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«EL AMOR NUNCA TIENE UNA MUERTE NATURAL. MUERE DE CEGUERA, DE ERRORES Y
TRAICIONES. MUERE DE CANSANCIO, DE MARCHITAMIENTO Y DE DESLUSTRES» (ANAIS
NIN).
Quizás debamos entender que la infidelidad nos remite a dilemas existenciales del ser
humano como son el amor, la soledad, el vacío existencial, la finitud, la muerte, el
cambio. Y es que ya el psicoanalista Erich Fromm (2004) lo aclaró: «Cualquier teoría
del amor debe comenzar con una teoría del hombre, de la existencia humana» (ibíd., p.
18). Abordar la infidelidad significa, pues, abordar aspectos centrales de la existencia
humana como el amor, la pasión, el compromiso, la lealtad, los valores, la confianza, la
comunicación, la finitud, la muerte, la soledad, el vacío, el miedo, el cambio.
En una sociedad enferma o en crisis en la que los vínculos tienden a licuarse (Bauman,
2006), esto es, a debilitarse, hablar de fidelidad puede resultar incluso anacrónico. En
una sociedad consumista en lo que todo dura nada, la fidelidad y la noción de «para
siempre» pretenden sobrevivir. Los mitos postmodernos sobre la pareja nos siguen
envolviendo, y en el imaginario colectivo aún sigue muy presente la búsqueda de esa
pareja ideal, fiel, eterna.
117). Por lo general, la persona infiel suele actuar quedándose en su relación o iniciando
una nueva con la persona llamada amante, produciéndose lo que Lucía Etxebarria ha
denominado «monogamias sucesivas», es decir, nuevas y sucesivas relaciones
monógamas que sustituyen a la relación anterior, en muchos casos, sexualmente ya
desgastada. También se conoce como «efecto liana»: «se pasa de una relación a otra,
enganchando la primera con la segunda, sin pisar tierra en ningún momento»
(Etxebarria, 2016, p. 148). Rara vez se opta por quedarse sola. Y por ende, ¿qué retiene
a la persona que «tolera» la infidelidad? Por regla general —particularmente en las
relaciones de larga duración—, la persona víctima de infidelidad intenta recomponer la
relación. Rara vez opta por quedarse sola.
Lo que ambos lados muestran tener en común, lo que parece estar de fondo en la
problemática de la infidelidad, es conjurar la soledad (Fabretti, 1982). Porque la
separación parece aún más traumática que la infidelidad. «La vivencia de la
separatividad provoca angustia […]. Estar separado significa estar aislado […]. De
ahí que estar separado signifique estar desvalido» (Fromm, 2004, p. 19). Al respecto, el
relato de una persona infiel nos parece esclarecedor: «[…] no era capaz de dejar mi
matrimonio […]. Separarme para vivir solo no era inteligente, era un riesgo
cuantificado alto que no me dejaba tomar una decisión» (Jaramillo, 2014, p. 27). La
soledad es vivenciada en este contexto como «un profundo vacío» (ibíd.).
ipseidad1. Quizá por ello y para evitar hacer frente a esta insoportable «levedad del ser»,
a esta angustiante soledad, tanta mentira, secretismo y ocultación. Quizás también para
evitar sentimiento de culpa, puesto que nos han educado para hacernos responsables de
los sentimientos y necesidades de los demás.
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Término filosófico que significa sí mismo.
«RETRATOS
OCULTOS.
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LA
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cierta falta de autoestima […] y, sobre todo, miedo al compromiso» (Sánchez, 2016, p.
129).
Parece que finalizar una relación no resulta fácil (Bolaños, 1998). Hemos esbozado
anteriormente el miedo a la soledad existencial, al vacío propio de la individualidad
moderna quizás, como un motivo de peso para mantenerse en una relación
insatisfactoria en ciertos planos. Aunque hay otras teorías.
Según la teoría del apego (y duelo) de Bowlby (1983), la infidelidad se produciría por
una posible dificultad en la persona infiel de hacer el duelo y separarse de su pareja.
Parece tratarse de un estilo de apego ansioso evitativo propio de las personalidades
narcisistas, antisociales, obsesivas (Lorenzini y Fonagi, 2014). Estas personas inhiben
sus estados emocionales, particularmente si estos son negativos. Es decir, no
reconocerán ni su angustia ni su malestar ni mucho menos buscarán apoyo. Su estilo
evitativo inhibido provoca una disociación entre lo que viven en la relación (exterior) y
en su interior, un yo exagerado compuesto de una imagen perfecta de sí mismas
evitando toda vulnerabilidad.
EL FENÓMENO DE LA INFIDELIDAD
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«Anlehung», término que define un tipo de relación de dependencia. Fue utilizado por
Freud por primera vez en Tres ensayos sobre una teoría sexual en 1905. Ha sido
traducido como «apoyo» o «apuntalamiento».
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Este tipo de relaciones protagonizadas por la infidelidad son motivo de una demanda
terapéutica importante, además de generar toda una panoplia de malestares
psicosomáticos y de salud mental que van desde un cuadro de ansiedad aguda hasta
depresión e intentos de suicidio, pasando por bajas laborales, absentismo laboral o bajo
rendimiento laboral, entre otros cuadros sintomáticos. Dadas las consecuencias que
acarrea la infidelidad, podríamos afirmar que constituye un problema de salud pública con
un fuerte coste económico, social, laboral y afectivo. «[…] la infidelidad es altamente
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Y para ser un problema de esta gran y grave envergadura poca importancia parece
merecer desde la perspectiva científica (Glass, 2002; Pittman, 1994). Al contrario, llama
nuestra atención la ausencia de estudios científicos, la escasez de bibliografía científica al
respecto, así como la falta de un protocolo de intervención terapéutica, en contraposición
a la omnipresencia tanto de la infidelidad como sus consecuencias en medios como la
literatura y el cine. Algunas preguntas al respecto se imponen: ¿Qué le pasa a la ciencia
que no se interesa a fondo en este fenómeno social tan extendido? ¿Cómo es que no hay
líneas de investigación en muchas universidades e institutos de investigación? ¿Por qué no
goza la investigación en este tema del mismo prestigio, por ejemplo, que las neurociencias
o el cáncer? En el discurso popular observamos una banalización del fenómeno infiel,
abordado incluso con sorna, guasa, prejuicios. El pensamiento está impregnado de
prejuicios y mitos que oscurecen su comprensión.
Si aceptamos la definición de inteligencia como la capacidad que tiene una persona para
dirigir su comportamiento, permitiendo resolver situaciones conflictivas (Marina, 2016),
la infidelidad se revela como una fracaso de la inteligencia. «La inteligencia fracasa
cuando es incapaz de ajustarse a la realidad, de comprender lo que pasa […], de
solucionar los problemas […]; cuando […] emprende metas disparatadas o se empeña
en usar medios ineficaces […], cuando decide amargarse la vida; cuando se despeña
por la crueldad o la violencia» (ibíd., p. 11). El fracaso está en la pérdida de rumbo, en
dejarse ir a la deriva, en la negación de una evidencia. «Las cosas podrían haber
sucedido de otra manera, podrían de hecho suceder de otra manera» (Marina, 2016,p.
17). La infidelidad, en este sentido, parece más bien un acto emocionalmente imbécil,
en el sentido etimológico del término imbécil, («sin báculo», sin bastón): un acto sin
apoyo, sin sentido, sin razón; esto es, una vivencia (Giorgana, 2013) que deja impresas
huellas de sufrimiento y de malestar: «[…] hay métodos mejores y más inteligentes
para alcanzar una solución que buscarse un sustituto para compensar el déficit» (Risso,
2010, p. 13). La infidelidad forma parte del problema, no de la solución. La
problemática que la infidelidad hace emerger puede resolverse de otra manera; puede
encararse, afrontarse antes de generar más problemas. «La excusa que afirma “tengo
amante porque mi pareja es un desastre” no tiene mucho sentido, porque si es “un
desastre”, ¿para qué seguir allí? ¿No sería mejor ser libre para estar con alguien que
valga la pena y sin infidelidades?» (ibíd.). La mentira y el engaño de la infidelidad —
seguramente en un principio evaluadas por la persona infiel como triviales e
innecesarias para evitar discusiones, celos y sospechas— acaba envolviendo toda la
vida de la persona infiel: «Un secreto, y todas las mentiras […], impone una
permanente tarea de camuflaje» (Marina, 2016, p. 19). Algo de lo que se puede hablar
pero no se hace «provoca consecuencias dramáticas» (ibíd.). Pero además nos dirá
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Marina que la inteligencia tiene un uso privado y otro público, cada uno con sus metas,
sus valores y sus criterios. Cuando ambas no van al unísono se producen muchos
fracasos. La infidelidad en este contexto podría considerarse como el fracaso de la
inteligencia compartida en pos del uso privado de la inteligencia. Mal uso, partiendo del
hecho de que causa perjuicio o daño, injusto por haber quitado a otra persona el derecho
a la información.
El sacrificio de la pareja oficial excluida por la persona infiel parece tener la función de
calmar el resentimiento profundamente reprimido y así impedir que los verdaderos
conflictos de la persona infiel emerjan. Por ello entendemos la infidelidad no tanto
desde la perspectiva triangular, sino desde la binaria; es decir, no es una cuestión de tres
personas sino de dos. Y posiblemente desde la perspectiva de una pérdida de fe, es decir,
de la falta de creencia, posiblemente en el cambio. En este sentido, la infidelidad
representa la paradoja del cambio: un cambio sin cambio, un cambio para que todo
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Versión narrada por la paciente.
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La condición de la infidelidad es que haya una persona como cónyuge oficial con la
cual parece mantenerse una relación de dependencia regresiva, y una persona o personas
amantes, de tal manera que la persona infiel sea amada al menos dos veces en registros
diferentes, posiblemente complementarios. Esta duplicidad es posible gracias al secreto
y la ocultación. En esta relación con la persona amante, la persona infiel parece
preservar un espacio psíquico donde jugar secretamente sus deseos, necesidades o
pasiones más ocultas. Derecho que solo posee la persona infiel.
La infidelidad evoca una falla narcisista no solo en la persona infiel sino en las personas
que realizan el acto, puesto que ninguna de las dos muestra empatía hacia la persona
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Para que haya infidelidad hace falta que se «pongan en marcha» toda una panoplia de
distorsiones cognitivas con la finalidad de construir una disonancia cognitiva coherente,
para así poder vivir con ello. Aun así, esta bifrontalidad más temprano que tarde se hace
visible: «Me pregunté ¿con quién vivo? ¿Quién es él? El católico, rezandero,
apostólico, siempre con un discurso moralista de valores familiares. ¿Dónde estaba el
hombre del discurso, de los valores? Lo sentí como un farsante» (Jaramillo, 2014, p 37).
La persona infiel necesita acallar la moral o dormirla para acallar sus propias
contradicciones.
Una persona infiel es una persona que no confía, que no tiene fe («in-fiel»), bien porque la
ha perdido o bien porque no la tenía. En la persona infiel hay cuanto menos una pérdida,
si no una falla en este sentido. Teniendo en cuenta que la fe es creer, una persona infiel es
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DESMITIFICANDO LA INFIDELIDAD
Alrededor de la infidelidad giran ciertos mitos que habría que deshacer, porque empujan a
errores y distorsiones cognitivas que confunden aún más la situación. El primero —y
quizás el más importante y extendido— es que la infidelidad es cosa de pareja y por lo
tanto requiere de una terapia de pareja. La persona traicionada no puede ser bajo ningún
concepto la causa de la infidelidad de su pareja: «El traicionado no puede hacer que
ocurran aventuras» (Pittman, 1994, p. 45). Y la misma lógica se aplica para las
dificultades matrimoniales, las cuales —particularmente durante la infidelidad— son
grotescamente distorsionadas y exageradas (ibíd.). Por lo que se impone, siguiendo la
lógica, que una gran parte de la terapéutica de la infidelidad recaiga sobre la persona infiel
en particular, aunque no solo. Los problemas de pareja, así como el grado de satisfacción
de la misma, incumben a las dos partes integrantes de la pareja, pero la decisión sobre el
manejo de ciertas situaciones maritales es estrictamente individual. En este sentido, Frank
Pittman (ibíd.) afirma no hallar conveniente que la persona traicionada acepte
responsabilidad alguna por la infidelidad. La persona traicionada no puede ser la causa ni
puede hacer que ocurran infidelidades. La responsabilidad solamente revierte sobre la
persona que comete el acto.
Conviene explicitar y aclarar que las únicas personas responsables son las personas que
participan de la infidelidad, esto es, la persona que la comete y la persona amante,
cómplice de la situación, siendo la persona infiel la única persona estrictamente
responsable del dolor generado por mentir, ocultar y engañar, llevando una doble vida. Si
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bien la persona amante o tercera persona no tiene compromiso con la pareja de su amante,
es consciente de que no quisiera esa situación para sí misma y, de hecho, si no reclama sí
ansía, más o menos secretamente, exclusividad. Por lo tanto, está faltando a su propio
compromiso de buscar y obtener aquello que desea. En ocasiones, cela y envidia la
situación de la pareja de su amante y, en consecuencia, en vez de perseguir y conseguir
aquello que desea y anhela contribuye a la destrucción de aquello que quiere.
La infidelidad cuestiona la ley en todos sus sentidos y acepciones: convenio, pacto, norma,
regla, justicia, poder, estatuto, reglamento, orden, principio, fe, lealtad, amor, entre otros.
Lo inmoral —la falta de ética en la infidelidad— reside en la ocultación de la transgresión
del pacto, no en la moralización maniquea de la monogamia en tanto que representación
del bien, y la poligamia, representando el mal. Y esta concepción de la moral y de la ética
es tan válida (o no) para la pareja como para un gobierno o cualquier forma de agrupación.
La existencia de una comunidad —sea esta del tipo que sea (país, vecindario, pueblo,
nación, barrio…)— requiere de normas y sanciones para el incumplimiento de estas,
pactadas, consensuadas. Ello separa la civilización de la barbarie. La infidelidad se
plantea como una forma de corrupción, en su estricto sentido etimológico como acción de
romper conjuntamente, es decir, con un cómplice; en este caso, con la persona amante.
Por lo tanto, la infidelidad tiene que ver con el (abuso de) poder, cuyo provecho reside en
obtener una ventaja ilícita. La infidelidad tiene que ver con la desigualdad. Nada para
elogiar.
Los pocos autores que se han dedicado a la investigación científica del tema dejan claro
que la infidelidad no es una cuestión estrictamente sexual. Frank Pittman (1994)
especifica que la infidelidad es la violación de un convenio, sea este cual sea. Si se miente
o se mantiene en secreto, o se comete dicha violación a pesar de las objeciones del
cónyuge, es infidelidad. Shirley Glass (2002) también puntualiza, diciendo que la mayor
parte de la gente erróneamente piensa que la infidelidad no es tal hasta que llega el
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contacto sexual. Los hechos desmienten este mito. Así, por ejemplo, la infidelidad por
internet es primordialmente emocional. Este mito quizás derive de la todavía diferente
concepción sobre la infidelidad en hombres y mujeres. Así, mientras que las mujeres
tienden a considerar cualquier intimidad como infidelidad, los hombres son más
propensos a negar la infidelidad relacional o íntima hasta que no se haya producido el
coito. No obstante, esta autora observa un cambio en el modus operandi de la infidelidad
postmoderna. Una proporción cada vez mayor de infidelidades comienzan como amistad
y se desliza gradualmente hacia la infidelidad, destacando fundamentalmente el secreto de
esta nueva intimidad emocional como primer signo de traición. La mayor parte de las
personas involucradas en este tipo de infidelidad no reconoce esta amistad como
infidelidad hasta que no hay una intimidad física. Por ello, la infidelidad puede ser
entendida como cualquier intimidad —ya sea física o emocional— que viola la confianza,
además de ser mantenida oculta, guardada en secreto.
Otro gran mito a desechar es que la infidelidad ocurre solamente en personas con
complejo de donjuán o promiscuas. La infidelidad puede ocurrir en cualquier hogar e
independientemente de cómo esté la relación. Glass y Wright (1977) hallaron que los
hombres infieles en los matrimonios de larga duración estaban tan satisfechos como los
hombres fieles. En cambio, las mujeres infieles de matrimonios de larga duración sí
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declararon estar profundamente insatisfechas. Esto es, la infidelidad puede ocurrir aun
estando «bien» la relación de la pareja oficial, puesto que no ocurre solamente en las
parejas infelices. Esto muestra una vez más que la infidelidad no tiene que ver con la
pareja. Es más, personas infieles entrevistadas manifiestan estar satisfechas en sus
matrimonios (Glass, 2002). A este respecto, Pittman (1994) parece coincidir: «Las
aventuras […] obedecen a razones muy ricas y variadas. La mayoría se relaciona más
con el estado del yo de la persona infiel que con la persona engañada […]. No es una
cuestión emocional, sino de opción […]. Este compromiso parece un tanto independiente
de las emociones del momento y acaso concierne mucho más al sentido de la propia
identidad y al sistema de valores del cónyuge que opta […] y al influjo de esto sobre la
conducta» (p. 37). La infidelidad tiene que ver con la intención y no tanto con las
inclinaciones. Es cuestión de opciones y decisiones. Para este autor, el desamor es
fundamentalmente una consecuencia de la infidelidad, no su causa. Como excepción a la
regla, hay que mencionar las infidelidades en personalidades psicopáticas, perversas
narcisistas y maquiavélicas, para las cuales la infidelidad sí representa una inclinación
«natural».
Esta y otras mitologías del estilo minimizan el —a veces— traumático acto y, de alguna
manera, culpan a la víctima de su situación, disculpando a la persona verdaderamente
responsable: la persona infiel. La responsabilidad de la infidelidad, en sentido estricto,
solo la tiene la persona que es infiel. La responsabilidad de la infidelidad es de quien no
comunica, de quien miente, de quien abandona, de quien se huye separándose; de quien
no gestiona los conflictos, si es que existen; de quien desgarra el vínculo. En cuanto a la
persona víctima de infidelidad hay que dejar claro que ella no tiene por qué sospechar
nada ni intuir nada. La relación está basada en la confianza, supuestamente, y por lo tanto
ninguno de los componentes de la pareja tiene que estar obligado a estar en alerta o a
tener ideas paranoides sobre la posibilidad de que le traicionen. La traición, según el
acuerdo más o menos tácito de fidelidad, no tiene cabida. Estar en pareja pensando en esa
posibilidad sería considerado como un rasgo patológico llamado celotipia. Por ello,
tampoco necesariamente significa que la persona traicionada ha idealizado a su pareja o se
ha negado a ver algo que era evidente, aunque en algunos casos pueda ser que sí. Es
imposible ver la realidad si te la niegan, ocultan, disfrazan, manipulan, tachando a esta
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persona de celosa y acusándola de «ver cosas donde no hay». Hay que recordar que un
rasgo característico de la infidelidad es su negación y su ocultación, mismo si las pruebas
están ahí: «—¿Uno se protege negándolo? / —Puede ser» (Jaramillo, 2014, p. 24). La
famosa frase «esto no es lo que parece» caracteriza realmente la infidelidad. En este
sentido, el factor sorpresa —es decir, el hecho de que la persona víctima de infidelidad no
se lo espere— hace de la infidelidad un hecho emocionalmente traumático.
Otro gran mito a desechar: el aspecto sexual de las infidelidades no parece ser
preponderante, y más en estos tiempos en los cuales muchas aventuras se caracterizan por
la intimidad emocional antes que la sexual. Al parecer puede ser algo más narcisista de lo
que pensamos, puesto que la imagen y la mirada proyectada por parte de la persona
amante hacia la persona infiel está atravesada por una particular adoración que podríamos
definir como enamoramiento. En este sentido, la elección de pareja infiel parece estar más
relacionada con lo que hace sentir mucho más que por razones sexuales. La elección
parece ser más neurótica que sexual, y parece tener que ver más con las carencias
afectivas (Pittman, 1994). No es tanto que la persona infiel busque fuera lo que no le dan
en casa, como que ella no da lo suficiente. Las investigaciones apuntan que el bajo grado
de inversión marital —es decir, en personas que (se) dan poco— el riesgo de ser infieles
es mayor (ibíd.). Una vez más, en ella resulta clave situar el problema.
engañar, desinformar, manipular. Lo que ocurre en estos cambios de primer orden es que
la solución empleada para resolver el problema no solo no resuelve, sino que se convierte
en parte del problema. Que es exactamente lo que ocurre con la infidelidad. En los
cambios de segundo orden el sistema cambia cualitativamente y de manera discontinua.
Es decir, que se producen cambios en el conjunto de reglas que rigen su estructura, su
orden interno. En cierto modo hay una ruptura con respecto al estado anterior del sistema.
Ahora bien, si la infidelidad representa un desplazamiento sintomático del problema —es
decir, una triangulación cuya finalidad es catapultar el problema— difícilmente este acto
será motor de cambio. «Las breves euforias que producen van inevitablemente seguidas
por el retorno a una realidad aún más fría y más gris, retorno que hace más atractiva aún
la huida existencial» (Watzlawick et al., 1976, p. 73).
Lo que se encuentra muchas veces oculto debajo de la infidelidad es una depresión, una
profunda sensación de vacío, de vacuidad. No pocas infidelidades indican una necesidad
compulsiva de excitación que toma la forma de adicción al sexo, al amor, al
enamoramiento (Glass, 2002). La infidelidad poco o nada parece tener que ver con el
amor. Las personas que huyen del vacío inconscientemente pueden buscar en la
infidelidad ese chute de adrenalina y así escapar de este vacío interior o bien de
estresores externos. La infidelidad puede enquistar un problema interno como el
aburrimiento, la baja autoestima, la angustia existencial, la depresión, el vacío, la crisis
existencial, la falta de sentido. Un escape, en forma de huida hacia delante, en algunos
casos. La infidelidad puede ser en muchos casos un antidepresivo que ensalza el
hambriento ego a través de una idealización compensadora de una autoestima,
necesitada de sentirse especial y valorada para alguien. Hay otros factores psicológicos
personales que correlacionan con la infidelidad, como la crisis de la mediana edad.
Estas crisis, por falta de objetivos que cumplir, conducen a una profunda sensación de
vacío que llega muchas veces de la mano del aburrimiento.
PATRONES DE GÉNERO
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Tradicionalmente parece que era el hombre quien tenía amante o amantes. «La
infidelidad y la poligamia hace mucho tiempo que forman parte de los hábitos
masculinos» (Salomón, 2005, p 72). La infidelidad y la doble vida tienen una larga
tradición en el actuar masculino particularmente, si bien en la actualidad se va
igualando, aunque con marcadas diferencias cualitativas.
Es importante precisar que el hecho de que las mujeres estén igualando al hombre en
materia de infidelidad no es garantía ni mucho menos de igualdad de género, sino tal
vez de «masculinización» del modelo de dominación amoroso. Esto es, una
socialización masculina en la mujer —quizás por identificación negativa— por la cual
esta adopta formas masculinas de hacer que, lejos de apuntar a un cambio, cristalizan
aún más las formas patriarcales de dominación. Ana Freud (1999) a este mecanismo de
defensa lo llamó «identificación con el agresor». El término masculinización hace
referencia a la apropiación de características propias del proceso de masculinidad que,
en la cuestión amorosa, se construye sobre un continuum desde un cierto desapego de lo
amoroso hasta la cosificación de la otra persona, o lo que es lo mismo, «guardando una
distancia simbólica y física vis-a-vis del amor» (García, 2016, p. 140). Este proceso no
vaticina precisamente un cambio de roles o una trascendencia de los mismos. No
significa un cambio de segundo orden en las cuestiones amorosas. No significa una
ruptura con el modelo anterior ni un aprendizaje. No debemos confundir
masculinización con igualdad. Al contrario, el modelo de infidelidad ahonda en una
concepción amorosa basada en la dominación, el control, la falta de empatía y fallas en
la comunicación; ahonda en el narcisismo de la completitud, primando el principio del
placer sin importar las consecuencias ni el daño que se pueda causar: «La infidelidad
constituye un recurso para resolver carencias afectivas, sexuales o de autoestima,
cuando el sueño de totalidad se resquebraja» (Sánchez, 2016, p. 139). Esta
masculinización no añade sino una profunda contradicción en la psique de las féminas,
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ya que si «la mayoría se inclina por experiencias esporádicas cuando teoriza sobre el
concepto, ya que entiende una relación extramatrimonial […] prolongada como un
matrimonio bis […]. Sin embargo, a pesar de las preferencias manifestadas, las
mujeres tienden a la estabilidad y más bien suelen tener un amante fijo al que procuran
[…] ser fieles, generando marañas sentimentales de extraordinaria complejidad» (ibíd.,
p. 141).
Este tipo de relaciones secretas —las infieles— parecen estar basadas en una
concepción romanesca del amor, es decir, amor romántico en el sentido de intemporal o
eterno en su cualidad de imposible, transgresor, absoluto, único. Se trata de una
concepción romántica fundamentalmente para la persona amante, ya que para las
personas infieles la superficialidad de los vínculos afectivos basados en la disociación
en el sentido de dividir («split») hace que puedan decir «te amo» al mediodía a la
persona amante y por la tarde a la pareja oficial lo mismo. Como afirma Walter Risso,
aquella persona que ama menos mantiene el control de la relación.
Justificación significa dar razones para legitimar un acto; es crear una explicación a
través de la cual la propia victimización absuelve de las transgresiones (Glass, 2002).
Muchas veces puede confundirse este concepto con el de excusarse. Las excusas son
también un intento de explicar por qué se hizo algo mal con la finalidad de minimizar su
error. La diferencia estriba en que las personas que se excusan están más dispuestas a
aceptar la culpa por sus acciones que las que se justifican, las cuales actúan moralmente
en un esfuerzo por validar lo apropiado de sus conductas (ibíd.).
Resulta prácticamente imposible realizar una terapia sin saber cómo funciona un
problema, por lo que la comprensión se impone como la base de cualquier tratamiento.
El gran y grave error epistemológico está en buscar las causas de una conducta como
sustitutivo de la comprensión. Y es que justificar y explicar no significa comprender.
Hallar las causas de cualquier comportamiento de cara a poder explicarlo nos lleva a
una justificación del mismo, pero nunca a su comprensión ni mucho menos a definir el
problema. Justificar un comportamiento es legitimarlo, esto es, convertir en legítimo un
comportamiento; en este caso la infidelidad, que genera muchos daños y perjuicios. La
justificación es rápidamente convertida en creencia y esta en verdad. Es así cómo se
fabrican los prejuicios, las opiniones y las creencias. Pero en ningún caso puede ello
considerarse ni riguroso ni científico.
Describir los tipos de infidelidad tampoco nos lleva a una comprensión del fenómeno,
porque describir las motivaciones (causas) no significa comprender. Simplemente, saber
los tipos de infidelidad nos da una descripción de las diferentes formas de ser infiel, ni
más ni menos. Pero no lo que subyace a la infidelidad.
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Las explicaciones nos nublan la vista tanto o más que las causas, ya que no dejan de ser
también justificaciones más o menos elaboradas: «La única constante presente en el
inicio de todas mis relaciones alternas era la sensación de vacío con mi marido […].
Tal vez el despertar interés en otros hombres me devolvía mi esencia como mujer»
(Jaramillo, 2014, p. 32). Al leer esto, las preguntas que se imponen son: ¿Qué impide
separarse o divorciarse de una persona que no hace bien? ¿Qué sentido tiene seguir con
una relación que no llena? ¿Qué lleva a actuar de manera contraria a como se piensa? A
partir de las investigaciones cualitativas y de los relatos simbólicos (películas, libros) así
como del diálogo con personas que han vivido este fenómeno, llegamos parcialmente —
y desde una perspectiva muy concreta, como es la terapia psicológica— a comprender
que la infidelidad fundamentalmente funciona como una cortina de humo, tapando otros
problemas complejos que en algunos casos subyacen a esta situación. También
llegamos a entender que la infidelidad para algunas personas tiene unas consecuencias
profundamente dañinas, causando perjuicios a terceras y cuartas personas que se ven
salpicadas por un acto que no han cometido. Es decir, que el fenómeno de la infidelidad
tiene consecuencias —más allá de las individuales— que repercuten y marcan
profundamente a veces la vida de otras personas, al haber sido directa o indirectamente
testigos de ello.
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Es aprender de forma intersubjetiva, es decir, es un aprendizaje fruto del diálogo.
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Pilar Jaramillo (2014) nos evidencia a la perfección cómo la infidelidad —esa búsqueda
de placer— acaba en el encuentro con el sufrimiento.
La infidelidad no solamente es entendida como una traición a la otra persona sino que
en algunas personas representa ante todo una traición a sí mismo y a los propios valores:
«Yo parto de la concepción de infidelidad como una traición, una traición a mis
propios valores […]. Soy infiel conmigo misma, con los valores éticos y morales»
(Jaramillo, 2014, p. 31).
Tras todo lo expuesto anteriormente, y a tenor de las secuelas que la infidelidad causa
particularmente en las personas que la sufren, me parece fundamental tratarla como una
patología vincular en su sentido etimológico, pathos, que significa dolor, un dolor que
perturba la tranquilidad del espíritu, del alma (Séneca, 1994). Se trata de «situaciones
límite» en las cuales las personas implicadas parecen atrapadas, sintiendo que no
pueden salir (Jasper, 1966). Perturbaciones lógicas, en tanto y en cuanto son
«reacciones verdaderas cuyo contenido está en relación comprensible con el
acontecimiento original que no hubieran nacido sin este acontecimiento» (Bercherie,
1986, p.178, citado en Dasuky et al., 2007). Es importante mencionar que el daño
causado por la infidelidad afecta a todas las partes del triángulo y además, en algunos
casos, a la progenitura. Hay que matizar, no obstante, que algunas personas infieles
sufren sobre todo cuando toman conciencia del daño generado. En el caso de las
personas amantes el sufrimiento también se llega a hacer visible: «Cuando se trata de
algo escondido, se potencian todos los sentidos. Uno se llena de sensaciones físicas y
emocionales. Pero, obviamente, luego se convierte en un tormento interior que termina
destruyéndonos. Es un infierno. Estresado, viviendo a escondidas, en el engaño. A
veces esta situación resulta tan desesperante que uno llega a desear ser descubierto»
(Jaramillo, 2014, p. 25). El dolor y el sufrimiento inherentes a la infidelidad, tal y como
lo vemos en terapia, salpica de manera particular a la persona traicionada, ese dolor del
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alma, esa aflicción moral que la sociedad postmoderna intenta negar, ocultar, evadir,
disociar, anular a través de una banalización del fenómeno de la infidelidad e incluso
una frivolidad de la misma.
La psicología cognitiva lo deja bien claro: sufrimos no por los acontecimientos, sino por
cómo los interpretamos (Beck, J.S., 2009)5. Es decir, se trata de un sufrimiento que, a
diferencia del dolor, procede de nuestra mente, de nuestros pensamientos y de nuestras
creencias (Álava, 2003). Al hilo de esta idea, algunas preguntas se imponen: ¿Cuáles
son esas creencias erróneas e irracionales que tenemos —particularmente los
occidentales— sobre la fidelidad amorosa o el amor que tanto sufrimiento genera?
Parece ser que la respuesta está en la idea que tenemos del amor: un amor romántico
que mitifica las relaciones de pareja, convirtiéndola en una utopía emocional; «un
fenómeno idealizado y vivido de forma irreal por muchas personas» (Herrera, 2010, p.
79). La creencia errónea del amor verdadero puede desglosarse en ese amor eterno, puro,
incorruptible. Ese amor fusional que protege «de las inclemencias de la vida y desaloja
las vivencias de soledad humanas tan inquietantes como inevitables» (Coria, 2005, en
Herrera 2010, pp. 372-373). En definitiva, parece tratarse de un amor maternal,
regresivo, a través del cual las personas pretenden alcanzar la unidad total, el paraíso
perdido. Parecen pretensiones de corte narcisista —y, como tales, grandiosas y
megalómanas— que nos hablan de amores imposibles, irrealizables e inalcanzables. Se
asemeja al amor materno en su aceptación incondicional. Creencias y expectativas que
nos hacen esperar de la pareja todo. Y cuando las expectativas en forma de exigencias
en gran medida inconscientes no son satisfechas se arremete, se castiga, se pena a la
persona por no haberlas satisfecho. En principio, esto poco tiene que ver con el amor.
de vergüenza y culpa, genera angustia. A través del amor el ser humano pretende salir
de la prisión de la soledad existencial (Fromm, 2004). El amor entendido como la
trascendencia de la individualidad, como el sentir que se forma parte de algo más que de
sí mismo. Desde esta perspectiva, podemos fácilmente entender que el amor se haya
convertido en una especie de religión «secular», en su sentido etimológico de «religare».
¿Qué relación encontramos entre infidelidad y moral? Walter Risso especifica que la
infidelidad, además de constituir una violación de un código moral, de un pacto, es
también lastimar, herir y destruir al semejante. En este sentido, en la infidelidad hemos
observado que no solamente confluyen factores psicológicos (interpersonales) y
existenciales (soledad, vacuidad), sino también morales, puesto que en ella convergen
aspectos inherentes como la culpa, el castigo, la vergüenza y la deuda. Por lo que
introducir la perspectiva moral de la infidelidad está justificada sobre todo —y
fundamentalmente— desde el daño generado, desde el engaño, la mentira y la
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Pieza tejida con fragmentos de otras telas.
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La psicología de la maldad, que parece datar de los años ochenta, nos explica que «el
estudio de las conductas que causan daño o sufrimiento a otros tiene una larga
tradición en psicología social» (Quiles y col., 2015, p. 23). Hay maldades cercanas a lo
cotidiano; acciones que generan dolor y sufrimiento como el rechazo social, el
ostracismo, las humillaciones. Suponen todas ellas un daño interpersonal. Estos actos
malos están próximos del concepto de actos inmorales (Gray, Young y Watz, 2012), en
el que se incluye el engaño. El calificativo de inmoral viene dado fundamentalmente
por el daño generado: «Toda la moralidad se entiende a través de la lente del daño»
(ibíd., p. 108). Desde esta perspectiva, la infidelidad puede perfectamente considerarse
como una maldad cotidiana o acto inmoral. Ahora bien, dejando muy claro también que
no se puede aislar la cuestión moral del contexto cultural.
En este intento de comprender este aspecto humano que es la moral hemos hallado
respuestas interesantes dentro de la perspectiva de las neurociencias, la antropología y
psicología evolucionista.
Quizás el primer aspecto a señalar sea la estrecha relación entre la moral y la fiabilidad.
Así, la neurociencia define la moral como la saliencia de nuestra disposición a colaborar
haciendo ver que somos confiables (Traver, 2016). En este sentido, la moral está
relacionada con la confiabilidad y la cooperación. Desde esta perspectiva, la infidelidad
puede concebirse como la imposibilidad de confiar y de ser confiables. Una persona
infiel es una persona no confiable y por ende una persona inmoral, puesto que no
respeta la ley (simbólica), la palabra, el pacto. No podemos decir que sea un
comportamiento cooperativo, y no ayuda desde luego a la cohesión; al contrario, divide.
La infidelidad rompe la solidaridad y la cooperación; rompe la base de las relaciones,
que es la confianza. Destruye el tejido social, generando daños graves en muchas
personas. «La pérdida de la confianza básica es posiblemente el mayor coste de la
infidelidad» (Risso, 2010, p. 62). Quizás este gran daño derive de su negación: «El daño
moral reside fundamentalmente en la falta de reconocimiento» (Cortina, 2011, p. 146).
Esa negación constante y persistente tiene consecuencias muy dolorosas para las
personas víctimas de infidelidad. Otra de las variables que contribuye al dolor es el
profundo sentimiento de injusticia. Ante una situación de infidelidad, la persona —
consorte oficial— se ve dañada injustamente, «ya que carece de algo que merece en
justicia» (Pérez, 2013, p. 20). Situación directamente emergente de la transgresión de
una norma consensuada, la de la fidelidad recíproca. Si lo moral constituye el respeto a
la norma, podríamos decir que «lo inmoral conlleva la trasgresión de determinados
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Para poder pasar al acto y ser infiel, la persona procederá a un autoengaño de tipo
justificativo. Así, el argumento comúnmente esgrimido a favor de la infidelidad es la
profunda insatisfacción marital. Hay otros, por supuesto, como son la necesidad de
cambio, la subversión de los convencionalismos, el aburrimiento, la falta de chispa, la
autonomía, la liberación e incluso el amor a sí mismo (autoestima). Son muchos y
variados los argumentos justificativos que permiten pasar al acto infiel. Lo cierto es que
hay parejas insatisfechas que no son infieles y hay parejas satisfechas que sí lo son. Por
ello, la comprensión del fenómeno conviene buscarla en las historias individuales. La
infidelidad hace emerger aspectos o factores personales que pueden no ser evidentes
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hasta que la infidelidad sale a la luz (Glass, 2002). Algunas personas que son infieles o
lo han sido fallan en el intento de ser fieles a sus propios valores y principios
conscientemente adoptados, produciéndose una desconexión con la acción. Se ven a
veces incluso sorprendidas ante sus acciones y ante lo que son capaces de hacer. No se
reconocen en su acción infiel; sienten una extraña extranjereidad o alienación. No se
identifican con la manera de hacer mostrada en la infidelidad. Por otro lado, la persona
víctima de infidelidad también se sorprende y se cuestiona en ocasiones con quién ha
estado todos esos años. El profundo sentimiento de extrañeza invade a ambas partes de
la pareja.
Ahora bien, la moral no es que se tenga o no se tenga ni es compacta, sino que parece
ser una cuestión dimensional y de grados (Haidt, 2012). La teoría de los fundamentos
morales del antropólogo Richard Sheweder parece responder mejor a la variabilidad
cultural de los juicios morales, de tal manera que se puede afirmar que existen
diferentes formas de moralidad. El posterior trabajo y desarrollo de estas ideas lo
encontramos en la obra de Jonathan Haidt, The Righteous Mind, según el cual —de
manera muy sucinta y divulgativa— en la moral habría al menos cinco dimensiones:
cuidado/daño, equidad/engaño, lealtad/traición, autoridad/subversión y
santidad/degradación, con sus correspondientes emociones: compasión, ira, gratitud,
culpa, orgullo de grupo, rabia contra las personas traidoras, respeto y asco. Así,
podemos ser morales en una dimensión —por ejemplo, en la de autoridad—, e
inmorales en otra u otras —como por ejemplo la del cuidado y/o equidad—, surgiendo
así dobles morales o morales múltiples, por así decirlo, lo que nos permite entender
fenómenos como la infidelidad en personas con valores morales desarrollados en otras
áreas. En este sentido, dentro de una misma dimensión también se puede ser moral en
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un área y ser inmoral en otra área. Así por ejemplo, dentro de la dimensión
lealtad/traición se puede ser moral siendo muy patriota, y ser desleal engañando a nivel
íntimo en la pareja.
asco y rechazo y, como tal, sean indeseables, puesto que hacen daño y mal. Pero la
normalización y banalización de tal fenómeno así como la «exculpación» del agente de
tal conducta hacen que en este fenómeno de traición parezca conjugarse una falta de
repugnancia moral. Por un lado, las personas infieles —como parecen estar
victimariamente en relaciones obsoletas, aburridas, vacuas, tediosas, rutinarias,
humillantes— buscan fuera de esa horrible relación oficial otras relaciones que les
sienten mejor. Este alegato que permite enfocar la infidelidad en tanto que respuesta
liberadora y generadora de cambio a una desagradable situación marital, y que no es
sino una negación, justificación y rechazo de su responsabilidad en la acción,
contemplado así ya no genera asco o rechazo. Al contrario: genera empatía, compasión,
aceptación. Evidentemente hay que entender que no es posible materializar un acto
dañino sin antes crear una imagen de la víctima que permita legitimar el (supuesto)
sufrimiento. Así pues, por un lado esta argumentación le servirá tanto para pasar al acto
como para legitimar su mal comportamiento, evitando así el asco y el rechazo tanto de
sí mismo como de la persona amante y, a veces, de la persona consorte oficial. Por otro
lado, vemos personas amantes dispuestas a esperar y esperar hasta desesperar,
ignorando las mentiras y los engaños —de los cuales a veces ellas son testigo—
aceptando esa ocultación. O mercantilizadas y cosificadas, en cuanto que utilizadas
sexualmente en relaciones efímeras. Así se forman relaciones valoradas como altamente
dañinas, particularmente en aquellas personas amantes que desean formar una relación
oficial con la persona infiel. En estas personas, el asco moral parece estar inhibido. Es
decir, es raro encontrar la emoción del asco o repugnancia moral en las personas
amantes, particularmente durante la aventura. Se llega a evidenciar dicha emoción tras
una dramática y trágica ruptura, y solamente en algunos casos.
contaminación. «El asco […] genera el deseo de eliminar el objeto que lo causa» (ibíd.,
p. 22).
Ahora bien, si el asco parece haber evolucionado como sistema de defensa psíquico
destinado a protegernos, se trata de una barrera defensiva, al parecer frágil y poco fiable,
que puede verse anulada por otros aprendizajes, condicionamientos y condicionantes
más poderosos (Traver, 2016) posiblemente también a nivel instintivo como son el
miedo y la angustia que este puede generar. Esta anulación parece evidente en la
infidelidad.
Quizás la idea moral, dirá Goldschmidt (1979), no deba estar demasiado lejos del
sustrato biológico para que pueda ser adoptada como tal de manera universal, de manera
que la cultura sea más bien la (re) interpretación simbólica de los imperativos biológicos.
En este sentido, si se considera que la monogamia no es biológicamente consustancial a
la «naturaleza humana» —es decir, no es natural sino un mito construido culturalmente
como forma de regular las relaciones humanas desde el poder (Herrera, 2010)—, en
consecuencia se perfilarán nuevas formas de relaciones abiertamente consensuadas,
válidas para todo el mundo. Formas de relación definidas bajo la rúbrica poliamor, para
significar relaciones en plural íntimas, sexuales, amorosas, temporales o no, con
conocimiento y consentimiento plenos por parte de todas las personas involucradas. Y si
por el contrario se consensua culturalmente la monogamia será necesaria una
preparación en el desarrollo evolutivo para respetar dicho pacto mientras dure. En
cualquiera de los casos, se impone una mayor madurez y responsabilidad a la hora de
establecer relaciones afectivas de carácter íntimo. El amor no basta. Incluso en el
poliamor, una filosofía que se rebela contra la monogamia y según la cual se ama a
varias personas a la vez, se hace de manera consciente y ética (Easton y Hardy, 2013).
El poliamor defiende que no es necesario retirar el amor a una persona para dárselo a
otra u otras. Ahora bien, ética, consenso mutuo, acuerdo, sinceridad, honestidad y
transparencia son conceptos que aparecen allí donde se habla de poliamor. En este tipo
de amor también hay normas y reglas, siendo la sinceridad, el respeto y el consenso tres
de ellas. Lo que no pasa en la infidelidad. Incluso la «promiscuidad» tiene una ética
(Easton y Hardy, 2013). En estos contextos también existe la noción de infidelidad. Y
se entiende por tal la ruptura de acuerdos, la mentira intencional, la ocultación. La ética
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FORMAS DE INFIDELIDAD
Un patrón parece extraerse de las relaciones infieles, que perfila básicamente dos tipos
de infidelidad: aquella que implica involucrarse afectivamente y otra muy distinta, en la
que no hay una implicación afectiva.
7
Iván Petróvich Pávlov, médico y profesor de fisiología, introdujo el término de
Actualmente, en la clínica se observa un tipo de infidelidad que, más que sexual, parece
emocional, afectiva, íntima. La sexualidad, si llega, llega más tarde. Este tipo de
infidelidad parece estar más ligada a entornos laborales, en los que la amistad entre
colegas de trabajo se desliza hacia la confidencia y esta hacia la aventura (Reyes, 2016).
En este tipo de infidelidad tomar una simple taza de café puede significar mucho más
que eso. Como dijo una persona víctima de infidelidad: «No sabía que aquí tomar un
café pudiera significar cualquier cosa menos eso». Es lo que Fred Humprey (1983, en
Glass, 2002) denominó el síndrome de la taza de café8. Este autor explica a través de
esta expresión que muchas infidelidades comienzan inocente y asexualmente con una
taza de café. Pronto esta pareja desarrolla el hábito de verse regularmente para
compartir cada vez más cosas de sus vidas íntimas, desarrollando una especie de
dependencia de estas charlas de café. Luego de estos encuentros viene el sexo. Y así se
fraguan muchas infidelidades. En este tipo de infidelidades incluimos las que se dan en
un principio por internet, si bien la taza de café o conocerse en persona viene más tarde,
meses incluso después de frecuentarse virtualmente. Tanto Glass (2002) como Pittman
(1994) dejan claro que muchas aventuras empiezan como amistades y se deslizan hacia
la infidelidad gradualmente: «Inicialmente habíamos sido amigos, muy amigos durante
dos años y medio. Después, debido a las circunstancias, nos enredamos» (Jaramillo,
2014, p 31). Pittman (Ibid) puntualiza que la sexualización de la amistad está en la base
de muchas infidelidades, es decir, que muchas infidelidades ocurren porque no se sabe
mantener una relación de amistad con el otro sexo. Al respecto, Glass (Ibid) especifica
que es importante entender cómo amistades platónicas pueden deslizarse en aventura
amorosa. Con respecto a los hombres, esta autora dice que estos se sienten más
cómodos intercambiando sentimientos en una relación amorosa. Como resultado,
cuando una relación empieza a ser emocionalmente íntima estos tienden a sexualizarla.
En la muestra clínica de Glass (ibíd.), el 83% de las mujeres implicadas y el 61% de los
hombres implicados caracterizaron su relación extramatrimonial más emocional que
sexual. En una muestra recogida por este mismo autor en el aeropuerto, el porcentaje
fue de 71% en las mujeres y 44% en los hombres (ibíd.).
esa ilusión propia de los primeros amores. Esta parece en esencia constituir una de las
principales insatisfacciones en las personas infieles con respecto a las parejas oficiales:
“—¿Qué buscas en tu amante? / —Temas interesantes, compartirlos; etapas de
enamoramiento, primeros amores, grandes niveles de satisfacción» (Jaramillo, 2014, p.
18). Un enamoramiento paradójico, puesto que debe —e intenta— ser abortado antes de
que «la situación se complique», es decir, antes de implicarse emocionalmente: «Las
nuevas opciones siempre son buenas, por eso a veces es tan difícil parar. Hay que
acelerar y frenar. La búsqueda del enamoramiento que se puede generar a largo plazo
en una ilusión. Si permitimos que esa relación se dispare, la situación se vuelve muy
complicada. Aquí el tema no es enamorarse o no. Es ser realista. El esfuerzo por ser
realista impide el enamoramiento» (ibíd.). Se huye de la responsabilidad y del
compromiso: «No me interesa comprometerme ni ser altamente infiel» (ibíd., p. 17).
La infidelidad resulta ser en muchas ocasiones igualmente traumática para las personas
que son testigos, en este caso la descendencia. Resulta impactante hasta qué punto
puede llegar a traumatizar. En consulta tenía a una persona de 40 años, todavía llorando
a lágrima viva, hablando de la infidelidad de su padre. La persona en cuestión lo sabe
desde que tiene 9 años y todavía hoy le causa dolor. Lo que más le dolía al hablar de
ello fue la negación del hecho. Su padre lo negó toda la vida hasta que finalmente acabó
dejando a la familia oficial para irse con la persona amante y formar una nueva familia.
El otro punto doloroso y traumático fue el abandono emocional y afectivo por parte de
la persona infiel, de toda la progenitura de la familia oficial. Es un dolor que marca la
vida de los vástagos hasta bien adultos e incluso afecta a la dificultad de confiar en
general. Se puede ser testigo presencial de infidelidades sin ser necesariamente ser
familia y puede, igualmente, marcar de manera especial. Por ejemplo, en el ámbito
laboral o empresarial. Este tipo de infidelidad puede traumatizar fundamentalmente por
las formas, por ser una forma de violencia basada fundamentalmente en la cosificación
y la deshumanización, llegando al maltrato emocional y físico, a veces: «Lo viví cuando
tenía 22 años […]. Primero fueron solo unos meses de pasantía donde no me di cuenta
de muchas cosas. Luego, graduada, volví a ser contratada por la misma empresa. Eran
hombres influyentes: empresarios, constructores, ejecutivos, políticos de renombre y el
gerente general, que era quien manejaba todo […]. Dentro del orden del día, había un
punto que se llamaba “actividades especiales”. Cuando llegaban a ese punto, los
asistentes y suplentes salían de la juntas y solamente quedaban los principales; en eso
entraba yo y me decían lo que necesitaban. Había que llamar al contacto que ellos ya
conocían, pues lo habían hecho muchas veces. Ese contacto les buscaba mujeres con
ciertas características. Eran señoritas de bajos recursos económicos, con pocos o casi
nulos estudios, modelos de protocolo, mujeres jóvenes muy lindas […]. El edificio
donde se reunían lo llamaban “La casa de Junta”. Tenía un salón grande con sofás,
con un muy buen espacio para stripper shows… Y allí cada uno iba armando su plan
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[…]. Nunca tocaban las horas de las esposas. Me impresionaba. Hoy todavía me
impresiona […]. Era como un juego. Estaban muy seguros de su poder. Sabían que
podían hacer cualquier cosa […]. Era un pacto de sangre sagrado, un gran secreto
[…]. Los veía al lado de sus esposas […]. En esos momentos, se me revolvía el
estómago, y me preguntaba: ¿serán así todos los matrimonios, todas las relaciones? Y
yo qué voy a hacer, ¿quedarme sola? ¡Qué desconfianza comencé a experimentar! Tal
vez por eso me casé tarde […]. Casi todos, además de la actividad especial […], tenían
[…] una amante oficial: la secretaria, la recepcionista, la vendedora […]. Eran como
un objeto […]. Una de las cosas que más me impresionaron era el trato con los
empleados, la forma de minimizarlos, la agresividad al tratarlos, los insultos. Era
impactante la forma en que ejercían poder ante los subalternos […]. Me marcó tanto
que a mí el tema de la infidelidad me parece horrible […]. Muchas veces, cuando sabía
que había junta, me incapacitaba para no ir, o inventaba alguna excusa» (Jaramillo,
2015 pp. 65-67). Estas formas de infidelidad y de hacer son propias de culturas
psicopáticas, formas especiales de ser.
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