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Cinco siglos de prohibición del arco iris en el cielo

americano.

Eduardo Galeano

El Descubrimiento: el 12 de octubre de 1492, América descubrió el capitalismo. Cristóbal


Colón, financiado por los reyes de España y los banqueros de Génova, trajo la novedad a las
islas del mar Caribe.

Colón creyó que Haití era Japón y que Cuba era China, y creyó que los habitantes de China y
Japón eran indios de la India; pero en eso si se equivocó.

Al cabo de cinco siglos de negocio de toda la cristiandad, ha sido aniquilada una tercera parte
de las selvas americanas, está yerma mucha tierra que fue fértil y más de la mitad de la
población come salteado. Los indios, víctimas del más gigantesco despojo de la historia
universal, siguen sufriendo la usurpación de los últimos restos de sus tierras, y siguen
condenados a la negación de su identidad diferente. Se les sigue prohibiendo vivir a su modo y
manera, se les sigue negando el derecho de ser.

El 12 de octubre de 1492, Cristóbal Colón escribió en su diario que él quería llevarse algunos
indios a España para que aprendan a hablar ('que deprendan fablar'). Cinco siglos después, el
12 de octubre de 1989, en una corte de justicia de los Estados Unidos, un indio mixteco fue
considerado retardado mental ('mentally retarded') porque no hablaba correctamente la
lengua castellana. Ladislao Pastrana, mexicano de Oaxaca, bracero ilegal en los campos de
California, iba a ser encerrado de por vida en un asilo público. Pastrana no se entendía con la
intérprete española y el psicólogo diagnosticó un claro déficit intelectual. Finalmente, los
antropólogos aclararon la situación: Pastrana se expresaba perfectamente en su lengua, la
lengua mixteca, que hablan los indios herederos de una alta cultura que tiene más de dos mil
años de antigüedad.

Hace cinco años, los funcionarios del Registro Civil de las Personas, en la ciudad de Buenos
Aires, se negaron a inscribir el nacimiento de un niño… Los padres, indígenas de la provincia de
Jujuy, querían que su hijo se llamara Qori Wamancha, un nombre de su lengua. El Registro
argentino no lo aceptó por ser nombre extranjero.

Los indios de las Américas viven exiliados en su propia tierra. El lenguaje no es una señal de
identidad, sino una marca de maldición. No los distingue: los delata. Cuando un indio renuncia
a su lengua, empieza a civilizarse. ¿Empieza a civilizarse o empieza a suicidarse?

El problema indígena: los primeros americanos, los verdaderos descubridores de América, son
un problema. Y para que el problema deje de ser un problema, es preciso que los indios dejen
de ser indios. Borrarlos del mapa o borrarles el alma, aniquilarlos o asimilarlos: el genocidio o
el otrocidio…

La domesticación de los indios sobrevivientes, que los rescata de la barbarie, es también un


arma imprescindible para despejar de obstáculos el camino de la conquista.
En toda América se usa, desde los tiempos coloniales, el verbo reducir. El indio salvado es el
indio reducido. Se reduce hasta desaparecer: vaciado de sí, es un no-indio, y es nadie.

Para despojar a los indios de su libertad y de sus bienes, se despoja a los indios de sus símbolos
de identidad. Se les prohíbe cantar y danzar y soñar a sus dioses, aunque ellos habían sido por
sus dioses cantados y danzados y soñados en el lejano día de la Creación.

Los doctores del Estado moderno, en cambio, prefieren la coartada de la ilustración: para
salvarlos de las tinieblas, hay que civilizar a los bárbaros ignorantes. Antes y ahora, el racismo
convierte al despojo colonial en un acto de justicia. El colonizado es un sub-hombre, capaz de
superstición pero incapaz de religión, capaz de folclore pero incapaz de cultura: el sub-hombre
merece trato subhumano, y su escaso valor corresponde al bajo precio de los frutos de su
trabajo. El racismo legitima la rapiña colonial y neocolonial, todo a lo largo de los siglos y de los
diversos niveles de sus humillaciones sucesivas. América Latina trata a sus indios como las
grandes potencias tratan a América Latina.

Gabriel René-Moreno fue el más prestigioso historiador boliviano del siglo pasado. Una de las
universidades de Bolivia lleva su nombre en nuestros días. Este prócer de la cultura nacional
creía que los indios son asnos, que generan mulos cuando se cruzan con la raza blanca. Él
había pesado el cerebro indígena y el cerebro mestizo, que según su balanza pesaban entre
cinco, siete y diez onzas menos que el cerebro de raza blanca, y por tanto los consideraba
celularmente incapaces de concebir la libertad republicana.

Eran los tiempos de la articulación al mercado mundial regido por el Imperio Británico, y el
desprecio científico por los indios otorgaba impunidad al robo de sus tierras y de sus brazos.

¿Civilización? La historia cambia según la voz que la cuenta. En América, en Europa o en


cualquier otra parte. Lo que para los romanos fue la invasión de los bárbaros, para los
alemanes fue la emigración al sur. No es la voz de los indios la que ha contado, hasta ahora, la
historia de América.

Desde el punto de vista de los vencedores, que hasta ahora ha sido el punto de vista único, las
costumbres de los indios han confirmado siempre su posesión demoníaca o su inferioridad
biológica. Así fue desde los primeros tiempos de la vida colonial:

La América precolombina era vasta y diversa, y contenía modos de democracia que Europa no
supo ver, y que el mundo ignora todavía. Reducir la realidad indígena americana al despotismo
de los emperadores incas, o a las prácticas sanguinarias de la dinastía azteca, equivale a
reducir la realidad de la Europa renacentista a la tiranía de sus monarcas o a las siniestras
ceremonias de la Inquisición.

Las llamadas culturas primitivas resultan todavía peligrosas porque no han perdido el sentido
común. Sentido común es también, por extensión natural, sentido comunitarios. Si pertenece a
todos el aire, ¿por qué ha de tener dueño la tierra? Si desde la tierra venimos, y hacia la tierra
vamos, ¿acaso no nos mata cualquier crimen que contra la tierra se comete? La tierra es cuna
y sepultura, madre y compañera. Se le ofrece el primer trago y el primer bocado; se le da
descanso, se la protege de la erosión.

El sistema desprecia lo que ignora, porque ignora lo que teme conocer. El racismo es también
una máscara del miedo.
La piel oscura delata incorregibles defectos de fábrica. Así, la tremenda desigualdad social, que
es también racial, encuentra su coartada en las taras hereditarias. Lo había observado
Humboldt hace doscientos años, y en toda América sigue siendo así: la pirámide de las clases
sociales es oscura en la base y clara en la cúspide. En el Brasil, por ejemplo, la democracia
racial consiste en que los más blancos están arriba y los más negros abajo

Además, el racismo nos impide conocer, o reconocer, ciertos valores fundamentales que las
culturas despreciadas han podido milagrosamente perpetuar y que en ellas encarnan todavía,
mal que bien, a pesar de los siglos de persecución, humillación y degradación. Esos valores
fundamentales no son objetos de museo… Son factores de historia, imprescindibles para
nuestra imprescindible invención de una América sin mandones ni mandados.. Esos valores
acusan al sistema que los niega.

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