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PREHISTORIA

Y ARQUEOLOGIA
José Luis Lorenzo

Lorena Mirambell Silva


José Antonio Pérez Gollán
Compiladores
Lorena Mirambell Silva
Coordinadora

ANTOLOGIAS
SERIE ARQUEOLOGIA
P R E H IS T O R IA Y A R Q U E O L O G IA
PREHISTORIA
Y ARQUEOLOGIA
José Luis Lorenzo

Lorena Mirambell Silva


José Antonio Pérez Gollán
Compiladores
Lorena Mirambell Silva
Coordinadora

A n t o l o g ía s

S e r ie A r q u e o l o g ía

INSTITUTO N ACION AL DE ANTROPOLOGIA E HISTORIA


Edición: Beatriz Quintanar y Begoña Morán

Primera edición: 1991


©Instituto Nacional de Antropologia e Historia
Córdoba 45, Col. Roma , México, D.F.
ISBN 978-607-484-742-0
Hecho en México
Palabras preliminares

Una punta de proyectil acanalada localizada


en Durango, M éxico

Técnica de exploración arqueológica. Empleo


de las coordenadas cartesianas, según
G. L aplace-Jauretche y L. Meroc

Las zonas arqueológicas de los volcanes


Iztaccíhuatl y Popocatépetl
Las técnicas auxiliares de la arqueología
moderna
Un sitio precerám ico en Yanhuitlán, Oaxaca

La Arqueología de V. Gordon Childe

Un buril de la cultura precerámica de


Teopisca, Chiapas

La Revolución Neolítica en Mesoamérica

Clima y agricultura en Teotihuacan

Piezas de arte mobiliar en la prehistoria


de M éxico

Las glaciaciones del pleistoceno superior


en M éxico

Sobre la fauna pleistócénica de Tequixquiac


y los artefactos que se han hallado en la
misma región
Algunos datos sobre el albarradón de 357
Neza hua Icóyo ti

La arqueología m exicana y los arqueólogos 371


norteam ericanos

Agroecosistem as prehistóricos 391

Sobre el Templo M ayor de M éxico-Tenochtitlan 409


Palabras preliminares

En este volumen se han reunido 16 artículos de José Luis


Lorenzo, la mayoría de ellos de difícil acceso en la actualidad
y que juzgam os es importante que sean conocidos y analiza­
dos por las nuevas generaciones de arqueólogos.
Los artículos se presentan en el orden cronológico de su
publicación, pues para aquilatar su im portancia es necesa­
rio considerarlos en el momento en que aparecieron, ya que
muchos de ellos significaron un aporte innovador para la
arqueología de M éxico y el resto de América; dentro del
conjunto es posible distinguir tres grandes temas básicos:

Prehistoria y arqueología en general.


Estudios paleoambientales. -
Teoría arqueológica.

Desde un principio, José Luis Lorenzo se orienta hacia la


arqueología prehistórica y en su tesis Tlatilco: los artefac­
tos,, presentada en 1951 (publicada por el IN AH en 1965),
hace un análisis sitem ático de los materiales desde la pers­
pectiva tecno-m orfológica, lo cual significó ponderar aquella
evidencia (la lítica) que por lo general no se tenía en cuenta
en las investigaciones arqueológicas m exicanas.
En toda la obra de José Luis Lorenzo se refleja su interés
por las más antiguas etapas de la historia am ericana y pone
de relieve la estrecha relación existente entre los estudios
paleoam bientales, la estratigrafía y la geología del Cuater­
nario.
En otros de sus artículos aborda la dim ensión social de la
arqueología, el concepto de la explicación e interpretación
históricas y las categorías de las revoluciones Neolítica
y U rb a n a ; to d o esto e n m a r c a d o en el p e n s a m ie n to de
8 Palabras preliminares

V .G . Childe del cual fue su más consecuente seguidor


y divulgador.
José Luis Lorenzo aportó, com o ya se dijo en el segunde
párrafo de estas líneas, con sus escritos, una renovación a
la investigación arqueológica en M éxico y ello está patenti­
zado en su trabajo “ Técnicas auxiliares de la arqueología
m oderna” (1958).
Anteriormente, sin embargo, dio a conocer “ Técnicas de
exploración arqueológica. Empleo de coordenadas cartesia­
nas según G. Laplace-Jauretche y L. M eroc” (1954), artículo
que traduce y comenta, con lo cual introduce y difunde en
México el uso de métodos y técnicas modernas de excava­
ción rompiendo, así, con las tradicionales que se venían
empleando en la arqueología monumental.
José Luis Lorenzo se graduó en la Escuela N acional de
Antropología e Historia en 1951, ha sido jefe del Departa­
mento de Prehistoria, director de Monumentos Prehispáni-
cos y de la Escuela N acional de Conservación, Restauración
y Museografia, director del Centro Regional Latinoamerica­
no de Estudios para la Conservación, Restauración y Museo-
grafía México-UNESCO, jefe del Departamento de Restau­
ración del Patrimonio Cultural, presidente del Consejo de
Arqueología, todo ello dependiente del Instituto N acional de
Antropología e Historia. Asimismo, fue director de los Cur­
sos Interamericanos México-OEA.
Lorena Mirambell Silva
José Antonio Pérez Gollán

Los coordinadores de esta obra queremos hacer patente nuestro agradeci­


miento al personal secretarial y a los dibujantes del Departamento de
Prehistoria por su v a liosa cola b ora ción , especialm ente a la señorita
Enriqueta Reyes Bustamante.
Una punta de proyectil acanalada
localizada en Durango,
México
Traducción: Lorena Mirambell
Una punta de proyectil acanalada
localizada en Durango, México

Del 22 de junio al 8 de agosto de 1952, bajo la dirección del Dr.


J. Charles Kelly, de la Universidad de Southern Illionois,
Estados Unidos de Norteamérica, una escuela antropológica
de cam po llevó a cabo, con la autorización del Instituto
N acional de Antropología e Historia, investigaciones en el
estado de Durango, México.
El cam pam ento de trabajo fue establecido en terrenos del
R ancho “ Santa Bárbara” , propiedad del Sr. Fred Weiker,
que se localiza a unos 50 km al oeste de la ciudad de Durango,
en la Sierra Madre Occidental. El cam pam ento se situó al
lado de un arroyo, ramal del rio Mimbres, que al unirse con el
río Chico se junta con el río Tunal. Este se convierte en Río
Mezquital-San Pedro que desem boca en el O céano Pacífico
por el estado de Nayarit. El cam pam ento se localizaba a
aproxim adam ente 2 280 msnm, muy próxim o a restos ar­
q u eológicos con sisten tes en m on tícu los h a bita cion a les,
cerám ica y artefactos de obsidiana (ver figura 1).
Durante la tarde del día lo. de julio, Kelly encontró en
superficie y próxim a a las excavaciones una punta de pro­
yectil, que de inm ediato reconoció com o una punta acanala­
da. Antes d ' m overla, llam ó a los otros miembros de la
escuela de cam po para verificar el descubrimiento. A conti­
nuación el grupo recorrió m inuciosam ente las áreas adya­
centes, sin encontrar ningún artefacto de esa clase, sólo
materiales claram ente relacionados con el sitio arqueológico
que se localiza en la cim a del cerro.
Bajo estas circunstancias Kelly consideró a la punta com o
de posible asociación secundaria, esto es, que la punta aca­
nalada había sido encontrada en algún otro lurar y reutili-
zada posteriormente por los habitantes del sitio localizado
12 José Luis Lorenzo

en la cima del cerro. O sea, que los mismos individuos que


transportaron los materiales de la cima a la parte baja
deben haber llevado consigo esta punta al lugar donde fue
encontrada, la que puede haber sido extraviada.
El artefacto en cuestión presenta mayor anchura en su
parte media, la que disminuye gradualmente hacia la base,
donde de nuevo se ensancha ligeramente, hacia las esquinas
basales o “ aletas” . Las acanaladuras cubren com o dos ter­
cios de la longitud en una de las caras y ligeramente más de
la mitad en la otra (ver figura 2).

Figura 1. Lugar donde fue localizada la punta acanalada.


Una punta de proyectil acanalada 13

Tiene un peso de 10.7 gramos y las dimensiones siguientes:

Largo máximo 4.93 cm


Largo mínimo 4.69 cm (de la extremidad distal a la conca­
vidad basal).
Ancho máximo 2.59 cm (a 2.09 cm de la extremidad distal).
Ancho mínimo 2.24 cm (a .67 cm de la concavidad basasl)
Anchura basal 2.35 cm
Grosor máximo .80 cm (a 2.09 cm de la extremidad distal).

El núcleo del que se obtuvo la lasca que sirvió de base a este c


artefacto debe haber sido trabajado por percusión directa y
posteriormente transformado y retocado por lasquedo por
presión, el que es muy regular sobre los bordes e irregular en
ambas caras. Las cicatrices de las lascas de retoque son de
cuatro a cinco milímetros de ancho y aquellas de las acana­
laduras de siete a ocho milímetros, por lo que se considera
que fueron empleados diferentes percutores para los dos ti­
pos de lasqueo.
Las acanaladuras no fueron logradas por el desprendi­
miento de una sola lasca ancha en cada cara, sino que fue
necesario presionar más de una vez y retocar las cicatrices
dejadas.1
El alisamiento que presentan los bordes en su parte media
inferior es algo difícil de advertir y quizá producto de un
proceso erosivo, ya que su filo está algo desgastado; este
alisamiento aparece en la zona entre los hombros y las pe­
queñas “ aletas” de.la base.
Tipológicamente y por sus dimensiones esta punta puede
clasificarse dentro del grupo Folsom, pero su morfología
general permite su inclusión dentro del Clovis-Ohio y las
acanaladuras corresponden más a este último tipo que al
primero.
Finalmente, el hecho concreto es que este artefacto fue el
único de su clase encontrado durante los trabajos de Charles
Kelly en la zona y lozalizado en superficie, próximo a un sitio
de habitación, de una época relativamente tardía, aunque ello

1Se ha considerado tradicionalmente que las acanaladuras fueron logradas


por presión, aunque experimentos recientes han dem ostrado que fácilmente
se pueden obtener por percusión. Nota del traductor.
14 José Luis Lorenzo

Figura 2. Fotografía
Fotografia cortesía de Salvador Guil'liem
Guil’liem
Una punta de proyectil acanalada 15

no excluye im plicaciones con etapas más antiguas. Conside­


rando estas características, sin duda, este es el tipo de punta
de proyectil más antiguo encontrado en México.
(Agradecem os al Dr. Charles Kelly el habernos prestado
sus notas de campo).

Hay una nota según la cual el traductor al inglés del articulo, Alex I).
Krieger indica que según un com unicado del l)r. J. Charles Kelley en rela­
ción a la punta descrita, se trata de una m ayor que se rompió y posterior­
mente fue m odificada. Sin em bargo, señala que excluyendo el retallado E.
Haury tiene ocho ejemplares casi réplica de éste en el mamut de Naco,
Arizona, que excavó en 1952 y que clasificó com o puntas Clovis. Entonces
en su estado actual de retocada puede quedaren el rango m áxim o de puntas
Folsom , sus características sugieren que la punta original podría clasificar­
se dentro del tipo Clovis.
Técnica de exploración
arqueológica
Empleo de las coordenadas cartesianas,
según G. Laplace-Jauretche y L. Meroc
Técnica de exploración arqueológica
Empleo de las coordenadas cartesianas
según G. Laplace-Jauretche y L. Meroc

Este corto trabajo tiene por objeto inform ar a los estudiantes


de Arqueología acerca de un método de exploración cuyos
principios fundam entales son ya conocidos, pero cuya apli­
cación sistemática ha sido algo descuidada.
El empleo de las coordenadas cartesianas en la explora­
ción arqueológica se originó en el siglo pasado, y correspon­
dió a D inam arca el honor de iniciarlo. Escandinavos, alema­
nes, suizos, ingleses y franceses continuaron por este cam i­
no; en México también algunos han aplicado el método,
aunque no en la form a que vam os a explicar.
El sistema en sí es simple y, repito, conocido. Se trata de
situar los hallazgos tridimensionalmente; refiriéndolos a pun­
tos fijos conocidos. Cada quien, según conveniencia perso­
nal, establece variantes que también pueden obedecer a la
calidad del lugar donde se efectúa la exploración o al periodo
cultural de que se trate.
A este respecto diremos que los mejores resultados se obtie­
nen en exploraciones de cuevas o abrigos, de fondos de caba­
ña y m ontículos habitación, de concheros y basureros. La
tarea se dificulta m ucho, e inclusive pierde su valor en la
exploración de edificios.
La descripción del método está basada en un artículo de G.
Laplace-Jauretche y L. Meroc, que bajo el título “ Application
des coordonnées cartésiennes a la fouille d ’un gisem ent”
apareció en el Boletín de la Société Préhistorique Frant^aisc.
Vol. LI, Núm. 1-2, 1954, p. 58-66.
Con m otivo de una reciente estancia en Europa, tuvim os la
oportunidad de ver la aplicación de este método por su autor
Laplace-Jauretche, en el yacim iento mesolítico de Poeymáu,
20 José Luis Lorenzo

en el valle del Arudy, Bajos Pirineos, y de aplicarlo perso­


nalmente en las exploraciones de Combe Grénal y Pech de
L’Azé en Dordoña en com pañía de F. Bordes, uno de los
prehistoriadores franceses que siguen el método y quien ha
participado en su mejoramiento.
Son ellos pues, principalmente Laplace-Jauretche quie­
nes han desarrollado esta técnica hasta un punto difícil­
mente superable. Hemos tratado de fundir, alterando en lo
m ínimo el artículo original, las variantes personales de F.
Bordes que consideram os mejoran el sistema. Para nosotros
es la crítica si la explicación no es lo suficientemente clara.
Este método, cuyos principios esenciales son conocidos
desde hace tiempo, fue aplicado sistemáticamente por vez
primera en Francia por L. Meroc. Experimentado somera­
mente por él desde sus primeras exploraciones en 1930 en el
Valle Volp (Ariége) y perfeccionado cuando se aplicó a los
grandes rellenos de las grutas de Montmaurin, se preconizó
su empleo en la 10a. Circunscripción Regional de Antigüe­
dades Prehistóricas de Francia (Ariége, Haute-Garonne,
Gars, Lot, Hautes-Pyrénées, Tarn-et-Garonne) donde fue
aceptado por la mayor parte de los investigadores pirenai­
cos, Cammas en Montmaurin, Delaplace en Fauzan, Mi-
chaut en Tarté, Simonet en Labastide, etcétera.
Cuando Laplace-Jauretche hizo público en 1949 el yaci­
miento aziliense de Lurbe, hizo época situando sobre el pla­
no del yacimiento la colocación de todas las piezas encon­
tradas. Desde entonces el método ha desbordado amplia­
mente el cuadro pirenaico. F. Bordes lo introdujo en la Dor­
doña donde ahora es usado por él mismo, y por B. Mortureux y
J. Labrot. Por otro lado, Leroi-Gourhan usaba un método
análogo en los Furtins y en Arcy-sur-Cure.
Naturalmente, el método es susceptible de transforma­
ciones. En efecto, tal com o se aplicaba en 1949 (cuadrícula y
anotación gráfica de las piezas sobre un plano y corte fron­
tal), aunque permitía la localización precisa de los objetos,
no daba más que una fisonomía, todavía bastante rudimen­
taria, del yacimiento estudiado. Por lo menos esto es lo que
pensó Laplace-Jauretche, y así se puso a buscar m odifica­
ciones y cam bios para obtener mejores rendimientos. Des­
pués de numerosos ensayos, frecuentemente en colaboración
con F. Bordes, introdujo varios perfeccionamientos, sobre
todo: distinción entre los diagramas de posición y los cortes
Técnica de exploración arqueológica 21

estratigráficos hechos correlativamente; diagramas de posi­


ción frontal o lateral, parcial o total; corte estratigráfico
frontal o lateral intermedio o normal; empleo exclusivo del
plano y del plano-diagrama para las capas delgadas y para
los suelos culturales característicos; coordenadas numéricas
anotadas en el cuaderno de exploración; representación con­
vencional de los elementos de las capas y aumento en las
clases de elementos representados.
Así, originalmente concebido com o sistema de control por
I,. Meroc, el método que él creó se convierte, perfeccionado,
en un instrumento práctico de análisis y de captación grá­
fica de una capa arqueológica y de sus nexos con la estra­
tigrafía. Al mostrar problemas no percibidos en el curso de la
exploración, se presenta com o medio de exploración por sí
mismo.
K1método, modificado, ha sido aplicado con la misma efi­
ciencia en el estudio de yacim ientos muy diferentes, estrati­
ficados o superficiales, yendo desde el achelense hasta los
periodos protohistóricos: en los Pirineos Occidentales (Olha,
Poeymáu, Megalitos), y en Africa del Norte (Rammadyats)
por G. Laplace-Jauretche, en Dordoña (Pech en I'A zéyC om -
be Grenal) por F. Bordes.

Principios del método

Consideraremos el caso de un yacimiento en cueva, aunque es


evidente que puede tratarse de cualquiera de los lugares
mencionados.
I) Cuadrícula y ñire! de referencia
Punto cero: Se sitúa el punto cero, marcado en forma per­
manente, de preferencia en la pared de la cueva y teniendo en
cuenta que quede en un sitio que no sea destruido durante el
proceso de la excavación.
Línea de base v nivel cero: Se traza una línea de base. En el
caso de una cueva, es perlerible hacerlo en la entrada. Con­
viene que esta línea se relacione directamente con el punto
cero ya que de él parten las coordenadas horizontales. Por la
línea de base pasará el nivel cero, que sitúa el plano cero del
que parten las coordenadas verticales.
Sectores: A partir del punto cero o de su proyección sobre la
línea de base se plantan estacas sobre ésta, espaciadas a una
distancia que en la horizontal tenga el valor de un metro. Pa-
22 José Luis Lorenzo

sando por cada estaca se traza una perpendicular a la línea


de base. De esta forma queda todo el terreno dividido en
sectores de un metro de ancho, que se numeran de izquierda a
derecha, 1,2,3,4, etc. Si durante el proceso de excavación hay
que aumentar el número de sectores y esto sucede a la iz­
quierda del punto cero, se adopta una numeración de derecha
a izquierda que puede ser en cifras negativas o arbitrarias.
Ej: -1, -2, -3, etc. o 51, 52, 53, etcétera.
Secciones: De la misma forma se trazan líneas paralelas a
la línea base, a am bos lados de ésta, definiéndose así las
secciones, a las cuales se denomina con letras, siguiendo el
orden alfabético. Las secciones que van de la línea base al
interior se nombrarán A, B, C, etc. y para las que se esta­
blezcan al exterior se puede emplear el alfabeto griego o
simplemente AA, BB, CC, etcétera.
Cuadros: De esta forma se divide el terreno en cuadros de
un metro de lado, designándose cada uno de ellos por la cifra
de su sector y por la letra de su sección. Ej: A2, B3, D7, A51,
AA2, CC53 (ver figura 1).
La numeración de sectores y de secciones, por ser para­
mente convencional, puede alterarse y según la longitud o la
anchura del yacimiento pueden escogerse indistintamente
las letras o los números para sectores y secciones.
La experiencia ha enseñado que cuando el plano del yaci­
miento se levanta antes de la cuadrícula, numerosas imper­
fecciones impiden la correcta fijación de los cuadros. Si se
cuadricula primero el terreno, a continuación es muy fácil
levantar el plano, relacionándolo con los cuadros, consi­
guiéndose entonces un m áxim o de exactitud.

2) Localización

Si trazamos las verticales al plano en el que se sitúan los


cuadros, desde los ángulos de éstos, el contenido total del
yacimiento queda dividido en prismas ortogonales en los que
la sección horizontal es un cuadro de un metro de cada lado.
Cada uno de estos prismas lleva el indicativo del cuadro corres­
pondiente y, por comodidad, se les designa com o “ cuadros” .
Coordenadas: Para situar cada objeto utilizamos las coor­
denadas cartesianas expresadas por tres cifras, x , y y z. La
primera x, que representa la distancia del objeto al nivel
53 52 51 I 2 3 4 5 6 7 8 9 10 II 12 13 14

fKP'.
24 José Luis Lorenzo

cero, puede ser positiva o negativa, según se encuentre el


objeto por encima o por debajo de dicho nivel. Suponiendo
que el observador da el frente al fondo de la cueva o abrigo, el
origen de la y es el plano vertical izquierdo que limita el
cuadro por ese lado y el origen de ¿es el plano vertical frontal
anterior, también limitador del cuadro (ver figura 2).
Numeración de los objetos: Pueden adoptarse numeracio­
nes por sectores o secciones dando los mejores resultados la
numeración por cuadros (prismas). Así la primera pieza en­
contrada en el cuadro A3, será A3-1 y, mientras se continúe
explorando este cuadro se mantendrá el denominador A3,
siguiéndose la numeración de los objetos según orden de
aparición.
Se numeran las piezas culturales y los fragmentos de fau­
na y flora de posible identificación. También ciertos ele-

CO RTE FRONTAL
PO ST ERIO R

CORTE L A T E R A L

DERECH O
CORTE LATERAL

IZQ U IER D O

CO RTE FRO N TA L

A N T E R IO R

Figura 2. lo ca liza ció n por coordenadas de un objeto situado en


un punto a en relación con el nivel cero (x) con el corte lateral
izquierdo (y), y con el corte frontal anterior (z).
Técnica de exploración arqueológica 25

mentos deben ser situados aunque no se numeren, piedras de


hogar, hogares, zonas de huesos muy fragmentados, etcétera.
Cada pieza numerada llevará un conjunto de letras y nú­
meros: Indicativo del yacimiento, indicativo de la capa, in­
dicativo del cuadro y número de orden. Ej: la 127* pieza,
proveniente de la capa IV del yacimiento de Olha y encon­
trado en el cuadro B3 llevará: 0 IV B3-127.
Las piezas sin numeración, pero de posición anotada, se
marcarán tan sólo con los datos relativos al yacimiento. Ej: 0
11 C4.

3) Cuaderno de exploración

Datos relativos a los elementos de las capas: Según apare­


cen se van anotando en el cuaderno en la forma siguiente: En
una página, preferiblemente la izquierda, se pone un enca­
bezado en el que se anota el cuadro que se esta explorando y
la fecha del día. Se establece una primera columna donde se
anotará la capa en la que se ha encontrado la pieza; la
segunda columna será para numeración de lo hallado, den­
tro de la secuencia del cuadro en el que se trabaja. La tercera,
cuarta y quinta columnas corresponden respectivamente a
los valores x, y y 2. En la sexta se pone la calidad del material
de la pieza; en la séptima, datos someros de su tipología y en
la octava las observaciones que se consideren necesarias. En
la página opuesta se hacen anotaciones generales, referen­
tes o no a las piezas encontradas, datos de la estratigrafía
geológica, esquemas auxiliares, etc. (ver figura 3).
Las capas o estratos geológicos o culturales, en tanto que
visibles para el ojo humano, van haciéndose notar a lo largo
del proceso de excavación. Conviene nombrarlas, ya sea con
numerales romanos, con el alfabeto latino en minúsculas o
con el alfabeto griego. En ciertos casos es conveniente apli­
carles calificativos de acuerdo con sus características geoló­
gicas, por ejemplo: capa de gravas grises, capa de arcilla
roja, estrato de cantos rodados, de lentículas de arena...
Estratigrafía: Se harán cortes frontales y laterales para
cada cuadro, sistemáticamente en cada metro, y se llamarán
cortes estratigráficos normales, frontales o laterales. Cada
vez que se considere necesario se pueden tomar cortes inter­
medios, si hace falta cada 10 cm atrás del corte frontal
normal será llamado corte frontal intermedio 0-10. Esto no
26 José Luis Lorenzo

impide efectuar, tantas veces com o sea posible o necesario,


otros cortes además de los que acabam os de definir, cual­
quiera que sea su orientación o su amplitud.

4) Diagramas de posición

Pueden hacerse una vez terminado el trabajo de explora­


ción, pero conviene irlos haciendo durante el trabajo de cam ­
po ya que mediante ellos puede guiarse el trabajo ulterior.
Diagram as frontales: Serán totales o parciales. Represen­
tan la proyección sobre el plano frontal del cuadro de todos
los objetos en él localizados. El diagrama frontal total no
puede aplicarse más que en los casos en los que las capas
sean horizontales y no tengan variantes de espesor. En caso
contrario se emplean diagram as parciales. Ejemplo: Dia­
grama frontal parcial 0-25. Para establecerlo se proyectarán
sobre el plano solamente los objetos para los cuales la coorde­
nada z tenga un valor comprendido entre 0 y 25. Puede darse
el caso en que sean necesarios los diagram as 0-10, 10-20, 20-
30. etc.
Diagram as laterales: Se hacen de la misma manera. Un
diagrama lateral parcial 0-25 incluirá solamente los objetos
cuya coordenada y tenga un valor comprendido entre 0 y 25
(ver figura 4).
Planos y planos-diagramas: Evidentemente un plano-dia­
grama en el que entren varias capas no tiene sentido. Un
plano-diagrama será lo que mejor nos revele datos etnográ­
ficos cuando se haga de una sola capa y mejor será cuanto
más delgada sea esa capa. Estos planos deben ser siempre
paralelos a las superficies de separación de las capas o de los
paleosuelos. Al final obtendremos la distribución de objetos
sobre la superficie habitada en un momento dado, correspon­
diente a la capa motivo del plano-diagrama.
Representación convencional de los elementos de las ca­
pas: Todos los objetos líticos y óseos serán representados.
Pueden utilizarse colores o signos convencionales para dife­
renciar los materiales y separar los artefactos de los dese­
chos de fabricación. Ej: Fragmentos de cerámica, puntos
amarillos, lascas de cuarcita, puntos azules. Artefactos de
cuarcita, discos azules. Lascas de sílex, puntos rojos. Arte­
factos de sílex, circulo rojo. Pieza de hueso, disco verde.
Restos óseos no identificables, punto verde, etcétera.
C APA Numero X y Z Material T IP O O b se rv a cio n e s
en contacto
V II 225 123 47 82 Silex rae dera
capas VI y V II

V II 226 128 52 67 Hueso frag Punzón


p
conto rodado parcial mente
V II 130 40 71 gronito? ennegrecido

227 45 93 S ile x la s c a fractura termal


V II 125 ennegrecida

77 Hueso metapodio parcial mente


V I1 228 129 38 carbonizado

Figura 3. Cuaderno de exploración.


28 José Luis Lorenzo

También conviene anotar el cascajo, los bloques, los can­


tos rodados, las piedras de hogar y los hogares. Estos ele­
mentos se dibujarán esquemáticamente a escala. Para los de
gran tamaño se tomarán las coordenadas en el centro de su
base. En el caso de que sean verdaderamente muy grandes es
preferible tomar las coordenadas de sus límites. La orienta­
ción del eje mayor respecto a la vertical (inclinación) en
ciertos objetos merece la pena de ser anotada.
Este método de trabajo puede parecer tedioso para el quo
comienza a aplicarlo, pero rápidamente so vuelvo no sólo
interesante sino imprescindible puesto que permite captar
las variaciones climáticas, los episodios de la formación del
suelo y la historia de la ocupación humana.

Conclusiones

a) El método de las coordenadas tiene por objeto inmediato


anotar la posición relativa de las piezas de un yacimiento,
tanto en el plano horizontal (posible descubrimiento do datos
etnográficos) com o en el plano vertical (posibilidades tlt*
estudio de la evolución de una industria dentro de una misma
capa arqueológica).
b) Permite darse cuenta, por la disposición del mobiliario en
los diagramas frontales o laterales, si a una misma capa
geológica llegan a corresponder uno o varios niveles arqueo­
lógicos.
c) Permite darse cuenta, por la disposic ión del mobiliario
en los planos, si sobre un mismo suelo han vivido en épocas
muy próximas dos grupos humanos do diferentes industrias.
d) Permite ver si en capas geológicas distintas, la misma
industria prosigue sin cam bios o si sufre variaciones en
alguna medida de acuerdo con los cam bios del clima.
e) Impone al arqueólogo una relativa lentitud, muy útil ya
que permite darse cuenta, y a veces resolver, problemas que
hubieran pasado inapercibidos con otro sistema.
El objeto do estudio es el yacimiento en su totalidad y no la
búsqueda de piezas y el interés de la exploración por lo tanto
aumenta. Finalmente, si' ha dicho con frecuencia que todo
yacimiento es un documento que so destruye1por quien lo leo.
El método expuesto es capaz de paliar parcialmente esta des­
trucción y de conservar el recuerdo más preciso de la manera
en la que las cosas se presentaban.
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30 José Luis Lorenzo

La era de los pioneros ya terminó y toda exploración lle­


vada a cabo con métodos que en el pasado fueran meritorios,
no conduce más que a llenar cajones y a destruir yacimientos
sin que nuestros conocim ientos progresen. El empleo simul­
táneo y complementario de los métodos estratigráficos clási­
cos, de las coordenadas cartesianas y del estudio estadístico
de los objetos recogidos, nos parece actualmente el mínimo
indispensable que debería imponerse todo arqueólogo preo­
cupado en que su trabajo sirva verdaderamente al progreso
de la Arqueología Prehistórica.
El valor real de un trabajo de cam po reside, pues, en la
forma com o se haya llevado a cabo. Debemos considerarlo
com o parte de todo un sistema, dependiendo todos los pasos
posteriores de la form a en que fuera realizado. Sin un buen
control en el cam po no es posible llegar a buen término en la
posterior elaboración de gabinete.
Creemos conveniente la adopción y empleo del método
descrito, ya que mediante el registro de materiales culturales
y geológicos, podremos llegar a resultados insospechados y
estaremos en posesión de un cúmulo de datos con los que nos
será posible hacer reconstrucciones históricas o etnográfi­
cas, objetivo final de la Arqueología.
Las zonas arqueológicas
de los volcanes
Iztaccíhuatl y Popocatépetl
Las zonas arqueológicas de los volcanes
Iztaccíhuatl y Popocatépetl

Introducción

En 1839, el fam oso geólogo inglés Charles Lyell empleaba el


témino Pleistoceno —más reciente— para nombrar a la épo­
ca geológica en la que se habían form ado los depósitos donde
se hallaban fósiles invertebrados de aspecto moderno.
Con todo, lo más característico de esta época no son sus
fósiles sino el fenóm eno de las glaciaciones, que aunque no
son las únicas que la Tierra ha conocido en su historia, sí son
las que nos han llegado mejor definidas en sus fenómenos
directos o indirectos.
La posterior creación de otra época, el Holoceno, a la que se
dio origen por considerar algunos las glaciaciones com o ter­
minadas, nos parece prematura.
Las glaciaciones son el resultado de cam bios climáticos,
ya que, como dice W: son Ahlmann (1953, p.5). “ Los glaciares
están condicionados por factores clim atológicos y en sus
variaciones registran las fluctuaciones y cambios de clim a”
Por ello es que el estudio de la conducta de los glaciares
sobrepasa la simple posibilidad de adjudicar cronologías
relativas a etapas culturales relacionadas con resultados
directos o indirectos de las glaciaciones y de los interglacia-
res, para entrar de lleno en el conocimiento de las condicio­
nes mediales, íntimamente ligadas a la situación climática
que es factor decisivo en la vida humana, sea desde el punto
de vista cultural o biológico.
Participando plenamente de la posición de Zeuner, quien
considera al clima com o el condicionador de las actividades
humanas, tanto más cuanto más primitiva sea la cultura,
nuestra orientación dentro de la Arqueología se ha encam i­
nado al conocim iento de las condiciones climáticas que Mé­
xico tuvo en el pasado.
34 José Luis Lorenzo

Desde hace algunos años y dentro de la Dirección de Pre­


historia, nos hemos preocupado por comprender los paleocli-
m as de México. Esto, que sin ser fácil se hace bastante
posible para los grandes ciclos de carácter geológico, cuando
tratamos de situar aspectos parciales de una gran alternan­
cia climática dentro de nuestra pequeña escala temporal huma­
na, se com plica y hace aumentar el natural margen de error.
A pesar de ello, seguimos pensando lo que en otra publica­
ción dijim os no hace mucho “ Los pueblos no cam bian su
m odo de vida, su asiento, si no es por conm ociones tan gran­
des que aun dentro de la diferencia de medidas con las que el
arqueólogo y el geólogo trabajan, sus efectos son registrados
por am bos” (Mooser, White y Lorenzo, 1956, p. 30).
La delimitación del cam po de nuestro presente trabajo
puede parecer algo confusa, así com o el que aparezca en una
serie dedicada a la Prehistoria. Veremos com o no es ni Paleo-
clim atología pura ni Arqueología en el sentido ortodoxo. Si
algún valor tiene, pensamos que precisamente se debe a
esto, a no quedar dentro de ninguna limitación clásica y a
mostrar que conclusiones pueden obtenerse cuando el estu­
dio del pasado incorpora algo más que la descripción de los
materiales culturales encontrados.

En el extremo SE de la Cuenca de México se encuentran los


aparatos volcánicos que form an uno de sus panoramas
más característicos: el Iztaccíhuatl, también conocido por
Iztatépetl o Cihuatépetl, y el Popocatépetl o Popocatzin, en
su origen de norte a sur.
El primero (Fríes y Mooser, 1956) com enzó a formarse en el
Terciario Medio (Oligoceno Superior-Mioceno ?) com o parte
de las efusiones de la serie volcánica llamada Xochitepec, de
traquiandesitas de hornblenda, surgidas a través de fractu­
ras dirigidas E-O, parte de la zona de fracturamiento Clarión.
En el Plioceno Final se conform a la m ayor parte del Iz-
taccíhuatl por emisiones de lava de andesita porfídica de
piroxeno, la llam ada serie Iztaccíhuatl, a través de fracturas
tensionales de dirección NNO-SSE y parece que también
estuvo representado el Pleistoceno en form a de basaltos de
olivino surgidos de otras fracturas tensionales, ahora de
Las zonas arqueológicas de los volcanes 35

Figura 1. José Luis L o renzo rea li zando in vestigacio nes en la


zona de lo · Volcanes .
36 José Luis Lorenzo

rumbo OSO-ENE, ya que este tipo de roca se ha encontrado en


las partes más altas y es el correspondiente a las series
Chichinautzin, admitidas com o las más recientes del volca­
nismo en la Cuenca.
El Popocatépetl, que está situado en el vértice SE de la
Cuenca y al S del anterior, parece haber tenido la misma
secuencia, si bien de la época inicial, la del Terciario Medio,
sólo nos quedan los restos de un enorme volcán sobre el cual y
en parte, se edificó en el Plioceno el que ahora conocemos.
También tuvo su actividad Pleistocénica, pero ésta parece
haber sido únicamente tefrática. Empleamos esta última
palabra siguiendo al Dr. Sigurdur Thorarinsson, quien la ha
propuesto com o término colectivo para todo el material que
sea lanzado de un volcán por el aire, lo m ismo que lava es un
término colectivo para todos los materiales en estado de
fusión que se derraman de un volcán (Thorarinsson, 1956).
En todo lo demás, el Popocatépetl es semejante al Iztac-
cíhuatl, tipos de roca, orientación de las fracturas, etcétera.
Todo lo respectivo a la clasificación de rocas y de los minera­
les que las integran, se encuentra en un apéndice al final.
El Izta y el Popo (ver mapa 1), a pesar de su origen volcáni­
co común, con posibles periodos de simultaneidad eruptiva,
presentan aspectos muy distintos. Ello se debe a que el Itza
surgió, sobre todo en el Terciario, a lo largo de una fractura
de gran tam año por la que fueron saliendo materiales en dis­
tintos puntos, en algunos momentos por varios a la vez, para
terminar form ando lo que en nuestros días tiene el aspecto de
una serranía. El Popo surgió, aparentemente, de una sola
boca, teniendo varios conos adventicios, para terminar que­
dando en un solo edificio volcánico de bella silueta cónica.
En am bos casos, la gran altura adquirida hizo que los
factores m eteorológicos actuaran con intensidad sobre ellos,
debiéndose sobre todo a la geom orfología climática su fiso­
nomía actual.
El Iztaccíhuatl se compone de una serie de eminencias que,
agrupadas, cubren un área de aproximadamente 650 km2,
siendo esto lo que podría llamarse el Gran Iztaccíhuatl; pero
la zona nuclear, la que semeja una figura femenina yacente,
es más reducida, apenas unos 50 kilómetros cuadrados.
Los picachos que la forman se nombran comúnmente de
acuerdo con las partes anatómicas que representan, así, en
lenguaje popular, la Cabeza, el Pecho, la Barriga, las Rodi-
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38 José Luis Lorenzo

lias, los Pies. En realidad, cualquier punto puede nombrarse


por su correspondiente del cuerpo humano femenino y quizá
a esta facilidad se deba la pérdida de las toponimias nahoas
originales para la parte de la silueta; puede decirse que ya
sólo se conserva la de Am acuileca para lo que normalmente
se llama los Pies. El resto, las partes más bajas, las barran­
cas, los arroyos, valles, cuevas, etc., sí mantienen las anti­
guas toponimias.
El Popocatépetl, al presentar un solo cono tiene menos
problem as de todo tipo. Su área es de 400 km-, aproxim ada­
mente. Tiene un Pico M ayor y un Labio Inferior que a la vez
son el punto más alto y el más bajo, respectivamente, del
cráter. En la ladera S hay una pequeña eminencia que puede
ser una aguja peleiana, el Pico del Fraile y al occidente, los
restos del antiguo volcán del Terciario Medio que se han
llam ado volcán Nexpayantla (White, 1951) por la barranca
que allí se origina. La parte más alte del Nexpayantla es lo que
se conoce com o Ventorrillo y de él, el roqueño culminante se
nom bra Flecha del Aire.
También el Popo tiene muchos toponím icos nahoas, pro­
porcionalmente es posible que más que el Iztaccíhuatl, pero
en am bos casos su estudio da pie a un trabajo que por sí solo
sería de bastantes páginas.
La cresta del Izta com o parteaguas entre la Cuenca de Mé­
xico y la cuenca superior del río Balsas, quedando las laderas
occidentales dentro de la primera y las orientales en la se­
gunda. Respecto al Popo, éste forma el vértice SE natural en
la delim itación de la Cuenca de México y, caso curioso, una
mínima parte de sus laderas participa de esta Cuenca, co­
rrespondiendo la m ayoría a la del Balsas.
En el Pleistoceno, que com o dijim os tuvo por característica
las glaciaciones, debido a las grandes alternancias clim áti­
cas los dos edificios volcánicos a que nos estamos refiriendo,
por su com ponente altimétrico y a pesar de la latitud en que
se encuentran, tuvieron procesos de acumulación de nieve
que se tradujeron en ciclos de glaciaciones por las bajas
temperaturas que reinan a aquellas alturas.
Los glaciares así form ados realizaron su obra modeladora,
tallando la roca en su desplazamiento y arrastrando sus
detritus hasta las partes más bajas. Al sobrevenir las épocas
de deglaciación, las aguas de fusión de los hielos cavaron
profundos thalwegs y removieron los canchales dejados por
Las zonas arqueológicas de los volcanes 39

el hielo, redepositándolos en otros lugares com o elementos


glaciofluviales.
Junto con estas alteraciones causadas por los meteoros,
hemos de tomar en cuenta también a la actividad volcánica,
que por lo menos en el Popo no desapareció hasta 1921. Así
algunas erupciones deben haber licuado las m asas de hielo
en ciertos puntos provocando el arrastre violento de grandes
cantidades de materiales de todos tamaños, los cuales se
redepositaron en las laderas y en el antepaís com o enormes
abanicos aluviales.
Los avances y retrocesos del hielo, con sus factores origi­
nales de tipo m eteorológico y sus norm aciones climáticas, al
igual que las huellas que todo esto ha quedado, han sido
motivo de varios estudios ya publicados y que aunque m an­
tienen su validez general, los trabajos mucho más m etódi­
cos que se realizan en nuestros días los están m odificando
profundamente y, desde luego, ampliando en muchos aspectos.
Queda claro la notable influencia que en todas las esferas
de la vida humana han debido tener estas dos montañas,
enclavadas en el centro de lo más nuclear del altiplano de
México. A este respecto poco o nada se ha hecho; trataremos
de aportar algunos datos.

II

Desde épocas muy antiguas, desde que se guarda memoria,


todos los viajeros que han pasado por la cercanía de los
volcanes no han escapado a su imponente grandeza. E ncon­
tramos su presencia en las tradiciones orales que viniendo
desde remotos tiempos, fueron recogidas por los cronistas del
siglo XVI, en la docum entación pictográfica prehispánica
que de las áreas cercanas nos ha alcanzado, en las relaciones
de los para otras cosas im pávidos com pañeros de Cortés, en
él mismo y en todos los que después siguieron, italianos,
franceses, alemanes, norteamericanos. Todos han dejado en
las páginas de sus diarios o en sus epístolas comentarios al
respecto.
Hasta nuestros días llega la atracción de esas m ontañas y
pocos son los m exicanos para quienes las dos figuras m aci­
zas no tengan un significado. Y a esta atracción nosotros no
pudimos, ni hubiéramos querido escapar.
40 José Luis Lorenzo

Desde 1940 data nuestra primera ascensional Iztaccíhuatl


y desde entonces hemos seguido frecuentando aquellos luga­
res. Para 1946, quizá 47, haciendo un recorrido inicialmente
alpino por las laderas del Popo, nos encontramos en la cota
4200, aproxim adam ente, y en el lugar que se conoce com o el
collado de N expayantla, tepalcates abundantes, algunos
fragm entos de puntas y navajas de obsidiana e inclusive
cuentas de jade, muy deterioradas por la intemperie, y frag­
mentos de discos de pizarra. El hallazgo no dejó de sorpren­
dernos y rastreando estos vestigios fuimos a dar c — ’ —
restos de un basam ento cuadrangular, bastante destruido.
Esto despertó nuestra curiosidad y com enzam os a buscar
referencias al respecto, teniendo el placer de trabar conoci­
miento con la obra de Charnay.
Claudio José Deseado Charnay, viajero o aventurero ro­
m ántico del siglo pasado, hizo su primera visita a México en
1857. Empleó alrededor de un año en un recorrido bastante
grande, tom ando fotografías, apareciendo sus impresiones
de viaje publicadas en París, en 1863 (Charnay, 1863).
Regresó a M éxico en 1880, a los 52 años de edad, bajo el
doble patrocinio del Ministerio de la Instrucción Pública de
Francia y de un norteam ericano, de aparente origen francés,
el Dr. Pierre Lorillard. De este último viaje surgió su obra
más importante Les A nciennes Villes du N ouveau M onde
(Charnay, 1885).
Para su segundo viaje, Charnay se había convertido en un
am ericanista, había leído m ucho, había trabajado asidua­
mente con las fuentes del siglo XVI; traía, en fin, una prepa­
ración con la que no contaba en su primer viaje.
De sus lecturas y reflexiones form ó una teoría según la
cual el origen de todas las altas culturas de lo que ahora
llam am os M esoamérica, era debido a los toltecas y fue para
corroborar esta teoría que organizó su largo recorrido.
En su obra de 1885 tiene dos capítulos, el IX titulado “ E x­
ploración en las m ontañas” y el X “ Cementerios de Tene-
nepanco y Nahualac” , que para nuestros propósitos daremos
a conocer en form a extractada.
Cuando su primer viaje y al estar fotografiando el Popo,
descubrió cerám ica arqueológica precisamente en el lugar
donde había puesto su cám ara (Charnay, 1863, p. 523). Este
es el lugar que luego nom bró Tenenepanco y a él volvió
durante el verano de 1880.
Las zonas arqueológicas de los volcanes 41

Inició su viaje en el entonces flamante tren que salía de la


estación de San Lázaro hasta Am ecameca, donde organizó
su grupo y, pasando por la Hacienda de Tom acoco llegó en la
misma jornada al rancho de Tlam acas, lugar donde se refi-
naba el azufre que se obtenía en el cráter del Popo.
En Tenenepanco, que en su ausencia había sido parcial­
mente saqueado, com enzó el trabajo abriendo una serie de
trincheras que se cruzaban a lo largo de la pequeña pla­
taforma y así, según sus palabras, logró localizar tumbas de
las cuales había dos intactas por cada una saqueada.
Los entierros estaban a profundidades que oscilaban entre
los 0.60 m y 1.50 m, en posición fetal con un cajete sobre la
cabeza y sin orientación general. Las ofrendas comprendían
cerámica, piedras verdes, puntas de obsidiana y cascabeles
de cobre. Entre la cerám ica encontró dos piezas con colores
en relieve, com o esmalte, siendo los colores blanco, azul,
verde y rojo (Peñafiel, 1890, láms. 62-63), así com o perritos
con ruedas.
De acuerdo con los datos de Charnay de aquí, de Tenene­
panco, se obtuvieron 370 piezas enteras aun cuando la m ayo­
ría de ellas h a bían sido “ sa crific a d a s ” en el m om ento
del entierro.
Consideró que éste era un cementerio tolteca en un lugar
consagrado a Tláloc por los vasos efigie con su im agen que
encontró y, siguiendo a Durán, al Pico del Ventorrillo, cer­
cano al lugar y al que él com o otros muchos llama errónea­
mente el Pico del Fraile, lo identifica con Teocuinani — El
Cantor D ivino— por ser el lugar donde se form an terribles
tormentas y donde existía un adoratorio, el Ayauchcalli, la
casa de reposo.
Term inado su trabajo en este lugar, se dirigió a las cuevas
de la barranca de N expayantla donde le habían dicho que
habían m uchas cosas. Llegó pero se le habían anticipado y
apenas quedaban restos y fragm entos de piezas que con ­
sideró semejantes a las ya encontradas. Howart (Howart,
1897: pp. 57-8) visitó posteriormente esta región con resul­
tados semejantes.
A su regreso al cuartel general de Am ecam eca, exploró,
sin éxito, un teoca lli q u e.existía en el centro de la p o­
blación.
Estando en este lugar, vio piezas arqueológicas que según
sus poseedores provenían del Iztaccíhuatl. Esto excitó su
42 José Luis Lorenzo

interés y organizó un grupo que lo llevara al lugar de donde


habían sido sacadas. Así fue com o llegó al cementerio de
Nahualac en el cerrado valle del mismo nombre.
Sobre la superficie se percató de la presencia de abundan­
tes lajas y de restos de basamentos de piedra tallada. Co­
menzó las excavaciones y reunió un abundante material,
cerca de 800 piezas en cuatro días y con cuatro peones, dicien­
do que eran semejantes a las de Tenenepanco, pero más burdas.
No encontró esqueleto en este lugar por lo que piensa que el
lugar es tolteca. En realidad estaba dispuesto a considerar
que todo era tolteca.
Daremos su descripción del lugar, “ Descubrimos a nues­
tros pies un valle ovalado de 1200 m de largo por 500 a 600 de
ancho, completamente cerrado por alturas que, del oeste, del
lado de México, imposibilitan el acceso” ; sigue describiendo
el sitio diciéndonos finalmente, haber encontrado un adorato-
rio en un lago que estaba al NE del cementerio de Nahualac.
Una vez leído y releído Charnay, nos dimos cuenta que el
sitio que habíam os encontrado en el collado de Nexpayantla
no correspondía a nada de lo por él descrito.
En un principio pensamos que el lugar descubierto era el
Ayauchcalli, pero esto no era posible ya que el Teocuinani no
era el Ventorrillo. La razón por la que no podía ser es la
misma cita de Durán:
A un lado del volcán hacia la parte sur en la comarca de Tetellan
y Ocuytuco, Temoac, Tzacualpan, etc., hay un cerro a donde
acudía toda esta comarca con sus ofrendas y sacrificios y oracio­
nes el cual se llamaba Teocuinani el cual está tan cerca del
volcán que de uno a otro puede haber poco más de una legua... en
el cual había una casa muy bien edificada... la cual llamaban
Ayauchcalli que quiere decir la casa del descanso y sombra de
los dioses (Duran, 1880: p. 205).
Pero nada de esto coincidía con lo encontrado, ya que la
situación del Teocuinani está claramente en el área SSE del
volcán y los pueblos m encionados, parte ahora del estado de
Morelos, se encuentran relativamente distantes del lugar
encontrado. Tam poco éste queda a poco más de una legua del
volcán: está en el volcán.
Poco después y ahora sí, con conocim iento de causa, relo-
calizábam os el cementerio de Tenenepanco, y de aquí surgió
la idea de encontrar el fam oso N ahualac del Iztaccíhuatl.
Las zonas arqueológicas de los volcanes 43

Francamente, el asunto nos llevó algunos años por lo es­


porádico de nuestros recorridos, pero éstos no fueron infruc­
tuosos, ya que nos permitieron localizar unas cuevas en el
Valle de Milpulco con pinturas prehispánicas y algunas
cerámicas, además de hallar la cueva de Alcalican y unas
estructuras de las que después hablaremos.
A fines de 1956, acom pañado de los alumnos de la ENAH,
Sres. Muñoz y Messmacher, volvim os otra vez al Izta con el
firme propósito de encontrar de una vez por todas el lugar de
Nahualac. Tras un m inucioso y estéril recorrido de dos días y
cuando com enzábam os a tomar el cam ino de regreso, en las
márgenes de un arroyo, encontram os unos fragmentos bas­
tante erosionados de cerámica.
Observada con detenimiento, mostró probabilidades de ser
prehispánica. A poca distancia y en un pequeño altozano
que mira al pecho del Izta, encontramos, ahora sí, fragm en­
tos de cerámica que no dejaba lugar a dudas en cuanto a su
carácter arqueológico pero con todo, el lugar no correspondía
a la descripción que Charnay nos da de Nahualac, ni había
ningún estanque ni restos de él al NE. Recogim os algunas
muestras y cuando ya nos retirábamos, nos dimos de manos
a boca con el estanque y su templete central, pero al NO, no al
NE. Nunca sabremos si Charnay se equivocó al leer su brú­
jula o si por cierto prurito muy de la época, quiso dificultar su
futura relocalización para el que tratase de emular lo que en su
tiempo se consideraban hazañas.
En los lugares descritos habían sido encontrados e inclu­
sive, algunos más y así, lanzados en el reconocimiento del
área de los volcanes, no nos conform am os con lo que tenía­
mos y seguimos buscando.
Desde 1949 habíam os participado en los estudios que el Dr.
White, de la Universidad de Ohio, estaba y sigue realizando
sobre el glaciarism o de los volcanes. Alguna vez entrevimos
en la niebla restos de una construcción que más parecía
corral, en cota bastante elevada. Com o el propósito que en­
tonces nos llevaba a aquellos lugares no era el arqueológico
ni el punto vislum brado estaba en nuestra ruta, lo archi­
vam os en la memoria dejándolo para mejor ocasión. Algún
tiempo después y al estudiar las fotos aéreas de la región,
volvim os a encontrar el curioso recinto.
White, en sus estudios, acertó a pasar por el lugar preciso y
tuvo la am abilidad de recoger alguna cerámica y obsidiana
44 José Luis Lorenzo

de superficie con lo que su filiación prehispánica quedaba


asegurada.
Y su gentileza no quedó ahí, me puso en conocimiento de
dos lugares m ás que parecían ser arqueológicos.
Con el aviso recibido y tras estudiar sus rutas de acceso,
nos dirigim os a ellos y pudimos certificar sobre el terreno lo
que ya era casi seguro. De esta forma añadim os otros lugares
a los ya existentes.
El auxilio que en la localización representaron las fotogra­
fías aéreas fue magnífico, ahorrándonos innumerables horas
de duros recorridos y esta ayuda no sólo fue en lo que respecta
a encontrar rutas de acceso y enclaves correctos; reciente­
mente y al estudiar material aerofotográfico del Pico de
Orizaba, hemos podido localizar una estructura que es oopia
de las hasta ahora encontradas en el Iztaccíhuatl y el Po­
pocatepetl. Esperamos poder visitarla dentro de poco para
ver si también este otro volcán, el más alto de todos con sus
5 680 m sobre el nivel del mar, participó del mismo momento
cultural, lo que no tendría nada de extraño.

III

Resumiendo. Hasta ahora hemos localizado los siguientes


lugares. En el Popocatépetl; adoratorio de N expayanta (ver
plano 1), enclavado a una altura de 4 200 m bastante des­
truido y m ostrando algunos pequeños socavones producto de
la actividad hum ana (ver lámina 1). N o se ha podido dis­
cernir su entrada que com o veremos más adelante todos los
dem ás tienen y bien clara, por ello no hem os obtenido una
orientación concreta pudiendo tan sólo decir que uno de los
ejes en N 32°E y el otro, por lo tanto, N 58°0. Form ando parte
de uno de sus costados hay una gran piedra, bruñida por la
erosión eólica que aquí es muy fuerte, y en su superficie
muestra una serie de pequeños agujeros, no producidos por
agentes naturales. Com o ya dijim os, en am bas laderas del
collado donde se encuentra este adoratorio, hemos encon­
trado bastantes fragm entos de cerámica, obsidiana, piedras
verdes y pizarra.
Está luego el cementerio de Tenenpanco, en la cota 4 000 y
sobre una pequeña plataform a, aparentemente natural. En
la superficie quedan algunos tepalcates, muy erosionados.
Adoratorios
Nexpoyontlo 4,200m. El Caracol 4,400m. El Solitario 4,000m.

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Orientación eje A-8, N 4° 0 Or i1ntocl6n •l• A-8 , NBOº E
Oritntocidn •l• ......:.. :a_
o , ,_..,,..., e o = -·- ~

E1colo
o 5 10
m.

Plano 1
46 José Luis Lorenzo

También hay lajas que pueden haber pertenecido a las tum­


bas que abrió Charnay.
Además, a lo largo de las crestas que bordean la barranca
de Nexpayantla por su lado N, y a una altura aproximada de
3 900 m hay tepalcates dispersos (ver mapa 2).
Com o dato curioso, diremos que el cerro de Tlam acas, a
pesar de lo sugestivo de su nombre y del enclave que tiene,
verdadero Belvedere del Popo, no ha proporcionado ningún
vestigio con todo y las múltiples búsquedas que por él hemos
hecho. Sin embargo, pensamos que todavia no debe descar­
tarse y quizá tengamos más suerte en el futuro.
Pasando al Iztaccíhuatl (ver mapa 2) y por orden cronoló­
gico, primero están las pinturas en las cuevas o abrigos de la
ladera N del valle de Milpuco a 3 800 m. En estas pinturas
pudimos discernir con claridad un chimalli y un recipiente,
este último tal com o se representan en los códices. Además
un posible venado —dudoso en cuanto a su filiación prehis-
pánica— y algunos fragmentos de cerámica roja pulida.
Siento carecer de materiales gráficos de este sitio, y en cuan­
to a la poca cerámica que se obtuvo, corrió la misma suerte
que los pocos materiales encontrados cuando localizamos
por primera vez el sitio del collado de Nexpayantla; durante
una ausencia de la ciudad por motivos de trabajo, desapa­
recieron todos estos materiales del lugar donde se encontraban.
Luego, la cueva del Alcalican, que da albergue a un peque­
ño santuario en el que hay una cruz, adornada con los colores
de la Purísima Concepción, azul y blanco, que coinciden con
los de la diosa Iztaccíhuatl, además allí encontramos unos
pequeños incensarios de cerámica pintada de blanco y azul
con la imagen de un ser femenino. En este lugar, el 3 de
m ayo, y según los informes obtenidos de gentes de la región,
se celebra una gran ceremonia nocturna, mágico-religiosa,
a la que acuden gentes de lugares muy lejanos, según dicen a
“ agarrar nahual” .
Sigue la zona de Nahualac, cota 3 800, situada en un pe­
queño altozano, posible morrena de alguna vieja glaciación,
mira directamente al pecho de Iztaccíhuatl. Los saqueos
recientes allí efectuados nos han mostrado una zona de ofren­
das en la que casi todos los objetos fueron “ m atados” antes
de depositarlos. No hay huesos de ningún tipo y parece que
las ofrendas están contenidas en una especie de cista hecha
de lajas.
Area de losVolcanes
Localizacio'n de sitios Arqueolo'gicos
© Nexpayantla © Lomas N de Nexpayantla (z) El Caracol

® Tenenepanco ® Milpulco ® El Solitario

® Lomas N de Nexpayantla ® Nahualac (§) L la n o Chico el Alto

Cotas d<* nivel cada lOOm a partir de 3500


Esca la

M apa 2
48 José Luis Lorenzo

Unos 150 m al NE se encuentra el fam oso estanque (ver


plano 2). Por las fluctuaciones que hemos podido observar en
él es muy posible que sea artificial. Tiene en medio un ado­
ratorio orientado S 85°E en el que parecen insinuarse un
vestíbulo y un sancta sanctorum. Alrededor hay unos pe­
queños basamentos bastante regularmente agrupados res-

Adoratorio y Estanque de Nahualac 3,800m


c

E sc a la

Plano 2
Las zonas arqueológicas de los volcanes 49

pecto a la construcción central. Parece que aquí, los ani­


males que suben a pastar en la seca, han sido los causantes
de la m ayor parte de los derrumbes de muros. No hemos
localizado ni el menor fragmento de cerámica ni de obsidiana.
Encontram os después el adoratorio que hemos llamado
del Caracol por el sendero que, subiendo al paraje de Chal-
choapan, recibe este nombre al pasar por esta parte, quizá
debido a lo retorcido de su trazo. Está en la cota 4 400 orien­
tado N 86° E, en una explanada cubierta de bloques erráticos
desprendidos de la morrena S de uno de los últimos avances
del glaciar de Ayolotepito. En este sitio, la poca cerámica de
superficie encontrada, está en bastantes malas condicio­
nes, tanto que el estudio es casi imposible. No en vano son
4 400 metros sobre el nivel del mar, lo que hace que gran parte
del año se encuentre bajo la nieve.
Luego está el adoratorio del Solitario, así llam ado por el
pico de este nombre, al pie del cual se encuentra, con orien­
tación S 10°. Aquí se hallaron multitud de navajillas de
obsidiana, retocadas en punta de flecha pequeña, como pre­
paradas para escarificaciones rituales o para ceremonias
de autosacrificio. La cerámica también está en malas con­
diciones y hay algunos fragmentos de piedra verde y puntas
de proyectil. En el interior hay una cala de saqueo bastante
grande.
Finalmente, en el lugar llam ado Llano Chico el Alto, a ori­
llas de un pequeño lago desecado en la actualidad, encontra­
mos alguna cerámica de superficie.
Estos son los lugares que hasta ahora se han encontrado.
Nos quedan inéditas las laderas orientales de am bos vol­
canes y la sur del Popo, habiendo recibido informes bastante
alentadores de ambas. Además, y estudiando fotografías
aéreas del Pico de Orizaba, com o ya dijimos, hemos podido
localizar una estructura absolutamente igual a las de Nex­
payantla, el Caracol y El Solitario, estando casi seguros de
contar con otro de estos adora torios ahora en la ladera oeste
del Citlaltépetl. Es muy posible, que del estudio de las fotos
aéreas de las demás grandes m ontañas del altiplano, po­
damos am pliar la lista de estas peculiares estructuras.
Pensamos que a pesar de que el estudio no se ha profundi­
zado, hay bastantes elementos para emitir algunas opiniones,
apoyándonos en los materiales obtenidos y en las caracte­
rísticas de los lugares.
50 José Luis Lorenzo

IV

Decíamos que la vista de los volcanes Popocatépetl e Iztac-


cíhuatl siempre ha impresionado a quienes han podido con­
templarlos. Su predominancia en el paisaje del altiplano ha pro­
ducido muy bellas páginas literarias junto con un numeroso
cuerpo de obras científicas de las diversas ramas que los han
analizado, sea monográficamente o com o parte de estudios
de conjunto de diversos fenómenos naturales.
Para nosotros es de gran importancia lo que de ellos se ha
dicho respecto al papel que jugaban en la vida de los pueblos
prehispánicos. Siendo las citas tan abundantes en las obras
de los cronistas, tomaremos de algunas fuentes lo que en
nuestra opinión, por la categoría del cronista y por la forma
de tratar el tema, puede darnos más luz al respecto.
Desde luego, y en este caso más com o un símbolo, no
podemos obviar lo que Sahagún dice:

Hay uno muy alto que humea, que está cerca de la provincia de
Chalco, que se llama Popocatépetl, que quiere decir monte que
humea, es monstruoso y digno de ver, y yo estuve encima de él
(Sahagún, 1946, T. II, lib., XI, cap. XII: p. 479).

Esto respecto al Popo, es bien poco y, sobre todo, no nos


facilita muchos datos. Pero en el párrafo siguiente habla del
Izta.

Hay otra sierra junto a esta que es la sierra nevada, y llámase


Iztactepetl, que quiere decir sierra blanca, es mostruosa de ver lo
alto de ella, donde solía haber mucha idolatría; yo la vi y estuve
sobre ella, (Sahagún, 1946, T. II. lib., XI, cap. XII, p. 479).

Aquí hay algo más substancioso: “ donde solía haber mu


cha idolatría” es una frase que merece ser tenida en cuenta
Muñoz Cam argo, en su Historia de Tlaxcala es algo más
explícito.

La Sierra Nevada de Huexotzingo y el Volcán, teníanlos, por dio­


ses, y que el Volcán y la Sierra Nevada eran marido y mujer.
Llamaban al volcán Popocatépetl y a la Sierra Nevada Iztac-
cíhuatl, que quiere decir la Sierra que humea y la blanca mujer
(Muñoz Camargo, 1947: p. 143)
Las zonas arqueológicas de los volcanes 51

Al decir " teníanlos por Dioses" nos da una indicación que


n la obra de Durán encontraremos ampliamente explicada.

En el Capítulo XCV, que titula " En que se cuenta la rela-


ión de la Diosa Iztaccí huatl que quiere decir la mujer blan -
a" (Durán, 1880: p. 199), nos dice:
La fiesta de la Diosa , que esta gen te celebraba en nombre de Iztac-
cíh uatl, que quiere decir muj er bla nca, era la sierra nevada la cual
demás tenella por diosa y adoralla por tal... tenianle en las ciu-
dades sus templos y hermitas muy adornada y reverenciadas
donde te ní a n la estatua de esta Diosa y no solamente en los tem -
plo pero en un a cueva que en la mesma Sierra habí a. Estaba
muy adornada y reverenciada con no menos reverencia que en la
ciudad donde ac udí a n con ofrendas y sacrificios muy de ordina-
rio teniendo junto a sí en aq uell a much a cantidad de idolillos que
eran lo que representaban los nombres de los cerros que esta
Sierra tenía a la redonda ... y a Ja Sierra neva da llevaban dos
niños pequeño y dos niñ as metido en unos pabellones hechos
de mantas ricas y a ellos muy vestidos y galanos a los cuales
sacrificaban en la mesma Sierra en el segundo lugar donde la
tenían .. . Estaba n en lo á pero de esta Sierra dos días metidos
haciendo las ceremo ni as a esta Diosa ...

Respecto al P opo, en el capítulo XCVI, titulado " De la


lemnidad que los indios hacían al volcán de este nombre
opocatzin que qui ere decir el humeador y juntamente a
tros muchos cerros" ( ibid., pp. 202-207) encontramos lo que
·gue:
El cerro Popocatzin que en nuestra lengua quiere decir el cerro
humeador a todos nos es notorio ser el volcán a qu,ien vemos
echar humo visiblemente dos y tres veces a l día y mu nh as veces
juntamente llamas de fuego es pecia lmente a prim a noch e como
muchos la h a n visto ... A este cerro reverencia ba n los indios a nti -
guamente por el más principal cerro de todos los cerros especial-
mente todos los que viví a n a lrededor de él y en sus faldas ... y le
hacían más honra haciéndole muy ordinario y continuos sacrifi-
cios y ofrendas sin la fiesta particular que cada año le hacían la
cual fiesta se lla maba Tepe y lh ui t que quiere decir fiesta de cerros .
...El principal intento de reverencia r es~os cerr?s y de hacer ora-
ciones y plegarias en ellos no era el obJeto ultim ado hacell os a l
cerro ni tampoco h em os de entender que los tenían por dioses ni
lo adoraba n com o a tales que su intento a más se entendí a que
era pedir desde aq uel ce rro a lto a l T odopoderoso y Señor de lo
52 José Luis Lorenzo

criado y el Señor por quien vivían que son los tres epitelios con que
estos indios clamaban y pedían tranquilidad de los tiempos por
que en su infidelidad según relación universal padecían muy or­
dinarias pestilencias y hambres y otras aflicciones... Esta es la
relación que he podido haber de la fiesta de los cerros que en esta
tierra universalmente se hacían pues en toda ella no había cerro
ni hoy en día le hay que no tenga su nombre agora sea chico sea
grande todos tienen sus nombres, la fiesta de los cuales si este año
la hacían en el uno otro año la habían de hacer en el otro y el otro y
y el otro en el otro y así les cabía hacer fiestas en cada cerro an­
dando la rueda para que cada cerro fuese honrado y la comida
divina que se había comido de los cerros de masa en este cerro lo
iban otro año a comer en otro siéndoles vedado y de precepto que
un año tras otro no se pudiese hacer la tal solemnidad en un mes-
mo cerro. Esta fiesta caía en Agosto no puede sacar en limpio a
cuantos...”

Queda bien clara no sólo la im portancia que los volcanes


tenían en la región prehispánica, también se nos muestra la
personalidad que los dos volcanes ostentaban dentro del
Panteón de la misma época. En otro punto, Durán (p. 295)
nos habla del treceno mes del año indígena, diciéndonos lo
siguiente:
...tenía veinte días. Celebraban el primero día de él la fiesta
Hueypachtli superlativo nombre que quiere decir el gran mal de ojo.
Llamábanle por otro nombre Coaylhuitl que quiere decir la fiesta
general de toda la tierra donde se celebraba la fiesta de los cerros
en particular la del volcán y Sierra Nevada.
...donde demás de hacer conmemoración de Tlaloc que era el dios
de los rayos y truenos y de la diosa de las aguas y fuentes este día
principal fiesta se hacía al volcán y a la Sierra Nevada y a los
demás principales cerros de la tierra y así le llamaban Tepilhuitl
por otro nombre que quiere decir fiesta de cerros la cual se cele­
braba a veinte y siete de octubre.

Aquí por primera vez, aparece el dios Tlaloc. Es indudable


su primacía sobre los deificados volcanes; pero el cuadro se
com plica con las menciones previas a Ipalnemohuani, a no
ser que esos misteriosos dioses que fueron Tloque Nahuaque
e Ipalnem ohuani, no sean una creación de la mente de N etza­
hualcóyotl y tengan una relación, todavía no aclarada con
Tlaloc.
En el mismo Durán, en capítulo LX XX V I (op. cit. p. 135).
hay, bajo el título “ De la relación del Ydolo llamado Tlaloc
dios de las plubias y relámpagos reuerenciados de todos los
Las zonas arqueológicas de los volcanes 53

de la tierra en general que quiere decir cam ino debajo de la


tierra o cueva larga” , una descripción de la que tomáramos
este párrafo:
Quanto a lo primero es de sauer que a este ydolo lo llaman Tlaloc
(al cual en toda la tierra) tenían gran beneración y temor y a
cuia beneración se ocupaua toda la tierra generalmente así los
Señores reyes y principales como la gente común y popular el
asiento perpetuo del qual eran en el mesmo tenplo del gran Huitzi-
lopochtly y a su lado donde le tenían hecha vna pieca particular
y muy aderecada de los adremos comunes de mantas plumas joias
y piedras todo lo más rico que podían.

No encontram os en nada de esto relación con lo dicho en el


capítulo XCVI donde nos dijo que lo que importaba de las
oraciones y plegarias hechas en los volcanes era la petición
al Todopoderoso y Señor de lo criado y el Señor por quien
vivían.
En conclusión, nos queda: el hecho de la deificación de
ambos volcanes que se integran en el culto m agno a Tlaloc,
sin por ello perder su personalidad; la posible pluralidad de
Tlaloc com o algo más que el Señor de todas las aguas y de la
vegetación.
Muy difícil será separar donde empiezan los volcanes y ter­
mina Tlaloc y viceversa. Queda, con todo, la noción para este
caso concreto, de un conjunto en el que las partes no pueden
ser separadas. Por ello, y sin disminuir el poder de Popocat-
zin e Ixtaltepetl, creemos que las ceremonias en ellos efec­
tuadas tenían una dimensión mayor que llegaba hasta Tlaloc.
Este último dios merece un estudio mucho más extenso que
lo que aquí podríam os hacer. Urge un trabajo a fondo sobre
esta deidad que, no lo olvidemos, compartía el lugar de honor
en el gran templo de México-Tenochtitlán con Huitzilopoch-
tli quien había llegado hasta allá por ser el dios tribal. Fisto
sólo, repetimos, da a Tlaloc un valor que indudablemente no
tenían los demás dioses con que se encontraron los conquis­
tadores tenochcas.
Estam os ante el caso de una divinidad indisolublemente
unida a lo que era básico en el momento cultural de los
pueblos mesoamericanos: la agricultura. Lo que en Teoti
huacán parece tener su momento de apogeo y que posible­
mente se origina a finales del Preclásico según podemos ver
en las vasijas con efigie antropomorfa de las ofrendas do
54 José Luis Lorenzo

Tlapacoya (Barba, 1956, láms. 15 y 18) (láms. XVI y XVIII)


donde aparece un personaje, unas veces con máscara felina
y otras esgrimiendo un objeto serpentiforme, cosas ambas
que están dentro de los atributos de Tlaloc; pues bien, esto,
perdura a través del tiempo y logra tal profundidad en las
mentes de los campesinos de la Cuenca de México, que no
puede ser desarraigado y el pequeño pero fuerte grupo de los
Mexicas-Tenochcas tiene que aceptarlo casi en paridad con
su propio dios, el que les hizo ser.

En párrafos anteriores tuvimos la demostración de lo impor­


tantes que eran las montañas dentro del culto de Tlaloc.
También nos dimos cuenta com o, en el caso de los grandes
volcanes, a los que se puede añadir la Matlalcucitl o Malin-
che de Tlaxcala (Benavente, 1941, pp. 63-64), aunque parti­
cipando del culto mayor al productor de las lluvias, mantenían
una cierta personalidad.
Por ello pensamos que los lugares encontrados en el Popo­
catépetl y en el Iztaccíhuatl fueron sitios dedicados al culto y
propiciación de Tlaloc en su aspecto más extenso.
De las citas dadas nos resulta que los lugares localizados
no se mencionan para nada, com o si para esta época estuvie­
ran olvidados, salvo en el caso de la cueva de Iztaccíhuatl
que puede ser identificada con la de Alcalican o quizá con la
de Caluca.en la parte N y a distancia relativamente corta del
pueblo de San Rafael. El Sr. Carlos Navarrete, pasante de la
Escuela Nacional de Antropología e Historia está prepa­
rando un informe sobre éste último lugar.
Estamos, pues, ante una serie de adora torios a Tlaloc que
ahora pasaremos a describir, en su forma y posición y luego
trataremos los materiales que hemos encontrado asociados
con ellos.
Juzgándolos por su arquitectura, es la pobreza de ésta lo
que antes salta a la vista. Construidos con materiales loca­
les, carecen de mezcla o mortero que amarre las piedras, de
aplanados que recubran los muros o de pisos. Desde luego y
tomando en cuenta su posición altimétrica, que se traduce en
gran rigor climático, la presencia de restos de estos materia­
les no es fácil de diagnosticar pero a pesar de ello y por lo que
Las zonas arqueológicas de los volcanes 55

hemos observado no creemos que se encuentren, consistien­


do en simples muros de piedra seca.
Nexpayantla, El Caracol y El Solitario son sencillos corra­
les de piedra que a no ser por los vestigios prehispánicos
encontrados en asociación, podría confundirse con recintos
para el ganado.
Nahualac es distinto. Aunque también de piedra seca, es
más elaborado que los otros. Dentro de su com plicación está
el estanque, los basamentos que rodean a éste y el templete
central donde nos ha parecido ver el clásico sistema de los
templos mesoamericanos: un vestíbulo y el santuario pro­
piamente dicho.
En conjunto, no mantienen un módulo fijo de orientación,
salvo una cierta alineación en la cual sus ejes se acercan a la
posición de los cuatro puntos cardinales, N-S, E-O; pero que,
tomando com o eje mayor el que pasa por la pequeña entrada
de que todos disponen, vemos que unas veces es N-S y otras
E-O, no manteniéndose constante.
Las alturas de los muros que los forman tampoco son cons­
tantes, esto debido posiblemente a factores de meteorismo.
En unos casos apenas son diferenciables por estar formados
de algunas piedras, en hilada simple; en otros con El solita­
rio, los muros conservan una altura superior al metro.
Respecto a los materiales arqueológicos que hemos encon­
trado asociados con las construcciones, los estudiaremos en
dos grandes grupos: el de la cerámica y el de los litos, incor­
porando al estudio lo que es producto de nuestros recorridos y
las piezas de la Colección Charnay obtenidas en Tenene­
panco y Nahualac, que se encuentran en el Museo de México,
sintiendo no poder incluir las que están en el Museé de
l'Homme de París.
En general, puede asegurarse que son comunes a todos los
sitios con variantes que no parecen ser sintomáticas. Los que
se presentan, producto de nuestros reconocimientos, son los
que por estar más completos o por presentar decoración,
merecieron la pena de que los cargáramos. Hemos de hacer
notar que al apriorismo que siempre existe en los muestreos
de superficie normales, en este caso se une el condicionado
por el volumen y el peso, tomando en cuenta la altitud a la
que se hicieron estos trabajos.
Los de los puntos más elevados, todos de superficie, están
muy maltratados por los agentes atmosféricos. En algunos
56 José Luis Lorenzo

casos la meteorización les ha quitado ornamento a los de


cerámica y en otros les ha añadido una pátina oscura que
enmascara sus condiciones originales. Ciertos fragmentos
de cerámica presentan fracturas termales cupuliformes, debi­
das a los cam bios de temperatura frecuentes y extremos, que
sólo se dan en condiciones glaciares o periglaciares.
Lo mejor es lo que pudo obtenerse de los pozos de saqueo de
Nahualac, por estar recientemente extraído de la tierra y
todavía no sujeto a la erosión atmosférica, aunque algunos
mostraban huellas de haber sufrido por los procesos de con ­
gelación y descongelación que en esas zonas tienen lugar
estacionalmente en el subsuelo.
Las piezas de la Colección Charnay, mucho mejor conser­
vadas, tienen un defecto: en algún momento de la historia de
las bodegas del Museo; las piezas fueron m arcadas con el
doble apelativo “ N ahualac-Tenenepanco” , al que con fre­
cuencia se une el de “ Cerámica de los V olcanes” . En primer
caso anúlese la posibilidad de atribuir piezas a uno u otro
sitio, y en el segundo caso, la inscripción es cierta, pero no
suficiente. De todas formas, es de lo que disponemos y no
queda más remedio que trabajar sobre ello.
Lo de “ Cerámica de los V olcanes” es el nombre que, a
partir de la obra de Noguera (1932) le fue adjudicado. Esa fue
la primera y única vez en la que se hizo una descripción
específica de estos materiales y desde entonces toda referen­
cia que a ella se ha hecho, ha sido tomada de aquí.
Careciéndose de exploraciones metódicas, no era mucho lo
que se podía decir, así que lo citaremos textualmente:

La cerámica que se ha denominado de “ Los Volcanes” fue dada a


conocer por Charnay. Consiste en vasos antropomorfos de grueso
barro negro, con representaciones del dios Tlaloc. Esta forma de
vasos es la más característica y predominante, pero junto con ésta
aparecen algunos ejemplares de cajetes que tienen una espléndida
decoración, denominada cloisonné hecha por una serie de capas
superpuestas de pintura. Esta decoración es semejante a la deTeo-
tihuacán y aún presta cierta analogía con tipos que ocurren en
Chalchihuites, que ya hemos descrito.

Desde luego, no queda más remedio que decir que en los


materiales que salieron de los Volcanes hay muchas más
cosas de las que Noguera menciona: cerámica Mazapa,
Las zonas arqueológicas de los volcanes 57

Chalco, Cholulteca y otras. Además, la decoración “ denom i­


nada cloisonne” no se ha encontrado en Teotihuacán y si en
otros m uchos lugares cercanos a Chalchihuites.
En todo análisis de cerámica se cuenta con los factores
cualitativos y el cuantitativo, además de la posición en la
que se han encontrado las piezas o fragmentos, dentro de
secuencia vertical que lo es también de cronología relativa y
todo ello funcionando dentro de asociaciones y disociacio­
nes. En nuestro caso lo único que podemos presentar es lo
referente al factor cualitativo, y éste bastante incompleto por
las razones que en párrafos anteriores expusimos.
A pesar de ello, creo que podemos llegar a algunas conclu­
siones, con las reservas mentales que semejantes materia­
les obligan a tener.
Tom ando la cerámica globalmente, vemos que es de clara
filiación tolteca, con la presencia natural de variantes y for­
mas locales. Del conjunto que presentamos en las láminas,
son notables algunas piezas que sin ser teotihuacanas, tienen
más relación con esta cultura que con ninguna otra, si es que
excluim os Chupícuaro.
Pero hay dos tipos, el representado por el cloisonne de
Tenenepanco y los perritos con ruedas del m ismo lugar, que
respectivamente denotan relaciones con Chalchihuites y
con la Costa del Golfo.
Cuando Ekholm (1942) exploró en Guasa ve, Sinaloa, en­
contró restos de calabazas pintadas por el sistema de laca
que él identifica com o pseudo-cloisonne y dedicó todo un
capítulo a analizar este problema detalladamente.
Su trabajo se apoya en una extensa bibliografía que hace
innecesario, de nuestra parte, la repetición de sus citas y de
sus fuentes.
El cloisonne más típico lo agrupa en una zona de Zacate­
cas-Jalisco: Chalchihuites, La Quemada, Teul, Tlaltenango
y M om ax en el primer estado y Estanzuela, Totoate y Mez-
quitic en el segundo, inform ándonos además de su presencia
en Azcapotzalco, en donde Spinden lo situó en la época Tolte­
ca (Ekholm prefiere colocarlo en la Chichimeca) y también
nos habla de otra pieza, encontrada en Culhuacán, pieza que
está en las colecciones del American Museum o f Natural
History o f N ew York. M ención especial merecen los frag­
mentos de cloisonne en cerámica y calabazas dragadas del
Cenote Sagrado de Chichén Itzá. Desde luego, también in­
corpora a su trabajo las piezas de los Volcanes.
58 José Luis Lorenzo

Es interesante ver que en Snaketown, Arizona, se encontró


cloisonne sobre materiales de la fase Santa Cruz, fechada
entre 700-900, y que no se cree sobrepase el año 1100. En
Grewe Site, Casa Grande, Arizona, se encontró cloisonne “ de
inequívoca filiación con el Arte M exicano” , Pueblo Bonito,
en Nuevo México, también dio cloisonne.
Se hace necesario informar que todos los ejemplos de cloi­
sonne del SO norteamericano fueron hechos sobre piedra,
pero que la técnica es la misma.
Junto con los ejemplos que Ekholm menciona, nosotros
podemos ampliar la lista con los encontrados en Jiquilpan
(Noguera, 1944), los que menciona Kelly (1956) en Zape y los
que han surgido de las exploraciones de Tula (comunica­
ciones de Acosta y Salazar, además de los que el autor encon­
tró durante la VI temporada de exploraciones en Tula, en el
año de 1946, al hacer pozos estratigráficos en la parte 0 de la
zona) (ver mapa 1).
La posición cronológica que Ekholm ad judica al cloisonne
en el altiplano de México es posterior al año 1100.
Resumiendo lo que la publicación tantas veces citada nos
dice, tenemos:
Un lugar de origen en la región Jalisco-Zacatecas, demos­
trado por su presencia mayoritaria.
Un área de distribución coincidente con la de los movi­
mientos dem ográficos de los grupos toltecas, como indica su
presencia en Tula, Azcapotzalco, Culhuacán, Volcanes y
Chichén-Itzá. Quedando com o casos especiales las encontra­
das en Arizona y Nuevo México, así como las de Zape y
Jiquilpan, aunque, por su relativa proximidad al área que
consideramos original, no muestran más que un contacto
comercial muy lógico.
De lo anterior podemos inferir, y con apoyo en la cerámi­
ca cloisonne, que la cerámica con ornamentación de este tipo
era un elemento dentro de la cultura material que poseían los
colhua-mexica y que éstos parece que estuvieron estableci­
dos, si es que no se originaron, en cierta región de los actua­
les estados de Zacatecas y Jalisco.
No estamos de acuerdo con la cronología que Ekholm dio,
porque ello supondría o un origen de la técnica del cloisonne
en el SO norteamericano, lo que a juzgar por el número de
piezas que se han encontrado no es posible, o un movimiento
desde el área que nosotros damos com o lugar de origen ha­
cia el Centro de México, de una lentitud inexplicable frente a
Las zonas arqueológicas de los volcanes 59

la rapidez con que llegó a los lugares de Arizona y Nuevo


México.
El movimiento con rumbo N puede ser demostrado con lo
que Kelly (opus cit.), quien ha estado explorando desde hace
algunos años las zonas de Zacatecas y sur de Chihuahua nos
dice.
Encuentra algunas semajanzas fundamentales entre las
culturas de La Quemada y Zape. Cerámica rojo sobre el color
natural del barro, formas trípodes y recipientes semiesfé-
ricos, ápodos, junto con escasas vasijas trípodes grabadas y
cloisonné.
Las relaciones más próximas a este patrón cultura, que
llama “ Cultura La Quemada-Chalchihuites” por convenien­
cias metodológicas, parece establecerse con las culturas Tula-
Mazapa de la Cuenca de México, aunque algunos elementos
de las culturas del norte parecen haberse derivado de un
horizonte teotihuacano más temprano, por ejemplo en el
Sitio Schroeder, donde Piña Chan identificó un tiesto como
de origen Teotihuacan II-III, habiéndose encontrado en el
nivel más bajo de uno de los pozos estratigráfícos. El periodo
principal de desarrollo del complejo La Quemada-Chalchi­
huites parece estar en los límites de la era ca. 900-1850, con
alguna posibilidad de haber empezado antes.
Recapitulado, el patrón cultural La Quemada-Chalchihui­
tes, se desenvolvió en una banda geográfica, larga y angos­
ta, orientada sur-este-norte, a lo largo del pie oriental de la
Sierra Madre Occidental a elevaciones entre 2 000 y 2 500 m
sobre el nivel del mar, en la periferia E de la franja de
vegetación denominada por el conjunto enebro-roble-pino,
en un clima Cw y en la margen 0 de un clima de desierto o
estepa cálida con la franja de vegetación asociada. El patrón
cultural fue de origen mesoamericano, fuertemente unido al
Horizonte Tula-Mazapa y su desarrollo mejor fue en las
fechas que corren entre 900-1350.
La asociación cultural de estas áreas de Jalisco-Zacatecas
con la cultura Tula-Mazapa es bastante interesante, sobre
todo cuando exam inam os la presencia del complejo tolteca
fuera de las zonas donde hasta ahora cierta escuela había
dado su centro de origen. Hay un pequeño artículo de Margain
(1944), sumamente sugestivo que también resumiremos.
En los lugares de I¿i Gloria, Los Locos, Tangam anga y
Chiquihuitillo, todos ellos dentro del estado de Guanajuato,
60 José Luis Lorenzo

encontró “ relaciones indudables con el com plejo de Tula” , y


con la tarasca, Azteca II y III.
También encontró, en El Pueblito, al lado de Querétaro,
“ relaciones indudables con el complejo Tula” , almenas en
forma de caracol, estuco de cal y escultura de Chac-Mool.
En la cerámica ve posibles relaciones con Tula-Mazapa, pre­
sencia de plumbate y negativo y más contactos con la tarasca.
Es importante, pues nos centra en el Bajío una zona cul­
tural de clara filiación tolteca.
A lo anterior hemos de añadir lo encontrado por Ponciano
Salazar en San Miguel Allende (informe en el Instituto N a­
cional de Antropología e Historia) y hallazgos nuestros, no
publicados, en Dolores Hidalgo y Comonfort, que junto con
San Miguel se encuentran a lo largo del río de la Laja, todos
ellos de indudable filiación Tula-Mazapa.
La presencia de los mismos materiales en los sitios ar­
queológicos de los Volcanes, no deja lugar a dudas cuando
contem plam os las láminas. Con ello tenemos, com o se ve en
el mapa, una región bastante bien delimitada en la que
parecen participar dos grupos de elementos, los que por con ­
veniencia de trabajo y sin m ayor implicación histórica he­
mos nom brado Toltecas I (Zacatecas-Jalisco) y losT oltecas
II (el Bajíp).
Otra form a específica de cerámica, la de los perritos con
ruedas, también merece la pena ser estudiada junto con la
cloisonne, por ser am bas poco frecuentes y significativas.
Es curioso, pero el mejor trabajo sobre los perritos de cerá­
mica con ruedas, también se lo debemos a Ekholm (1946),
quien en este caso en sus excavaciones de Pánuco, se en­
contró con ellos y se vio en la necesidad de estudiarlos a
fondo con su peculiar claridad y método.
Nos presenta un análisis de todos los juguetes zoom orfos
con ruedas de que se tiene noticia, encontrados en el área de
Mesoamérica. Comienza describiendo los del sitio Pavón,
Pánuco, y los sitúa entre los periodos III y V de la secuencia
que elaboró para el área de Tam pico, correspondiendo con
las del altiplano que van de mediados de Teotihuacán hasta
el Horizonte Tula-Azteca I-Mazapa.
Menciona otro que encontró Staub al sur del Pánuco, pero
no lo ilustra porque dado el tam año del original publicado,
no hubiera resistido la reproducción.
Se discuten los encontrados por Drucker en Tres Zapotes,
Las zonas arqueológicas de los volcanes 61

pero no está de acuerdo con la posición cronológica atri­


buida.
Siguen los de Tenenepanco, que no fueron encontrados en
las bodegas del Museo de México (con toda seguridad fueron
llevados a Francia) y que se ilustran con una reproducción
del dibujo de la obra de Charnay. Les da una fecha que queda
dentro del Horizonte Chichim eca de Vaillant, quien así los
situó.
Finalmente hay otro, el colectado por Saville en Oaxaca
durante sus trabajos de fines del siglo pasado y principios de
éste y que es de indudable origen post-hispánico, ya que
muestra un anim al con un ser humano cabalgándolo, senta­
do en una especie de silla de montar no muy bien definida.
Los de Tres Zapotes son los mejor acabados; hechos con
molde, al menos las cabezas de los animales, tienen además
unas patas largas que en su parte inferior se unen por pares
mediante unos tubos, también de cerámica, en los que posi­
blemente se alojan los ejes de las ruedas.
Los de Pánuco, menos finos, son de pastillaje y las patas
más cortas y macizas, apenas existen, siendo propiamente
meros bultos para insertar las ruedas en perforaciones muy
someras.
El ilustrado de Tenenepanco es quizá el peor logrado de
todos, si es que el dibujo es fiel, lo que no debemos dudar, pues
por lo general, si los dibujos de Charnay tienen algún defec­
to, éste debe ser buscado en un embellecimiento de la reali­
dad más que en lo contrario. Es bastante tosco y no tiene
patas, tan sólo los pegotes donde se insertaban las ruedas.
Poco hemos de decir a lo anterior, salvo que no encontra­
mos discrepancia alguna en la fecha probable de Tres Zapo­
tes, pues Drucker (1943) los incluye en el Periodo Superior de
Tres Zapotes cuya terminación sitúa alrededor del año 1000.
Estilísticamente, los de Tres Zapotes son los mejor logra­
dos, siguiéndolos los de Pánuco y, finalmente el de Tenene­
panco, verdaderamente muy tosco, quizá una copia local.
Sin discutir para nada su función ni su forma, es intere­
sante su presencia en los Volcanes que atestigua una recipro­
cidad de relaciones que los trabajos en la Costa del Golfo
habían mostrado con claridad; siendo su posición cronoló­
gica normal, corroborándose con las de Pánuco y Tres Zapo­
tes (ver m apa 1).
El haber basado las relaciones culturales de los sitios de
62 José Luis Lorenzo

los V olcanes sobre elementos tales com o el cloison n e, los


perritos con ruedas y, en grado menor, la cerám ica Tula-
M azapa, puede ser m otivo de críticas. Ya aclaram os que se
seleccionaron estos tipos, tan obviam ente distinguibles, por
carecer de excavaciones controladas que nos hubieran per­
m itido considerar todos los elementos culturales presentes.
Desde luego, y por la m ism a razón de no haber hecho
excavaciones, no es posible dar una cronología interna de los
sitios, la que a juzgar por los materiales que ilustramos, debe
existir.
Ojalá y en futuro cercano puedan hacerse las exploracio­
nes que estos lugares piden, y las de otros que esperamos
aparezcan en corto plazo.
C om o apéndice a lo anterior, nos sentim os obligados a dar
una explicación. La ausencia, hasta aquí no explicada, de
las vasijas efigie de Tlaloc, en nuestro somero análisis de la
cerám ica, se debe a que esta expresión particular, que puede
trazarse com o hem os dicho desde las vasijas efigie de Tla-
pacoya, en el m om ento de transición del Preclásico al Clási­
co, es de gran com plejidad, y su presencia en tantos hori­
zontes y tantos lugares exige, creemos, un trabajo especial
que sería parte ese, sobre la personalidad de Tlaloc que
hem os permitido sugerir en otro punto.
N os quedan por estudiar los litos. A l enfrentarnos a ellos
surge de inm ediato la necesidad que la Arqueología M exica­
na tiene de elaborar una tipología de los m ateriales no cerá­
m icos para poder trabajar con ellos en la misma jerarquía
que tiene la cerám ica, pues al fin y al cabo, también eran ex­
presiones culturales y no nos referimos a la lapidaria única­
m en te, ta m b ié n a los p eq u eñ os y g ra n d e s a rte fa cto s
de uso diario, que por ser con frecuencia eso que llaman
“ atíp icos” , han recibido nula atención. Debido a esta lam en­
table ausencia, pocas son las explicaciones que sobre lo en­
contrado en el Iztaccíhuatl y en el Popocatépetl podem os dar.
Las navajillas retocadas en form a de pequeñas puntas de
flecha son semejantes, pero no iguales, a las encontradas en
Teotihuacán, sobre todo en la llam ada ofrenda de Quetzal-
coatí (Borbolla, 1947). Adem ás estos fragm entos de puntas
de proyectil, de obsidiana, que quedan dentro de tipo tolteca
(Ram ón, 1950). Los objetos de piedra verde son m ucho menos
indicativos y nos dan m ayores inform es salvo que en ellos se
emplearon los sistemas de perforación bicónico y tubular;
Las zonas arqueológicas de los volcanes 63

este último, hasta donde recordamos, en uso desde el Clásico


Medio.
Los fragmentos de discos de pizarra con borde biselado,
tienen sus semejantes en Teotihuacán donde aparecen como
anversos de espejos de pirita (Borbolla, op. cit.), y los demás
objetos recogidos, están tan fragmentados que cualquier opi­
nión carecería de bases.
Entonces, y de acuerdo con el material lítico, lo encontrado
nos sitúa en un momento que va de mediados de Teotihuacán
hasta la época de Tula, pareciendo coincidir en su parte más
reciente con lo que la cerámica nos indica.
Hay algo que no hemos podido ver ni sabemos dónde se
encuentra y que es de bastante importancia: nos referimos a
los cascabeles de cobre que Charnay dice haber encontrado
en Tenenepanco, los que vendrían a modificar, prolongándo­
la, la fecha superior de los sitios de los Volcanes.
Teotihuacán, desde luego no tuvo metales; en Tula apenas
se han encontrado dos cinceles de cobre asociados con cerá­
mica Azteca III-IV (informe verbal de Jorge R. Acosta), así
pues, su presencia aquí nos llevaría hasta una época más
tardía, asociada en estas zonas con la presencia de cerámica
Azteca (III y IV; Franco, 1949) que a juzgar por lo escrito por
Charnay no se encontró y de la que nosotros tampoco hemos
visto restos.
Sería extraño que aquí no hubiera llegado esta cerámica,
tan difundida en su momento, por lo que hemos de pensar
que aún no existía.
Estos son los materiales que analizamos. Ya dijimos antes
que no todos los obtenidos o existentes se tomarían en cuen­
ta; a pesar de ello publicamos aquellos más característicos
como ilustración de los que se encuentran en los Volcanes.
Estamos en espera de un trabajo más extenso que los hasta
hoy publicados sobre los materiales de las exploraciones en
Tula, que de haber existido hubiera sido de mucha importan­
cia para poder fijar más aún el momento cultural de los
adoratorios a Tlaloc en el Iztaccíhuatl y en el Popocatépetl.
En conjunto, y a pesar de que los materiales de que dispo­
nemos no fueron obtenidos dentro de la ortodoxia del método
de excavación arqueológica, puede decirse que estos lugares
tuvieron su apogeo durante la época Tolteca y que las cerá­
micas encontradas y los demás materiales quedan dentro del
Complejo Tolteca, calificativo un poco vago si se quiere, pero
de momento el único de que disponemos.
64 José Luis Lorenzo

Esto nos lleva a pedir que se deje de aplicar el calificativo


de “ Cerámica de los V olcanes” a una cerámica que tiene una
mejor filiación atribuible que la de una localización geográ­
fica (geológica, en realidad) y que no corresponde a nin­
guna realidad cultural.
VI
La posición altimétrica de los sitios arqueológicos localiza­
dos nos parece de bastante importancia.
Tratándose de adoratorios al dios Tlaloc, que tiene las
montañas com o residencia, no es muy particular que los
lugares de su propiciación se encuentren en ellas. Pero cuan­
do encontram os estos lugares en cotas que van de los 3 000 a
los 4 400 metros sobre el nivel del mar estamos ante un caso
distinto; sobre todo si se trata de m ontañas com o estos gran­
des volcanes, sometidas a procesos glaciales aún existentes.
El haber encontrado restos arqueológicos de filiación tolte­
ca a alturas com o las señaladas, que en la actualidad pasan
algunos meses del año bajo la nieve, puede significar que
cuando estaban en uso, las condiciones clim áticas eran dis­
tintas a las actuales y que esta distinción consistía en que el
límite de las nieves y por lo tanto de los hielos, se encontraba
por encima del de nuestros días. Si esto fue así, es porque se
estaba atravesando por un periodo de sequía, m ayor que el
que estamos resintiendo desde hace algunas décadas.
La sequía de aquellas épocas, com o la actual, no son fenó­
menos que se localicen únicamente en el altiplano de M éxi­
co, tiene validez mundial.
De acuerdo con los datos históricos, en Islandia, a fines del
siglo noveno, había un clima más templado que el de ahora y
los glaciares estaban menos extendidos que en la actualidad.
En el siglo XV, las granjas que se habían establecido en las
tierras recientemente liberadas del manto de hielo, tuvieron
que ser abandonadas por sus moradores ante el nuevo a van ­
ce de los hielos. Fue durante el óptimo clim ático entre los
siglos IX y X V cuando los nórdicos pudieron establecerse en
la costa de Groenlandia, lugar que abandonaron antes del
siglo X V por las mismas razones que obligaron al abandono
de m uchos lugares de Islandia algunos años después.
Este tipo de informes no sólo existen para Islandia y
Groenlandia, también contam os con datos del mismo tipo
para Escandinavia y los Alpes. En general, puede afirmarse
que durante la Edad Media europea, el clima era más cálido
Las zonas arqueológicas de los volcanes 65

y más seco que el actual y que los glaciares estaban más


retirados que en el presente (Matthes, 1942), en lo que se
encuentran de acuerdo varias autoridades (W: Son Ahlm an,
1953; Brooks, 1949).
Curiosamente, para el mismo periodo, Mesoamérica estaba
pasando unos m omentos de crisis con abundantes desplaza­
mientos humanos, los que precisamente parecen estabilizar­
se en el siglo XV.
Creemos haber demostrado que los vestigios arqueológi­
cos encontrados en el Popocatépetl y en el Iztaccíhuatl co­
rresponden a la época tolteca. Bien es cierto que éste es uno de
los momentos más confusos de nuestro pasado y que ba­
jo el denom inativo de Toltecas “ ni son todos los que están ni
están todos los que son ” . Esperamos que en un plazo no muy
lejano pueda contarse con algo más concreto que lo que
hasta ahora existe; la palabra les corresponde a los etno-
historiadores.
Por nuestro lado, y de acuerdo con el estado actual del
conocimiento arqueológico, pensamos que los toltecas (em­
pleamos esta palabra en sentido general), participaron, m ar­
ginalmente, de la cultura teotihuacana y que, ante los efec­
tos de una prolongada sequía, fueron desplazándose con
rumbo a su matriz cultural, la Cuenca de México y lugares de
inmediata vecindad.
En páginas anteriores situamos a los toltecas (incluimos
a los I y II) en dos áreas, una en la región Zacatecas-Jalisco y
otra en el Bajío. En ambas, en nuestros días, predominan los
climas Cw y se encuentran también zonas de BS (Vivó y
Gómez, 1946).
I^os restos arqueológicos encontrados en las dos áreas nos
llevan a concluir que en aquellos lugares existía un modo de
vida basado en la agricultura y una población relativamente
numerosa. El patrón agrícola que tenían debió apoyarse en
la agricultura de temporal con algunos cultivos de humedad
en las márgenes de los ríos, y si dispusieron de sistemas de
irrigación es algo de lo que no tenemos datos, por lo poco que
allí se ha hecho en el terreno arqueológico, y tampoco descarta­
mos la posibilidad de que en algunas zonas hubiera lagos, lo
que ayudaría a la agricultura en muchos aspectos, pero tam­
poco hay datos.
Culturas de este tipo pueden existir mientras el acondicio­
namiento medial lo permita. Esto que parece un asertodene-
66 José Luis Lorenzo

gan d o las capacidades evolutivas de aquellos grupos, tiene


su explicación cuando ponem os atención suficiente en la
circunstancia c limática.
Ya expusim os que, de acuerdo con la clasificación de Koe-
ppen (1948) en las regiones m encionadas nos encontram os
ante clim as “ tem plado m oderado lluvioso de invierno seco
no riguroso (pradera)” , el Cw y el clim a de estepa; “ vegeta­
ción xerófita" el BS. Un pequeño cam bio en determinado
sentido alteraría la situación, pasando el Cw a ser BS y este a
BW “ clim a de desierto, vegetación xerófita o sin vegetación” .
Puede aducirse que los datos tom ados de la obra de V ivó y
Góm ez no corresponden a los del m om ento en el que situa­
m os el fenóm eno; aunque así fuera y suponiendo (que es
m ucho suponer) que la alteración del clim a, lo único que
produjo fue una situación com o la actual, esto hubiera hecho
m uy difícil la vida de gentes que m anejaban una tecnología
com o la que puede atribuirse a la usada en aquel entonces.
Así pues, una condición medial en la cual pudo prosperar
un patrón cultural m esoam ericano, sufrió un colapso de tal
calibre que la región fue abandonada por sus habitantes, a
juzgar por lo que encontraron los primeros conquistadores y
religiosos que por allí pasaron.
No pensam os que haya habido un solo m ovim iento dem o­
gráfico, sign ificativo de un a ban don o total y repentino del
área; nos inclinam os a creer que una serie de em igraciones,
form adas por grupos afines, más o m enos grandes, que en
distintas épocas dentro del gran ciclo de sequía fueron m ar­
chándose de sus lugares de origen.
Al dar por causa de las em igraciones toltecas un cam bio
clim ático y caracterizar éste com o la alteración que hubieran
sufrido los de Cw v BS, aparentem ente nos hem os metido en
un em brollo, puesto que los clim as de la región a la que
hem os d ich o se dirigieron, son del m ism o tipo que los que
existen en los lugares que abandonaron, luego entonces,
tam bién debieron sufrir la mism a alteración, dado que las
condiciones eran generales.
De ser esto cierto, toda la teoría de cam bios clim áticos y
m ovim ientos dem ográficos que hem os venido elaborando, se
vendría por tierra, pero creem os tener una respuesta a las
objeciones que se pudieran hacer, objeciones que a nosotros
m ism os se nos plantearon.
Alguien dijo, y no hem os podido localizar ni quién ni d ón ­
Las zonas arqueológicas de los volcanes 67

de, que la dureza de los suelos del Bajío fue la causa por la
cual este lugar se encontrara habitado por cazadores-reco­
lectores a la llegada de los españoles. Es posible, de ser cierta
esta dureza, que una vez que se pusieron en cultivo los pocos
suelos suaves que existían, al ir aumentando la población
com o siempre sucede cuando la agricultura comienza a ser
practicada, el excedente humano, aquellos para quienes las
tierras en cultivo no producían lo suficiente, tuvieron que
irse a buscar otros lugares, independientemente de cambios
clim áticos. Con esto tendríamos una respuesta, y es posible
que este fenóm eno sea parcialmente Cierto, pero no nos pare­
ce suficiente.
Según ya dijim os en otro lugar (Lorenzo, 1956), los paleo-
climas de la Cuenca de México no parecen haber sufrido
cam bios radicales en los últimos 2000 años. Las fluctua­
ciones de los lagos de la Cuenca muestran haber sido muy
grandes, habiendo quedado aún en los momentos de mayor
sequía un espejo de agua en el Lago de Texcoco com o lo
demuestra la ausencia de paleosoles terrestres en este vaso,
ya que sólo se han encontrado restos de suelos acuáticos o
semiterrestres, indicándonos estos últimos alternancia de
grado menor en el nivel de las aguas, quizá puramente esta­
cionales, aunque pueden haber pertenecido a ciclos cortos.
Puede afirmarse que la Cuenca de México, sobre todo en su
mitad sur por causa de la presencia de los lagos o lago,
mantuvo un microclim a positivo para la habitación huma­
na, demostrado por la larga secuencia cultural que en ella
ha podido encontrarse.
Este m icroclima, creado por los fenóm enos de convección
interna del que participaban la diaria evaporación de los lagos,
y la condensación por los vientos fríos de sus altas capas,
regulaba la precipitación en tal forma que fue un verdadero
oasis durante mucho tiempo, en realidad hasta que la indus­
tria humana ideó desecar los lagos.
Lo anterior creo que explica por qué, a pesar de una dete­
rioración general del clima, los que abandonaron sus lugares
de origen por inhóspitos, pudieron instalarse en la Cuenca,
Además al norte de ella está la llamada Teotlalpan. que
también ocuparon y donde Cook (1949) ha podido encontrar
huellas de que los toltecas fueron sus primeros ocupantes,
habiendo estado deshabitada, o casi, durante los tiempos
anteriores.
68 José Luis Lorenzo

Con esto pensamos haber demostrado que el extremo sur


del altiplano central de M éxico pudo recibir a las tribus
emigrantes a pesar del cam bio clim ático que fue el directo
causante de su desplazamiento.
Sólo nos queda decir que la investigación no está agotada,
ni mucho menos. Pensam os que los sitios arqueológicos de
los Volcanes, los aquí revisados y los que todavía faltan por
localizar, tienen muchas respuestas guardadas para esta
época, tan confusa. Ojalá algún día puedan llevarse a cabo
las explorac iones m etódicas que están pidiendo.

A p é n d ic e

La clasificación de las rocas que se da a continuación está


basada en la obra de Hatch (Hatch, Wells & Wells, 1949).
Basalto
Roca ígnea básica, de tipo calcio-alcalino. Es el equivalen­
te de grano fino de los m icrogabbros y de las micronoritas. El
examen m icroscópico de un basalto típico nos muestra que
está esencialmente compuesto de plagioclasa (por lo general
se sitúa entre la labradorita y la bytownita), pyroxena y
otras, entre las cuales la magnetita es la más obvia. Cuando
además se encuentra olivino, la roca recibe el nombre de
basalto de olivino.
Andesita
Miembro de grano fino de la familia de las dioritas, siendo
éstas rocas ígneas intermedias (en lo que respecta a su balan­
ce ácido-básico) con más de 2 /3 de plagioclasa. De grano
m ayor que las microdioritas, se separa de éstas por permitir
la observación de sus microlitos a simple vista.
Esencialmente constan de plagioclasa (situada entre la
andesina y la oligoclasa) asociada con uno o más silicatos
coloreados: biotita, hornblenda, clinopyroxeno u ortopyro-
xeno. En español, el mineral m áfico (oscuro) dominante,
sirve de calificativo y poniéndose a continuación de la pala­
bra “ andesita” .
Andesita Porfídica
De la familia de las dioritas. La textura porfídica se debe a
tener grandes cristales incluidos en la masa de pequeños
cristales.
Las zonas arqueológicas de los volcanes 69

Traquiandesitas
Es el equivalente de grano fino de la monzonita (roca ígnea
intermedia con feldespatos-álcalis y plagioclasas, cada uno
entre 1/3 y 2/3). Esto es, los dos tipos de feldespatos, el
feldespato-álcali de las sienitas y la plagioclasa de las dio-
ritas, se encuentran equilibrados en la m onzonita, siendo
por esto que éstas se encuentran com o grupo intermedio.
La cla sifica ció n m in eralógica esta dada en los datos
que sobre el particular se encuentran en el D an a’s (Dana,
Ford, 1932) entre las páginas 532-688.
Plagioclasas
División de los silicatos sección de los silicatos anhídri­
dos: Disilicatos y polisilicatos, grupo de los feldespatos.
También conocidas com o feldespatos de calcio-sodio.
Pyroxenas
División de los silicatos; sección de los silicatos anhídri­
dos: Metasilicatos: form an un grupo por sí mismo. Son sili­
catos de calcio, m agnesio, hierro, aluminio, sodio y litio.
Olivino
Misma división y misma sección; Ortosilicatos; Grupo de
la crysolita. Es un ortosilicato de magnesio, calcio, hierro y
manganeso.
Hornblenda
Misma división y sección: Metasilicato; Grupo de las anfi-
bolas m onoclínicas. Contiene alúmina o hierro en estado
férrico, comúnmente los dos, con hierro ferroso (a veces m an­
ganeso), m agnesio, calcio y álcalis.

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Las técnicas auxiliares de la
arqueología moderna
Las técnicas auxiliares de la
arqueología moderna*

La arqueología estudia los cam bios habidos en el mundo


material, por causa de la actividad hum ana, en los restos que
nos han quedado de las obras del hombre.
Los elem entos más firmes de que dispone, son los restos de
las cosas prácticas que fueron de uso diario, las que por sí
mismas han afectado las vidas de m ucha m ás gente y con
m ayor intensidad que ninguna batalla o conspiración.
Con estos restos de cultura material intentam os recons­
truir la conducta de quienes los hicieron y captar las ideas
en ellos expresadas. Así, desde el cam po de la arqueología
estamos haciendo una form a de historia, puesto que los obje­
tos arqueológicos llevan en sí los pensam ientos y las inten­
ciones de quienes los fabricaron y emplearon y de las socie­
dades a las que pertenecieron.
No creem os que sea necesario justificar la arqueología ni
a los arqueólogos con razonam ientos más o menos agudos
pero superficiales. La arqueología tiene lugar propio y bien
asentado cuando se la considera herm anada a la historia, de
la que es parte indivisible.
Esta m anera de ver la arqueología es bastante reciente y se
ha alcanzado tras algunos años de luchas y cam bios. El
interés por las reliquias del pasado com enzó con \osdilcttan-
ti. sólo preocupados en la posesión de obras de arte con las que
adornar sus habitaciones e im presionara los visitantes. Un
derivado vivo de esta posición mental es, adem ás del colec-

* E xposición presentada en el Sem inario, en su reunión m ensual del 7 de


octubre de 1957, efectuada en el Instituto de Física.
76 José Luis Lorenzo

cionista, el estudioso del arte que aisla los objetos de su


agrado del resto de las expresiones culturales unidas a ellos,
deshumanizándolos de hecho y colocándolos en una dimen­
sión mínima que intenta unlversalizar trazando evoluciones
estilísticas, siempre unilaterales.
El aumento de piezas en las colecciones particulares creó
la necesidad de catalogarlas, aunque sólo fuera con fines
adm inistrativos y para fijarles un valor monetario. Estas
catalogaciones obligaron a una cierta erudición, normada
casi siempre por un academicismo, directo o audodidacto.
Cuando esto sucede, se amplían las cédulas de los objetos
expuestos (ya han surgido las galerías de arte) y entonces se
incluyen en ellas una serie de datos, hasta entonces juzgados
improcedentes.
La necesidad inmediata superior fue la de ordenar todo lo
hallado en secuencias cronológicas, atribuirle su momento
particular en el pasado. Los viejos documentos y los descu­
brimientos de pueblos que vivían en diversos estadios an­
tiguos, vinieron a ayudar a esta tarea, dando la pauta nece­
saria. Otra cosa fue la sucedida con los restos hallados en
contextos geológicos de gran antigüedad. La explicación era
contraria al dogma, pero la gran revolución del pensamiento
que supuso la estratigrafía paleontológica, en la que era
posible contemplar el proceso evolutivo de las especies ani­
males, obliga a llegar, en 1859, a El origen de las especies, la
fam osa obra de Darwin, y aunque la lucha es dura y se
extiende a lo largo de bastantes años, se gana la batalla
y la antigüedad del hombre y sus obras sobre la corteza
terrestre puede extenderse hasta límites que antes no era
posible concebir.
Simultáneamente, en los países de poca o nula tradición
clasica, las personas que no se podían pagar viajes al Medite­
rráneo ni adquirir los objetos que provenían de aquellas
regiones, comenzaron a saquear los sitios arqueológicos
locales.
Com o defensa al no-clasicismo de sus piezas, desempolvan
materiales folklóricos para dar paternidad a lo encontrado y
así surgen “ civilizaciones” druidas, bretonas, celtas,etcéte­
ra. Estamos en el com ienzo del romanticismo, que en todo
esto va a encontrar m agníficos motivos literarios.
En el Nuevo Mundo y por una situación equivalente, ade­
más de un recién aparecido sentimiento nacionalista, co­
Las técnicas auxiliares de la arqueología moderna 77

mienza a dársele importancia a las “ civilizaciones” aztecas


e incas, a las que se atribuye todo lo que se encuentra en los
saqueos más o menos metódicos, que ahora abundan.
El atribuir todo a aztecas e incas es un fenómeno natural
ya que de ellos era de quienes más se hablaba en los docu­
mentos escritos que existían de la conquista. Esto complica
la situación porque entre las cosas que se encuentran tam­
bién las h ay pertenecientes a periodos y culturas ante­
riores, o a otras, contemporáneas, pero no bien definidas en
las crónicas existentes. Sucede entonces que todos los restos
de cultura material se amontonan para quedar dentro de lo
dicho por las fuentes escritas y se llega a errores bastante
serios y perdurables.
De esta situación, de características mundiales, los pri­
meros en salvarse son los daneses porque en su territorio no
había relación posible con la presencia de griegos o romanos
o de nadie con ellos relacionados. Entonces, al encontrar
tantas huellas de presencia humana, hubo que crear el m ar­
co en que se movieron aquellas gentes desconocidas, apare­
ciendo las fam osas tres edades, la de piedra, la de bronce y la
del hierro, que inicialmente son empleadas com o esquema
clasifica torio de los materiales encontrados y en exhibición
en los museos.
Estas tres edades, trascienden pronto y se extienden por
toda Europa, uniéndose al concepto clasificatorio inicial otro
de carácter filosófico en el que la evolución cultural de una
etapa a otra, ya enunciada por algunos autores clásicos, se
transforma en los estadios de la evolución humana, incorpo­
rándose pronto al sentido social de cada momento, adjudi­
cándoseles calificativos distintos según las diferentes escuelas.
Con esto ya estamos situados en otra época, la de los
anticuarios. A ellos debemos, en primer lugar, el haber dado
valor a los objetos arqueológicos aunque artísticamente care­
cieran de él. Además, haberse preocupado algo del contexto
en el que aparecían, incluyéndose en esto descripciones del
lugar, croquis, planos, dibujos y otros datos. La influencia del
romanticismo se traduce en el adorno que llevan sus láminas
y sus textos; unas veces se suprimen ciertas cosas, otras se
añaden y siempre se transforman para que lo encontrado
quede dentro del gusto de la gente.
La arqueología, tal com o estos señores la practicaron, era
una interesante aventura, sazonada con mitos y leyendas,
78 José Luis Lorenzo

de la que salían portadores de objetos extraños para alm ace­


narlos en los nacientes museos.
Con sentimiento hemos de decir que este sigue siendo el
pensamiento generalizado respecto a la arqueología. T oda­
vía no se la considera com o lo que dijim os que era una disci­
plina histórica, algo sucia, cada vez menos romántica y de
emotividad semejante a la de paleografiar un documento en
una biblioteca.
El anticuario, nuestro inmediato antecesor, es el que vive
aquel em ocionante periodo, y ahí seguiríamos, y la verdad es
que m uchos ahí siguen, de no haber sido por el desarrollo de
la prehistoria.
La presencia de grandes ruinas, templos o palacios, llevó a
un conocim iento bastante completo de estas expresiones de
la actividad humana, concentrándose en ellas de tal modo
que la existencia de otro tipo de vestigios era, si no olvidada,
sí separada de la actividad exploratoria normal.
La arqueología prehistórica, manejando solamente las ex­
presiones culturales materiales de horizontes muy primi­
tivos, en los que nada más se refleja com o se atendieron las
necesidades más perentorias —alimentación y protección—
iba a mostrar que existían otras formas de cultura humana,
no por físicamente pequeñas menos importantes que las
tumbas de los reyes o sacerdotes y las grandes obras de
carácter público.
Los hechos a los que prestó atención son los que para el
dilettanti y el anticuario eran vulgares y por ello soslaya­
dos. Forzados por la necesidad y ante la casi ausencia de
obras de arte, los prehistoriadores no tuvieron más remedio
que atender a lo aparentemente pueril, lo que representaba la
vida diaria.
Por esto mismo, el arqueólogo que trabajaba estos horizon­
tes culturales tomó en cuenta muchas más cosas de las que
hasta entonces habían preocupado al excavador corriente.
Esta afortunada separación llevó a tomar dos posiciones: de
un lado los prehistoriadores y del otro los desenterradores de
sitios monumentales.
Dentro de este último grupo estuvieron divorciadas por
mucho tiempo las distintas arqueologías: clásica, egipcia,
mesopotámica, etcétera. Pero aun entre ellas, cuando se lle­
gaba a los momentos iniciales en los que la monumentali-
dad no existía, también se contraía la obligación de hacer
Las técnicas auxiliares de la arqueología moderna 79

caso de aquellos pobres restos, pudiéndose ver entonces co ­


mo la im portancia que a la arquitectura se le había dado en
las arqueologías m onum entales no era bastante por sí m is­
ma. Surgió la necesidad de explicarse cóm o semejantes obras
habían podido ser hechas.
Bien visible había en los grandes edificios un conocim ien­
to de ingeniería, pero la realización requería una extensa
m ano de obra, dado el desarrollo tecnológico existente y en­
tonces no hubo m ás remedio que aceptar la existencia de un
pueblo bajo, de cam pesinos y artesanos, que con su esfuerzo
había podido levantar aquellos m onum entos o construido
los extensos sistem as de irrigación.
Cuando estam os ante civilizaciones com o las de lo que se
ha llam ado el creciente fértil: Egipto, M esopotam ia y el Indo,
disponem os de docum entos escritos o de materiales pictóri­
cos en los que se nos narran m uchos aspectos de la vida
diaria, y con el apoyo de los objetos o sus fragmentos, encon­
trados en las excavaciones, podem os llegar a restituir en
m ayor o m enor grado el m odo de vida de los pueblos, no sólo
de quienes habitaron los grandes palacios, también de los
demás.
Desde luego, el papel representado por esos artefactos o la s
form as y distribución de las casas humildes, quedaba por
debajo de la dignidad erudita de la historia de entonces.
Al trabajar en una cueva musteriense o en una terraza de
río con restos de cultura acheulense, lo que se encuentra es
bien poco y difícilm ente representativo, en apariencia. Se
hace necesaria una laboriosa técnica exploratoria en la que
la pala y el pico apenas participan, siendo la espátula y el
pincel las herram ientas utilizadas. Con el tiempo se llegó a
ver que no sólo son los artefactos directamente hechos por el
hombre los que nos van a informar de sus modos de vida.
T odos los restos de lo que participó en sus actividades tienen
algo que decir, y la misma tierra en la que se encuentran,
contiene también datos importantes.
De esta form a, cuando las excavaciones dejaron de ser el
pasatiem po “ bien visto” de un grupo de personas sin preo­
cupaciones económ icas, cuando salieron de las m anos de
autodidactas bien intencionados y de las de aventureros más
o menos eruditos, cuando se situó al em ocional crítico o
historiador de arte en el lugar que le correspondía y se busca­
ron datos para el estudio del hom bre y de la sociedad en la
80 José Luis Lorenzo

que participó, entonces ya tenemos arqueología, claramente


separada del anticuarianismo.
La verdad es que este difícil tránsito no se ha conseguido
totalmente en casi ningún país y que si bien es cierto que la
mentalidad de anticuario va disminuyendo, en muchos ca­
sos es la que dirige las arqueologías nacionales.
La arqueología prehistórica, desde sus primeros momen­
tos, se vio necesitada de aplicar técnicas que salieron del
cam po de las ciencias naturales y por ello, en poco tiempo,
adquirió características firmes y concretas. De aquellas téc­
nicas, la m ayor parte siguen en uso, lógicamente mejoradas
y am pliadas en el transcurso de los años. Recientemente han
surgido otras de la necesidad de tener respuestas más am­
plias y sólidas a las exigencias de la reconstrucción histórica.
Para ellas el arqueólogo debe tener conocimientos varia­
dos para poder enfrentarse a problemas muy diversos: iden­
tificación de rocas y minerales, de restos de fauna y flora, de
principios de ingeniería y arquitectura, etcétera, etcétera;
tantos que ya no caben en un solo hombre, siendo necesario
crear equipos de trabajo cada vez más complejos.
Con ello, el nuevo arqueólogo tiene una tarea ineludible, la
de estar al corriente de todo lo que existe en su campo, sin que
esto lo obligue a ser un técnico de cada cosa, pero sí debe estar
capacitado para saber qué tomar en cuenta y cóm o tomarlo,
obtener las muestras necesarias y en la forma correcta, saber
a quién deben enviarse y qué pueden llegar a decirnos para dar
congruencia a los dictámenes de los diversos laboratorios.
Esto, que así enunciado se aproxima a un enciclopedismo,
en realidad no lo es, aunque obliga a una cierta versatilidad
que en el fondo es muy natural pues se están manejando
restos de cultura humana y seintenta comprenderla en todos
sus aspectos.
A esas técnicas auxiliares nos vamos a referir, pero sólo a
aquéllas que, aunque no totalmente desconocidas en nuestro
medio, han recibido poca atención.
Hemos tratado de agruparlas según funcionan, sin que su
lugar en la exposición indique valor jerárquico, pretendiendo
señalar el orden en que son empleadas (8; 64; 65; 66; 67; 68; 72;
83; 90; 92; 93; 94; 113; 149; 165; 171; 178; 263; 301; 306).
Las técnicas auxiliares de la arqueología moderna 81

II
Comenzaremos por las técnicas de localización, aquellas que
nos llevarán a encontrar el lugar por explorar, admitiendo
que con anterioridad hemos tenido el criterio suficiente para
plantear un problema arqueológico cuya resolución se hace
necesaria, obligándonos a un análisis previo de lo conocido
para darnos cuenta de cuáles son los puntos que no están lo
suficientemente claros, pudiendo ser éstos de muchas cate­
gorías. Ahora sólo considerarem os los que conducen a un
trabajo inicial de localización física.
Supongam os que se carece de datos que nos permitan
saber sobre qué área se extendió una cultura u horizonte
cultural determinados. En este caso, hemos de localizar res­
tos en una zona relativamente extensa para luego, mediante
excavaciones, darnos cuenta de su contenido y ver si se
pueden adjudicar a la cultura que estamos rastreando, to­
mando en cuenta las posibles variaciones locales, hasta lle­
gar a las partes periféricas, donde se encuentre sometida a
las influencias de culturas diferentes.
Otro problema puede ser de situación cronológica, al no
saber a qué época perteneció una determinada expresión
cultural que ha sido encontrada en un aislamiento aparente
de las que conocem os; en este caso, extremaremos nuestros
reconocim ientos desde ese lugar en una dirección determi­
nada hasta encontrar el contacto con alguna de las civiliza­
ciones o culturas que ya tienen su lugar en el tiempo, y del
modo en el que se haga el contacto en esa zona periférica,
sabremos si la cultura problema es anterior, contemporánea
o posterior a las ya situadas.
Un tercer caso seria de carácter de integración cultural.
Cuando estamos en conocim iento de ciertas expresiones de
una cultura, casi siempre las de m ayor volumen, nos falta
saber cóm o era el modo de vida de los grupos sociales que no
habitaban las grandes ciudades. Para ello, ampliaremos
nuestras inspecciones alrededor del punto ya conocido para
encontrar los pequeños lugares subsidiarios, que mostraran
materiales arqueológicos semejantes pero no idénticos, en lo
general, por ser los pertencientes a otra u otras categorías
sociales de las que habitaron los grandes centros urbanos.
Los casos expuestos tratan lo que puede llamarse localiza­
ción general o mayor, existiendo otra, la de puntos concretos,
82 José Luis Lorenzo

la de las partes componentes de un sitio arqueológico, que


sería la localización particular o secundaria y que se lleva a
cabo durante el proceso de excavación y según criterio del
director o necesidades del trabajo.
En cualquiera de los dos casos, disponemos de un m agnífi­
co útil de trabajo, las fotografías aéreas.
Cuando la guerra de 1914-18, los pilotos alemanes de obser
vación en el Cercano Oriente, tomaron fotografías con pro­
pósitos, militares que aportaron una información marginal
inesperada, la presencia de ruinas en las zonas desérticas y
semidesérticas que eran el teatro de la guerra en aquellas
regiones. Este descubrimiento debió hacerse simultánea­
mente por franceses e ingleses, que también tenían desta­
cados aviones de observación en el mismo punto. En 1919
salió la primera publicación al respecto, y desde entonces su
número fue aumentando, preocupando a distintos países y
técnicos, hasta que en nuestros días es, sobre todo en manos
de los ingleses, un elemento imprescindible en la exploración
arqueológica.
Las aerofotos, tomadas a gran altura, vienen a mostrar lo
que el ojo humano en su lugar natural no puede percibir. El
gran espacio abarcado que permite conjugar o disgregar los
restos arqueológicos de un área extensa, es algo fundamental.
Las fotografías aéreas con fines geográficos, topográficos
o catastrales, por lo general se toman desde avanzada la
mañana hasta el mediodía o las primeras horas de la tarde.
Esto hace que las sombras que se extienden sobre el suelo,
debidas a las anom alías del terreno, sean mínimas, buscán­
dose este efecto para no sobrecargar el negativo de claros­
curos que dificultarían la restitución fotogramétrica.
Pero cuando se trata de descubrir las pequeñas huellas que
dejan sobre la superficie los lugares arqueológicos, hay que
buscar ilum inación incidente en ángulos muy pequeños, co­
mo la producida por las luces de las primeras horas de la
mañana y de las últimas de la tarde que forman sombras
extensas y fuertes reflejos de luz.
Con fotos tom adas en estas condiciones podemos hacer
m agníficos descubrimientos con un ahorro grande, a pesar
del empleo del avión, ya que cubrimos amplias extensiones
de terreno con una visualización especial y además y por las
fotografías obtenidas, estamos en posibilidad de repetir esa
visualización en gabinete cuantas veces se haga necesario,
con las múltiples ventajas que esto supone.
Las técnicas auxiliares de la arqueología moderna 83

Los juegos de luces y sombras de la superficie, se ven


mejorados con la vegetación. En el lugar donde hubo un foso
o un enterramiento, hay más espesor de suelo, por lo que las
plantas que crecen en esa parte están más desarrolladas,
proyectando mayores conos de sombra. En los lugares donde
el subsuelo tiene restos de construcción, piedras, mezcla,
mortero, etcétera, el suelo tiene menor espesor y esto se re­
fleja en una vegetación más débil recubriendo estas partes,
contrastante con la de las inmediaciones.
Naturalmente, esto obliga a sacar fotografías en las épo­
cas en las que las plantas están en pleno desarrollo, por
obtenerse mejores resultados que cuando la vegetación no
existe o está reducida a su mínima expresión. A este respecto,
conviene hacer constar que en un principio se pensó que la
fotografía aérea sólo podría emplearse en la arqueología de
las zonas desérticas o semidesérticas pero con el empleo del
material infrarrojo ha sido posible, en la selva de Indochina,
localizar canales, calzadas y ciudades totalmente cubiertos
por una vegetación de bosque tropical lluvioso, ampliándose
de esta forma el cam po de aplicación a límites que abarcan
todas las posibilidades.
A pesar de ello, hemos de hacer notar que la aerofoto sólo
sirve para etapas culturales avanzadas, desde el Neolítico en
adelante, ya que los m odos de asentamiento de la etapa
previa, el Paleolítico, no son registrados. Con todo, hay una
posibilidad cuando se trata de cuevas, pues éstas pueden
mostrar un cono de escom bros en su boca, que no se forma en
condiciones naturales y sí por la actividad humana.
I^a fotografía aérea no se ha restringido a la tierra; el
antiguo puerto de Tiro fue descubierto por esta técnica lo
mismo que muchos palafitos, aún sumergidos, en los lagos
suizos.
En resumen, el empleo de las fotografías metódicamente
tomadas desde un avión, con el equipo adecuado, abren ante
el arqueólogo un cam po de actividad amplio que sólo requie­
re de un pequeño gabinete con algunos aparatos ópticos, no
muy caros, de donde obtendrá materiales que una vez verifi­
cados en el cam po por medio de pequeñas calas, le permiti­
rán extender sus conocim ientos en una dimensión imposible
de alcanzar por los sistemas anteriormente empleados. Como
caso típico: la reconstrucción del sistema colonial romano en
Africa del Norte, realizado por aviones del ejército francés, a
lo que se unió algunos muestreos de superficie (2; 12; 13; 15;
84 José Luis Lorenzo

18; 21; 24; 47; 48; 49; 55; 69; 70; 71; 86; 87; 88; 89; 91; 99; 103;
108; 112; 124; 128;141; 153;186;191;192; 193; 197; 214; 217;
218; 219; 220; 223; 224; 226; 228; 229; 234; 235;240; 242; 243;
244; 249; 250; 251; 252; 253; 254; 255; 256; 281;287; 293; 295;
302; 303).
Se m encionó el descubrimiento del antiguo puerto de Tiro y
esto nos lleva a am pliar la información al respecto, hablan­
do de lo conseguido en los últimos diez años en materia de
localización submarina de sitios o vestigios arqueológicos,
mediante el empleo del aparato autónomo de buceo creado
por el capitán Cousteau, de la armada francesa, y el inge­
niero Gagnan, aparato que se conoce con el nombre de aqua­
lung o pulmón acuático.
Este aparato, que da una independencia absoluta debajo
del agua por ciclos de hasta cuatro horas y hasta profundida­
des de 130 m, se ha estado empleando, bien es cierto que en
turnos reducidos a un máxim o de dos horas dos veces al día y
a profundidades menores de 40 m, en la exploración de lu­
gares arqueológicos sumergidos por elevación del nivel de
agua o por hundimiento de las costas, así com o los pecios de
las épocas griega, fenicia, púnica y romana en el Medite­
rráneo.
Al hecho de la localización de restos arqueológicos bajo el
agua, cosa que casi siempre es de carácter accidental, sigue
el proceso rutinario de la exploración en la que se emplean
los mismos métodos que en la tierra con los cam bios natura­
les exigidos por el medio en que se lleva a cabo, por ejemplo,
las anotaciones se hacen sobre láminas de plástico con
lapiceros especiales. La técnica terrestre es la que se aplica
en conjunto, con la salvedad del empleo de poderosos apara­
tos de succión que remueven la arena y el lodo que recubren
los restos, haciendo posible recuperar hasta barcos enteros,
con todos los informes que esto puede aportarnos en el cono­
cimiento de la tecnología de la navegación de aquellos tiem­
pos, además de darnos muy buenos informes sobre las rutas
de comercio, por el cargamento contenido (ánforas de vino
griego con el sello de su productor, por ejemplo) y de los
puertos de com ercio más importantes.
Desde luego, el Mediterráneo, con su larga tradición cultu­
ral y marítima, es el paraíso para esta clase de trabajo, pero
no hay que descartar la posibilidad de aplicación del aqua­
lung en otros lu gares(25;26;46;50;76; 101;129;130;131;169;
170; 174; 203; 227; 241; 280).
Las técnicas auxiliares de la arqueología moderna 85

Localizar un pecio bajo algunas decenas de metros de


agua, en la m ayoría de los casos es un golpe de fortuna,
semejante al de encontrar bajo algunas capas de sedimentos
terrestres que sumen varios metros, los restos de una habita­
ción neolítica; siendo lo norm al que una excavación no ar­
queológica o la form ación de una cárcava pongan al descu­
bierto la capa cultural.
A pesar de reconocer respetuosamente el valor que tiene la
casualidad en los hallazgos arqueológicos, piodemos afir­
mar que en nuestros días existen los medios para situar
restos totalmente enm ascarados por una cubierta de tierra
de espesor de hasta dos metros. Nos estamos refiriendo a los
métodos geofísicos.
El 22 de febrero de 1947, aparecía el hombre de Tepexpan,
a 107 cm de profundidad, en los sedimentos lacustres de
Texcoco. Todos los defectos de excavación, que dieron lugar
a que se dudara de la antigüedad de los restos, se han discu­
tido ampliamente, pero queda en pie el hecho de que este
hombre fósil fue localizado por la aplicación del sistema de
líneas equipotenciales.
Las rocas y los elementos minerales que forman las capas
superiores de la corteza terrestre, poniendo los metales apar­
te, por sí mismos no son conductores de electricidad. Su
conductividad depende del agua cargada de sales minerales
en solución que las penetra a todos, en m ayor o menor grado,
según la tierra sea arcillosa o arenosa, conduce mejor o peor
la electricidad. Un material buen conductor de electricidad
es poco resistente y uno mal conductor lo es mucho. Si pode­
mos medir estas diferencias de los materiales ante el paso de
la electricidad por ellos, se puede localizar la diferencia de
estructura física que es su causa.
Com o los llanos de Tepexpan están form ados por materia­
les de sedimentación lacustre y aluvial, a la vez que bastante
impregnados de humedad, eran un lugar propicio para el
empleo de un sistema geofísico, además de que en ellos se
habían encontrado restos abundantes de fauna pleistocé-
nica, y, en un caso, una lasca de obsidiana en asociación con
ellos, que aunque dudosa por la falta absoluta de técnica
exploratoria, era sin em bargo un indicio.
La misma extensión del área por explotar, obligaba a
pensar en alguna forma que acelerase el trabajo, creando
para ello el Dr. Hans Lundberg, de Toronto, Canadá, el
aparato que vam os a describir.
86 José Luis Lorenzo

Seleccionando el terreno por estudiar, se sitúan en él dos


líneas paralelas de una longitud que oscila entre los 400 y
600 m, separadas de 200 a 250 m entre sí. A lo largo de ellas se
disponen los cables conductores, que no tocan el suelo sino
que van paralelos a él a una distancia de 30 cm, efectuándose
la conexión cable-suelo mediante unas estacas metálicas a
las que se une el conductor y que se hincan unos 30 cm. La
equidistancia de las estacas oscila entre 5 y 8 m. Los ex­
tremos de los cables se conectan al generador, que puede
serlo una unidad formada por acumuladores corrientes de
autom óvil, conectados en serie, con lo que se obtiene una
diferencia de potencial de entre 12 y 16 voltios, uniéndose un
transform ador que eleva el voltaje hasta 1500-2000 voltios.
Si el terreno fuera idealmente homogéneo, el flujo de la
corriente seguiría líneas rectas de cualquier punto de un
electrodo (cable conductor) al punto correspondiente en el
electrodo opuesto. Siendo la caída de potencial uniforme
entre am bas líneas, sería posible trazar, en la superficie
com prendida entre am bos electrodos, una serie de líneas
equipotenciales dispuestas regularmente y paralelas a ellos,
teniendo todos los puntos de la misma línea el mismo equi­
potencial.
En un terreno removido, en el que la conductividad varía
de un punto a otro, las líneas equipotenciales no son ni rectas
ni paralelas a los electrodos, sino que se aproximan a donde
la conductividad es mayor y se alejan de donde es menor.
Para poder situar las líneas equipotenciales se empleó un
aparato form ado por un am plificador de baja frecuencia que
permite saber si dos puntos dados del terreno tienen o no el
mismo potencial. Esto se hace clavando una varilla metálica
en el suelo, que va unida al am plificador y tanteando con una
segunda, unida a la otra terminal del aparato; la posición de
ambas varillas puede quedar o no en una línea equipotencial.
En caso de que no estén, por el circuito interior del aparato
pasará una corriente eléctrica que será percibida com o un
zumbido en los auriculares de que va provisto y que el obser­
vador lleva puestos. Cuando los puntos donde se han clavado
las varillas tienen el mismo potencial, no pasará corriente,
por lo que no se percibirá zumbido alguno.
Establecida esta primera sección de la línea equipotencial
correspondiente, se desclava la primer varilla y se tantea con
ella hasta encontrar, más adelante, el mismo efecto de equi­
Las técnicas auxiliares de la arqueología moderna 87

potencial. Repitiendo la operación las veces que haga falta,


llegaremos a situar sobre el terreno, mediante estaquillas de
madera por las que se hace pasar un cordel, una línea equipo­
tencial completa. Esto se hace repetidamente hasta que se
cubre con estas líneas el terreno delimitado por los dos cables
(electrodos).
Una vez terminada la operación, puede verse que hay
partes donde las líneas se aproximan y otras donde se se­
paran. Estas anormalidades de la conductividad eléctrica
son debidas a causas que se encuentran en la estructura del
subsuelo.
En Tepexpan se encontró un total de cuatro anom alías que
se consideraron dignas de excavación; la primera resultó
estar producida por una alteración de carácter natural en la
secuencia estratigráfica; la segunda dio el hombre de Tepex­
pan. La tercera y cuarta no se excavaron.
Esta fue la primera y última vez en la que se empleó el
sistema de las líneas equipotenciales. La realidad es que no
hay elementos bastantes para hacer un análisis serio del
valor de la técnica. Lo único que puede decirse es que, con
todas las dificultades que presenta por lo pesado del equipo y
los falsos indicios a que puede dar lugar, ya que también
refleja las condiciones del subsuelo más profundo, teórica­
mente es susceptible de ayudaren la localización de determi­
nado tipo de vestigios.
Participando del mismo grupo de los métodos geofísicos
está el de las gráficas de resistencia, desarrollado por R.J. C.
Atkinson, en Inglaterra.
Su principio es, en vez de tomar en cuenta la conductivi­
dad, el de medir las resistencias que se encuentran en el
subsuelo al paso de una corriente eléctrica.
El aparato empleado es un potenciómetro comercial, he­
cho para medir resistencias del terreno. Consta de un gene­
rador de mano, m ontado sobre un trípode, en el que también
va un instrumento para medir la resistencia del circuito a
que está unido y cuatro electrodos (varillas de acero de un
centímetro de diámetro por un metro de largo) que se unen al
generador por cables aislados.
Sobre el terreno por investigar se traza una línea recta y a
intervalos regulares se clavan los cuatro electrodos (E ,, E 2) E:i
y E,) unos 20 cm en el suelo, sujetándose a su extremo supe­
rior los cables que salen del aparato (C (, Q., C.¡ y C ,)m edian­
88 José Luis Lorenzo

te pinzas de caim án, de las que van provistos. Se gira la


m anivela del generador, a unas 130 r.p.m. y entonces, la
corriente generada pasa por los electrodos exteriores (E¿ y
E|) y, naturalmente, por el terreno que los separa. Así se crea
una diferencia de potencial entre am bos electrodos extremos
y una menor entre los internos (E-, y E ¡). Parte de la corriente
total vuelve al aparato por los electrodos E-, y E ¡, midiéndose
la relación entre estas dos corrientes, automáticamente, en
un cuadrante graduado que se encuentra en la parte superior
del aparato. Esta medida representa la resistencia media
de un volumen dado de tierra, generalmente un hemisferio
cuyo centro está situado en el punto central de los cuatro
electrodos y que tiene un diámetro igual a la distancia mayor
que los separa.
Anotando el valor de esta primera lectura, que correspon­
de a una posición determinada de los electrodos, éstos se
desplazan a lo largo de la línea originalmente trazada: E|,
desde su posición inicial a un lugar que sería E „ pero que
funciona com o E, al quedar com o E, el que era E2. En otras
palabras, sin m over para nada E2, E , y E ,, se desplaza E , al
extremo opuesto del que ocupaba y todos cam bian de posi­
ción correlativamente.
Entonces se cam bian los cables a la nueva situación, con
la facilidad que da el que tengan pinzas de caimán, ocupando,
sobre las nuevas posiciones de electrodos la que tuvieron en
la primera medición. De esta forma se hace una segunda
lectura, que también se anota. Procediendo de esta manera,
en línea recta y con varias lecturas, se cubre una zona de
terreno.
De las múltiples lecturas se ha obtenido una serie de
valores, de características tales, que permiten ser puestos en
una gráfica. En las abscisas, los valores leídos en el cua­
drante, que son dados en oh m ios/ cm ' y en las ordenadas las
distancias a que se hizo cada lectura. A esta gráfica se unen
tantas com o se juzguen necesarias hacer, producto de series
de lecturas lineales, paralelas o transversales a la primera,
pudiéndose llegar a establecer una carta de isorresistencias
que nos situará la posición de las anom alías existentes en el
subsuelo.
En las partes donde hubo una excavación que luego fue
rellenada de tierra, la resistencia disminuye; si la excava­
ción se rellenó de piedras, la resistencia aumenta, al igual
Las técnicas auxiliares de la arqueología moderna 89

que donde haya restos de estructuras arquitectónicas de


piedra.
Es cierto que la interpretación de la carta de las gráficas
exige un adiestramiento largo, hasta que se llega a adquirir
el conocimiento empírico necesario para comprender todas las
posibles variaciones, pero lo que se ha hecho hasta ahora ha
dado resultados tales que ha sido posible situar los puntos
donde se debía excavar, invisibles desde la superficie, con
errores de un 2% en cuanto a la precisión de los límites fijados
por la carta de isorresistencias (9; 10; 54; 267; 288).
De carácter algo semejante a los dos métodos anteriores es
el detector electromagnético o detector de minas. Surgido de
la exploración magnética minera, adquirió mucho desa­
rrollo cuando en el transcurso de la última guerra se com en­
zaron a emplear las minas terrestres, por estar construido
para la localización de masas metálicas a poca profundidad.
Funciona sobre el principio de la ley de Coulomb que rige las
fuerzas ejercidas entre los polos de un imán y según la cual,
la fuerza de atracción o de repulsión es proporcional a las
masas que actúan, en razón inversa del cuadrado de sus
distancias.
La presencia de una masa metálica se registra en una balan­
za magnética (variómetro), la cual pasa sus indicaciones a
un sistema sonoro o a un cuadrante graduado, haciendo
perceptible la variación de intensidad de campo magnético
que una masa metálica enterrada puede producir.
Esta es la forma más sencilla del detector de minas, pero
durante la misma guerra se hicieron minas que no tenían
partes metálicas, con el “ hum anitario” propósito de que no
hubiera defensa contra ellas, al no ser posible su localización
magnética. Entonces hubo que mejorar los detectores y se
construyeron otros de un tipo especial, capaz de registrar
cualquier anom alía existente en el subsuelo que se estuviera
inspeccionando.
El nuevo aparato registraba las variaciones en la radia­
ción resistente producida por las características dieléctricas
de la tierra, que son registradas por la parte receptora del
aparato, el que también consta de una parte emisora. Esto
hace que pueda reaccionar ante cualquier cuerpo extraño que
se interponga, lo cual es muy útil para la arqueología, aun­
que también algo engorroso.
Los distintos modelos que existen son todos de origen
90 José Luis lorenzo

militar, algunos fueron vendidos en la postguerra inmedia­


ta, como excedentes de los distintos ejércitos y han mostrado
ser bastante buenos, ligeros y de poco costo de mantenimiento.
Ponen de manifiesto la presencia de metales hasta de pro­
fundidades de 50 cm y llegan a localizar la cerámica, por el
magnetismo termorremanente que ésta contiene. En algu­
nos casos han revelado la situación de piedras o am ontona­
mientos de éstas y parece ser que hasta los huesos fósiles de
grandes mamíferos, quizá cuando estos huesos, en su pro­
ceso de mineralización, han adquirido la necesaria canti­
dad de sesquióxido romboédrico de fierro, aunque, como se
dijo, con ciertos modelos de aparatos no se hace necesaria la
presencia de metales.
La profundidad a la que actúan es bastante irregular. En
las exploraciones de Tlatilco, se llegaron a situar entierros
humanos a profundidades relativamente considerables (1.50
m) quizá debido a la gran homogeneidad del suelo, que es
una terraza fluvial que hasta los 2.70 m no muestra capas de
gravillas, y en donde las arenas, el limo y la arcilla están
mezclados muy regularmente.
El modus operandi consiste en llevar el detector a una
cierta altura del suelo hasta que en el cuadrante o por los
auriculares se percibe la señal de que debajo de él se encuen­
tra algo anormal enterrado. Se marca este punto en el suelo y
se prosigue el trabajo. En algunos casos se llega a delimitar
toda una zona de anormalidad continuada, que será objeto
de una excavación específica (17; 172; 188; 291).
Hemos visto todo lo que se ha hecho en la localización
geofísica o su variante electromagnética. Pasemos a ver que
es lo que se ha hecho en otros campos.
Entre las otras posibilidades que se han puesto en juego
está la del análisis metódico de los suelos, buscando los
lugares y las capas en donde abunden los fosfatos, ya que
estos se encuentran en mayor porcentaje allí donde ha habi­
do habitación humana, por causa del detritus que la presen­
cia del hombre acumula.
Los restos de cocina y las excrecencias humanas incre­
mentan el contenido normal de fosfatos de un suelo y esto
puede registrarse en forma relativamente sencilla aunque
tediosa.
En Suecia, el análisis sistemático ha producido un mapa
donde se han situado los lugares habitados en el pasado que
Las técnicas auxiliares de la arqueología moderna 91

no muestran trazas de ello en la superficie, pero en donde, el


alto tanto por ciento de fosfatos, en relación con los lugares a
su alrededor, atestigua la presencia de seres humanos en
otras épocas.
Los estudios edafológicos, realizados en toda la superficie
de Holanda, han permitido el levantamiento de una carta
semejante.
Se comprende que este sistema de localización es lento
pero muy eficaz y no requiere de grandes complicaciones,
pudiéndose efectuar con una sonda de suelos y un pequeño
equipo portátil para conteo colorimétrico rápido de los fos­
fatos (4; 5; 6; 62; 180; 181).
Colofón lógico a lo anterior es el estudio de la fitogeografia
ya que, las afinidades de ciertas plantas por determinados
suelos y su mayor crecimiento ante la presencia de ciertas
condiciones, favorecidas por la presencia del hombre en la
antigüedad, es un hecho. Unido a ello está la existencia de
agrupaciones vegetales que siempre se dan en lugares habi­
tados y que perduran aun después de abandonado el lugar.
En este terreno, no se ha hecho nada más que la repetida
observación del fenómeno, y aun nos movemos en el campo
de las hipótesis, pero parece que hay razones para pensaren
la validez de estos estudios, cuando se llegan a sistematizar.
Al comenzar la descripción de los métodos de localización
decíamos que hay una localización mayor, la del sitio arqueo­
lógico, y otra menor, la de sus componentes. Podemos ampliar
eso diciendo que, aun durante el proceso de excavación, pue­
den y deben emplearse los métodos electromagnéticos y el de
fosfato, com o guía del mismo proceso excavatorio, ahorran­
do así tiempo y esfuerzo, con mayores posibilidades de buenos
resultados en nuestra labor de reunir evidencias.

III
Respecto a las técnicas de excavación, aún siguen empleán­
dose los obreros, aunque cada vez más se tiende a que sean
los propios arqueólogos quienes manejen el pico y la pala,
sobre todo la espátula y la brocha que son sus verdaderos
instrumentos de trabajo. Con todo, en muchas ocasiones se
hace necesario remover primero una gran cantidad de mate­
rial, tierra o escom bros de un modo menos cuidadoso, antes
de llegar a las partes que interesan más directamente, sin
92 José Luis Lorenzo

que esto quiera decir que en ese menor cuidado hay negli­
gencia.
En los Estados Unidos, la grandes obras públicas, concre­
tamente la construcción de enormes sistemas de control de
aguas, condujeron al levantamiento de numerosas presas,
cuyos vasos de almacenam iento.contenían sitios arqueoló­
gicos que al inundarse aquellos quedarían cubiertos por el agua.
El trabajo por realizar era muy grande y había que solucio­
narlo con rapidez para no interferir las demás labores.
Así adscritos a cada proyecto, se pusieron grupos de ar­
queólogos que trabajan en verdaderas m aniobras de salva­
mento, donde quizá el detalle no tenía más remedio que
perderse, dadas las condiciones de la situación, pero se ac­
tuaba para salvar lo más que pudiese.
Muy pronto comenzaron a emplear la maquinaria pesada
en la remoción de capas superficiales, manejándose sobre
todo las llamadas escrepas y bulldozers que, guiados por
conductores expertos, permitían levantar la tierra que se
encontraba sobre las capas culturales con aproximaciones
verdaderamente escalofriantes, del orden de centímetros y
con la rapidez y baratura natural de estos aparatos.
Entonces se vio que el trabajo que así se hacía, ante una
situación especial, podía y debía seguirse empleando por las
razones expuestas: rapidez y bajo costo, aun en lugares que
no estuviesen amenazados de desaparecer bajo las aguas.
\ pesar de lo que uno pudiera imaginarse, que el peso de
esas moles mecánicas destrozaría lo enterrado al ir rebajando
el suelo, parece que lo que de esta forma se destruye es
mínimo y que, aunque las capas naturales no están distri­
buidas con la homogeneidad con la que estos mecanismos
las levantan, sus conductores llegan a desarrollar una espe­
cie de tacto a través de la maquinaria, que les permite seguir
las ondulaciones de las capas.
Por otro lado, los lugares que se han trabajado por esta téc­
nica, eran pequeños poblados con un mínimo de estructuras
arquitectónicas y con material arqueológico mueble relati­
vamente pobre,
Creemos que la maquinaria pesada puede ser empleada en
esas condiciones con resultados muy buenos e inclusive en
lugares más com plicados una vez que mediante sistemas
com o los descritos anteriormente se han delimitado las zo­
nas en las que puedan actuar, (196; 297).
Las técnicas auxiliares de la arqueología moderna 93

También de los Estados Unidos ha llegado, muy reciente­


mente, aunque parece que se intentó hace algún tiempo, otro
sistema de excavación para condiciones especiales. Cuando
se trata de explorar una cueva en terrenos desérticos o semi-
desérticos, el trabajo se vuelve un problema e inclusive una
amenaza para la salud porque estas cuevas están material­
mente llenas de polvo, mejor dicho su contenido cultural se
encuentra en una matriz de polvo.
Para luchar contra este impedimento, se han empleado
potentes aparatos de succión a los que en la boca de la
manguera se les pone una rejilla que impide la entrada de
todo lo que no sea de algunos milímetros de diámetro. Este
trabajo con aspiradora, manejada hábilmente y siguiendo
las reglas de la más pura ortodoxia de excavación, ha dado
resultados tales que ya no se piensa trabajaren cuevas secas
si no es así.
Desde luego, la posición exacta de los restos culturales no
siempre puede anotarse, pero tam poco empleando otros sis­
temas era posible por los continuos derrumbes que la poca
coherencia de la matriz ocasionaba. El inconveniente mayor
es lo volum inoso del equipo y su alto costo (210).
En todo proceso de excavación hay momentos difíciles
cuando se pierden la capas diferentes que forman el depó­
sito de restos culturales y que nos están dando la historia
interna del lugar. Para evitarlo, sobre todo en terrenos algo
húmedos, se emplea la iluminación por la lámpara de Wood o
de luz ultravioleta, también llamada luz negra.
Esto obliga a tener una línea eléctrica en vecindad inme­
diata o a generar en el lugar la necesaria, siendo esto último lo
más frecuente. Se oscurece el lugar donde se trabaja o se
espera a que llegue la noche, se instala la lámpara con su
proyector ante el lugar que se desea examinar y con un reos-
tato para ir prendiendo lentamente, se ilumina el lugar pro­
blema.
En pocos minutos, los restos de materia orgánica, siempre
presentes en las capas culturales, comienzan a activarse con
los rayos ultravioleta, dando fluorescencias particulares en
ciertos casos y, sin que se haga necesario identificar los
materiales que se activan, cosa que también es posible, se
presenta ante nuestros ojos no sólo la capa o capas que
habíam os perdido, sino también otras que el ojo humano
sólo es incapaz de discernir. Al llegar a este punto, con
94 José Luis Lorenzo

pequeñas estaquillas cortadas en plástico fluorescente se


comienza a marcar lo que la luz negra muestra, luego no hace
falta más que esperar al día siguiente o hacer la luz de nuevo
y la excavación puede continuarse con mucho mejores datos
de los que antes de disponía.
Tom ando en cuenta las deficiencias del ojo humano, se
han aprovechado ciertas condiciones que se crean artificial­
mente y que complementan ese defecto de construcción de
nuestros órganos vitales. La luz ultravioleta es una y ade­
más también se emplean otros tipos de iluminación m ono­
cromática que nos muestran cosas que de otra forma son
invisibles, así, la luz infrarroja y la amarilla de sodio.
Com o las fuentes luminosas monocromáticas suelen ser
caras, lo que se hace es fotografiar con filtros de colores, de
los más fuertes, para obtener si no los mismos resultados
algo lo más cercano a ellos. Esto obliga a revelar inmedia­
tamente, pero las expediciones arqueológicas bien organiza­
das llevan consigo su propio equipo de revelado (1; 27; 97;
264; 265; 266; 282).
Hemos pasado de las técnicas de excavación en gran esca­
la a las de área mínima, pero donde se exige mucha mayor
precisión, por estarse trabajando de lleno en las capas cultu­
rales.
Recientemente apareció una nota en un periódico sobre
una especie de endoscopio. Un ingeniero de Milán, Carlo I.
Lerici, ha inventado una pequeña cámara fotográfica rota­
toria a la que va unida una fuente luminosa. El conjunto se
fija a un tubo de 6.50 m que se introduce por un agujero de
2.5 cm de diámetro, practicado para el propósito y de esta
forma se obtienen fotografías del interior de tumbas. Siendo
el ingeniero Lerici un petrolero retirado, ha tomado en prés­
tamo el sistema descrito de la técnica de perforación de pozos
petroleros. La idea no es mala pero en el fondo es la sublima­
ción técnica del anticuarianismo, ya que el propósito es el de
un saqueo concienzudo y sin dejar margen al error de abrir
una tumba pobre o ya aligerada de su contenido.
Confesam os un serio desprecio hacia los abridores de tum­
bas, porque no pasan de ahí. Siguen teniendo el señuelo de la
“ pieza de arte” ignorando todo lo demás. Bien está explorar
una tumba si se encuentra, pero orientar la labor arqueoló­
gica a su hallazgo y posterior saqueo, por muy técnicamente
que este se haga, nos parece en las fechas en las que vivimos,
leso crimen de arqueología (206).
Las técnicas auxiliares de la arqueología moderna 95

IV

Los datos obtenidos en el ajuar de una tumba son los perte­


necientes a un ritual, al de la muerte, que no es espejo com ­
pleto de lo que el individuo tenía en vida. La tumba misma
tampoco refleja la habitación del vivo y además, casi todo lo
relacionado con el ceremonial funerario suele pertenecer a
una religión establecida, que estereotipa su mejor momento
y se desprende de la evolución cultural del grupo, viviendo
por lo general un anacronismo.
Muchas más enseñanzas podemos obtener estudiando el
sitio arqueológico en su aspecto físico, separado de lo cultu­
ral, por los restos que nos marquen cual era el medio ambien­
te, la ecología en la que los humanos participaron, unas
veces com o agentes, otras com o pacientes.
Para esto ha dado muy buenos datos el estudio de los
suelos.
La técnica, desarrollada por el Dr. Cornwall, del Instituto
de Arqueología de la Universidad de Londres, es nueva en
cuanto a su aplicación al cam po arqueológico se refiere, pero
com o otras tantas de las que estamos exponiendo, ya era
conocida y aplicada, cierto es que en otros aspectos de la
investigación. La edafología se ha form ado al amparo de la
agricultura, pero de este estudio de los suelos, el arqueólogo
puede obtener materiales inestimables dado que los suelos
enterrados y asociados a los cuales se encuentran restos
arqueológicos, contienen tanta o más información de la que
los artefactos y las construcciones puedan darnos.
En primer lugar, si podemos identificar un paleosol com ­
pleto y bien conservado, es posible compararlo con los suelos
de nuestros días de cuyas condiciones de form ación es
posible saber casi todo com o por ejemplo la circunstancia
climática local y por esta com paración, saber a que suelo
actual corresponde el encontrado, infiriéndose el clima que
lo produjo; por desgracia, es muy raro encontrar un paleosol
completo.
De no menor im portancia es el estudio de la tierra (resto de
un suelo antiguo) en la que se encuentran incluidos los mate­
riales arqueológicos, pues nos reflejará la condición clim áti­
ca existente en el momento.
El análisis de los suelos consta de dos partes principales: el
análisis físico y el análisis químico. Respecto a la primera
parte, diremos que se cubre con varios aspectos. Se comienza
96 José Luis Lorenzo

con el estudio de su color, que puede deberse al tipo de roca


madre de la región, lo que es fácil determinar; a los compues­
tos de hierro que contenga, según éstos estén frescos, oxida­
dos o reducidos y a la presencia de materiales orgánicos.
Una vez anotado el color, lo que se hace siguiendo las tablas
de colores para suelos Munsell, se sigue adelante consideran­
do el tamaño de los componentes del suelo.
Para ello se emplean las medidas en hidrómetros, a tiem­
pos determinados y tomando com o principio teórico la ley de
Stokes, según la cual la velocidad de sedimentación de una
particular es proporcional al cuadrado de su radio, teniendo
com o coeficiente K, que es una constante dependiente de la
temperatura del agua (V = KR2).
De acuerdo con ello, las diferentes partículas que integran
un suelo caen en distintos tiempos. Manejando el m onogra­
ma especialmente construido, se obtienen valores que se van
anotando en un papel de cuadrícula semilogarítmica, y al
unir los valores obtenidos, se nos forma una gráfica que será
característica de la distribución, en tantos por ciento, de las
partículas de distintos tamaños contenidas en la muestra
analizada, pudiendo tener idea de com o se transportó el
material y en qué forma se depositó.
El tamaño de los componentes varía según que su trans­
porte y posterior deposición se haya hecho en medios acuo­
so o seco, actuando en este último el viento.
La otra parte del análisis de los suelos es la química
cuantitativa, que para los propósitos perseguidos por el ar­
queólogo se reduce a la determinación de acidez o alcalini­
dad del suelo, contenido de carbonatos, materia orgánica
soluble, hierro, compuestos ferrosos y férricos, fosfatos y a
veces sulfatos.
La diferencia de pH —concentración de iones de hidró­
geno— , nos dice si el suelo es ácido o alcalino, indicando
las distintas condiciones químicas características de cada
suelo. La m ayor o menor concentración de carbonatos nos
marcan las diferencias de grado en la meteorización de los
suelos. La cantidad absoluta de materia orgánica en un
depósito no es muy significativa por sí sola, pero las dife­
rencias entre capa y capa nos permitirán identificar las d<
ocupación humana y la mayor o menor intensidad en que lo
fueron.
Al determinar el hierro presente en las diferentes capas de
Las técnicas auxiliares de la arqueología moderna 97

una excavación, en sus form as de compuestos ferrosos o


férricos, adquirimos un conocim iento de los procesos quími­
cos que, condicionados por m ayor o menor humedad y calor,
tuvieron lugar en ellas. El fosfato que contienen los huesos y
casi toda la materia de origen animal, queda fijo en el suelo
cuando éste no es dem asido ácido. Entonces podemos saber
si hubo o no ocupación humana en una capa, por el tanto por
ciento de fosfato que nos dé, referido a las demás capas del
m ismo corte.
Si en un suelo están ausentes los sulfatos naturales, su
presencia en un nivel determinado o en cierta área nos seña­
la que allí hubo cenizas de madera, restos de un fuego ya
desaparecido.
Desde luego, y aparte del informe directo sobre paleocli-
mas, lo que el análisis de suelo puede decirnos es, más que
nada, de carácter probable.
Adem ás del análisis de suelos está el de sus componentes
mayores, las piedras que se encuentran en él. Para ello se
observa su forma, pudiendo averiguar mediante el índice de
aplanam iento de los cantos rodados (longitud total más an­
chura dividido entre dos veces el espesor) viéndose si corres­
ponde a cantos fluviales o marinos, siendo en estos últimos el
índice más elevado. Tam bién se toma en cuenta el índice de
redondez de los cantos rodados dividiendo entre la mitad de
la longitud mayor el radio de curvatura de la parte más
convexa del contorno de) canto, puesto de plano sobre una
plantilla calibrada que es de donde se toma la norma de este
valor.
De este estudio m orfoscópico se obtienen informes genera­
les de carácter clim ático ya que la usura de las piedras de­
pende de la forma en que han sido arrastradas, además de
las variantes a que sus características petrológicas las suje­
tan.
Del exámen litológico de los sedimentos, de todos tama­
ños, hasta la fracción de limo, puesto que ésta y la siguiente
—arcilla— no son posibles de estudiar por este sistema, nos
dará informes de carácter paleogeográfico al indicarnos cua­
litativa y cuantitativamente los aportes fluviales; pudiéndo­
se reconstruir así los lugares por donde un río o arroyo pasó,
dados los distintos terrenos que erosionó al abrir su cauce.
Hay una parte de los sedimentos, la compuesta por los
minerales pesados, que también nos ofrece muchos infor­
98 José Luis Lorenzo

mes. N uevam ente, por procesos cualitativos y cuantitativos,


se podrá decir el origen geológico de las distintas capas
sedim entarias, sobre todo cuando en ellas no h ay cantos
rodados; siendo tam bién muy útiles para identificar los dis­
tintos estratos de un lugar, cuando se supone que en su
form ación han intervenido materiales de origen distinto (1;
22; 31; 33; 35; 36; 51; 53; 56; 57; 58; 59; 61; 63; 84; 133; 148; 157;
163; 168; 185; 232; 248; 289; 290).
H ay casos en los que las estratigrafías son ejem plos de
situaciones m uy especiales y entonces se copian en gran
detalle, añadiendo m uestras de cada capa identificada. E xis­
te un sistem a, el de lack-profil que permite llevarse una
estratigrafía com pleta hasta el laboratorio, tal com o estaba
presente en el terreno. Para ello, se lim pia un corte de terreno
que interesa, se deja secar o se seca m ediante lám paras de
soldador, se le aplica una laca especial, abundantem ente, y
sobre la superficie así preparada se extiende una tela fuerte
que se com prim e contra el corte.
Tras esperar a que seque la laca, se arranca la tela y,
pegada sólidam ente a ella, está la estratigrafía que nos inte-
saba. Puede incorporar materiales de hasta cinco centímetros
de diám etro. Entonces no queda m ás que enrollarla y ya está
dispuesta a ser llevada al gabinete, donde se empleará para
propósitos didácticos o com o ayuda-m em oria a la hora de
redactar el inform e.
Un arch ivo de sem ejantes docum entos, aunque algo volu­
minoso, conservará datos que de otra manera son difíciles de
m anejar, sobre todo cuando la exploración tuvo lugar en
algún sitio lejano (294).
Hem os visto com o todo lo relacionado con el estudio de los
sedim entos nos lleva casi siempre a un conocim iento del
paleoclim a y tam bién de la paleografía y la localización más
precisa de lugares arqueológicos, com o un elemento más de
los anteriorm ente m encionados.
La segunda parte de esta sección, la relacionada con el
análisis de los restos b iológicos se presta m ás al conocim ien­
to de datos culturales.
En prim er lugar están los estudios de los restos de flora
siendo lo m ás im portante, sin duda alguna, la palinología o
sea el estudio del polen fósil en el que, recientemente y al
m ejorarse las técnicas de trabajo, tam bién se han incluido
las esporas. Surgió del análisis de los materiales vegetales
Las técnicas auxiliares de la arqueología moderna 99

integrantes de las turbas, en su fracción m icroscópica, en ­


contrándose granos de polen fosilizados que en la m ayoría
de los casos podían com pararse con especies vivientes, si no
del m ism o lugar, sí de distancias no m uy lejanas.
Quienes com enzaron estos estudios fueron los suecos, quie­
nes entre los años de 1900 y 1920 establecieron el m étodo de
análisis polínico. La gran resistencia de los granos de polen
les hace conservarse en las condiciones m ás difíciles y por
larguísim os periodos de tiem po (se han encontrado esporas
de una antigüedad de 500 m illones de años, en estratos cá m ­
bricos de la U.R.S.S.) pudiéndose hallar virtualm ente en to­
dos los sedim entos.
Los granos de polen y las esporas encontrados en una capa
determ inada, son representativos de la flora de la región y
de sus inm ediaciones, en el periodo en que la capa se form ó;
por lo tanto, sus tantos por ciento, tom ando en cuenta la
m ayor o m enor riqueza de polen de cada especie, nos dan el
cuadro botán ico de aquella área para la época en la que el
polen se sedim entó.
C om o la flora es susceptible de registrar con mucha pre­
cisión los cam bios clim áticos y, adem ás, es un m edio inm ejo­
rable para la determ inación de m icroclim as, los espectros
polínicos de diferentes capas pueden com pararse entre sí,
dándonos las variaciones locales en el tiempo; y, además,
nos hace posible extender espacialm ente este conocim iento,
alcanzando a admitir variantes regionales.
Quizá, la m ayor im portancia de la palinología estribe en
su capacidad para revelarnos la presencia del hom bre agri­
cultor, sin que estem os tom ando las muestras en un lugar
con restos de su habitación.
Kilo se debe a la presencia, en el espectro polínico, de
especies cultivadas en detrim ento de las silvestres, unido a lo
cual hay una dism inución de las especies arbóreas frente a
las herbáceas, ocasion ada por el desm onte para abrir ca m ­
pos al cultivo y para aprovechar la m adera com o com busti­
ble.
M ediante la com paración de los espectros polínicos de un
m ism o lugar y de diferentes profundidades, es posible situar
el m om ento en el que com ienza la agricultura, estableciéndo­
se inclusive las especies cultivadas y su im portancia en la
econom ía del grupo que habitó el lugar. Tam bién es posible,
a través de los restos arqueológicos asociados, saber si la
100 José Luis Lorenzo

agricultura llegó con un pueblo determinado por sus vesti­


gios característicos o si fue aprendida por los habitantes del
lugar, que antes no la conocían, o si fue llevada por un grupo
invasor que se impuso al existente, etcétera.
Lógicamente, nos es también posible ver el aumento o
disminución de la agricultura, la incorporación de nuevas
especies dom ésticas o el abandono de algunas. En fin, pre­
senta una panorámica no sólo paleoclimática, sino también
cultural.
El proceso analítico requiere un botánico capaz de llevar a
cabo las acostumbradas operaciones químicas inherentes a
la preparación de las muestras para su observación al m i­
croscopio generalmente a 300 aumentos, haciendo entonces
algo semejante a una hematometría, una vez que se tienen
identificadas las especies.
Los resultados se presentan en diagramas, con la gran
ayuda para la arqueología de que, siendo la muestra nece­
saria apenas de 1 a 10 c m 1de tierra, ésta puede tomarse del
contacto inmediato de los artefactos típicos de cada horizon­
te, atribuyéndoseles entonces un paleoclima y una situación
agrícola específicos. El único cuidado que hay que teneres el
de evitar la contam inación por pólenes o esporas actuales.
También los restos de madera carbonizada tienen su histo­
ria que contar, lo mismo que los restos de fibras vegetales, en
forma de tejidos, cestería o cordeles. La realidad es que cual­
quier fragmento, por pequeño que sea, nos está informando
acerca de las posibilidades que el medio ofrecía a sus habi­
tantes humanos y las formas en que estos aprovechaban la
situación, junto con datos muy importantes sobre el paleo
clima correspondiente (28; 32; 33; 73; 102; 104; 106; 125; 126;
137; 146; 148; 150; 162; 175; 176; 177; 183; 184; 187; 198; 199;
200; 202; 204; 212; 213; 233; 257; 284; 285; 286; 290; 296; 305;
307V
De no menor importancia son los restos zoológicos que
podam os encontrar, que casi siempre abundan en forma de
huesos. Aparte de los humanos, trabajo especial de los antro­
pólogos físicos, están los de los distintos animales que en
una forma u otra desempañaron su papel en la vida de las
gentes cuyos restos estudiamos.
Esta parte de la arqueología se suele encomendar, y no sin
razón, a especialistas. Comienza con la determinación de la
fam ilia a que pertenecen, sencilla pero insuficiente. Con
Las técnicas auxiliares de la arqueología moderna 101

dificultades se llega al género y a veces, muy pocas, hasta


la especie.
Una vez obtenida la identificación taxonóm ica, mediante
el análisis estadístico de los restos encontrados en un área,
pueden obtenerse informes muy valiosos. Por la curva de
mortalidad llegam os a saber cuando se trata de una especie o
género que ha muerto por causas naturales; al tener su m áxi­
mo en edad temprana, un m ínim o en la adulta y un aumento
en los anim ales viejos. Las especies de cacería tiene su m á­
ximo en el m om ento juvenil, por ser todavía tiernos y dar
más carne que las crías, disminuyen en mucho para anim a­
les adultos y viejos, más duros y más difíciles de cazar por
desconfiados. En este grupo es frecuente encontrar una se­
lección estacional, debida a las migraciones, sobre todo en­
tre los rumiantes gregarios.
Las especies dom ésticas para alimentación, casi desapare­
cen en su primer año de vida y las especies domésticas para
trabajo son muy semejantes a las de muerte natural, unos
por no aprovecharse en nada para la alim entación y los otros
por aprovecharse hasta el último momento por su trabajo.
Tam bién es posible obtener datos sobre variación zooló­
gica, pero esto está más relacionado con problemas de ritmo
y modo de evolución, en los que la arqueología no participa.
Del estudio de los huesos pueden salir informes sobre la
tecnología del grupo, por haber una selección de acuerdo con
los usos que pueden tener los distintos huesos de los diferen­
tes anim ales de que disponían. Algunos huesos son emplea­
dos directamente com o artefactos con una pequeña m odifi­
cación, com o por ejemplo los punzones hechos con los meta-
podiales de ciertos rumiantes, el uso de pieles de carnívoros
com o tapetes o cobijas, a juzgar por la presencia de falanges
terminales únicamente; de cráneos com o asientos, de una
epífisis y parte de la diáfisis para enm angar instrumentos de
piedra y m uchos otros casos.
Otra posibilidad de conocim iento es la de la técnica de
destazamiento empleada, sobre todo en la desarticulación de
los miembros, que requiere una gran práctica y el uso de
cortes de partes determinadas y que, por los instrumentos
empleados, dejaron huellas en el hueso.
En ciertas condiciones muy especiales se han conservado
cueros, los que al estudiarse han podido decirnos el animal al
que pertenecían.
102 José Luis Lorenzo

T am bién las con ch as se tom an en cuenta, por ser indica­


doras de clim a y dieta, en unos casos, y de rutas com ercia­
les en o t r o s (3; 7; 16; 31; 32; 3 3 ;3 7 ;3 8 ;3 9 ;4 0 ;4 1 ;4 2 ;4 3 ; 44;45;
85; 114; 138; 151; 152; 164; 167; 179; 193; 208; 215; 233; 307).

Pasem os ahora a las técnicas de estudio de los restos cultu­


rales, aunque, en algunos aspectos, en la parte anterior, ya se
hizo algo.
La identificación de instrum entos, nos facilita datos sobre
el m edio am biente, a la vez que nos presenta materiales que
por no participar de las posibilidades regionales, hay que
explicárselos com o producto del intercam bio. Pero en am bos
casos se necesita clasificar los materiales em pleados.
Hasta ahora, no es m ucho lo que se ha hecho al respecto
pero sí lo fundam ental. C om enzando con las piedras, cuando
se trata de sílice de origen sedim entario, los m icrorganism os
que contiene pueden caracterizar los artefactos y entonces
atribuirles una posición en la roqueda regional, si bien es
cierto que los m icroorgan ism os son com unes a todos los ya ci­
m ientos de sílice dentro de un m ism o nivel geológico (29; 95;
96; 283; 299; 300).
La identificación petrográfica de las hachas de piedra
pulida hace posible localizar los lugares donde pudieron
estar las canteras de las que se sacaban, o la región en la que
se encontraba el material com o depósito aluvial, en form a de
cantos rodados. Lo m ism o puede hacerse con las obsidianas,
en este caso atendiendo a su com posición quím ica, practi­
cando un análisis quím ico cualitativo y cuantitativo.
En principio, todo material cultural puede exam inarse pa­
ra reconocer en él un producto local o llegado de otros luga­
res. Si reforzam os este conocim iento mediante observacio­
nes al m icroscopio o inform es quím icos analíticos, habre­
m os dism inuido nuestro m argen de error en form a casi a bso­
luta. Esto no quiere decir que el conocim iento perfecto de las
m aterias prim as se logre com o una ley de la arqueología. Lo
verdaderam ente im portante son las conclusiones o simples
hipótesis de carácter cultural que podem os sacar de ahí.
Si con los datos aportados por los laboratorios com en­
zam os a hacer m apas de distribución para diferentes épo­
cas, nos vam os a encontrar con las rutas de com ercio de las
Las técnicas auxiliares de la arqueología moderna 103

distintas m aterias pi'imas claram ente m arcadas desde el


lugar de origen del m aterial; las form as de contacto de los
pueblos que com erciaban y ciertas características de su d is­
tribución; la situación temporal de los contactos y la im por­
tancia de ellos (74; 75; 122; 123; 142; 144; 156; 160; 194; 207;
225; 245; 262).
A lgo sem ejante puede hacerse con la cerám ica, no en cu an ­
to a su form a y decoración, sino en lo que respecta a su
m ateria prima, la arcilla em pleada.
Siendo la cerám ica el m aterial que m ás abunda en las
excavacion es arqueológicas, es el que m ás atención ha reci­
bido y, a pesar de ello, muy poco es lo que se ha hecho para
estudiarla científicam ente. En realidad, nos seguim os b a ­
sando en interpretaciones de carácter m orfológico en sus
aspectos m ás elementales.
Se intentó encontrar m ás datos con el análisis quím ico,
pero los resultados no- fueron muy claros, habiéndose visto
que sólo la observación petrológica de la cerám ica es la que
puede aportarnos inform es efectivos sobre su posible origen
y técnica de fabricación.
Inevitablem ente, pasam os al siguiente punto, el de la re­
construcción de las técnicas em pleadas en la fabricación de
los artefactos, sólida fuente de inform es culturales.
Respecto a la cerám ica, el simple recocido controlado pue­
de darnos la temperatura a que se cocía la cerám ica, pudien-
do encontrarse variantes para los diferentes tipos o los dis­
tintos tiempos. El estudio quím ico de los colorantes que se
aplican en la ornam entación cerám ica tam bién puede con ­
siderarse com o rasgo cultural, así com o el m odo de fa b rica ­
ción de la pieza en lo que a su form a se refiere.
En este aspecto, el cam po que se abre es m uy am plio. Desde
la m anera en la que se hacía el cuerpo, por enrollado, por
anillos superpuestos, por m edios m oldes que se juntan y las
varias posibilidades existentes en lo que a inserción de pa­
tas, asas, bases y bordes se refiere, todo ello puede verse
m ediante estudios con rayos X.
Por la petrografía sabrem os cuáles eran los desgrasantes o
tempera em pleados y los orígenes de las arcillas, esto último
sobre todo a base de las im purezas que contenga, ya que de
otra form a, com o dijim os, no se ha llegado a ningún resul­
tado práctico (14; 100; 115; 238; 246; 247).
Otra investigación de técnica y de m aterias prim as que
104 José Luis Lorenzo

puede hacerse, es la referente a la metalurgia,por el análisis


químico, la observación m icroscópica, la espectroscópica y
los rayos X (107; 111;120;145;154;155;195;209;231;236;237:
298; 304).
Cualquiera de las m archas analíticas anteriores exige sa­
crificar una pequeña parte de la pieza, para lo cual lo mejor
es el empleo de la espectrografía o el análisis por difracción
de rayos X.
En cualquier caso, es mucho más importante el valor que
una pieza tiene com o fuente inform ativa que com o reliquia
estática (100; 105; 120; 193; 279).
Es mucho lo que puede hacerse en este aspecto de la inves­
tigación arqueológica, pero debe realizarse por laboratorios
especializados en estrecho contacto con el arqueólogo inclu
sive con técnicos que asistan a las excavaciones para darse
cuenta de los fenóm enos que para ellos puedan ser básicos en
sus posteriores estudios.
Las posibilidades del análisis químico, sea por espectros­
copio, difracción de rayos X o el viejo y bien conocido análi­
sis cualitativo y cuantitativo, no sólo es de interés en el
reconocim iento e identificación de materias primas. Muchos
aspectos de la cultura pueden ser conocidos por estos proce­
sos, sobre todo aquellos que, aparentemente, pudieran consi­
derarse más difíciles. Hoy sabemos los tipos de cerveza, de
pan, de tintes, taninos, etcétera, que fueron empleados en un
pasado remoto. En todos estos conocim ientos, no sólo está el
dato escueto de la identificación; automáticamente se unen a
él los potenciales tecnológicos, los m odos de aprovecham ien­
to y transform ación de lo que existía en cada lugar o de lo que
se había llegado a obtener por un dom eñam ientode la natu­
raleza circundante (23; 116; 119; 143; 161; 166; 182; 201; 205;
216; 238; 258; 259; 260; 261; 307).

VI
Así hemos llegado a la parte final, la que se refiere a la
cronología. En este cam po lo que más ha llam ado la aten­
ción en los últimos años ha sido el C14, al cual no nos va­
mos a referir puesto que su técnica es bastante conocida.
Sólo quisiéramos hacer notar que todavía se trata de un
sistema de fechamiento que está en proceso, que con el tiem­
Las técnicas auxiliares de la arqueología moderna 105

po es muy posible llegue a ocupar lugar primordial en la


cronología arqueológica, pero que la euforia actual es injus­
tificada y que sólo es capaz de dar fechas aproximadas, a
veces con errores bastante serios que se escapan al control
científico.
Aquí podríam os entablar una serie de razonamientos so­
bre la im portancia o improcedencia de las cronologías ab ­
solutas frente a las relativas. La verdad es que en arqueolo­
gía lo que m ás se maneja es la cronología relativa y que
siendo las posibilidades de fechas absolutas tan pocas, en
m uchas ocasiones no merece la pena entablar las discusio­
nes que se prolongan por decenas de años. Es muy posible
que esto importe para los acontecim ientos más cercanos a
nosotros, pero para los que nos interesamos mas por los ci­
clos culturales y sus cam bios que por las historias de alcoba
—hechas cronología de casa reinante— , la importancia de
las fechas absolutas nos parece secundaria.
Con todo, el prurito de fechar acontecim ientos o, aunque
sea, poder decir que una cosa es anterior o posterior a otra, ha
hecho que m uchas gentes y laboratorios trabajen en este
aspecto de las investigaciones arqueológicas.
Lo más reciente, aunque diríam os mejor lo menos conoci­
do, son los trabajos que se están realizando en diferentes
lugares para determinar los contenidos de fosfatos, carbona­
to de calcio, agua de constitución en la parte mineral, ácido
cítrico y proteínas de los huesos.
Parece que todos los materiales anteriormente citados
existen en el hueso vivo en una cierta proporción y que su
aumento o dism inución significa un periodo de tiempo trans
currido; tiempo que, tom ando en cuenta el condicionam iento
del medio, puede ser medido al relacionar las cifras obteni­
das de materiales de edades conocidas y de la misma área,
con las de los que son problema.
Este es el tipo de técnica que se desarrolló con la deter­
m inación del flúor contenido en los huesos y que llevó al
decubrimiento del fraude de Piltdown (19; 20; 77; 78; 79; 80; 81;
82; 105; 118; 134; 135; 136; 147; 211; 230; 278; 289).
Otra form a de atribuir fechas a horizontes geológicos o
culturales es la que se ha elaborado en Islandia con el nom ­
bre de tefracronología por el Dr. Sigurdur Thorarinsson y
que ha sido em pleada con anterioridad en otros lugares con
carácter puramente geocronológico.
106 José Luis Lorenzo

Las erupciones volcánicas, muy frecuentes en aquel país,


suelen tener una fase tefrática, esto es de lanzam iento de
m ateriales sólidos a la atm ósfera que luego se depositan en
tierra, form ando capas más o m enos gruesas, pero siempre
reconocibles y aislables por sus características petrológicas.
Estas cenizas, lapilli, etcétera, conjunto para el cual se ha
revivido la palabra tefra en contraposición a lava, que inclu­
ye todos los sólidos no proyectados al aire, cubre ciertas
zonas, de acuerdo con los vientos predominantes, sella ade­
m ás distintos lugares con materiales que, com o dijim os, pue­
den ser claram ente identificados, y así, partiendo de una
erupción de fecha conocida que sufrió un área determinada,
podem os ir hacia atrás en el tiempo para situar las fechas
relativas de las erupciones de uno o varios volcanes en una
región dada y situar temporalmente las cosas que cubrieron
(11; 30; 52; 117; 121; 132; 140; 239; 276; 277).
Hay otro sistema de fecham iento que guarda algunas re­
laciones con el anterior, el m agnetism o termorremanente.
Cuando las lavas se solidifican, en ciertos casos y si su
com posición quím ica es abundante en sesquióxido de hierro,
el enfriam iento lento y gradual en un cam po m agnético
determ inado, hace que la m asa de lava lo registre. C om o ese
cam po m agnético es el terrestre, resulta que la lava está
m agnéticam ente orientada en una inclinación y una decli­
nación que es la terrestre existente en aquel lugar en el
m om ento de la solidificación. Dado que el cam po magnético
terrestre varía de año en año y de siglo en siglo, teóricam en­
te es posible conocer la curva que forman esas variaciones a
partir de lavas de edad conocida.
Esto que sucede en las lavas también pasa en las cerám i­
cas. Toda vasija o ladrillo lleva en sí, en los sesquióxidos de
hierro que contiene la arcilla, la inclinación y la declinación
correspondiente al lugar en que se coció, según la fecha en
que lo fue. En principio, esto nos permitiría fechar con bas­
tante aproxim ación cualquier objeto de cerám ica, pero la
realidad es otra. Com ienza con que hem os de saber la posi­
ción en la que fue cocida para que los datos de inclinación y
declinación tengan validez. Para esto, lo mejor es encontrar­
se restos de hornos que, aunque repetidamente usados, guar­
den los inform es m agnéticos de su última hornada. Tam
bién pueden utilizarse restos de pisos quem ados o de cons­
trucciones incendiadas.
Las técnicas auxiliares de la arqueología moderna 107

El m étodo requiere un equipo especializado y técnicos muy


bien preparados y tiene grandes posibilidades, no sólo por
los datos cron ológicos que puede aportar a la arqueología,
también por los im portantes inform es que puede dar a la
geofísica (34; 60; 109; 110; 127; 139; 158; 159; 173; 189; 190;
221; 222; 268; 269; 270; 271; 272; 273; 274; 275; 292).
Con esto creo que ya puede darse por terminada esta larga
exposición de todo lo que la arqueología m oderna exige. A u n ­
que no es nuestra intención analizar ni la m etodología ni la
sistem ática de la arqueología en M éxico, salta a la vista la
posición de anticuarianism o que en ella prevalece. P ensa­
m os que esto se debe a la presencia en nuestro territorio de
tantas ruinas de carácter m onum ental, que indudablemente
atraen la atención de propios y extraños, siendo de hecho las
únicas que se exploran activam ente.
D ada la escasez presupuestal con que trabaja la única
institución nacional que se dedica a la excavación arqueoló­
gica, apenas alcanza a atender debidamente la conservación
de lo ya explorado y a una teórica vigilancia del resto. A de­
más, tiene la obligación de estar atenta a lo que puede lla­
marse arqueología de urgencia o de salvam ento, puesto que
continuam ente ocurren destrucciones m otivadas por obras
públicas o saqueos indirectam ente auspiciados por los colec­
cionistas particulares, hechos a los que hay que atender e
intentar evitar.
La riqueza del contenido de las tumbas, las bellas ofren­
das que acom pañan los entierros, la m agnificencia de los
basam entos piram idales, templos, juegos de pelota, pala­
cios, etcétera, han desviado la atención y por lo tanto los
fondos y las energías de la arqueología oficial, dejándose al
margen el género de exploraciones que con resultados m enos
aparatosos nos hubieran permitido conocer las culturas pre-
hispánicas m ás íntim am ente.
Ni por un m om ento pensam os que el cuidado de lugares
com o Teotihuacán. Chichen Itzá o Palenque deba pasar a
segundo término, pero si afirm am os que ya ha llegado el m o­
mento de prestar la atención debida a las aldeas y los vi­
llorrios de esas culturas, para poder incluir los datos que
surjan de esas exploraciones en los cuadros culturales de
aquellas épocas, visiblem ente incom pletos.
Hace algunos años presentam os un proyecto de unos la bo­
ratorios de arqueología a las autoridades del Instituto N a ­
108 José Luis Lorenzo

cional de Antropología e Historia. Parece que algo se está


llevando a cabo y por el adelanto de la investigación arqueo­
lógica científica, deseamos que en fecha próxima estén fun­
cionando, com o la responsabilidad de la arqueología mexica
na exige.
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uV-f :¡ i •■..i'i'í 'í, . n >i): ' Vií!-.<
Un sitio precerámico
en Yanhuitlán, Oaxaca
Un sitio precerámico en Yanhuitlán, Oaxaca

In tr o d u c c ió n

A fines del año de 1952 y a consecuencia de una serie de


fuertes temporales, hubo un deslizamiento de tierras en el
m unicipio de Yanhuitlán que puso al descubierto la osam en­
ta de un animal de grandes proporciones.
Recibida la noticia en la Dirección de Prehistoria por los
buenos oficios de los Profrs. César E. Sosa y W. Guzmán, nos
trasladamos al lugar en enero de 1953, pudiéndonos cerciorar
de que los restos, incom pletos y muy deteriorados, correspon­
dían a un Mammutus. Parecían no encontrarse, originalmente,
a gran profundidad y no se pudo establecer una estratigrafía
clara. En asociación con el material óseo de Mammutus apa­
reció un m olar de Equus, siendo el conjunto de clara filiación
Pleistocénica.
Los vecinos del lugar nos dijeron que aquellos restos no
eran los únicos que habían aparecido en el perímetro de su
m unicipio, ya que al finalizar la temporada de lluvias, raro
era el año en el que los deslaves o la erosión de las barrancas
no d ejaban al descubierto restos de grandes anim ales.
Es más, varios recordaban lugares donde habían salido
estas osam entas, así que acom pañados por ellos, hicim os un
recorrido por las profundas cárcavas de erosión que abun­
dan en el área, buscando restos fósiles.
La búsqueda resultó infructuosa y no pudimos localizar
nada de lo que las aguas habían puesto al descubierto, con
toda seguridad por haber sido arrastrado por las mismas.
Sin em bargo, al volver de uno de estos recorridos, el que
escribe, acom pañado del profesor Arturo Rom ano, localizó
en una pared de una gran barranca lo que parecían ser restos
de un hogar, una gran lentícula de carbón y ceniza. Dada la
136 José Luis Lorenzo

hora tardía en que se hizo el descubrimiento y la carencia de


elementos para aproximarse al hallazgo, se convino regre­
sar otro día.
Al día siguiente, provistos de cuerdas y tras algunas m a­
niobras más alpinas que arqueológicas, se pudo alcanzar el
presunto hogar que resultó efectivamente serlo y de gran
tamaño. Se tom aron algunas fotografías y algunos datos
estratigráficos someros, teniendo que satisfacernos con esto
pues no contábam os ni con el tiempo ni con los elementos
necesarios para llevar a cabo una exploración.
El sitio parecía prometedor, la pared de la barranca, de
unos 15 m de alto en este punto, mostraba una estratificación
aluvial ininterrumpida, siendo lógico suponer que aquel ho­
gar no era intrusivo en el lugar en que se encontraba, a unos
6 m por debajo de la superficie. Por otro lado, el que ni en el
hogar ni en el estrato en el que aparentemente estaba inclui­
do, se hubieran encontrado fragm entos de cerámica, daba
unas indicaciones de gran antigüedad, bien es cierto que
muy endebles ya que no se pudieron hacer calas y que la ce­
rámica podía estar presente, pero en algún punto no ex­
puesto en el corte que tuvimos ante nosotros.
Por varias causas, este lugar no pudo ser explorado hasta
el año de 1955, en septiembre. Entonces y de los días 10 al 25,
acom pañados por los señores Carlos Navarrete y Miguel
Messmacher, am bos alum nos de arqueología de la Escuela
Nacional de A ntropología e Historia, llevam os a cabo la
exploración.

El pueblo de Yanhuitlán, situado a los 97°21’ al 0 de Green­


wich y a los 17°31’ de latitud N, aproxim adam ente, queda
dentro del distrito de Nochixtlán y pertenece a la Mixteca
Alta.
A juzgar por los restos visibles y lo que cuentan las cróni­
cas, este lugar fue de gran im portancia durante la Colonia,
pero en la actualidad y debido a la fuerte erosión de las
tierras labrantías, la población, ya disminuida, sigue decre­
ciendo año con año al emigrar la gente a otros lugares de la
República en busca de medios de subsistencia.
Situado en la cabecera del Cuañana o Sordo, uno de los
afluentes del A toyac o Verde, está a poca distancia del parte
Un sitio precerámico en Yanhuitlán 137

aguas continental que aquí delimita las cuencas altas del


Papaloapan y del Atoyac, (ver figura 1).
Em plazado en un gran valle abierto, del que también parti­
cipa N ochixtlán, está a una altura de 2130 msnm. Clim ática­
mente, oscila entre BShwgi y Cwbg (clasificación de Koeppen,
en Vivó y Gómez, 1946) que respectivamente indican: el

Figura 1
138 José Luis Lorenzo

primero, clima de estepa cálida, de invierno seco, con tempe­


ratura m áxim a anterior al solsticio de verano, isotermal; el
segundo, clima de pradera, de invierno seco no riguroso, con
temperatura máxima anterior al solsticio de verano e inferior
a 22° centígrados.
Fisiográficamente, y siguiendo a López Rubio (1956) esta
región queda entre la Sierra Madre de Oaxaca, que se des­
prende del Pico de Orizaba y llega hasta el Istmo de Tehuan­
tepec, y la Sierra Madre del Sur, que comenzando en el extremo
oeste del eje volcánico, se une a la Sierra Madre de O axaca en
el Istmo, siendo su vertiente noreste la que, al ponerse en
contacto con la suroeste de la Sierra Madre de O axaca, crea
esta zona, característica por la presencia de valles muy am ­
plios.
La Geología Histórica (López Rubio, op cit.) muestra ini­
cialmente una serie de rocas m etamórficas, afectadas por
grandes intrusiones graníticas de edad imprecisa, que for­
man lo que se ha llam ado el Com plejo Cristalino y Metamór-
fico Basal de Oaxaca. Sobre él, aparecen las rocas sedimentarias
no m etam orfoseadas de los sistemas Jurásico y Cretácico y
del Terciario.
Las series de los anteriores sistemas surgieron por las
transgresiones marinas que tuvieron lugar con dirección NE
a SO. Alternaron sedimentaciones marinas con erosiones
continentales, lo que hace que las series rara vez se encuen­
tren com pletas.
Al ir term inando el M esozoico, com enzaron los primeros
m ovim ientos de la Revolución Laram ídica, cuya acción tuvo
lugar en el Terciario. Así fue com o los mares m esozoicos co­
menzaron a retirarse, aparentemente con rumbo noreste,
siendo muy posible que en los territorios abandonados que­
daran los restos de los mares cretácicos en forma de grandes
brazos de mar. Dado que la retirada era debida a un levanta­
miento de las tierras, los gradientes de las corrientes super­
ficiales fueron aum entando, facilitándose la erosión y así
com ienzan a depositarse los conglom erados rojos, las lutitas
yesíferas y las areniscas rojizas.
En el M ioceno parece haber com enzado la actividad volcá­
nica con el surgim iento de grandes m asas de andesitas que
form aron m ayoritariam ente las elevadas serranías que hoy
conocem os.
Precisamente, la región de Yanhuitlán ha dado nombre a
Un sitio precerámico en Yanhuitlán 139

las capas yesíferas y areniscas de que hemos hablado y que


se asientan sobre los conglom erados rojos, denominados
capas Huajuapan.
Las capas Huajuapan (Salas, 1949) están formadas por
areniscas, cenizas volcánicas, arcillas arenosas y capas de
conglom erados y brechas que ocurren interestratificados.
Predom inan en estos materiales los colores rojizos, pero tam­
bién abundan los verdes y azules, y más escasamente los
morados.
La base de la sección siempre está formada por un conglo­
m erado rojo cuyos constituyentes son angulares y redondos,
mal separados por tam años, com poniéndose de fragm entos
de las rocas que form an la colum na estratigráfica en una
matriz de arena y carbonato de calcio como cementante, sién­
dolo en form a tan com pleta que los afallam ientos cruzan los
fragm entos de roca en vez de desalojarlos de su matriz.
Estas capas descansan discordantemente sobre el Cretácico
Superior y sus contactos superiores parecen concordar con
las capas Yanhuitlán, bajo las cuales descansan.
Las capas Yanhuitlán son de arcillas mal litificadas, de
color rosa o rojizo, que muestran buena estratificación y
form an el suelo de todo el valle, desapareciendo al aflorar el
conglom erado basal de la sección del Terciario, un poco más
al sureste de N ochixtlán.
Generalmente, estas capas están form adas por arcillas
bastante puras, pero ocasionalm ente tienen intercalaciones
de areniscas o arenas y cenizas volcánicas endurecidas has­
ta form ar capas resistentes, notables en la topografía. Más
raramente aún, contienen capas conglom eráticas de elemen­
tos pequeños y redondeados que muestran estratificación.
En ocasiones sé encuentran intrusionadas por m antos íg ­
neos, con frecuencia riolitas, form ando diquestratos de gran
extensión lateral, e inclusive verdaderos diques (ver figura
2 ).
Para Salas (op. cit.) las capas de Yanhuitlán, al igual que
las Huajuapan, son, posiblemente, sedimentos continenta­
les que fueron depositados en algún cuerpo de agua que
quedó encerrado en el altiplano, dentro del Continente, en
valles topográficos. Estos lugares deben haber tenido límites
poco uniform es, siendo la parte de N ochixtlán la más pro­
funda, por eso es que contiene m enos arenas, y la parte
m enos profunda la de Huajuapan, de ahí la abundancia de
140 José Luis Lorenzo

CORTE GEOLOGICO TIPO DEL AREA


DE Y AN H U ITLAN

R ECIEN TE
1-20 m

YANHUITLAN
*300 m

DIQUE HE ROLITA

HUAJUAPAN
* 300 m

CALIZAS

montaje sobre Salas 1949


YANHUITLAN, OAXACA
exploración arqueolo'gica en
YUZANÚ
septiembre 1955
DireccicCn de Prehistoria INAH

Figura 2
Un sitio precerámico en Yanhuitlán 141

capas clásticas. La presencia de cenizas volcánicas interes-


tratificadas con las capas Huajuapan es indicadora de acti­
vidad ígnea de carácter explosivo en la época de form ación
de las capas, actividad que desde luego tuvo lugar a no
mucha distancia. En la columna estratigráfica regional, am ­
bas capas son adjudicadas al Terciario.
Su contacto superior no se observó por ninguna partí y
sobre ellas sólo descansan materiales recientes: gravas, are­
nas, arcillas, concentraciones m egascópicas de carbonaf os
y, desde luego, suelos y paleosuelos.
La estratigrafía que nosotros encontramos, naturalmente,
sólo se relaciona con la última época, y ni siquiera completa,
ya que no descendimos hasta el nivel más bajo, tan sólo un
metro por debajo del estrato en que se hicieron los hallazgos.
Respecto a las estratigrafías del Reciente, en el área con ­
tamos con la obra de Cook (1949), quien tomó el Valle de Yan-
huitlán-Nochixtlán com o una de sus subáreas de estudio. De
ésta, la localidad número 1 corresponde a un punto situado
unos 1 050 m al sureste de Yanhuitlán, siguiendo la carretera
Panam ericana, en el punto donde pasa el arroyo de Yanhui­
tlán que aquí tiene paredes de 10 a 14 m de alto y anchuras de
20 a 100 m, exponiendo unos cortes en los que se puede
estudiar el proceso aluvial. En la parte inferior, en el lecho de
arroyo, hay espesores de dos a tres metros de arcilla roja que
va cam biando gradualmente y sin discontinuidad hasta for­
m ar un horizonte, de material muy meteorizado, de uno a dos
metros de grueso. Claramente, este es el suelo original del
valle y podemos nom brarlo suelo 1. Sobre él y yaciendo en
inconform idad, hay otro horizonte compuesto de arcilla are­
nosa depositada en medio acuático. La parte superior de este
horizonte (25 a 30 cm) es de color oscuro y está meteorizada.
Parece un perfil joven, en proceso de form ación, más que un
perfil viejo truncado y erosionado. Este horizonte, que en
total tiene de 1.20 a 2.00 m de espesor, se le llamará suelo 2.
Sobre él hay una capa, de 4.50 a 6.00 m de espesor, de arena
aluvial en láminas de la cual los 30 ó 60 cm superiores
tuvieron gran meteorización. Cook encontró tiestos desde la
superficie actual hasta una profundidad de 6 m (ver figura 3).
En algunos lugares, se observan alteraciones en esta es­
tratigrafía típica, ocasionadas por la presencia de canales o
cursos de erosión de corrientes de agua (el mismo arroyo o
sus afluentes laterales) que interrumpieron la secuencia na­
tural, removiéndola.
142 José Luis Lorenzo

YANHUITLAN - NOCHIXTLAN
Localidad I , a 1050m al S.E. de Yanhuitla'n

_________________________________________________________ g

______________________________
____________________________E

0
C

CORTE ESQ UEM ATICO DE LA BA R R A N C A

A nivel actual del arroyo.


B suelo I, horizonte C,arcilla roja.
C suelo 1, horizonte B ,o 'A *B .
D suelo2,horizonteC,orcilla -
arenosa fina.
YANHUITLAN, OAXACA.
E parte meteorizada. exploracio'n arqueológica en
F arena aluvial. YUZANU
G superficie meteorizada. septiembre 1955
X tiesto.
Dirección de Prehistoria INAH
C O O K,1949.

Figura 3
Un sitio precerámico en Yanhuitlán 143

Las naturales oscilaciones del arroyo, desplazando su cau­


ce de un lugar a otro dentro del valle, son las que, de no
tomarse esto en cuenta, podrían confundir la interpretación
de los sedimentos por truncar la columna estratigráfica par­
cialmente o presentar rellenos que pueden calificarse de in­
trusivos.
Cook (op. cit.) piensa en un ciclo continuo de erosión y
depositación. La presencia del hombre (agricultura) produjo
una erosión laminar, rápida, en las laderas, depositándose
este material en espesores de 1.20 a 2.00 m; entonces el río
cam bió su curso, dejando esta parte expuesta; siguió un
largo periodo de meteorización; luego el río volvió al lugar y
dejó un depósito de 4.50 a 6.00 m en inconform idad de con ­
tacto respecto al material previo. Finalmente, y siguiendo a
otro intervalo prolongado de meteorización, la erosión dism i­
nuyó y el río empezó a degradar donde antes había agradado.
El tiempo transcurrido debe haber sido largo, ya que he­
m os de tomar en cuenta el lapso necesario para depositar por
lo menos 7.5 m de arena y lodo, m ás dos periodos para
meteorizar el aluvio hasta una profundidad de 30 a 60 cm.
Finalmente fueron necesarios algunos cientos de años para
que se excavara la barranca actual.
Se han encontrado tiestos a profundidades de seis metros,
luego la ocupación humana debe haber estado bastante
avan zad a antes de que los depósitos se hubieran com ­
pletado en más de un tercio. Una estima de 3 000 a 5 000 años
no sería dem asiado para toda la serie de acontecimientos,
según Cook. Las demás localidades de esta subárea, situadas
más lejos del lugar explorado que la descrita, corroboran la
interpretación dada a ésta.
No hemos podido resistir la tentación de resumir de Cook
todo lo anterior, en vista de lo que nos indica respecto a
nuestra propia exploración y dado que su localidad número 1
de la subárea Yanhuitlán-Nochixtlán es igual, en estrati­
grafía, al sitio explorado.

II

El sitio localizado en 1953 se encuentra en una barranca de


las que forman la cabecera superior del río Yanhuitlán, en el
paraje llam ado Yuzanú, unos dos kilómetros al NNE del
pueblo.
Un sitio precerámico en Yanhuitlán 145

El croquis topográfico (ver figura 4) muestra el lugar de ex­


cavación, dentro del círculo doble. Este croquis, por dificulta­
des para encadenarlo a algún banco altimétrico cercano o a
algún vértice geodésico, no tiene cotas de nivel absolutas
sino relativas y distanciadas cin co metros a la vertical.
Teniendo el hogar com o única huella de la presencia hu­
m ana en aquel estrato y a cerca de siete metros de profun­
didad, se trataba de llegar hasta un punto sobre él, con
la m ayor rapidez posible, pero sin perder el control estrati-
gráfico natural y, posiblem ente, el cultural, si es que éste
aparecía. Luego com enzaría el trabajo delicado, para el cual
pensábam os aplicar la técnica de las coordenadas cartesia­
nas (Laplace y Meroc, 1954).
El área sobre la que habríam os de rebajar los cin co o seis
metros de material que nos separaban del hogar, no podía
ser muy grande por razones presupuéstales y de tiempo.
T am poco muy pequeña por el peligro que representaban los
pozos angostos y profundos cuando se hacen en terrenos de
aluvión con capas interm edias de gravas y arenas. Así, op­
tamos por com enzar rebajando primero un metro en un área
lo bastante am plia com o para tener donde instalar nuestro
cam pam ento de trabajo, dejando naturalmente, un banco
testigo de cin co metros de largo por 0.50 m de ancho que iba a
ser nuestro nivel 0 en el control de profundidades, adm itien­
do, lo que no estaba lejos de la situación real, que toda la
superficie por desm ontar tenía el m ism o nivel.
Se com enzó a rebajar el borde de la barranca para facilitar
la tarea de rem oción del material que se lanzaba a ella y
cuando llegam os a tres metros de profundidad se dejó un
banco de retén que, aunque dism inuía el área de exploración,
nos daba un m ayor m argen de seguridad, pues la lluvia, que
había caído casi sin interrupción durante el tiempo trans­
currido, podía originar un derrumbe o deslizam iento de con ­
secuencias serias. De esta form a se llegó al nivel previsto
para suspender el trabajo de pico y pala y com enzar con el de
espátula y brocha.
Hasta este punto habíam os seguido la estratigrafía na­
tural del aluvio, aunque para efectos gráficos aparece en la
figura 9 con etapas métricas. La poca cerám ica que apareció,
fue conservada y m arcada, adjudicándosele la posición del
estrato en que se había encontrado. Por cierto y de acuerdo
con los peritajes de los Sres. Bernal y Piña Chan, la posición
146 José Luis Lorenzo

cultural y cronología de la cerámica encontrada es de difícil


determinación por tratarse de fragmentos de cerámica do­
méstica, pero conocida en esta área. En el caso ante el que
nos encontrábamos, nos pareció suficiente este registro so­
mero puesto que la im portancia del lugar la estábamos adju­
dicando, a priori si se quiere, al hogar, siendo nuestra meta
llegar a él. Esto, hemos de admitir que no es muy rigorista,
pero la escasez de tiempo y fondos normaba el sistema.
Para el trabajo fino, dividim os el área por explorar en
cuadros de un metro de lado, teniendo com o punto de referen­
cia una plomada bajada desde el ángulo SO del banco de
control. Desde allí podíam os establecer un plano horizontal,
paralelo al de la superficie del suelo original. El plano extra­
polado del superficial se estableció a -5 m, situándolo con
ayuda de una alidada por todas las paredes de la excavación.
Tuvimos la suerte de poder orientar nuestros cuadros en
los dos grandes ejes de los puntos cardinales, N-S para las
secciones, nom bradas con letras, y E -0 para los sectores, de­
nom inados con números.
El método de las coordenadas cartesianas tridimensiona­
les no es nuevo, pero la forma en la que Laplace y Meroc lo
han puesto en uso, le da unas posibilidades que antes no
tenía, y que las demás form as de emplearlas no tienen.
La escuela estadounidense emplea la estratigrafía de nive­
les arbitrarios o mecánicos, los cuales varían en espesor a
criterio del arqueólogo, desde 10 hasta 50 cm, según lo que
considere conveniente. Entre las razones que norman la elec­
ción de un módulo u otro, están sobre todo el tipo de suelo y la
cantidad de materiales arqueológicos que salgan, aumen­
tándose el espesor de la capa cuando los últimos son pocos y
dism inuyéndose cuando son muchos.
Si bie*i cada arqueólogo estadounidense tiene su técnica de
excavación variante de la enunciada, la que hasta ahora se
ha expuesto más claramente es la que se empleó en el Bajo
Mississippi (Phillips, Ford y Griffin, 1951; pp. 239-243).
La explicación y defensa que en esa obra se hace de lo
mejor de la escuela estadounidense, nos parece llevar en el
fondo una clara reacción contra la Escuela Inglesa.
Los ingleses desde Pitt Rivers y Flinders Petrie, metodiza­
ron su técnica de excavación hasta el punto en que, durante
años, junto con nórdicos, alemanes y suizos, han sido quie­
nes han dado la muestra de cóm o excavar bien.
Un sitio precerámico en Yanhuitlán 147

Su base ha sido el excavar considerando las capas “ natu­


rales” , situando tridimensionalmente lo encontrado en ellas.
Desde luego, el empleo de niveles arbitrarios lo ven como
algo propio de la época de los anticuarios más devastadores,
y el uso de cribas les parece la confesión implícita de las
incapacidades del arqueólogo que las emplea.
Respecto a lo primero, estamos totalmente de acuerdo. En
muchas m onografías arqueológicas se nos muestra, con lo
que podríamos llamar sancta simplicitas, unos cortes o
perfiles de excavación donde se ven las irregularidades de
las capas culturales (aunque sea una perogrullada, hay que
hacer constar que salvo muy rarísimas excepciones, los
detritus de ocupación humana no se depositan con regulari­
dad horizontal) y en esas mismas monografías, al descri­
birnos el “ m étodo” de excavación empleado se dice sin em­
pacho que se empleó el de estratos artificiales, sea cual fuere
su valor. Es bien obvio que sólo en muy extrañas ocasio­
nes y parcialmente pueden llegar a coincidir ambas estrati­
grafías. Lo normal es que las capas métricas participen
parcialmente de un horizonte o fase cultural o engloben
varios de ellos, total o parcialmente.
Hay casos en los que el candor del arqueólogo ha llegado a
presentar en dibujos o fotografías un corte o perfil en el que
se presenta la estratigrafía cultural o natural y la por él
creada, viéndose bien claro cóm o los niveles “ métricos”
cabalgan alegremente sobre uno o más niveles culturales o
laturales y esto en los casos más simples.
D esde lu eg o, el “ m é to d o ” es ex p ed itiv o. Se obtien en
evidencias (?) en cantidad y en poco tiempo, amén de con
costos monetarios bajos. Pero, ¿a qué costo en la posibilidad
de interpretación cultural?
Un sistema así sólo nos puede dar un esquema elemental
de la cultura y sus cam bios, de lo que verdaderamente es el
fin de la tarea arqueológica: la reconstrucción histórica de
los pueblos sin docum entación escrita a través de los restos
de su cultura material, de eso apenas nos dice algo. Sería
como tratar de comprender un libro por la lectura de los títu­
los de los distintos capítulos que lo forman.
Estamos totalmente de acuerdo en que una capa natural o
cultural puede tener variaciones internas, no perceptibles
cuando se engloban en una sola unidad; con lo que no esta­
mos de acuerdo es con dividirla en partes iguales, sean éstas
148 José Luis Lorenzo

dos o tres mil. Sabemos que los procesos de formación de


suelos no son iguales y, com o en última instancia, esto son
las tan traídas y llevadas capas naturales, suelos u horizon­
tes de los mismos, paleosoles completos o fragmentarios, sus
dimensiones distan mucho de ser regulares pero en todo caso
están mostrando un condicionam iento medial, con frecuen­
cia normado por una situación cultural. Por ello hay que
tomarlos com o guía en nuestras excavaciones verticales.
Puede ser, y aquí es donde coincidim os con Phillips et al,
que en ese horizonte aparente tengamos una serie de compli­
caciones culturales. Con todo, no creemos que el método de
conocerlas a fondo se el que él emplea.
De la estratigrafía artificial o métrica sólo puede llegarse a
establecer una secuencia de estilos o tipos en un lugar. Esto
se debe a que no existen asociaciones en el sentido horizontal
y así puede darse el caso de que se extiendan por “ culturas”
lo que realmente no pasa de ser una variante de estilo. Repe­
timos, puede decirse que lo obtenido es una muestra de carác­
ter primario, elemental.
Cuando se trabaja no a partir de niveles definidos desde un
punto o plano arbitrario y con una norma métrica preesta­
blecida sino tomando en cuenta los estratos naturales y cul­
turales que el proceso excavatorio nos va mostrando, están
llegando a nuestras manos materiales en asociación, con­
juntos que tienen validez en la horizontal y que por lo tanto
son representativos de la cultura en cada nivel y en forma
mucho más coherente, por las relaciones que marca.
Lo uno es boceto, lo otro es obra completa.
Desde luego, el factor económ ico es el que norma ambos
tipos de excavación. No es posible atacar una zona arqueo­
lógica con la técnica de Laplace y Meroc, esto sólo es aplica­
ble a sitios relativamente pequeños que pueden ser excava­
dos así en su totalidad, pero debe ser empleado de vez en
cuando en las zonas arqueológicas grandes en los puntos en
los que la riqueza de depósitos puede darnos una secuencia
completa o casi completa y con los datos que se obtengan de
estas excavaciones, de cada sitio, que se completa con los
materiales salidos del otro tipo de excavaciones, dando a
éstas una posibilidad de detalle que de otra forma no pueden
tener.
De momento, y hasta donde ha llegado el desarrollo de las
técnicas de excavación, sólo hay un método que sea capaz de
Un sitio precerámico en Yanhuitlán 149

proporcionamos todos los informes que la tarea de restitución


cultural requiere: la posición absoluta de cada pieza, de cada
fragmento, de cada resto por ínfim o que aparente ser, pero
que es producto de la actividad humana. Todos ellos tienen
valor por sí mismos y en sus asociaciones o disociaciones, lo
mismo que su posición respecto a los niveles naturales o
culturales.
Este sistema es el de las coordenadas cartesianas o siste­
ma de registro tridimensional.
Como la mayor parte de las técnicas arqueológicas, surgió
de la excavación de yacimientos prehistóricos y, aunque
con ocido y practicado desde hace m uchos años, nunca
había sido expuesto tan clara y rotundamente como se hizo
por los autores que hemos mencionado.
Mejora la más exigente técnica británica al evitar, por la
anotación precisa de cada objeto, las generalizaciones exce­
sivas que surgen de considerar unitarias las capas homogé­
neas de grandes proporciones.
Además está muy por encima de la técnica estadouniden­
se, con su simplista mecanización del proceso excavatorio.
Dejaremos la palabra a sus autores para que nos digan lo
que puede obtenerse con la aplicación de su sistema de exca­
vación.
a) El método de las coordenadas tiene por objeto inmediato ano­
tar la posición relativa de las piezas de un yacimiento, tanto en el
plano horizontal (posible descubrimiento de datos etnográficos)
como en el vertical (posibilidades de estudio de la evolución de
una industria dentro de una misma capa arqueológica).
b) Permite darse cuenta, por la disposición del mobiliario en los
diagramas frontales o laterales, si a una misma capa geológica
llegan a corresponder uno o varios niveles arqueológicos.
c) Permite darse cuenta, por la disposición del mobiliario en los
planos, si sobre un mismo suelo han vivido, en épocas muy próxi­
mas, dos grupos humanos de diferentes industrias.
d) Permite ver si en capas geológicas distintas, la misma indus­
tria prosigue sin cambios o si sufre variaciones en alguna medi­
da de acuerdo con los cambios del clima.
e) Impone al arqueólogo una relativa lentitud, muy útil ya que
permite darse cuenta, y a veces resolver, problemas que hubieran
pasado inapercibidos en otro sistema.
El objeto de estudio es el yacimiento en su totalidad y no la bús­
queda de piezas y el interés de la exploración por lo tanto aumen­
ta. Finalmente, se ha dicho con frecuencia que todo yacimiento es
150 Jasé Luis Lorenzo

un documento que se destruye por quien lo lee. El método expues­


to es capaz de paliar parcialmente esta destrucción y de conser­
var el recuerdo más preciso de la manera en la que las cosas se
presentaban.
La era de los pioneros ya terminó y toda exploración llevada a
cabo con métodos que en el pasado fueran meritorios, no conduce
más que a llenar cajones y a destruir yacimientos sin que nues­
tros conocimientos progresen. El empleo simultáneo y comple­
mentario de los métodos estratigráficos clásicos, de las coordena­
das cartesianas y del estudio estadístico de los objetos recogidos,
nos parece actualmente el mínimo indispensable que debería im­
ponerse todo arqueólogo preocupado en que su trabajo sirva ver­
daderamente al progreso de la Arqueología Prehistórica.

III
Ya hemos visto lo expresado por Laplace y Meroc y, desde
luego, estamos de acuerdo con ello. En nuestro caso, adop­
tamos los principios y empleamos la misma técnica que ellos
usan si bien tuvimos que hacer algunas modificaciones, con­
sistentes en lo siguiente.
En primer lugar, com o el método es lento y no se disponía
de mucho tiempo, obviam os el registro tridimensional de los
materiales hallados en los primeros cinco metros y seguimos
estrictamente la estratigrafía natural adjudicando a cada
capa los materiales culturales que en ella se encontraban;
esto se llevó a cabo hasta que alcanzamos los -5 m. Desde este
plano general comenzó el trabajo de detalle, muy entorpeci­
do por la lluvia. Segundo, dada la aparente simplicidad cul­
tural y el corto número de materiales hallados, no se acom
paña este trabajo de diagramas verticales de ningún tipo.
Quizá, si se vuelve a excavar este sitio en el futuro, podamos
disponer de un número mayor de materiales culturales y
entonces si será imprescindible el empleo de los diagramas y
se podrán hacer elaboraciones estadísticas válidas.
La primera modificación corresponde al aspecto de la téc­
nica exploratoria y la segunda al de la presentación del
trabajo, ya que los datos tridimensionales de cada piedra y
lito, así com o del hogar, fueron rigurosamente anotados.
Tras aclarar estas salvedades, pasaremos a otro punto.
IA) primero que apareció fueron las piedras (ver figura 5),
«e limpiaron y se fueron situando en los croquis parciales de
cuadro, sin moverlas de su sitio. Poco a poco se fueron seña-
..
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Figura 5

1 .
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152 Jose Luis Lorenzo

lando unos ciertos órdenes en su distribución. Lo primero


aparentemente fue una alineación irregular pero clara que
daba la idea de que estábamos ante los restos de un pequeño
muro, que en un extremo terminaba en el corte de la barranca
y que (ver figura 6), con rumbo NE-SO ocupaba casi todo el
cuadro CC-4 y parte del BB-5 y DD-4, siendo posible que se
hubiera extendido más por BB-5, cuadro que estaba reducido
al mínimo por la erosión de la barranca.
Al continuar limpiando estos tres cuadros, pudo verse que
más que un pequeño muro basal de una construcción de
palos y madera, parecían definirse dos círculos de piedras
destruidos y cuya caída desorganizada insinuaba el peque­
ño muro. Estos pequeños círculos de piedra se podían ver
más claramente en el cuadro BB-2 y en los BB-3 y CC-3, don­
de apareció otro. No pararon ahí. Con menos claridad, pero
distinguibles, se localizaron también en el B-3 y en la zona de
ángulo común de los AA-4, BB-4, AA-3, donde puede que
haya habido dos, quizá tres. Otro que resultó bastante claro
fue el del cuadro B-l.
También en la zona de los cuadros DD-3, EE-3, DD-2 y
EE-2, aparecieron otros círculos, no muy completos, pues
hubo que detener la exploración en esta zona por razones de
seguridad.
La idea de que consistían en sostenes de piedra circulares
para postes surgió de la abundancia de carbón que existía
entre las piedras, carbones que, por sus tamaños y aunque
estaban bastante fragmentados, pudieron pertenecer a pos­
tes. En las ilustraciones no se ha indicado las posiciones
absolutas del carbón, por no com plicar la representación
gráfica, pero se encontraba mezclado abundantemente con
las piedras y en los cuadros donde éstas se encuentran.
Algunos pequeños fragmentos aparecieron fuera de estas
áreas, muy dispersos y no relacionables directamente con los
círculos. El resto fue localizado en el hogar.
Simultáneamente a la limpieza de las piedras fueron recu­
perándose los litos. Estos yacían unas veces, las menos,
entre las piedras caídas y las más, en los espacios limpios
que se encuentran entre ellas. Hay dos áreas mayores de
localización de los litos: una, en los cuadros BB-4 y BB-5, en
la inmediata vecindad de lo que parece ser una doble hilera
de postes paralelos y la otra en la periferia del hogar, en el
cuadro B-4 sobre todo.
R E S T O S DE H A B I T A C I O N

YANHUITLAN,OAXACA
•xplorociont •
o rq u t o l ó g i c o s
•n YUZANU
ANOTARON 4 .L LORENZO
M MESSMACHER
C NAVARRETK
OIRUJO M MESSMACHER
SEPTIEMBRE 1935
DIRECCION O
C PREHISTORIA INAM
Figura 6
154 José Luis Lorenzo

Es necesario hacer constar que las piedras de los que su­


ponemos círculos, en ningún caso eran cantos rodados, com o
los que ahora se encuentran en el lecho del arroyo, sino
fragmentos de roca de tipo volcánico, semejante a la form a­
ción rocosa que aflora en la cabecera del arroyo, aproxim a­
damente un kilómetro al norte. También hay que significar
que de los carbones no se encontró ningún fragmento al que
pudiera asignarse haber pertenecido de una viga de construc­
ción.
Respecto a los litos (ver figura 7), en su mayoría, son lo que
se llama atípicos, probablemente desechos de talla, lo que
concuerda razonablemente con las zonas en las que fueron
encontrados. Hay entre ellos tres núcleos, dos navajas y dos
raederas. Los tres núcleos tienen las siglas B-4, 2; B-4, 12 y
B B-3,3, respectivamente, lo que indica que uno fue la segun­
da pieza encontrada en el cuadro B-4, otro la doceava del
mismo cuadro y el último, la tercera del BB-3. Las dos nava­
jas son también del B-4, número 9 y 11 (en la ilustración se
incluye una punta con borde usado por trabajo que salió del
cuadro CC-4 con el número 7 y cuatro lascas, típicas de
trabajo de retoque, (ver figura 8) y las dos raederas o arte­
factos de raído son del DD-5, número 1 y del CC-3, número 1,
respectivamente (ver figura 9). Todas las demás piezas, co­
mo dijimos, son lascas producto de talla, com o las que se
ejemplifican en la figura 8 y el total de litos rescatados
suman cincuenta y ocho.
Por el aspecto de algunos de ellos, puede decirse que en el
lugar se practicó el tallado por percusión de piedra contra
piedra y de madera o hueso (también asta) contra piedra.
Además, hay algunos, pocos, que por su pequeño tamaño y
su delgadez pueden ser productos de retoque de presión por ma­
dera o hueso. No se encontró percutor de ningún tipo en el
área excavada, y, en resumen, no hay elementos en los que
apoyar, no ya una tipología, ni siquiera alguna inferencia de
carácter com parativo con alguna otra industria conocida de
estadio cultural o posición estratigráfica semejante, aunque
nos arriesgásemos a hacerlo sólo cualitativamente y no to­
mando en cuenta el factor cuantitativo.
El examen de todos los carbones no produjo una sola semi­
lla, ni silvestre ni cultivada. Las maderas quemadas, en
algunos casos, podrían prestarse a una identificación, lo que
se está haciendo por un especialista. Tam poco apareció nada
o o !
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156 José Luis Lorenzo

Figura 8. Primera y segunda filas: los núcleos. Las flechitas


indican los golpes para obtener lascas. Tercera fila: en los
extremos, las navajas, la punta al centro. Fila inferior: lascas,
desechos de talla.
Un sitio precerámico en Yanhuitlán 157

Figura 9. Las dos raederas.

que pudiera pensarse coinu resto de un artefacto de madera,


entero o roto ni nada de tejido, cordaje o cestería.
Es necesario hacer notar la ausencia de artefactos de m o­
lienda o m achacado.
Respecto a los restos del hogar (ver figura 10), que fue
nuestra guía en la exploración, com o puede juzgarse, era de
una form a que bien pudiera significar que en algún m o­
mento fue agrandado. Llama la atención en seguida su pro­
fundidad y, si tom am os en cuenta el sector de círculo que
quedó, la reconstrucción del total, considerándolo circular,
nos arroja 2.40 m de diámetro. La presencia de piedras en su
interior, m ezcladas con carbones y tierra y reposando sobre
capas en las que, aparte de la tierra, lo más característico
eran las cenizas, recuerdan un agujero en el que se hubiera
hecho barbacoa.
Los limos asociados al hogar tienen, en su distribución,
aspectos interesantes. La m ayor parte se encontraba en el
borde y al m ismo nivel (-5.70 m.), sobre el hogar, y algunos,
los que van del número 12 al 16 del B-4, entre los -5.92 y los
158 José Luis Lorenzo

HO G A R

vista frontal

planta

corte

YANHUITLAN, OAXACA.
exploración arqueológica en
.5
YUZANU
septiembre 1955
Dirección de Prehistoria INAH

Figura 10
Un sitio precerámico en Yanhuitlán 159

—5.96 de profundidad, esto es, hasta 26 cm dentro del hogar,


pero en el contacto del contenido del hogar con sus paredes,
por lo que hay que considerar que resbalaron desde la super­
ficie donde estaban con los demás hasta el interior. La au­
sencia de fracturas termales en el sílex de que están hechos
demuestra que el fuego no se prendió cuando ocuparon el
lugar en el que habrían de ser encontrados. La distribución
de los litos en el hogar podría indicar que, después de su
última utilización, el lugar siguió habitado.
A lgo digno de mención, es la ausencia absoluta de restos
óseos.
Cuando se hubo anotado y levantado todo el material
cultural, proseguimos la exploración a la vertical por un
metro más en toda el área, no encontrando huellas de que la
parte subyacente a la cultural hubiera sido removida en
algún punto.
Es muy posible que la capa cultural fuera el horizonte A
de un paleosol y que en él se encontró todo, ya que más abajo
com enzaron a aparecer lentículas de gravas y arenas que
pueden interpretarse com o el antiguo lecho de inundación
del arroyo, el cual, una vez abandonado por las aguas, se
convirtió en suelo y sobre él se fueron a asentar las gentes
que dejaron los restos encontrados.

IV

Ahora, hemos de analizar las distintas partes que hasta aquí


se han expuesto.
En primer lugar, la geología y la edafología del lugar.
Geológicam ente y siguiendo a Salas (op. cit.) la excavación
tuvo lugar en el área epónim a de las capas Yanhuitlán, por lo
que su descripción se adapta totalmente a las circunstan­
cias. En nuestro caso, las capas Yanhuitlán form an visible­
mente la ladera que queda frente al sitio excavado, a una dis­
tancia que puede ser de unos 100 m. Allí están form ando el
lado oeste del valle, y se presentan fuertemente erosionadas,
siendo sus productos los que, tras el norm al meteorismo, han
venido a form ar el relleno del valle; el cual, siguiendo la
Geología Histórica, se habría com enzado a form ar a prin­
cipios del Pleistoceno o en la transición Plio-Pleistoceno.
160 José Luis Lorenzo

E S T R A T I G R A F

T—
— -suelo cafe
1.20

1m -zona de concentración de coco


-tierra orenosa gris rojiza

arena rojizo
2m 5»---- arena arcillosa omorillenlo
« -- tierra arenosa rojo
té ;+j~Jt- — 3| ----areno rojiza
arcilla amarillenta arenosa
-tierra arenosa gris amarilla
3m - arcilla bandeado gris amarilla
s -tierra arenosa gris cafe
-tierra gris rojizo arenosa

- zona de lenta*» de arena y


4m guijarro* con arcillas rojas
gris amarillentas
. o■ o •
?
.v ;•.Vv •••'
5m — arcilla arenosa rojo

-arena rojiso amarillenta y


guijarros
6m
-capa cultural
-material de aluvio estéril

7ml
YANHUI TLAN , OAXACA
exploraciones arqueológicas
en YUZANU
anoto J . L LORENZO
dibujo m messmacher
septiembre 1955
Dirección de Prehistoria INAH

Figura 11
Un sitio precerámico en Yahhuitlán 161

Desde luego, los diversos procesos características del Pleis-


toceno en estas latitudes nos hacen com prende!- due el valle
actual n o es necesariam ente el original. El contihtlo m odela­
do de las rocas por los agentes clim áticos, y rtlás si son
blandas com o las de las capas Y anhuitlán, peralitfe asegurar
que en los cientos de miles de años de su historia pleisto-
cénica esta zona debió sufrir m uchos cam bios. La Realidad es
que lo que se encuentra en la obra citada sobre esta época
geológica es bien poco. Tenem os que referirnos a Cbok (o p .
cit.) para entender algo, tom ando en cuenta qué feú estudio
está referido, sobre todo, a las partes m ás tardíáá, Ib que se
podría llam ar H oloceno si es que este infeliz tériniho sigue
teniendo algún valor.
Cook nos describe una secuencia de ciclos de erosión y
sedim entación y de am bos com binados a los qtie se une,
durante los periodos de tranquilidad de la últirria, la form a­
ción de suelos, algunos de cuyos horizontes llega á reconocer.
3u esquema estratigráfico, m ás dinám ico e histórico que
detallista, corresponde en su parte superior con fíl nuestro,
(ver figura 11).
Su análisis del corte de la barranca, que ya hettios trans­
crito, indica una capa, la E, com o correspondiente a la parte
meteorizada de un suelo, el 2. Fue precisam ente teh festa capa
u horizonte en la que se encontraron incluidos ldfc jttateriales
arqueológicos que hem os descrito y en la que estaba la parte
superior del hogar. La presencia de esta capa Hietfeorizada,
que “ parece un perfil joven, en proceso de forü ¿Ción, más
que un perfil viejo truncado y erosionado” , eS, c jincidente
con la situación cultural que encontram os en éli itiesto que
no hubo discordancia erosiva que hubiera perturbado o redu­
cido a fragm entos la evidencia arqueológica, eri t&so de que
no la hubiera barrido. i
Otra concordancia m uy im portante es que, eti lá obra de
Cook, se señala com o punto límite inferior de la á^Hrición de
cerám ica la base de la capa F, exactam ente sobre ti Contacto
con la E y, en nuestro caso, fue en un punto semejáHte donde
se localizó el que habría de ser el último tiesto éHbbntrado.
Cierto es que todo ello pudiera aparecer com o uti¿ aprecia­
ción personal, subjetiva, norm ada por el interéí Hue todo
arqueólogo pone en sus propios descubrim ientos y |?1 prurito
de “ m ás antiguo” que le acom paña; pero no es a « .
De la exploración, pudim os rescatar carbón eil Cantidad
162 José Luis Lorenzo

suficiente para hacer determinaciones de C14 dedos lugares


de la misma; uno, de la zona de los círculos de piedra del
cuadro CC-4 y el otro del mero hogar. En este último caso,
hicimos algo que puede ser impugnable y que consistió en
que rescatamos carbones de las diversas capas que presen­
taba el hogar, juntándolos, en el afán de reunir una cantidad
suficiente para que la marcha analítica del laboratorio no
tropezase con inconvenientes debido al pequeño tamaño de
la muestra. En cualquier caso, la diferencia cronológica in­
terna del hogar no puede ser muy grande.
Las muestras fueron enviadas al Laboratorio de U.S. Geo­
logical Survey a través del Sr. Carl Fries y dieron los si­
guientes resultados:
La muestra número 1, la del hogar, nos da una cifra de
4050 ± 200 y la número 2, la de los dos círculos de piedra,
3950 ± 200.
Por su lado, Cook asienta que “ una estima de 3000 a 5000
años no sería demasiado para toda la serie de acontecimien­
tos” refiriéndose a la formación del relleno del valle de Yan­
huitlán y sus alteraciones por la erosión. Esta otra coin­
cidencia también la creemos de interés.
Pero lo más interesante es que Cook (op.cit.) considera que
la erosión laminar, rápida, de las laderas que depositó espe­
sores de 1.20 -2 metros para formar el suelo 2, fue producida
por la presencia del hombre (agricultura). Esta capa es la
que en su parte superior presenta un horizonte meteorizado
de .20 a .30 m de espesor, el cual corresponde con nuestra
capa cultural; luego entonces nuestros restos son posteriores
o terminales de la erosión causada por la agricultura, lo que
quiere decir que la agricultura ya llevaba algún tiempo de
establecida en el valle cuando se formó el horizonte explora­
do, no siendo la carencia de cerámica en él ni en el conjunto
del suelo 2 óbice para la presencia humana.
Aunque los materiales hallados, muebles e inmuebles, no
permitan aseveraciones detalladas, creemos contar con ele
mentos suficientes para poder decir que el hallazgo de Yan­
huitlán es la primera prueba clara, cierto es que no muy
brillante, de un horizonte, posiblemente en los albores de la
agricultura. El hecho innegable de los restos de una habita­
ción hum ana junto con la total ausencia de huesos de anima­
les lleva a pensar en un m odo de vida que ya no es el de
cazador, ni el de recolector-cazador, sino el de gente de un
Un sitio precerámico en Yanhuitlán 163

cierto sedentarismo, aunque éste sea estacional, e ignoran­


tes de la cerámica.
Admitimos que ciertas ausencias, por razones de lo poco
extenso del área, no pueden darse com o sintomáticas; de
acuerdo. Pero sería verdaderamente extraño que la cerámica,
entera o en fragmentos, y los huesos, en las mismas posibles
condiciones, ocupasen un lugar aislado, único, con el que no
dimos o varios, tam poco encontrados. Los artefactos de mo­
lienda o m achacado sería lógico haberlos encontrado en un
lugar del tipo de cultura com o el que atribuimos al explorado.
Las ausencias mencionadas nos llevan a hacer una serie de
razonamientos que parecen encam inados a que se admita
que el no haber cerámica ni huesos afirma un tipo de acti­
vidad humana que los excluye y, esa misma ausencia, en el
caso de los artefactos de molienda y m achacado (cuya pre­
sencia sería la afirm ación completa) como casual y producto
de lo exiguo del área explorada.
Nuestra tesis sólo puede defenderse admitiendo que por
ser los instrumentos de molienda o m achacado poco nume­
rosos y más sólidos que, por ejemplo, la cerámica, en el caso
menos frecuente de rotura, sus fragmentos son escasos y
más engorrosos, por lo que generalmente se retiran de la
zona de habitación a no ser que se reutilicen.
En lo personal, estamos convencidos de nuestros propios
razonamientos, lo cual no deja de ser natural, pero no nos
extrañaría que hubiera quien no estuviese de acuerdo.
La localización en Yanhuitlán de un sitio precerámico y de
los comienzos de la etapa agrícola, no transforma lo hasta
hoy conocido y dicho. Armillas (1957) da al origen del cultivo
y de las plantas cultivadas una antigüedad no menor de 3000
a. de C. para el Continente Americano y ejemplifica con la
fecha de C14 asociada al hallazgo hecho por McNeish dedos
especies primitivas de maíz cultivado en el Horizonte La
Perra, de las cuevas de Tamaulipas, fecha que es de 4 455 ±
280 años.
La Sierra de Tamaulipas se encuentra algo retirada de
Yanhuitlán pero no es posible descartar un origen de la
agricultura en esta región de Oaxaca, inclusive aunque en
nuestro caso no se haya encontrado ni el más leve vestigio
directo de cultivo del maíz. No lo descartamos porque 35 km
al sur de Yanhuitlán y en el mismo valle, se encuentra la
zona arqueológica de Montenegro, de la cual se obtuvo una
164 José Luis Lorenzo

fecha de C14, de dos muestras promediadas, que da 2 680 ±


280 años para una tumba de un periodo cultural que se ha consi­
derado contem poráneo del Monte Albán I y su equivalente
en la Mixteca.
Si para esta época tenemos todo un complejo arquitectó­
nico ceremonial característico de lo que se ha definido como
Clásico, aunque no se incluya en él por razones que ignora­
mos, hemos de admitir que para llegar a ese momento, el
preclásico inmediatamente anterior, local, tuvo que durar
algunos siglos. Entonces, nuestra fecha de 4 000± 200 apro­
ximadamente, no nos parece muy difícil para la situación
cultural que creemos representa el sitio de Yanhuitlán.
En este caso, la cronología admitida para la Cuenca de
M éxico parece no com paginar con fechas que tenemos para
la Mixteca. Pensamos que lo que sucede es que nos encontra­
mos ante un caso de situaciones hom otaxiales asincrónicas,
hasta que, en los siglos III-IV de nuestra era, ambas regio­
nes son hom otaxiales y sincrónicas. El corolario sería que
las altas culturas de Mesoamérica son originarias de las
montañas oaxaqueñas. Pero esto es un asunto para tratarlo
en otro momento.
La realidad es que lo reducido del área explorada no nos
permite más que hipótesis cuando tratamos de enlazar lo
descubierto con el cuadro general de las culturas de M eso­
américa. Es posible que por algún tiempo el hallazgo de
Yanhuitlán quede com o un hecho aislado, pero es indudable
que estamos ante los primeros restos de un horizonte que es
el antecedente obligatorio para entender el comienzo de la
agricultura, que es absolutamente natural y, más aún, nece­
sario, para comprender el nacim iento de las Civilizaciones
de Mesoamérica.

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1946 “ Climatología de México” , Instituto Panamericano
de Geografía e Historia, Pub. No. 19, México, D.F.
La Arqueología de V. Gordon Childe
La Arqueología de V. Gordon Childe*

En el mes de julio de 1956, la Prehistoric Society de Inglate­


rra festejaba el sesenta y cinco aniversario del que fuera su
primer presidente, en 1935, el profesor Vere Gordon Childe.
En su honor se preparó un volumen de los Proceedings de la
Sociedad en el cual colaboraron 27 autores, conteniendo
com o colofón una bibliografía del homenajeado, preparada
por su discípula y secretaria, Isobel F. Smith.
Desde su primer trabajo, aparecido en 1915, hasta el últi­
mo incluido, con fecha de 1956, pueden contarse 208 artícu­
los, de ellos 11 en colaboración; 16 reseñas de libros, consi­
derando tan sólo las importantes, y 20 libros, amén de tra­
ducciones, notas obituarias, etcétera. En la misma biblio­
grafía se incluyen las distintas ediciones de sus libros y las
traducciones de éstos a doce lenguas en total.
Al analizar tan nutrida bibliografía y conociendo un poco
su obra, es posible percatarse de que ésta se agrupa en tres
grandes aspectos: las aportaciones al conocim iento arqueo­
lógico particular, producto de exploraciones de campo, tra­
bajo con colecciones de Museos o elaboraciones sobre mate­
riales publicados por otros; los trabajos de síntesis, en los que
se manejan datos propios y ajenos, con la tendencia a resol­
ver o plantear un problema, fuere de carácter cronológico,
extensión espacial o caracterización cultural y, por último,
aquello en lo que su presencia será indiscutible mientras la
Arqueología exista: el concepto filosófico de la misma.
Inicia el combate en 1935 con su fam oso Changing me­
thods and aims in Prehistory que fue su discurso de recep­
ción com o presidente de la ya mencionada Prehistoric Socie-

* Palabras pronunciadas en la velada efectuada el 29 de noviembre de 1957


en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, organizada por el Se­
minario en Honor del Prof. V. Gordon Childe.
170 José Luis Lorenzo

ty. Esto no quiere decir que hasta este momento no hiciera


pública su profesión de fe com o arqueólogo; ésta se encuen­
tra en sus anteriores trabajos en el modo de manejar e inter­
pretar los materiales. Pero es aquí donde señala claramente
su posición que en el transcurso de los años y a través de
publicaciones com o Man m akes him self (1936), What happe­
ned in H istory ( 1942), The Story o f Tools (1944), Progress and
A rchaeology (1945), A rchaeology and Anthropology (Ethno­
logy) (1946), A rchaeology as a Social Science (1947), H istory
(1947), Social Evolution (1951), Piecing together the Past
(1956) y Society and Knowledge (1956), se va afirm ando
hasta hacerse la que más ha influido en la Arqueología
actual, incluyendo a aquéllos que gratuitamente y por razo­
nes no científicas intentaron o ignorar su obra u oponerse al
humanismo que de ella surge tan vigoroso.
Cierto es que la forma en la que Childe orientó su Arqueo­
logía no es absolutamente nueva; ya hay atisbos de ello en
las obras de los fam osos arqueólogos nórdicos Vedel-Simon-
sen, Thom sen, Nilsson y Worsaae, en el primer tercio del
siglo pasado y, desde luego, en Maine, Tylor, Morgan, Spen­
cer y Engels, quienes, al manejar los datos etnográficos,
señalan claramente la ruta.
Es al adentrarse en la polvorienta y muerta arqueología,
que podemos llam ar ortodoxa, la que corre el riesgo de dege­
nerar en el estudio exclusivo de tipos-fósiles, índices cóm o­
dos para el establecimiento de épocas o afinidades y nada
más, cuando surge la necesidad de limpiarla y revivirla con
lo que ha de tener, Humanidad, y es por ello quecos prede­
cesores de lo que Childe significa hay que buscarlos en la
Sociología^
En este aspecto puede afirmarse que lo que el irremplaza-
ble maestro hizo, supera en mucho a lo realizado por sus
predecesores, sobre todo cuando a través de las evidencias
arqueológicas pudo llegar mucho más atrás que ellos en los
orígenes de la sociedad.
Cuando, por ejemplo, M organ escribió La sociedad prim i­
tiva, no existían los materiales arqueológicos suficientes que
hubieran podido someterse a análisis, ni de existir, creemos
que los hubiera m anejado, por no quedar dentro de su espe­
cialidad.
Childe, poseedor de una amplia erudición, pudo incorpo­
rar a sus esquemas de evolución tecnológica, económ ica y
La Arqueología de V. Gordon Childe 171

socialj) un cúmulo de datos que, manejados con justeza y


rigor científico, se convirtieron en pruebas incontrovertibles
de sus asertos, dando fuerza a su posición.
Esbozaremos su método a grandes rasgos.
La situación cultural de un grupo humano ya desapare­
cido y del cual no existe un legado documental escrito, es algo
difícil de determinar. El único cam ino que podemos seguir es
el de estudiar los restos de su cultura material, la evidencia
arqueológica.
En ella, en su conjunto articulado y funcionante, se en­
cuentran los datos de que nos es dado disponer. Sabemos, de
antem ano, que lo que nos ha llegado tan sólo puede darnos
un esquema de la vida que fue, pero aunque sea tan poco, por
ser el resultado de las acciones humanas, las de las socie­
dades —no las de hombres aislados, genios en el arte, en la
política o en la m ilicia— estamos llevando a cabo un estudio
objetivo en el que lo vital y valioso es poder contemplar el
crecimiento de la tradición común, conducente a las etapas
superiores de la civilización.
Para llegar a ese conocim iento, se parte del análisis de las
piezas arqueológicas con la intención de averiguar la situa­
ción tecnológica en la que se encontraba la sociedad bajo
estudio.
cA este respecto, recordemos la im portancia de la H uxley
Mem orial Lecture de 1944, dictada por Gordon Childe y que
se tituló A rchaeological A ges as Technological Stages. En
ella, desarrolla el concepto dado por Huxley en 1862, para la
Biología, referente a que un mismo estadio evolutivo, en
seres geográficam ente separados, no obliga a una misma
situación temporal. En el plano histórico, esto significa que
las culturas hom otaxiales no son obligatoriamente sincró­
nicas. '
lE s la situación tecnológica, identificada con relativa fa ­
cilidad por el arqueólogo, la que nos m arca la posición taxo­
nóm ica cultural del grupo hum ano a que pertenecieron los
restos materiales que estudiamos. Esto nos da una situación
escalar del conocim iento y aplicación de la tecnología, con lo
que nos es posible situar las culturas en relación, por ejem­
plo, a las fam osas Tres Edadesi
Ahora bien, éstas lo son únicamente en el aspecto especi­
ficado, no significan posiciones cronológicas, y así, la igual­
dad o semejanza de dos culturas no im plica que estén en un
172 José Luis Lorenzo

mismo plano temporal; sólo revela una posición determi­


nada dentro de la evolución cultural de las sociedades hu­
manas.
Siendo la tecnología un producto de la herencia cultural y,
no lo olvidemos, respuesta condicionada al medio, participa
en todo el proceso económico.
La interacción de la economía y la tecnología, con sus
normaciones mutuas, también es perceptible en la evidencia
arqueológica. Desde luego, hemos de tener la reserva mental
de que cuando un arqueólogo habla de econom ía no se está
refiriendo a las grandes estructuras que son producto y nor­
ma de las sociedades complejas.
También al respecto, Childe tomó en cuenta el aspecto evo­
lutivo para entender por economía la satisfacción de las
necesidades básicas, com o lo era durante la época Paleolí­
tica, cuadro muy sencillo pero elocuente que se va com pli­
cando al dejar de ser el hombre un parásito de la naturaleza,
para ser productor de sus propios alimentos.
Este tipo de economía básica se refleja en los restos de sus
comidas, en los materiales de sus artefactos, en la forma y
elementos constitutivos de su habitación y, finalmente, en lo
que puede admitirse com o el comienzo del lujo, los para
nosotros mínimos adornos personales, muchas veces traídos
por largas distancias, demostrativos de un modo de inter­
cam bio que se basa en relaciones de grupos.
Y este encadenamiento tan lógico de hechos, culmina con
el estudio de la sociedad de sí misma. Para ello tenemos
todas las aportaciones previamente esbozadas. Estas, que
son tan comunes para los estudiosos de la Sociología, al ser
m anejadas en el cam po de la Arquelogía con el fin último de
identificar la estructura de la sociedad a la que pertenecie­
ron los restos de la cultura material en estudio, son, preci­
samente, la gran aportación de Childe.
La imbricación en la que funcionan tecnología, econo­
mía, medio ambiente y organización social, supo ser demos­
trada por él, y todo ello, desde sus expresiones más primiti­
vas, desde el momento en el que cuesta trabajo diferenciar al
hombre, entidad biológica, del hombre, entidad cultural,
hasta las expresiones más altas que las culturas sin escri­
tura llegaron a alcanzar.
El proceso evolutivo de las sociedades humanas, que en
palabras de Childe es el progreso, que com o se ha visto
La Arqueología de V. Gordon Childe 173

sucede también en la Biología, tiene momentos de cam bio


brusco, de aceleración extemporánea. Al llegar a estos mo­
mentos es cuando en Arqueología se habla de las revolucio­
nes, así, la Neolítica y la Urbana. Y com o en las mutaciones
biológicas, esto se debe a una acumulación previa de elemen­
tos que en un m om ento dado pueden precipitarse.
Este paralelismo respecto a la Biología en ningún momen­
to separó de su verdadero cam po a quien hoy recordamos.
Siempre se consideró un historiador que, no contando con
docum entación escrita, por fuerza subjetiva, pudo, a través
de los restos de la cultural material, llegar a un conocim iento
histórico fundamentalmente objetivo; ,y la Historia (diría­
mos el proceso histórico) presidiendo las ciencias sociales, no
puede serlo si no toma en cuenta los primeros momentos de la
hum anidad, y esto sólo puede alcanzarse mediante la A r­
queología.
Un buril de la cultura precerámica
de Teopisca, Chiapas
Un buril de la cultura precerámica
de Teopisca, Chiapas

Desde hace algunos años, al ir m ejorando las técnicas ex-


cavatorias de los horizontes precerámicos, han com enzado a
encontrarse buriles en el Continente Americano.
Su ausencia previa no sólo era debida a la burda manera
en que se trabajaban los lugares donde hubieran podido
aparecer, también y en mucho estaba condicionada por la
categoría cultural de estos sitios, por lo general aquéllos en
que se había efectuado el destazamiento de uno o varios
grandes mamíferos y en que, salvo verdadero accidente, no
hay razón para encontrar un buril, artefacto que no parti­
cipa en el destazamiento.
Cuando se empezaron a excavar sitios habitados, el ha­
llazgo de buriles era un corolario lógico, y si en algunos
lugares no han sido encontrados, puede deberse a causas que
aquí no analizaré en detalle, pero que con dificultad son
atribuibles en el horizonte cultural que se explotaba.
A principios de 1960 me correspondió la suerte de hallar un
buril, com o parte de una serie m ayor de artefactos de sílex
y de lascas de talla del mismo material, en un lugar que he
llamado Sitio No. 9 de Teopisca.
La población de Teopisca se encuentra en un valle inter­
montado de los altos de Chiapas, a 16°34’ de latitud norte y
92°28’ de longitud al oeste de Greenwich, aproximadamente,
y a 1 815 metros de altura sobre el nivel del mar. El trabajo de
conjunto está próxim o a entrar en prensa, a pesar de lo cual
creo conveniente dar a conocer algunos aspectos específicos
del buril.
He de decir también que los dibujos que acom pañan el
presente trabajo han sido tomados de varias publicaciones,
como se puntualiza en nota al final. Todos ellos, salvo uno (el
que produce el buril encontrado en Teopisca), son calcas; la
178 José Luis Lorenzo

prueba del carácter de buriles de estos artefactos estriba en


que, aun en los de etapas más antiguas y a pesar de mis malas
reproducciones, todavía se perciben sus posibilidades para
efectuar burilados.
Para llegar a clasificar tipológicamente un buril, creo ne­
cesario recurrir a los estudios hechos al respecto en la pre­
historia europea. Es posible que haya quien objete esto por­
que el hallazgo fue hecho en el Continente Americano, con
las numerosas im plicaciones que ello puede acarrear. Cierto
que la situación geográfica siempre debe tomarse en cuenta,
así com o las posibilidades de cam bios de dirección o de velo­
cidad en la evolución cultural, pero mientras no exista una
tipología lítica americana suficiente (y según parece está
lejano el día) se debe recurrir a lo existente sin que ello
suponga correlación temporal, de momento, aunque sí deben
hacerse com paraciones en lo que respecta a la técnica de
talla del artefacto.
Las form as en que se talla la piedra para obtener herra­
mientas han sido estudiadas con el detalle suficiente com o
para decir que no son tantas ni tan variadas, y que llegan a
un punto más allá del cual no hay posibilidad de m ejora­
miento, aunque siempre quede el cam po abierto a obtener la
perfección extrema en cada caso, sea en la labor individual o
en la de un pequeño grupo especializado. Inclusive y por lo
que hasta ahora se conoce, que ya es bastante, parece haber
existido un espíritu muy conservador en los hombres del
Paleolítico, hasta el punto de encontrarse en convivencia,
técnicas diferentes del tallado de la piedra, a pesar de ser
unas mejores que otras, efectuándose los cam bios progresi­
vos con mucha lentitud.
También conviene mencionar, sólo de paso, el que en muchas
ocasiones el aspecto form al de una industria lítica ha reci­
bido sanción de primitivism o o antigüedad sin tomar en
cuenta la materia prima en que se hizo. Las mejores expre­
siones de la talla solutrense son imposibles de obtener en
cuarcita o basalto, y tam poco se olvide que una lasca prim a­
ria de sílex presenta cortes inmejorables para empleo inm e­
diato, sin necesidad de retoque complementario, lo que evi­
ta la posibilidad de form alización.
A juzgar por algunos autores, la presencia de los buriles se
atestigua desde el Acheulense II-III que según la estratigra­
fía clásica para el occidente de Europa, señala el paso del
Un buril de la cultura precerámico 179

cm s

F ig u ra 1. Pale o lítico in fe rio r y medio. B u r ile s típicos.


180 José Luis Lorenzo

o 5
¡.·¡~ura
F ig u ra ~2.. Paleolítico
P a le o lític o Inferior
In fe rio r y Medio: buriles
b u rile s atípicos.
Un buril de la cultura precerámica 181

Pleistoceno inferior al superior y, por lo tanto, del Paleolítico


inferior al medio (Bordes et Fitte, 1953).
Es cierto que en una edad tan temprana es preferible ha­
blar de puntas burilantes que de buriles; esto es, puntas que,
producto accidental en la talla, presentan una zona apta
para burilar. Con todo, parece que en ciertos casos se buscó la
form ación del ángulo diedro, con su pequeña arista cortante,
característica específica del buril.
Los autores m encionados distinguen varios tipos de buri­
les, sea con la forma clásica (buriles típicos), la intersección
de una cicatriz de lasca y una fractura que también forman
un diedro (op. cit.\ pp. 36-7), siendo ejemplares del primer
caso los A, B, C y E de la figura 1 y del segundo los B y C de la
figura 2. Am bas circunstancias pueden presentarse sobre
cualquier tipo de lasca.
También reconocen piezas burilantes en aquéllas que pu­
dieron emplearse com o buriles sin haber sido hechas para
ese propósito (op. cit.; p. 37) y de ellas tenemos las A y D de la
figura 3.
Avanzando en la prehistoria europea, al entrar de lleno en
el Paleolítico medio, encontramos de vuelta los buriles en los
trascendentales trabajos publicados por F. Bordes. Ya para
esta época se definen: buriles, buriles atípicos y pseudomi-
croburiles (Bordes, 1950; p. 28). En la lista diagnóstica para
elaboraciones de carácter estadístico, con las que se pudo
diferenciar la hasta entonces incomprendida complejidad
del Paleolítico medio, los buriles tienen el número 20, los
buriles atípicos el 21 y los pseudomicroburiles el 39, que en
listas posteriores (Bordes, 1954; Niederlender et al.. 1956)
ocupan el número 53.
Las explicaciones dadas en la publicación de Bordes y
Fitte para definir los dos primeros tipos se mantienen; la
definición de los pseudom icroburiles la encontram os en Bor­
des (1954, p. 410): “ constituidos por la coincidencia de una
m uesca y de una fractura, esta última no habiéndose causa­
do por la técnica m esolítica” .
U na vez más se plantea la pregunta de si son voluntarios o
si se trata de fracturas accidentales sucedidas al hacerle una
muesca lateral a una navaja o lasca fina; si son fracturas de
la zona debilitada por la presencia de una muesca, o si efec­
tivam ente son productos voluntarios para la obtención de
182 José Luis Lorenzo

F ig u ra i. Paleolítico in fe rio r y medio: puntas b u rila n te s.


Un buril de la cultura precerámica

Figura 4. Paleolítico medio: buriles típicos. A, B, C y 1): buriles


atípicos, E, F y C.
184 José Luis Lorenzo

los cuales se preparaba la navaja o la lasca pequeña con una


muesca lateral.
A los interesados en un problema tan especializado como
es el de los microburiles, me permito remitirles a la lectura de
un artículo donde se discute ampliamente el problema y
además incluye la bibliografía más completa al respecto
(Bordes 1957).
Continuando, en la figura 4, A, B, C y D, se ilustran los
buriles típicos del Paleolítico medio; E, F y G son casos de
buriles atípicos, y, en la figura 8, A, B, C y D son pseudomi-
croburiles.
Merece la pena señalar que las piezas burilantes, sean de
la categoría tipológica que sean, están presentes en formas
culturales del Paleolítico medio tales como: musteriense tí­
pico de talla y aspecto Levallois (Bordes, 1953); acheulense
superior (Bordes, op. cit.); micoquiense de aspecto levalloi-
siense (idem); musteriense de tradición acheulense muy evo­
lucionado (idem)\; micoquiense tardío (Giot et Bordes, 1955);
musteriense tipo Quina (Niederlender et a i, 1956), etcétera,
con una latitud temporal que va desde el interglacial Mindel-
Riss hasta el Wurm I, según Borges (1950 a. pp. 414-15).
Del Paleolítico medio pasamos al Paleolítico superior, ver­
dadero imperio del buril. Sin lugar a dudas, es el auge del
empleo del hueso, las cornamentas y el marfil, lo que marca
la pauta para la fabricación de buriles, no sólo en grandes
cantidades, sino también en numerosos tipos de clara defini­
ción y marcada constancia. Desde hace muchos años, los
buriles han sido motivo de estudios muy serios entre los que
destacan los de Bardon y Bouyssonie (1910), Bourlon (1911),
Bourlon y Bouyssonie (1912), Noone(1934), Vignard(1934)y
T ix ie r(1958)
A últimas fechas, en el m agnífico trabajo de Sonneville-
Bordes (1960), han recibido un tratamiento m ás completo,
dentro del conjunto de los m ateriales totales del Paleolítico
superior, aunque los dibujos que acom pañan este texto se
h ayan tom ado de un trabajo precedente (Sonneville-Bordes
et Perrot, 1955, 1956).
Estos autores clasifican los siguientes tipos de buriles:
buril diedro recto: obtenido por la intersección de dos cica­
trices de lam inillas de golpe de buril o grupos de ellas que
determ inan un diedro (tam bién con ocido com o “ pico de flau­
ta”) (ver figura 5, A); buril diedro desviado: una de las cicatrices
Un buril de la cultura precerámico 185

Figura 5. Paleolítico superior: A, buril diedro recto; B, buril


diedro desviado; C, buril diedro de ángulo; D, buril de ángulo en
fractura; E, buril múltiple; F, buril curvo; G, buril de pico
de loro; H, buril en truncadura retocada recta.
186 José Luis Lorenzo

O cms 5
Figura 6. Paleolítico superior: A, buril en truncadura retoca­
da oblicuo; B, buril en truncadura retocada cóncava; C, buril en
truncadura retocada convexa; D, buril transversal en trunca-
dura lateral; E, buril transversal en muesca; F, buril múlti­
ple en truncadura retocada; G, buril de Noailles; H, buril nu­
cleiforme.
Un buril de la cultura precerámica 187

o grupo de ellas es visiblemente más oblicuo que el otro (ver


figura 5, B); buril diedro de ángulo: una de las cicatrices o
grupo de cicatrices es paralelo al eje de la pieza y el otro
perpendicular o ligeramente oblicuo (ver figura 5, C); buril de
ángulo de fractura: una de las cicatrices o grupo de ellas es
paralela al eje y la otra está reemplazada por la fractura de
la navaja o lasca (ver figura 5, D); buril diedro múltiple: pieza
que asocia varios buriles de los tipos anteriormente descritos
(ver figura 5, E); buril curvo: buril diedro desviado o diedro de
ángulo en el que el lado transversal, formado por cicatrices
múltiples, generalmente es convexo y suele estar interrum­
pido por una muesca (ver figura 5, F); buril de pico de loro:
buril en truncadura claramente convexa, de retoques cortos
y abruptos, en que la cicatriz del golpe de buril forma un
ángulo muy agudo, haciéndose generalmente sobre navaja o
lasca delgada (ver figura 5, G); buril en truncadura retocada
recta: la truncadura es perpendicular al eje de la pieza (ver
figura 5, H); buril en truncadura oblicua: la truncadura es
oblicua con respecto al eje de la pieza (ver figura 6, A); buril
en truncadura retocada cóncava: la truncadura es cóncava
(ver figura 6, B); buril en truncadura retocada convexa: la
truncadura es convexa (ver figura 6, C); buril transversal en
truncadura lateral: la cicatriz del golpe de buril es perpen­
dicular al eje de la pieza y un borde retocado ocupa el lugar de
las truncaduras precedentes (ver figura 6, D); buril transver­
sal en muesca: buril en truncadura lateral cóncava (ver figu­
ra 6, E); buril múltiple en truncadura retocada: pieza que
asocia varios buriles en truncadura de los anteriores (ver
figura 6 F); buril mixto múltiple; pieza que asocia uno o
varios buriles diedros a uno o varios buriles en truncadura
retocada (no ilustrado); buril de Noailles: buril de truncadu­
ra retocada, con frecuencia múltiple, hecho en una lasca o
navaja muy delgada, de pequeñas o muy pequeñas dimensio­
nes, y en el que los golpes de buril se detienen casi siempre en
pequeñas muescas laterales (ver figura 6, G); buril nuclei­
forme: buril hecho en un núcleo (ver figura 6, H); buril plano:
buril diedro o en truncadura retocada, en el que el plano del
golpe de buril es oblicuo o casi paralelo al plano de fractura
de la pieza, a la que causa una marca grande (ver figura 7, A).
Además de los buriles decritos, existen formas que partici­
pan de otras piezas: perforador-buril: el formado al otro ex­
tremo o sobre la misma navaja o lasca en la que se ha hecho
188 José Luis Lorenzo

o cm1 5

Figura 7. Paleolítico superior: A, buril plano; B, perforador-


perforador·
I>, buril-navaja truncada.
buril; C, raspador-buril; D,
Un buril de la cultura precerámica 189

un perforador (ver figura 7, B); raspador-buril: el form ado al


otro extremo o sobre la misma navaja o lasca en la que se ha
hecho un raspador (ver figura 7, C); buril-navaja truncada: el
form ato al otro extremo o sobre la navaja en la que se ha
hecho una truncadura (ver figura 7, D).
M anteniendo la línea trazada, se tratan también los buri­
les del Mesolítico, recurriendo entonces al trabajo de La­
place-Jauretche (1954) en el que se sentaron las bases para el
estudio estadístico de acuerdo con los que marcó Bordes
(1950 a). Laplace-Jauretche identifica los siguientes buriles
en el Mesolítico: buril diedro recto o desviado, buril diedro de án­
gulo, buril nucleiforme, buril curvo, buril plano, buril en mues­
ca, buril de pico de loro, buril en truncadura retocada, micro-
buril y microburil Krukowski. Todos ellos, salvo los dos úl­
timos, ya han sido descritos en los buriles del Paleolítico
superior.
Los microburiles, com o parte del instrumental “ m icro” del
Mesolítico, son repetición de los pseudomicroburiles m encio­
nados, con la diferencia de que ahora se trató de obtenerlos
mediante una técnica específica. El microburil Krukowski es
una variante de los mism os sobre navajilla de dorso retoca­
do. La referencia bibliográfica dada al hablar de los pseudo­
microburiles es válida para la mejor comprensión de los del
Mesolítico.
En los párrafos anteriores y en forma un tanto esquemá­
tica, se han agrupado los tipos de buriles conocidos con una
breve descripción de cada uno de ellos. Desde luego, el hecho
de encontrarlos desde el Paleolítico medio sin lugar a dudas,
y posiblemente desde la transición del Paleolítico inferior al
medio señala a lo que se puede llegar cuando en las excavacio­
nes o en las recolecciones de material se da la misma im por­
tancia a las piezas completas que a los desechos de talla.
Esto, sin duda alguna, es uno de los mayores adelantos
obtenidos en el m oderno estudio de la prehistoria. Es cierto
que desde hace m uchos años ya había quienes trabajaban
así, considerando todos los restos com o productos de la cultu­
ra, pero por desgracia también es verdad que aún en nues­
tros días no todos lo hacen, en grave detrimento de la mejor
com prensión del pasado cultural.
Aparte del anterior aspecto m etodológico, queda la posibi­
lidad de que se dé el nombre de buriles a piezas líticas de las
190 José Luis Lorenzo

que no existen evid en cias de que sirvieron para la función


atribuida. T o m a n d o en cuenta su auge durante el Paleolítico
superior, vem os que está corroborado por la m ultiplicidad de
pruebas de su em pleo en tra b ajos para los cuales son los
instrumentos m ás adecuados, imprescindibles inclusive. Los
encontrados en la s eta p a s paleolíticas anteriores debieron
em plearse p ara tra b ajar algún m aterial de consistencia p a ­
recida que puede ser la m ad era, de la que sólo por verdadera
excepción nos llegan restos.
No veo otra explicación posible, pues el escaso trabajo en
hueso que conocem os del Paleolítico inferior y del medio
nunca muestra huellas de haber sido hecho con buriles.
Tras el breve análisis de los buriles del Paleolítico europeo,
se está en posibilidad de clasificar el que se encontró en
Teopisca.
En la figura 8 y con la letra E, se presenta el ejemplar en
varios aspectos: de izquierda a derecha, cara dorsal, borde
con la cicatriz del golpe de buril, cara ventral, y en la parte
superior, la extremidad en la que aparece el retoque. Formal­
mente se trata de un buril en truncadura retocada convexa
(Sonneville-Bordes et Perrot, 1956, p. 410, Fig. 2-7) que se
adjudica al Auriñaciense típico, aunque también se encuentra
en el Perigordiense, excluyendo sus aspectos tempranos, en
la fase final del Solutrense, durante todo el Magdaleniense y
en el Aziliense (Sonneville-Bordes, 1960).
Está tallado en sílex y consiste en una navaja, algo espesa,
a la que se hizo un retoque abrupto en su extremo distal (con­
siderado proximal el que muestra huellas del bulbo de per­
cusión, restos de plataforma de percusión o ambos); las ca ­
racterísticas del retoque son las producidas por aplastamiento
del borde que se intenta m odificar contra una superficie más
o menos regular, y al observar cuidadosamente, aparece
com o una línea sinuosa que en lo general es convexa y asi­
métrica con respecto al eje longitudinal de la navaja, dentro
de las irregularidades producto del descuido o de una técnica
no bien controlada.
Posteriormente al retoque descrito se dio el golpe de buril,
arrancando con él una astilla de sílex a todo lo largo de la
navaja, para crear el diedro que se emplea en el burilado,
precisamente en donde se encuentran el plano irregular del
retoque abrupto con el neto del golpe de buril. También son
perceptibles, en la cicatriz del golpe de buril, las pequeñas
Un hurí/
Un buril de
de la
la cultura
cultura precerámica 191
191

A
B

o cms 5

o cms s
Figura 8. Paleolítico
Figura Paleolítico medio: A,
A, B, C
C y D, pseudo
pseudo m
microburiles.
icroburiles. E,
Chiapas.
buril en truncadura retocada convexa, Teopisca, Chiapas.
192 José Luis Lorenzo

huellas en forma de negativas de ondas concéntricas, de las


cuales las de radio más reducido quedan más cerca del reto­
que, por lo que es lógico señalar este punto com o aquél en el
que se aplicó el golpe.
Después de haber sido hecho, con el tiempo se cubrió de
una intensa pátina y más tarde recibió pequeños golpes,
accidentales, que produjeron cicatrices mínimas, pero sufi­
cientes para impedir saber si la línea brillante fue usadao no.
Tuve la suerte de haber encontrado esta singular pieza y
me pareció necesario hacer su descripción, para lo que hubo
necesidad de revisar lo conocido hasta ahora de piezas de la
misma familia en otros lugares, por ser más frecuentes en
ellos. Me abstengo de elaborar hipótesis sobre una muestra
estadísticamente tan reducida, pero no dejo de señalar el que
la casualidad difícilmente puede darse como explicación a su
existencia, y que la reinvención, siendo posible, no la veo
com o justificación en este caso. O se trata de una pieza
aberrante en extremo o es un ejemplar de tipo estable.
En realidad, los horizontes americanos equivalentes al
Paleolítico apenas si nos son conocidos, y esta afirm ación de
apariencia negativa, es válida cuando se recuerda todo lo
que fue necesario para que en el Viejo Mundo se diferencia­
ran y adquiriesen personalidad las culturas líticas que hoy
conocem os, las imperfecciones taxonóm icas y cronológicas
por las que pasaron, las lagunas temporales y espaciales que
poco a poco se van reduciendo sin que todavía desaparezcan,
y las numerosas y necesarias m odificaciones que han estado
y siguen recibiendo.

Los dibujos que ilustran este trabajo provienen de distintas obras, dándo­
se a continuación su origen preciso. Salvo especificación contraria, todos
están dism inuidos a 2 /3 de su tam año original.

Figura 1

A. Plano V, figura 11; Bordes et Fitte, 1953


B. Plano XVI, figura 13; ídem.
C. Plano XX figura 2; ídem.
D. Plano XX, figura 6; idem.
E. Plano XVI, figura 14; idem.
F. Plano XVII figura 14; idem.
Un buril de la cultura precerámica 193

Figura 2

A. P lano X X V , figura 2; Bordes et Fitte, 1953.


B. Plano X V ; figura 6; Idem.
C. Plano X V ; figura 7; idem.

Figura 3

A. Plano XV, figura 1; Bordes et Fitte, 1953.


B. Plano X V I; figura 10; idem.
C. P lan o X V II; figura 8; idem.
D. P la n o XV; figura 3; idem.

Figura 4

A. figura 20-8; Bordes, 1953.


B. figura 117-2; idem.
C. figura 20-10; ídem.
D. figura 133-11; ídem.
E. figura 20-11 \ idem.
F. figura 134-4; idem.
G. figura 106-10; idem.

Figura 5
A. figura 1-1; Sonneville-Bordes ef Perrot, 1956
B. figura 1- 4; idem.
D. figura 1- 7
C. figura 1- 8; idem.
E. figura 1-15 \idem.
F. figura l-13;fdem .
G. figura 1-16 \idem.
H. figura 2 -5; idem.

Figura 6

A. figura 2- 8; Sonneville-Bordes et Perrot,


1956.
B. figura 2- 1; idem.
C. figura 2- 7; idem.
D. figura 2-20 \idem.
E. figura 2-19;idem.
F. figura 2-18;idem.
G. figura 2-11 \idem.
H. figura 2-10;ídem.

Figura 7

A. figura 1-18; Sonneville-Bordes et Perrot,


figura 1-14; Sonneville-Bordes eíP errot, 1956
194 José Luis Lorenzo

C. figura 1-1; idem.


D. figura 1-6; idem.
Figura 8
A. figura 7-10;Niederlender et al, 1956.
B. figura 13-13; Bordes, 1954
C. figura 12-12; idem.
D. figura 6-4; idem.
E. dibujo original; e. 1:1

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La Revolución Neolítica
en Mesoamérica
La Revolución Neolítica en Mesoamérica

Desde el momento en el qu~ una rama nueva de estudio se


afianza, en el proceso natural de su crecimiento llega a estar
en posesión de materiales abundantes y se ve obligada a
organizarlos dentro de una estructura sistemática.
Esta forma de organización lógica adquiere el nivel de ta-
xonomía cuando se establece una ordenación completa y
jerarquizada, que permite manejar e integrar el cúmulo de
conocimientos antes estructurados parcialmente y emplean-
do sistemas deficientes.
~ n la Arqueología no podía faltar esta situación que por
otro lado es muestra de mayoría de edad. Para la zona euro-
pea (las asíatica y africana implícitas) el caso estaba plan-
teado desde fines del siglo XVIII y fue resuelto entonces por
la Escuela Nórdica con el sistema de las Tres Edades, a
principios del XIX. En el transcurso del tiempo, que signi-
ficó aumento del conocimiento arqueológico, este primer y
famoso intento perdió aplicabilidad. Sus insuficiencias fue-
ron tratadas por diversos autores quienes no sólo hicieron la
crítica, también presentaron modificaciones y cambios en el
intento de actualizar la vieja clasificación. A este respecto, la
obra de Daniel (1943) resume y analiza las discusiones pre-
vias, aportando la propia y Childe (1944), al hacerle la re-
censión bibliográfica, también dio su contribució ~
LEsta situación era natural que llegase a la arqueología de
América y sin lugar a dudas es Olivé (1958) el que realiza ~l
aporte más serio para la solución del problema, al tratar
todos los intentos previos hechos en esta línea, que demos-
traron tener inconsistencias de concepto o insuficiencias de
enunciado.
200 José Luis Lorenzo

Manteniendo el enfoque de la escuela neo-evolucionista de


Childe, Olivé sitúa el desarrollo cultural en un cuadro esque­
mático con valor universal que funciona dentro de la pers­
pectiva sociocultural (op. cit., Cuadro Núm. 2, p. 65) y a
continuación (p.66) presenta el Cuadro correspondiente a la
situación de Mesoamérica, en el que la Revolución Agrícola
o Neolítica —paso de la etapa preagrícola o la protoagrícola
como Armillas (Armillas 1957: 18) prefiere llamarlo— aparece
como época de la cual nuestra arqueología carece de evidencias.
Este hueco en el esquema evolutivo de la cultura que cul­
minaría en la mesoamericana (Kirchhoff, 1960) trató de ser
llenado por De Terra (De Terra, 1949: 72) con el llamado
“ Complejo Cultural C halco” , cuya presencia parecía lógica,
pero que estaba invalidado desde su origen por la falta de vigor
científico con que se elaboró, según fue demostrado por varios
autores (Aveleyra, 1950: 98-103, y Lorenzo, 1956: 35-37).
A raíz del hallazgo del hombre de Tepexpan quedó un gran
vacío entre este hombre fósil y el comienzo del horizonte
Preclásico. Las fechas que entonces se atribuían a estos dos
momentos, puntualizadas en páginas siguientes, eran de
antigüedad excesiva para el hallazgo de Tepexpan y dema­
siado modernas para la iniciación del Preclásico en la Cuen­
ca de México, haciendo bastante extenso el tiempo durante el
cual tenían que haber acontecido los siguientes hechos, to­
dos ellos forzosamente relacionados y de distintos grados de
importancia:

a) el fin de la megafauna pleistocénica,


b) la desaparición de los cazadores que de ella hicieron la
base de su econom ía subsistencial,
c) el aumento en importancia de las culturas fundamen­
talmente recolectoras,
d) el comienzo de la domesticación de ciertas plantas,
e) la fabricación de determinado instrumental de piedra
con el cual resolver la preparación de partes de vegetales
para su mejor aprovechamiento por el hombre,
f) la fabricación de un instrumental de piedra, con una
técnica específica, mediante el cual se pueda conseguir
un m ejor desm on te para d isp on er de ca m p os de
siembra,
H) la aparición de la cerámica que permite una mejor
transformación de los alimentos vegetales y que es en
La Revolución Neolítica en Mesoamérica 201

sí y en sus aplicaciones derivadas, todo un complejo


tecnológico,
h) la agrupación de seres hum anos en poblados fijos, auto-
suficientes en lo económ ico y autónomos en lo político

Al haber situado De Terra (op. cit.: 62) al hombre de Tepex-


pan entre 9 y 10 000 años a. C., y por pensarse en aquellas
fechas que la primera fase del Preclásico (entonces llamado
Arcaico u Horizonte de las Culturas Medias) se inició alre­
dedor del 500 a. C., quedaban de 8 500 a 9 500 años en los que
debían haber sucedido los acontecimientos cruciales m encio­
nados. Posteriormente, la contemporaneidad geológica del
estrato de los hallazgos de Santa Isabel Iztapa (Aveleyra y
M aldonado, 1953; Aveleyra, 1955), con el que contenía al
hombre de Tepexpan, en caso de admitirse, permitía esta­
blecer la contemporaneidad entre los artefactos Uticos en­
contrados con los elefantes y el hombre fósil, atribuyéndose
fecha a los primeros y cultura al segundo.
Respecto a la presencia de una cultura de recolectores
avanzados se ha visto que el “ Complejo Cultural C halco” es
insostenible con los materiales con que De Terra lo crea, por lo
que su existencia no puede tomarse en cuenta.
La fase siguiente, la Preclásica o Neolítica en su aspecto
temprano, cuando hace acto de presencia, es en una forma
tan desarrollada que lleva a pensar en que su origen está en un
lugar todavía no localizado, desde luego, ajeno a la Cuenca
de México.
Es cierto que hasta ahora se han puesto ejemplos única­
mente de la parte central de México, pero esto no se debe a
una posición a priori sino a ser la Cuenca de M éxico el sitio de
donde más evidencias se tienen al respecto.
El cuadro esbozado creo que señala con claridad la aparente
inexistencia para esta región de la interesantísima etapa
transicional, base y razón de la futura Mesoamérica. En
realidad, los sitios de este momento de cambio, fundamento
de toda civilización, son difíciles de encontrar y más aún en
las regiones donde la arqueología monumental distrae tan­
tos medios y atención com o sucede en la nuestra; en verdad,
la dom esticación de plantas, teniendo la importancia que
tiene, es de lo que menos huellas deja en cualquier circuns­
tancia.
El cultivo es un fenóm eno cultural que, sea autóctono (por
202 José Luis Lorenzo

reinvención) o alóctono (por difusión), mantiene su grado de


Revolución para la cultura americana en que haya tenido
lugar. La Revolución Neolítica (Childe, 1956: 66, y Cole,
1959:1) supone tal cam bio para quienes la llevan a cabo que
el hecho de su origen pasa a segundo término ante el de los
resultados que produce.
Quizá el concepto de Revolución Neolítica no es aceptado
por muchos dado el valor semántico del término revolución',
a ese respecto conviene recordar que “ The Neolithic Revolu­
ción was not a catastrophe, but a process” (Childe, op. cit.,
99).
En párrafo anterior dije que para el conocim iento de la
Revolución Neolítica en el área de Mesoamérica no dispone­
mos de suficientes evidencias arqueológicas; esto, en un as­
pecto es cierto. Pero realmente creo que sí hay evidencias,
aunque no muchas, repartidas en una extensión geográfica­
mente grande, y suficientes para organizar una panorám ica
general del problema. Adm itiendo que las bases son débiles,
si de vez en cuando no som os capaces de crear hipótesis, de
levantar un andam iaje con datos relativamente escasos,
será muy difícil avanzar en el cam po de la investigación, sea
éste el que fuere y con esta norma me atrevo a publicar el
presente trabajo.
La creencia de que no disponemos de suficientes datos
surge de lo que para mí es un error en el enfoque del proble­
ma, inherente a aislar determinadas regiones com o únicas
poseedoras posibles de todos los pasos de la evolución cul­
tural.
Hay que admitir que el territorio en el que va a plasmarse
Mesoamérica es bastante extenso, que los sitios con las m a­
yores y más bellas expresiones culturales no tienen por qué
contar con la secuencia estratigráfica completa, que no hay
ninguna razón para que las varias etapas tecnológicas por
las que se hubo de pasar hayan sido com partidas simultá­
neamente en todo el futuro territorio mesoamericano; que
también es posible el que no se pase en cada sitio por todas y
cada una de las etapas que el progreso hum ano requiere, que,
en fin, el centro de gravedad de la cultura o de la política va
desplazándose en el tiempo y que es normal el que un lugar
no haya sido siempre ese centro de gravedad.
La persistencia absoluta de la directiva cultural en una
sola localidad física es un fenóm eno imposible, aunque lie-
La Revolución Neolítica en Mesoamérica 203

gue a presentarse con m ayor frecuencia en un área respecto a


otra, dentro de una misma etapa tecnológica; así pues, un
esquema dinám ico de desarrollo cultural, ha de formarse con
partes tom adas de distintos puntos geográficos cuando
muestren posibilidades de conexión temporal y cronológica
(Childe, 1956a: 15), y esto es válido sobre todo al enfrentar el
estudio de la etapa que nos ocupa.
Por otro lado, la velocidad de expansión del cultivo por
regiones ecológicas iguales o afines es más rápida de lo que a
primera vista parece, al menos potencialmente, pues si el
cultivo se inicia sobre una planta silvestre, toda la región en
la que ésta se encuentra es apta para que los ya conocedores
tomen las m ism as medidas en cualquier lugar. Claro está
que hablam os de iniciación del cultivo, del momento en el
que los cultígenos representan una cuota muy baja en el total
de la dieta, cuando la conservación de semillas para la siem­
bra todavía no debe haber tom ado cuerpo; en realidad cuan­
do todavía la recolección sigue siendo el m odo cultural b á ­
sico.
Com o razón para que el hombre se fijara preferentemente
en ciertas plantas para llegar a hacer de ellas su alimento
fundam ental hay que admitir la presencia o existencia de
algo que lo impulsara a ello.

II

La deterioración clim ática hacia la sequía m arcada por el


Al ti termal (Antevs, 1948 y 1955) que empieza unos 5 500 a.C.,
y termina hacia el 2 000 a.C., señala sin duda el fin de una
flora y una fauna y de un tipo de cultura basado en su
explotación y por lo tanto, el principio de otra flora y de otra
fauna y quizá de otra form a de cultura, que pudo haber
existido junto con la que desaparece pero que estaba im posi­
bilitada de adquirir más im portancia, precisamente por la
com petencia desventajosa que m antenía con la predomi­
nante. A raíz del cam bio clim ático y al desaparecer una
form a cultural, aquella que hasta entonces había sobrevivi­
do precariamente, en el caso de que dispusiera de elementos
culturales con los que enfrentarse a la nueva situación me­
dial, quedaría dueña del terreno y en posibilidad de desa­
rrollarse com o hasta entonces no había podido hacerlo.
204 José Luis Lorenzo

Toda alteración o cam bio clim ático se refleja de inmediato


y con violencia en la flora de la región afectada; cuando este
cam bio acontece, la fauna que de ella hacía su alimento y
aquella otra fauna carnívora que a su vez depredaba en ella,
se ven obligadas a moverse en el sentido en el que se mueve la
flora, o desaparecen. Puede darse el caso de que una flora
distinta y su fauna dependiente, también distinta, hayan
estado en términos de coexistencia precaria con las que van
desapareciendo; entonces, la competencia termina y las que
estaban m arginadas ocupan el lugar primordial, si es que el
cam bio les es favorable. También es factible que el lugar
abandonado sea ocupado por una flora y una fauna total­
mente nuevas en la región, que vienen desde otros lugares
moviéndose en el cam ino que marca la oscilación climática.
Desde luego, la forma de cultura que tiene su patrón básico
en la explotación especializada de una flora o de la fauna que
existe en función de ésta, cuando tiene lugar una alteración
clim ática mayor, sigue la suerte del grupo biológico del que
depende y deja el cam po libre a otra cultura, distinta, que
pudo ser coterránea pero poco desarrollada o que puede venir
de otra zona antes distinta y que ocupa la que a partir de este
momento por semejanza le es propicia.
A pesar de que no creo en la validez de una correlación
directa y general de fenóm enos climáticos entre el oeste
Norteamericano y la América Media, se admiten puntos de
concordancia, siendo el Altitermal uno de ellos. Las razones
en que me apoyo para considerar toda correlación absoluta
como improbable son de orden geográfico en un aspecto; esto
es, la gran distancia entre ambas zonas (4 500-5 000 km) y de
orden climático en otro, pues una se encuentra en la zona
templada y desértica y la otra en la tropical, que son muy
distintas localizaciones dentro de las zonas fundamentales
de clima.
Es cierto que el factor altimétrico, tan importante en la
m ayor parte de la América Media, anula muchas de las
diferencias de latitud pero hasta que no haya más trabajos
de paleoclimatología, no sólo en los puntos extremos, también
en las diversas zonas intermedias que los separan, es una
sana preocupación el dudar de teleconexiones semejantes.
Respecto al problema que significa la etapa superior de la
recolección y, por lo tanto, el origen del cultivo, a mi juicio se
dio un paso importante para resolverlo en el Seminario de
La Revolución Neolítica en Mesoamérica 205

Arqueología celebrado en Santa Fe, Nuevo México, en el mes


de agosto de 1955 (Jennings, 1955).
Desde luego, el enfoque inicial fue sobre el Suroeste de los
EE.UU., y sus problemas arqueológicos pero de ahí y para
explicar el origen y características de aquella cultura, surgie­
ron elaboraciones que se distinguen por la amplitud de sus
conceptos.
En primer lugar, el que la mejor comprensión del desarro­
llo del Suroeste debe empezar por admitir que sus orígenes no
vienen del com plejo de cazadores paleoindios, sino de una
base cultural generalizada a la que denom ina “ Cultura del
Desierto” (Jennings and Norbeck, 1955) y que en área ocupa
una gran extensión, incluyéndose en ella fases culturales
com o Chiricahua, San Pedro Cochise, San Juan (Basket
Maker I) (sic), San José, Concho, Río Grande, Lobo, tradi­
ción Este del A rcaico de Texas, etcétera.
Respecto a su antigüedad, se la considera contem poránea
de los cazadores de m egafauna de las llanuras (Folson y
culturas com parables) aunque con m ucha diferencia en pa­
trón tecnológico y económ ico, y se juzga insostenible el pun­
to de vista según el cual las culturas recolectoras de semillas,
tipo Cochise, son un desarrollo posterior de las culturas ba­
sadas en la caza mayor. Esto, en cuanto a la caracterización
de la época de la que aquí se trata, es muy interesante. Sin
embargo, se me ocurre que a pesar del común denominador
“ Culturas del Desierto” , apoyado, es cierto, por una cantidad
de elementos culturales compartidos, no aislados sino parti­
cipando en com plejos tecnológicos m ayores, las m uchas va ­
riantes presentes acusan una deficiencia en el planteamiento;
la de carácter histórico, pues a su gran extensión geográfica
se une una gran dim ensión temporal.
Hubiera sido muy conveniente que en Santa Fe se tomase
en cuenta lo expuesto por K irchhoff (1954) y los com entarios
que provocó en Beals, Sauer y Kroeber, puesto que al hablar
del Greater Southwest se incluyó casi toda el área ocupada
por las “ Culturas del Desierto” , K irchhoff expone claram en­
te las diferencias ecológicas del área com o explicativas de los
distintos niveles culturales que en ella se encuentran sincró­
nicam ente y por lo tanto las posibilidades inherentes de
avances o estancam ientos (desapariciones inclusive) de dis­
tintos aspectos de la cultura generalizada.
Por otro lado, los cam bios clim áticos que tuvieron lugar
206 José Luis Lorenzo

durante el largo tiempo que se atribuye a la existencia de la


“ Cultura del Desierto” son dignos de consideración en cual­
quier región del globo, más aún en el área que ocuparon las
culturas tantas veces mencionadas. Es indudable la enorme
importancia que tiene el medio ambiente en las culturas
primitivas. Las normas que el medio impone abren o cierran
el cam po de las posibilidades y la sola forma de lucha es la
que permite la situación tecnológica; por ello, en regiones y
épocas de equilibrio clim ático inestable, en las que variacio­
nes no espectaculares de temperatura o precipitación permi­
ten o impiden drásticamente la posibilidad de ciertas formas
de cultura humana, se requiere una mayor profundidad en el
conocim iento y la secuencia de los paleoclimas directamente
asociados con fases culturales, antes de llegar a las grandes
elaboraciones taxonómicas.
Como puede comprenderse, no cabe en el planteamiento de
este trabajo un análisis más profundo de la problemática que
surge del enunciado: “ Culturas del Desierto” , pues aunque
necesario y de mucha importancia, sería una disgresión de
dimensiones excesiva.
Volviendo pues a nuestro problema, es innegable que un
patrón cultural tan generalizado com o el de culturas que
basan su econom ía en la recoleción avanzada y la caza
menor, puede y debe haber tenido una gran extensión geo­
gráfica, independientemente de las fluctuaciones de ambos
m odos dentro de una misma cultura, adjudicándoles en gran
parte al condicionam iento ambiental y en coyuntura de al­
ternar su im portancia sin producir cambios medulares.
Respecto a su extensión, el problema es complicado. La
diversidad geográfica ya dicha del área ocupada por la “ Cul­
tura del Desierto” , permite numerosas posiciones m argina­
les, muchas veces involuntarias, con la secuela de paraliza­
ción aparente en la línea evolutiva de la econom ía a la que se
agrega una alta y parcial especialización tecnológica, ten­
diente a solucionar casi exclusivamente la subsistencia en
un medio por demás hostil.
Mientras tanto, algunos grupos humanos ocupan zonas de
mayores posibilidades y aunque hayan partido de una base
cultural común o muy semejante a la de los anteriores, van
transformándose y adaptándola, dejando atrás a grupos que
por ello podemos considerar marginados.
Es muy posible que, a raíz de esta diferenciación, haya
La Revolución Neolítica en Mesoamérica 207

habido contactos posteriores entre grupos ya diferenciados


culturalmente y aquéllos que aún estaban en un nivel de
recolector avanzado y cazador no especializado hayan podido
transculturarse, si es que su habitat que en una época deter­
minada les obligó a la m arginación cultural, ha cam biado
hasta una situación que les permita aplicar la nueva forma
de econom ía subsistencial. Esto, desde luego, también está
en función de la paleoclim atología y de ellos tenemos prue­
bas suficientes en la frontera norte de Mesoamérica como
para que lo dicho tenga plena validez.
Aún admitiendo que el proceso colonizador de una sociedad
en expansión, com o tenemos pruebas que sucedió a raíz de
la Revolución Neolítica, no siempre se realiza sobre tierras
habitadas por grupos humanos de cultura inferior, dando
pie a conquistas, trasculturaciones o estados simbióticos, la
teoría anterior no deja de tener validez. Para Mesoamérica y
zonas adyancentes al sur y al norte nos enfrentamos a lo
exiguo de las pruebas de existencia de estos horizontes, a
pesar de que ya se cuenta con algunos casos y en esto hay que
tomar en cuenta que a juzgar por los hallazgos realizados,
parece que el Continente Americano estaba escasamente
poblado antes de que se extendiera la Revolución Neolítica.

III

Hasta ahora, el cuadro cultural más completo aparece en los


hallazgos que hizo M cNeish (1958) en distintos lugares de
Tamaulipas, fuera de Mesoamérica. Resumiendo: entre 5 000
y 1 500 a. C., encuentra huellas de habitación humana en
cuevas y covachas que denotan una econom ía de recolección
avanzada con dependencia de la caza, a lo que se une la
presencia de cultígenos que van cobrando im portancia eco­
nóm ica en el transcurso del tiempo y desplazando la aporta­
ción de la cacería. Además de los informes que tenemos de
Tamaulipas y aunque también queda fuera de la Mesoamé­
rica de Kirchhoff, Albritton (1958), señala en Durango un
horizonte geológico que contiene una fase local de las Cultu­
ras del Desierto del Suroeste (Southwestern D esert Cultures)
que al haberle sido indicado por I. Charles Kelley, hizo que
fuera al lugar para determinar su posición estratigráfica,
encontrando que en la que llamó Formación Pueblito se
localizan hogares e industrias líticas, sin cerámica, que atri-
208 José Luis Lorenzo

buye a una fecha que va de 6 0 00 a 5 0 0 a .C . Se toma en consi­


deración por ser ésta una zona que en alguna época com par­
tió la civilización mesoamericana.
En 1960, Cinthya Irwin exploró una covacha en Huapal-
calco, cerca de Tulancingo, en el Estado de Hidalgo, y otra
más en San Juan del Río, Querétaro, obteniendo en ambos
lugares materiales del horizonte en cuestión, que en el primer
lugar de los m encionados forman parte de una secuencia
estratigráfica que llega hasta épocas bastante tardías (comu­
nicación personal).
Ya De Terra (1959) dio noticia de los trabajos que la Direc­
ción de Prehistoria del IN AH llevó a cabo en Chicoloapan,
en las orillas orientales del lago de Texcoco, en la Cuenca de
México. La presencia en este lugar de piedras toscas de
molienda, hogares, restos de talla de obsidiana, ausencia de
cerám ica y de animales, indican la existencia de un horizon­
te cultural de recolección avanzada en estratos cuya fecha
puede oscilar entre 5 000 a 2 000 antes de Cristo.
En la Cueva Encantada, Chimalacatlán, Morelos, Arellano y
Muller (1948), localizaron un horizonte precerámico en el cual
fueron hallados huesos calcinados, restos de hogar y punzo­
nes de hueso y asta. Por encim a se encuentran cerámicas
locales, entre las cuales hay una relacionada con Monte
A lbán I, y por debajo, en la capa subyacente, presencia de
proboscídios, bóvidos y équidos. Los datos, muy escasos, son
producto de una cala de muy pequeñas dimensiones (aprox.
un metro por un metro) hecha durante una visita de pocas
horas.
En una cueva cercana a Coxcatlán, M cNeish (1961) loca­
lizó un horizonte cultural en el cual y según Mangelsdorf, se
encuentran m azorcas que son de maíz silvestre y de maíz
silvestre en las primeras etapas de domesticación. Aunque
los artefactos asociados son pocos, el autor encuentra seme­
janza con la fase de O cam po temprano en Tam aulipas y una
fecha de C14 (M 1089) dio 3600 a.C. ± 250 años. McNeish cree
que cuando se hayan hecho excavaciones mayores en el
sitio, podrá definirse mejor el horizonte cultural y piensa que
con toda probabilidad hay dos épocas precerámicas presentes.
Yanhuitlán (Lorenzo, 1958a) dio restos de una construc­
ción en un horizonte precerámico, lo que denota un cierto
grado de sedentarismo y se tiene para el lugar una fecha de
2 000 a.C. Los artefactos asociados no fueron m uchos y
La Revolución Neolítica en Mesoamérica 209

adem ás poco característicos por lo que no es posible esta­


blecer una correlación cultural.
Cerca de Ocozocoautla, Chiapas, en la Cueva de Santa
Marta, M cNeish y P eterson1 encontraron una secuencia ar­
queológica bastante larga en la cual, el nivel que llam aron 7
se caracteriza por presentar una etapa cultural con depen­
dencia básica en la recolección de vegetales, cacería escasa y
presencia de una m azorca quem ada de m aíz palom ero. A de­
más, h ay instrum ental lítico de m olienda y puntas de proyec­
til tipo A basolo, A lm agre y N ogales que en Tam aulipas se
encuentran en las fases L a Perra superior-N ogales inferior.
Una muestra de carbón vegetal del nivel 7 de Santa Marta
dio una fecha C14 de 7300 ± 300 años, que sitúa el horizonte
cultural en 5 320 a.C., siendo el de las fases de Tamaulipas que
M cNeish y Peterson consideran equivalentes de 5 000 a 2 500
antes de Cristo.
Esto señala que dada la contem poraneidad que en el área
de los Estados U nidos de N orteam érica tienen las dos tradi­
ciones “ Cultura del Desierto” “ Cazadores especializados” ,
al m enos para la época que va del 9 000 al 7 000 a.C., no sería
extraño encontrar en M éxico un número m ás alto de culturas
recolectoras de antigüedad mayor que la hasta ahora conocida.
Adem ás de los hallazgos anteriormente m encionados,
existen los de L aguna de C hapala en B aja C alifornia (A r­
nold, 1957), el com plejo Peralta en Sonora (Fay, 1935 y 1959),
los del N de Chihuahua y C oahuila (Brand, 1944 y Taylor,
1937 y 1956), y los de D urango (Kelley, 1953) que indudable­
mente se refieren a variantes o quizá etapas internas del
mism o com plejo cultural. N os concretam os a referirlos sólo
bibliográficam ente por quedar o m uy fuera del área geográ­
fica que estam os tratando de interpretar o tratarse de traba­
jos todavía no completamos aunque es a todas luces cierto que
en algún m om ento de la evolución cultural general, por lo
m enos el sur de N orteam érica y el norte de Centroam érica
debieron participar de una m ism a etapa.
Jennings (Jennings, ed. 1955: 70) señala algunas especia-
lizaciones locales debidas al m edio ambiente, dentro de una
gran tradición cultural de las “ Culturas del D esierto” , que
'C om u n icaciones personales; pon encia presentada ante la V II M esa Redon­
da de A n trop olog ía en San C ristóbal las C asas, C h iapas en 1959. A pare­
cerá publicado próxim am ente en las series de la N ew W orld A rcha eologica l
Foundation.
210 José Luis Lorenzo

incluyen adaptaciones a la situación litoral costeña en el


Pacífico y algunas comunidades ribereñas en los lagos de la
Gran Cuenca. Tam bién en nuestro caso se encuentran luga­
res en los que la vida económ ica se desarrolló con gran
dependencia de los productos de la vida acuática.
En lo personal y siguiendo las huellas de Drucker (1948)
llevé a cabo un reconocim iento por los esteros de la costa de
Chiapas (Lorenzo, 1955) que amplió lo dicho por el autor
citado en primer término y que mostró sin lugar a dudas la
presencia de una cultura precerámica en el lugar.
Por cierto, conviene m encionar que la zona en la que se
encuentran los concheros queda dentro de una línea de barras
marinas, ya viejas, que creó un sistema de esteros a orillas de
los cuales se encontraron los montículos de conchas y que en
la actualidad hay otra línea de esteros, originada por una
nueva barra litoral, en cuyas orillas hay numerosos lugares
arqueológicos, éstos sí con cerám ica en todas sus faces. Indu­
dablemente, existe un factor temporal de im portancia entre
la construcción de la nueva barra con sus esteros dependien­
tes y la vieja barra con los esteros a orillas de los cuales se
asentó el grupo hum ano que creó los concheros con sus dese­
chos de alim entación.
En conversación con Medellin Zenil, hace algunos años,
me narró com o, a orillas de la laguna interna de Alvarado,
Veracruz, en el Cerro de las Conchas, había explorado un
m ontículo que por sus características da nombre al lugar,
suspendiendo la excavación cuando llegó a estratos estériles
de cerámica, aunque todavía no llegaba a la base.
1.a breve mención de Ekholm (1947) a un concheroen proxi­
m idad de Acapulco, en la carretera que sale de Pie de la
Cuesta, a unos cinco kilómetros de este lugar, no es muy
satisfactoria, pues si bien indica que el lugar es conocido
com o El Conchero y que consiste en un pequeño montículo de
conchas, cortado por la carretera, no se señala si es acerámi-
co o no, aunque parece que sí tiene cerám ica, siendo ésta del
tipo encontrado en Tam buco. Dado que el Tam buco Tem­
prano es contem poráneo con el Preclásico de la Cuenca de
M éxico, sin que se determine con cual de sus fases internas,
queda abierta la posibilidad de una fase m ás antigua, prece­
rám ica, por lo que se incluye este dato con las reservas del
caso (ver figura 1).
La costa norte de Honduras también presenta concheros, a
CLAVE

o CULTURAS DEL DESIERTO


■f CERAMICAS PRMTTIVAS
X CONCHENOS SIN CERAMICA
O MAIZ PRIMITIVO ARQUEOLOGICO

Jose L Loreruo I9 6 0

Figura 1. M apa con la posición de los diversos h allazgos menf-


cion a dos.
212 José Luis Lorenzo

juzgar por lo escrito por Boekelman (1935). En la bahía


donde se encuentra Puerto Carrillo y frente a éste, en un
lugar llam ado Jericó, a algunos kilómetros de Trujillo, se
encuentran montículos de pura concha, sin cerámica, que ya
Spinden había m encionado. Según Stone (1934), a lo largo
del río Aguan, punto cercano al anterior, también hay inmen­
sos concheros y uno que fue explorado no dio cerámica en su
capa inferior.
Junto con los anteriores, hay datos de concheros en los
alrededores de Tam pico (Fewkes, 1907), en Isla Mujeres
(Gann, 1924), de Bellote (Charnay, 1885) y otros muchos
lugares. Los m encionados y aquellos que mejor o peor seña­
lados parecen existir en las orillas de todas las albuferas y
mares interiores de las costas del área bajo estudio, son
cam pos llenos de posibilidades, pero no disponem os de datos
suficientes para adjudicarles participación en la etapa cultu­
ral que ahora nos ocupa. En varias ocasiones, al visitar
lugares com o los señalados, se percata uno de que en las
capas expuestas hay una gran abundancia de conchas, aun­
que también es verdad que se encuentra cerámica de épocas
tardías, que, com o es natural, aparece en las capas más
aparentes, las superiores.

IV

Existe tam bién una inform ación en la que creo pocos se han
fijado. N os referim os al trabajo de Kelly (1945) quien en las
pp. 161-63, 173, 175, 177 y fig. 77 señala la presencia de un
dato arqueológico por dem ás curioso.
A l este de Culiacán, en la costa y en la parte de los esteros
de Altata, se localizaron restos de ocupación hum ana con
una cerám ica m uy característica que la autora llam a Ras-
ped-ware. Esta cerám ica no parece presentar más que for­
m as m uy simples, en algunos casos de silueta com puesta y
sin huellas de que tuviera soportes ni asas; los bordes están
engrosados en su parte interna.
Lo peculiar de la cerám ica, en com paración con las de­
m ás del área, es que se encuentra en lugares que se agrupan
en una zona reducida. La abundancia de lascas de obsidiana
en esos sitios, sin ningún artefacto definido, y la presencia de
algunos fragm entos de muelas, de form a rectangular, ápo­
La Revolución Neolítica en Mesoamérica 213

das, llevan a la autora a concluir que no sólo se trata de una


cultura diferenciada de las demás del interior y en principio
atribuirse al grupo indígena Achire, sino que probablemente
exista una verdadera diferencia temporal entre estos restos y
los de la inm ediata cultura de Culiacán.
Aparte de lo anterior, se observa que los sitios localizados
muestran grandes espesores de conchas. Vemos pues como,
junto a su posible diferenciación cronológica, existe una
cultura, de gran im portancia por asociar subsistencia con
productos marinos y la presencia de una cerámica primitiva.
Cuando el tantas veces citado Jennings m enciona la cerá­
m ica para el suroeste americano, señala que también parece
ser tardía y con posibilidades de origen en Mesoamérica,
aunque tam poco se debe descartar el que haya llegado desde
el SE norteamericano.
El com plejo Transicional, que queda entre el A rcaico y el
Woodland, y que también ha sido llam ado Woodland tem­
prano, presenta cerámica. Se inicia en 1 500 a.C., y llega hasta
500 a.C. Las primeras form as de la cerámica son cónicas por
lo general, con bases redondeadas o planas, de pasta gruesa
en la que hay fragm entos de roca machacada, quizá emplea­
dos com o desgrasante. La ornamentación está dada por im­
presión de cordajes en el interior y en el exterior o bien están
alisadas por am bas caras. Es de la misma tradición que la
cerámica ártica temprana (Griffin, 1960).
La fecha que damos para la primera cerámica es bastante
conservadora ya que existen otras que señalan más antigüe­
dad, aunque también es verdad que la mayoría son dudosas,
salvo quizá la de Kays Landing (Crane, 1956), de unos 2100 a. C.
En cuanto a la aparición de la cerámica en Mesoamérica,
es éste un problema m ayor que todavía no se ha atacado
como debiera, dejando, a lo que parece, su solución a algún
hecho fortuito, rotundamente alejado de la estrategia ar­
queológica que requiere su desentrañamiento.
Hasta ahora sigue teniendo validez el horizonte m onocro­
mo del norte de Honduras (Strong Kidder <6 Paul, 1939) a
falta de mejor cosa.
El sitio de los Naranjos, a orillas del lago Yojoa (700 msnm).
en zona de clima tropical atenuado por la altura, lleva con­
sigo un tipo de vegetación de montañas (op. cit.. p.6: Fig. 20).
lo que lo separa de una situación tropical absoluta como sería
dable pensar por su latitud.
214 José Luis Lorenzo

La cerám ica encontrada en las partes m ás profundas de


las excavaciones, sellada por una capa estéril de arcilla
am arilla con grava, es sin duda alguna, la cerám ica de as­
pecto más prim itivo que hasta ahora conocem os para el
área de Mesoamérica. El primitivismo no sólo se denota en su
m onocrom ía y en el escaso número de tiestos con baño; tam ­
bién en la ausencia de vertederas, asas, agarraderas y sopor­
tes así com o lo escaso de las figurillas (tres fragm entos en
cerca de 700 tiestos).
Otro dato tam bién de gran im portancia, a mi juicio, es el
que, salvo escasas excepciones, todo el material muestra
huellas de acarreo, lo que señala una depositación previa en
otro lugar, del que fue arrastrado hasta ocupar la posición en
que se encontró, sign ificativo de un origen más antiguo que
el de la capa de hallazgo, aunque no se desprecia la posibili­
dad de un ataque quím ico de la cerám ica por el suelo que le
servía de matriz y que puede dar el aspecto de rodado (op. cit.,
p. 111 et. seq.).
A la cerám ica m onocrom o de Y ojoa se viene a unir quizá el
primer horizonte de Yarum ela (Canby, 1951) y eso es todo de
lo que se dispone para el com ienzo de la cerám ica.
Opino que eso es todo, ya que el horizonte Pavón de McNeish
1954: 171) no parece que pueda situarse en el m ism o nivel a
pesar de lo que el autor dice. Según él, P avón es tan sólo
com parable con el horizonte m onocrom o de Y ojoa, quizá no
directam ente en la tipología pero sí com o la fase cerám ica
m ás antigua pues tam bién es m onocrom o en lo fundam ental
aunque hay algo de decoración a color; tiene pocas form as, la
decoración, estrictamente por punteado, es escasa y hay
ausencia de figurillas. Si creo que lo encontrado por M cNeish
es antecedente de lo m ás antiguo encontrado por Ekholm
(1944) y pienso que adem ás hay contactos aparentes con el
m aterial del P reclásico M edio de la Cuenca de M éxico, aun­
que esto no descarta la posibilidad de que parte de la cerám i­
ca (la muestra de las capas profundas, portadoras de la fase
Pavón, com o en el caso de Los N aranjos es reducida en
número) tenga un patrón propio, más antiguo y anteceden­
tes a la clara introm isión de una línea de cerám ica expan-
sionista que sería la tam bién encontrada en T latilco y Gua-
lupita. Claro está que tam bién podría ser que la ruta para
llegar a estos últim os lugares pasara por Pánuco, o que se
iniciara en un sitio cercano, lo que significaría m ayor anti­
güedad para este lugar, respecto a los dos anteriores.
La Revolución Neolítica en Mesoamérica 215

McNeish (1954) hace la fase Pavón contemporánea del


Preclásico Inferior de la Cuenca de México, pero en su tra­
bajo posterior (McNeish, 1958) le da más antigüedad, po­
niéndola en contemporaneidad con los periodos acerámicos
de Flacco Final y principios del Guerra en el SO de Tamauli­
pas, hacia la mitad del Alm agre en la Sierra y transición de
Repelo a A basolo en el N de Tamaulipas, fechándola por ello
hacia el 1 800 a. C.

En escala jerárquica, no es la cerám ica ni la piedra pulida lo


más im portante para que exista el N eolítico. Sin insistir en
cosa tan sabida, recordem os que la R evolución Neolítica
acontece por la presencia de plantas cultivadas.
Siempre se ha dicho que las altas culturas am ericanas
basaron su econom ía subsistencial en el maíz, el frijol y la
calabaza. Si lanzam os una m irada sobre la dieta de los
indios actuales y la de las clases populares de nuestro país,
nos percatam os de que el trío clásico se reduce al m aíz y el
frijol y que la calabaza está en un nivel sem ejante junto con
varios cultígenos que varían según las regiones o las épocas
del año. Es más, en m uchos lugares y ocasiones son plantas
silvestres recolectadas las que disputan el lugar a la cala­
baza y aun a los frijoles.
La relación hom bre-cultígeno es, sin duda alguna, anterior
al establecim iento del último com o tal y se inicia a partir del
mom ento en el que el hom bre com ienza a tom ar determ ina­
dos frutos con preferencia a otros y los lleva hasta su habita­
ción, arrojando sus restos en las inm ediaciones. Entre las
partes arrojadas con m ucha frecuencia se cuentan semillas,
que de caer en lugar propicio, germ inan y dan una nueva
planta, facilitándose entonces un crecim iento de éstas espe­
cies ya selectivo y en proxim idad.
Desde luego, para la época, el equilibrio de la econom ía
subsistencial es incom prensible si no consideram os las for­
mas de recolección y caza com o fundam entales en contem
poraneidad con el cultivo. Lo mejor de que hasta ahora dis­
ponemos al respecto, es el análisis cualitativo y cuantitativo
que M cNeish (1958) lleva a cabo.
Respecto al maíz, recientemente apareció una publicación
de M an gelsdorf y Reeves (1959) en la que se agrupan cinco
artículos. De ellos, el que ocupa el cuarto lugar discute el sitio
216 José Luis Lorenzo

y m om ento de origen del máíz. Tras de analizar todas las


posibilidades, se descartan Asia, A frica y Europa, quedando
tan sólo el continente am ericano apoyándose los autores en
argum entos de carácter genético y en la presencia de polen
de m aíz en los sedim entos del relleno de la Cuenca de México,
estudiados por B arghoorn, W olfe y C lisby (1954).
Sin em bargo, el m odo de presentación del polen de maíz, en
ese caso, es extraño. H ay un pequeño conjunto entre los 74 y
69.30 m de profundidad (ocho granos) separado por 24 m de
sedim entos —en los cuales no existe ni un sólo grano— del
próxim o conjunto, a 45.30 m y desde este grupo, form ado por
dos granos, h a y un espesor tam bién estéril de 35.5 hasta la
próxim a aparición, ahora sí en abundancia y en continuidad
hasta los 3.80 m que tom aron com o nivel o (Clisby y Sears,
1955).
Si el maíz, com o planta silvestre, tiene un habitat propicio,
éste se atribuiría al existente en la época que en la estratigrafía
va de los 74 a los 60.30 m, en los 45.30 y de los 9.80 a los 3.80;
en consecuencia, los tres puntos significan tres momentos
paleoclim áticos sem ejantes durante los cuales el m aíz estu­
vo presente en la Cuenca de M éxico, no así en el demás
tiem po representado en la estratigrafía por las zonas sin
polen de maíz, que debieron corresponder a sedim entaciones
en periodos de clim a opuesto al crecim iento natural de la
planta.
Pero resulta que no es com o cabría suponer lógicamente.
Los ocho granos m ás profundos (74-69.30 m )están en la zona
VII, para la que los autores (Sears y Clisby, 1955) señalan un
clim a húm edo; los dos granos interm edios (45.30 m) quedan
dentro de la zona V, considerada com o de clim a intermitente
con prevalencia de condiciones húm edas generales y los 52
granos y m edio de la parte superior (9.80-3.80 m) se encuen­
tran en la zona II que se dice fue la época m ás caliente. La
contradicción es aparente a pesar de que se m anejan elemen
tos distintos com o son precipitación y temperatura sin conju­
gar am bos en ningún caso.
Adem ás, hay otro aspecto de explicación difícil. El pozo de
que hem os tratado, el de Bellas Artes, se encuentra a algunas
decena de metros del otro estudiado en la m ism a obra, el de
M adero y en éste el m aíz sólo se encuentra en la zona II, en
profusión (732 granos). La diferencia de cifras de un pozo a
otro en lo que respecta a la zona II, 52.5 granos de Bellas
La Revolución Neolítica en Mesoamérica 217

Artes, 732 en Madero, es proporcional para todos los demás


pólenes representados, por lo que se trata de un pozo más rico
que otro o quizá mejor estudiado; se hace pues muy extraña
la ausencia total de granos de polen en las zonas V y VII de la
perforación de Madero, tan rica en todos los demás pólenes.
Este modo de dispersión en materiales sedimentarios y
con diferencia de sólo unas decenas de metros de una perfora­
ción a otra, es bastante raro.
La verdad es que la inseguridad que presenta el polen de
maíz de la perforación de Bellas Artes, no es de mucha
im portancia pues ya se cuenta con pruebas mucho más fir­
mes y en contextos arqueológicos.
Me referiré nada más a lo encontrado en el territorio actual
de México, descartando el hallazgo de Bat Cauepues aunque
de indudable antigüedad, la relación estratigráfica de los
hallazgos de maíz primitivo con la de los materiales que se
fecharon por su contenido de C14 no está clara.
En la Cueva de la Perra, Sierra de Tamaulipas, se encon­
traron restos de ocupación humana y de ellos se obtuvieron
materiales con los que Mangelsdorf, McNeish y Galinat (1956)
hicieron un breve e interesante trabajo.
Asociados a un horizonte precerámico que por C14 se fechó
en 4445 + 180 años, se encontraron raspas de maíz. Este en su
m ayoría era de un tipo muy primitivo que se ha llamado Nal-
tel temprano tipo B, y también se encontró, aunque un sólo
ejemplar, otro tipo, el Nal-tel temprano tipo A. El maíz fue
bautizado asi por tener claras afinidades con un maíz primi­
tivo, todavía en uso, que en el sureste de M éxico se conoce
com o Nal-tel. El de la cueva es más pequeño, más delgado y
tiene menos número de hileras de granos, aparte de otras
características especiales que los autores describen y que no
incluyo por ser excesivamente técnicas.
En otra cueva, la Cueva de la Golondrina, en la cuenca del
río Piedras Verdes, en la Sierra Madre Occidental, al NO de
Chihuahua, se encontró maíz, en asociación arqueológica,
estudiado por M angelsdorf y Lister (1956). En los niveles
más profundos de la excavación y en la zona que presenta
ocupación por cultura precerámica, se localizaron restos de
maíz, de tipo primitivo pero emparentable con uno que existe
en la actualidad en lugares relativamente cercanos, Sinaloa
y Sonora y al que se llama Chapalote. Como en el caso del
Nal-tel, el maíz arqueológico es también más pequeño y
218 José Luis Lorenzo

tiene menor número de hileras y de granos, (12 hileras, nueve


granos) pero la filiación es clara. Por ellos se le bautizó com o
Pre-Chapalote.
Aunque no se tiene fecha C14 en este caso, apareció a más
de dos metros de profundidad y es semejante al más antiguo
de Bat Cave.
Del maíz encontrado en la cueva de Santa Marta, Ocozo-
cuautla, Chiapas ya dijimos que hay maíz palomero en una
capa fechada por C14 en 7300 ± 300 años. También se ha
m encionado lo que M angelsdorf opina del maíz localizado en
un horizonte precerámico de la cueva de la región de Coxca-
tlán, Puebla, com o siendo un maíz en estado silvestre o en
las primeras etapas de su dom esticación y que McNeish,
por materiales asociados calcula en 6 000 ± 1 000 años antes
del presente.
Siendo escasos los materiales, son suficientes para seña­
larnos un probable origen para el cultivo del maíz en cinco o
cuatro mil años a. C., admitiendo una etapa previa en la que
se recolectaría el ancestro silvestre y, repito, considerando
que en otra esfera los primeros tiempos de la domesticación
no presentaron mayor liberación económica debida a los
cultígenos adquiridos.
Aparte de los casos arqueológicos citados, que a mi juicio
señalan, tanto para el noreste com o para el noroeste, una
adquisición posterior del conocim iento y para el sur una
posibilidad de origen, los estudios recientes sobre génetica
del maíz actual han venido a señalar cam inos de mucho
interés.
En primer lugar, las formas de maíz más antiguo que
hasta ahora conocem os son más de zonas altas que de origen
tropical. Tom ando en cuenta lo que dice (Welhausen et al.,
1952: 5 et seq.) las antiguas razas de maíz indígenas de
México todavía en cultivo, son diferentes unas de otras en
virtud de desarrollos independientes en lugares y medio am­
biente distintos, pero todas descendientes de un ancestro
común y sin hibridación. Al decir indígenas de México no se
implica que necesariamente sean nacidas en México, pero sí
se afirma que su antigüedad local, por ser muy grande las
hace ser indígenas respecto a las demás.
En M éxico se han diferenciado las siguientes razas de
maíz que cumplen los requisitos de antigüedad fijados.
La raza de maíz Palomero Toluqueño (Valle de Toluca,
La Revolución Neolítica en Mesoamérica 219

Tres Cumbres, Morelos y Sierra del Agua, Veracruz) con


subrazas Jaliscience y Poblano, que se encuentra de los 2 200
a los 2 800 metros de altura sobre el nivel del mar; tiene
m azorcas cortas o muy cortas (7-11 cm) con 20 más hileras.
En la colección arqueológica de la Sra. de William Stone, de
la ciudad de México, Welhausen señala que hay muchas
m azorcas quemadas de este tipo. La raza Arrocillo Amarillo,
colectada en Xalapaca, Puebla y N del Estado de Tlaxcala, se
encuentra de los 1 600 a los 2 000 m de altura; tiene marzorcas
muy cortas (cinco o siete centímetros) con 15.4 hileras en pro­
medio. La Chapalote que es de poca altura sobre el nivel del
mar, pero llega hasta los 1 800 m encontrándose en el centro
de Sinaloa y en el centro de Sonora; las m azorcas son cortas o
medianas (12-15 cm) con 12.3 hileras en promedio. Se rela­
cionan con los hallazgos citados por Welhausen de Ander­
son (1944 y 1947) y Hurts y Anderson (1949) (auuque éstos
sean extramesoamericanos) y con las impresiones de mazor­
cas en lava y restos carbonizados envueltos en ella que se
hallan en el Museo de Morelia, M ichoacán.
Finalmente, también se incluye el Nal-tel, que siendo ori­
ginal de Guatemala, se extiende por M éxico apareciendo en
la península de Yucatán, Tamán en San Luis Potosí, y
costas de Guerrero y Oaxaca; de tierras bajas en los casos
m encionados, llega hasta los 1 800 m de altura, tiene m azor­
cas cortas (9-10 cm) con 11.4 hileras en promedio.
Las dos primeras razas parecen ser restos de una misma,
diferenciadas por aislamiento geográfico. Chapalote y Nal-
tel (de México) tienen semejanzas entre sí; ambas son de
m azorca relativamente pequeña, de tierra cálida y se locali­
zan a poca altura sobre el nivel del mar aunque se reprodu­
cen bien hasta los 2 200 m lo que puede significar que las
razas primitivas son menos sensibles que las actuales a los
cambios, por lo menos de altura. Todas las razas citadas son
reventadoras (palomeras) (ver figura 2).
Para Guatemala (Welhausen et al., 1958: 36, et seq.) se
reconoce una sola raza primitiva, la Nal-tel con varias sub­
razas y el maíz que se ha llam ado imbricado, presente en los
departamentos de Chimaltenango, Quetzaltenango y Hue-
huetenango; se da en alturas que van de los 2 200 a los 2 325m
con mazorcas de tamaño medio a grande (promedio 16.2 cm)
y de 12 a 16 hileras de granos y “ ...no es en sí una raza primiti­
va y ni siquiera llega a ser considerada com o raza. Represen-
RAZA

PALOMERO TOLUQUEÑO
O SUBRAZA JA L IS C IE N S E
SUBRAZA POBLANO
® ARROCILLO AM ARILLO
® CHAPALOTE
O N AL-TEL

Figura 2. Mapa con la distribución de las cuatro razas indígenas


antiguas de maíz de M éxico (Fig. 10 en Wellhausen et al., 1952).
La Revolución Neolítica en Mesoamérica 221

ta un com plejo de características que se encuentran en una


de las antiguas razas indígenas de México, Palomero Tolu-
queño” (op. c i t 49).
El Nal-tel extiende su influencia hasta Panam á por el sur
y bastante al norte por México, según ya vimos. De las cinco
sub-razas identificadas, tres son de tierras altas y dos de
bajas. Arqueológicam ente se encuentran representadas en
Kam inaljuyú (Kidder, 1949; fig. 6g) y en una urna zapoteca
(Caso y Bernal, 1952; fig. 423). En contextos arqueológicos se
conocen dos form as antiguas, el Nal-tel primitivo A y B
(McNeish, 1958) y en nuestros días se encuentra en Guatema­
la en los departamentos de San M arcos, Quetzaltenango,
Sololá, Totonicapan, El Quiché, Chim altenango, Baja Ve-
rapaz, Jalapa, Chiquimula y Jutiapa. Aunque se presenta
raramente en form a pura, la mezcla que tenga siempre es
ligera.
Su frecuencia y los cinco tipos existentes es lo que lleva a
pensar a los autores m encionados que el Nal-tel es con toda
probabilidad originario de Guatemala. Lo extraño de su au­
sencia en el antiplano chiapaneco, inmediato, puede tener la
respuesta en que precisamente en la zona de colindancia se
encuentra la raza de maíz comiteco, de rendimiento muy
superior, lo que por razones económ icas puede haber sido la
causa del desplazam iento absoluto del Nal-tel (ver figura 3),
de procedencia tropical y que, si bien se obtiene una cosecha
de m ayor rendimiento en un clim a Cw bg que en un clima
BSkwg, el total de proteínas es m ayor en el último caso, por
lo que se puede concluir que el frijol, com o fuente de proteí­
nas, parece necesitar un clim a cálido más que templado y
una precipitación mediana.
El último miem bro del terceto, la calabaza, es el de m ayor
antigüedad a juzgar por su presencia en ciertos contextos
arqueológicos, (Whitaker et al., 1957). Cucurbita pepo, quizá
Cucurbita foetedissim a, se encuentran desde el nivel más
antiguo de Tam aulipas, hace unos 9 000 años. Cucurbita
moschata se sitúa con seguridad entre 1 400-1 200 años a.C., y
si bien es cierto que escasa, Cucurbita m ixta se hace presente
de 100 a 1400 después de Cristo.
Si tuviésemos suficientes hallazgos fechados de material
botánico, en sitios arqueológicos, podríam os trazar curvas
isócronas que llegarían a delimitar uno o más centros de
origen para cada caso. Por disponer de evidencias escasas,
©\

¥
■*
% • N A L - T E L Blonco Tierra Bajo
** f N A L - T E L Blonco T ie rra Baja tntrogresión
O N A L-T EL Amarillo Tierra Baja
O N A L -T E L Am arillo Tierra Bajo mtrogresio'n
© N A L -T E L Ocho
© N A L -T E L Ocho introgresio'n
© N A L - T E L Amarillo Tierra Alto
Figura 3. M apa con la distribución en Guatem ala del Nal-tel y © N A L - T E L Blanco Tierra Alta
sus subrazas y el Im bricado (Fig. 6 en Wellhausen cln/., 1958). 0 IM B RIC A D O
La Revolución Neolítica en Mesoamérica 223

no es posible ni intentar una elaboración com o la señalada.


Cualquier posición que se adopte al respecto ha de apoyarse
en m ás hechos de diversos orígenes. Por ello, creo necesario
tomar en cuenta la obra de Dressier (1953).
He llevado a cabo con ella una elaboración que se orienta
más a las situaciones culturales implícitas.
Cuando nos enfrentam os al frijol, el problema se hace
mayor. El Phaseolus vulgaris se ha encontrado en Tamauli-
pas (Kaplan y McNeish, 1960) desde fases culturales fechadas
en 4 000-2 400 a.C., haciéndole anterior al maíz en esta región
y posterior a la calabaza. Del Phaseolus coccineus hay restos
desde 7000-5500 a.C., según los mismos autores y también
ellos señalan la presencia de Phaseolus lunatus, aunque
escaso, entre 100-1400 d. C.
En el aspecto genético, Hernández Xolocotzi et al. (1959),
determina que el frijol se desarrolla preponderantemente en
condiciones tropicales húmedas; las existentes a lo largo de
la franja entre 1 500 y los 2 300 m de altura sobre el nivel del
mar de la escarpa húmeda de la Sierra Madre Oriental, del
lado sur de la Sierra Madre del Sur, de O axaca, de la Sierra de
San Cristóbal y en la región m ontañosa del occidente de
Guatemala. “ Aquí se presentan innumerables llanuras, va­
lles y barrancas donde los elementos biológicos esencial­
mente tropicales extienden sus áreas de distribución en sen­
tido altitudinal y conviven con los elementos esencialmente
tem plados que se extienden hacia altitudes inferiores con
clim a subtropical” (op. cit., p. 116).
Otros autores (Freytag et al., 1956), han encontrado que el
frijol de m ayor contenido de proteínas de lo que señala el
original, eminentemente botánico.
En primer lugar, se han separado las zonas geográficas en
las que existen determinados cultígenos, siendo aparente
que las zonas son de amplitud grande y de la delim itación
débil, lo que nos da idea de la escala de precisión con la que se
puede trabajar en estos aspectos.
El problem a botánico del origen geográfico de las plantas
con localización precisa, sólo puede resolverse en términos
regionales. Las evidencias en form a de restos vegetales ob­
tenidos en las excavaciones de cuevas secas puede aportar
la Arqueología, será una ayuda fundam ental para reducir
los límites, temporales y espaciales, que la botánica por sí
sola, no puede llegar a alcanzar.
224 José Luis I^orenzo

Mientras este momento llega, bástenos con organizar lo exis­


tente de manera que se pueda obtener algún resultado de ello.
En la m encionada separación por zonas, se ha puesto en
los primeros lugares las que están o totalmente incluida en
Mesoamérica o tienen parte dentro de ella, siguiendo las
demás de acuerdo con su proximidad, hasta finalizar con las
de situación más lejana o enunciado más general.
Para cada zona se han separado los cultígenos en cuatro
categorías, según su función; alimenticios, utilitarios no ali­
menticios, de ceremonia o lujo y ornamentales. Aunque al­
gunos participan de dos funciones y posiblemente de más,
doy m ayor im portancia a la función alimenticia, antepo­
niendo a otros el factor económ ico subsistencial. En orden de
discrim inación para la pluralidad de funciones, sigue el em­
pleo del cultígeno para resolver problemas de índole mate­
rial no alimenticia, com o fuentes de materia prima indus­
tria liza re; a continuación los cultígenos que en etapas supe­
riores de la cultura llegan a tener gran im portancia, sin que
esto signifique que en las inferiores carecieran de ella; los de
ceremonia o de lujo y, finalmente y quizá com o rasgo distin­
tivo de un patrón cultural específico, aquellos que no produ­
cen más que em oción estética. Desde luego, si se tratase de
otro tipo de estudio, las categorías podrían ponerse en otro
orden jerárquico, inclusive invertirse totalmente (ver figura 4).
Com o casos de duplicación de funciones y de solución
adoptada, tenemos N opalea cochellinífera, sobre la cual se
criaba un pequeño insecto el Coccus cacti, productor de la
cochinilla; he preferido ponerlo en la categoría segunda,
pues aunque sus frutos son comestibles, la función caracte­
rística es la de ser anfitrión del productor del colorante. Las
D ahlia coccínea y pinnata, siendo ornamentales, poseen
raíz comestible, por lo que se incluyen en la primera cate­
goría, no así la Dahlia Lehmannii, que por su gran tam año
se emplea para form ar cercas, por lo que se sitúa en la segun­
da categoría, a pesar de tener flores ornamentales. La Jath-
ropa curcas ofrece diversas aplicaciones: sirve para cercar
sus semillas bien tostadas pueden ser com idas pero sólo en
pequeñas cantidades (estando verdes son un fuerte purgan­
te), su función m ayor es la de servir de anfitrión al Coccus
axin, insecto productor del aje, cera muy empleada en diver-
sus manufacturas, de ahí su posición en la segunda categoría.
Es cierto que habría que hacer divisiones mucho más afi-
Figura 4. Cuadro con las plantas cultivadas en ei M éxico pre-
hispánico y sus zonas de posible origen (sobre datos de Dres­
sier, 1953).
226 José Luis Lorenzo

nadas dentro de los cuatro grupos de cultígenos que se han


establecido. En los alimenticios tendría que tomarse en cuen­
ta la calidad alimenticia por volumen unitario, la cantidad
de este volumen por planta y por área cultivada, el tiempo
requerido para recoger la cosecha, etc.; en otras palabras, un
estudio mucho más amplio, en el que participarían diversos
especialistas, lo que hasta ahora no ha sido posible. Es por
ello que queda un conjunto algo extraño en el que se agrupan
al igual el maíz y la chía, el maguey y el jitomate, en la idea
de que en una forma u otra todos participan de la alimenta­
ción humana y su domesticación y cultivo fueron dirigidos
hacia este propósito (ver figura 5).
También de los utilitarios no alimenticios habría que sepa­
rar los que rinden servicios restringidos a lo doméstico de los
que son fundamento para la existencia de artesanos especia­
lizados. Si se trata de los de ceremonia o lujo, es aparente que
tan sólo el enunciado señala graduaciones internas de indu­
dable importancia. Y cuando llegam os a los de ornamento,
penetramos en un terreno que puede extenderse hasta los
límites amplísimos o quedar reducido a una mínima ex­
presión.
Creo necesario incluir las listas de los cultígenos en su
distribución en las ocho zonas geográficas tom adas en cuen­
ta, junto con las funciones que puedan atribuirse a cada uno
y su número. He de agradecer la colaboración prestada por
las Sritas. M ónica Bopp y Judith Espinosa, ambas botáni­
cas del Departamento de Prehistoria, quienes tuvieron a su
cargo completar los nombres vulgares de cada cultígeno.

I. Centro de M éxico

1) Alim enticios: (19)


A g a v e atrovirens Karw. = m aguey pulquero o m anso
A g a v e latissim a Jacobi = m aguey
A g a v e m apisaga Trel. = maguey.
Am aranthus leucocarpus S. Wats = alegría, bledo, huauhth
A n n on a diversifolia Safford = papausa, ilam a
Casimiroa edulis La Llave & Lex. = zapote blanco
Crataegus pu b escen s (HBK.) Steud. = tejocote
Dahlia coccínea Cav. = dalia, jicam ite, charahuesca
Dahlia pinnata Cav. = dalia, jicam ite, charahuesca
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228 José Luis Lorenzo

D iospyros ebenaster Retz. = zapote negro


H yptis suaveolens Poit. = chía grande
Opuntia am yclaea Tenore = tuna de A lfa ja yu ca n
Opuntia ficus-indica (L.) Miller = tuna verde
Opuntia m egacantha Salm -Dyck = nopal de Castilla
Opuntia streptacantha Lemaire = tuna Cardona
P ersea am ericana Mili. = aguacate
P hysalis ixocarpa Brot. = tom ate verde
Prunus serótina Ehrh. subesp. Capulí (Cav.) M cVaugh
= capulín
Saluia hispanica L. = chía
2) U tilitarios n o alim enticios: (1)
P a chycereu s em arginatus (DC.) Brit. & Rose = órgano.
3) De cerem onia o lujo: (0)
4) Ornam entales: (4)
Polianthes tuberosa L. = nardo
Tagetes erecta L. = tzem poalxóchitl
Tagetes patula L. = tzem poalxóchitl, ojo de gallo
Tigridia p a v on ia (L.f.)Kerr = cacom ite, oceloxóchitl.

II. Sur de M éxico y norte de Centro A m érica m enos el alti­


plan o guatem alteco
1) Alim enticios: (19)
A n n on a purpurea M oc. & Sessé = ilam a, chincuya, cabe­
za de negro.
B yrsonim a crassifolia (L.) DC. = nanche
Calocarpum m am m osum (L.) Pierre = zapote m am ey
Calocarpun viride Pitt. = zapote injerto
Carica p a pa ya (L.) = papaya
Cnidosculus ch aya m an sa M cV augh = ch a ya m ansa
Cham aedora tepejilote Liebm. = tepejilote
Cham aedora wendlandiana (Oerst.) Hemsl. = pacaya
M anilkara (A chras) zapotilla (Jacq.) G illy = chicozapote
P achyrrhizus erosus (L.) U rban = jicam a
P arm entiera edulis DC. = cuajilote
P ersea schiedeana N ess = pahua
Pouteria cam pechiana (HBK) Baehni = zapote amarillo,
canichté, costic-zapotl.
Pouteria hypoglauca (Standl.) Baehni. = zapote am arillo
P sidium sa rtoria n u m (B erg.) N iedenzu = g u a ya b illo,
arrayán, pataté
Spondias m om bin (S. lútea L.) = jobo
La Revolución Neolítica en Mesoamérica 229

Spondias purpurea L. = ciruela, jocote


Yucca elephantipes Regel = izote
2) Utilitarios no alimenticios: (6)
A g a v e fourcroydes Lem. = henequén
A g a v e sisalana Perrine = sisal
Crescentia cujete L. = jícaro, ojam án, tecomate
lndigofera suffruticosa Mili. = añil, jiquelitl
Jathropa curcas L. = piñoncillo, cuipú
N opalea cochenillifera (L.) Salm-Dick = nopal, nocheztli
3) De ceremonia o de lujo: (2)
Protium copal (Schlecht. & Cham) Engler = copal
Vanilla planifolia Andr. = vainilla, tlixochitl
4) Ornamentales: (0)

III. Altiplano de Guatemala


1) Alim enticios: (7)
Am aranthus cruentus L. = alegría
Casimiroa sapota Oerst. = m atasanos
Crotalaria longirostrata Hook & A m . = chipilín, trona­
dora
Persea am ericana Mili, (raza guatemalteca) = aguacate
Phaseolus coccineus L. = botil, ayocote, chom borote
Phaseolus lunatus L. = patshiete, com ba, haba
Sechium edule Sw. = chayóte
2) Utilitarios no alimenticios: (1)
Dahila lehm annii Hieron = dalia
3) De ceremonia o de lujo: (0)
4) Ornamentales: (0)

IV. M éxico y Centro Am érica, sin localización precisa.


1) Alim enticios: (5)
Cucurbita m ixta Pang. = calabaza
Cucurbita m oschata Duch. = calabaza de Castilla
H ylocereus undatus (Haw.) Brit & Rose = pitahy
Phaseolus vulgaris L. = frijol
Zea m ays L. = maíz
2) Utilitarios no alimenticios: (0)
3) De ceremonia o lujo: (3)
Theobroma angustifolium DC. = cacao
Theobroma bicolor Humb. & Bonpl. = patashte, pataxte
Theobroma cacao L. = cacao
4) Ornam entación: (0)
230 José Luis Lorenzo

V. N orte de M éxico y sur colindante de los EE. UU. A°


Norteamérica.
1) Alim enticios: (4)
Cucurbita pepo L. = calabaza india, ayotli
Helianthus annuus L. = girasol
Panicum sonorum Beal = pánico (?)
Phaseolus acutifolius A. Gray = escomite
2) Utilitarios no alimenticios: (0)
3) De ceremonia o lujo: (0)
4) Ornamentales: (0)

VI. Area Andina


1) Alim enticios: (3)
A nnona cherimolia Mili. = chirim oya
Chenopodium nuttalliae Safford =huauhzontli
L ycopersicon esculentum Mili. = jitomate
2) Utilitarios no alimenticios: (1)
Gossypium hirsutum L. = algodón
3) De ceremonia o de lujo: (2)
Nicotiana rústica L. = tabaco
Nicotiana tabacum L. tabaco.
4) Ornamentales: (0)

VII. Tierras bajas de Sudamérica (Brasil-Paraguay)


1) Alim enticios: (2)
A nanas com osus (L.) Merrill = piña
M anihot escalenta Crantz = yuca, guacam ote
2) Utilitarios no alim enticios: (0)
3) De cerem onia o lujo: (0)
4) Ornamentales: (0)

VIH. A m ericano, sin precisión m ayor


1) Alim enticios: (6)
Canacalia ensiform is (L.) DC = haba blanca (?)
Capsicum annuum L. = chile
Capsicum frutescen s L. = chile ratón
Cucurbita ficifolia Bouché = chilacayote
Ipom ea batatas L. = cam ote
Psidium gu ajava L. = guayaba
2) U tilitarios no alim enticios: (2)
B ixa orellana L. = acm ote
L agenaria siceraria (Mol.) Standl. = guaje, acocote.
La Revolución Neolítica en Mesoamérica 231

3) De cerem onia o lujo: (0)


4) Ornam entales : (0)

A n alizando som eram ente los cultigenos atribuidos a cada


zona, surge de inm ediato la necesidad de fijar más los puntos
de origen. Ateniéndonos al autor y con carácter de posibili­
dad, de los atribuidos a la Zona I, A n n on a diuersifolia e
H yptis suaveolens pueden venir de la región occidental, así
com o las Dahlia coccínea y pinnata.
El grupo incluido en la Zona II, muy mal definida, reúne
especies com o los A g a v e fou croyd es y sisalana y Cnidoscu-
lus chayam ansa que son de la península de Y ucatán; Jathro-
pa curcas, Nopalea cochenillifera, P achyrrizus erosus, Vai­
nilla p la n ifo lia y Yucca elephantipes, de la parte continental
de M éxico y Calocarpum uiride y Spondias m ombin, de Cen-
troamérica.
Al grupo III podría muy bien incorporarse el inm ediato
altiplano chiapaneco, del que fisiográfica y ecológicam ente
no tiene m ayor separación, con lo cual o bien se incorpora al
II o se lleva parte de éste con sigo a pesar de lo cual se le
respeta com o unidad.
El grupo IV reúne aquellos cultigenos de los que no se
cuenta con los suficientes elementos de juicio para una mejor
localización por el m om ento, y viendo cuales son los que lo
integran, se percibe la enorm e im portancia cultural que ten­
dría una atribución m ás precisa.
La extensión territorial del grupo V es tal, que virtualm en­
te queda desprovista de valor; situación que com parte con los
grupos que le siguen, y aunque todos ellos form an aproxim a­
dam ente una quinta parte del total, las áreas a las que se
atribuyen no prestan m ucha ayuda para interpretaciones.
A este respecto son típicos los grupos V I y V II, quedando
incluido en el último el A rachis h ypogaea que parece haber
llegado a M éxico con la Conquista, traído de las A ntillas, por
lo que no lo incluim os en la lista.
Desde luego, los och o cultigenos que integran el grupo de la
zona VII, caso extremo de am plitud de territorio, son de
difícil localización continental, aunque el autor indica sus
sospechas de que Canaualia ensiform is y Capsicum frutes-
cens sean de M éxico y que L agenaria siceraria y Psidium
guajava proven gan de los Andes, si bien es cierto que L a ge­
232 José Luis Lorenzo

naria tiene a ésta com o punto intermedio ya que su origen


real parece ser africano. Respecto a aportes extracontinenta-
les, Gossypium, Am aranthus, Lagenaria y Cocos han sido
discutidos con exceso de pasión; la realidad es que siguen en
duda, pues no hay materiales suficientes para dictam inar ni
en un sentido ni en otro.

VI

He tratado de presentar todo el material que creo aporta


evidencias, directas o indirectas, para ver si mediante los
datos que contiene es posible comprender el proceso de la Re­
volución N eolítica en el área que llegaría a ocupar Meso­
américa y al que debe su origen aunque no sus características,
que fueron m otivadas por desarrollos y am pliaciones pos­
teriores.
Trataré ahora de fijar algunas conclusiones.
En primer lugar, sobre el cam bio clim ático considerado
com o el incentivo necesario para la transform ción cultural.
Este cam bio es en sí una de las fases post-pleistocénicas y,
atendiéndome al factor cronológico, sería el que se ha nom ­
brado Altitermal (Antevs, op. cit.) del ó 00 al 2 00 a.C. Una
situación de sequía intensa y prolongada, que según el autor
citado es la principal característica del Altitermal, sólo pue­
de ser ocasionada por un cam bio en la posición de las franjas
clim áticas, lo que puede deberse al desplazam iento hacia el
N del Ecuador térmico o a la extensión hacia el S del casquete
polar.
En el primer caso y para el SO de los EE. UU. de Norteamé­
rica lugar en el que se tipificó el Altiterm al, la situación no
sería muy diferente a la de h oy en día, reuniendo com o carac­
terística una precipitación escasa y concentrada en pocos
meses, junto con temperaturas relativam ente extremas. En
el segundo caso y para la m ism a región, encontraríam os una
precipitación de por lo m enos el doble de la actual y tempera­
turas m ucho m enos extrem as aunque su m edia anual sería
m uy semejante.
Para el área de M esoam érica en la situación primera, no
existiría cam bio alguno sobre la situación actual, tomando en
cuenta una m ejoría indudable, pero debida exclusivam ente a
la ausencia de alteraciones causadas por fenóm enos cultura
les. En la segunda posibilidad (que obviamente no es la carac­
La Revolución Neolítica en Mesoamérica 233

terística) toda la parte norteña de M esoam érica hubiera teni­


do un clim a com o el actual del altiplano septentrional de
M éxico, o sea, desértico.
Desde luego, es im posible la sincronía entre la situación
clim ática del NO de M éxico (SO de los EE. 0 0 . de Norteamé­
rica) y la región en que se estableció Mesoamérica.
Adm itiendo que el proceso de desertización del NO de
M éxico se hubiera incrementado y extendido, quizá hubiera
llegado a afectar las regiones centrales de M éxico (Cuenca de
México, valles adyacentes y valles intermontanos de O axa­
ca) en una form a paliada y desde luego no hubiera tenido
m ayor im portancia en las franjas costeras ni a partir del
Istmo. N o hay que olvidar que un incremento termal supone
un aumento de evaporación en las m asas oceánicas y por lo
tanto un aumento en los ciclones, en número y en intensidad,
que en el caso del área que analizam os hubiera supuesto una
precipitación m ayor que la actual. Esto lleva a concluir la
posibilidad de que si el Altitermal significó un aumento de la
temperatura,Mesoamérica recibió más lluvia en ese tiempo de
la que recibe en la actualidad.
La única contingencia de que el territorio de Mesoam érica
se viese sometido a un periodo de sequía extrema, de lo que no
hay huellas suficientes, pero que se admite com o hipótesis,
sería en una posición temporal asincrónica respecto a la del
Altitermal, con la agravante de que la asincronía no es
desconocida y podría ser en más o en menos.
La verdad es que las evidencias no señalan nada sem ejan­
te al Altiterm al ni en características clim áticas ni en posi­
ción cronológica. Es más, las investigaciones que se están
llevando a cabo actualmente no sólo aumentan la duda res­
pecto a la teleconexión del fenómeno, adm itida hasta ahora,
sino que apuntan con claridad hacia una situación clim ática
opuesta a ella.
Si parece que el fenóm eno de la desaparición de la mega-
fauna del Pleistoceno es contem poráneo en el SO norteame­
ricano y en el actual territorio de M éxico, por lo menos hasta
donde sabem os. La m egafauna gregaria se extingue hace
unos 8000 años (Hester, 1960); las especies de m ayor im por­
tancia para el hombre; mamut, caballo, cam ello y bisonte
(naturalmente, no el Bison bison) son las incluidas en esta
desaparición con la salvedad de que Hester sólo cita el Ma-
m muthus columbi. descartando el imperator, pues aunque
234 José Luis Lorenzo

expresa sus dudas al respecto, se apoya en la fecha atribuida


al hallazgo de Santa Isabel Iztapa (C-205, 11 003 ± 500).
Las piezas asociadas con el elefante No. 1 de Santa Isabel
Iztapa se filian con otras semejantes que en los EE. UU. de
Norteamérica se fechan entre siete y cinco mil años antes de
Cristo (W ormington, 1957; 95-99). Una de las del elefante No.
2 puede tener una fecha entre ocho y cinco mil años antes de
Cristo (McNeish, 1958: 62,194). Conviene recordar que para
ia Cuenca de México, en realidad sólo existe una fecha de
C14 directamente asociado con restos de proboscidio fósil: la
de los restos de San Bartolo Atepehuacan (Flint y Deevey,
1969: 45) y es de 9 670 ± 400 años antes del presente, o sea
unos 7 800 años ± 400 antes de Cristo.
El final de la megafauna característica del Pleistoceno y de
sus cazadores, puede estar representado precisamente en
Santa Isabel, pues los proyectiles encontrados entre los hue­
sos de am bos elefantes, son com parables con los que se
encuentran en los EE. UU. de Norteamérica asociados a
otras especies zoológicas, sobre todo form as extintas de bi­
sonte y jam ás, hasta ahora, con elefantes. Parece que en
aquellas regiones éstos últimos ya habían desaparecido y
fueron encontrados en la Cuenca de M éxico com o fósiles
vivientes, situación atribuible a las especies características
geográficas y clim áticas del lugar, junto a la posible ausen­
cia de seres hum anos, hasta la llegada de aquellos que mata­
ron los elefantes.
Con la fecha de San Bartolo Atepehuacan, la duda expre­
sada por Hester com o conclusión tercera (op. cit.: 74) de que
la extinción del Mammuthus imperator para 11000 a.P., pare­
ce dem asiado temprana, muestra ser cierta y la fecha de
desaparición de la m egafauna, incluyendo imperator, queda
corroborada. La razón de lo que parece un error por parte de
Hester, a pesar de la sospecha expresada, estriba en que la
fecha que se tom a en cuenta fue obtenida en materiales de
otro lugar, que sólo por una teleconexión estratigráfica, no
com probada, se consideró válida tam bién para Santa Isabel.
El error inicial, por ligereza de juicio, perduró a pesar de que
los materiales asociados señalaban con claridad a otra fe­
cha. Está claro que Hester fue confundido por un error ajeno.
Si durante el octavo milenio a.C., llegan a la Cuenca de
M éxico unos cazadores provenientes del Norte y todavía
encuentran vivos unos animales a los que quizá sólo cono­
La Revolución Neolítica en Mesoamérica 235

cían por leyendas transmitidas desde que sus antepasados


habían hecho presa en ellos, es natural suponer que el condi­
cionam iento especial que en otros lugares había ocasionado
la extinción de los mamutes, no había tenido efecto aquí y
este caso conduce a pensar que no sería nada extraño el
encontrar alguna vez una asociación tipológica todavía más
tardía con fauna fósil.
Si se trata de m egafauna, esta sólo puede haber sobrevi­
vido en situaciones de pradera, con pastizal abundante o
en pequeños valles u hondanadas grandes en las que lagos o
lagunetas hayan m antenido una vegetación riparia sufi­
ciente. Entonces, no es absurdo suponer que en lugares de
tales condiciones hayan coincidido representantes de dos
form as de cultura; los últimos grandes cazadores y los reco­
lectores avanzados. A este respecto conviene hacer notar
una vez más lo desafortunado del término “ Culturas del
Desierto” .
Aunque hoy se encuentren sus restos en regiones desérti­
cas, en los m omentos en los que en ellas vivían los portado­
res de la cultura de recolección avanzada, no podían serlo. Es
necesario admitir una situación clim ática distinta a la ac­
tual en la m ayor parte de los lugares en que se han encon­
trado sus restos com o única manera de comprender su super­
vivencia y desarrollo, así com o también se hace necesario
entender esta situación diferente para com prender la presen­
cia tardía de los cazadores de m egafauna. La única form a de
adm itir la presencia de una desertización general es el dar a
los lugares de los hallazgos, de uno y otro tipo, la categoría de
oasis y pensar que hoy son de difícil identificación por ser en
ellos donde las población se ha acum ulado m ayorm ente en
nuestros días, obliterando o destruyendo las evidencias.
Según parecen señalar diversas fechas de C 14, no es absur­
do el que hayan coincidido representantes de am bas form as
de cultura y ante la posibilidad de este contacto directo, se
presenta tam bién el problem a del m odo de encuentro y coe­
xistencia de am bos grupos. No es ilógico pensar en una mez­
cla de am bas form as de vida pues si bien es cierto que el
cazador especializado está en posesión de armas que pueden
servir para el ataque, tam bién es verdad que el recolector no
estaba enteramente desprovisto de ellas y que con bastante
seguridad su grupo era m ayor, pues cabe im aginar que los
cazadores llegados a los pocos lugares donde todavía exis­
236 José Luis Lorenzo

tían posibilidades de vida según su sistema, estaban pasan­


do por situaciones difíciles que debieron mermar su número.
Así que la idea de aniquilamiento de uno de los grupos por el
otro no funciona. En realidad, todo lo anterior son especu­
laciones, aunque no creo que esté muy lejano el día en el que
se haga el hallazgo de un sitio con ambas form as culturales
en convivencia directa.
A juzgar por las situaciones de otros lugares, concreta­
mente las conocidas de los EE. UU. de Norteamérica no hay
nada en contra de ello y estudios culturales del tipo genera­
lizado de recolector avanzado, unido a representantes de la
tradición paleoriental más reciente, podría ser el caso de lo
representado en los dos hallazgos de Iztapa, en los cuales
hay puntas Scottsbluff y Lerma, con toda seguridad, y una
posible Angostura (éstas dos últimas podrían también ser
A gata Basin) junto con algo que queda mejor com o Tortu­
gas triangular que com o raedera, tal com o ha sido llam ada
hasta ahora; punto de vista ya dado por M cNeish (1958:
64) quien piensa que es N ogales triangular. No puede ser
raedera pues para ellos es necesario que alguno de sus bor­
des tenga retoque para este propósito y por ser de retoque
bifacial los tres de que cuenta la pieza, no puede presentar el
retoque abrupto, corto, que es el utilizado para raer.
Está bien clara la presencia de los recolectores avanzados
en la futura Mesoam érica, aunque sus fechas no todas nos
sean conocidas ni tam poco las características específicas de
la variante cultural que representen. En el caso de los reco­
lectores de productos acuáticos, por su especialidad mayor,
se enfrenta uno a problemas de otro carácter.
Es lógico el que las especializaciones condicionadas por un
medio ambiente tengan representaciones propias y persis­
tentes; en otras palabras, que conjuntos hum anos situados
en lugares aptos para ello se hayan dedicado a la pesca y
recolección de productos acuáticos, llegando inclusive a la
alta especialización de este aspecto e intercam biando sus
productos con los de grupos de tierra adentro, aprovechando
las necesidades dietéticas de am bos en un trueque regular de
productos de dos medios ambientes distintos y dos especiali­
zaciones culturales diferentes pues en el caso de los esteros la
fabricación de la cerám ica y el uso de la agricultura son
prácticam ente imposibles.
La Revolución Neolítica en Mesoamérica 237

U na situación de esas características se presta a confu­


siones fáciles por los restos culturales que deja. Además, la
recolección de productos marítimos parece tener un rango
temporal muy extenso, com o lo prueban los datos de Flint y
Deevey (1960: 201-33) de fechas de C14 en concheros a lo
largo de la costa de la Baja California que van desde 6400 ±
200 años hasta 600 ±150 años. Es cierto que no existe todavía
la publicación en la que se informe el contenido cultural de
cada uno de estos lugares, pero es de suponer que las varian­
tes de instrumental no serán muy grandes por ser un mismo
tipo de explotación.
Creo que la posiblidad de diacronism o del fenómeno hace
de los concheros algo que debe tratarse siempre con poca
desconfianza.
Hay otro aspecto que surge a la luz de lo hasta ahora
expuesto, referente al conjunto diverso de elementos cultura­
les de esta época de transición.
Según Willey y Phillips (1958), se entiende por Lithic Stage
algo que cabe en la vieja definición dada para el Paleolítico;
inclusive y a juzgar por lo que dicen los autores m enciona­
dos, hay posibilidades de que se definan dos fases internas,
lower y upper las que por su contenido son casi equivalentes
al Paleolítico Medio y Superior. Bien es cierto que se hace ver
que lower puede ser un aspecto marginal, aunque más parece
el caso de dos culturas líticas distintas en que la inferior
—más antigua— perdura en el tiempo de la superior más
reciente.
Es posible entonces que la cultura inferior Lower Lithic
Stage a juzgar por sus características, sea el ancestro de las
“ Culturas del Desierto” en cuyo caso, la cultura superior
( Upper Lithic Stage) es la que correría con peor suerte, desa­
pareciendo en casi todos los sitios y en algunas situaciones
imbricándose en sus aspectos más tardíos al estadio siguien­
te, Archaic Stage, en las regiones orientales de Norteamé­
rica.
U na situación semejante existe en la prehistoria europea y
se debatió por bastante tiempo. Cuando los conocim ientos
sobre Paleolítico y Neolítico habían alcanzado un gran desa­
rrollo se encontró con que había una fase última del Paleo­
lítico Superior, extraña, a la que algunos autores llamaron
Epipaleolítico. Otros creyeron ver en ella los comienzos de
238 José Luis Lorenzo

las culturas neolíticas y por ello la llamaron Neolítico Tem ­


prano o Proto Neolítico.
Tratando de conciliar am bos puntos de vista hubo quienes
admitieron la presencia de dos culturas: un Epipaleolítico
Tem prano y un Protoneolítico Tardío, lo cual es cierto pero
mantienen contem poraneidad en lo general y en algunos
casos se com binan para formar una sola cultura. En vista de
la situación se terminó por adoptar el término Mesolítico,
que temporalmente queda entre Paleolítico y Neolítico, pero
que ni sugiere ni sanciona una situación evolutiva obligada
entre ambos (Clark, 1936).
Me atrevo, pues, a presentar la hipótesis de que lo que se
encuentra en la época que antecede inmediatamente a la
dom esticación de cultigenos es el equivalente del Mesolítico,
por lo que tienen de reestructuración cultural ante un condi­
cionam iento nuevo y de proyección a un futuro diferente.
Admito que no hay bases tipológicas para emplear el nombre,
pero a estas alturas me parece conveniente señalar que el
criterio de microlito-Mesolítico en nuestros días, no es abso­
luto , esto es, no son sinónim os como tanto tiempo se con­
sideraron.
Más aún, por Archaic Stage, a juzgar por lo que Willey y
Phillips dicen (op. cit.) se entiende una etapa económico-
social semejante en todo a lo que en otros lugares se llama
Mesolítico y si seguimos un criterio económ ico-funcional
vemos que no hay cam bios básicos en las técnicas de form a­
ción de instrumental, ni virtualmente en éste y en el único en
lo que se pueden encontrar diferencias es en los materiales de
tipo alimenticio que se ponen en exploración, mismo caso,
del Mesolítico.
Cuando digo que no hay cam bios básicos en las técnicas de
form ación del instrumental tomo en cuenta la técnica del
desgaste que si bien es cierto a partir de cierta fase se aplica
a la form ación de determinados artefactos de piedra, tam­
bién es verdad que ya era conocida con anterioridad aunque
aplicada al hueso y a la madera.
También me parece necesario hacer constar que las mejo­
res expresiones del M esolítico como tal, siempre estuvieron
situadas en puntos a zonas m arginales a aquéllos en los que
la Revolución Neolítica tuvo lugar y que en estos últimos
lugares la transición fue de tales características que el pa­
trón M esolítico apenas es perceptible y desde luego no es
La Revolución Neolítica en Mesoamérica 239

com parable con el de los lugares epónimos, donde tuvo mu­


cha duración y por ello posibilidad de diferenciarse.
Siguiendo en la línea del cam bio socieconóm ico, sin lugar
a dudas, éste se apoya en la adquisición de los cultígenos
para superar ía etapa de la recolección, pero éstos, en su
primera fase de explotación por el hom bre no deben haber
pasado del rango de fruto recolectado que por su gran valor
alimenticio, atrajeron la atención hum ana y se señalaron
por su mayor facilidad de domesticación respecto a otros que
quizá en las mismas o mejores circunstancias alimenticias
requerían de muchos más cuidados.
En lo que respecta a los lugares en los que se han encontra­
do los restos más antiguos de cultígenos en contextos arqueo­
lógicos, hay una curiosa situación de discordancia climáti­
ca. La región de las cuevas de Tam aulipas tiene un clima Cw,
el valle de Ocozocuautla Aw y Coxcatlán está en la frontera
del BS con el BW. Este último lugar, a lo que parece, es el que
dentro de la m ayor antigüedad dispone de más materiales
botánicos y bajo ningún concepto podría haber existido una
forma de vida basada en el cultivo, no ya en las precarias
condiciones actuales, sino en las peores del tantas veces
mencionado Altitermal que de haber existido en esas latitu­
des hubiera producido un clim a francamente BW.
Esto lleva a señalar que el cultivo sólo pudo originarse en
sitios en los que existiera húmedad suficiente, con tempera­
turas templadas o calurosas, pues el iniciarse a la agricul­
tura en un medio en el que la precipitación sea escasa y
violenta com o sucede en los climas BS, hubiera dificultado
mucho la tarea e inclusive hubiera obligado a un abandono
rápido de lo que se comenzaba.
Si seguimos a M cNeish (1960), sus asertos se basan en
fechas de O ' de materiales directamente asociados con los
restos vegetales que se consideran y en otras fechas surgi­
das de com paraciones tipológicas con fases culturales co­
rrespondientes, en sitios ya fechados com o Tamaulipas y
Santa Marta, en Chiapas y aquellas fases todavía no fecha­
das en la Cueva de Coxcatlán. Según esto, el maíz en su
forma silvestre o en los primeros momentos de domesticación,
aparece en la Cueva de Coxcatlán en una fecha probable de
5 000 a.C.: el frijol aparece en Tamaulipas alrededor de 4000
a. C., y su origen es posible que quede más al sur y en una
fecV-o cercana a 5000 a. C.; las calabaza (Cucurbita pepo)
240 José Luis Lorenzo

está presente en Tamaulipas, silvestre y cultivada, desde


(siete o seis mil años antes de Cristo) y parece que el centro de
su origen está cercano al punto del descubrimiento. La cala­
baza (Cucurbita moschatá) se encuentra en Coxcatlán desde
5000 antes de Cristo.
Excluyendo la Cucurbita pepo, hay una tendencia a dar
com o lugar de origen del maíz, del frijol y de la Cucurbita
m oschata la zona en la que se encuentra la Cueva de C ox­
catlán.
En mi opinión, tom ando en cuenta la evidencia arqueoló­
gica disponible, sigue siendo difícil situar un centro de difu­
sión del maíz cultivado. Por lo que nos dice la genética,
podría pensarse en las zonas altas de Chiapas y Guatemala,
aunque precisar el punto concreto de domesticación es com ­
plicado pues como planta silvestre su distribución debió haber
sido muy amplia dentro de los límites de una región indudable­
mente extensa. Pienso que el comienzo de la domesticación como
fenómeno cultural debe llevarse más al sur de lo que M c­
Neish (op. cit.) hace, pues la evidencia del Nal-tel así lo
señala y los probables orígenes del frijol también, además
del sólido grupo de cultígenos que según Dressier se agrupan
en aquella zona.
Una ojeada al Cuadro (ver figura 5), complementada con lo
dicho en páginas anteriores junto con la observación de las
listas de cultígenos con sus funciones y la zona en que se sitúan,
me parece que muestra con claridad cóm o las zonas II y III
poseen los cultígenos no sólo más importantes en lo alimenti­
cio, también los que requieren un nivel más elevado de técnica
agrícola, pues los alimenticios de la zona I, en más de una ter­
cera parte son cactáceas y sólo siete especies son arbóreas,
aspecto este último muy significativo dado que la fruticultura
exige un sedentarismo m ayor y una tradición agrícola más
desarrollada. Además, siete utilitarios que señalan un mayor
adelanto tecnológico y dos de ceremonia o lujo que pueden
admitir com o de m avor complejidad cultural.
Una observación breve al panorama cuando ya se ha si­
tuado el Neolítico en Mesoamérica con derecho propio (pue­
de también llamársele Barbarie, Olivé, op. cit., o protoagrí-
cola en su fase final, Armillas, op. cit.) indica una mayor
concentración de lugares arqueológicos de importancia, pre­
cisamente en la región en la que digo podrían situarse los
orígenes del cultivo, pues allí se encuentran Kaminaljuyú,
La Revolución Neolítica en Mesoamérica 241

U axactún, Chiapa de Corzo, Tres Zapotes, La Venta, Monte


A lbán y Montenegro, teniendo com o contrincantes que se­
ñalasen otra zona a Teotihuacán y Cuicuilco, quedando en
posibilidad de integrarse en esta otra contingencia M on te
negro y Monte Albán. Desde luego, he reducido la lista de
lugares arqueológicos a los de m ayor importancia como cen­
tros tempranos.
Junto con una naciente complejidad arquitectónica, los lu­
gares surianos tienen estelas y glifos calendáricos no pre­
sentes en los centrales. Tam bién conviene tomar en cuenta
que es en la zona sur en la que se localiza en m ayor número
las form as más integradas de la etapa que sigue, con la
excepción de Teotihuacán. Como no es mi intento adentrar­
me en la etapa cultural posterior a la tratada, dejo aquí asen­
tado lo que creo es apoyo suficiente para situar la región de
origen de la Revolución Neolítica.
Atribuido al altiplano Chiapas-Guatemala el principio de
la dom esticación del maíz y del frijol, no es posible reducir los
demás cultigenos a extensiones menores de las indicadas y
pueden haberse iniciado como cultigenos en cualquier punto
de su extenso ámbito, inclusive por grupos distintos y en
fechas que, si no muy alejadas, pueden estar separadas por
algunos siglos, milenios en ciertos casos. Es cierto que al
principio tan sólo grupos humanos portadores de cualquiera
de las variantes de recolector avanzado podría hacerlo y,
desde luego, en épocas posteriores, se debió ir aumentando el
número de cultigenos incluyéndose no sólo los directamente
domesticados, también los incorporados por contacto con los
grupos que tuvieran otros, que a su vez recibirían los de los
primeros.
El elemento más importante del Neolítico, la agricultura,
según lo expuesto, debe haber tenido su comienzo en uno o
varios lugares dentro de las zonas II y III en las que Dressier
pone los cultigenos. Aunque el complejo cultural Neolítico no
requiere hacer acto de presencia con todos sus elementos,
resulta que es en la zona II en la que se encuentra la cerámi­
ca más antigua de las que hasta ahora se conocen. El primi­
tivismo tecno y m orfológico del Yojoa monocromo, aunado a
su posición estratigráfica, hace que esta cerámica tenga que
seguir siendo considerada com o la más antigua de Mesoamé­
rica, con todo y que quede en lo que sería uno de sus límites
extremos.
242 José Luis Lorenzo

Pienso que a estas alturas ha sido posible señalar algunos


hitos en el cam ino que lleva hasta el momento trascendental
en el que el Hombre se libera de una existencia aleatoria
basada en la recolección y la caza, para llegar a producir sus
propios alimentos.
Primero, la desaparición de una m egafauna, hecho que
acaba con el grupo hum ano hasta ese momento preponde­
rante, dejando el cam ino abierto a los que habían tenido una
precaria existencia de cazadores de fauna m enor y de reco­
lectores y que a todas luces pueden haber m antenido una
convivencia con los primeros e inclusive haberlos incorpora­
do. Simultáneamente, viniendo desde antes y continuando
después, una adaptación muy com pleta a un medio ambiente
determinado, hace que un aspecto de los recolectores quede
al márgen y perdure, m arcando con su presencia m antenida
una fase del desarrollo cultural que en las demás regiones ha
sido transitorio.
La existencia de plantas silvestres de características espe­
ciales cuando hace acto de presencia el recolector en los
lugares aptos, lleva a que sean dom esticadas y a que se
obtenga de ellas un rendimiento hasta entonces no conocido,
para remediar su siempre latente problem a de subsistencia.
Más tarde, a los instrumentos de m olienda con los que ya
contaba desde su estadio cultural previo, se van uniendo
otros que le permiten derribar árboles para extender el te­
rreno necesario a sus cam pos de cultivo. Sigue el hecho casi
m ágico de convertir la arcilla en algo que reúne m uchas de
las características de la piedra y así puede, con m enor es­
fuerzo y tiempo, disponer de recipientes en los que transfor­
mar su alim entación y extenderla a un cam po m ucho más
amplio.
T odo ese proceso ha llevado algunos miles de años, duran­
te los que se afirm a el N eolítico o Barbarie en el Continente
Am ericano. Etapa de donde saldrán las más altas expresio­
nes culturales con una inquietante contradicción desde su
origen. D isponiendo de una indudable abundancia de cultí­
genos; tiene que enfrentarse a la ca ren cia de anim ales
dom ésticos en cantidad y calidad suficientes. Por ello es que
persiste una fuerte dependencia de la cacería, la pesca y la
volatería, hecho que puede constatarse en todos los lugares
habitación que se han excavado, aunque el caso no sea tan
La Revolución Neolítica en Mesoamérica 243

m arcado en los grandes conjuntos arquitectónicos, los más


conocidos de momento.
Junto a ello, al no disponerse de una fuerza controlable
que multiplica a la humana en una serie de tareas físicas, la
de los animales de carga o de tiro, hay una disminución en el
proceso de desarrollo tecnológico que es bien aparente, a la
que se une un desenvolvim iento acusado de la esfera intelec­
tual; base diferenciativa de la alta cultura de Mesoamérica

VII

La respuesta efectiva a la hipótesis expuesta o a otra cual­


quiera tendiente a las localización tem poral y espacial en
que tuvo lugar la Revolución N eolítica en el área mesoameri-
cana, se encuentra todavia pendiente. La única form a de
encontrarla es por la excavación arqueológica estratigrá-
fica que pienso sólo puede seguir ciertas pautas.
La primera es la excavación m etódica, en pequeñas unida­
des cada vez y jam ás por niveles métricos, de cuevas o cova ­
chas en regiones secas. De estas excavaciones se obtendrán
conjuntos de restos vegetales conservados por las condicio­
nes clim áticas a los que estarán directam ente asociados con
artefactos de m ateria no perecedera que serán característic-
cas de las culturas, fases o niveles representados en cada
sitio, m ostrando el desarrollo de su tecnología.
U na vez que se disponga de suficientes excavaciones en
lugares secos en las que se hayan obtenido series am plias de
artefactos líticos, se podrá atacar las zonas de m ayor hum e­
dad, puesto que com o en ellas será difícil la conservación de
materia orgánica, hay que pensar que la identificación de los
niveles precerám icos en estos lugares y su posibilidad de in ­
corporación o diferenciación de los de las regiones secas, sólo
será posible mediante la comparación de las industrias líticas.
Esto obliga a considerar el m odo en el que se encuentra
integrado el conjunto de artefactos, el número en el que cada
uno de los tipos esté representado. Esto es: no basta la pre­
sencia de un artefacto, com o las puntas de proyectil, a las
que, por cierto, se han dado nom bres propios en función del
generoso sentido de paternidad de cada arqueólogo descu­
bridor y una posición temporal m uchas veces insostenible;
244 José Luis Lorenzo

hay que tomar en cuenta todos los tipos presentes y la can­


tidad de todos y cada uno de ellos para llegar a establecer
índices, de cuya com binación en normas precisas surge la
caracterización real de una cultura, de una industria, de un
horizonte o de una fase (Bordes, 1950,1950a), así com o tam­
bién y en espera de más conocim ientos no bautizar con nom ­
bres propios tipos aislados, casi siempre mal definidos, que
para confusión de todos prevalecen junto con im plicaciones
de diversos órdenes.
Si se llega a manejar el material Utico como se debe, el
problema com parativo y de relaciones se convierte en algo
bastante simple y de valor efectivo, puesto que se conoce con
solidez los diversos modos de presentación.
Aunando diversos métodos, comp el establecimiento de
perfiles polínicos, no sólo para los sitios sin restos vegetales,
también en los que los tienen; el estudio de todo el material
óseo hallado y el análitico granulométrico de los estrato?, no
será difícil extender y precisar nuestro conocimiento a un
punto quizá no im aginado.
En lo que respecta a las zonas que se deben trabajar en el
futuro, las secas son de situación fácil pues en principio
cualquier lugar dentro de la zona de clim a fundamental con
B com o primera letra indicadora (según Koeppen), puede
contener cuevas con restos vegetales conservados. Para Mé­
xico este concepto obligaría a incluir todo el altiplano sep­
tentrional pero creo que al principio es preferible excluir las
partes que no se encuentren dentro de lo que constituía Mesoa­
mérica en el siglo XVI.
Cuando se trate de localizar los mismos horizontes cultu­
rales en regiones de mayor precipitación pluvial, quizá con­
venga mantener la excavación de cuevas en lo general y, por
razones climáticas, hacerlo en las zonas de clima Aw, sa­
bana, que suelen ser periféricas a los climas B por quedar en
la posición transicional de seco a húmedo.
Él insistir en la excavación de cuevas no es otra que una
medida de seguridad en la búsquedad de materiales. Las
cuevas han sido habitat frecuente y, sobre todo, son de lo­
calización sencilla frente a la nada fácil de lugares habi­
tados a cam po abierto cuya noticia casi siempre se debe a
haber quedado expuestos con motivo de procesos erosivos, lo
que por su naturaleza, a la vez que muestran lo oculto, des­
truyen gran parte de la evidencia contenida. No creo nece-
La Revolución Neolítica en Mesoamérica 245

sario m encionar en detalle la form a m ás frecuente de loca­


lización arqueológica, la casualidad, ya que su presencia en
este caso también está norm ada por una selección metódica
del área en la que pueden encontrarse determinados fenóme­
nos culturales.
Com o es el caso para los demás horizontes arqueológicos
de M esoamérica, contam os con trabajos firmes en muy esca­
sos lugares; falta ahora completar el cuadro general buscan­
do su representación en los puntos intermedios en el afán de
llenar los obvios huecos creados por el conform ism o im ánen­
te al pensam iento de que ya sabemos lo bastante como para
dedicarnos a las obras de síntesis de lo cual el ejemplo aun­
que menor, podría ser este trabajo.

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>¡4 rl ilíi'í -VÍA .P >1*
Clima y agricultura en Teotihuacan
Clima y agricultura en Teotihuacan

La ciudad arqueológica de Teotihuacán se encuentra en el


valle del m ism o nombre, o si se quiere en la cuenca del río de
San Juan Teotihuacán (ver figura 1), que está situada en el
extremo noreste del lago de Texcoco, en el que dicho río
desem boca a la altura de Tepexpan - Cuanalan; parte aguas
al este con la subcuenca de Apan, al norte con la cuenca del
río Papalote, afluente del de las A venidas de Pachuca y al
sur con la del río Papalotla.
Según el análisis de la cartografía (hojas correspondien­
tes de la Carta Táctica del Valle de México, E 1:25 000) cubre
aproxim adam ente 523 km2, de los cuales el 8% (42 km2) per­
tenece a áreas urbanas, 50% (261 km2) está sembrado, 21%
(110 km2) contiene magueyales y otro 21% (110 km2) es incul­
tivable. De los 110 km2 cubiertos de magueyes puede de­
cirse que dos tercios son aprovechados en otros cultivos,
con lo cual no es arriesgado suponer que el 64% de su área
(334.3 km2) se destina a la producción agrícola y el 30% (188.7
km-') no es productivo. Esto, dentro de la Cuenca de México,
marca una situación de gran potencial agrícola.
La hidrografía (ver figura 2) presenta el patrón significa­
tivo de los materiales sobre los que se estableció, todos de
carácter volcánico. Se com binan los sistemas de acuerdo con
las edades de los edificios volcánicos, su tipo y la calidad de
las em isiones que hayan tenido. Hay algunos casos de siste­
m as radiales, de los cuales los más aparentes son los del
Cerro G ordo y el Patlachique y tam bién existen ciertas for­
mas semianulares, com o la establecida alrededor de la mitad
oeste del cerro de San Francisco, en el extremo sureste del
valle. Claro está que tam bién el Cerro Gordo y el Patla­
chique imprimen a los cursos de agua que pasan a sus pies
algo del m ism o patrón, provocado por los abanicos aluvia-
256 José Luis Lorenzo

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Figura
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Figura 2
258 José Luis Lorenzo

les que en esas partes poseen y que mantienen procesos


bastante activos. A pesar de lo anterior, el sistema general es
de carácter dendrítico, con su m ayor longitud en sentido este-
oeste, siguiendo la línea pendiente general.
En algunos casos son aparentes los abanicos aluviales
desarrollados en el contacto del som ontano con la planicie de
relleno aluvial; en otros la ausencia de red hidrográfica de­
sarrollada indic a la presencia de un suelo muy permeable
que permite la infiltración hasta capas impermeables sub­
yacentes, fenóm eno típico de zona volcánica joven en la cual
los mantos de la lava funcionan com o carso (Lóhmberg,
1957).
Junto con la forma natural de red hidrográfica, existen
algunos casos en los que es perceptible la mano del hombre
com o determinante del patrón m orfológico (ver figura 3). Tal
es el de las correcciones a los cursos de algunos ríos, fácil­
mente identificables puesto que, repentinamente, alteran las
curvas normales de su desarrollo para desplazarse en líneas
rectas, inclusive con cam bios de dirección de 90°. Esto, la
naturaleza no lo propicia normalmente y mucho menos en
terrenos de la índole de los que forman el valle de Teoti­
huacán.
Por la posición de estos cursos artificiales, se tiene la certe­
za de que fueron hechos para proteger la ciudad, hoy arqueo­
lógica, de las aguas broncas que descendían de las m onta­
ñas inmediatas, norm ando su curso para que participase de
la planificación general. Comienzan al este-noreste de la
ciudad, en cercanías de Axapusco, donde el río que pasa al
occidente de este lugar se canaliza hasta la confluencia con
el de los Ixtetes (Estetes en el mapa) y juntos corren otro
tramo canalizado hasta cerca de San Pablo Ixquitlán. Debe
advertirse que al hablar de canales y canalizaciones no se
trata de obras de mampostería visibles, sino de rectificación
de cursos con m odificación de las líneas naturales, quizás
obtenidas mediante simples excavaciones.
El m ismo curso de agua, que luego es llamado de San Juan,
unos tres kilómetros antes de San Martín de las Pirámides,
vuelve a ser rectificado, obligado a pasar a lo largo del lado
este de la zona arqueológica para encauzarse por el canal que
corta la Calle de los Muertos en ángulo recto, habiendo reci­
bido por su margen derecha dos afluentes canalizados tam­
bién, producto am bos de las barrancas que bajan del Cerro
260 José Luis ¡Atrenzo

Gordo: una de ellas, la única cuyo nombre se ha identificado,


la de la Presa, y, por la margen izquierda, el río de Otumba,
canalizado desde unos tres kilómetros antes de la confluen­
cia. El río de San Juan cruza la zona arqueológica, adoptan­
do su patrón formal de ángulos rectos, y sale de ella, m an­
teniéndose, hasta que al sur de San Juan Teotihuacán, se
libera y corre naturalmente, por poca distancia, puesto que
más o menos al kilómetro, entra de lleno a participar del
sistema de canales de riego que, con el aporte de los m anan­
tiales de esa zona, cubre la parte inferior del valle hasta su
término.
Su posición, bastante central en la Cuenca de M éxico y el
no estar aislada de ella por grandes montañas, hace que
comparta con ésta el clima general. Adoptando el sistema de
Koeppen, m odificado por García (1966) (ver figura 4) vemos
que desde la parte baja occidental al extremo oriental más
alto, se escalonan clim as que van desde el BS, el menos seco
de este grupo, al C( W ), el más húmedo del suyo, pasando por
los intermedios C( W ) y C (W ,). Si a los datos meteorológicos
conocidos se le aplica la fórmula del índice de aridez según
Stratta y M osiño (1963), corrección de la de Emberger (1932)
com o hizo Jáuregui (1963), la cuenca del río de San Juan
queda divida en dos partes, iguales, por una diagonal que
corre del suroeste al noroeste, caracterizándose la mitad
noroeste por ser árida, con posibilidades agrícolas casi nu­
las, y la sureste com o de transición, en la cual, para tener la
cosecha asegurada es necesario el riego aunque se puede
correr el riesgo de la agricultura de temporal.
Los datos meteorológicos en los que se apoyan todos los
trabajos relacionados con el clima de Teotihuacán, com o
parte de la Cuenca de México, son los correspondientes a un
año promedio establecido con las observaciones reunidas en
el ciclo que va desde 1920 a 1958 (Jaúregui, op. cit.). Dentro de
este lapso se registran años húmedos y años secos, años muy
húmedos y años muy secos; por lo tanto existen elementos
para conocer extremos de variación y darnos cuenta de que el
clim a no es una entidad fija, sino todo lo contrario, dinámica
en tantos sentidos com o factores m eteorológicos parti­
cipan en él.
Sobre los datos existentes de la meteorología propia del
valle del río San Juan y de los aforos en su desembocadura,
ANO PROMEDIO (1920-1958)
CLASFICAOON CLIMATOLOGCA oc B'O CLIMAS SEGUN ST RETT A Y MOSlftO A9C3)
MODIFICADA (GARCIA . 1966)

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F ig u ra 4
262 José Luis Lorenzo

puede decirse algo acerca de la situación hidrológica gene­


ral y de sus derivaciones respecto a la agricultura. Para ello
contam os con algunas publicaciones (CHCVM 1963 y 1963a,
Jaúregui, op. cit.) en las cuales hay ciertas discordancias
entre unas y otras en lo que a cifras específicas se refiere, por
lo cual se tuvieron que revisar los datos originales para
saber cuáles son los más correctos.
Disponem os de las observaciones de dos lugares, San
Juan Teotihuacán o Pirámides de Teotihuacán (se nombra
indistintamente de am bas maneras a una sola estación) y
Tepexpan. Además, en este último lugar se han tomado
aforos del río de San Juan, antes de que sus aguas lleguen al
lago de Texcoco. L is dos estaciones tienen posiciones geográ­
ficas que permiten una cierta visión de conjunto aunque
para completarla hubiera hecho falta al menos otra más, en
la parte más oriental del valle y quizá una cuarta, en la zona
m ontañosa más elevada del rincón sureste; sin embargo,
hay que trabajar con lo que existe y tratar de obtener de ellos
las mejores indicaciones.
En m uchos casos, por defecto o carencia de observaciones
directas, las cifras que existen han sido calculadas en fun­
ción de las demás estaciones de la Cuenca de México, me­
diante procedimientos estadísticos en los cuales tenemos que
confiar. En otros casos, com o uno en el cual existían dos
conjuntos de cifras diferentes para las precipitaciones obser­
vadas en San Juan Teotihuacán, se establecieron ambas
gráficas y se pudo observar que, a pesar de sus valores
distintos, m antenían una form a fundam ental igual. Se
adoptaron los valores reales los cuales fueron obtenidos en
las Oficinas de la Comisión Hidrológica de la Cuenca del
Valle de M éxico y que eran los de uno de los autores; tras esta
com paración se procedió a otros cálculos presentándose aquí
el material.
Los datos de las estaciones de San Juan Teotihuacán (ver
figura 5) y Tepexpan (ver figura 6) son bastante parecidos
entre sí (ver figura 7): más extremoso Tepexpan en tempera­
turas, sin embargo, parece tener precipitaciones algo supe­
riores y una menor variabilidad. Es cierto que las observa­
ciones en este lugar sólo abarcan un periodo efectivo que va de
1947 a 1958, el cual, dentro de las observaciones generales de
la Cuenca de México, de 1920 a 1958, se caracteriza por
participar de la terminación de la m ayor sequía registrada
VARIACIONES DE LA TEMPERATURA Y PRECIPITJICIONES
PRECIPITACIONES MENSUALES EN SN. JUAN TEOTIHUACAN .

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FFigura
ig u ra 5
VARIACIONES DE LA TEMPERATURA Y PRECIPITACIONES MENSUALES EN TEPEXPAN

C E N TIG R A D O S
GRADOS
F ig u ra 6
Clima y agricultura en Teotihuacan 265

DATOS METEOROLOGICOS
San Juan T e o tih u a c á n Tepexpan

P(recip itocio n ) T(emp«rahiro) P(recipitacio'n ) T(empe rotura)

Máximo 8 7 0 .5 mm 37. 3 “ C 8 5 1 .6 mm 4 1 .6 ° C

M e d io 5 5 0 .5 mm 14.8 ° C 580 .3 mm 1 6 .1 ° C

M ínim a 300 8 mm - 9 .0 ° C 397. 3 mm -10. 0 o C

Var ¡ación

entre e xtrem o * 570.7 mm 46. 3 ° C 454.3mm 51. 6 ° C

V e ra n o
Moyo-Octubre 85 6 % 87. 3%

Datos ae -a - 1921 - 1958 1946 - 1958


1924 -1936 - 1941-1951 - 1956
Datos incompletos 1957 1946

(según Jaúregui, 1963 )

Figura 7.

en el ciclo, la que va de 1943 a 1954 (Jaúregui, op. cit.: 93) y de


la lenta recuperación desde 1955 en adelante, por lo tanto, el
valor de la inferencia hecha es relativo.
En am bos casos el incremento de P 1 corresponde a un
descenso de T en las máximas y un aumento en las mínimas
que conform a una media de más regularidad. La agrupa­
ción de P en los seis meses que van de m ayo a octubre, en
am bos casos superiores al 85% del total, nos enfrenta al
problema muy importante de que no es tanto el valor anual de P
el que cuenta, sino su modo de distribución.
Al igual, T, que en promedio puede considerarse muy bue­
no para la posibilidad humana, presenta máximas y míni­
mas minimora que son peligrosas para la agricultura pues
las heladas de octubre a marzo, so pena de tener cuidados
especiales y costosos, dificultan la productividad en la zona
de riego y en la de temporal, donde se podrá sembrar hacia el

1 Empleamos las abreviaturas P y T para denotar, respectivamen­


te, precipitación y temperatura.
266 José Luis Lorenzo

fin de las lluvias para aprovechar la humedad todavía rei­


nante, se tiene el mismo problema de las heladas. Aparte de
las bajas temperaturas, las muy altas, si son coincidentes
con la época de polinización de los cultígenos, pueden im ­
pedir ésta, esterilizando los granos de polen. El clima, pues,
restringe la posibilidad agrícola más de lo que los simples
promedios de precipitación y temperatura pueden demos­
trar.
Sin lugar a dudas, la hidrología del valle de Teotihuacán
depende de la precipitación, y así podemos observar en la
gráfica (ver figura 8) como, en los 39 años de observaciones,
la correlación entre la precipitación anual y los aforos del río
de San Juan, mantienen un paralelismo general que acusa la
dependencia del caudal del río respecto a las lluvias, con
algunas alteraciones que más bien pueden deberse a efectos
observacionales o errores de anotación, com o por desgracia
suele suceder.
La dependencia del caudal del rio respecto a las precipi­
taciones queda más claramente mostrada en la gráfica (ver
figura 9) en la que vemos com o el aforo del rio al aumentarla
precipitación hasta el punto en que ambas máxim as son
coincidentes, si bien, a fines de la temporada de lluvias, la
relación se hace todavía más cerrada que al principio. Es
cierto que en el mes de junio el aforo tiene una inflexión
anormal, que podría explicarse com o un mayor empleo de las
aguas para el riego.
La gráfica siguiente (ver figura 10) es muy ilustrativa del
funcionamiento de los manantiales de San Juan Teotihua­
cán pues al com parar su aforo con el río de San Juan, vemos
que existe una clara independencia entre ambos. Esta in­
dependencia indica un muy importante fenómeno: la posi­
bilidad de que el flujo de los manantiales responda a ciclos
resultado de variaciones prolongadas para los cuales, por
desgracia, no hay observaciones de la suficiente duración.
Es inobjetable pensar que el gasto de los manantiales de­
penda de la cantidad de agua que se precipita, en la parte de
infiltración que proporcionalmente corresponde y que, de
acuerdo con ello, en plazos más largos haya una respuesta
clara: a mayor precipitación por un ciclo prolongado, mayor
surgencia y viceversa. Sin embargo, el cam ino que deben
recorrer las aguas infiltradas es largo y su transcurso lento.
Todo lo anterior denota, en función de la gráfica ya co-
CORRELACION GRAFICA OE AFOROS DEL RIO SN JUAN EN T EPEXPA N Y
PROMEDIOS A NUALES DE PRECIPITACION EN SN JUAN TEOTIHUACAN.

m il e s
oe
m

M ILIM E TR O S
3

EN
de
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PRECIPITACION
F ig u ra 8.
METROS CUBICOS POR SEGUNDO
F in u ra “
GASTO MEDIO MENSUAL D ELOS MANANTIALES DE SN JUAN TEOTIHUACAN EN METROS CUBICOS/ SEGUNDO
Y GASTO MEDIO MENSUAL DEL RIO SN. JUAN TEOTIHUACAN EN M ILES D£ M3

GASTO
OE

CUBICOS
LOS

METROS
DE
MANANTULES
EN

MILES
EN
METROS

TEOTIHUACAN
CUBICOS

JUAN
SN
/ SEGUNOO

RIO
OEL
AFORO
F ig u ra 10
270 José Luis Lorenzo

mentada, que la respuesta de los manantiales a un condicio­


namiento climático de temporalidad corta, puede pasar ina­
percibido, pero que ciclos prolongados de sequía o de plu-
vialidad aunque en los manantiales se manifiesten tardía­
mente, normarán por completo su conducta.
Como hipótesis de trabajo, se presentan dos modelos de posi­
bles climas: el correspondiente al año más seco registrado,
1938 (ver figura 11) y el del año más húmedo, 1958 (ver fi­
gura 12). Por el hecho de participar de un ciclo de observa­
ciones que abarca 39 años, tienen validez estadística gene­
ral y vam os a tomarlos en cuenta como expresiones posibles
de lo que hubieran sido dos situaciones extremas que po­
drían caracterizar ciclos seculares.
En estos modelos emplearemos la clasificación climática
ya mencionada en párrafo anterior. Desde luego, si se hu­
biera instaurado un clima cuyos factores hubieran sido los del
año más seco o los del año más húmedo, las formas de las
áreas clim áticas no hubieran coincidido totalmente con las
de los modelos que presentamos; sin embargo, com o tampoco
las diferencias hubieran sido fundamentales, lo que se pre­
senta tiene validez suficiente para el propósito perseguido.
De acuerdo con ello, un ciclo seco convierte la cuenca de
San Juan en una región donde, salvo en su esquina sureste,
dominada por alturas cercanas a los 3 000 m se instalan
clim as de muy bajo coeficiente P /T (relación precipita­
ción temperatura) con clara predominancia de BS, inclusive
la variante BS , tan seca que en la actualidad no existe en
lugar alguno de la Cuenca de México. Los índices de aridez
correspondientes nos sitúan ante una cuenca totalmente
árida, con la consabida excepción de la zona más alta que
sería semi-árida. Las posibilidades de cultivo pueden darse
por inexistentes.
Al enfrentarnos al modelo de ciclo húmedo, vemos que el
clima es absolutamente distinto, pues tan sólo hay una
lengua algo seca que se proyecta desde la zona del lago de
Texcoco y el resto tiene condiciones semejantes a las que en
la actualidad se encuentran en el Desierto de los Leones, en la
parte sur de la Cuenca de México, a 3 200 msnm, con preci­
pitación media anual de 1 289.5 m (Jáuregui, op. cit.. Tabla
1). Los índices de aridez correspondientes colocan virtual­
mente a todo el valle en la zona que se llama de transición,
que si bien tiene la irrigación com o requisito, lo es para
ANO SECO (1939)
CLASíFICACtON CLIMATOLOGICA DE KOPPEN
MODIFICADA (GARCIA. 1966)

• P /T < * í * AftlOO l9 jl PmtilKieil A*f>CMM CAI


- P/T > 2* 9 SCMI-ANIDO i Aj) irrigación impr«xxtibi»
• P/T < «3 2 rftANSKlON ----------- irr i«ación M cm iii
• P/T «Mr. 4 ] t y 93.0 SU9-NUMC00 ______ lfrl««ciM N. m c llü lt
- *VT > 39 O
• T Mtdla Anual tM it - l*
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F ig u ra 11
ANO HUMEDO (1958)
CLASIFICACION CLIMATOLOGICA OE KÓPPEN B i OCLIMAS SEGUN STRETTA r MOSI&O (1963)
MODIFICAOA (GARCIA, 1966)

*5, ••P/T < 22 9 ariüo (•,) P n i k i i M n AyticoMt e n


BS, • */T > 22 • SCMI- ANIDO (A|) Irrigaos» lmprMCir*l»i<
Ctm
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Cl«,) • F/T t"ir • 43 2 *95 O su* - humcoo — Irrlyccwn N* Ntcttari•
Cl-j) • P/T > 95.0
C(T) • T m«4m Anual «nir* -2' 1 9*C
CF • T Ntvdlo Anuol > •í * C

F ig u ra 12
Clima y agricultura en Teotihuacan 273

asegurar la cosecha todos los años; francamente, se puede


correr el riesgo de la agricultura de temporal pues la posi­
bilidad de perder la cosecha es bastante pequeña.
En general, la perspectiva que ofrece la cuenca del río San
Juan es poco atractiva para la agricultura de temporal; aun
en el mejor de los casos hay cierto peligro y, desde luego, bien
sea en la situación actual o en la de una sequía, las posi­
bilidades son muy pocas en el primer caso y casi inexistentes
en el segundo.
Tras el planteamiento anterior, conviene ampliar la infor­
mación sobre algunos otros aspectos actuales de la cuenca que
nos ocupa.
La observación de las fotografías aéreas de la cuenca ha
permitido calificar, no cuantificar, los distintos m odos de
cultivo presentes. En las m ontañas, en todos los sitios en los
que las pendientes son algo fuertes, se extienden las terrazas
de cultivo, de pequeño tam año pero en conjunto muy com ­
pactos; son más abundantes en la parte que va del Patlachi-
que al Picacho, en el sureste del valle, pero materialmente
toda la cuenca está cubierta por ellas o sus restos, regulán­
dose las distancias entre una y otra de acuerdo con la pen­
diente: más cercanas cuando es fuerte, más separadas cuando
es débil. Estas terrazas no son de riego pues carecen del
aprovisionam iento de agua suficiente, inclusive, muchas de
ellas están alojadas en el interior de las barrancas, form an­
do presillas de contención, muy buen remedio para impedir
los procesos erosivos y conservar la humedad por largo tiem­
po, ya que el agua infiltrada en las terrazas que así se for­
man, se conserva mucho más.
Por la parte de la planicie media del valle, hay huellas de
crecimiento vegetal diferenciativo, indicativas de posibles
canalizaciones, hoy en desuso. Aguas abajo de San Juan
Teotihuacán, la red fluvial es apenas perceptible, ocupando
su lugar una serie de canales de riego, en funciones, a los que
se unen cam pos cultivados de form as que inmediatamente se
identifican con las chinam pas. Este caso merece ser acla­
rado
Conocem os la situación creada por la antigüedad que
algunos han atribuido a este sistema de cultivo, considerado
característico de Mesoamérica, a pesar de que sólo se ha
encontrado en un lugar de ella. Durante años se han venido
expresando opiniones, sin presentar datos, o siendo éstos
274 José Luis Lorenzo

muy deleznables. La situación puede reducirse a términos


concretos con brevedad: extender las chinam pas, durante la
etapa teotihuacana, por los diversos lagos de la Cuenca de
México es un puro juego de artificio, pues no había posibili­
dades. En primer lugar, es necesario darse cuenta de que
hasta que se construyeron las calzadas dique, todos los lagos
estaban sometidos a desbordamientos estacionales, en los
cuales la participación del de T excoco con sus aguas saladas,
era un problema muy serio. No es posible pensar en el esta­
blecimiento de chinam pas antes de la existencia de un con ­
trol de los niveles de los lagos, pues ningún cam pesino iba a
arriesgarse a cultivar ante la circunstancia cambiante del
nivel de las aguas, ya queen unas temporadas podría versus
cam pos anegados y en otras convertidos en cultivos de tem­
poral. Por otro lado la capacidad de emprender grandes
obras no era lo que faltaba a la cultura teotihuacana, com o lo
atestigua la ciudad, así pues, no las hicieron por no tener
necesidad de ellos, luego las chinam pas lacustres de esta
fase son meras conjeturas, insostenibles ante los hechos.
Otra idea, también manejada, es la de un muy alto nivel del
lago, tan alto que hubiera penetrado por el valle de Teoti­
huacán. Aparte de que no hay huellas de ello, los resultados
hubieran sido completamente negativos, pues el área en la
cual es practicable la agricultura de riego, es precisamente la
que hubiera quedado bajo las aguas. Queda, finalmente, una
situación a todas luces cierta.
A partir de la zona en la que brotan los manantiales: San
Juan Teotihuacán, M aquixco y Tular de Am ac (los más
importantes) se desarrolla un patrón agrícola que es igual a
las chinam pas xochim ilcas o mixquicas, salvo en que no se
presentan sobre un lago; hablo del sistema de preparar cam ­
pos de poca anchura pero de gran longitud, con canales
delimitantes y ahuejotes sembrados en sus bordes para m an­
tenerlos firmes. Este sistema, de hecho, mantiene el de las
chinam pas en lo que respecta a conservar una gran hume­
dad con un volumen de agua relativamente bajo, ya que la
velocidad de ésta por los canales que rodean al sembrado, no
necesita ser grande, ni mucho menos, pues sólo trata de
mantener una alta humedad constante (ver figura 13). De
esta forma, con el patrón formal de la chinampa y sus resul­
tados en lo que respecta a producción, se solucionaba el caso
sin tener que recurrir a situaciones incontrolables, com o las
Clima y agricultura en Teotihuacan 275

PLANTA DE RIEGO "CHINAMPA SECA"

F ig u ra l.'i
276 José Luis Lorenzo

que ya se señalaron. En nuestros días, es posible ver este


sistema aún en uso y, por ser la forma tan semejante a las
chinam pas del sur de la Cuenca, es por lo que algunos han
sostenido la existencia de un lago, dentro del valle de Teo­
tihuacán, que nunca existió y otros la presencia de chinam ­
pas teotihuacanas relacionadas con algunos de los lagos de
la Cuenca, sin tomar en cuenta la imposibilidad de hacerlas
cuando aún no se tenían las obras hidráulicas imprescindi­
bles para su existencia com o ya hemos señalado.
Quizá sea conveniente, para darnos una idea de la reali­
dad del vallede Teotihuacán, tomar en cuenta algunosdatos
actuales. De acuerdo con ellos, en la cuenca del río San Juan,
se cultivan (o es posible cultivar) un total de 33 430 has. De
ellas, las de riego atribuibles al municipio de San Juan en su
m áxim a, alcanzaron 938; com o el riego sólo puede aplicarse
a la parte que queda aguas abajo de los manantiales, el
m unicipio de Acolm an también participa de él, pero ningún
otro de los que integran la cuenca dispone de tierras de riego,
con lo cual y tras calcular el área posible, apenas duplica la
de San Juan (Nolasco, 1962) arrojando un total cercano a
las 1 800 has, algo más de 5% del total de tierras cultivables.
El agua de precipitación, al caer en la tierra, en parte es
evaporada, en parte tomada por las plantas y otras partes
escurren por la superficie o se infiltran a profundidades
variables. Existen algunos estudios sobre el destino del
agua, tal com o se analizó en la estación de Tepexpan, por lo
cual tienen validez Dara nuestro propósito.
De acuerdo con ello (CHCVM , 1963b: 237, 239 y 241) tan
sólo el 5% de la precipitación total escurre y se infiltra,
quedando el 95% sometido a evaporación.
Los manantiales de San Juan Teotihuacán, aforados por
la SRH entre 1955 y 1958, dieron un valor medio de 523 1/s
que al año significan 1 649 332.8 m : (CHCVM, 1963a: 166).
En la tabla 106 de la misma obra sólo se admiten 382 1/s , de
acuerdo con aforos de 1962, calculados con un factor de
reducción variable, algo exagerado pues se apoya en una
precipitación de 555 mm cuando sabemos que es de 550.5 mm
y el gasto anual es de 1.204,6752 m :i; las condiciones en que se
hicieron los aforos obligaron a la corrección citada, aunque
en la Tabla 107 se incluyen los valores directos, de acuerdo
con los cuales Maquixco No. 1 produce 6 1 s; Maquixco No. 2,1
1/s; Maquixco No. 3, inapreciable; Tular de Am ac, 2 1/s; Ojo
Clima y agricultura en Teotihuacan 277

de Agua, seco desde 1940; los dos manantiales de Tepezingo,


secos desde 1934, y el manantial de El Molino de Nexquipa-
yac, seco desde 1940..
Conviene hacer saber que, según la misma publicación, los
tres manantiales de M aquixco y el de Tular de Am ac son
utilizados para riego y nada se dice en particular del con­
junto de manantiales de San Juan Teotihuacán.
De acuerdo con las cifras que estamos manejando, en pro­
medio, el 2.2% de la precipitación es el valor del aforo del río
de San Juan Teotihuacán en Tepexpan; el 33% es el del gaste
de los manantiales, con lo cual, el escurrimiento real puede
calcularse en 1.87%. Esto podría indicar que, aguas abajo de
los m a n a n tia le s , ex iste la p o s ib ilid a d de b o m b e a r un
volumen de agua de unos 7.5 millones de m 1anuales, el que
ahora va a alimentar los acuíferos del lago de Texcoco; desde
luego, este tipo de cálculos está sujeto a muchas alteraciones.
En promedio, el gasto de los manantiales es igual al 24%
del aforo del río de San Juan. Com o ya vimos, en el gasto de
los m anantiales no influye el monto de la precipitación
anual; cuando el aforo del río en el año seco es de 2.150,000 m 1
y el de los manantiales, en promedio, de 1.649,332.8 (ver
figura 14) la participación de éstos es de casi el 76% en el
caudal aforado. En el año húmedo, con un aforo del río de
14.000,000 m 1 la participación de los manantiales es de poco
más de 11%.
Si tomamos en cuenta las posibilidades de aprovecha­
miento para el riego del caudal del río San Juan, vemos que
en un año promedio (1920-58) desagua en T excoco aproxi­
madamente el 2.2% del total de la precipitación, en un año
seco (1938) alrededor del 1.4% y en uno húmedo (1941) más o
menos el 3.1%. Es natural lo que sucede en el año seco,
cuando P es inferior al promedio en menos del 45.2% y el
escurrimiento en menos del 32.7%, pero es extraño que en el
año húmedo, con un 36.8% más de precipitación y un 53%
más de escurrimiento, el incremento del aprovechamiento
sea tan chico.
De aquí podría deducirse que la zona de riego del valle de
Teotihuacán, está normada por los manantiales y, a causa de
la topografía que la restringe, el aforo del río en su desem­
bocadura, durante un año de condiciones óptimas de hu­
medad, no demuestra un aprovecham iento proporcional del
agua disponible; desde luego, también puede deducirse que
RELACIONES PORCENTUALES PRECIPITACION-AFOROS EN ANOS EXTREMOS
RESPECTO AL PROMEDIO
PR EC IP IT A C IO N V O L U M E N A F O R O S EN EL
ANOS P 0 R C 1E N TO PO R C IE N T O
EN mm. TOTAL EN m? R. SN. JUAN EN m?

1 9 2 0 - 58 5 5 0 .5 2 8 7 . 9 11, 5 0 0 100 6 .5 7 3 ,0 0 0 100

1938 3 0 0 .8 1 5 7 .3 1 8 , 4 0 0 - 4 5 .2 2.1 5 0 , 0 0 0 - 3 2 .7

194 1 8 7 0 .5 4 5 5 .2 7 1 , 5 0 0 +3 6 .8 1 4 .0 0 0 ,0 0 0 + 5 3 .0

( Precipitaciones : Jaú re g u i, 1963 ; 85-Aforos:C.H.C.V.M. ,1963a ,132 )

F ig u r a 14
Clima y agricultura en Teotihuacan 279

por tratarse de un año de gran precipitación, las necesida­


des de riego son menores.
De lo anterior puede inferirse que en el año muy seco, la
insuficiencia de agua conduce a su m áxim o aprovecham ien­
to y que la cifra de aforo, aunque baja, indica el paso por
Tepexpan de aguas que no se pudieron aprovechar, entre las
que se cuentan las que en la parte alta pueden ser subálveas
y que por razones topográficas se van incorporando al cauce
en su transcurso. En el año muy húmedo, el gran excedente
apenas es aprovechado en 1%, que puede demostrar la au­
sencia de medios con que retener en embalses el agua no
utilizable (com o es el caso) y la imposibilidad de am pliar el
área de riego, lo que sucede. Si en vez de pensar en lo acon­
tecido durante un año admitimos la persistencia de las situa­
ciones pluviales extremas en ciclos seculares, creo que es­
tamos ante un factor de gran importancia.
Durante un año seco, el agua contenida en los acuíferos
existentes en el relleno del valle, seguirá fluyendo, pero al
no recibir su carga normal, irá mermando su volumen y,
durante varios años de precipitación insuficiente, esto se
irá acrecentando hasta que el riego se haga imposible por
haber disminuido las surgencias, inclusive, desaparecido,
Si, por el contrario, tom amos com o modelo de situación se­
cular la del año húmedo, vem os que, por carencia de tierras
irrigables, la del fondo del valle, aguas abajo de los m anan­
tiales, tam poco se puede increm entar el cultivo. Queda
abierta la especulación a las posibilidades que la parte alta
del valle, digam os desde Otumba hasta la actual zona ar­
queológica, hayan podido presentar a la irrigación en el caso
de ciclo húmedo, pues sin duda alguna los cursos de los ríos
que por allí pasan debieron haber tenido mucho más caudal
que el que ahora tienen, aunque también es justo tener en
cuenta que las cuencas superiores de estos ríos son de área
relativamente pequeña y de conservarse un flujo perenne,
aunque posible, sería de volumen bajo, con lo cual su capaci­
dad agrícola no amerita obras hidráulicas de la envergadura
suficiente. Es claro, además, que una gran parte de estos
cursos transcurre por zonas donde la escasez de red hidro­
gráfica señala con claridad un suelo muy permeable. Aun­
que hay ([lie tomar en cuenta que el cultivo en las partes más
altas, más húmedas, tiene el grave impedimento de tempe­
raturas más frías.
280 José Luis Lorenzo

Resumiendo, lo irrigable es lo que depende de los m anan­


tiales, que surgen en el extremo del valle. Las aguas de las
presillas, cuando la tienen, no puede regar mucho por lo
pequeño del volumen alm acenado pues topográficamente no
tienen otra posibilidad, v los cursos de agua, por lo reducido
de las cuencas superiores, no pueden dar caudales de con ­
sideración.
Aguas arriba, afuera de la zona arqueológica, hay rectifi­
cación de cursos de aguas para defender la ciudad; aguas
abajo de los manantiales, el curso natural del río se pierde en
la red de canales de riego. Algunas barrancas parecen tener
rectificaciones de curso, también, para enviar sus aguas a
los ríos colectores que convenientemente encauzados, cru­
zan la ciudad, pudiendo emplearse estas aguas para regar la
vega, tras haber protegido la población.
En conclusión, las posibilidades de riego en el valle de
Teotihuacán se circunscriben a:
1. Una zona de extensión relativamente chica.
2. A lo norm ado por la ausencia de almacenamientos de
tam año suficiente.
3. A la ausencia de corrientes de caudal perenne que pu
dieran ser utilizadas aguas arriba de la zona de surgen
cias, que es la más grande del valle.
Por ningún lugar se encuentran construcciones que de­
noten cortinas para el almacenam iento de agua capaces de
contener ésta en volumen suficiente para mantener irrigada
una superficie cuya productividad justifícase la obra y su
mantenimiento, sin olvidar que el agua almacenada está
sujeta a pérdidas por infiltración, además de las causadas
por la evaporación, muy importantes éstas últimas. En ver­
dad, no hay en toda la cuenca del río San Juan sitio alguno
en el que hubiera podido construirse una presa, si es que
pensamos en su posible rendimiento, pues en las barrancas
de las cotas intermedias, único lugar posible, las cabeceras son
de áreas tan reducidas que la precipitación recibida se tradu­
ciría en un bajo volumen y la del año más húmedo, si es que se
mantenía por varios, requería obras de un tamaño que no se
encuentra en ninguna parte del valle, aparte de que un ciclo
de alta precipitación no necesita de obras de riego.
Con cierta frecuencia se han publicado trabajos sobre de
m ografia prehispánica, unas veces com o explicación del nú­
mero de habitantes de toda una gran área, otras aplicados a
Clima y agricultura en Teotihuacan 281

comprender el potencial humano de una región. Es el caso


que casi siempre se soslaya un punto fundamental: qué comían
las decenas de millones que ciertos cálculos matemáticos
arrojan para una área o las decenas o cientos de miles que se
atribuyen a regiones más chicas.
Para Teotihuacán se han mencionado cifras, por diver­
sos autores, que no vamos a discutir pues no hemos acertado
saber com o llegaron a ellas. Presentaremos nuestros propios
cálculos tomando en cuenta el consum o de un artículo bá­
sico, el maíz, que indudablemente se cultivaba en el valle del
río de San Juan.
Respecto al consumo diario de maíz, existen datos publi­
cados por diversos autores con valores obtenidos en varias
comunidades indígenas. Kelly y Palerm (1952:167) calculan
un consum o promedio de 564 g de maíz por persona y pre­
sentan cifras de otros lugares y autores que oscilan entre 280
y 700 g diarios. Cowgill (1962: 277) dice que el promedio de
consum o por persona es de aproximadamente 770 g diarios.
El primer caso pertenece a la comunidad indígena de El
Tajín, en Veracruz, de clima tropical lluvioso,yel segundoel
área alrededor del lago Petén, en Guatemala, también en
zona tropical lluviosa. Am bos pertenecen a zonas clim áticas
bastante semejantes entre sí y a grupos indígenas casi pu­
ros, pero son datos de nuestro tiempo.
No creo que sea tan sencillo encontrar el mecanismo de
com paración que nos permita calcular el margen de error
cuando extrapolam os cifras de un hecho cultural a través del
tiempo, en este caso además del espacio. En otras palabras,
atribuir a los habitantes de Teotihuacán ahora arqueológico
un consum o de maíz igual, mayor o menor que los que hemos
revisado es aventurado; sin embargo, la cifra real no debe
andar muy alejada de las que sabemos.
En vista de ello y de lo que era la cantidad atribuida por la
Corona española a los trabajadores para su consumo diario
(Borah y Cook, 1963: 90), una cuartilla de maíz de las que entra­
ban 48 en la fanega de dos cargas de maíz, unos 867 g adop­
tamos para nuestros cálculos la cantidad de 750 g diarios
com o ración de adulto. Es de tomarse en cuenta que estamos
tratando de una zona en el altiplano de M éxico con tempe­
raturas mucho más bajas que las de El Tajín o Petén, por lo
cual, las necesidades de cierto tipo de alimentos son superio­
res y la cifra tomada no puede considerarse excesiva.
282 José Luis Lorenzo

En segundo lugar, la unidad demográfica de consumo. En


el capítulo V de su obra, Borah y Cook (1960: 75 et seq.)
discuten ampliamente el número de personas que componen
una familia indígena y manejan las cifras que dan diversos
autores, cuatro en total, que son 2.9,3.2,4.0 y 5.0. En obras pos­
teriores (Cook y Borah, 1960:38) prefieren utilizar 3.3 y en
publicación más reciente (Borah y Cook, 1963: 90) aplican 4.5.
Kelly y Palerm (1952: 121) señalan claramente que no todo
el maíz es empleado para el consumo humano pues muchos
granos están parcialmente comidos por insectos o pájaros y
roedores, estableciéndose tres clases, de acuerdo con ello.
Este aspecto, difícil de expresar en cifras totales, sin duda es
parte de las mermas naturales.
Tom ando en cuenta lo anterior, junto con mermas que
sufre el maíz cuando se almacena y a la hora de su consumo,
unido al posible empleo para alimentación de volatería y
engorda de perrillos, además de lo que se debe guardar para
la futura siembra y la resiembra, no parece exagerado que,
para el cálculo de consum o de una familia campesina, adop­
temos la cifra de cinco personas.
De lo expresado se infiere que el atribuir cinco miembros a
una familia prehispánica, es posible por sí mismos y, además,
si tratamos de hacer algunos cálculos con ciertas cifras de con­
sumo por familia, es bastante certera, pero com o una familia
no se compone sólo de adultos, calcularemos cuatro raciones
sobre la base de dos adultos (dos raciones) y tres menores (1.5
raciones), más el maíz necesario para otros usos y mermas
naturales (0.5 raciones).
Sobre los datos de productividad de Palerm (1955) una
familia requiere de 6.5 ha de barbecho o temporal para sub­
sistir y de chinampa (Sander’s, citado por Palerm en la obra
dicha) tan sólo .6-,7 de hectárea; tomaremos el promedio .65ha
para el caso de chinampa.
Baldovinos de la Peña (1967) atribuye una productividad
promedio de 600 Kg por hectárea de temporal, sin fertilizante
y con semilla criolla y a la hectárea de riego, con semilla
criolla y fertilizante (se supone que las chinam pas se fertili­
zaban) 3 000 kg; si, además tomamos en cuenta que la técnica
agrícola de chinam pa permite levantar dos cosechas al año,
tendremos 6 000 Kg. Sin embargo, com o el fertilizante no
podía ser tan completo com o el químico que se aplica en
nuestros días, para afinar cifras usaremos las que el mismo
Clima y agricultura en Teotihuacan 283

autor da para cultivo de riego, de maíz criollo, sin fertilizan­


te, 1 200 kilogramos por hectárea que en dos cosechas signi­
fica 2 400 kilogramos.
Para el valle de Teotihuacán hemos dado 334.3 km- culti­
vables o sean 33 430 ha de las cuales 1800 son de riego. Estas
últimas se cultivan todas todo el año, aunque ya hemos visto
que las heladas presentes de noviembre a marzo pueden
haber impedido el aprovechamiento de la tierra todo el
tiempo.
De las tierras de temporal, en primer lugar, para dar ca­
bida a los asentamientos humanos que las densidades de
ocupación proporcionadas por Sanders (1965) señalan, in­
cluyendo la gran ciudad, no parece exagerado atribuir un
25% de lo que ahora se ocupa en cultivo de temporal (el 15%
del total del área del valle) a lo que se agrega el 8% urbano
actual, pues bajo las construcciones raro es el sitio en el que
no existen restos arqueológicos, con lo cual tendremos el 23%
del total.
De los restantes 237.2 km- sólo hay una tercera parte al
año que esté en productividad agrícola, 79 075km- o sean
7 907.5 ha, mientras 15 815 ha están descansando.
Lo anterior quiere decir que el producto en maíz puede
calcularse en 2 400 kg por hectárea de riego, un total de
4 329 000 kg y las de temporal, a 600 kg por hectárea, 4 744 500
kg que sumados dan 9 064 500 kg anuales de producción de
maíz.
Si una familia consume 1 096 kg al año de maíz, veremos,
en cifras aproximadas, que del producto tal pueden vivir
8 268 familias, o sean 41 340 personas: 3 940 familias (19 700
individuos) del producto de la zona de riego y 4 328 familias
(21 640 individuos) de la de temporal.
Toda población por encima de las 41 440 personas, tenía
que obtener sus alimentos de fuera del valle, y eso que, como
ya vimos en páginas anteriores, la posibilidad de una doble
cosecha en la zona de riego, es muy remota, por las bajas
temperaturas, así pues la cifra puede considerarse inflada en
más de 20 por ciento.
Aunque todavía no hay datos suficientes para conocer el
sistema de servicios de agua de la zona urbana arqueológica
de Teotihuacán, si parece que poseía una red de distribución
y de disposición de aguas servidas, de lo cual surge un di­
lema.
284 José Luis Lorenzo

Se han dado cifras de alrededor de 100 000 habitantes. Su­


poniendo un consumo diario per cápita de cinco litros de agua,
en diversos usos, y es bastante bajo, eso supone 500 000 litros
diarios ó 500 m ‘, igual a 182 500 m 1al año, lo que supone casi
58 1/s. ¿De dónde salía esta agua? De los escurrimientos río
arriba de la ciudad no parece posible; de los manantiales de
aguas abajo hubiera supuesto un trabajo de acarreo que
absorbería una gran parte del potencial humano. No en­
cuentro la explicación pero mantengo la esperanza de que
quienes manejan cifras dem ográficas con tanta facilidad,
con el mismo esfuerzo puedan dar cuenta cabal de lo que
parece problema grave. Dado que el volumen de agua dis­
ponible en el valle de Teotihuacán está normado por las
dimensiones, inalterables, del propio valle, ya vimos su po­
sibilidad de mantener una población del alrededor de 40 000
habitantes, en las condiciones de pluviosidad que ahora
imperan. Al hacer este cálculo, no se han tenido en cuenta
las necesidades inherentes a la gran ciudad del pasado, que
sólo pueden venir a mermar el caudal total, restringiendo las
posibilidades de uso del agua para la agricultura. Es obvio
que, o bien la ciudad daba servicio a su, supuestamente, gran
número de habitantes, o los cam pos se cultivaban. No es
posible pensar otra cosa que una pesada tributación de pro­
ducto agrícola para sostener alimentados a los habiatn tes de
la ciudad y, donde la arqueología nos ha proporcionado
datos, no hay huellas de los grandes silos que hubieran sido
necesarios.
Desde luego, sabemos que para la época en la que se inicia
Teotihuacán, hay una subida del nivel del lago que causa el
abandono de lugares com o El Tepalcate-Chimalhuacán (Lo­
renzo: 1956) y que el nivel se mantiene alto por bastante
tiempo (Litvak, 1964) lo que en algo aliviaría la situación.
Pero es necesario tomar en cuenta las posibilidades existen­
tes en cada caso y no efectuar cálculos demográficos para
algunos tiempos y regiones que sobrepasan en mucho las
posibilidades de alimentar concentraciones humanas tan
grandes, sin tener que recurrir al maná divino o a todo un
sistema de importación de alimentos de lugares que en nin­
gún caso se determinan, en verdad, ni se piensa en ellos com o
necesarios.
La manera de cubrir el déficit alimenticio que toda citra
superior (en números redondos) a los 40 000 habitantes su­
Clima y agricultura en Teotihuacan 285

pone para el valle de Teotihuacán, podía ser recibiendo los


alimentos necesarios com o tributo o adquiriéndolos por co­
mercio. Este último aspecto, de haber funcionado, debió ba­
sarse en manufacturas locales, pues aunque era posible la
exportación de una materia prima local, la obsidiana, su
abundancia en Mesoamérica, en lugares tan cercanos como
la sierra de las N avajas a unos 60 Km en línea recta, y la
ausencia de huellas de explotación m ayor en los yacimientos
del este del valle de Teotihuacán, permiten decir que la obsi­
diana no fue objeto de comercio intensivo.
Así pues, en Teotihuacán, debieron existir grandes ma­
nufacturas para el comercio, mediante las cuales cubrir las
deficiencias de producción agrícola local; sin embargo y a
pesar de la abundancia de materiales de tipo (o estilo) teo-
tihuacano que se han encontrado por el ámbito mesoameri-
cano no es permisible suponer que el comercio era la razón de
ser de Teotihuacán. Es más, la preponderancia del comercio
llevaría a necesitar mucha m ano de obra con lo cual el pro­
blema de su alim entación y de su consumo de agua entraría
en una espiral de crecimiento que no tendría fin.
Creemos firmemente en la existencia de un sistema tribu­
tario pues los hechos niegan la autosuficiencia económica
del valle de Teotihuacán para una cifra de población com o la
que parece indicar la densidad de construcciones. La razón
que condujera a llevar tributos a Teotihuacán pertenece al
propio ser de la ciudad: la sede de una religión o de un culto
específico de enorme importancia. No hay bases para encon­
trar la explicación de un militarismo y es más aparente la
esfera de la profunda creencia religiosa, la fe.
Cuando Tlaloc, el todopoderoso señor de los sustentos dejó
de ser deidad benévola y las sequías fueron más frecuentes,
y los arroyos y las fuentes dejaron de manar, y la erosión
desmontó los suelos de las colinas y las aguas corrientes
broncas por las laderas, destruyeron a su paso los ya raquí­
ticos plantíos, cuando Tlaloc no respondió a las creencias
más com plicadas y fastuosas, negó sus favores a la religio­
sidad más profundamente demostrada: se abandonaron en­
tonces los lugares sagrados ante la manténida impasibili­
dad cruel de la deidad. Razones puramente materiales alte­
raron el esplritualismo más profundo. Así vino el fin.
286 José Luis Lorenzo

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Piezas de arte mobiliar en
la prehistoria de México
Piezas de arte mobiliar en la prehistoria de
México

Durante algún tiempo, los hallazgos arqueológicos corres­


pondientes de las etapas más antiguas de la prehistoria ame­
ricana, se hicieron sobre todo en los Estados Unidos de
Norteamérica. En las últimas décadas, el desarrollo econó­
mico y social de otros pasíses del Continente Am ericano, ha
conducido, por vía indirecta, al hallazgo de bastantes mate­
riales de aquellas etapas en su territorio, con lo cual aumen­
tan nuestros conocim ientos y, desde luego, nuestros pro­
blemas.
En conjunto, ya hay datos fehacientes para señalar la
existencia de una Etapa Lítica que en apariencia formal y
contenido cultural es comparable con el Paleolítico, aunque el
empleo de este término, sus divisiones internas y las cultu­
ras y aspectos que las componen, no se empleen en este lado
del Atlántico, pues contienen en cada caso, una calificación
cronológica que haría más confusa la situación. Sin embar­
go, y con gran disgusto de algunos, se aceptan tradiciones
industriales, sin llegar a im plicaciones temporales. Desde
luego, conviene señalar que salvo algunas excepciones, los
hallazgos hechos han sido de artefactos aislados o en grupos
de muy bajo orden numérico, por lo cual, los estudios líticos,
tecno y tipológicos, aún no alcanzan entre nosotros el de­
sarrollo que sería deseable. Esto ha llevado, por parte de
quienes de nuestro lado reducen su visión al Continente
Europeo, a un sim plism o com parativo muchas veces incons­
ciente, según el cual los procesos culturales americanos de­
ben cumplir con las mismas etapas y contener los mismos
elementos que los europeos o asiáticos. En algunos casos se
trata de profesionales con obvios defectos de form ación; en
los más, de autodidactas de intenciones no claras y en am ­
bos de casos de arterioesclerosis intelectual.
292 Josc Luis Lorenza

A pesar de lo anterior, que puede parecer excesiva severi­


dad com o juicio, pero que es necesario señalar, debe admi­
tirse que el panoram a de los estudios de las etapas más
antiguas de la prehistoria americana no es sencillo. Efec­
tivamente, en su conjunto estamos ante un caso que parece
desaliar el concepto cultural evolutivo, pues, tomando como
ejemplo la fecha 1.120 de nuestra era, vemos que en ella
coexistían en distancias relativamente cortas, patrones de
vida que van desde algo equivalente al Paleolítico Superior,
hasta las altas expresiones de la cultura mesoamericana, en
el caso concreto de México, pasando por toda una serie de
situaciones, entre las cuales también se cuentan las del Me­
solítico. De todo ello nos han llegado restos, en mezcolanzas
que sólo una muy buena técnica excavatoria puede discernir.
Cuando la situación es com o la señalada, en la que se
conjugan numerosos defectos y abundantes posibilidades,
sería normal encontrarse con un cúmulo de “ hallazgos” y
“ d e s c u b r im ie n to s ” su ficie n te s para v a rio s tra ta d os de
inexactitudes, así com o abundantes teorías descabelladas.
Sin embargo, no es así. Son pocas, en verdad, las obras
donde la im aginación mezclada con la poca base científica,
han aprovechado terreno tan bien abonado, y tampoco son
muchas (aunque haya bastantes) aquéllas en las que el pru­
rito del excavador “ lo mío es más antiguo que lo de los
dem ás” abunde. Por otro lado, es hasta cierto punto lógico el
exagerar el valor de algunos hallazgos, prestándose a ello el
estado juvenil de nuestros estudios.
En lo que respecta al arte de estas etapas antiguas, el
panorama es desolador. El arte parietal abunda, tanto en
número de casos com o en distribución geográfica de los m is­
mos, sin que sea posible discernir su época, salvo cuando se
trata de estilos claramente identificados com o de las altas
culturas. Hay una cantidad enorme de representaciones que
reflejan la etapa cazadora-recolectora, a las cuales no es
posible atribuir fecha o cultura con seguridad, pues sabemos
que el primitivismo de vida representado fue, en muchos
casos, contem poráneo de expresiones culturales más eleva­
das, inclusive en la misma zona del hallazgo. Lo mismo
sucede con el arte mobiliar, o quizá peor, pues éste puede ser
encontrado com o pieza aislada, única, más difícil de atri­
buir, todavía.
A pesar de todo, el caso del arte mobiliar tiene una defensa
Piezas de arte mobiliar 293

en cuanto a su origen y ésta consiste en la clase de material


en que esté hecho, y en la posición en la que se encuentre,
pues en el aspecto estilístico podría caber dentro de cual­
quiera de las tradiciones ya señaladas de “ contemporáneos
prim itivos” . Con el criterio señalado en primer lugar, se han
dado por válidos cuatro objetos: el hueso sacro encontrado
en Tequixquiac (Bárcena, 1882) la lámina de molar de pro-
boscídeo de Tepexpan (De Terra, 1949), la estatuilla humana
de Puebla (Armenia, 1957) y el fragmento de hueso grabado
de Valsequillo (Anónim o, 1960).
Ninguna de estas piezas se obtuvo en excavación contro­
lada, todas ellas llegaron a m anos de sus descriptores bas­
tante después de su hallazgo y ninguna ha escapado de
exageradas evaluaciones, junto con críticas negativas muy
fuertes.
Vam os a tratarlas en algún detalle, com enzando para ello
por la aparición más lejana, la que fuera encontrada en
Tequixquiac (ver figura 1).

Figura 1
294 José Luis Lorenzo

Encontrada el 4 de febrero de 1870, en las obras de de­


sagüe de la ciudad de México, en la región de Tequixquiac,
unos r>() km al norte del centro de la ciudad y aproxim ada­
mente a 12 m de profundidad, se trata de un hueso sacro, de
17.2 cm de altura mayor por 16.9 de anchura máxima, de
cam élido, según han dicho diversos autores, ninguno de
ellos paleontólogo. Am bas caras de articulación con el ilion,
sínfisis sacroiliaras, están rotas, habiendo casi desapare­
cido hacia la extremidad distal del sacro, en la cual tampoco
es posible hallar los procesos transversos, resaltando la cara
articular posterior de la 4a. vértebra sacral: esto en lo que
corresponde a la cara ventral. La cara dorsal está aún más
destruida, ya que han desaparecido las crestas sacrales me­
dia, articular y lateral en todos los casos. La destrucción ha
dejado, sin embargo, los agujeros sacros entre los procesos
transversos de la primera y segunda vértebras sacras y el iz­
quierdo (visto desde la cara ventral) de los formados por los
procesos transversos de la 2a. y 3a. vértebra.
El resultado es que, dentro de una cierta asimetría, el con­
junto presenta en la cara ventral, un aspecto que recuerda la
cabeza de un anim al, en la cual, los restos de ambas partes
laterales dan idea de las orejas, picudas; los agujeros sacros
no destruidos entre la 1a. y 2a. vértebras, los ojos; los cuerpos
vertebrales unidos de la., 2a., 3a. y 4a. vértebras, el hocico
del animal, que se afina hacia la extremidad y, finalmente
sobre la cara articular aparente del cuerpo vertebral de la 4a.
vértebra, hay dos perforaciones cónicas, producidas con al­
guna punta dura, dando la idea de orificios nasales que
facilitan la percepción de la pieza com o la cabeza de un
animal.
La observación cuidadosa muestra que todas las fracturas
presentes son naturales: en ningún caso se provocaron arti­
ficialmente y se deben a la relativa delgadez del hueso en las
partes desaparecidas, que además, por proyectarse bastante
al exterior, son fracturables con facilidad cuando se ha se­
parado del esqueleto, ya desprovisto de carne v queda aban­
donado a la intemperie. Puede verse, en el caso de un sacro de
cam élido fósil no alterado por la mano del hombre (ver figu­
ra 2), que este hueso, en condiciones normales, desprendido
del resto, es por sí mismo semejante a una cabeza de animal.
En el ejemplar de que hablam os las dos perforaciones que
conform an los orificios nasales son de inobjetable factura
Piezas de arte mobiliar 295

Figura 2

humana, no descartándose que también pudo haber trans­


form ación en las partes ya desaparecidas, pero esto último es
conjetura.
En la época de su aparición, esta pieza suscitó fuertes
polémicas, no en lo que respecta a la calidad estética ni su
manufactura, sino por cuanto a dudas de su posición es-
tratigráfíca. En fecha reciente ha sido m otivo de una revi­
sión muy detallada (Aveleyra, 1964) de la cual sólo podemos
lamentar que al rigorism o científico que mantiene, se unan
expresiones com o “ su valor científico es incalculable para la
prehistoria (sic) no tan sólo nacional, sino en un ámbito
continental” (op. cit., p. 12) “ m aravilloso ejemplo del arte
‘ sugerido’ por formas naturales preexistentes” {op. cit.. p. 12)
296 José Luis Lorenzo

Figura .'i

“ una edad mínima de once a doce mil años antes del pre­
sente, con posibilidad de que sea tres o cuatro milenios m a­
yor” (p. 36), “ la única y más antigua m anifestación autén­
tica del arte” (p. 39) y otras muchas de la misma índole que
desmerecen lo que sin ellas es un trabajo serio.
Se trata, según se contempla en la ilustración que acom ­
paña, tomada desde su ángulo más fotogénico, de una pieza
ósea fósil posiblemente de camélido, a la cual le hicieron dos
pequeñas perforaciones que simulan los orificios nasales,
con lo cual el conjunto tiene semejanza con la cabeza de un
animal. Pieza de interés indudable, es arriesgado atribuirle
otra fecha que la de finales del Pleistoceno y en lo que res­
pecta a la acción humana necesaria para su transformación,
es interesante constatar el ingenio mediante el cual, apenas
dos perforaciones, pudieron alterar la forma natural para
llegar a una de carácter cultural, pero no es posible asegu­
rar que se hicieran antes de la fosilización del hueso.
Siguiendo el orden cronológico marcado, la pieza que sigue
es la descrita por De Terra (1949, pp. 84-5, p. 1.21 )(ver figura
3). Cuando se efectuaron las excavaciones que terminaron
con el descubrimiento del fósil de Tepexpan (op. cit.) uno de
los trabajadores puso en manos de De Terra la pieza en
Piezas de arte mobiliar 297

cuestión, obtenida de otra persona, sin que se supiera el lugar


donde se había encontrado. Se trata de un fragmento de
placa molar de cuatro centímetros de largo por dos de ancho,
de proboscídeo hipsodonto, cuyas varias raíces se han acusa­
do mediante incisiones entre ellas, hasta dar la idea de un pie
humano, el derecho según dice su autor. Este caso recibió
una fuerte crítica por parte de Aveleyra (1950, pp. 93-4) quien
descarta por completo el que la forma natural haya recibido
modificación alguna por parte del hombre, lo cual no deja de
ser curioso pues aparentemente tiene más trabajo que el que
presenta el sacro de Tequixquiac, que con tanto ahínco y
erudicción defiende el autor de esa crítica.
Otra vez estamos ante un caso de mínima actividad hu­
mana para conseguir una forma, en parte predeterminada, y
otra vez también es el caso de falta de datos en cuanto a su
lugar de origen, posición estratigráfica, asociación, etc. Es
aparente que un trabajo somero, hecho en fecha no determi­
nable en las separaciones de las raíces de la placa molar,
aumentándolas, lleva a la idea de un pie humano. Ahora
bien, de esto a decir: If these considerations lead me to sug­
gest an Upper Pleistocene age for this figure, it is with the
conviction that this age, as an y o f the succeeding periods,
saw the prim itive hunters endowed with an artistic urge to
portray them selves and their habitat (De Terra, op. cit., p.
85) creo que hay alguna diferencia.
La tercera pieza que comentaremos, el fragmento de esta­
tuilla humana encontrado en Puebla (ver figura 4) (Armen­
ia, 1957), no merece más que una breve mención. Se trata,
efectivamente, de un fragmento de figurilla humana de 16.5
cm de largo, por 5.4 de ancho, en los hombros. En contra de lo
que su autor señaló, no es posible atribuir a un remoto pa­
sado, pues corresponde al estilo característico del arte de
Teotihuacán. Se dice que es de madera fosilizada, con lo cual
se trataba de demostrar que había sido hecha de madera en
tiempos tan alejados que hasta ésta se había fosilizado. La
materia en la que fue trabajada es un esquisto, al parecer
clorítico; aparte de lo anterior, fue encontrada fuera de con ­
texto estratigráfico, en un pozo de basura donde también
había materiales modernos.
Se conjugan otra vez los elementos ya conocidos, como es la
ausencia de estratigrafía y el atribuir carácter fósil al mate­
rial, lo cual, de haber sido cierto dejaba el campo abierto a din-
298 José luis Lorenzo
298 José Luis Lorenzo

Kigura A
Piezas de arte mobiliar 299

mir si la fosilación había sido posterior o bien la pieza se


había tallado sobre materia ya fosilizada. Pero hay uno nue­
vo: la profunda ignorancia de la arqueología mexicana que
impidió darse cuenta del verdadero origen cultural, y por lo
tanto cronológico, de la pieza.
Llegamos así a la última pieza en discusión: el fragmento
de hueso fósil con incisiones que fuera encontrado en Val-
sequillo, inm ediaciones de la ciudad de Puebla. Tratado en
un principio en forma exclusivamente amarillista, pues los
primeros informes aparecieron en la revista Visión siguien­
do el periódico El Universal y la revista Life, fue extraña­
mente admitido sin discusión, a pesar de lo deleznable de las
fuentes señaladas por Woodbury (1961), Josephy (1961),
McGowan y Hester (1962) y Coe (1962), junto con algunos
otros. Aveleyra (1962: 45) en una buena crítica de las que
acostumbra, señala las inconsistencias que tiene lo dicho
acerca de la pieza.
Las declaraciones iniciales, en las que se atribuía a la
pieza una edad de más de 70 000 años, cam biaron posterior­
mente para dejarla en más de 30 000, sin que para ello, com o
para la primera fecha, mediaran estudios de cualquier ca ­
rácter. Parece que la rebaja se debió a que la asociación ins­
trumental semejante al del Paleolítico Medio europeo y con el
hombre de Neandertal, que se daba por segura no se había
encontrado, por lo cual, este antecesor del arte Paleolítico
europeo, según se llegó a decir, fue puesto en casi contem­
poraneidad, manteniendo la diferencia suficiente para que
siguiera situado com o ancestro, pero sin implicaciones nean-
dertales.
Caso tan interesante no pudo menos que atraer la aten­
ción y yo, por mi parte, dediqué algún tiempo a su estudio.
Comencé por informarme del hallazgo, encontrando la sitúa
ción siguiente: durante muchos años, un grupo de aficio­
nados de la ciudad de Puebla, encabezados por el Sr. Juan
Armenta, se había dedicado a recorrer barrancas y cañadas
en la región de Valsequillo, aprovechando las remociones
que las torrenteras que la época de lluvias provocan, para re­
coger huesos fósiles, que en el área abundan. A raíz de uno de
estos paseos dominicales, en los que no se llevaba ni rela­
ción ni anotación de hallazgo y posiciones, y cuando, días
después, se estaban lavando las piezas, con un cepillo de
púas metálicas (cuyas huellas son visibles en el ejemplar), la
300 José Luis Lorenzo

persona que lavaba notó algunas incisiones; orientando de­


bidamente el hueso para que recibiera luz oblicua, pudieron
verse una serie de líneas. Llam ó entonces a sus compañeros
y allí comenzó el problema: nadie se acordaba, de momento,
quién era el que había encontrado la pieza ni en qué lugar
había salido, pues la recolección de aquel día había sido
abundante. Por fin, en labor detectivesca, se llegó a la con­
clusión de que lo había encontrado el Sr. Luis Velázquez, lo
cual él mismo afirma, y que el lugar fue una oquedad en la
base de un mogote del material que localmente se conoce
com o gravas Valsequillo. También hay otra versión según la
cual el hueso sirvió de juguete a unos niños durante algún
tiempo y luego lo dejaron en el lugar en el que fue hallado.
La paternidad del descubrimiento, ha sido impugnada por
el Sr. Armenta, pero este es asunto que no debe preocupar
más que a los participantes en el pic-nique. Es bastante más
serio lo que se relaciona con el lugar del hallazgo, pues éste
puede haber sido en grava semi-cernentada o sin cementar.
Si se trata de lo primero, el hueso puede considerarse casi
seguramente en contexto geológico original; si es lo segundo,
com o el sitio está precisamente al borde de la laguna que
forma la presa de Valsequillo, sería parte de una de las
playas que forma, lo cual tiene visos de verosimilitud pues la
pieza está más blanqueada que las que aparecen en con­
texto, com o sucede con las que por mucho tiempo han que­
dado expuestas a la intemperie, fuera de su matriz, en cuyo
caso puede haber sido esgrafiada en fecha imposible de pre­
cisar, aunque el hueso sea fósil, com o loes. Si nos atenemos a
que fue pasajero juguete de unos niños, será muy difícil saber
de dónde salió.
Lo dicho arriba es lo que se ha podido averiguar del ha­
llazgo en si mismo; queda por discutir todo lo relacionado
con lo que se ha querido ver en las incisiones que tan pro­
fusamente muestra en una de sus caras planas, para lo cual
conviene observar la fotografía adjunta (ver figura 5).
Mide escasos 21 cm de izquierda a derecha, por casi 14, de
arriba a abajo, en la norma en la que se presenta, que es la
que mantendría las supuestas “ figuras” en posición normal
respecto a expectador. El área donde están las incisiones
más abundantes ocupa la parte central y mide 7.5 cm de
izquierda a derecha por 10 cm de arriba a abajo. En la
versión más moderada, aparecen cuatro mamutes o masto-
Piezas de arte mobiliar 301

Figura 5

dontes (este punto aún no se ha definido), un tapir y un


bisonte. Los proboscídeos se presentan por un lado en un
grupo de tres, en la parte inferior izquierda, a la manera de
los renos grabados sobre un hueso de águila de Teyjat, y otro
aislado, en la parte más céntrica, con el cual se mezclan el
tapir y el bisonte, participando algunas líneas de las formas
de los tres, consiguiéndole sincretismo por demás interesan­
te. Por cierto, durante algún tiempo, el llamado tapir fue
juzgado tigre dientes de sable.
A pesar de que es necesario disponer de mucha im agi­
nación para discernir form as tan espectrales, también se
les han llegado a ver flechas o dardos, que como en los
bisontes de Niaux, indican la cacería. Desde luego, aplican­
do el mismo sentido de irrealidad, es posible contemplar
muchas otras cosas, inclusive, y sin que entremos en deta­
lles, algunos de los glifos calendáricos aztecas.
Un estudio detenido de la pieza, efectuado bajo el micros­
copio binocular, con pocos aumentos y luz rasante, muestra
la presencia irrecusable de numerosas incisiones hechas en
302 José Luis Ilorenzo

el tejido com pacto del hueso, de las cuales casi ninguna está
interrumpida por las fracturas que en la actualidad lo deli­
mitan, mostrando el tejido esponjoso. Esto permite suponer
que el hueso se trabajó cuando ya tenía las dimensiones que
en la actualidad posee. Junto a las incisiones de innegable
factura humana, hay también numerosas fisuras, que co­
rren en sentido horizontal y, además, en algunos lugares hay
pequeños golpes, producidos por agentes más o menos pun­
tiagudos, que en unos casos han arrancado la porción su­
perior del tejido compacto y en otros la han hundido ligera­
mente, en pequeñas depresiones de carácter circular u oval.
El conjunto se aumenta, con las huellas que dejó el uso del
cepillo de púas metálicas, aunque éstas son más fáciles de
discernir por su regularidad y paralelismo. Ahora bien, tal
conjunto de incisiones, permite la presencia de muchas for­
mas si la voluntad y la im aginación se ponen en juego.

7T

Y \ V
K j(

F ig u ra 6
Piezas de arte mobiliar 303

Podem os afirm ar que las formas de animales señaladas se


producen por la interpretación forzada de las asociaciones
fortuitas de las incisiones voluntarias, el agrietamiento na­
tural del hueso, los golpes que han originado descascaduras
o depresiones y las huellas de cepillo. Debe señalarse que las
incisiones más evidentes fueron hechas antes de que el hueso
se fosilizase. Las agrietaduras y huellas de golpes fueron
ocasionadas con el tiempo y el arrastre natural, y las del
cepillo no presentan problemas. De nuestro estudio llegamos
a establecer un cierto sistema de factura en las primeras
incisiones, correspondiendo a tres etapas, sin que estemos
muy seguros de su orden, habiéndose agrupado en tres cal­
cas (ver figuras 6, 7 y 8).
En la figura 6, tenemos la agrupación de tres series for­
m adas por incisiones cortas, curvas, que se agrupan por
pares, con cierta convergencia que unida a la forma curva,
da la impresión de ojivas incompletas, corren la más larga y
de trazos mayores del ángulo inferior izquierdo hacia el
304 José Luis Lorenzo

superior derecho; paralela a ella y más hacia el centro, hay


otra, de líneas más cortas, que termina en una agrupación en
la parte media inferior derecha, algo confusa. Finalmente,
puede verse con claridad otro conjunto semejante que viene
de la parte central inferior y asciende algo hacia la izquierda.
Hay algunas otras incisiones de este sistema, aberrantes en
apariencia, pero que mantienen, com o todas las anteriores,
un mismo movimiento, sea cual fuere su orientación.
El sistema de la figura 7 se compone de una serie de incisio­
nes rectilíneas agrupadas en la parte superior, que no pa­
recen formar series coherentes aunque quizá fuera posible
establecer algunas agrupaciones, pero me abstengo de ha­
cerlo para no caer en la misma trampa en que cayeron los
primeros ingenuos intérpretes. También mantiene unidad
de movimiento en el trazo.
Com o el más interesante de todos, está el sistema de la
figura 8, situado en dos conjuntos que se extienden en el
tercio central. El inferior, hacia la derecha, se compone de
una serie de líneas, ligeramente curvas algunas, que podrían

F ig u ra H
Piezas de arte mobiliar 305

separarse en dos modos: las que mantienen una cierta obli­


cuidad y las que están más cerca de la horizontalidad. El otro
conjunto, a mi juicio el más curioso, contiene una serie de
líneas arqueadas a veces compuestas, que muestra cierta ele­
gancia de trazo. Quizás ambos conjuntos sean productos de
manos diferentes, aunque los agrupemos.
Por último, en la figura 9 se presentan los accidentes natu­
rales, junto con las grietas por desecamiento más notables
que sufrió la parte del hueso bajo estudio y, al establecer la
relación de todo (ver figura 10) se ve cómo, con trazos que
corresponden a distintos sistemas, es posible ofrecer al es­
pectador cándido o al interesado en mantener una tesis a
priori, algo com o lo que la revista Life presentó, con la suma
de las incisiones y accidentes que convenían, descartando
los superfluos (ver figura 11).
Hay otra interpretación para el “ Hueso grabado de Valse­
quillo” : el uso que se daba a superficies bastante planas de
huesos, cortando sobre ellas cuero o alguna otra materia
orgánica, mediante el borde cortante que proporcionan una
306 José Luis Lorenzo

Figura 10

navaja o lasca, de sílex u obsidiana, empleada en uno de sus


extremos y de acuerdo con una multitud de posibilidades en
cuanto a ángulo. Es lógico el dar un empleo así a un hueso de
estas carcaterísticas, pues en la etapa cultural que se infiere,
no existía instrumental apto para obtener tablas de madera
sobre las que cortar sin destruir el objeto cortante y, preci­
samente, la cara plana de este hueso la ofrecía por sí misma.
Esta posibilidad está estudiada y corroborada por Semenov
(1964, p. 168: fig. 87), al hablar del empleo de huesos anchos
y planos durante el Paleolítico.
Creo que las anteriores explicaciones son suficientes para
acabar con las fantasías que con motivo de esta pieza se
habían desbocado. Sería preferible que quienes han dado pie
a tan exaltadas teorías, aplicasen la misma dedicación a
interpretar las form as de las cam biantes nubes sobre el alti­
plano de México, tan claro en las inm ediaciones de Puebla.
Con ello cultivarían un indudable espíritu poético, tendrían
mucho más cam po de acción y no se pondrían en evidencia.
Piezas de arte mobiliar 307

Es triste confesarlo, pero todavía existe entre nosotros el


criterio de cabinet d ’antiquités, que en este caso se adjetiva­
ría com o aztéques et antediluviennes, a pesar del indudable
adelanto que la arqueología, en todas sus ramas, ha tenido
en México. La situación planteada por esta urgencia de en­
contrar expresiones artísticas en época tan temprana, me­
diante exageraciones o invenciones abiertas, hace que el
lector no inform ado de antecedentes y situaciones, los cuales
las personas com prometidas tienen buen cuidado en no dar a
conocer, sufra en su buena fe.
El hecho de que en el Continente Am ericano no se hayan
encontrado ni pinturas rupestres de la m agnificencia de las
del arte franco-cantábrico, ni piezas muebles de la belleza
que tiene un bastón de com m andem m ent, han llevado a
algunos a encontrar forzadam ente esas expresiones, tra-

K i j í u i 'a I 1
308 José Luis Lorenzo

yendo por los cabellos casos com o los expuestos que paran­
gonan en retóricos alardes con los del Paleolítico Superior
europeo. No está descartado que algún día se encuentre algo
comparable, aunque no sea prudente el calificarlo de ante­
mano, pero el intento de buscar expresiones artísticas en lo
que no contiene otra idea creadora que alterar en lo mínimo
la forma natural preexistente, o atribuir una acción conscien­
te a lo que sólo existe en la imaginación desorbitada, produ­
ce la reacción contraria: disminuirla capacidad creadora del
hombre americano, tan espléndidamente expresada en eta­
pas posteriores.

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Las glaciaciones del pleistoceno
superior en México
Las glaciaciones del pleistoceno
superior en México

En el paisaje del centro de México son familiares tres gran­


des montañas, volcanes mejor dicho, de cumbres siempre
blancas, cubiertas de nieve. No es posible dejar de admirar
sus imponentes masas, las extrañas luces que las iluminan
en los amaneceres y en los ocasos, las carprichosas formas
de las nubes que con frecuencia las envuelven y coronan; y
esto viene de antiguo.
Hay noticias claras de que al menos dos de ellos, Popo­
catépetl e Iztaccíhuatl eran m otivo de culto entre los nahoas,
habiendo alcanzado la deificación. Más tarde, a la llegada de
los españoles, Bernal Díaz nos cuenta, en su directo y bello
lenguaje, com o, estando en Tlaxcala, el volcán que llamaban
Popocatépetl “ cabe G uaxocingo” estaba en actividad y echa­
ba mucho fuego, con lo cual, uno de los capitanes, Diego de
Ordaz, solicitó permiso a Cortés para subir y averiguar de
qué se trataba aquello. Accedió Cortés “ y aún de hecho se lo
m andó” y con dos soldados y algunos indios principales,
inició la ascensión.
Esta no fue fácil, pues ya le habían avisado los indios que
a mitad del cam ino “ no podría sufrir el temblor de la tierra y
llamas y piedras y cenizas que de él sale” y “ que no irían
más allá de unos cues de ídolos que llaman los teules del
Popocatépetl” . Así sucedió. Quedaron solos Ordaz y sus
compañeros, y en plena ascensión tuvieron que detenerse,
pues “ comenzó el volcán de echar grandes llamaradas de
fuego y piedras medio quemadas y livianas y mucha ceniza,
y que temblaba toda aquella sierra y montaña adonde estaba
el volcán” .
Una vez pasada la erupción, subieron hasta el borde del
cráter, del cual calcularon la medida “ que habría en el an­
chor de un cuarto de legua” y, además, pudieron contemplar
“ la gran ciudad de México y toda la laguna y todos los
pueblos que en ella están poblados” (Díaz del Castillo, 1939).
314 José Luis Lorenzo

Sin lugar a dudas, las piedras medio quemadas y livianas


eran de pómez v, aparte de esta observación geológica de
carácter empírico, efectuaron la que fue la primera ascen­
sión de un “ cincom ilero” en el Continente Americano. Quede
para los anales del alpinismo.
Esta atracción por las cumbres de nieve y fuego se m an­
tuvo durante la Colonia, obligando a algunos frailes a efec­
tuar la ascensión, según se dice, tanto del Iztaccíhuatl como
del Popocatepetl, para demostrar a su neófita grey que allí no
había tales dioses y que penetrar en esas regiones no era
mortal, com o la leyenda decía.
Aparte de su aspecto ornamental y las muy numerosas
páginas líricas que han provocado, la existencia de estas
m ontañas nevadas en zona tropical plantea un caso intere­
sante, de obligatorio estudio encam inado tanto a la com ­
prensión de los fenómenos de carácter geológico a los que
deben su existencia, com o a aquellos otros que su gran altura
provoca: la existencia de glaciares en sus cumbres y la de
restos de glaciaciones en las partes bajas; aspectos éstos
íntimamente relacionados con los paleoclimas regionales.
Si una glaciación supone un cam bio clim ático en deter­
m inado sentido, este cam bio es a la vez generador de toda
una secuela de otros en los factores meteorológicos, de lo cual
deben existir datos, directos e indirectos, además de las cir­
cunstancias especiales que los cam bios climáticos provocan
en la vida de los habitantes de la región afectada, desde los
tiempos de su primera presencia.
El hecho concreto de que todavía en nuestro tiempo exis­
tan glaciares (Lorenzo, 1964) señala el quetambién debieron
existir, y más grandes, en la época glacial y con ello, la
posibilidad de establecer la correlación de los fenómenos
naturalmente asociados, causas y efectos, tanto en lo re­
gional com o en lo continental y aun en lo extracontinental
(ver mapas 1 y 2).
La arqueología prehistórica, más que la de las etapas pos­
teriores, es la que ha mantenido una estrecha correspon­
dencia con los fenómenos de origen clim ático y, de hecho, la
que ha forzado a su estudio detallado. La interrelación hom ­
bre-medio ambiente, m anejada desde antaño en el Viejo
Continente, está siendo un descubrimiento de gran impor­
tancia en el Nuevo y adquiriendo nuevas dimensiones, gra­
cias a la aplicación de múltiples ciencias y técnicas. Esta
112° 108º 104º 100"
!.-Nevado de Colimo 6~ Popocoh!petl
3 2- NellOdo de Toluco 7.-Molitlche de Tlmlcolo
3:-Ajusco 8:-Cofre de Perote
4 cTloloc 9.-Ci tia lle pe ti
5:- lztocdhuoll 10.-S ierra Nec;¡ro
11 :- Pe~o Nevado de Sn. Antonio

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KILOMETROS

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Mapa 1
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- - - CARRETERAS
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Mapa 2
Las glaciaciones del pleistoceno superior en México 317
situación, en la que se unen el interés real por saber de la
interacción cultura-ambiente natural con el de conocer me­
jor los delicados equilibrios de la naturaleza, para detener,
o al menos, remediar, los males causados por la incongruen­
cia de una explotación de recursos naturales sin concepto
del futuro; esta situación, repito, con el empleo de múltiples
medios, está poniendo en m anos del prehistoriador una serie
de datos e informes que van más allá de facilitarle su tarea
normal, hasta llegar al extremo de llevarle a modificar una
serie de conceptos previamente establecidos.
Dentro de esta situación, me parece conveniente efectuar,
a estas alturas, una revisión no excesivamente detallada,
pero sí substantiva, de lo que hasta ahora sabemos sobre las
glaciaciones del Pleistoceno Superior en México.
Aunque algunos viajeros habían mencionado la existen­
cia de glaciares (Lorenzo, 1958) quizá la primera mención a
glaciaciones se deba a Farrington (1897) quien, al descender
por las laderas superiores del Iztaccíhuatl, al abandonar la
zona del bosque, pudo ver huellas de una glaciación mayor,
pues saltaban a la vista las rocas aborregadas, las pulidas y
estriadas por obra de los hielos, aclarando que no pudo en­
contrar las m orrenas que esa glaciación debió haber dejado.
El mismo autor cita a Packard (1886) atribuyéndole la re­
flexión de que toda la región debió estar glaciada durante la
Epoca Glacial.
Corresponde a Jáger (1926) el primer estudio de las gla­
ciaciones de México. A raíz de un recorrido por el Iztaccí-
huatl observó las huellas de antiguas glaciaciones, que se
localizaban en la ladera occidental. Llegó a concluir que en el
Iztaccíhuatl hay huellas de una glaciación reciente que se
extendió mucho más abajo que la actual. El hielo de aquella
glaciación, de bastante espesor, se presentaba com o un
casquete que cubría una gran área de la que sobresalían
algunos picachos. Lenguas de hielo, desprendidas de ese
casquete descendían por los valles hasta alcanzar la cota
3 400, cuando menos, pues a esa altura encontró restos de
procesos glaciares, tales com o rocas aborregadas, detritus
morrénico, etc. Las form as glaciares, por su buena preserva­
ción, según el autor citado, deben atribuirse al periodo glacial
Würm, o al estadio Bühl’ de los Alpes, durante el Pleistoceno
Reciente.
Hay otro trabajo (Blásquez, 1944) muy nutrido de ejemplos
de bloques erráticos, cantos estriados, procesos de erosión
318 José Luis Lorenzo

eólica, mantos de detritus glacial, amontonamientos del


mismo material, circos, valles en U, en fin, todo lo que acom ­
paña y es muestra de que en un determinado territorio de
glaciaciones dejaron su huella.
No se restringe a la Cuenca de México, sino que se extiende
hasta zonas alejadas, de clima tropical, pues también ellas
hallan los m encionados productos de glaciación.
En total encuentra pruebas de cinco avances: el más an­
tiguo Capulhuac; el siguiente Villada; el tercero Hueypoxtla;
el cuarto Madín y el quinto y último Xochitepec. El primero
lo com para con la glaciación de Nebraska, de Norteamérica,
la Elbe de Alemania y la Günz de los Alpes. En el mismo orden,
la segunda es contemporánea de Kansas-Elster-Mindel, la
tercera de Illinois-Saale-Riss, la cuarta de Wisconsin-Weichsel-
Würm y la quinta una subetapa de Wisconsin-Iowa.
Aunque menciona algunos hechos posiblemente reales,
cae en la terrible trampa de los lahares y de otros procesos
del volcanism o activo llegando a una confusión muy grande.
La presencia en México, en la primera mitad de la década
de los cuarenta, del gran cuaternarista norteamericano Kirk
Bryan, pronto produjo efectos y se tuvo un trabajo científico,
verdadera obra pionera, que el autor antes citado elaboró
junto con Alberto R.V. Arellano, con el título Tabla de suce­
sos en el Valle de M éxico (Bryan, 1946) indicando claramen­
te que no se tomaban en cuenta los acontecimientos más
antiguos. Este trabajo, en el que se ofrece una secuencia de
fenómenos climáticos, normativos de los accidentes geomór-
ficos aparentes, así com o los elementos estratigráficos a los
que dieron origen, contiene, además, un esbozo cronológico
(ver figura 1).
Sobre él se desarrollaría el segundo trabajo del mismo
autor acerca de este tema (Bryan, 1948), más completo y que
fuera básico durante muchos años. Hay quienes todavía lo
utilizan, a pesar de que ha perdido mucho de su validez
original, pues se ha seguido trabajando en estas líneas a lo
largo de los más de 25 años que nos separan de su publi­
cación.
Estableció una correlación, en la que incorporaba los ade­
lantos obtenidos por otros investigadores, a los suyos, ya
conocidos. Tom ando en cuenta el conjunto de fenómenos
atribuibles al Pleistoceno, la Formación Tacubaya sería co­
rrelacion a re con el subestadial 2 de Wisconsin, Tazewell-
Cary; el “ caliche” Morales, el interestadial Wisconsin 2/3 ; la
Las glaciaciones del pleistoceno superior en México 319

Bryan y Arellano, 1946


^ Erosio”n de las comentes
en las lomas y deposición
en el lago
Epoca relativamente húmeda
10) Deposicio'n de la terraza
en corrientes de las lomas
tiempo Arcaico a Azteca

7) Erosión de corrientes en Epoca árida Post-glacial árido,


las lomas 4,500-7,000 años pasados

6 ) Deposición de aluvio'n
más viejo en las corrientes Epoca húmeda Wisconsin 3 o
de los lomas y de la Form a­ Mankato ,25,000 años pasados
ción Becerra en las márge­
nes del lago

^ ) Erosión de cañoncitos en
Epoca mayor arida
las lomas
Two Creeks - Interestadial
4 ) Formación de caliche

~>'l Formacion de zona de ar­ Epoca mayor húmeda,


cillas y de limonita, en sub­ W isconsin 2 o
suelo fo'sil Tazew ell-C ary

^ ^ Erosión de los valles de


las corrientes
1 ) Deposición de formacion
volca'nica : b reccia, toba y
pómez

Figura 1.

Formación Becerra equivaldría al Wisconsin 3, Mankato-


Cochrane, pudiendo ser la Becerra Superior la representa­
ción de Cochrane; el “ caliche” Barrilaco se correlaciona con
el postglacial árido de 7 000-4 500 a.p. (ver figura 2).
Inmediatamente después, De Terra (De Terra et al., 1949)
produce un trabajo mucho más detallado que los que hasta
esa fecha había dado a la luz (De Terra, 1946a, 1946b, 1947).
320 José Luis Lorenzo

B ry a n , 1948

Azteca y
Teotihuacano Incluye un periodo frío
Zacatenco concluido en 1750 AD
Totolsingo

Post glacial árido


B arrilaco 4,500 -7 ,0 0 0
años pasados

Superior Cochrane ( ? )
Becerra S ubestadial Wisconsin 3
Inferior Mankato
/

M orales 1nte restadial


W2 / W 3

Subestadial
T acubaya W isconsin 2
T a z e w e ll-C a ry

Tarango ¿ P le is to c e n o ?
F ig u ra 2.
Las glaciaciones del pleistoceno superior en México 321

Obra comentada muy desfavorablemente (Black, 1949 y Krieger,


1950) por sus múltiples inconsistencias, contiene también
una parte dedicada a las glaciaciones del Iztaccíbuatl. Se­
ñala la presencia de cuatro estadios mayores y de un quinto,
compuesto. La más antigua y la que m ás lejos descendió es
algo dudosa. La denomina Salto y encuentra sus huellas
hasta por debajo de los 3 100 m. Sigue el avance Xopaná, con
morrenas terminales entre los 3 200 y los 3 300. Luego Tran­
cas, que alcanzó los 3 400, con una etapa recesional; Circo,
que dejó sus huellas entre los 3 800-3 900. Sigue una fase
de retirada general hasta que hay un nuevo avance, Ayolo-
tepito, que alcanza los 4 350 y, finalmente, un conjunto de
morrenas menores alrededor de los 4 600, al que llama m o­
rrenas recesionales I, II y III.
Establece una correlación según la cual El Salto sería la
glaciación continental Iowa (W isconsin I); Xopaná, Taze-
well-Cary (W isconsin II); Trancas M ankato (Wisconsin III);
El Circo, Cochrane (W isconsin IV) y las recesionales con
Sprague (W isconsin V). Las pulsaciones menores quedarían
en tiempos históricos (ver figura 3).
Hay una breve nota de White (1951) en la que dice creer que
en tiempos w isconsinianos se desarrolló un glaciarism o tal
que desde la parte más alta del Popocatépetl se proyectaron
lenguas de hielo en varias ocasiones, sin que el autor alcance
a establecer la sucesión cronológica de estos movimientos.
Siguen activos los estudios sobre el Cuaternario de la
Cuenca de M éxico y los fenóm enos que en ella se observan,
y así, Arellano (1953) reúne y aclara todo lo que con anterio­
ridad había presentado, a la vez que incluye aspectos par­
ciales de trabajos de otros autores; es éste el mejor trabajo de
su tiempo. Aunque en él establece una correlación con otras
latitudes, ésta es de carácter tan general que no plantea ni
situaciones nuevas ni problemas distintos.
La edad de la Form ación Becerra sería la de la etapa
W isconsin, con posibilidades de que también incluya la San­
gam on y aun la Illinois. El fin de la Becerra se juzga que
tuvo lugar unos 9 000 a. p. Hay un intervalo de unos 2 500
años de sequía general, representado por el “ caliche” que
Bryan llamó Barrilaco, que es, a la vez, el sello superior de la
fauna pleistocénica. Sobre la Becerra puede encontrarse un
suelo gris oscuro, de aspecto húmico, y sobre éste, que De
Terra llamó Totolcongo, aluviones y depósitos lacustres, lia-
322 José Luis Lorenzo

De Terra, 1949
MONTAÑAS GLACIACION
IZ T A C C IH U A T L R O C A LLO S A S C O N TIN EN TAL DE
D EL SUR NORTE AMERICA

R e tira d a del
hielo
*1 •
Morrenas J n
recesionales |
Sprague
(W isconsin Y )

(C a lic h e m ) Interestodial

Morrenas
Long Draw
recesionales Cochrane
( Wisconsin IV )
El Circo

Avance Corral Creek


Mankato
T raneas (W isco n sin I K )

(C a lic h e n ) Interestadial

Home
Xopana Tazewell-Cary
(W isco n sin I I )

( Caliche I ) In te re stad ial

Avance Tw in Lakes
Iowa n
E l S a lto ( ? ) (W isco n sin I )

Figura 3.
mados Nochebuena. El tiempo post-Becerra es post-Wiscon-
sin y se propone que esta etapa sea llamada Mexicana (ver
figura 4).
Hay un trabajo de Sears y Clisby (1955) que es en realidad
la síntesis de los otros anteriores (Sears, 1952; Foreman,
1955; Clisby and Sears, 1955; Sears, 1955).
Abarcando en una sola secuencia los seis perfiles políni­
cos que se estudiaron (cinco en la Cuenca de México y el sexto
fuera de ella, pero a poca distancia de sus límites) el conjun-
Las glaciaciones del pleistoceno superior en México
Mi>xico 323
.12.1

Are llano, 1953


PE'RIOOC E T A p A

e Noche - Bueno
o
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cv
o -Q oe
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Alt 1termo1 ~Caliche Barrlloca
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- W1scons1n1ana

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a u Caliche sin nombre
e cv
.....
- CD In erio r
(1) I ll1no1ona
o
~~Coliche
::J

-
(.) Yordmu 1ona

1 Kansa5'ana - -
Morales

a Tac u baya

Nebros kon1 ano

FFigura
ig u ra -1.
4.
324 José Luis Lorenzo

to lo relacionan con dos com plejos de pulsaciones glaciares


de Norteamérica; la primera, y más antigua, con Iowa-Ta-
zewell, y la segunda con Cary-Mankato, todo ello con los
sedimientos de hasta 60 m de profundidad.
A este respecto White (1962) en la nota 3 de la página 19
señala:
“ Por las características m ecánicas y petrológicas de los
sedimentos profundos del lago, de dos núcleos de la región
centro-oeste de la Cuenca de México, Foreman (1955) y Clis-
by y Sears (1955) correlacionan el 57% inferior de sus nú­
cleos, hasta 75 metros con la form ación Tarango, y luego
Sears y Clishy (1955) igualan esta parte más profunda con el
Wisconsin temprano, dentro del Pleistoceno (?)” .
Se inicia con una etapa húmeda que se va haciendo cada
vez más seca en un proceso que se equipara con un avance
del hielo y que culmina con el máxim o glaciar que es, a la vez,
el m áxim o de sequía. Hay un cam bio hacia más húmedo,
com parado con una retirada del hielo, pero es corto; sería
una pulsación menor, a la que sigue otra marcada tendencia
a la sequía, que culmina en un m áxim o que también lo es
glaciar. Luego sobreviene una retirada hasta la situación
actual, que es la que sirve de patrón.
Lo más importante de este trabajo es la siguiente frase: For
the tropical M exico City area, it is shown that the moist
periods o f glacial nourishm ent were also relatively warm.
Hay una curiosa contradicción entre la realidad de los
datos obtenidos y el empleo de incluir, a com o dé lugar, las
oscilaciones clim áticas que registra el polen estudiado en la
pauta de las glaciaciones de las altas latitudes, pero com o se
trata de un científico de la envergadura de Sears, no por ello
deja de reconocer la realidad y en el resumen que encabeza
el artículo lo expone mediante la frase transcrita. Más ade­
lante, en las páginas 526-527, hay unos párrafos fundam en­
tales que ameritan su cita íntegra:

The m oist crests were also warm (se refiere a las máxim as de la
gráfica de p or ciento de indicadores de humedad (ver figura 4 en
la pág. 526) in these profiles since M exico lies between Lat. 19°
and 20'N. well within the tropics and approxim ately 1000 m
below the lowest m oraine on Iztaccihuatl (sic), about 60 km dis-
Las glaciaciones del pleistoceno superior en México 325

tant. The suggestion that glaciation m ay be pium oted b y warm


m oist conditions within the tropics is not new, although direct
evid ence to that effect has been lacking. Commeting on this
phenom enon. Professor H. C. Willet writes “at least from the
point o f view o f this m eteorologist, your paradox is not all a
paradox, but quite the contrary (Personal com munication) (ver
figura 5).

En 1956 se publicó un trabajo (Mooser, White y Lorenzo,


1956) cuya primera parte (M ooser, op. cit, 9-18) analiza lo
hasta entonces dicho en cuanto a form aciones geológicas,
paleoclim as y glaciaciones referidas a la Cuenca de México y
presenta su posición al respecto, según la cual, de abajo
hacia arriba en el orden estratigráfico, el “ caliche” Morales

F ig u ra 5.
326 José Luis Lorenzo

Mooser, 1956
Suelos Noche Buena
Post-Glacial Suelos Totolcingo * Mexicana
Caliche Barrilaco
Becerra superior
Wisconsin Coliche interformacional > Becerra
Becerra inferior
.
Caliche Morales
X

Illinois
Tacubaya

Kansas

Nebraska
Taranqo

Kijíum H.
Las glaciaciones del pleistoceno superior en México 327

ocupa el tiempo de un interestadial o interglacial que separa


una glaciación “ X ” (Flint and Rubin, 1955) de la primera
etapa glacial de Wisconsin, fechando la glaciación “ X ” entre
57 y 27 000 a.p. El primer m áxim o de Wisconsin va de 27 a
11 500, culm inando en aproximadamente 20 000, y el se­
gundo, de 11 500 a 7 000 a.p., sin fechar su máximo. Marca
también tres oscilaciones glaciales menores que cubren el
tiempo en que se form aron tanto el suelo Totolcingo com o el
Nochebuena (ver figura 6).
En la misma obra, White (19-27) al explicar los trabajos,
entonces en proceso, sobre el Iztaccíhuatl, comienza hacien­
do una breve historia sobre las investigaciones que a la fecha
se habían hecho en la Cuenca de México y, entre ellas, m en­
ciona la que él m ismo efectuó en el Popocatépetl (1951) en el
que encontró evidencias de cinco subetapas de la glaciación
Wisconsin en form a de terrazas y abanicos aluviales, cuya
posición oscilaba entre los 3 560 y los 4 150 m. Además hue­
llas de avances post-w isconsinianos en las partes más altas.
El que escribe contribuyó con otra parte a la misma obra
(29-46) dando una correlación fechada entre las etapas wis-
consinianias y posteriores, las culturales del centro de Mé­
xico, los paleoclim as, pero reducidos a las oscilaciones de
precipitación y los niveles del lago de Texcoco. El “ caliche”
Morales se form ó durante el interglacial Sangam on, en con ­
diciones más secas que las normales y con bajo nivel de lago;
su terminación se fecha en 27 000 a.p. Una glaciación pre-
Manakato, del 27 al 13 500 a.p., dio origen a la Form ación Be­
cerra Inferior, en un clima más húmedo que hizo subir el lago
por encim a de la cota 2 245. A esto siguió una etapa seca, de
13 500 a l l 500, identificada con el interestadial Two Creeks
y el “ caliche” intraform acional y /o el horizonte Armenta;
sigue un tiempo más húmedo, equivalente a la glaciación
Mankato, en el que aparece la Formación Becerra Superior
y el lago sube de nivel, también por encima de los 2 245,
aconteciendo entre 11 500 y 7 000 a.p.; luego, durante el
Altitermal, que se sitúa entre 7 y 4 500 a.p., se forma el
“ caliche” Barrilaco y hay un descenso del nivel del lago,
debido a la sequedad reinante; el Meditermal, desde 4 500 a
nuestros días, incluye las Form aciones T otolcingo y N oche­
buena, siendo más húmedo durante la primera y con oscila­
ciones en la segunda (ver figura 7).
La importante obra de White (1962) sobre el Iztaccíhuatl, a
328 José Luis Lorenzo

Lorenzo, 1956
o Actual, con
Noche Buena pequeñas
o alteraciones
Meditermal
oc Totolcingo Más húmedo
Q.8 A ltite rm a l Caliche DI Más seco
Becerra
Mankato Más húmedo
Superior
Two Creeks CalicheE Más seco

Becerra

Pre
Más húmedo
Mankato

Inferior

Caliche I Más seco


F ig u ra 7.
Las glaciaciones del pleistoceno superior en México 329

diferencia de todas las anteriores acerca del mismo tema, se


apoya en varias temporadas de trabajo de campo, hasta to­
talizar más de 17 semanas. Aunque restringido en área a las
regiones occidentales, noroccidentales y una pequeña parte
de la norte, puedo establecer una secuencia muy completa de
los acontecimientos glaciales que tuvieron lugar en esa zona
del Iztaccihuatl, durante el Pleistoceno Superior.
Define cinco avances mayores de los glaciares, algunos
con oscilaciones internas. Comienza con los que llama “ sedi­
mentos semejantes a depósito glacial” localizados en varios
lugares, entre las cotas 2 450 y 2 950. N o está muy seguro de
que en verdad representen un avance de los hielos, pero en
caso de ser así, les adjudica una temporalidad que podría ser
pre-Wisconsin o Wisconsin pre-Clásico (el Wisconsin Tem­
prano del valle central-este del río Missisippi en los Estados
Unidos y post-Sangam on en lo que a tiempo se refiere; tam­
bién la glaciación “ X ” en Mooser et al., 1956). El que escribe,
en otro lugar (Lorenzo, 1967) llamó a esta etapa San Rafael.
Sigue la subetapa Tonicoxco, de la cual dice que no se han
distinguido avances separados y que sitúa entre las cotas
2 750-.'! 050. A continuación está la subetapa Diamantes, con
dos avances: las líneas de morrenas de ambos tienen fuertes
oscilaciones altimétricas, pero en conjunto se sitúan entre
los 3 135 y los 3 650.
La subetapa Alcalican con depósitos glaciales entre los
.'5 630 y 3 760, localizada tan sólo en la zona sur occidental de
la parte del Iztaccihuatl estudiada, junto con Diamantes y
T onicoxco conform an la etapa Wisconsin.
Ya dentro del Holoceno, o Neotermal, como el autor co­
mentado prefiere llamar a este tiempo, hay un intervalo, el
Hipsitermal, al cual sigue la subetapa Ayolotepito, con m o­
rrenas que en algunos lugares descienden hasta los 4 270 m.
Luego, todavía dentro de la fase Hipotermal, en la que tam­
bién quedan las anteriores, están las fases recesionales de
Ayolotepito, representadas por morrenas en número que va
de tres a cinco.
El conjunto lo compara con el que se presenta en las M on­
tañas Rocallosas, ante la similitud que ambas tienen, según
la obra de Richm ond (1955). De esta manera, la etapa más
antigua sería com parable con la Buffalo. Tonicoxco, con
Bull Lake; Diamantes, con Pindale, asi com o Alcalican, aun­
que este aspecto no está claro; la subetapa Ayolotepito sería
330 José Luis Lorenzo

White, 1962 (Richmond, 1955)

O
Ek_ Fases recesionales
O)
Ayolotepito Estadio Gannet Peak
Z
(V

oCL
Lü Sub-etapa Ayolotepito Estadio Temple Lake

Intervalo Hipsitermal Intervalo Altitermal

Sub-etapa Alcalican
j)
oo Segundo avance
cn Glaciación Pinedale
$ Sub-etapa
OQ. Diamantes
O
LJ Primer avance
Sub-etapa Glaciación Bull-Lake
Tonicoxco
Etapa pre-
Wisconsin

Sedimentos Glaciación
semejantes a pre - Bull-Lake
depósito glacial

F ig u ra tí.
Las glaciaciones del pleistoceno superior en México 331

la equivalente a Temple Lake y las recesionales de la misma


etapa, Gannet-Peak (ver figuras 8 y 9).
Tom ando los datos que proporciona la obra anterior, Lo­
renzo (1967) intentó establecer una correlación, sobre la
base de lo que señala en su obra Bernard (1962) en cuanto a
una clara discordancia entre pluviales-glaciales; es decir, el
hecho de que el tiempo de un máxim o glacial está represen­
tado en las zonas tropicales por una etapa más seca y del
interglacial por una más húmeda.
Al parecer, en el cuadro en el que se establecía esta oposi­
ción (Lorenzo, op. cit., ver figura 2) hay una mala interpre­
tación de White (op. cit.) pues se dan un primer y segundo
avances a la subetapa Tonicoxco, representada en el Cuadro
2, página 32, de White, con un solo avance indicando, ade­
más “ No se han distinguido avances separados” .
Esta aparente contradicción se explica admitiendo que los
dos avances se sobreponen de tal manera que no es posible
diferenciarlos cartográficamente, nada más que en algunos
lugares y aun con dificultades. Que hubo dos avances el
mismo White lo dice: en la página 29 expresa que en los
suelos que cubren los depósitos glaciales Nexcoalango y
Hueyatlaco hay huellas de la existencia de un avance más
antiguo y de un avance reciente. En el caso del depósito
glacial N excoalango (la unidad litoestratigráfica correspon­
diente a la cronoestratigráfica Tonicoxco) son las diferen­
cias en descom posición del horizonte C las que denotan los
dos estadios. En la página 35 claramente dice: “ ... (2) los
depósitos glaciales y las morrenas (N excoalango)en las cres­
tas intermedias y en las cabeceras de los cañones profunda­
mente erosionados, un complejo de morrenas que puede ser
dividido en dos avances de diferente edad” al entrar en la
descripción general de los depósitos glaciales. Más adelante,
en la página 44, se lee “ En algunas localidades se puede
distinguir un avance más antiguo de la etapa de glaciación
Tonicoxco, de un avance más joven de la misma... Es muy
probable, por lo tanto, que la subetapa de glaciación Toni­
coxco fuera múltiple con un intervalo interestadial de bas­
tante longitud” . En donde he puesto los puntos suspensivos
dedica algunas líneas a indicar los lugares en los que se
encuentran las dos morrenas presentes.
Está claro que White fue precavido en su secuencia, pero
332 José Luis Lorenzo

Montañas Rocallosas (Richmond, 1 9 6 5 )


Estadio Gannet Peak
Neoglaciación Interestadial
4,000-
Estadio Temple Lake
6,500-
Intervalo Altitermal
Estadio Tardío
Interestadial
Glaciación Pinedale Estadio Medio
Interestadial
25.000-
Estadio Temprano
32.000-
Interglaciación
Estadio 2 o . Episodio

Intervalo no glacial
Glaciación
Bull Lake Tardío 1er Episodio
Intervalo no glacial
Estadio Temprano
Interglaciación
Glaciación Sacagawea Ridge
Interglaciación
Glaciación Cedar Ridge
Interglaciación
Glaciación Washakie Point
Las glaciaciones del pleistoceno superior en México 333

que hay elementos para admitir dos avances en la subetapa


Tonicoxco.
Com o puede verse, en la tabla se estableció una nueva
correlación simplemente basada en la oposición sistemática
de fases, sobre la hipótesis, arriba expresada, de que no hay
correspondencia entre una glaciación de alta latitud y un
pluvial en las bajas (ver figura 10).
En fecha muy reciente ha aparecido un trabajo (Heine y
Heide-Weise, 1972) en el cual y com o parte de una correla­
ción estratigráfica del Pleistoceno Superior y del Holoceno,
se informa de la presencia, en la Malinche de Tlaxcala, de
tres avances del hielo por sus flancos, identificados en los
cortes de sus barrancas en forma de mantos de detritus
glacial o glacio-fluvial; esto por sí mismo muy interesante,
se convierte en una investigación fundamental al incorpo­
rar al estudio una serie de 11 fechas de C 14 que nos sitúan los
tiempos en los que esos acontecim ientos, casi en su totalidad,
tuvieron lugar.
La historia de estos avances del hielo se inicia con poste­
rioridad a 33 500 ± 3 200 en lo que los autores llaman avance
2 300
Morrera I, que para 25920 ± 1000 ya había terminado, de
acuerdo con la fecha obtenida en un suelo fósil que sobre-
yace al detritus glacial. Este interestadial dura hasta 20 735 ±
460 por lo menos y le sigue el avance Morrena II, que en la
base se fecha en 14 770 * 280, y en su transcurso esta otra
fecha, 12 900 ± 400. Sigue un interestadial representado por el
Suelo Fósil 2, sin fecha al que se sobrepone el avance del
hielo Morrena III, tam poco fechado, pero el Suelo fósil 3 que
lo sella queda entre 8 210 ± 300 y 5 750 ± 280.
El detritus glacial no fue encontrado por debajo de la cota
2 950 y alcanza hasta aproximadamente la 3 500. Por encima
de los 4 000 hay resto de otros pequeños avances en forma de
varias líneas de morrenas menores, éstas sí muy aparentes,
que pertencen a fechas obviamente posteriores a la más
reciente del Suelo fósil 3. Es conveniente señalar que la
altura total de la Malinche de Tlaxcala o M atlalcueitl(la de
la falda verde) es de 4 451 msnm (todas las cotas se dan en
esta función).
La im portancia del fechamiento de estos avances no se le
escapa a nadie, pues son los primeros que tienen una tempo-
334 José Luis I^orenzo

Iztaccihuatl ( L o re n z o , 1 9 6 7 )

4,000-
6,500-
G laciación M ilp u lc o ,2 o avance
In te resta dia l
Glaciación Milpulco ,1er avance
Interglacial
Glaciación Diamantes,2o avance
25.000-
Interestadial
Glaciación Diamantes, 1er avance
32.000-
Interglacial
45,000-
Glaciación Tonicoxco
2o avance
Interestadial
G laciación Tonicoxco
1er avance
Interglacial
G laciación Sn. Rafael ( ? )

F i f í u i a I d.
Las glaciaciones del pleistoceno superior en México 335

ralidad conocida, absoluta dentro de los márgenes de varia­


ción que tiene el C14.
Los autores com paran los avances del hielo en la Malinche
con los que White (1962) señaló en el Iztaccíhuatl. La M o­
rrena I. con la fase más antigua localizada en la cota 2 460.
Este avance, según el mismo White, es dudoso y, en caso de
confirmarse, correspondería a una etapa pre-wisconsiniana
o W isconsin pre-Clásico o glaciación “ X ” (Mooser et al.,
1956; figs. 2 y 3), post-Sangamon de todas formas. La M o­
rrena 11,1a equiparan a la Fase Nexcoalango, que alcanzó
hasta la cota 2 750 y que White relacionó con la etapa Bull
Lake de las Rocallosas. La Morrena III se compara con la
Hueyatlaco, que White equiparara con la etapa Pinedale.
Las pequeñas morrenas por encima de los 4 000 serían las
A yoloco del Iztaccíhuatl. En la Malinche los autores no en­
cuentran equivalente al depósito glacial Milpulco (ver figura
11 ).
Para comenzar, el trabajo de Heine y Heide-Weise presen­
ta una seria confusión de nomenclatura. Ayoloco, Milpulco,
Hueyatlaco y N excoalango son los nombres que White dio a
las unidades litoestratigráficas, a los depósitos de detritus
glacial. Los avances son las unidades cronoestratigráficas:
Ayolotepito, Alcalican, Diamantes y Tonicoxco (White, op.
cit.. Cuadro 2, y Comisión Americana de Nomenclatura Es-
tratigráfica, 1961). En este trabajo manejaremos la termi­
nología correcta.
Prescindiendo de las morrenas situadas por encima del
límite de la vegetación arbórea, a aproximadamente 3 900-
4 000 m, sigue, se presentan en la Malinche tres fases de
morrenas. La más antigua, dice la obra comentada, la Morre­
na I, tanto en sí misma como en sus depósitos fluvioglaciales,
solifluidales y fluviales, se encuentra debajo del Suelo fósil 1
(SF 1), por lo cual tiene aducen, una edad de más de 21 000
años. Se puede afinar más la fecha.
Si el Suelo fósil 1 ha sido fechado en 25 920 ± 1 000,23 940 ±
1000 y 20 735 ± 460, la edad del avance es lógicamente ante­
rior; si, además, los materiales preglaciales se han fechado
en 38 895 ± 1 200 y 33 500 ± 3 200 la Morrena I obligatoriamente
2 300
queda entre las fechas límite 33 500 y 25 920 antes del pre­
sente.
336 José Luis Lorenzo

Heine y Heide-Weise, 1972

O
E Ayolotepito Morrenas
i*.
<D
superiores
O
CL
X
Suelo fósil 3 5 750 + 280
8 2I0 ± 300

Diamantes Morrena HT

</)
ooc Suelo fósil 2
(/>

Tonicoxco Morrena 12 9 00 + 4 00
H
14 7 7 0 + 2 8 0

20735 + 460
Suelo fósil 1 25 920 ±1000
c-

c Sedimentos
'</>
c semejantes a Morrena I
o
o
10
depósito glacial
$
<u
ít Pre-glacial 33 500 +3200
o o ou u -2 3 0 0

Fig u ra 11
Las glaciaciones del pleistoceno superior en México 337

La Morrena II, con sus sedimentos correlativos, se en­


cuentra inmediatamente arriba del Suelo fósil 1. Una de las
fechas de esta morrena, la de 12 060 ± 165 se nos dice fue
obtenida de un tronco carbonizado encontrado en la matriz
de la mism a morrena. La otra fecha, 14 770 ± 280 es de mate­
rial relacionado.
Sabemos, por la fecha más reciente del Suelo fósil 1, que
esta morrena, la II, es posterior a 20 700 y que estaba en for­
mación entre 14 y 12 000. Su término real no se tiene. Sólo es
posible decir que el Suelo fósil 2 y la Morrena III son poste­
riores a 12 000 y anteriores 82.10 ± 300, la fecha más antigua
del Suelo fósil 3. Quedan, pues, de tres a cuatro milenios en
los que el avance que formó la Morrena II llegó a su término,
se formó el Suelo fósil 2 y tuvo lugar todo el avance de la
Morrena III.
T am poco estoy de acuerdo con la correlación propuesta
por Heine y Heide-Weise de las glaciaciones de la Malinche
con las del Iztaccihuatl. Primero expresaré algunas aclara­
ciones de orden general.
Una glaciación de montaña en los trópicos se produce
cuando se cumplen dos requisitos: el que la isoterma 0 °C
haya descendido hasta quedar por debajo de las cumbres de
las montañas que muestran huellas de glaciaciones, lo bastan­
te para que exista un área de captación de tamaño suficiente
com o para que el balance del glaciar, el balance específico
(Lliboutry, 1964) sea positivo, esto es, que la acumulación sea
mayor que la ablación, y que exista, además, una precipita
ción en cantidad bastante como para que el balance señalado
se cumpla. En realidad, el orden de las premisas es inverso, o
sea, si se cumple el aspecto de precipitación suficiente en las
cumbres, la humedad necesaria entonces reinante hace que
la temperatura descienda y, com o se trata de montañas de
gran altura, fácilmente desciende la isoterma O para quedar
a un nivel en el cual, toda la precipitación que tiene lugar por
encima de ella lo es en forma sólida, nieve. Entonces, la
existencia de glaciares en la zona tropical depende de que
exista la precipitación suficiente y de que el área de la m on­
taña incluida dentro de esa isoterma sea del suficiente ta­
maño.
Teniendo la cúspide de la M alinche 4 551 m y la del Iztacci­
huatl 5 283, hay un nivel de isoterma O a partir del cual la
Malinche no puede acumular nieve, pero esa misma posición
338 José Luis Lorenzo

todavía permite que el Iztaccíhuatl tenga glaciares, lo que es


el caso de nuestros días. La isoterma O tendría que bajar
hasta quizás, el nivel 4 000 o menos para que se pudieran
desprender lenguas de hielo com o aquellas cuyas huellas
comentamos. Pero, a ese bajo nivel de las bajas temperatu­
ras, en el Iztaccíhuatl tendríamos avances del hielo mucho
mayores, ya que el área de captación, la parte del glaciar en
la que tiene lugar la acumulación, sería mucho mayor. Que­
remos señalar con lo anterior que existe una condición dife­
rente por principio entre ambas montañas, y que esta disparidad,
obviamente, no permite extrapolaciones tan directas.
Así, las morrenas más altas de la Malinche, las que se
encuentran por encima de los 4 000 m. no se pueden comparar
con las de las fases recesionales de la subetapa Ayolotepito,
pues el depósito glacial correspondiente, el A yoloco, queda
entre las cotas 4 270 y 4 410 y, dada la altura de la cumbre de
la Malinche y las fuertes pendientes que existen en esa zona,
la posibilidad de área de acumulación es inexistente para
esos valores.
Lo que White llama sedimentos semejantes a depósito
glacial, encontrados dentro de los depósitos aluviales más
antiguos, entre las cotas 2 450-2 950, podría tratarse de un
material redepositado por un mecanismo glacio-fluvial; un
detritus glacial removido de su posición original, más arriba
de donde ahora se encuentra, por un avance posterior, ma­
yor. El material morrénico quedó envuelto por el nuevo, for­
mando parte de él, y luego, como siempre sucede, desmontado
y redepositado por los arroyos glaciares durante la retirada
del glaciar. En verdad, esa etapa, no está firmemente esta­
blecida.
Pesando los pros y contras, conviene ahondar más en el
asunto de establecer las correlaciones entre las glaciaciones
del Iztaccíhuatl, sin lugar a dudas, las mejor estudiadas,
pero no fechadas directamente, y las de la Malinche, de
hecho no muy conocidas, pues todas ellas se han distinguido
estratigráficamente entre una cota mínima de 2 950 v una
máxima de 3 500, pero fachadas por radiocronología, sea
directamente o bien por los estratos entre los que se sitúan.
Tom ando de vuelta a White (op. cit.: 19-20) vemos com o, en
la parte alta de la montaña, encuentra un grupo de piroclás-
ticos muy característicos, compuesto de: 1) ceniza meteoriza­
da gris oscuro (de grano de arena mediana a guija pequeña)
Las glaciaciones del pleistoceno superior en México 339

generalmente de un metro de espesor; 2) encima de la ante­


rior, lapilli pumítico (guijarro pequeño) meteorizado, que va
de un color café muy pálido a un café amarillento, con espe­
sor variable, y 3) ceniza negra, relativamente fresca, de uno a
dos metros de espesor que cubre las anteriores.
Esta secuencia ceniza-lapilli-ceniza aparece en todas las
morrenas N excoalango y Hueyatlaco. En las laderas planas
del norte la capa de lapilli puede tener de ocho a 10 mm, y el
espesor va aum entando según se avanza hacia el sur, hacia
el Popocatépetl, y alcanza un espesor de 2.5 m en Paso Cortés
y el collado entre el Iztaccíhuatl y el Popocatépetl.
La ceniza negra superior de la sección descrita es el único
sedimento piroclástico que cubre las m orrenas del depósito
glacial M ilpulco y nada de estas cenizas aparece sobre las
morrenas del depósito glacial A yoloco. Esto quiere decir que,
después de la form ación de las m orrenas N excoalango y
Hueyatlaco se acumularon sobre ellas la ceniza gris oscuro,
primero, y el lapilli pumítico después, este último probable­
mente derivado del Popocatépetl; luego se depositó el mate­
rial de las morrenas M ilpulco y después, éstas y el lapilli se
cubrieron con el depósito de la ceniza negra; finalmente, y
cuando la erupción que originó la última capa cesó, se form a­
ron las morrenas A yoloco.
Creemos que el lapilli pumítico es la tefra que, en la Cuenca
de México, en su extremo sudeste, llam am os “ Pómez con
andesita” (Mooser, 1967) originado en el Popocatépetl e iden-
tifícable en Paso Cortés con la que White señala. Esta “ pó­
mez con andesita” es posterior a 14 770 ± 280 y anterior a
12 900 ± 400, con lo cual sabem os que las glaciaciones Toni­
coxco y Diamantes son anteriores a esas fechas y que Alcali-
can y Ayolotepito acontecieron después.
Sabem os también que el Pecho del Iztaccíhuatl, su cumbre
más alta, está form ado por un cono cinerítico en el que se
aloja un glaciar, el glaciar Nordeste o del Cráter (Lorenzo,
1964). En lo que respecta a la singularidad de la glaciación
Alcalican, sólo presente com o Morrenas M ilpulco en los va ­
lles sudoccidentales y por dos niveles de derrubio glacial o por
pequeños abanicos aluviales, dentro de la zona de morrenas
Hueyatlaco, es decir, entre éstas y la montaña, no es muy
aventurado suponer que en el tiempo de su form ación fue
cuando surgió el cono cinerítico que ahora es el Pecho. Esta
actividad volcánica im pidió la form ación de glaciares en su
340 José Luis Lorenzo

vecindad y, recordemos, los estudiados por White emanan,


sobre todo, de esta zona o están bajo su influencia directa,
salvo precisamente los de los valles de Milpulco y Tlatipi-
tongo, a unos cuatro kilómetros en línea recta el primero y a
unos cinco el segundo. Prevalece el hecho concreto de que la
glaciación Alcalican es simultánea o superior a la erupción
del Popocatépetl productora de la pómez con andesita fe­
chada entre 14 700 y 12 900.
Una hipótesis más aventurada sería la de comparar la
tefra que en las excavaciones de Tlapacoya hemos llamado
“ gran ceniza basáltica” , fechada entre 21 700 ± 500 y 15 020 ±
450, con el primer miembro de la secuencia ceniza-lapilli-
ceniza. A reserva de una com paración mineralógica, por ha­
cer, su temporalidad es admisible, pues sella también las
morrenas N excoalango y Huayatlaco, o sea que éstas serían
anteriores a 21700, com o parece ser el caso si tomamos en
cuenta el tiempo en el que se estableció la Morrena I de la
Malinche, entre 33 500 y 25 900.
En conclusión, m odificam os lo dicho por Heine y Heide-
Weise, a la luz de los numerosos datos que hemos analizado,
para situar las glaciaciones de la M alinche en el siguiente
orden: Morrena I corresponde a un avance glacial que tuvo
lugar entre 33 500 y 25 900 y que corresponde al segundo
avance glacial que tuvo lugar entre 33 500 y 25 900 y que
corresponde al segundo avance glacial que tuvo lugar entre
33 500 y 25 900 y que corresponde al segundo avance de la
g la cia ción D iam antes del Iztaccihuatl, aunque tam bién
puede incluir el primero, y que descendió hasta los 3 150-3650
m.; Morrena II, avance glacial dentro del tiempo señalado
por dos fechas de C 14: 14 770 y 12 900, en términos generales
contemporáneo o posterior a la erupción del Popocatépetl que
produjo la tefra conocida com o “ pómez andesita” y, por lo
tanto, equiparable con el primer avance de la glaciación Mil­
pulco que alcanzó las cotas 3630-3 700; Morrena III, anterior
a 8 210 y representada en el Iztaccihuatl como la morrena
recesional de la glaciación Milpulco, presente en la cota
3 735 (ver figura 12).
A pesar del desacuerdo señalado, el valor del trabajo de
Heine y Heide-Weise es manifiesto, pues ha permitido, por
fin, contar con una base que sitúa las fechas de lás glacia­
ciones del Centro de México, al menos de algunas. Es indu­
dable que investigaciones posteriores vendrán a ampliar,
m ejoi'ary, quizás, m odificar lo que ahora afirmamos y es que
así es el cam ino de la investigación.
Las glaciaciones del pleistoceno superior en México 341

Sin lugar a dudas, habrá quien se pregunte sobre la falta


de correlación con la cronología glacial de otros lugares, al
menos de Norteamérica, ya que al respecto se incluye única­
mente la de Richmond (1965) para las Rocallosas, donde se
ve que hay concordancia parcial, nada más. La explicación es

Lorenzo este trabajo


,

M ile s Secuencia de Secuencia


de tefras en Correlación con
onos estratigrafía en
Tlapacoya la Malinche Iztaccíhuatl
a.P

E a +■ no
• *+ ¿oro
• O U —
IIVJ
Morrenas
superiores
o
c
a>
5— Pómez fina superior o
u
— • 6 500+ 125
O
Suelo fósil 3 x
•8 210 + 300
10 — Pómez tripartita Morrena m Alcalican 2 —
— (3 900-4 I50)

Suelo fósil 2
• 12 900 í 400
- Pómez con andesita Morrena II Alcalicanl
15 — • 14 770 í 280 (3 710-3 773)
• 15 020 + 450

- Gran ceniza basáltica


O
20 —
%m
• 20 735+ 460 a>
•21 700+ 500 o
- Suelo fósil 1 3
(/>
25 — O
ir
— a>
o
_ • 27 260+ 650 o
i/i
30--------
Erupción basáltica
f ¡i i ■ Morrena I D iam antes —
multiple
(2 ? ) °-
— (3 135-3 650)
9004-

— 33 500 -2 300 Pre glacial


35 —

• 38 895 + I 200

K iiiin a 12
342 José Luis Lorenzo

que no se incluyen otras por ser notoria su discordancia


interna. De un extremo al otro del casquete que cubrió Norte­
américa, hay diferencias serias, las cuales son lógicas y
producidas por la diferenciación de movimientos entre los
diversos lóbulos que form aban el frente de avance, debido a
que áreas de tan grande extensión se encuentran sometidas
a zonaciones clim áticas diferentes y si bien es cierto que todo
se incluye en una gran etapa W isconsiniana, también es
verdad que su cronología interna no es sencilla.
Adem ás, hay que tener en cuenta que el comportamiento
de los glaciares, sobre todo los de montaña, es más bien
singular. Puede que dentro de una zona m ontañosa grande
exista un patrón de movimientos, tan semejante entre sus
com ponentes que en la práctica se llegue a considerar como
uno solo, pero las variaciones latitudinales, la orientación de
sus diversas laderas, el régimen climático local al que se
encuentren sometidos y algunos otros factores, actúen de
manera distinta en lo cuantitativo, y estas diferencias se
acusan en los resultados.
Cuando llegam os al estudio de las glaciaciones de las
zonas tropicales, com o es el caso, es válido (y necesario) el
empleo de las teleconexiones cronológicas, pero sólo hasta el
momento en el que, localmente, se dispone de fechamientos
directos. Al aparecer éstos ya no hay razón para seguir con
conjeturas. Hay que atenerse a los datos reales de que se
dispone y buscar más fecham ientos con esa base, mante­
niendo la mente abierta y dispuesta a no sorprenderse si
surgen discordancias, pues el comportamiento real de los
glaciares y de las glaciaciones de las m ontañas en las zonas
tropicales y ecuatoriales está muy lejos de ser conocido. Ya
es tiempo de abandonar el simplismo de la correlación direc­
ta con las altas latitudes y, si existen algunos modelos mate­
m áticos de paleoclim as que señalan esa correlación, darse
cuenta que lo hacen en áreas muy restringidas.
Nos quedan por estudiar a fondo otras grandes montañas
en las que se han encontrado restos de glaciaciones: el Ne­
vado de Colim a (4180 m), el Nevado de Toluca o Xinantécatl
(4558 m), el Ajusco (3937 m), la Sierra Negra (5000 m), el
Cofre de Perote o Nauhcampatépetl (4282 m) y la Peña N eva­
da de San Antonio (ca. 4000 m), aparte de las muchas otras,
superiores a los 3500 m, en las cuales son aparentes los
viejos procesos de acondicionam iento periglacial. Del con ­
Las glaciaciones del pleistoceno superior en México 343

junto se obtendrá un buen elemento para alcanzar la tan


necesitada cronología del Pleistoceno de México, por ahora
muy débil.
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Tequixquiac y los artefa cto s que se
han hallado en la misma región
Sobre la fauna pleistocénica de
Tequixquiac y los artefactos que se
han hallado en la misma región

En diferentes tratados mayores de arqueología prehistórica,


americana o mexicana, se encuentra la mención de Tequix­
quiac com o lugar, o yacimiento, que ha producido artefactos
de gran antigüedad. El primero que toca el asunto es De
Terra (De Terra et al., 1949: 44-45) quien, al hablar de los
vertebrados, del Pleistoceno Superior del Valle (sic) de Mé­
xico, menciona una lista de fauna, elaborada por el Dr.
Chester R. Stock, que se basa en las colecciones de Tequix­
quiac que habían sido reunidas poco antes por el Instituto de
Geología de la UNAM.
Más adelante cita a Freudenberg (1922) com o quien dijo
que la fauna de Tequixquiac era del Pleistoceno Temprano y,
al respecto, señala: “ En cuanto a lo que conciernen los es­
tudios de Freudenberg, parece que algunos de sus conceptos
estratigráficos no pueden ser mantenidos a la luz de los es­
tudios más recientes. Esto se aplica especialmente a la fau­
na de Tequixquiac, la que consideraba com o del Pleistoceno
Tem prano” . También menciona a Furlong (1925) para decir
que éste encontró una cierta relación de la fauna de Te­
quixquiac con la del Pleistoceno Superior del Rancho La
Brea, en California, lo que, dice, parece probarse con las
mencionadas identificaciones del Dr. Stock.
Al estudiar un sitio de Tequixquiac, que produjo fauna
fósil y artefactos, establece una secuencia estratigráfica, se­
gún la cual, el horizonte fosilífero corresponde a la Forma­
ción Becerra Superior. Acepta que, por la estratigrafía, los
hallazgos pueden ser algo anteriores al Hombre deTepexpan.
Com o se ve, la antigüedad mayor de los materiales de
Tequixquiac, está apoyada en aparentes trabajos paleon­
tológicos y estratigráficos; pero no es así, pues en las fechas
de los primeros (Freudenberg, 1922; Furlong, 1925) no se
conocía la estratigrafía de esta región y los fósiles encontra­
dos no permiten decir más que se trata de una fauna del
Pleistoceno Superior. El aserto de que la antigüedad sería
350 José Luis Lorenzo

GEOLOGIA DE LA REGION DE TE Q U IXQ U IA C


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BOCAS VOLCANICAS Y SEDIMENTARIAS

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Sobre la fauna pleistocénica 351

ligeramente mayor que la de otros yacimientos, se ha emi­


tido sin aportar pruebas de ello. Desde luego, aun en el su­
puesto de que sea ligeramente m ayor que el llamado Hombre
de Tepexpan, francamente, no es mucho.
Algunos años después, Hibbard (1953), en una nota muy
breve inform ó sobre la fauna que entonces estudiaba, pro­
veniente de Tequixquiac, la cual, si se compara con la de los
grandes llanos de los Estados Unidos, indica una antigüe­
dad Sangam on-W isconsin; pero, dijo él mismo, la validez de
esta com paración, está por comprobarse en las latitudes de
México.
Poco después del mismo autor (Hibbard, 1955) publica el tra­
bajo completo y aquí elabora más el punto de la antigüedad de
la fauna de Tequixquiac. Cita a Furlong (1925:138-41) según
el cual en Tequixquiac hay dos faunas pleistocénicas: la de
los depósitos brechoides de grietas de la cantera de cali­
za entre el pueblo de Tequixquiad y las estación del fe­
rrocarril de vía angosta de El Tajo, que compara con la del
Rancho La Brea, y la fauna asociada a la Formación Bece­
rra Superior. Examina después la antigüedad que diversos
autores han atribuido a ésta y piensa que la consideran de­
m asiado tardía. Para él —declara— la fauna de la Forma­
ción Becerra Superior del área de Tequixquiac representa la
fase final del contacto Sangamon-W isconsin, o sea que cree
que los valles en los que se depositó la Becerra Superior
se desarrollaron en el tiempo Sangamon, el relleno de los
mismos es Wisconsin y la erosión que ha puesto en eviden­
cia ese relleno, es del Reciente.
Hay, además, un trabajo sobre avifauna de Howard (1969),
en el cual, com o Tequixquiac es uno de los tres sitios de donde
proviene la fauna que analiza, menciona a Hibbard (op. cit.)
para decir que éste ofrece, com o origen de la fauna, la For­
mación Becerra Superior, pero que los materiales pueden
representar dos fases de la misma: los provenientes de las
grietas de la caliza algo más antiguos, y los de los sedimen­
tos horizontales de fuera de las grietas, más recientes. Pu­
diera ser que la solución del problema radique en esto, pues
existe una confusión entre la región de Tequixquiac y Te­
quixquiac mismo, y ello se debe a que se ha mantenido el
error de generalizar el nombre para toda un área aunque lo
es sólo de un lugar específico. Efectivamente, bajoel nombre
de Tequixquiac se incluyen materiales que provienen de esta
352 José Luis Lorenzo

barranca, de la de Acatlán, de la de Ametlac hasta del corte


artificial del desagüe. Por otro lado, los fósiles hallados en
las grietas de las calizas El Doctor, formación cretácica del
Albiano-Cenom aniano (Segerstrom, 1962: 99-101), pueden
ser del afloramiento que se encuentra siete kilómetros al
oeste-noroeste del pueblo de Tequixquiac, e inclusive del que
hay junto a Apaxco, ocho kilómetros al norte del primer
lugar mencionado.
1 )irimidas, al parecer, las complejidades geológicas, deben
mencionarse también las estrictamente prehistóricas. Si­
guiendo la pista al caso de Tequixquiac, se halla que Mal-
donado-Koerdell y Aveleyra Arroyo de Anda (1949) descri­
ben dos artefactos, uno de hueso, dudoso, y otro de sílex, una
punta, encontrados en la región de Tequixquiac. El primero
en la parte media de unos limos pardo claro o cremoso, con ­
siderados com o Becerra Superior, en la barranca de Tequix­
quiac, y el segundo en un conglom erado, en la base de la
Becerra Superior, en la barranca de Acatlán.
Aquí también se observa que, bajo el nombre genérico de
Tequixquiac, se trata, en realidad, de una región.
Aveleyra (1964) plantea el caso de Tequixquiac mediante
la presentación gráfica de una serie de artefactos, tres de
hueso y 13 de piedra, encontrados en diferentes cortes de las
barrancas de la región que se comenta, siempre en una capa
de arena y grava, también rica en material fosilifero, que
sitúa en la base de la Formación Becerra Superior. Consi­
dera que pudiera ser uno de los sitios más antiguos de los
cazadores paleoindios de América del Norte, por ciertos as­
pectos de la estratigrafía y lo relativamente primitivo de los
artefactos, junto con la carencia, entre ellos, de especializa-
ción y la ausencia de puntas de proyectil; sitúa esta posible
industria en el horizonte que se ha llamado “ pre-puntas de
proyectil” .
En primer lugar, la capa de arena y grava no es tal capa. Se
trata del relleno de cárcavas de erosión y viejos cauces de
amaros, excavados en lo que idealmente se ha llamado Becerra
Superior y, por lo tanto, los materiales que se encuentra entre
gravas y arenas son todos de acarreo y redeposición que tuvie­
ron que haber sido posteriores a la Becerra Superior. Es posi­
ble que, en muchas ocasiones, la erosión de barrancas y cárca
vas haya alcanzado la base de la formación o piso en que se
inscriben; por lo tanto, el hecho de que el relleno se alojase en
Sobre la fauna pleistocénica 353

esas partes inferiores no es otra cosa que un proceso natural.


Hay que admitir toda una serie de acontecimientos entre la
form ación de las capas de lim os pardo claro a cremoso, su
erosión y el posterior relleno de lo erosionado y no es im a­
ginable la existencia de sitios de ocupación en el relleno de
un cauce.
En segundo lugar, el prim itivism o de los objetos no es
aparente, pues entre los 13 litos presentados, hay tres raede­
ras, dos raspadores, un raspador nucleiforme, un raspador
aquillado, dos lascas con retoque en uno de los bordes, dos
lascas con retoques convexos, un fragm ento de lo que, según
el autor, podría ser un cuchillo Cody, y una punta triangular.
Los tres artefactos de hueso, siempre dudosos si no están
asociados a otros, lo que no es el caso, son atípicos y podrían
encontrarse virtualmente en cualquier contexto cultural.
Así, la antigüedad de Tequixquiac es puramente subjetiva,
ya que nunca se entendió ni la geom orfología ni la estrati­
grafía del área y sus interrelaciones y la tipología de los
artefactos hallados no es primitiva, ni mucho menos, si es
que hay un fragm ento de cuchillo Cody, que corresponde a la
Cultura Plano, de menos de 9 000 a 8 500 a.p. (Jennings, 1968),
ni tam poco corresponde a la etapa “ pre-puntas de proyectil”
pues hay una, la cual, por cierto, se parece mucho a una de las
que salieran asociadas al primer mamut de Iztapan (A ve­
leyra Arroyo de Anda y M aldonado Koerdell, 1952).
Es irrebatible, por otro lado, que los hallazgos de artefac­
tos lo fueron en gravas, relleno de cauces de arroyo, de cuya
antigüedad no se presentan pruebas de índole alguna.
En cuanto a los hallazgos fósiles de Tequixquiac, según
algunos autores, se presentan en dos conjuntos; uno de m a­
yor edad geológica que el otro; pero, según otros autores,
son todos de la misma antigüedad. En cuanto a los primeros,
los encontrados en las grietas de las calizas cercanas son de
principios del W isconsin, fines del Sangam on; respecto a los
segundos, todos los restos fósiles se alojan en capas perte­
necientes a la Formación Becerra Superior.
Ai tener en cuenta todo lo anterior, los artefactos encon­
trados lo han sido fuera de las grietas de la caliza, por lo cual
se hace inexplicable la atribución de antigüedad, pues, com o
está claro, los artefactos nada tienen que ver con esta si­
tuación, aun si se admitiera la mayor antigüedad de uno de
los conjuntos fósiles, precisamente aquel con el que jam ás se
han encontrado asociados.
354 José Luis Lorenzo

Hay, además, otros datos que hubieran debido conside­


rarse antes de atribuir tiempos tan tempranos a los restos,
anim ales o culturales, hallados en esta región.
El mapa geológico de Segerstrom (op. cit, P1 3) muestra
claramente yacim ientos fosilíferos del Pleistoceno, denota­
dos con las letras Ma que se sitúan a lo largo de la barranca
de Acatlán, en el relleno de clástico del Cuaternario (Qc) que
en esa zona sobreyacen a la Formación Tarango (Tt). Cuan­
do describe esta form ación (op. cit.: 119) expresa: " The Tajo
de N ochistongo, an open drainage cut about 8 km long and
as much as 30 or 40 m deep, exposes water laid deposits o f the
Tarango form ation, principally yellow -brow n silt; it also
exp oses three beds, each about 3 m thick, com posed o f and-
size pum ice (Fig. 15a). No beds with cobbles or boulders are
exposed, lensing is incospicous, there are no lava flows, and
the beds are horizontal and are apparently unfaulted in the
great cut.' Más adelante, al hablar de los túneles de desagüe,
refiriéndose al Nuevo, señala: The west tunnel attains a m axi­
mum depth o f 159 m, is 12 km long, and is in the Tarango for­
mation for almost its entire length, though it passes through
deposits including beds that contain andesite cobbles, that
are coarser than those exposed in the Tajo de N ochistongo."
Una cita más merece ser incluida: The Tarango formation
is found north o f the divide in Valle del Mezquital, where it
once filled a vast basin that lay at an altitude o f 1950-2000 m
above sea level.3
Todo lo anterior denota la existencia de un cuerpo lacustre

1K1 Tajo de N ochistongo, un drenaje abierto de unos 8 kilómetros de


largo y de tanto como 30 ó 40 m de profundidad, expone depósitos en
medio acuático de la formación Tarango, sobre todo limo pardo
amarillento; también expone tres capas, cada una de tres metros de
espesor, compuestas de pómez del diámetro de arenas (Fig. 15a). No
se exponen capas de guijarros o cantos rodados, no hay formacio­
nes lenticulares aparentes, no hay mantos de lava y las capas son
horizontales y en el gran corte no están afalladas (Traducción del
autor).
J El túnel oeste alcanza una orofundidad máxima de 15.9 ro.es de 12
km de largo y se encuentra en la tormación Tarango en casi el total
de su longitud, aunque pasa a través de depósitos que incluyen
capas en las qup hay guijarros de andesita, más gruesos que los
expuestos en el Tajo de Nochistongo. (Traducción del autor).
Sobre la fauna pleistocénica 355

de edad pliocénica, en parte pleistocénica inferior (la atri­


buida a la formación Tarango) al norte de la actual Cuenca
de México, pero de la cual form aba parte, al menos en cierta
región de su límite norte, puesto que subyace a los clásticos del
Cuaternario en algunas zonas.
Lo anterior, indudablemente, viene a debilitar la serie de
hallazgos fosilíferos y de artefactos, o supuestos artefactos,
puesto que en ningún caso se prestó la necesaria atención a
la geología local y se partió del supuesto de que todo era
Pleistoceno; y esto, según se ve, no es cierto.
Sin embargo, es posible que algunos de los hallazgos for­
masen parte de los aluviones cuaternarios que rellenan los
valles, barrancas y cárcavas de erosión labradas en la for­
m ación Tarango, pero entonces se trata de material de aca­
rreo cuya atribución temporal es de muy difícil determinación.
Desde luego, esto es exclusivamente para los artefactos de
carácter lítico; los de hueso, poco definidos en sus formas,
deben rechazarse pues su origen es atribuible al desgaste
natural que algunos fragmentos de hueso debieron tener al
rodar entre las arenas y las gravas de los aluviones en los
que se encontraron.
Atribuir a un conjunto fosilífero o cultural una antigüedad,
m ayor o menor que otra cualquiera, sólo es válido cuando
acom pañan los datos y estudios pertinentes, queen este caso
son los geom orfológicos y los geoestratigráficos y paleonto­
lógicos. De otra forma son hipótesis insostenibles.

B IB L IO G R A F IA
A v e l e y r a A r r o y o d e A n d a , L u is
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ceno Superior de la Cuenca de México” , Revista M exi­
cana de Estudios Antropológicos, 13(1), 3-29.

! La formación Tarango se encuentra al norte del parteaguas en el


valle del Mezquital, donde alguna vez rellenó una amplia cuenca
que queda a una altura de 1950-2000 m sobre el nivel del mar (Tra­
ducción del autor)
356 José Luis Lorenzo

D e T k k ra , H e lm u t. J a v ie r R o m e ro yT. D.
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U S Government Printing Office.
Algunos datos sobre el albarradón
de Nezahualcóyotl
Algunos datos sobre el albarradón
de Nezahualcóyotl

En la todavía bien provista M apoteca de la Sociedad Mexi­


cana de Geografía y Estadística existe un mapa titulado
Plano Topográfico del Distrito Federal, con las siguientes
marcas de registro: A 2759/1972 y 912 (72.28) S, el cual, por
ciertos datos que contiene, merece darse a conocer (ver figura 1).
De 731 mm de largo por 551 mm de ancho, está impreso en
un papel —del cual es im posible decir otra cosa, salvo que fue
cubierto con un material semejante a laca— ahora com pleta­
mente amarillo, que está pegado a lo que parece una tela
ahulada. Más informes se hubieran podido obtener median­
te análisis adecuados, que no se efectuaron. No lleva firma ni
crédito de autor, y el dato más concreto sobre su origen es que
fue hecho en la Litografía de Salazar, Calle de la Palma
Núm. 4, y que aparece com o propiedad del editor. La impre­
sión del título parece hecha mediante tipos y el resto es
grabado; no tiene marcado el norte, que se infiere corres­
ponde a la parte superior, y la escala gráfica está en varas
mexicanas, en total cinco mil, con las primeras mil fraccio­
nadas en centenas.
Está inscrito en un círculo de 20 mil varas de diámetro
(16.7 Km), centrado en un punto del Zócalo, frente a la Cate­
dral, que correspondería al centro geométrico del cuadrilá­
tero que form an hoy la calle de Guatemala al norte, la de
Seminario y el frente del Palacio N acional al este, el frente de
los edificios del Departamento del Distrito Federal al sur, y el
Monte de Piedad al oeste. La ciudad que se nos presenta
podría quedar incluida en un círculo concéntrico del ante­
rior, pero de un diámetro m áxim o de tres mil varas (2.5 km);
el total de lo representado abarca unos 220 kilómetros cua­
drados.
Este mapa debe de haberse hecho después de 1830 y antes
de 1835; no creo que sea posterior a esta última fecha, debido
a que dice “ Distrito Federal” , nombre que se atribuyó a la
ciudad de M éxico y sus alrededores en virtud del carácter
360 José Luis Lorenzo

federal de la Constitución de 1824, la cual fue derogada por la


de 1835, centralista. Q uesea posteriora 1830 se infiere de que
existe un mapa de esa fecha (Carrera Stampa, 1949: lám.
XX XV III), el cual está “ aumentado y corregido en lo más
notable por el Teniente Coronel Retirado Dn. Rafael María
C alvo” , sobre el que hiciera, según luego se dice, el también
teniente coronel y m agnífico geómetra don Diego García
Conde, en 1793. El m apa de la SMGE es algo posterior al de

F in u ra 1. P la n o publicado por la I .ilo fin ilía (le S a la zar ( Mexico,


D .F .) que quizá so im prim ió en tre 1S:!<) y HtS >.
Algunos datos sobre el albarradón de Nezahualcóyotl 361

1830, pues las diferencias consisten tan sólo en un pequeño


aumento de las casas representadas. Pero lo interesante es
precisamente la periferia de la ciudad.
Aparte de contener una serie de localizaciones de pueblos
vecinos — los cuales hoy forman parte de dicha ciudad y por
esta causa han desaparecido— , con toponimias que pueden
ser muy útiles para estudios etnohistóricos, hay algo que es
lo que específicam ente llamó mi atención. Al este y al sureste
de la ciudad, se encuentra un trazo que el dibujante rotuló
com o “ Albarradón para contener las aguas del lago” (ver
figura 2). En el plano, el extremo norte del abarradón se sitúa
en el lado derecho (o sur) del canal que se llamaba de San Lá­
zaro, unas 2 100 varas (aproximadam ente 1 750 m) al oeste
del Peñón de los Baños. Con rumbo general SE, corta una
serie de canales, de aquellos que salían de la ciudad rumbo al
este para desaguar en el lago de Texcoco; pasa luego por
debajo del cam ino a Veracruz, un poco adelante del rancho
de Santa Cruz, del que tomó una parte de su nombre la actual
colonia urbana de Santa Cruz-Aviación, y sigue con el m is­
mo rumbo general para ser atravesado por el río de la M ag­
dalena. Después es cruzado por más canales, los que drenaban
las partes sur y sureste de la ciudad y sus pueblos inmediatos,
hasta que, al llegar al canal que venía del rancho de Palo
Gacho, toma un rumbo decidido hacia el sureste. Todo el
transcurso desde el cruce con el cam ino a Veracruz es si­
nuoso y atraviesa zonas pantanosas.
Este “ Albarradón para contener las aguas del lago” hace
pensar inmediatamente en el que fuera conocido com o A lba­
rradón de Nezahualcóyotl, obra mayor que se hiciera hacia
1450, a raíz de las fuertes inundaciones que habían afectado
a México-Tenochtitlan unos cuatro o cinco años antes. Este
albarradón, al que el cotejo de diversos cronistas permite
atribuir una longitud de unos 22 km (cuatro leguas), una
altura de casi cuatro m (dos estados) y una anchura de cerca
de 6.7 m (cuatro brazas), se construyó con una palizada de
troncos (o dos palizadas paralelas, el punto no está claro)
hincados y con fajinas entretejidas, que se reforzó con pie­
dras y tierra, siendo protegidos sus taludes exteriores con
céspedes. En esta obra colaboraron muchos pueblos ribere­
ños, aportando cada cual los materiales de que disponía. Se
dice que fue hecho durante el reinado de Moctezuma Ilhui-
cam ina, por Nezahualcóyotl, pero también hay indicios de
362 José
362 José Luis
Luis Lorenzo
Lorenzo

l 1i.:ur;1 ~ l'.1r11• d l 11l.11111d • l.1 l1a.:111.1 l , dundt'-.1°n · 1·l ll'il /."tl1•


1111 ", ilh.1rr.11l1111 p.1r.i 1·1111l1·1wr l;u• ;¡¡.:ua.., ilel l.1µ u"
Algunos datos sobre el albarradón de Nezahualcóyotl 363

que se hizo otro albarradón durante el reinado de Ahuízotl,


por Nezahualpilli, pegado a la zona urbana de Tenochti-
tlan—Tlatelolco, que podría ser el que más tarde se conoció
com o Albarradón de San Esteban (Santiesteban en las fuen­
tes) en la parte sur, y de San Lázaro en la parte oriental.
Sin dilucidar aquí y ahora lo mucho que habría que decir
sobre este tema, sí conviene recordar que todos los planos y
mapas a los que se ha incorporado el Albarradón de Neza­
hualcóyotl lo han trazado com o una línea recta, que va desde
las inm ediaciones de Iztapalapa, entre esta población y San­
ta Cruz Meyehualco, al oeste del Peñón Viejo, hasta por
Atzacoalco, al pie de la sierra de Guadalupe, en el lugar que
algunas fuentes llaman Coyonacazo.
Mal se lleva este simplismo con el albarradón que clara­
mente se representa en el plano atribuido a Alonso de Santa
Cruz, en el que se ve un trazo sinuoso, sin lugar a dudas
ajustado al trayecto real, normado por el apoyo que durante
la construcción se debió de buscar en los puntos menos pro­
fundos.
De acuerdo con lo expuesto, es muy probable que este
albarradón del plano que se comenta sea el de Nezahual­
cóyotl, y las dudas que todavía existían desaparecieron
cuando, en la Mapoteca de la Dirección de Monumentos
Históricos del Instituto Nacional de Antropología e Historia,
encontré una copia de otro mapa (calca de un original que no
se ha localizado) (ver figura 3), de 52 cm de largo por 39 cm de
ancho. Se trata de una vista de ojos para un deslinde de
propiedades, hecha por Ildefonso de Iniestra Vejarano el 21
de enero de 1762, según nos dice el texto, en la cual al descri­
bir los puntos que numera, se encuentran datos importantes.
Así, en el Núm. 3 leemos: “ Tercero Albarradón de la Genti­
lidad” , texto que en sí m ismo es bastante explícito. Podría
prestarse a alguna confusión la forma en que se indica el
origen de este albarradón, si no fuera por lo que se dice en los
puntos anteriores: “ 1) Guarda y Asequia de la Coyulla, en
donde se comenzó la vista de ojos, y Albarradón de Sn Lázaro,
que es el primero. 2) Segundo Albarradón” . Hay que admitir,
por lo tanto, que el tercer albarradón es prehispánico y,
además, que por su posición no puede ser otro que el de
Nezahualcóyotl.
Ya con los anteriores datos hay elementos bastantes para
trazar, con verosimilitud, una parte sustantiva del Albarra-
364 José Luis Lorenzo
Algunos datos sobre el albarradón de Nezahualcóyotl 365

dón de Nezahualcóyotl, la cual puede aumentarse con otro


dato, aunque este último es algo discutible. Mateos Higuera
(1934) describe el hallazgo de una estacada, unos 177 m al
este del Gran Canal del Desagüe, “ sobre el kilómetro 10 y
fracción ” , que fuera encontrada al abrir un camino (ver
figura 4). Se trataba de una treintena de troncos de árbol,
hincados a lo largo de una línea SO NE. En una longitud de
unos tres metros se localizaron 24 troncos, de los que no se
dan medidas, y había además material arqueológico asocia­
do, entre el cual lo más conspicuo fue una figurilla de barro,
que representaba a Chalchiuhtlicue, y dos cuentas de piedra
verde, pulida, junto con algunos fragmentos de sahumado­
res y de vasijas de cerámica, todo ello del tipo Azteca II
(según la clasificación de la época), salvo un sólo fragmento
del tipo IV. La asociación hizo pensar que se trataba de un
adoratorio de Chalchiuhtlicue destruido cuando la Conquis­
ta. En la parte final del texto se amplían algunos detalles
sobre la cerámica encontrada y resulta que, además de lo
dicho, aparecieron unos cuantos cajetes, chicos, y algunas
otras piezas, señalándose que, en realidad, están representa­
das virtualmente todas las fases características de la cerá­
mica azteca.
Este hallazgo, dada la posición de las estacas y su situa­
ción dentro del lago de Texcoco, podría representar parte del
Albarradón de Nezahualcóyotl, más que el basamento de un
templo a Chalchiuhtlicue, pues, a pesar de que se excavó una
área de 150 m-, los troncos hincados se presentaron más o
menos en línea y no form ando un rectángulo o parte de él,
com o era de esperarse si se hubiera tratado de un basamento
de construcción.
La presencia de cerámica se explica por ser ésta un com ­
ponente del relleno de tierra que se tuvo que llevar para el
albarradón, en el cual no es ilógico que hubiera fragmentos de
cerámica; y las piezas más o menos completas (la figurilla
parece haber sido parte de un objeto mayor) bien pudieran
ser elementos de una ofrenda a la obra misma.
Hay, sin embargo, un problema, y es la posición de la
estacada en el lago, puesto que se halla alejada de la línea
que llevaría hasta Atzacoalco, aunque también hay que reco­
nocer que esta localización nunca ha sido bien precisada.
Con los datos anteriores, se estudió la zona en la que
estaba el albarrdón sobre un plano de la ciudad actual (ver
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Figura 4. Estacada y su posición respecto a la orilla del lago


(M ateos Higuera, 194.'}) hallada al abrir un cam ino.
Algunos datos sobre el albarradón de Nezahualcóyotl 367

figura 5) y sobre fotos aéreas de la misma, obtenidas en 1959


por la Com pañía Mexicana de Aerofoto, S.A. (ver figura 6),
estas últimas para ver si todavía, en aquellas fechas, se
podían percibir huellas del albarradón en las zonas por las
que pasaba, puesto que ahora tales sitios se hallan casi total­
mente cubiertos de construcciones. La observación este­
reoscópica de las fotos correspondientes no ofreció indicio
alguno, por lo cual se recorrieron las partes aún no cubiertas
por construcciones, pero sin resultados positivos.
En las figuras 4 y 5 se ha trazado el curso del albarradón,
368 José Luis Lorenzo

de acuerdo con los planos de 1830-35 y 1762, tomando en


cuenta los puntos de referencia que se han podido identificar,
tales com o el Peñón de los Baños, intersecciones de caminos,
canales y ríos y la disposición geográfica general.
El hecho de que ya no existan restos aparentes no tiene
nada de extraño, pues Alvarado Tezozóm oc (1944), escribien­
do a fines del siglo XVI, decía: “ ...y esta cerca tiene de largo
com o cuatro leguas, y era de dos estados de altura, lo que
ahora no está, porque con los tiempos ha disminuido, que no
hay más de sóla piedra derramada” (op. cit.; 38). Sobre este
m ism o tema conviene mencionar algunas reflexiones de
Gardiner (1956: 165) quien se muestra sorprendido de que los
m exicanos, en 1521, no hayan aprovechado la gran oportu­
nidad que suponía la presencia del Albarradón de Nezahual­
c ó y o tl para d ific u lta r la a cció n de los b e rg a n tin e s e,
in clu s iv e , a n u lar su a ctiv id a d . D ice que no es p osib le
calcular hasta qué punto el albarradón se conservaba en
buenas condiciones 70 años después de su construcción, pero
pudo haber sido arreglado para la ocasión, haciendo más
angostos los pasos —compuertas para impedir el paso de los
bergantines, o rellenándolos con cascajo; o bien, se pudieron
haber clavado estacas hasta casi la superficie, de tal forma que
allí hubieran encallado los bergantines. También se habrían
podido efectuar m aniobras com binadas con canoas y con
gente de a pie sobre el mismo albarradón. Cree Gardiner
que los aztecas perdieron una m agnifica oportunidad.
Ahora bien, si tomamos en cuenta que a raíz de la inunda­
ción que se atribuye al derrame inusitado de los m anantia­
les de Acuecuéxcatl, hacia 1470, en tiempos de Ahuízotl,
Nezahualpilli había dirigido la construcción de otro albarra­
dón, inmediato a la ciudad, es lógico suponer que el de
Nezahualcóyotl no se mantuviera ya por conservar el otro,
más reducido en longitud, de atención más directa, más
reciente y, lo que es más importante, capaz de cumplir la
misma función. Opino que, efectivamente, el gran albarra­
dón había sido abandonado por dificultades de m anteni­
miento y que quizá hasta se había usado com o fuente de
materiales para el más tardío. Desde luego, es imposible
entender por qué en ninguna de las narraciones de cronistas
y conquistadores se m enciona el Albarradón de Nezahual­
cóyotl com o punto fuerte o línea defensiva de los mexicas;
tam poco se habla de él al mencionar las correrías de los
Algunos datos
Algunos datos sobre
sobre el
el albarradón
albarradón de
de Nezahualcóyotl
Nezahualcóyotl 369
369

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FFigura
ig u ra 66
370 José Luis Lorenzo

bergantines, y recordemos que éstos se botaron el 28 de abril


de 1521, hacia el m áxim o de la estación seca, cuando las
aguas del lado alcanzaban su nivel más bajo, y que de
inmediato se dedicaron a sondear el lago con objeto de
localizar las zonas navegables y las de bajos. En ningún
caso se m enciona haber topado con el albarradón.
Volviendo sobre la posibilidad táctica que habría ofrecido
el albarradón debe recordarse que en el Peñón de Tepepulco
(el Peñón de los Baños) se presentó batalla; luego entonces, sí
se tenía la idea de pelear en las vías de acceso a la ciudad. Es
más, en varias ocasiones los mexicas prepararon em bos­
cadas, atrayendo a los bergantines hacia zonas en las que se
habían clavado estacas, para hacerlos varar y aprovechar­
se de su inmovilidad.
Los recorridos por los lugares donde podrían encontrarse
algunas huellas de albarradón, efectuados por el pasante de
Arqueología Jesús Mora Echeverría, han sido infructuosos.
Com o dijimos, en la superficie no hay huellas aparentes, y
sólo queda la posibilidad remota de que alguna obra de
excavación por esa zona ponga a la luz restos que nos
permitan observar algunos detalles del tipo de construcción,
aunque el trazo total se nos escape. Por otro lado, cada día
adquiere más fuerza la idea de que, para el tiempo de la
Conquista, el Albarradón de Nezahualcóyotl había sido
abandonado y su función se cumplía con el de Nezahualpilli.

B ib lio g r a fía
A lvarado T ezozom oc, H ernando
1944 Crónica M exicana, Editorial Leyenda, S.A., Méxi­
co, D.F.
C arrera S ta m pa , M an uel
1949 “ Planos de la ciudad de México” , Boletín de la Socie­
dad M exicana de Geografía y Estadística 67 (2-3),
México, D.F.
G a r d in e r , C . H a r v e y
1956 N aval Pow er in the Conquest o f M exico, University
of Texas Press, Austin.
M a t e o s H ig u e r a , S a l v a d o r
1934 “ Sitio arqueológico descubierto en el lecho del lago de
Texcoco” , Boletín del M useo N acional de Arqueolo­
gía, Historia y Etnografía 6a. época 1 (1): 78-81, Mé­
xico, D.F.
La arqueología mexicana y
los arqueólogos norteamericanos
La arqueología mexicana y
los arqueólogos norteamericanos

Un ensayo sobre lo que ha significado para México la ar­


queología practicada por norteamericanos en su territorio y
lo que de ella han obtenido tanto ellos com o los mexicanos
convoca ineludiblemente a un análisis crítico de lo hecho, en
situación muy objetiva, pues se trata de un caso en el que
ambas partes han m antenido una com unidad de materiales
y problemas puesto que sus actividades se han llevado a
cabo en un mismo país.
Se han publicado algunos trabajos, no muchos, en los que
el tema central es el desarrpllo de la arqueología, sea en los
Estados Unidos o en M éxico y ya desde este plano se encuen­
tran diferencias interesantes. De la parte norteamericana la
tónica es la de explicar quiénes hicieron arqueología, cuándo
y cóm o, para establecer una periodificación sistemática pero
en la cual, lo más importante, o sea el por qué y para qué se
hizo, o se hace la arqueología, prácticamente no es tomado
en cuenta y se cae en algo que ese mismo sistema analítico
critica mucho: lo descriptivo. Por el lado m exicano hay algu­
nos artículos, cortos y menos am biciosos, en los que se acusa
un claro sentido histórico y lo que no tienen de detalle sobre
el cóm o se hizo la arqueología, está más que com pensado al
exponer el por qué y para qué se hacía.
Ahora trataré de seguir por la línea que traza la ideología
de cada tiempo, tom ando de unos trabajos y de otros en el
intento de obtener la conjugación entre el pensamiento rec­
tor y las acciones llevadas a cabo. No se intenta seguir paso a
paso todas y cada una de las expresiones de la actividad
arqueológica sino de tomar en cuenta los momentos más
relevantes, aquellos de significación por cuanto a sus resul­
tados dentro, claro está, de mi propia visión del tema, que
incluye la necesidad de iniciar todo desde su principio más
aparente, la presencia de ingleses y de españoles en lo que
llegarían a ser sus colonias.
374 José Luis Lorenzo

Entre la Conquista de M éxico y el inicio de la colonización


de lo que llegaría a ser los Estados Unidos hay casi un siglo de
diferencia, y qué siglo. En su transcurso Europa se ve conm o­
vida por la presencia de Carlos I de España y V de Alemania,
la Reforma y la Contrarreforma, Cromwell, el parlamentaris
mo inglés, la Arm ada Invencible, el Calvinismo, el fin del
Renacim iento v el principio de la Era Moderna, la aparición
del Hum anism o y la iniciación del capitalism o, en fin una
serie de acontecim ientos cruciales en la historia del mundo.
Es obvio que, desde su'origen y precisamente por la dife­
rencia temporal, unas y otras colonias tendrán que ser dis­
tintas. Españoles y portugueses manejan las colonias dentro
de un tipo de explotación que tiene más de feudal que de otra
cosa, aunque se inscriba en un sistema de monarquía abso­
luta. Ingleses y holandeses explotan sus colonias más con un
sentido capitalista y son súbditos de sistemas parlamenta­
rios. Las colonias, en el primer caso, se manejan desde la
metrópoli, a través de enviados de la corona, que llegan a
tener plenos poderes; las del segundo muy pronto instauran
un sistema interno de asam bleas representativas
En el sentido religioso, el clero español se ve obligado a
estudiar a fondo las religiones y las sociedades indígenas
com o única manera de evangelizarlas, puesto que este es uno
de los propósitos fundamentales, o al menos así se hace ver.
La tendencia misionera de las Trece Colonias es mucho más
reducida, prácticamente inexistente en lo que respecta a los
indígenas y quizá algo más marcada con los esclavos negros.
También es de mucha importancia el hecho de que la
fuerza de trabajo que los españoles encontraron en el terri­
torio del Anáhuac, a más de ser muy numerosas, estaba ya
encuadrada en un sistema social en el que el producto de su
trabajo era el sostén de todo un conjunto social no produc­
tivo, mediante una serie de prestaciones y tributos que de­
jaban al productor en un mero nivel subsistencial. Frente a
esto, a lo largo de la costa atlántica de Norteamérica, las
posibilidades de explotación de la mano de obra nativa eran
escasas.
Pero todo lo anterior, en el caso de la Nueva España, no es
más que parte de algo de mucha mayor importancia. Los
novo-hispanos no podían evitar el encuentro cotidiano con
los restos de una poderosa arquitectura anterior a su presen­
cia; no les era posible impedir el uso de productos m anufac­
La arqueología mexicana y los arqueólogos norteamericanos 375

turados de fuente totalmente indígena; ni la utilización de


cam inos y calzadas del mismo origen; ni mucho menos el
empleo de sistemas de riego y de conducción de agua potable,
a lo que se unía ineludiblemente, la presencia activa de los
indígenas los cuales, aunque diezmados, eran abundantes.
El colonizador anglosajón se apodera directa y personal­
mente de los recursos naturales de su territorio; el coloniza­
dor español se apodera de los recursos naturales mediante la
fuerza local de trabajo, además de mezclarse con las mujeres
indígenas.
Durante el siglo XVI en la Nueva España, si hay algo que
se acerque a la arqueología consiste en los permisos que
otorga la corona española para que particulares puedan
excavar en las tumbas de los caciques y guarden para la
corona un quinto del oro y joyas que se encuentren. Este siglo
y el siguiente, el XVII, son de consolidación de lo conquis­
tado, de am pliación de territorios y de mezcla racial; el mes­
tizo y el criollo com ienzan a hacer acto de presencia en la
vida pública quizá más en número que en importancia.
En lo que respecta a Norteamérica, durante el siglo XVII
se asiste a la im plantación de las colonias, a su poblamiento
y expansiones iniciales, lo que supone las primeras confron­
taciones con los indígenas. Es natural que ni en este caso ni
en el de la Nueva España se haya tomado en cuenta la nueva
corriente ideológica del positivismo puesto que la vida inte­
lectual, muy reducida en el norte y para su época bastante
rica en lo que ahora es México, no podía incorporar lo que era
substancia del pasado indígena al humanismo derivado del
Renacimiento, que había producido dilettantis y anticua­
rios, era im posible que manejase las viejas culturas del Aná-
huac con el mismo sentimiento de lo griego o lo romano; no
había relación espiritual posible, todavía.
Durante el siglo XVIII, sobre todo en su segunda mitad,
llega a Am érica la línea de pensamiento que, iniciada con
Descartes en el siglo anterior com o la Edad de la Razón,
genera la Ilustración y su movimiento paralelo, el Enciclo­
pedismo. Surge también entonces la visión roussoniana del
“ noble salvaje” en el que se concretan todos los valores de la
raza humana, destruidos por la civilización.
Estamos también en el umbral de la revolución americana y
de la francesa, ejemplos dignos de imitarse, y así lo fueron,
por las colonias españolas a través de los miembros de una
376 José Luis Lorenzo

burguesía criolla que reclamaba su lugar bajo el sol. Son


precisamente estos elementos revolucionarios de la Nueva
España los que, de una forma u otra comienzan a preocu­
parse de un pasado indígena, del que forman parte.
Existía una marcada división clasista que, pese a todo, no
se podía desprender de un pasado, de una historia común. La
forma en la que los nacidos en la Nueva España manejaron
tanto la historia de los mexicas com o la española les permi­
tió, en un mom ento dado, presentar batalla contra los exa­
bruptos de un Buffon y de un De Pauw quienes, midiendo el
mundo estrictamente con la regla de oro europea, por igno­
rancia de la realidad americana y exaltación de la propia,
niegan toda posibilidad al Nuevo Continente, tanto en lo
físico com o en lo biológico, incluyendo lo humano en esto
último.
Es indudable que fue la Ilustración la que provocó una
toma de conciencia entre los americanos, canalizada en acti­
vidades que en muchos casos tendieron a demostrar los va­
lores que existían en el Continente, pero esto, a la vez, creaba
la necesidad de conocer mejor lo que formaba parte de su
propio mundo.
Sin lugar a dudas corresponde a Thom as Jefferson la
primacía de los trabajos arqueológicos en toda América, in
elusive sus excavaciones de 1784 en Virginia pueden cali­
ficarse en la historia de la Arqueología com o las primeras
científicamente hechas. La razón que le condujo a hacerlas
fue la de adquirir conocim ientos y resolver la duda sobre la
com posición y razón de ser de los montículos artificiales.
Otros contem poráneos y coterráneos se preocuparon tam­
bién por los restos visibles en la superficie o que accidental­
mente se ponían al descubierto y, com o es natural, com enza­
ron las conjeturas acerca de su naturaleza.
Mientras tanto en la Nueva España se hacía sentir la
m ano de Carlos III, ejemplar típico del despotismo ilustrado
que, además, por haber sido rey de Ñapóles, estaba fam ilia­
rizado con lo arqueológico, por el ejemplo de Pompeva y
Herculano donde m andó hacer excavaciones. Es por ello que
se ordena al capitán Antonio del Río que haga una visita a
las ruinas de Palenque en 1786, ruinas que ya habían sido
visitadas en 1773 por fray Ramón de Ordóñez y Aguíar,
quien escribió una memoria al respecto, y en 1776 por el
alcalde de Santo Dom ingo de Palenque, don José Antonio
La arqueología mexicana y los arqueólogos norteamericanos 377

Calderón, que se hizo acompañar del arquitecto Antonio Ber-


nasconi.
Sin poder precisar la fecha, José Antonio de Alzate y R a­
mírez visitó las ruinas de X ochicalco y del Tajín, sobre las
cuales escribió en la famosa Gazeta de Literatura en 1791. Al
año siguiente, en 1792 don Antonio de León y Gama, Astró­
nomo y Físico de la Real y Pontificia Universidad de México,
publicó un amplio y documentado trabajo en el que trata de
dos m onolitos que se habían descubierto al arreglar el pavi­
mento del Zócalo de la ciudad de México, la Coatlicue y la
Piedra del Sol, a lo que unió un estudio sobre el sistema calen-
dárico de los antiguos mexicanos.
Es de interés m encionar que el virrey Bucareli, entre 1771 y
1779, ordenó que se instalase un Museo en la Universidad
para concentrar las antigüedades indígenas, sin lugar a
dudas idea em anada de Carlos III, quien ya había creado
museos en otros lugares.
La expansión norteamericana al Oeste, iniciada con el Tra­
tado de Versalles de 1783 y que culmina con el déla Mesilla o
Gadsden en 1853 generó, primero, el interés por los big mounds
que existían en la cuenca del río Ohio y cuya construcción
nadie podía atribuir a los indios de la región. Entonces se
pensó en egipcios, fenicios y hasta aztecas o incas. Sea como
fuere, esto produjo una serie de trabajos, unos de gabinete, a
base de erudición libresca e imaginación desbocada, y otros
sobre el terreno, mediante excavaciones que no eran ni más
buenas ni más malas que las que generalmente se efectua­
ban en esa época por todo el mundo. La llegada a lo que luego
se ha llam ado el Southwest, puso a los primeros explora­
dores en contacto con una serie de grupos humanos, relativa­
mente avanzados, que habitaban en pueblos com plejos y en
inmediata vecindad de otros ya en ruinas. Es cierto que ya
había un conocim iento de ellos, en base a las narraciones de
los conquistadores y frailes españoles y que no eran comple­
tamente extraños, pero ahora estaban frente a la realidad
tangible, no ante las páginas de una antigua crónica.
En los Estados Unidos existía, desde 1794, la Sociedad
Filosófica Am ericana que había demostrado su interés en lo
arqueológico mediante una circular a sus miembros fechada
en 1799 y que en 1812 se había plasmado en la form ación de
la Sociedad Am ericana de Anticuarios.
México, desde 1831 contaba con un Museo Nacional, que
378 José Luis Lorenzo

había creado Lucas Alam án y en 1833 se fundaba la Socie­


dad Mexicana de Geografía y Estadística, primero con el
nombre de Instituto N acional de Geografía y Estadística de
la República Mexicana, en la cual se presentaron numero­
sos trabajos sobre restos arqueológicos.
En 1865 el emperador Maximiliano de Habsburgo le da al
museo la Casa de la Moneda, donde permaneció hasta 1964.
Aparece la Institución Smithsoniana en 1846 y el Museo
Peabody de la Universidad de Harvard en 1866. El primer or­
ganism o crea en 1879 la Oficina de Etnología (a partir de
1894 O ficina de Etnología Americana) y el Museo Nacional
en la misma fecha.
Estos organism os son respuesta a un interés creciente en
lo propio, de lo cual no podemos descartar la figura del barón
Alejandro de Humboldt, sobre todo sus publicaciones, pues
aunque no trata con mucha amplitud el tema de las ruinas
prehispánicas, en relación con todo lo demás que en ellas
toca lo que mostró era suficiente. A partir de este momento se
inician estudios de importancia en las regiones de M éxico y
Centroamérica y en la zona andina que, por unos, se llevan a
cabo en el intento de demostrar que esas ruinas, tan m agní­
ficas, sólo podían ser los restos de civilizaciones originarias
de otros lugares: egipcios, fenicios o chinos, y por otros lo que
se intenta es demostrar que se trata de desarrollos autócto­
nos. Los primeros mantienen una visión occidentalista y los
segundos una americanista.
Es el tiempo en el que hacen acto de presencia unos seres
en los que encarna la aventura victoriana, los osados jóve­
nes cultos que recorrían el mundo en busca de sensaciones
fuertes, con un bagaje intelectual que les permitía regresara
su lugar de origen cargados de recuerdos, notas de viaje,
bocetos y piezas exóticas. De entre ellos muchos fueron si­
multáneamente diplom áticos y a veces, el diplomático, de­
bido al fam oso spleen se convertía en explorador.
El caso de Stephens es de esta índole. Es el típico represen­
tante de su tiempo, el joven culto e inquieto. Ha publicado y
con éxito, acerca de sus recorridos por Egipto y el Cercano
Oriente; tiene consigo la tradición y la práctica de los arqueó­
logos europeos que trabajan en esos lugares. Sin lugar a
dudas conoce los extraños trabajos de Waldeck y la obra de
Humboldt y, además, encuentra en Catherwood al tauma­
turgo necesario. Sus dos fam osas obras: Incidents o f Travel
La arqueología mexicana y los arqueólogos norteamericanos 379

in Central America, Chiapas and Yucatan e Incidents o f


Travel in Yucatan, aparte de su valor artístico, contienen
algo que Von Hagen ha llamado “ monroism o arqueológico”
en cuanto a que reivindica para los nuevos habitantes del
Continente Americano unos valores estéticos propios, los de
los viejos habitantes, que los sitúan en grado paralelo a los
expresados por otras civilizaciones. Se descubre, entonces, la
existencia de algo parangonable con lo egipcio, griego y
romano. América tiene, pues, personalidad propia.
Las dos obras citadas fueron publicadas, respectivamente,
en 1841 y 1843, en este último año Prescott, con su History o f
the Conquest o f M exico añadía más leña al naciente fuego
del interés por lo prehispánico. Su obra, de eminente carác­
ter histórico, tuvo tal importancia en su tiempo que los mili­
tares que llegaron a la ciudad de México en 1847 la llevaban
en su mochila.
La aportación de Bancroft en 1882, de una enorme erudi­
ción, también debe tomarse en cuenta y en sí misma es parte
de la acum ulación documental de la que la época está llena.
Pero también la época tiene un aspecto tristemente nega­
tivo; los museos. Creo que cualquier profesional de la arqueo­
logía, aunque no deje de admirar las piezas arqueológicas
que encuentra en un museo, en cualquier museo, siente pro­
fundamente el que esa pieza, esas piezas, hayan sido obtenidas
mediante el saqueo y la destrucción de evidencias, irrecupera­
bles. Pero esa era la tónica del tiempo, la obtención de
piezas con las que llenar salas y vitrinas, en una desaforada
competencia, enviando por todo el mundo expediciones que
en algunos casos tenían más de militares que de otra cosa.
En México, hubo que defender la arqueología propia del
coleccionista extranjero, tanto com o de sus nacionales.
El gobierno de M éxico tuvo que tomar posición respecto a
la arqueología, legalmente, desde 1827, con una ley que fa ­
cultaba para impedir que se sacasen restos arqueológicos del
subsuelo y otra que no permitía su salida por las fronteras.
En 1882 se legisla sobre la expropiación, por causa de utili­
dad pública, de los terrenos en los que exista uno o más
monumentos arqueológicos. En 1868 se recuerda a las autori­
dades menores que las antigüedades que se encuentran en
toda la República, si es posible, deben llevarse al Museo
Nacional y que no se permite excavar sitios con antigüedades
a quienes no estén provistos del correspondiente permiso,
380 José Luis Lorenzo

dado por el gobierno. También desde esa fecha se recuerda


que no está permitida la enajenación de predios baldíos que
tengan restos arqueológicos y que deben permanecer com o
propiedad nacional puesto que “ ...deben conservarse con
todo cuidado las ruinas monumentales que dejaron en nues­
tro suelo sus antiguos pobladores...” . En 1885 se crea el
puesto de Inspector y Conservador de Monumentos arqueo­
lógicos de la República y en 1896 se especifica claramente
que, según la ley, los monumentos arqueológicos son propie­
dad de la Nación.
Es interesante percatarse que las leyes mexicanas m an­
tuvieron el principio de la monarquía absoluta de la posesión
del suelo y del subsuelo por parte del Estado, incluyendo en
ello no sólo los productos minerales, sino también los arqueo­
lógicos, com o hemos podido ver. De aquí que, muchas veces,
nuestros colegas norteamericanos que trabajan en México,
no entiendan los principios básicos de nuestras leyes, tan
diferentes de las suyas en este aspecto. Esta legislación se
amplió en 1930, a raíz de los trabajos de Thompson en el
cenote de Chichen Itzá, se mejoró en 1934, volvió a ampliarse
en 1939 y en 1972 se promulgó otra, mucho más amplia y
rígida. Tenemos que defender nuestro patrimonio cultural.
Para ello, además de legislar, existe el com promiso de
educar a nuestro pueblo en til respeto a las reliquias de su
pasado, a la vez que se forma el personal para llevar a cabo
las investigaciones necesarias.
Desde 1558 se estableció la cátedra de lenguas indígenas
en la Real y Pontificia Universidad de México y en diferen­
tes conventos se instruía a los futuros sacerdotes y frailes en
el mismo tema.
Hay que esperar, sin embargo, hasta 1895, para que la
enseñanza no religiosa tome en sus manos algunos aspectos
de estos conocim ientos y vemos cóm o aparece entonces en el
Museo Nacional un Departamento de Antropología que, en
1907, incluye cursos de Arqueología y Etnología y en 1909
también de Antropología Física.
Desde 1904 Nicholas Murray Butler, presidente de la Co­
lumbia University había tenido la idea de organizar en Mé­
xico un centro de estudios sobre etnología y arqueología
americanas, uniendo los esfuerzos de varias universidades
norteamericanas, de algunos países europeos y del gobierno
de México. Luchó por ello hasta 1908 sin conseguir nada
La arqueología mexicana y los arqueólogos norteamericanos 381

concreto. En 1910, con m otivo de la inauguración en México


de la Escuela de Altos Estudios, de la que saliera lo mejor de
la enseñanza superior y de la investigación de la Univer­
sidad Nacional, y el que tuviera lugar también en México la
segunda parte del X VII Congreso Internacional de Ameri­
canistas, se reunieron Boas y Seler con el subsecretario de
Educación Pública, Chávez, retomaron la idea y así surgió la
Escuela Internacional de Arqueología y Etnología Ameri­
canas, la cual fue inaugurada por el presidente de la República,
general Porfirio Díaz, el 20 de enero de 1911. Los miembros-
fundadores fueron: las U niversidades de Pennsylvania,
Harvard y Columbia, la Sociedad Hispánica de América y
los gobiern os de los Estados U nidos de Norteamérica,
Prusia, Francia y México.
Boas había iniciado su actividad lectiva en México a partir
de 1910, en la Escuela de Altos Estudios. Más interesado en
los aspectos teóricos que en los prácticos, sin embargo su
estancia en M éxico le familiarizó con la situación general de
la antropología del país permitiéndole esbozar planes para
dilucidar los mayores problemas. Entre los planes mayores
estaba el referente a la arqueología de la Cuenca de México,
para cuya solución se efectuaron varios trabajos, de entre los
cuales sobresalen los de Manuel Gamio.
Manuel Gam io había seguido entre 1906 y 1908 los cursos
de arqueología, etnología y antropología que se impartían en
el Museo N acional de México. Zelia Nuttal al ver el interés y
la capacidad del joven elemento le consiguió una beca de la
Universidad de Columbia, donde estuvo de 1909 a 1911 ha­
biendo, además, participado en una expedición al Ecuador,
del Museo del Indio Americano, dirigida por Saville.
Recibió su maestría en 1911, el doctorado en 1921 y, en
1948 su alma m ater le otorgó el doctorado Honoris Causa en
letras.
A su regreso a México, en 1911, y tras varias conversaciones
con Boas, lleva a cabo una serie de excavaciones, de las
cuales la más fam osa fue la de San Miguel Am anda, pues en
ella aplica el sistema de excavación por capas métricas, pero
no unitarias sino tomando en cuenta el espesor real de los
estratos naturales así como la frecuencia de materiales cul­
turales. Estos, o más bien la cerámica, los analiza y clasifica
y los com para entre sí de acuerdo con el peso total por capa.
Tan singular y pionero trabajo fue presentado en México en
382 José Luis Lorenzo

la exhibición de 1912 de los resultados de las excavaciones


llevadas a efecto por la Escuela Internacional, bajo el patro­
cinio de la Sociedad Etnológica Americana y de la Univer­
sidad de Columbia.
Este fundamental producto de la investigación arqueoló­
gica es, sin duda, el primero en el que se conjugaron los
esfuerzos de los Estados Unidos y México, además de los de
Alemania. Conviene recordar la presencia, como asistentes a
la Escuela Internacional, los nombres de Alfred M. Tozzer, J.
Alden Mason y George Engerrand, así como el de Eduard
Seler. Sin disminuir la influencia que hayan tenido sobre
Manuel Gamio en su formación, es necesario reconocer que
la concepción del proyecto cuyos resultados se publicarían
en 1922 con el título La población del Valle de Teotihuacan es
producto integral de Gamio y del momento.
El Positivismo comtiano que com o doctrina política se
establece en México a partir de 1867, en su aplicación local,
sufrió una grave alteración, hasta el punto que, la doctrina
liberal del laissez faire, laizzez passer fue, de hecho, recha­
zada, y la libertad que en M éxico instauraron los positivistas
es la libertad que convenga a la sociedad, no al individuo. El
orden es aplicado con rigor para todos los que protesten; el
progreso, económico, es sólo para una camarilla que, en una
preceptiva darwiniana de la supervivencia del más apto,
para los grandes negocios, llega a pesar cruelmente sobre
quienes no son parte de ella, llamada por el pueblo “ los cien­
tíficos” . El país estaba en relativo auge cultural, pero a costa
del sacrificio de la mayoría. Entonces, movimientos obreros
inspirados en Proudhome, Bakunin y Marx, a los que se une
la pequeña burguesía que no participa de los beneficios que
distribuye el gobierno, encuentran el terrible aliado de la
masa campesina. Se inicia una sangrienta lucha que hace
caer a la oligarquía y, com o resultado de la com posición de
las tropas revolucionarias, el campesino, básicamente indí­
gena, deja de ser la clase explotada y queda a la altura de los
demás mexicanos. Se reivindica todo lo indígena, vivo o
muerto, pero la Revolución inconclusa, resulta favoreciendo
a una clase pequeño burguesa casi exclusivamente; sin em ­
bargo, mantiene un enorme respeto por el pasado, busca y
practica la integración con lo indígena y, quizá por un enor­
me remordimiento histórico, encuentra el chivo expiatorio
en la Colonia.
La arqueología mexicana y los arqueólogos norteamericanos 383

Manuel Gamio tiene com o ideología básica la integración


de los campesinos indígenas a la vida nacional, su dignifi­
cación, y para ello considera necesario investigar no sólo su
situación actual, sino también sus orígenes, su pasado, a lo
que une la necesidad de entender el medio ambiente físico y
biológico, en el que viven. Esta perspectiva es, en su tiempo,
única y el trabajo desarrollado en Teotihuacan quedaría por
muchos años com o ejemplo a seguir. Hasta dónde y en qué
aspectos su form ación en la Universidad de Columbia tuvo
que ver con su trayectoria es algo que está por estudiar, pero
me parece que en la universidad obtuvo los instrumentos, sin
lugar a dudas, si bien el m odo de aplicarlos fue producto de su
com prom iso con el pueblo, pues el funcionalismo boasiano
no daba pie para ello.
La figura de Gam io tiene también mucha importancia en
cuanto a organizador y administrador, pues a él se debe el
primer organism o oficial que se crea en México para la ar­
queología, la Dirección de Estudios Arqueológicos y Etnográ­
ficos, fundada en 1917, que en 1921 cambia su nombre a
Dirección de Antropología. Curiosamente este organismo
quedó en el seno de la Secretaría de Agricultura y Fomento,
de la que desaparece, en 1925, para reaparecer en el mismo
año, con el nombre de Dirección de Antropología en la Secre­
taría de Educación Pública, hasta que en 1939 con ella y
otras dependencias estatales se integra el Instituto Nacional
de Antropología e Historia todavía en existencia.
En 1937 el Instituto Politécnico Nacional fundó, dentro de
la Escuela N acional de Ciencias Biológicas, la Escuela N a­
cional de Antropología, que en 1942 se adscribió al Instituto
N acional de Antropología e Historia. Desde su primera eta­
pa la escuela contó con la colaboración del Instituto de Cien­
cias Sociales de la Universidad de California en un programa
sobre el Occidente de México, el cual se centró en el área
tarasca. Entre los primeros trabajos de esta etapa estuvieron
algunos de carácter arqueológico: más tarde, cuando el Ins­
tituto de Antropología Social, de la Institución Smithsoniana,
se unió y se convirtió en el factotum de esta colaboración,
com o era lógico el m ayor esfuerzo se dirigió a la antropología
social.
Durante los años 30 y 40 un grupo de brillantes arqueólogos
norteamericanos llevó a cabo numerosas excavaciones en
México, las cuales junto con las que los arqueólogos mexi­
384 José Luis Lorenzo

canos hacen por esas mismas fechas, sientan las bases para
establecer periodificaciones locales y regionales mediante
estratigrafías bien controladas y fechamientos por com pa­
ración y correlación, que más tarde reciben la imponderable
ayuda del C14. Con estos trabajos y las correlaciones calendá-
ricas m ayas se va estructurando un conocimiento de la ar­
queología de México.
En la zona maya se tiene la presencia de la Institución
Carnegie desde la primera mitad de los años veintes, cuyos
trabajos han sido criticados por considerarse que fueron
eminentemente descriptivos sin llegar a lo interpretativo.
Esto, que es cierto, no puede negar el valor de lo hecho y la
prueba de ello estriba en los muchos trabajos interpretativos
que han utilizado esas despreciadas m onografías; para cons­
truir una casa también hace falta quien haga los ladrillos. Si
algo negativo se le puede atribuir a las actividades de la
Carnagie en Yucatán son sus reconstrucciones arquitectó­
nicas y no porque estén mal hechas, pues se hicieron con
bastante apego a los principios internacionales de la restaura­
ción, sino debido a que crearon la imagen de la arqueología
monumentalista, tan grave en el desarrollo de nuestras in­
vestigaciones. Pero esto, en el fondo, no es culpa de la Car­
negie sino de la proliferación del turismo arqueológico, que
ha producido la arqueología turística de la que son ejemplos:
Teotihuacán, Uxmal, Cholula, Teotenango, etcétera.
Precisamente en 1940 se funda en México el Mexico City
College, en el cual y sobre todo a partir de la segunda mitad
de ese decenio, profesorado m exicano formaría un muy im ­
portante grupo de arqueólogos norteamericanos, la mayor
parte de los cuales también llevó algunos cursos en la Es­
cuela Nacional de Antropología e Historia. Por cierto es
curioso que los investigadores norteamericanos del Instituto
de Antropología Social de la Smithsoniana, la m ayor parte
de los cuales además dio clases en la Escuela N acional, no
contara entre sus filas docentes con arqueólogos. La tarea de
la formación de arqueólogos en México, nacionales o extran­
jeros, quedó en manos de mexicanos.
La arqueología, en México, funciona a través del Instituto
Nacional de Antropología e Historia, el cual por ley la tiene a
su cargo. En este encargo está también la facultad de otorgar
permisos a los arqueólogos nacionales y extranjeros para
llevar a cabo sus trabajos, mediante el establecimiento de un
La arqueología mexicana y los arqueólogos norteamericanos 385

contrato. El Instituto incluye una serie de servicios internos,


referidos a la arqueología, que a veces se hacen difíciles de
entender para los extraños. Por ejemplo, la actividad arqueo­
lógica directa queda a cargo de departamentos especializa­
dos y el museo es tan sólo un repositorio, aunque también
personal suyo haga algunos trabajos, para no perder la mano.
Tam bién, a veces, se confunde al Instituto con un organis­
mo universitario, debido a su capacidad académica y de
investigación y esto se debe a una de las diferencias fun­
damentales entre am bos países causada por la distinta m a­
nera de considerar el resto arqueológico.
Por lo tanto, las relaciones de los arqueólogos norteame­
ricanos deben estar canalizadas a través del Instituto, en
primera instancia, com o la mayoría ya sabe.
Desde su origen el Instituto Nacional de Antropología e
Historia ha podido ver los cam bios que ha sufrido la arqueo­
logía norteam ericana. De la etapa de los proveedores de
museos se pasó a la de los trabajadores independientes, en­
cuadrados en alguna universidad, con medios suficientes,
pero no exagerados, los cuales produjeron esos trabajos b á ­
sicos de que se ha llam ado Periodo Histórico Clasifícatorio
que hoy no se valoran aunque se sigan utilizando. También
de esta época son las grandes expediciones con proyectos a
largo plazo, patrocinadas por instituciones de gran solven­
cia económ ica y moral que eran las que aportaban los medios
económ icos, el personal y la metodología.
Poco a poco fueron haciendo acto de presencia aquellos que
pueden caracterizarse com o los del Holliday in M éxico. Pro­
vistos de fondos escasos, aprovechaban los meses veranie­
gos para hacer algún pequeño trabajo, en realidad excusa
para pasar las vacaciones. De estas actividades a veces se
sabía algo, mediante la presentación de un pequeño trabajo
en alguna reunión profesional, trabajo que siempre se llama
“ informe preliminar” y que la m ayor parte de las veces
queda en eso.
Con el tiempo se han ido elim inando los arqueólogos aisla­
dos que hacían trabajos serios, lo cual sentimos, y también
hemos ido elim inando a los practicantes de las vacaciones
pagadas. Ahora es frecuente encontrar proyectos mayores
que se van desarrollando a lo largo de varios años. De entre
ellos hay algunos que se caracterizan por un grave defecto: la
necesidad que tienen de obtener resultados rápidamente,
386 José Luis Lorenzo

sean los que fueren, para poder obtener medios económicos


con los que proseguir el trabajo. Por causa de la escasez de
fondos incorporan estudiantes que no sólo son mano de obra,
sino que además de pagarse su viaje y la estancia, deben
cubrir una cantidad que de hecho pasa a cubrir parte de los
gastos generales. Esto ya no se está permitiendo y no se
aceptan más las “ escuelas de cam po” .
En los últimos años se ha iniciado una variante del pro­
yecto m ayor consistente en la presentación de una funda-
mentación teórica que no es otra cosa que la com probación
de un “ apriorism o” , para lo cual se necesitan los más altos
costos y las m anipulaciones más exóticas, con lo que, en
algunos casos se alcanza a com probar lo obvio, pero eso sí,
científicamente. Es, com o todos sabemos, el producto del
razonamiento circular al que es tan afecta la que llaman
“ Nueva A rqueología” . Conviene recordar que ésta jam ás ha
podido trabajar fuera de las regiones en las que la vieja y deca­
dente arqueología no haya trabajado previamente y que todos
sus modelos se apoyan en los fundamentos asentados por
aquélla. Cuando más, han obtenido algunos refinamientos
pero debidos a una mejor instrumentación en otras palabras,
a la posesión de mejores medios. No creo en la existencia de la
Vieja ni de la Nueva Arqueología; creo, sencillamente, en la
arqueología que es producto de su tiempo, al igual de que en
cada instancia hay quien la practica diez años adelante o
diez años atrás. Sin embargo, reconozco que ha habido, hay
y habrá buena o mala arqueología.
Es indudable que en M éxico han hecho y hacen acto de
presencia muchos arqueólogos americanos, lo que sin duda
se debe a un factor económ ico, pues el desplazamiento no es
costoso y la relación monetaria es conveniente. Por lo tanto
podría pensarse que la facilidad que supone tomar el vehículo
propio y llenarlo con algo de equipo de cam pam ento y exca­
vación permite que cualquiera llegue a M éxico y haga unos
cuantos agujeros. Es cierto que ha habido algo de eso, pero
precisamente en razón de que son muchos los americanos
que trabajan en México, a la hora en que presentan sus
resultados, aunque sean preliminares, en alguna reunión
profesional, no falta quien conozca la región donde se hizo
el trabajo y por lo tanto el tipo de los materiales, o bien que se
dé cuenta de las correlaciones, cronológicas o culturales que
se hacen con algo que él conoce; entonces surgen muy buenas
La arqueología mexicana y los arqueólogos norteamericanos 387

discusiones y los aventureros prontamente son calificados.


Podem os decir que en México se ha establecido un cam po de
alta competencia profesional entre los norteamericanos y
que ahora sólo quedan los mejores, o los que se dedican a
investigaciones tan abstrusas que todavía no se sabe si lo
que hacen es bueno o malo.
Hemos aprendido de muy pocos.
En la actualidad la arqueología, a mi juicio, tanto m exica­
na com o norteamericana, está en un momento interesante
por cuanto a que busca una razón de ser. En los Estados
Unidos, tenemos los enunciados de “ cam bio” y “ sistema” , o
bien los de “ arqueología procesal” y aun los de “ arqueo­
logía social” . Para nosotros, algunos, no todos, desde el m o­
mento en el que no aceptam os que sea sostenible eso de
“ Arqueología o es Antropología o no es nada” , por mani-
queo, pensam os que la arqueología es una ciencia social,
pero que las ciencias sociales o están presididas por la His­
toria o no tienen existencia propia y esto es algo que Gordon
Childe enunció y aclaró allá por 1942.
En conclusión puede afirmarse que los arqueólogos de los
Estados Unidos practican una arqueología de carácter aca­
démico e intelectual y en nuestro caso está, además, el com ­
promiso histórico y social.
No hem os confundido la posibilidad económica con la
capacidad técnica y científica y la pirotecnia con la que se
presentan los estudios de “ sistemas y cam bios” nos deja
fríos, pues en la perspectiva en la que se manejan se aíslan de
su realidad en cuanto a que no es posible entender ni lo uno ni
lo otro sin sus respectivos antecedentes y consecuentes, o sea
una visión historicista. El hombre no puede ser sin raíz, sin
pasado. Esto, que a los dos siglos de edad, empiezan ustedes
a evaluar en forma propia, hará que un día lleguen a tener la
profundidad histórica necesaria para que entiendan mejor a
quienes, com o nosotros, tenemos un largo pasado.

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r
Agroecosistem as prehistóricos
Agroecosistem as prehistóricos

En un sem inario de análisis de los agroecosistemas de Mé­


xico, es lógico que se comience por su desarrollo prehistó­
rico, atribuyéndole un orden evolutivo que sólo puede tener
realidad si se enmarca en lo temporal.
Sin embargo, se hace muy necesario tomar en cuenta los
varios factores que inciden en lo que bien podemos llamar
historia natural y social de los agroecosistemas. En primer
lugar, al m anejar una temporalidad tan amplia com o es la
que presenta el caso (unos 10000 años) nos encontramos con
que uno de los factores de este complejo ecológico es el clima,
y el clim a ha sufrido variaciones importantes a través de
esos milenios. Además, el hecho de que en ese ecosistema
participe el hombre nos aporta un valor distinto al que podía
pensarse com o simple sistema biológico, la presencia de un
componente heterotrófico, un macro consumidor, pues esta­
mos ante un animal, pero un animal social. Esto quiere decir
que posee una capacidad única de manejar símbolos, produc­
to de su posibilidad de idear y razonar que, expresados me­
diante el lenguaje, permiten la transmisión de experiencias
acumuladas. Producto de esto es lo que en lenguaje arqueoló­
gico llam am os cultura, o civilización, términos de empleo
común pero que, en este caso, quizá conviniera significarlos
con su resultante, es decir, la capacidad colectiva de modi­
ficar el medio ambiente, de alterar instrumentalmente un
ecosistema, para implantar el propio.
Si com o es el caso tratamos de agroecosistemas, éstos por
naturaleza propia son productos del hombre, siempre y cuan­
do en el previo, en el ecosistema original, haya encontrado
los elementos básicos para utilizarlo en provecho propio.
Podríamos partir de la posibilidad vegetal. Una planta
domesticada lo ha sido mediante la intervención humana,
para lo cual debemos tomar en cuenta que las plantas silves­
394 José Luis Lorenzo

tres tienen grandes áreas de distribución, por lo que esa


dom esticación puede haber tenido lugar en cualquier punto
de ese área, dependiendo el éxito obtenido de las condicio­
nes locales propicias para que la planta silvestre prospere
com o cultivado' , más productivo que la forma original, úni­
ca manera de aceptar com o com pensación el trabajo que se le
aplica y esto no es cuestión de unas cuantas generaciones
dedicadas a ello, sino de una larga etapa hasta dom inar el
desarrollo de esa y otras plantas.
Hasta ahora las pruebas de la existencia de cultivo, inci­
piente o avanzado, sólo se han podido encontrar en lugares
muy especiales, cuevas o covachas de regiones secas, lo cual
ha producido una visión forzadamente restringida, capaz de
falsear la realidad original al centrar en unas cuantas par­
tes de México el origen de la agricultura. El indudable accidente
que significa una cueva seca en la que se haya preservado
restos de materia orgánica por varios milenios, no pue­
de excluir la existencia de otros muchos lugares en los
que no se den las condiciones de esa preservación y que
debieron estar habitados por gente del m ismo nivel cultural
que el de aquellos cuyos restos encontram os en las cuevas
secas. Tam poco es posible admitir que en todas las cuevas
secas vamos a encontrar restos fehacientes de esa época.
Y aquí entramos de lleno al enfrentamiento com o otro
factor.
Si analizam os los hallazgos arqueológicos de los tiempos
más antiguos nos encontram os con que, para el que hemos
llam ado Horizonte Arqueolítico que va de quizás hace más
de .‘30 000 años a hace 14 000 tenemos cuatro sitios probables y
dos fechados seguros, uno de estos consistentes en un sólo
artefacto y ninguno en restos orgánicos. Para el Cenolítico
inferior, de 14 a 9000 años antes del presente, hay 19, siete
fechados con seguridad y preservación tan sólo en cuatro.
Para el Cenolítico Superior, de 9 a 7000 antes del presente,
hay once, siete fechados y de ellos cuatro con preservación de
material orgánico. Finalmente en el Protoneolítico, que va
del siete al 4500, hay 18 de los cuales 10 fechados y ocho con
preservación. Por cierto uno de estos contiene materia orgá­
nica bien preservada debido a causas que no son precisa-

1 Em pleo el término “ cultivado” en vez de “ cultígeno” , etim ológicam ente


incorrecto, o el de “ cultivar” sencillamente bárbaro.
Agroecosistemas prehistóricos 395

mente las que se presentan en las cuevas secas, sino todo lo


contrario, ya que se trata de capas profundas de un sitio al
aire libre, sumamente húmedas, casi siempre por debajo del
nivel freático, en las que las condiciones químicas de re­
ducción han permitido la conservación.
Es aparente el general incremento de sitios a través del
tiempo, lo que simultáneamente nos indica una más alta
dem ografía, con lo cual se aumenta la posibilidad de infor­
m ación aparte de que en ese mismo transcurrir del tiempo los
sitios más tardíos de los mencionados y los de las etapas
posteriores, contienen materiales arqueológicos mucho más
abundantes en número y calidad lo cual permite más infe­
rencias sobre la agricultura.
Nuestro conocim iento de la agricultura en sus etapas pre-
hispánicas proviene de la arqueología y de las crónicas del
siglo XVI sobre todo. El dato arqueológico es bastante firme,
aunque sea escaso, en lo que concierne a los datos directos,
materiales; el que se ha dado en llamar etnohistórica, surgi­
do de las fuentes escritas, es mucho más rico, si bien circuns­
crito a la época del contacto y a algunos siglos hacia atrás, de
hecho inform aciones casi mitológicas cuanto más se remon­
tan en el tiempo. Las debilidades de nuestros conocimientos
son obvias y se explican con facilidad si señalamos la confu­
sión que existe desde el momento en el que se considera
arqueología la práctica de la arquitectura monumentalista y
no la obtención del dato que nos permitirá la reconstrucción
de las sociedades del pasado com o parte del proceso histórico
nacional. Con estas debilidades de información entendidas,
pasaremos a lo que tiene mucho de conjetural,
Es de suponer que las primeras plantas “ cultivadas” lo
fueron por el simple procedimiento de ayudarles en su cre­
cimiento, quizás escardando y evitando que algunos animales
se las com iesen sin llegar todavía a plantarlas. Cuando la
asociación de ideas entre planta-semilla quedó establecida,
existió la posibilidad de conservar algunas semillas, o partes
generadoras, para plantarlas en lugares semejantes a aque­
llos en los que normalmente crecían, sin mayores m odifica­
ciones.
Desde que la etapa en la que el producto se obtiene de los
gram os caídos y no recuperados o de las raíces, bulbos, rizo­
mas o tubérculos no extraídos y, por lo tanto de una rege­
neración natural, hasta la de la separación y conservación
396 José Luis Lorenzo

de esas partes para plantarlas, debe haber pasado mucho


tiempo y más aún desde que esta actividad se asentó con el
conocim iento preciso del sitio y de la estación en la que debía
hacerse.
Dijimos que los primeros campos sembrados deben haber
sido semejantes a aquéllos en los que crecían las plantas
naturalemente, sin que sea posible saber si quemaban o no
el pastizal o los matorrales asociados, aunque lo más seguro
es que, debido a la abundancia de tierra, pues la gente era
poca, no haya habido modificaciones sustanciales de los lu­
gares elegidos com o aptos para la siembra.
Desde luego, las plantas silvestres poseen un gran ámbito
en el que pueden crecer, pero los que podríamos llamar m i­
cro-condicionam ientos hacen que en unas partes se den me­
jor que en otras, por lo tanto no es aventurado suponer que
pronto se seleccionaron las zonas en las que normalmente se
reproducían mejor. Como, hasta ahora, los sitios en los que se
han encontrado restos de esta primera etapa son coinciden­
tes con regiones secas, tomando en cuenta las alteraciones
que el clima ha estado sufriendo desde el pasado, debemos
pensar que los lugares predilectos debieron ser las márgenes
de los cursos de agua, tal y com o aún hoy en día se hace en
m uchas regiones del país, en el llam ado cultivo de humedal.
El instrumental no puede haber sido otro que aquél que en
la literatura etnográfica se llama bastón plantador, palo de
más o menos metro y medio, de madera dura y de un grosor
entre los tres y cinco centímetros, algo aguzado en uno de sus
extremos; su origen está en los palos que los recolectores,
tanto hombres com o mujeres, emplearon para desenterrar
raíces, escabar en madrigueras o varear frutos. Este bastón
plantador es el que, con el tiempo se convertiría en la coa.
Si hubo o no agotamiento de los suelos al cabo de unos
cuantos años, no debe haber sido problema mayor, a causa
de la baja densidad de población ya m encionada. Tam poco
nos es posible saber si se empleaba algún tipo de abono, y
quizá no se haya hecho necesario.
Es indudable que si ya se había alcanzado el conocim iento
de los procesos del crecimiento de las plantas, lo que implica
el del tiempo requerido por el mismo, el nomadismo imperan­
te hasta esas fechas entraba en conflicto con las necesida­
des de la incipiente agricultura. Se puede preparar un terreno
sin muchas com plicaciones y sembrar en él, todo ello en muy
Agroecosistemas prehistóricos 397

pocas jornadas pues no es posible que en esta época se re­


quieran desmontes debido a que la gente disponía de todo el
terreno existente. Desde la fecha de la siembra pasa una tem­
porada hasta que la planta com ienza a brotar, más tiempo
hasta que florea y más aún hasta la madurez de los frutos.
Debemos admitir que en algunas de estas fases, quizá cuan­
do com enzaba la maduración, ciertas personas del grupo
tenían que quedarse en los cam pos sembrados para cuidar la
eminente cosecha dejando que el resto siguiera buscando la
subsistencia por diferentes lugares, quizás rotándose en la
vigilancia, pero sin lugar a dudas los que se quedaban ten­
drían que ser alim entados por los demás. Es obvio que la
agricultura obliga al sedentarismo de una parte del grupo, al
m enos estacionalmente.
Debemos pensar que, según se iban mejorando los cultivos
mediante el procedimiento de seleccionar las mejores semi­
llas a la vez que también se mejoraban las técnicas, la produc­
ción aumentaba creándose un excedente y generando la necesi­
dad de contar con procedimientos de transporte, almacena­
miento y preservación de la cosecha, todo lo cual implica la
necesidad del establecimiento fijo y la del cam bio de organi­
zación social.
Es también natural que, de acuerdo con las regiones, en
unos casos se haya tenido que cam biar el asentamiento fijo
al cabo de unos cuantos años, mientras en otras esto no era
necesario, pero sea com o fuere, tienen que haber surgido los
conceptos de propiedad territorial, por lo que contiene de
posibilidad de supervivencia, siendo muy difícil hablar de la
propiedad de los medios de producción así com o de las rela­
ciones de producción. Lo que sí se puede pensar es que comu-
nalism o o com unism o primitivo no era tan característico
com o se ha creído durante tantos años, tal com o lo demues­
tran los estudios existentes sobre la etapa anterior, la de las
sociedades pre-agrícolas, en las cuales hubo un muy bien
definido sentido de la propiedad de los medios de producción,
absoluto en cuanto al instrumental y algo menos, pero exis­
tente, en lo que respecta al territorio y sus productos.
La correlación entre mejorías tecnológicas y desarrollo
social es muy difícil de establecer para tiempos tan lejanos y
cuando mucho, se extrapolan las condiciones de tecnología y
sociedad que conocem os a través de los llamados contem po­
ráneos primitivos, en una com paración entre el dato arqueo­
398 José Luis Lorenzo

lógico y la evidencia etnográfica. Estas proposiciones, aun


cuando son muy simplistas, contienen muchas posibilidades
de error, pues el hecho m ism o de esa contemporaneidad en el
primitivismo indica que algo impidió, o estaba impidiendo,
el desarrollo normal de esa sociedad, con lo cual su ejempla-
ridad com o fósil viviente deja algo que desear.
Partiendo del principio de que una sociedad agrícola re­
quiere un asentamiento fijo, se llega al entendimiento de la
com plejidad de relaciones sociales de producción que surge
con ese hecho. De una economía de apropiación de produc­
tos naturales, en la que la unidad básica es la fam ilia nu­
clear, se ha pasado a una economía de producción de los
bienes de consum o, la cual requiere un sistema más extenso,
con autoridades reconocidas y aceptadas por las gentes que
se consideran de un mismo linaje, a la vez que se instauran
sistemas de coerción y com pensación, manejados por los
m ism os que rigen el grupo.
La agricultura, en sus inicios, no fue el principal sistema
de producción; fue una actividad secundaria respecto a la
caza y a la recolección y aun cuando la agricultura llegó a ser
la base de la alimentación, el cuadro de necesidades dieté­
ticas que los productos vegetales no completaban, tuvo que
ser cubierto con productos de cacería y recolección, activida­
des que, de hecho, requerían menor esfuerzo.
En esta fase transicional en la que lentamente se van
adquiriendo los conocim ientos necesarios para que las plan­
tas todavía en proceso de domesticación vayan siendo cada
vez más productivas y resistentes; en la que los instrumen­
tos se van especializando para tareas concretas; cuando las
observaciones del Sol y las estrellas com ienzan a tomar la
forma de calendario mediante cuyo conocim iento es posible
ritmar estacionalmente los procesos agrícolas; cuando tam­
bién se comienzan a establecer procedimientos que si bien en
su origen son de carácter fisicoquím ico terminan en ser lo
que llam am os culinaria, pues es en esta fase el momento en
el que hace su aparición la cerámica, que permite la pre-
digestión de muchos de los alimentos y abre el cam po a
incorporar otros productos y con ello la de nuevas posibilida­
des alimenticias, y es también ahora cuando empiezan a apa­
recer los primeros especialistas.
La especialización en oficios y la división social, son in­
existentes en las sociedades primitivas. La especialización,
Agroecosistemas prehistóricos 399

com o desarrollo de una capacidad personal que en algunos


individuos existe sin lugar a dudas, no es excluyente de las
dem ás actividades, que también están obligados a efectuar.
Pero son estos miembros de la sociedad, indiferenciables de
los dem ás en un sentido, los que van a establecer las prime­
ras diferencias sociales cuando, por su capacidad, que puede
haber sido heredada en el seno de la familia y trasmitida
exclusivam ente dentro de ella, se convierten en los primeros
que alcanzan la sobreproducción y con ella la acumulación.
Es posible asociar con este estadio, en su fase más avanza­
da cuando ya se llegó al establecimiento fijo de la com uni­
dad, algunas obras menores de riego tales com o hoy también
se practican. Un pequeño dique a lo ancho de un curso de
agua, construido con unos cuantos palos y ramazón entrete­
jida, céspedes, si los hay, y piedras que detengan el total de la
somera estructura puede, con poco trabajo de fabricación y
mantenimiento, desviar el agua suficiente a una pequeña
canal, bastante para regar algún banco del río, aguas aba­
jo. Este tipo de obra tiene a su favor el que, aun en aquellas
regiones en las que ese m ismo curso de a g u ., al llegar las
lluvias, o cuando hay precipitaciones fuera de lo normal
tiene fuertes riadas, ofrece tan poca resistencia que apenas
si sufre destrucción y, si la sufre, lo somero de su obra permite
su recostrucción con poco esfuerzo.
Normalmente este tipo de práctica se efectúa en cursos de
agua de poca capacidad, aunado a que no tenga el cauce muy
profundo. Quizás el ejemplo más al alcance de todos es la
serie de ellos que se encuentra a lo largo del cañón del Zopilo­
te, en el estado de Guerrero.
Otra posibilidad es la de excavar zanjas más o menos
paralelas entre sí perpendiculares a las orillas de los lagos,
pero de aquéllos que tienen variabilidad anual. El agua que
pasa a estas zanjas se saca con algún instrumento con el
que se riegan las plantas alcanzables. También se puede
vaciar dicho instrumento, en lugar de sobre las plantas más
cercanas, en un canal que reparta el agua por una zona más
extensa. Así lo hacen aun en nuestros días en Pátzcuaro, por
medio de un cucharón de madera atada a un palo de hasta
tres metros de longitud y, para proteger la erosión que provo­
caría el agua que cae del cucharón, cubren el borde de la
zanja con petates.
En los lugares de alto nivel freático pero cultivables, es
400 José Luis Lorenzo

decir, en aquéllos en los que la altura del nivel no es tan


grande com o para impedir el oxígeno en las raíces, se prac­
tica el que se ha dado en llam ar riego a brazo. En las melgas,
o amelgas, cuyo ancho siempre es menor que su longitud, se
excavan unos pozos de más o menos un metro cuadrado,
hasta alcanzar y sobrepasar ligeramente el nivel freático,
profundidad no m ayor de los tres metros. Entonces y en la
época requerida, se amarra con una reata un recipiente, de
capacidad de 10 a 15 litros y con él se saca el agua necesaria,
para regar individualmente cada planta. Es normal que en
una melga se hagan varios de estos pozos para mayor faci­
lidad del que riega. Se pueden ver en uso en algunos lugares
del valle de Oaxaca.
Tam bién es practicable la formación de terrazas, en las
laderas, aunque debemos convenir que la conquista de las
laderas por la agricultura es indudablemente un fenóm eno
que debió tener lugar cuando ya las tierras del fondo de los
valles se habían ocupado totalmente, o bien, con anteriori­
dad a este caso, cuando por la ladera corría un curso de agua
manejable.
Estas terrazas pueden ser de altura mínima o elevarse
hasta casi dos metros, dependiendo dicha altura, así com o el
espaciamiento, del ángulo de la pendiente. En la mayor
parte de los casos que conocem os no eran terrazas de riego,
sino que funcionaba para detener la m ayor cantidad de
suelo impidiendo la erosión, y reteniendo un m áxim o de
humedad al haberse provocado un mayor espesor del mis­
mo suelo, inclusive acumulando en la tierra de otros lu­
gares.
Este tipo de terrazas, la mayor parte todavía en uso es
visible por casi todo el territorio del país, junto con otras,
ahora abandonadas. En algunos casos se han encontrado
cubiertas por bosque, lo cual denota una colonización verti­
cal sólo com patible con un clim a distinto pues, com o es el
caso en el centro de México, m ayor altura significa siempre
mayores posibles heladas tanto tempranas com o tardías, lo
que reduce peligrosamente el tiempo del ciclo vegetativo
propicio para las plantas.
Está también la técnica de los camellones, principalmen­
te asociada con terrenos pantanosos y que consiste en hacer
excavaciones lineales, a veces muy largas, paralelas, y
am ontonar la tierra así extraída en promontorios en los que
Agroecosistemas prehistóricos 401

predomina la norma longitudinal. De alturas diversas su


anchura oscila entre uno y medio y dos metros y su longitud
rara vez es de más de 20 m en línea recta, aunque por lo
general son sinuosos y muy frecuentemente curvos y de
longitud total muy variable. Esta disposición permite que el
agua fluya, organizando las zanjas de tal manera que ese
flujo vaya hacia algún curso de agua que pueda drenar el
conjunto. Hasta ahora no se conocen con certeza más que un
grupo en la cabecera del río Candelaria, en el estado de
Campeche, fronterizo con Guatemala, pero deben existir
más sin lugar á dudas.
Es factible que en el apogeo de la etapa teotihuacana se
hayan practicado diversos sistemas de riego y entre ellos
quizás el que alguna vez llamé “ chinam pa seca” , practica­
ble en la zona de manantiales cercana a Teotihuacán, donde
estos originan un área cenegosa y que consiste en delimitar
melgas m ediante excavaciones lineales, de relativa profun­
didad, la suficiente para am ontonar entre las excavaciones
la tierra sacada, para plantaren ella, y dejar circular suave­
mente el agua por las zanjas, de tal manera que el agua de los
manantiales prosiga su curso humedeciendo al pasar las
melgas. Esto permite un uso extensivo del agua a la vez que
facilita el empleo posterior de los excedentes.
Un sistema bastante semejante al anterior es el de las
verdaderas chinam pas sobre las cuales tanto se ha dicho y
tan poco se ha trabajado. Aunque en algunos casos se hayan
practicado los jardines flotantes y las chinam pas a veces
aparezcan descritas específicam ente así, debemos descartar
esta idea. La parte chinampera de la Cuenca de M éxico
corresponde a las orillas de lago de Xochim ilco, en su parte
sureña, aquélla en la que los derrames de lava de la serie
Chichinautzin generaron una serie de manantiales en el
contacto de las lavas con la planicie lacustre, debido a que
los cam pos de lava reciente infiltran todas las precipitación
nes que reciben hasta que esas infiltraciones se detienen, por
lo general en el piso sobre el que corrió la lava y generan
surgencias a lo largo del frente de la misma.
El caso, muy peculiar, de las chinam pas, sólo es com pren­
sible si se tienen en cuenta una serie de factores asociados, el
primero de los cuales es el ya m encionado de su posición
dentro de la Cuenca, lo cual debió permitir un sistema inicial,
sea de cam ellones como los descritos o de zanjas desde el
402 José Luis Lorenzo

cuerpo de agua hacia la orilla, que también hemos m en­


cionado. Ahora bien, la Cuenca de México contiene varios
lagos, mejor dicho, contuvo, que de norte a sur son el de
Zumpango, el de Xaltocan, el de Texcoco-México, Xochimil-
co-Chalco.
No tom am os en cuenta el de San Cristóbal pues éste se
form ó a raíz de la construcción del bordo o calzada que iba de
San Cristóbal Ecatepec a Venta de Carpió, pasando sobre el
río que desaguaba el conjunto Zumpango-Xaltocan en T ex­
coco, precisamente por donde ahora corre, en sentido opues­
to, el Gran Canal de Desagüe.
Se hace una unidad del de Texcoco con el de México puesto
que naturalmente así era, ya que la separación fue artificial
y por la misma causa se unen Xochim ilco y Chalco, el cual
drenaba en el de M éxico-Texcoco por un curso de agua que
luego sería el canal de la Viga. Estas tres unidades mayores,
com o hemos visto, se com unicaban entre sí, pero las dos del
norte fluían hacia la central al igual que las dos del sur, y por
datos específicos de la Comisión del Desagüe, obtenidos en el
último tercio del siglo pasado, se sabe que la diferencia alti-
métrica era del orden de varios metros, no muchos, pero
suficientes para que el agua circulase con facilidad en cuan­
to sobrepasaba ciertos volúmenes.
Es necesario entender que, para el pleno desarrollo de las
chinam pas, el requisito previo fue el de establecer el sistema
de calzadas-dique mediante el cual, y a través de sus com ­
puertas, se regulaba el sistema de trasvase de excedentes de
un lago a otro. Esto era obligatorio debido a las característi­
cas clim áticas de la Cuenca, con una agrupación m asiva de
precipitación en unos cuantos meses y un largo tiempo de
sequía. La chinam pa requiere un determinado nivel de agua
en los canales que la circundan ya que la oscilación de ese
nivel no puede sobrepasar unos cuantos decímetros, pues si
se queda dem asiado bajo, la capilaridad no es suficiente
para humedecer las raíces de las plantas sembradas y si es
dem asiado alto el efecto contrario, exceso de agua, tampoco
permite el crecimiento, aparte de que se corría el riesgo de
alcanzar los extremos; una total sequía o la inundación. Po­
demos asegurar que las chinam pas no pudieron tener el
desarrollo en espacio que alcanzaron y, por lo tanto, su m á­
xim a productividad, sino hasta que se estableció a la perfec­
ción el sistema de control de agua, lo que parece haber sido
Agroecosistemas prehistóricos 403

bastante tardío, en tiempos de la absoluta hegemonía te-


nochca en la Cuenca.
Es curiosa la escasez, que no ausencia total, de presas
almacenadoras-derivadoras. En la región de Teotitlán del
Camino, frontera entre Puebla y O axaca, se ha estudiado
una presa alm acenadora derivadora, que data de hace 2500
años y que, por lo observado, debió abandonarse a causa del
azolve que sufría, producto de la erosión natural en aquel
ambiente tan seco. Hay, por la misma región, grandes sis­
temas de acequias y boca-tomas en los ríos y, si parece ser
una región única en México, ello se debe a que en ella la
observación, incluyendo las fotos aéreas, es bastante senci­
lla por lo escaso de la cubierta vegetal, lo que a su vez implica
una necesidad de aprovechar el agua hasta el extremo más
elaborado.
Aguas abajo de Tehuacán y en proximidades de Tepeaca
se encuentran galerías filtrantes, las foggaras y ganats bien
conocidas del mundo árabe. Hay pocas posibilidades de que
sean producto prehispánico y hasta ahora, todo señala un
origen colonial com o lo más seguro.
Es indudable que el conocim iento del manejo del agua
existía en la época prehispánica, pero también es verdad que
la posibilidad técnica no permitía muchas obras, pues la
escasez de instrumental metálico y el desconocim iento de la
rueda impidieron los avances lógicos, concatenados con los
conocim ientos hidráulicos existentes. La facilidad de poner
a trabajar grandes m asas humanas es innegable y bien a la
vista están las obras de carácter religioso en la que esa m ano
de obra se aplicó, así que no podemos atribuir a deficiencias
de carácter social lo precario de los sistemas hidráulicos. La
sociedad que se enfrenta a la conquista era capaz de m ovi­
lizar cientos de miles de hombres, bajo control efectivo y con
buena organización.
Sin embargo, hemos de admitir que la com posición total de
lo que ahora es México incluía no sólo las form aciones de los
m exica tonochca y purépechas, sino también las de peque­
ños reinos y cacicazgos, estos últimos todavía dentro del tipo
de com unidad aldeana e inclusive, aún los llam ados Imperio
azteca e Imperio tarasco contenían toda una gam a de sis­
temas sociales en simultaneidad. Creo que, todavía sobre­
vive esta situación y sería irreal el tratar de asimilar grupos
que todavía están en los albores de esas estructuras, a proce­
404 José Luis Lorenzo

sos que requieren un gran control social a la vez que una bien
organizada fuerza de trabajo, aunque en ciertos aspectos
participen de ellos.
El m osaico clim ático de México por sí mismo nos indica la
posible heterogeneidad agrícola a la vez que las naturales
diferencias de cultivados y técnicas posibles. Es curioso que
la actual isoyeta de 600 mm coincida con el límite norteño
de M esoamérica. pero dentro de esta superárea cultural exis­
tían notables diferencias de desarrollo social.
La mala costumbre de extrapolar en orden generalizador
la situación mexica o la maya o todo lo demás nos separa de
las realidades regionales, con sus muy importantes caracte­
rísticas.
Dentro de esa línea de singularidades es posible decir que
la práctica de alm ácigos y replantes estaba bastante exten­
dida, pero que la del uso de abonos, fundamentalmente de
origen humano, muy desarrollada para beneficiar las chi­
nampas apenas se practicaba en algunos lugares y las mismas
chinampas, elemento de orden cultural que se considera como
peculiar e indicador de lo mesoamericano, tan sólo son cono­
cidas de un lugar de esta área cultural y muy tardíamente.
Tam bién conviene señalar con claridad que la dieta pre-
hispánica era de origen recolector-cazador, y que aún entre
aquellos grupos plenamente agricultores, si se quiere, horti­
cultores, com o el caso de los chinamperos, se consumían
muchos productos provenientes de la recolección y de la
cacería y quien vaya con frecuencia a comunidades cam pe­
sinas, no necesariamente indígenas, sabrá bien de los nume­
rosos com ponentes de carácter estacional que forman parte
muy importante de la dieta. Curiosamente, este aspecto rara
vez tiene cabida en los cuadros que nos llegan de los orga­
nismos e instituciones que se han dedicado a estos estudios
los que se contentan con presentarnos unas dietas que si
fueran ciertas apenas quedarían mexicanos a estas alturas,
sin que esto signifique que exista una situación óptima en el
cam po, ni mucho menos.
Entre plantas cultivadas en México las hay que sin lugar a
dudas pueden considerarse autóctonas, aunque esta autocto­
nía es relativa, debido a que no podemos pensar que las ac­
tuales fronteras políticas eran practicadas por la vegetación
y tam poco parece muy propio m anejar conceptos hegemóni-
cos al respecto. La realidad es que, del origen de las plantas
Agroecosistemas prehistóricos 405

cultivadas, tenemos los escasos datos que provienen de la


arqueología y, en m uchos casos, la presencia de un coti­
ledón, un fragm ento de vaina o pedúnculo o de un par de
semillas son los únicos materiales disponibles.
Es indudable que determinadas plantas tienen más afini­
dad por ciertos clim as, incluyendo en estos los requisitos de
humedad, temperatura y altura sobre el nivel del mar pero, y
por esos m ism os factores, su extensión es bastante amplia,
com o ya se ha señalado.
En m uchos casos, además es sumamente difícil, por lo
escaso de la muestra o la misma particularidad de ella, decir
si se trata de una planta silvestre o cultivada. Por lo tanto
voy a dar, para cada caso, la fecha más antigua en la que se
encuentra un resto en contexto arqueológico y la fecha en la
que se juzga que otros del mismo género, o especie ya están
cultivados.
Lo más antiguo que se tienen son restos de Phaseolus cocci-
neus de hace 11 000 años, y su cultivado de apenas 2 200
Cucurbita pepo de 10 000 y de 7 000 cultivado. Setaria se
encuentra desde 9 000 y puede haber estado bajo cultivo en
8000 y con más seguridad en 5000. Zea m ays de 7000 cul­
tivado y de hecho no hay datos verídicos de su ancestrc
silvestre pues de los muy mentados granos de polen de hace
60 000 años no existe seguridad alguna de que sean de maíz,
ya que los te teosintle, en m icroscopio de barrido inclusive,
han mostrado que no son diferenciables, aparte de que los
últimos estudios genéticos están descartando el ancestro sil­
vestre perdido para afirm ar la evolución del teosintle hasta
llegar al maíz.
Por la misma razón se puede decir que hay granos de polen
de Zea seguros desde 9 500 y granos de Zea m exica desde
7 000.
El aguacate silvestre se consume hace 9 000 años, sin que
se tenga la seguridad de la fecha del cultivado, al igual que
sucede con el uso de la Lagenaria, cuyos restos más antiguos
son también de 9000. Cucurbita mixta hace acto de presencia
como silvestre, en 7 000 años y cultivada en 5 000.
Con seguridad, hace 6 000 años que se cultivaban el Phaseo­
lus acutifolius, los am arantos y el Capsicum anniium. Hace
5000 el Phaseolus vulgaris y el algodón. Estos son los datos
fidedignos de que disponemos. Ahora bien, ante la variedad
de cultivado que existen en México, de indudable origen ame­
406 José Luis I^orenzo

ricano, no hay más remedio que aceptar la parquedad de


nuestros conocim ientos en lo que respecta a la antigüedad de
su cultivo y a sus regiones de origen.
A lo anterior se une la visión parcial que significa la de los
ecosistem as de gram íneas propios de regiones semiáridas
con los que contam os, frente a la ausencia de aquéllos de los
que disponem os, los referentes al cultivo de raíces y tubércu­
los sobre todo, ecológicamente más estables por estar más
cerca de la complejidad de la vegetación natural y que por ser de
clim as húmedos no dejan rastro aparente en contexto ar­
queológico.
No creo que a nadie se le escape la imposibilidad de dis­
cernir si nuestros hallazgos son de plantas silvestres exclu­
sivamente seleccionadas para consumo a causa de su mayor
tamaño, correlacionable con un mayor poder nutritivo, com o
es el caso de la mayoría de los de origen árboreo y, muy
concretamente, la de discernir si los restos de consumo de
maguey, en forma de mezcal, se derivan de una planta silves­
tre o cultivada, pudiendo decirse lo mismo de todos los restos
de Opuntia.
Simultáneas a estas dudas se presentan otras, de carácter
distinto, com o la muy específica de la Setaria, en apariencia
empleada desde época muy temprana, con toda posibilidad
dom esticada en un tiempo y luego abandonada. Del mismo
orden es la que concierne al temprano uso del teosintle, cuyo
abandono es más explicable en función de su derivado, el
maíz y no dejemos a un lado el huautli. ampliamente consu­
mido en un tiempo, luego marginado por el maíz y finalm en­
te reducido a dulce, cada vez más escaso en las festividades
populares.
La situación respecto a los restos arqueológicos de cultiva­
dos no es sencilla de por sí y las libertades que algunos
investigadores se han tomado con estos materiales quedan
resumidas y claras ante la apariencia de restos de coyol en
contexto arqueológico con el siguiente párrafo, que traduzco
del inglés:
El coyol hoy no existe en ninguna parte de la región de Te-
huacán com o planta silvestre natural, por lo tanto en tiem
pos prehispánicos debe haber sido cultivado.
O sea, que de las diversas explicaciones posibles, se toma
sólo la conveniente, para cierta tesis.
Existe una larga lista de cultivados prehispánicos que
Agroecosistemas prehistóricos 407

cubren necesidades de diversos órdenes: alimenticios, utili­


tarios, industriales, ceremoniales o de lujo y ornamentales,
aparte de los medicinales. Muchos de ellos siguen en pleno
uso, otros tan sólo se emplean ocasionalmente y bastantes
han sido abandonados. De estos últimos es posible que algu­
nos lo hayan sido debido a su menor rendimiento, a su des­
plazamiento por alóctonas más comerciales o de producti­
vidad semejantes con menor esfuerzo y también por causas
de orden religioso.
Las experiencias agrícolas previas a la conquista están de
acuerdo con los cultivos hasta entonces existentes, la tec­
nología practicable hasta esa fecha y los sistemas socio-
políticos que predominaron en la etapa prehispánica. Desde
hace cuatro siglos y medio surgen una serie de cam bios
cualitativos y cuantitativos que sería irreal no tomar en
cuenta, siendo quizás el m ás importante el de la aparición de
un componente pecuario en la productividad, hasta entonces
ausente; la im portación de nuevos cultivados de origen eu­
ropeo, asiático, africano y de otras partes del Continente
Am ericano; el ingreso a la metalurgia siderúrgica y la apli­
cación del m ovimiento rotatorio en gran escala y, desde
luego, la presencia de nuevos sistemas socio-políticos.
Creo que en la aplicación reflexiva de las dos tradiciones
agrícolas, la prehispánica y la neo-hispana, existen grandes
posibilidades, pero podría ser tan peligroso buscar una vuel­
ta rom ántica al pasado, com o inscribirse en un idealismo
progresista de carácter mecánico. En ambos casos se estará
ignorando la realidad dialéctica del proceso.

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Sobre el Templo Mayor de
M éxico- Tenochtitlan
Sobre el Templo Mayor de
México-Tenochtitlan

Durante la noche del miércoles 22 al jueves 23 de febrero de


1978 trabajadores de la Compañía de Luz y Fuerza del Cen­
tro hacían una excavación casi en la esquina de Guatemala
con Argentina. De repente, uno de los obreros pegó con la
pala en algo duro, limpió para ver de qué se trataba y se dio
cuenta de que era una gran piedra labrada. Al día siguiente
los encargados de la excavación entraron en contacto con el
Departamento de Salvam ento Arqueológico del INAH, y en
la noche del 23 se dio com ienzo al descubrimiento de la que
pudo identificarse com o la Coyolxauhqui, diosa lunar inte­
grada a la leyenda del origen de Huitzilpochtli el dios tribal
de los mexica-tenochca, también conocidos com o aztecas.
Ya es parte de las efemérides de la ciudad todo lo que siguió
tras el inmediato asalto de la prensa y la televisión. El 6 de
marzo quedó integrada la Comisión del Proyecto Templo
Mayor, presidida por el director general del INAH, en la que
tomaban parte el coordinador de los trabajos, los jefes de los
departamentos del mismo Instituto, el Consejo de Arqueo­
logía com o supervisor de los trabajos y un representante del
Departamento del Distrito Federal.
A causa de la posible afectación de algunos de los edificios
que rodean el lugar de las ruinas, se suscitó una desabrida
polémica. Esto dio lugar a que tomara parte en el asunto el
Consejo de Monumentos Históricos, organism o del INAH,
junto con asesores externos de diversas disciplinas relacio­
nados con el tema. Este Consejo sesionó varías veces, y
aceptó en todos los casos el punto de vista de los arqueólogos,
que es muy razonable, puesto que se reducía a pedir que se
derribaran la casa No. 42 y quizá las 49 y 51 de Guatemala y
las 1 ,3 ,5 y 7 de Argentina. Quedaba pendiente solucionar lo
que se haría con la casa No. 50 de Guatemala, edificio de los
siglos XVII-XVIII, protegido por el INAH cuando se estable-
412 José Luis Lorenzo

cieron los estacionamientos de la Secretaría de Hacienda y


Crédito Público y que había quedado rodeado por ellos. El
descubrimiento del m onolito de la diosa Coyolxauhqui y de
las ofrendas asociadas generó la puesta a la luz de los restos
del desplante del Tem plo Mayor de México-Tenochtitlan,
capital del imperio de los aztecas, también llamados aztla-
neca, aztateca, mexitin y tenochca.
Coyolxauhqui tiene una extraña personalidad en el pan­
teón mexica. Nos dice el mito que una mujer, Coatlicue, que
habitaba por el rumbo de Tula en un lugar llamado Coa-
tepetl, madre de los cuatrocientos surianos y de Coyolxauh­
qui, tenía com o penitencia barrer lo que aparentemente
era un lugar sagrado, pues era una mujer muy piadosa. Un
día, cuando estaba entregada a sus tareas, encontró una bola de
plumas preciosas caída del cielo; la guardó en su seno y,
cuando ya había terminado la penitencia, la buscó sin po­
derla encontrar; en ese momento había quedado encinta, por
lo cual algunos se enojaron y lo tomaron com o deshonra.

La pirámide m ayor del Gran Templo de M éxico, con los sagra­


rios de H u ilz ilo p o c h rli y Tlaloc. Hoja m anuscrita de la colec­
ción de 1). Fern ndo A lva Ixtlixóchitl, impresa en el suplemen­
to a los trabajadores históricos del Padre Duran (Seler, 1904,
Fifí. 2).
Sobre el Templo Mayor de México-Tenochtitlan 413

Airada, Coyolxauhqui habló con sus hermanos para decir­


les que tenían que matar a la madre por la afrenta que les
había causado con su embarazo. Coatlieue se entristeció y se
asustó, pero fue reconfortada por la voz de Huitzilopoehtli,
quien crecía en su vientre. Mientras, los surianos y Coyol­
xauhqui se arm aban para la guerra, pero uno de ellos, Cua-
huitlicac, los traicionaba e iba a contarle todo a Huitzi-
lopochtli.
La leyenda cuenta cómo los surianos y Coyolxauhqui, ar­
mados de punta en blanco, se pusieron en marcha hasta
llegar a la cumbre de Coatepetl. momento en el que nace
Huitzilopoehtli y se viste de guerrero. De inmediato, otro
ayudante, Tochancalqui, prende fuego a la serpiente hecha
de teas, Xiuhcoatl. que obedecía a Huitzilopoehtli. y con ella
le cortó la cabeza a Coyolxauhqui.
La cabeza quedó en la ladera del Coatepetl y el cuerpo rodó
cuesta abajo, fragmentándose, cayendo las manos por un
lado, piernas y cuerpo por otro.
Luego Huitzilopoehtli atacó a los surianos, los acosó, los
destrozó y sólo unos pocos se salvaron huyendo rumbo al sur,
de donde toman el nombre. Se apodera del botín y se viste con
los atavíos e insignias que los derrotados habían abando­
nado, haciéndolos propios.
Huitzilopoehtli, o Mexi, parece que fue un ser real, uno de
los primeros jefes de los aztecas, posiblemente divinizado a
raíz de su victoria contra Coyolxauhqui v los “ centzon huitz-
nahuac’\ los innumerables surianos. Esto puede que sea la
m itificación de una lucha cierta entre tribus o etnias, entre
los que vienen peregrinando y los que se oponen a su paso y
son derrotados, tomando el nombre de surianos a la marcha
de los aztecas, com o por huir hacia ese rumbo una vez derro­
tados. Coyolxauhqui, según las fuentes, apenas llega a diosa
secundaria, lo cual contradice la importancia que tiene en la
representación formal. Su presencia al pie de la escalinata
que conduce a la sección de Huitzilopoehtli en la cumbre del
Templo M ayor es permanente (se sobreponen tres represen­
taciones) y puede interpretarse com o el interés de hacer clara
y visible una derrota, quizás una sumisión.
Si, com o parece, el Templo M ayor es también la represen­
tación del mítico Coatepetl. nada más natural que el cuerpo
fragm entado de la Coyolxauhqui quede a su pie, com o m onu­
mento y sím bolo de la batalla. Entonces ¿es la Coyolxauhqui
414 José Luis Lorenzo

derrotada la que da el ser al dios tribal?, ¿es el “ca v ea t” para


los demás sometidos? Puede, también, que sea ambas cosas.
Una reflexión se une a todo este problema; cotejando ver­
siones puede decirse que Huitzilopochtli no estaba solo cuan­
do destruyó a su hermana y los surianos, que también son
sus hermanos; hubo otros que tomaron parte en la guerra.
Sus nombres ¿son de grupos?, ¿son de personas nada más?,
¿acaso pertenecen a deidades amigas?
Cuando los vencedores manejan el mito y la leyenda, es
muy frecuente que se le llame historia. Todo grupo humano
que llega al poder, familia, clase, etnia o nación, arregla su
pasado convenientemente. Con los tenochcas no había ra­
zón para que fuese de otra manera, y así, una vez que se
vieron en el cam ino franco del poderío en la Cuenca de Mé­
xico y sus inmediaciones, tras enconadas luchas contra to­
dos y bastantes maniobras políticas, su tlatoani Izcoall ordenó
que se quemaran todos los códices que existían en la amox-
pialoyan de Azcapotzalco, o sea la colección de códices de
aquel lugar que hoy llamaríamos biblioteca, aduciendo que
no debían caer en manos del vulgo y correr el riesgo de ser
menospreciados. Destruidas las pruebas de sus acciones la
historia empezaba en ese momento de acuerdo con la razón
de Estado. Esta es la historia de que disponemos para los
finales de la etapa prehispánica.
La documentación que existe sobre el origen de los aztecas
data del siglo XVI, ya bajo el poderío español, y en ella se
encuentran elementos disímbolos, inclusive contradictorios.
Es necesario el cotejo de unas fuentes con otras, el análisis
historiográfico más detallado, para sacar alguna conclusión
válida.
Invirtiendo el proceso histórico, yendo hacia atrás, esto es,
partiendo desde lo más cercano y reciente hacia lo más remo­
to, resulta que desde la fundación de México-Tenochtitlan
hasta la llegada a Tula, la ruta, las fechas y los aconteci­
mientos son bastante claros. Desde Tula a Aztlán, las locali­
zaciones y los sucesos son más difíciles de situar y entender,
pero lo que es en verdad intrincado es que sucedió a los aztecas
desde su origen hasta llegar a Aztlán, lugar del que reciben el
nombre con que les conocemos.
Para Jiménez Moreno (26,27) hubo un Aztlán mítico que
localiza en la isla de Mexcaltitlán, dentro de una albufera de
la costa de Nayarit, donde todavía existe un lugar llamado
Sobre el Templo Mayor de México-Tenochtitlan 415

Aztatlán, sinónimo de Aztlán, que quiere decir lugar de las gar­


zas o de blancura. Está también lo que señala Kirchhoff (28,29),
que considera que habían salido de la mítica Aztlán, pero
parece que habían llevado anteriormente una vida nómada
durante m uchos años. La leyenda habla de Chicom oztoc(las
siete cuevas, la matriz) en Culhuacan o lugar de los colhuas
(culhuas), ya identificado cerca de Yuriria. En pocas pala­
bras y pese a muchas discusiones, el origen de los mexica-
tenochca se encuentra en el actual estado de Guanajuato, en
un cuadrángulo que puede situarse entre Salamanca, Cela-
ya, Salvatierra y Yuriria. Quizá fueron los últimos de una
serie de grupos que se desplazaron del ahora llamado Bajío
hacia el este, el sureste y el sur, por necesidades que no
sabem os si se debieron a presión dem ográfica, deterioro cli­
m ático o sobreexplotación de los cam pos, marchando en
pequeñas etapas, asentándose unos cuantos años en algu­
nos lugares para sembrar y levantar sus cosechas, y seguir
marchando. Así continuaron muchos años, y su ruta se presta
a muchas conjeturas, pero se aclara, com o se dijo, al llegar a
la zona de Jilotepec-Tula.
Penetraron los aztlanecas en la Cuenca de México (litera­
riamente llamada Valle, pero barbaridad geográfica) inician­
do un recorrido azaroso, despreciados y explotados por todos
aquéllos con quien se topan y teniéndoles que rogar para que
les permitan ocupar algún lugar donde sobrevivir, siempre
abrupto, siempre malo.
Virtualmente, todas las fuentes nos cuentan cómo, sin
duda por desesperación y una vez confirm ada su fuerza mili­
tar cuando ayudaron a A chitom etl de Culhuacan en su gue­
rra contra X ochim ilco en la que hicieron proezas, por orden
de su dios tutelar pidieron una hija al señor de Culhuacan
para casarla con su propio jefe, según dicen unos, o para
convertirla en su diosa guerrera, Yaocihuatl, según otros. La
joven fue concedida y fue sacrificada, vistiendo su piel uno
de los sacerdotes para simbolizar a la diosa.
Entonces, como dice Vaillant (50), “con una total carencia de
tacto” , invitaron a su padre para que adorase a la nueva diosa.
Comenzó la ceremonia y el padre, entre el humo del copal, no
vio al principio al sacerdote cubierto con la piel de su hija, y
comprendió lo que había sucedido sólo cuando se disipó el
humo. Organizó de inmediato a su gente y com enzó la pelea.
Los tenochcas huyeron aconsejados por Huitzilopochtli.
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figura 1 ).
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dio,.:. ISl'¡..rún 1)l'part.mnento dl• Monu1m•ntos His túricos, INAH ).
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Sobre el Templo Mayor de México-Tenochtitlan 417

Tras la fuga de Tizapan, deambularon por regiones del


lago, inhóspitas y peligrosas, hasta llegar a un sitio en la
zona poco definida de la frontera entre los dominios de los
tcpanccas de A zcapotzalco y los alcohuas de Culhuacan-
Coatlichan. Este lugar reunía los elementos de profecías de
sus sacerdotes, era el señalado por su dios tribal y guía,
Huitzilopochtli. Ahí, los atribulados tenochcas encontraron
refugio en una especie de “ tierra de nadie” , pues al parecer a
nadie le interesaba ya que tenía muy pocas posibilidades de
explotación, salvo las que se obtienen con terrible esfuerzo y
por recolección y cacería. Había, sin embargo, y formaba
parte de los elementos de la profecía, un m anantial de agua
potable que brotaba en medio del pantano y que más tarde
fue m otivo de un recinto especial, dentro del sagrado, el
Tozpalatl, de aguas m ágicas.
Ya establecidos en medio del lago, su primera tarea fue la
de construir el lugar del dios tribal: “ ...y cortando céspedes de
los más gruesos que podían de aquellos carrizales, hicieron
un asiento cuadrado junto al mismo tunal para fundamento
de la ermita, en el cual fundaron una pequeña y pobre casa a
manera de un humilladero, cubierto de paja de la que había
en la misma laguna porque no se podían extender a más,
pues estaban y edificaban en sitio ajeno, que aquel en el que
estaban caía en los términos de Azcapotzalco y los deTezcu-
co, porque allí se dividían las tierras de los unos y de los
otros” (6). Este fue el primer Templo, el de 1325.
La vida que allí llevaron es im aginable y también se puede
com probar cuando leemos “ ... y trocaban todo aquello (los
productos lacustres) por madera de morillo y tablitas, leña,
cal y piedra, y aunque la madera y piedra eran pequeñas, con
todo eso comenzaron a hacer el templo de su dios lo mejor que
pudieron, cubriéndolo de madera, poniéndolo por de fuera,
sobre las tapias de tierra, una capa de piedras pequeñas revo­
cadas con cal, y aunque chica y pobre la ermita quedó con
esto con algún lustre y algo galana; luego fueron poco a poco
haciendo plancha para el incremento y sitio de su ciudad
encima del agua, hincando muchas estacas y echando tierra
y piedras entre ellas” .
Cotejando fuentes diversas se puede colegir que en el m o­
mento del asentam iento en el islote donde el águila posada
en unas piedras, cerca de un nopal, devoraba una serpiente,
los mexica eran gobernados por un jefe civil, M exitzin, y
418 José Luis Lorenzo

por otro religioso, Tenoch, dualidad que se encuentra en


otros pueblos m esoamericanos, aunque la relación, tan di­
recta con el nombre del asentamiento, pudiera ser una parte
del mito y nada más.
Volviendo a la peregrinación de los tenochcas, que cul­
m inó en su asentam iento final, es muy dudoso que un águila
se posara sobre unas rocas en las que crecía un nopal y que
hubiera, además, una serpiente cascabel. El nopal y la culebra
(no necesariamente cascabel) tienen cierta posibilidad; las
rocas ninguna. No es posible que se hayan encontrado estas
rocas en lo que fue el asiento inicial de México-Tenochtitlan,
por la sencilla razón de que en ese punto del lago no hay la
más mínima formación rocosa, ni puede existir, com o lo
demuestra la muy adelantada geología de la Cuenca de Mé­
xico. El águila real que ahora se ha integrado al escudo
nacional, aunque no es de estas regiones del centro de Méxi­
co, pudo haber llegado; la culebra cascabel no es muy afín a
la humedad y bien puede haber sido algún otro género de
serpiente. El nopal, más ubicuo, es, sin embargo, difícil de
encontrar en medio de una zona pantanosa.
Hay una posibilidad que hasta ahora era hipotética, pero
que parece irse confirmando a medida que avanzan los traba­
jos colaterales a los de los arqueólogos en el Templo Mayor.
Los tenochcas, en su huida tras el desaguisado que com e­
tieron con la hija de Achilóme/!, el de Culhuacan. se dirigie­
ron de su asiento en el paraje de Tizapan. Culhuacan. hacia
lo que ahora se conoce com o Mexicaltzingo, pasando por
Acatzintitlan donde tuvieron que cruzar un curso de agua.
En este lugar, o en uno inmediato que llamaron Tetezinco.
hicieron un temazcal para secarse ellos y sus armas y siguie­
ron pasando por el actual Iztacalco, se adentraron más en el
agua hasta llegar a Pantitlan, y de donde prosiguieron a otro
lugar en el que dio a luz una de las mujeres, por lo cual le
llamaron Mixiuhcan. (la M agdalena Mixuca) el paridero, de
donde fueron a lo que más tarde sería San Pablo Iztepozco,
sitio en el que hicieron otro temazcal para bañar a la recién
nacida, y que tomó el nombre de Temazcal/itlan. Prosiguie­
ron su marcha por los pantanos y tulares hasta que se detu­
vieron en Tolzallan Acatzallan. esto es “ entre los tules, entre
las cañ as” ; de ahí salieron algunos a buscar tierras en las
que aposentarse. Encontram os entonces el lugar que Huit-
zilopochtli les había vaticinado.
Sobre el Templo Mayor de México-Tenochtitlan 419

La m archa de los tenochcas desde Culhuacan se dirige en


realidad al norte, aunque con una fuerte desviación hacia el
este, para Pantitlan. Varios de los sitios son fácilmente iden-
tificables pues sus nombres permanecen en uso; no costaría
trabajo encontrar los demás en las viejas documentaciones
de la ciudad de M éxico y es necesario señalar que, en todas
las narraciones, se indica que todo recorrido se hizo por
entre tulares, por zona pantanosa, pero no se habla de nin­
gún cuerpo de agua mayor, de lago. Esto debe interpretarse
atribuyendo a la época un bajo nivel del lago que puede
haber sido de carácter estacional o, más bien, de ciclo mayor.
Por lo tanto, si los tenochcas llegan a un islote en medio de la
zona pantanosa y en él encuentran rocas, nopal y culebra,
sólo puede intepretarse de la siguiente forma: en algún tiem-

0 2 4 6 i » HKs.

Plano di* los restos arquitectónicos del Tem plo M ayor en febre­
ro de 1978 (Según plano del Proyecto Tem plo M ayor).
420 José Luis Lorenzo

po anterior a la llegada de los tenochcas a ese punto hubo un


asentamiento humano, única manera de explicar las piedras
que se encontraron, ya que indudablemente éstas no pu­
dieron llegar solas, ni, insisto, el lugar, geológicamente, las
puede tener. Queda una remota posibilidad de que hayan
llegado naturalmente y ésta es que se trate de una bomba
volcánica, de grandes dimensiones, proyectada por alguno
de los muy numerosos volcanes de la Cuenca de México du­
rante una erupción; pero considerado el lugar geográfico en
el que está el sitio, una bomba volcánica de las suficientes
dimensiones para haber llegado allí significa una erupción
de carácter catastrófico que hubiera cubierto con materiales
volcánicos de gran tamaño un gran territorio, y de esto no
hay huellas. Claro está que las cosas más extrañas pueden
acontecer alguna vez, pero no es racional aceptarlas cuando
hay otra explicación, com o en este caso.
Si existió un asentamiento humano previo en un islote y
quedaron en él piedras cuya presencia no puede deberse más
que a haber sido empleadas en algún tipo de construcción, en
ese momento ya derrúida, es factible que hubiera un nopal,
pues éste en México crece en inm ediaciones de la habitación
humana, ya que en el consumo de las tunas sus semillas no
suelen ser digeridas, quedando en los excrementos, por lo que
no es difícil su siembra; a esto se une el consumo del mismo
fruto que también hacen algunos pájaros que, por las mis­
mas causas, pueden actuar com o sembradores. Si hay un
islote con piedras y nopales no es difícil que se encuentre una
culebra, aunque si ésta es cascabel plantea algunos problema,
porque sabemos que las águilas y otras aves de presa captu­
ran a las serpientes, levantan vuelo y las devoran en otro lu­
gar. El caso del águila real en el centro de México no es sencillo
de explicar dado que, en la actualidad, habita en zonas mucho
más al norte. Puede entenderse que la situación actual se
deba a una em igración forzada por la destrucción, debida al
hombre, de su habitat, pero es mucho más lógico pensar que
se trataba, entonces, de una época de mayor sequedad que la
actual y, por lo tanto, las condiciones climáticas, ambienta­
les, estarían más próximas a las que en la actualidad impe­
ran en las áreas en que viven las águilas reales.
A partir de la muerte de Nezahualcoyotl, en 1469, Tcnoch-
titlan empieza a preponderar en la Triple Alianza y lo de­
muestra cuando, en 1473, se apodera mediante cruenta gue­
Sobre el Templo Mayor de México-Tenochtitlan 421

rra de la vecina y hermana Tlatelolco. Am os y señores de


hecho, los tenochcas dom inaban el centro de México y ejer­
cían una fuerte influencia, que alcanza hasta Guatemala.
Según se deriva de distintas fuentes antiguas, el pequeño
m om oztli que sirvió de base al dios Huitzilopoehtli, allá por
1325, fue am pliándose y, con Itzeoatlcomo Huey Tlatoani, se
hizo la primera gran estructura en 1427, inicio del Templo
M ayor que hoy nos ocupa.
El primero que publicó algo sobre el lugar en el que había
estado el Templo Mayor de los tenochcas fue Cha vero (15),
quien, mediante el análisis de las fuentes antiguas, llegó a la
conclusión de que se encontraba precisamente donde las ex­
cavaciones han demostrado que estaba.
Ixis primeros trabajos relacionados con el Recinto Sagrado
y con el Tem plo Mayor son los que Batres(9) nos narra, cuan­
do en 1900, se hizo el drenaje que provocó las excavaciones
en Las Escalerillas donde se rescataron materiales de gran
interés, de lo que existe también un gran artículo de Seler (49),
con am plias y docum entadas disquisiciones interpretativas
corroborando la localización del Templo Mayor. Algunos
años después M audslay (35,36) trata el mismo tema.
La gran atarjea, m otivo de los trabajos de Batres, corre a
lo largo de la Calle de Guatemala y sus efectos también se
vieron en la parte trasera de la catedral, donde, cuando las
obras del Metro, se encontró un basamento polícromo lim ­
piamente partido en dos por la obra (38); esto facilita hacer una
trinchera profunda, utilizando la ya existente, que lleve a los
arqueólogos hasta la base de las distintas etapas arquitectó­
nicas que ahora son visibles, con la muy firme posibilidad de
hallar lo que quede de aquel primer y misérrimo mom oztli y,
por ese medio, aclarar si los tenochcas se asentaron en un
islote en el que nadie había estado, o si existió, com o hay
fuertes indicios, una ocupación anterior. Desde luego, si por
debajo de los restos arquitectónicos atribuibles a los tenoch­
cas salen más materiales que corroboren la hipótesis de una
ocupación anterior, habrá que am pliar la excavación pro­
funda para obtener los elementos de juicio necesario que
permitan especificar quiénes fueron aquellos ocupantes,
dentro de las posibilidades que arroja la arqueología.
Las obras que de una u otra manera se relacionan con el
Templo Mayor o con el Recinto Sagrado han sido numerosas,
y a las ya citadas debemos añadir las que en 1915 pusieron a
422 José Luis Lorenzo

la luz los restos de la esquina de Guatemala y Seminario que


todos hemos conocido, publicados en 1922 por Gamio; otras
excavaciones llevadas a cabo en la esquina sudoeste del
mismo crucero (14), algunas más cercanas que publicó Piña
Chan (45), y las de Angulo (5) amén de algunas otras, menores,
cu y o s re su lta d o s ob ra n en in form es a rch iv a d o s en el
INAH.
En 1960, en lo que se conocía por Museo Etnográfico, se
instaló una gran maqueta, de 25 m2, hecha con los datos
recopilados por el arquitecto Ignacio Marquina (31) en la que se
presentaba lo que debía haber sido el Recinto Sagrado,
incluyendo el Templo Mayor; la obra fue llevada a cabo por
Carmen Antúnez.
Las ruinas, com o genéricam ente se con ocían , sim ple­
mente planteaban problemas en el estado en el que se encon­
traban. Quizá por eso en 1939 se presentó un proyecto para
hacer allí un cine, dejando en el sótano los restos de las
construcciones para una visita de los interesados. Más ta rde,
en 1942, se pensó ocupar una parte con el que sería el edificio
central del INAH y en lo restante hacer un pequeño parque
señalando el lugar de la fundación de México-Tenochtitlán.
Aparte de estos usos utilitarios también se había pensado en
hacer allí excavaciones mayores y en 1967 el arqueólogo
Jorge Angulo presentó un proyecto para llevarlas a cabo,
m ismo que con algunas variantes fue sometido a las autori­
dades superiores en 1971 por el arqueólogo Jorge Gussinyer.
En febrero de 1978, el arqueólogo Eduardo Matos Mocte­
zuma fue nom brado jefe de un Proyecto que tenía como
propósito hacer un museo sobre el Templo Mayor y el Re­
cinto Sagrado; puede pensarse en algo premonitorio, pues a
los pocos días tenía lugar el hallazgo de la Coyolxauhqui y
Matos quedó como coordinador de los trabajos que prosiguieron.
Las cinco etapas constructivas del Templo M ayor que se
conocían hasta ahora corresponden, yendo de la más anti­
gua a la más reciente, la primera a Itzcoatl, alrededor de
1427; la segunda a Moctezuma Ilhuicamina, 1450; la tercera
a Axayacatl, 1470; la cuarta a T íz o c . 1485 y la quinta y última
a Ahuitzotl, 1494. Hay, para las dos últimas, alguna discre­
pancia con ciertas fuentes, pues dicen que si bien Tízoc inició
los trabajos de am pliación, terminados por Ahuitzotl. lo cual
queda corroborado en una lápida conmemorativa y en el Có­
dice Telleriano-Remensis, por lo que la última fase pertene­
Sobre el Templo Mayor de México-Tenochtitlan 423

cería a am bos en la fecha de 1494, la cuarta a Axacacatl, en


1470, la tercera a Moctezuma Ilhuicamina en 1450; la segunda
a Itzcoatl en aproximadamente 1427 y la primera no tendría
tlatoani atribuible, ni fecha, lo cual no es extraño pues entre
el m om oztli de la fundación en 1325, no localizado hasta
ahora, hasta Itzcoatl, en 1427, hay más de un siglo y es de
suponer que en este tiempo algo se debió hacer para el tem­
plo de su dios tutelar.
La duplicidad de templos, es decir, la presencia de dos ado-
ratorios en la cúspide del basamento piramidal, uno dedicado
a Huitzilopochtli, y el otro a Tlaloc, plantea un análisis
necesario, pues la igualdad de ambas deidades es, cuando
menos, intrigante. Por un lado tenemos al dios tribal, al
tutelar, guía y razón de ser, inspirador de toda la vida, in fa­
lible y pródigo, pues a él deben los aztecas todo lo que han
alcanzado, y en mucho. A su lado, en igualdad de presentación.

Po sició n del R ecin to Sa g ra d o en el plano actu al del centro de la


ciu dad de M éxico (M a rq u in a , I960. L á m . 2).
424 José Luis Lorenzo

Tlaloc. el antiguo dios que fue base y raíz del mundo teo-
tihuacano, de aquella gente que había dejado las enormes
ruinas a las que los tlatoanis mexicas iban a adorar, hacien­
do ofrendas. Pero era ésta la deidad de la subsistencia, de lo
que verdea, de lo vegetal y de las aguas, de todas las que
vienen de las nubes, las que manan de la tierra, las que bajan
de las m ontañas, los ríos y el mar. Pueblo al fin y al cabo
agricultor, los tenochcas sabían que su vida y la de todos,
también la de los que conquistaban y avasallaban o sacrifi­
caban, propiciando con ello su dominio, dependían del agua,
de las cosechas.
Huitzilopoehtli era una de las advocaciones de Tezeatli-
poca, y quizá tuvieron que asimilar a esa deidad el dios tribal
de los inicialmente paupérrimos aztecas para que ocupe un
lugar com prensible en el elaborado panteón del centro de
México, que en aquellas fechas ya tenía una edad de cuando
m enos 2000 años. Por otro lado su posición en el lado sur del
edificio, después de haber destruido a los Centzon Huitzná-
huac, los numerosos surianos, y la multitud de ofrendas que
se refieren a la zona de Balsas, nos habla de un pensamien­
to muy elaborado de asociaciones y disociaciones muy di­
fíciles de comprender.
Los pueblos mesoamericanos, entre ellos naturalmente los
mexicas, tenían la costumbre de cubrir por completo sus tem­
plos cuando los ampliaban. Las am pliaciones se atuvieron,
seguramente, a la exhibición de poder político o a la demos­
tración de fuerza basada en la mejoría económica, conse­
guida mediante la incorporación a través de las conquistas,
de más fuerza de trabajo a la que se unía un incremento en la
tributación de bienes de consum o y de ostentación. Cuando
un tlatoani disponía de ese poder, ampliaba el Templo Ma­
yor de la manera más simple desde el punto de vista cons­
tructivo, pues sencillamente recubría el existente con otro.
Es curioso, y ya es uno de los productos de las excavaciones
en proceso, ver con qué cuidado alinearon una serie de esta­
tuas al pie de la escalera, sin lugar a dudas cuando ese edificio
fue recubierto por otro; las estatuas debían ser ornamen­
to de la fachada, portaestandartes u otros elementos, y, por
pertenecer a ese conjunto, quedaron unidas a él para siem­
pre.
Las ofrendas que incorporan materiales del llamado estilo
o cultura mezcala no son nuevas en su asociación a lo mexica,
Sobre el Templo Mayor de México-Tenochtitlan 425

pues en las excavaciones de Batres de 1900 ya habían salido


en abundancia. También Angulo (5) ya había descubierto y
publicado una ofrenda del Templo Mayor con materiales de
esa cultura, aparte de las que salieron en los trabajos de
Salvamento Arqueológico, durante la construcción del Me­
tro. Con estos materiales se tiene un pequeño problema, pues
lo mezcala se había situado, sobre bases estilísticas, com o
perteneciente al Periodo Clásico, que se puede fechar entre
200 antes de nuestra era y 700 después. Ante tal situación,
nuestra perplejidad es grande y, un poco en broma, se ha
dicho que la ofrenda encontrada por Angulo era la que un
coleccionista de la época había hecho a Huiizilopochtli.
Luego, cuando otras fueron encontradas, no hubo más re­
medio que admitir que la realidad era que no sabíamos nada
de la cultura mezcala, salvo que las piezas provenían de
aquella región. Este es uno de los típicos resultados del sa­
queo arqueológico, tan intensamente favorecidos por la “ in­
teligencia” m exicana.
El tipo de ofrendas hasta ahora recuperado muestra una
clara reiteración de los elementos mezcala y de los marinos.
Hasta ahora se ha trabajado, más que nada, en la mitad sur
del gran Tem plo, en la inmediatamente relacionada con
Huitzilopochtli, con Coyolxauhqui y los Centzon Huitzaná-
huac, los num erosos surianos.
La otra mitad del Templo, la norte, es la que corresponde a
Tlaloc. que no es deidad norteña sino general. Es de suponer
que cuando se trabaje en esa zona, deben aparecer ofrendas
relacionadas con Tlaloc y su séquito de dioses y diosecillos de
las aguas y otros fenómenos relacionados con él. También
pudiera darse el caso de que la dualidad aparente Huitzilo-
pochtli-Tlaloc lo sea nada más aparente y que la zona del
Templo M ayor haya estado bajo otra advocación.
El problema arqueológico es uno, y es sencillo aun en su
magnitud, profesionalmente solucionable aunque sea difícil
hacerlo entender a quienes ya han reaccionado ante la vieja
y mantenida política que consiste en creer que la arqueo­
logía es fabricar zonas arqueológicas por pedido, en vez de
pensar que la tarea del arqueológo es la de buscar la vida de
las sociedades que nos precedieron.
Las voces que se han levantado contra las excavaciones
arqueológicas en el Templo M ayor no parecen haber tomado
en cuenta la posibilidad, única, de investigar el corazón de la
426 José Luis Lorenzo

cultura technoca, en aquello que era su razón de ser, su dios,


alrededor del cual giraban todas sus actividades.
El hecho concreto es que existen unas líneas generales ur­
banísticas, en esta parte de la ciudad, que siguen la pauta
impuesta por los grandes ejes norte-sur y este-oeste origi­
nados por las grandes calzadas que en la época prehispánica
llegaban al Recinto Sagrado, sobre las que se establecen
también los ejes m ayores de la llamada “ traza” , recinto en el
que se asientan los españoles. Por esta causa, la esquina de
Guatemala y Argentina se sobrepone casi directamente a la
planta del Tem plo M ayor en lo que era la esquina suroeste
del mismo; la fachada oeste corre paralela a la primera calle
de Argentina y la sur a la segunda de Guatemala. La norte
queda debajo de las casas 5 y 7 de Argentina y la este dentro
de los predios que eran estacionamiento de la Secretaría de
Hacienda y Crédito Público.
Desde luego se podrían encontrar muchos más restos, que
son datos e información, virtualmente debajo de todos los
edificios del primer cuadro, pero no está en la mente de los
arqueólogos mexicanos, ni mucho menos, llegar al extremo
de desmontar el centro de una ciudad viva para rescatar los
restos de la antigua.
Com o nota ampliatoria, que no al margen, la obra más
completa, a la fecha, sobre la ciudad de México-Tenochti-
tlan es la de Lom bardo de Ruiz (30) en la que se puede ver, por
la bibliografía que incorpora, la preocupación que existió desde
la conquista por la historia de la ciudad, los problemas que
planteaban y, puede decirse, por la misma personalidad que
siempre poseyó.
Bien dijo en el siglo XVII don Francisco de San Antón
Muñoz Chim alpahin Cuauhtlehuanitzin, sacerdote mestizo
de Chalco, “ ...en tanto permanezca el mundo, no se perderá
la fam a y la gloria de M éxico Tenochtitlan” .
Desde el punto de vista de la arqueología, es suficiente el
estudio de la planta del Templo Mayor, pues de hecho es lo
único que va a aparecer, ya que las partes superiores fueron
desmontadas tanto para “ destruir la casa del demonio” como
para emplear la piedra labrada en construcciones civiles y
religiosas que los españoles levantaron en la traza.
La arquitectura religiosa tenochca no era directamente
aprovechable para los españoles. Una mezquita o una sina­
goga pueden emplearse com o iglesia con un mínimo de modi-
Sobre el Templo Mayor de México-Tenochtitlan 427

ficaciones. Un cuerpo piramidal, con una pequeña habitación


en su patio superior, no da posibilidades para los requisitos
del culto cristiano. Por lo tanto, la detrucción de los templos
de los tenochcas se hizo necesaria en dos aspectos; el prime­
ro, mostrar que la fe cristiana había dominado; segundo,
construir templos cristianos sobre el basamento que quedara
al destruir los antiguos. Esto, quizá, es lo que llevó a que tanta
gente haya pensado que la Catedral de México se construyó
sobre las ruinas del Templo, pues era lógico. También debe
tenerse en cuenta que la destrucción de Tenochtitlan y Tla-
telolco había com enzado antes de la victoria final de los
españoles, ya que el avance a lo largo de las calzadas se hizo
com binando este m ovimiento con el relleno de los canales
que corrían paralelamente, para lo cual las tropas auxiliares
de los españoles, numerosísimos indígenas que “ colabora­
ron” por su odio a los opresores tenochcas, derribaron todos
los edificios que bordeaban las calzadas.
Sahagún nos informa (48) que en el recinto sagrado de Te­
nochtitlan, que tenía 200 brazas en cuadro (333 x 334 m), ha­
bía 78 edificios. Queda la duda de si todos los edificios se
encontraban dentro de ese recinto o algunos estaban fuera.
Seler (49) juzgó que lo último es verdadero. Según el mismo
autor, el manuscrito en náhuatl de la misma obra de Saha­
gún, depositado en la Biblioteca del Palacio, en Madrid, se­
ñala otra lista en la que sólo se citan 15 edificios:

a) Teucalli
b) Quauhzicalli
c) Calm ecatl
d) Yxm om oxtli
es Quaahcalli
fT Teutlachtli
g> Tzumpantli
h) Yopico Teucalli
i) Temalacatl
J) Colhuacan Teucalli
k) Ymacuil calli
1) Macuil cuetzpalli
m) Ytualli
n) Coatltenamith
ñ) Teuquiyactl ic ixcab callacouaya
428 José Luis Lorenzo

Seler también nos dice que el Templo Mayor tenía una


gran escalera al frente y otras dos más, una al sur y otra al
norte, y ninguna en su fac hada este.
Pese a todos los desm anes que se sufren en la ciudad de Mé­
xico, es irreal pensar que alguna autoridad superior ordene o
pida que se derriben edificios en un área equivalente a cinco o
25 hectáreas, para poner a la luz los restos de 15 o 78 edificios,
siendo una u otra cifra lo de menos.
Una vez acabada la investigación arqueológica, será ne­
cesario encontrar una fórmula que permita contemplar lo
encontrado sin romper la armonía de la zona, aunque hay
que confesar que esa armonía es relativa. Las posibilidades
urbanísticas, arquitectónicas y, muy importantes, técnicas,
no faltan; el problema grave es conjugar tantos puntos de
vista com o se han expresado, pues, sin lugar a dudas, todos
los m exicanos somos parte de lo que provoca esta situación.
Habrá que esperar algún tiempo para conocer los resulta­
dos de los trabajos ahora en proceso, aunque se tiene pensa­
do publicar informes parciales y documentación diversa re­
ferida al Templo Mayor.

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Este libro se terminó de imprimir
en el mes de abril de 1991
en los Talleres del INAH,
Av. Tláhuac 3428, Culhuacán, México, D. F.
La edición consta de 2000 ejemplares.
En la portada se utilizó papel couché de 139.5 kg.
y para los interiores se hizo uso de papel cultural de 37 kg.

IMPRESO Y HECHO EN M EXICO


PRIN TED AND MADE IN M EXICO
En este volumen se presenta una compila ción de
artículos de José Luis Lorenzo, éstos, entre otros
muchos, han sido publicados en su ya larga y
fructífera vida profesional, la que ha significado
un doble aporte -iniciador y renovador- para la
arqueología mexicana.
Esta antología contiene estudios pi;ehistóricos,
paleoambientales y de teoría arqueológica, aun-
que también otros que incursionan en campos de
la dimensión social de la arqueología, como en " La
Revolución Neolítica en Mesoamérica" , el cual se
enmarca en el pensamiento de Vere Gordon Childe.
Los objetivos de los artículos -que en la actuali-
dad son de dificil o imposible consulta- que inte-
gran esta selección es cubrir una amplia difusión,
aun mayor que la que tuvieron cuando aparecie-
ron ; y que su lectura dé una idea clara y precisa de
cuál ha sido, en las últimas décadas, el desarrollo
de la arqueología mexicana, en el que José Luis
Lorenzo tuvo parte importante.

INSTITUTO NACIONAL DE ANTROPOLOGIA E HISTORIA

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