Comunicarse o morir
Reflexiones sobre la comunicación pública
de los resultados de la investigación psicoanalítica
Neri Daurella
Resumen
En el campo de la psicología coexisten desde
hace años dos paradigmas que se han ido
desarrollando en paralelo (el conductual y el
psicoanalítico) sin mucha comunicación entre sí,
más que para descalificarse recíprocamente.
Desde los años 50 hasta la actualidad, la evolución
de los dos paradigmas, a partir de las respectivas
experiencias clínicas, nos ha ido aproximando en
muchos aspectos: véase la evolución
del conductismo hacia el cognitivismo
y del psicoanálisis hacia el intersubjetivismo.
La autora considera indispensable que ahora
los psicoanalistas prestemos más atención al campo
de la investigación empírica, las observaciones
controladas y las hipótesis comprobables,
utilizando para ello los recursos que nos ofrecen
los metodólogos de las ciencias sociales
y contribuyendo al avance del conocimiento
psicológico desde una perspectiva interdisciplinar.
Los dos paradigmas
En el campo de la psicología, a lo largo del siglo
XX han venido coexistiendo dos paradigmas que han
ido desarrollándose en paralelo, por razones
históricas que tienen que ver, entre otras cosas, con
la complejidad de su objeto de estudio, con
diferentes actitudes ante lo que se consideran
exigencias del método científico, y con la necesidad
social de su aplicación en el terreno terapéutico.
Dos comunidades han coexistido ignorándose
mutuamente, o mencionándose sólo para refutarse,
salvo honrosas excepciones.
La psicología académica mayoritariamente se
ha identificado con el paradigma conductista
y ha desconfiado de quienes se encuadraban
en el paradigma psicoanalítico, utilizaban
fundamentalmente el método clínico, y no se
mostraban demasiado interesados en diseñar
situaciones experimentales homologables con
las que se diseñan en los laboratorios.
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A su vez, la comunidad psicoanalítica ha
recelado de la psicología académica, más
preocupada por el purismo metodológico que por
la comprensión de la realidad, y la ha considerado
merecedora de la crítica que hacía Freud a quienes
siempre se están limpiando las gafas en vez de
ponérselas y ver con ellas.
Hasta la década de los 50, las dos líneas,
psicoanalítica y conductista, eran verdaderamente
antitéticas. Para el conductismo, el objeto de
la psicología eran los fenómenos de la superficie,
estímulos y respuestas palpablemente manifiestos y,
por lo tanto, observables públicamente; para
el psicoanálisis, los fenómenos psicológicos tenían
múltiples niveles semánticos, y lo que constituía
el objeto esencial de estudio no eran los aspectos
burdos y manifiestos de la conducta, sino su
contenido latente, profundo.
El conductismo respondía a un planteamiento de
caja negra, mientras el psicoanálisis no tenía ningún
reparo en hacer hipótesis sobre los procesos
mentales que tenían lugar en el interior de la caja.
El conductismo excluía la conciencia, y no digamos
el inconsciente, de su ámbito de estudio, mientras el
psicoanálisis se interesaba fundamentalmente por
los procesos inconscientes, y proclamaba que su
objetivo terapéutico no era hacer desaparecer los
síntomas sino hacer consciente lo inconsciente.
No obstante, siempre ha habido psicólogos que
han lamentado el divorcio mal llevado de las dos
comunidades y han deseado tender puentes entre
ambos campos en busca del terreno común. Tal vez
el intento más serio de la época a la que me estoy
refiriendo fue el de Dollard y Miller, en 1950, con la
publicación de Personalidad y psicoterapia, intento
de transposición de conceptos psicoanalíticos a
términos de la teoría del aprendizaje, muy
interesante aunque necesariamente limitado. En esta
obra, que significativamente dedicaban a Freud y a
Pavlov, propugnaban la necesidad de investigar en
la situación terapéutica y de reformular las hipótesis
freudianas en términos E-R que posibilitaran su
verificación experimental. Pero resulta muy difícil
diseñar situaciones experimentales adecuadas para
profundizar en la auténtica naturaleza de los
fenómenos conductuales observables en la situación
psicoanalítica, y el proyecto de Dollard y Miller no
fue muy lejos.
La revolución cognitiva
Por otra parte, con el paso de los años, desde el
campo conductista se iría constatando que estudiar
el comportamiento en términos de estímulo y
respuesta directamente observables podía ser
adecuado para formas simples de conducta, pero
dejaba a un lado demasiadas áreas fundamentales
para entender el comportamiento humano: se les iba
haciendo evidente que las personas no respondemos
a los estímulos externos «en sí mismos», de forma
simple y directa, sino a los estímulos modificados
desde nuestra propia forma de percibirlos e
interpretarlos. Y el interés de los psicólogos que
trabajaban en esta línea se fue desplazando hacia un
modelo mediacional, en el que se daría importancia
fundamental a los procesos cognitivos. Y así han ido
desarrollándose modelos interaccionales que ponen
de relieve el determinismo recíproco de las
emociones, las cogniciones y las conductas.
Se habla de esquemas cognitivos (estructuras
estables, almacenadas en la memoria a largo plazo,
y que funcionan automáticamente, sin participación
de la voluntad ni la conciencia de la persona).
Se oponen estos procesos automáticos inconscientes
a los procesos controlados conscientes.
Se consideran adquiridos en experiencias precoces,
por interacción entre las estructuras neuronales
y la experiencia, y se piensa que pueden ser
activados por emociones análogas a las que
se dieron en las primitivas experiencias. Se habla
de mecanismos psicológicos de defensa…
Observando esta evolución yo diría que
revolucionaria, la primera impresión es que este
enfoque de la psicología tiende más a acercarse que
a alejarse de lo que podríamos llamar el centro de
gravedad del psicoanálisis. Cuando oigo hablar de
esquemas cognitivos que determinan el
comportamiento, me pregunto si no están muy cerca
de nuestro concepto de fantasía inconsciente.
O cuando me dicen que se adquieren en experiencias
precoces por interacción entre las estructuras
neuronales y la experiencia, me pregunto si ya están
a punto de incluir entre las unas y las otras los
conceptos de proyección e introyección. Cuando
dicen que pueden ser activadas por emociones
análogas a las que se dieron en las primitivas
experiencias, me pregunto si no es eso muy parecido
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al fenómeno de la transferencia. Y cuando hablan de
mecanismos de defensa, pues qué os voy a contar:
hasta la terminología me resulta muy familiar.
Pero todo este proceso revolucionario se
produce dentro del campo de la psicología
experimental y de la técnica de modificación de
conducta basada en la teoría del aprendizaje sin
apenas referencias al psicoanálisis. Se utilizan
conceptos y términos que recuerdan cada vez más a
los del paradigma paralelo, pero no se reconoce el
hecho o, si se menciona, es a título de curiosidad
arqueológica.
El psicoanálisis, la psicología cognitiva
de Freud
Por supuesto, ahora también hay algunas
honrosas excepciones en lo que respecta a esta
actitud, y quiero mencionar una de ellas, surgida en
la Universidad de Yale (el mismo lugar en el que
hace más de 50 años Dollard y Miller intentaron
esbozar la «deseada síntesis» entre psicoanálisis
y conductismo). Me refiero al profesor Erdelyi,
investigador en psicología experimental en esa
universidad, y autor de un libro de título muy
provocativo —El psicoanálisis, la psicología
cognitiva de Freud— que tuve el gusto de traducir
hace unos años.
Erdelyi, desde el campo cognitivo experimental,
cae en la cuenta de que la psicología en la que
él trabaja parece estar a punto de redescubrir el
psicoanálisis, o de reinventar partes importantes
del mismo, y, en vez de minimizar el hallazgo
convirtiendo a Freud en un precursor y dedicándole
un párrafo en letra pequeña, considera que merece
la pena hacer un alto en el camino. En el prólogo
de su libro, dice Erdelyi:
De repente era evidente para mí que la revolución
cognitiva había empezado en 1895 con Estudios
sobre la histeria. La psicología estaba cerrando el
círculo. Dos continentes inmensos habían ido a la
deriva en la oscuridad y de repente habían entrado en
contacto. Pero una cosa es compartir un continente,
y otra conocer al vecino.
Y él se propone conocer al vecino. Y se pone a
estudiar la obra de Freud, sin ocultar su admiración
por el campo de sugerencias que le abre ni su crítica
a aquellas hipótesis que le parecen no probadas, en
un esfuerzo por traducir los conceptos freudianos a
una terminología más familiar para un psicólogo
experimental actual.
 Consciente de la dificultad que entraña poner a
prueba las hipótesis freudianas fuera de la clínica,
dada la «hipercomplejidad» —como la llama él—
(«sobredeterminación», la llamaría Freud) de los
fenómenos de que se trata, agudiza el ingenio para
diseñar experimentos que permitan verificar en el
laboratorio la validez de conceptos como los de
inconsciente o represión, y aporta datos procedentes
de la investigación psicofisiológica que pone en
relación con los modelos freudianos de la mente.
La tesis principal de Erdelyi es que Freud echó
mano del lenguaje científico más influyente en su
época —el de la física mecanicista— para presentar
sus hipótesis sobre la realidad psíquica, pero que
el lenguaje científico de su tiempo se le quedaba
estrecho y tuvo que buscar otras metáforas para
expresar la complejidad de su pensamiento. Y se fija
en un articulito de los menos conocidos de Freud,
Nota sobre el bloc maravilloso, en el que se ve cómo
Freud, tratando de encontrar un vehículo analógico
más adecuado para su modelo, utiliza el del bloc
maravilloso, que es una prefiguración del ordenador.
Según Erdelyi, el lenguaje actual de la informática es
mucho más idóneo para transmitir los conceptos
freudianos que el de la física decimonónica.
Claro que puede objetarse que, si se adopta la
analogía cibernética para transmitir el pensamiento
freudiano, se pierde el carácter básicamente
motivacional de la teoría psicoanalítica, que trata
de pulsiones, fantasías y sentimientos.
La traducción de un lenguaje analógico a otro
siempre resulta sospechosa: traduttore, traditore…
Pero también es cierto que la traducción es muchas
veces un instrumento imprescindible para superar
la Babel terminológica, el maniqueísmo
institucionalizado y el hábito del prejuicio
y la descalificación sistemática del vecino tan
frecuentes en el campo de la psicología.
Bienvenidas, pues, por mi parte, iniciativas como
las de Erdelyi, por discutibles que sean.
O precisamente por eso, por ser discutibles.
La revolución psicoanalítica
Hasta aquí he hablado de la evolución del campo
cognitivo-conductual, que, a mi entender, se está
aproximando al campo psicoanalítico. ¿Podríamos
decir que la evolución del pensamiento psicoanalítico
desde Freud hasta la actualidad favorece también la
aproximación al campo cognitivo-conductual?
Yo diría que sí por varias razones.
En primer lugar, al ir desplazándose el acento de
la dinámica de las pulsiones a las relaciones de
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objeto y a la dinámica intersubjetiva, es más fácil
dialogar con quienes se mueven en un paradigma
cognitivo-conductual. Dicen Bofill y Tizón en su
libro Qué es el psicoanálisis (1994) que, si tuvieran
que esquematizar al máximo cuáles
son los postulados esenciales del psicoanálisis,
los resumirían en tres:
1. La importancia que poseen las relaciones entre
los seres humanos para determinar las conductas
y representaciones mentales de todos nosotros.
2. Que las relaciones más influyentes son las que
mantenemos durante la infancia con las figuras
más cargadas por nuestros afectos.
3. La no existencia de barreras definitivas, tajantes,
entre la salud y la enfermedad mental.
¿Sonaría esto muy lejano a los cognitivo-
conductuales actuales? ¿O no tanto?
Luego está el terreno de la clínica. En el campo
cognitivo-conductual se realizan psicoterapias.
En el nombre de «psicoterapia» se incluyen técnicas
muy diversas: desde las más directivas (y, por lo
tanto, más alejadas de la técnica psicoanalítica)
hasta las que se llaman terapias interpretativas no
encaminadas a la eliminación de un síntoma sino a
los trastornos de la personalidad. Beck y Freeman
(1990), en su libro Cognitive therapy of personality
disorders, proponen un modelo específico
de funcionamiento mental en los trastornos de
la personalidad: el modelo de los esquemas precoces
inadaptados. La terapia se propone modificar los
esquemas de base de la personalidad. Los autores
dicen que es esencial que el terapeuta sea consciente
de la dificultad que entraña este cambio para el
paciente. Son terapias que duran uno o dos años.
El terapeuta trata de comprender cómo
las experiencias personales del paciente han
configurado sus convicciones sobre sí mismo,
los demás y su futuro. La relación terapéutica es
más problemática que en las terapias más breves.
El terapeuta puede tener sentimientos de
exasperación u otros en función de su personalidad
y la del paciente. Y se considera necesaria la
supervisión.
Si miramos el terreno de la clínica desde el lado
del psicoanálisis, creo que también ha habido una
evolución que facilita la aproximación. En la medida
en que los psicoanalistas nos hemos hecho
conscientes de que la técnica clásica (diván 4 ó 5
veces por semana, durante años) no puede satisfacer
las necesidades que tiene la comunidad de
comprensión psicológica y tratamiento
del sufrimiento y el trastorno mental, porque
necesariamente sólo puede aplicarse a un número
reducido de pacientes, hemos ido introduciendo
variaciones técnicas en función de las necesidades y
posibilidades de cada paciente. Y lo cierto es que
cada vez dedicamos más parte de nuestro tiempo a las
llamadas psicoterapias de orientación psicoanalítica.
Y aquí se plantea la cuestión. Sería muy
interesante cotejar lo que realmente ocurre en una
sesión de terapia cognitiva según el modelo de Beck y
Freeman, por ejemplo, con lo que ocurre en una sesión
de psicoterapia de orientación psicoanalítica. Pero,
¿estamos mentalizados para acceder a este terreno?
El psicoanálisis actualmente se encuentra en un
estado de ebullición considerable. Hay escuelas
psicoanalíticas que parecen tener muy poco en
común. Nos encontramos ante el fenómeno de eso
que llamamos «pluralismo». Las discusiones entre
psicoanalistas se han argumentado demasiadas
veces de una manera más ideológica que razonada.
Y se han zanjado con referencias a la autoridad,
canonizando textos «sagrados». Todo lo cual nos ha
situado en una posición de aislamiento respecto a
otras disciplinas relevantes para nuestro campo.
La revolución metodológica pendiente
Ya es hora de revisar la metodología que usamos
para validar nuestras «verdades». Freud nos dejó un
instrumento técnico —el encuadre y el método
psicoanalítico— para observar el funcionamiento
inconsciente. Hemos aprendido a detectar hechos
clínicos psicoanalíticos y a hacer observaciones en
base a las cuales tratamos de hacer inferencias y
comunicárnoslas unos a otros. Pero no hemos
prestado mucha atención a nuestros standards de
observación, a clarificar la distinción entre
observación y conceptualización y a debatir sobre
nuestras observaciones.
Los que investigan en el campo de las ciencias
sociales o en el de la epidemiología psiquiátrica, por
ejemplo, tienen claro que no existe ninguna
observación, ningún hecho, que se encuentre al
margen del marco teórico en que es percibido.
¿Hasta dónde somos capaces de distinguir entre
observación y teoría los psicoanalistas?
Durante muchos años los psicoanalistas hemos
utilizado como metodología principal de
investigación la del estudio de casos clínicos,
convencidos de que el estudio en profundidad de un
proceso psicoanalítico singular nos aportaba más
conocimiento sobre el funcionamiento de la mente
que el que podían aportar los abordajes simplistas de
la metodología experimental, que se interesaba sólo
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por las manifestaciones más visibles y superficiales
de la conducta humana.
La mayor parte de la teorización psicoanalítica
la han hecho clínicos que no han comprobado
empíricamente sus conjeturas. Y nos hemos
acostumbrado a tomar como demostrativas las
monografías clínicas que son —nada más y nada
menos— que oportunidades únicas de compartir
experiencias con colegas, pero no pruebas de
verdades generalizables.
Todo lo más pueden ser ejemplos ilustrativos de
una hipótesis que, para poder confirmarse, debería
pasar por el cedazo de lo cuantitativo.
El uso no ya de las presentaciones de casos
clínicos, sino de viñetas clínicas para ilustrar
conceptos técnicos o teóricos, es muy habitual entre
nosotros. D. Widlocher ha escrito comentarios muy
irónicos al respecto, en un artículo titulado A case is
not a fact (1994), donde dice, entre otras cosas:
El analista extrae de su experiencia con un paciente
una «historia» que ilustra un punto de vista teórico o
técnico. Piensa que va a persuadir al oyente o lector,
o al menos va a provocar un debate con él. Pero no es
así. Al oyente o lector le da placer entrar en contacto
con el funcionamiento mental del psicoanalista, pero
no se interesa por la tesis propuesta. Al leer el caso,
el lector «se siente como un psicoanalista» sin tener
que pasar por las dificultades reales del tratamiento
—las resistencias del paciente y del propio analista,
los momentos de aburrimiento y repetición de los que
el psicoanalista ha extraido aquellos rasgos
significativos. […] Es como leer una novela o
escuchar un buen chiste. Por supuesto, esto no quiere
decir que la viñeta sea una broma, pero su objetivo no
es demostrar una tesis, sino sensibilizar a los clínicos
a una determinada «lectura» del caso.
Este tipo de comunicación nos sirve para
sentirnos acompañados por los colegas con los que
compartimos profesión y puntos de vista teóricos,
incluso para estimular nuestro pensamiento, pero no
es suficiente para integrarnos en el mundo más
amplio de la investigación psicológica.
Fonagy y cols. (1996) revisaron el Social
Science Citation Index y descubrieron dos
fenómenos:
— las referencias a artículos del International
Journal of Psychoanalysis y del Journal of the
American Psychoanalytic Association en las
principales revistas de psicología y medicina del
Index son cada vez menos frecuentes, o sea que
el impacto del psicoanálisis sobre otras
disciplinas próximas va a la baja
— las referencias van también a la baja
en las demás revistas de psicoanálisis,
o sea que los propios psicoanalistas no estamos
leyéndonos unos a otros.
Fonagy concluye que ya no estamos
acumulando conocimiento, sino desarrollando la
disciplina cada uno en su propia dirección, sin duda
a partir de la lectura de los clásicos, pero ignorando
las contribuciones contemporáneas.
Y a esto añade otro dato: que estudios realizados
por la American Psychological Association ponen
de manifiesto que la mayoría de psicólogos
norteamericanos dedicados a la práctica clínica leen
menos de un artículo nuevo al año.
Si seguimos basándonos sólo en la comunicación
del caso clínico individual, por interesante que nos
parezca, continuaremos en el estado en que se
encontraron en el pasado la medicina o la
neuropsicología. La investigación intensiva del caso
único en esas ciencias fue un primer paso
indispensable y muy útil, pero luego se complementó
con el diseño de procedimientos de comprobación de
las hipótesis generadas en la clínica.
La cuestión de la evidencia
En un apartado de su trabajo, que titula
Strengthening the evidence base of psychoanalysis,
Fonagy pide que se aclare en qué se basa la
evidencia de las teorías psicoanalíticas, y dice:
Al pedir evidencia, no creo que estemos volviendo al
operacionalismo, al verificacionismo o a otros
desacreditados residuos del positivismo lógico.
Cuando el psicoanálisis sitúa el foco de la
explicación en un terreno incompatible con las
observaciones controladas y las hipótesis
comprobables se está privando del interjuego entre
datos y teoría que ha contribuido tanto al desarrollo
de la ciencia en el siglo XX. A falta de datos, los
psicoanalistas muchas veces se ven obligados a echar
mano de la evidencia indirecta de la observación
clínica o de la apelación a la autoridad.
Pensemos un poco en el tipo de evidencias en
que estamos acostumbrados a basarnos. Por
ejemplo, un psicoanalista hace una interpretación, el
paciente está de acuerdo, y deducimos no sólo que
la interpretación es correcta, sino que valida la
teoría que la sustenta.
Otro ejemplo: un psicoanalista hace una
interpretación, el paciente no está de acuerdo con
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ella, y el analista puede atribuir este desacuerdo a la
resistencia, y deducir también no sólo que la
interpretación es correcta, sino que valida la teoría
que la sustenta. Este tipo de razonamientos han
contribuido mucho al descrédito del psicoanálisis.
Un tercer ejemplo: tomemos algunos estudios
psicoanalíticos sobre el autismo y la esquizofrenia.
A menudo se basaban en la observación de áreas
de discordancia madre-niño durante la infancia de
los pacientes. A veces la discordancia era observada,
otras recordada retrospectivamente en un tratamiento.
Como en el ambiente psicoanalítico se parte de la
base de que la función materna tiene una influencia
considerable en el desarrollo, se aplicaba esta premisa
a estos casos y se llegaba a la conclusión falaz de que
el autismo era causado por «madres gélidas»
y la esquizofrenia por «madres esquizofrenógenas».
Naturalmente, la función materna es sólo un
determinante del desarrollo, y las observaciones
pueden interpretarse de muchas otras maneras, por
ejemplo: niños con dificultades de base orgánica
provocan respuestas de desaliento o perturbación en
sus madres. Sin embargo, esta generalización sobre
los fallos maternos tuvo mucho éxito entre los
psicoanalistas, dedicados a «confirmar» con «hechos
clínicos» la relación causa-efecto entre fallos
maternos y psicosis. Y esta conclusión generó mucho
dolor, mucho descrédito para el psicoanálisis, y fue
un obstáculo para una investigación más productiva
del autismo y la psicosis.
¿A dónde voy a parar? Pues a que los datos
clínicos son campo abonado para construir teorías,
pero no para distinguir qué teorías son buenas o
malas, o mejor dicho, mejores o peores.
La proliferación actual de teorías clínicas es
la mejor evidencia de que los datos clínicos son más
adecuados para generar teorías o hipótesis que para
evaluarlas.
Si queremos validar nuestras hipótesis
psicoanalíticas tendremos que buscar evidencias
concordantes que procedan de diferentes fuentes
de datos: clínicas, experimentales, conductuales,
epidemiológicas, biológicas, etc. Tendremos que
interesarnos por métodos alternativos de recogida
de datos, parecidos a los que se utilizan actualmente
en las ciencias sociales y biológicas.
Conclusión y propuesta:
del ya no tan espléndido aislamiento
a la interdisciplinariedad
Tras estas reflexiones, ¿cuál podría ser la
propuesta? No podemos seguir dando por buenas,
sin más, nuestras hipótesis, sin someterlas a una
comprobación más sistemática. Tomo otra vez un
ejemplo de Fonagy, cuando señala cómo la
hostilidad y la destructividad en los pacientes
borderline se ha atribuido a
— su agresividad constitucional,
— la experiencia de una atención no empática en la
infancia,
— maniobras defensivas autoprotectoras…
pero no queda claro si estas hipótesis alternativas se
aplican
— al mismo individuo en diferentes momentos,
— a diferentes individuos,
— o si sólo una de las hipótesis es correcta y se
aplica a todos los individuos borderline.
El reto que se nos plantea para el futuro es el de
explorar las hipótesis alternativas, identificar
la sub-población para la que son más adecuadas
o sustituir las que no se sostienen por las que se
confirman como más adecuadas.
Actualmente ya es generalmente aceptado, en
psicología y en neurociencias, el modelo de
la interacción herencia-ambiente, el viejo modelo
freudiano de las series complementarias, así que
estamos en un momento óptimo para colaborar con
las disciplinas más próximas, con una actitud ni de
superioridad ni de inferioridad, dispuestos a aportar
ideas y a aprender de ellas. Sería de una ceguera
suicida no tomar conciencia del problema de
legitimación que tiene el psicoanálisis de cara
al mundo exterior.
Además me parece indispensable que los
psicoanalistas que nos dedicamos a la clínica
conozcamos las líneas de investigación que se están
abriendo actualmente en las que el objeto de la
investigación es el propio proceso psicoanalítico o
psicoterapéutico: la investigación sobre procesos,
sobre su eficacia, sobre sus efectos a corto y largo
plazo. La investigación clínica debe ampliarse
y complementarse con otros métodos próximos a
los de los estudios epidemiológicos y empíricos si
queremos sobrevivir como profesionales en un
mundo globalizado e interconectado.
El problema es que en nuestra formación como
psicoanalistas clínicos o psicoterapeutas no suele
incluirse una instrucción sistemática sobre filosofía de
la ciencia, metodología de investigación y control de
calidad de nuestra técnica. Y ahora nos encontramos
con que en este terreno nos llevan ventaja los que,
desde el campo cognitivo-conductual, ofrecen
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tratamientos que se presentan como «más cortos, más
eficaces, más científicos y más baratos».
En el campo psicoanalítico actualmente se están
llevando a cabo cada vez más proyectos de
investigación experimental, estudios del proceso
terapéutico y de los resultados de los tratamientos,
estudios comparativos entre diferentes abordajes
terapéuticos para evaluar su eficacia, y para
averiguar con qué variables de la relación terapeuta-
paciente correlacionan los mejores o peores
resultados de los tratamientos.
Pero con frecuencia esta actividad investigadora
no merece suficiente atención en los círculos
psicoanalíticos. La ignorancia, la trivialización y la
arrogancia contribuyen a mantener a los
psicoanalistas en una torre de marfil que puede
acabar siendo su tumba. Y no podemos permitirnos el
lujo de ignorar las aportaciones de aquellos colegas
que se dedican a la investigación extraclínica, aunque
hayamos pasado muchos años de nuestra vida
profesional pensando que la única investigación que
nos interesaba era la que practicamos en la situación
analítica propiamente dicha.
Mi propuesta es, pues, que empecemos por
informarnos de lo que ya se está haciendo.
Una revista como esta, con voluntad clara
de intercambio, podría ser un buen lugar para
mantenernos informados y comunicados al respecto.
Neri Daurella
Rector Ubach 12, entlo. 2ª
08021 Barcelona
Tel. 93 200 41 03
neri_dau@hotmail.com
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