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A. CÉSPEDES
Tomado de: Niños con Pataletas, Adolescentes Desafiantes, A. Céspedes
Ediciones B 2017 ( edición actualizada)
El libro en referencia tiene copy rights, de modo que estos apuntes no deben ser
difundidos sin autorización de la autora.
El castigo es una acción equivocada en todos los factores que la promueven. Y no cumple
su función, que debería ser formativa. Para colmo, fomenta, agrava y perpetúa las pataletas
y facilita el desarrollo de la obstinación y la desobediencia. Haremos una especie de
autopsia al castigo confiando en que, después de ello, muchos adultos decidan ponerle la
lápida de modo definitivo, a pesar de considerarlo extremadamente efectivo, lo cual
tampoco es real.
El castigo es una reacción, no una acción. Surge de emociones intensas que invaden
al adulto y lo motivan a actuar contra el niño. Cuando nos dejamos llevar por ciertas
emociones tendemos a reaccionar en lugar de actuar, mediante conductas automáticas y
defensivas. Nos defendemos del miedo, de la amenaza. “Si no la castigo con fuerza, esta
niña se va a desbandar en un tiempo más”, afirma un papá. “Si no lo castigo de modo
ejemplar, los hermanos menores van a seguir su ejemplo y estaremos perdidos como
padres”, afirma una mamá. “Si no lo castigo con energía, perderé mi autoridad como
profesor y los alumnos me verán como un monigote”, afirma un docente.
Para los adultos el castigo es un antídoto ante la amenaza de ver minada su autoridad
o ante el miedo a un futuro adolescente inmanejable. Las emociones que inducen al adulto
a castigar son el miedo, la ira, la frustración, el dolor frente a un niño que les defrauda,
que no es el niño que sueñan.
El castigo, como reacción automática, sigue siempre una secuencia similar y cuando
varía es una poderosa señal que indica que algo anda muy mal en ese adulto. La secuencia
comienza con levantar la voz. El segundo paso es amenazar lo que, por lo general, se
condimenta con las más variadas recriminaciones y lamentos: “Me vas a mandar al
psiquiátrico”, “qué hice mal para tener un hijo así”, “esta chiquilla debe tener herencia de
Entonces, si el castigo es el peor enemigo de la buena conducta y del buen trato, ¿por
qué ha sido tan ampliamente usado como recurso educativo en diversos lugares del
planeta y en todas las épocas? Una de las razones es porque el castigo refuerza la autoridad
en el adulto, y ejercer autoridad sobre los más jóvenes es un imperativo social que no se
pone en tela de juicio. Sin ella, se sostiene erróneamente que los más jóvenes se
desbandarían; carecerían de límites; no tendrían moral alguna; caerían más temprano que
tarde en conductas socialmente muy reprobables y, lo que es peor, no sabrían cómo
imponer obediencia a otros cuando fuesen adultos. El castigo, como expresión de
autoridad, ha sido legitimado socialmente a través de los siglos.
Todos hemos escuchado a algún padre afirmar que “después de unos correazos
‘quedó como seda’, tranquilo y sumiso”. Y la característica de estos tiempos actuales es la
falta de tiempo. Cuando los padres llegan a casa con los minutos contados para revisar
los deberes escolares, dar cena, enviar a los niños a bañarse, a lavarse los dientes, a
colocarse el pijama y a cerrar dócilmente sus ojos, cualquier desacato es considerado una
conducta desafiante y, por lo tanto, amerita un castigo.
A mayor estrés en la vida de esos adultos, mayor será la probabilidad de que salten
por encima de los dos primeros pasos en el arte de castigar –levantar la voz y amenazar–
, llegando de inmediato al tercer paso, por lo general un castigo físico, desde el tirón de
orejas al zamarreo o la palmada. Por desgracia para el niño, esos adultos no se detienen a
analizar la causa de su estrés y de la consiguiente ira y descontrol. Si lo hiciesen, se darían
cuenta que el origen está muy lejos del niño y que radica en causas acumulativas de estrés
crónico. Esos niños solo pagan el precio de malos momentos en la existencia de sus
padres. Un precio muy alto.
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