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«RETRATOS

 OCULTOS.  PSICOLOGÍA  DE  LA  INFIDELLIDAD.  TERAPIA»  


©  Inmaculada  Jauregui  Balenciaga  (2018).  Email:  inmajauregui@gmail.com  
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CAPITULO I: CONCEPTO DE INFIDELIDAD

«EL AMOR NUNCA TIENE UNA MUERTE NATURAL. MUERE DE CEGUERA, DE ERRORES Y
TRAICIONES. MUERE DE CANSANCIO, DE MARCHITAMIENTO Y DE DESLUSTRES» (ANAIS
NIN).

FIDELIDAD E INFIDELIDAD EN TIEMPOS LÍQUIDOS: ¿UNA PARADOJA?


TEORÍAS

Se trata de «una realidad innegable pero oculta» (Etxebarria, 2016, p. 119).

La infidelidad en este trabajo es concebida como una violación de un convenio


relacional, sea cual sea este. Siguiendo esta línea de pensamiento, la infidelidad se
entiende como una traición y un fraude (Pittman, 1994). La condición para definir un
acto como infidelidad reside en su ocultación, su mentira, su negación, su secreto. Así
pues la infidelidad no será estrictamente una aventura sexual, sino que engloba también
una aventura sentimental. Toda intimidad oculta, mentida, negada y secreta es
susceptible de entenderse como infidelidad: «La infidelidad implica mentir, traicionar y
dañar» (Etxebarria, 2016, p. 119). Así, pueden verse como infidelidad desde el
coqueteo oculto entre personas conocidas o compañeros y compañeras de trabajo hasta
salir con otra persona a escondidas, pasando por chatear con otras personas sin que la
pareja lo sepa. También se incluyen el mantenimiento de relaciones ambiguas con
exparejas, relaciones no compartidas, no consensuadas, no negociadas, al igual que la
pornografía. Por lo tanto, lo que define la infidelidad no es tanto la ruptura de un
convenio como la forma: unilateral, desigual, en secreto, mintiendo, ocultando,
engañando, desorientando, desinformando: «Todo esfuerzo deliberado por desorientar
a la pareja a fin de rehuir el inevitable conflicto en torno de una violación del convenio
matrimonial» (Pittman, 1994, p. 20). La cuestión sobre la definición de infidelidad y
fidelidad a las personas estudiosas de la situación les parece estar bastante clara:
«Cuando los pactos se cumplen, hay fidelidad, y cuando se incumplen de una manera
solapada, hay trampa» (Risso, 2010, p. 32).
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La infidelidad no afecta solo a la persona infiel sino al entorno social, porque en el


fondo afecta a más de una persona. Entendemos que la infidelidad —ese entramado de
engaños, mentiras y secretos— rompe el tejido social, rompe el acuerdo de fidelidad y
confianza: dos pilares básicos en las relaciones humanas en general. En particular, la
infidelidad pone en jaque la comunidad familiar, porque «ya no hay referentes
confiables» (Gutman, 2012, p. 104). Y «cuando desaparece la confianza, la violencia
entra en escena» (Byung-Chul, 2016, p. 83).

Quizás debamos entender que la infidelidad nos remite a dilemas existenciales del ser
humano como son el amor, la soledad, el vacío existencial, la finitud, la muerte, el
cambio. Y es que ya el psicoanalista Erich Fromm (2004) lo aclaró: «Cualquier teoría
del amor debe comenzar con una teoría del hombre, de la existencia humana» (ibíd., p.
18). Abordar la infidelidad significa, pues, abordar aspectos centrales de la existencia
humana como el amor, la pasión, el compromiso, la lealtad, los valores, la confianza, la
comunicación, la finitud, la muerte, la soledad, el vacío, el miedo, el cambio.

En una sociedad enferma o en crisis en la que los vínculos tienden a licuarse (Bauman,
2006), esto es, a debilitarse, hablar de fidelidad puede resultar incluso anacrónico. En
una sociedad consumista en lo que todo dura nada, la fidelidad y la noción de «para
siempre» pretenden sobrevivir. Los mitos postmodernos sobre la pareja nos siguen
envolviendo, y en el imaginario colectivo aún sigue muy presente la búsqueda de esa
pareja ideal, fiel, eterna.

Pero en nuestra sociedad aparentemente libre de ataduras en donde el divorcio es fácil


de obtener, ¿qué retiene a las personas en relaciones de larga duración, acusadas, en
muchos casos, de ser aburridas, monótonas, deficientes sexualmente, deficientes en su
comunicación, desapasionadas, vacías, inmaduras, irracionales, exigentes, dependientes,
violentas? Si elegimos «libremente» a la pareja, ¿qué retiene a la persona que comete
infidelidad? «En algún caso porque tenían miedo de perder su estabilidad económica o
a sus hijos. En la mayoría, porque no estaban tan mal. Se aburrían, por supuesto, pero
su vida era fácil dentro de la monotonía, serenamente predecible» (Etxebarria, 2016, p.
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117). Por lo general, la persona infiel suele actuar quedándose en su relación o iniciando
una nueva con la persona llamada amante, produciéndose lo que Lucía Etxebarria ha
denominado «monogamias sucesivas», es decir, nuevas y sucesivas relaciones
monógamas que sustituyen a la relación anterior, en muchos casos, sexualmente ya
desgastada. También se conoce como «efecto liana»: «se pasa de una relación a otra,
enganchando la primera con la segunda, sin pisar tierra en ningún momento»
(Etxebarria, 2016, p. 148). Rara vez se opta por quedarse sola. Y por ende, ¿qué retiene
a la persona que «tolera» la infidelidad? Por regla general —particularmente en las
relaciones de larga duración—, la persona víctima de infidelidad intenta recomponer la
relación. Rara vez opta por quedarse sola.

Lo que ambos lados muestran tener en común, lo que parece estar de fondo en la
problemática de la infidelidad, es conjurar la soledad (Fabretti, 1982). Porque la
separación parece aún más traumática que la infidelidad. «La vivencia de la
separatividad provoca angustia […]. Estar separado significa estar aislado […]. De
ahí que estar separado signifique estar desvalido» (Fromm, 2004, p. 19). Al respecto, el
relato de una persona infiel nos parece esclarecedor: «[…] no era capaz de dejar mi
matrimonio […]. Separarme para vivir solo no era inteligente, era un riesgo
cuantificado alto que no me dejaba tomar una decisión» (Jaramillo, 2014, p. 27). La
soledad es vivenciada en este contexto como «un profundo vacío» (ibíd.).

Si ambas partes de la pareja deciden permanecer juntas o la persona infiel decide


empezar con la tercera persona, es probable que esa búsqueda compulsiva de amor
responda al autoengaño necesario para evitar sentir la soledad, realizar el duelo
relacional, dificultades en el desapego, el sentimiento de fracaso, la inestabilidad
emocional, fallas en la comunicación, además de problemas psicológicos no resueltos:
«Eso me hace ver que no me puedo desapegar por completo […]. Me siento incapaz de
separarme» (ibíd.). Que la infidelidad es la respuesta externa a una crisis psicológica
interna no es nuevo, particularmente en el ámbito psicoanalítico (Houel, 1999).

Si la fidelidad es la promesa que restaura el miedo fóbico al abandono —además de


conjurar la soledad y la angustia que parece conllevar la existencia humana—, la
infidelidad nos devuelve al punto de partida, donde dejamos de afrontar la soledad y la
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ipseidad1. Quizá por ello y para evitar hacer frente a esta insoportable «levedad del ser»,
a esta angustiante soledad, tanta mentira, secretismo y ocultación. Quizás también para
evitar sentimiento de culpa, puesto que nos han educado para hacernos responsables de
los sentimientos y necesidades de los demás.

La infidelidad adquiere un tinte muy diferente cuando se desvela, cuando el secreto se


rompe. En ese momento la fantasía se desvanece; todo cae por su propio peso. El
hechizo se ha roto. Ya nada vuelve a ser igual. Lo inevitable acaba por llegar. Toca
hacer frente así, sin espejos.

¿Dónde empieza la infidelidad? El mito compartido a nivel popular dice que la


infidelidad se produce cuando se está sexualmente con otra persona, es decir, cuando
una de las partes traiciona el acuerdo mutuo y libremente consensuado de monogamia o
exclusividad sexual. No obstante, lo que en la clínica se observa es que la infidelidad
parece ser más bien la culminación de un proceso —oculto, secreto— de separación,
comenzado tiempo antes. ¿Qué proceso oculto y secreto pasa la persona infiel hasta
llegar a la infidelidad o a la ruptura por esta? La omisión de la infidelidad revela que, a
veces incluso durante años, se han ocultado malestares que han hecho que la persona
infiel se separe psicológicamente mucho antes de la aventura. Proceso oculto y secreto,
la mayor parte de veces inconsciente, porque para llegar a la infidelidad la persona en
ocasiones arrastra una crisis personal no compartida durante incluso años, mientras que
la pareja piensa que todo va bien o no tan mal, en cualquier caso. El proceso de engaño
comienza mucho antes —aunque quizás culmine con la infidelidad— con el secreto y la
ocultación de un malestar, en ocasiones psicológico, que no necesariamente tiene que
ver con la pareja. Un sufrimiento que tiene, fundamentalmente, relación con la historia
personal de la persona infiel y que lo lleva arrastrando inconscientemente durante años.
La infidelidad suele también desvelar una crisis transicional (Bolaños, 1998). Así pues
la infidelidad parece tener relación con crisis individuales, dificultades no resueltas en el
ciclo de vida de las personas (Salgado, 2003), dificultades de apego y de elaboración del
duelo que serían camufladas bajo la infidelidad y que, en no pocos casos, poco o nada
tienen que ver con la pareja: «En las infidelidades de Laura se esconden, en realidad,

                                                                                                               
1
 Término filosófico que significa sí mismo.  
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cierta falta de autoestima […] y, sobre todo, miedo al compromiso» (Sánchez, 2016, p.
129).

Parece que finalizar una relación no resulta fácil (Bolaños, 1998). Hemos esbozado
anteriormente el miedo a la soledad existencial, al vacío propio de la individualidad
moderna quizás, como un motivo de peso para mantenerse en una relación
insatisfactoria en ciertos planos. Aunque hay otras teorías.

La teoría del intercambio social de Chadwick-Jones (1976) concibe la decisión de


continuar o no, ser infiel o no, en términos de costes y beneficios. Desde esta
perspectiva, cualquier resolución de la infidelidad tiene más beneficios que costes.
Ahora bien, esto poco tiene que ver con el amor.

Según la teoría del apego (y duelo) de Bowlby (1983), la infidelidad se produciría por
una posible dificultad en la persona infiel de hacer el duelo y separarse de su pareja.
Parece tratarse de un estilo de apego ansioso evitativo propio de las personalidades
narcisistas, antisociales, obsesivas (Lorenzini y Fonagi, 2014). Estas personas inhiben
sus estados emocionales, particularmente si estos son negativos. Es decir, no
reconocerán ni su angustia ni su malestar ni mucho menos buscarán apoyo. Su estilo
evitativo inhibido provoca una disociación entre lo que viven en la relación (exterior) y
en su interior, un yo exagerado compuesto de una imagen perfecta de sí mismas
evitando toda vulnerabilidad.

¿Y qué hay de la persona víctima de infidelidad? ¿Le compensa seguir a pesar de la


aventura? En esta línea teórica del apego, la clínica muestra que, en muchos casos, las
personas que deciden permanecer en la relación y «perdonar» la infidelidad así como
personas amantes revelan un tipo de apego ansioso (Hazan y Shaver, 1987), inseguro o
dependiente, excesivamente sensibles al rechazo y a la ansiedad. Personas que quieren
que las quieran al precio de anularse. En ellas puede existir un profundo miedo al
abandono. Complacen, cuidan, (sobre) protegen, idealizan. Suele ser propio de
personalidades histriónicas y límites. El duelo y la abstinencia parecen resultar
insoportables de procesar, produciéndose posiblemente una depresión de abandono que
les podría llevar incluso al suicidio. En estas personas se revelan deficiencias en las
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habilidades sociales, sobre todo en lo que concierne a la asertividad y a la autoestima.


Tienden a establecer relaciones simbióticas o fusionales, en las que la individualidad
resulta fácilmente anulada y anulable. En estos casos se habla de personalidades
masoquistas, concepto que, desde la perspectiva psicoanalítica, no significa placer ante
el dolor sino tolerarlo en pos de algún beneficio mayor (McWilliams, 2011). En las
relaciones de este tipo de personalidades —también llamadas anaclíticas2— su
autodestructividad tiene como finalidad inconsciente mantener el apego a costa de sí
mismas, de su identidad. Son denominadas «masoquistas relacionales» (ibíd.). Tienden
a recrear en sus relaciones circunstancias —normalmente relacionadas con la
negligencia y el abandono emocional— que evocan el pasado familiar, con la finalidad
inconsciente de superarlas, produciendo paradójicamente el efecto contrario. Freud
llamó a este fenómeno compulsión a la repetición (Freud, 2001). Estas personas repiten
en sus relaciones amorosas —por el tipo de «elección hecha»— el sufrimiento padecido
en el ámbito familiar. No deja de ser una autodefensa ante la ansiedad de separación.
Apego aunque sea a través del sufrimiento. Este es el beneficio psicológico,
confirmando permanentemente esa profunda sensación de injusticia. Sacrifican su poder
—su potencial— en aras del amor. En este sentido de beneficio, la teoría del
intercambio social se corrobora.

EL FENÓMENO DE LA INFIDELIDAD

Lo llamativo del fenómeno de la infidelidad es su omnipresencia en la esfera social: las


relaciones amorosas están impregnadas por este fenómeno (García, 2016). Al parecer,
desde tiempos inmemoriales «la infidelidad es una constante en toda la historia»
(Sánchez, 2016, p. 28).

                                                                                                               
2
 «Anlehung», término que define un tipo de relación de dependencia. Fue utilizado por
Freud por primera vez en Tres ensayos sobre una teoría sexual en 1905. Ha sido
traducido como «apoyo» o «apuntalamiento».  
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En este contexto culturalmente propenso a la infidelidad las relaciones se enraízan en la


mentira, ya que en muchos casos la persona infiel no se muestra honesta ni para con su
cónyuge ni para con su amante o amantes. Dichas relaciones parecen enraizarse además
en la distancia, en la evitación, en la imposibilidad, en la frustración y en el sufrimiento.
Parece más bien un amor fragmentado, disociado. Una relación desigual en la que la
persona amante se amolda a la disponibilidad de la persona infiel; acepta el juego del
secretismo, de la ocultación, del silencio. Una relación doblemente desigual, ya que la
pareja oficial no está al corriente de la aventura y, por lo tanto, no puede decidir qué
hacer al respecto. Lo que plantea un desequilibrio de fuerzas.

Abordar la infidelidad es anclarla en un dominio históricamente construido sobre


representaciones de género desiguales (García, 2016). En un principio se pensaba que la
infidelidad era consecuencia directa de la ausencia de divorcio. Por lo tanto, el
establecimiento del divorcio, la libertad sexual asociada a la liberación de la mujer, la
flexibilización de la moral social, la banalización de la prostitución y de la pornografía, la
igualdad de derechos entre hombres y mujeres, el feminismo y la transformación
económica, sexual y amorosa de la sociedad no solo no han conseguido que este
fenómeno desparezca sino que, además, este tipo de relaciones clandestinas parecen estar
en auge, al punto de poderlas considerar —más que una anomalía fruto de una crisis
personal o existencial— como la norma. La infidelidad parece así emerger como la otra
cara de la pareja monógama: «La mentira y el adulterio forman parte del paisaje de la
pareja cerrada. La prostitución florece al mismo tiempo que se desarrolla la pareja
monógama» (Salomón, 2005, p. 176).

Este tipo de relaciones protagonizadas por la infidelidad son motivo de una demanda
terapéutica importante, además de generar toda una panoplia de malestares
psicosomáticos y de salud mental que van desde un cuadro de ansiedad aguda hasta
depresión e intentos de suicidio, pasando por bajas laborales, absentismo laboral o bajo
rendimiento laboral, entre otros cuadros sintomáticos. Dadas las consecuencias que
acarrea la infidelidad, podríamos afirmar que constituye un problema de salud pública con
un fuerte coste económico, social, laboral y afectivo. «[…] la infidelidad es altamente
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destructiva para la integridad individual y familiar. A nivel psicológico, muy pocos


eventos estresantes generan tantas y tan variadas repercusiones negativas. Cuando la
infidelidad se hace manifiesta […] la víctima del engaño recorre casi toda la gama de
emociones negativas: ansiedad, depresión, resentimiento, ira, hostilidad, decepción,
venganza, incertidumbre, envidia, asombro, incredulidad, sorpresa, aislamiento,
frustración y una bajada fulminante de la autoestima» (Risso, 2010, p. 56).

Y para ser un problema de esta gran y grave envergadura poca importancia parece
merecer desde la perspectiva científica (Glass, 2002; Pittman, 1994). Al contrario, llama
nuestra atención la ausencia de estudios científicos, la escasez de bibliografía científica al
respecto, así como la falta de un protocolo de intervención terapéutica, en contraposición
a la omnipresencia tanto de la infidelidad como sus consecuencias en medios como la
literatura y el cine. Algunas preguntas al respecto se imponen: ¿Qué le pasa a la ciencia
que no se interesa a fondo en este fenómeno social tan extendido? ¿Cómo es que no hay
líneas de investigación en muchas universidades e institutos de investigación? ¿Por qué no
goza la investigación en este tema del mismo prestigio, por ejemplo, que las neurociencias
o el cáncer? En el discurso popular observamos una banalización del fenómeno infiel,
abordado incluso con sorna, guasa, prejuicios. El pensamiento está impregnado de
prejuicios y mitos que oscurecen su comprensión.

Contrariamente a lo que se nos hace creer a través de mitologías demagógicas, ningún


modelo de pareja— por muy multipartenarial, poligámica o poliamorosa que sea— acepta
la infidelidad (García, 2016).

Contrariamente a lo vehiculado por el discurso patriarcal —un discurso basado en la


naturalización de las diferencias sexuales defendido y justificado desde la biología— la
infidelidad no se trata de un código animal. Los animales no tienen pactos porque no
tienen valores. Por lo tanto, la infidelidad apunta a un fenómeno exclusivamente
humano, en el sentido de cultural y social. «¿Biológico por qué? […] El recurso a la
biología quizá sirva para explicar ciertas cosas, pero no para justificarlas» (Tubau,
2011).

En las sociedades occidentales postmodernas globalizadas actuales, cuyo proceso de


desestructuración y desmantelamiento de lo social ha invadido todos los ámbitos, las
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relaciones humanas se ven profundamente heridas debido al debilitamiento de los


vínculos humanos (Bauman, 2007). Las patologías del vínculo emergen de manera
aguda. Estas patologías vinculares, representadas en personas con perfiles narcisistas,
límites, antisociales, neuróticas, falso yo —faux self—, personalidad como sí, tienen
todas algo en común: la dificultad de la representación psíquica (Lebrun, 2004). Estas
nuevas enfermedades del alma características del sujeto (post) moderno narcisista
suponen una falla en cuanto a la capacidad para simbolizar, para representar y, por lo
tanto, representan una involución respecto a la capacidad de pensar. Por ello, en este
tipo de vínculos destacan tanto los pasajes al acto (acting out), como las somatizaciones
(acting in). Los síntomas principales son, entre otros, la depresión, el sentimiento de no
estar a la altura para hacer frente a una situación, una autoestima muy devaluada,
disminución del deseo o creer no poder vivir sin el apoyo de otra persona. Siempre con
el temor, la angustia y la ansiedad, estas personas tienden a imponer su demanda sin
tener realmente un verdadero sentido de la culpabilidad aunque, por el contrario y en
muchos casos, con un desmesurado sentimiento de vergüenza (Lebrun, 2004).

El registro narcisista —individualismo— también ha invadido todas las esferas de la


vida humana, deshumanizándola a su paso. El narcisismo parece la «enfermedad de
nuestro tiempo» (Lowen, 2000). Lo que se lleva ahora es lo light, lo cambiante, lo
inconstante, lo infiel, lo líquido, lo incoherente, lo falso, la doble moral, la apariencia, la
copia, la mentira, la impostura, la falta de compromiso, lo corrupto. En una sociedad
líquida nada puede solidificarse ni ser duradero: «Nada puede permitirse perdurar más
de lo debido» (Bauman, 2006, p. 11). Dentro de este contexto cultural y social efímero
que nos invade, la fidelidad sufre también su revés, y la infidelidad cobra protagonismo
en el último reducto de intimidad que le quedaba al ser humano.

La infidelidad, como hemos dicho, significa incumplimiento unilateral de un pacto entre


dos personas realizado libremente y de manera consensuada. Significa engaño porque la
persona infiel miente y de manera consciente. Significa traición porque reniega de un
compromiso de lealtad, puesto que defrauda, haciendo lo contrario de lo que dice; y una
falta de compromiso porque se falla a la promesa de fidelidad. En este sentido, la
infidelidad parece hundir sus raíces en el registro narcisista: hacer lo que se quiere
cuando se quiere y con quien se quiere, sin pensar en el daño que puedo generar. La
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infidelidad se perfila como un acto arrogante, vanidoso, no empático y cínico. La


infidelidad representa la satisfacción de necesidades de la persona infiel a expensas de
las necesidades de otras personas.

Desde una perspectiva constructivista puede entenderse como un intento fallido o


disfuncional de resolver un problema. Comportamiento que causa dolor, tanto a sí
mismo como a su entorno.

Si aceptamos la definición de inteligencia como la capacidad que tiene una persona para
dirigir su comportamiento, permitiendo resolver situaciones conflictivas (Marina, 2016),
la infidelidad se revela como una fracaso de la inteligencia. «La inteligencia fracasa
cuando es incapaz de ajustarse a la realidad, de comprender lo que pasa […], de
solucionar los problemas […]; cuando […] emprende metas disparatadas o se empeña
en usar medios ineficaces […], cuando decide amargarse la vida; cuando se despeña
por la crueldad o la violencia» (ibíd., p. 11). El fracaso está en la pérdida de rumbo, en
dejarse ir a la deriva, en la negación de una evidencia. «Las cosas podrían haber
sucedido de otra manera, podrían de hecho suceder de otra manera» (Marina, 2016,p.
17). La infidelidad, en este sentido, parece más bien un acto emocionalmente imbécil,
en el sentido etimológico del término imbécil, («sin báculo», sin bastón): un acto sin
apoyo, sin sentido, sin razón; esto es, una vivencia (Giorgana, 2013) que deja impresas
huellas de sufrimiento y de malestar: «[…] hay métodos mejores y más inteligentes
para alcanzar una solución que buscarse un sustituto para compensar el déficit» (Risso,
2010, p. 13). La infidelidad forma parte del problema, no de la solución. La
problemática que la infidelidad hace emerger puede resolverse de otra manera; puede
encararse, afrontarse antes de generar más problemas. «La excusa que afirma “tengo
amante porque mi pareja es un desastre” no tiene mucho sentido, porque si es “un
desastre”, ¿para qué seguir allí? ¿No sería mejor ser libre para estar con alguien que
valga la pena y sin infidelidades?» (ibíd.). La mentira y el engaño de la infidelidad —
seguramente en un principio evaluadas por la persona infiel como triviales e
innecesarias para evitar discusiones, celos y sospechas— acaba envolviendo toda la
vida de la persona infiel: «Un secreto, y todas las mentiras […], impone una
permanente tarea de camuflaje» (Marina, 2016, p. 19). Algo de lo que se puede hablar
pero no se hace «provoca consecuencias dramáticas» (ibíd.). Pero además nos dirá
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Marina que la inteligencia tiene un uso privado y otro público, cada uno con sus metas,
sus valores y sus criterios. Cuando ambas no van al unísono se producen muchos
fracasos. La infidelidad en este contexto podría considerarse como el fracaso de la
inteligencia compartida en pos del uso privado de la inteligencia. Mal uso, partiendo del
hecho de que causa perjuicio o daño, injusto por haber quitado a otra persona el derecho
a la información.

La calificación de narcisista al acto infiel no viene solamente del hecho de primar lo


individual sobre lo social, sino de causar daño, de no importar las consecuencias, de la
vacuidad emocional y sentimental, así como de la falta de empatía que tal acto implica y
la vanidad u omnipotencia que genera. Esa especie de autarquía postmoderna
promocionada por la civilización occidental a costa de amputarse una parte de sí mismo:
lo afectivo. Los sentimientos son evacuados de la conciencia. No obstante, estos forman
parte de la realidad básica de la vida humana. Perder el contacto con los sentimientos
significa en cierto modo perder el contacto con la realidad, lo que supone una forma de
locura sin delirio, de barbarie. «La hegemonía de la razón sobre el afecto y sobre el
instinto, lejos de redundar en una vida inspirada por la inteligencia, resulta más bien
algo como una brutalidad estúpida» (Naranjo, 2018, p. 29). Esta desconexión, síntoma
clínico que denota una disociación en la persona entre lo que siente y lo que hace,
produce una profunda sensación de vacío además de alienación. Esa vacuidad interior,
esa depresión más o menos enmascarada, ese bloqueo emocional, va generando un
mundo en el cual las sensaciones reemplazan a los sentimientos, aumentando así la
vivencia del vacío. De ahí la compulsión, entre otras, por el riesgo. Se impone así la
meta de llenar el vacío con toda clase de actividades compulsivas. Esta sensación de
lleno, que no satisfecho, se va rápido, es efímera y por ello rápidamente deben crearse
nuevas sensaciones. Así pues, la realidad de las emociones y sentimientos es sustituida
por el mundo fantasioso de la sensación. Y en concreto, en la infidelidad basta con tener
sensaciones erótico-afectivas hacia otra persona para justificarla. La pérdida de la
unidad psíquica entre pensar, sentir y querer, esa falta de coherencia, esa disonancia
«está tan presente en los conflictos prácticamente omnipresentes de la vida humana
“normal” que basta un somero análisis para identificar conflictos entre el deber y el
placer, o entre el placer y el afecto, o entre el afecto y la razón» (Naranjo, 2018, p. 26).
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La infidelidad parece pertenecer al ámbito de lo disfuncional porque se basa en el


secreto como forma de control: «Dejar a otro sin acceso a saber qué es lo que pasa
equivale a tenerlo prisionero» (Gutman, 2012, p. 101). No es gratuito dejar a alguien
sin enterarse de una determinada realidad. ¿Para qué tanto esfuerzo en engañar, ocultar?
Para tenerlo todo. Si la persona infiel es libre de irse, nada ni nadie la retiene.
¿Entonces? La persona infiel arrebata el acceso a la verdad; la persona víctima de la
infidelidad, al no saber nada, no puede tomar decisiones. No tiene poder. De ahí la
impotencia y los sentimientos que de ella derivan. Y »la pareja tiene derecho a la
información a tiempo, sobre todo cuando los hechos pueden afectarle directamente»
(Risso, 2010, p. 31).

El secreto de la infidelidad significa poner aparte la realidad, cristalizarla en otra


realidad paralela a la realidad de pareja; alienar, creando otra realidad de tipo
alucinatorio, una nueva realidad separada, segregada, para que no llame la atención y no
pueda distinguirse ni analizarse. Se suspende, no se rompe, una realidad de pareja. El
secreto en la infidelidad no conduce a trascender hacia lo sagrado, que sería la finalidad
de todo secreto (Girard, 1972). La trascendencia en este caso sería el cambio. Al
contrario, el secreto de la infidelidad la convierte en tabú y desde ese momento resulta
imposible trascender lo profano, es decir, cambiar. La infidelidad vista así se perfila
como una resistencia al cambio: una perpetuación de la situación de pareja con el
añadido de una «renovación» afectivo-sexual exclusivamente para la persona infiel. La
persona o las personas víctimas se quedan sin el mismo derecho u oportunidad de
renovación o liberación. Ante el argumento de la infidelidad como motor de cambio,
diremos que la satisfacción de las necesidades de la persona infiel a costa de las demás
personas no constituye una verdadera liberación emocional. Esta requiere la aceptación
de «la plena responsabilidad de nuestras propias intenciones y acciones […]. La
liberación emocional implica expresar con claridad lo que necesitamos de tal manera
que los demás entiendan que también nos importa que sus necesidades se satisfagan»
(Rosenberg, 2016, p. 81). La infidelidad parece ser una manera de cambiar sin cambiar,
de resistir al cambio. La infidelidad es vaciar de sentido la vida en común. Lo único que
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queda de sagrado en la ruptura del tabú es la violencia, esto es, el sacrificio de la


víctima (Girard, 1972).

La infidelidad parece un intento fallido de simbolizar la matanza de algo representado


por —y encarnado en— la víctima. La persona infiel quiere y desea seguramente
romper con algo, pero como no rompe lo que debe romper —que no se sabe bien—
proyecta esta frustración hacia su pareja, desgarrando violenta y unilateralmente la
relación a través del acto de la infidelidad. Eso que siente que debe romper parece tener
connotaciones históricas y biográficas de un pasado lejano. Aún recuerdo a una pareja
de larga duración cuyo marido había sido infiel. Explorando en la historia personal de
ambos, «esta persona reconoció en su narrativa que el comienzo de la separación
precediendo a la infidelidad se produjo en una fuerte discusión que hubo entre él, su
mujer entonces y la madre de él diez años antes. En aquella discusión, ante el chantaje
emocional de la madre de él hacia la pareja en conjunto, la mujer confrontó a su
suegra ante la actitud evitante de él (hijo y marido) en aquel conflicto. La suegra les
reprochaba haberles dejado el alquiler del piso de la casa familiar a la mitad de lo
estipulado en el contrato. A la pareja de su hijo, ante ese chantaje emocional, en
aquella confrontación le fallaron las formas, de modo que él la sacó de la habitación
donde discutían, marchándose ambos de casa de la suegra. Él decidió, y así lo dijo de
manera impositiva a la pareja, no volver nunca más a hablar del tema. La mujer aceptó,
pensando que él no había estado de acuerdo con los propósitos de su propia madre, es
decir, sintiendo que le apoyaba. Pero lo que se veía en la actualidad, lo que él había
callado durante todos esos diez años, era que no había estado de acuerdo con las
formas en que su mujer discutió con su madre y no sabemos si con el contenido también.
La persona infiel en este caso no abordó el contenido sobre el chantaje emocional que
su madre les hacía ni lo cuestionó. Lo cierto es que desde entonces madre e hijo se
hablaban a escondidas de la mujer. Quizás fuera este el primer acto infiel. Este hecho
resultó tan evidente que la mujer le llegó a preguntar si hablaba a escondidas con su
madre, porque desde aquella discusión ya nunca se volvieron a hablar suegra y nuera,
ni la suegra llamaba a casa. La prueba de que el conflicto nunca se resolvió es, además
de la infidelidad madre-hijo versus mujer, que suegra y mujer nunca volvieron a
contactar. La suegra se ocupaba muy bien de llamar cuando la nuera no estaba en la
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casa; de hecho llamaba a su hijo al trabajo. Este capítulo no cerrado de la pareja


pareció sentar las bases —inconscientes— de una futura infidelidad y posterior
separación. Claro que, ahondando en la historia personal del marido, este
representaba familiarmente el apoyo emocional de la madre. Es decir, que este hijo
había sido parentificado por la madre, sustituyendo afectivamente al padre. Este hijo,
el cual llamaba a su madre por su nombre de pila, nunca había cortado el cordón
umbilical con su madre en este aspecto sentimental. Lo que él no recordaba es que
cuando él llegó con su pareja a la ciudad natal a vivir, la mujer, queriendo evitar este
tipo de problemáticas, le había pedido a su marido rechazar la propuesta de su madre
de vivir en la casa familiar. De hecho, la mujer había ya apalabrado un piso
independiente. El marido, de hecho, estaba históricamente enfadado y resentido con su
propia familia, pues cuando fue operado no se sintió apoyado por su entorno sino por
su mujer. Él verbalizaba frecuentemente el malestar que tenía con su familia, puesto
que esta no había mostrado nunca interés en sus cosas, en su vida. Todo este malestar
manifestado durante años a la pareja fue de malas formas comunicado abiertamente en
aquella famosa discusión por la mujer, defendiendo a su marido. Por otro lado, la
persona víctima de infidelidad hizo un tímido intento de hablar con él del tema, pero sin
ahondar. La mujer finalmente cedió a la demanda del marido, aceptando vivir en casa
de la suegra»3. En este sentido, parece haber algo estrictamente individual en la persona
infiel que se posicionó del lado de la suegra, la madre del marido. Este no supo o no
quiso defender los argumentos de su mujer ante su madre, no defendió la unidad
familiar, no puso límites. Al contrario, estableció un muro, una separación entre ambos
generada por el tabú de aquella discusión jamás aclarada, hablada, gestionada, digerida.

El sacrificio de la pareja oficial excluida por la persona infiel parece tener la función de
calmar el resentimiento profundamente reprimido y así impedir que los verdaderos
conflictos de la persona infiel emerjan. Por ello entendemos la infidelidad no tanto
desde la perspectiva triangular, sino desde la binaria; es decir, no es una cuestión de tres
personas sino de dos. Y posiblemente desde la perspectiva de una pérdida de fe, es decir,
de la falta de creencia, posiblemente en el cambio. En este sentido, la infidelidad
representa la paradoja del cambio: un cambio sin cambio, un cambio para que todo

                                                                                                               
3
 Versión narrada por la paciente.
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permanezca igual. La infidelidad es más de lo mismo: salto a otra relación. Pero no


supone un cambio cualitativo. Paradójicamente, el cambio de paradigma se suele
producir frecuentemente cuando el secreto de la infidelidad se desvela. Entonces no
parece haber más remedio. En el caso expuesto, la no ruptura del cordón umbilical entre
madre e hijo parece determinante en la infidelidad posterior. Una infidelidad con una
mujer separada, madre de dos hijos, necesitada en su inconsciente de su protección y
admiración como salvador. No era la primera vez que esta persona infiel intimaba con
mujeres, presentando el mismo patrón: monoparentales con uno o dos vástagos,
necesitadas de ayuda y apoyo emocional.

En la infidelidad se produce la exclusión de la pareja oficial: «Una sabe, la otra no. O


sea, hay una excluida» (Jaramillo, 2014, p. 79). Dos personas se unen, a sabiendas —
más o menos (in) conscientemente— de perjudicar a una tercera persona que resulta ser
el chivo expiatorio, que une y cohesiona la pareja infiel. La pareja infiel está unida
justamente por el sacrificio de esa persona; es una manera de matar simbólicamente a la
persona víctima de infidelidad. Ninguno de los dos componentes de la pareja infiel
construye, aunque en determinadas ocasiones, el o la amante puede creer que está
construyendo, o así se lo hacen creer. Y sobre esa violencia destructiva asientan su amor
y ponen en escena su alucinación. La infidelidad, ese acto que no tiene en cuenta a la
otra u otras personas, simbólicamente hablando representa un homicidio en grado de
tentativa, golpea a la otredad sin conciencia. Así pues, se trata de un acto —al menos
intelectualmente consciente— pues la persona sabe lo que hace, ya que lo esconde. La
infidelidad puede concebirse como un acto cruel porque se es consciente del daño que
puede causar; representa una manera cruel de abandonar a la pareja.

La infidelidad, esa satisfacción fantástica del deseo insatisfecho en la realidad, ahonda


aún más en esa herida profunda de la estima del sujeto, de su narcisismo. La persona
infiel, al hacer real la fantasía, también elimina la realidad, la sustituye. Lo fantaseado
se convierte en real. Visto así, la persona infiel actúa en modo de huida; está como
drogada, chutada, llena de adrenalina, con todo un mundo de sensaciones que sustituye
al de los sentimientos. La infidelidad parece funcionar a modo de antidepresivo,
procurando una falsa sensación de evasión basada fundamentalmente en un autoengaño.
La infidelidad no representa una realidad, sino un alejamiento de la misma: «En su
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significado psicoanalítico, fantasía se refiere a un proceso de pensamiento


desconectado de la realidad» (Illouz, 2014, p. 40). Cuanto más ahonda en la infidelidad,
más se pierde de sí misma, y más profundamente se sumerge en la depresión. Depresión
disociada, dislocada y por tanto no sentida y evadida, cayendo en esa espiral adictiva y
evitante al mismo tiempo. La persona infiel se instala así en el error, al cual ha llegado
posiblemente tras años de refugiarse en fantasías y para lo cual hace falta un grado de
distorsión cognitiva, fruto de una visión autocentrada, es decir, por estar centrada única
y exclusivamente en sus necesidades a expensas de las de los demás. Ese narcisismo
que consiste en escapar de los estados depresivos tan característicos de nuestros tiempos
modernos y que «proliferan en nuestra sociedad debido a la debilidad de la voluntad,
al egocentrismo y a la obsesión por uno mismo» (Herrera, 2010, p. 337). En este
sentido, la infidelidad se parece a un delirio no psicótico. El narcisismo de la persona
infiel denota un grado de irrealidad y, por tanto, de locura, puesto que «hay algo de
locura en una persona que no conecta con la realidad de su propio ser» (Lowen, 2000,
p. 13). Y el error, como nos lo recuerda el filósofo José Antonio Marina, «es un fracaso
de la inteligencia» (Marina, 2016, p.33).

La infidelidad parece anclarse —en muchos casos— en una pasión controlada y


limitada en cuanto a sus riesgos. El principal riesgo a controlar es el enamoramiento.
Resulta importante que «la situación no se le vaya de las manos», esto es, que no se
convierta en una relación que obligue a abandonar la maritalidad. «No te enamores»
(Sánchez, 2016, p. 170); «aprender a terminar» (ibíd., p. 179).

La condición de la infidelidad es que haya una persona como cónyuge oficial con la
cual parece mantenerse una relación de dependencia regresiva, y una persona o personas
amantes, de tal manera que la persona infiel sea amada al menos dos veces en registros
diferentes, posiblemente complementarios. Esta duplicidad es posible gracias al secreto
y la ocultación. En esta relación con la persona amante, la persona infiel parece
preservar un espacio psíquico donde jugar secretamente sus deseos, necesidades o
pasiones más ocultas. Derecho que solo posee la persona infiel.

La infidelidad evoca una falla narcisista no solo en la persona infiel sino en las personas
que realizan el acto, puesto que ninguna de las dos muestra empatía hacia la persona
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traicionada. Ambas personas, que participan conscientemente en la infidelidad, se


muestran incapaces de ponerse en el lugar de la persona víctima de infidelidad. Su
felicidad se cimienta sobre la violencia que supone sacrificar al chivo expiatorio, esto es,
la o las víctimas, las cuales no saben ni deben saber nada. Las personas que participan
en la infidelidad se vuelven frías, calculadoras, egocéntricas e incluso sádicas, puesto
que saben que están haciendo daño y aun así siguen adelante.

La infidelidad, en muchas ocasiones, acelera el debilitamiento de los lazos emocionales


por parte de la persona infiel: «Con su primera y con la última tuvo un abandono total
de nuestra relación. Llegué a pensar que él no quería mantener una relación formal»
(Jaramillo, 2014, p. 37). Debilitamiento que se produce por la presencia cada vez mayor
de algunos mecanismos de defensa como la negación, la escisión, la identificación
proyectiva, la disociación, la represión. La fragmentación de la pareja parece,
finalmente, la proyección externa de la fragmentación interior que vivencia la persona
infiel. Esta situación de escisión interna hunde sus raíces en la imposibilidad, por parte
de la persona infiel, de elaborar sus propios conflictos psicológicos relacionales,
conflictos que proyecta sobre su pareja y amante. En este sentido, la infidelidad
funciona como el desplazamiento del síntoma: funciona como una fobia que no es otra
cosa que un miedo desplazado. Supone cambiar algo sin cambiar nada; trasladar el
problema de sitio.

Para que haya infidelidad hace falta que se «pongan en marcha» toda una panoplia de
distorsiones cognitivas con la finalidad de construir una disonancia cognitiva coherente,
para así poder vivir con ello. Aun así, esta bifrontalidad más temprano que tarde se hace
visible: «Me pregunté ¿con quién vivo? ¿Quién es él? El católico, rezandero,
apostólico, siempre con un discurso moralista de valores familiares. ¿Dónde estaba el
hombre del discurso, de los valores? Lo sentí como un farsante» (Jaramillo, 2014, p 37).
La persona infiel necesita acallar la moral o dormirla para acallar sus propias
contradicciones.

Si la fidelidad requiere fuerza de voluntad para renunciar al placer inmediato, la


infidelidad obviamente anula la voluntad, convirtiendo a la persona infiel —en cierto
modo— en esclavo de sus pasiones, fantasías y pseudonecesidades. Quizás de ahí el
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cariz adictivo de esta. En esta radica la inmadurez emocional y evolutiva de la persona


infiel; es como un niño sin (auto) control que convierte a su pareja en enemigo sobre
quien proyectar sus propias dificultades. La forma fundamental de desorientar al
cónyuge traicionado es a través del empleo deliberado del secreto y la mentira:
«Procura no dejar rastros […]. En esto coinciden todos los preguntados, sean mujeres
u hombres […] cuando no quieren que sus infidelidades alteren más allá de lo
razonable de su vida de pareja» (Sánchez, 2016, p. 172). Porque, efectivamente, la
infidelidad no existiría si la relación fuera abierta en cualquiera de sus modalidades. No,
la persona infiel no parece querer eso. Cuántas personas que han sido infieles, tras la
revelación de este acto, temen que sus respectivos cónyuges les sean a su vez infieles.
Quieren fidelidad para ellas exclusivamente: «Ten siempre a mano una coartada sin
fisuras. La mejor coartada es no necesitar coartada, ya se sabe, pero, si no eres de esas
personas con pacto de relación abierta en cualquiera de sus modalidades […] más vale
que te guardes las espaldas». (ibíd., p. 174). La infidelidad, en este sentido, resulta ser
un exorcismo que expulsa los demonios internos en lugar de elaborarlos. La persona
infiel se muestra incapaz de reflexionar; se muestra como poseída, como hipnotizada. O
también segura de la legitimidad de ser infiel, reflexionada y meditada.

Si el motivo básico de toda fe (fidelitas) es el reconocimiento de la autoridad (ley) y de


ahí, no engañar, la infidelidad representa una negación de la autoridad y, por tanto, se
tiene que desarrollar todo un marco teórico y cognitivo para legitimar el engaño. Así,
argumentos como la liberación, la rebeldía o el cambio son los favoritos para legitimar
la infidelidad. Ese no reconocimiento de la norma, de la ley, de la autoridad, puede
entenderse como una forma quizás de rebelión, que no es otra cosa, por otro lado, que el
anverso de la dependencia emocional, siendo el reverso la sumisión. Por eso el engaño,
por eso el autoengaño. La ley está representada por la figura del padre. La obediencia de
la ley significa la aceptación del padre. La persona infiel parece tener dificultades con la
autoridad. La infidelidad cuadra bien en una sociedad en donde la figura paterna, con
todo lo que ello representa de cara a la ley, ha desaparecido (Mitscherlich, 1993).

Una persona infiel es una persona que no confía, que no tiene fe («in-fiel»), bien porque la
ha perdido o bien porque no la tenía. En la persona infiel hay cuanto menos una pérdida,
si no una falla en este sentido. Teniendo en cuenta que la fe es creer, una persona infiel es
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básicamente una persona que no cree. Ahora bien: la fe no es ni un sentimiento ni una


emoción ni un estado; es una decisión. La fe lleva a actuar conforme a lo que creemos. La
persona infiel, en general, actúa en contra de (sus teóricas) creencias porque básicamente
no cree, desconfía. Este conflicto interior con sus propias creencias lo proyecta al exterior.
Así pues, la infidelidad se nos perfila dentro del ámbito de lo patológico, conformando el
núcleo de algunos trastornos vinculares de corte narcisista.

DESMITIFICANDO LA INFIDELIDAD

Alrededor de la infidelidad giran ciertos mitos que habría que deshacer, porque empujan a
errores y distorsiones cognitivas que confunden aún más la situación. El primero —y
quizás el más importante y extendido— es que la infidelidad es cosa de pareja y por lo
tanto requiere de una terapia de pareja. La persona traicionada no puede ser bajo ningún
concepto la causa de la infidelidad de su pareja: «El traicionado no puede hacer que
ocurran aventuras» (Pittman, 1994, p. 45). Y la misma lógica se aplica para las
dificultades matrimoniales, las cuales —particularmente durante la infidelidad— son
grotescamente distorsionadas y exageradas (ibíd.). Por lo que se impone, siguiendo la
lógica, que una gran parte de la terapéutica de la infidelidad recaiga sobre la persona infiel
en particular, aunque no solo. Los problemas de pareja, así como el grado de satisfacción
de la misma, incumben a las dos partes integrantes de la pareja, pero la decisión sobre el
manejo de ciertas situaciones maritales es estrictamente individual. En este sentido, Frank
Pittman (ibíd.) afirma no hallar conveniente que la persona traicionada acepte
responsabilidad alguna por la infidelidad. La persona traicionada no puede ser la causa ni
puede hacer que ocurran infidelidades. La responsabilidad solamente revierte sobre la
persona que comete el acto.

Conviene explicitar y aclarar que las únicas personas responsables son las personas que
participan de la infidelidad, esto es, la persona que la comete y la persona amante,
cómplice de la situación, siendo la persona infiel la única persona estrictamente
responsable del dolor generado por mentir, ocultar y engañar, llevando una doble vida. Si
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bien la persona amante o tercera persona no tiene compromiso con la pareja de su amante,
es consciente de que no quisiera esa situación para sí misma y, de hecho, si no reclama sí
ansía, más o menos secretamente, exclusividad. Por lo tanto, está faltando a su propio
compromiso de buscar y obtener aquello que desea. En ocasiones, cela y envidia la
situación de la pareja de su amante y, en consecuencia, en vez de perseguir y conseguir
aquello que desea y anhela contribuye a la destrucción de aquello que quiere.

Al hilo de lo expuesto, si la culpa no recae sobre la persona víctima de la infidelidad, las


«razones», motivos o causas por los cuales la persona infiel lo es tampoco pueden ser ni la
monotonía, ni el aburrimiento, ni la falta de realimentación positiva ni la falta de
sexualidad, ni el decrecimiento del enamoramiento, ni la insatisfacción emocional
(Salomón, 2005). La «causa» o razón está en la persona, en su interior, en su psiquismo,
ya sea en forma de conflicto no resuelto, en forma de trastorno adaptativo o en forma de
patología. La persona infiel no parece gestionar emocionalmente su situación,
simplemente la disocia; no comunica abiertamente sus dificultades, no toma conciencia de
lo que le ocurre o evita hacerlo; no resuelve la situación generada, se estanca en el
triángulo amoroso sin decantarse, de tal manera que la situación parece bloquearse y
tupirse. Todas estas dificultades están subyacentes en la infidelidad, en la persona infiel.

Dentro de esta visión se extiende la opinión de que el descubrimiento de la infidelidad


puede llevar a un «blanqueamiento» de la pareja, reactivándola e incluso mejorándola.
Pero la realidad indica que no es así. Al contrario: la empeora. «La infidelidad es
catastrófica para el matrimonio» (ibíd., p. 226). Que una consecuencia de la infidelidad
pueda ser, a la larga, que la pareja mejore o se renueve no quita el enorme sufrimiento
derivado y la cantidad de años invertidos para recomponerse. Así que no, la infidelidad no
es un evento positivo para la pareja. Es más, algunas parejas que han seguido juntas tras la
infidelidad han afirmado que, a pesar de haberlo superado, nada vuelve a ser igual; que, a
pesar de seguir juntos, el fantasma está presente en sus vidas. El dramatismo que una
crisis por infidelidad impregna no se compensa con un resultado positivo en la salida de la
crisis. La infidelidad activa demasiados traumas; es demasiado dolorosa en general para
todo el mundo implicado. Supone más perjuicio que ayuda. Hay personas inocentes que
salen dañadas.
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Hay un error conceptual en el que se incurre fácilmente cuando se aborda el tema de la


infidelidad y que rápidamente pasa a formar parte de la mitología: la poligamia y la
monogamia. La infidelidad no tiene que ver con la monogamia o poligamia, insisto. El
significado de fidelidad no concierne estrictamente a las relaciones amorosas, sino a las
relaciones en general. Tiene que ver con la confianza, no con la sexualidad. Tiene que ver
con el compromiso, con la lealtad, con la constancia y la coherencia; tiene que ver con la
ley; tiene que ver con la palabra. El ser humano es un ser de palabra: es lo único que tiene
y si le falla la palabra, le falla la sociabilidad y las relaciones; tiene que ver con la fe, con
la creencia. Tiene que ver con la (in) comunicación, el secreto, el control, el (abuso de)
poder, la asimetría relacional, la triangulación, la (no) gestión de dificultades personales.
En otras palabras: la infidelidad concierne a las habilidades sociales fundamentalmente.
Centrar la infidelidad en la no exclusividad íntima y/o sexual significa descentrar el
núcleo de la infidelidad: la ocultación, la mentira y el secreto. En otras palabras, lo que
define la infidelidad es sobre todo la forma en que un pacto es transgredido. Si el pacto de
fidelidad resulta arduo y tedioso, se puede igualmente pactar para romperlo. Infidelidad
no es sinónimo de cambio, sino de problemas, trastornos y patología. El problema de la
infidelidad está en la deshonestidad: «La infidelidad siempre implica algún tipo de estafa
afectivo/sexual» (Risso, 2010, p. 29). Si el mundo desea la poligamia, esta se puede pactar.
Si se desean tríos, se pueden pactar. Si se desea que la pareja sea abierta, se puede pactar,
como bien lo refleja, por ejemplo, la película Una pareja abierta. Cualquier modalidad de
pareja es susceptible de poder pactarse, siempre y cuando sea entre iguales y consensuada.
Si se actúa desinformando, mintiendo, ocultando, desorientando, no hay pacto ni
comunicación ni relación posible. «Casi todos los pactos pueden romperse, cambiarse,
revisarse o reestructurarse, pero lo verdaderamente importante es la forma de hacerlo, la
transparencia» (ibíd.). Si la persona infiel quiere una relación fiel con su amante, lo que
está en juego no es la poligamia. Si la persona infiel lo que quiere es seguir siéndolo
mientras su pareja no, lo que está en juego es el poder y el control, no la poligamia. Si a la
persona infiel no le molesta su infidelidad y le molesta la infidelidad de su pareja, lo que
está en juego desde luego no es la poligamia o monogamia. Si la persona amante quiere
que su pareja infiel le sea fiel, separándose de su pareja oficial, lo que está en juego no es
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la poligamia. Al respecto, tan paradójico como sorprendente es cuando aún dentro de la


infidelidad se pacta la monogamia, es decir, que no pocas aventuras e infidelidades se
cimientan sobre la monogamia: «Mi amante me engañaba, nunca tuve pruebas formales,
pero cada vez tenía más sospechas» (Salomón, 2005, p. 83). Esto evidencia que algunas
infidelidades, particularmente las que parecen conllevar una implicación emocional, no
son sinónimas de promiscuidad ni de querer variar. En este sentido, este tipo de aventuras
representan una reproducción de la relación oficial en sus comienzos, a veces con sus
correspondientes fases. Quizás no se llegue al amor maduro porque tras una fase de
acercamiento y euforia suele venir una de sufrimiento y, posteriormente, una «de
aceptación de la situación tal y como es, con sus más y sus menos» (Salomón, 2005, p.
81).

La infidelidad cuestiona la ley en todos sus sentidos y acepciones: convenio, pacto, norma,
regla, justicia, poder, estatuto, reglamento, orden, principio, fe, lealtad, amor, entre otros.
Lo inmoral —la falta de ética en la infidelidad— reside en la ocultación de la transgresión
del pacto, no en la moralización maniquea de la monogamia en tanto que representación
del bien, y la poligamia, representando el mal. Y esta concepción de la moral y de la ética
es tan válida (o no) para la pareja como para un gobierno o cualquier forma de agrupación.
La existencia de una comunidad —sea esta del tipo que sea (país, vecindario, pueblo,
nación, barrio…)— requiere de normas y sanciones para el incumplimiento de estas,
pactadas, consensuadas. Ello separa la civilización de la barbarie. La infidelidad se
plantea como una forma de corrupción, en su estricto sentido etimológico como acción de
romper conjuntamente, es decir, con un cómplice; en este caso, con la persona amante.
Por lo tanto, la infidelidad tiene que ver con el (abuso de) poder, cuyo provecho reside en
obtener una ventaja ilícita. La infidelidad tiene que ver con la desigualdad. Nada para
elogiar.

Los pocos autores que se han dedicado a la investigación científica del tema dejan claro
que la infidelidad no es una cuestión estrictamente sexual. Frank Pittman (1994)
especifica que la infidelidad es la violación de un convenio, sea este cual sea. Si se miente
o se mantiene en secreto, o se comete dicha violación a pesar de las objeciones del
cónyuge, es infidelidad. Shirley Glass (2002) también puntualiza, diciendo que la mayor
parte de la gente erróneamente piensa que la infidelidad no es tal hasta que llega el
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contacto sexual. Los hechos desmienten este mito. Así, por ejemplo, la infidelidad por
internet es primordialmente emocional. Este mito quizás derive de la todavía diferente
concepción sobre la infidelidad en hombres y mujeres. Así, mientras que las mujeres
tienden a considerar cualquier intimidad como infidelidad, los hombres son más
propensos a negar la infidelidad relacional o íntima hasta que no se haya producido el
coito. No obstante, esta autora observa un cambio en el modus operandi de la infidelidad
postmoderna. Una proporción cada vez mayor de infidelidades comienzan como amistad
y se desliza gradualmente hacia la infidelidad, destacando fundamentalmente el secreto de
esta nueva intimidad emocional como primer signo de traición. La mayor parte de las
personas involucradas en este tipo de infidelidad no reconoce esta amistad como
infidelidad hasta que no hay una intimidad física. Por ello, la infidelidad puede ser
entendida como cualquier intimidad —ya sea física o emocional— que viola la confianza,
además de ser mantenida oculta, guardada en secreto.

La infidelidad rompe la confianza en la pareja por falta de límites claros y apropiados en


el trabajo y en las amistades. La persona infiel lo es porque se permite traspasar límites,
porque decide mantener en secreto una amistad o una relación amistosa a quien ha
revelado partes de su intimidad cuando no correspondía hacerlo. La persona cuando
oculta en realidad está levantando un muro entre ella y su pareja. La infidelidad física será
solo la punta del iceberg. La infidelidad empieza cuando la persona se distancia en secreto,
en el silencio de lo oculto, de la pareja. Concebir la infidelidad como una especie de
afirmación o puesta en escena de un deseo de evolucionar y cambiar (Salomón, 2005) es
falsificar la traumática realidad. Si la afirmación de la persona a través de su infidelidad
genera daño a terceras personas no es asertividad sino agresividad, consciente o
inconsciente, encubierta o manifiesta, latente o evidente, voluntaria o involuntaria,
premeditada o impulsiva. Justamente, la evolución y civilidad pasan por la palabra y no
por la traición, el engaño y la mentira.

Otro gran mito a desechar es que la infidelidad ocurre solamente en personas con
complejo de donjuán o promiscuas. La infidelidad puede ocurrir en cualquier hogar e
independientemente de cómo esté la relación. Glass y Wright (1977) hallaron que los
hombres infieles en los matrimonios de larga duración estaban tan satisfechos como los
hombres fieles. En cambio, las mujeres infieles de matrimonios de larga duración sí
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declararon estar profundamente insatisfechas. Esto es, la infidelidad puede ocurrir aun
estando «bien» la relación de la pareja oficial, puesto que no ocurre solamente en las
parejas infelices. Esto muestra una vez más que la infidelidad no tiene que ver con la
pareja. Es más, personas infieles entrevistadas manifiestan estar satisfechas en sus
matrimonios (Glass, 2002). A este respecto, Pittman (1994) parece coincidir: «Las
aventuras […] obedecen a razones muy ricas y variadas. La mayoría se relaciona más
con el estado del yo de la persona infiel que con la persona engañada […]. No es una
cuestión emocional, sino de opción […]. Este compromiso parece un tanto independiente
de las emociones del momento y acaso concierne mucho más al sentido de la propia
identidad y al sistema de valores del cónyuge que opta […] y al influjo de esto sobre la
conducta» (p. 37). La infidelidad tiene que ver con la intención y no tanto con las
inclinaciones. Es cuestión de opciones y decisiones. Para este autor, el desamor es
fundamentalmente una consecuencia de la infidelidad, no su causa. Como excepción a la
regla, hay que mencionar las infidelidades en personalidades psicopáticas, perversas
narcisistas y maquiavélicas, para las cuales la infidelidad sí representa una inclinación
«natural».

Esta y otras mitologías del estilo minimizan el —a veces— traumático acto y, de alguna
manera, culpan a la víctima de su situación, disculpando a la persona verdaderamente
responsable: la persona infiel. La responsabilidad de la infidelidad, en sentido estricto,
solo la tiene la persona que es infiel. La responsabilidad de la infidelidad es de quien no
comunica, de quien miente, de quien abandona, de quien se huye separándose; de quien
no gestiona los conflictos, si es que existen; de quien desgarra el vínculo. En cuanto a la
persona víctima de infidelidad hay que dejar claro que ella no tiene por qué sospechar
nada ni intuir nada. La relación está basada en la confianza, supuestamente, y por lo tanto
ninguno de los componentes de la pareja tiene que estar obligado a estar en alerta o a
tener ideas paranoides sobre la posibilidad de que le traicionen. La traición, según el
acuerdo más o menos tácito de fidelidad, no tiene cabida. Estar en pareja pensando en esa
posibilidad sería considerado como un rasgo patológico llamado celotipia. Por ello,
tampoco necesariamente significa que la persona traicionada ha idealizado a su pareja o se
ha negado a ver algo que era evidente, aunque en algunos casos pueda ser que sí. Es
imposible ver la realidad si te la niegan, ocultan, disfrazan, manipulan, tachando a esta
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persona de celosa y acusándola de «ver cosas donde no hay». Hay que recordar que un
rasgo característico de la infidelidad es su negación y su ocultación, mismo si las pruebas
están ahí: «—¿Uno se protege negándolo? / —Puede ser» (Jaramillo, 2014, p. 24). La
famosa frase «esto no es lo que parece» caracteriza realmente la infidelidad. En este
sentido, el factor sorpresa —es decir, el hecho de que la persona víctima de infidelidad no
se lo espere— hace de la infidelidad un hecho emocionalmente traumático.

Otro gran mito a desechar: el aspecto sexual de las infidelidades no parece ser
preponderante, y más en estos tiempos en los cuales muchas aventuras se caracterizan por
la intimidad emocional antes que la sexual. Al parecer puede ser algo más narcisista de lo
que pensamos, puesto que la imagen y la mirada proyectada por parte de la persona
amante hacia la persona infiel está atravesada por una particular adoración que podríamos
definir como enamoramiento. En este sentido, la elección de pareja infiel parece estar más
relacionada con lo que hace sentir mucho más que por razones sexuales. La elección
parece ser más neurótica que sexual, y parece tener que ver más con las carencias
afectivas (Pittman, 1994). No es tanto que la persona infiel busque fuera lo que no le dan
en casa, como que ella no da lo suficiente. Las investigaciones apuntan que el bajo grado
de inversión marital —es decir, en personas que (se) dan poco— el riesgo de ser infieles
es mayor (ibíd.). Una vez más, en ella resulta clave situar el problema.

Quizás respecto al último gran mito, la infidelidad como crisis y en consecuencia


posibilidad para el cambio, esta se entiende como «una puesta en escena de un deseo de
evolución: deseo de salir de las propias carencias, las propias insatisfacciones, pero
también de las propias proyecciones negativas sobre el compañero» (Salomón, 2005, p.
86). También en este sentido se hablará de infidelidad como movimiento de liberación
(Sánchez, 2016). Al respecto, señalaré la existencia de cambios de primer orden y
cambios de segundo orden (Watzlawick, Weakland y Fisch, 1976). En los cambios de
primer orden, los parámetros individuales varían de manera continua sin que la estructura
del sistema se altere. Es exactamente lo que ocurre en la infidelidad. La persona infiel
realiza un cambio sin que la pareja oficial —al menos en apariencia— se altere. Es decir,
la estructura del sistema no se altera. De ahí la doble vida. Es decir, la persona infiel no
cambia su vida, sino que la duplica, la disocia. La persona infiel se divide en dos. Se
aliena. Se disocia. Y ello gracias a todos los esfuerzos y energías para mentir, ocultar,
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engañar, desinformar, manipular. Lo que ocurre en estos cambios de primer orden es que
la solución empleada para resolver el problema no solo no resuelve, sino que se convierte
en parte del problema. Que es exactamente lo que ocurre con la infidelidad. En los
cambios de segundo orden el sistema cambia cualitativamente y de manera discontinua.
Es decir, que se producen cambios en el conjunto de reglas que rigen su estructura, su
orden interno. En cierto modo hay una ruptura con respecto al estado anterior del sistema.
Ahora bien, si la infidelidad representa un desplazamiento sintomático del problema —es
decir, una triangulación cuya finalidad es catapultar el problema— difícilmente este acto
será motor de cambio. «Las breves euforias que producen van inevitablemente seguidas
por el retorno a una realidad aún más fría y más gris, retorno que hace más atractiva aún
la huida existencial» (Watzlawick et al., 1976, p. 73).

Lo que se encuentra muchas veces oculto debajo de la infidelidad es una depresión, una
profunda sensación de vacío, de vacuidad. No pocas infidelidades indican una necesidad
compulsiva de excitación que toma la forma de adicción al sexo, al amor, al
enamoramiento (Glass, 2002). La infidelidad poco o nada parece tener que ver con el
amor. Las personas que huyen del vacío inconscientemente pueden buscar en la
infidelidad ese chute de adrenalina y así escapar de este vacío interior o bien de
estresores externos. La infidelidad puede enquistar un problema interno como el
aburrimiento, la baja autoestima, la angustia existencial, la depresión, el vacío, la crisis
existencial, la falta de sentido. Un escape, en forma de huida hacia delante, en algunos
casos. La infidelidad puede ser en muchos casos un antidepresivo que ensalza el
hambriento ego a través de una idealización compensadora de una autoestima,
necesitada de sentirse especial y valorada para alguien. Hay otros factores psicológicos
personales que correlacionan con la infidelidad, como la crisis de la mediana edad.
Estas crisis, por falta de objetivos que cumplir, conducen a una profunda sensación de
vacío que llega muchas veces de la mano del aburrimiento.

PATRONES DE GÉNERO
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Tradicionalmente parece que era el hombre quien tenía amante o amantes. «La
infidelidad y la poligamia hace mucho tiempo que forman parte de los hábitos
masculinos» (Salomón, 2005, p 72). La infidelidad y la doble vida tienen una larga
tradición en el actuar masculino particularmente, si bien en la actualidad se va
igualando, aunque con marcadas diferencias cualitativas.

A pesar de que hay evidencias de infidelidad femenina a lo largo de la historia, esta se


ha mantenido invisible (Sánchez, 2016). Además de esa invisibilidad, el adulterio
femenino ha sido siempre más reprimido que el masculino (Houel, 1999).

Es importante precisar que el hecho de que las mujeres estén igualando al hombre en
materia de infidelidad no es garantía ni mucho menos de igualdad de género, sino tal
vez de «masculinización» del modelo de dominación amoroso. Esto es, una
socialización masculina en la mujer —quizás por identificación negativa— por la cual
esta adopta formas masculinas de hacer que, lejos de apuntar a un cambio, cristalizan
aún más las formas patriarcales de dominación. Ana Freud (1999) a este mecanismo de
defensa lo llamó «identificación con el agresor». El término masculinización hace
referencia a la apropiación de características propias del proceso de masculinidad que,
en la cuestión amorosa, se construye sobre un continuum desde un cierto desapego de lo
amoroso hasta la cosificación de la otra persona, o lo que es lo mismo, «guardando una
distancia simbólica y física vis-a-vis del amor» (García, 2016, p. 140). Este proceso no
vaticina precisamente un cambio de roles o una trascendencia de los mismos. No
significa un cambio de segundo orden en las cuestiones amorosas. No significa una
ruptura con el modelo anterior ni un aprendizaje. No debemos confundir
masculinización con igualdad. Al contrario, el modelo de infidelidad ahonda en una
concepción amorosa basada en la dominación, el control, la falta de empatía y fallas en
la comunicación; ahonda en el narcisismo de la completitud, primando el principio del
placer sin importar las consecuencias ni el daño que se pueda causar: «La infidelidad
constituye un recurso para resolver carencias afectivas, sexuales o de autoestima,
cuando el sueño de totalidad se resquebraja» (Sánchez, 2016, p. 139). Esta
masculinización no añade sino una profunda contradicción en la psique de las féminas,
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ya que si «la mayoría se inclina por experiencias esporádicas cuando teoriza sobre el
concepto, ya que entiende una relación extramatrimonial […] prolongada como un
matrimonio bis […]. Sin embargo, a pesar de las preferencias manifestadas, las
mujeres tienden a la estabilidad y más bien suelen tener un amante fijo al que procuran
[…] ser fieles, generando marañas sentimentales de extraordinaria complejidad» (ibíd.,
p. 141).

Si bien no se puede concluir que la mayoría de romances extramatrimoniales


heterosexuales se produzcan entre hombres casados y mujeres solteras, sí que parece ser
la combinación más usual (García, 2016). «Cuando decidí separarme […], sí, te
confieso que tenía una ilusión inmensa de organizar mi vida con él; no me di cuenta de
lo muy metida que estaba en el cuento de la relación feliz, la química, el que si era él la
persona correcta. La presión y la ilusión fueron decisivas a la hora de tomar la
decisión de separarme y seguir de amante con él, con el sueño de que él también se iba
a separar. Ese fue otro gran error estúpido por mi parte, haberle creído» (Jaramillo,
2014, p. 43).

Resulta más extraño encontrarse con la combinación hombre soltero/mujer casada. Es


raro encontrar en la práctica clínica a hombres solteros persuadiendo a sus amantes
casadas o casados para que abandonen a la pareja (Pittman, 1994). De hecho, hay pocos
hombres amantes que acepten una relación paralela, según revelan algunos relatos
(ibíd.).

También se observa una cierta pauta regular: las mujeres heterosexuales en la


infidelidad fundamentalmente tienden a enamorarse de la persona amante, incluso si
ello significa poner fin a la relación oficial, mientras que los hombres heterosexuales
procuran no enamorarse y, si llega el caso, les cuesta más poner fin a la relación oficial;
si pueden, lo evitan. En este sentido, estas mujeres parece que tienden a separarse del
marido, mientras que estos hombres tienden a permanecer en los matrimonios. «La
infidelidad femenina aún tiene más posibilidades de desembocar en un divorcio que la
infidelidad masculina» (Salomón, 2005, p. 72). Aunque, repito, este estado de cosas
está cambiando: «Los nuevos hombres, más femeninos, y las nuevas mujeres, más
viriles, parecen invertir esta tendencia» (ibíd., p. 71). Quizás porque la diferencia
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fundamental entre la infidelidad masculina y la femenina resida en lo que buscan. Así,


la infidelidad femenina heterosexual parece cimentarse fundamentalmente en una
profunda insatisfacción psicoafectiva (Houel, 1999). Aunque si bien es cierto que
algunas mujeres entrevistadas afirman preferir «muchos escarceos, antes que un amante
fijo» —un discurso, por otra parte, muy vehiculado en la construcción del actuar
masculino—, la realidad es que todas, nos dirá Consuelo Sánchez (2016), terminan
teniendo un solo amante y además con pretensiones de ser (le) fieles.

En las parejas homosexuales exploradas, tanto femeninas como masculinas, el


fenómeno de la infidelidad según algunos relatos aportados parece estar tanto o más
presente que en las parejas heterosexuales. Las motivaciones subyacentes no parecen
diferenciarse de las homólogas heterosexuales. Los mismos patrones por género, de
insatisfacción afectiva y sexual femenina así como un deseo de promiscuidad y
variabilidad sexual masculina, parecen motivar estas infidelidades.

Si el amor en Occidente es fundamentalmente una relación basada en la dominación,


¿qué sentido tiene la infidelidad? La fidelidad entendida como exclusividad sexual o
monogamia se entiende desde el poder como manera de regular las relaciones humanas
para constreñirlas tanto social como políticamente. De hecho, «la fidelidad resulta
exigible solo a los inferiores, sean mujeres, esclavos, empleados o colonizadores de
todas las épocas» (Sánchez, 2016, p. 22). En este contexto de poder, la monogamia
representa una forma de sujetar y de controlar. La infidelidad, pues, parecería responder
a una rebeldía contra este orden de cosas; una liberación de la opresión. Una especie de
evasión de esta realidad impuesta, de tal forma que permita llevar una realidad
relacional paralela, una doble vida que dota de nueva identidad, de nuevas posibilidades.
Visto así, parece más del orden de una transgresión. Una transgresión, sin embargo, que
no afecta a las personas que componen la pareja de manera igualitaria; al contrario, lejos
de revolucionar y generar cambios estructurales, perpetúa los patrones y roles
determinados por el patriarcado, en los cuales no se ama de la misma manera ni se
socializa en los mismos valores. El patriarcado propicia una doble moral en la que la
infidelidad parece constituir la cara oculta del amor. Que las mujeres sean igualmente
infieles no deja de fomentar relaciones desiguales, relaciones de dominación. Si la
fidelidad permite generar relaciones de dominación y de poder, la infidelidad no rompe
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ese esquema, generando a su vez relaciones igualmente de dominación y de poder. No


genera relaciones igualitarias que permitan reconstruir nuevos modelos. La infidelidad
no solo no deconstruye, sino que impide construir. De la misma manera que la
liberalización de la mujer y su incorporación al mercado laboral tampoco han traído un
cambio de segundo orden, es decir, igualdad en las relaciones. Al contrario, las ha
esclavizado aún más si cabe al tener que ser económicamente independientes, además
de seguir ocupándose de las tareas de la casa, del cuidado de la prole y la familia
extensa (padre, madre, tíos, tías). ¿Entonces? La infidelidad parece entroncar de lleno
en las relaciones de poder, tanto o más que la fidelidad. Al respecto, Gutman (2012)
afirma que los secretos y las mentiras son formas de dominación, partiendo de la
premisa de que la información es poder. Desde esta perspectiva, entroncamos con la
idea de la mentira como abuso de poder de Foucault (2009). Y así se entiende la
infidelidad como una forma más de abuso de poder, de dominación, y no como
liberación. El abuso de poder que se inscribe dentro de este tipo de relaciones
clandestinas se revela en el carácter de un posicionamiento irrevocable ante el cual la
persona amante solo puede elegir entre seguir la relación en esas condiciones ocultas
fijadas por la persona casada o ponerle fin. La posibilidad de formar pareja oficial no
parece ser la salida más frecuente. Y la persona cónyuge oficial no puede ni
posicionarse, debido a que no tiene el poder de hacerlo que le daría el saber, el conocer
la información. Es importante entender que la persona infiel detiene el control de la
relación, en cuanto que es ella quien conoce toda la verdad sobre la realidad de su
situación y no la comparte abiertamente con ninguna de las otras dos partes. Tiene el
poder de decidir el lugar que cada persona, oficial y amante, ocupa en su vida, a veces
ejerciendo un control estricto. Resulta toda una disociación a la que se somete la figura
del amante, aceptando reprimirse, ocultarse. Relaciones de dominación organizadas
fundamentalmente en torno al secreto, dando un poder particular a quien detenta la
verdad, puesto que divide a las personas entre aquellas que podrán tomar una decisión y
las otras, que se verán afectadas por esta (Croizier, 1995), basadas en una especie de
consenso negativo en el que importa más la operación de maquillaje que el
conocimiento, saber callarse y poder decir (García, 2016). Al menos la persona amante
puede decidir, cosa que la persona oficial no puede.
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La infidelidad plantea una desigualdad estructural en el interior de la pareja. En el caso


que aquí nos ocupa quizás es más evidente. La cuestión de género se evidencia a
múltiples niveles. Por un lado, la proporción de hombres que mantienen relaciones con
amantes a largo plazo es mayor o, al menos, es lo que la literatura parece airear más. En
cuanto a la calidad también es diferente: mientras que los hombres amantes suelen
entretener otras relaciones, las mujeres amantes se suelen mantener fieles a esos
hombres casados. En muchas mujeres, las relaciones con otras personas que no sea la
persona infiel se dan con el objetivo de formar pareja. Mientras que muchos hombres
infieles no se plantean dejar a sus mujeres, muchas mujeres infieles sí parecen
plantearse el dejar a sus hombres y de hecho lo hacen más, y ello en gran parte porque
«la mujer tiende a involucrarse más […]. Cuando una mujer se involucra, acaba el
matrimonio» (Jaramillo, 2014, p. 13). Por eso hay mujeres que se convierten en amantes
a largo plazo tras haber dejado a su pareja: «Pensé que al separarme de mi marido
podríamos estar juntos, vivir nuestro sueño» (ibíd., p. 44). La realidad y los hechos nos
muestran y demuestran una y otra vez la enorme dificultad, más particularmente
masculina, ante la soledad: «Pero la verdad es que no es capaz de vivir solo. No puede
vivir solo. Siempre tiene que tener o sentirse atado a otra persona» (Jaramillo, 2014, p.
37). La dependencia, pues, no afecta solamente a las mujeres sino también a los
hombres. Quizás en los hombres se trate de una estrategia de dependencia instrumental
frente a la dependencia emocional en las mujeres. Glass (2002) matiza que la mayoría
de mujeres solteras esperan y creen que sus parejas infieles masculinas dejarán a sus
parejas oficiales, en contraposición con los hombres solteros amantes de mujeres
casadas, los cuales, en ciertos casos, tienden a presentar fobia al compromiso. Incluso
pueden sentirse especialmente atraídos por mujeres que no tienen intención de dejar a
sus maridos. Así, continúa la autora, muchos hombres solteros que tienen aventuras con
mujeres casadas tienen una perspectiva similar a los hombres y mujeres infieles, para
quienes la aventura es una atracción secundaria. Mientras que para muchas mujeres
solteras la aventura con un hombre casado es principal.

Relaciones fundamentalmente basadas en el bienestar individual de la persona infiel,


regidas más por un principio del placer egótico, al cual se adapta complacientemente la
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persona amante, en detrimento de sí misma, en muchas ocasiones. Relaciones marcadas


por un sufrimiento silencioso. Es importante notar que es difícil que los hombres
acepten una posición secundaria como amantes. El psicoanalista Jean Michel Hirt
(García, 2016) les llama «hommes-maîtresses» (hombres-amantes), subrayando así
cualidades tildadas de femeninas como la ternura, la atención, la pasividad. En otras
palabras, como si los roles estuvieran invertidos; la persona amante, figura clásica de la
espera amorosa y la dependencia afectiva, se empieza a conjugar hoy en masculino y no
sin dolor.

Este tipo de relaciones secretas —las infieles— parecen estar basadas en una
concepción romanesca del amor, es decir, amor romántico en el sentido de intemporal o
eterno en su cualidad de imposible, transgresor, absoluto, único. Se trata de una
concepción romántica fundamentalmente para la persona amante, ya que para las
personas infieles la superficialidad de los vínculos afectivos basados en la disociación
en el sentido de dividir («split») hace que puedan decir «te amo» al mediodía a la
persona amante y por la tarde a la pareja oficial lo mismo. Como afirma Walter Risso,
aquella persona que ama menos mantiene el control de la relación.

Lo más sorprendente de la estructura de la pareja infiel reside en que el modelo de


relación oculta no difiere en absoluto del «tradicional» respecto al cónyuge oficial. Al
contrario, reproduce fielmente los cánones patriarcales de dominación, perpetuando los
roles masculinos y femeninos sin cambiar un ápice, aunque sea en su vertiente invertida.
Podríamos decir que las relaciones clandestinas ahondan en la disociación de roles entre
el exigido a la pareja oficial y el representado por la pareja amante. En definitiva, las
relaciones clandestinas no hacen sino equilibrar el frágil equilibrio de las relaciones
maritales, manteniendo el statu quo heteropatriarcal, al cual contribuye de manera
cómplice la amante. Nada de revolucionario, pues, desde un punto de vista social
(Houel, 1999).
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JUSTIFICACIÓN VERSUS COMPRENSIÓN

«Independientemente de las razones, nada justifica la infidelidad» (Risso, 2010, p. 59).

Antes de entrar en materia, incidiremos en la diferencia de significados entre conceptos


que pueden portar a confusión.

Justificación significa dar razones para legitimar un acto; es crear una explicación a
través de la cual la propia victimización absuelve de las transgresiones (Glass, 2002).
Muchas veces puede confundirse este concepto con el de excusarse. Las excusas son
también un intento de explicar por qué se hizo algo mal con la finalidad de minimizar su
error. La diferencia estriba en que las personas que se excusan están más dispuestas a
aceptar la culpa por sus acciones que las que se justifican, las cuales actúan moralmente
en un esfuerzo por validar lo apropiado de sus conductas (ibíd.).

Buscar las causas de la infidelidad —particularmente dentro de la pareja— es echar


balones fuera. Es justificar algo difícil de justificar, desde el momento en que dichas
situaciones generadas por la infidelidad les causa perjuicio, ya sea por ser víctima de
infidelidad, ya sea porque la persona amante se empeña en sostener una situación que le
genera un profundo malestar, incidiendo negativamente tanto en su autoestima como en
su autoconcepto, además de en su salud física y mental. En algunas personas infieles,
este acto también es fuente de profundo malestar físico y psicológico. El caso es que las
situaciones de infidelidad son descritas negativamente por muchas personas que directa
o indirectamente las han vivido.

Este proceso de justificación no es posible sin la intervención de distorsiones mentales


llamadas sesgos cognitivos, entre las cuales destaca el error de atribución (Gilbert,
1989). De manera divulgativa, es una manera de culpar a alguien o de atribuir
erróneamente la culpa a otra persona. Existe también el hecho ya demostrado de que no
recordamos lo que realmente ocurrió, sino lo que se denomina «sesgo a posteriori»
(Hallinan, 2009).
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Buscar respuestas al porqué no deja de constituir argumentos justificativos y


explicativos que, lejos de ayudar a comprender la infidelidad, la nublan. Las
explicaciones y justificaciones nos hablan fundamentalmente de las cogniciones
(creencias) que permiten pasar al acto y desdibujar fronteras y límites. No obstante,
diremos que la persona infiel lo es o lo ha sido porque considera que puede serlo
fundamentalmente; porque quiere, porque satisface sus necesidades: «—¿Y para ser
infiel, qué elementos se requieren? / […] —Que la persona lo quiera así» (Jaramillo,
2014, p. 24). Las personas que cometen infidelidad lo hacen porque así lo han decidido,
porque se han dado el permiso para hacerlo, aunque «cada una de las infidelidades tiene
un móvil diferente» (Jaramillo, 2014, p 31). Ahora bien, esta información no nos enseña,
no nos ayuda a comprender acerca de lo que ocurre en la mente de la persona que es
infiel para que la infidelidad se actúe. Y además corremos el riesgo de confundir causas
con detonantes y así perdernos.

Resulta prácticamente imposible realizar una terapia sin saber cómo funciona un
problema, por lo que la comprensión se impone como la base de cualquier tratamiento.
El gran y grave error epistemológico está en buscar las causas de una conducta como
sustitutivo de la comprensión. Y es que justificar y explicar no significa comprender.
Hallar las causas de cualquier comportamiento de cara a poder explicarlo nos lleva a
una justificación del mismo, pero nunca a su comprensión ni mucho menos a definir el
problema. Justificar un comportamiento es legitimarlo, esto es, convertir en legítimo un
comportamiento; en este caso la infidelidad, que genera muchos daños y perjuicios. La
justificación es rápidamente convertida en creencia y esta en verdad. Es así cómo se
fabrican los prejuicios, las opiniones y las creencias. Pero en ningún caso puede ello
considerarse ni riguroso ni científico.

Describir los tipos de infidelidad tampoco nos lleva a una comprensión del fenómeno,
porque describir las motivaciones (causas) no significa comprender. Simplemente, saber
los tipos de infidelidad nos da una descripción de las diferentes formas de ser infiel, ni
más ni menos. Pero no lo que subyace a la infidelidad.
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La comprensión (aprender con4) impulsa una forma de conocimiento de un fenómeno


desde dentro lo más globalmente posible. Por lo tanto, interrogarnos sobre el fenómeno
sería partir de la pregunta general ¿qué pasa en la infidelidad?, a la cual podemos
responder con investigaciones cualitativas, esto es, narrativas que nos permitan
comprender qué pasa en la mente de la persona cuando es infiel: qué le pasa a la vida de
la persona infiel, cuáles son sus valores, sus actitudes, sus expectativas; cuál es su grado
de evolución, de madurez; cómo concibe el amor.

Las explicaciones nos nublan la vista tanto o más que las causas, ya que no dejan de ser
también justificaciones más o menos elaboradas: «La única constante presente en el
inicio de todas mis relaciones alternas era la sensación de vacío con mi marido […].
Tal vez el despertar interés en otros hombres me devolvía mi esencia como mujer»
(Jaramillo, 2014, p. 32). Al leer esto, las preguntas que se imponen son: ¿Qué impide
separarse o divorciarse de una persona que no hace bien? ¿Qué sentido tiene seguir con
una relación que no llena? ¿Qué lleva a actuar de manera contraria a como se piensa? A
partir de las investigaciones cualitativas y de los relatos simbólicos (películas, libros) así
como del diálogo con personas que han vivido este fenómeno, llegamos parcialmente —
y desde una perspectiva muy concreta, como es la terapia psicológica— a comprender
que la infidelidad fundamentalmente funciona como una cortina de humo, tapando otros
problemas complejos que en algunos casos subyacen a esta situación. También
llegamos a entender que la infidelidad para algunas personas tiene unas consecuencias
profundamente dañinas, causando perjuicios a terceras y cuartas personas que se ven
salpicadas por un acto que no han cometido. Es decir, que el fenómeno de la infidelidad
tiene consecuencias —más allá de las individuales— que repercuten y marcan
profundamente a veces la vida de otras personas, al haber sido directa o indirectamente
testigos de ello.

En cuanto a las explicaciones y justificaciones, así como a las causas de la infidelidad,


llevan a una culpa injusta; es decir «una estrategia defensiva utilizada por las personas
infieles para esquivar su responsabilidad» (Risso, 2010, p. 59). Y esa «es la filosofía
del abusador» (ibíd.).

                                                                                                               
4
 Es aprender de forma intersubjetiva, es decir, es un aprendizaje fruto del diálogo.
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LA INFIDELIDAD: DOLOR MORAL, SUFRIMIENTO

Pilar Jaramillo (2014) nos evidencia a la perfección cómo la infidelidad —esa búsqueda
de placer— acaba en el encuentro con el sufrimiento.

La infidelidad no solamente es entendida como una traición a la otra persona sino que
en algunas personas representa ante todo una traición a sí mismo y a los propios valores:
«Yo parto de la concepción de infidelidad como una traición, una traición a mis
propios valores […]. Soy infiel conmigo misma, con los valores éticos y morales»
(Jaramillo, 2014, p. 31).

Tras todo lo expuesto anteriormente, y a tenor de las secuelas que la infidelidad causa
particularmente en las personas que la sufren, me parece fundamental tratarla como una
patología vincular en su sentido etimológico, pathos, que significa dolor, un dolor que
perturba la tranquilidad del espíritu, del alma (Séneca, 1994). Se trata de «situaciones
límite» en las cuales las personas implicadas parecen atrapadas, sintiendo que no
pueden salir (Jasper, 1966). Perturbaciones lógicas, en tanto y en cuanto son
«reacciones verdaderas cuyo contenido está en relación comprensible con el
acontecimiento original que no hubieran nacido sin este acontecimiento» (Bercherie,
1986, p.178, citado en Dasuky et al., 2007). Es importante mencionar que el daño
causado por la infidelidad afecta a todas las partes del triángulo y además, en algunos
casos, a la progenitura. Hay que matizar, no obstante, que algunas personas infieles
sufren sobre todo cuando toman conciencia del daño generado. En el caso de las
personas amantes el sufrimiento también se llega a hacer visible: «Cuando se trata de
algo escondido, se potencian todos los sentidos. Uno se llena de sensaciones físicas y
emocionales. Pero, obviamente, luego se convierte en un tormento interior que termina
destruyéndonos. Es un infierno. Estresado, viviendo a escondidas, en el engaño. A
veces esta situación resulta tan desesperante que uno llega a desear ser descubierto»
(Jaramillo, 2014, p. 25). El dolor y el sufrimiento inherentes a la infidelidad, tal y como
lo vemos en terapia, salpica de manera particular a la persona traicionada, ese dolor del
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alma, esa aflicción moral que la sociedad postmoderna intenta negar, ocultar, evadir,
disociar, anular a través de una banalización del fenómeno de la infidelidad e incluso
una frivolidad de la misma.

La psicología cognitiva lo deja bien claro: sufrimos no por los acontecimientos, sino por
cómo los interpretamos (Beck, J.S., 2009)5. Es decir, se trata de un sufrimiento que, a
diferencia del dolor, procede de nuestra mente, de nuestros pensamientos y de nuestras
creencias (Álava, 2003). Al hilo de esta idea, algunas preguntas se imponen: ¿Cuáles
son esas creencias erróneas e irracionales que tenemos —particularmente los
occidentales— sobre la fidelidad amorosa o el amor que tanto sufrimiento genera?
Parece ser que la respuesta está en la idea que tenemos del amor: un amor romántico
que mitifica las relaciones de pareja, convirtiéndola en una utopía emocional; «un
fenómeno idealizado y vivido de forma irreal por muchas personas» (Herrera, 2010, p.
79). La creencia errónea del amor verdadero puede desglosarse en ese amor eterno, puro,
incorruptible. Ese amor fusional que protege «de las inclemencias de la vida y desaloja
las vivencias de soledad humanas tan inquietantes como inevitables» (Coria, 2005, en
Herrera 2010, pp. 372-373). En definitiva, parece tratarse de un amor maternal,
regresivo, a través del cual las personas pretenden alcanzar la unidad total, el paraíso
perdido. Parecen pretensiones de corte narcisista —y, como tales, grandiosas y
megalómanas— que nos hablan de amores imposibles, irrealizables e inalcanzables. Se
asemeja al amor materno en su aceptación incondicional. Creencias y expectativas que
nos hacen esperar de la pareja todo. Y cuando las expectativas en forma de exigencias
en gran medida inconscientes no son satisfechas se arremete, se castiga, se pena a la
persona por no haberlas satisfecho. En principio, esto poco tiene que ver con el amor.

La psicología humanista va más allá de la corriente racionalista, y afirma que a nivel


humano hay algo más profundo que pone de relieve la infidelidad amorosa, algo cuya
dimensión va más allá de la cognición, empapando globalmente la existencia humana
para que la falta de ello suponga una amenaza. El amor. La búsqueda de ese
encadenamiento libre para así liberarnos de la vivencia de la separatividad que, además
                                                                                                               
5
 Cuyo precursor parece ser el filósofo estoico griego Epicteto, quien decía que las
personas son afectadas por la opinión que se hacen de los acontecimientos, no por los
acontecimientos en sí.  
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de vergüenza y culpa, genera angustia. A través del amor el ser humano pretende salir
de la prisión de la soledad existencial (Fromm, 2004). El amor entendido como la
trascendencia de la individualidad, como el sentir que se forma parte de algo más que de
sí mismo. Desde esta perspectiva, podemos fácilmente entender que el amor se haya
convertido en una especie de religión «secular», en su sentido etimológico de «religare».

No obstante, el amor romántico en tiempos (post) modernos nos lo venden —en


particular a un género más que a otro— como una necesidad, una búsqueda anhelada de
una mítica unidad perdida, esa búsqueda del alma gemela, esa mitad que nos asegura
una fusión perfecta tanto física como espiritual, reflejando así esa infancia perdida en la
que éramos el centro del universo y nos sentíamos seguros. Esa fusión trascendental por
la que perdemos nuestra individualidad y somos un colectivo, una comunidad, un
nosotros. Dejamos de ser angustiosamente uno para ser dos o más. Parece un argumento
de cualquier película romántica de Hollywood. Pero, de facto, nada más lejos de la
realidad. Quizás haya que diferenciar el amor como expresión de la condición humana
que trasciende la individualidad en pos de un bien común del postmoderno amor
romántico, patchwork6 hecho a partir de retales individuales e individualistas; es decir,
un narcisismo a dos para así evitar y sanar heridas narcisistas que nos alejen de un
mundo despiadado (Sennet, 1996).

LA DIMENSIÓN MORAL DE LA INFIDELIDAD

¿Qué relación encontramos entre infidelidad y moral? Walter Risso especifica que la
infidelidad, además de constituir una violación de un código moral, de un pacto, es
también lastimar, herir y destruir al semejante. En este sentido, en la infidelidad hemos
observado que no solamente confluyen factores psicológicos (interpersonales) y
existenciales (soledad, vacuidad), sino también morales, puesto que en ella convergen
aspectos inherentes como la culpa, el castigo, la vergüenza y la deuda. Por lo que
introducir la perspectiva moral de la infidelidad está justificada sobre todo —y
fundamentalmente— desde el daño generado, desde el engaño, la mentira y la

                                                                                                               
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 Pieza tejida con fragmentos de otras telas.
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ocultación, así como desde la traición de un contrato de reciprocidad consensuado


libremente. Por lo tanto, la dimensión moral puede considerarse un aspecto humano a
tener en cuenta. Máxime cuando la moral sirve para evitar la maldad de los demás,
entendiendo la maldad como aquellas conductas que generen daño, que causen perjuicio.
La moral está en la base de las relaciones humanas (Quiles del Castillo, Morales,
Arriegui y Morera, 2015).

La psicología de la maldad, que parece datar de los años ochenta, nos explica que «el
estudio de las conductas que causan daño o sufrimiento a otros tiene una larga
tradición en psicología social» (Quiles y col., 2015, p. 23). Hay maldades cercanas a lo
cotidiano; acciones que generan dolor y sufrimiento como el rechazo social, el
ostracismo, las humillaciones. Suponen todas ellas un daño interpersonal. Estos actos
malos están próximos del concepto de actos inmorales (Gray, Young y Watz, 2012), en
el que se incluye el engaño. El calificativo de inmoral viene dado fundamentalmente
por el daño generado: «Toda la moralidad se entiende a través de la lente del daño»
(ibíd., p. 108). Desde esta perspectiva, la infidelidad puede perfectamente considerarse
como una maldad cotidiana o acto inmoral. Ahora bien, dejando muy claro también que
no se puede aislar la cuestión moral del contexto cultural.

En la práctica clínica de la infidelidad emergen aspectos morales como el daño (y su


reparación), la culpa, la asunción o no de responsabilidades, las consecuencias de los
actos, los valores, la traición, entre otros. También es de destacar y subrayar otros
aspectos notablemente morales, que sobresalen en esta práctica concreta como la
venganza, la justicia, el perdón, la crueldad, la reparación del daño.

Según Kholberg (1992), la motivación para la acción se basa en el razonamiento moral,


de tal manera que la motivación vendría dada por el grado de fidelidad de la persona a
sus principios morales. Si ser víctima de infidelidad no es algo deseado ni por la propia
persona infiel, ¿cómo es posible la infidelidad dentro de este marco? ¿Cómo podemos
entender la infidelidad, un acto a priori no deseado para sí y, sin embargo, realizado a
otras personas con todo un proceso de justificación previo que permite el pasaje al acto?
¿Cómo comprender el profundo sentimiento de culpa que muestran algunas personas
habiendo sido infieles? ¿Cómo explicar la falta de culpa, de empatía, durante la
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infidelidad? ¿Cómo es posible hacer daño a alguien a quien se quiere? ¿Cómo es


posible que una persona actúe en contra de su propia moral? «Yo parto de la concepción
de infidelidad como una traición, una traición a mis propios valores. El ser humano se
manifiesta mediante la búsqueda. ¡Traición! Soy infiel conmigo misma, con los valores
éticos y morales y con el equilibrio espiritual. Siento que la infidelidad desequilibra, me
saca de la armonía, me lleva a buscar afuera lo que yo debiera tener dentro de mi
misma. Soy infiel porque busco en otra persona lo que debería tener en mi propio ser»
(Jaramillo, 2014, p. 31).

En este intento de comprender este aspecto humano que es la moral hemos hallado
respuestas interesantes dentro de la perspectiva de las neurociencias, la antropología y
psicología evolucionista.

Quizás el primer aspecto a señalar sea la estrecha relación entre la moral y la fiabilidad.
Así, la neurociencia define la moral como la saliencia de nuestra disposición a colaborar
haciendo ver que somos confiables (Traver, 2016). En este sentido, la moral está
relacionada con la confiabilidad y la cooperación. Desde esta perspectiva, la infidelidad
puede concebirse como la imposibilidad de confiar y de ser confiables. Una persona
infiel es una persona no confiable y por ende una persona inmoral, puesto que no
respeta la ley (simbólica), la palabra, el pacto. No podemos decir que sea un
comportamiento cooperativo, y no ayuda desde luego a la cohesión; al contrario, divide.
La infidelidad rompe la solidaridad y la cooperación; rompe la base de las relaciones,
que es la confianza. Destruye el tejido social, generando daños graves en muchas
personas. «La pérdida de la confianza básica es posiblemente el mayor coste de la
infidelidad» (Risso, 2010, p. 62). Quizás este gran daño derive de su negación: «El daño
moral reside fundamentalmente en la falta de reconocimiento» (Cortina, 2011, p. 146).
Esa negación constante y persistente tiene consecuencias muy dolorosas para las
personas víctimas de infidelidad. Otra de las variables que contribuye al dolor es el
profundo sentimiento de injusticia. Ante una situación de infidelidad, la persona —
consorte oficial— se ve dañada injustamente, «ya que carece de algo que merece en
justicia» (Pérez, 2013, p. 20). Situación directamente emergente de la transgresión de
una norma consensuada, la de la fidelidad recíproca. Si lo moral constituye el respeto a
la norma, podríamos decir que «lo inmoral conlleva la trasgresión de determinados
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principios en un ámbito de reciprocidad» (ibíd.).

Siguiendo esta misma línea de pensamiento, la moral —según la psicología


evolucionista— se enraíza en nuestra evolución como especie, es decir, que la moral
derivaría de nuestra naturaleza gregaria, siendo su finalidad facilitar la cooperación. La
moral emergió, evolutivamente hablando, para controlar las conductas de los demás, no
las propias, a través del ostracismo, el chisme y el castigo. La moral protege ante todo la
comunidad. Nació para hacer las comunidades cohesivas y laboriosas (Traver, 2016).
En este contexto, el crimen sería querer tenerlo todo para sí mismo; el beneficio propio
en detrimento del beneficio de la comunidad. El engaño, siguiendo esta línea de
desarrollo, nace como contraestrategia para liberarse del yugo de la moral colectiva y
preservar el individualismo. El engaño permite tenerlo todo: el beneficio común y el
beneficio individual evitando las consecuencias del castigo, el ostracismo social, así
como los sentimientos desagradables derivados del acto de engañar. El engaño
posteriormente ha evolucionado hacia el autoengaño (Traver, 2016). Desde esta
perspectiva, la infidelidad representa un acto en contra de la comunidad, pues la persona
infiel actúa en su propio beneficio en detrimento del beneficio de los demás: en este
caso, la persona víctima y la persona amante. Para evitar las consecuencias del castigo
—el ostracismo, la vergüenza, la culpa y la deuda— la persona infiel engaña,
convirtiéndose en una persona en quien no puede depositarse la confianza. También
podemos entender el engaño de la infidelidad como una liberación del yugo del bien
común en aras de una «promoción» individual. De esa manera, la persona infiel obtiene
todos los beneficios sin las consecuencias de sus actos.

Para poder pasar al acto y ser infiel, la persona procederá a un autoengaño de tipo
justificativo. Así, el argumento comúnmente esgrimido a favor de la infidelidad es la
profunda insatisfacción marital. Hay otros, por supuesto, como son la necesidad de
cambio, la subversión de los convencionalismos, el aburrimiento, la falta de chispa, la
autonomía, la liberación e incluso el amor a sí mismo (autoestima). Son muchos y
variados los argumentos justificativos que permiten pasar al acto infiel. Lo cierto es que
hay parejas insatisfechas que no son infieles y hay parejas satisfechas que sí lo son. Por
ello, la comprensión del fenómeno conviene buscarla en las historias individuales. La
infidelidad hace emerger aspectos o factores personales que pueden no ser evidentes
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hasta que la infidelidad sale a la luz (Glass, 2002). Algunas personas que son infieles o
lo han sido fallan en el intento de ser fieles a sus propios valores y principios
conscientemente adoptados, produciéndose una desconexión con la acción. Se ven a
veces incluso sorprendidas ante sus acciones y ante lo que son capaces de hacer. No se
reconocen en su acción infiel; sienten una extraña extranjereidad o alienación. No se
identifican con la manera de hacer mostrada en la infidelidad. Por otro lado, la persona
víctima de infidelidad también se sorprende y se cuestiona en ocasiones con quién ha
estado todos esos años. El profundo sentimiento de extrañeza invade a ambas partes de
la pareja.

Si la fidelidad requiere la habilidad social de la empatía —entendida esta como


inhibición moral (Traver, 2016)—, la persona infiel no parece capaz de inhibirse
empáticamente. Resulta, al parecer, difícil hacer lo moralmente correcto, inhibirse,
cuando esta acción contradice deseos más profundos o necesidades más inconscientes.
Ello puede en algunas personas conducir a un conflicto interior, que se eyecta más o
menos conscientemente para evitar un malestar interno. Digamos que la infidelidad
traslada el malestar interno hacia el exterior.

Ahora bien, la moral no es que se tenga o no se tenga ni es compacta, sino que parece
ser una cuestión dimensional y de grados (Haidt, 2012). La teoría de los fundamentos
morales del antropólogo Richard Sheweder parece responder mejor a la variabilidad
cultural de los juicios morales, de tal manera que se puede afirmar que existen
diferentes formas de moralidad. El posterior trabajo y desarrollo de estas ideas lo
encontramos en la obra de Jonathan Haidt, The Righteous Mind, según el cual —de
manera muy sucinta y divulgativa— en la moral habría al menos cinco dimensiones:
cuidado/daño, equidad/engaño, lealtad/traición, autoridad/subversión y
santidad/degradación, con sus correspondientes emociones: compasión, ira, gratitud,
culpa, orgullo de grupo, rabia contra las personas traidoras, respeto y asco. Así,
podemos ser morales en una dimensión —por ejemplo, en la de autoridad—, e
inmorales en otra u otras —como por ejemplo la del cuidado y/o equidad—, surgiendo
así dobles morales o morales múltiples, por así decirlo, lo que nos permite entender
fenómenos como la infidelidad en personas con valores morales desarrollados en otras
áreas. En este sentido, dentro de una misma dimensión también se puede ser moral en
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un área y ser inmoral en otra área. Así por ejemplo, dentro de la dimensión
lealtad/traición se puede ser moral siendo muy patriota, y ser desleal engañando a nivel
íntimo en la pareja.

Si cada dimensión se corresponde con una serie de emociones, centramos la atención en


la dimensión de santidad/degradación, que se corresponde con la emoción de asco,
emoción a medio camino entre lo biológico y lo cultural (Rozín y Fallon, 1987). Según
estos autores existen tres niveles de asco, entre ellos el asco moral o repugnancia, de
carácter simbólico. El asco, entendido como mecanismo biológico de origen evolutivo,
nació para evitar alimentos ponzoñosos o putrefactos (Traver, 2016). Se trata de una
emoción cuya finalidad sería evitar lo dañino. Por lo tanto, el asco se activa (o debiera
activarse) ante aquello que hace daño, de tal manera que lo inmoral es susceptible de
repugnarnos, en cuanto al daño y perjuicio se refiere. Así mismo, los valores morales se
internalizan y pasan a formar parte de la estructura psíquica de las personas. En este
sentido, conductas que violen los valores morales no gustarán, generando rechazo, asco.
Si se banalizan, normalizan o naturalizan fenómenos susceptibles de repugnar, se corre
el riesgo de generar patologías morales por exceso o defecto de asco. A nivel vincular,
la falta de asco autoriza a permanecer en relaciones tóxicas —es decir, que hacen
daño—, relaciones caracterizadas en general por una malquerencia, cuanto menos, y por
un maltrato en su máxima expresión, en las cuales algunas personas pierden esta
emoción instintiva que permite distinguir lo bueno —lo que hace bien— de lo malo —
lo que sienta mal—, así como eliminar la capacidad de rechazo de lo dañino. En el caso
de la infidelidad nos encontramos con una conducta que causa daño y dolor a dos o más
personas, al menos, proveniente del engaño, las mentiras y la ocultación en gran medida.
Es decir que en la infidelidad tenemos a una persona que desarrolla una serie de
conductas que causan un daño —en algunos casos, severo y persistente— y al menos a
dos víctimas. Las prácticas conductuales que provocan dolor a la víctima o víctimas son
fundamentalmente el engaño, las mentiras, la ocultación y la traición. Si la función del
engaño es evitar las consecuencias y la responsabilidad de los actos, la ocultación
pretende mantener «la propia imagen del yo» (Quiles del Castillo y col., 2015, p. 17),
comportamiento «consciente y deliberado» (ibíd.). Desde esta perspectiva se comprende
perfectamente que la infidelidad así como la persona infiel sean susceptibles de producir
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asco y rechazo y, como tal, sean indeseables, puesto que hacen daño y mal. Pero la
normalización y banalización de tal fenómeno así como la «exculpación» del agente de
tal conducta hacen que en este fenómeno de traición parezca conjugarse una falta de
repugnancia moral. Por un lado, las personas infieles —como parecen estar
victimariamente en relaciones obsoletas, aburridas, vacuas, tediosas, rutinarias,
humillantes— buscan fuera de esa horrible relación oficial otras relaciones que les
sienten mejor. Este alegato que permite enfocar la infidelidad en tanto que respuesta
liberadora y generadora de cambio a una desagradable situación marital, y que no es
sino una negación, justificación y rechazo de su responsabilidad en la acción,
contemplado así ya no genera asco o rechazo. Al contrario: genera empatía, compasión,
aceptación. Evidentemente hay que entender que no es posible materializar un acto
dañino sin antes crear una imagen de la víctima que permita legitimar el (supuesto)
sufrimiento. Así pues, por un lado esta argumentación le servirá tanto para pasar al acto
como para legitimar su mal comportamiento, evitando así el asco y el rechazo tanto de
sí mismo como de la persona amante y, a veces, de la persona consorte oficial. Por otro
lado, vemos personas amantes dispuestas a esperar y esperar hasta desesperar,
ignorando las mentiras y los engaños —de los cuales a veces ellas son testigo—
aceptando esa ocultación. O mercantilizadas y cosificadas, en cuanto que utilizadas
sexualmente en relaciones efímeras. Así se forman relaciones valoradas como altamente
dañinas, particularmente en aquellas personas amantes que desean formar una relación
oficial con la persona infiel. En estas personas, el asco moral parece estar inhibido. Es
decir, es raro encontrar la emoción del asco o repugnancia moral en las personas
amantes, particularmente durante la aventura. Se llega a evidenciar dicha emoción tras
una dramática y trágica ruptura, y solamente en algunos casos.

Por último, personas víctimas de infidelidad, engañadas, traicionadas y malqueridas que


están dispuestas a trabajar por la relación, a «perdonar» porque valoran que «vale la
pena» todo el dolor y sufrimiento para luchar por la relación. En estas personas, el asco
o repugnancia pueden materializarse en un rechazo o distanciamiento inicial tras
enterarse. También pueden estar presentes de múltiples maneras, como el evitar el
contacto físico con la persona infiel o el rechazo de objetos de valor simbólico o la
evitación de lugares, actividades, etc. que refieran a la aventura, como evitando toda
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contaminación. «El asco […] genera el deseo de eliminar el objeto que lo causa» (ibíd.,
p. 22).

Ahora bien, si el asco parece haber evolucionado como sistema de defensa psíquico
destinado a protegernos, se trata de una barrera defensiva, al parecer frágil y poco fiable,
que puede verse anulada por otros aprendizajes, condicionamientos y condicionantes
más poderosos (Traver, 2016) posiblemente también a nivel instintivo como son el
miedo y la angustia que este puede generar. Esta anulación parece evidente en la
infidelidad.

Quizás la idea moral, dirá Goldschmidt (1979), no deba estar demasiado lejos del
sustrato biológico para que pueda ser adoptada como tal de manera universal, de manera
que la cultura sea más bien la (re) interpretación simbólica de los imperativos biológicos.
En este sentido, si se considera que la monogamia no es biológicamente consustancial a
la «naturaleza humana» —es decir, no es natural sino un mito construido culturalmente
como forma de regular las relaciones humanas desde el poder (Herrera, 2010)—, en
consecuencia se perfilarán nuevas formas de relaciones abiertamente consensuadas,
válidas para todo el mundo. Formas de relación definidas bajo la rúbrica poliamor, para
significar relaciones en plural íntimas, sexuales, amorosas, temporales o no, con
conocimiento y consentimiento plenos por parte de todas las personas involucradas. Y si
por el contrario se consensua culturalmente la monogamia será necesaria una
preparación en el desarrollo evolutivo para respetar dicho pacto mientras dure. En
cualquiera de los casos, se impone una mayor madurez y responsabilidad a la hora de
establecer relaciones afectivas de carácter íntimo. El amor no basta. Incluso en el
poliamor, una filosofía que se rebela contra la monogamia y según la cual se ama a
varias personas a la vez, se hace de manera consciente y ética (Easton y Hardy, 2013).
El poliamor defiende que no es necesario retirar el amor a una persona para dárselo a
otra u otras. Ahora bien, ética, consenso mutuo, acuerdo, sinceridad, honestidad y
transparencia son conceptos que aparecen allí donde se habla de poliamor. En este tipo
de amor también hay normas y reglas, siendo la sinceridad, el respeto y el consenso tres
de ellas. Lo que no pasa en la infidelidad. Incluso la «promiscuidad» tiene una ética
(Easton y Hardy, 2013). En estos contextos también existe la noción de infidelidad. Y
se entiende por tal la ruptura de acuerdos, la mentira intencional, la ocultación. La ética
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de la no monogamia está en la honestidad y en el compartir. Las polirrelaciones nunca


se llevan bajo coacción o abuso o mentira; son relaciones consensuadas por los
miembros. El poliamor requiere una buena base de autoconocimiento. No se trata de
sexo fácil —polifake—, eso no entra en esta ética. La práctica de esta forma de amar
requiere mucha comunicación. Si hay celos se trabaja y, si fuera necesario, se solicita
ayuda para ello. Hay libros y talleres para canalizar este tipo de apegos calificados de
inseguros, pero siempre de manera honesta. Lo que llama la atención en esta manera de
amar es el énfasis acordado a las habilidades sociales como la comunicación, debiendo
ser esta clara, y situando la escucha en el centro de esta habilidad; o como la asertividad,
particularmente, poniendo límites. En esta forma de amar se habla de honestidad
emocional, es decir, decir la verdad; de conocimiento de sí mismo o autoconocimiento;
de afecto y cuidado del bienestar de las personas amadas; así como de fidelidad, es decir,
respeto de compromisos, amistades y amantes; de responsabilidad de los propios
sentimientos, eliminando la culpabilización (ibíd.).

Algo particular en la infidelidad postmoderna no es tanto la no exclusividad sexual —


que podría justificarse desde un punto de vista biológico en tanto que estrategia
reproductiva— como la no exclusividad íntima, emocional, que secundariamente parece
dar lugar al adulterio físicamente sexual.

El sufrimiento de la sociedad postmoderna, su malestar cultural, nos remite a una falla


simbólica para con la ley, proponiéndonos una sociedad anómica cuyo imperativo moral
fundamental sería el pleno goce individual en el sentido narcisista, en detrimento del
entramado o tejido social. Una sociedad paradójicamente antisistema e inmoral en
cuanto a su dificultad para obedecer las leyes, respetar las diferencias y evitar dañar,
donde las relaciones se plantean en términos de lucha y de dominación, en términos de
desigualdad, pone en jaque la ética de la comunidad, de lo comunitario, del bien común.
Una sociedad que progresivamente va destruyéndose a sí misma. En este contexto, la
fidelidad —como tantas otras convenciones más o menos a priori consensuadas,
morales— está sufriendo un proceso de amoralización (Rozín, 1999). Un proceso por el
cual un comportamiento que revela fallos morales individuales pasa a ser considerado
por disciplinas como la medicina y la psicología. Esto es, se le quita la carga moral del
daño fundamentalmente y se banaliza, eliminando las consecuencias de los actos. La
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infidelidad en nuestro tiempo se ha vuelto normal, frecuente, habitual. Ya no sorprende


porque forma parte de lo cotidiano; nos vamos habituando a ella. Se va normalizando.
Hay quien va hasta a justificarla, apoyándola en hipótesis biologicistas, aunque también
las hay culturales. De esta manera, la infidelidad va dejando de ser una cuestión moral
para ser un fenómeno natural, biológico o cultural. En este sentido vienen a colación las
discusiones sobre la condición humana en cuanto a la poligamia y la monogamia,
siendo considerada esta última por autores como una aberración de la naturaleza
humana en tanto que especie, aunque también hay quien la considera como una de las
diferentes estrategias reproductivas. También hay quien desde la perspectiva culturalista
aboga por la infidelidad, en tanto que libertad y falta de constreñimiento (Tubau, 2011).
Así, nichos morales se vacían a la vez que se moralizan nichos nuevos que poco o nada
tienen que ver con la moral (Rozín y Brandt, 1997). En este caso, el nicho de la
fidelidad se vacía de su contenido moral como tantos otros nichos, moralizándose
nichos nuevos como por ejemplo la sexualidad, la alimentación, la salud o la ecología,
lo que se conoce como proceso de amoralización. Una de las formas de amoralización
más comunes es la medicalización y la psicologización. Transformando lo moral en
mental, la atención se desvía. Los factores morales son modificados a través de
fármacos y estrategias comportamentales. El castigo se transforma en terapia.

Uno de los riesgos de este anómico sistema corresponde a la confusión de


responsabilidades y culpas, de tal manera que se victimiza a la víctima desligando de la
carga de responsabilidad a las personas que dañan con su actuación. Esto se observa
habitualmente en la clínica de la infidelidad.

Todo este batiburrillo teórico viene a iluminar el nublado y turbio aspecto de la


infidelidad que tiene que ver con el engaño, la mentira, la ocultación, el desequilibrio de
fuerzas, la falla en la confiabilidad y la falta de empatía, aspectos fundamentales en
cualquier relación que sea afectiva, comercial o de otra índole. La confianza parece ser
la base de cualquier relación. Sin confianza no hay relaciones y sin ellas el ser humano
muere. La deriva cultural y moral se asemeja a la deriva génica. La deriva moral (Gray,
2015) no solo nos lleva a la imposibilidad de distinguir lo malo de lo bueno, sino que
además estamos aprendiendo a llamar a lo bueno malo, y a lo malo bueno, situándonos
en una especie de neurosis moral que, siguiendo el modelo de neurosis experimental
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desarrollado por Pavlov7 (1997), se asemeja a una serie de trastornos conductuales,


consecuencia de la incapacidad para distinguir —en ese caso— el bien del mal,
surgiendo así patologías morales.

FORMAS DE INFIDELIDAD

En la infidelidad parecen confluir fundamentalmente dos grandes aspectos: el primero


—y al parecer, principal—, el sexo; el segundo, el afecto, descrito fundamentalmente
como sentirse amado y amar, así como escuchar y sentirse escuchado; otras personas
hablan de comprensión, compañerismo (Jaramillo, 2014). No obstante, las personas
infieles cada vez más buscan romanticismo, chispa y afección tanto o más que sexo.
Buscan enamorarse. «—¿Fue la primera vez que entablaste una relación paralela en tu
matrimonio? / —No. Ya había tenido una casual […]. En aquella ocasión no se
estableció una relación de pareja […], el problema es cuando se involucran los
sentimientos» (Jaramillo, 2014, p. 26).

Un patrón parece extraerse de las relaciones infieles, que perfila básicamente dos tipos
de infidelidad: aquella que implica involucrarse afectivamente y otra muy distinta, en la
que no hay una implicación afectiva.

                                                                                                               
7  Iván Petróvich Pávlov, médico y profesor de fisiología, introdujo el término de

neurosis experimental para denominar a la conducta anormal desarrollada como


consecuencia de la imposibilidad por parte de unos perros de diferenciar dos figuras
diferentes, asociadas cada una de ellas a un estímulo positivo y negativo
respectivamente. Pávlov, una vez enseñó al perro a distinguir entre un círculo y una
elipse, fue gradualmente cambiando los ejes de ambas figuras, de tal manera que se
volvió imposible la distinción entre ambas figuras. Los perros, ante un estímulo
ambiguo y por tanto difícil de discriminar, desarrollaron una serie de comportamientos
anómalos, neurosis aguda, a la cual el investigador llamó neurosis experimental.
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Actualmente, en la clínica se observa un tipo de infidelidad que, más que sexual, parece
emocional, afectiva, íntima. La sexualidad, si llega, llega más tarde. Este tipo de
infidelidad parece estar más ligada a entornos laborales, en los que la amistad entre
colegas de trabajo se desliza hacia la confidencia y esta hacia la aventura (Reyes, 2016).
En este tipo de infidelidad tomar una simple taza de café puede significar mucho más
que eso. Como dijo una persona víctima de infidelidad: «No sabía que aquí tomar un
café pudiera significar cualquier cosa menos eso». Es lo que Fred Humprey (1983, en
Glass, 2002) denominó el síndrome de la taza de café8. Este autor explica a través de
esta expresión que muchas infidelidades comienzan inocente y asexualmente con una
taza de café. Pronto esta pareja desarrolla el hábito de verse regularmente para
compartir cada vez más cosas de sus vidas íntimas, desarrollando una especie de
dependencia de estas charlas de café. Luego de estos encuentros viene el sexo. Y así se
fraguan muchas infidelidades. En este tipo de infidelidades incluimos las que se dan en
un principio por internet, si bien la taza de café o conocerse en persona viene más tarde,
meses incluso después de frecuentarse virtualmente. Tanto Glass (2002) como Pittman
(1994) dejan claro que muchas aventuras empiezan como amistades y se deslizan hacia
la infidelidad gradualmente: «Inicialmente habíamos sido amigos, muy amigos durante
dos años y medio. Después, debido a las circunstancias, nos enredamos» (Jaramillo,
2014, p 31). Pittman (Ibid) puntualiza que la sexualización de la amistad está en la base
de muchas infidelidades, es decir, que muchas infidelidades ocurren porque no se sabe
mantener una relación de amistad con el otro sexo. Al respecto, Glass (Ibid) especifica
que es importante entender cómo amistades platónicas pueden deslizarse en aventura
amorosa. Con respecto a los hombres, esta autora dice que estos se sienten más
cómodos intercambiando sentimientos en una relación amorosa. Como resultado,
cuando una relación empieza a ser emocionalmente íntima estos tienden a sexualizarla.

En la muestra clínica de Glass (ibíd.), el 83% de las mujeres implicadas y el 61% de los
hombres implicados caracterizaron su relación extramatrimonial más emocional que
sexual. En una muestra recogida por este mismo autor en el aeropuerto, el porcentaje
fue de 71% en las mujeres y 44% en los hombres (ibíd.).

La infidelidad con implicación emocional parece entroncar con el enamoramiento, con


                                                                                                               
8
 cop-of-coffée síndrome.
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esa ilusión propia de los primeros amores. Esta parece en esencia constituir una de las
principales insatisfacciones en las personas infieles con respecto a las parejas oficiales:
“—¿Qué buscas en tu amante? / —Temas interesantes, compartirlos; etapas de
enamoramiento, primeros amores, grandes niveles de satisfacción» (Jaramillo, 2014, p.
18). Un enamoramiento paradójico, puesto que debe —e intenta— ser abortado antes de
que «la situación se complique», es decir, antes de implicarse emocionalmente: «Las
nuevas opciones siempre son buenas, por eso a veces es tan difícil parar. Hay que
acelerar y frenar. La búsqueda del enamoramiento que se puede generar a largo plazo
en una ilusión. Si permitimos que esa relación se dispare, la situación se vuelve muy
complicada. Aquí el tema no es enamorarse o no. Es ser realista. El esfuerzo por ser
realista impide el enamoramiento» (ibíd.). Se huye de la responsabilidad y del
compromiso: «No me interesa comprometerme ni ser altamente infiel» (ibíd., p. 17).

LA INFIDELIDAD COMO TRAUMA

El descubrimiento de la infidelidad para muchas personas resulta ser traumática:


«Dolorosa, ¡dolorosísimo! De total desmoronamiento» (Jaramillo, 2014, p. 37). Y
muchas personas reaccionan a ello con síntomas propios del estrés postraumático, entre
la diversa sintomatología. «La infidelidad […] es motivo de depresión, estrés, ansiedad,
pérdida de autoestima y una gran cantidad de alteraciones psicológicas; es el lado más
traumático del amor descarrilado» (Risso, 2010, p. 12). Entender este fenómeno desde
la perspectiva del trauma tiene importantes implicaciones de cara a su tratamiento. La
metáfora del tsunami en tanto que catástrofe puede ayudarnos a entender el fenómeno
de la infidelidad. La persona víctima de infidelidad ve cómo en un instante aquello que
creía seguro, sólido, es desbastado. Aunque la revelación de la infidelidad precipita una
crisis para los tres componentes del triángulo amoroso, las personas traicionadas pueden
reaccionar primeramente en shock, del cual puede tomar su tiempo en reaccionar. En
general, muchas de ellas comienzan a obsesionarse con los detalles de la infidelidad;
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aparecen los clásicos síntomas postraumáticos como la ansiedad, la angustia, los


flashbacks, los trastornos del sueño y del apetito, las dificultades en la atención y
concentración, síntomas somáticos. Lo cierto es que estas personas pasan por una serie
de estadios que se asemejan a un duelo. Por ello la intervención propia de situaciones
traumáticas aplicadas en desastres naturales, accidentes y violencia en estos casos es
fuertemente aconsejada como tratamiento también en la infidelidad. Lo mismo que
aplicar ciertas técnicas propias del trabajo de duelo resulta adecuado y apropiado.

Muchas parejas, contrariamente a lo que se piensa, deciden continuar juntas a pesar de


lo ocurrido. Por ello es fundamental entender dicho fenómeno, para ayudarlas en su
objetivo de mantenerse unidas. Para ello es importante establecer un marco seguro que
ayude a canalizar la confrontación y sentimientos tales como la rabia, la amargura, el
resentimiento en la persona víctima de infidelidad, así como la culpa y la
responsabilidad en la persona infiel. Lo más delicado en estos contextos es el hecho de
que la persona infiel parece constituir la principal figura «sanadora», en el sentido de
que es en quien recae la reparación del daño causado a través de la empatía, la paciencia,
el cuidado, siendo honesta…; es decir, respondiendo a preguntas abiertas sobre la
infidelidad. El modelo de intervención se aplica tanto a una infidelidad como a
múltiples.

Ignorar la infidelidad es negar la existencia de problemas que emergerán más temprano


que tarde. Parejas que han seguido este modelo han acabado en ruptura traumática. En
ellas se ha visto mucha ambivalencia por parte de la persona infiel, quien ha seguido en
contacto con la persona amante. Esta ambivalencia se ha manifestado en forma de
retornos intermitentes a la pareja, generando mucho más dolor.

Dado que la infidelidad la vislumbramos como un paso al acto —o «acting out»—


descifrar el mensaje de dicho acto y comunicarlo forma parte del proceso terapéutico.
Es importante habituarnos como profesionales a comprender aquello que no es dicho
con la palabra. En el caso de la infidelidad, se trata de entender si es un mensaje de
ruptura o qué cosas reprimidas se juegan en este tipo de relaciones clandestinas. ¿Se
trata de venganza, de miedo a la intimidad relacional o al compromiso? ¿Se trata de
romper con la pareja actual, para con quien guardan una profunda relación de
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ambivalencia entre dependencia y autonomía? ¿Se trata de personas psicópatas


subclínicas o personas perversas narcisistas, para quienes la infidelidad es la norma?
¿Qué es lo que realmente se dice con la infidelidad? Retomar la palabra, la función
simbólica de la misma, es la base de la terapia.

La infidelidad resulta ser en muchas ocasiones igualmente traumática para las personas
que son testigos, en este caso la descendencia. Resulta impactante hasta qué punto
puede llegar a traumatizar. En consulta tenía a una persona de 40 años, todavía llorando
a lágrima viva, hablando de la infidelidad de su padre. La persona en cuestión lo sabe
desde que tiene 9 años y todavía hoy le causa dolor. Lo que más le dolía al hablar de
ello fue la negación del hecho. Su padre lo negó toda la vida hasta que finalmente acabó
dejando a la familia oficial para irse con la persona amante y formar una nueva familia.
El otro punto doloroso y traumático fue el abandono emocional y afectivo por parte de
la persona infiel, de toda la progenitura de la familia oficial. Es un dolor que marca la
vida de los vástagos hasta bien adultos e incluso afecta a la dificultad de confiar en
general. Se puede ser testigo presencial de infidelidades sin ser necesariamente ser
familia y puede, igualmente, marcar de manera especial. Por ejemplo, en el ámbito
laboral o empresarial. Este tipo de infidelidad puede traumatizar fundamentalmente por
las formas, por ser una forma de violencia basada fundamentalmente en la cosificación
y la deshumanización, llegando al maltrato emocional y físico, a veces: «Lo viví cuando
tenía 22 años […]. Primero fueron solo unos meses de pasantía donde no me di cuenta
de muchas cosas. Luego, graduada, volví a ser contratada por la misma empresa. Eran
hombres influyentes: empresarios, constructores, ejecutivos, políticos de renombre y el
gerente general, que era quien manejaba todo […]. Dentro del orden del día, había un
punto que se llamaba “actividades especiales”. Cuando llegaban a ese punto, los
asistentes y suplentes salían de la juntas y solamente quedaban los principales; en eso
entraba yo y me decían lo que necesitaban. Había que llamar al contacto que ellos ya
conocían, pues lo habían hecho muchas veces. Ese contacto les buscaba mujeres con
ciertas características. Eran señoritas de bajos recursos económicos, con pocos o casi
nulos estudios, modelos de protocolo, mujeres jóvenes muy lindas […]. El edificio
donde se reunían lo llamaban “La casa de Junta”. Tenía un salón grande con sofás,
con un muy buen espacio para stripper shows… Y allí cada uno iba armando su plan
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[…]. Nunca tocaban las horas de las esposas. Me impresionaba. Hoy todavía me
impresiona […]. Era como un juego. Estaban muy seguros de su poder. Sabían que
podían hacer cualquier cosa […]. Era un pacto de sangre sagrado, un gran secreto
[…]. Los veía al lado de sus esposas […]. En esos momentos, se me revolvía el
estómago, y me preguntaba: ¿serán así todos los matrimonios, todas las relaciones? Y
yo qué voy a hacer, ¿quedarme sola? ¡Qué desconfianza comencé a experimentar! Tal
vez por eso me casé tarde […]. Casi todos, además de la actividad especial […], tenían
[…] una amante oficial: la secretaria, la recepcionista, la vendedora […]. Eran como
un objeto […]. Una de las cosas que más me impresionaron era el trato con los
empleados, la forma de minimizarlos, la agresividad al tratarlos, los insultos. Era
impactante la forma en que ejercían poder ante los subalternos […]. Me marcó tanto
que a mí el tema de la infidelidad me parece horrible […]. Muchas veces, cuando sabía
que había junta, me incapacitaba para no ir, o inventaba alguna excusa» (Jaramillo,
2015 pp. 65-67). Estas formas de infidelidad y de hacer son propias de culturas
psicopáticas, formas especiales de ser.

Un evento resulta traumático cuando es vivido como altamente estresante, amenazante o


catastrófico, destacando lo inesperadamente repentino del mismo, el desbordamiento en
la capacidad de la persona para procesarlo y la perturbación de los esquemas cognitivos
de la persona para manejarse en el mundo, dando lugar a una sensación de indefensión o
pérdida de control.
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