió de nuevo al cuarto que le había asignado.

−Vous devriez vous reposer. Demain, nous allons commencer très tôt.

Cerró con un portazo.

Me acerqué hasta la puerta y le grité desde fuera:

−¡Muy bien, viejo loco! ¡Me voy a descansar! ¡Pero que sepas que tampoco soy
masón!
Abrió la puerta a tal velocidad que pensé que me había estado esperando.

−Oh… Oui, vous êtes! Je ne sais pas parce que vous n'êtes pas un Initié! −y dio un
nuevo portazo.

Me quedé pensando qué quería decir con eso de que yo era masón pero no lo sabía.
Aquel hombre era un saco de sorpresas.

Con todo eso en la cabeza decidí que tal vez tuviera razón y fuera mejor descansar.

A la mañana siguiente no había dado las seis cuando me levantó de la cama. Corría de
punta a punta de la casa como cuando liberas a un perro atado. Se puso y se volvió a
quitar la chaqueta media docena de veces. Lo mismo hacía con el macuto, que pasaba
de su hombro a la silla o al suelo cada ocho segundos más o menos. Yo desayuné tan
tranquilo como pude mientras él se movía alrededor de mí como un enjambre de
avispas.

El día era propio de la entrada del invierno. La humedad flotaba en el ambiente en


forma de aguanieve y los caminos aún estaban helados y oscuros. No llevábamos
ninguna brújula ni instrumento de orientación alguno, pero él caminaba con
seguridad. De vez en cuando sacaba una libreta y consultaba algunas notas. No le vi
dudar ni una sola vez. Ese mismo día comenzaba el invierno y no sé por qué, yo tenía
la impresión de que la fecha era importante. Caminamos durante horas, solo
deteniéndonos a beber un poco de café caliente que yo había preparado y a comer
unos brioches congelados que había horneado. El hombre miraba la hora y sonreía
satisfecho. Todo parecía ir bien.

Al filo de las once de la mañana, y ya metidos en el corazón de un bosque de pinos, se


detuvo. Lanzó miradas a su alrededor deteniéndose de cuando en vez. Estaba sin duda
buscando algo. De repente, lo vio.

Corrió hacia unas rocas y limpió parte de la nieve con su mano desnuda.

−C'est ici!−gritó emocionado.

−¿Qué, qué está aquí?−pregunté molesto por sentirme en desventaja.

No me contestó, ni hizo falta. En la roca había un relieve. Estaba deteriorado pero se


adivinaba una «ese» y una luna en menguante.
−l'esprit! −dijo.

Corrió en otra dirección e hizo lo mismo un par de veces más, encontrando una letra
«a» sobre un sol y una «c» sobre lo que parecía un cubo rodeado de estrellas.

−L'âme et le corps! −dijo emocionado.

El espíritu, el alma y el cuerpo… Me ahorré un comentario bastante ácido sobre el


asunto de las religiones.

El hombrecillo comenzó entonces a buscar una posición equidistante a las tres rocas
grabadas. Se movía paso a paso y miraba con cierta frecuencia al suelo. Había una
gruesa capa de agujas secas de pino bajo la nieve, así que no tuvo más remedio que
ponerse a escarbar. No pude evitar encontrarle cierta similitud con un duende cavando
debajo de una seta. La verdad es que la luz que se había encendido en su mirada
dejaba bien claro que lo que estaba haciendo era muy importante para él. Ya ni tan
siquiera hablaba. Cavaba con tal celo que me temí que su corazón no lo soportase.
Soltaba pequeños gruñidos que no supe calificar como de satisfacción o como de
dolor. Tenía las manos llenas de corte producidos por el hielo y las piedras y sangraba
por varios puntos, pero no dejó de escarbar hasta que encontró lo que buscaba. Dejó
de cavar. Miré por encima de su hombro.

Hubiera creído que me estaban gastando una broma si fuera porque no tenía a nadie
para reírse a mi costa. Aquel hombre había descubierto una losa enterrada y en ella
estaba grabada una espiral irregular, a primera vista idéntica a la del mapa. Me
interrogó con la mirada. Solo moví la cabeza en gesto afirmativo demostrando mi
admiración. No sabía cuántos años había empleado aquel hombre para llegar hasta
allí, pero me daba la impresión de que en la práctica había empeñado toda su vida en
ello.

Media hora más tarde habíamos despejado la losa. Parecía una lápida, pero no me
cupo la menor duda de que no se trataba de eso. Era claramente una puerta. Recordé
lo que había dicho aquel hombre: «Visita el centro de la tierra y rectificando
encontrarás la piedra escondida».

¿Era acaso la entrada al centro de la tierra? No quise especular más.

En el centro de la espiral había un pequeño hueco circular. Lo limpiamos con cuidado.


El hombre entonces se quitó una colgante del cuello. Era una pequeña pieza de
cerámica circular con un compás y una escuadra cruzados, pero con la peculiaridad de
que en el centro tenía una piedra de color verde, casi transparente.

Miró al cielo mientras desmontaba el enganche que unía el disco a la cadena y dijo,
casi con resignación:

−…il est temps…

En ese momento las nubes se apartaron y un sol radiante apareció justo sobre nuestras
cabezas. Colocó entonces el disco en el rebaje de la losa y ocurrió algo increíble.

Al incidir la luz en la gema del disco, se iluminó como una bombilla. Comenzó a girar
dentro de su bajo relieve como si se tratara de la combinación de una caja fuerte.
Sonó un ruido seco, como un chasquido. Juro que sentí moverse el suelo bajo mis
pies cuando la losa cayó a plomo en el interior del hueco que había debajo. Un intenso
olor a humedad escapó de aquella fosa. Me asomé con precaución. Una escalera de
mano se perdía en la oscuridad. Reconozco que estaba asustado. Muy asustado. Miré
de nuevo a aquel hombre. No sabía quién era, ni por qué lo había recogido de la
cuneta. Solo sabía que aquello era lo que tenía que hacer. Puso su mano sobre la mía
y con la mirada me lo dijo todo. Había llegado su momento.

− No tengo un nombre que te pueda interesar, ya te lo dije− habló en claro castellano−


Pero puedes llamarme Moisés si te place…

− ¿Lo dices porque nunca verás la tierra prometida?− le pregunté intuyendo que la
vida se le escapaba a chorros.

Una vez más guardó silencio. Abrió el macuto y me entregó el libro. Se recostó contra
el tronco de un pino y me miró sonriente. Después cerró los ojos y haciendo de la
muerte un acto natural, se fue.

No había marcha atrás. Inspiré con ansia el aire fresco de la montaña y comencé el
descenso por aquella escalera. No tenía ni una idea aproximada sobre cuánto tendría
que descender. Conforme iba bajando, el aire era cada vez más pegajoso. Crucé
telarañas, manojos de raíces que parecían seres animados y mis manos resbalaban a
veces sobre una substancia viscosa que cubría los peldaños. Miré hacia arriba y me
sorprendió ver las estrellas, aunque pronto comprendí que se debía al hecho de estar
bajo tierra y sólo percibir una pequeña viñeta del cielo. Justo en el centro del campo
de visión una estrella lucía más que el resto. Por desgracia no supe identificarla.
Había perdido la noción del tiempo. Sobre mí la apertura de la fosa no era más que un
rectángulo del tamaño de un sello de correos. Por fin toqué el suelo.

Busqué en mi mochila un pequeño encendedor que siempre me acompañaba en las


excursiones. A su escasa luz, pude ver un manojo de antorchas en el suelo, así como
yesca y pedernal. Por fortuna no me haría falta encender un fuego de aquel modo:
estaba seguro de no lograrlo. Tras varios intentos fallidos logré prender una de las
teas.

A mis pies estaban los escombros de la losa que había cerrado aquel lugar. Un túnel se
extendía frente a mí hasta terminar en una puerta de madera cuajado de inscripciones
que no entendí. Sin aviso alguno, la puerta se abrió y una potente luz escapó de la
dependencia que se encontraba tras ella. Me costó unos segundos adaptar mi vista a la
nueva condición. El lugar era realmente impresionante. Una enorme sala cilíndrica,
quizás de más de cien metros de altura con varios balcones en sus laterales. Por ellos
se movían varias personas todas vestidas como para acudir a una recepción en la
embajada. Pero eso no era lo más importante. Aquella sala tendría unos cincuenta
metros de diámetro.

−Surpris? Peut–être que ce ne est pas ce que je attendais à trouver…

Me volví hacia la esa voz. Era un hombre anciano, pero con una inusitada frescura en
sus ojos y en su voz.

− –Los siento−me disculpé−. No entiendo bien el francés…

−Je suis désolé, mon ami… Lo lamento, espero disculpe mi falta de tacto. Pasamos
tanto tiempo aquí que nos olvidamos de que existe un mundo fuera de esta sala. Mi
nombre es Jules Larocque −dijo jovial, mientras me tendía su mano−. Creo que tiene
algo para mí −dirigió su vista al macuto.

Supuse que se refería al libro que con tanto mimo había cuidado Moisés. Abrí la bolsa
y se lo entregué. Él vio en mi cara el reflejo de la curiosidad.

Retiró la envoltura con reverencia y cuando el libro mostró si interior, los ojos de
Jules se iluminaron.

− C'est super! Durand, viens ici! C'est magnifique!

Apareció otro anciano, supuse que se tratada del tal Durand, y le quitó el libro de las
manos a Jules. La alegría que mostraba aquel hombre me parecía exagerada. Poco a
poco se fueron juntando más curiosos alrededor del libro. Todos festejaban su llegada
como si hubiera nacido el mesías allí mismo.

−Estamos siendo muy descorteses con nuestro invitado −intervino Jules elevando la
voz sobre el alborozo de todos ellos−. No nos olvidemos que él nos ha traído el libro.

−¿Por qué es tan importante esté libro?−pregunté cuando por fin hubo silencio−. Lo
he estudiado una noche entera. Aparte de lo antiguo no tiene nada especial.

−Se equivoca, mon ami −terció Durand−. Todos los libros son especiales: observe.

A un gesto suyo la sala se llenó de luz. No lo podía creer. Todas las paredes de aquella
estancia estaban cubiertas de estanterías. Tenía que haber miles, quizá millones de
libros en aquel lugar.

−Usted es una amante del saber −dijo Jules− Sabe con certeza que saber, conocer,
aprender o comprender son las cosas que nos mantienen vivos. Ha conocido a
Moisés, no se preocupe −dijo a ver mi gesto de asombro−. Nos hemos encargado de
sus restos. Eligió ese nombre porque es el nombre de un guía. El nos nutre de
personas que aman el saber, de aquellos que pueden continuar nuestra obra. ¿Ve usted
este libro? −señaló al ejemplar que yo había traído y que ahora estaba en las manos de
Durand−. Es el último que queda. Palissy nos dejó un mensaje en él.

−¿Qué mensaje? −pregunté de nuevo mordido por la curiosidad.

−Ese es nuestro trabajo a partir de ahora −dijo Jules con una sonrisa−. Tenemos que
desmenuzar sus palabras una a una, entender las mil combinaciones que Palissy pudo
usar y, cuando lo logremos, guardaremos una copia de su mensaje hasta que llegue el
momento de comunicarlo al mundo.

¿Me está diciendo que ustedes tienen mensajes dejados en los libros? ¿Mensajes tan
complejos que no estamos preparados para entenderlos?

−El hombre siempre ha sabido cosas demasiado terribles para ser contadas − intervino
Durand−. El conocimiento en manos de un ignorante es más aterrador que la propia
ignorancia. Créame: hay cosas que es mejor no contar. Estos hombres −señaló Con un
gesto amplio la sala−, nos dejaron su saber oculto en las letras. ¿Se ha fijado alguna
vez en que los grandes científicos siempre han sido a su vez profundos pensadores?
Aquí podrá leer el auténtico mensaje de Newton, las advertencias de Darwin, el
testimonio real de Lovecraft o las tremendas tensiones internas que tuvo que superar
Theilard de Chardin.

− ¿Quiere decir que todos ellos eran masones? −no quería quedarme con la duda.

− Unos sí y otros no; ¿Acaso eso importa? Nosotros −señaló a sus acompañantes−
,buscamos el conocimiento. Queremos creer que la atención, la reflexión y el diálogo
son el pan de la especie humana. Si usted está de acuerdo con nosotros, ¿Qué importa
si está iniciado o no? Nuestros caminos parecen opuestos ahora, pero nunca olvide
que incluso dos rectas paralelas terminan por unirse en el infinito. ¿Es consciente de
lo que le rodea ahora mismo?

No pude evitar que mi vista se perdiera en las alturas en aquella torre de Babel
invertida. ¿Qué no habría en esas estanterías?

−¿Sabe que Sócrates no nos dejó nada por escrito? −me preguntó Jules.

−¿Me quiere hacer creer que tienen textos de Sócrates? −respondí incrédulo.

Jules se limitó a encogerse de hombros con una sonrisa pícara en sus ojos.

−¿Qué quieren de mí?−pregunté ansioso por saber qué iba a pasar a continuación.

−Queremos torturarle el resto de sus días. Sí, no se asuste. Queremos obligarle a leer
la obra ignota de Nerón, Las crónicas supuestamente apócrifas de Cleopatra o las
conclusiones de Einstein… −Me miró a los ojos antes de continuar−. ¿Qué me dice?

Debo reconocer que aún dudaba. La oferta era maravillosa, pero toda aquella gente
me parecían seres de otro mundo.

−¿Tal vez el Evangelio según Judas? No crea que todos los apóstoles estaban de
acuerdo con Jesús. Algunos pagaron con su vida el que se pretendiera centrar toda
una revolución en una sola persona, claro que ya sabe cómo actúan las mafias. «Que
parezca un accidente» − dijo con la voz de Marlon Brando interpretando a Vito
Corleone.

−Está bien, está bien −me parecía imposible que fuera yo el que estaba hablando−.
¿Qué quieren de mí?
−Su trabajo − respondió Durand−. Hay más sitios como este. Algunos aún están
cerrados, enterrados, escondidos. La única forma de hallarlos es buceando en los
libros que ellos nos dejaron. Por eso los almacenamos todos. Hoy hay enigmas que no
podemos responder, pero tal vez alguien en el futuro sí pueda. Si acepta, le mostraré
cuál será su primera misión.

Por supuesto que acepté. En cuanto tuvieron mi palabra de colaborar me dirigieron al


centro de la sala. No me había fijado, pero había una escalera descendente, una
escalera de caracol. No sé cuantos metros bajo tierra alcanzamos, pero al final había
una sala pequeña en forma de domo. En el techo leí la frase que Moisés me dijo el día
anterior frente a mi portátil:

«Visita el centro de la tierra y rectificando encontrarás la piedra escondida»

Había un pequeño atril y sobre él un libro.

−Muchos se han equivocado a lo largo de la historia −dijo Jules a mi espalda−. La


piedra no es tal. No es una roca. «Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» ¿le suena?

−¿Es eso una biblia? −pregunté desencantado.

−¡Por supuesto que no!−Jules parecía ofendido− .Todas las religiones tiene un texto
sagrado. Este no es sagrado: ¡Este es cierto!

−Pedro significa piedra –aventuré.

−Pero Pedro se llama «Cephas» que quiere decir «cabeza». Haga usted las conexiones.

− ¿Cuál sería mi primera misión?

No sé cuántas respuestas podrían existir para esa pregunta. Solo obtuve una. Creo que
no existe una mejor.

−Alejandría −dijo Jules sin sombra de duda.

Era imposible decir que no.


LA CARTA.

Los días pasan lentos, arrastrando cada uno su mortaja cuando el sol se oculta, pero tú
sigues ahí, fiel a los recuerdos y al amor de tu vida. Él se fue, no tenía más remedio.
Tú sabías que se había olvidado de ti hacía años, muchos años. Que ya no te
pertenecía. ¡Qué duro fue sentarte a su lado y sentir como no eras nadie para él, poco
más que un bulto incómodo con el que compartir el asiento! No se despidió. Ayer
estaba contigo y hoy ya no está. Se ha marchado llevándose las pequeñas esperanzas
que tú guardabas en un rincón secreto de tu corazón. Cierto que sabías que no era
tuyo, que no tenía dueño, que no era de nadie, pero al menos sabías que estaba cerca
de ti, sentías su presencia y te enamorabas cada día un poco más. Sin embargo era
inútil. Aunque te cruzaras a propósito con su vista, eras transparente para él.

Tal vez en el fondo sea mejor. Sabes que nunca va a volver. Ya no tienes que sufrir
por la duda. La realidad es cruda, muy cierto… pero inmutable.

Te sientas frente al espejo con la intención de mortificarte un poco más. Te sientes


culpable de pretender olvidarlo. Se ha marchado y se lo ha llevado todo, excepto los
recuerdos que duelen, los que te arañan el corazón y se ensañan con tus pobres
sentimientos. ¡Ay, María! te compadeces. ¿Cuándo perdiste la luz de tus ojos, aquella
que rivalizaba con el mar? ¿Dónde está aquella mirada del color de las mareas que
paralizaba a los hombres que se perdían en tus pipilas? También él se la llevó. Te
preguntas por qué si está tan lejos, todo es aún tan suyo, por qué todo huele a él, sabe
a él… Por qué todo suena como sonaba él. No necesitabas verle para saber que estaba
cerca, ¡lo presentías! Aunque él te ignorara totalmente.

El día se ha rendido, todos los atardeceres lo hace. Se abandona a la suerte de la


noche. Como tú.

Al amanecer alguien llama a tu puerta. Te cuesta acudir. El vacío es más difícil de


cruzar que el propio infierno. ¡Es tan denso, tan desolador!… Al acercarte a la puerta
ves que alguien ha deslizado una carta por debajo. Abres pero no ves a nadie. El sobre
ha quedado boca abajo en el suelo. Lo tomas y le das la vuelta. Sientes un chispazo en
todo el cuerpo. ¡Es su letra! ¡La reconocerías entre miles! Al mover el aire te llega su
perfume, o al menos eso quieres creer. Tal vez es una ilusión, pero para ti es tan real
como tu misma existencia. Te pones nerviosa, quieres leerla y a la vez sientes pánico.
Estás confusa. Decides hacer las cosas con tranquilidad. Vas a la cocina y te preparas
un café. Veamos: El agua a punto de hervir, dos cucharadas generosas de café molido,
una puntita de achicoria… ¡Perfecto! Ni leche ni azúcar, pero eso sí: hay que darle
vueltas con una cucharilla porque, como le oías decir a él, no sabe igual si no lo
mueves.

Tomas el sobre, lo acaricias mientras piensas que una vez su piel estuvo en contacto
con ese papel. Sabes que al abrirlo escapará su aliento allí contenido, que nunca habrá
una segunda vez, pero ¿Qué esperabas? No hay paz para los abandonados. Dejas que
tus ojos disfruten de su letra, algo redonda para ser de un hombre, pero es que él tenía
ese lado tan femenino en ocasiones, ¡tan dulce! Te decides a leer la carta. Te tiemblan
las manos y te dices a ti misma « ¡Qué tonta!» mientras una risa nerviosa se va
alternando con las lágrimas. Las dos primeras palabras te destrozan, te retuercen el
ánimo como si fuera un olivo. «Querida María». ¿Es posible? te sorprendes, ¿Querida
María? Sí, María ¡Sí! Es a ti a quien están dirigidas esas palabras tan simples y tan
profundas a la vez. Sigues leyendo.

»Esta carta no te la escribo yo. Al menos estoy seguro de que no sé quién soy ahora
mismo, cuando tú has abierto este sobre, ni dónde estaré. Le pedí a un amigo que
te la hiciera llegar si se daban las circunstancias, y parece que así ha sido.

»He querido hacer mi propia máquina del tiempo, por eso esta carta es mi
despedida, aunque ahora mismo te esté viendo frente a mí. Sé que esta noche te
abrazarás a mí, como todas las noches desde que nos conocimos, cuando
pensábamos que necesitaríamos media vida para recordar cada instante
compartido, cada beso y cada caricia. Era solo un sueño, una fantasía que se acaba
de quebrar, porque ahora mismo, mientras te veo, estoy comenzando a olvidarte.
Cada vez tengo menos de ti y menos de mí. Sabes que una mañana te miraré a la
cara y no sabré quien eres nunca más. Por eso quiero dejar claro de una vez por
todas que te quise, te quiero y te querré. Por desgracia no puedo decir que nunca te
olvidaré, porque ya lo estoy haciendo, y te juro que olvidarte es más castigo que
morir. Me aterra la idea de que la muerte no reverdezca los recuerdos. De tener que
pasar la eternidad sin saber de ti. Tal vez sea ese mi infierno particular; vivir en el
permanente olvido.

»Eres la mujer de mi vida. Es tan simple como tu nombre: María. El nombre que
suena a música en mis oídos, aunque llegará un momento en el que no lo pronuncie
nunca más.

»Me voy, me estoy yendo ya, poco a poco. Quiero pedirte perdón por haber
amargado tu vida, por no poder cumplir nuestros sueños, por todo lo que te haya
hecho y por todo lo que te voy a hacer sufrir.

Perdóname Amor mío.

No puedo dejar de quererte.

¡Pobre María! Tú que has llorado hasta secar el mar de tus ojos, hasta pensar que ya
no te quedaban lágrimas, y ahora dos hilos de amargura corren por tus mejillas. Las
últimas lágrimas, las que queman como ácido, las que son el equivalente a vomitar
bilis cuando ya no queda nada que vomitar.

Miras su firma, ensortijada como los zarcillos de los guisantes de olor que plantabais
cada año en tu jardín. Conoces cada curva de su rúbrica como él conocía cada curva
de tu cuerpo.

Y ahora es cuando te fijas en la fecha. Quince de diciembre. Recuerdas un día gris de


lluvia mansa, cuando él llegó a casa y te dijo que tenía que contarte algo. Venía del
médico.

Le habían diagnosticado Alzheimer.


HALLOWEEN.

La soledad me mata. Si, lo reconozco. Frente a los demás me hago el ermitaño porque
queda bien, es una pose que me ha dado un cierto grado de «enigmático» frente a mis
amistades. Lo que no saben es que esas noches en las que ellos creen que estoy
disfrutando de la mejor compañía del mundo, la mía, en realidad estoy vaciando una
botella tras otra, chapoteando en mi propio vómito o durmiendo en el suelo del cuarto
de baño con la cabeza metida en el inodoro. Ellos me imaginan frente a mi ordenador,
escuchando música clásica mientras en mis manos templo con delicadeza una copa
balón terciada de brandy. Si... La copa está ahí, la veo. Me la regalaron esos amigos
que piensan que soy un escritor por el mero hecho de que leyeron un libro mío. ¡Me
mondo de risa! Una tirada de cien ejemplares de los cuales yo mis regalé casi sesenta a
amigos y amistades. Me acaba de llamar el editor. Me dice que le estorban los que
quedan y que antes de tirarlos me los deja a precio de coste. Le he dicho que sí, que
me los guarde. Ya veré qué hago con ellos.

Miro casi con obsesión mi teléfono móvil. He comprobado mil veces si funciona
aunque supiera la respuesta de antemano. Todos mis amigos se han reunido hoy en la
cena de Halloween. Me llamó Sonia y me soltó lo de «ya sabemos que a ti te gusta
estar solo, pero bueno… Nosotros ya sabes… ¡Somos normales…!» La misma mierda
de siempre. Soy el esclavo de mi personalidad. Me encantaría estar con ellos y montar
un jaleo épico, de los de terminar bailando como el pariente pelma de las bodas, con
los pantalones metidos en los calcetines y la corbata en la frente como si fuera una
cinta para el pelo. Pero no. Soy el escritor, el intelectual… Lo que no saben es que si
no fuera por la fortuna que me dejó mi padre, el diablo y él estarán haciendo buenas
migas, hace tiempo que habría muerto de hambre. Soy un fraude ¿Por qué? Porque
puedo. Y si tú no puedes que te den.

Escucho la máquina de escribir que desgrana los últimos párrafos. Tengo una
secretaria que pasa a máquina, si a máquina, lo que escribo en el ordenador o, a veces,
le dejo grabado de viva voz. Hasta en eso miento. A las visitas les hago creer que
escribo a la antigua usanza, en la mesa de mi enorme despacho con mi bata de seda y
mi habano tiñendo el aire con su perfume azul. Lo confieso. Odio los cigarros. Para
mí es como sorber del tubo de escape de una moto, pero de eso soy también esclavo.
Cada cumplamos, cada navidad, me llegan un par de cajas de puros habanos, de los
caros: los odio.

El carillón de más de un siglo que tengo en la entrada dice que son las siete. La
mecanógrafa me ha pedido permiso para salir un poco antes porque necesita tiempo
para disfrazarse. La veo venir hacia mí con varios folios en la mano.

−Ayer tuvo un día inspirado −me dice sonriente−. ¡Cinco mil palabras!

−Me visitó una musa especial −respondí más pedante que nunca mientras recordaba el
buen rato que pasé con una prostituta a domicilio−. Espero que hoy también me visite
−no bromeaba: estaba pensando en llamar para pedir un poco de compañía.

−¿No va a salir? −me miró sorprendida.

−Sabe usted que no −me metí de nuevo en mi maldito alter ego−. No me gustan esas
diversiones de diseño. Mi noche perfecta es a solas con las letras −mentí como un
bellaco.

−¡No me lo puedo creer! ¿Y por qué no organiza usted una fiesta a su estilo, de las
que le gusten? −me preguntó con una expresión ten inocente que por un momento me
pareció hasta de burla.

−Sinceramente −respondí−, no se me había ocurrido.

−¡Pues hágalo! ¡Aún es pronto! Seguro que está a tiempo.

−No, querida, mis amistades, los intelectuales no tenemos amigos, sólo amistades,
tienen sus compromisos. Además ya sabe que no soporto las multitudes…

−Invite solo a uno −me dijo con toda la naturalidad del mundo− ,¡Venga, haga la
prueba!

Debo reconocer que me estaba tentando. Nada me apetecía más que una juerga, pero
eso supondría desmontar en parte la personalidad que me había costado tanto tiempo,
y dinero, construir a mi alrededor. Se lo iba a decir cuando ella soltó algo inesperado.

−¡Invíteme a mí!
−¿Cómo?

−¡Anímese! Vamos a hacer la prueba ¡Verá cómo sale bien!

−Pero usted tiene hoy compromisos…

−Usted lo ha dicho: Compromisos. Me ha invitado un amigo que anda loco por que
sea su novia. Ya le he dicho que no un millón de veces, pero él insiste que te insiste…

La miré con detenimiento. Nunca me había fijado en lo bonita que era. Tendría uno
veinticinco años, no muy alta. Siempre llevaba polos de cuello alto muy ajustados y el
pelo recogido. No recordaba haberla visto jamás con pantalones. Siempre vestía faldas
oscuras y zapatos o botas con unos tacones de vértigo.

−Me está tentando usted… −y esta vez era verdad−, Pero ¿Qué podemos hacer a estas
horas?

−¡Vamos a la cocina, yo me encargo de todo! Usted elija el vino.

A las diez de la noche, tres horas después, habíamos cenado como en un restaurante.
Cierto es que en mi cocina hay siempre de todo, pero Lucía, tuve que llamar a
escondidas a mi contable para que me dijera el nombre, se manejaba en la cocina
como una profesional. Descongeló un salmón y lo preparó guarnecido con una salsa
holandesa espectacular. Organizó una ensalada de templados digna del mejor
restaurante y lo culminó con una macedonia de frutas, de lata, claro, que dio paso al
café. Conseguí librarme del maldito habano con una excusa que ya ni recuerdo. Pero
la noche avanzaba y yo tenía en mente la misma idea que antes de organizar toda
aquella zarabanda. Sexo, sexo y sexo. Sexo a cremallera suelta, sin compromisos y sin
mentiras. Y se lo dije así de claro.

No se enfadó, por el contrario, daba la impresión de que la idea le gustaba, pero,


siempre hay un «pero», Lucía quería jugar.

− Hagamos una cosa −me propuso−. Esta casa es enorme. Si me encuentra, soy suya
¿Cuántos cuadrados metros tiene?

−Más de cuatrocientos −contesté−. Creo que hay habitaciones en las que nunca he
estado –bromeé.
− Me voy a poner mi disfraz de Halloween y voy a esconderme por ahí. Cuando esté
conforme con mi escondite le mando un mensaje a su teléfono. Debe apagar todas las
luces. Solo entonces me puede empezar a buscar. ¿Qué le parece?

−Me gusta la idea −y era verdad de nuevo−. Y cuando la encuentre…

−Usted lo ha dicho; cuando me encuentre.

Me beso de forma inesperada en la mejilla y salió de la cocina a toda velocidad. La


escuché recoger sus bolsas y salir corriendo pasillo adelante. Bien. Esto si merecía esa
copa de brandy… ¿Dónde demonios he puesto la copa balón? Me preguntaba. Daba
igual. Tome un vaso y me despaché una dosis. No quería tener prisa. Me apetecía
mucho disfrutar del juego. Por lo pronto apagué la luz de la inmensa cocina y me
dediqué a mirar por la enorme ventana sobre la ciudad. Vivía en lo que había sido la
planta noble de uno de los edificios de la corporación de mi padre. Mientras me
tomaba el segundo trago recordé lo fácil que había sido malvender las empresas de mi
familia y aun así ganar suficiente dinero como para no tener tiempo de gastarlo. Solo
conservaba ese edificio. Lo demás era billete sobre billete en el banco. Solo con los
intereses de los intereses podría vivir feliz muchos años. Pero no era esa mi idea.

El teléfono móvil emitió un tono suave; un mensaje de remitente desconocido.

«Búscame».

Me guardé el teléfono en el bolsillo y tras una breve, brevísima, duda me llevé de


paseo la botella. Apague todas las luces cerca del cuadro general y comencé a recorrer
el enorme pasillo que dividía la casa en dos mitades totalmente asimétricas. Me paré al
ver cómo se perdía en la oscuridad solo rota por la luz que entraba desde el exterior a
intervalos regulares. Mi vista no iba más allá de unos cinco metros antes de diluirse en
la negrura más absoluta. Escuché un ruido frente a mí. En alguna parte la tarima
estaba quejándose por el peso de mi visitante. Sonreí. No iba a tardar en encontrarla.
Se repitió el sonido. Calculé que estaría en la segunda puerta a mi derecha, más o
menos en la siguiente fila de ventanas. Comencé a moverme más despacio… casi de
puntillas. Esta vez fui yo el traicionado por la tarima. Un crujido bajo mi pie delató mi
presencia. Me quedé quieto, como confiando en que no se hubiera oído. Nada se
escuchaba. Rezando por no cometer otro error avancé unos metros más, Ya estaba casi
a la altura de la puerta. Entonces ocurrió. Abrí la puerta y un cuerpo enorme se
abalanzó sobre mí, apartándome de su camino sin miramientos. La botella rodó lejos
de mí sin romperse y aquello pasó por encima de mi cuerpo como un meteoro. Me dio
tiempo a ver su enorme silueta desde el suelo fundiéndose con la oscuridad del
pasillo. No sonaban pasos como podría esperarse de tanta envergadura, por el
contrario, sonaba como las pisadas de un gato, un sonido sordo y veloz, demasiado
veloz para ese cuerpo. Me quedé en el suelo, feliz porque lo que quiera que fuera
aquello se alejaba de mi, pero tenía que avisar a lucía. ¡Había un intruso en la casa!
Intente sacar mi teléfono del bolsillo, pero no estaba allí. Se debía haber escapado
cuando caí. Me puse a buscarlo a gatas en la más absoluta oscuridad. Solo una leve
luz, que más parecía una neblina difusa, llenaba el marco de la puerta. Palpaba el
suelo casi con desesperación. Mis manos chocaban inútiles contra el rodapié, el marco
de la puerta o algún mueble inútil que no tenía por qué estar ahí. Decidí usar todo el
antebrazo para abarcar más suelo a cada pasada, como si fuera el limpia parabrisas de
un coche. Nada. A veces tenía la sensación de no estar solo, como si lo que fuera
aquello que me había empujado hubiera vuelto y se estuviera regodeando de mi
estupidez. Si hubiera llamado a la prostituta ya estaría aliviado y durmiendo como un
ángel, pero en lugar de eso me encontraba a cuatro patas, mareado por el alcohol y
muerto de miedo en mi propia casa. Mi mano chocó con algo… Si… cuadrado,
delgado… con botones… ¡Por fin! Ese teléfono en mis manos me hacía sentir más
poderoso que un súper héroe. Localicé con el pulgar el botón cuadrado del menú y lo
presioné… No pasó nada. Lo intenté una docena de veces sin resultado. El maldito
teléfono se había estropeado con la caída. Lo desmonté y monté a oscuras, quité y
puse la batería, pero el aparato se negaba de forma contumaz a funcionar. Lo tiré lejos
de mí. En ese momento me resultaba más útil un ladrillo que aquel aparato. Bien,
pensé, vamos a ser prácticos. Volvería pos mis pasos hasta la cocina y conectaría de
nuevo el alumbrado desde el cuadro central. Ya no era momento de juegos. Me puse
en pie apoyándome en la pared. Localicé la escasa luz que definía el marco de la
puerta y comencé a caminar hacia allí. Al tercer paso algo rodó bajo mi pie. ¡Con lo
que me había costado encontrar el teléfono y ahora encontraba la botella sin querer!
Caí sobre la espalda con un estrépito vergonzoso. Me quise levantar tan rápido como
había caído: error. Mi cabeza estaba debajo de una mesa y al incorporarme me abrí la
ceja derecha. Al momento note la sangre corriendo por mi mejilla y colándose por el
cuello de mi camisa. Me quedé sentado en el duelo, confuso y algo atontado por
efecto del alcohol y del golpe. Entre el ruido de mi respiración volví a escuchar de
nuevo aquellas patas de gato moviéndose por el pasillo. Se estaba acercando. Pegué la
espalda a la pared; de haber podido la hubiera atravesado, aunque eso me supusiera
estar a la intemperie a la altura de un noveno piso. Cualquier cosa era mejor que la
oscuridad opresiva y el terror que poco a poco, paso a paso, se acercaba a mí. Ya no
pensaba en Lucía, ¡allá ella y su estúpido juego! Quería terminar, llamar a la policía, a
los bomberos... ¡A quién fuera! Los pasos ya estaban casi a la altura de la puerta. Fue
un segundo. Lo que fuera la cruzó en una sola zancada. Vi poco más que una silueta
algo más oscura que la propia oscuridad de la puerta. Quizá estaba influenciado por el
sonido de los pasos, pero me pareció distinguir algo similar a un gato. Un gato de casi
dos metros de altura y caminando sobre las patas traseras, durante ese momento que
ocupó el quicio de la puerta, dos ojos blancos refulgieron como el vidrio antes de ser
soplado. Un destello maligno, centelleante, que apretó mi corazón como una garra. Mi
teléfono desechado de repente tomo vida y una luz verde iluminó por unos segundos
la habitación. Casi me arrojé sobre él: Era un mensaje. De nuevo un número
desconocido. El mensaje era sin duda de Lucía, quien al parecer no estaba al corriente
de todo lo que estaba pasando.

¿Te gusta mi disfraz?

Durante un momento pensé que lo que fuera aquella criatura había rondado cerca de
ella y ahora Lucía pensaba que había sido yo. La pobre no sabía que teníamos un
visitante salido directamente del infierno. De nuevo el tono suave avisó de un nuevo
mensaje.

−¡Miau!

Creí enloquecer. Me metí el teléfono al bolsillo de forma automática y comencé a


correr hacia la cocina. Iba dejando un reguero de sangre a mi paso, la ceja no
terminaba de cerrarse. Cuando alcancé el cuadro eléctrico estaba a punto de
desmayarme. Nuevo mensaje:

No me estás buscando. Ese no era el juego…

Puse el interruptor general de nuevo en «ON». La oscuridad no se fue. Ni una sola luz
respondió. Mensaje:

¿Ya no quieres estar conmigo? ¡Cambiemos las reglas! Seré yo quien te busque; si te
encuentro, ¡serás mío!

Quería correr, pero no sabía hacia dónde. Tomé de nuevo el largo pasillo buscando la
puerta de la calle, pero vislumbré al fondo a aquella abominación agazapada, como si
un oso tomara la postura de un tigre, las dos ascuas de sus ojos clavadas en mí…
Retrocedí de nuevo. Mensaje:

Si te encuentro, serás mío… ¡Miiaooo!

Abandoné el pasillo volviendo hacia la habitación donde había tenido el accidente. Al


menos sabía que allí no estaba aquel ser. Cerraría la puerta por dentro, amontonaría
los muebles ¡lo que fuera! Tal vez intentará salir por una ventana y escapar por la
escalera de incendios. El teléfono no dejaba de recibir mensajes

−Sé dónde estás… ¡Miao!

Moví la cama a oscuras, lo mismo que la mesa y una mesilla, arrastré un armario, todo
contra la puerta. Me resbalé varias veces en mi propia sangre, cayendo al suelo, en
una me rompí un dedo de la mano derecha. Tuve que recolocarlo yo mismo: a
oscuras. Después me arrastré hasta un rincón y me decidí a esperar allí lo que fuera
que iba a pasar. Mensaje:

−Estoy muy cerca… ¡Miao, marramiao!

Escuche esos pasitos de nuevo. Se pararon frente a la puerta. Escuché como intentaba
abrirla. Golpes de frustración, De momento mi barricada estaba funcionando. Empecé
a escuchar maullidos, que fueron creciendo en intensidad demostrando una furia
terrible, Los arañazos en la puerta sonaban como cuchilladas sobre la madera Me eché
a llorar. Mi llanto pasaba inadvertido en la ordalía de rugidos y arañazos, una parte de
la puerta se deshizo, a través de aquella oscuridad veía brillar aquellos dos ojos, ahora
inyectados en sangre. Veía el brillo de unos colmillos imposibles… me desmayé.

Cuando abrí los ojos estaba amaneciendo. La barricada me había protegido. Miré a mi
alrededor. El suelo era una mezcla de manchas de pisadas y sangre. El lado derecho de
mi cara crujía bajo la costra de sangre que llegaba hasta mi cuello. Vi la botella. La
tomé y me receté un hermoso trago. En el suelo estaba mi teléfono; aún tenía batería.
Había un último mensaje.

Veo que ya no estás interesado en jugar conmigo: me voy.

Saber que Lucía y el monstruo, si no eran la misma cosa, ya no estaban en mi casa me


llenó de optimismo. Retiré los muebles y cojeando fui hasta el cuarto de baño de mi
habitación en busca el botiquín. Me quité la ropa. En cuanto me limpiara la herida de
la ceja tomaría una ducha y me iría al hospital. El dedo estaba amoratado y muy
hinchado. Tal vez el hueso no estaba bien colocado.

Una vez desnudo me senté en la cama. Necesitaba dejar la mente en blanco unos
instantes, pero no fue posible. El teléfono volvió a avisar de un mensaje. Muy escueto.

¡Te encontré!

¡No era posible! ¿O sí? ¿Había sido tan tonto de aceptar un mensaje de texto como
una verdad? ¿Me lo había creído porque quería creer que se habían ido? El teléfono
sonaba una y otra vez, siempre el mismo mensaje:

¡Miao! ¡Miao! ¡Miao! ¡Miao! ¡Miao! ¡Miao!

¡Miao! ¡Miao! ¡Miao! ¡Miao!¡Miao!¡Miao!

¡Miao! ¡Miao! ¡Miao! ¡Miao! ¡Miao! ¡Miao!…

Me incorporé justo cuando sentí dos manos agarrándome de los tobillos desde debajo
de la cama. No tenía ya fuerzas para defenderme. Caí de plano al suelo abriéndome
otra vez la ceja. Aquel ser salió de su escondite y cayó sobre mi espalda, sentí que
buscaba mi cuello: me preparé para morir.

− ¡Miao! −dijo Lucía en mi oreja− ¡He ganado!−. Y se echo a reír.

El resto es muy confuso. Sé que la violé. No buscaba sexo: buscaba venganza. La


humillé de cuantas formas pude, la golpeé hasta dejarla sin sentido y cuando me cansé
de ella abrí la ventana y la arroje al vacío desde el noveno piso. Seguí con la mirada
su caída hacia el vacío como si fuera una marioneta sin cuerdas. Deseaba escuchar
cómo se estrellaba contra el suelo, como se abría su cráneo como un melón maduro y
ver todas sus tripas esparcidas por el asfalto. Pero de nuevo fallé. Cuando casi tocaba
el suelo su cuerpo, se revolvió como una bailarina en el aire, y cayó de pie. ¡Lo juro!
La vi desparecer con su ropa hecha trizas. Al cabo de cinco minutos sonó de nuevo el
teléfono.

−Hasta el año que viene… ¡Miao!

Hoy es Halloween, otra vez. Me he preparado para el momento. Me he puesto un


esmoquin y una preciosa camisa de seda. Llevo los gemelos de mi padre, de oro y
diamantes. También he rescatado mi copa balón y he encendido uno de esos apestosos
habanos: ya da igual. Me he cortado el pelo y he preparado una cena, con atún, que
nunca se sabe quién puede venir. Bueno… Yo sí lo sé. ¡Mira qué casualidad! Me
acaba de llegar un mensaje!

¿Sabéis lo qué dice?


FRANKENSTEIN.

El suave traqueteo del tren había conseguido dejarme en un plácido estado de


duermevela. Estábamos llegando a una estación cuyo nombre desconocía. Tampoco
mirar por la ventana me hubiera ayudado mucho. Para mí todos estos pueblos suizos
me parecen uno la repetición del anterior. La potente máquina de vapor ronroneó
como un gato mientras se detenía como a regañadientes. Lo cierto es que cada
estación era una especie de molesta interrupción. En el andén las farolas eléctricas, ya
se empezaba a popularizar esa nueva tecnología, apenas podían compartir con la
tormenta de nieve que azotaba implacable toda la zona desde unos días atrás. Los
copos volaban alrededor de las tulipas de las luminarias como las polillas a la luz de
una vela, revoloteando atontadas para finalizar, los unos y las otras, fundidos por el
calor de las lámparas.

La tormenta era tan profunda que todo alrededor era una noche interminable. Saqué
mi reloj y, con un gesto perfectamente estudiado, abrí la tapa con una sola mano. Eran
poco más de las seis de la tarde. Tiré de la campanilla y en poco tiempo tenía a mi
servicio a un camarero. Le pregunté si podría encargar algo para cenar y él me
recomendó que visitara el vagón restaurante. Le comenté que no me encontraba muy
bien y que prefería estar solo. También le comenté que mis propinas solían ser muy
generosas con quienes me permitían cumplir mis deseos. Esto último pareció
convencerle. Me recomendó la especialidad el cocinero: Chateaubriand. Una elección
excelente. Hice mi encargo y puse unas cuantas monedas en su mano. No había
terminado de marcharse el camarero cuando llegó un mozo acompañando a dos
mujeres. Hermosas damas ambas, aunque una de ellas ya estaba entrando en el otoño
de su belleza. Se presentaron como Margrit Ellenberg y su sobrina Heide Warmisch
Ellenberg. Yo me había puesto el pie como ordena la cortesía y permanecí en dicha
posición hasta que la mujer de más edad me rogó que tomara asiento. Me preguntaron
mi nombre: no tenía inconveniente en facilitárselo.

−Me llamo Bohumír Dambitsch–Sharton, tercer Conde de Dambitsch–Sharton a sus


pies, Frau Ellenberg.

−No me suena el nombre de su familia, joven ¿Son ustedes de aquí? −preguntó


mientras se arreglaba el pelo bajo el aparatoso sombrero que lucía.
−Me temo que no, y no crea que a la vista de su belleza y la de su adorable sobrina no
me apena dicha circunstancia −añadí cortés−, pero soy originario de Bohemia, al igual
que toda mi familia desde tenemos memoria.

−Eso explica su saludable aspecto −devolvió ella la cortesía mientras Heide se


ruborizaba del atrevimiento de su tía.

Solté una carcajada de verdad sincera. Mi aspecto declaraba mi origen zíngaro. Había
heredado la cara rotunda de mi padre, con un saludable moreno ligeramente
aceitunado que llamaba la atención. Mi madre me había dado unos enigmáticos ojos
verdes que junto con mi ensortijado pelo negro habían hecho desvanecer a más de
una dama. No se me hacía extraño que incluso mujeres que me superaban
ampliamente en edad me lanzaran velados requiebros. Todo lo demás era tan falso
como una moneda de plomo. Ni era mi nombre, ni era originario de la siempre
convulsa Bohemia.

Un golpe de viento arreció haciendo que todo el tren se retorciera como si tuviera vida
propia. Las farolas en el andén titilaron unos momentos antes de apagarse y sumir a la
estación en una extraña oscuridad solo rota por la luz que arrojaba el tren a través de
sus ventanas.

−¡Estos inventos modernos! −protestó Frau Ellenberg−. ¡El gas es mucho más seguro
que todo esto! ¿Cuándo se ha visto fallar una buena conducción de gas? ¡No sé a
dónde nos van a llevar estos gobernantes!

−¿No comparte el progreso, Frau Ellenberg? − pregunté divertido.

−¡Joven! −me miró con falso enfado−. Si una cosa lleva funcionando bien muchos
años, ¿Para qué cambiarla?

−Pero, Tía Margrit −habló por primera vez Heide−. La electricidad es más segura…

−¡Tonterías! −cortó por lo sano la mujer mayor−. ¿Es que no sabes lo que ha ocurrido
la semana pasada?

−¿A qué se refiere? −Pregunté interesado mientras el camarero disponía frente a mí un


impresionante Chateaubriand con guarnición de verduras y Creme Parmentier−.
¡Esto es enorme! −dije al enfrentarme a mi cena−. ¿Me harían el honor de compartir
conmigo este pequeño banquete? −no esperé la respuesta−. ¡Camarero! Disponga dos
servicios más y añada una botella de Oporto. Si es que no prefieren jerez u otro
cordial −pregunté educado.

− El Oporto estará bien con este frió que nos acompaña. Es usted muy amable, Joven
−dijo Frau Hellenberg contenta por la inesperada invitación.

− Dígame Frau −recuperé el hilo de la conversación−. ¿Qué ha ocurrido la semana


pasada?

−¡Lo que tenía que pasar, Conde! ¡Esas locuras contra natura de las que son culpables
tanto Galvani como Volta! ¡Y el sobrino de Galvani, ese tal Doctor Albani!…
¡Menudos sinvergüenzas!

−Creo que se refiere usted al doctor Aldini −corregí con mucho tacto.

−¡Como se llame! ¿Acaso le conoce usted?

−No tengo el placer −dije mientras el cuchillo entraba en la carne dejando escapar
sobre el plato una mezcla de sangre y salsa−. ¡Perfecto! Así se prepara la carne −dije
antes de continuar−. Mi padre presenció alguna de sus presentaciones científicas…

−¡Eso no es ciencia! −ahora sí que Frau Ellenberg parecía realmente enfadada−. ¡Eran
salvajes herejías! ¡Meterle por…por ahí! un hierro a un muerto para hacerle bailar
desnudo delante de esos petimetres londinenses!

−Las investigaciones de Aldini son muy importantes para conocer las claves del
funcionamiento de nuestros cuerpos, Frau Ellenberg. Se dice que con esos aparatos y
con el galvanismo se podrá hacer andar a personas hoy paralíticas y que tal vez sirva
para corregir ciertas demencias…

−¡Paparruchas! −dijo la mujer haciéndose con la botella de Oporto−. La vida y los


destinos solo están en manos de Dios: así ha sido siempre y así seguirá siendo. ¡Fíjese
en lo que ha ocurrido a Victor Von Frankenstein! ¡Ha creado un monstruo que ha
matado a no sé cuántas personas!

−¿Lo dice en serio? −quería tirar de la lengua a Frau Ellenberg.

−¡Por supuesto, joven! Dicen −bajó la voz como si fuera a confesar un pecado−, que
se puso a juntar trozos de cadáveres hasta hacer un hombre y que después aplicó esas
corrientes galvánicas para darle vida…
−¿Y tuvo éxito? −pregunté distraído mientras me limpiaba los labios con una
inmaculada servilleta.

−¿Que si lo tuvo? ¿Por qué cree que me llevo de aquí a mi sobrina? El monstruo,
porque todos los que lo han visto dicen que es una quimera horrible hecha de retazos
de difuntos ajusticiados zurcidos de mala manera, ha matado ya a una niña y dicen
que un pobre ciego. ¡Cobarde! No volveremos hasta que hayan acabado con él…

−Hace usted muy bien, Frau Ellenberg. Debe buscar un refugio seguro para usted y su
adorable sobrina. ¿Me disculpan un momento? −Me puse en pie−. Voy a refrescarme
un poco.

−Por supuesto, joven Conde: tómese su tiempo.

Abandoné el compartimento y ya en el pasillo abrí una ventana. El frío de la ventisca


era como un millón de agujas sobre mi cara, pero me encantaba la sensación. Tenía
que escaparme con mi secreto. Lo sentía por Víctor a quien tanto le debía, pero si me
obligaban a elegir entre él o yo, la elección estaba muy clara. ¡Si hubiera sido más
cuidadoso! Le dije que tenía que terminar con aquella abominación. Fisiológicamente
era un ser perfecto: Feo y a falta de un correcto acabado, sí, pero el problema era su
cerebro. Tenía que ocurrir. Se le escapó y pasó lo que pasó. Lo que no sabe nadie es
que esa abominación solo fue el primero, una obra de juventud. Víctor siempre fue un
gran cirujano, con una extraordinaria habilidad para coser sin casi dejar cicatrices.
Cuando me decía Tienes los ojos de tu madre y el rostro de tu padre yo siempre le
respondía: … y las manos de un pianista austriaco, las piernas de un escalador
bávaro, y las entrañas de varios señores suizos cuyos nombre desconozco...

Si… El primero fue una abominación, pero yo… ¡Yo soy perfecto!
EL ASTRONAUTA

−¡Blip!

−Odio ese sonido. Me machaca los oídos. Odio todo lo que está a mi alrededor. No
quiero estar cómodo, quiero que algo falle, necesito un motivo para tomar
decisiones…

−¡Blip!

Sí, lo sé. Todo está activo y funcionando. Me lo has repetido un millón de


veces.Estoy harto de tus estúpidas advertencias y de tus lucecitas de colores¿Por qué
demonios eres tan eficiente?

−¡Blip!

−¡Déjame en paz! Quiero dormir. Estoy muy cansado…

Una desgracia. Que un traje que costaba millones fuera a fallar en el sistema de
desconexión de las alarmas sonoras era casi una ironía del destino. Los ingenieros
dirían: “Es lo único que ha fallado, no es tan importante”. Se equivocaban. Ese sonido
perfecto, a intervalos perfectos, indicando lo perfecto que estaba todo, era una tortura.

Una tortura perfecta, pensó con las últimas gotas de ironía que aún le quedaban.

No iba a conseguir dormir. No estaba cansado, era imposible. Pasaba más de la mitad
del día castigado en una especie de duermevela interrumpida a intervalos regulares
por las malditas alarmas. Hacía unas veinte horas que se había producido el fallo.

Había polarizado su visor para no ver nada. El espacio estrellado ya no le causaba


ninguna emoción, ni tan siquiera ese vértigo tan característico de saber que estás
colgado de ningún sitio. Se le había quedado pequeño el universo.

En esos estados de semi–vigilia se repetía a menudo el momento de su separación de


su vehículo. Una estupidez. En cada una de las repeticiones encontraba una solución
distinta al problema. Había repasado la acción tantas veces que estaba seguro de haber
hecho lo único que le podría alejar de la nave. Bien: era tarde para todo eso.

Por fortuna vestía el traje definitivo. En el mismo instante en que se había producido
el percance que le había separado del módulo de operaciones, todos los dispositivos
se habían puesto en modo de supervivencia. Una radiobaliza comenzó a emitir su
posición en todas las frecuencias conocidas. Los sistemas habían extrapolado su
trayectoria y daban datos de su dirección y velocidad. Se había desplegado a su
espalda una enorme vela fotovoltaica que captaba hasta el último rayo de luz y lo
convertía en energía para su soporte vital. Todo tan efectivo como inútil. No había
nadie para acudir en su ayuda.

Los ingenieros habían previsto todo. El sistema recuperaba cada molécula de agua
exhalada, sudada o excretada por su cuerpo, a la que añadía un compuesto nutritivo
que podría mantenerle vivo durante muchas semanas. De igual manera regulaba la
mezcla de gases que respiraba, para llevarle a un estado catatónico, de modo que
mantuviera una línea de bajo consumo de aire. El traje podía, por decirlo de una
forma clara, matarlo y resucitarlo cuantas veces hiciera falta. Pero el gran logro de los
ingenieros era haberse adelantado a las reacciones del astronauta:

»El cincuenta por ciento de los astronautas en condiciones críticas, entraron en


crisis de pánico: Al igual que ocurre con los buzos, en esas circunstancias tienden a
desprenderse del equipo, aun a sabiendas de que es ese equipo el que les mantiene
con vida. Pues bien, habían anunciado triunfales, este nuevo traje se anticipa a esas
reacciones, evitando de forma activa que el astronauta pueda desprenderse de él,
inutilizar algún elemento crítico del soporte vital o cometer errores de nefastas
consecuencias. En resumen: mantendrá vivo al astronauta aun en contra de su
voluntad…

Era cierto. Llevaba diez semanas flotando en el vacío, y el traje le mantenía vivo… en
contra de su voluntad.

−¡Blip!
VISTAS A LA BAHÍA.

Vuelta a empezar. No quieren aceptar que aunque no viva en mi casa, sigue siendo mi
casa. La quiero como la dejé. No me molesta si el polvo se acumula sobre los muebles
o que las arañas tejan en las esquinas. Tampoco me preocupa que no haya corriente o
si algún grifo gotea.

Ninguno de ellos estuvo allí cuando la levanté con mis propias manos con el dinero
que me quitaba de la comida y trabajando todas las horas que podía en cualquier cosa.
Era mi ilusión. Quería ver el mar al levantarme, quería tener un rincón de reposo al
final del día al arrullo de la marea. Lo conseguí. Tardé años en ahorrar lo suficiente
para poder comprar unos metros cuadrados frente al mar. Cavé a pico y pala, aprendí
a preparar el cemento y el hormigón, a poner ladrillos, a hacer puertas y ventanas de
madera y nadie, ni amigo ni enemigo ni familiar ni extraño, vino a echarme una mano.
«Es un viejo loco», decían. «Para cuando quiera acabar la casa ya se habrá muerto».
Se equivocaron todos. No solo la hice, sino que la vestí haciendo muebles con la
madera que las tormentas arrojaban a la playa. Mesas, sillas… Hasta una mecedora en
la que me sentaba a ver como el sol se acostaba sobre el horizonte.

Poco a poco el viento fue puliendo sus esquinas y la lluvia y la sal bruñeron su piel de
madera. Tenía el tacto de los pasamanos de los barcos No estaba barnizada, pero la
madera brillaba con la pátina del salitre.

No es que fuera mi casa: era mucho más que eso. Yo le pertenecía: me adoptó. Su
espíritu, su esencia, estaba allí. Yo solo la vestí de madera y piedra para hacerla visible
y a cambio me dejó vivir en ella. Las habitaciones eran sus órganos internos y yo la
sangre que movía en su interior los elementos necesarios para continuar viviendo.
Éramos felices, muy felices. Los dos.

Pero llegó el día en que me tuve que marchar. Nunca aguanto mucho tiempo en
ningún sitio, y ella lo supo. No me dejaba salir. No pude abrir ninguna puerta ni
ventana. Me retuvo hasta que le prometí que nunca nadie más viviría en ella. Que la
visitaría de vez en cuando y que cuidaría de ella tanto como me fuera posible.

Pasaron los años. Durante un tiempo no tuve ninguna noticia y, siendo sincero, debo
reconocer que me olvidé un poco del asunto. Sin embargo un día sentí su llamada. No
puedo explicar cómo ni por qué. Solo sé que tuve la necesidad de ir a visitarla porque
supe algo extraño estaba ocurriendo.

Cuando me iba acercando el problema se hizo evidente. Una de mis hijas estaba en el
jardín y tras ella, en el porche, su madre, de quien me había separado tiempo atrás,
dormitaba en mi mecedora. Ni se habían dignado a preguntar. Daban por hecho que si
yo no estaba la casa era suya. La casa de la que se habían reído hasta herniarse, la casa
que me había costado el matrimonio, por la que me quedé sin amigos… La casa en la
que nunca colaboraron, en la que no pusieron una sola piedra. Sentí en mi propia
carne la indignación de la casa. Estaba sufriendo y me culpaba a mí.

Intenté hablar con ellas, no quería discutir, pero fue inútil. Me ignoraron una y otra
vez hasta que una noche, cegado por la rabia, las asesiné sin ninguna piedad. No fue
difícil. Pensaba que me torturarían los remordimientos, pero no fue así. Es más. Me
sentí bien. Al amanecer todas las ventanas se abrieron a la vez, y el virazón barrió
hasta la última gota de sus perfumes. El mar se tragó sus cuerpos y sus enseres.

Vino mucha gente después, pero no se atrevieron a entrar. Yo me escondía para verlos
cuchichear en voz baja sobre crímenes y asesinatos. Pero ninguno se atrevió a entrar.
Solo unos policías que, por supuesto, no encontraron nada. El mar sabe guardar un
secreto. Una noche incluso un grupo de adolescentes hicieron un pequeño fuego cerca
de la entrada y empezaron a llamar a fantasmas y espíritus. Fue fácil echarlos. Solo
necesite un par de gritos y huyeron despavoridos. Cuando llegaron al pueblo inflaron
la historia hasta parecer una película de miedo. Me gustó la idea. Así nadie se acercaría
de nuevo, pensaba. Me equivoqué.

Al estar yo desaparecido la casa pasó a la propiedad de mi otra hija. No estaba


interesada en ella, así que la puso en alquiler. Fue un calvario. Cada poco tiempo me
veía en la obligación de echar a alguien, a veces familias completas. No quería matar,
pero la insensibilidad que había sentido la primera vez me animó a hacerlo. Hasta diez
personas encontraron el final de sus días en mi casa. El mar esconde sus cuerpos.

Un día me di cuenta de que estaba muy cansado. Que aquella casa había consumido
toda mi energía y, en pocas palabras, necesitaba descansar. Se lo dije y me ignoró.
Rogué, me arrodillé, me humillé de todas las formas posibles para que me dejara ir,
pero fue inútil: me quería allí. Ella consideraba parásitos a todos aquello que
intentaban vivir en ella. Sólo yo podía mantenerla limpia.

Una noche decidí desaparecer sin decirle nada. Abrí la puerta de mi habitación sin
problemas, pero al llegar a la puerta de la calle me detuvo. Me había descubierto.
Grité. Amenace con darle fuego, con destruirla. Yo la había construido ¡No era nada
sin mí! Me pareció escuchar una carcajada. La puerta se abrió sola, no más de un
palmo. Un hedor insoportable entró por aquella apertura. Tomé el pomo y abrí de un
tirón. El infierno, si existiera, sería un jardín de infancia comparado con aquello. El
mar había devuelto todos los cadáveres que yo había arrojado durante años. Eran
manojos de trapos y huesos envueltos en algas. El olor a podrido era tan hediondo
que me provocó arcadas. La casa me estaba amenazando. Había expuesto ante mí las
pruebas de mis crímenes. Reconocí el cráneo de mi mujer mirándome con sus cuencas
vacías y su sonrisa de muerte, no muy diferente de la que tenía en vida, pensé entre
asustado y divertido.

Al contrario que al cometer los asesinatos, el que mi nombre se relacionara con lo de


«asesino en serie» me hacía sentirme mal. Cerré la puerta y me volví a mi cuarto
resignado a permanecer allí. A la mañana siguiente no había ni rastro de los cuerpos.

Pasé años en esa casa. Me deshice con precisión quirúrgica de todos aquellos a los
que no pude convencer de que aquella casa no quería otro dueño. Yo me iba
consumiendo poco a poco. Mis pómulos se desprendieron haciendo que los belfos
transformaran mi cara en una máscara. Adelgacé hasta que a piel se me quedó grande,
colgando sobre mi osamenta como si perteneciera a otro. Creo que se divertía
mortificándome, convirtiéndome en algo tan desagradable de ver que me disuadiera
de intentar marcharme de allí.

Una mañana, justo al amanecer, una pareja llegó caminando por la orilla del mar.
Cargaban sendas mochilas y daba la impresión de que todo lo que tenían en este
mundo iba en su interior. El sol comenzaba a molestar y los jóvenes se metieron en el
jardín para protegerse bajo el porche. La chica comentó que le parecía un lugar ideal
para vivir, frente al mar. Ella podía escribir, quería ser escritora, y encargarse de la
casa, y él se podía ganar la vida pescando. Al chico le gustó la idea, pero no podrían
pagar el alquiler por bajo que fuera. Ella le dijo que podrían negociar: arreglarían la
casa a cambio de un año de alquiler. El muchacho se entusiasmó. Dijo que él podría
hacer algunos muebles con las maderas que arrojan las tormentas, y que pondría un
cenador aquí y unas macetas allá. Y que barnizaría las ventanas con aceite de teca para
que el mar no las resecara, que pondría un horno de pan, que…

Fue suficiente. La puerta de la casa se abrió de golpe y me dejó al descubierto. Los


chicos me vieron y se asustaron, mi aspecto no es muy bueno. Ya he dicho que los
últimos años han hecho estragos en mí. Recogieron sus cosas musitando disculpas y
disponiéndose a marchar.

−¿Os gusta la casa? −pregunté sorprendido de mi propia voz: llevaba años sin hablar.

−Mucho, señor −dijo la muchacha mirando al suelo para evitar mi fealdad−. Es usted
muy afortunado viviendo aquí.

−Entrad a ver el interior −invité a ambos.

Caminaron por toda la casa, asombrados de que todo lo hubiera hecho yo a mano.
Sentí que la casa era feliz. ¡Estaba siendo liberado!

−La puerta de atrás a veces se bloquea con el frío −recité −, y hay que reparar el tiro
de la chimenea. Si queréis electricidad tendréis que pagarla de vuestro bolsillo. El
agua es gratis.

− Gracias, señor −dijo el muchacho−. Pero no podemos pagar un depósito… ni un


alquiler: Hasta hoy hemos vivido como okupas…

−Y lo vais a seguir siendo −le interrumpí−. Esta casa no tiene dueño. Ella manda. No
hay llaves ni cerraduras. Las puertas se abren y se cierran cuando corresponde
hacerlo. Tampoco os preocupéis por la leña. Todas las mañanas el mar deja un buen
montón en la orilla −caminé hacia la puerta−. ¡Ah! Lo olvidaba −me di la vuelta un
momento−. A la casa no le gustan los ruidos ni las voces altas. Tampoco demasiado
las visitas, pero bueno −reí−, ya iréis descubriendo esas cosas.

Desaparecí. Sin más. Ya era hora de descansar. Nunca supe si a los chicos les hice un
favor o si los condené en vida. Creo que a la casa le gustaron y por eso los invitó a
entrar. A mí me parecieron unos excelentes muchachos. Eso sí. La casa siegue siendo
mía. Yo la levanté e iré a verla cuando me dé la gana. Es mi casa, aunque yo lleve
veinte años muerto.
EL CIUDADANO.

−¡Inaceptable! ¡No toleraremos eso!

La voz de Magnus Kubota atronó la sala de reuniones.

−Si insisten por esa vía tendremos que tomar medidas… ¡Y serán drásticas, se lo
aseguro!

El Gobernador Cherkas miró al techo por enésima vez ese día. De haber tenido a
mano algo lo bastante contundente, habría desperdigado los sesos de aquel idiota por
toda la colonia. ¿Cómo había llegado a ese punto? Obligó a su atención a relegar las
protestas del delegado a segundo plano y repasó los últimos acontecimientos. Tal vez
encontrara una solución…

Unas semanas antes, Fawaz Cherkas estaba feliz. Le quedaban sólo dos meses para
abandonar la estación minera Komatsu, y estaba encantado por ello. No es que no
estuviera a gusto: es que la odiaba. Había llegado a aquel punto perdido en mitad de
ningún sitio tras cuatro años de viaje, con el primer convoy combinado de los
gobiernos de la Tierra, Marte y la Luna, en lo que iba a ser la mayor aventura
comercial emprendida desde que el ser humano comprendió que una vez colonizado
el planeta rojo, poco más había en el sistema solar que invitara a nuevos
asentamientos. Además de un puesto minero avanzado, la estación era una puerta
abierta al espacio transcolonial, o al menos eso decían, porque en los seis años que el
Honorable Gobernador Cherkas llevaba allí nadie había intentado ir mucho más allá.
Pero todo eso estaba a punto de terminar. En un par de meses su sucesor se haría
cargo de la estación y él volvería a su casa, a desquitarse de tanto alimento enlatado y
suplementos de vitaminas. Estaba saboreando en sueños una enorme rodaja de atún
marinado sobre el carbón de su barbacoa en la Tierra, cuando sonó el
intercomunicador. La voz de Tormod Roos, su secretario, sonó con su característico
timbre nasal. No era culpa del aparato: Roos hablaba realmente así por causa de una
sinusitis crónica causada por el aire seco de la estación.

−¿Qué ocurre? preguntó fastidiado.


−Creo que debe venir a la Torre, gobernador −la voz del secretario pretendiendo ser
dramática era en realidad ridícula, en especial cuando sorbía los mocos−. Tenemos un
problema.

Apenas diez minutos más tarde, el Honorable Gobernador Cherkas estaba en


comunicación directo con Daedalos Munro, capitán de la nave chatarrera Bystryy. El
capitán Munro se negaba a hablar con nadie, y sólo había aceptado negociar con
Cherkas tras casi una hora de discusión con el jefe de seguridad de la Torre. Su voz
sonaba por toda la sala de control:

−¡la pieza es mía! −rezongaba el chatarrero a través de la radio−. ¡La he perseguido


durante días, una fortuna en combustible!…

−¿Se puede saber que le pasa? −preguntó el gobernador con cara de no entender nada.

−¡No la entregaré! …¡ya tiene mi marca!…

−¡Cierren ese audio! −la paciencia de Cherkas había llegado y superado su límite−. ¡Y
que alguien me explique qué pasa y por qué me han hecho venir!

−El capitán Munro ha pasado casi cuatro meses en el espacio transcolonial,


gobernador −era su secretario quien hablaba−. No hay mucho movimiento en la zona
desde que se instalaron las gabarras auto–pilotadas, y le recolección de chatarra ha
bajado mucho: de hecho llevan ya un tiempo pidiendo que se rebajen las concesiones
de diez a seis y…

−Vaya al grano, secretario.

−Sí: pido disculpas −carraspeó Roos−. Pues bien: el capitán encontró una pieza
interesante, la marcó y uno de los nuevos RAP, remolcador auto–pilotado, ha salido a
su encuentro. Se suponía que tenía que llevar la pieza a la base Bedford, para su
desguace… y aquí está el problema.

−El problema lo va a tener usted si no se explica de una vez…

−El RAP se niega a remolcar la pieza, gobernador −dijo el secretario.

−¿Cómo? ¿No hemos quedado que no tiene piloto? ¿Quién está más cerca del pecio?

−El teniente Taverna ha salido está mañana con un viper modificado. Hemos
eliminado el armamento para darle un pequeño nicho de estasis y poder aumentar la
velocidad en un diez por ciento, así que llegará a la pieza en un par de días. El RAP ha
notificado que el pecio ha atracado en la dársena de carga y que tienen el control, pero
sigue negando el remolque.

−¿Hay algún antecedente sobre casos similares? −preguntó Cherkas.

−Sólo en simulaciones: Los RAP pueden ser servo–asistidos desde la colonia, pero
como es obvio no se hace −sorbió los mocos de nuevo−, Al parecer ningún equipo
auto–pilotado puede remolcar piezas en cuyo interior haya seres humanos.

−¿Entonces? −reaccionó el gobernador con renovado interés−. ¿La pieza está


tripulada? Eso la descalificaría como chatarra, supongo.

−Por eso protesta el capitán Munro. Insiste es que es un fallo de lectura del RAP y que
sólo se trata de chatarra…

−¿Lo es?

−Los auto diagnósticos de la unidad coinciden con los que hemos ordenado de forma
remota: nada falla en el remolque. El sistema insiste en que hay control inteligente a
bordo, orgánico, pero ni el tradar ni el lector de bioseñales detectan una simple rata.
Además hay otro problema…

−Dispare, Tormod: llevo un día de perros −ironizó Cherkas.

−La pieza… el diseño y la tecnología… En fin… −tragó saliva el secretario−. Ese


pecio parece tener unos siete mil años.

El Honorable Gobernador Cherkas miró a su secretario, quien se limitó a desviar la


mirada y sorber los mocos con tanta fuerza que escapó un sonido como de
trompetilla.

−¡Meec!

−Espero que sea una broma…

−Lo siento, gobernador… ¡meec!… Lo estamos comprobando por cuarta vez,


pero ¡meec!, no hay error posible,¡meec,meec!...
Ya en su despacho, el gobernador introdujo una serie de claves en su consola. El
procedimiento que había invocado eliminaba todo salto en la comunicación a través
de repetidores y conectaba su terminal con un servidor oficial googlespace que
orbitaba en el cinturón de Clark. El sistema se tomó su tiempo antes de confirmarle
que la conexión era segura. Un menú se desplegó ante sus ojos y le preguntó sobre la
búsqueda. Introdujo una sola palabra:

«Niflheim»

Tuvo que facilitar una nueva contraseña y un escáner de retina. Sabía que su entrada
habría hecho saltar las alarmas en varios departamentos en la Tierra. No importaba:
contaba con ello y se alegraba de hacer bailar la silla de algún burócrata. Un
nuevo menú le ofreció diferentes apartados de consulta. Eligió «naves auxiliares» y
mientras se cargaba la información contempló la fotografía que habían obtenido de las
cámaras de aproximación del RAP. Tuviera los años que tuviera, aquella nave había
sufrido lo suyo. Los paneles exteriores estaban numerados, aunque en la mayoría de
ellos los numerosos impactos de meteoritos habían actuado como granalla y estaban
borrados. Sin embargo, el panel número cuatro conservaba aún parte de la pintura
original, aunque faltaba más de la mitad de la tapa de metal, al parecer fruto de una
explosión interna. También se adivinaban toberas y pequeños motores de hidrazina
para maniobras de atraque. En varios lugares se apreciaban las marcas de plasma
hechas por el capitán Munro: se había querido asegurar de que nadie le quitara la
presa.

La Niflheim tenía una flota completa de naves auxiliares, repartidas entre unidades de
reparación, interceptores militares, cargueros pesados y ligeros… Se hacía muy difícil
entender cómo la humanidad se había embarcado en aquella aventura: cinco
kilómetros de diámetro mayor. Una nave/estado de aspecto ovalado, algo chata en los
extremos. Un monstruo de metal lleno de seres humanos, miles de ellos, dispuestos a
encontrar nuevos mundos. No se trataba de hallar futuras residencias para la
humanidad, sino de extender reservorios de la misma a lo largo, ancho, alto, y cuantas
dimensiones existieran, de la misma. Cherkas entro en el apartado de «vehículos de
emergencia» y dentro de este «cápsulas de escape». Los ingenieros habían dispuesto
diferentes modelos adecuados a la evacuación de cada sección. El puente de mando
podía ser eyectado completo ya que fue diseñado para poder operar de forma
autónoma. En las áreas habitables se instalaron cápsulas automáticas con capacidad
hasta de cincuenta personas. El gobernador creía estar mirando una tecnología
alienígena, muy alejada de los planteamientos tecnológicos que mantenían en su sitio a
la Colonia Komatsu por ejemplo, pero válidos, como eran validas la pinturas
rupestres frente a la obra de artistas digitales milenios después.

El gobernador pasaba las páginas distraído hasta que lo vio:

«E.A.M.M.E.S.

«Módulo automático de evacuación con soporte médico de emergencia» también


conocido como Spasatel’ (salvavidas) por los ingenieros de los reactores nucleares de
la Niflheim.

Capacidad: Dos personas.

Propulsión y fuente de energía: Mini reactor de fusión Fermi–Standford.

APU: Baterías estándar.

Control auxiliar de Maniobras: Seis pentatoberas de hidrazina.

Sistema operativo: I.A. Nivel 1, más I.A. Nivel 2 en auto–cirujano.

Sistema médico de emergencia: Auto–cirujano Siemens–Mitsubichi. Auto–diagnóstico


basado en la Enciclopedia Médica Universal (Edit. Mc.Grow–Hill–Normapress, 2
584)»

No era idéntico al pecio que tan mal humor estaba causando a Munro, estaba claro
que había sufrido varias modificaciones con toda probabilidad para hacerlo más
eficiente, pero era inconfundible. Según el despacho original, la Niflheim llevaba unos
doscientos cincuenta módulos de aquel modelo. La corazonada del gobernador era
correcta. Llevó la mano al intercom. Le respondió la voz nasal de Roos.

− ¿Cuando establecerá contacto por radio el teniente Taverna? −le preguntó.

−Está ya desacelerando… Supongo que en unas ocho horas lo sacaremos de estasis


−respondió el secretario−. ¿Quiere que le avise cuando esté disponible?

−Por favor: sea a la hora que sea.

Le tomó la palabra: a las seis de la mañana, hora estándar, el comunicador instalado en


la cabecera de la cama sonó sacando a Cherkas de sus escasas horas de sueño.
Taverna estaba en línea y Roos preguntaba si quería que le pasara la comunicación a
su cabina. Denegó la conexión. Se lavó la cara para despejarse y se puso un mono: no
tenía tiempo ni ganas de vestirse de modo formal. A los veinte minutos estaba de
nuevo en la Torre, saludando al joven teniente Zosimus Taverna.

−Aún no he intentado comunicarme con el piloto del Spasatel −dijo Taverna tras los
preceptivos saludos iniciales−. He pensado que… que si viene de tan lejos como
parece no soy la persona adecuada para darle la bienvenida…

−Buen criterio −dijo Cherkas tras aguardar al pitido del auto–over−. Usted llegará
lejos −alabó−. ¡Lippencott! −se dirigió ahora a un joven alférez al cargo de las
comunicaciones de la torre de control−. ¿Podemos establecer contacto con
el Spasatel utilizando el viper de Taverna como repetidor?

−Sin problemas, gobernador. Tendremos…eeeh… un segundo y tres décimas de


retraso: apenas apreciable…

−Hágalo ahora. Utilice un saludo estándar.

El joven suboficial había trabajado durante horas, para ajustar los nuevos formatos de
comunicaciones a los criterios de hacía casi siete mil años. Todo el equipo de la Torre
había pasado las horas previas reunido hasta establecer los protocolos actualizados a
lo que la Spasatel podría comprender. Se habían suprimido todos los permisos y se
había apremiado a los servicios médicos sobre previsible la llegada de organismos de
setenta siglos de antigüedad.

Pasaron unos segundos. Lippencott invitó al gobernador a iniciar la conversación.

−Módulo E.A.M.M.E.S. procedente de la nave estelar Niflheim… Le habla el


gobernador Fawaz Cherkas, el mando de la estación minera Komatsu… ¿Me recibe?

Al instante una voz masculina y potente llenó la sala de control de la Torre.

−Saludos, gobernador Cherkas. Es un placer poder hablar con otros seres humanos
después de tanto tiempo. Le habla el ingeniero de propulsión Iván Virgil Lewitt, al
mando del módulo Spasatel número 112.

El secretario Roos tecleaba con ferocidad en una terminal buscando una identificación
positiva del piloto mientras el gobernador le apremiaba con la mirada. Por fin levantó
el pulgar dando su conformidad.

−Hemos establecido que un ingeniero llamado Iván Virgil Lewitt viajaba en


la Niflheim en el momento de abandonar el sistema solar. El protocolo exige que
intercambiemos un fichero encriptado para que ambas partes estemos seguras de que
somos quien decimos ser. ¿Está preparado?

−Les envío mi fichero y quedo a la espera del suyo.

−Mientras se produce el intercambio, tengo que hacerle una pregunta, ingeniero


Lewitt: ¿es usted consciente de la duración de su viaje y de la fecha actual? −Cherkas
miró al altavoz de respuesta con aprensión.

−Según mis cálculos −sonó la voz de Lewitt−. Dentro de un año, siete meses, diez días
y unas cuantas horas, cumpliré los siete mil doscientos años de viaje. ¿Es correcto?

−Identificación positiva del Ingeniero de propulsión Iván Virgil Lewitt, gobernador


−interrumpió Lippencott.

−Bienvenido a casa, hijo −dijo Cherkas ignorando al alférez −. No espere que le


paguemos los atrasos…

Varios días después de aquel contacto con la Spasatel el despacho del gobernador era
una locura. Periodistas de los tres mundos solares habían recibido la filtración de la
noticia y todos querían la exclusiva. Varias universidades buscaban a su vez ser las
primeras en visitar el módulo, un par de escritores pretendían ser los biógrafos
oficiales de Lewitt, e incluso varias integrantes de un club de solteras preguntaron si
aún estaba disponible. Cherkas desviaba todo eso a los comunicados oficiales
mientras en la estación Komatsu todo el mundo se dirigía a la dársena de cortesía para
ver la histórica llegada y atraque del módulo de escape. El gobernador estaba
enfadado. Nadie se había preocupado del ingeniero que pilotaba aquella nave. ¿Quién
era Iván Virgil Lewitt? ¿Por qué abandono la nave nodriza? ¿Fue expulsado? Tal vez
era culpable de crímenes inconfesables y el gobierno de la nave/estado Niflheim lo
condenó a vagar por el espacio hasta la muerte… En cualquier caso, todo aquello
habría ocurrido hacía más de siete mil años. ¿Estaría redimida la pena? ¿Habría
prescrito el delito? ¡Bonito problema para los doctores en derecho!
Una luz se iluminó en su intercom.

−¿Gobernador? −era la voz del alférez Lippencott−. Spasatel pide comunicación con
usted.

−Adelante −respondió escueto, mientras miraba su reloj de pulsera: eran las seis y
media de la mañana.

−Buenos días gobernador Cherkas −la voz de Lewitt llenó la estancia con su tono
grave−. Confío en que no sea demasiado temprano…

−Tranquilo, hijo: siempre estoy para usted. ¿Todo bien?

−Nada que reseñar, gobernador, pero creo que tenemos que hablar sobre algunas
cosas antes de que atraque.

−Por supuesto, ingeniero. Entiendo su inquietud. No todos los días se regresa de un


viaje de siete mil años…Permítame que pida un café antes de continuar −dijo
levantándose de la mesa y asomándose a la puerta−. ¿De qué se trata? −preguntó tras
pedir la infusión a Roos con una seña−. No tenemos una banda de música, salvo al
pesado de Kubota con su violín: le aseguro que si le recibe él, le entrarán ganas de
volver al espacio unos cuantos siglos más. Su interpretación de Yervinyan es lo más
parecido a torturar un gato que he escuchado jamás…

−Bien… −la pausada voz de Lewitt pareció dudar por primera vez−: de eso quería
hablarle. No abandonaré laSpasatel, gobernador.

El secretario Roos entró en el despacho y depositó en una mesita auxiliar una cafetera
junto a un sobre de azúcar y otro de leche en polvo.

−Explíquese −pidió Cherkas una vez abandonó la estancia−. ¿Qué teme? ¿No se fía de
nosotros?

−No se trata de eso, gobernador: no he dicho que no quiera abandonar la nave. He


dicho que no puedo hacerlo.

−¿Por qué?

−Porque… Yo, Iván Virgil Lewitt, soy la nave.


Aquella confesión podría haber derrumbado a un hombre que no fuera Fawaz
Cherkas, sin embargo estaba preparado para ello: de hecho, lo había sospechado al
revisar las bitácoras de la Niflheim que se habían remitido a la tierra durante casi
ochocientos años, antes de que la enorme distancia y la pérdida de interés sumiera en
la bruma de la leyenda aquel proyecto. Los experimentos de estasis prolongada habían
fracasado, si no, la propia Niflheim hubiera carecido de sentido. Nadie podía
sobrevivir siete mil años encerrado en una lata.

−Así pues, hijo −no podía dejar de ver a Lewitt como una persona−, usted es en
realidad la Inteligencia artificial del E.A.M.M.E.S. −dijo algo desilusionado.

−No, gobernador. Yo soy Iván Virgil Lewitt, ya se lo he dicho, y no soy una


inteligencia artificial. Si se tratara de eso no habría problema alguno, pero soy un ser
vivo, no una máquina y pese a haber vivido milenios… no quiero morir.

Cherkas sintió una profunda compasión por aquel hombre. Cierto que había
alcanzado un cierto estado de eternidad, pero ¿para qué? ¿De qué sirve vivir eones si
tus días están vacíos? Lewitt siguió hablando.

−Tuvimos problemas en la Niflheim. No es posible encerrar a miles de hombres y


mujeres y confiar en que mantengan la disciplina durante siglos. Con razón o sin ella
surgen divergencias, voces discrepantes e incluso religiones, aun cuando el espacio
vacío sólo evidencia que no hay nada ahí afuera en qué creer.

»Yo estaba al cargo del reactor de fusión del Sector dos, una zona de dormitorios,
hidroponía y granja. Antes de que se llame a error, «granja» era cómo llamábamos a
los enormes reservorios de embriones, preparados para ir habitando los mundos que
esperábamos encontrar en nuestro viaje. Así pues, la Granja 2 se alimentaba del
reactor que yo atendía. Nos encontramos una nube de materia desconocida, algo
similar a la arena, que se comió el veinte por ciento de la integridad estructural de la
nave, pero eso no fue lo peor. Lo grave fue el desencanto de no ver las estrellas
durante los noventa años que tardamos en atravesar aquello. Dos generaciones
nacieron y murieron sin poder abrir una portilla y mirar al exterior. La desidia se hizo
dueña de todos y cada uno de nosotros. Mi reactor comenzó a fallar, una avería simple
en el circuito de refrigeración, pero el ingeniero a quien le pedí que reparara el
problema, simplemente lo ignoró. Se quedó durmiendo en su cabina mientras las
alarmas advertían de una evacuación inmediata. Quise arrojar el núcleo al espacio,
pero el cierre automático de las esclusas me impidió llegar, En lugar de ello me
dirigieron a la Spasatel más cercana. Llegué por los pelos. Cuando salí expulsado ya
había absorbido una cantidad mortal de radiación. La cápsula del módulo
E.A.M.M.E.S. me introdujo en el auto cirujano cuando ya había perdido el
conocimiento. −Lewitt hizo una pausa−. Quiero hacer un alto en la narración,
gobernador. Es importante aclarar una cosa.

−Adelante, hijo: tómese el tiempo que necesite.

−Quiero que quede claro que no culpo a la I.A. por lo que hizo. Aunque siete mil
años vacíos pueden parecer una condena, me salvó la vida. Esa era su misión, y estoy
agradecido por ello.

−Así lo haré constar cuando se me consulte: pierda cuidado −concedió el gobernador.

−Se lo agradezco, gobernador Cherkas. A partir de ahora, mis recuerdos son difusos.
No sé si me pertenecen o si los he compartido tantos años con la I.A. de la nave que
lo he asumido como propios, sin embargo, tengo una razonable convicción de que lo
que voy a contarle es la realidad.

»Las quemaduras por radiación eran considerables, especialmente en manos y piernas.


El auto–cirujano tenía que tomar medidas drásticas. Tuvo que decidir por mí, y lo
hizo. Amputó las extremidades enfermas que no hacían más que drenar mis escasas
energías. Tampoco podía disponer de piel para injertar, no había zonas donantes
viables en mi cuerpo. Intentó recuperar cuantos fluidos vitales pudo para
rehidratarme, pero mis órganos internos estaban afectados e iban fracasando poco a
poco. No puedo imaginarme qué hubiera visto alguien que abriera el tanque medico
en ese momento. Supongo que yo era una masa de carne viva que nadie compararía
con un ser humano.

−¿Por qué no regresó a la nave nodriza?

−Se había desatado el caos. La humanidad sigue temiendo, al menos seguía entonces,
los accidentes nucleares, y teníamos uno muy grave. El auto piloto de la Spasatel pidió
autorización para atracar en varios sectores, pero las defensas automáticas detectaban
la contaminación y nos rechazaban cada vez con más contundencia. En el último
intento fuimos repelidos y el mar de arena nos tragó. El piloto automático navegó
entonces a favor de la corriente para minimizar los daños por desgaste en el casco,
pero eso nos alejó aún más de la Niflheim que avanzaba a la contra. Las balizas sub–
onda eran fagocitadas por la nube, créame: nada podría sobrevivir ahí fuera.
−¿Que ocurrió entonces? −preguntó el gobernador mientras se servía una segunda
taza de café.

−Algo maravilloso…: Las dos I.A. del módulo hablaron entre ellas: se pusieron de
acuerdo.

»Decidieron sacrificar la base de datos estelares y buena parte del control de


navegación para darme una oportunidad. El auto–piloto fijó un rumbo hacia el
sistema solar y cedió el resto de su capacidad al auto–cirujano. Él me dotó de ojos, de
manos, de oídos… Me dio un nuevo cuerpo, uno único, que nadie había disfrutado
hasta entonces. En pocas palabras, me fundí con la nave.

−¡Espere, espere! ¿Quiere decir que hay partes de usted vivas, y que la nave…toda la
nave… es una enorme prótesis?

−Lo ha explicado perfectamente, gobernador. Ya se lo había dicho. Soy Iván Virgil


Lewitt y sí: soy una nave espacial.

El Honorable Gobernador Fawaz Cherkas depositó con cuidado la taza de nuevo en su


plato. Ni había probado el segundo café. Pensó en la cara que pondría Magnus Kubota
cuando se enterara de aquello. Habían acordado en una reunión de emergencia dar el
estatus de ciudadano a Lewitt en cuanto atracara en la estación. Conocía a
Kubota, ultranacionalista–fanático–religioso que no daría más importancia a Lewit
que a su tostadora de pan. Para él, la Spasatel no tendía más relevancia que pasar a ser
la mascota oficial de la colonia, una atracción circense, como antaño los delfines
visitaban los puertos y la gente les ponía nombre.

−Tengo que preguntarle algo, hijo −se odiaba por violar la intimidad de aquel… lo
que fuera, pero no le quedaba más remedio.

−Pregunte lo que sea, gobernador −respondió la voz−, aunque creo que sé qué quiere
saber. Necesita que le diga cuánto queda de mí, quiero decir de mi ser orgánico, en la
nave ¿correcto?

−Lo siento, hijo…

−No se preocupe. El módulo carecía de herramientas para fabricar prótesis reales. No


podía dotarme de brazos robóticos, o de ojos artificiales. En pocas palabras, no podía
darme una apariencia más o menos humana.
»Lo hablamos. Me consultó qué quería hacer, y me ofreció su propio sistema
sensorial. Acepte. Sin embargo, mantener con vida ese montón de masa orgánica era
un gasto energético apasionante. ¿Se imagina? Producir oxígeno, mantener una
temperatura viable, cosechar hidrocarburos… Un día consulté a la I.A. cuánto de mí
sería necesario para seguir siendo yo. Se sorprendería lo poco que hace falta. Me
costó convencer al programa médico que lo que pedía era coherente con el primun
non nocere. Se trataba de salvar mi vida en las mejores condiciones. Hicieron falta
meses y un par de crisis con el soporte vital para que me diera el visto bueno. Aun así,
me puso condiciones. Creó un banco de tejido y congeló células madre suficientes
para reparar y reconstruir todo mi cuerpo en el futuro, cuando las condiciones lo
permitieran.

−No está respondiendo a mi pregunta, Iván…

−Prefiero Virgil, gobernador −respondió la voz−: Iván sólo lo usaba mi padre cuando
estaba enfadado conmigo. Sí: tiene razón, estoy divagando. No es una cantidad exacta,
pero una buena aproximación es… medio centímetro cúbico.

Y allí estaban ahora, escuchando los gritos de un Magnus Kubota a punto del derrame
cerebral, defendiendo a capa y espada que Spasatel era una máquina pura y dura a la
que no asistía ningún derecho. Otros delegados se mostraron más flexibles, e incluso
llegaron a mostrar cierto grado de empatía con Lewitt, sin embargo Kubota era
inflexible, y su influencia en el consejo podía eclipsar el buen juicio del gobernador
Cherkas.

−¡Unos gramos de masa cerebral no son una persona! −gritaba lanzando salivazos−,
¡Este consejo no puede permitirse el lujo de sentar precedentes de ese tipo! ¿Qué
diferencia hay entre diez gramos y uno? ¿Y cuánta entre uno y ninguno? ¡Somos una
colonia espacial! Dependemos de las máquinas, y si aceptamos los derechos de una
tendremos que aceptar los derechos de todas.

−¿Ha hablado con Virgil, delegado Kubota? −preguntó el gobernador en un ejercicio


de serenidad.

−¡Por supuesto! Y le he expresado que no se trata de nada personal y…

−¿Por qué? −interrumpió Cherkas−. ¿Por qué le ha dicho eso? ¿Le da explicaciones a
su lavadora o a su máquina de afeitar?

−¡No intente confundirme, gobernador! ¡Sabe que tengo razón!

La tenía: al menos en lo de sentar precedentes, pero no conseguía entender que se


trataba de una circunstancia singular, irrepetible con toda probabilidad.

La delegada Naenie Stratos, una de las pocas mujeres del equipo de gobierno. golpeó
su taza de té con una cucharilla.

−Permítame enseñarle algo, Magnus −era el único miembro del consejo que llamaba a
Kubota y al resto de los presentes por su nombre−. Este −puso algo sobre la mesa−, es
el espejo de mi abuela. Me lo dio cuando cumplí once años, exactamente el día que…
¡bueno!… cosas de viejas.

»Verá, Magnus. Yo siempre he sido muy torpe, así que no tardé en dejarlo caer, con
tan mala suerte que se rompió el cristal. No quería que mi abuela se disgustara, así que
gasté mis pocos ahorros en poner un espejo nuevo. Quedó perfecto. Mi abuela nunca
supo que lo había cambiado. Muchos años después −continuó la delegada Stratos−
rompí el mango. Por fortuna ya era una mujer adulta y bien situada, porque es de
marfil, ¿saben? Me costó una pequeña fortuna encontrar un importador de marfil fósil
y un artesano que reprodujera con fidelidad la forma y detalle del original, pero mi
abuela lo merecía.

−¿A dónde quiere ir a parar, delegada? −interrumpió Kubota sin disimular su enfado.

−A que no queda nada de lo que me dio mi abuela, sin embargo, este −señaló a la
mesa− y no otro es y serásiempre el espejo de mi abuela, el que ella me regaló.

Se hizo un silencio reflexivo en la sala del consejo. Durante unos minutos nadie dijo
una palabra. La delegada Stratos había disparado a la diana, a los corazones, con
precisión milimétrica. Por un instante pareció que Kubota iba a ceder, pero era un
hombre de estado. Equivocado o no, estaba convencido que abrir la puerta a la
ciudadanía de las máquinas era el peor error que podían cometer.

−Si me permiten −Cherkas tomó la palabra−, creo que estamos enfocando mal el
asunto. El debate no está en si dotamos a las máquinas de derechos civiles, en eso yo
mismo estaría de acuerdo con el delegado Kubota. Lo que tenemos que decidir es si
Ivan Virgil Lewitt es «Virgil» o es «Spasatel»
−¿Recuerda usted qué le dijo, gobernador? −intervino la delegada de nuevo−. He
repasado una y otra vez las grabaciones que nos ha suministrado:

«…soy un ser vivo, no una máquina y pese a haber vivido milenios… no quiero
morir». ¿Son esas las palabras de una máquina? −concluyó Stratos.

Kubota iba a replicar cuando las luces se apagaron. Un momento después se


conectaron las luces de emergencia mientras una alarma saltaba en toda la estación.
Todos notaron una pequeña nausea, señal de que había problemas con la gravedad
artificial. Los altavoces comenzaron a escupir recomendaciones y llamadas. El
gobernador se dirigió a la Torre, mientras todo el personal era redirigido a las cápsulas
de escape.

En la sala de control de la Torre las órdenes entraban y salían a velocidad de vértigo.


Lippencott señaló una consola a Cherkas sin molestarse en saludar. Pidió que se
pusiera toda la información en aquel puesto a disposición del gobernador. Cherkas
sintió un ligero mareo, lo que indicaba que la estación estaba girando. No era una
rotación importante, pero significaba que algo iba mal, muy mal.

−¡Alférez! −rugió a Lippencott−. ¡Quiero un resumen inmediatamente!

−Nos están entrando más datos ahora mismo, gobernador, pero tenemos un problema
serio. La estación está ahora mismo en modo autónomo.

»Hace veinte minutos una auto–gabarra ha tenido un fallo instrumental, se ha


separado del convoy y todas las que iban tras ella la han seguido, en total unas
cincuenta auto–gabarras cargadas con doscientas toneladas de mineral cada una de
ellas. Han impactado directamente con un asteroide metálico que estaba siendo
transportado para ser procesado en la estación Benford.

−¿Bajas?

−Ninguna, gobernador: todas las acciones era automáticas y sin piloto.

−Estupendo −se relajó−. ¿Cuál es la situación ahora?

−El asteroide viene hacia nosotros −dijo Lippencott con tono fúnebre−. Estamos a
veinte minutos del impacto.

−Evacuación inmediata −ordenó Cherkas sin pestañear−. ¿Qué opciones tenemos?


−Ninguna, gobernador. Nuestras defensas están basadas en la detección temprana. No
podemos desviar ese objeto.

−¿Destruirlo?

−Tampoco. Haría falta una detonación nuclear: hace tiempo que abandonamos esa
tecnología. No tenemos un reactor con el que improvisar una bomba… Somos
mineros –dijo con pesar.

−Se equivoca: tenemos uno, pero no es nuestro −dijo el gobernador−. Póngame con
la Spasatel, ahora.

−En línea −contestó una voz anónima.

−Hijo… −el gobernador no sabía cómo empezar− Virgil… Necesitamos su ayuda.

−Estoy al corriente de todo, gobernador. ¿Qué puedo hacer?

−No es fácil, Virgil… Pero todo está en sus manos…

−¿Quiere que use mi reactor para destruir el asteroide?

−Hijo…

−Está bien −La respuesta de Lewitt fue contundente como un martillazo−. No hay
problema gobernador. ¿Sabe?… tal vez he vivido siete mil años sólo para este
momento.

−Virgil… −el gobernador no estaba seguro de que Lewitt estuviera teniendo en cuenta
todo−. No hay tiempo para sacarle de ahí. Hemos perdido el tiempo discutiendo si
usted es humano o no, y ninguno nos hemos preocupado por usted… Lo siento,
hijo… Hemos sido unos egoístas…

−Creo que no podía haber encontrado a nadie mejor que usted en mi regreso,
gobernador. Lamento que no vayamos a tener tiempo para mantener esas largas
conversaciones con las que tanto he soñado… Comienzo a descargar datos en su
sistema. Sería una pena que todo lo que he visto en siete milenios se perdiera…

−Muchas gracias, Virgil…


−No esté triste, gobernador. No pude salvar a todas aquellas personas en la Niflheim.
Esto hará que me sienta útil.

La Spasatel desatracó sin pedir permiso. Era una especie de bailarina, nacida para
vivir en el espacio sin las limitaciones de los seres humanos. No era un hombre en un
traje espacial, sino una criatura gestada entre las galaxias, la única de su raza.

La puerta de la Torre se abrió y entraron varios delegados, con Kubota a la cabeza.


Miró al gobernador y le pidió con un gesto permiso para hablar con el módulo.
Cherkas se lo concedió.

−¿Nos escucha, muchacho? −preguntó Kubota con un nudo en la garganta.

−Alto y claro, delegado, pero deberían estar ustedes embarcando en un módulo de


escape.

−Sólo es un instante, Hijo. Queremos que sepa que rezaremos por usted, al menos
algunos de nosotros, y que nunca dejaremos que esto se olvide. Muchas gracias…
Virgil −una lágrima se negó a caer de los ojos de Magnus Kubota−, Ciudadano Ivan
Virgil Lewitt…

La Spasatel viró con elegancia hacía el objeto que iba creciendo en las pantallas de la
estación…

−Muchas gracias a ustedes, delegados…

−¿Por qué, hijo? −pregunto la delegada Stratos.

−Gracias… por concederme un segundo de humanidad.


CRONICA SOLITARIA

Si cerraba los ojos, podía sentir el delicado aroma del vino corriendo por aquellos
canales cuando el planeta era joven, pero el paisaje hacía milenios que no veía
ninguna fiesta y él, ya sólo cubierto con harapos, había abandonado la juventud
muchos años atrás. Sus botas de arrogante astronauta colgaban andrajosas al extremo
de sus pies, bajo los que un seco caudal de arena áspera y dura permanecía inmóvil,
carente del agua que, en otro tiempo, había animado sus días.

Estaba sólo. Aunque sabía que unos centenares de metros tras él los hombres que
habían acudido a rescatarle cuchicheaban a su espalda, estaba seguro y convencido de
su soledad. Había necesitado la compañía de otros seres humanos para descubrir el
verdadero peso de la soledad. Desde que ella le dejó habían pasado quince años.
Durante todo ese tiempo sus días habían estado llenos de recuerdos, mechados de
lágrimas y sonrisas que se perseguían las unas a las otras. La veía en cada recodo del
camino, en cada rayo de sol al atardecer rojizo, en los amaneceres sobre los famélicos
frutales de su agónico huerto. Pero la llegada de aquellos hombres había contaminado
su panteón particular. Estaban respirando el aire que sólo ella había respirado,
hollando el suelo que ella tatuaba con las diminutas huellas de sus pies, bebiendo su
agua… robando su sol.

Hubiera podido con todo eso, sin embargo no consentiría que le robaran su recuerdo.
No ¡eso no! Se atrevieron a excavar en su tumba, la que él había cavado con sus
propias manos para sepultarla mirando al canal, como a ella le gustaba. No habían
encontrado nada, Le repetían una y otra vez que ella no había existido, que su mente
había creado una compañera para superar la soledad, para salvarle de la locura. ¿Qué
sabían ellos? Él la había visto venir caminado desde el horizonte. Entonces sí que
estuvo a punto de pensar que estaba definitivamente loco. Llevaba cuatro años en
aquel planeta. Sólo hacía siete meses que había enterrado al último de sus
compañeros, muerto tras agonizar durante semanas con las costillas clavadas en un
pulmón al caerse a uno de los canales.

Sólo quedaba él de los seis astronautas que iniciaron la expedición. Los demás… no
habían sabido sobrellevar la soledad de aquel planeta. No lo entendía. ¡Para él era
hermoso! ¿Por qué aquella necesidad de marcharse, de abandonar aquella eterna
desolación?

Tuvo que ir matándolos de uno en uno. Con disimulo, fingiendo accidentes,


enfermedades, desapariciones… Para el último tuvo que manipular el cierre de
seguridad de su arnés. Se dio cuenta ¡Cómo no! ¿Quién iba a haber sido cuando sólo
quedaban dos personas en aquel mundo? Después él mismo le pidió que acabara con
su vida, torturado por la fiebre y con los pulmones llenos de agua por causa del
neumotórax… No. Nunca. A su manera, él no era un asesino. Lo mantuvo con vida
escuchando todas las maldiciones que escapaban entre toses desgarradoras.

Pero después todo cambió.

Cuando ella llegó el planeta entero pareció pararse. Ni le dijo de dónde venía ni le dio
los buenos días. Se envolvió en su vida como te atrapa un amanecer, sin sobresaltos,
como si estuviera escrito que tenía que ser así. Pronto comenzaron a deslizarse por las
dunas como adolescentes. Navegaron los canales en los fugaces deshielos e incluso
construyeron un velero de arena y cruzaron los desiertos empujados por la brisa
nocturna. Sin embargo, un día, una vez más, su mundo cambió.

Los pocos dispositivos que aún funcionaban, se despertaron haciendo sonar todas las
alarmas. Algo se acercaba. Él miró las sucias pantallas y vio cómo una nave se
aproximaba a su planeta. No le costó reconocer una nave Ranger de rescate. ¿Acaso
había pedido que le vinieran a buscar? ¿No podían conformarse con hacerles un
funeral de estado, declararles héroes, bla, bla, bla…?

Sabía cómo eran los tipos que viajaban en aquel rescate. Hombres duros, sin más
horizonte que la misión que tuvieran encomendada.

Comenzó a rebuscar cómo loco entre la chatarra en que se había convertido la nave
que le había llevado hasta allí. No tardó en descubrir la baliza que alguno de sus
compañeros había activado y escondido. Sabía que sospechaban de él, pero no
esperaba eso. Creía que intentarían matarlo o reducirlo… Tal vez no habían tenido
tiempo. Por otro lado, tal vez fuera hora de regresar. Decidió hablar con ella.

Se negó en redondo. No abandonaría su hogar.

Se lo rogó. Se arrodilló ante ella, lloró como un niño, pero fue en vano. ¿Qué
alternativa tenía? La estranguló esa misma noche. Ella le miró a los ojos hasta el
último aliento. No se defendió, no grito, no pataleó: Dejó escapar la vida con la misma
tranquilidad con la que había aparecido una mañana entre la bruma del amanecer en el
desierto.

Cuando llegaron los ranger, sabía que le descubrirían. Eran veteranos y no se creyeron
en ningún momento la cadena de casualidades que había acabado con toda la
expedición menos con la suya. Sacaron todos los cadáveres de sus tumbas de arena y
piedra. Secos como el tasajo, congelados en el tiempo casi tal y como él los había
enterrado, los muertos confesaron. Contaron cómo él había terminado con todos
ellos, uno a uno. Los ranger eran tipos duros, si. No dijeron nada. No le juzgaron, no
le encerraron. No era su trabajo. Sólo hubo una cosa que les llamó la atención: la
tumba de ella estaba vacía.

Le preguntaron una y otra vez dónde la había encontrado, cómo y qué había pasado
desde entonces. No hallaron nada que demostrara su existencia: ni tan siquiera el
velero de arena que él aseguraba haber construido.

Y allí estaba ahora, mirando sus andrajosas botas al extremo de sus pies. Uno de
los ranger era un joven novato. Le llamaban “Niño” los demás veteranos. Le caía bien,
pensó mientras jugaba con el detonador que llevaba escondido desde que supo que
venían a rescatarle. Las cargas estaban escondidas en el almacén, donde ahora todos
los soldados se protegían del sol del mediodía.

–Lo siento, Niño –pensó en voz alta sorprendido por el sonido de su voz–. Me
da mucha pena tener que matarte…
TAN SOLO UN SUSURRO.

La sala era milimétricamente aséptica incluso en sus formas; no había nada de más, ni
tan siquiera una mota de polvo y si la hubiera seguro que alguien la habría catalogado,
censado y tabulado en algún formulario perdido en aquel enorme hospital. Se acercó a
la ventana y anuló la polarización para poder ver mejor el exterior. Una catarata de luz
invadió la sala; las paredes inmaculadamente blancas multiplicaron la luminosidad
hasta hacerle sentir que estaba rodeado de hielo. Fuera, el paisaje fue componiéndose
a medida que su vista se adaptaba a la situación. No era su mundo natal y muchos
aún se sentían incómodos al contemplar aquel yermo rojizo y la enorme luna que se
alzaba cada noche en el cielo; sin embargo a él le encantaba: sabía que era su hogar y
se había acostumbrado a vivirlo tal y como era. Le fascinaban las enormes tormentas
de polvo que periódicamente cubrían gran parte de aquel mundo. Para un arqueólogo
como él era el mundo perfecto; aún se levantaban enormes restos de la civilización
que les precedió, restos en su mayoría de enormes construcciones en las que aquellos
seres debieron de vivir apilados como insectos. Los primeros análisis de las
estructuras demostraban que aquellas viviendas eran absolutamente ineficientes en
cuanto a la conservación del calor o de la energía; los espacios estaban tabicados con
lo que la idea de unos seres sociales era muy difícil de sostener: No encajaba con el
concepto de colmena. No terminaba de comprender cómo los habitantes de aquel
mundo se encerraban en enormes construcciones comunitarias para después construir
de nuevo habitáculos más pequeños en los que conservar la individualidad.

Un suave zumbido a su espalda le hizo saber que los servomecanismos de la puerta la


estaban abriendo; volvió la vista y de encontró de frente con el doctor al cargo del
cuidado de su esposa.

–¿Cómo estás, Doc? –saludó el recién llegado.

–Esperando noticias, Doc –contestó a su vez.

– ¿Acaso quieres quedarte ciego? – dijo el médico mientras se dirigía a la ventana y


polarizaba el cristal– Pusimos estos filtros para algo.

Ambos se conocían bien desde muchos años atrás; habían nacido en la misma colonia.
Se hicieron amigos en la escuela, durante el largo viaje que les llevó desde su mundo
natal hasta este que habitaban ahora. Fueron compañeros de estudios hasta la
universidad, cuando uno se decantó por la medicina y el otro por la arqueología; se
doctoraron a la vez, por eso se referían el uno al otro con un afectivo «Doc».

– Tu esposa está bien; no debes preocuparte. –Se acercó a la pared y con un gesto de
la mano un panel se deslizó dejando a la vista un recipiente con agua caliente y
diferentes infusiones–. ¿Tomas algo?

– No, gracias – respondió con un gesto de impaciencia –. ¿Cuánto crees que va a


durar esto? Hace dos horas que no sé nada. Espero que esté todo bien.

El médico levantó la vista al techo con un gesto teatral

–¡Padres primerizos! ¡El terror de los médicos!… No tienes que preocuparte de nada
–hizo un gesto con los brazos extendidos– Todo el personal de esta institución está
atento a la llegada al mundo del vástago del arqueólogo más rebelde e iconoclasta de
nuestra historia reciente.

–No te rías de mí – se puso serio y se acercó de nuevo a la ventana – Sabes que mi


teoría será rechazada y enviada a la papelera unánimemente por todo el Consejo
Superior: peligra hasta mí puesto en la Universidad…

–No seas tan pesimista; has creado una corriente de pensamiento, que es más que
elaborar una teoría. Has conseguido que un montón de personas presionen para que
se investigue en la línea que tú has trazado – se detuvo buscando una cucharilla–
¡Despedirte! No se atreverán a tanto, aunque… – hizo una pausa y miró fijamente a su
amigo – he oído que tal vez te sancionen. Lo siento Doc; no pasarán por alto el
desafío.

–¡Estamos en peligro! No puedo callar después de tantos años viajando por la nada
para lograr un mundo que nos acoja ¡Míralo! –despolarizó de nuevo la ventana con
un gesto violento–. ¡Es hostil! ¡No nos dará oportunidad alguna! –se volvió hacia su
amigo–. Doc… Tú has visto las pruebas conmigo, te las mostré antes que a nadie:
todas las razas que han habitado este planeta han convergido a una. ¡Es como una
maldición! –señaló con un dedo al exterior–. Estas ruinas no las dejaron ni la primera
ni la segunda ni la décima raza que ha vivido aquí; muchos fueron parias del universo,
como nosotros que tuvimos que abandonar nuestro mundo. Doc… –miró fijamente al
doctor–. Tú y yo nacimos en una maldita nave espacial, por mucho que la llamáramos
Colonia. Nuestra casa era un camarote precipitadamente habilitado por nuestros
abuelos para huir del desastre.

»Muchas de las razas que han habitado este mundo eran como nosotros. Algunas de
ellas eran infinitamente más resistentes al cambio genético de lo que somos
nosotros… y eso no les salvó –puso ambas manos en los hombros de su amigo–.
Doc… Tienen que entenderlo. Todas las razas con el tiempo terminaron siendo seres
bípedos con simetría bilateral… y en eso es en lo único en lo que se parecieron a
nosotros; en todo lo demás… ¡Dios mío! ¿Es que estamos ciegos?

El médico tomó las manos de su amigo y las apartó de sus hombros; no sabía qué
decir. Las pruebas que una noche le presentó lleno de entusiasmo parecían
consistentes con lo que decía, pero no encajaban ni con la medicina ni con la genética.
Pretender que existía un factor ambiental que determinaba a cualquier forma de vida
inteligente ajena al planeta a reencarnarse siempre en la misma raza, era poco menos
que atribuir a ese mundo una conciencia casi divina. El Consejo no iba a pasar por
alto esa aproximación al pensamiento religioso que tantos años había tardado en
contener durante el viaje. Pelearon duro contra las sectas y religiones que dividían a
los viajeros hasta lograr un pensamiento crítico y coherente con la situación anómala
que estaban viviendo. Ahora, un arqueólogo sin conocimientos de evolución o de
genética se sacaba de la manga un nuevo apocalipsis, un juicio divino que enfrentaría
a todos contra todos hasta la destrucción final. Había grupos en la calle que
presionaban a los gobernantes para que hicieran algo. Muchos de esos grupos no
habían comprendido el asunto ni la trascendencia del mismo. Algunos pensaban que
esa evolución era la razón de la existencia su propia raza; tenían que alcanzar un
estado belicista que dictara quién vive y quién muere; achacaban a las razas que
anteriormente lo habían intentado no ser «las elegidas»; para esos grupos aquellas eran
razas inferiores con las que el planeta había ensayado lo que ellos llamaban
«evolución planetaria». Difundieron octavillas con la frase «El bienestar es el fruto de
las batallas y matanzas»; hablaban del siguiente paso, que no sería otra cosa que
magnificar el estado actual y convertirlo en una «evolución galáctica». Otros grupos
tomaban un camino diferente: postulaban que el Consejo nunca escucharía los gritos
pero tal vez prestara atención a un susurro. Se habían constituido en hermandades
herméticas que esperaban conseguir el favor del gobierno dándoles el trabajo hecho.
Pretendían usar las Colonias en órbita como un repositorio para la raza; allí se
guardarían ejemplares «puros» para refrescar la sangre de los habitantes cuando los
síntomas de mutación comenzaran a hacerse evidentes. Ya habían juntado fondos y
habían adquirido dos de las viejas naves que rebautizaron como «Perfecta» y
«Pacífica». En la primera querían crear un enorme banco genético con capacidad para
replicar ADN y utilizarlo para eliminar los signos de cambio según fueran
apareciendo; en la otra pretendían organizar un sistema de gobierno basado en el
único código que, según ellos, era compartido por toda la comunidad: El código
genético.

La voz de su amigo le sacó de sus pensamientos.

–Tú tampoco me crees, ¿verdad? No te culpo – se dirigió al estante con las infusiones
y comenzó a jugar con los sobres–. Créeme; me gustaría, me encantaría estar
equivocado; pero sé que no lo estoy. Tal vez me embarque en la Pacífica; me han
ofrecido un cargo en su futuro gobierno y la garantía de que mi esposa y mi hijo
vendrán conmigo. Además, me permitirán proseguir mis investigaciones.

–Estás adelantando acontecimientos, Doc –interrumpió el médico–. Llevamos aquí


casi dos décadas y no se ha detectado ni un solo caso de mutación que concuerde con
tu teoría. Si algo bueno ha traído tu estudio es que se ha realizado un estudio genético
de carácter universal; jamás tuvimos datos tan precisos de los cambios de la población
a nivel molecular. Te garantizo que seguimos siendo lo que fuimos.

–El cambio será instantáneo y masivo –rebatió el arqueólogo–. No habrá aviso;


mutaremos a toque de silbato –se dejó caer desmañadamente en una silla–. No habrá
tiempo, Doc… No lo habrá.

El buscador del médico iluminó uno de los bolsillos de su bata al tiempo que un
zumbido avisaba de un mensaje entrante. El doctor se lo llevó al oído y escucho
atentamente; por un momento una nube de preocupación cubrió su rostro, pero un
segundo después levanto la mirada hacia su amigo con una sonrisa.

–Bueno, Doc… ¡A trabajar!

–¿Seguro que todo va bien? He visto tu cara mientras escuchabas el mensaje…

– Querido amigo… –dijo el médico mientras tecleaba hábilmente en su


comunicador–. Sabes que tu esposa tiene toda mi atención, pero este hospital tiene
más pacientes y no todos vienen por algo tan bonito como traer un hijo al mundo –
guardó el aparato en su bata– .Me llaman de varios frentes, pero me han comunicado
que tu esposa estará preparada en diez minutos. ¡Es lo bueno de los partos
programados! No hay sorpresas –Dio la mano a su amigo y se encaminó a la puerta–.
Te veo dentro de un rato para presentarte a tu hijo. Relájate; ¡a partir de hoy vas a
dormir bastante menos!

Relajarse no parecía posible en ese momento. Con la espada de Damocles sobre su


empleo y un hijo llamando a la puerta el relax se antojaba inalcanzable. Volvió a
ajustar la ventana hasta dejar la sala en semioscuridad y decidió concentrarse en la
llegada de su hijo. No había querido saber el sexo; su esposa y él querían disfrutar de
la paternidad al máximo. Pensó en su padre; vio de nuevo como su ataúd era arrojado
al espacio mientras se agarraba con fuerza a la mano de su madre. En ocasiones
echaba de menos el perfecto orden de la Colonia; una vida monótona pero sin
sorpresas… Tranquila… el sopor le vencía…

Se despertó en la más absoluta oscuridad; en el exterior la noche era pesadamente


oscura; ajustó la ventana a la máxima transparencia pero únicamente logró ver las
siluetas del terreno bajo la suave luminiscencia azulada que se desprendía del hospital;
ninguna estrella colgaba del cielo. Miró apresuradamente su reloj y descubrió con
inquietud que había pasado más de dos horas desde que el médico había abandonado
la sala. Los servomecanismos de la puerta llamaron de nuevo su atención y una vez
más el doctor atravesó el umbral: su cara lo decía todo: El médico bajo la cabeza sin
querer que sus ojos se encontraran.

–No sé qué decirte, Doc; hemos hecho todo lo posible pero…– sus hombros se
estremecieron–. No ha sido suficiente –se acercó a la ventana para esquivar la mirada
de su amigo–. He tenido que decidir… He creído que tu esposa tenía más
oportunidades que el chico… He actuado en consecuencia; pensando qué querrías tú.
De verdad, Doc. El chico no tenía posibilidades, no hubiera vivido más allá de unas
horas…Como mucho un par de días ¡Parecía que todo iba bien! –se le quebró la
voz–. ¡Lo siento mucho!

El arqueólogo no se había movido de la silla: estaba congelado. Aún tenía el brazo


extendido y la manga recogida mostrando su reloj de pulsera; En la sala el aire parecía
gelatina; denso, asfixiante. El procesador de soporte ambiental funcionaba, pero sus
sentidos se negaban a reconocerlo. Casi le daba pena el médico; parecía que era él
quien hubiera perdido un hijo. Tomó una bocanada de aire antes de hablar.

–¿Puedo verlos?

–Tu esposa está sedada; estará bien, pero por ahora es mejor que duerma.

–Esa es sólo la mitad de la respuesta, Doc. ¿Qué hay del niño?


–Verlo no le devolverá a la vida; Ya has sufrido demasiado por hoy, créeme; verlo
sería demasiado castigo.

–¿Cuánto hace que nos conocemos, Doc? –preguntó el arqueólogo.

–¿Qué pregunta es esa? –el médico giro la cabeza hacia él–. Desde que nacimos; ¿Por
qué lo preguntas?

–Porque creo que me estás mintiendo.

–¡Te estás volviendo un paranoico! ¡Esto no es una de tus malditas teorías


apocalípticas! Has perdido un hijo, las cosas no han salido bien, estás dolido, quizás
hasta me culpes ahora… ¡Pero no consentiré que me trates así!

–¿Por qué te enfadas, Doc? ¿Dónde está tu fama de hombre contenido, de cirujano
imperturbable? –se levantó lentamente de la silla–. Ahora estoy seguro de que me
ocultas algo; y lo voy a descubrir.

–No digas tonterías; no estás bien. –el médico se colocó entre él y la puerta–. Acabas
de sufrir un enorme impacto emocional: eso es todo; intenta relajarte. Tu esposa te va
a necesitar muy sereno: ha sufrido mucho; aún no sabe nada del chico. No se lo
hemos dicho.

Antes de que el médico pudiera reaccionar lo esquivó y salió corriendo por el pasillo;
recodaba el lugar al que habían llevado a su esposa. Encontró la habitación con
facilidad.

Ella yacía inconsciente entre una maraña de cables y tubos que conectaban su cuerpo
con un pupitre lleno de luces parpadeantes. Reconoció el ritmo firme del
electrocardiograma y respiró tranquilo al ver que estaba viva. Estaba tomando su
mano cuando un ruido llamó su atención. No se había fijado en el pequeño nicho que
había en un lateral de la habitación; prestó atención. El ruido se repitió y ya no tuvo
dudas: era el llanto de un niño. Temía lo que se pudiera encontrar. Lentamente apartó
la sábana que cubría al niño. Las rodillas le fallaron cuando vio lo que había en la
cuna.

–Te dije que no lo hicieras, sonó la voz jadeante del médico desde la puerta– .Aléjate
de él, por favor…

Lo hizo; poco a poco se plantó delante del espejo del baño abrió el grifo y se refrescó
la cara.

–Sabía que la mutación estaba a punto de comenzar… pero no esperaba esto, Doc.
¿Has visto sus manos? Tienen… ¡tienen cinco dedos! Y sus ojos…– rompió en
llanto– …Dos horribles ojos azules… ¡Azules!

Intentó serenarse: rebuscó en el bolsillo hasta encontrar un pañuelo y lentamente


comenzó a secarse las lágrimas que manaban de su amarillo y único ojo.
EL LÍMITE DEL UNIVERSO.

Sólo una pregunta. Había viajado más que ningún ser humano en toda la historia de la
humanidad con una pregunta escondida en lo más profundo de su ser. El sueño de
miles de años había ocultado a sus ojos los millones de estrellas a través de las cuales
había navegado e incluso, en algunas ocasiones, atravesado. Necesitó que la
humanidad investigara durante miles de años para poder curvar el espacio como un
papel arrugado y saltar entre sus pliegues a una velocidad que él solía catalogar como
obscena, por la enorme arrogancia que suponía recorrer aquellas distancias en tan
poco tiempo. Había necesitado todo eso, y dinero, mucho dinero, pero eso no fue
difícil para él. Cuando contó al mundo su proyecto las opiniones se dividieron entre
los que pensaban que estaba loco y los que estaban seguros de ello. ¿Viajar al límite
del universo? ¡Imposible! El universo no tiene límites. Ninguno podía saber entonces
que tendría un informante secreto que le diría por dónde estaba la salida al espacio
vacío, donde la materia desaparecía en sus formas conocidas para transustanciarse en
otra cosa, en una inmensa nube de átomos sutiles donde todo lo que era válido aquí
dejaba de tener vigencia. Si: se sonreía porque él tenía una verdad y una misión.

Recordaba como aquello se había ido forjando en su mente, y sabía que no fue una
casualidad. Todo había partido de aquellas las amarillas pintadas de forma tosca sobre
un fondo azul cobalto en la pequeña iglesia de su localidad natal. Su madre, viuda
desde casi cuando él nació, era la guardesa de aquella capilla, además de encargarse de
atender las necesidades del párroco. La iglesia cubría todos sus gastos escolares, pero
como contraprestación él debía asistir al cura en todas las misas y oficios. Tediosas
tardes de rosario, responso o novena, según tocara, obligaban a su mirada a alcanzar
un estado casi hipnótico entre las estrellas de color oro sucio que más que pintadas
parecían cinceladas a pincel sobre la irregular mampostería del techo de la iglesia. Su
mirada se llegaba a perder tanto, que en ocasiones la imagen tomaba una tercera
dimensión, y le embargaba la idea de que restaba navegando entre aquellos astros de
pintura acrílica. En su mente se fue grabando a fuego la determinación de ir hasta allí.

Redobló sus esfuerzos para conseguir una beca tras otra. Inundó sus noches de horas
de estudio, de candelabro y recuelo, de brasero, manta y mitones, hasta lograr que una
buena universidad le aceptara, La recomendación del Obispado a través del anciano
párroco, a quien tantas misas había ayudado a celebrar, fue capital para que le
admitieran en un colegio mayor, con la condición de seguir colaborando domingo tras
domingo en la capilla de la facultad. No le importó. Estaba decidido a llegar a las
estrellas a cualquier precio.

Estudió y trabajó duro. Había elegido la carrera de física y después ingeniería Tenía
muy claro lo que cualquier agencia espacial quería dentro de sus sofisticadas naves.
Trabajó su cuerpo en el gimnasio, disciplinó sus horarios y agendas de modo que su
vida fuera un ejemplo de orden. Sacrificó los amigos, las novias… Su única misión,
aquella para la que se consideraba llamado, era llegar a volar entre aquellas estrellas
que le habían cautivado de niño. Y ahora estaba allí, casi al final del camino, en el
límite del universo.

Era consciente de los años que habían pasado durante su viaje. Nadie conocido estaría
aún vivo, salvo que fuera otro astronauta en una misión como la suya, y eso le parecía
bastante improbable. Sabía lo que le había costado a él llegar hasta allí. Recordaba
cómo había hecho su primera patente mientras cursaba el doctorado en ingeniería, y
cómo aquello le había reportado el camino para ganar su primer millón. Tras aquello
vinieron más patentes, y más dinero, hasta que al final creó una compañía y el dinero
dejó de venir en aquellas enormes cantidades, para venir en cantidades aún mayores.
Lejos de distraerle de su objetivo, aquel éxito le dio la libertad de dedicarse en cuerpo
y alma a su sueño. Delegó buena parte de sus empresas en personas en las que
confiaba: Sabía que le iban a robar, pero mientras quedara lo suficiente para vivir
como un rey y poder perseguir su objetivo sin interferencias, lo daba por bueno. A los
treinta y ocho años, con dos doctorados a su espalda, una fortuna considerable, y una
salud perfecta, nada le detendría.

Dos noticias estuvieron a punto de tambalear su determinación. Una, la muerte de su


madre. Justo cuando podía ofrecerle una buena vida, sin más trabajo que cuidar de
sus flores en la casita que había hecho construir para ella, su corazón decidió que
había trabajado demasiado. No murió al momento. Una angina de pecho al principio,
después un pequeño infarto. Un par de años más tarde un aneurisma ventricular que
la postergo a una silla de ruedas con sólo un cincuenta por ciento del corazón
operativo, y por fin, la muerte en una moderna unidad de cuidados intensivos,
conectada a más máquinas de las que él lo estaba en la actualidad. No se separó de ella
durante los cuatro años que duro aquella agonía. No le molestaba que su madre
hubiera muerto, en cierto modo le había aliviado de la necesidad de tener que contarle
que un día partiría en un viaje con sólo billete de ida, le molestaba no haber podido
devolverla todos los esfuerzos que ella había hecho por él. Por primera vez dudó. Su
formación como físico le había ayudado a aparcar la religión como un modo de vida.
Ayudar en misa le parecía un acto de amor hacia su madre, ferviente católica, y de
agradecimiento al anciano párroco que le había facilitado una buena educación, pero
jamás había llegado a creer del todo. Nunca, ni tan siquiera de niño, se le escapó el
hecho de que el Cristo en el centro del retablo estaba hecho de madera, y que había
que atornillarlo con cierta frecuencia porque tenía una curiosa tendencia a descolgarse
de la cruz, cosa por otra parte bastante normal: nadie querría estar crucificado toda la
eternidad. Tampoco le engañaban las poco afortunadas ilustraciones del humilde vía
crucis a ambos lados de la única nave de aquella pequeña iglesia. Es más: si no
hubiera sido por aquella bóveda celeste donde se extraviaba su mirada, quizás hubiera
abandonado la religión mucho antes.

Aquel día, noche en realidad, en la sala de espera de la unidad coronaria, apareció el


párroco. Nunca supo cómo se había enterado de que su madre estaba ahí. Al cabo de
unos minutos conversación insustancial, se dio cuenta de que el cura no había ido
hasta allí para acompañar a la enferma: quería hablar con él. Le interrogó sobre cómo
pensaba llegar a las estrellas y dejarlas atrás. Quería saber qué esperaba encontrar, e
incluso si esperaba encontrar a alguien allí, fuera de los límites del universo.

−Hijo −le preguntó con una voz aún limpia, dada su edad−. ¿Sabes que viajar cómo lo
vas a hacer es un suicidio, y por lo tanto un pecado mortal a los ojos de Dios?

Estaba preparado para aquella pregunta.

−No lo veo así, Padre −contestó resuelto−. No voy a acortar mi vida ni un instante, es
más, como dormiré durante siglos, técnicamente voy a prolongar mi vida más allá de
lo que lo haya hecho cualquier hombre −añadió con una sonrisa.

−Tampoco estoy muy seguro de que esa sea la voluntad de Dios −le miró a los ojos
severo−. Si Él quisiera eso, los hombres viviríamos milenios. Sin embargo nos ha
dado unos años de vida, quizá pocos para gente como tú, pero suficientes si los sabes
llenar día a día.

−¿No quiere saber que hay más allá −pregunto algo confuso.

−Ya sé que hay más allá −respondió el cura con falso enfado−. ¿Acaso no ves mis
hábitos? Voy a llegar al mismo sitio que tú, hijo, aunque yo lo haré tras haber vivido
una vida completa, plena y sin interrupciones −hizo un gesto de cansancio, como si
esperara que esa vida de la que hablaba se terminara pronto.
−¿Y no gustaría confirmarlo? ¿Tener la evidencia que la ciencia reclama? ¿Poder
plantarse en cualquier universidad y decir: Dios existe porque yo lo he visto?

−¡Yo ya he visto a Dios muchas veces! −atajó el religioso esta vez enfadado de verdad
−. Contra tu razón está mi revelación −le señaló con un dedo nervudo al extremo de
su manos deformada por la artrosis−. Hasta los descreídos como tú son la prueba de
su existencia y de su gloria.

−Si Dios existe, como usted defiende, Padre, ha cometido un gran error dándonos
unas vidas tan cortas. No arriesgaría yo mi vida si supiera que iba a vivir mil años,
sería absurdo. No. Los humanos necesitamos movernos y explorar porque nuestras
vidas son cortas. No tenemos tiempo para todo. Necesitamos vivir deprisa para que
nuestras vidas cundan. ¿No lo había pensado?

El cura se quedo meditando en aquellas palabras. Le vinieron a la cabeza los patriarcas


que según la biblia había vivido siglos, pero interpretó que mencionar las escrituras
no iba a ser su mejor argumento. En lugar de responder se levantó.

−Espero que tengas suerte, hijo. Siempre supe que escaparías de esta vida. ¿Crees que
no veía cómo te quedas absorto mirando el techo de la capilla?

»Viaja, hijo mío. Abandona los límites de mundo conocido, pero vas a iniciar un viaje
eterno para encontrarte al final contigo mismo. No creo que nos volvamos a ver. Mi
vida se terminará pronto y, si te soy sincero, lo estoy deseando −caminó hasta la
puerta y se volvió−. Te deseo mucha suerte, viajero. Rezaré por tu madre.

−Ella se lo agradecerá, pero ¿no quiere pasar a verla un momento?

−Ya no es necesario.

Antes de que pudiera responder a aquel comentario el cura se coló en el ascensor y


despareció. Casi al mismo tiempo un doctor, aún con el pijama color verde y con una
bata puesta de mala manera sobre el mismo, le informó de la muerte de su madre.

La consola de control fue poco a poco llenándose de luces de color verde. El viaje
estaba llegando a su fin, o al menos al fin de lo planeado. Era difícil adentrarse en
terreno inexplorado, desconocido, incluso en el modo más especulativo, y decidir si
había terminado o no. Sólo sabía que el sistema le había despertado, y eso significaba
que lo planeado estaba cumplido. La aventura comenzaba ahora. Los siglos que había
consumido durmiendo en la «cuna», como había denominado a su habitáculo, no
habían significado nada para él. Tan sólo unas canas más y algunos kilos de menos. Si
tuviera que realizar el viaje de vuelta, ese adelgazamiento le hubiera preocupado: algo
no había funcionado del todo bien, pero no era el caso. Tampoco había margen a la
reclamación. Era probable que la empresa que había diseñado aquel sistema de
soporte vital ya no existiera. En realidad era probable que nada existiera tal y como lo
había conocido. Quizás fuera el último ser humano vivo en todo el universo. Ese
pensamiento le llevó de nuevo a reflexionar sobre Dios. ¿Para qué mantener
funcionado un universo si su obra maestra, el ser humano ya se había extinguido?
Aquella última conversación con el párroco volvió a su cabeza. Tras el funeral de su
madre había vuelto a acariciar la idea de que tal vez, sólo tal vez, hubiera un último
«porqué», una voluntad creadora tras las capas más superficiales del universo
conocido. Espacio finito y cerrado, arrugado como un pañuelo de papel usado y
micro horadado como una esponja. Así había concebido el espacio material que
ocupaba ahora mismo. Por un lado podía sacar cuanto aire fuera posible aquella
esponja y hacer que todas sus paredes se tocaran. Hay que vaciar el espacio del propio
vacío, había proclamado cuando aún era candidato para la misión más ambiciosa de la
historia de la humanidad.

Y de repente, el mazazo.

Una mañana se levantó y al momento sintió un mareo que le obligó a sentarse de


nuevo. El oído derecho le pitaba como si tuviera una tetera dentro, y una sensación de
nausea le recorrió todo el trayecto desde el estómago hasta la boca, obligándole a
contener el vómito. Llevaba unos días resfriado, así que tampoco le dio demasiada
importancia. Tomó un antigripal y llamó a la oficina, se tomaría el día libre. A la
mañana siguiente se encontró mejor y pudo acudir a su sesión de entrenamiento. Los
negocios los manejaba de forma remota, a través de su ordenador portátil en los ratos
libres.

Apenas unos días más tarde, tuvo otro episodio de mareo, y después de eso, otro más.
Poco a poco aquellos vértigos se convirtieron en algo frecuente, pero lo peor era que
se trataba de algo que no podía ocultar. El día que tuvieron que detener la
centrifugadora porque él se desmayó, fue consciente de que iba a ser apartado del
programa. «Vértigo de Ménière» dictaminaron los médicos, tras someterle a una
batería de pruebas que parecía más una tortura que un método diagnóstico. Lo
colgaron de jaulas que se movían enloquecidas, mientras una impresora vomitaba
kilómetros de papel con la información suministrada por los electrodos insertados en
su rostro. Le introdujeron agua caliente y fría en los oídos provocándole terrible
mareos que a menudo terminaban con todo el desayuno sobre su pijama de hospital.

Ménière pasó a formar parte de su vocabulario. Buscaba artículos médicos, soluciones


a base de hierbas, hechizos, emplastos o lo que fuera que pudiera atajar aquel proceso.
Por fin le explicaron que se podía operar, pero que no en todos los casos funcionaba y
que una ligera, o no tan ligera, pérdida de audición era inevitable. Decidió arriesgarse.

La operación fue un éxito… inútil.

Las agencias espaciales tenían dónde elegir, había otros candidatos tan buenos como
él, pero que no habían oído hablar jamás del «síndrome de Ménière».

Estaba fuera.

Las etapas de duelo pasaron por él gran velocidad, sin embargo no llegó a
completarlas. Nunca alcanzó la aceptación, ni tan siquiera la depresión. Las sustituyó
todas por una ira inmensa, un odio profundo a aquellas agencias frías,
institucionalizadas hasta la insenbilización. Amenazó, insultó, intrigó… todo en vano.
Nadie se arriesgaría a enviar al confín del universo a un hombre que se mareaba al
cruzar un paso de cebra. Aquel viaje se entonces convirtió en algo más. Ahora era una
venganza personal.

Una mañana se reunió con sus abogados y desmontó paso a paso toda su estructura
empresarial hasta dejarla en la urdimbre. Después se desprendió de todo aquello que
no fuera rentable o necesario para su proyecto. No le importó dejar a familias enteras
en la calle. Tampoco las empresas que conservó salieron indemnes. Redujo el
personal al límite para obtener el mejor rendimiento y orientó hasta el último recurso
en beneficio de su sueño. Iría por sus propios medios. Sabía que estaba destruyendo
todo lo que había cimentado y construido durante años, pero no le importaba: no tenía
herederos.

No se había endurecido. Se había convertido en un miserable y no le importaba.

Conforme la torre de lanzamiento crecía, su capital y su prestigio menguaban. Sus


empresas reventaban sobreexplotadas y sus abogados y economistas huían de la
quema. La huída de Xanadú, había bautizado la prensa económica a la barbaridad que
estaba cometiendo. Sin embargo, las necesidades de propio proyecto le obligaron a
estrujarse el cerebro, y pronto tuvo una nueva remesa de patentes que le dieron el
balón de oxígeno que le permitió llegar con cierta tranquilidad al final de la
construcción.

A una semana del lanzamiento toda la prensa mundial tenía los ojos puestos en su
nave. En realidad en su lanzador. Un cohete al estilo tradicional, pero de dimensiones
monstruosas. Se lo había jugado todo a una carta porque no quería dar ventaja a
ninguna de aquellas agencias que le habían despreciado. Sus ingenieros le aconsejaron
hacer dos o tres lanzamientos con vectores conocidos y seguros, y ensamblar su nave
en órbita: los despidió a todos. Se encerró en su estudio y él mismo planificó todos y
cada uno de los pasos de la misión. No tenía que enfrentar burocracia alguna ni pedir
dinero a nadie, no era un gobierno que dependiera de votos. Lo que quería se hacía y
punto, y si alguien se negaba o ponía objeciones, seguía de forma instantánea el
camino de los ingenieros a la oficina de empleo.

Y llegó el día.

En la plataforma aquel enorme obelisco se alzaba como una aguja que quisiera
perforar el cielo. En realidad se trata de eso, había respondido con humor a los
periodistas. El cohete «Odín» no tenía número. No era un «Ares», un «Orión» o un
«Protón», herederos de experiencias anteriores. «Odín» era único. No hubo uno antes
y, con toda seguridad, no habría otro después. En el momento en que despegara con
sus ciento cincuenta metros de altura y más de quince de diámetro, los planos de todo
el proyecto arderían, y más de trece mil personas se quedarían sin empleo. Ese era su
corrosivo legado al planeta tierra.

Cientos de millones de personas vieron el lanzamiento por televisión, la mayoría


esperando que aquella máquina mastodóntica le explotara bajo el culo, pero eso no
ocurrió. Demostró porque había sido bautizado, el mejor ingeniero de todos los
tiempos, y el tremendo error cometido por las agencias espaciales al intentar relegarle
tras un escritorio. «Odín» rugió, se retorció haciendo temblar el suelo mientras
evaporaba en un suspiro las miles de toneladas de agua puestas bajo sus toberas para
que no provocara un pequeño terremoto. Las cámaras 3D de súper alta definición y
otras -diseñadas con mimo para ese momento- cargadas con película de cine de ciento
cuarenta milímetros, comenzaron a registrar todo lo que estaba pasando en la
plataforma. En la cofia, él se sentía tranquilo. No vestía de astronauta. Había elegido
un mono sencillo, en un acto de soberbia, para demostrar lo seguro que estaba de sus
diseños. Los amortiguadores de inercia, de los que algunos ingenieros «oficiales» se
había reído de forma pública, funcionaron a la perfección, y no sintió más presión
que la que hubiera sentido en un turbo ascensor.

Pero todo eso había pasado hacía… ¿Cuánto? ¿Mil años? ¿Cien mil? No había modo
de saberlo. Sólo sabía que acababa de despertar del sueño inducido del que había
disfrutado una vez que se había cansado de mirar por los portillos. Cuando todas las
estrellas le comenzaron a parecer iguales, decidió que era el momento de entrar en
suspensión animada.

Nada quedaba del poderoso cohete que le había permitido abandonar la órbita de la
tierra. Su vehículo ahora parecía más un huevo de gallina mal hecho que una auténtica
nave espacial. Lo bautizó «Cocoon», porque eso es lo que era. El capullo donde él se
transformaría en un ser casi eterno, como una mariposa abandona la oruga como la
que había nacido.

Había cambiado.

No se había planteado las consecuencias de pasar siglos dormido, abandonado a los


dictados de su propia mente, que era obvio, no había dormido. Su aspecto físico era
casi el mismo, pero se sentía muy cansado. Los monitores decían que todos sus
bioindicadores eran correctos, pero él sabía que algo había fallado. Su mente nunca
dejó de funcionar. Los fármacos, la bioestimulación… nada había logrado detener la
mente que nunca asumió aquella parada de su cuerpo. Buscó soluciones y cuando no
las halló, investigó más allá del mundo material. Trascendió y comulgó con algo que
estaba más allá del entendimiento. Sentía una nueva espiritualidad que no recordaba
haber conocido nunca. Comprendió al viejo párroco en su serena búsqueda del
creador, y deseó poder encontrarlo él también. Las fronteras del universo ya no eran
una barrera física: eran un completo cambio de estado. No sabía si lo podría comparar
con el agua cuando se transforma en hielo o en vapor. Quería pensar que él era el
mismo, que tan sólo había cambiado de fase.

Un sonido llamó su atención. El trans-radar, una de sus últimas patentes, acababa de


detectar algo fuera. Lo que fuera se acercaba a él a alta velocidad. El traductor
matemático se iluminó y comenzó a llenar su pantalla de símbolos. Estaba recibiendo
un mensaje, y el sistema había determinado que el menaje era coherente, es decir, que
se trataba de un lenguaje estructurado y que respondía de forma matemática a una
transmisión inteligente. Un escalofrío ascendió a lo largo de su columna vertebral
hasta perderse sobre sus hombros. Se fijó en el monitor, pero este no arrojaba nada
que se pudiera leer. El algoritmo comenzó entonces a buscar variables y a probar
diferentes configuraciones. Mientras lo hacía, le pidió que deshabilitara el corrector
automático y la predicción de palabras. Al parecer esas funciones estaban interfiriendo
con la interpretación. Se abalanzó sobre el teclado y aceptó ambas peticiones. Un
instante después una sola palabra llenó la pantalla del traductor.

«IDENTIFICACIÓN»

Todos sus temores se multiplicaron. Si había encontrado seres hostiles, su viaje se


habría terminado. No llevaba armas. Había pospuesto su diseño una y otra vez en aras
de subsistemas más importantes y, al final, no había tenido tiempo para preocuparse
de ello. Tecleó con un acusado temblor de manos:

«NAVE COCOON; ORIGEN, TIERRA»

Añadió un ideograma en el que se utilizaban los púlsares conocidos como radiofaros


para determinar la posición del Sistema solar, aunque no creyó que sirviera de mucho
a semejante distancia de la Tierra. La respuesta le dejó sin respiración.

«BIENVENIDA, NAVE COCCON. SABEMOS DE ESE LUGAR»

Un sonido indicó que había una transmisión entrante. ¡Querían hablar con él! Todos
sus miedos comenzaron a disiparse. Abrió un canal de audio y esperó. El sonido de
una guitarra eléctrica restalló en sus oídos cuando Chuck Berry atacó la entrada de
Jonny B. Good. ¿Era posible? ¿Recorrer el universo hasta el límite para encontrarse
con un músico muerto ya hacía siglos cuando él comenzó su viaje? Se abalanzó sobre
la consola y tecleó con furia en busca de información sobre la canción mientras la,
hasta entonces, silenciosa cabina de mando parecía temblar con la música. La
completa base de datos comenzó a repartir información, tanta que era imposible
discriminar qué podía ser importante y qué no. Probó varios filtros, pero no
encontraba nada significativo. Por fin se le ocurrió unir el nombre del autor con los
términos, «investigación» y «espacial»: lo encontró. Jhonny B. Good era uno de los
temas grabados en el disco de oro que transportó la misión Voyager en el Siglo XX.
¡Increíble! Era imposible que aquella primitiva sonda hubiera llegado hasta allí, lo que
sólo se podía traducir en que los antepasados de los que tripulaban esa nave, habían
estado muy cerca del Sistema Solar en otros tiempos.

Decidió tomar la iniciativa en la conversación.

«¿IDENTIFICACIÓN?»
La respuesta fue casi instantánea.

«NAVE LEGAN»

Era una respuesta bastante ambigua, pero antes de que solicitase una ampliación
recibió más datos.

«NAVE LEGAN, PERTENECIENTE AL CRÓO DE LEGANSE»

Supuso que el Cróo de Leganse era el pueblo, planeta, o sistema al que pertenecían
sus interlocutores. Una nueva entrada de audio cortó en seco la música, sustituyéndola
por una voz clara, de timbre armonioso.

−Reiteramos nuestra bienvenida, Cocoon −dijo con amabilidad−. Vamos a tomar el


control de su nave y dirigirle a la frontera. No debe asustarse −aquella voz desprendía
una calma absoluta−. Podemos charlar durante el viaje, si así lo desea. En caso
contrario, le dejaremos descansar. Comprendemos que ha realizado un largo viaje.

−Hablemos −dijo él sin la menor sombra de duda, excitado por el contacto−. Tengo
millones de preguntas.

−Pero nosotros no tenemos las respuestas, Cocoon −la voz era casi paternal−. Sólo
somos los mensajeros.

»Las preguntas encontraran sus correspondientes respuestas en otro Cróo. Su


presencia aquí no es una sorpresa, pero no les creíamos capaces de llegar tan pronto.
¿Es como lo esperaba?−preguntó la voz con tono conciliador.

Se dio cuenta de que no tan siquiera había abierto un portillo para ver dónde estaba,
tan absorto que había estado con la monitorización de todos los sistemas. Hizo que se
deslizara la compuerta protectora de una de las escasas ventanas de la Cocoon. El
espectáculo fue desolador.

Flotaba en la oscuridad, en una negrura profunda sólo rota por un punto de luz que se
movía a su lado, aunque a gran distancia. Supuso que era la nave Legan. No pudo
hace ninguna maniobra para cambiar el ángulo de observación. Estaba siendo guiado
desde fuera.

−No hay mucho que ver −sonó la voz de nuevo, como si además de pilotar su nave,
estuvieran leyendo su pensamiento−. ¿Decepcionado?
−No… −contestó sin mucha convicción mientras cerraba el portillo−. ¿Dónde estamos
ahora? −quiso saber.

−Lo podríamos llamar «tierra de nadie», si hubiera tierra y hubiera habido alguien
alguna vez −la voz sonaba divertida−. Lo que estás viendo es lo que era antes de las
cosas fueran… no sé si me explico. Tal vez estés empezando a encontrar respuestas,
pero recuerda que yo no te las he dado. Debes sacar tus propias conclusiones.

−¿Así era el universo antes de la creación?

−¿Crees que había universo antes de la creación? Entonces, para ti, la creación es un
fenómeno local, puesto que aún hay partes vacías, como ésta. ¿He acertado? Si eso es
cierto, el Creador no es un ser muy impresionante…

−No he querido decir eso…Legan. ¿Puedo llamarte Legan? −no esperó la


confirmación−. Supongo que es cuestión de escala… De todos modos me has dicho
que vamos a otro lugar, a otro Cróo, así que lo que estamos llamando la creación, no
se ha terminado. Este es tan sólo un punto intermedio, una especie de apeadero.

−O una mota en el ojo de dios. ¿Es esa tu impresión?

−No… No lo sé −reconoció−. Algo me ha pasado durante el viaje. Tengo la impresión


de que mi cerebro ha vivido una vida por su cuenta, y ha obtenido conclusiones que
no está compartiendo conmigo. Yo nunca he sido un creyente, sin embargo, ahora
siento la sensación de trascender, de ir más allá… y no me refiero al siguiente Cróo, o
lo que sea…

−Pero existe el Cróo, es decir, aquí aún hay jerarquía…

−Cierto, y eso quiere decir que no he llegado a la última respuesta.

La nave Cocoon dio un bandazo antes de recuperar el rumbo y la estabilidad.

Entretenido en la conversación, no se había dado cuenta de que le habían vuelto a


acelerar por encima de la capacidad de sus competentes motores iónicos. Le habían
lanzado como una pelota. Un par de luces verdes viraron a color naranja, en una clara
advertencia de que estaba acercándose a ciertos límites que era mejor no superar.
Había margen de seguridad más que suficiente, pero el sistema le hacía saber que si
seguía acelerando podía tener problemas estructurales.
−Legan −dijo preocupado−. ¿Te ha molestado algo que haya dicho?

−Negativo −la voz seguía siendo afable−. Tan sólo es el final de nuestro camino a tu
lado. Ya te dije que sólo somos mensajeros. Navega tranquilo: no hay nada con lo que
chocar. Estás a salvo. Sólo queremos decirte una cosa más.

−¿De qué se trata?

La respuesta se demoró un instante más de lo esperado, como si los Leganse


estuvieran evaluando qué decir. Por fin, la radio rompió su silencio:

−Que Dios te bendiga, viajero.

El sistema de comunicaciones se quedó mudo. Intentó por todos los medios


comunicarse una vez más con Legan, pero fue imposible. Incluso el punto de luz que
había visto antes desapareció de su limitado campo visual. Estaba sólo de nuevo y se
sentía un extraño. Sus pensamientos no le pertenecían, no era capaz de reconocerse en
ellos. Había dicho que su cerebro había vivido una vida ajena a él durante la
suspensión. Ahora se preguntaba si eso era cierto. Tal vez no había sido su cerebro,
sino su alma. La idea, lejos de perturbarlo, le concedía una grata sensación de paz. En
otro tiempo hubiera peleado buscando una razón, con la que explicaría que su mente
necesitaba un asidero fuera de la lógica para no terminar desequilibrado. Si su
pensamiento había estado activo durante todos aquellos miles de años, ¿No habría
sentido el mordisco de la soledad y experimentado etapas de locura? ¿Cómo habría
sido estar consciente encerrado en una caja oscura durante milenios? ¿Acaso era ese el
origen de los dioses? ¿De la mística? Su mente consciente le había sobrepasado, había
evolucionado de forma lenta, madurando como un vino en las profundidades de una
bodega. Había tenido todo el tiempo que él había dormido, y ahora le hablaba de
Dios. ¿Cómo rechazar milenios de meditación? ¿Cómo podía estar equivocada?

Quizás estaba descubriendo el origen de las religiones. Tal vez no se trataba más que
de la necesidad de resortes mentales para la psique en la búsqueda de una estabilidad
que no es compatible con el desconocimiento y la ignorancia.

Un destello en el portillo le entró por el rabillo del ojo. Se colocó en mejor posición
para ver que estaba pasando fuera: quedó maravillado.

Todo a su alrededor era como un mar de enormes pompas de jabón. Las dimensiones
eran tan inimaginables que no había forma de ponerlas en números. Se dio cuenta de
lo que significaba aquello. Cada una de esas pompas era un universo completo. No
podía calcular la cantidad de seres vivos que podía estar contemplando a través de
aquella minúscula ventana. Todo estaba ahí. La historia, las verdades, la ciencia…
todo cuanto se pudiera imaginar estaba en aquel mar infinito de universos que
flotaban en la nada como si estuvieran incrustados en gelatina. Intentó observar algún
patrón de movimiento, pero no consiguió nada. Si aquello se estaba moviendo lo
hacía como un todo. Las preguntas de su mente parásita le asaltaron de nuevo. ¿Quién
podría haber construido aquello? ¿Que había más allá del mar de universos que estaba
viendo?

−Saludos, Cocoon −la radio le dio un susto de muerte−. Sé bienvenido al último


Cróo.

Se quedó sin palabras. ¿Qué podía decir? Ellos sabían quién era él, y por qué estaba
allí. Tenía que limitarse a escuchar las respuestas, si es que éstas llegaban algún día.

−No es necesario que hables si no quieres −volvió a sonar la voz−. Podemos


comunicarnos del modo que tú prefieras. He pensado que la palabra era lo más
cómodo para ti.

−¿Me puedes decir quién eres? −consiguió preguntar al fin.

−Soy todo lo que ves ahí fuera, todos y cada uno de los universos que son, han sido y
serán… Sí −dijo la voz con tono sonriente−, también soy tú. Sé que te lo estás
preguntando. Todo lo que te rodea no es más que energía en diferentes estados,
materia construida con los ladrillos básicos del universo. Yo no vine para ordenarlos.
Yo nací del orden.

−Pero entonces…

−No: no te precipites −le interrumpió la voz−. No tiene por qué haber una última
pregunta, una razón final, pero si la hubiera, eso no la transformaría en dios. ¿Me
comprendes? Mira de nuevo a tu alrededor:

»Tus ojos están viendo distancias para las que no fueron creados. Tu mente ha
cavilado durante milenios, tiempo para el que no fue concebida. Lo mismo puedo
decir de tu cuerpo, que ha dormido durante lo que para los tuyos sería la eternidad,
cuando no tendría que haber mucho más allá de cien años. ¿Hay una causa para ello?
La respuesta es fácil: No. Ha ocurrido por tu determinación: eso es todo.
»Piensas que puedo estar enfadado por haberte atrevido a romper las fronteras del ser
humano: vuelves a estar equivocado. Represento el orden, y dentro de ese orden estás
tú y tus acciones. En esos universos que ves ahí afuera nada es pasado ni futuro: sólo
hay presente, por lo tanto, y esta sí que es una respuesta, no hay creación. Todo pasa a
la vez. Los acontecimientos no van en fila, uno detrás de otro. Van codo con codo.

»En alguno de esos universos han aprendido a saltar entre esos acontecimientos. Para
muchos ese conocimiento ha supuesto la desaparición de galaxias enteras. Otros, han
sabido usar esa herramienta para mejorar.

−¿Me estás diciendo que todo es repetible? −preguntó confundido mientras intentaba
digerir toda aquella información.

−En efecto. Todo puede volver a ser hecho. Se puede repetir algo con absoluta
exactitud o cambiar las cosas a mejor… o a peor. Nadie será premiado por lo primero,
ni castigado por lo segundo. El orden no juzga a nadie. El equilibro es una
característica del orden, como la gravedad es una característica de tu universo.

−¿Estás siempre aquí? −mientras formulaba la pregunta se dio cuenta de que ya sabía
la respuesta.

−Siempre y nunca. Estoy aquí y ahora porque tú estás aquí y ahora.

−Supongo que aquí acaba mi búsqueda…−dijo apesadumbrado−. Ni triunfo ni


fracaso. ¿Qué va a pasar ahora?

−Por desgracia, es imposible extender tu vida lo suficiente para que puedas visitar
esos universos. Lo siento. El orden no contempla eso. Además, hace falta la energía
de una nova para cada salto. Pero dadas las circunstancias, podemos hacer una
concesión. Tienes que entender que no podrás elegir: Hay infinitas posibilidades, pero
son cerradas.

−¿Cuál es la alternativa?

−No hay alternativa. Lo siento de nuevo −la voz no perdía su tono afable−. Espero
que tengas un buen viaje de vuelta, y que encuentres las respuestas a todas esas
preguntas. Adiós, viajero… ¡Que Dios te bendiga!

Esta vez sí sintió la aceleración sobre su cuerpo. Las luces del panel de control
pasaron todas a anaranjado y unas cuantas incluso a rojo. La nave comenzó a trepidar
como si fuera a desintegrarse en cualquier momento. Múltiples alarmas comenzaron a
sonar, casi todas alertando del riesgo de un grave problema estructural. No podía
hacer nada. Notó cómo la sangre abandonaba su cabeza y sus pensamientos
comenzaron a verse como incluidos en una enorme torunda de algodón. Todo era
denso, pastoso, como una resaca motora que le derrotaba al tiempo que le pegaba a la
pared de forma inevitable.

Después, nada.

Esta vez la mente le mantuvo consciente durante todo el tránsito. Pudo dialogar con
ella y razonar lo que habían visto. Tuvo cientos de miles de años para pensar. Fue la
peor condena a la que se podía someter a un ser vivo. Sin embargo no había castigo.
Era una simple cuestión de orden, lo tenía asumido. No desesperó. Su mente había
sido parcelada, organizada, conectada… Veía relaciones dónde nadie las hubiera
buscado y comprendió muchas cosas, pero no logró obtener las respuestas. En un
momento determinado en aquello eones transcurridos comenzó a jugar con las
palabras… «Legan» se transformó en «Ángel» y Cróo en «Coro». ¿Había estado en el
paraíso y no se había dado cuenta? ¿Había llegado hasta el último Coro celestial y
había sobrevivido? ¿Había visto a Dios? ¿Eran «ángeles» los leganse o se trataba sólo
de una coincidencia?

De repente sintió un golpe sordo. Se vio a sí mismo como el ser más anciano que
hubiera existido. Sus ojos se perdían en las innumerables arrugas de su cara y sus
manos eran manojos de frutos secos arrancados junto con sus ramas. Su cuerpo era
cuero colgando de su columna vertebral. Su boca mostraba las encías desdentadas y
su nariz y orejas habían crecido hasta dominar toda su expresión. Se podría dudar
tranquilamente de su naturaleza humana, pero su mirada era clara. Era la mirada de un
sabio.

Por alguna razón que decidió ignorar, era momento de dormir.

Nunca supo el tiempo que transcurrió en ese sueño. Esta vez, su mente consiguió, por
fin, descansar. La vuelta a la consciencia fue gradual. Comenzó como un murmullo
que iba llenado sus oídos, a la vez que un acre olor a incienso llegaba hasta él con la
contundencia de un cañonazo. Supo que estaba de pie. Sus ojos comenzaron a
funcionar. Al principio sólo eran borrones, pero al cabo de unos minutos reconoció
aquellos toscos brochazos azules, sobre los que reventaban unas irregulares estrellas
amarillas. La familiar voz del párroco restalló en su cabeza con una claridad inusitada.
Lo sintió a su lado, incuso percibió el aroma de la loción barata que usaba.
El orden había sido restablecido.

El párroco se giró hacia él y le guiñó un ojo. Bajó la voz, para que no le pudieran
escuchar los feligreses y le dijo mirándole a los ojos.

−¡Bienvenido, viajero! Que Dios te bendiga…


EL SUEÑO DE LUIS

−He vuelto a soñar.

El doctor Quiroga no parpadeó. No permitió que se dilataran las aletas de su raíz o


que se le escapara un sólo gesto que denotara su sorpresa. Tomó una nota taquigráfica
en su libreta, eso fue todo. Ni siquiera lo necesitaba, todas las sesiones se grababan y
una copa de seguridad era remitida para ulteriores consultas al servidor del hospital,
pero le gustaba el ritual del psiquiatra y la libreta. En su opinión aquella liturgia
ayudaba al paciente a sentirse cuidado.

−¿Me ha oído, doctor? −el paciente se removió incómodo en la butaca.

−Perfectamente. Me ha dicho que anoche soñó de nuevo. ¿Por qué cree que es
importante ese sueño?

−Porque no debía de haber soñado nada −replicó el enfermo mientras comenzaba a


balancearse adelante y atrás en su asiento−. Sé que las pastillas que me dan son para
que no sueñe.

−Eso no es correcto, Luis −era importante aclarar ese punto−, la medicación trata de
evitar que nada le perturbe, incluidos los sueños, pero bajo ningún concepto evitará
que usted sueñe. Soñar es importante y necesario, usted lo sabe.

El paciente aceleró el balanceo en la butaca. Para el doctor era lo que llamaba un


«movimiento de automasturbación», como el de un animal enjaulado dando siempre
los mismos pasos. Era un escape, una válvula anímica para evitar otras expresiones de
la enfermedad. La velocidad e intensidad de aquel baile daba una medida bastante
aproximada de la ansiedad. Se trataba de una respuesta bastante ajustada al estímulo.
De ese modo sabía cuánto le afectaban las preguntas que iba realizando.

−¡Tonterías! Sé que no quieren que sueñe, pero no lo pueden evitar.

−¿Me contará ese sueño tan perturbador?

−¡Claro! −le miró como si lo estuviera tratando de idiota−. ¡No tengo otra cosa que
hacer! Verá −se detuvo acomodándose en la butaca−, Estaba en la cama y de repente
he sentido la necesidad de matar a alguien −se volvió hacia el psiquiatra−. Doctor…
¿Es grave? −se burló.

−Tal vez sería mejor continuar en otro momento…

−No, no, doctor: no se enfade. Se lo contaré todo −volvió a balancearse−.

»No tengo muy claro cuándo me dormí. Sé que estaba en la cama y que de repente
sentí una voz, como si alguien me hablara, pero no era una voz de verdad, quiero
decir que nadie me estaba hablando de verdad, era sólo la sensación de que me decían
algo: no sé si me explico. El caso es que no sé cómo, estaba en la calle. Estaba en
pijama y descalzo, y llovía mucho, pero nadie se paraba a mirarme. A todo el mundo
le parecía normal aquello menos a mí. Recuerdo muy bien el agua: no estaba fría. Era
como el agua de la ducha del vestuario. La temperatura era también muy agradable,
¡una noche estupenda!

»Volví a tener la sensación de que alguien me hablaba, ya sabe: sin escuchar la voz.
Me daban indicaciones para que supiera a dónde tenía que ir. No escuchaba palabras,
era como si mis pies supieran que tenían que caminar en una dirección determinada.
Crucé varias calles. Lo coches se detenían con cortesía en los pasos de peatones, y
¿sabe una cosa? ¡Los conductores me sonreían! ¡Todo el mundo me sonreía!

−No parece un mal sueño −intervino el doctor Quiroga−. ¿Por qué está tan
atribulado? −quiso que su voz sonara cómplice.

−No lo estoy, estoy muy bien. Ya le digo que todo era muy agradable, pero…

−¿Pero?...

−Pero tenía que matar a alguien: eso me pedía la voz sin palabras.

−Y usted no quería hacerlo, --hizo una anotación en la libreta. ¿Por eso está
sufriendo?

−No, no es eso. Quería matar a… a… a quién fuera.

−¿Tiene alguna idea de quién tenía que ser la víctima? Quiero decir si tenía la
sensación de conocerla, si cree que merecía morir, si se trataba de alguien famoso…
−No, bueno… Sí. En realidad sí −el balanceo se convirtió en un movimiento
obsesivo, por experiencia muy próximo al estallido de una crisis−. ¡La víctima me
estaba esperando!

El doctor lanzó una mirada de reojo a la puerta. Sabía que dos celadores estaban
atentos detrás de la misma, preparados para intervenir si Luis perdía los nervios. En el
bolsillo de cada uno de ellos había una inyección de neoprocaína preparada para
neutralizar al paciente. No sería la primera vez.

−¿Cómo puede saber eso, Luis? −controlaba a la perfección la neutralidad de su tono


de voz−. ¿Cómo una persona que no conoce puede decirle que desea que usted la
asesine?

−¡Yo no he dicho eso! −comenzó a acompañar el balanceo con movimientos arriba y


abajo de la cabeza. El doctor miró de nuevo a la puerta−. ¡Sólo he dicho que me
estaba esperando!

−Lo siento, no le había comprendido: Le ruego me disculpe. Pondré más atención.

−Está bien… No pasa nada −pareció relajarse un poco−. Verá −ralentizó de nuevo el
cabeceo−, recorrí muchas calle bajo la lluvia, ya se lo he dicho, pero buscaba un lugar
en concreto. La gente que me cruzaba bajo sus paraguas no me decía nada, pero veía
en sus miradas si el camino era el correcto o no.

»Terminé parado frente a un edificio no muy grande: sólo tenía tres pisos. En el tercer
piso había una luz encendida. ¡Ese era mi destino! Mi víctima me esperaba allí, ¡lo
presentía! Quise entrar, pero la puerta principal estaba cerrada. Llamé varias veces, era
imperativo para mí conseguir entrar. Entonces me di cuenta de que había un montón
de personas detrás de mí. Eran una muralla de gabardinas oscuras y paraguas negros,
todos amontonados como si se quisieran dar calor unos a otros. Algunos llevaban
sombreros. Recuerdo el agua cayendo desde las alas sobre sus hombros. No podía ver
las caras, sólo lo justo para saber que ya no sonreían. Parecían muy enfadados.

−¿Reconoció a alguna de aquellas personas? −el doctor trazó nuevos signos


taquigráficos en su libreta.

−A todos. Sé que lo conocía a todos, pero no sabía quiénes eran. Curioso ¿verdad?
−se volvió hacia el psiquiatra.
−No es algo extraño en un sueño. ¿Qué pasó después?

−Pregunté si alguien me podía ayudar a entrar. Parecía que ellos tenían más ganas de
que matara a quien fuera, que yo mismo. En cualquier caso no me ayudaron. Los vi
cuchicheando entre ellos. Creo que hablaban de mí, y no estaban contentos. Pienso
que estaban muy enfadados. Entonces alguien dijo que tendría que trepar, pero yo me
negué. ¡Tengo pánico a las alturas! Ignoraron mis quejas. Me dijeron que tenía que
trepar hasta el tercer piso y matar a la persona que dormía en esa habitación.

−¿Les escuchó decir eso? −miró en el expediente de Luis: en efecto. Tenía miedo a las
alturas desde niño−. Quiero decir: ¿está vez le hablaron?

−Bueno…Alguien lo dijo, aunque no sé quién. La voz era de una mujer, pero no


llegué a verla.

−¿La voz era familiar?

−Sí. Totalmente.

−Siga por favor −el doctor creía haber identificado a aquella mujer.

−Bueno... La cosa se complicó. Estaban empeñados en que trepara por la fachada y yo


sabía que no podía hacerlo. Se enfadaron. Comenzaron a insultarme y yo decidí
marcharme.

»Me di la vuelta y comencé a caminar bajo la lluvia, pero algo había cambiado. El
agua era ahora muy desagradable, estaba muy fría y los charcos estaban llenos de
barro: antes estaban limpios. Entonces comenzaron a pegarme. Primero fue sólo un
golpe, no muy fuerte, pero después me pegaron con sus paraguas. Pegaban con rabia,
intentando hacerme daño… y me gritaban. Escuche de nuevo la voz de aquella mujer
llamándome fracasado y no sé cuantas cosas más −se agitó nervioso en la butaca
balanceándose de nuevo con violencia−. ¡Me querían matar!

−Tranquilícese, Luis. Era sólo un sueño. ¿Qué ocurrió después de eso?

−¿Un sueño? ¿Es esto un sueño?

El joven se levantó de la butaca y se quitó de un tirón la camisa. Los botones cayeron


al suelo rebotando de forma caprichosa. La espalda del aquel hombre era un rosario
de moretones. En algunos se apreciaba con claridad la forma curva del mango de un
paraguas, en otros puntos, la sangre había producido horribles verdugones y el
derrame se perdía por debajo de la pretina de los pantalones.

−¡Dígame, doctor! ¿Era sólo un sueño? ¿Hacen esto los sueños?

Una hora más tarde Quiroga estaba en su despacho. Había sacado del archivo toda la
información que encontró sobre el caso de Luis Quispe-Tupac Gómez. Pese a sus
antecesores andinos no había heredado nada de afición a las alturas. Ya desde niño se
había mostrado reticente incluso a subirse a una silla. No estaba claro si se trataba de
un problema o de un síntoma. Quiroga estaba convencido que ese miedo enfermizo a
despegarse, aunque sólo fuera un centímetro, del suelo era una manifestación de otros
desarreglos mentales más profundos. Luis provenía de una familia humilde, y no
estaba claro si había sufrido malos tratos durante la infancia o no. Era el pequeño de
nueve hermanos y su vida no había sido nada fácil. Estaba en el hospital por sus
repetidos intentos de suicidio, o al menos de escenificación de suicidio, porque nunca
había llegado a causarse autolesiones graves. En realidad eso no preocupaba al doctor:
si hubiera querido morir lo habría conseguido hacía tiempo. No. Lo que había
sorprendido a Quiroga era el muestrario de lesiones que mostraba, según él, por causa
de lo que soñaba.

Miró la colección de fotografías tomadas cada vez que Luis manifestaba haber sido
agredido en sueños. En una, tras relatar que le había atacado una especie de
licántropo, sus hombros y espalda aparecieron surcados de profundos zarpazos,
alguno de los cuales habían necesitado sutura. En otra ocasión narró haberse perdido
en un desierto no identificado: las quemaduras solares, certificadas por expertos, le
duraron varios días. En el resto de los casos se trataba de cardenales y arañazos de
poca importancia, salvo por el detalle de que no existía una explicación del porqué
estaban allí. Monitorizaban su sueño todas las noches, y si se levantaba al baño, un
celador lo acompañaba y comprobaba que no se infringiera ninguna herida. El fraude
estaba descartado.

Llamaron a la puerta.

−Adelante −respondió a escasos segundos de ponerse de mal humor: quien fuera


había elegido un mal momento para interrumpirle.

La puerta se abrió y el mal humor de Quiroga desapareció como por arte de magia. La
cabeza de Angelena Soto, su tutelada para el doctorado, se asomó en el hueco.

−¿Puedo Pasar?

−¡Por supuesto, Lena −la llamó por su diminutivo.

−Si está ocupado…

−Lo estoy, pero me vendrá bien un descanso. ¿De qué se trata?

−Había pensado que le apetecería un café. Pero si es un mal momento…

−¡Por Dios, Lena! ¡Entra de una vez!

La muchacha entró bajando la cabeza, como si la acabaran de descubrir robando


galletas en la cocina. Quiroga no pudo evitar una sonrisa. Había conseguido
defenderse de los doctorandos durante varios años, pero al final la universidad, y el
propio hospital, lo habían puesto entre la espada y la pared. Por fortuna Lena era hija
de un compañero de carrera. La conocía desde que era una niña, y no le daba
demasiados problemas.

No la pidió permiso para encender la pipa. No estaba autorizado, pero nadie se iba a
quejar. Ella dejó sobre la mesa dos humeantes vasos desechables. El aroma,
ligeramente avainillado, del tabaco se mezcló con el de la infusión formando delicadas
volutas en el aire del despacho. Ella se fijó en una de ellas.

−Parece una bailarina española −señaló aquel efímero arabesco azulado.

−¿Quieres jugar a la «libre asociación»? −intentó un patético chiste de psiquiatras.

−Pensaba en Luis −cambió ella de tema mientras tomaba un sorbo de café−. ¿Ha
habido algún avance?

−Negativo −a Quiroga le daba pereza volver sobre el caso, pero le gustó que ella
mostrara curiosidad−. No estamos bloqueados, sin embargo −dio una profunda
chupada a su pipa de epsomita− no avanzamos gran cosa.

−Estaba pensando… −ella miró el humo ascender hacia la lámpara antes de disolverse
de forma definitiva−. ¿Qué pasaría si en uno de esos sueños alguien lo matara?
−Es una muy buena pregunta y no creas que no me la he hecho muchas veces. ¿Qué
opinas tú −la señaló con la pipa.

−Creo que la censura subconsciente actuaría para evitarle un mal irreparable


−respondió observando la reacción del doctor a sus palabras.

−¿Puedes ser más concreta? –comenzó a ordenar sus notas taquigráficas.

−Quiero decir, que hasta ahora todo han sido arañazos y golpes, nada instrumental. Ni
puñaladas, ni tan siquiera mordiscos en lugares inaccesibles… En resumen: nada que
tenga una causa externa, que no se pueda explicar, aunque aún no tengamos una
explicación convincente −dijo satisfecha.

−Eso se interpreta −continuó el doctor el razonamiento alzando la vista de sus notaas−


como que, pese a todos nuestros esfuerzos, Luis nos está engañando.

−No, no he dicho eso −la pipa volvió la comisura izquierda de la boca en una nube de
humo azulado y denso−. No creo que nos engañe: no de forma voluntaria, al menos.

−Una pregunta −dijo Quiroga, risueño−. ¿Has hablado de esto con tu padre?

Un rubor repentino arreboló la cara de Lena un instante, para desaparecer dejando el


rostro lívido, como si la acabaran de sorprender de nuevo robando dulces.

−No te preocupes, no has violado ninguna norma −intervino él de nuevo−. Se trata de


que reconozco esa manera de pensar y sé que es propia del doctor Soto, mi amigo y tu
padre. ¡Le encanta el asunto de las censuras y los peajes psicológicos! −movió la pipa
en círculos sujetándola por la cazoleta−, aunque ya sabrás que yo no creo en nada de
eso. Mira, Lena −se acomodó en su asiento−, cuando una persona no hace algo para
lo que la hemos programado, es un fallo nuestro. En ningún caso hay barreras
infranqueables, sino puertas. Cuando no se supera un límite es porque no hemos
encontrado la llave correspondiente.

−Entonces −prosiguió ella−, ¿Luis podría llegar a matarse si encuentra la llave


correcta?

−Creo que ya la tiene −dijo el doctor mirándola de forma enigmática−. Me temo que
sólo le falta encontrar la puerta adecuada.
El resto de día transcurrió dentro de una tranquila rutina, si es que tratar problemas de
comportamiento podía considerarse rutinario. Lo cierto era que, aparte de Luis, los
demás pacientes eran casos «normales» con cuadros psicológicos conocidos y no
demasiado difíciles de controlar. Quitando a unos pocos, casi todos estaban
controlados con medicación, en especial aquellos que mostraban conductas
autolíticas. Sin embargo, en la cabeza de Quiroga, la conversación con Lena seguía
dando vueltas, como un perro que no encuentra el lugar adecuado para tenderse a
dormir. ¿Qué pasaría si en uno de esos sueños alguien lo matara?. La pregunta
revoloteaba sin encontrar una rama en la que posarse. Quería investigar, experimentar
con esa posibilidad. El problema era que no sabía si estaba preparado para asumir el
riesgo de que el paciente saliera perjudicado. No pensaba en la muerte: estaba seguro
de que no era posible matarse en un sueño, no. No llegaba tan lejos. La posibilidad de
causar un mal psicológico mayor que el problema sí que era real, y eso sí merecía una
evaluación profunda. No podía comunicar a Luis sus intenciones, si lo hiciera, el
hecho de saber que era objeto de un experimento podría alterar el resultado de forma
dramática y comprometer todo el trabajo. Por otro lado, no había sido sincero con
Lena. Le costaba reconocerlo, pero estaba bloqueado. El caso de las lesiones
psicosomáticas de Luis no avanzaba y, aunque el estado clínico del paciente no iba a
peor, la falta de mejoría era identificada de forma inequívoca con un retroceso o, peor
aún, con el fracaso, y a él no le gustaba fracasar.

Tomó una decisión.

Llamó por una línea interna a la farmacia y solicitó que le pusieran con la supervisora.

−¿Enfermera Drabek? −preguntó de forma automática al sentir que había alguien al


otro lado de la línea.

−Dígame, doctor Quiroga: ¿En qué le puedo ayudar? −la voz de Ana Drabek podría
pertenecer a una locutora profesional, dulce y cómplice: no así su carácter.

−Necesito que sustituya la medicación del paciente Luis Quispe-Tupac.

−¿Segundo apellido?

Ese era el tipo de actitud que hacía de la supervisora una indeseable. ¿Cuántos Luis
Quispe-Tupac había en el hospital? ¿Y en el planeta?

−Gómez −contestó recurriendo a toda su flema−. Luis Quispe-Tupac Gómez. Quiero


que vacíen sus cápsulas y las rellenen con azúcar. Vamos a administrarle un placebo.

−¿Quién lo solicita y quién lo autoriza?

−Espere que lo pregunto… Oh sí… Lo autoriza el Doctor Quiroga… ¡Qué casualidad,


soy yo! ¡El director de éste hospital! ¿Quiere que le diga su segundo apellido?

−No es necesario −si algo sabía Drabek era cuando había que retirarse: nunca
superaba ciertos límites.

Ni se molestó en mascullar una despedida. Colgó el teléfono y se dirigió de nuevo a


su despacho. Usaría el sofá como camastro esa noche, pero antes quería comer algo.
Cuando iba a salir vio en su mesa una relación de los pacientes que iban a ser
cambiados de habitación. La mitad de la segunda planta iba a ser cerrada para cambiar
el linóleo del suelo, ya muy pisado, por un nuevo material más resistente y fácil de
limpiar. Varios pacientes serían movidos de forma provisional a la tercera planta. Nada
complicado. Echo una mirada por encima y no encontró motivo de preocupación.
Metió la hoja en el bolsillo superior de su bata: la miraría después.

Los pacientes que no estaban limitados por algún problema físico o por la medicación
cenaban en un pequeño comedor en la planta baja. Había sido idea de su predecesor, y
la verdad es que compartía los beneficios de sacar a los internos de sus habitaciones
tres veces al día. Las mesas eran de cuatro y cada paciente tenía un itinerario semanal
que evitaba que se pudieran formar camarillas, o que se contagiaran las manías. Los
hipocondríacos estaban controlados de forma especial. Eran tremendamente
persuasivos a la hora de conseguir que otro se sintiera igual de mal que ellos por una
enfermedad que ninguno padecía.

Localizó a Luis. La casualidad había hecho que esa noche estuviera sólo en una de las
mesas más alejadas. Decidió sentarse con él.

−¡Qué sorpresa, doctor! ¿El capitán cenará hoy con los pasajeros? −dijo de buen
humor−. Ha elegido bien el día. Hoy toca sopa de pescado, y he de reconocer que la
preparan muy bien.

Era alto para ser alguien nacido en los Andes, pero su gran caja torácica era el sello de
su origen en el altiplano. Un cuerpo preparado para respirar un aire más tenue que el
del nivel del mar.
Una camarera dejó sendos platos de sopa frente a ellos junto con una jarra de agua.

−Bien…No se ha ido a casa ¿De qué se trata? −atacó su cena con apetito.

−Nada especial −Quiroga deseó poder encender su pipa−. Trabajo atrasado, papeleo…
−cazó una gamba y se la llevó a la boca−. Además de su médico soy el administrador
de éste hospital.

−No le creo, doctor −Luis no levantó la vista de su plato−. Ustedes no se permiten el


más mínimo compadreo con sus pacientes. Llevo dos años en tratamiento y siempre
me ha tratado de usted, así que estoy seguro de que me quiere decir o preguntar algo.
Aunque suene a chiste viejo estoy aquí por loco −le miró a los ojos−, no por idiota.

−Nadie aquí está loco −se estaba arrepintiendo de haber bajado al comedor−. Los
manicomios son historia, Luis. Esto es un hospital. Tenemos pacientes. Usted es un
paciente.

Una enfermera comprobó la mesa y sus ocupantes antes de depositar un pequeño vaso
de plástico con varias pastillas en su interior. Quiroga no pudo evitar que la vista se
clavara en los falsos medicamentos.

−Si gusta, sírvase…

¡Dios!, pensó el doctor. ¿Se habrá dado cuenta? ¿Cómo podía cometer tantos errores
de novato en tan poco tiempo.

−¿Ya le han cambiado de habitación? −preguntó recordando haber visto el nombre de


Luis entre los que pasaban a la tercera planta.

−Aún no. Harán al cambio durante la cena, o sea que esta noche me toca mudanza
−comenzó a tomar las pastillas de una en una, mirando a los ojos del doctor como si
intentara captar alguna reacción−. ¿Seguro que no tiene nada que decirme?

−Seguro −mintió con total tranquilidad−. Creo que voy a empezar con el papeleo
−dijo levantándose de la mesa−. Cuanto antes empiece, antes terminaré.

−¿Puedo tomarme su sopa?


Una hora después, Quiroga se cubría con una manta que había pedido al almacén y
Luis se acostaba en su nueva habitación.- El doctor estaba agotado y no tardó en
dormirse, pero el paciente no conseguía conciliar el sueño. Eran ya casi las dos de la
madrugada cuando por fin se le cerraron los ojos e ingresó es su mundo particular.

Llovía de nuevo, aunque esta vez el agua era desagradable. Estaba fría y se escurría
por el cuello de su pijama causándole escalofríos. Sentía los pies húmedos y
reblandecidos. De vez en cuando pisaba algo bajo la superficie de los charcos cuya
naturaleza prefería ignorar. Ninguna voz le hablaba, no era necesario: conocía el
camino a la perfección de noches anteriores. Algo le estaba diciendo que esta vez era
la última, la definitiva. Cruzó de nuevo las mismas calles, se cruzó con las mismas
personas, en sus gabardinas oscuras y cubierta la mayor parte de sus caras con negros
paraguas. Dobló la última esquina: allí estaban todos, esperándole. No necesitaba
escuchar la voz de aquella mujer, como había pasado en noches anteriores. Ni siquiera
levantaron la vista cuando llegó. El edificio de tres plantas se erguía frente a todos
ellos, pero esta vez alguien había instalado una enorme escalera de mano. Varios
hombres la sujetaban soportando la lluvia sin una protesta. Vio sus nudillos blancos
por culpa de la humedad y el esfuerzo, pero ninguno se quejaba, Tampoco levantaron
la vista. Ya no había excusas. No tendría que trepar por la fachada. Tampoco la
víctima opondría ninguna resistencia. Quería morir y que fuera Luis quien oficiara el
crimen.

Conforme ascendía por la escalera la lluvia ganó en intensidad: era inútil. Nadie iba a
parar aquel asesinato. Alcanzó el alféizar y echó una mirada al interior. La ventana
estaba abierta, y sólo una cortina separaba a víctima y verdugo. Entró en absoluto
silencio. En la habitación sólo se escuchaba la respiración acompasada de una persona
acostada, profundamente dormida. No quiso ver su cara. Ya sabía de quién se trataba.
Cerró los ojos y dejó que sus manos hallaran el cuello del durmiente. Comenzó a
apretar. Quería matar a aquella persona, pero no quería causarle sufrimiento
innecesario. No lo consiguió. Las manos de aquella persona aferraron sus muñecas
intentado deshacer aquel abrazo letal. Era tarde. Luis sabía qué tenía que hacer. No iba
a fallar. No. No más fracasos. Esa noche era la noche. Poco a poco la resistencia de la
víctima fue cediendo, y él comenzó a sentir una maravillosa sensación de paz. Pese a
mantener los ojos cerrados una luz cegadora le deslumbró.

Entonces comprendió… pero era muy tarde.


La puerta del despacho del doctor Quiroga tembló ante la violencia de la llamada.
Eran poco más de las seis y media de la mañana cuando Lena y un celador reclamaron
su presencia urgente. Se levantó cegado por el amanecer incipiente que se colaba entre
las persianas de la galería principal. No hablaron, tampoco le dijeron a dónde se
dirigían. En el fondo estaba esperando que vinieran a buscarlo, por eso se había
quedado en el hospital esa noche. Se detuvieron frente a una habitación de la tercera
planta. Tomó el pomo, pero antes de abrir la puerta se volvió hacia donde suponía le
esperaban su alumna y el asistente. Tuvo una alucinación. Durante cortísimo instante
los vio en la calle, bajo la lluvia, cubiertos con sendas gabardinas oscuras, ocultos
bajo negros paraguas. Fue sólo un instante. Al momento siguiente estaban de nuevo
en el pasillo mirándole con angustia. No se demoró más. Entró en la habitación
sintiendo en la nuca los ojos de sus acompañantes. Mientras se dirigía hacia la cama,
Lena apartó las cortinas, permitiendo que un torrente de luz se derramara en el interior
del dormitorio. El suelo de la habitación estaba lleno de agua. La ventana estaba
abierta.

Luis yacía en la cama. Muerto.

Su mano derecha se cerraba sobre su cuello mostrando moretones allí donde los
dedos tocaban su piel. La lucha había sido intensa. Sin embargo no era aquel gesto lo
que llamó la atención de los presentes.

La mano izquierda de aquel pobre enfermo aún asía la muñeca del brazo derecho. Lo
había arañado, magullado, atacado de todas las formas posibles, pero había sido inútil.
No había logrado deshacer la presa asesina. A Lena se le escapó un sollozo. El resto de
la habitación permanecía en perfecto orden de revista, ajena al drama que se había
desatado en el campo de batalla en el que se había convertido el cuerpo de Luis.
¿Cuántas horas había durado aquella agonía? ¿Cuánta fuerza hacía falta para que las
yemas de los dedos de una mano se claven en la otra hasta mostrar el hueso
descarnado? ¿Cuán enferma tiene que estar tu mente para librar una batalla ajena al
dolor en la que, ganes o pierdas, el resultado siempre será el mismo?

Luis había ganado y había perdido, había encontrado la puerta y había entrado.

El premio era la muerte.


LA CATENARIA

Cuando las luces del vagón parpadearon con insistencia, Mario se dio cuenta de que la
mañana empezaba mal para él. Se había demorado más de lo normal en su ritual
matutino de ducha y café y no había alcanzado el Metro a la hora de siempre. Estaba
acostumbrado a ver las mismas caras a las mismas horas y tenía la impresión de ser
observado con hostilidad por los demás viajeros, como si fuera una hormiga en
hormiguero ajeno. Si de algo se sentía orgulloso era precisamente de su orden.
siempre a la hora, siempre impecable: era un hombre sin sorpresas. Había pretendido
llevar su vida como si se tratara de una producción en cadena, siempre intentando ser
eficiente, calculando sus movimientos para no dar un paso de más. Fracasó en
muchas cosas: negocios, matrimonio, familia… Siempre pensó que la culpa no podía
ser suya: él siempre cumplía con sus compromisos.

La megafonía el tren se abrió con un soplido. Una voz femenina comenzó a recitar la
información con evidente desgana:

«Atención señores viajeros. Por causa de la caída de una catenaria nos vemos
obligados a detenernos durante los próximos veinte minutos. Rogamos no intenten
abandonar el coche por sus propios medios. Lamentamos la molestias: Buenos días».

El mensaje terminó con otro par de soplidos. el vagón estuvo sumido unos instantes
en un silencio pesado antes de dar paso a expresiones de desagrado y a más de un
exabrupto. De inmediato hubo en cada mano un teléfono móvil y cada uno de los
viajeros comenzó a repetir o a teclear la historia a su manera. Algunos la retorcieron a
su conveniencia, otros llamaban a la consulta del médico para explicar la causa del
retraso e incluso un par de escolares comenzaron a especular con la posibilidad de
librarse esa mañana de la hora de matemáticas. Mario se limitó a mirar su reloj de
pulsera y maldecir su mala suerte. Soltó un bufido mientras intentaba acomodar su
agenda al nuevo horario.

−Perdona ¿No nos conocemos?, −escuchó una voz a su lado–. Si no me equivoco


estudiamos juntos, durante la secundaria…

Mario se giró para ver quién le hablaba y se encontró con una cara familiar. Necesitó
unos segundos para que su cerebro pusiera nombre a aquel rostro, pero no tardó
demasiado en conseguirlo.

−¿Lucía? ¿Eres tú? ¡Dios mío! ¿Cuánto tiempo ha pasado? –dijo contento de ver a la
mujer− ¡Uf!, ¡Más de veinticinco años! –se quitó el guante para estrechar su mano–.
No te puedes imaginar la ilusión que me hace verte.

Ella se quitó a su vez una manopla de vivos colores y le tendió una delicada mano de
piel aterciopelada. Casi sin querer el brillo de una alianza llamó la atención de Mario.
Ciertamente ella estaba muy guapa, incluso le parecía más atractiva que cuando eran
unos adolescentes. Entonces no recordaba haber sentido por ella una atracción
especial, pese a que por aquella época todos chicos de su edad se enamoraban de todo
aquello que tuviera pulso.

Habían compartido instituto desde los catorce hasta los dieciocho años. los nombres
comenzaron a volver a la cabeza de Mario como salen a la superficie los restos de un
naufragio: Antón, Oscar, Adrián, Luis y él mismo conformaban el bando de los
chicos, mientras que las chicas eran Sofía, Raquel, Celia, una tal Victoria que iba y
venía del grupo y, por supuesto, la propia Lucía. En ocasiones eran más, pero no
recordaba el grupo si no recordaba primero todos estos nombres.

−Me sorprende que me hayas recordado con tanta facilidad –dijo ella con una sonrisa
−, déjame que lo intente yo –añadió mientras ponía un mohín encantador−. Tú eres…
Adrián ¿A que sí?

Mario se sintió decepcionado. No era extraño que a él y a Adrián los confundieran,


realmente tenían una constitución muy parecida e incluso se daban un aire el uno al
otro. En más de una ocasión les tomaron por hermanos: solían bromear con quién era
el mayor de los dos. Sin embargo, esta vez sí que le molestó la confusión. tal vez
fuera porque Lucía estaba realmente radiante. Llevaba la melena suelta en cascada
sobre el cuello de un abrigo de espiguilla y un traje sastre con una falda ajustada. No
la recordaba así. Para él nunca destacó por su belleza, pero los años, o vete tú a saber
qué, habían hecho de aquella chica «del montón» una mujer madura y muy atractiva.
Sin embargo, que no recordara su nombre le había molestado, así que ¿por qué no
continuar la conversación como si él fuera realmente Adrián? La idea le produjo un
cosquilleo morboso en el interior. Engañar a Lucía de esa forma estúpida se le
antojaba parecido a revolver en el cajón de su ropa interior, una especie relación
sexual no consentida pero de baja intensidad. Que lo hubiera pensado mejor, dijo en
su fuero interno.
−Tienes una fantástica memoria –dijo sintiéndose un hipócrita–. Menos mal que no
me has equivocado con Mario: Por cierto. ¿Sabes algo de él y de los demás? ¡Hace
siglos que no veo a nadie!

−No te puedo contar mucho: Oscar y Sofía estuvieron saliendo un par de años y Celia
y Raquel… Bueno… –puso una sonrisa pícara− Viven Juntas, ya me entiendes…

−¿Y dices que no me puedes contar mucho? –dijo Mario con estudiada exageración−
¡Eres una enciclopedia! –rio−. Yo sí que no puedo contarte nada.

Mario Iba a continuar sus disculpas, pero se dio cuenta de que si hablaba podía
descubrir su pequeña mentira. Tendría que estar atento a no equivocarse. No sabía
hasta dónde conocía ella realmente a Adrián, aunque el hecho de haberlos confundido
no indicaba mucho contacto en los últimos años.

−No recuerdo apenas nada de entonces –mintió de nuevo−. ¿Qué me cuentas de los
chicos?

−De Antón no sé nada: ni si vive, ni si está aquí, ni si terminó la carrera. De Luis


puedo decirte que dejó de estudiar porque falleció su padre y él se hizo cargo de la
tienda familiar. A partir de ahí le perdí la pista. Creo que se casó, pero no recuerdo
quién me lo contó, no me hagas mucho caso en eso.

−¿Y qué hay de ti? –preguntó Mario−. Te veo estupenda. ¿Has hecho un trato con el
Diablo? –preguntó galante.

−¡Qué más quisiera! –contestó ella halagada−. No, no hay secretos. Vivo muy
tranquila. Terminé la carrera y me fui fuera un par de años. Bueno: ¡Iban ser un par de
años! Pero ya sabes… La juventud. Conocí a un hombre algo mayor y me enamoré de
él como una tonta. Nos casamos y…−su cara se oscureció−. Lo perdí el año pasado.
Habíamos puesto juntos una asesoría: ahora la llevo yo.

−Lo lamento mucho –dijo Mario conmovido. Durante unos instantes se sintió más
culpable aún de tomar el pelo a Lucía. Ahora sabía que ella era muy vulnerable y no
quería hacerle daño, pero no podía volverse atrás. Deseó que el tren recobrara la
electricidad pronto para salir del embrollo−. ¿Qué tal lo llevas?

−¡Oh, no te preocupes! Estoy bien. A veces los recuerdos me hacen alguna jugada,
pero yo suelo decir que los recuerdos son para soñar, no para vivir. No quiero
sentirme especial, eso únicamente aumentaría la pena y los remordimientos.

Los ojos de Lucía habían comenzado a brillar. Mario sacó un pañuelo y se lo ofreció
con delicadeza. Su esposa había fallecido también un par de años antes, pero para
entonces ya estaban separados. Nunca supo medir bien las necesidades de su mujer
durante el matrimonio: no supo leer las señales. Día a día iba perdiendo encanto ante
sus ojos hasta que llegó un momento en que no quedó nada en él a lo que ella pudiera
querer. Su vida era una vela encendida por los dos lados. Ardía veloz sin percatarse
de que lo que realmente se consumía era él. Cuando ella le dijo un día que había
tocado fondo él se derrumbó. Fue como si un corredor se encontrara de pronto con
un cristal invisible en su camino. Se deshizo en mil partes irreconciliables que se
desperdigaron en un espacio infinito. Tuvo que volver a construir una nueva soledad:
una propia. No había sido capaz de querer a nadie desde entonces. Cuando recibió la
noticia de su muerte no se sintió libre. Se volvió densamente pesado, inercial. Se
movió mucho tiempo como un cadáver incorrupto viéndose a sí mismo como un
homenaje al sufrimiento, como una piedra de río que es incapaz de rodar.

−De verdad que lo siento –repitió−. No te voy a incomodar soltando tópicos sobre la
vida y la muerte. Tienes razón. Los recuerdos son para soñar: no para vivir.

−¡Vaya! –dijo ella de repente− Me acabas de recordar a Mario… Él hubiera dicho algo
así.

Antes de que en Mario saltaran todas las alarmas, sonó en el vagón una especie de
golpe seco y todas las luces se apagaron a la vez. Hubo un momento de total oscuridad
mientras la iluminación de emergencia comenzaba a bañar de un color amarillento el
interior del coche. Se escucharon algunos gritos de angustia mientras por megafonía la
misma voz desganada de antes explicaba que era un paso normal y que nadie perdiera
los nervios. La mano de ella buscó en los instantes de oscuridad un asidero y lo
encontró en la mano de Mario. Durante una corta eternidad sus cuerpos buscaron
abrigo uno en otro y sus alientos se confundieron.

−Tranquila, no pasa nada –explicó−. Tienen que desconectar la red dañada para
sustituirla por la nueva –ella intentó retirar su mano pero él la retuvo suavemente,
aunque con firmeza−. Créeme: soy ingeniero −dijo en un susurro.

−¡Pero si hiciste el bachiller por letras! −recordó ella.

−¡Estaba bromeando! –dijo Mario agradecido de que la oscuridad cubriera su rubor−.


Intentaba tranquilizarte un poco –añadió, llamándose idiota por el desliz−. Hablando
de ingenieros. ¿No sabes nada de Mario?

−Lo cierto es que no. No he sabido de él como no he sabido de ti. Os perdí de vista y
si no hubiera sido por esta avería en el tren no sabría nada de ninguno de los dos:
hasta en eso os parecéis.

−La verdad es que siempre nos confundían, pero no nos parecíamos tanto, creo yo.
Supongo que el hecho de estar siempre juntos acentuaba la confusión.

−En realidad siempre pensé que Mario era un idiota –dijo ella de sopetón−. Siempre
sabiéndolo todo y corrigiendo a los demás. Creo que carecía totalmente de empatía.

Mario soltó su mano de inmediato. El viento gélido de las palabras que ella acababa de
pronunciar había derrumbado hasta los cimientos su frágil castillo de naipes.

−Hombre…Lucía…−tartamudeó−. Me parece una afirmación un poco dura. Tal vez


Mario no fuera muy sociable, pero tampoco un insensible…

−¡Siempre con sus agendas! con sus puntualidades, con su orden inalterable –
continuó ella hablando−. Nunca dejaba lugar a la diversión completa, a la
improvisación… Incluso tú, que eras su mejor amigo decías que muchas veces no le
soportabas. Recuerda que tú le bautizaste «El Tieso». ¡Tú le pusiste el mote! Si te soy
sincera no es precisamente a quien más he echado de menos y eso que por aquel
entonces, pese a todo, me gustaba muchísimo, pero él nada más tenía ojos para Sofía
y está a su vez no le hacía ni caso porque sólo miraba a Oscar.

−¡Caramba! ¡Qué revelación! – dijo sorprendido.

−Siempre he elegido mal a los hombres, y por entonces me fijaba en los más raritos.
Me gustaba de él lo culto que era, pero siempre que tenía oportunidad, te lo restregaba
por la cara. Si no le dabas la razón era inflexible contigo hasta que terminabas
cediendo. Siempre hablando de sus cosas, de sus intereses, de tanto como él sabía…
¿Recuerdas cómo a veces le dábamos esquinazo para no verle? –dejó escapar una risa
cómplice− Yo creo que nunca se enteró de lo mal que nos caía a veces…

−De eso estoy seguro… Nunca lo supo.

En ese instante las luces se encendieron y el tren se puso en marcha. Lucía continuaba
hablando pero él ya no la escuchaba. Su voz era un eco lejano. Aquella etapa que
Mario siempre consideró la mejor de su vida no había existido. Fue actor involuntario
de una farsa, de una obra de carpintería social en la que sólo le habían soportado por
caridad. Siempre había sido un vacío en la vida de sus amigos. Perder esa mañana el
tiempo eligiendo una camisa, llegar tarde a la estación, tomar un tren que no era el
habitual, una avería inoportuna… Todo conducía a una revelación dolorosa y precisa.
Nadie le había querido nunca.

−¡Bueno! –dijo ella−, estoy llegando a mi estación. Si me das un número de teléfono


podemos quedar algún día a tomar un café.

−Imposible, Lucía. Trabajo en el extranjero. Sólo he venido a renovar la


documentación –mintió con descaro– Yo te buscaré en la asesoría cuando vuelva de
vez en cuando − tendió la mano de nuevo−. ¡Ha sido un placer!

−Lo he pasado muy bien −dijo ella−. Confío en que no tenga que esperar otros
veinticinco años para verte de nuevo. ¡Adiós, Adrián!

Abandonó el coche y con un taconeo rápido enfiló las escaleras mecánicas.

Él se bajó del metro en la siguiente estación. Mientras el tren la abandonaba, las luces
de las ventanillas encendieron claroscuros sobre su cara. Él se sentía más o menos
igual. Como si viviera dos vidas simultáneas en las que una era su propia percepción
y la otra su oscura realidad. El Mario que entró esa mañana en el tren nunca sería igual
que la persona que acababa de abandonarlo. Una parte de su vida se había arrojado a
la vía. Comprendió mejor que nunca por qué su esposa le abandonó. Supo por qué
nunca tuvo amigos de verdad: Por fin entendió por qué siempre estaba solo.

Cuando por fin salió a la luz de la ciudad era un Mario nuevo. No era ni mejor ni
peor, tan sólo había dejado de pensar en sí mismo como parte de los recuerdos de
otros. Miró su reloj: llegaba tarde.

−¡Qué demonios! –pensó mientras soltaba su perfecto nudo de corbata−. ¡Aún tengo
tiempo de tomar un café!
PROFUNDIDAD INVERSA

Un «clic» apenas audible puso en funcionamiento el sistema de alarma en el


habitáculo de Mahuru. Todos los dispositivos electrónicos se despertaron al mismo
tiempo. Un minúsculo altavoz bajo su almohada comenzó a suministrar información al
tiempo que las luces iban poco a poco subiendo en intensidad. Una voz femenina
−Mahuru la había elegido entre todas las demás−, repasó punto por punto la lista de
datos que ella había solicitado recibir cada mañana.

«Son las seis horas y treinta minutos Hora UTC. Hoy el clima estará nublado. Las
temperaturas alcanzarán los 458 grados Celsius. La presión atmosférica continuará
siendo alta, cerca de 89 atmósferas. Los vientos alcanzarán unos siete kilómetros por
hora en el ecuador. Existe la posibilidad de una lluvia persistente de ácido sulfúrico.
El Sol estará situado al oeste durante dos semanas más. Este informe será actualizado a
las siete treinta, Hora UTC. La ducha está disponible»

Mahuru se cubrió con una toalla y se dirigió a las duchas. Puso la mano sobre el lector
biométrico y esperó a que se abriera la puerta. En realidad no era más que una especie
de cabina telefónica de unos ochenta centímetros de lado. El agua era un bien escaso a
bordo de la Vindicator. El sistema permitió treinta segundos de agua caliente, lo justo
para remojarse el cuerpo. Tras ese tiempo sólo se podía acceder a otros treinta
segundos para quitarse el jabón. Después, un minuto de aire caliente servía para
terminar de secarse. Cada miembro de la tripulación tenía derecho a dos duchas
semanales, salvo necesidad o causa mayor. Los sistemas de la Vindicator comenzaron
a trabajar de forma instantánea reciclando el agua.

Sintió un escalofrío mientras volvía a la zona de dormitorios. Durante el periodo de


sueño la temperatura se mantenía sobre los dieciséis grados en toda la nave, a
excepción de los nichos donde se podía regular a voluntad entre los dieciocho y los
veinte grados. Todo estaba pensado para funcionar con la menor energía posible. Los
ingenieros habían creado una criatura casi perfecta, pero daba la impresión de haber
olvidado que dentro tenían que viajar personas. Los espacios para los humanos
estaban encajados con calzador entre la inmensa maquinaria que mantenía viva a la
Vindicator. El habitáculo de Mahuru no era más que una especie de caja de ciento
ochenta por ochenta centímetros, con poco más de metro y medio de altura. Estaba
incrustado entre dos enormes tubos de ventilación y conducciones eléctricas del
grosor de un brazo. No había mantas ni sábanas, tan solo una edredón de tejido
sintético que no precisaba ser lavado y una almohada del mismo material. La toalla de
Mahuru era un lujo que se le había permitido por ser la única mujer a bordo. En
circunstancias normales los tripulantes, todos militares, iban desnudos desde sus cajas
a la ducha. Sin embargo, nada era normal en aquel viaje.

Tres personas tripulaban la Vindicator, cuatro en realidad, pero siempre uno de ellos
tenía turno de descanso. Mahuru dejó que su vista paseara por el puesto de mando.

Nada que ver con los majestuosos navíos estelares que el ser humano había imaginado
en el pasado. Las naves eran en realidad enormes masas de metal. Carecían de simetría
alguna: no era necesaria en el vacío. Con todas las antenas y las sondas desplegadas
parecía más un artrópodo lleno de parásitos que un invento del ser humano. Las
necesidades del hombre eran las que a su vez causaban las limitaciones de las naves
espaciales. Los controles ambientales eran grandes, caros y suponían un drenaje
constante de energía. La Vindicator había hecho infinidad de misiones dentro del
sistema solar mientras viajaba en modo automático. En esos casos las exigencias
energéticas eran menos del cuarenta por ciento de las de una misión tripulada. Pero
todo era diferente esta vez. Había sido necesario retorcer las entrañas de la nave para
acomodar a diez personas en su interior. Cuatro tripulantes, la propia Mahuru y cinco
soldados. Los ingenieros estuvieron a punto de pedir la cuenta cuando les dijeron que
tenían que modificar el corazón de la nave para transportar personas. Era imposible
crear más espacios dentro de aquella bestia, considerada la «vaca sagrada» de la
exploración. Era como si les ordenaran operar de apendicitis a la Virgen María. Se
suponía que era perfecta, el ejercicio máximo del principio de la microminiaturación,
la máxima complejidad en el mínimo volumen. Ahora les pedían que, como
Penélope, destejieran en una noche todo lo tejido durante el día. Sin embargo eran los
mejores ingenieros del planeta y supieron solventar el problema, Optaron por situar
los equipos auxiliares fuera del enorme fuselaje de la Vindicator. Tendieron una red de
umbilicales y desarrollaron un nuevo lenguaje para comunicar los diferentes módulos
a la máxima velocidad. Todos los sistemas de respaldo viajaban a remolque, como si
fueran una caravana. Eso acentuaba aún más la imagen de insecto de la nave.

Los ojos de Mahuru se toparon con uno de los monitores. En concreto el que
correspondía con la imagen que estaba enviando la sonda Lyard. Dos sondas
permanecían en alerta en el exterior de la nave: Lyard y Fauvel. La primera miraba
directamente a la Vindicator y ofrecía una primera aproximación al estado de la nave.
La segunda miraba al planeta Venus, objetivo de la misión.
−Tenemos compañía −comentó uno de los tripulantes tras saludar a Mahuru−. Me
temo que esto se va a convertir en un aparcamiento de supermercado en cuestión de
unos días.

−¿Quiénes son? –preguntó Mahuru mientras el tripulante giraba la sonda hacia los
recién llegados.

−No lo tenemos muy claro −respondió el comandante−. Son naves pequeñas, no


sabemos aún si están tripuladas o no. La base de datos nos da similitudes con algunos
diseños de Sur-Europa y un modelo filipino. Las modificaciones que han introducido
hacen que el sistema no pueda encontrar una identificación positiva al cien por cien,
pero si quiere mi opinión, doctora −dijo volviéndose hacia Mahuru−, diría que una es
un modelo Babieca y la otra una versión modificada de una nave Agila III filipina. En
nuestra base de datos figura como Gazel.

−¿Han intentado comunicarse? −preguntó Mahuru.

−Negativo, doctora. Pero hemos detectado comunicación entre ellas. Es de suponer


que han viajado juntas hasta aquí. Por el momento no hacen nada. Están ahí −señaló
el monitor con la barbilla−, nada más. ¿Quiere leer el informe de ingeniería? −cambió
de tema−. Lo he puesto en su terminal.

Mahuru asintió con un gesto y se sentó en su estación de trabajo. El informe se


generaba de forma automática con las lecturas que tomaba el ordenador principal de
todos los elementos conectados a él, pero antes de ponerlo en manos de Mahuru otro
ingeniero hacía una criba y separaba el grano de la paja.

Sus ojos expertos recorrieron la pantalla sin observar anomalía alguna. Puso más
atención al estado de uno de los muchos elementos que de forma literal colgaban de la
Vindicator. Era su creación y la causa por la que ella había viajado hasta allí. Abrió el
menú que contenía la información del Trieste.

Allí estaba. Mahuru recorrió renglón a renglón el estado de su criatura.

Apenas había salido de la universidad con un doctorado a sus espaldas cuando la


noticia saltó a la primera página de todos los informativos. Algo estaba emitiendo una
señal de radio desde Venus. Al principio todo fue secretismo y conspiración. Cada
bloque que habitaba el planeta tierra observaba de reojo al vecino. Sur-Europa miraba
a los países componentes de la Liga-Norte con bastante resquemor, cuando no con
auténtico odio. China se había desmoronado en su desastrosa etapa capitalista y los
filipinos supieron sacudirse el yugo en el momento adecuado a través de profundos y
leoninos acuerdos con Corea y Japón. Todos temían que el vecino hubiera
desarrollado tecnología como para establecerse sobre la superficie de otro planeta, y si
ese planeta era Venus la cosa se complicaba aún más. Nada enviado por el hombre
había soportado allí más de unos pocos días, sin embargo aquella señal llevaba meses
atronando todos los observatorios del mundo. Por fin, cuando se pusieron las cartas
sobre la mesa, se alcanzó un acuerdo mínimo sobre una realidad casi tan inquietante
como la de una guerra. Nadie había enviado nada a Venus y la razón era muy sencilla:
nadie sabía cómo hacerlo. De los estados independientes, solo Canadá tenía
experiencia en el sector aeroespacial, pero carecía de medios para intentarlo, además
hicieron público un desmentido oficial cuando sintieron que todos los dedos les
estaban señalando: ellos no habían sido. Se creó una coalición entre los países del
Norte de América, la Liga-Norte Europea y algunos estados sueltos de otras alianzas.
El reto era poner a alguien en la superficie de Venus en menos de un año. Era
imperativo encontrar alguien tan preparado como loco para enfrentar la misión. Y ahí
apareció Mahuru Turua, una jovencísima doctora dispuesta a dar la vida por acudir al
encuentro de lo que fuera que estaba llamando, de forma literal a la puerta de los
gobiernos de la tierra. Su tesis doctoral había sido uno de los trabajos más brillantes
que se habían publicado en décadas. Su especialidad era justo lo que se necesitaba.
Mahuru había aplicado los mismos fundamentos que aplicó Piccard cuando a bordo
del Trieste alcanzó el fondo de la sima de las Marianas. Ese era el punto que Mahuru
defendía. Había considerado el problema de la presión como si se fuera a mover en un
ambiente líquido. El reto era enorme. La superficie de Venus con casi noventa
atmósferas de presión tenía además otros problemas añadidos. No es que no hubiera
atmósfera respirable, el problema era que la atmósfera era corrosiva hasta el extremo
de que los materiales habituales no aguantaban mucho tiempo. La temperatura de casi
quinientos grados centígrados tampoco hacía las cosas más fáciles y, además, los
vientos en superficie, aunque no fuertes en velocidad, eran como martillos, dada la
densidad de los gases a tal presión. Aunque el nombre oficial del VEM −acrónimo de
Venus Explorer Module− era Fèrenic, que significaba «El portador de la victoria», ella
lo seguía llamando Trieste II. No entendía de dónde había salido la moda de poner a
todos los vehículos nombres de caballos famosos. Su batiscafo −porque eso era el
Trieste II−, ya tenía un nombre que lo definía perfectamente.

−¿Doctora? −La voz de uno de los tripulantes la sacó de su distracción−. Tiene un


mensaje de voz. ¿Quiere que se lo pase a su caja?
−No es necesario −respondió −. A mi terminal, por favor.

Tomó los auriculares y abrió el fichero; Era su madre deseándole suerte. Mahuru no
había contado demasiadas cosas sobre el riesgo de la misión, pero los medios de
comunicación, la mayor parte de las veces exagerando, habían vendido la imagen de
una nueva heroína. Algunos habían buscado en su origen polinesio, Mahuru significa
«Diosa de la Primavera», una similitud con las vírgenes que en tiempos ancestrales se
lanzaban, en realidad eran lanzadas, al interior del volcán para apaciguar a los dioses.
Mahuru huía de todo aquello. Se negó a conceder entrevista alguna y eso provocó una
nueva andanada de la peor prensa mundial. Después de tantos siglos de civilización, la
mayoría de los periodistas se seguían llevando mal con la ciencia.

Mahuru no estaba en realidad prestando atención a las palabras de su madre. La oía,


pero no la escuchaba. Cuando su madre rompió a llorar, se limitó a quitarse los
auriculares y cerrar el fichero. Se había preparado a conciencia parea que nada
pudiera afectar su rendimiento: ningún sentimiento iba a romper su concentración.

−Si desea responder −era de nuevo la voz del tripulante−, le aconsejo lo haga cuanto
antes. Entramos en conjunción superior en −miró un reloj integrado en su consola−…
unas treinta horas.

−No será necesario −Mahuru se sintió mal ignorando a su madre de ese modo tan frío
−. No es importante.

Sabía que Venus y la Tierra iban a encontrarse separados por el Sol, por lo que las
comunicaciones serían imposibles durante un buen periodo. Le serviría de excusa
frente a su madre, si es que volvía a verla.

−¿Estamos preparados para la aproximación? −preguntó mientras intentaba sacudir de


su pensamiento el recuerdo de su madre llorando.

−Lo estamos si usted lo está, doctora −respondió el comandante.

−Adelante, entonces. Inicie el protocolo.

El comandante pidió con la mirada confirmación a los demás tripulantes y en cuanto


la obtuvo inició un check-control desde su consola. A su vez el ordenador pedía
confirmación a todos los sistemas que colgaban del casco de la Vindicator.

−Iniciando recogida de umbilicales en diez segundos: ¡Marca!


Estableció una cuenta atrás de cinco segundos tras los que unas zafas pirotécnicas
separaron todos los elementos de respaldo que habían arrastrado hasta allí. No los
iban a necesitar hasta el viaje de vuelta, si es que había un viaje de vuelta.

−Todos los umbilicales recogidos en sus dársenas −anunció uno de los tripulantes.

−¿Comunicación con los elementos de respaldo? −preguntó el comandante.

−Todo el panel en verde −respondió el otro tripulante.

−Ignición de «retro» en veinte segundos: ¡Marca!

Era la parte delicada de la maniobra. Tenían que hacer un encendido que les
permitiera descender de los más de trescientos kilómetros en los que orbitaban, a unos
cuarenta kilómetros sobre la superficie del planeta. Tras ello, mantendrían a la
Vindicator en órbita geoestacionaria. Desconocían el régimen real de vientos y la
temperatura a esa altitud. Solo contaban con las simulaciones que el ordenador había
podido perfilar con los datos recogidos en tan solo unos pocos días.

El comandante terminó la cuenta atrás. Una ligera sensación de mareo les acompañó
durante la deceleración mientras la Vindicator se dejaba caer en la nociva atmósfera
del planeta.

−Parece que nuestros vecinos nos quieren seguir. A ver hasta dónde son capaces de
llegar −comentó sin dejar de atender su panel de control−. ¿Altitud?

−Cien kilómetros y bajando −respondió un tripulante.

−Confirmo −añadió el segundo.

−Nuevo encendido de retro: Duración, cinco segundos. Ignición en diez segundos:


¡Marca!

Esta vez la Vindicator se quejó. Durante esos cinco segundos toda la nave tembló,
trepidando como si se fuera a desarmar. Mahuru se sujetó con fuerza a los brazos de
su silla. El comandante corrigió el ángulo de la nave. No estaba pensada para volar en
la atmósfera, por eso habían tenido que abandonar parte del equipo flotando en el
espacio. Aquellos cinco segundos se hicieron eternos para ella, pero la Vindicator
terminó por rendirse y comenzó a deslizarse mansa sobre la atmósfera del planeta.
−¿Altitud? −solicitó de nuevo el comandante.

−Cuarenta y ocho kilómetros.

−Confirmo.

−¿Doctora? −dijo el comandante sin volverse.

−Un momento −respondió Mahuru−. Me están entrando datos.

La terminal comenzó a lanzar una serie de pitidos breves, correspondiendo cada uno
de ellos a la entrada o actualización de un nuevo informe.

−¡Es increíble! −Mahuru sabía que los datos eran correctos, pero no dejaban de ser
asombrosos−. La velocidad del viento es de casi ciento cincuenta kilómetros por hora.
Casi todo es dióxido de carbono, dióxido de azufre, nitrógeno y argón, aunque éstos
últimos son trazas. Veo también vapor de agua, helio y neón. La presión aquí es de
casi dos atmósferas…

−Lo celebro mucho, doctora −interrumpió con humor el comandante−, pero me temo
que ha llegado el momento. Podremos mantener a la Vindicator en esta posición unas
trece horas −programó un reloj en cuenta regresiva−. Después nos vamos. Creo que
no podemos permitirnos el lujo de perder un segundo.

−Tiene toda la razón, comandante: voy a prepararme −respondió ella mientras se


ponía en pie−. Puede comenzar el llenado del flotador. Mientras comprobaré con
ustedes la comunicación con el Trieste II.

El comandante ya había abierto una nueva carpeta y había entrado en un nuevo


protocolo. Cursó las órdenes precisas entre los tripulantes.

Mahuru intentó no correr, pero no pudo evitarlo. Ya no se trataba de la cuenta atrás


que había sido programada. Era su propia excitación la que le hacía volar hacia la
dársena del Trieste II. Pasó frente a los nichos donde dormían los cinco soldados en
suspensión vital. Se había determinado hacerlo así para disminuir la carga de la
Vindicator. Con hombres despiertos suponía más alimentos, más agua, mas soporte
vital y, en definitiva, un mayor consumo de energía. Solo se les despertaría en caso de
necesidad e incluso entonces sería atribución del comandante cuántos serían
«activados», como rezaba en el protocolo. Atravesó el último departamento estanco y
entró en la dársena.
El Trieste II estaba frente a ella. Había viajado hasta allí prendido de la panza de la
Vindicator como si fuera una rémora. En el interior de aquella dársena solo estaba la
entrada a la nave.

Explicado de un modo claro, el Trieste II era algo así como dos naves en una. Nunca
tuvo claro cómo considerarlo, aunque ella misma lo hubiera diseñado. Se podía decir
que era una nave dentro de otra, pero tampoco era incorrecto pensar que era un
sofisticado traje espacial aparatoso en exceso. En esencia, ella se iba a introducir en un
traje muy similar a los que se emplean en buceo a gran profundidad al que se había
sustituido las piernas por un cilindro algo más ancho. Todo el conjunto sería después
introducido en el enorme flotador a través de una apertura circular. Solo el traje
pesaba más de quinientos kilos y se había probado en el océano Pacífico, donde había
soportado sin problemas inmersiones de hasta dos mil metros. Ahora, una vez que
Mahuru se había alojado en su interior, una grúa automatizada procedía a colocarla en
el alojamiento correspondiente. La posición de Mahuru iba a ser incómoda. Estaría
tumbada boca abajo todo el tiempo de la misión y su único contacto con el exterior
serían, además de la radio, las imágenes que le suministrara el rosario de cámaras
dispuestas a lo largo del flotador. Mientras Descendía a lo largo del conducto
enfundada en su equipo, escuchaba el silbido de los gases que poco a poco iban
entrando en el flotador. En esa mezcla estaba oculta la idea maestra de Mahuru.

El batiscafo original del siglo XX estaba estructurado igual que su nave. Para soportar
las altas presiones el flotador se llenó entonces de gasolina. La razón de ello estaba en
que la gasolina pesa menos que el agua, por lo tanto siempre tiende a flotar. Pero
además los líquidos son incompresibles, por lo tanto no hay que pelear con la presión.
Mahuru se planteó un descenso en la superficie de Venus en los mismos términos.
Consideró los gases a alta presión como líquidos, con lo que simplificó mucho la tarea
de mantener su batiscafo incólume en aquella atmósfera. Los gases que se estaban
inyectando ahora en el flotador, aunque su formulación era alto secreto, no tenían
ninguna característica especial por separado, pero una vez mezclados y tras recibir una
descarga eléctrica, cambiaban de la fase gaseosa a una fase semisólida, a la que
Mahuru había bautizado como de «liquido imperfecto». El resultado era una especie
de humo sólido que se comportaba como un líquido cuando se le sometía a presiones
relativamente bajas, con lo que quedaba resuelto el problema estructural de batiscafo.
Por otro lado era bastante más ligero que la atmósfera de Venus, por lo que también
estaba garantizada la flotabilidad.

Escuchó como los cierres magnéticos hacían presa en su habitáculo mientras que en
su monitor de estado las luces verdes informaban de cómo los sistemas estaban
operativos y preparados. Después sonaron una serie de pequeñas explosiones que
procedían de las zafas pirotécnicas que iban liberando definitivamente al Trieste II de
su dársena. Mahuru y el comandante compartían las palabras justas para mantenerse
mutuamente informados.

Comenzó el descenso. El umbilical que unía ambas naves era otro milagro de la
ingeniería. Los mejores cerebros del mundo se habían aliado para crear aquel
conducto de características únicas y que costaba una pequeña fortuna por centímetro.
En esencia era un tubo hueco, aunque en las paredes del mismo, pequeños hilos de
fibra establecían ciento treinta y seis canales de comunicación en duplex, con los que
la información subía y bajaba al mismo tiempo sin encontronazos, atascos o demoras.
Pero lo importante estaba en la luz de aquel conducto. Una substancia viscosa, similar
a una grasa consistente, llenaba el tubo. Era en la práctica una auténtica médula
artificial, con capacidad de trasmisión instantánea, almacenamiento y auto reparación.
Al igual que los gases del flotador, podían reaccionar a la presión y conceder
diferentes grados de rigidez al umbilical. Podía comportarse como una columna o
retorcerse con una serpentina. Lo habían bautizado como neurogel por su capacidad
de realizar un respaldo permanente de información. El gel podía mover la información
archivada a lo largo de toda su extensión en un tiempo muy pequeño, con lo que
servía de salvaguarda de los datos en transporte o proceso.

-−¿Preparada, doctora? −La voz del comandante sonó clara en el habitáculo de


Mahuru.

−Lo estoy si ustedes lo están, comandante −respondió Mahuru con las mismas
palabras que había usado el comandante minutos antes en el puente.

−¡Buena suerte, doctora Turua! −dijo el comandante−. Nos vemos en doce horas y
veinte minutos.

La Trieste II abandonó por fin el refugio de la panza de la Vindicator y se enfrentó a


cuerpo descubierto a la atmósfera de Venus. El fuerte viento la zarandeó mientras
colgaba de su umbilical como una cometa. Mahuru contaba con ello y no se puso
nerviosa. Dejo el control de balance en manos del ordenador de a bordo y se mantuvo
alerta a las reacciones de su nave. Los pequeños y potentes motores de maniobra con
los datos recibidos de diferentes giroscopios y acelerómetros dispuestos a lo largo del
flotador, comenzaron a compensar con pequeños disparos la posición del batiscafo.
Otros sensores externos llenaron de información las diferentes pantallas frente a los
ojos de la doctora. Decidió mantener durante un tiempo todas las pantallas abiertas,
aunque el volumen de información era tal que casi la confundía más que la
informaba. Necesitaba saber que todo funcionaba de modo correcto. Después filtraría
cómo quería recibir los datos. En pocos minutos la nave aprendió a interpretar la
información y a recurrir a acciones de mínimo consumo para mantener la posición.
Con un ligero impulso de popa y los motores laterales encendidos a intervalos
regulares, la Trieste II se mantuvo adrizada y estable por detrás de la enorme
Vindicator, ahora convertida en nodriza del VEN.

Descendió diez kilómetros. La temperatura en el exterior iba subiendo poco a poco,


hasta cerca de los doscientos grados centígrados. El sistema de soporte vital no tenía
problemas para compensar aquel calor. En el habitáculo no habría más de veinte
grados. La presión estaba ya sobre las diez atmósferas. Nada que la Trieste II no
pudiera manejar.

Mahuru comenzó a poner en marcha los micro laboratorios distribuidos por la nave.
Uno se encargaba de tomar muestras de la atmósfera y calcular las concentraciones de
los diferentes gases, mientras que otro intentaba determinar la existencia de
organismos extremófilos. Cualquier científico hubiera dado años de vida por poder
realizar esas pruebas como ella lo estaba haciendo, sin embargo Mahuru tenía la
cabeza en otro indicador.

Tenía a la vista un mapa de las señales de radio que habían llamado la atención de los
gobiernos mundiales. Las primeras evidencias estaban llegando. Desde la Tierra no
habían podido apreciar un detalle importantísimo. Se había pensado en que las señales
tenían un único origen, pero los indicadores de Mahuru informaban ahora de varias
fuentes, al menos en su proximidad. Pidió un recuento al ordenador y confirmación
por el ordenador de la Vindicator. La respuesta fue clara y contundente. Decidió abrir
un canal.

−Vindicator. Recibo múltiples señales de radio. ¿Me pueden confirmar las lecturas? –
preguntó.

- Un momento, Trieste −respondió la voz de uno de los tripulantes−. Tenemos algunos


problemas con uno de los visitantes.

Mahuru tuvo que hacer un ejercicio de paciencia. Un minuto después recibió la


contestación de la Vindicator.

−Atención Trieste: Confirmamos todas las lecturas. Hay más de treinta focos
diferentes a su alrededor, pero hay algo más −hubo unos segundos de silencio−
¿Tiene lecturas de la altitud de los emisores?

−Necesito unos segundos, Vindicator −respondió Mahuru, mientras cambiaba el modo


de lectura−. Creo que lo tengo. Las lecturas se mueven entre… ¡Vaya! −Mahuru no lo
podía creer−.¡No están en superficie! Todos los emisores de radio se encuentran entre
veintitrés y veintinueve kilómetros de altura. ¡Es increíble!

−Trieste −sonó de nuevo la voz del tripulante−. Según nuestras lecturas no se trata de
ecos. Son fuentes independientes y además móviles. De hecho, una de ellas pasará a
unos cien metros de su posición en unos minutos.

−Lo tengo en el radar, Vindicator.

−¿Podrá hacer una lectura visual?

−Negativo, Vindicator. Estas nubes no son solo acumulaciones de vapor de agua, -


explicó−Están cargadas de dióxido de azufre y son bastante opacas. Pero lanzaré una
sonda a su paso mientras desciendo a su altitud. ¿Pueden maniobrar?

−Afirmativo, Trieste. Iniciamos aproximación.

Mahuru decidió bajar unos cinco kilómetros más para situarse en el centro de la franja
de altitud de los emisores. Estaba preparando un poney, como se había bautizado a las
pequeñas sondas transportadas por la Trieste II, cuando sintió un violento tirón. Su
nave comenzó a oscilar sin control como la punta de un látigo mientras infinidad de
luces se encendían en rojo en sus paneles. El irritante sonido de las alarmas se le clavó
en los tímpanos al tiempo que los motores de maniobra se disparaban enloquecidos
tratando de recuperar la posición bajo la Vindicator. Mahuru intentó no perder los
nervios.

−¿Qué está pasando?—preguntó mientras intentaba tomar gobierno de la nave.

−¡Los filipinos!−la respuesta se demoró unos segundos eternos−. ¡Han querido ver
qué tenemos debajo y han chocado con el umbilical! −la voz del tripulante tenía que
superar a las numerosas alarmas que también habían saltado en la Vindicator−.
Estamos intentando recuperar nuestra posición ¿Puede darnos su informe de daños?

−Afirmativo, Vindicator. Lo estoy enviando ahora, pero le comento a viva voz lo


principal −los paneles de Mahuru iban regresando al verde conforme el ordenador de
la nave recuperaba el control−. No tengo daños estructurales –informó−, pero las
maniobras de posicionamiento han consumido un quince por ciento del combustible.
No hay afectación de los sistemas principales. He perdido una cámara de estribor, pero
puedo cubrir ese ángulo modificando la focal de la cámara siguiente.

Mahuru hizo un veloz cálculo mental.

−Puedo asumir sin problemas el consumo de combustible. Aún estoy un cinco por
ciento por debajo de las peores simulaciones.

Un molesto silencio de radio le hizo pensar que algo no estaba bien allá arriba.

−Vindicator ¿Me recibe?

−Afirmativo, Trieste. Estamos revisando nuestra evaluación: denos un minuto.

Mahuru aprovechó ese tiempo para comprobar en el radar la situación de las


emisiones de radio. Parecían haberse alejado durante los movimientos erráticos de la
Trieste, pero era indudable que se acercaban de nuevo. Decidió lanzar el poney.

−Atención, Trieste −esta vez era la voz del comandante−. Tenemos información
importante. Necesito toda su atención.

−Adelante, Vindicator −respondió Mahuru.

−Bien… —el comandante carraspeó un par de veces antes de continuar−. El impacto


de la Gazer filipina con el umbilical ha sido más fuerte de lo que parece. Tenemos un
daño del treinta al treinta y cinco por ciento en una extensión de más de sesenta
metros… –el comandante hizo una pausa−. No podemos garantizar la recogida, pero
si lo hacemos ahora tenemos un sesenta por ciento de posibilidades de éxito. Si
esperamos o si hacemos descender más a la Trieste, no podremos izarla de nuevo.

En el monitor de Mahuru el poney le indicaba que había establecido contacto.

−Deme cinco minutos, comandante…

−Doctora… No tenemos esos cinco minutos…

Ignoró la presión del comandante. Las imágenes de la sonda tenían toda su atención.
Su pirueta mental de tratar a aquellos gases tan densos como si fueran líquidos había
quedado totalmente justificada. Lo que estaba viendo le daba la razón.

Un rayo de enormes proporciones anunció tormenta. Eso suponía que comenzaría a


llover ácido sulfúrico en cuestión de minutos. El umbilical averiado no podría con
eso, estaba segura.

−Remito una captura de imagen −comunicó a la Vindicator−. Reclamo el derecho a


bautizar una nueva especie. La primera especie extraterrestre. Se llamara aliena inasi
−recordó a Inas, su madre, rezando por ella en su polinesia natal−. Confirme.

−Lo confirmo… −la voz del comandante destilaba angustia− Doctora: tengo que
sacarla de ahí ahora mismo…

−Negativo, Vindicator. En ausencia de intervención militar yo tengo el mando de la


misión científica. Ordeno descender a la Trieste hasta la superficie del planeta. La
Vindicator se situará en altitud estándar y en la próxima órbita recibirá una sonda
donde habré almacenado toda la información que recoja hasta ese momento. En esa
sonda estará también mi cesión de mando hacia usted.

−¡Pero, doctora!

−Cumpla sus órdenes, comandante –Mahuru sonaba muy tranquila−. Les deseo un
cómodo viaje de vuelta.

Cortó la comunicación. Ese punto crítico de la misión había sido discutido en


profundidad y se había acordado no poner objeciones si la decisión implicaba un
sacrificio personal. Sintió cómo la Vindicator comenzaba a largar más y más metros de
aquel sofisticado cable que ella misma había contribuido a crear. Habían pensado en
los peores escenarios posibles, o al menos eso pensaban, pero le había faltado uno: la
enorme estupidez humana. Se sintió privilegiada por haber sido el primer ser humano
en ver una forma de vida alienígena. Como si estuviera escuchando, aquella enorme
criatura con forma de manta raya pasó cerca de su nave.

Sesenta horas después, el comandante de la Vindicator abría un fichero codificado


enviado por Mahuru. Allí estaba la declaración oficial de la cesión del mando de la
misión. En un fichero aparte dirigido a él, Mahuru le rogaba remitiera un mensaje a su
madre. No lo quiso leer. Se le escaparon las lágrimas cuando imaginó a la doctora
Mahuru Turua agonizando bajo la temperatura abrasadora de Venus, sintiendo el
mordisco del ácido sulfúrico por todo el cuerpo.
-FIN-
«Antología de relatos huérfanos»

Juan Manuel Sánchez-Villoldo

Todos los derechos reservados.

Código de registro: 1608138783162

Fecha de registro: 13-ago-2016 13:04 UTC

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