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La expresión “hipótesis productiva” no corresponde a Foucault, sino a la historiadora Carolyn J. Dean
(Dean 1994), pero nos parece que refleja con mucha exactitud la perspectiva del filósofo.
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Marcado también por el leitmotiv del movimiento moderno de represión está el trabajo sintético de Solé
(1972: 11-14), aunque este se remite más a la escuela de los Annales que al freudomarxismo
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que culmina en la revolución sexual de los años sesenta resulta insuficiente, siendo
más aparente que real. En un planteamiento próximo a las tesis marcusianas de la
“desublimación represiva” y de la exaltación del cuerpo sexualmente polimorfo,
Van Ussel denuncia la persistencia de la moral sexual burguesa en la sociedad
actual: la estructura autoritaria y patriarcal del matrimonio, la subordinación de las
mujeres, la primacía de la genitalidad, del coito y del orgasmo (en esto se separa
abiertamente de Reich). La plena liberación del cuerpo de placer, del cuerpo
plenamente erotizado y sexualizado (Van Ussel 1974: 267) no es factible –aquí
vuelve a oponerse a Reich (Van Ussel 1974: 268)- a través de la exclusiva liberación
sexual; sólo una transformación radical de las condiciones sociales y económicas –
que pasa entre otras cosas, según sugiere Van Ussel por un expandido Estado
benefactor y por una erradicación del trabajo gracias al desarrollo tecnológico, hará
posible la emancipación completa de la humanidad.
Este panorama historiográfico y teórico, saturado por la hipótesis represiva,
saltó por los aires cuando Foucault publicó, en 1976, La voluntad de saber. El
reemplazo de la hipótesis represiva no significaba desde luego negar la existencia de
la represión en la vida sexual. Tiene que ver con un modo distinto de entender el
ejercicio del poder, un marco conceptual y al mismo tiempo estrictamente histórico,
que Foucault había desarrollado en Vigilar y castigar (1975), obra inmediatamente
anterior a La voluntad de saber5. Foucault se desmarcaba allí, así como en otras
entrevistas de ese mismo periodo, de la concepción liberal que identificaba la lógica
del poder con la lógica de la ley y de la soberanía (el poder consiste en prohibir, en
decir que no). Tomaba también distancias respecto a la presentación marxista del
poder como “superestructura política”, confinado en los aparatos del Estado,
subordinado a las relaciones de producción y entendido a partir de una dinámica
negativa –típicamente dialéctica- como opresión y dominación.
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De hecho, el compañero de Foucault, Daniel Defert, siempre ha señalado que Foucault comenzó a
redactar el capítulo quinto de La voluntad de saber, dedicado al asunto del biopoder y titulado “Droit de
mort et pouvoir sur la vie”, justo al día siguiente de finalizar la escritura de Vigilar y castigar (Miller
1993: 240).
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Esta distinción y el análisis de las “regulaciones” constituyen una novedad respecto al argumento de
Vigilar y castigar. Véase Foucault 1976: 182-192
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sino justamente el “saber”, esto es, los “juegos” o “regímenes de verdad”. Se quiere
decir con esto que la sexualidad constituye un espacio de saber (o campo
enunciativo) donde se hace posible la distinción entre proposiciones verdaderas y
falsas, del mismo modo que la “vida” se constituye entre los siglos XVIII y XIX
como un ámbito de saber donde se pueden formar asertos verdaderos y falsos. El
espacio que delimita la sexualidad abre así un dominio de objetividad (por ejemplo
el “instinto sexual”) y unas formas de subjetividad (como el “homosexual”) sobre
los que pueden asentarse eso que llamamos “ciencias sexológicas” (pedagogía,
psicoanálisis, psiquiatría, antropología, criminología, etc.). En la constitución de ese
ámbito de saber intervienen tanto prácticas propiamente discursivas (por ejemplo el
paso de las taxonomías teológico-morales de los pecados de la lujuria a las
nosografías psicopatológicas de finales del siglo XIX) como no discursivas (por
ejemplo la nueva ordenación de la arquitectura doméstica y escolar). Pero hay que
insistir: el asunto de Foucault es la historia de los saberes no la historia social ni la
historia de las mentalidades; su referencia no está constituida por los discursos
cotidianos o de sentido común sino por los discursos expertos y sus implicaciones
en el modo de gobernar a las personas.
Obviamente, al considerar la sexualidad como una institución de época y al
encuadrar las propias ciencias sexológicas y el propio discurso que denuncia la
represión, como una parte de esa institución, Foucault le proporciona al historiador
un arma formidable para evitar el vicio del anacronismo. Las categorías de la
moderna sexología (como las taxonomías psiquiátricas o los conceptos del
psicoanálisis) ya no pueden proyectarse impunemente para explicar la conducta
sexual en periodos anteriores a la “sexualidad”. Calificar de “sadomasoquistas” a los
individuos que en la edad moderna se estimulaban sexualmente flagelándose
(Davidson 2004: 99-109); de “histéricas” a las monjas poseídas por el demonio7 o
de homosexuales a los sodomitas ajusticiados por la Inquisición española (Carrasco
1985: 30-50), se convierte en un gesto de leso anacronismo. Se está ante un error
semejante al que consiste en proyectar las categorías de la moderna economía
política al funcionamiento del potlach entre los nativos de las Islas Tobriand
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Sobre la posesión demoníaca colectiva de las monjas de San Plácido en 1622, como “epidemia de
histerismo”, Marañón 1975: 129; una interpretación foucaultiana del suceso en Álvarez-Uría y Varela
(1994: 17-42)
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Un verdadera pionera de la perspectiva “construccionista” sobre la sexualidad fue la antropóloga
Margaret Mead, en sus obras Adolescencia, sexo y cultura en Samoa (1928) y Sexo y temperamento en
tres sociedades primitivas (1935). Sobre esta anticipación, véase Puleo 1992: 8
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estudiados por el propio Flandrin 1993: 237-243) y toleradas, pero estimuló otras
culpables y secretas, que se experimentaban de un modo diferente. La represión
provocó el repliegue de los comportamientos abiertos, pero estimuló las
ensoñaciones eróticas, impulsó el erotismo en soledad, permitiendo el tránsito del
sexo como algo que se hace a la sexualidad como algo que uno siente. De este modo
y aun funcionando dentro del paradigma de la represión, Flandrin llegó a
planteamientos no muy alejados de los de Foucault (Corbin 2005: 46-49).
En segundo lugar hay que hacer mención de los sociólogos y antropólogos
que, al menos desde finales de la década de los 60, han seguido la estela de la
microsociología norteamericana aplicando sus métodos al estudio de la conducta
sexual. Bien desde el interaccionismo simbólico, la teoría del etiquetaje o la
etnometodología, investigadores e investigadoras como Mary Mc Intosh (Mc Intosh
1968; Weeks 2000: 53-74) y Kenneth Plummer (Plummer 1975); John Gagnon y
William Simon (Gagnon y Simon 1973; Bozon y Giami 1999) y finalmente Suzanne
Kessler y Wendy Mc Kenna (Kessles y Mc Kenna 1978), pusieron en tela de juicio
el paradigma naturalista y represivo en relación con la sexualidad. Mostraron entre
otras cosas que lo social –incluidas las prácticas discursivas- no actúa oponiéndose a
lo sexual, sino dándole forma (por ejemplo en la fantasía y estimulación sexuales)
mediante tramas narrativas y dramáticas construidas en la interacción con uno
mismo y con los demás. Asimismo, adelantaron un tópico que a partir de Foucault
se convirtió en verdadera vulgata: la distinción entre actos (por ejemplo relaciones
eróticas entre personas del mismo sexo) e identidades (por ejemplo la subjetividad
homosexual). Dicho de otro modo, el llamado “construccionismo social” en relación
con la sexualidad no vino de la mano exclusiva de La voluntad de saber, aunque
este texto han sido sin duda el más influyente, al menos entre los historiadores.
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Puede encontrarse una buena antología de artículos sobre esta orientación en Velody y Williams (1998)
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La mejor exposición que conocemos de esta orientación, y no sólo en castellano, la ofrece Cabrera
(2001: 47-76). Dos ejemplos muy claros los ofrecen los trabajos de la historiadora norteamericana Joan
Scott (1988 y 1991), que se apoya ampliamente en Foucault. Una crítica a este enfoque, con especial
referencia a la historia feminista, en Noiriel (1997: 126-146)
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Sobre el género como institución, véase Martin (2004)
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“La mise en lumière, ‘en éclair’, de la sexualité ne s’est pas faite seulement dans les discours, mais
dans la réalité des institutions et des pratiques” (Foucault 1994c: 257). Y en relación con el concepto de
“dispositivo”: “ce que je voudrais repérer dans le dispositif, c’est justement la nature du lien qui peut
exister entre ces éléments hétérogènes. Ainsi, tel discours peut apparaître tantòt comme programme d’une
institution, tantôt au contraire comme un élément qui permet de justifier et de masquer une pratique qui,
elle, reste muette, ou foctionner comme réinterprétation seconde de cette pratique, lui donner accès à un
champo nouveau de rationalité. Bref, entre ces éléments, discursifs ou non, il y a comme un jeu, des
changements de position, des modifications de fonctions, qui peuvent, eux aussi, être très différents”
(Foucault 1977d: 299). Uno de los comentaristas de Foucault que más ha resaltado la distinción de éste
entre prácticas discursivas y no discursivas y su irreductibilidad al “giro lingüístico” es Chartier (1996:
49-54)
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siguen vinculados al régimen de verdad (y de poder) que las hizo posibles. Tampoco
se ocupa del lenguaje corriente, esto es, de las prácticas discursivas en los contextos
cotidianos de interacción. Esto significa no sólo que su propuesta es
ontológicamente consistente con el realismo,13 pues existiría un mundo
independiente de nuestras representaciones, aunque no se diga cómo es. También
hay que decir que podría ser compatible epistemológicamente, al menos en los
terrenos de las ciencias naturales y del lenguaje ordinario, con el criterio de verdad
como correspondencia (la verdad de una proposición es su correspondencia con el
hecho que enuncia), aunque no en el ámbito de los saberes explorados por Foucault
(para que un enuciado sea verdadero o falso debe estar antes dentro de un
determiado régimen de verdad). Como se puede advertir, nuestro perfil filosófico de
Foucault dista mucho del retrato que lo presenta como un relativista postmoderno.
Entraremos enseguida a considerar las debilidades empíricas de la
descripción foucaultiana en lo referente al proceso de producción de la sexualidad.
Salimos así en cierto modo de la filosofía y regresamos de nuevo a un paisaje que le
resulta más familiar a las historiadoras.
No se puede poner en duda que la indagación foucaultiana de la historia de la
sexualidad a partir de la “hipótesis productiva”, abrió el sendero para una inusitada
proliferación de trabajos históricos, que se refleja en los estados de la cuestión
publicados a partir de la década de los 90.14 Pero al mismo tiempo, a medida que se
expandía la explotación de las canteras históricas, se ponían en evidencia las
limitaciones de la descripción propuesta por Foucault. A continuación señalaremos
algunas de esas deficiencias que conciernen al modo foucaultiano de entender la
producción de la “sexualidad” como institución.
En primer lugar, La voluntad de saber presenta el proceso de un modo
vertical y unidireccional. Esto tiene que ver con un sesgo que ya se ha subrayado:
Foucault centra su análisis en los “regímenes de verdad” que dan lugar a discursos
expertos; no trata de estudiar las conductas sino los planes de acción y los órdenes
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Este argumento lo hemos desarrollado en Vázquez García (2011). Esta misma compatibilidad ha sido
señalada por Han (1998: 134) y Prado (2006: 161). Los conceptos de “realismo” y de “verdad como
correspondencia” se toman en el sentido de Searle (1997: 187-207)
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La mayoría se refieren a los trabajos publicados en el mundo académico anglófono: Stanton (1992);
Harvey (2002); Herzog (2009); Reay (2009); Harris (2010); para Alemania, Fenemore (2009); para
Francia, Chaperon (2002); para España, Vázquez García (1996); Guereña (2004) y Behrend-Martínez
(2009), de alcance global y con una referencia menos limitada a lo anglófono, Chaperon (2001) y Corbin
(2005). Por otra parte, en 1990 se fundó el Journal of the History of Sexuality, la revista de referencia en
este campo, editada por la Universidad de Chicago, y en 1999 se editó el primer reader de carácter
escolar, sobre la materia: Nye 1999
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Ciertamente, como ha mostrado Eribon (1999: 347-486), la visión foucaultiana de la historia de la
homosexualidad no se reduce a la perspectiva presentada en La volonté de savoir
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Sohn (1996: 11-37), ha mostrado también, por ejemplo en el plano del vocabulario, el limitado y tardío
alcance de la “colonización médica” de los usos de la cultura sexual de las clases populares
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El primero que, distanciándose de la querencia foucaultiana hacia los discursos y la “medicalización”,
se refirió a las “subculturas” prehomosexuales, fue el historiador británico Randolph Trumbach, en una
serie de estudios sobre los “sodomitas afeminados” y las molly houses en el Londres de la Restauración, a
comienzos del siglo XVIII. Véase por ejemplo Trumbach (1991). No obstante, el análisis de
“subculturas” homosexuales procede de los análisis microsociológicos de la desviación desarrollados en
la tradición norteamericana.
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Una historia y crítica al concepto de “medicalización” en Lupton (1997); una crítica del concepto de
“control social” a la hora de entender las relaciones entre la institución y lo social en Revel (1995).
Foucault, en el último viraje de su trayectoria intelectual, al pasar del modelo de la “fuerza” al modelo del
“gobierno” en el estudio del poder y al introducir la temática de las “tecnologías del yo” tomaría
precisamente distancias del paradigma funcionalista inherente a la noción de “control social”
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Este argumento ya aparecía en el estudio de Birken (1988: 14) y en su crítica a la visión foucaultiana de
las ciencias sexológicas
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Un ejemplo de este “internalismo” foucaultiano, superior incluso al del propio maestro, lo ofrecen los
por otro lado excelentes análisis históricos de Davidson (2004)
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culturales y usos relacionados con el estatus social. Estos procesos subyacentes que
conforman el contexto obedecen además a temporalidades muy diversas. Por una
parte se invocan los procesos de industrialización y crecimiento urbano, que
propiciaron el éxodo a la ciudad de grandes contingentes de varones jóvenes y
solteros que quedaban fuera del control ejercido por las familias y las comunidades
vecinales (Oosterhuis 2000: 204). Esto abría las oportunidades para el encuentro
sexual entre extraños, incluida la prostitución y las relaciones con personas del
mismo sexo.
La propia dinámica de la urbanización obligaba a desplegar nuevas
infraestructuras en las que estos encuentros podían tener lugar, configurando el
mapa de una naciente subcultura: lavabos públicos, estaciones de ferrocarril,
parques, teatros, casas de baños, burdeles (Oosterhuis 2000: 38). Conectada con este
proceso estaba la formación de una cultura de consumo –un argumento ya avanzado
por Birken (1988: 40-56), exigida por los ritmos de la producción industrial masiva,
que ponía el acento en el sujeto deseante y en el cultivo autónomo y más o menos
refinado de sus deseos, incluido el deseo sexual (Oosterhuis 2000: 254). Se
mencionan por último otros dos elementos considerados cruciales: la creciente
significación otorgada al amor romántico, lo que implicaba reconocer cada vez más
el valor independiente de la pasión sexual, y la frecuentación del uso del diario y del
autoanálisis biográfico en los medios burgueses.
Si la medicina no era autosuficiente a la hora de producir la subjetividad
homosexual, el proceso de construcción tampoco se ajustaba a la línea recta y a la
uniformidad sugeridas por Foucault: el homosexual como personaje creado por la
psiquiatría en sustitución de los actos sodomíticos codificados por el derecho penal
y la teología moral.
Inicialmente, aún en la década de los ochenta y trabajando todavía dentro del
programa abierto por Foucault, los historiadores advirtieron que este relato era
demasiado pobre y esquemático. Entre el sodomita viril de las ciudades italianas del
Quattrocento (Ruggiero 1985; Rocke 1987; Canosa 1991) y el “homosexual” a
tiempo completo y salido del “armario” de finales del siglo XX, empezaba a
dibujarse todo un rosario de personajes: el molly o sodomita afeminado, pero a
menudo casado, típico del Londres de la Restauración (Trumbach 1989, 1991); el
pédéraste de gusto moral corrompido, del París de la Ilustración (Rey 1982, 1991);
el “invertido”, como los faeries neoyorkinos descritos por Chauncey (1985, 1994).
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Más tarde se empezó a cuestionar este marco foucaultiano que funciona ordenando
la diversidad en una secuencia cronológica cuyo punto de llegada es finalmente el
homosexual de nuestro tiempo. La diversidad no debía ser encuadrada en sucesiones
sino en coexistencias y solapamientos, donde entraban en liza una diversidad de
categorías: amistades homoeróticas, sodomía activa, afeminamiento, inversión,
homosexualidad (Halperin 2000; Cleminson y Vázquez García 2007: 4-15; Reay
(2009); Upchurch 2010). La tendencia actual consiste en acentuar esta
fragmentación, recusando el relato teleológico y uniforme ofrecido por Foucault
(Reay 2009:213), evitar la utilización de categorías retrospectivas de carácter
omniabarcante (“historia de la homosexualidad”, “del lesbianismo”, etc..) que
violentan las experiencias específicas del pasado y, por último, fomentar las
descripciones densas y complejas de los contextos involucrados (Reay 2009: 215-
217)
3. ¿Qué es lo que se produce? Las identidades colectivas y el futuro de la
historia de la sexualidad
Después de rastrear las limitaciones referidas al cómo de la “producción” de
la sexualidad en la propuesta foucaultiana, hay que referirse al resultado, al qué se
produce. Como es sabido, La voluntad de saber se afronta en términos de historia o
genealogía de la subjetividad. Lo producido son sujetos, identidades, no ya
individuales, sino colectivas, modos de “crear seres humanos” (Hacking 1990: 141).
En este aspecto, la historia de la sexualidad, y esto ya lo apunta el ensayo de
Foucault, trasciende el coto reservado a las identidades de orientación sexual en
sentido estricto, como los perversos, el niño masturbador, la histérica o la pareja
malthusiana.
En el proceso de construcción de la sexualidad, incluidas esas formas más o
menos desviadas que se acaban de mencionar, se configuran también las identidades
“normales” de hombres y mujeres, no sólo en la esfera restringida de las
preferencias eróticas, sino en los ámbitos de la ciudadanía nacional, el género, la
clase social y la etnicidad. Esta deriva, que como se ha dicho aparece sugerida por
Foucault al involucrar la producción de la sexualidad con el despegue del
biopoder,21 es lo que provocó que desde la década de los 90 se haya considerado a la
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En este sentido se puede establecer una conexión natural entre el último capítulo de La volonté de
savoir, titulado “Droit de mort et pouvoir sur la vie” (Foucault 1976: 175-211) y la última lección (17 de
marzo de 1976) del curso titulado “Il faut défendre la societé” (Foucault 1997: 213-235), donde aborda la
formación de las identidades de raza y de clase a través del biopoder. En esa última lección alude
22
asimismo a la sexualidad como instancia que une la salud individual con la salud de la nación, poniendo
como ejemplo la masturbación y su nexo con el declive colectivo a través del tema de la “degeneración”
(Foucault 1997: 224-225)
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En Cleminson y Vázquez García (2007) hemos tratado de explorar esa veta en relación con el
anticlericalismo, el regeneracionismo y la identidad obrera
23
Obviamente no se trata de las únicas figuras de la identidad involucradas; se podían mencionar las
clases de edad (por ejemplo los jóvenes) o las identidades religiosas, pero entiendo que estas cuatro han
sido las más debatidas por la crítica de la propuesta foucaultiana
24
Uno de los ejemplos más notables lo constituye la obra en dos volúmenes titulada Sexual cultures in
Europe, especialmente el segundo tomo, subtitulado National Histories, Eder, Hall y Hekma (1999a,
199b)
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estos estudios, cada vez más identificada, al menos desde la década de los 90, con el
área cultural anglosajona, donde ha fermentado la mayor parte del esfuerzo
investigador (Corbin 2005: 39).25 Se ha propuesto (Corbin 2005: 39) distinguir entre
el mundo protestante anglosajón y el mundo católico latino (¿qué hacer entonces
con los casos de Irlanda y Polonia?), pues se trataría de divisiones más ajustadas a la
realidad histórica. Se ha hecho referencia también a un “modelo mediterráneo”
(Herzog 2009: 1297-98) que, por ejemplo, en el campo de la historia de las
relaciones sexuales entre varones, estaría persistentemente marcado por el género y
por la división activo/ pasivo antes que por la referencia al objeto sexual (Cleminson
y Vázquez García 2007: 275-276). Por no hablar de la presencia de evoluciones en
Asia (Jackson 1997; Reichert 2006; Loos 2009: 1320-1322) o en África (Epprecht
2004; 2009: 1265-67), completamente divergentes respecto al supuesto tránsito de la
sodomía al homosexual, propuesta por Foucault. Estos casos sirven además para
aclarar otra cuestión: la necesidad de explorar la circulación trasnacional (Canaday
2009: 1251) de los elementos ligados a la institución de la sexualidad. Se puede
indagar entonces la posible importación, por parte de inmigrantes italianos en Nueva
York, del modelo mediterráneo de erotismo entre los del mismo sexo (Chauncey
1994: 74-75 y 393); el funcionamiento de ese mismo modelo como una referencia
legitimadora de las relaciones homosexuales entre los varones británicos de clase
alta (Upchurch 2010: 419); o la implantación de la subjetividad homosexual
moderna en culturas completamente ajenas a ella, como la japonesa (Reichert 2006)
o la de los indígenas sudafricanos (Epprecht 2004). En cualquier caso, el futuro pasa
por el reconocimiento de las culturas sexuales nacionales (admitiendo obviamente
su pluralidad interna) y por el rastreo comparativo que permita habilitar un mapa
trasnacional de las sexualidades. Esta lógica, como ha señalado Herzog (2009:
1297), permite iluminar las conexiones “sincopadas” entre las distintas culturas
nacionales, de modo que reconociendo la idiosincrasia de una de ellas, se descubren
elementos insospechados en las restantes.
La nación también está presente dentro de la historia de la sexualidad en un
sentido diferente. Si las culturas nacionales imprimen peculiaridades a la institución
de la sexualidad, la identidad nacional se forja mediante unas narrativas y unas
25
Corbin (2005: 39) aprovecha para denunciar, con toda justicia a nuestro parecer, el “ocultamiento” –
“ignorancia” sería tal vez más apropiado- que los estados de la cuestión confeccionados por la academia
anglófona realizan sistemáticamente en relación con los trabajos no publicados en inglés
24
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En este océano destacamos los textos de Diamond y Quinby (1988); Sawicki (1991); McNay (1992);
Ramazanoglu (1993) y Taylor y Vintges (2004). En España se mencionan los trabajos de Romero Pérez
(1996); Rodríguez Magda (1999) y Amigot Leache y Pujal i Llombart (2006)
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Un análisis de sus aportaciones estimulantes para la historia de las mujeres puede encontrarse en Perrot
(1997)
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Con Arlette Farge y Michelle Perrot, llegó a trabajar conjuntamente. Véase Perrot (1997), Farge (1986)
y Farge (1997).
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cabe excusar esta negligencia aludiendo al precario desarrollo teórico del enfoque de
género, que había alcanzado plena madurez entre El segundo sexo (1949) y Política
sexual (1970); de hecho, en vida del filósofo francés se le interrogó ocasionalmente
por esta ausencia (Perrot 1997: 100-101).
En La voluntad de saber, sin embargo, la cuestión de la diferencia sexual
queda prácticamente confinada exclusivamente en el interior de uno de los cuatro
conjuntos estratégicos reconocidos: la histerización del cuerpo femenino. Pero
incluso en este proceso, el papel determinante lo desempeña, no la tentativa de
naturalizar la diferencia femenina para excluir a las mujeres de la ciudadanía, sino
las tecnologías de biopoder. En el tránsito que va desde la endemoniada hasta la
histérica, no afrontado por Foucault en toda su amplitud,29 se trata de enclaustrar a
las mujeres en los márgenes de una sexualidad reproductiva (madre ejemplar vs.
mujer nerviosa), mediante la estigmatización de todo lo que se desviaba de esa
norma biopolítica y podía insinuar la afirmación autónoma de un placer femenino
separado de la procreación.
Foucault parecía incapaz de advertir que tanto la cruzada médica
antimasturbatoria (Laqueur 2003: 254-276) como la implantación perversa
(Chauncey 1994) o la socialización de las conductas procreadoras30 estaban
enmarcadas en la matriz política del género. Por otra parte, su plan de trabajo no
parecía contemplar la importancia de aquellas conductas que evidenciaban más
rotundamente la condición patriarcal de la sexualidad moderna: prostitución
femenina, violación, acoso sexual o industria pornográfica de corte machista.
Otras historiadoras, por su parte, han puesto su empeño en descifrar el
impensado androcéntrico que subyacía en los análisis de Foucault. Lynn Hunt
(1992) sostuvo que el yo sexual moderno fabricado por las tecnologías de biopoder
presuponía una subjetividad previa, deseante, egoísta e independiente de las
tradiciones estamentales (plasmada por ejemplo en las novelas de Sade), un sujeto
cortado por el patrón masculino y teorizado por la cultura de la Ilustración. El
dispositivo de la sexualidad estaría ab initio marcado por el género; su neutralidad
29
Aunque Foucault nunca llegó a escribir el cuarto volumen proyectado y titulado La femme, la mére et
l’hystérique, tampoco se puede decir –como hace Perrot (1997: 100)- que no lo explorara en absoluto. En
el curso de 1974-75 sobre “les anormaux” (Foucault 1999: 187-216) hay una lección completa dedicada
al asunto, donde se advierte el grado de desarrollo al que había llegado en esta exploración.
30
La lucha de las mujeres en relación con los derechos reproductivos (anticoncepción, aborto) conectan
de lleno este conjunto estratégico con las relaciones de género. Una bibliografía actualizada de la historia
contemporánea de estas cuestiones en Herzog (2009: 1290)
27
masturbación31 puede considerarse como un intento por llevar este orden al ánimo
del individuo, a fin de inclinarle al trabajo competitivo” (Van Ussel 1974: 158),
pues la intención de la burguesía era “reprimir toda vivencia de placer” (Van Ussel
1974: 158). Pero si las cosas hubieran sido de ese modo, subraya Foucault, la
campaña represora del onanismo se habría dirigido contra los jóvenes de las clases
populares; y sin embargo su blanco casi exclusivo era “la familia burguesa”
(Foucault 1999: 254). Se trataba de niños y de adolescentes que vivían en internados
escolares o en hogares rodeados de domésticos, preceptores y gobernantas (Foucault
1976: 160). Se consideraba que las malas enseñanzas de éstos podían encaminarlos
hacia la masturbación, arruinando su salud.
Este argumento no sólo era válido en relación con el higienismo
antimasturbatorio. En su conjunto, la problematización médica de la sexualidad, ya
se tratara de la mujer frívola y ociosa que daría lugar a la figura de la histérica, o del
joven de imaginación desarreglada, destinado a convertirse en perverso homosexual,
apuntó inicialmente a la “familia ‘burguesa’ o ‘aristocrática’” (Foucault 1976: 159-
160). Sin embargo, la vida sexual de las clases populares habría quedado durante
bastante tiempo fuera del alcance del dispositivo de la sexualidad. En este caso el
control de las conductas se desplegaba más bien a través de lo que Foucault designó
como “dispositivo de las alianzas”, esto es, todo lo relacionado con la regulación de
las uniones conyugales a fin de garantizar la transmisión e integridad del nombre, de
la sangre y del patrimonio. Aquí los asuntos que preocupaban concernían a la
implantación del matrimonio legítimo, excluyendo los amancebamientos y las
uniones libres, a la fecundidad, persiguiendo los nacimientos ilegítimos, abortos e
infanticidios, la exclusión de las uniones consanguíneas y la prescripción, por
motivos económicos y de prestigio, de la endogamia social y local (Foucault 1976:
160). Por eso fue a través de estas vías como se entronizó, más tardíamente que en
las familias burguesas, la sexualización de las conductas: campañas, desde finales
del siglo XVIII, contra el coitus interruptus de los campesinos; iniciativas y
propaganda –hacia 1820-1840- para asentar el matrimonio legítimo en la población
obrera (cuyos jóvenes afluían a las ciudades emancipándose del control ejercido por
las comunidades vecinales de origen); moralización del espacio doméstico para
31
Van Ussel (1974: 164-195)
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Foucault (1999: 256-260) distingue aquí dos estrategias. La primera se relacionaba con el incesto
simbólico introducido en las familias burguesas a través de la preoocupación de los padres por la
masturbación de sus hijos; conducía directamente al psicoanálisis y a la problematización del complejo de
Edipo. La segunda se dirigía al incesto real favorecido por el hacinamiento y la promiscuidad de las
familias obreras; aquí se inscribían las intervenciones del trabajo social.
31
(Foucault 1976: 167). Tampoco olvida enfatizar la resistencia opuesta por la clase
trabajadora frente a esta tentativa burguesa: el proletariado tendería a percibir esa
sexualidad impuesta como algo ajeno, un cuerpo extraño cuyos atributos y
preocupaciones no le concernían (Foucault 1976: 168). Foucault finaliza su
argumentación señalando que no exitiría una sexualidad burguesa sino más bien una
pluralidad de sexualidades de clase o, en otro sentido, que la sexualidad habría sido
una fabricación burguesa cuya implantación acabó induciendo “efectos específicos
de clase” (Foucault 1976: 168).
Esta implicación de las relaciones de clase en la producción histórica de la
sexualidad, invocada por Foucault, fue en general muy bien acogida por los
historiadores. En una mesa redonda celebrada en 1977 y que contó con la
participación de algunos de los representantes más eximios del grupo de Annales
(Le Goff, Le Roy Ladurie, Veyne, De Certeau, Ariès),33 se sugirió que La voluntad
de saber suponía una recuperación de la historia social y de su materialidad,
entronizando los conflictos de clase en la raíz de varios procesos que, hasta ese
momento, Foucault tendía a situar exclusivamente en el plano del discurso, dejando
a un lado la base social.
Este diagnóstico no nos parece muy atinado. En efecto, en La voluntad de
saber La voluntad de saber se insiste en los efectos sociales propiciados por el
“dispositivo de la sexualidad”, fundamental a la hora de configurar las identidades y
los conflictos de clase. Sin embargo, el blanco al que apuntaba ese ensayo no lo
conformaban los comportamientos, esto es, la historia social propiamente dicha,
sino la historia del saber, esto es, de los sistemas de pensamiento y de las
planificaciones racionales entendidas como espacios donde podían formarse
enunciados verdaderos o falsos.34 Sólo teniendo en cuenta que éste es el ángulo de
Foucault, se pueden entender los sesgos de sus análisis, resaltados por la
historiografía de la sexualidad, especialmente desde la década de los noventa.
33
Véanse al respecto las declaraciones de Paul Veyne y Jacques Le Goff en Ariès et al. (1977: 22-23).
Sobre la recepción de La voluntad de saber en el medio historiográfico francés, véase Vázquez García
(1987: 140-147)
34
En un debate con los historiadores celebrado en mayo de 1978 –que contó con la participación de
profesionales tan prestigiosos como Maurice Agulhon, Carlo Ginzburg , Nicole Castan o Jacques
Léonard- volvió a surgir el equívoco, pero en este caso ponéndose el acento en las deficiencias de los
relatos de Foucault entendidos como exposiciones en el campo de la historia social. Foucault insistió en
que este no era su género de referencia: “mi tema general no es la sociedad, es el discurso verdadero o
falso: quiero decir, es la formación correlativa de dominios, de objetos y de discursos verificables y
falsables que le son afines; pero no es sólo esa formación la que me interesa, sino los efectos de realidad
que le están asociados” (Foucault 1980: 55)
32
35
En esta línea parecen pertinentes las críticas de Chartier (1996: 37-38) al concepto de clase utilizado en
Foucault (1975) y que se vuelve a reiterar en Foucault (1976)
33
Mundo,36 la interrogación por la vida sexual de los nativos parece en principio más
ligada al dispositivo de las alianzas que al de la sexualidad. Aquí aparece por
ejemplo el problema del “bastardeo” de la sangre (conmixtio sanguinis),
trasplantando al mundo ultramarino el problema de la limpieza de sangre formulado
en la metrópolis y en relación con judíos y moriscos. Por otro lado, y en este mismo
contexto, la gestión biopolítica aparece aún muy filtrada por la política religiosa
(Vázquez García 2008).
En términos similares se afronta el problema de la sodomía, habitualmente
atribuida por los conquistadores a los indígenas colonizados. La “hombría” asignada
al caballero cristiano y conquistador se desplegaba tanto en la rapiña sexual de las
nativas (Clark 2010: 204-207) –aunque los misioneros católicos defendían un
modelo de masculinidad diferente- como en contraste con los sodomitas afeminados
(Garza 2002: 33-41). Esta figura, como ha señalado Garza (2002: 45-54), no tiene
que aguardar hasta el siglo victoriano para existir, como pretendía Foucault, pero
tampoco hasta el Londres dieciochesco, como quiso demostrar Trumbach. Estaría ya
presente entre los indígenas de Nueva España y serviría como contrapunto de la
virilidad, tanto del caballero cristiano como del propio sodomita activo español.
Conclusión
Con esta breve alusión al colonialismo finalizamos esta travesía en la que se
ha tratado de ponderar los logros y las limitaciones de La voluntad de saber. La
tendencia creciente hacia una historia de la sexualidad comparada, trasnacional, más
atenta a los solapamientos que a las sucesiones teleológicas, menos obsesionada con
el poder de los expertos, realizada desde abajo e integradora de la nación, el género,
la clase y la etnicidad, puede ser viable si seguimos leyendo a Foucault. Se trata de
un requisito indispensable si queremos aproximarnos a la institución de la
sexualidad como un “hecho social total”. Pero el legado del filósofo francés, como
el de todos los clásicos, es ambivalente; se trata a la vez, como le gusta repetir a un
compañero mío, “de una ayuda y de un obstáculo” (Moreno Pestaña 2010: 247). No
lo podemos abordar como si se tratara de una autoridad revestida de atributos
sacrales –como el “Saint Foucault” conjurado por David Halperin, pero no podemos
36
Clark, A. (2010: 195-228). Véase la amplia y actualizada bibliografía sobre el asunto incluida en ese
capítulo
37
evitar confrontarnos con lo que ha dicho, porque sus huellas siguen empedrando el
camino que nos queda por recorrer.
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