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Alejandra Gómez Vélez

Concurso docente. Perfil FA-02. Facultad de Arquitectura, 2019.

De la evidencia al vaciamiento
La imagen como presencia en tiempos de desencanto

Para algunos
la cumbre es el lugar de conquista
para la cumbre
el lugar de la nieve

Abbas Kiarostami, El viento y la hoja, 2015

¿Cómo crear un objeto fascinante, un objeto que mantenga al


hombre en actitud de respeto? ¿Cómo conseguir una visualidad
que se dirigiría no a la curiosidad de lo visible, incluso a su
placer, sino sólo a su deseo, a la pasión de su inminencia
(palabra que, como se sabe, se dice en latín praesentia)?

G. Didi-Huberman, 2014, El hombre que andaba en el color

No debe ser sólo cuestión del azar que evidencia, en francés evidénce, tenga
una vecindad fonética y formal con évidance, que quiere decir vaciamiento, asunto
que nos hace notar la bella coincidencia del pensar de Georges Didi-Huberman y
de Jean Luc Nancy, en sus diversas disertaciones sobre la imagen y el cine. “La
evidencia es lo que se presenta a la justa distancia, o bien aquello frente a lo cual
encontramos la distancia justa, la proximidad que permite a la relación tener lugar
y que se abre a la continuidad” (Nancy, 2008, p.55). Problema que no está muy
lejos de la tan mencionada dimensión aurática formulada por Walter Benjamin en
sus reflexiones sobre la obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica ,
pues se trata en esta de encontrar en la creación artística “la aparición irrepetible
de una lejanía por cercana que pueda estar” (Benjamin, 1989).

La aparición irrepetible, sería quizás, la justa distancia, y la relación intrínseca


del tiempo que se anuncia en esa lejanía cercana, podríamos nombrarla como la
posibilidad abierta de la relación, es decir, una relación que se abre a la
continuidad; en otras palabras, una relación de la mirada con la vida abierta, con el
pensamiento del afuera, con la imagen como presencia. No dejan de ser agudas,
eficaces e intercambiables las palabras críticas benjaminianas para repensar y
reflexionar incluso hoy sobre nuestra práctica artística:

Descansar en un atardecer de verano y seguir con la mirada una cordillera en el


horizonte o una rama que arroja su sombra sobre el que reposa, eso es aspirar el
aura de esas montañas, de esa rama. (…) acercar espacial y humanamente las
cosas es una aspiración de las masas actuales tan apasionada como su tendencia
a superar la singularidad de cada dato acogiendo su reproducción. Cada día cobra
una vigencia más irrecusable la necesidad de adueñarse de los objetos en la más
próxima de las cercanías, en la imagen, más bien en la copia, en la reproducción.
(Benjamin, 1989, p. 4)

La mirada abierta sobre la cordillera y sobre la rama con sus sombras, acontece
como aspiración del aura siempre y cuando no se quiera aprehender en su totalidad
la realidad mirada. En el estatuto de contemplación del sujeto que supone Benjamin
al decir descansar en un atardecer de verano y seguir con la mirada…, reside
quizás la posición política y crítica más importante de este enunciado, posición que
se advertiría hoy en un inminente peligro de extinción, pues en nuestro mundo de
positivismos excelsos y de aprehensión desbordada del conocimiento, de la
naturaleza, de las letras, de los tiempos y de los espacios, pareciera imposible
darle lugar a la contemplación, a un mirar descansando en un atardecer de verano.
Esta mirada reposada sobre la realidad, esta mirada de la espera y de la errancia,
es esencial para pensar nuestro mundo de ceguera por sobreproducción
mercantilizada. Lo dice muy claramente Benjamin:
Quitarle su envoltura a cada objeto, triturar su aura, es la signatura de una
percepción cuyo sentido para lo igual en el mundo ha crecido tanto que incluso,
por medio de la reproducción, le gana terreno a lo irrepetible. (…) La orientación
de la realidad a las masas y de éstas a la realidad es un proceso de alcance
ilimitado tanto para el pensamiento como para la contemplación” (1989, p.5).

De manera que, cuando hay un afán de apropiarse del mundo en una totalidad
devastadora se corre el riesgo de la estetización de la política, por ello la
singularidad, la unicidad, dada por la aparición irrepetible, es decir, por el carácter
aurático de lo real es lo que habría que defender a toda costa aún hoy en nuestras
prácticas de creación.
La imagen no está dada entonces, es necesario acercarse a ella con una actitud
de respeto y contemplación para acceder a su presencia. De modo que por más
dispositivos de reproductibilidad técnica que se inventasen, por más fuerte y
soberana que sea la época de la técnica y del espectáculo, la imagen como
aparición irrepetible, en su dimensión espacio-temporal, abrigada por un tiempo
vivo, seguirá intentando acceder a la presencia y su estatuto aurático no
desaparecerá, del mismo modo como siempre aparecerá algún ángel, con la mirada
virada, un tanto perplejo y desorientado, para atestiguar una y otra vez el fracaso
reinventado y afirmado en las ruinas de nuestro acontecer.

Hay una pieza visual, que se nombra Five ( Five Long Takes Dedicated to Ozu ).
En ella, que en realidad son cinco, se exponen de manera pausada algunos gestos
de la simplicidad poética de la mirada del artista iraní Abbas Kiarostami. En la
primera, un viejo trozo de madera redonda se mece en la arena oscura al ritmo de
las olas, va y viene arrastrado por el agua durante los ocho minutos de duración de
la pieza. Terminándose el minuto tercero, la madera se rompe, en su travesía hacia
el mar. Pareciera un simple juego del azar, y lo es, como todos los juegos de
Kiarostami, parecieran ser reales, y terminan siéndolo gracias al trabajo del tiempo
de la imagen. Ese gesto apacible y casi imperceptible, expone con total sencillez la
posibilidad de la mirada de abrirse a la continuidad, esto es, al continuo de la vida
misma que expone una perseverancia del ser en el ser, como lo enuncia Jean Luc
Nancy (2008):
El ser no es una cosa: es que continúa. Es: lo que continúa, no más allá o más acá de
los momentos, de los acontecimientos, de las singularidades y de los individuos que
son discontinuos: sino de una manera más extraña: en la discontinuidad misma y sin
fundirla en un continuum. Continúa discontinuando, discontinúa continuamente.
(Nancy, 2008, p.44).

En esta deriva, encontramos en el primer segmento de Five que la imagen en


tanto presencia requiere ser evidencia de la continuidad y del carácter persistente
del ser en el mundo, pero también del vaciamiento que se hace necesario para
acceder a este discurso; hace falta afirmar que es un vaciamiento de si, del yo que
quiere apropiarse en cada instante de cuanto ve y percibe para comprenderlo, un
vaciamiento de poder para así consentir un miramiento del curso oscilante de la
vida misma, como lo nombra de manera eficaz la simplicidad poética de nuestro
epígrafe:
Para algunos
la cumbre es el lugar de conquista
para la cumbre
el lugar de la nieve

(Kiarostami, 2015)

Hacer evidente que en el grado más alto reside la nieve, esa blanca inquietud, la
neutralidad desprovista de sujeto, que nos habita en lo más profundo, es lo que la
imagen como presencia reclama. El trozo de madera, fragmentado por el azar
cinematográfico, va y viene, su otra parte se irá de nuestra mirada 1 , será
arrastrado por las olas, y la otra, por un azar distinto, se quedará anclada en la
arena, esperando a que el agua en su ir y venir defina su destino. Dos
continuidades posibles habría para esta sencilla pieza, e infinitas continuidades
para la mirada de un espectador paciente.

De modo que cuando la imagen se expande, se extiende, y se dirige hacia la


duración, y se repliega hacia el tiempo y el espacio, acontece como presencia, y
así, lleva consigo la representación, pero no se delimita ni se agota en ella. Pues
expone su unicidad, por su irrepetible aparición, que no deja nunca de jugar con la
multiplicidad. Se trata entonces de buscar con un paciente reposo la imagen en la
espera, en la demora, en la errancia y la contemplación para dar así un estatuto
espacial a la mirada, esto es, concederle la otredad, la oscuridad y la invisibilidad,
tantas veces escamoteadas por nuestros sistemas hegemónicos de visibilidad.

En tiempos de intercambios acelerados de información, en tiempos mediatizados


que velan por el acrecentamiento de la industria y del comercio y que buscan
vigorosamente escamotear el silencio y la quietud necesarias para adentrarse en
los saberes y en las creaciones, ¿qué es lo que anima entonces a sostener la
mirada frente a la pantalla ante esta imagen continua de la espera y de la errancia?
Podríamos intentar responder con José Luis Brea:
“(…) hay en ello una razón para esforzarse en mirar esa pantalla, una película se
vuelve una obra de arte (…) sólo cuando nos obliga y vuelve capaces de atravesar su

1
Mirada que hace falta anotar trae consigo la respiración, en movimientos sutiles,
de quien sostiene delicadamente la cámara.
extremo tedio. Cuando mirarla un instante o un tiempo eterno revelan lo mismo. Justo
allí puede lograr la imagen tecnológica hacer comparecer una genuina imagen-
movimiento, hacer aflorar el tiempo-imagen. En ello se expresaría con toda su
potencia la insuficiencia del dominante pensamiento de la representación regulado
únicamente por los mecanismos de identidad, por la estaticidad, manifestando su
inhabilidad para recoger bajo ese régimen el diferir de la diferencia. (Brea, 2002, p.
143).

Bien sabemos que esta virtualidad, derivada del inconsciente óptico de nuestro
tiempo, permite ostentar la dinamicidad, incluso en una imagen estática. Por tanto,
el tiempo expandido, que nos anuncia Brea, acontece en la imagen como evidencia,
evidencia de lo real que detona tanto la ausencia como la presencia y que sería
capaz de retener, como lo dice tan acertadamente el pensador español, “«ese
instante místico de la unión de lo interno y lo externo, del alma y la forma». Esa
intuición y ese instante en que la vida de los hombres alcance a pensarse por
encima de sí misma, de lo que en ella está dado y condiciona, de lo que en ella es
determinación” (Brea, 2002, p.150). Vemos entonces como la potencia de la obra
se da en tanto es, además de una mirada, movilizada y replegada sobre la realidad,
un miramiento a sí misma y por su unicidad detona un contemplar pausado que
permite al espectador pensar y pensarse en la continuidad de la vida.

Algunas páginas se ha llevado la reflexión en torno a un insignificante trozo de


madera que va y viene con el mar, pero que se vuelve evidencia y vaciamiento de
si, al ser mirado y devolver la mirada y, al volcar así, el tiempo en la imagen. Hay
tantas obras que se llevarían grandes tiempos de reflexión, por fortuna son
muchas, aunque no tantas como quisiéramos en nuestro mundo fuertemente
golpeado por una tradición de pensamientos radicales que no dan cabida a la
indeterminación y a lo abierto que se reclama en la sensibilidad. No obstante,
mucho hay que agradecer a los artistas que dirigen su deseo a la pasión de una
inminencia, y que de modos multifacéticos y en heterogéneas geografías expresan
cada uno a su manera el devenir insulso de nuestra época. Por nombrar sólo
algunos que acompañen a la solitaria creación kiarostamiana y que mantienen su
horizonte creativo en la evidencia de la imagen como presencia, encontramos al
camboyano Rithy Panh con sus filmes que moldean el tiempo con trozos de suelos
para contestar a la violencia de su tiempo; el infinito y eterno Artavazd Pelechian
con sus gestos sinestésicos y contestatarios que hacen barajar la imagen y el
sonido; el joven francés Jean Gabriel Périot que lleva el fotografía de archivo hasta
su expresión máxima para crear un tiempo vivo; los silencios sutiles pero agudos
del colombiano Juan Manuel Echavarría con sus “Testigos de los silencios” quienes
en su apacible espera estallan en instantes y trascienden los límites del sujeto y
del objeto para preguntar a la mirada por el conflicto colombiano; los gestos
detenidos y confusos de los fantasmas de Clemencia Echeverri en “Versión libre”,
quien con su manejo impecable de la técnica hace presente la ausencia de quienes
no pueden hablar; las atronadoras pasiones de Harun Farocki en su eficaz forma de
hacer ver lo inextinguible del fuego y la potencia del montaje cinematográfico,
preciada herencia que nos queda de los grandes maestros para hacer tanto nuestro
como suyo el tiempo vivo; y sabemos bien que la lista continúa en su continuidad y
encontrará, así sea en destellos, diversos artistas que no descansarán hasta
movilizar la mirada para atestiguar la destrucción inminente. Y seguirán creando,
pese a las grandes catástrofes y al desarrollo imperioso y al progreso que se
edifica sobre las ruinas de la experiencia moderna sobre las que el Ángel de la
historia, anunciado por Benjamin, entonará su cántico y afirmará una y otra vez el
eterno fracaso de nuestro mundo por venir.
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